De Lo Humano y Lo Divino

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DE LO HUMANO LO DIVINO

(DEL PAISAJE DE GARCILASO AL DE SAN JUAN DE LA CRUZ)

POR

EMILIO OROZCO DIAZ


CATEDRATICO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANA1

Es cosa sabida de todos cómo en la temática del arte y de la


poesía la plena incorporación del paisaje es cosa que se produce
en el Renacimiento. Desde lo humano, tema inicial y central, el ar-
te va incorporando progresivamente a su campo todos los elemen-
tos del mundo viviente hasta terminar en lo inanimado y artificial.
El Renacimiento incorpora la visión de la Naturaleza; el Barroco,
en una actitud de aproximación hacia la realidad toda, hará apa-
recer, además, no sólo los temas del árbol, las flores y los pájairos,
sino también el bodegón.
No son motivos puramente estéticos sino vitales P i ntelectuídes
los que determinan esta aparición del paisaje en la poesia renacen-
tista. A la general aspiración del humanismo a un orden mejor,
apoyada en la sobrevaloración de la cultura y el raciocinio, se une
la fiata1 añoranza de la vida pastoril que trae una época de hiper-
cult:ura. Ello, fundido al ideal neoplatónico de exaltación de lo na-
_-.d, explica cómo surge esta visión de paisaje apoyada como
trir:
creación en lo intelectual y literario, pero construída con elemen-
tos naturales. Es la visión amplia de Naturaleza libre y tranquila,
convencional, sí, pero sin el recargamiento y artificio que repre-
senta la visión del Barroco y, en un lugar más secundario, tam.bién
preferida por la poesía del siglo XV. Porque, aunque sin valorar
con sentido de tema o realidad aparte la visión de paisaje, como
alusión circunstancial fondo o ambiente ha aparecido en lo me-
dioeval. Y aquí, en un plano secundario, podemos descubrir un
esquema de evolución análogo; desde lo amplio, sencillo y natural
hasta lo limitado, recargado y artificioso.
Siempre que el crítico se enfrenta con la o :ica de Gar-
cilaso ha de plantearse, fatalmente, la interrogante de la sinceridad
o insinceridad de su sentir. Lo real y vivido se confunde con lo
ficticio y literario. Pero las múItiples influencias de poetas latinos
e italianos que se acusan en sus versos llevan equivocadamente
muchas veces a ver en primer término insinceridad y pura belleza
literaria. Se olvida, no sólo la actitud renacentista que busca con
sentido vital más que erudito la imitación de los clásicos, sino ade-
más el hecho de que cabe incluso en la traducción infundir un pro-
pio sentir. Pensemos en cómo Fray Luis da expresión honda y vi-
brante a su dolor traduciendo el Salmo XXVI. De la misma mane-
ra la suprema aspiración y goce de su alma mística la expresará en
gran parte San Juan de la Cruz con las imágenes, símbolo y alego-
rías del Cantar de los Cantares. Es cierto que, sobre todo en el se-
gundo caso, el poeta llega a la imitación como un recurso inevita-
ble; pero ello no es obstáculo para que su sentir y su voz sea no
sólo algo distinto y único, sino también de una elevación inigua-
lada.
A Garcilaso es un doble impulso lo que le lleva a la imitación
de los clásicos; de una parte su concepto de la poesía, propio del
hombre del Renacimiento, que hace gala de inspirarse en los anti-
guos; de otra, el encontrar en ellos su ideal de vida: un paisaje to-
do paz, serenidad y calma.
Aunque, en general, todo el Reiiacimiento suponga esta vuelta
a la Naturaleza, en visión amplia y natural, y todos los poetas en-
cuentren el modelo en la poesía clásica, Garcilaso tiende al paisaje
virgiliano por una íntima necesidad que se apoya a su vez en una
cierta afinidad temperamental. La idealidad y ternura virgiliana es,
pues, en parte producto de un común sentir. El poeta de Toledo
buscaba este paisaje sereno, de líneas tranquilas, de sombras, ver-
duras y humedad. Lo violento y desníesurado-en esto sí es puro
clásico-es cosa opuesta a su sentir; lo mismo que todo gesto o
actitud descompuesta.
Así la igualdad y limitación de elementos de su paisaje, coinci-
dente además con el recuerdo del poeta latino y, para mayor con-
traste, d~escrito y cantadc3 por un hombre entregado a la vida de
las arma!3, puede llevar fálcilmente a explicar esta visión de Natura-
<,
ieza piacida y serena como algo insincero, puramente literario. Pe-
ro precisamente ese mismo apartamiento de la vida tranquila del
campo es lo que, paradójicamente, puede explicarnos su íntima y
profunda emoción. Garcilaso es el caballero entregado a las armas,
pero su espíritu no es de guerrero. Acepta la espada y la misión
política como un deber, como una necesidad ineludible; pero su
ilusión, su ideal de vida, están en otra parte.
En este consorcio de armas y letras nos ofrece la contraposi-
ción violenta al tipo de guerrero poeta que representa Jorge Man-
rique. Este lo encontrará todo en la vida de las armas. Su poesía
se invade de imágenes y similes que le proporciona su vida guerre-
ra; entre todo ello no falta el obsesionante pensar en la muerte.
Pero él se entrega por ente:rol con fé ciega, a este camino de las ar-
mas que a ella le lleva, poirque sabe que en su final encuentra la
suprema aspiracion aie creyente y de guerrero: la vida eterna y la.
r

vida de la fama.
El vivir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales
ni con vida deleitable
en que moran los pecados
infernales;
más los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajo y aflicciones
contra moros.
Garcilaso, en cambio, no sólo considera a las armas como algo
a lo que se debe sólo con su cuerpo, sino que, adeinás, reniega de
ellas y hasta duda de su poder. Cuando habla del fiero Marte pier-
de su tono de mesura, la adjetivación se recarga y hasta tiende a lo
violento, apartándose de las suaves sensaciones medias caracterís-
ticas suyas:
iOh crudo, oh riguroso, oh fiero Marte,
de túnica cubierto de diamante,
y endurecido siempre en toda parte!
El poeta que por su mal se encuentra ejercitando su oficio, can-
sado de guerra, con escepticismo y angustia se pregunta por la fi-
nalidad del esfuerzo:
¿A quién ya de i~osotrosel eceso,
de guerras, de peligros y destierro
no toca, y no ha cansado el gran proceso?
¿Quién no vió desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vió su vida
perder mil veces y escapar por yerro?
. . . . a . ..........,.......................
¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios o agradecimientos?
Sabrálo quien leyere nuestra historia.
Por esto caído en desgracia con el Emperador, y mientras mi-
ra correr las aguas del Danubio, se lamenta de que en u n hora haya
sido deshecho iodo aq'uello «en que toda su vida fué gastadan. Pero
nos afirmará rotundamente esa íntima independencia de su sentir,
su verdadera vida, la de su espíritu; aunque la anime sólo la iIu-
sión y la nostalgia:
Y sé yo bien que muero
por sólo aquello que morir espero.
Así Garcilaso, a la general iiostalgia de la época por la vida d e
la Naturaleza, fundeesta íntiiiia y profunda necesidad suya de
paz y reposo. De igual manera en la attnósfera de idealidad amo-
rosa que crea el petrarquismo, él infunde la en~ocióntemblorosa
de un amor real, imposible e insatisfecho. Ecta doble ansia de lo
apenas gustado viene así, por la fuerza de la añoranza, a penetrar
estos dos temas centrales de su poesía, con la suprema intensidad
de vida de lo que es a la vez recuerdo e ilusión. En la poesía bu-
cólica, el género poético en el que el renacimiento concretó su as-
piración de edad dorada, Garcilaso, con íntimo y lógico sentido,
enlaza así SUS dos imposibles amores. De este fondo nostálgico de
lo terreno y humano arranca la penetrante y general melancolía
gercilasiana.
Así crea Garcilaso su paisaje; en su primer impulso halla la vi-
sión ideal de un modelo virgiliano. Recordeiiios cómo repite el
cuadro de atardecer pintado por Virgilio:
Recoge tu ganado, que cayendo
ya de los altos montes las mayores
sombras, con ligereza van corriendo.
Mira en torno, y verás por los alcores
salir el humo de las cacerías,
de aquestos comarcanos labradores.
Pero a este paisaje convencional y literario el poeta superpone
el recuerdo concreto de lo real y vivido: del lugar de paz que fué
ocasión de felicidad y goce. Son los recuerdos distantes, depura-
dos ya en su lejanía, en los que ha quedado sólo lo poético esen-
cial: la esencialidad de lo visual y de la emoción experimentada. La
espesura de verdes sáuces de las orillas del Tajo; fa suave frescura d e
eterna primavera, d e las márgenes del Danubio, y la verde vega,
grande y espaciosa, de las riberas del Tormes.
Esta visión de Naturaleza, tanto en lo real como en lo literario,
está centrada en lo humano. No hay en ella el menor asomo de un
sentido cósmico trascendente. N o es una realidad aparte que ac-
túe sólo con su dulce halago sensorial. Tiene su vida; pero esa vi-
,da es esencialmente comunicación de lo humano. Así, todos los
elementos que constituyen su convencional cuadro de psisaje, par-
ticipan íntimamente de las secretas inquietudes del poeta. Serán,
no sólo testigos de sus íntimos secretos:
Los árboles presento
entre las duras peñas
por testigo d e cuanto os he encubierto,
,sino que incluso toda la Naturaleza hará suyo el dolor del poeta:
Con mi llorar las piedras enternecen
s u natural dureza y la quebrantan;
los árboles parece que se inclinan;
las aves que me escuchan, cuando cantan,
con diferente voz se condolecen,
y mi morir cantando me adivinan.
Por esto contínuamente les dirigirá la palabra, aunque con una
preferencia; las aguas de las fuentes y ríos serán sus íntimos confi-
dentes. Las primeras quejas de Nemoroso serán para las ~ c o r r i e n -
tes aguas, puras, cristalinas,. Albanio en la égloga segunda, habla-
rá también a las claras ondas de la fuente en que se mirará su pas-
tora y de una manera especial, en su despedida, tras las monfafiasy
verdes prados, se dirige a los corrientes rios, esptrmosos. N o olvidemos
cómo e1 poeta, en la soledad de su destierro, dialoga y confía sus
razones a las claras ondas del Danubio en cuyas aguas dejará morir
s u canción.
Es claro que conforme a esta proyección del sentir del poeta
sobre el paisaje, el goce de sus encantos se elevará con la alegría y
se anulará con la tristeza; sus sentidos se agudizarán hasta el ex-
tremo para percibir la emoción del paisaje de soledad, umbroso,
fresco y florido, cuando se siente correspondido en su amor:
Por tí el silencio de la selva umbrosa,
por tí la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por tí la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseada.
Y aunque también ante la Naturaleza quiere el poeta declarar
la independencia de su dolorido sentir, a pesar de su obstinación
ante las seducciones del paisaje, le penetrará lo suficiente como
para que le parezca estar en lugar escogido o rodeado de bienes.
Apesar de esta comunicación de la Naturaleza con el sentir del
poeta, nunca este paisaje tiende a espiritualizarse; es sólo el goce
sensorial refinado y matizado. Ni en el paisaje real y concreto re-
cuerdo del contemplado, ni en el ideal y literario que crea su año-
ranza de paz y serenidad, se rebasan nunca los límites de lo terre-
no, y decimos de lo terreno en el doble sentido de la palabra. El
poeta mira casi siempre hacia abajo; la verdura del valle, las flores,
las peñas, la corriente del río, y cuando levanta los ojos su vista se
detiene en las copas de los árboles y en los perfiles de los montes.
Rara vez se fija en las nubes y cuando es así son las nubes bajas y
corpóreas del atardecer. Si su pastor Albanio en la Egloga segun-
da queda tras la huída de la pastora Ieridido boca arriba, uria gran
piaa, «fijos los ojos en el alto cielo», ni le lleva a reflexionar ni le
produce la menor alteración. Es indudable qrre no se detienen sus
ojos en el cielo con esa fijeza que le vemos mirar la suave corrien-
te de las aguas del Tajo. Ni el sol, ni las estrellas ni la luna cuen-
tan como elementos activos de su paisaje. Será los efectos del sol,
la luz, el calor, pero no el astro como una realidad aislada; y aún
así, en general será lo preferido el sitio umbroso, sombrío, el pa-
rage como aquel de la Egloga tercera en el que 10s árboles entre-
lazados por la hiedra impiden que el sol halle paso por entre la
verdura. Por esto no es de extrañar que al hacer el recuento de
sus adjetivos de color sólo una vez aparezca el azul.
Si por el sentimiento ese se ha podido afirmar que la poesía de
Garcilaso es sencillamente humana, su visión de la Naturaleza con-
duce a la misma conclusión. Su paisaje es esencialmente un paisa-
je terreno y terrestre. Podríamos decir, empleando el término en
su significado más concreto y matemático, que no existe en él lo
supraterreno. De la misma manera su concepción del mundo so-
brenatural tiende a concretarse en los perfiles y colores de su pai-
saje idílico terrenal. Cuando su voz avivada por la doble e impo-
posible nostalgia de amor y de paz, se dirige a la amada muerta
pidiendo le libre de la esclavitud del vivir, no puede soñar otro
fondo de Naturaleza en que contemplarla eternamente que este
paisaje apacible, florido y sombrío:
Busquemos otro llano;
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos
sin miedo y sobresalto de perderte.
Como vemos, hasta su visión de lo sobrenataral se concreta
en el terreno y terrestre; una mansión que se pisa y se mide por los
pies de su Elisa.

El general proceso de espiritualización de las formas y moti-


vos de la poesía renacentista que supone el paso del primero al
segundo Renacimiento se cumple igualmente en el tema del paisa-
je. La gradación de este sentido ascendentenos la marcan los
nombres de Herrera, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. La
misma espiritualidad de sus temas e incluso sus distintos estados
en religión vienen a acentuar claramente este proceso de supera-
ción de lo puramente humano que representa Garcilaso. Del ca-
ballero cortesano pasamos a Herrera, modesto beneficiado de una
iglesia sevillana que vive independiente, consagrado a las letras,
pero encadenado a lo terreno con su platónico amor; tras de él
Luis de León, fraile agustino que aunque ha tenido que luchar
más consigo mismo que con el mundo, le impulsa sólo la añoran-
za del más allá; por último, San Juan de la Cruz, religioso en una
orden contemplativa, que trascendiendo la noche de los sentidos
y del entendimiento alcanza el supremo goce de unión con la Di-
vinidad.
Aunque el paisaje en la poesía de Herrera no sea tema central
como en la de Garcilaso, sin embargo, cuenta de una manera de-
cisiva en su mundo espiritual. Porque en él, como es general en
su poesía, lo visual y lo ideológico, a veces se superponen y con-
funden. Su concepto y visión de la Naturaleza deriva claramente
de lo renacentista, muchas veces con el recuerdo intencionado y
sentido de Garcilaso. En lo externo, como en tantos otros aspec-
tos de su poesía, nos ofrece el claro paso a lo barroco. Es un pai-
saje más recargado de elementos, más artificioso, enriquecido en
su parte ornamental y deslumbrante por su luminosidad y color,
y con la luz cegadora de Andalucía. Su descripción del Betis, en la
Canción al Santo Rey Don Fernando- el trozo tan admirado por
Lope-es equiparable, por su sentido decorativo y colorista, a
cualquier descripción de pleno barroquismo; indiscutiblemente lo
más cercano al estilizado y brillante paisaje de Pedro de Espinosa.
Pero nos interesa aquí, más que el precisar la transformación
de los motivos renacentistas en barrocos, señalar los nuevos ele-
mentos de la Naturaleza que incorpora a su paisaje, y, más aún, la
actitud ante él. Componen su cuadro-como en lo renacentista
garcilasiano-montes, valles, bosques, prados, ríos, árboles, peñas
y flores; pero, aunque en general todo sea construcción literaria y
convencional, reelaborada por un supremo artífice del verso, hay
coino en Garcilaso, si bien más oculto, la superposición de la vi-
sión real y concreta del paisaje sevillano, en particular el Betis y
«el alto monte verde» del pueblecito de Gelves.
Pero la vista de Herrera no se detiene en lo terreno; el cielo y
los astros cuentan por primera vcz en su paisaje y no por simple
alusión, sino como elementos activos y cambiantes que acompa-
ñan al poeta en su sentir. Es clara esta actitud contemplativa del
mundo celeste; pues los efectos cambiantes del cielo que nos ofre-
ce sus versos, aunque, fundamentalmente, sean variaciones debi-
das a la proyección del íntimo sentir del poeta sobre la Naturale-
za que le rodea, es indiscutible, por otra parte, que esas imágenes
corresponden inicialmente a una observación de la realidad. Así,
cuando lo ilumina su estrella verá el cielo purpúreo y abierto, lo ob-
servará otra vez, mientras escucha el ruiseñor, sererio y linipio, pero
en un momento de angustia y soledad sentirá que le cubre como
un marito frío, imágen en la que le hará insistir su contínua tristeza:
El cielo, antes quieto y sosegado
turbar veo, y trocarse en hielo frío.
Al contemplar las bellezas del firmamento no puede olvidar
aquélla cuyo esplendor eclipsa a todo astro. El querría situarla en
su centro:
Yo entretejer quisiera
su nombre esclarecido
entre la blanca luna y sol rosado.
Así, la verá sobre todo como el Lucero, Id Estrella, cuya luz no
sólo ilumina y caldea su alma, sino todo lo creado: la tierra y el
cielo. Se lo dirá a ese venturoso rincón de Gelves, venturoso por
«que de las bellas plantas fué tocado»:
Siempre tendréis perpetua primavera,
y del Elisio campo tiernas flores,
si os viere el resplandor de la luz mía.
Igualmente se lo dirá al sol y a la luna invitándoles a que reco-
jan fuego y luz de su Estrella:
Rojo sol, que el dorado
cerco de tu corona
sacas del hondo piélago, mirando
el Ganges derramado,
.............................
si tú Ilegares cuando
esta serena Estrella
alza a1 rosado cielo,
dándole alegría al suelo,
los ojos, do está Venus casta y bella,
de aquellos rayos ciego,
arderás, en tus llamas hecho fuego,
Luna, que resplandeces,
sola, fría, argentada
en el callado velo tenebroso
.............................
si el Lucero hermoso,
do el puro Amor se alienta,
mirares, encendida
en llama esclarecida,
que a limpias almas en vigor sustenta,
correrás por la cumbre
con grande y siempre eterna y clara lumbre.
Su Estrella es el Sagrodo L~icero,del sol guío, cuyos rayos «abre
ufano al puro cielo, al día y cielo y suelo dando gloria*. El poeta
insistirá una y otra vez en esta idea de hacer a la amada el centro
de todo:
Será, si esparce mi luciente Estrella
su esplendor y su fuerza al frío suelo,
más dichosa la tierra y siempre bella
más hermoso el purpúreo abierto cielo.
Consecuentemente esa íntima comunicación con el aire y los
astros hará que al dolor de la amada todo le acoinpañe:
A la armonía y llanto atento estaba
el aire, suspendido el alto cielo.
Como vemos el poeta termina confundiendo lo terreno y te-
rrestre con lo aéreo y sobrenatuial. En su mirar hacia arriba
arrastra su terrena pasión, y su luz su Estrella, se confunde en el
firmamento. Será preciso en esta confusión que en sus versos la
letra mayúscula lo distinga. Y fijémonos cómo en esta unión de
suelo y cielo el poeta gusta de buscar el enlace de la rima y la aso-
ciación o contraposición de ambas visiones y conceptos. Lo hs-
mos visto en los dos trozos últimos y más completo airn, aunque
con motivo distinto, en su canción cuarta:
iOh glorioso cielo en nuestro suelo!
iOh suelo glorioso con tal cielo!
Por otra parte la actitud garcilasiana de comunicación con la
Naturaleza se amplía en lo que respecta al poeta con el mismo sen-
tido. Han aumentado los testigos y confidentes que atienden o
participan de su dolor y de su alegría. A GarciIaso le acompaña-
ban en su llanto los montes, los ríos, las piedras, los árboles, las
aves y hasta las fieras; pero a Herrera de ese mundo inanimado le
acompañan además el sol, la noche y la aurora:
Gime conmigo el sol, conmigo llora
el Héspero, y la noche se lamenta
y conmigo te quejas, roja Aurora.
Con gesto pre-romántico necesita saber que los astros le escu-
chan y le acompañan en su gemir. Así en la soledad de la noche, a
la orilla de su Guadalquivir, que llora con él, se lo pregunta an-
gustioso a la luna:
Cándida luna, que con luz serena,
oyes atentamente el llanto mío,
¿has visto en otro amante otra igual pena?
Mírame en este sólo y hondo río
lamentando mi mal con su ruido,
y me cubre del cielo el manto frío.
Y es que, como venimos viendo, de todo lo creado el poeta
llega a una más íntima comunicación precisamente con los astros.
Se confía y se consuela con éllos, preguntándoles, en su constante
dialogar, por sus más íntimas inquietudes:
Rojo sol, que con hacha luminosa,
cobras el purpúreo y alto cielo
¿hallaste tal belleza en todo el suelo,
que iguale a mi serena luz dichosa?
s . . . . . , ..........................
Luna, honor de la noche, ilustre coro
de las errantes lumbres y fijadas
¿consideraste tales dos estrellas?
sol puro, áurea, luna, llamas de oro
Oíste vos mis penas nunca usadas?
Vistes Luz más ingrata a mis querellas.
Y consecuente con esta visión de lo celeste, centrada e ilumi-
nada por el rostro de la Condesa, el sol servirá hasta de mensaje-
ro para llevarte ala triste voz doIiente» del abandonado poeta:
Cuando el hondoso claustro de occidente
entrares, donde reina alegre flora,
si la Luz que este ausente amante adora
vieres, Ileva esta triste voz doliente:
Es indiscutible, tras lo dicho, que el paisaje herreriano-dejan-
do aparte la transformación hacia lo barroco que representa en lo
descriptivo-supone una visión no más íntima, pero sí más espiri-
tualizada que la de Garcilaso. El poeta, en su amorosa contempla-
ción de la Naturaleza, ha levantado su vista hacia el cielo. En su
paisaje ha entrado lo aéreo y celeste; pero el centro d e esta vi-
sión, a pesar de su elevación platónica, lo constituye algo humano
y terreno: el rostro, todo blancura y resplandor, de la Condesa
d e Gelves.
El proceso de espiritualización del paisaje se acentúa decisiva-
mente en Fray Luis de León. Se trata del sabio que mira la Natu-
raleza con los ojos aún cansados del estudio. Ello le da, de una
parte un conocimiento científico que le permite un más profundo
gozo, y de otra le sirve de descanso y ocasión para que se des-
vorde su lirismo. Porque Fray Luis antes de reflexionar canta. Así
nos lo ha declarado él mismo en sus diálogos «De los Nombres
de Cristo»: «Algunos hay a quien la vista del campo los enmudece,
y debe ser condición de espíritus de entendimiento profundo;
mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo, o cantar o
hablar.,
Este gozar de las bellezas de la Creación supone en él un más
profundo y completo amor. En gran parte es cierto, como dice
Bell, que Fray Luis ntrajo a la poesía española una nota personal
subjetiva, y más íntimo amor a la Naturaleza». El bienestar físico
y sensorial que le proporciona es algo que bien lo declaran sus an-
teriores palabras; pero, además, se siente atraído por un doble
impulso: la curiosidad y ansia de saber y la emoción trascendente
religiosa de ver el reflejo de la belleza y perfección del Creador.
Porque él sabe bien que «en todas partes está Dios, y todo lo
bueno y hermoso que se nos ofrece a los ojos en el Cielo y en la
tierra y en todas las demás criaturas, es un resplandor de su Divi-
nidad». Así a Fray Luis le atrae Ia Naturaleza toda, porque en to-
das partes se encuentra un órden y concordancia sorprendentes
puesto por el Creador, una mcisica acordada, llena de maravilla. Su
mirada se fija, pues, en todo lo creado en busca de la. huella de la
Divinidad, conocedor de que no sólo resplandece su imagen «en
aquellas esclarecidas y eternas partes de la Naturaleza, el Cielo y
los brillantes globos de las estrellas, más también en aquellas es-
pecies de la Naturaleza que se tienen por ínfimas y despreciables».
Así en sus descripciones, vamos a encontrar la visión amplia,
de conjunto y lejanías, junto a la visión próxima detallada; ambas
animadas por la doble atracción del gozar y del saber: del artista
y del sabio.
Es innegable, apesar de lo que se puede explicar por influen-
cias literarias, cómo el poeta ha observado todo, a las aves, a los
árboles, a las flores y, hasta, como él dice, a las hierbas y las pie-
dras, en los más distintos momentos, estacioses y horas. Bien ex-
presiva es su descripción del manzano; cómo se detiene en seña-
larnos el color y la «forma muy elegante» de sus hojas y el bello
aspecto de sus «blancos y dotados frutos con veladuras rojasN.
Ahora bien, en esa visión próxima y analítica, no se detiene nunca
nuestro poeta tan morosa y amorosamente como lo hace Fray
Luis de Granada. El sabio agustino, apesar de sus dotes y práctica
de pintor, no podía acercarse a esa visión realista y detallada-de
sentido de bodegón barroco y a veces casi de miniaturista-que
resplandece en las descripciones del escritor dominico; su espíritu
clasicista siempre orientado hacia la visión de lo esencial se lo im-
pedía. Tampoco su pensamiento puesto en el más allá que, como
vemos, se lo recuerda siempre la celeste esfera, le permite detenerse
en las cosas.
Junto a esta visión próxima vemos a Fray Luis cómo goza de
la visión amplia y de términos lejanos. Cuando nos habla de los.
montes vemos cómo el poeta ha gustado de seguir con su vista la
línea movida del horizonte sintiendo ya la emoción de lo espacial:
«Hay unos montes que suben seguidos hasta lo alto y en lo alto
hacen una punta sóla redonda y otros que hacen muchas puntas
y que estén como compuestos de muchos cersosB. Precisamente
mirando esa sierra altísitna que va al cielo-de que nos habla en su
oda «Al Apartamiento»-sentirá el poeta la envidia del sosiego d e
la altura.
En general, Fray Luis tenderá en lo descriptivo a lo equiIibra-
do, a lo armonioso, a la descripción ordenada dentro de la ampli-
tud de términos de una visión de Naturaleza, anotando las sensa-
ciones de acuerdo con su paisaje preferido que nos describe en el
amanecer de <<Laperfecta casada», en el que todos los sentidos se
gozan igual: «la vista se deleita con el nascer de la luz, y con la
figura del aire, y con el variar de las nubes; a los oídos las aves ha-
cen agradable armonía; para el oler, el olor que en aquella sazón
el campo y las hierbas despiden de sí, es olor suavísimo; pues el
frescor del aire de entonces tiempla con grande deleitem.
Como vemos-y aunque en esta sencillez descriptiva haya más
de reflexión que de espontaneidad-, el poeta ha sabido darnos las
varias sensaciones que actúan sobre los distintos sentidos deján-
donos la visión equilibrada y sugeridora. Y es que su paisaje, co-
mo toda su poesía, tiene siempre el sentido de la sencillez y de la
esencialidad. Recordemos una vez más la completa y evocadora
visión del otoño que nos da con sólo una estrofa en su oda a
Juan de Grial:
Recoge ya en e1 seno
el campo su hermosura, el cielo aoja
con luz triste el ameno
verdor, y hoja a hoja
las cimas de los árboles despoja.
Fijémonos en que, apesar de su intención y sentido de lo equi-
librado, la visión tiende a centrarse en la contemplación de lo
aéreo y celeste. He aquí el centro para él de todo lo creado:
el Firmamento. Su contemplación del cielo llega a lo obsesionan-
te; en todos los tiempos y a todas horas el poeta gusta de ello.
Observará los cambios de luz y color en las varias estaciones: [a
luz triste del otoño; el cielo anublado de invierno, sosegado e
igual»; el «del estío súbito y tempestuoso y oscuro». Contempla-
rá el cielo todos los días, hasta en las horas de pleno sol, cuando
éste-como dice el poeta-parece «caminar sólo, porque oscurece
con su luz lo que le pudiera ser compañía,,. Desde la ladera de su
monte ha visto avanzar la tarde y retirarse la luz; «cuando las
sombras que al medio día estaban sin moverse al declinar del sol
crecen con tan sensible movimiento que parecen que huyen».
Con más emoción aún nos describe el iluminarse del cielo en la
hora del amanecer, ese momento de que tanto debió gustar;
ccuando amanece la parte del cielo que se viste de luz, se colora
con arreboles y parece así, y se descubre una veta d e luz extendi-
da y enarcada y bermeja». Pero su hora preferida será la de la no-
che, cuando la belleza del cielo se exalta. Fray Luis será, sobre
todo, el cantor d e la noche serena. Es el momento en que llega a
la más íntima comunicación con lo creado; cuando percibe su se-
creta armonía que penetra en su interior como una música callada:
uen una cierta manera se oye su concierto y armonía admirable, y
no sé en que modo suenan los secretos del corazón su concierto
que le compone y sosiega». Insistirá siempre en el espectáculo d e
la noche serena; no sólo en la sublimidad d e sus versos, sino tam-
bién en su elegante prosa castellana y latina, reveladora de la mis-
ma emoción. Nos habla del plenilunio; d e «la clara noche, cuando
se camina a la luz de la luna, acompañado d e s u amistoso silen-
cio». «La luna llena -nos dice en «La perfecta casada» -en las no-
ches serenas se goza, rodeada y como acompañada d e clarisimas
lumbres; las cuales todas parece que avivan sus luces en ella y
que la remiran y reveretician.» Consecirentemente de t o d o lo que
percibe su espíritu es la noche estrellada lo que más le mueve a
alabar a Dios: «Nadie alza los ojos en una noche serena y vé e1
cielo estrellado que no alabe luego a Dios con la boca o dentro
d e sí con el espíritu.,,
El fundamento de esta actitud contemplativa de lo celeste está
en su más íntima inquietud espiritual. Fray Luis vive en una con-
tínua y angustiosa añoranza del más allá, y, precisamente, del
mundo visible son los astros los que se le ofrecen como lo más
estable, lo menos cambiante y, en consecuencia, lo más próximo
y vivo como reflejo de lo sobrenatural. D e aquí que esa añoranza
de lo eterno se la mantenga y'avive la contemplación del cielo que
se le ofrece como el gran trasunto d e la mansión eterna celestial.
Por esto, apesar d e su amor por t o d o lo creado, prefiere la noche,
cuando todas las bellezas y atractivos de la Naturaleza se ocultan
y anulan. Nos lo dice en su «Exposición del Libro d e Job,,, con
palabras que hasta nos hacen pensar en la nocbe oscura de San Juan
de la Cruz: «El suelo y sus cuidados impiden menos entonces.
Que como las tinieblas le encubren a los ojos, así las cosas de é
embarazan menos el corazón y el silencio de todos pone sosiego y
paz en el pensamiento. Y como no hay quien llame a la puerta de
los sentidos, sosiega el alma retirada de sí misma.» En sus mismas
ansias de saber que aumentan con su añoranza de lo eterno, con-
tará en primer término el ver «los movimientos celestiales»:
Quién rige las estrellas
veré y quién las enciende con hermosas
y eficaces centellas;
porque están las dos Osas
de bañarse en la mar siempre medrosas.
Veré este fuego eterno;
fuente de vida y luz do se mantiene;
y porqué en el invierno
tan presuroso viene,
quién en las noches largas le detiene.
Cuando insiste en esta contemplación el alma del poeta, que,
en dura lucha consigo mismo, ha conseguido la serenidad, termi-
na por descomponerse, atada en esta cárcel de lo terreno, y llo-
rar, «los ojos hechos fuente», el destierro de esa morada de grande-
z a , de ese tetnblo de claridad 11hermosura.
De una parte la contemplación del cielo le proporciona con-
suelo y lección, pero de otra inquietud, desasosiego: «Quienes,
con el ánimo libre de cuidados, cuando miren al cielo y de allí
vuelvan los ojos a la tierra y repasen todas las cosas de su alrede-
y
dor, miren empapen sus sentidos de lo que son los hombres,
perciben tal placer en su alma que jamás de él saciarse pueden.>>
Mas en el momento en que el alma ansía liberarse de la prisión de
lo terreno, la consideración de «el gran concierto de aquestos res-
plandores eternales», le lleve a su dolorosa contraposición:
¿Quién es el que esto mira,
y precia la bajeza de la tierra,
y no gime y suspira,
y rompe lo que encierra
el alma y destos bienes la destierra?
Supone, pues, esta visión del paisaje de Fray Luis una íntegra
espiritualización. De una parte se ha incorporado y hecho centro
la visión de lo celeste; de otra, lo terreno, aunque profundamente
gozado como halago de los sentidos, lo ama y canta el poeta por
lo que tiene de testimonio y reflejo de la grandeza y sabiduría di-
vina: -«Todo lo bueno y hermoso que se nos ofrece a los ojos
en el cielo y en la tierra ... es un resplandor de su Divinidad.»-
Pero cuando contrapone lo terreno a lo celeste se olvidará, inclu-
so, de sus mismas palabras, de que «en todas partes está Diosm.
Sólo, «la grandeza y lindeza del cielo y las estrellas (le dirá) a vo-
ces quien sea Dios». Por esto preferirá la noche; para ver el cielo
en su esplendor y no ver la tierra en su miseria. El cielo se le ofre-
cerá no sólo como morada de grandeza y templo de claridad, sino como
trasirtifo de la mansión eterna; Ia tierra, pese a todas sus bellezas,
será en la extrema tensión de su sentir, la prisiin, la cúrccl, el valle
hondo y oscilrci.
He aquí unas de las dimensiones que lo separa de San Juan de
la Cruz. Cuando el santo carmelita desciende del alto vuelo de su
contemplaci6n; cuando acaba de ver el resplandor de la misma
Divinidad, y vuelve sus ojos al suelo, verá en la Naturaleza, preci-
samente a esa inisina Divinidad. Nos deja la emoción de lo real;
pero se ha perdido la pura materia, la oscuridad, la miseria; ha
qriedado el espíritu del mismo Amado. NG sólo está Dios en las
criaturas, como vé Fray Luis, sino que estas criatirras son Dios.
Esta plena espiritualización de la Naturaleza, verdadera divini-
zación, aunque lejos de la divinización panteista a que se había
llegado en el primer Renacimiento, no supone la negación como
realidad concreta y bella que se goza con los sentidos.
La vida en contacto con la Naturaleza es más íntima y conti-
nuada en San Juan de Ia Cruz. No son los breves instantes de
Garcilaso, ni las tardes de Herrera en los jardines de Gelves, ni las
temporadas de Fray Luis en la huerta de la Flecha; San Juan de la
Cruz vive, casi constantemente, en monasterios situados en plena
Naturaleza y, además, sabemos que gustaba pasarse casi todas las
horas del día y de la noche fuera del convento. Sus oraciones pre-
fería hacerlas en pleno campo, a la orilla de un arroyo o de una
fuente y en especial durante las horas de la noche. También lleva-
rá a sus novicios a las riberas de los ríos o a la espesura de los
montes para uaficionarlos a la soledad» y para «enseñarles a sacar
el espíritu que hay encerrado en las criaturas y de que está lleno
la orbe de la tierra».
Su emoción ante la Naturaleza se desborda aún con más ímpe-
t u que en Fray Luis de Lein. El sabio agustino ante el paisaje sen-
tía el deseo de hablar o cantar; el santo carmelita no es que lo
desea, sino que canta. Según los testimonios de la época, era SU
costumbre el ir cantando cuando caminaba por el campo. Otras
veces irá haciendo pláticas espirituales a los que le acompañan,
tomando motivo para ello del mismo paisaje que contempla.
Cuando marcha a Granada acompañando a las monjas que van a
fundar-dice Fray Jerónimo de San José-que «de las cosas del
campo, de los ríos, montes, valles, del cielo que allí gozaban an-
churoso y claro, tomaba motivo para tratar de las cosas celestia-
les y divinas». He aquí cómo todos los elementos de la Naturale-
za se convierten en representaciones de un mundo espiritual
trascendente. Ello es la base - como ya en otra parte hemos ana-
lizado-de la complicada construcción de alegorías y símbolos
que nos ofrecen sus versos, que nacen así, por surgir de una amo-
rosa y contfnua contemplación uniendo la emoción de la realidad
concreta gozada y el doble sentido de lo espiritual místico.
Consecuencia de esta constante posición ante la Naturaleza es
el hecho de que ésta, aunque gustada y observada detenidamen-
te, sea vista siempre sólo por su lado trascendente y esencial.
Disminuye así en su poesía el valor de lo externo y superficial.
Permanece de la visión de la Naturaleza lo esencial: el ser de las
cosas, la sustancia; en cambio, el accidente, en cuanto mero acci-
dente apenas cuenta. Consecuencia fundamental de ello en lo es-
tilístico es el predominio del sustantivo que llega a extremos in-
concebibles, prescindiéndose hasta del verbo. Por otra parte, no
sólo disminuye la adjetivación, sino que el epíteto, precisamente
por ser su función esencialmente ornametltal, no aparece con la
frecuencia que es general en la poesía de su tiempo. Así, en lo
descriptivo, apesar de su sensibilidad y formación de pintor, que
parece había de impulsarle a recoger todo lo visual, sin embargo,
la adjetivación de color en sus versos es en realidad nula. Si se
desprende de ellos algún efecto de coloración es más por la pro-
pia designación y sugerencia de los objetos, que-como después
culterano-por buscar la sensación nítida de color. Esto es, se
produce como resultante, tal como ocurre con las imágenes de la
llama y de las azucenas.
Ahora bien; no cae por eso el santo en la designación fría y
abstracta de la&cosas, sino que siempre las anima la cálida emo-
ción de lo real, de lo visto y amado. Fijémonos que no sólo hay
predominio de sustantivos concretos, sino que, incluso de los
abstractos, se da mucho menos el de cualidad que el de fenóme-
no. Y precisamente, cuando los elementos de la Naturaleza pasan
a designar en su poesía, no ya como reflejo, sino de por si, al pro-
pio Amado, recurre el místico poeta al adjetivo; o sea, cuando
éste adquiere un valor de esencialidad; cuando, incluso, con el ad-
jetivo antitético viene a crear como una nueva realidad: .y-
F.,$?
--'
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
_ .---
!
la música callada, t. 1

la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
Es lógico y expresivo que quien supo descubrir y penetrar la
Naturaleza de un contenido trascendente, llegara a crear un paisa-
je todo animación y vida; un paisaje que, al mismo tiempo que
nos sugiere y refleja todo un mundo sobrenatural, nos está hirien-
d o y calando como una viva realidad presente a través de todos
los sentidos. Lo visual, como todas las sensaciones, queda reduci-
d o a lo esencial; de ahí su poderosa eficacia. Pero lo percibimos
- 120 -

todo; hasta las sensaciolies más complejas, lo perceptible incluso


sólo por los sentidos ' interiores: el fresco, el correr de los olores, el
perfumear de las $ores, el silbo de los aires, el canto de la dulce Tilomena y,
hasta, la música callada y la soledad sonora. Ahora hien; se descubre
en seguida que de todas las sensaciones modificativas de esa esen-
cialidad, las que persisten predominando son las auditivas; y per-
sisten, porque para el santo desempeñan una función esencial:
porque lo que percibimos por el oído «se allega más a lo espiri-
t u a l . ~De aquí la preponderancia y matizacibn de lo acústico en
el paisaje sanjuanista.
Pero el porqué nos impresiona tan profundamente este paisaje
se debe a algo más sutil, no explicable sólo por ese prodigioso en-
cuentro de emoción, de realidad y de contenido trascendente.
Hay algo que no corresponde ni a la exactitud ni selección des-
criptiva, ni a la acumulación de sensaciones, y que, sin embargo,
es algo.rea1 y esencial; algo que al sentirnos en plena Naturaleza
percibimos en una sensación compleja, no exclusivamente visual.
Es ello el sentimiento del espacio. El valor de lo espacial es cosa
que rara vez lo sienten nuestros pintores y nuestros poetas; aun-
que con extraña y sorprendente madurez se nos acuse en el paisa-
je de nuestro más viejo poema.
Se comprende que el santo gustara del paisaje acccidentado
más que del de llanura, porque, si bien en el primero percibimos
a veces la emoción de lo inmenso, sin embargo, la sensación de lo
espacial se percibe más intensamente desde las grandes alturas.
Es curioso ver confirmada esta tendencia a la visión abierta, no ya
sólo en ese gucto señalado por contemplar y orar en plena Natu-
raleza, sino en el hecho de buscar, incluso en la construcción, el
espacio abierto. Así-según nos cuenta el P. Francisco de Santa
María-cfué el primero que disminuyó la altura de los claustros,
porque juzgaba que demasiado altos son menos favorables al re-
cogimiento~.
No hay paisaje en toda nuestra poesía con más aire, con tér-
minos más lejanos, ni más anchuroso y claro. Nos ofrece las cosas
en toda su grandeza, en visión amp-jlia y cornpleta, sin poner lími-
tes e, igualmente, todas las sensaciones. Y, icon qué sencillez de
recursos! Pocos versos nos sugiere]n la sens;ación de lejanía y altu-
ra como los de la estrofa segunda del «Cántico,>. «Pastores los
que fuérdes-allá por las majadas al otero.» En primer lugar, se
dirige la palabra a un término distante; pero, además, de esos pas-
tores, de esos ángeles, los que juéra'es, como si quisiera sugeirirnos
con este futuro que no todos pueden alcanzar la al,tura. De spués
* . .
un adverbio que recoge el primer acento del verso ie basta para
perdernos la vista en la distancia. Dentro de la purai elevaci6n en
la infinidad de lo especial nada igual a la glosa de «Tras cle un
amoroso lance»; sobre todo la última estrofa:
Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vueIo.
Como ha dicho Dámaso Alonso «¡Qué vértigo de altura! Ef
neblí asciende como la saeta, tras la garza real. No hay circunstan-
cia: en torno, desnudez, de espacio infinito.»
Parece paradógico que esta sensación de gran espacio libre, de
lo inmenso, claro e inabarcable, haya conseguido su expresión
v(irbal cuaindo el 2janto poeta estaba en una angustiosa y oscura
Pirisión. Pero quiz;á por ello, por la fuerza de la nostalgia, por el
.".,A, ., -1
~ ~ L U ~ I yU U aiiiia de anchura y libertad,
r i
-
..-
.o:
quedaron penetrados
sz1s versos de esa ,sensaciót1 de espacio IibrcC, de respirar ancho, e
inicluso de vuelo y elevación en el a ire. Porclue en vcerdad - volve-
- . ..
mos a repetir-que no hay otro paisaje más lleno de aire en toda
nuestra poesía. Hasta numéricamente la designación de este ele-
mento es cosa que sorprende. Son «las aguas, aires, ardores»; es
«el aire de tu vuelo»; «el silbo de los aires amorosos»; «el aspirar
del aire»; t31 aire de la almen,a, o el q ue envía el ventallt i de cedros;. Co-
mo verno$i, no es 1una atm ósfera q[uieta ni artificial, sino qiue se
aspira, se oye su silbar, permite quei corran los oloreS Y que vuelen,
no sólo la palma y la tortolica, sinc) hasta t31 alma. Bien sutilmen-
te percibe el santo los dobles matices . - 3 - 1- .. . , que en nos-
a e ra sensacion
- - - -
otros produce este elemento; el toq'ue y el silbo o sonido, ese silbo
del aire que «se entra agudamente en el vasillo del oído.» Sobre
todo en el tono dulce y suave, «cuando sabrosamente hiere satis-
faciendo el apetito del que deseaba el tal refrigerio ... entonces se
regala y recrea el sentido del tacto; y con este regalo del tacto
siente el oído gran regalo y deleite en el sonido y silbo del aire,
mucho más que el tacto en el toque del aire, porque el sentido
del oído es más espiritual».
Unamos ahora ese sentido dinámico, ese impulso inicial de la
«Noche, y del «Cántico», las dos composiciones que especial-
mente interesan en este aspecto de visión de Naturaleza. En las
dos sale la esposa tras algo distante o perdido-«salí tras tí cla-
mando, y eras idon; «salí sin ser notadan-lanzándonos a una as-
censión o carrera a través de un enorme espacio que se nos pierde
en la distancia o en la altura. Con igual sentido de impulso o lan-
zamiento se inicia la glosa antes citada:
Volé tan alto tan alto
que le dí a la caza alcance.
Y seguidamente, de tanto volar, se pierde de vista en la altura.
Es asorribroso e'1 íntimo y profu ndo coi1 :esta sensa-
ció 11 que se despren[de de loS versos y la idea menso que a
vecca --- -
.--iiua cxpuiic cii
,..- a u a A--, L A D
Liciwuva. -- cs r;i Lvntenido mís-
r UiquE: 1,"
ticc que se: puede yuxtaponer o fundir en la palabra, sino algo
qu'e, esenciialmente, se produce por su poder sugeridor, como una
resonancia, aún más penetrante por el ritmo y mrrsicalidad del
verso.
La paralela y real coincidencia de la angustiosa y constante no-
che de la prisión toledana y de la noche del espíritu, trascendida
y rota alguna vez con la libertad y anchura, no sólo nostálgica-
mente adivinada, sino, además, gozada en realidad con el supre-
mo favor divino, es lo que puede fundametitar la fiuerza de: esa
sensación de salida de la estrechez al espaciolibre. 1Como dixía-
~ ~ L . --
3-- --.. ..- -
.
mos, nada más descriptivo del sentimiento que aeterminan SUS
-..-
versos que sus mismas palabras. Parece que nos «colocan en una
profundísima y anchísima soledad ... como un inmenso desierto
que por ninguna parte tiene fin; tanto más deleitoso, sabroso y
amoroso, cuanto más profundo, ancho y sólo». Es verdaderamen-
te poner «en recreación de anchura y libertad (donde) se siente
y gusta gran suavidad de paz y amigabilidad amorosa con Diosm.
Se alcanza, con San Juan de la Cruz, lo mismo que en otros
temas y motivos de lo renacentista; el máximo en la espiritualiza-
ción del paisaje; llegamos con él a la alta cima de lo divino. Pero
esta divinización-volvemos a repetir -no ha llevado a la nega-
ción de la Naturaleza como realidad que recrea a los sentidos.
Ante el paisaje que nos evoca, todos los sentidos se sienten esti-
mulados y con una complejidad de sensaciones superior a lo gar-
cilasesco. He aquí el doble milagro de su poesía; nos atrae y exal-
ta las bellezas de la Creación y a través de éllas nos descubre a la
Divinidad. La Naturaleza y el Amado se han unido en su her-
mosura:
El Amado, las montañas,
los valles solitarios, nemerosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.
Granada. Verano de 1944.

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