Gloria Mundi de Noel René Cisneros
Gloria Mundi de Noel René Cisneros
Gloria Mundi de Noel René Cisneros
ISBN 978-607-745-242-3
Vita contemplativa
13 Rodrigo, padre
15 Carta de un cardenal
17 Giuliano, cardenal nepote
18 La bondad en el mundo
20 Monseñor Cocuzzo
23 Confesión
26 Vanozza, amante de cardenal
28 Il gran rifiuto
Cum clave
33 Amas me?
35 Aclamación
36 El vaticinio de Toledo
39 Cayo Julio César, Pontificex maximus
40 Celestino V, prisionero
43 César Baronio, cardenal historiador
45 Formoso II
47 Giulliano della Rovere, Papa electo
Urbe et orbi
51 Roma ha caído
54 Sola civitas
56 La lana del palio
58 Si oblitus fuero tui...
60 León X, primer Elefante de los Hombres
62 Duos habet
64 Carta del obispo de Petara al emperador Justiniano
Mortuus est
91 Julio II, pontífice esforzado
93 Il Papa buono
94 Hanno, elefante pontificio
95 Marozia, esposa y madre de pontífices
97 Monseñor Cluny, doliente
100 Ancient Régime
101 Decrepitud
102 Sínodo cadavérico
104 Tu est Petrus
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A mi sobrino...
Te escribo desde la Ciudad Eterna. Cargo conmigo las
memorias y el libro de oraciones que escribió Su Santidad,
como su dócil seguidor. Él desfallece, todos hemos pere-
grinado a Roma, esperamos el momento en que sea llama-
do al lado del Creador. Te puedo asegurar que es poco el
tiempo para leer.
Consumo las horas en ir de salón en salón. La sonrisa y
los parabienes son mi rostro y mi palabra. Reúno a los ami-
gos, doy dádivas a los necesitados y a los inseguros. En estos
momentos lo mejor es que todos te aprecien o, al menos, te
teman.
Las calles de Roma son peligrosas.
Los asaltantes pueden dejar a algún secretario de carde-
nal o a un ayudante de cámara malherido. Incluso el manto
púrpura no es garantía de seguridad. Por ello he contratado
a mis salvaguardias, con un buen arsenal a su disposición,
se sobreentiende. En mí el escarlata sólo debe ser el del
hábito, no el de mi sangre.
Sábete que muchos son los jerarcas amedrentados antes
del cónclave. Mis diligencias me han permitido estar segu-
ro en Roma; no así a algunos viejos conocidos. El temor es
un gran aliado, con la condición de que los otros sean quie-
nes lo padezcan.
Quisiera extenderme más, contarte cómo he ido conven-
ciendo, incluso a algunos que en otros momentos no fueron
precisamente nuestros amigos. He concedido mucho, no
creo que llegues a tener una idea de cuánto he sacrificado
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Nos tenemos que ir, tenemos que irnos, repetía cual niño, tra-
tando de levantarse, sin fuerza. Vamos a la cueva alta, la del
despeñadero, ahí no podrán los cardenales alcanzarnos. Las
manos le temblaban, los ojos se le humedecieron.
Pero, Padre, es el Espíritu Santo quien lo ha elegido, inter-
vino uno de los hermanos, el que se carcajeó de felicidad.
Pietro empezó a llorar. Laurencio le tomó la mano. Si Dios
Nuestro Señor lo eligió, él en su infinita sabiduría, sabe el por-
qué, trató de calmarlo. Pero... soy tan débil. Temblaba, las
lágrimas seguían el curso de las arrugas en su rostro.
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grita otro y pienso en las ratas que huyen del Tíber en una
creciente.
Sobre nosotros zumban las máquinas de la Luftwaffe y
también la aviación de los aliados. Por las calles romanas
marchan los ejércitos piamonteses proclamando la unifica-
ción. La vorágine de la guerra, afuera y aquí, huyendo por
estos pasillos se confunden: para siempre.
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Lamentationes, I: I
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Psalmo CXLVII: V
“Es una pestilencia con la que Dios está castigando a sus gen-
tes.” Vaya descaro que tiene ese francés; ojalá se asara entre
esos dos fogones que los médicos le prescribieron, dizque
para mantener a salvo a Su Santidad. La Peste asola el
mundo y lo único que hace ese gordinflón engreído es de-
cir que es un castigo.
Heme aquí, a su servicio, en este antro del pecado que
es Aviñón. Esta tierra enferma que el clemente de Cle-
mente tuvo a bien comprar por 80,000 florines (como si en
el mundo no hubiese pobres) y así exculpar a esa viuda
negra que es la bruja de Nápoles. Todo para qué; para ha-
cer de este muladar una mejor pocilga donde los cardena-
les franceses puedan trompear mejor la canoa.
El fasto, el vergonzoso y deplorable fasto, que Pierre
Roger se congracia en demostrar. No hay en toda Europa
una corte con más oro, con esta cantidad de piedras y de
telas, con este ofensivo derroche.
Las prostitutas llenan las calles de esta ciudad, han ve-
nido a ella como las moscas a la carne putrefacta. Sé, inclu-
so, de una gallega amante de cardenal que llegó sin un
quinto, una mano delante y otra atrás, ahora es dueña de
tres burdeles y se viste como duquesa. Esta ciudad es una
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Emperador:
Su majestad, le escribo enviándole mis bendiciones y
rogando a Dios Nuestro Señor se encuentre bien usted y la
imperial familia, que les otorgue largos años de vida; me
tomo el atrevimiento de escribirle desde mi humilde dió-
cesis de Petara porque mi condición cristiana así me lo ha
exigido.
Como usted bien sabe el obispo de Roma, Silverio, se
encuentra en mi diócesis. Su majestad en su sabiduría,
guiada por la voluntad divina, lo ha enviado a estas tierras.
Empero las disposiciones de los señores no siempre se cum-
plen, la mano del maligno obra siempre para echar por tierra
los designios de Jesucristo Nuestro Dios y Redentor. He
visto en mis tierras deambular en calidad de menesteroso al
otrora romano obispo.
Entiendo que Vuestra Majestad haya decidido enviarlo a
estas tierras para expiar alguna falta, que desconozco y pre-
fiero, como súbdito terreno suyo que soy, seguir ignorando.
Mas no puedo sino observar las condiciones en que tiene
que vivir ahora Silverio, quien tuvo un día mi misma condi-
ción, y aún hay quien dice que mayor por ser Roma dióce-
sis más importante. Creo, y me tomo el atrevimiento de
apuntarlo aquí, que no está bien que quien ha pastoreado el
rebaño de Jesucristo Nuestro Señor, ande ahora mendi-
gando el bocado. Pues ya lo dice Pablo: dadme de vestir y
de comer.
Vuelvo a enviar mis oraciones para usted, Romano Em-
perador, y ruego a Jesucristo Nuestro Dios y Redentor que
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