Lectura Politica El Principe

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pensado nunca, aun en tiempo de paz, más que en los diversos modos de hacer la guerra380.

Cuando él se paseaba con sus amigos por el campo, se paraba con frecuencia, y discurría con
ellos sobre este objeto, diciendo: «Si los enemigos estuvieran en aquella colina inmediata, y
nos halláramos aquí con nuestro ejército, ¿cuál de ellos o nosotros tendría la superioridad?
¿Cómo se podría ir seguramente contra ellos, observando las reglas de la táctica? ¿Cómo
convendría darles el alcance, si se retiraran?»381. Les proponía, andando, todos los casos en
que puede hallarse un ejército, oía sus pareceres, decía el suyo y lo corroboraba con buenas
razones; de modo que teniendo continuamente ocupado su ánimo en lo que concierne al arte
de la guerra, nunca conduciendo sus ejércitos, habría sido sorprendido por un accidente para
el que él no hubiera preparado el conducente remedio382.

El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer las historias383; y, al contemplar las
acciones de los varones insignes, debe notar particularmente cómo se condujeron ellos en las
guerras, examinar las causas de sus victorias, a fin de conseguirlas él mismo; y las de sus
pérdidas, a fin de no experimentarlas. Debe, sobre todo, como hicieron ellos, escogerse, entre
los antiguos héroes cuya gloria se celebró más, un modelo cuyas acciones y proezas estén
presentes siempre en su ánimo384. Así como Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César
seguía a Alejandro, y Scipión caminaba tras las huellas de Ciro. Cualquiera que lea la vida de
este último, escrita por Xenofonte, reconocerá después en la de Scipión, cuánta gloria le
resultó a éste de haberse propuesto a Ciro por modelo y cuán semejante se hizo a él, por otra
parte, con su continencia, afabilidad, humanidad y liberalidad, según lo que Xenofonte nos
refirió de su vida385.

Estas son las reglas que un príncipe sabio debe observar. Tan lejos de permanecer ocioso
en tiempo de paz, fórmese entonces un copioso caudal de recursos que puedan serle de
provecho en la adversidad, a fin de que si la fortuna se le vuelve contraria, le halle dispuesto a
resistirse a ella.

Capítulo XV
De las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o
censurados

Nos resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos.
Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo después de ellos, no
incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que
sobre esto dijeron ellos386. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la comprende, he
tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia387 que los desvaríos de la
imaginación en lo relativo a ella388; porque muchos imaginaron repúblicas y principados que
no se vieron ni existieron nunca389. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y
saber cómo deberían vivir ellos, que el que, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que
se hace, para estudiar lo que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe
obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo
quiere hacer profesión de ser bueno, cuando en el hecho está rodeado de gentes que no lo
son390, no puede menos de caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que
desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad,
según que las circunstancias lo exijan391.

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Dejando, pues, a un lado las cosas imaginarias de las que son verdaderas, digo que
cuantos hombres hacen hablar de sí, y especialmente los príncipes, porque están colocados en
mayor altura que los demás, se distinguen con alguna de aquellas prendas patentes, de las que
más atraen la censura y otras la alabanza. El uno es mirado como liberal, el otro como
miserable en lo que me sirve de una expresión toscana en vez de emplear la palabra avaro;
porque en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, y
llamamos miserable a aquel únicamente que se abstiene de hacer uso de lo que él posee. Y
para continuar mi enumeración añado: éste pasa por dar con gusto, aquel por ser rapaz; el uno
se reputa como cruel, el otro tiene la fama de ser compasivo; éste pasa por carecer de fe, aquél
por ser fiel en sus promesas; el uno por afeminado y pusilánime, el otro por valeroso y feroz;
tal por humano, cuál por soberbio; uno por lascivo, otro por casto; éste por franco, aquél por
artificioso; el uno por duro, el otro por dulce y flexible; éste por grave, aquél por ligero; uno
por religioso, otro por incrédulo, etc.392.

No habría cosa más loable que un príncipe que estuviera dotado de cuantas buenas
prendas393 he entremezclado con las malas que les son opuestas; cada uno convendrá en ello,
lo sé. Pero como uno no puede tenerlas todas, y ni aun ponerlas perfectamente en práctica,
porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea bastante prudente
para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su principado; y aun para preservarse,
si lo puede, de los que no se lo harían perder394. Si, no obstante esto, no se abstuviera de los
últimos, estaría obligado a menos reserva abandonándose a ellos395. Pero no tema incurrir en
la infamia ajena a ciertos vicios si no puede fácilmente sin ellos conservar su Estado; porque
si se pesa bien todo, hay una cierta cosa que parecerá ser una virtud, por ejemplo, la bondad,
clemencia, y que si la observas, formará tu ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá
un vicio formará tu seguridad y bienestar si la practicas.

Capítulo XVI
De la liberalidad y miseria (avaricia)

Comenzando por la primera de estas prendas, diré cuán útil sería el ser liberal; sin
embargo, la liberalidad que te impidiera que te temieran, te sería perjudicial. Si la ejerces
prudentemente como ella debe serlo, de modo que no lo sepan396, no incurrirás por esto en la
infamia del vicio contrario. Pero como el que quiere conservarse entre los hombres la
reputación de ser liberal no puede abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un
príncipe que quiere tener la gloria de ello consumirá todas sus riquezas en prodigalidades; y al
cabo, si quiere continuar pasando por liberal, estará obligado a gravar extraordinariamente a
sus gobernados, a ser extremadamente fiscal y hacer cuanto es imaginable para tener dinero.
Pues bien, esta conducta comenzará a hacerle odioso a sus gobernados397; y empobreciéndose
así más y más, perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal modo, que después de haber
perjudicado a muchas personas para ejercer esta prodigalidad que no ha favorecido más que a
un cortísimo número de éstas sentirá vivamente la primera necesidad398, y peligrará al menor
riesgo399. Si reconociendo entonces su falta, quiere mudar de conducta, se atraerá
repentinamente la infamia ajena a la avaricia400.

No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud de la
liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia,
porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando vean que por medio de su

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parsimonia le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declaró la guerra y para
hacer empresas sin gravar a sus pueblos401; por este medio ejerce la liberalidad con todos
aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es infinito mientras que no es avaro más que
con aquellos hombres a quienes no da, y cuyo número es poco crecido402.

¿No hemos visto en estos tiempos que solamente los que pasaban por avaros hicieron
grandes cosas y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse
servido de la reputación de hombre liberal para llegar al pontificado403, no pensó ya después
en conservar este renombre cuando quiso habilitarse para pelear contra el rey de Francia.
Sostuvo muchas guerras sin imponer un tributo extraordinario, y su larga parsimonia le
suministró cuanto era necesario para los gastos superfluos404. El actual rey de España
(Fernando, rey de Castilla y Aragón), si hubiera sido liberal, no hubiera hecho tan famosas
empresas, ni vencido en tantas ocasiones405.

Así, pues, un príncipe que no quiere verse obligado a despojar a sus gobernados y quiere
tener siempre con qué defenderse, no ser pobre y miserable, ni verse precisado a ser rapaz,
debe temer poco el incurrir en la fama de avaro, supuesto que la avaricia es uno de aquellos
vicios que aseguran su reinado406. Si alguno me objetara que César consiguió el imperio con
su liberalidad407, y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por
liberales, respondería yo: o estás en camino de adquirir un principado, o te lo has adquirido
ya; en el primer caso, es menester que pases por liberal408, y en el segundo, te será perniciosa
la liberalidad. César era uno de los que querían conseguir el principado de Roma; pero si
hubiera vivido él algún tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios,
hubiera destruido su imperio.

¿Me replicarán que hubo muchos príncipes que, con sus ejércitos, hicieron grandes cosas
y, sin embargo, tenían la fama de ser muy liberales?409. Responderé: o el príncipe en sus
larguezas expende sus propios bienes y los de sus súbditos o expende el bien ajeno. En el
primer caso debe ser económico; y en el segundo, no debe omitir ninguna especie de
liberalidad410. El príncipe que con sus ejércitos va a llenarse de botín, saqueos, carnicerías, y
disponer de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus soldados,
porque, sin esto, no le seguirían ellos411. Puedes mostrarte entonces ampliamente generoso,
supuesto que das lo que no es tuyo ni de tus soldados, como lo hicieron Ciro, César,
Alejandro412; y este dispendio que en semejante ocasión haces con el bien de los otros, tan
lejos de perjudicar a tu reputación, le añade una más sobresaliente413. La única cosa que pueda
perjudicarte, es gastar el tuyo.

No hay nada que se agote tanto de sí mismo como la liberalidad; mientras que la ejerces,
pierdes la facultad de ejercerla, y te vuelves pobre y despreciable414; o bien, cuando quieres
evitar volvértelo, te haces rapaz y odioso415. Ahora bien, uno de los inconvenientes de que un
príncipe debe preservarse, es el de ser menospreciado y aborrecido. Conduciendo a uno y otro
la liberalidad, concluyo de ello que hay más sabiduría en no temer la reputación de avaro que
no produce más que una infamia sin odio, que verse, por la gana de tener fama de liberal, en
la necesidad de incurrir en la nota de rapaz, cuya infamia va acompañada siempre del odio
público416.

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Capítulo XVII
De la severidad y clemencia, y si vale más ser amado que temido

Descendiendo después a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo
príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel. Sin embargo, debo advertir que él
debe temer el hacer mal uso de su clemencia417. César Borgia pasaba por cruel, y su crueldad,
sin embargo, había reparado los males de la Romaña, extinguido sus divisiones, restablecido
en ella la paz, y hechósela fiel418. Si profundizamos bien su conducta, veremos que él fue
mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino, cuando para evitar la reputación de
crueldad dejó destruir Pistoya.

Un príncipe no debe temer, pues, la infamia ajena a la crueldad, cuando necesita de ella
para tener unidos a sus gobernados, e impedirles faltar a la fe que le deben419; porque con
poquísimos ejemplos de severidad serás mucho más clemente que los príncipes que, con
demasiada clemencia, dejan engendrarse desórdenes acompañados de asesinatos y rapiñas,
visto que estos asesinatos y rapiñas tienen la costumbre de ofender la universalidad de los
ciudadanos, mientras que los castigos que dimanan del príncipe no ofenden más que a un
particular420.

Por lo demás, le es imposible a un príncipe nuevo el evitar la reputación de cruel421 a


causa de que los Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del
reinado de Dido con el motivo de que su Estado pertenecía a esta especie422; porque hace
decir por esta Reina:

Res dura et regni novitus me talia cogunt

Moliri, et late fines custode tueri.

[«la dura situación y la novedad del reino me obligan a actuar de esta manera, y a asegurar las
fronteras con guardia en todos lados», Virgilio, Eneida, I, 563-64]

Un semejante príncipe no debe, sin embargo, creer ligeramente el mal de que se le


advierte; y no obrar, en su consecuencia, más que con gravedad, sin atemorizarse nunca él
mismo423. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad,
sin que mucha confianza le haga impróvido, y que mucha desconfianza le convierta en un
hombre insufrible424.

Se presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado425. Se responde
que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el
partido más seguro es ser temido primero que amado, cuando se está en la necesidad de
carecer de uno u otro de ambos beneficios426.

Puede decirse, hablando generalmente, que los hombres son ingratos, volubles,
disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de ganancias427. Mientras que les haces
bien y que no necesitas de ellos, como lo he dicho, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e
hijos428, pero se rebelan cuando llega esta necesidad. El príncipe que se ha fundado
enteramente sobre la palabra de ellos429 se halla destituido, entonces, de los demás apoyos
preparatorios, y decae; porque las amistades que se adquieren, no con la nobleza y grandeza
de alma430, sino con el dinero, no pueden servir de provecho ninguno en los tiempos

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peligrosos, por más bien merecidas que ellas estén; los hombres temen menos el ofender al
que se hace amar que al que se hace temer431, porque el amor no se retiene por el solo vínculo
de la gratitud, que en atención a la perversidad humana, toda ocasión de interés personal llega
a romper; en vez de que el temor del príncipe se mantiene siempre con el del castigo, que no
abandona nunca a los hombres432.

Sin embargo, el príncipe que se hace temer debe obrar de modo que si no se hace amar al
mismo tiempo, evite el ser aborrecido433; porque uno puede muy bien ser temido sin ser
odioso; y él lo experimentará siempre, si se abstiene de tomar la hacienda de sus gobernados y
soldados, como también de robar sus mujeres o abusar de ellas434.

Cuando le sea indispensable derramar la sangre de alguno, no deberá hacerlo nunca sin
que para ello haya una conducente justificación y un patente delito435. Pero debe entonces,
ante todas cosas, no apoderarse de los bienes de la víctima436; porque los hombres olvidan
más pronto la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio437. Si fuera inclinado a
robar el bien ajeno, no le faltarían jamás ocasiones para ello: el que comienza viviendo de
rapiñas, halla siempre pretextos para apoderarse de las propiedades ajenas438, en vez de que
las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras y le faltan con la mayor
frecuencia439.

Cuando el príncipe está con sus ejércitos y tiene que gobernar una infinidad de soldados,
debe de toda necesidad no inquietarse de pasar por cruel, porque sin esta reputación no puede
tener un ejército unido, ni dispuesto a emprender cosa ninguna440. Entre las acciones
admirables de Aníbal se cuenta que teniendo un numerosísimo ejército compuesto de hombres
de países infinitamente diversos, y yendo a pelear en una tierra extraña441, su conducta fue tal
que en el seno de este ejército, tanto en la mala como en la buena fortuna, no hubo nunca ni
siquiera una sola disensión entre ellos, ni ninguna sublevación contra su jefe442. Esto no pudo
provenir más que de su desapiadada inhumanidad, que unida a las demás infinitas prendas
suyas, le hizo siempre tan respetable como terrible a los ojos de sus soldados. Sin cuya
crueldad no hubieran bastado las otras prendas suyas para obtener este efecto443. Son poco
reflexivos los escritores que se admiran, por una parte, de sus proezas; y que vituperan, por
otra, la causa principal de ellas444. Para convencerse de esta verdad, que las demás virtudes
suyas no le hubieran bastado, no hay necesidad más que del ejemplo de Scipión, hombre muy
extraordinario, no solamente en su tiempo, sino también en cuantas épocas nos recuerda
sobresalientes memorias de la Historia445. Sus ejércitos se rebelaron contra él en España,
únicamente por un efecto de su mucha clemencia, que dejaba a sus soldados más licencia que
la disciplina militar podía permitirlo446. Le reconvino de esta extremada clemencia, en Senado
pleno, Fabio, quien, por esto mismo, le trató de corruptor de la milicia romana. Destruidos los
Locrios por un teniente de Scipión, no había sido vengado, y ni aun él había castigado la
insolencia de este lugarteniente. Todo esto provenía de su natural blando y flexible, en tanto
grado que el que quiso disculparle por ello en el Senado dijo que había muchos hombres que
sabían mejor no hacer faltas que corregir las de los demás447. Si él hubiera conservado el
mando, con un semejante genio, hubiera alterado a la larga su reputación y gloria; pero como
vivió después bajo la dirección del Senado desapareció esta perniciosa prenda, y aun la
memoria que de ella se hacía, fue causa de convertirla en gloria suya448.

Volviendo, pues, a la cuestión de ser temido y amado, concluyo que, amando los
hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe éste, si es cuerdo, fundarse en lo que
depende de él449 y no en lo que depende de los otros, haciendo solamente de modo que evite
ser aborrecido como ahora mismo acabo de decir450.

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Capítulo XVIII
De qué modo los príncipes deben guardar la fe dada

¡Cuán digno de alabanzas es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado, cuando


vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta!451. Todos452 comprenden esta
verdad; sin embargo, la experiencia de nuestros días nos muestra que haciendo varios
príncipes poco caso de la buena fe, y sabiendo con la astucia, volver a su voluntad el espíritu
de los hombres453, obraron grandes cosas454 y acabaron triunfando de los que tenían por base
de su conducta la lealtad455.

Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes y el
otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo pertenece
esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta, es preciso recurrir al
segundo456. Le es, pues, indispensable a un príncipe, el saber hacer buen uso de uno y otro
enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a
los príncipes, cuando escribieron que muchos de la antigüedad, y particularmente Aquiles,
fueron confiados, en su niñez, al centauro Chirón, para que los criara y educara bajo su
disciplina457. Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos tuvieron por preceptor a un
maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de
saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una no podría durar si no la
acompañara la otra.

Desde que un príncipe está en la precisión de saber obrar competentemente según la


naturaleza de los brutos, los que él debe imitar son la zorra y el león enteramente juntos. El
ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es
más suficiente, porque ella no puede librarse de los lobos458. Es necesario, pues, ser zorra para
conocer los lazos, y león para espantar a los lobos; pero los que no toman por modelo más que
el león, no entienden sus intereses459.

Cuando un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas se convierte


en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y
aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse460.

Obsérvese bien que si todos los hombres fueran buenos este precepto sería malísimo461;
pero como ellos son malos y que no observarían su fe con respecto a ti si se presentara la
ocasión de ello, no estás obligado ya a guardarles la tuya, cuando te es como forzado a ello462.
Nunca le faltan motivos legítimos a un príncipe para cohonestar esta inobservancia463; está
autorizada en algún modo, por otra parte, con una infinidad de ejemplos; y podríamos mostrar
que se concluyó un sinnúmero de felices tratados de paz y se anularon infinitos empeños
funestos por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra464. El que mejor supo obrar como
zorra tuvo mejor acierto.

Pero es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener habilidad para fingir
y disimular465. Los hombres son tan simples, y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el
que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar466. No quiero pasar en silencio
un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no hizo nunca otra cosa más que
engañar a los otros; pensaba incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló

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siempre la ocasión de poderlo hacer467. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte
de las protestaciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más respetables y
que al mismo tiempo observara menos lo que había prometido. Sin embargo, por más
conocido que él estaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus
deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema468.

No es necesario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos hecho mención
anteriormente; pero conviene que él aparente poseerlas. Aun me atreveré a decir que si él las
posee realmente, y las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que aun cuando
no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas, le son provechosas469. Puedes parecer
manso, fiel, humano, religioso, leal, y aun serlo470; pero es menester retener tu alma en tanto
acuerdo con tu espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.

Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe comprender bien
que no le es posible observar en todo lo que hace mirar como virtuosos a los hombres;
supuesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar
contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra su religión471. Su espíritu
debe estar dispuesto a volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de
él; y, como lo he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo puede472, sino a saber
entrar en el mal, cuando hay necesidad. Debe tener sumo cuidado en ser circunspecto, para
que cuantas palabras salgan de su boca lleven impreso el sello de las cinco virtudes
mencionadas; y para que, tanto viéndole como oyéndole, le crean enteramente lleno de
bondad, buena fe, integridad, humanidad y religión473. Entre estas prendas no hay ninguna
más necesaria que la última474. Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las
manos; y si pertenece a todos el ver, no está más que a un cierto número el tocar. Cada uno ve
lo que pareces ser; pero pocos comprenden lo que eres realmente475; y este corto número no se
atreve a contradecir la opinión del vulgo, que tiene, por apoyo de sus ilusiones, la majestad
del Estado que le protege476.

En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los príncipes, contra
los cuales no hay juicio que implorar, se considera simplemente el fin que ellos llevan.
Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si sale
con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo
se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir del acierto477. Ahora bien, no hay casi
más que vulgo en el mundo; y el corto número de los espíritus penetrantes que en él se
encuentra no dice lo que vislumbra, hasta que el sinnúmero de los que no lo son no sabe ya a
qué atenerse478.

Hay un príncipe en nuestra era que no predica nunca más que paz, ni habla más que de la
buena fe, y que, al observar él una y otra, se hubiera visto quitar más de una vez sus dominios
y estimación. Pero creo que no conviene nombrarle.

Capítulo XIX
El príncipe debe evitar ser despreciado y aborrecido

Habiendo hecho mención, desde luego, de cuantas prendas deben adornar a un príncipe,
quiero, después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras, a

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lo menos brevemente y de un modo general, diciendo que el príncipe debe evitar lo que puede
hacerle odioso y despreciable479. Cada vez que él lo evite habrá cumplido con su obligación, y
no hallará peligro ninguno en cualquiera otra censura en que pueda incurrir480.

Lo que más que ninguna cosa le haría odioso sería, como lo he dicho, ser rapaz, usurpar
las propiedades de sus gobernados, robar sus mujeres; y debe abstenerse de ello481. Siempre
que no se quitan a la generalidad de los hombres su propiedad ni honor viven ellos como si
estuvieran contentos; y no hay que preservarse ya más que de la ambición de un corto número
de sujetos. ¿Pero los reprime uno con facilidad y de muchos modos?482

Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado,


pusilánime, irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de una semejante reputación
como de un escollo, e ingéniese para que en sus acciones se advierta grandeza, valor,
gravedad y fortaleza483. Cuando él pronuncie sobre las tramas de sus gobernados debe querer
que su sentencia sea irrevocable484. Últimamente, es menester que él los mantenga en una tal
opinión de su genio, que ninguno de ellos tenga ni aun el pensamiento de engañarle, ni
entramparle485. El príncipe no hace formar semejante concepto de si es muy estimado, y se
conspira difícilmente contra el que goza de una grande estimación486. Los extranjeros, por otra
parte, no le atacan con gusto, con tal, sin embargo, que él sea un excelente príncipe y que le
veneren sus gobernados.

Un príncipe tiene dos cosas que temer, es a saber: en lo interior de su Estado, alguna
rebelión por parte de sus súbditos; y segundo, por afuera, un ataque por parte de alguna
potencia vecina. Se precaverá contra este segundo temor con buenas armas y, sobre todo, con
buenas alianzas, que él conseguirá siempre si él tiene buenas armas487. Pues bien, cuando las
cosas exteriores están aseguradas, lo están también las interiores, a no ser que las haya
turbado ya una conjuración488. Pero aun cuando se manifestara en lo exterior alguna
tempestad contra el príncipe que tiene bien arregladas las cosas interiores, si ha vivido como
lo he dicho, con tal que no le abandonen los suyos489 sostendrá toda especie de ataque de
afuera, como ha mostrado que lo hizo Nabis de Esparta.

Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de no maquinarse nada por
afuera contra él, podría temer que, en lo interior, se conspirase ocultamente. Pero puede estar
seguro de que no acaecerá esto si evita ser despreciado y aborrecido, y si hace al pueblo
contento con su gobierno; ventaja esencial que hay que lograr, como lo he dicho muy por
extenso antes490.

Uno de los más poderosos preservativos que el príncipe pueda tener contra las
conjuraciones es, pues, el de no ser aborrecido ni menospreciado por la universidad de sus
gobernados; porque el conspirador no se alienta más que con la esperanza de contentar al
pueblo haciendo perecer al príncipe491. Pero cuando él tiene motivos para creer que ofendería
con ello al pueblo, la amplitud necesaria de valor para consumar su atentado le falta, visto que
son infinitas las dificultades que se presentan a los conjurados492. La experiencia nos enseña
que hubo muchas conjuraciones, y que pocas tuvieron buen éxito; porque no pudiendo ser
solo el que conspira, no puede asociarse más que a los que cree descontentos493. Pero, por esto
mismo que él ha descubierto su designio a uno de ellos494, le ha dado materia para contentarse
por sí mismo, supuesto que revelando al príncipe la trama que se le ha confiado, puede
esperar éste todas especies de ventajas. Viendo, por una parte, segura la ganancia495, y por
otra no hallándola más que dudosa y llena de peligros496, sería menester que él fuera, para el

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que le ha iniciado en la conspiración, un amigo como se ven pocos, o bien un enemigo
enteramente irreconciliable del príncipe, si tuviera la palabra que dio.

Para reducir la cuestión a pocos términos, digo que del lado del conspirador no hay más
que miedo, celos y sospecha de una pena que le atemoriza; mientras que del lado del príncipe
hay, para protegerle, la majestad de su soberanía, las leyes, la defensa de los amigos y del
Estado497; de modo que si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es
imposible que ninguno sea bastante temerario para conspirar498. Si todo conspirador, antes de
la ejecución de su trama, está poseído comúnmente del temor de salir mal, lo está mucho más
en este caso: porque debe temer también, aun cuando él triunfara, el tener por enemigo al
pueblo499, porque no le quedaría refugio ninguno entonces.

Podríamos citar sobre este particular una infinidad de ejemplos500; pero me ciño a uno
solo, cuya memoria nos transmitieron nuestros padres. Siendo príncipe de Bolonia mosén
Aníbal Bentivoglio, abuelo de don Aníbal de hoy día, fue asesinado por los Cannuchis (e), a
continuación de una conjuración; y estando todavía en mantillas su hijo único, mosén Juan, no
podía vengarle; pero el pueblo se sublevó inmediatamente contra los asesinos y los mató
atrozmente. Fue un efecto natural de la benevolencia popular que la familia de Bentivoglio se
había ganado por aquellos tiempos en Bolonia. Esta benevolencia fue tan grande que, no
teniendo ya la ciudad a persona ninguna de esta casa que, a la muerte de Aníbal, pudiera regir
el Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la
misma familia que no era mirado allí más que como un hijo de un trabajador, fueron en busca
suya y le confirieron el gobierno de su ciudad, que él gobernó efectivamente hasta que mosén
Juan hubo estado en edad de gobernar por sí mismo501.

Concluyo de todo ello que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones
cuando le tiene buena voluntad el pueblo502; pero cuando éste le es contrario y le aborrece,
tiene motivos de temer en cualquiera ocasión y por parte de cada individuo503.

Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios cuidaron siempre de no descontentar a
los grandes hasta el grado de reducirlos a la desesperación504, como también de tener contento
al pueblo505. Es una de las cosas más importantes que el príncipe debe tener en su mira. Uno
de los reinos bien ordenados y gobernados de nuestros tiempos, es el de Francia. Se halla allí
una infinidad de buenos estatutos, a los que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad
del rey. El primero es el Parlamento y la amplitud de su autoridad506. Conociendo el fundador
del actual orden de este reino, la ambición e insolencia de los grandes, y juzgando que era
preciso ponerles un freno que pudiera contenerlos; sabiendo, por otra parte, cuánto los
aborrecía el pueblo a causa del miedo que les tenía, y deseando, sin embargo, sosegarlos, no
quiso que este doble cuidado quedase a cargo particular del rey. A fin de quitarle esta carga
que él podía repartir con los grandes, y de favorecer al mismo tiempo a los grandes y pueblo,
se estableció por juez un tercero que, sin que el monarca sufriese, vino a reprimir a los
grandes y favorecer al pueblo507. No podía imaginarse disposición ninguna más prudente, ni
un mejor medio de seguridad para el rey y reino. Deduciremos de ello esta notable
consecuencia: que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas,
reservándose a sí mismos las de gracia508; y concluyo de nuevo que un príncipe debe estimar a
los grandes, pero no hacerse aborrecer del pueblo.

Creerán muchos, quizá, considerando la vida y muerte de diversos emperadores romanos,


que hay ejemplos contrarios a esta opinión, supuesto que hubo un cierto emperador que
perdió el imperio o fue asesinado por los suyos conjurados contra él, aunque se había

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conducido perfectamente, y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a semejantes
objeciones, examinaré las prendas de estos emperadores, mostrando que la causa de su ruina
no se diferencia de aquella misma contra la que he querido preservar a mi príncipe; y haré
tomar en consideración ciertas cosas que no deben omitirse por los que leen las historias de
aquellos tiempos509.

Me bastará tomar a los emperadores que se sucedieron en el Imperio desde Marco el


Filósofo hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio, Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano Séptimo
Severo, Caracalla su hijo, Macrino, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.

Nótese primeramente que en principados de otra especie que la de ellos, no hay que
luchar apenas más que contra la ambición de los grandes e insolencia de los pueblos; pero que
los emperadores romanos tenían, además, un tercer obstáculo que superar; es, a saber, la
crueldad y avaricia de los soldados. Lo cual era tan dificultoso510 que muchos se desgraciaron
en ello. No es fácil, efectivamente, el contentar al mismo tiempo a los soldados y pueblo,
porque los pueblos son enemigos del descanso, y lo son por esto mismo los príncipes cuya
ambición es moderada511, mientras que los soldados quieren un príncipe que tenga el espíritu
marcial, y que sea insolente, cruel y rapaz. La voluntad de los del Imperio era que el suyo
ejerciera estas funestas disposiciones sobre los pueblos, para tener una paga doble, y dar
rienda suelta a su codicia y avaricia512; de lo cual resultaba que los emperadores que no eran
reputados como capaces de imponer respeto a los soldados y pueblo513 quedaban vencidos
siempre. Los más de ellos, especialmente los que habían subido a la soberanía como príncipes
nuevos, conocieron la dificultad de conciliar estas dos cosas, y abrazaban el partido de
contentar a los soldados514, sin temer mucho el ofender al pueblo; y casi no les era posible
obrar de otro modo515. No pudiendo los príncipes evitar el ser aborrecidos de algunos516,
deben, es verdad, esforzarse ante todas cosas a no serlo del número mayor; pero cuando no
pueden conseguir este fin, deben ingeniarse para evitar, con toda especie de expedientes, el
odio de su clase que es más poderosa517.

Así, pues, aquellos emperadores que con el motivo de ser príncipes nuevos necesitaban
de extraordinarios favores se apegaron con mucho más gusto a los soldados que al pueblo; y
esto se convertía en beneficio o daño del príncipe, según que él sabía mantenerse con una
grande reputación en el concepto de los soldados518. Tales fueron las causas que hicieron que
Pertinax y Alejandro, aunque eran de una moderada conducta, amantes de la justicia,
enemigos de la crueldad, humanos y buenos519, así como Marco (Aurelio), cuyo fin fue feliz,
tuvieron, sin embargo, uno muy desdichado520. Únicamente Marco vivió y murió muy
venerado, porque había sucedido al emperador por derecho hereditario, y no estaba en la
necesidad de portarse como si él lo debiera a los soldados o pueblo521. Estando dotado, por
otra parte, de muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo hasta su muerte al pueblo y
soldados dentro de unos justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado jamás522.

Pero creado Pertinax para emperador contra la voluntad de los soldados que, en el
imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, y habiendo querido reducirlos a
una decente vida que se les hacía insoportable523, engendró en ellos odio contra su persona524.
A este odio se unió el menosprecio de la misma a causa de que él era viejo525 y fue asesinado
Pertinax en los principios de su reinado. Este ejemplo nos pone en el caso de observar que
uno se hace aborrecer tanto con las buenas como con las malas acciones; y por esto, como lo
he dicho más arriba, el príncipe que quiere conservar sus dominios, está precisado con
frecuencia a no ser bueno526. Si aquella mayoría de hombres, cualquiera que ella sea, de
soldados, de pueblo o grandes, de la que piensas necesitar para mantenerte, está corrompida,

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debes seguir su humor y contentarla527. Las buenas acciones que hicieras entonces se
volverían contra ti mismo528.

Pero volvamos a Alejandro (Severo), que era de una tan agradable bondad que, entre las
demás alabanzas que de él hicieron, se halla la de no haber hecho morir a ninguno sin juicio
en el espacio de catorce años que reinó. Estuvo expuesto a una conjuración del ejército, y
pereció a sus golpes, porque, habiéndose hecho mirar como un hombre de genio débil529, y
teniendo la fama de dejarse gobernar por su madre530, se había hecho despreciable con esto.

Poniendo en oposición con las buenas prendas de estos príncipes el genio y conducta de
Cómodo, Séptimo Severo, Caracalla y Maximino, los hallaremos muy crueles y rapaces. Para
contentar ellos a los soldados, no perdonaron especie ninguna de injuria al pueblo; y todos,
menos Severo, acabaron desgraciadamente. Pero éste tenía tanto valor que, conservando con
él la inclinación de los soldados, pudo, aunque oprimiendo a sus pueblos, reinar
dichosamente531. Sus prendas le hacían tan admirable en el concepto de los unos y los otros,
que los primeros permanecían asombrados en cierto modo hasta el grado de pasmo532, y los
segundos respetuosos y contentos533.

Pero como las acciones de Séptimo tuvieron tanta grandeza cuanto podían tener ellas en
un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente hacer de zorra y león,
lo cual le es necesario a un príncipe, como ya lo he dicho534. Habiendo conocido Severo la
cobardía de Didier Juliano, que acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al
ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia que él haría bien en marchar a Roma para
vengar la muerte de Pertinax, asesinado por la guardia imperial o pretoriana535. Evitando con
este pretexto mostrar que él aspiraba al Imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a
Italia aun antes que se tuviera conocimiento de su partida536. Habiendo entrado en Roma,
forzó al Senado, atemorizado a nombrarle por emperador537, y fue muerto Didier Juliano538, al
que habían conferido esta dignidad. Después de este primer principio, le quedaban a Severo
dos dificultades por vencer para ser señor de todo el Imperio: la una en Asia, en que Niger,
jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador; y la otra en la Gran
Bretaña, por parte de Albino, que aspiraba también al Imperio539. Teniendo por peligroso el
declararse al mismo tiempo como enemigo de uno y otro, tomó la resolución de engañar al
segundo mientras atacaba al primero540. En su consecuencia, escribió a Albino para decirle
que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería dividir con él esta dignidad; y
aun le envió el título de césar, después de haber hecho declarar por el Senado que Severo se
asociaba a Albino por colega541. Éste tuvo por sinceros todos estos actos y les dio su adhesión.
Pero luego que Severo hubo vencido y muerto a Niger, y habiendo vuelto a Roma, se quejó de
Albino en Senado pleno, diciendo que aquel colega, poco reconocido a los beneficios que
había recibido de él, había tirado a asesinarle por medio de la traición, y que por esto se veía
precisado a ir a castigar su ingratitud. Partió, pues, vino a Francia al encuentro suyo y le quitó
el Imperio con la vida542.

Cualquiera que examine atentamente sus acciones hallará que era, a un mismo tiempo, un
león ferocísimo543 y una zorra muy astuta. Se vio temido y respetado de todos, sin ser
aborrecido de los soldados; y no se extrañará de que por más príncipe nuevo que él era
hubiera podido conservar un tan vasto imperio; porque su grandísima reputación544 le
preservó siempre de aquel odio que los pueblos podían cogerle a causa de sus rapiñas.

Pero su hijo mismo Antonino fue también un hombre excelente en el arte de la guerra.
Poseía bellísimas prendas que le hacían admirar de los pueblos y querer de los soldados.

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Como era guerrero que sobrellevaba hasta el último grado toda especie de fatigas, despreciaba
todo alimento delicado y desechaba las demás satisfacciones de la molicie le amaban los
ejércitos545. Pero como a puras matanzas, en muchas ocasiones particulares había hecho
perecer un gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría, su ferocidad y crueldad
sobrepujaban a cuanto se había visto en esta horrenda especie, le hicieron extremadamente
odioso a todos546. Comenzó haciéndose temer de aquellos mismos que le rodeaban, tan bien,
que le asesinó un centurión en medio mismo de su ejército.

Es preciso notar con este motivo que unas semejantes muertes, cuyo golpe parte de un
ánimo deliberado y tenaz, no pueden evitarse por los príncipes; porque cualquiera que hace
poco caso de morir tiene siempre la posibilidad de matarlos. Pero el príncipe debe temer
menos el acabar de este modo, porque estos atentados son rarísimos547. Debe únicamente
cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que él emplea548, y especialmente de los
que tiene a su lado en el servicio de su principado, como lo hizo el emperador Antonino
Caracalla. Este príncipe dejaba la custodia de su persona a un centurión a cuyo hermano había
mandado él dar muerte ignominiosa, y que hacía diariamente la amenaza de vengarse.
Temerario hasta este punto549, Antonino no podía menos de ser asesinado, y lo fue.

Vengamos ahora a Cómodo550, al que le era tan fácil conservar el Imperio, supuesto que
le había logrado por herencia como hijo de Marco. Bastábale seguir las huellas de su padre
para contentar al pueblo y soldados. Pero siendo de un genio brutal y cruel, y queriendo estar
en proporción de ejercer su rapacidad sobre los pueblos, prefirió favorecer a los ejércitos, y
los echó en la licencia. Por otra parte, no sosteniendo su dignidad porque se humillaba
frecuentemente hasta ir a luchar en los teatros con los gladiadores, y a hacer otras muchas
acciones vilísimas y poco dignas de la majestad imperial, se hizo despreciable aun en el
concepto de las tropas. Como estaba menospreciado por una parte y aborrecido por otra, se
conjuraron contra él y fue asesinado551.

Maximino, cuyas prendas nos queda que exponer, fue un hombre muy belicoso. Elevado
al Imperio por algunos ejércitos disgustados de aquella molicie de Alejandro que llevamos
mencionada ya, no lo poseyó por mucho tiempo, porque le hacían despreciable y odioso dos
cosas552. La una era su bajo origen553, pues había guardado los rebaños en la Tracia, lo cual
era muy conocido, y le atraía el desprecio de todos. La otra era la reputación de hombre
cruelísimo, que, durante las dilaciones de que usó, después de su elección al Imperio, para
trasladarse a Roma y tomar allí posesión del trono imperial, sus prefectos le habían formado
con las crueldades que según sus órdenes ejercían ellos en esta ciudad y otros lugares del
Imperio554. Estando todos, por una parte, indignados de la bajeza de su origen, y animados,
por otra, con el odio que el temor de su ferocidad engendraba, resultó de ello que el África se
sublevó, desde luego, contra él, y que en seguida el Senado con el pueblo de Roma y la Italia
entera conspiraron contra su persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros
de Aquilea, y experimentaba suma dificultad para tomar esta ciudad, juró igualmente su
ruina555. Fatigado por su crueldad, y no temiéndola ya tanto desde que él le veía con tantos
enemigos, le mató atrozmente.

Me desdeño de hablar de Heliogábalo, Macrino y Juliano, que hallándose


menospreciables en un todo, perecieron casi luego que hubieron sido elegidos; y vuelvo en
seguida a la conclusión de este discurso, diciendo que los príncipes de nuestra era
experimentan menos, en su gobierno, esta dificultad de contentar a los soldados por medios
extraordinarios556. A pesar de los miramientos que los soberanos están precisados a guardar
con ellos, se allana bien pronto esta dificultad, porque ninguno de nuestros príncipes tiene

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cuerpo ninguno de ejército que, por medio de una dilatada mansión en las provincias se haya
amalgamado en algún modo con la autoridad que los gobierna, y administraciones suyas557,
como lo habían hecho los ejércitos del Imperio romano. Si, convenía entonces necesariamente
contentar a los soldados más que al pueblo, era porque los soldados podían más que el pueblo.
Ahora es más necesario para todos nuestros príncipes, excepto, sin embargo, para el Turco y
el Soldán, el contentar al pueblo que a los soldados, a causa de que hoy día los pueblos
pueden más que los soldados558. Exceptúo al Turco, porque tiene siempre alrededor de sí doce
mil infantes y quince mil caballos de que dependen la seguridad y fuerza de su reinado559. Es
menester, por cierto absolutamente, que este soberano, que no hace caso ninguno del pueblo,
mantenga sus guardias en la inclinación de su persona560. Sucede lo mismo con el reinado del
Soldán, que está todo entero en poder de los soldados; conviene también que él conserve su
amistad, supuesto que no guarda miramientos con el pueblo561.

Debe notarse que este estado del Soldán es diferente de todos los demás principados, y
que se asemeja al del Pontificado cristiano, que no puede llamarse principado hereditario, ni
nuevo562. No se hacen herederos de la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino el
particular al que eligen hombres que tienen la facultad de hacer esta elección563. Hallándose
sancionado este orden por su antigüedad, el principado del Soldán o Papa no puede llamarse
nuevo, y no presenta a uno ni otro ninguna de aquellas dificultades que existen en las nuevas
soberanías. Aunque es allí nuevo el príncipe, las constituciones de semejante estado son
antiguas, y combinadas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por
derecho hereditario564.

Volviendo a mi materia, digo que cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto,
verá que el odio o menosprecio fueron la causa de la ruina de los emperadores que he
mencionado. Sabrá también por qué habiendo obrado de un modo una parte de ellos, y de un
modo contrario otra, solo uno, siguiendo esta o aquella vía, tuvo un dichoso fin, mientras que
los demás no hallaron allí más que un desastrado fin. Se comprenderá porque Pertinax y
Alejandro quisieron imitar a Marco, no solamente en balde, sino también con perjuicio suyo,
en atención a que él último reinaba por derecho hereditario y que los dos primeros no eran
más que príncipes nuevos565. Aquella pretensión que Caracalla, Cómodo y Maximino
tuvieron de imitar a Severo, les fue igualmente adversa, porque no estaban adornados del
suficiente valor para seguir en todo sus huellas.

Así, pues, un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede sin peligro imitar las
acciones de Marco, y no le es indispensable imitar las de Severo566. Debe tomar de éste
cuantos procederes le son necesarios para fundar bien su Estado, y de Marco lo que hubo, en
su conducta, de conveniente y glorioso para conservar un Estado ya fundado y asegurado567.

Capítulo XX
Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o
perniciosas

Algunos príncipes, para conservar seguramente sus Estados, creyeron deber desarmar a
sus vasallos, y otros varios engendraron divisiones en los países que les estaban sometidos.
Hay unos que en ellos mantuvieron enemistades contra sí mismos, y otros se dedicaron a
ganarse a los hombres que les eran sospechosos en el principio de su reinado. Finalmente,

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algunos construyeron fortalezas en sus dominios, y otros demolieron y arrasaron las que ya
existían568.

Aunque no es posible dar una regla fija sobre todas estas cosas, a no ser que se llegue a
contemplar en particular alguno de los estados en que hubiera de tomarse una determinación
de esta especie, sin embargo hablaré de ello del modo extenso y general que la materia misma
permita569.

No hubo nunca príncipe nuevo ninguno que desarmara a sus gobernados; y mucho más:
cuando los halló desarmados los armó siempre él mismo570. Si obras así, las armas de tus
gobernados se convierten en las tuyas propias; los que eran sospechosos se vuelven fieles; los
que eran fieles se mantienen en su fidelidad; y los que no eran más que sumisos se
transforman en partidarios de tu reinado.

Pero como no puedes armar a todos tus súbditos, aquellos a quienes armas reciben
realmente un favor de ti, y puedes obrar, entonces, más seguramente con respecto a los
otros571. Esta distinción de la que se reconocen deudores a ti, los primeros te los apega, y los
otros te disculpan, juzgando que es menester ciertamente que aquéllos tengan más mérito que
ellos mismos, supuesto que los expones a más peligros y que no les haces contraer más
obligaciones.

Cuando desarmas a todos los gobernados empiezas ofendiéndolos, supuesto que


manifiestas que desconfías de ellos, sospechándolos capaces de cobardía o poca fidelidad572.
Una u otra de ambas opiniones que te supongan ellos con respecto a sí mismos, engendra el
odio contra ti en sus almas. Como no puedes permanecer desarmado, estás obligado a valerte
de la tropa mercenaria cuyos inconvenientes he dado a conocer573. Pero aun cuando fuera
buena la que tomaras, no puede serlo bastante para defenderte al mismo tiempo de los
enemigos poderosos que tuvieras por de fuera, y de aquellos gobernados que te causan
sobresaltos en lo interior574. Por esto, como lo he dicho, todo príncipe nuevo en su soberanía
nueva, se formó siempre una tropa suya575. Nuestras historias presentan innumerables
ejemplos de ello.

Pero cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo en cuya posesión estaba ya, y este
nuevo Estado se hace un miembro de su antiguo principado, es menester, entonces, que le
desarme semejante príncipe, no dejando armados en él más que a los hombres que, en el acto
suyo de adquisición, se declararon abiertamente por partidarios suyos576. Pero aun con
respecto a aquellos mismos, debes, con el tiempo, y aprovechándote de las ocasiones
propicias, debilitar su belicoso genio y hacerlos afeminados577. En una palabra, es menester
que te pongas de modo que todas las armas de tu Estado permanezcan en poder de los
soldados que te pertenecen a ti solo, y que viven, mucho tiempo hace, en tu antiguo Estado al
lado de tu persona578.

Nuestros mayores (Florentinos), y principalmente los que se alaban como sabios, tenían
costumbre de decir que sí; para conservar Pisa, era necesario tener en ella fortalezas,
convenía, para tener Pistoya fomentar allí algunas facciones. Y por esto, en algunos distritos
de su dominación, mantenían ciertas contiendas que les hacían efectivamente más fácil la
posesión suya. Esto podía convenir en un tiempo en que había un cierto equilibrio en Italia;
pero no parece que este método pueda ser bueno hoy día, porque no creo que las divisiones en
una ciudad proporcionen jamás bien ninguno579. Aun es imposible que a la llegada de un
enemigo las ciudades así divididas no se pierdan al punto; porque de los dos partidos que ellas

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encierran, el más débil se mira siempre con las fuerzas que ataquen, y el otro con ello no
bastará ya para resistir.

Determinados, en mi entender, los venecianos por las mismas consideraciones que


nuestros antepasados mantenían en las ciudades de su dominación las facciones de los güelfos
y gibelinos, aunque no los dejaban propagarse en sus pendencias hasta el grado de la efusión
de sangre, alimentaban, sin embargo, entre ellas su espíritu de oposición, a fin de que
ocupados en sus contiendas los que eran partidarios de una u otra no se sublevaran contra
ellos580. Pero se vio que esta estratagema no se convirtió en beneficio suyo, cuando hubieron
sido derrotados en Vaila, porque una parte de estas facciones tomó aliento entonces y les
quitó sus dominios de tierra firme.

Semejantes medios dan a conocer que el príncipe tiene alguna debilidad581; porque nunca
en un principado vigoroso se tomará uno la libertad de mantener tales divisiones. Son
provechosas en tiempo de paz únicamente, porque se puede dirigir entonces, por su medio,
más fácilmente a los súbditos582; pero si la guerra sobreviene, este expediente mismo muestra
su debilidad y peligros.

Es incontestable que los príncipes son grandes cuando superan a las dificultades y
resistencias que se les oponen583. Pues bien, la fortuna, cuando ella quiere elevar a un príncipe
nuevo, que tiene mucha más necesidad que un príncipe hereditario de adquirir fama, le suscita
enemigos y le inclina a varias empresas contra ellos a fin de que él tenga ocasión de triunfar, y
con la escala que se le trae en cierto modo por ellos584 suba más arriba. Por esto piensan
muchas gentes que un príncipe sabio debe, siempre que le es posible, proporcionarse con arte
algún enemigo a fin de que atacándole y reprimiéndole resulte un aumento de grandeza para
el mismo585.

Los príncipes, y especialmente los que son nuevos, hallaron después en aquellos hombres
que, en el principio de su reinado les eran sospechosos, más fidelidad y provecho que en
aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza586. Pandolfo Petrucci, príncipe de
Siena, se servía en el gobierno de su Estado mucho más de los que le habían sido sospechosos
que de los que no lo habían sido nunca.

Pero no puede darse sobre este particular una regla general, porque los casos no son
siempre unos mismos587. Me limitaré, pues, a decir que si aquellos hombres que, en el
principio de un principado eran enemigos del príncipe, no son capaces de mantenerse en su
oposición sin necesitar de apoyos, podrá ganarlos el príncipe fácilmente588.

Estarán después tanto más precisados a servirle con fidelidad cuanto conocerán cuán
necesario les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que tenía formada de ellos el
príncipe589. Así, pues, sacará siempre más utilidad de estas gentes que de aquellos sujetos que,
sirviéndole con mucha tranquilidad de sí mismos590, no pueden menos de descuidar los
intereses del príncipe.

Supuesto que lo exige la materia, no quiero omitir el recordar al príncipe que adquirió
nuevamente un estado con el favor de algunos ciudadanos, que él debe considerar muy bien el
motivo que los inclinó a favorecerle. Si ellos lo hicieron, no por un afecto natural a su
persona, sino únicamente a causa de que no estaban contentos con el gobierno que tenían, no
podrá conservarlos por amigos semejante príncipe más que con sumo trabajo y dificultades,
porque es imposible que pueda contentarlos591. Discurriendo sobre esto con arreglo a los

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ejemplos antiguos y modernos, se verá que es más fácil ganar la amistad de los hombres que
se contentaban con el anterior gobierno, aunque no gustaban de él592, que de aquellos hombres
que no estando contentos593 se volvieron, por este único motivo, amigos del nuevo príncipe, y
ayudaron a apoderarse del Estado594.

Los príncipes que querían conservar más seguramente el suyo, tuvieron la costumbre de
construir fortalezas que sirviesen de rienda y freno a cualquiera que concibiera designios
contra ellos595 y de seguro refugio a sí mismos en el primer asalto de una rebelión596. Alabo
esta precaución supuesto que la practicaron nuestros mayores. Sin embargo, en nuestro
tiempo, se vio a mosén Nicolás Viteli demoler dos fortalezas en la ciudad de Castela para
conservarla. Habiendo vuelto Guy Ubaldo, duque de Urbino, a su Estado, del que le había
echado César Borgia, arruinó hasta los cimientos todas las fortalezas de esta provincia, que
sin ellas conservaría más fácilmente aquel Estado, y que había más dificultad para quitársele
otra vez597. Habiendo vuelto a entrar en Bolonia los Bentivoglio, procedieron del mismo
modo.

Las fortalezas son útiles o inútiles, según los tiempos, y si ellas te proporcionan algún
beneficio bajo un aspecto te perjudican bajo otro. Puede reducirse la cuestión a estos
términos: el príncipe que tiene más miedo de sus pueblos que de los extranjeros debe hacerse
fortalezas598; pero el que teme más a los extranjeros que a sus pueblos debe pasarse sin esta
defensa. El castillo que Francisco Sforza se hizo en Milán, atrajo y atraerá más guerras a la
familia de los Sforza que cualquiera otro desorden posible en este Estado. La mejor fortaleza
que puede tenerse es no ser aborrecido de sus pueblos599. Aun cuando tuvieras fortaleza, si el
pueblo te aborrece no podrás salvarte en ellas600; porque si él toma las armas contra ti no le
faltarán extranjeros que vengan a su socorro601.

No vemos que, en nuestro tiempo, las fortalezas se hayan convertido en provecho de


ningún príncipe, sino es de la condesa de Forli después de la muerte de su esposo, el conde
Gerónimo. Le sirvió su ciudadela para evitar acertadamente el primer choque del pueblo, para
esperar con seguridad algunos socorros de Milán y recuperar su Estado602. Entonces no
permitían las circunstancias que los extranjeros vinieran al socorro del pueblo603. Pero en lo
sucesivo, cuando César Borgia fue a atacar a esta condesa y que su pueblo, al que ella tenía
por enemigo, se reunió con el extranjero contra sí misma, le fueron casi inútiles sus
fortalezas604. Entonces, y anteriormente, le hubiera valido más a la condesa el no estar
aborrecida del pueblo, que el tenerlas605. Bien consideradas todas estas cosas, alabaré tanto al
que haga fortalezas como al que no las haga, pero censuraré al que fiándose mucho en ellas
tenga por causa de poca monta el odio de sus pueblos606.

Capítulo XXI
Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir alguna consideración

Ninguna cosa le granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las
acciones raras y maravillosas607. De ello nos presenta nuestra era un admirable ejemplo en
Fernando V, rey de Aragón, y actualmente monarca de España. Podemos mirarle casi como a
un príncipe nuevo608, porque de rey débil que él era llegó a ser, por su fama y gloria, el primer
rey de la cristiandad609. Pues bien, si consideramos sus acciones las hallaremos todas
sumamente grandes, y aun algunas nos parecerán extraordinarias610. Al comenzar a reinar

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asaltó el reino de Granada611, y esta empresa sirvió de fundamento a su grandeza. La había
comenzado, desde luego, sin pelear ni miedo de hallar estorbo en ello, en cuanto su primer
cuidado había sido tener ocupado en esta guerra el ánimo de los nobles de Castilla.
Haciéndoles pensar incesantemente en ella, los distraía de discurrir en maquinar innovaciones
durante este tiempo; y de este modo adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver, mucho
dominio y se proporcionaba una suma estimación612. Pudo, en seguida, con el dinero de la
Iglesia y de los pueblos, mantener ejércitos y formarse, por medio de esta larga guerra, una
buena tropa, que acabó atrayéndole mucha gloria613. Además, alegando siempre el pretexto de
la religión para poder ejecutar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad
devota; y echó a los moros de su reino, que con ello quedó libre de su presencia614. No puede
decirse cosa ninguna más cruel, y juntamente más extraordinaria, que lo que él ejecutó en esta
ocasión. Bajo esta misma capa de religión se dirigió después de esto contra el África,
emprendió su conquista de Italia y acaba de atacar recientemente a la Francia. Concertó
siempre grandes cosas que llenaron de admiración a sus pueblos y tuvieron preocupados sus
ánimos con las resultas que ellas podían tener615. Aun hizo engendrarse sus empresas en tanto
grado más por otras616, que ellas no dieron jamás a sus gobernados lugar para respirar ni
poder urdir ninguna trama contra él617.

Es también un. expediente muy provechoso para un príncipe el imaginar cosas singulares
en el gobierno interior de su Estado618, como las que se cuentan de mosén Barnabó Visconti
de Milán. Cuando sucede que una persona hizo, en el orden civil, una acción nada común,
tanto en bien como en mal, es menester hallar, para premiarla619 o castigarla620, un modo
notable que al público dé amplia materia de hablar. En una palabra621: el príncipe debe, ante
todas cosas, ingeniarse para que cada una de sus operaciones se dirija a proporcionarle la
fama de grande hombre, y de príncipe de un superior ingenio.

Se da a estimar, también, cuán es resueltamente amigo o enemigo de los príncipes; es


decir, cuando sin timidez se declaran en favor del uno contra el otro622. Esta resolución es
siempre más útil que la de quedar neutral623, porque cuando dos potencias de tu vecindad se
declaran entre sí la guerra, o son tales que si la una llega a vencer, tengas fundamento para
temerla después o bien ninguna de ellas es propia para infundirte semejante temor624. Pues
bien, en uno y otro caso, te será siempre más útil el declararle y hacer tú mismo una guerra
franca625. En el primero, si no te declaras serás siempre el despojo del que haya triunfado626, y
el vencido experimentará gusto y contento con ello627. No tendrás, entonces, a ninguno que se
compadezca de ti, ni que venga a socorrerte, y ni aun que te dé un asilo. El que ha vencido no
quiere a sospechosos amigos que no le auxilien en la adversidad. No te acogerá el que es
vencido, supuesto que no quisiste tomar las armas para correr las contingencias de su
fortuna628.

Habiendo pasado Antíoco a Grecia, en donde le llamaban los etolios para echar de allí a
los romanos, envió un embajador a los acayos para inducirlos a permanecer neutrales,
mientras que les rogaba a los romanos que se armasen en favor suyo. Esto fue materia de una
deliberación en los consejos de los acayos. En él insistía el enviado de Antíoco en que se
resolviesen a la neutralidad; pero el diputado de los romanos, que se hallaba presente, le
refutó por el tenor siguiente: «Se dice que el partido más sabio para vosotros y más útil para
vuestro Estado es que no toméis parte ninguna en la guerra que hacemos; os engañan629. No
podéis tomar resolución ninguna más opuesta a vuestros intereses; porque si no tomáis parte
ninguna en nuestra guerra, privados vosotros, entonces, de toda consideración e indignos de
toda gracia, serviréis de premio infaliblemente al vencedor».

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Nota bien que el que te pide la neutralidad no es jamás amigo tuyo, y que, por el
contrario, lo es el que solicita que te declares en favor suyo y tomes las armas en defensa de
su causa. Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del momento, atrasan con la
mayor frecuencia la vía de la neutralidad; pero también con la mayor frecuencia caminan
hacia su ruina630. Cuando se declara el príncipe generosamente en favor de una de las
potencias contendientes, si aquella a la que se une triunfa, y aun cuando él quedara a su
discreción, y que ella tuviera una gran fuerza, no tendrá que temerla, porque le es deudora de
algunos favores y le habrá cogido amor. Los hombres no son nunca bastante desvergonzados
para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en oprimirte en semejante caso631. Por
otra parte, las victorias no son jamás tan prósperas que dispensen al vencedor de tener algún
miramiento contigo, y particularmente algún respeto a la justicia632. Si, por el contrario, aquel
con quien te unes es vencido, serás bien visto de él. Siempre que tenga la posibilidad de ello
irá a tu socorro, y será el compañero de tu fortuna que puede mejorarse en algún día633.

En el segundo caso, es decir, cuando las potencias que luchan una contra otra, son tales
que no tengas que temer nada de la que triunfe, cualquiera que sea, hay tanta más prudencia
en unirte a una de ellas, cuanto por este medio concurres a la ruina de la otra, con la ayuda de
aquella misma, que, si ella fuera prudente, debería salvarla634. Es imposible que con tu
socorro ella no triunfe, y su victoria entonces no puede menos de ponerla a tu discreción635.

Es necesario notar aquí que un príncipe, cuando quiere atacar a otros, debe cuidar
siempre de no asociarse con un príncipe más poderoso que él, a no ser que la necesidad le
obligue a ello, como lo he dicho más arriba636; porque si éste triunfa, queda esclavo en algún
modo637. Ahora bien, los príncipes deben evitar, cuanto les sea posible, el quedar a la
disposición de los otros638. Los venecianos se ligaron con los franceses para luchar contra el
duque de Milán, y esta confederación de la que ellos podían excusarse, causó su ruina639. Pero
si uno no puede excusarse de semejantes ligas, como sucedió a los florentinos, cuando el Papa
y la España fueron, con sus ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, por las
razones que llevo dichas, debe unirse el príncipe con los otros.

Que ningún Estado, por lo demás, crea poder nunca en semejante circunstancia tomar una
resolución segura640; que piense, por el contrario, en que no puede tomarla más que dudosa,
porque es conforme al ordinario curso de las cosas que no trate uno de evitar nunca un
inconveniente sin caer en otro641. La prudencia consiste en saber conocer su respectiva calidad
y tomar por bueno el partido menos malo.

Un príncipe debe manifestarse también amigo generoso de los talentos y honrar a todos
aquellos gobernados suyos que sobresalen en cualquier arte642. En su consecuencia, debe
estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión, sea en el comercio, sea en la
agricultura, sea en cualquier otro oficio; y hacer de modo que, por el temor de verse quitar el
fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer con ello su Estado, y que por el de los
tributos, no sean disuadidos de abrir un nuevo comercio643. Últimamente, debe preparar
algunos premios para cualquiera que quiere hacer establecimientos útiles, y para el que
piensa, sea del modo que se quiera, en multiplicar los recursos de su ciudad y Estado644.

La obligación es, además, ocupar con fiestas y espectáculos a sus pueblos645 en aquel
tiempo del año en que conviene que los haya. Como toda ciudad está dividida, o en gremios
de oficios, o en tribus646, debe tener miramiento s con estos cuerpos647, reunirse a veces con
ellos y dar allí ejemplos de humanidad y munificencia, conservando, sin embargo, de un

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modo inalterable, la majestad de su clase; cuidado tanto más necesario, cuanto estos actos de
popularidad648 no se hacen nunca sin que se humille de algún modo su dignidad649.

Capítulo XXII
De los secretarios (o ministros) de los príncipes

No es de poca importancia para un príncipe la buena elección de sus ministros, los cuales
son buenos o malos según la prudencia de que él usó en ella650. El primer juicio que hacemos,
desde luego, sobre un príncipe y sobre su espíritu, no es más que conjetura651; pero lleva
siempre por fundamento legítimo la reputación de los hombres de que se rodea este príncipe.
Cuando ellos son de una suficiente capacidad, y se manifiestan fieles652, podemos tenerle por
prudente a él mismo, porque ha sabido conocerlos bastante bien y sabe mantenerlos fieles a su
persona653.

Pero cuando son de otro modo, debemos formar sobre él un juicio poco favorable; porque
ha comenzado con una falta grave tomándolos así654. No había ninguno que, viendo a mosén
Antonio de Venafío hecho ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, no juzgara que
Pandolfo era un hombre prudentísimo, por el solo hecho de haber tomado por ministro a
Antonio655.

Pero es necesario saber que hay entre los príncipes, como entre los demás hombres, tres
especies de cerebros. Los unos imaginan por sí mismos656; los segundos, poco acomodados
para inventar, cogen con sagacidad lo que se les muestra por los otros657, y los terceros no
conciben nada por sí mismos, ni por los discursos ajenos658. Los primeros son ingenios
superiores; los segundos, excelentes talentos; los terceros son como si ellos no existieran659.
Si Pandolfo no era de la primera especie, era menester, pues, necesariamente que él
perteneciera a la segunda. Por esto, sólo que un príncipe, aun sin poseer el ingenio inventivo,
está dotado de suficiente juicio para discernir lo bueno y malo que otro hace y dice660, conoce
las buenas y malas operaciones de su ministro, sabe echar de ver las primeras, corregir las
segundas, y no pudiendo su ministro concebir esperanzas de engañarle, se mantiene íntegro,
prudente y fiel.

Pero ¿cómo conoce un príncipe si su ministro es bueno o malo? He aquí un medio que no
induce jamás a error. Cuando ves a tu ministro pensar más en sí que en ti, y que en todas sus
acciones inquiere su provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre no te
servirá nunca bien661. No podrás estar jamás seguro de él, porque falta a la primera de las
máximas morales de su condición. Esta máxima es que el que maneja los negocios de un
Estado no debe nunca pensar en sí mismo, sino en el príncipe662, ni recordarle jamás cosa
ninguna663 que no se refiera a los intereses de su principado.

Pero también, por otra parte, el príncipe, a fin de conservar a un buen ministro y sus
buenas y generosas disposiciones, debe pensar en él, rodearle de honores, enriquecerle y
atraérsele por el reconocimiento con las dignidades y cargos que él le confiera.

Los grados honoríficos y riquezas que él le acuerda colman los deseos de su ambición664,
y los importantes cargos de que éste se halla provisto, le hacen temer que el príncipe sea
mudado de su lugar, porque conoce bien que no puede mantenerse más que con él665. Así,

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pues, cuando el príncipe y el ministro están formados y se conducen de este modo, pueden
fiarse el uno en el otro666; pero si no lo están, acaban siempre mal uno u otro667.

Capítulo XXIII
Cuándo debe huirse de los aduladores

No quiero pasar en silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se
preservan los príncipes difícilmente cuando no son muy prudentes o carecen de un tacto fino
y juicioso. Esta falta es más bien la de los aduladores, de que están llenas las cortes668; pero se
complacen tanto los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se engañan con una tan
natural propensión, que únicamente con dificultad pueden preservarse contra el contagio de la
adulación. Aun, con frecuencia, cuando quieren librarse de ella, corren peligro de caer en el
menosprecio669.

No hay otro medio para preservarte del peligro de la adulación más que hacer
comprender a los sujetos que te rodean que ellos no te ofenden cuando te dicen la verdad670.
Pero si cada uno puede decírtela671, no te faltarán al respeto. Para evitar este peligro, un
príncipe dotado de prudencia debe seguir un curso medio, escogiendo en su Estado a algunos
sujetos sabios, a los cuales sólo acuerde la libertad de decirle la verdad, únicamente sobre la
cosa con cuyo motivo él los pregunte, y sobre ninguna otra672; pero debe hacerles preguntas
sobre todas673, oír sus opiniones, deliberar después por sí mismo y obrar, últimamente, como
lo tenga por conducente674. Es necesario que su conducta con sus consejeros reunidos, y con
cada uno de ellos en particular, sea tal que cada uno conozca que, cuanto más libremente se le
hable, tanto más se le agradará. Pero, excepto éstos, debe negarse a oír los consejos de
cualquiera otro, hacer en seguida lo que ha resuelto en sí mismo, y manifestarse tenaz en sus
determinaciones675. Si el príncipe obra de diferente modo, la diversidad de pareceres obligará
a variar frecuentemente676, de lo cual resultará que harán muy corto aprecio de él. Quiero
presentar, sobre este particular, un ejemplo moderno. El cura Luc, dependiente de
Maximiliano, actual emperador, dijo, hablando de él, «que S. M. no tomaba consejo de
ninguno, y que, sin embargo, no hacía nunca nada a su gusto»677. Esto proviene de que
Maximiliano sigue un rumbo contrario al que he indicado. El emperador es un hombre
misterioso que no comunica sus designios a ninguno, ni toma jamás parecer de nadie; pero
cuando se pone a ejecutarlos, y se empieza a vislumbrarlos y descubrirlos, los sujetos que le
rodean se ponen a contradecirlos678 y desiste fácilmente de ellos679. De esto dimana que las
cosas que él hace un día, las deshace el siguiente; que no se prevé nunca lo que quiere hacer,
ni lo que proyecta, y que no es posible contar con sus determinaciones680.

Si un príncipe debe hacerse dar consejos sobre todos los negocios, no debe recibirlos más
que cuando éste les agrada a sus consejeros681. Aun debe quitar a cualquiera la gana de
aconsejarle sobre cosa ninguna, a no ser que él solicite serlo682. Pero debe frecuentemente, y
sobre todos los negocios, pedir consejo, oír en seguida con paciencia la verdad sobre las
preguntas que ha hecho, aun querer que ningún motivo de respeto sirva de estorbo para
decírsela, y no desazonarse nunca cuando le oye683.

Los que piensan que un príncipe que se hace estimar por su prudencia no la debe a sí
mismo, sino a la sabiduría de los consejeros que le circundan, se engañan muy ciertamente684.
Para juzgar de esto hay una regla general que no nos induce jamás a error: es que un príncipe

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que no es prudente de sí mismo no puede aconsejarse bien, a no ser que, por casualidad, se
refiera a un sujeto único que le gobernara en todo y fuera habilísimo685. En cuyo caso podría
gobernarse bien el príncipe; pero esto no duraría por mucho tiempo, porque este conductor
mismo le quitaría en breve tiempo su Estado.

En cuanto al príncipe que se consulta con muchos y no tiene una grande prudencia en sí
mismo686, como no recibirá jamás pareceres que concuerden, no sabrá conciliarlos por sí
mismo. Cada uno de sus consejeros pensará en sus propios intereses, y el príncipe no sabrá
corregirlos de ello, y ni aun echarlo de ver687. No es posible apenas hallar dispuestos de otro
modo los ministros: porque los hombres son siempre malos, a no ser que los precisen a ser
buenos688.

Concluyamos, pues, que conviene que los buenos consejos, de cualquiera parte que
vengan, dimanen de la prudencia del príncipe, y que ésta no dimane de los buenos consejos
que él recibe689.

Capítulo XXIV
¿Por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus estados?690

El príncipe nuevo que siga con prudencia las reglas que acabo de exponer tendrá la
consistencia de uno antiguo, y estará inmediatamente más seguro en su Estado que si lo
poseyera hace un siglo691. Siendo un príncipe nuevo mucho más observado en sus acciones
que otro hereditario, cuando las juzgamos grandes y magnánimas, le ganan ellas mucho mejor
el afecto de sus gobernados, y se los apegan mucho más que podría hacerlo una sangre
esclarecida mucho tiempo hace692; porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas
pasadas que con las presentes693. Cuando hallan su provecho en éstas, se fijan en ellas sin
buscar en otra parte. Mucho más abrazan de cualquiera manera la causa de este nuevo
príncipe694, con tal que, en lo restante de su conducta, no se falte a sí mismo695. Así tendrá una
doble gloria: la de haber dado origen a una nueva soberanía, y la de haberla adornado y
corroborado con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos696; así como
tendrá una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe, haya perdido su Estado por su poca
prudencia697.

Si se consideran aquellos príncipes de Italia, que en nuestros tiempos perdieron sus


Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se reconocerá, desde
luego, que todos ellos cometieron la misma falta en lo concerniente a las armas, según lo que
hemos explicado extensamente. Se notará después que uno de ellos tuvo por enemigos a sus
pueblos698, o que el que tenía por amigo al pueblo no tuvo el arte de asegurarse de los
grandes699. Sin estas faltas, no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos para
que uno pueda tener ejércitos en campaña700. Felipe de Macedonia, no el que fue padre de
Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, no tenía un Estado bien grande, con
respecto al de los romanos y griegos que le atacaron juntos; sin embargo, sostuvo por muchos
años la guerra contra ellos, porque era belicoso y sabía no menos contener a sus pueblos que
asegurarse de los grandes701. Si al cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, le quedó, sin
embargo, su reino702.

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