La Audiovision - Michel Chion
La Audiovision - Michel Chion
La Audiovision - Michel Chion
ePub r1.0
Titivilus 26.02.15
Título original: L’audio-vision
Michel Chion, 1990
Traducción: Antonio López Ruiz
Diseño de cubierta: Eskenazi
Hasta hoy, las teorías sobre el cine, en conjunto, han eludido prácticamente la
cuestión del sonido: unas veces dejándola de lado y otras tratándola como un
terreno exclusivo y menor. Aunque algunos investigadores hayan propuesto aquí
y allá enfoques muy valiosos sobre la cuestión, sus aportaciones (y las mías, en
las tres obras que ya he publicado sobre el tema) no han ejercido aún suficiente
influencia como para imponer una reconsideración del conjunto del cine, en
función del lugar que en él ocupa el sonido desde hace sesenta años.
Sin embargo, las películas, la televisión y los medios audiovisuales en
general no se dirigen sólo a la vista. En su espectador —su «audio-
espectador»— suscitan una actitud perceptiva específica que, en esta obra,
proponemos llamar la audiovisión.
Una actividad que, curiosamente, nunca se ha considerado en su novedad:
sigue diciéndose «ver» una película o una emisión, ignorando la modificación
introducida por la banda sonora. O bien se considera suficiente un esquema
aditivo. Asistir aun espectáculo audiovisual vendría a ser en definitiva ver las
imágenes más oír los sonidos, permaneciendo dócilmente cada percepción en su
lugar.
El objeto de este libro es mostrar cómo, en realidad, en la combinación
audiovisual, una percepción influye en la otra y la transforma: no se «ve» lo
mismo cuando se oye; No sé «oye» lo mismo cuando se ve.
El problema, pues, no nace de una supuesta redundancia entre los dos
campos, ni de una relación de fuerzas entre ellos (la famosa pregunta, planteada
en los años 70: «¿Qué es más importante, el sonido o la imagen?»)
Esta obra es a la vez teórica y práctica, puesto que, habiendo descrito y
formulado la relación audiovisual como contrato (es decir, como lo contrario de
una relación natural que remitiese a una armonía preexistente de las
percepciones entre sí), esboza un método de observación y de análisis,
susceptible de aplicarse a las películas, a las emisiones de televisión, a los
vídeos, etc., y nacido de nuestras numerosas experiencias pedagógicas.
Dada la novedad de la perspectiva aquí propuesta, se me perdonará que no
sea ni definitivo, ni exhaustivo.
En relación con los tres libros ya publicados sobre el tema en las ediciones
de Cahiers du Cinéma (La Voix au cinéma, Le Son au cinéma, La Toile trouée),
el lector encontrará aquí nociones ya abordadas, pero también una
conceptualización más amplia, una presentación más sistemática y muchos
avances inéditos.
Los capítulos que constituyen la primera parte, «El contrato audiovisual»,
recapitulan una serie de respuestas posibles; los siguientes, «Más allá de los
sonidos y de las imágenes», intentan formular las preguntas y superar las
barreras establecidas y las visiones demasiado compartimentadas.
El cine es el principal afectado, pero los casos particulares de la televisión,
del vídeo y del clip se consideran en un capítulo aparte.
Siendo la percepción sonora la peor conocida y la menos ejercitada, se
plantean al principio del volumen ciertas bases de aculogía, es decir, de teoría de
la escucha y del sonido. Para más detalles sobre estas cuestiones, remitimos a
nuestra Cuide des objets sonores (INA/Buchet-Chastel).
Esta investigación debe mucho a reuniones e intercambios con estudiantes
del IDHEC, del IDA, del DERCA V, del INSAS de Bruselas, del Centre Parisien
d’Études Critiques de París, de la École des Arts de Lausana, de la asociación
Gen Lock de Ginebra, de la ACT de Toulouse y de la Universidad de Iowa City.
Nuestro agradecimiento a los animadores y responsables de estos diferentes
centros, así como, por sus fructíferos comentarios, a Christiane Sacco-Zagaroli,
Rick Altman, Patrice Rollet y, por supuesto, a Michel Marie, a quien este libro
debe su existencia.
M. C.
PRIMERA PARTE
EL CONTRATO AUDIOVISUAL
1. PROYECCIONES DEL SONIDO SOBRE LA
IMAGEN
I. LA ILUSIÓN AUDIOVISUAL
Como ya quedó dicho en Le Son au cinéma, para la música hay dos modos de
crear en el cine una emoción específica, en relación con la situación mostrada.
En uno, la música expresa directamente su participación en la emoción de la
escena, adaptando el ritmo, el tono y el fraseo, yeso, evidentemente, en función
de códigos culturales de la tristeza, de la alegría, de la emoción y del
movimiento. Podemos hablar entonces de música empatía (de la palabra
empatía: facultad de experimentar los sentimientos de los demás).
En el otro, muestra por el contrario una indiferencia ostensible ante la
situación, progresando de manera regular, impávida e ineluctable, como un texto
escrito, y sobre el fondo mismo de esta «indiferencia» se desarrolla la escena, lo
que tiene por efecto, no la congelación de la emoción sino, por el contrario, su
intensificación, su inscripción en un fondo cósmico. De este último caso, que
puede denominarse anempático (con una «a» privativa), se derivan en especial
las innumerables músicas de organillo, de celesta, de caja de música y de
orquesta de baile, cuya frivolidad e ingenuidad estudiadas refuerzan en las
películas la emoción individual de los personajes y del espectador en la medida
misma en que fingen ignorarla.
Este efecto de indiferencia cósmica se utilizaba ya sin duda en la ópera, aquí
y allá, cuando la emoción era tan fuerte que helaba las reacciones de los
personajes y provocaba en ellos una especie de regresión psicótica: el famoso
efecto de locura, la musiquilla idiota que se repite como meciéndose, etc. Pero
en la pantalla, este efecto anempático ha adquirido tal importancia que impulsa a
creerlo íntimamente relacionado con la esencia del cine: su mecánica oculta.
Toda película procede, en efecto, de un fluir indiferente y automático, el de
la proyección, que provoca en la pantalla y en los altavoces simulacros de
movimientos y de vida, y este fluir debe ocultarse y olvidarse. ¿Qué hace la
música anempática, sino develar su verdad, su aspecto robótico? Ella es la que
hace surgir la trama mecánica de esta tapicería emocional y sensorial.
Hay también, finalmente, músicas que no son ni empáticas ni anempáticas,
que tienen o bien un sentido abstracto, o una simple función de presencia, un
valor de poste indicador y, en todo caso, sin resonancia emocional precisa.
El efecto anempático, la mayoría de las veces, concierne ala música, pero puede
utilizarse también con ruidos: cuando por ejemplo, en una escena muy violenta o
tras la muerte de un personaje, sigue desarrollándose un proceso cualquiera
(ruido de una máquina, zumbido de un ventilador, chorro de una ducha, etc.),
como si no pasara nada, por ejemplo en Psicosis, de Hitchcock, o en El
reportero, de Antonioni…
Comparadas una con otra, las percepciones sonora y visual son de naturaleza
mucho más dispar de lo que se imagina. Si no se tiene sino una ligera conciencia
de ello es porque, en el contrato audiovisual, estas percepciones se influyen
mutuamente, y se prestan la una a la otra, por contaminación y proyección, sus
propiedades respectivas.
Ante todo, la relación de estas dos percepciones con el movimiento y con la
inmovilidad es siempre fundamentalmente diferente, puesto que el sonido
supone de entrada movimiento, contrariamente a lo visual.
En una imagen cinematográfica en la que normalmente se mueven ciertas
cosas, muchas otras pueden permanecer fijas. El sonido, por su parte, implica
forzosamente por naturaleza un desplazamiento, siquiera mínimo, una agitación.
Tiene sin embargo la capacidad de sugerir la fijeza pero en casos limitados.
En el caso límite, el sonido inmóvil es el que no presenta variación alguna en
su desarrollo, particularidad que no se encuentra sino en algunos sonidos de
origen artificial: la tonalidad de un teléfono o el ruido de fondo de un
amplificador sonoro. Algunos torrentes y cascadas crean también a veces un
rumor cercano al ruido blanco, pero es muy raro que en él no esté presente algún
indicio de irregularidad y de movimiento. Puede crearse igualmente el efecto de
un sonido fijo, pero con un sentido diferente, por medio de una variación o una
evolución indefinidamente repetida tal cual, como «en bucle».
Huella de un movimiento o de un trayecto, el sonido tiene, pues, una
dinámica temporal propia.
A priori, las percepciones sonora y visual tienen cada una su ritmo medio propio:
el oído, grosso modo, trabaja y sin tetiza más deprisa que la vista. Tomemos un
movimiento precipitado —un gesto de la mano— y comparémoslo con un
trayecto sonoro brusco de la misma duración. El movimiento visual brusco no
formará una figura nítida, no será memorizado un trayecto preciso: En el mismo
tiempo, el trayecto sonoro podrá dibujar una forma nítida y consolidada,
individualizada, reconocible entre todas.
No es un problema de atención: por mucho que revisemos diez veces el
plano del movimiento visual y lo consideremos atentamente (por ejemplo, un
gesto complicado realizado por un personaje con el brazo), seguirá sin dibujar
una figura clara. Repitamos diez veces la audición de un trayecto sonoro brusco:
su percepción se afirma, se impone cada vez mejor.
Hay varias razones para esto: ante todo, para los oyentes, el sonido es el
vehículo del lenguaje, y una frase hace bajar al oído muy deprisa
(comparativamente, la lectura con la vista es sensiblemente más lenta, salvo
entrenamiento especial: en los sordos, por ejemplo).
Por otra parte, si la vista es más lenta, es porque tiene más que hacer: trabaja
a la vez en el espacio, que explora, y en el tiempo, al que sigue. Se ve, pues,
pronto superada cuando ha de asumir los dos. El oído, por su parte, aísla una
línea, un punto, de su campo de escucha, y sigue en el tiempo este punto, esta
línea. (Pero si se trata de una partitura musical familiar al oyente, la escucha de
éste deja más fácilmente el hilo temporal para pasearse espacialmente). Grosso
modo: en un primer contacto con un mensaje audiovisual, la vista es, pues, más
hábil espacialmente y el oído temporalmente.
Por otra parte, decir que la escucha funciona «al hilo del tiempo» es una fórmula
que precisa ciertas correcciones. De hecho, el oído escucha por tramos breves, y
lo que por él se percibe y memoriza consiste ya en breves síntesis de dos a tres
segundos de la evolución del sonido, formando Gestalt globales.
Sólo que, en el interior de esos dos a tres segundos percibidos como una
forma de conjunto, el oído (en realidad, el sistema oído-cerebro) ha realizado
cuidadosa y seriamente su trabajo de encuesta, de manera que su informe global
del suceso, formulado periódicamente, está repleto de detalles precisos y
característicos tomados in situ.
Llegamos entonces a esta paradoja: no oímos los sonidos —en el sentido de
reconocerlos— hasta algo después de haberlos percibido. Si palmeamos breve y
secamente, y escuchamos el ruido que esto provoca, la escucha —de hecho la
aprehensión sintética de un pequeño fragmento de la historia sonora depositado
en la memoria— seguirá muy de cerca al suceso: no será totalmente simultánea.
Entre los diferentes efectos del valor añadido, uno de los más importantes se
refiere a la percepción del tiempo de la imagen, susceptible de verse
considerablemente influido por el sonido. Un ejemplo extremo de ello se
encuentra, como se ha visto, en el prólogo de Persona, en el que unas imágenes
fijas desprovistas de toda temporalidad se inscriben en un tiempo real por unos
sonidos de goteo de agua y de ruidos de pasos.
Este efecto de temporalización tiene tres aspectos:
— animación temporal de la imagen: la percepción del tiempo de la imagen se
hace por el sonido más o menos fina, detallada, inmediata, concreta o, por el
contrario, vaga, flotante y amplia.
— linealización temporal de los planos que, en el cine mudo, no siempre
corresponden a una duración lineal en la que el contenido del plano 2
seguiría obligatoriamente a lo que muestra el plano 1, y así sucesivamente.
Mientras que el sonido síncrono, por su parte, impone una idea de sucesión.
— vectorización o, dicho de otro modo, dramatización de los planos,
orientación hacia un futuro, un objetivo, y creación de un sentimiento de
inminencia y de expectación. El plano va a alguna parte y está orientado en
el tiempo. Este efecto es localizable en su forma pura en el prólogo de
Persona (el plano 1, por ejemplo).
VI.2. Condiciones para una temporalización de las imágenes por el
sonido
Hay que recordar, en efecto, un aspecto histórico oculto hasta hoy: es al sonido
síncrono al que debemos el haber hecho del cine un arte del tiempo. La
estabilización de la velocidad de paso de la película, convertida en necesaria por
el sonoro, ha tenido ciertamente consecuencias mucho más allá de lo que podía
preverse: a causa de ella, el tiempo fílmico se ha convertido, no ya en un valor
elástico más o menos transportable según el ritmo de la proyección, sino en un
valor absoluto. Desde entonces se estaba ya seguro de que lo que tenía tal
duración en el montaje, conservaría en la proyección esa misma duración exacta,
lo que no era el caso en el cine mudo. Los planos del cine mudo, por su parte, no
tenían duración interna exacta, vibración temporal fija, al dejar a cada
empresario o al proyeccionista cierto margen para el ritmo de flujo de la
película. No es casual tampoco que la mesa de montaje con un motor que
controla y regulariza la velocidad de flujo de la película no apareciera sino con el
sonoro.
Atención: hablamos aquí del ritmo de la película terminada, en el interior de
la cual pueden introducirse perfectamente planos trucados en la filmación,
acelerados o ralentizados, como hicieron en diferentes épocas del cine sonoro un
Michael Powell, un Scorsese, un Peckinpah o un Fellini. Sólo que, si la
velocidad de esos planos no reproduce forzosamente la velocidad real con la que
los actores actuaron en el rodaje, sí que se fija en todo caso en el tiempo de la
película con un valor preciso, determinado y controlado.
El sonido, pues, ha temporalizado la imagen no sólo por el efecto del valor
añadido, sino también, sencillamente, imponiendo una normalización y una
estabilización de la velocidad de flujo de la película. Un Tarkovski mudo no
habría sido concebible; y lo que el realizador ruso decía del cine, que es el «arte
de esculpir en el tiempo», no habría podido decirlo, ni sobre todo hacerlo, en la
época del cine mudo, él, que ilustraba sus largos planos con estremecimientos,
sobresaltos y apariciones fugitivas, combinados con amplias evoluciones
controladas, en una estructura temporal hipersensible. El cine sonoro puede
llamarse, pues, «cronográfico».
I.1. Definición
Cuando hacemos hablar a alguien sobre lo que ha oído, sus respuestas suelen
impresionarnos por el carácter heteróclito de los niveles en los que se sitúan. Y
es que hay —al menos— tres actitudes de escucha diferentes, que apuntan a tres
objetos diferentes: la escucha causal, la escucha semántica y la escucha reducida.
La escucha más extendida es la primera, la escucha causal, la cual consiste
en servirse del sonido para informarse, en lo posible, sobre su causa. Puede que
esta causa sea visible y que el sonido pueda aportar sobre ella una información
suplementaria, por ejemplo en el caso de un recipiente cerrado: el sonido que se
produce al golpearlo nos dice si está vacío o lleno. O puede, a fortiori, que sea
invisible y que el sonido constituya sobre ella nuestra principal fuente de
información. La causa puede además ser invisible, pero identificada por un saber
o una suputación lógica a propósito de ella. También aquí, sobre este saber,
trabaja la escucha causal, que pocas veces parte de cero. No habría que
ilusionarse, en efecto, acerca de la exactitud y de las posibilidades de la escucha
causal, es decir, sobre su capacidad de proporcionarnos informaciones seguras y
precisas a partir sólo del análisis del sonido. En realidad, esta escucha causal,
que es la más extendida, es también la más susceptible de verse influida… y
engañada.
I.2. Naturaleza de la identificación causal
No hay que olvidar, finalmente, que un sonido no siempre tiene una fuente
única, sino al menos dos, incluso tres o aún más. Tomemos el rasgueo del
rotulador con el que se escribe el borrador de este texto; las dos fuentes del
sonido son el rotulador y el papel, pero también el gesto de escribir y, además,
nosotros que escribimos; y así sucesivamente. Si este sonido se graba y se
escucha en un magnetófono, la fuente del sonido será también el altavoz, la
banda magnética en la que se ha fijado el sonido, etc.
Observemos que, en el cine, la escucha causal es manipulada constantemente
y por completo por el contrato audiovisual, y especialmente por la utilización de
la síncresis. Se trata, en efecto, la mayoría de las veces, no de las causas iniciales
de los sonidos, sino de causas en las que se nos hace creer.
Llamamos escucha semántica a la que se refiere aun código o aun lenguaje para
interpretar un mensaje: el lenguaje hablado, por supuesto, y también códigos
tales como el morse.
Esta escucha, de funcionamiento extremadamente complejo, es la que
constituye el objeto de la investigación lingüística y ha sido mejor estudiada. Se
ha observado, en particular, que es puramente diferencial. Un fonema no se
escucha por su valor acústico absoluto, sino a través de todo un sistema de
oposiciones y de diferencias.
De suerte que, en esta escucha, podrán pasar desapercibidas diferencias
importantes de pronunciación, y por tanto de sonido, si no son pertinentes en el
seno de una lengua dada. La escucha lingüística en francés es insensible por
ejemplo a ciertas variaciones importantes en la pronunciación del fonema «a».
Desde luego, la escucha causal y la escucha semántica pueden ejercitarse
paralela e independientemente en una misma cadena sonora. Oímos a la vez lo
que alguien nos dice, y cómo lo dice. En cierto modo, la escucha causal de una
voz, por otra parte, es a su escucha lingüística lo que la percepción grafológica
de un texto escrito es a su lectura.
Hay que precisar que la investigación lingüística ha intentado distinguir y
articular percepción del sentido y percepción del sonido, estableciendo una
diferencia entre fonética, fonología y semántica.
III.1. Definición
La escucha reducida es una gestión nueva, fecunda y poco natural. Altera las
costumbres y las perezas establecidas, y abre a quien la aborda un mundo de
preguntas que antes ni siquiera imaginaba plantearse. Todo el mundo la practica
un poco, pero de manera muy elemental: cuando situamos la altura de una nota o
los intervalos entre dos sonidos hacemos escucha reducida sin saberlo, pues la
altura es desde luego un carácter propio del sonido, independiente de la
identificación de su causa o de la comprensión de su sentido.
El problema consiste en que un sonido no se define únicamente por una
altura precisa, y que, tiene desde luego otros caracteres perceptivos. Y por otra
parte, en que muchos sonidos cotidianos no tienen una altura precisa y
observable, sin la cual la escucha reducida no sería nada distinto del apacible
solfeo tradicional.
¿Puede formularse algo descriptivo sobre los sonidos, haciendo, al mismo
tiempo abstracción de su causa? Schaeffer ha mostrado que era posible, pero
sólo pudo abrir el camino, proponiendo un sistema de clasificación en su
Tratado de los objetos musicales, sistema que, ciertamente, no está terminado ni
al abrigo de toda crítica, pero que tiene el inmenso mérito de existir.
Imposible, en efecto, desarrollar una escucha reducida si no se crean
conceptos y criterios nuevos, ya que el lenguaje corriente, así como el lenguaje
musical especializado, están totalmente desarmados ante algunos de esos rasgos
sonoros que la escucha reducida de los sonidos fijados nos hace reconocer.
En este volumen no vamos a hacer un curso de escucha reducida y
descripción sonora; sobre este tema, remitimos a los libros dedicados a la
cuestión y, en especial, a nuestro propio resumen de los trabajos de Pierre
Schaffer, publicado bajo el título de Cuide des Objets Sonores.
Pero, ¿para qué nos sirve la escucha reducida?, se preguntaban unos estudiantes
a quienes habíamos hecho practicar intensamente durante cuatro días, y que
aspiraban a una dedicación audiovisual. En efecto, si el cine y el vídeo emplean
los sonidos, es, parece, sólo por su valor figurativo, semántico o evocador, en
referencia a causas reales o sugeridas o a textos, pero pocas veces en cuanto
formas y materias en sí.
No obstante, la escucha reducida tiene la inmensa ventaja de ampliar la
escucha y de afinar el oído del realizador, del investigador y del técnico, que
conocerán así el material de que se sirven y lo dominarán mejor. En efecto, el
valor afectivo, emocional, físico y estético de un sonido está ligado no sólo a la
explicación causal que le superponemos, sino también a sus cualidades propias
de timbre y de textura, a su vibración. Paralelamente, en el plano visual, a un
realizador o un operador-jefe les interesará muchísimo perfeccionar su
conocimiento de la materia y de la textura visuales, incluso aunque nunca hagan
películas abstractas.
I. LA CUESTIÓN DE LO HORIZONTAL y DE LO
VERTICAL
Hacia finales de los años 20, justamente a la llegada del sonoro, que coincidió
con un extraordinario impulso estético en el cine mudo, gustaba mucho hacer
comparaciones entre cine y música. Por eso, cuando llegó el sonido, se lanzó la
expresión, aún hoy en boga, de contrapunto, para designar la fórmula ideal in
abstracto de cine sonoro: aquella en la que, lejos de resultar redundantes como
se decía, sonido e imagen formarían dos cadenas paralelas y libremente
enlazadas, sin, dependencia unilateral.
Por una parte, como se sabe, la «banda de sonido» de una película está a menudo
constituida por varias capas realizadas y depositadas independientemente, que se
recubren las unas alas otras. Imaginemos una película producto de una mezcla de
tres capas de imágenes en sobreimpresión: muy difícil sería localizar en ella los
cortes. Es el caso, en algunos momentos, del Napoleón de Abel Gance, o de
Tchéloviek s kino-apparatom [El hombre de la cámara] de Dziga Vertov.
Por otra parte, está en la naturaleza misma del fenómeno sonoro fijado en un
soporte, el poder ser añadido a otro mediante el montaje sin que se note la unión:
un diálogo fílmico puede, por ejemplo, rellenarse con añadidos inaudibles,
imposibles de detectar para un oyente. Mientras que, como se sabe, es muy
difícil unir de manera invisible dos planos rodados en momentos diferentes: la
unión salta a la vista. En La soga, película «en un solo plano», Hitchcock sólo
pudo hacerlo con una tosca astucia, que consistía en hacer pasar ante la cámara
la espalda de un personaje.
Al lado de eso, desde luego, los cortes sonoros pueden oírse y localizarse de
una manera casi brutal. Las dos cosas son, pues, posibles con el sonido: tanto el
montaje audible como el montaje inaudible.
Además, la mezcla de las pistas sonoras es esencialmente, en la práctica más
corriente, el arte de suavizar las aristas por medio de degradados de intensidad.
Todo esto hace ya imposible por sí mismo la adopción, para el sonido, de una
unidad de montaje en cuanto unidad de percepción, ni siquiera en cuanto unidad
de lenguaje.
Algunos, sin embargo, ven en este estado de hecho, no un dato «natural»,
sino la traducción de una posición ideológica y estética determinada que sería
propia del cine dominante, y correspondiente a la voluntad de ocultar las huellas
de la elaboración, para dar a la película un aire de continuidad y de
transparencia: en los años 60 y 70 se han hecho muchos análisis de este tipo,
invariablemente concluidos con la exhortación a hacer reinar en el cine una
discontinuidad desmitificadora.
En realidad, muy pocos realizadores respondieron a esta exhortación, salvo,
en algunas de sus películas, Godard, uno de los pocos en cortar tanto los sonidos
como imágenes, acusando las discontinuidades y los cambios de ritmo, limitando
al máximo el montaje invisible y los degradados de intensidad, así como todos
los efectos de encadenado y de fundido, universalmente empleados en el montaje
del sonido en el cine.
Además, Godard pone tanto más al descubierto el montaje de los sonidos cuanto
que evita mezclar demasiadas pistas diferentes ala vez (en algunas de sus
películas se limitan a dos), de manera que nuestra atención no se ve solicitada
por cortes y rupturas de la cadena sonora en diferentes niveles; está pues en
condiciones de seguir el hilo del discurso sonoro y de oír «al desnudo» todas las
rupturas, cuando éstas se efectúan de modo que sean audibles. Con sus películas
estamos, pues, en las más francas y radicales condiciones para aprehender lo que
podría ser un plano del sonido.
Por ejemplo, al principio de le vous salue Marie, se oyen claramente los
cortes que aíslan tramos sonoros: fragmento de un preludio de Bach interpretado
al piano, gritos de un equipo femenino de baloncesto en un estadio cubierto,
frases de voces en off, etc. Sólo que estos tramos de sonido perfectamente
delimitados no crean en modo alguno el sentimiento de una unidad. Para la
escucha no constituyen bloques: la percepción, siempre sobre el hilo del tiempo
con respecto al sonido, se limita a saltar el obstáculo del corte y pasar enseguida
a otra cosa, olvidando la forma de lo que había oído precedentemente. El tramo
de sonido, al menos si sobrepasa una duración muy corta, no se sintetiza en la
percepción en una totalidad particular.
Notemos que lo mismo sucede en los planos visuales, cuando éstos son
planos en movimiento que implican una variación constante del encuadre entre
su principio y su fin. La visión se sitúa entonces mucho más sobre el hilo del
tiempo, puesto que no tiene estabilidad espacial. En cambio, en el caso de un
desglose a partir de planos fijos o discretamente reencuadrados, cada plano se
identifica para nosotros con cierta disposición de objetos, con cierta perspectiva,
y nos es fácil representarlo en nuestra memoria por esta disposición.
En sentido opuesto, incluso en el caso de un ambiente sonoro estable
fragmentado en pequeños fragmentos, como en Godard, no hay nada que hacer;
para el sonido es la percepción secuencial, temporal, la que domina, al menos
más allá de una duración muy corta.
Por otra parte, y sobre todo entre dos tramos sonoros que se suceden
(fragmentos de cantos de aves o grabaciones musicales), no es posible crear una
relación de naturaleza abstracta y estructural como las que pueden establecerse
entre los planos visuales del tipo: alguien mira algo / el objeto de su mirada; el
conjunto de un decorado / un detalle de este conjunto, etc. Si se intenta algo
similar con el sonido, la relación abstracta que ha querido establecerse queda
ahogada en el flujo temporal; lo que se impone es más bien el carácter,
individualmente dinámico, particular y momentáneo, de la ruptura entre los dos
fragmentos.
La explicación de este misterio es que, cuando hablamos de plano en el cine,
efectuamos un enlace entre el espacio del plano y su duración, entre su superficie
espacial y su dimensión temporal. Mientras que, en nuestros tramos sonoros,
parece predominar ampliamente la dimensión temporal y no existir en absoluto
la dimensión espacial.
De suerte que, cuando hay contrato audiovisual y superposición de cadenas
visuales y sonoras, los cortes visuales siguen siendo el punto de referencia de la
percepción. En cuanto a los cortes secos godardianos en el terreno del sonido, si
bien fracturan la continuidad del plano, como dicen poéticamente algunos
investigadores, apenas son otra cosa que una línea de fisura en un vidrio que
permanece entero.
¿Quiere esto decir que una banda de sonido fílmica constituye para la escucha un
flujo sin cortes? De ningún modo, pues de todas maneras distinguimos en ella
unas unidades: pero éstas —frases, ruidos, temas musicales, células sonoras—
son exactamente del mismo tipo que en la experiencia corriente, y se localizan
en función de criterios específicos de los diferentes tipos de sonidos oídos. Si se
trata por ejemplo de un diálogo, dividimos el flujo vocal en frases, palabras, y,
por tanto, en unidades lingüísticas. Si se trata de ruidos, realizamos un desglose
perceptivo en sucesos sonoros, más fácil si se trata de sonidos aislados. En una
música aislamos melodías, temas y células rítmicas, según el grado de nuestra
cultura musical. En resumen, funcionamos como de costumbre, con unidades
que no son específicamente cinematográficas y dependen totalmente del tipo de
sonido y del nivel de escucha elegido (semántica, causal o reducida).
Del mismo modo, si necesitamos aislar los sonidos unos de otros en su
superposición y no en su sucesión, nos referimos para esto a una multitud de
indicios y de niveles de escucha: escucha causal, diferenciación en masa, en
calidad acústica, etc.
A partir de aquí puede explicarse que la unidad visual del plano,
específicamente cinematográfica, siga siendo con mucho la más imperativa, y
que el desglose sonoro se someta a ella ya ella se refiera.
El flujo del sonido de una película se caracteriza por el aspecto más o menos
ligado, más o menos insensible y fluidamente encadenado de los diferentes
elementos sonoros, sucesivos y superpuestos o, por el contrario, más o menos
accidentado y roto por cortes secos, que interrumpen brutalmente un sonido para
sustituirlo por otro.
La impresión general del flujo sonoro, por otra parte, es consecuencia no de
las características de montaje y de mezcla separadamente consideradas, sino del
conjunto de los elementos. Jacques Tati, por ejemplo, utiliza efectos sonoros
extremadamente puntuados y delimitados, realizados por separado y localizados
en el tiempo, cuya simple sucesión daría una banda sonora fragmentada y
espasmódica, si no emplease para enlazar el conjunto unos elementos de
ambiente continuo —por ejemplo ambientes vocales «fantasmas» (los juegos
playeros en Las vacaciones de Monsieur Hulot, o los gritos propios de un
mercado en Mi tío)— que sirven de lazo de unión y disimulan oportunamente las
rupturas de flujo que se derivan inevitablemente de una elaboración muy
fragmentada y puntual de los sonidos.
Llamaremos lógica interna del encadenamiento audiovisual a un modo de
encadenamiento de las imágenes y de los sonidos concebido para que parezca
responder aun proceso orgánico flexible de desarrollo, de variación y de
crecimiento, que naciera de la situación misma y de los sentimientos que ésta
inspira: la lógica interna privilegia, pues, en el flujo sonoro, las modificaciones
continuas y progresivas, y no utiliza las rupturas sino cuando la situación lo
sugiere. En cambio, se llamará lógica externa (al material) a la que acusa los
efectos de discontinuidad y de ruptura en cuanto intervenciones externas al
contenido representado: montaje que corta el hilo de una imagen o de un sonido,
rupturas, arritmias, cambios bruscos de velocidad, etc.
Películas como Madame de…, de Ophuls; La Dolce Vita, de Fellini; o Hijos
de un dios menor, de Randa Haines, adoptan una lógica interna: el sonido se
dilata, desaparece, reaparece, se estrecha o se amplifica según procesos que
parecen emanar de los personajes mismos, de sus afectos y de sus sensaciones,
mientras que películas como Alien, el octavo pasajero, de Scott, M, de Lang, o
Nouvelle vague, de Godard, recurren a una lógica externa, con efectos marcados
de encadenamientos y de rupturas.
El empleo de la lógica externa no es forzosamente fuente de distanciamiento
crítico, como se sugiere a menudo a propósito de Godard.
En Alien, por ejemplo, los numerosos episodios espasmódicos de la
continuidad sonora, el flujo accidentado de la banda sonora y visual,
característicos de la lógica externa, sirven para reforzar la tensión de las
situaciones. Es cierto que se trata, en este caso, de un tema de ciencia-ficción, en
el cual la retransmisión hertziana o telefónica, con sus vicisitudes y sus cortes,
está presente como elemento concreto en el guión, y justifica directamente
muchos de estos efectos (vemos a los personajes accionar conmutadores,
iluminar pantallas y manejar consolas, comportándose, pues, ellos mismos,
como manipuladores de sonidos y de imágenes). De manera general, el cine de
acción moderno juega mucho con la lógica externa.
Pero en una película contemplativa como El miedo del portero ante el
penalty, de Wenders, la lógica externa se emplea también, tanto en el sonido
como en la imagen, en relación con una voluntad muy diferente de escritura
«literaria» y de fragmentación existencial en «impresiones», en pequeños haikus
sensoriales.
III.2. Puntuar
Resulta evidente el camino por el que esta historia circula por las obras que
versan sobre la música en el cine, incluida nuestra Le Son au cinéma, en la cual,
no habiendo visto aún la película, la habíamos repetido confiando en la tradición
(cosa que no debería hacerse nunca). Pero cuando el biógrafo Tag Gallagher
cuenta la misma anécdota y en casi los mismos términos («beer gurgling in a
man’s throat»), ¿la extrae de Jaubert? Lo dudo.
Asistimos aquí a la formación espontánea de una leyenda.
La realidad, como puede comprobarse en el vídeo, es que hay en efecto un
momento en que el héroe bebe, y en el que un tema musical acompaña su gesto.
Pero, en primer lugar, se trata de un vaso de whisky, y sobre todo, el tema que
entonces se oye no puede ser menos imitativo de lo que es. Lejos de ser un
«pequeño arpegio juguetón» descendente, se trata de un motivo interpretado por
una sola trompa, y que termina con una quinta disminuida ascendente, con un
matiz heroico e interrogativo ala vez, que en modo alguno puede imitar un
gorgoteo. Reconocemos incluso en él uno de los temas principales de la
partitura, con mayor precisión las cinco primeras notas del tema de Gypo, ya
preludiado en la ficha técnica. Este motivo acompaña al héroe en toda la película
y subraya su destino de un modo más expresivo que imitativo.
La partitura de Max Steiner para El delator se escribió en efecto, según el
principio que, desde entonces, dominará el 90% de la música cinematográfica: el
del leit-motiv, en virtud del cual cada personaje-clave o cada idea-fuerza del
relato están dotados de un «tema que los caracteriza y constituye su ángel
guardián musical».
Aquí es principalmente el tema de Gypo, relativamente neutro en el plano
expresivo, más bien enérgico y marcato (en su integridad, tiene acentos de
música popular irlandesa), y el tema de Katie —la prostituta de buen corazón de
la que está enamorado Gypo—, que es por el contrario espressivo y legato. Más
un motivo especial para el personaje simbólico del ciego (una fórmula
quejumbrosa que evoca la expresión de lo vago y de lo informe en Debussy) y
así sucesivamente, sucediéndose estos temas en la orquesta en relación con las
apariciones de los personajes y sufriendo transformaciones que reflejan las
variaciones de su hábitat exterior y de su estado interior.
Por supuesto, la teorización y sistematización del leit-motiv se remonta a
Wagner, pero si hay una ópera que haya podido inspirar a Steiner para El
delator, sería más bien Pelléas et Mélisande, de Debussy. Una ópera en la cual
el autor, aunque se hubiese burlado del procedimiento en términos sarcásticos, lo
recoge intentando hacerlo más discreto, con temas más lacónicos y menos
triunfalistas. Igualmente debussianos en El delator —como veremos más tarde
—, son la insistencia en los silencios y cierta estética de lo entrecortado: cuando
la música se detiene y una palabra se inscribe en esta interrupción.
Todo esto demuestra una tentativa de hacer del cine sonoro una especie de
ópera hablada, tentativa en la que puede verse la mano de John Ford tanto como
la del Compositor. Nada tiene, en efecto, El delator de una película a la cual se
hubiese aplicado aun músico, tras el rodaje, para que le diese una capa de
esmalte musical. La película había sido objeto de una concertación previa entre
el realizador, el decorador y el Compositor, concertación en la que, según
confesión de los participantes, se profundizó mucho más allá de lo habitual en el
cine. Las selecciones musicales de El delator no sólo fueron toleradas por Ford,
sino que también obtuvieron su aprobación, y acaso incluso siguieron sus
sugerencias.
La clave estilística de The Informer es, en efecto, una voluntad de
estilización y de expresión simbólica en el seno de un cine que, tras la llegada
del sonoro, acababa de sufrir los ataques del naturalismo. Esta estilización
persigue evidentemente recuperar el espíritu del mudo, y realizar incluso algo de
lo que para el cine mudo sólo había sido un sueño. La puntuación por parte de la
orquesta de ciertos gestos y de ciertas réplicas apunta, pues, a arrebatarles su
carácter puramente realista y momentáneo, para hacer de ellos elementos
significativos en el seno de una escenificación global.
De hecho, la música de Max Steiner en la película es muy poco imitativa de
la materialidad inmediata de los acontecimientos, mucho menos en todo caso
que la inmensa mayoría de las músicas para la pantalla, pasadas o actuales. No
subraya el ruido de los elementos, el cierre de las puertas o las caídas de cuerpos,
y cuando se hace oír sobre un gesto particular, su perfil intenta no imitar la
forma de éste. Por ejemplo, la escena a la que Jaubert aludía de memoria.
Para situarla, recordemos que Gypo, un patán rechazado por su entorno,
acaba de entregar ala policía a su amigo Frankie, un independentista irlandés
acorralado, y de recibir el dinero correspondiente a su delación. Muy pronto, se
entera de que Frankie ha sido asesinado poco después de su detención. Cuando
entra en un café, pide un whisky e inclina la cabeza para beber: quiere olvidar.
Ahora bien, el tema que suena sobre este gesto es el suyo: como si tras su
ausencia de sí mismo asomase y se afirmase su identidad. Mitad enferma de la
pareja que él formaba con Frankie —el cual lo trataba con afectuosa
condescendencia, como si fuera el cuerpo que albergara su cerebro—, Gypo, ser
incompleto, no se encontrará a sí mismo sino entregando al otro y abocándose
ala desesperación: la película es la historia de su acceso ala conciencia.
Ya en Wagner, ciertos temas del tejido orquestal hacen aparecer el
inconsciente del personaje, enunciando lo que él ignora de sí mismo. Por
ejemplo, en el primer acto de La walkyria, el motivo de la espada que actúa, por
mediación de la orquesta, sobre el inconsciente de Sigmundo, antes de que éste
encuentre el arma en la cabaña en la que se ha refugiado. Todo el ambiente de la
escena de la taberna, en El delator, tiene además cierto carácter de meditación,
de agitación previa y de preludio que está muy cerca de este primer acto
wagneriano, el cual presentaba ya un tejido musical muy brillante y de aspecto
discontinuo, con interrupciones, repeticiones, silencios, etc.
Pueden, incluso, considerarse ridículas las cuatro notas instrumentales que
puntúan, en sincronismo, las monedas que el camarero devuelve a Gypo. Pero no
hay que olvidar que ese dinero es la moneda de la traición, el dinero de Judas. La
caída de las cuatro monedas es fatal: inicia una cuenta atrás que desembocara en
la condena del delator (en efecto, sumando todas las cantidades repartidas a su
alrededor por un Gypo derrochador es como los independentistas, al reconocer
en ellas el total del dinero, verán confirmarse sus sospechas sobre él). Max
Steiner no hace aquí; sino repetir un procedimiento de expresividad simbólica de
las acciones por la música, que tiene numerosos ejemplos en la opera.
Por una parte, la música no sustituye el ruido de las monedas, ruido que se
oye al mismo tiempo, con muy ligero desfase; y por otra parte, el perfil de las
notas repite precisamente un leit-motiv de la partitura: el de la traición.
¿Qué es lo que da, sin embargo, a estas intervenciones musicales un aspecto
imitativo? El hecho de ser puntuales y síncronas. Pues —como recordamos más
tarde y ya dijimos en La Toile trouée, en el capítulo «Le clap»— la
sincronización es en el cine un criterio predominante, que consigue superponer
sonidos e imágenes que, sin embargo, resultan opuestos por todos los conceptos.
En la ópera, este sincronismo música-acciones, corrientemente utilizado, no
plantea problema alguno, puesto que se integra en cierta estilización gestual y
decorativa del conjunto. En el cine debe manejarse de manera más insidiosa,
para que no se perciba en una intención solamente imitativa, ni caiga en el puro
gag de cartoon. Y si las tentativas de estilización operística de El delator han
envejecido mal al utilizar de modo patente este sincronismo, puede
reconocérseles en cambio el mérito de la audacia y la franqueza. El cine, sin
duda, es un arte realista, en el cual se acepta una cierta estilización de modo
distinto que en el escenario; es cierto, por otra parte, que este arte realista no ha
progresado sino por medio de infracciones de su propio principio, y mediante
demostraciones de irrealismo.
¿Cuál es la causa de la gran peculiaridad del empleo de la música en ciertas
escenas de El delator, que le da una presencia que puede parecer fastidiosa? Es
la manera en que se detiene. No se eclipsa con sigilo, como aprenderá a hacer
más tarde, sino que se interrumpe brutalmente, con el pie alzado, creando un
silencio en el cual la réplica que sigue suena de modo diferente. Todo sucede
entonces como si la música se designase a sí misma, deteniéndose y dando paso
a la palabra. El cine posterior tenderá a evitar este efecto de paso, de relevo
explícito y de puntuación evidente, sustituyéndolo por un modo de existencia
más fluido y más integrado en la película, más constante e indistinto al mismo
tiempo.
Desde el punto de vista horizontal, los sonidos y las imágenes no son elementos
alineados como los postes de una empalizada, todos ellos desfilando idénticos
entre sí.
Tienen tendencias, indican direcciones, poseen leyes de evolución y de
repetición que mantienen un sentimiento de expectación, de esperanza, de
saturación que romper o, por el contrario, de vacío que llenar.
En la música es donde este efecto es más conocido: tiene a menudo su curva,
que deja esperar una cadencia, y la anticipación de esta cadencia por parte del
oyente viene a subyacer en su percepción.
Del mismo modo, un movimiento de cámara, un ritmo sonoro o una
evolución de uno de los actores desencadenan en el espectador un movimiento
de anticipación, cuya expectativa será confirmada o negada por el paso posterior:
ésta es la dinámica según la cual funciona una secuencia audiovisual. Uno de los
más aficionados a este juego es Godard, sobre todo en su Lettre a Freddy
Buache. La música elegida para acompañar al conjunto de este vídeo —el
Bolero de Ravel— es una amplia curva melódica que prepara, pero difiere sin
cesar, su cadencia, como un orgasmo retenido, mientras que, por su parte, el
texto recitado por Godard busca sus palabras con un malicioso placer, con el fin
de que se hagan esperar en la imagen, constantes panorámicas dejan imaginar, al
final de los trayectos que recorren, por unos paisajes urbanos o bucólicos, no se
sabe qué revelación.
En una cadena audiovisual, el audioespectador localiza, consciente o
inconscientemente, unas direcciones de evolución (un crescendo, un
accelerando que se inician) y verifica seguidamente si esta evolución iniciada se
realiza como ha previsto.
Evidentemente, es a menudo más interesante cuando la tendencia iniciada
resulta contrariada. A veces también, cuando todo sucede como se ha dejado
anticipar, la perfección y la tersura con que esa anticipación se realiza bastan
para emocionarnos.
En Hijos de un dios menor, cuando William Hurt acaba de salir de la sala de
baile iluminada y se aleja en la noche, se vuelve y Marlee Matlin se reúne con él,
toda vestida de blanco: entonces el sonido de la música de baile empieza a
decrecer suavemente, amortiguado por el potenciómetro. El espectador anticipa
conscientemente la reunión de los dos personajes, y menos conscientemente la
desaparición de la música sobre el encuentro de los dos amantes, así como el
silencio que se produce cuando se tocan. Eso es desde luego lo que sucede, la
convergencia de una reunión y de un amortiguamiento, pero tan justa y
finamente ejecutada, que resulta siempre emocionante cuando la disolución de la
música disco en el silencio y la inmovilización del hombre y de la mujer
reunidos se sincronizan casi en un suspiro.
Pues nunca se cansa uno de anticipar y de sorprender la anticipación: es el
movimiento mismo del deseo.
Sin embargo, este elemento cero —al menos lo parece— de la banda sonora
que es el silencio no es nada fácil de obtener, ni siquiera en el nivel técnico. No
basta, en efecto con interrumpir el flujo sonoro y poner en su lugar unos
centímetros en blanco. Se experimentaría entonces el sentimiento de una ruptura
técnica (efecto, sin embargo, utilizado varias veces por Godard, en especial en
Vivir su vida). Cada lugar tiene su silencio específico, y por eso, durante una
toma de sonido en exteriores, en estudio o en auditorium, se procura grabar unos
segundos de silencio específico del lugar, que servirán para los eventuales
encadenados entre las réplicas y crearán el sentimiento buscado: que el marco de
la acción sea temporalmente silencioso.
No obstante, la impresión de silencio en una escena fílmica no es el simple
efecto de una ausencia de ruido; no se produce sino cuando se introduce por
medio de un contexto y una preparación, la cual consiste, en el más sencillo de
los casos, en hacerlo preceder de una secuencia especialmente ruidosa. El
silencio, dicho de otro modo, nunca es un vacío neutro; es el negativo de un
sonido que se ha oído antes o que se imagina; es el producto de un contraste.
Otra manera de expresar el silencio —que puede o no asociarse con el
procedimiento evocado más arriba— consiste en… hacer oír ruidos; pero ruidos
tenues, de esos que asociamos naturalmente ala idea de la calma, porque no
atraen nuestra atención, no son siquiera audibles sino a partir del momento en
que los demás —tráfico, conversaciones, vecinos o ruidos laborales— se han
callado. Por ejemplo, cuando oímos el tic-tac de un despertador.
Un buen ejemplo se encuentra en Alien, cuando Ridley Scott quiere crear —
sobre el primer plano del gato-mascota en la nave espacial— la impresión de un
silencio inquietante y portador de sombríos acontecimientos. Los planos
inmediatamente precedentes son ricos en accidentes sonoros. Preparan el vacío
que va a sobrevenir. Pero se ha procurado no provocar ese silencio demasiado
bruscamente: los tres primeros segundos de la imagen del gato permiten oír
brevemente un ruido tenue y no identificado, semejante aun tic-tac, y cuya
aparición y rápido decrecimiento posterior forman un puente hasta el vacío total
de la banda sonora.
En Cara a cara, Bergman utiliza con este mismo tic-tac el procedimiento
inverso: su personaje es una mujer en pleno período depresivo. En un momento
dad la vemos en su casa preparándose para acostarse y luego meciéndose en la
cama. Instantáneamente, el ruido del despertador que vemos sobre su mesita de
noche, que hasta entonces ha pasado desapercibido, se intensifica y se hace más
fuerte. Se tiene entonces, paradójicamente, la angustiosa impresión del silencio,
en un grado tanto mayor cuanto más intenso y estridente resuena ese sonido, que
es lo único que emerge de él, subrayado por el vacío de los demás ruidos y
destacando a su vez ese vacío de una manera horrible. (El toque típicamente
bergmaniano, aquí, es la rapidez y la áspera precisión con que se realiza ese
aumento del sonido).
Los demás ruidos utilizados en el cine como sinónimos del silencio son: los
sonidos lejanos producidos por animales, los relojes de pared en una habitación
cercana, los roces y los ruidos que sugieren intimidad y proximidad…
Curiosamente también, un toque de discreta reverberación a rededor de
sonidos aislados (por ejemplo, pasos en una calle) puede reforzar este
sentimiento de vacío y de silencio. Tal reverberación no puede percibirse,
efectivamente, cuando otros ruidos —por ejemplo, del tráfico diurno— se dejan
oír al mismo tiempo.
IV.1. Definición
La síncresis no funciona a base de todo o nada. Hay varias escalas, varios pasos
de sincronismo, y éstos determinan cierto estilo cinematográfico, en especial
para la sincronización labial.
Lo que los franceses, por ejemplo, adeptos de un sincronismo estricto y
rígido, consideran defecto de postsincronización en el sonido original de las
películas italianas es, de hecho, un sincronismo más amplio, tolerante, que no se
inquieta por una décima de segundo de más o de menos. Esta diferencia puede
observarse, especialmente, en el nivel de la voz: mientras los sincronismos más
ajustados sujetan los sonidos al movimiento de los labios, los sincronismos más
amplios toman en consideración la totalidad del cuerpo hablante, gestual en
particular.
En líneas generales, un sincronismo amplio da un efecto menos naturalista,
más fácilmente poético y más relajado, y un sincronismo muy rígido tensa más
fuertemente el tejido audiovisual.
Ese tejido cuyo status escénico necesitamos ahora interrogar.
4. LA ESCENA AUDIOVISUAL
¿Por qué se habla en el cine de «la imagen» en singular cuando en una película
hay millares o, si se cuentan por planos, varios centenares, y cuando estas
imágenes se transforman sin cesar? Por que, aunque hubiese millones, en la
película no hay, para contenerlas, más, que un solo marco. Lo que se designa con
la palabra «imagen» en el cine es, de hecho, no el contenido, sino el continente.
Es el marco.
Este marco, que puede incluso ser negro y permanecer vacío durante unos
segundos, como ocurre en numerosas películas (Le Plaisir, de Ophuls, Laura, de
Preminger), o incluso durante unos minutos en algunas experiencias extremas
(L’Homme Atlantique, de Marguerite Duras), sigue siendo perceptible para el
espectador, presente para él, como lugar de proyección delimitado y visible, con
sus cuatro lados. Un marco que se afirma así como un continente preexistente a
las imágenes, que estaba allí antes que ellas, y podrá persistir una vez que ellas
se hayan desvanecido (siendo también la ficha técnica una manera de
reafirmarlo).
Este marco preexistente no es exactamente aquel sobre el que se inclinaron
en especial Pascal Bonitzer y Jacques Aumont, confrontándolo con el de la
pintura.
Lo propio del cine, por tanto, es que no hay sino un lugar de imágenes (por
oposición a las instalaciones de vídeo, a los diaporamas, a los luz-y-sonido ya
otras fórmulas de multimedia, que ofrecen varios) y que eso, y no otra cosa, es lo
que hace que pueda hablarse aquí de la imagen en singular.
Recordemos que, en los balbuceos del cinematógrafo, se intentó difuminar la
dureza de los bordes del marco con efectos de recorte o de degradados, análogos
a los practicados en fotografía. Igualmente, se hacía variar el marco con efectos
de apertura y cierre del diafragma. Estos procedimientos, sin embargo, fueron
poco a poco abandonados y, aparte de algunas búsquedas del marco variable
durante ciertas obras (Max Ophuls en Lola Montes), pronto se estuvo de acuerdo
sobre el principio de la imagen a marco completo, que a partir de entonces reinó
en el 99% de las películas.
Del mismo modo, las pocas experiencias de cine multipantalla (el Napoleón
de Gance, el Woodstock de Michael Wadleigh o, en rigor, el Forty deuce de Paul
Morissey), no han tenido descendencia, reforzando así la regla del marco clásico.
III.1. Definición
Un sonido puede realizar en una película, desde sus primeras apariciones dos
clases de trayectos:
— o es de entrada visualizado y, seguidamente acusmatizado,
— o es acusmático para empezar y sólo después se visualiza.
El primer caso viene a ser como asociar de entrada el sonido a una imagen
precisa, que podrá reaparecer más o menos clara en la cabeza del espectador
cada vez que este sonido sea oído de nuevo como acusmático: será un sonido
encarnado, marcado por una imagen, desmitificado, archivado (como la bocina
del tranvía en Un condenado a muerte se ha escapado, de Bresson, que
analizamos en Le Son au cinéma).
El segundo caso, favorito de las películas de misterio y de atmósfera,
preserva durante mucho tiempo el secreto de la causa y de su aspecto, antes de
revelarla. Mantiene una tensión, una expectación, y constituye por tanto en sí
mismo un procedimiento dramatúrgico puro, análogo a una entrada en escena
anunciada y diferida (Tartufo que regresa, en la obra de Moliere, en el tercer
acto).
Es el célebre ejemplo de M en el que el realizador nos escamotea hasta el
límite el aspecto físico del asesino, cuya voz y silbido obsesivo hace oír al
principio, preservando el mayor tiempo posible, hasta su desacusmatización, el
misterio de sus rasgos (véase el ensayo de Michel Marie en la colección
«Synopsys»).
Un sonido o una voz conservados como acusmáticos crean en efecto un
misterio sobre el aspecto de su fuente y sobre la misma naturaleza, propiedades o
poderes de esta fuente, aunque sólo sea por el escaso poder narrativo del sonido
en cuanto a su causa.
Es bastante corriente, en las películas, que ciertos personajes con aura
maléfica, importante o impresionante, sean casi introducidos por el sonido antes
de lanzarse como pasto de la visión, desacusmatizados.
Odile Larere ha observado, por ejemplo en Confidencias, de Visconti, que
los intrusos que trastornan el acogedor universo del héroe, el viejo profesor
interpretado por Burt Lancaster, se presentan sistemáticamente por medio del
sonido antes de hacerse visibles.
En la oposición visualizado/acusmático es donde especialmente se apoya
esta noción fundamental de la escritura audiovisual que es el fuera de campo.
La cuestión del sonido fuera de campo domina desde hace mucho tiempo toda
una parcela de la reflexión y de la teorización sobre el sonido en el cine y ocupa
un lugar central en nuestros dos primeros libros sobre el tema. Si aparece hoy
como abusivamente privilegiada, hasta el punto de hacer olvidar otros
problemas, no por ello deja de conservar un lugar central, aunque la evolución
reciente del sonido en el cine —principalmente el sonido multipistas y el
supercampo que instaura— haya modificado los datos.
En sentido estricto, el sonido fuera de campo en el cine es el sonido
acusmático en relación con lo que se muestra en el plano, es decir, cuya fuente
es invisible en un momento dado, temporal o definitivamente. Se llama, en
cambio, sonido in a aquel cuya fuente aparece en la imagen y pertenece a la
realidad que ésta evoca.
En tercer lugar, proponemos llamar específicamente sonido off a aquel cuya
fuente supuesta es, no sólo ausente de la imagen, sino también no diegética, es
decir, situada en un tiempo y un lugar ajenos a la situación directamente
evocada: caso, muy extendido, de las voces de comentario o de narración,
llamadas en inglés voice-over y, por supuesto, de la música orquestal.
Llamaremos sonidos en las ondas (on the air) a los sonidos presentes en una
escena, pero supuestamente retransmitidos eléctricamente, por radio, teléfono,
amplificación, etc. y que escapan, pues, a las leyes mecánicas llamadas
«naturales» de propagación del sonido.
Cada vez más empleados, estos sonidos de televisión, de autorradio o de
interfono adquieren en las películas en las que se utilizan un status particular
autónomo. Se dan a oír al espectador, sea en pleno marco, claros y nítidos, como
si el altavoz de la película estuviese directamente conectado a la radio, al
teléfono o al tocadiscos evocado en la acción; sea, en otros momentos,
localizados en el decorado por rasgos acústicos que producen un efecto de
distanciamiento, de reverberación y de coloración por los altavoces, etc., con una
infinidad de degradados entre estos dos extremos. Estos sonidos on the air,
situados en principio en el tiempo real de la escena, atraviesan, pues, libremente,
las barreras espaciales.
Caso particular de sonido on the air es el de la música retransmitida o
grabada. El sonido de la música on the air atravesará más o menos las zonas
in/off/fuera de campo, y se situará aproximadamente, para el espectador, como
música de pantalla o música de foso según, en efecto, el peso particular otorgado
por la realización (mezcla, ajuste de nivel, filtrado, condiciones de grabación de
la música): ya sea en la fuente inicial del sonido (la realidad de los instrumentos
que suenan o de las voces que cantan), o ya sea, por el contrario, en su fuente
terminal (el altavoz presente en la acción que se deja sentir materialmente por
medio de filtrajes, ruidos parásitos, resonancias, etc.). Las road-movies, tales
como Rainman, de Barry Levinson, juegan sin cesar con esta oscilación.
Pero ya en 1975, American Graffiti, de George Lucas, con ayuda del
especialista en sonido Walter Murch, exploraba todo el abanico de las
posibilidades entre estos dos casos extremos, a partir de una situación muy
sencilla: los personajes se desplazan en coche en un círculo geográfico limitado
y sintonizan la misma emisora radiofónica de rock.
El mismo problema se encuentra en los diálogos presentados en la diégesis
en forma de grabación: ¿nos remiten al momento de su producción o al momento
de su escucha?
Imaginemos una escena cinematográfica en la que un hombre escucha una
entrevista en el magnetófono: o bien la calidad técnica directa, inmediata,
presente, otorgada al sonido escuchado intenta devolvernos ala circunstancia de
la toma de sonido; o bien el «color» particular del material sobre el que se oye el
sonido y la acústica del lugar de audición se subrayan intensamente
trasladándonos al momento en que se oye la grabación.
En una secuencia de El reportero, en la que Jack Nicholson escucha la
grabación de una conversación que ha mantenido con un conocido, Antonioni
nos hace bascular de una posición a otra e introduce así un flash-back. La
entrevista escuchada por Nicholson se actualiza e introduce la escena en la que
tuvo lugar.
Sonido y fuente del sonido son, en efecto, desde el punto de vista espacial, dos
fenómenos distintos. En una película puede ponerse el acento en uno o en el
otro, y la cuestión del campo y del fuera de campo se plantea entonces de
manera diferente según lo que se designa al espectador como situado en la
imagen o fuera de ella: ¿el sonido o su causa? Dado que estas dos cuestiones,
muy distintas, se confunden casi siempre en una sola, pueden producirse
malentendidos. Pero, ¿no está también inscrita esta confusión en el corazón de
nuestra experiencia misma, como un turbador foco de problemas?
Por ejemplo, el ruido de un tacón que golpea el suelo en una habitación muy
reverberante tiene una fuente muy puntual, pero en cuanto sonido, como
aglomerado de diversos reflejos sobre diferentes paredes, puede llenar tanto
volumen como contenga la habitación en la que resuena.
Mientras que la fuente de un sonido puede, en efecto, localizarse aunque no
siempre lo sea, el sonido en sí mismo es por definición un fenómeno que tiende a
extenderse, como un gas, a todo el espacio disponible.
Ahora bien, en el caso de los sonidos ambientales, que son muchas veces
producto de una multiplicidad de fuentes puntuales (arroyo, cantos de pájaros),
lo importante es el espacio habituado y delimitado por el sonido, más que su
origen multipuntual.
El mismo caso nos presentan las películas que ponen en escena un concierto:
por el desglose y la realización técnica del sonido y de la imagen, puede ponerse
el acento, sea sobre la fuente material y aislada del sonido, el instrumento, el
cantante; sea sobre el sonido mismo como poblador del lugar de escucha,
separado entonces de su fuente, y considerado independientemente de ella.
De manera general, cuanto más reverbera el sonido, más expresivo resulta
con respecto al lugar que lo contiene. Cuanto más «seco», más susceptible es de
remitir a los límites materiales de su fuente, representando la voz aquí un caso
particular, puesto que, por el contrario, cuando se la priva de toda reverberación
y se oye muy de cerca, es cuando, cinematográficamente, es capaz de ser la voz
que el espectador interioriza como suya, y la que, al mismo tiempo, toma
totalmente posesión del espacio diegético: completamente interna e invadiendo a
la vez todo el universo. Es lo que hemos llamado la Voz-Yo, objeto de un
capítulo particular de La Voix au cinéma. La voz debe este status particular, por
supuesto, a que es por excelencia el sonido que nos llena proviniendo de
nosotros mismos.
Pero en este juego del campo y del fuera de campo, la música de
acompañamiento representa también una forma de excepción, confirmadora de
la regla general.
V. LA EXCEPCIÓN DE LA MÚSICA
Toda música que interviene en una película (pero más fácilmente las músicas de
foso) es susceptible de funcionar en ella como una plataforma espacio-temporal;
esto quiere decir que la posición particular de la música es la de no estar sujeta a
barreras de tiempo y de espacio, contrariamente a los demás elementos visuales
y sonoros, que deben situarse en relación con la realidad diegética y con una
noción de tiempo lineal y cronológico.
La música en el cine es al mismo tiempo el pasaporte por excelencia, capaz
de comunicar instantáneamente con los demás elementos de la acción concreta
(por ejemplo, acompañar desde el off a un personaje que habla en el in) y de
bascular instantáneamente del foso a la pantalla, sin replantear por ello la
realidad diegética o llenarla de irrealidad, como haría una voz en off que
interviniese en la acción. Ningún otro elemento sonoro de la película puede
disputarle este privilegio. Fuera de tiempo y fuera de espacio, la música
comunica con todos los tiempos y todos los espacios de la película, pero los deja
existir separada y distintamente.
Por ejemplo, cuando los personajes están desplazándose, la música puede
ayudarles a franquear instantáneamente grandes distancias y largos períodos de
tiempo. Es un caso de figura muy frecuente desde el ¡Aleluya! de Vidor (1930),
donde se entona una canción cuando los personajes están aún a la orilla de un
río; a la segunda estrofa ya están en la barcaza, ya la tercera han alcanzado la
otra orilla. Se habrá reconocido aquí la fórmula del clip, que sirviéndose de una
base musical que reina sobre el conjunto —y con la única limitación de sembrar
aquí y allá unos puntos de sincronización con la intención de casar la imagen y
la música de manera flexible—, permite a la imagen pasearse a su gusto por el
tiempo y el espacio. En este caso límite ya no hay, por decirlo así, escena
audiovisual anclada en un tiempo y un espacio reales y coherentes.
En Vidor, la música daba a los personajes botas de siete leguas, y servía así
para contraer espacio y tiempo. Inversamente también permite dilatarlos, y en las
escenas de tensión, por ejemplo, es la que hace aceptar la convención de una
duración cristalizada, eternizada por el montaje.
La música es, en resumen, un flexibilizador del espacio y del tiempo.
En los largos duelos de las películas de Sergio Leone, en los que los
personajes no hacen sino permanecer frente a frente, la música de Ennio
Morricone resulta esencial para hacer admitir tal inmovilización del tiempo. Es
cierto que Leone intentó igualmente, en especial al principio de Hasta que llegó
su hora, crear esta dilatación del tiempo prescindiendo de música y sirviéndose
únicamente, en la banda sonora, del periódico chirrido de una veleta o de una
noria. Sólo que aquí, la situación del guión —una larga espera inactiva— se
eligió para justificar la inmovilidad de los personajes. No es menos cierto que el
realizador ya había inaugurado esta fórmula con referencia a la ópera, y
utilizando abiertamente la presencia de la música.
VI. FUERA DE CAMPO RELATIVO y FUERA DE CAMPO
ABSOLUTO
Cuando se dice sonido fuera de campo, esta expresión misma induce a creer que
se trata de una cualidad intrínseca del sonido mismo. Sin embargo, basta con
cerrar los ojos ante la película o con apartar la mirada de la pantalla, para
experimentar una evidencia: sin la visión, los sonidos fuera de campo reaparecen
tan presentes, tan definidos —a veces incluso más— en el plano acústico, como
los sonidos in. Nada permite ya, en todo caso, distinguirlos.
Acusmatizado y reducido aun conjunto de sonidos que constituyen ya, en
este caso, una banda sonora digna de este nombre, la película cambia totalmente
de aspecto. Es el ejemplo, antes citado de ciertas escenas de Las vacaciones de
Monsieur Hulot que, escuchadas sin imagen, revelan otro rostro.
El fuera de campo del sonido, en el caso del cine monopista es, pues,
enteramente producto de la visión combinada con la audición. No es sino una
relación entre lo que se ve y lo que se oye, y no existe sino en esta relación;
exige, pues, la presencia simultánea de los dos elementos.
Sin la imagen, nada es ya el sonido de numerosas películas prestigiosas de
antaño.
Las voces mágicas que nos fascinan, en especial, se encogen del todo o se
vuelven prosaicas. La voz de la madre de Norman en Psicosis, la voz del doctor
Mabuse en El testamento del doctor Mabuse, o la de Marguerite Duras en
L’Homme Atlantique ya no son gran cosa cuando dejan de referirse a una
pantalla en la que encuentran el vacío de su presencia.
VII. LA EXTENSIÓN
Esta importante cuestión de la escotomización del papel del micro no es por otra
parte válida sólo para la voz, sino también, más generalmente, para todos los
sonidos de una película; y no sólo para el cine, sino igualmente para la mayor
parte de las creaciones radiofónicas, musicales y audiovisuales, realizadas a
partir de la grabación sonora.
Mientras que la cámara, en efecto, aunque excluida del campo visual, no por
ello deja de ser un personaje activo de las películas, personaje del que es
consciente el espectador, el micro; por el contrato, debe quedar excluido, no sólo
del campo visual y sonoro (ruidos de micro, etc.), sino también de la
representación mental del espectador. Queda excluido de ella, desde luego,
porque en las películas, incluidas las rodadas con sonido directo, todo se ha
hecho con este objeto. Y eso siempre con esa óptica naturalista señalada más
arriba, que sigue ligada al sonido, cuando la óptica de la imagen se ha liberado
de ella desde hace mucho tiempo, a pesar de las teorías predominantes en los
años 60 y 70 sobre la «transparencia», preconizada o discutida, de la
escenificación. Pero la concepción naturalista del sonido, por su parte, sigue
impregnando de tal modo la experiencia y el discurso que ha pasado
desapercibida para los que la situaron y criticaron en el nivel de la imagen.
Podrían verse las razones de tal diferencia de status entre imagen y sonido en
diferentes problemas técnicos, estéticos, fisiológicos e ideológicos,
preguntándose cuáles sirven de coartada o de cobertura a los otros. Alegando,
por ejemplo, el hecho de que las orejas no están dispuestas en sentido direccional
como los ojos. O bien la posibilidad técnica, desconocida por la imagen pero
utilizada por el sonido desde los principios del sonoro, de «mezclar» grabaciones
realizadas simultáneamente por varios micros colocados en puntos diferentes: ¿a
qué se reduce entonces el micro-oído?
Sin embargo, quizá la cuestión no resida ahí. Pues, después de todo, tampoco
la cámara tiene mucho que ver con nuestros ojos, aunque sólo sea por su
condición monocular, y eso no le ha impedido convertirse en la representante de
la mirada. El problema se sitúa, pues, en las mentalidades: arrancar la reflexión
sobre el sonido —y su explotación tanto técnica como estética— de su rutina
naturalista es cosa de varios decenios. Una búsqueda y una preocupación que
están en el corazón de toda nuestra tarea.
5. LO REAL Y LO EXPRESADO
I. LA ILUSIÓN UNITARIA
Entre los años 20 y los 40 se produjo el auge, en el interior de los media sonoros
(disco, cine, radio), de cierta noción hoy olvidada, o casi: la de fonogenia. Con
ello quería aludirse ala capacidad más o menos misteriosa que habría permitido
aciertas voces «pasar» mejor a la grabación ya los altavoces, inscribirse mejor en
los surcos, suplir, en resumen, la ausencia de la fuente real del sonido por un tipo
de presencia específica del medium de conservación y de difusión.
Esta noción se puso especialmente de relieve cuando los ingenieros de
sonido del cine sonoro de los inicios, que venían del disco y de la radio (¿de qué
otro campo habrían podido venir?), intentaron hacer valer, en la elección de los
actores, criterios de fonogenia decretando que, desde este punto de vista, éste era
excelente y aquél deplorable. Uno de los ejemplos más conocidos de estos
aventurados veredictos fue el que, según Pagnol, emitió sobre el rodaje de
Marius un ingeniero de la Western Electric acerca de Raimu, cuya voz,
afirmaba, ¡era imposible de grabar! Hay que decir que los ingenieros de sonido
no siempre se equivocaron en este campo, y que muchos actores empezaron a
temer que carecían de la maldita fonogenia.
Evidentemente, esta noción se refería a las condiciones técnicas de la época,
menos precisas y sensibles que aquellas de las que actualmente disfrutamos, para
destacar que ciertas voces poseían un timbre eficaz y una articulación clara a
través del filtrado del micro y que, por tanto, «llegaban» bien a la parte sensible
del dispositivo.
Retrospectivamente, podemos arriesgarnos a decir que las voces de un
Gerard Depardieu o de una Catherine Deneuve no habrían sido juzgadas lo
bastante fonogénicas según los criterios entonces en vigor: no lo bastante claras,
timbradas y articuladas. (Si Raimu fue víctima del mismo juicio, él, que no
carecía de timbre, fue sin duda, al contrario, por disponer de lo necesario en
exceso). Es este sentido, la idea de fonogenia no era sino la idea de una
adaptación entre cierto tipo de voz y de emisión sonora, y ciertas condiciones
técnicas de captación y de reproducción. Lo cual no era ningún absurdo.
Pero ya en aquella época, el término incluía también un fuerte componente
irracional. Se decía de una voz que era fonogénica como se dice hoy de alguien
que tiene «garra», sex-appeal, o cualquier otra cualidad de impacto en el plano
de la comunicación y de la seducción.
El criterio de fonogenia había sido calcado, desde luego, sobre el de la
fotogenia, muy en boga en otros tiempos, en la época de las estrellas. Pero,
contrariamente a la primera noción, este último ha sobrevivido hasta nuestros
días, y no es raro ver aún a cineastas decretar sobre una mujer que no es hermosa
sino endiabladamente fotogénica, mientras que para los sonidos y en particular
las voces, la noción equivalente se ha desvanecido totalmente.
Todo sucede, pues, como si estuviésemos implícitamente convencidos de
que el dispositivo de captación y de reproducción del sonido se ha convertido en
transparente, haciendo inútil la exigencia de un acuerdo previo entre el suceso
acústico y su retransmisión, lo que, por supuesto, es engañoso. Las grabaciones
digitales más perfeccionadas son ciertamente más ricas cuantitativamente en
detalles que las de antaño, pero no menos coloreadas, es decir, no menos
marcadas por el dispositivo técnico: incluso lo son más. Simplemente, serán
necesarios de diez a veinte años para darse cuenta de ello.
La gente que hablaba hace mucho tiempo de fonogenia, aunque fuese para
aplicar la noción a ciegas y enunciar veredictos que la historia iba a desmentir,
era, pues, más consciente que nosotros de la globalidad de la situación, puesto
que había comprendido que el sonido oído al fin de la cadena es el producto de
una realidad preexistente y de ciertas condiciones de reproducción, producto que
es una realidad específica: ni la transmisión neutral de un suceso, ni algo creado
íntegramente por la técnica.
Puede uno preguntarse entonces de qué es síntoma la desaparición de la
noción de fonogenia. Acaso denote una mutación importante: a saber, nuestra
inmersión, tan común, tan cotidiana, en lo que puede llamarse la realidad
acústica sustituida (el sonido retransmitido por amplificadores y altavoces), que
no tiene dificultad alguna en suplantar en potencia, en presencia y en impacto a
la realidad acústica no sustituida, y que se convierte poco a poco en el modo de
escucha habitual; un modo de escucha que, al mismo tiempo, no se percibe ya
como reproducción, como imagen (con lo que eso supone tradicionalmente de
deterioro, de degradación y de pérdida en relación con la realidad), sino como un
contacto más directo e inmediato con el suceso. Cuando una imagen se destaca
más que la realidad, la sustituye, pues, negándose ella misma a la vez como
imagen.
Imaginemos que en el campo cotidiano de nuestra experiencia visual común,
dibujamos ciertas cosas en ventanas y pantallas, con colores, luminosidades y
definiciones incomparablemente más vivos que los que percibimos directamente:
la realidad captada «a simple vista», sin dispositivo técnico, sería entonces
pálida, poco definida, lejana. Es exactamente la impresión que sienten hoy en un
concierto de clavicordio aquellos, cada vez más numerosos, que no conocen este
instrumento sino grabado o retransmitido: «¡No se oye nada!».
Ahora bien, curiosamente, cuanto más valor de experiencia real pierda la
realidad acústica no sustituida, tanto menos seguirá siendo unidad de medida con
la que comparar lo que se experimente, y más, al mismo tiempo, se convertirá en
referencia abstracta a la que deberá recurrirse en el plano conceptual, por
ejemplo en la noción de fidelidad acústica que también el cine reivindica.
Cuanto más utilizamos el sonido grabado y/o retransmitido, más mitificamos su
contrario: una experiencia natural cada vez menos experimentada.
Pero la caída en desuso de la idea de fonogenia tiene otro origen: esta idea
conservaba su sentido en una época en la que la gente había aprendido a hablar
ya transportar la voz en un medio principalmente mecánico. Hoy, cuando la
manera de hablar de cada uno está tan influida, o incluso más, por las voces
oídas en estado retransmitido (televisión, radio, cine) que por las voces no
retransmitidas, es difícil comparar una voz natural con una voz sustituida: las
primeras no sólo son producidas, sino también oídas por comparación
inconsciente con las segundas, más apremiantes. En función de este nuevo dato
de nuestra experiencia es como hay que repensar, y también redescubrir, la
noción de fonogenia.
¿Por qué es así, y por qué tendrían que «dar» los sonidos solos sus fuentes,
creencia de la que gentes como los sonorizadores están evidentemente
desengañados por completo?
Sin duda porque al ser poco objetivados, poco nombrados y poco delimitados
(a pesar de una empresa de nominación que encuentra, por otra parte, viva
resistencia), los sonidos atraen sobre ellos, por un magnetismo ligado a todo lo
difuminado y lo desconocido que los rodea, afectos de los que, a decir verdad,
no son especialmente responsables.
Podría creerse que la cuestión de la versión se reduce a la de la traducción de
un orden de sensación a otro. Por ejemplo, en el caso de la secuencia de
Truffaut, se trataría de sensaciones táctiles que se deben «transcribir» en
sensaciones auditivas: se supone que el crujido de las medias de nailon debería
expresar el tacto sedoso de las piernas enfundadas en ellas.
Pero el cuidado por la expresión, en realidad, se aplica a percepciones que no
pertenecen a ningún sentido en particular. Cuando Leonardo da Vinci se
extrañaba de que el sonido no acusase la caída del cuerpo humano, pensaba, no
sólo en el peso del cuerpo, sino también en su masa, así como en la sensación de
caer, en el choque que esto origina sobre quien recae, etc., en resumen, en algo
que no puede reducirse a un mensaje sensorial simple. Es Por lo que, en la
mayoría de las películas que muestran caídas, se nos hace oír, en contradicción
con la experiencia de la realidad, grandes estruendos encargados de «dar», por su
volumen sonoro, el peso, la violencia y el dolor.
De hecho, la mayoría de nuestras experiencias sensoriales son así madejas de
sensaciones aglomeradas.
Es por la mañana, abro los postigos de mi habitación: me llegan de golpe,
como en cascada, imágenes que me deslumbran, una sensación de luz violenta
en la córnea, el calor del sol si hace buen tiempo y los ruidos exteriores que se
hacen más fuertes. Todo esto se me proporciona junto y sin disociar.
También hemos citado ya, en La toile trouée, el ejemplo del coche que pasa
velozmente cerca de nosotros mientras estamos al borde de una carretera: en
nuestra impresión súbita se aglomeran el ruido que viene de bastante lejos y que,
una vez pasado el coche, tardará cierto tiempo en desaparecer, con la percepción
de una vibración del suelo, el vehículo atravesando el campo visual, sensaciones
de desplazamiento del aire, de cambio térmico, etc.
Estas dos situaciones-tipo, en la pantalla, habrán de contentarse con el canal
audiovisual para ser transmitidas: habrá, pues, que esforzarse para «darlas» sólo
mediante la imagen y el sonido. Y se acentuará este último en especial para
expresar la violencia y lo repentino de la sensación. Mientras que en la
experiencia vivida de las dos escenas tomadas como ejemplo, cuando se abren
los postigos o pasa el coche, la modificación de volumen sonoro es progresiva y
relativa, incluso modesta y en todo caso nada sorprendente (ya se oía el sonido
antes de la apertura de la ventana o el paso del coche), en el cine se exagera
sistemáticamente —piadosa mentira, incluso cuando se trabaja en directo— el
contraste de intensidad. A veces, incluso, se hará surgir súbitamente el sonido
del silencio, únicamente en el momento de la apertura o del paso. Y es que el
sonido tiene aquí que narrar una afluencia de sensaciones compuestas, y no
solamente la realidad sonora propiamente dicha del suceso.
Son problemas de representación, problemas pictóricos en el sentido clásico,
descuidados por cierto análisis textual de las películas, que considera adquirida y
cerrada la dimensión figurativa del cine, sin duda para facilitarse la tarea y
abordar directamente problemas narratológicos en los que se encontraba en
terreno conocido, en un campo ya balizado por la investigación literaria.
Si concedemos por nuestra parte tal importancia a estas cuestiones, no sin
molestar o asombrar a algunos de nuestros estudiantes, es porque creemos que el
cine puede recuperar, abordándolas, poniéndose de nuevo en juego como
simulacro, una nueva juventud.
No es casual así que una de las más grandes películas de principios del sonoro
sea la que se dedicó a… El hombre invisible.
Si las más antiguas historias del mundo nos hablan ya, en efecto, de hombres
y de criaturas invisibles, el cine, arte de la ilusión y de la elipsis debía reservar a
este tema un espacio particular. Fue Méliés quien, en 1904, inauguró
probablemente la serie, con su Siva l’Invisible, película de trucajes a la que
siguieron otras muchas, algunas de las cuales adaptan ya la novela de Wells
aparecida en 1897. Fue el sonoro, sin embargo, y es fácil adivinar por qué, el que
otorgó un cierto impulso a la serie, a partir del enorme éxito obtenido en 1933
por el hermoso filme de James Whale, poco tiempo después de la llegada del
sonido.
El sonoro permitía, en efecto, dar al personaje una muy distinta dimensión y
una muy distinta presencia, haciéndolo existir por su voz. En Whale es incluso
charlatán, declamatorio, imbuido de la embriaguez del recién nacido sonoro,
pero también como si se hubiese querido dejar al intérprete, Claude Rains —que
no aparece visible sino en el plano final y el resto del tiempo no se muestra sino
cubierto de ropa y vendas— cierto margen para hacer su trabajo de actor.
Así, el impacto de la película está ligado al descubrimiento por parte del cine
de los poderes de la «voz invisible». Ésta, en relación con una película de la
misma época como El testamento del doctor Mabuse, de Fritz Lang, representa
un caso particular, puesto que el cuerpo parlante de Griffin, el héroe de Wells,
no es invisible por estar sólo fuera de campo u oculto tras una cortina, sino que
se supone que está en la imagen, incluso cuando no se le ve en ella.
Lo que provoca, cinematográficamente, consecuencias bastante curiosas. Por
ejemplo, cuando la cámara acompaña con una panorámica vertical la ascensión
de una gran escalera vacía: como si, incapaz de ver a Griffin, pretendiese, sin
embargo, encuadrarlo y conservarlo en el campo. Al mismo tiempo es evidente
que este movimiento está destinado a informarnos de que sube, y que remite a un
saber de la escenificación, de los autores, sobre los desplazamientos del héroe en
su invisibilidad misma.
Forma singular, pues, del acúsmetro definido en el apartado siguiente.
Griffin comparte con las voces invisibles que poblarán el cine sonoro ciertos
privilegios y ciertos poderes, en especial una sorprendente capacidad de
desplazarse y deslizarse por los intersticios de las trampas que se le tienden. Si,
finalmente, resulta localizado y abatido, es porque hay nieve y sus huellas se
hacen visibles a medida que las imprime.
Y de igual modo, como para las demás voces invisibles del cine, su caída y
su muerte están ligadas a su regreso al destino común de la visibilidad: es la
última, perturbadora imagen del filme, en la que Griffin, agonizante en su lecho
del hospital, no es localizado al principio sino por su voz y un hueco en la
almohada. Pero al dejar de actuar la sustancia que lo hurta a la vista, cuando
muere, se visualiza progresivamente en dos sobreimpresiones encadenadas: se ve
primero aparecer una calavera y, luego, alrededor, la carne del rostro ya fija para
siempre, vista por primera vez cuando él ya no existe. La idea viene de Wells,
pero es ésta una hermosa manera de explotarla mostrándola como una muerte al
revés: como si hacerse consistente para la vista fuese readquirir la suerte común
de los seres corruptibles, e impresionar la película, ser marcado por el sello de la
muerte que ella aplica sobre los que capta.
Sin embargo, aunque invisible, no se supone a Griffin, en el guión, hecho de
un cuerpo sutil por lo que puede ser atrapado y retenido. La invisibilidad es
incluso el único rasgo mediante el cual escapa a las servidumbres de la
condición humana, y tiene otras limitaciones que no conocen los visibles:
desplazarse desnudo cuando quiere pasar desapercibido; ocultarse para poder
comer, ya que los alimentos que ingiere permanecen visibles hasta su digestión
completa, etc. Todo en este personaje, desde el disfraz que ha de adoptar cuando
quiere aparecer sin traicionarse y que le da el aspecto de un herido grave, hasta
las quejas que lanza entre dos parlamentos para decir que tiene frío, hambre o
sueño, todo nos muestra que allí hay, no un superhéroe volante, sino un cuerpo
que sufre, cuerpo en el vacío cuyo carácter orgánico, en lugar de eludirse, se
subraya. Así cuando manipula objetos y abre puertas, demuestra su invisibilidad,
pero también, al mismo tiempo su pobre condición humana al tener que hacerlo
todo él mismo, sin poder telequinésico alguno. Y cuando se cubre con una manta
para calentarse, asusta ver que ésta dibuja los contornos de la nada, y esa nada
—que habla— es una forma que provoca frío.
El cine sonoro posterior no volverá a captar nunca más lo insólito de esta
situación, ni mucho menos la convicción necesaria para utilizar una voz
semimaterial. Pero desarrollará una forma original «en el vacío» de los
personajes, específica del arte cinematográfico, y a la que debemos algunas de
las mejores películas de los años 30 a 70: el acúsmetro.
III. EL ACÚSMETRO
III.1. Definición
III.3. La desacusmatización
IV. LA SUSPENSIÓN
¿Existe lo opuesto a los auditivos de la vista, es decir, los visuales del oído? En
un Godard acaso, en la medida en que le gusta montar los sonidos como si se
tratase de planos, cut, en los que, por otra parte, le gusta hacer resonar esos
sonidos, voces o ruidos, en un espacio reverberado y concreto haciéndonos sentir
la presencia de muros e incluso de un interior: habitación de hospital en Prénom
Carmen, bar en Masculin-Féminin, o aula en Banda aparte o La Chinoise.
Ahora bien, estos efectos acústicos de sonidos reverberados y prolongados dejan
muchas veces, en el recuerdo que conservamos de ellos, una huella no sonora,
sino visual. Por ejemplo, siempre he recordado el filme Un condenado a muerte
se ha escapado, que vi siendo muy joven, como lleno de inmensas perspectivas
carcelarias.
Fue preciso que, mucho más tarde, volviese a ver esta película para advertir
que, según la buena costumbre del cineasta, el marco era siempre rigurosamente
restringido: una puerta de celda, algunos escalones o una porción de rellano eran
los planos más amplios que se permitía. De hecho era el sonido, obsesivo y
admirablemente diseñado, de los pasos que repercutían, de los silbatos y de las
llamadas repetidas de los centinelas, el que había marcado en mi memoria de
niño estas imágenes a lo Piranesi.
Si se lleva una idea tal al extremo, podría llegarse a escribir que todo lo espacial
en una película, tanto en el nivel de la imagen como del sonido, acabará por
codificarse en una impresión llamada visual; y todo lo temporal, aunque pase
por el ojo, en una impresión sonora. Sería probablemente simplificar. Lo que no
impide que el análisis del fenómeno cinematográfico no deba dejarse hipnotizar
por la técnica: no es porque el cine utilice, materialmente hablando, un canal
sonoro y otro visual, por lo que, sin más, deba describirse como una simple
adición de «banda de sonido» y «banda de imagen». El ritmo, por ejemplo, es un
elemento del vocabulario cinematográfico que no es ni lo uno ni lo otro: ni
específicamente sonoro ni visual. Jean Mitry ha realizado sobre ello interesantes
observaciones en su Estética y psicología del cine.
Los ruidos han sido, durante mucho tiempo, los olvidados del sonido en el cine,
no sólo en su práctica, sino también en el análisis. Frente a mil estudios sobre la
música (el tema más fácil, con mucho, por mejor localizado culturalmente) y
frente a numerosos trabajos sobre el texto de los diálogos, frente a algunos
ensayos, finalmente, sobre la voz (un tema nuevo, que no deja de fascinar), los
ruidos, esos oscuros soldados de infantería, han permanecido como los
despreciados por la teoría, que no les ha concedido hasta aquí sino un valor
puramente utilitario y figurativo, y los ha descuidado por ello.
Esta negligencia es, para una gran parte del cine clásico, proporcional a su
escasa presencia en las películas mismas. Todos guardamos en el oído sonidos
cinematográficos —el silbato del tren, los disparos, el galope de los caballos en
los westerns; los tecleos de la máquina de escribir en las escenas de comisaría—
pero olvidando que sólo intervienen puntualmente y son siempre
extremadamente estereotipados. De hecho, en una película clásica, entre la
música y sobre todo los diálogos omnipresentes, apenas queda sitio para otra
cosa. Tómese un filme negro americano o un Carné-Prévert de los años 40: ¿a
qué se reducen los ruidos? A una serie de pasos discretos, algunos vasos que
tintinean, una docena de disparos, y eso con sonidos tan pobres acústicamente,
tan abstractos, que parecen cortados todos con la misma tela gris e impersonal.
Las excepciones citadas del cine clásico siempre son las mismas, lo
suficientemente escasas como para confirmar la regla: Tati, Bresson, y otros dos
o tres. Es todo.
A esta situación pueden encontrársele razones a la vez técnicas y culturales.
Técnicas: el arte de la toma de sonido que se desarrolló desde los primeros
tiempos de la grabación se localizó principalmente en la voz (hablada y cantada)
y en la música, no en los ruidos, que plantean problemas de grabación
particulares; como resultado de ello, éstos, en las películas de antaño, no
sonaban bien y obstaculizaban con su presencia la comprensión de los diálogos.
Se prefirió, pues, difuminarlos o reemplazarlos por sonorizaciones estilizadas.
Culturales: el ruido es un elemento del mundo sensible totalmente
desvalorizado en el plano estético; basta ver los sarcasmos y las incredulidades
que desencadena aún hoy, incluso entre gentes cultas, la idea de que alguien
pueda hacer música con eso.
En los inicios del sonoro, sin embargo, no faltaron valerosas experiencias
para hacer admitir los ruidos en la sinfonía audiovisual. Valerosas, si se
consideran las condiciones técnicas de la época, inadecuadas para una restitución
satisfactoria y viva de estos fenómenos. Pueden encontrarse, por ejemplo, entre
los soviéticos (Vertov, Pudovkin) y entre los franceses, en especial Renoir y
Duvivier, que hicieron algunos esfuerzos para hacer presente, tras los diálogos,
la sustancia sonora de la vida y de la ciudad; y también entre los alemanes,
pioneros de la grabación y grandes técnicos en la cuestión, a quienes se deben
tentativas como el asombroso Abschied (1930). Tomando como marco único el
interior de un piso, esta película, de Robert Siodmak, en efecto, jugaba con los
ruidos domésticos y los rumores de la vecindad… Estas tentativas dispersas se
beneficiaron de que, en un primer estadio, el sonoro había expulsado la música
que provenía de debajo de la pantalla, no recurriendo a ella más que si estaba
justificada por la acción en cuanto «música diegética».
Había, pues, espacio libre para los ruidos, en este canal aún estrecho del
sonido óptico cinematográfico de los primeros años.
¿Qué sucedió a continuación? Sucedió que la música de foso, la que comenta
la acción desde el lugar privilegiado de su foso de orquesta imaginario, volvió
con fuerza al cabo de tres o cuatro años… desalojando a su vez a los ruidos,
durante mucho tiempo. Fue a mediados de los años 30: una marea de filmes
dotados de un acompañamiento musical indiscriminado… Emparedados entre
unos diálogos y una música igualmente prolijos, los ruidos se hicieron entonces
discretos y tímidos, más ligados a una sonorización estilizada y codificada que a
una verdadera expresión carnal de la vida. Sobre todo si se tiene en cuenta que se
juzgaba a la música como encargada de restituir el universo sonoro, y de
«contar» a su manera la tempestad, el murmullo de los arroyos o el torbellino
urbano, recurriendo a todo el arsenal de los procedimientos orquestales
experimentados en el último siglo y medio, y familiares al oído del espectador…
Sin necesidad de buscar en el cine de Hollywood, visiónese por ejemplo Une
partie de campagne de Renoir (1936), película al aire libre por excelencia: no se
oyen prácticamente en ella sino los ruidos naturales que se expresan de manera
estilizada en la partitura orquestal de Kosma, escrita diez años después del
rodaje, durante el montaje y la sonorización del filme.
Fue necesario, pues, que llegase el Dolby para otorgar a las películas una
ancha banda y una pluralidad de pistas que permiten hacer oír, simultáneamente
con los diálogos, ruidos muy definidos y susceptibles, pues, de tener una
identidad viva, una carne, y no ser ya sólo estereotipos.
Afirmar que todas las películas los han usado del mejor modo sería decir
demasiado. La invención sonora fue mayor a veces en las películas de género:
ciencia-ficción, cine fantástico, de acción y de persecución. Las demás,
comprendidas las películas de autor, no concedieron aún a los ruidos el status de
elemento cinematográfico de derecho, algo que, más allá de su función
directamente figurativa, les reconociera la misma capacidad expresiva que a la
luz, al marco o a la interpretación de los actores… Y no se trata de una cuestión
de presupuesto: al hacer una película es lo que menos caro cuesta.
Basándose en que, desde finales de los años 20, el sonido utilizó en la mayoría
de los casos un canal que sigue siendo el mismo —el de la pista óptica—, se
finge creer muchas veces que nada sucedió antes del advenimiento del Dolby.
En realidad, basta comparar, auditivamente, el sonido de un filme de principios
de los años 30 con el sonido de un filme de los años 40, y este último con uno de
los años 50, para reconocer que incluso antes de la generalización de la noise
reduction, tuvo lugar una importante evolución técnica, en el sentido de una
progresiva definición. ¿Ha desembocado en un sonido «mejor»? La cuestión no
es esa. Es ante todo reconocer el cambio.
Si se toma como comparación el ejemplo de la imagen, todo el mundo puede
comprobar, de los años 60 a los 70, una sustitución progresiva del blanco y
negro por el color, llegándose a conferir a la opción por el blanco y negro, norma
en otros tiempos, el status de excentricidad y de opción estética, o incluso
estetizante.
En el campo del sonido han sucedido paralelamente acontecimientos
igualmente decisivos, pero de modo más gradual. Si en el de lo visual se hubiese
pasado por etapas insensibles de una imagen hecha de contrastes en blanco y
negro absolutos a una imagen que dispusiera de todos los matices de color y de
luminosidad, esto daría una equivalencia justa de lo que se ha producido en el
sonido.
En el principio del cine hablado, en efecto, la banda de sonido, como se dice,
era aún bastante limitada, lo que imponía por una parte no mezclar demasiados
sonidos para que resultasen audibles, y por otra parte, cuando había
superposición, elegir uno como destacado. Ahora bien, el elemento ya destacado
del recién nacido cine sonoro era, no la música (ya presente en tiempos del
mudo), ni los ruidos, sino la palabra: el elemento más codificado. No se trataba
tampoco de proponer bandas sonoras sensorialmente complejas, sino de hacer
oír algo claro y distinto y, en cuanto a los ruidos y a las músicas, lo más
estereotipado posible, para que fuese inmediatamente reconocible. Por tanto,
cuanto más se ensanchó la banda (y lo hizo muy progresivamente), al mismo
tiempo que aparecían y se perfeccionaban nuevas posibilidades técnicas de
mezcla de los sonidos, más posible se hizo hacer oír en varias capas sonidos a la
vez individualizados y definidos que no se limitaban a responder a un código,
sino que podían tener cierta materialidad, una densidad, una presencia, una
sensorialidad.
Que ello fuera posible no quiere decir ciertamente que todos empezaran a
utilizar enseguida esta posibilidad. De hecho, en la mayor parte de los casos,
siguió recurriéndose a los mismos ruidos secos e impersonales de antaño, pero
poco a poco, sin embargo, fueron haciéndose oír, tras las voces y más allá de la
música de acompañamiento, unos «ambientes» sonoros vivos; y el sonido
adquirió, especialmente en las zonas del médium agudo y del agudo, una riqueza
de detalles que ha terminado por cambiar, por impregnación, la naturaleza de la
imagen misma.
De todos los deportes que muestra la pequeña pantalla, el tenis es por excelencia
el deporte acústico. Hasta el punto de que es el único en el que los comentadores
aceptan reprimir momentáneamente su parloteo para permitirnos oír diez, veinte,
a veces treinta segundos de intercambios sin decir ni pío. ¡Un récord!
En un partido de fútbol, o en una competición de saltos, los acontecimientos
no pueden seguirse mediante el oído. En boxeo, los ganchos y los uppercuts no
emiten desde luego el ruido que hacen suponer las convenciones de la
sonorización cinematográfica; y, en el ping-pong, el ir y venir auditivo es
demasiado precipitado. El tenis es, pues, único en su género, en este plano.
Puede uno preguntarse, por otra parte, si no hace trabajar más el oído del jugador
que cualquier otro deporte de competición. ¿Existen tenistas que oigan mal?
Desde los principios de la televisión, la grabación sonora de los partidos de
tenis y la calidad de su retransmisión se han hecho cada vez más detalladas. A
los breves golpes tradicionales que se dan a la pelota, y que son la firma sonora
de este deporte (golpes que provocan un ruido seco, que el oído palpa, pesa
como un indicio para evaluar los límites del espacio), se añaden ahora breves y
sutiles acontecimientos que retransmiten muy bien la banda del sonido
televisado: sibilaciones precipitadas creadas por el juego de piernas de los
competidores en el terreno, respiración jadeante y a veces gritos, cuando la fatiga
los obliga a hacer más esfuerzos. Toda una historia acústica, con el difuminado,
sin embargo, característico del universo de los ruidos; se oye precisamente lo
que pasa, salvo que no se sabe lo que pasa. No hay un sonido de impacto
diferente para cada raqueta o para cada jugador. Si la calidad, y en todo caso la
potencia, del golpe pueden en rigor identificarse, el sonido no dice quién lo ha
propinado y adonde va.
Queda el hecho de que, en el drama del tenis, todo momento significativo
está puntuado por un sonido particular, y cada intercambio de pelotas es un
drama acústico que se organiza alrededor de un traspiés sonoro: la ausencia del
plonc señalizador de la pelota alcanzada y devuelta, ya se haya enviado a la red,
o el otro haya fallado la recepción. Pero ese hueco sonoro, ese vacío, ese suspiro,
ese punto de sincronización evitado en la partitura alterna de los jugadores se ve
inmediatamente ocupado, como un recipiente, por la ola de un rumor: el de
matices infinitos, de detalles inagotables y de imprevisible finalización, que
causa el público: aplausos, «¡Ooohh…!» de decepción, silbidos.
Reaccionando ante la ausencia de un sonido es como el público interpreta en
el conjunto su propia partitura sonora y rítmica.
En la retransmisión de un partido, en particular de tenis, el espacio acústico
se desprende con naturalidad del espacio visual; se le oye como estable y
siempre en plano general sonoro, aunque de hecho resulte de la suma de los
puntos de escucha de diferentes micros situados en puntos estratégicos del
campo; mientras que la imagen seleccionada por el control alterna, por su parte,
las imágenes lejanas (visión del conjunto del estadio en picado) y las cercanas
(rostros o pies de los adversarios en teleobjetivo). Lo cual produce —
especialmente en los momentos en los que uno de los competidores protesta o
gruñe— ese tipo de relación sonido/imagen característico de las retransmisiones
televisadas, y que el cine ignora totalmente: cabezas de hombres o de mujeres en
primer plano y en teleobjetivo, superpuestas a sus voces lejanas e indistintas. En
suma, un «cerca-lejos» simétrico del «lejos-cerca» habitual en las películas de
ficción, en las cuales, por el contrario, el plano lejano de un personaje va
acompañado de su voz oída de cerca.
De hecho, el lazo sonoro que el telespectador mantiene con los microsucesos
de un partido de tenis es intermitente: basta que se marque un tanto y que el
público haga oír su rumor para que de pronto —como si los micros estuviesen
cerrados— desaparezcan los sonidos discretos que producen los jugadores.
Caminan entonces, siluetas silenciosas, sobre un suelo que no cruje bajo sus
pasos. Y la voz radiofónica que los comenta recobra su imperio.
Por fortuna, finalmente, en el curso de las retransmisiones televisadas, logran
a veces infiltrarse unos momentos de poesía sonora en los silencios de los
comentadores. Por ejemplo, cuando se oye ronronear en el cielo un avión que
pasa, ignorando el acontecimiento con soberbia indiferencia felina.
Lástima que la tele no nos ofrezca algo más a menudo ese silencio habitado:
algo del curso sonoro de la vida.
¿Cuál es la especificidad del arte-vídeo, en relación tanto con el cine como con
la televisión? Hoy en día se le suelen dar muchas vueltas a esta cuestión pero,
que sepamos, no se la ha definido realmente todavía. Quiere decir que los
mismos creadores de vídeo no tienen prisa por afirmarla, y, por otra parte, están
en su derecho. Practican frecuentemente, en abierta competencia, una utilización
del vídeo en Uve, que participa del espectáculo y del virtuosismo, y realizan en
paralelo o en alternancia cintas análogas a una película, con la diferencia de que
el modo de difusión de estas cintas no está tan ritualizado y reglamentado como
pueda estarlo una proyección cinematográfica. El vídeo oscila así de un extremo
al otro, entre una imagen totalmente fijada de antemano y otra que resulta de
sucesos en tiempo real; y entre la unicidad o la multiplicidad de las pantallas.
Se encuentran, sin embargo, en el arte del vídeo preocupaciones generales,
corrientes: por ejemplo, su frecuente unión con la danza. ¿Por qué razón?
Porque, si la danza juega con la velocidad del movimiento, hasta poder detenerlo
en una postura, el vídeo permite también jugar con las velocidades de
desplazamiento y, en el límite, fijar la imagen, sin que esta imagen, por ello,
cambie de naturaleza.
Una de las grandes diferencias, en efecto, entre vídeo y cine es que este
último, al menos en su forma sonora, muy pocas veces juega con cambios de
velocidad y detenciones de imagen, aunque sólo sea porque éstos exigen trabajos
costosos y prolongados, para obtener lo que en un control de montaje en vídeo se
obtiene inmediatamente. Por otra parte, cualquier trabajo de laboratorio
destinado a fijar la imagen sobre película acaba señalizándola, transforma su
sustancia y hace perder definición a la fotografía: en resumen, deja su huella;
mientras que en vídeo una imagen acelerada o trucada en su velocidad no
adquiere ipso facto, por efecto de la copia, arrugas suplementarias. Esta
identidad de naturaleza y de textura entre imagen fija e imagen que se mueve es
particular del vídeo; añadido a las facilidades que este medio ofrece en el plano
del tiempo —con pocos gastos pueden rodarse planos de larga duración, borrarse
y recuperarse a voluntad—, esto último contribuye a conferirle una volubilidad
característica, en comparación con la cual la imagen cinematográfica parece
difícil de modificar.
A riesgo de sistematizar este paralelismo, diremos, pues, que en el cine,
puede haber movimientos en la imagen, movimientos que son una de sus
dimensiones, y son susceptibles de entrar en diálogo y en lucha con los demás,
mientras que la imagen de vídeo en sí misma, por razón acaso de su naturaleza,
que es el hecho de nacer de un barrido, es un puro movimiento: movimiento que,
evidentemente, porque no hay inercia que combatir, corre el peligro de caer en la
verborrea visual.
La gracia del cine, de una comedia musical por ejemplo, se conquista contra
la pesadez del dispositivo. En vídeo esta ligereza es ya algo dado y el problema
es, por el contrario, otorgar peso a las cosas.
Pero, finalmente, la rapidez y la labilidad de la imagen de vídeo, ¿no la
acercan a ese elemento eminentemente rápido que es el texto?
Otro vídeo de Gary Hill confronta de manera aún más intrigante texto e imagen.
Paralelamente a la audición de una lectura poética, vemos en él objetos en
plano muy cercano, semejantes a fragmentos de esqueletos de pequeños
animales, captados por una cámara que cambia sin cesar de enfoque, de tal modo
que estas variaciones, estas modulaciones del nítido al difuminado en varios
planos pasan a la misma velocidad que el texto leído y son casi síncronas con los
fonemas pronunciados, sugiriendo un desciframiento, como si fueran un código.
La imagen aquí se agita como una boca. Y por otra parte, ¿sigue siendo imagen,
en el sentido tradicional?
Esta cuestión de la naturaleza de la imagen de vídeo remite a la del status, o
más bien al no-status, que en ella se da al marco.
El marco es importante en el cine, puesto que es nada menos que aquello
más allá de lo cual está lo negro. En vídeo, el marco es una referencia mucho
más relativa; por un lado, porque los monitores cortan siempre una parte más o
menos indeterminada de él, pero, por otro lado, porque, cuando se mira fuera de
los bordes, hay algo más que ver; la imagen, vista en un lugar iluminado, no
constituye una ventana visual a través de la cual se canaliza nuestra atención.
En el cine, pues, puesto que tenemos ante nosotros un marco imperativo y
bien delimitado —aunque se transgreda en las proyecciones—, hay una tensión
posible, una contradicción potencial entre este marco y los objetos que contiene.
En esta contradicción misma, latente aquí, entre el continente —los bordes del
marco, pero también los límites temporales del plano— y el contenido, es en lo
que se apoya todo el arte del cine. Mientras que en vídeo, se diría que la imagen
es lo que ella contiene, y que se modela sobre su contenido. Puede, pues, por
ejemplo, convertirse en una boca, que se mira como si fuese uno sordo.
Es posible, pues, que haya una relación precisa, en el seno del arte del vídeo,
entre el difuminado del marco y el difuminado del status que en él se concede al
sonido puesto que, en el cine, marco y sonido están fuertemente ligados, en
especial por la cuestión del fuera de campo. De manera general, el arte del vídeo
no piensa mucho en el lugar del sonido. En el cine, éste es claro: el sonido se
determina en relación con una noción de escena ficcional, y esta escena
sobrepasa los límites del marco, remodelándose constantemente según las
variaciones de este último. La imagen es, de todas maneras, el punto de partida.
En la televisión, es igualmente sencillo, aunque pueda quedar más oculto: la
televisión es fundamentalmente una radio, «ilustrada» además con imágenes,
donde el sonido tiene ya su lugar fijo, que es fundamental y obligatorio (una
televisión muda es inconcebible, contrariamente al cine). Pero en el arte del
vídeo aún no se sabe demasiado. Esto quiere decir también que el campo de
experimentación está aún abierto. A vuestras pantallas, pues, pero no olvidéis los
altavoces.
IV. LA RADIO CON IMÁGENES
II. LA PALABRA-TEATRO
En la palabra-teatro —el caso más corriente— el diálogo oído tiene una función
dramática, psicológica, informativa y afectiva. Se percibe como emanado de
seres humanos captados en la acción misma, sin poder sobre el curso de las
imágenes que los muestran, y se oye palabra por palabra, ofrecido a una total
inteligibilidad. A esta palabra-teatro es a la que el cine hablado recurrió en sus
comienzos, y sigue recurriendo masivamente. En caso extremo, en este tipo de
figura puede hacerse oír en presente la voz «interior» de los personajes, una voz
análoga a un aparte teatral. Pero, incluso así, el texto oído sigue siendo uno de
los elementos concretos de la acción, sin poder sobre la realidad mostrada.
La palabra-teatro no hace sino reinar sobre el sonido, puesto que condiciona
toda la escenificación de la película en el más amplio sentido. Desde el guión
hasta el montaje, pasando por la luz, los movimientos de cámara y, por supuesto,
el trabajo de los actores, todo está concebido aquí, en efecto, casi
inconscientemente, para constituir la palabra de los personajes en acción central
y hacer olvidar al mismo tiempo que es esta palabra la que estructura la película.
Ello explica la paradoja según la cual ciertas películas que se recuerdan como de
acción, como muchas realizaciones americanas, son de hecho, en sus nueve
décimas partes, películas de diálogo, pero en las que ese diálogo es tratado como
acción: el ejemplo más destacado es Río Bravo, de Hawks, pero también la
mayoría de las obras habladas de Hitchcock, a pesar de la reputación de este
último de despreciar las palabras.
Por ejemplo, la fórmula, universalmente empleada en el cine clásico, y según
la cual los personajes hablan-mientras-hacen-algo, sirve para reestructurar el
filme mediante la palabra y alrededor de ella. Una puerta que se cierra, un gesto
que se esboza, un cigarrillo que se enciende, un movimiento de cámara o un
reencuadre, todo puede valer como puntuación del texto y, por tanto, como
valoración de éste. Eso permite a la vez aliviar la escucha del diálogo y focalizar
la atención sobre su contenido.
En el cine concebido según este modelo, incluso los momentos en los que los
personajes no hablan, extraen su sentido concibiéndose como una interrupción
en el continuum del diálogo: el beso que corta la palabra e interrumpe la
confrontación, resolviendo el impasse verbal, tiene un efecto mucho más propio
del cine que del teatro o de la ópera.
III. LA PALABRA-TEXTO
III.1. Definición
La palabra-texto, por su parte —en general la de la voz en off de los comentarios
—, hereda ciertas atribuciones de los rótulos intercalados del cine mudo, ya que,
al contrario de la palabra-teatro, actúa sobre el curso de las imágenes. La palabra
proferida tiene el poder de evocar la imagen de la cosa, del momento, del lugar,
de los personajes, etc.
En caso extremo, desde luego, si la palabra-texto reina sin limitaciones, ya
no hay autonomía de la escena audiovisual ni tampoco noción alguna de
continuidad espacial y temporal. Las imágenes y los sonidos realistas que las
acompañan están a su merced.
Guitry es sin lugar a dudas quien ha jugado más descaradamente, en Le
Román d’un tricheur, con esta omnipotencia de la palabra-texto.
Generalmente, por estas razones mismas de supresión de la noción de escena
audiovisual, la palabra-texto está estrechamente restringida en las películas que
la emplean, es decir, reservada a un personaje privilegiado de la narración, no
habiéndosele concedido a éste, por añadidura, sino por tiempo limitado, en
relación con la duración de conjunto de la película.
Son muchas, pues, las películas en las que la palabra-texto de un narrador,
disponiendo a su gusto de las imágenes —negando así el montaje
cinematográfico propiamente dicho—, se conforma con situar un marco o un
decorado, después de lo cual se autoaniquila para permitirnos entrar en una
duración escénica y real. No se nos recuerda que se trata de una narración sino al
cabo de un cuarto de hora o, digamos, una hora más tarde. Y muchas veces, en el
intervalo, el relato se ha independizado totalmente de esta palabra-texto creando
su duración dramática propia y mostrándonos escenas a las que no ha podido
asistir el narrador, sea este último, por su parte, protagonista significativo o
personaje secundario pero testigo (La mujer de al lado, de Truffaut), o incluso
un narrador-novelista exterior pero omnividente: en este último caso se recupera,
evidentemente, la posición del narrador novelesco tradicional, siendo la
diferencia que aquí las palabras se hacen reales.
La confrontación de una palabra-texto narradora omnividente con una
imagen de cine puede, además, ser interesante en su propia e ilusoria
redundancia. Ha sido materia de numerosos gags (Annie Hall, de Woody Allen).
En los inicios del cine hablado, M, por ejemplo, o El testamento del doctor
Mabuse, ambas de Lang, intentaron jugar libremente con una palabra-texto
generalizada, confiándola en la acción a cualquier personaje y en cualquier
momento, y eso a riesgo de romper toda noción de continuidad y de consistencia
en el universo diegético.
A primera vista, la literatura parece haber conocido el equivalente de este
sistema, con sus relatos de cajas chinas embutidos unos en otros, tan importantes
en ciertas tradiciones narrativas (Las mil y una noches, el Manuscrito
encontrado en Zaragoza, de Potocki, y las novelas inglesas plagiadas por
Diderot en Jacques le Fataliste).
La palabra-texto es inseparable de un viejo poder: el placer puro y original
de llevarse el mundo consigo mediante el lenguaje y de reinar sobre la creación
nombrándola. Una embriaguez que algunos afirman observar en los sordos de
nacimiento, cuando éstos adquieren con el lenguaje el sentido de la abstracción.
IV. LA PALABRA-EMANACIÓN
IV.1. Definición
En cierto sentido, este nuevo cine sonoro descentrado recupera, con el sonido, el
cine mudo. Podría suponer el tercer período del cine narrativo, un período en el
que el cine reincorpora valores que la palabra lo había llevado a arrinconar.
Desde luego, este «tercer cine» sólo puede existir en estado de promesas, de
fragmentos, de esbozos, en el seno de películas que muchas veces siguen
manejando en la mayoría de sus secuencias la escritura cinematográfica a la
manera clásica, es decir, verbocentrista. Hay que aceptar esta no homogeneidad
del cine actual, garante de la vida, como creadora de la originalidad del período
en curso.
La historia del cine puede así interpretarse como un movimiento sin fin de
integración de los elementos más dispares: el sonido, la imagen; lo sensorial, lo
verbal, etc. Hay períodos en los que la fusión se logra, pero a costa de muchas
simplificaciones y callejones sin salida, y de una dictadura de uno de los
elementos sobre los demás. Y otros de discusión y de evolución —como hoy—
en los que estalla la disparidad del cine, pero de los que nacen maravillas. Así
sucedía, en los años 50, con aquellas comedias musicales americanas,
posteriormente celebradas a través de fabulosos montajes, que en su época no
eran soportables sino por diez o veinte minutos muy logrados, ampliamente
suficientes para el aficionado. ¿Por qué? Porque la intervención del canto y de la
música descentraba el sistema y creaba desequilibrios y pasajes difíciles, pero
también momentos muy intensos. Lo mismo ocurre, hoy, en muchas películas de
acción y de «efectos» especiales.
Estas películas, por supuesto, acusan cruelmente la incongruencia de la
presencia en su seno de elementos clásicos, es decir, de un découpage tradicional
y una interpretación realista; del mismo modo que la ópera, en cierto estadio de
su historia, tuvo que asumir la cohabitación del recitado y del canto. Pero el
camino no ha terminado y la ruta está abierta para nuevos Wagner que sin duda
se manifestarán, sea en el marco del cine de autor, sea en el del cine de género, y
buscarán nuevas respuestas a la cuestión sin fin de la integración de lo real y lo
verbal.
La respuesta puede aparecer, a veces, con ocasión de un hermoso tema, de
grandes actores y de una realización discreta y sensible: por ejemplo en la
película de Randa Haines Hijos de un dios menor, que hemos evocado más de
una vez a lo largo de estas páginas. La originalidad de la situación de base —una
sordomuda profiriendo en su lenguaje gestual frases que su compañero traduce
en voz alta para comodidad del público— crea para el espectador de este filme
sonoro un caso inédito de figura cinematográfica: se le invita a ver en la imagen
las palabras que oye simultáneamente, la mayor parte del tiempo desde luego sin
comprenderlas, pero teniendo en todo caso la aprehensión, aunque condenada
aquí al fracaso, de otra forma de encuentro entre lo sensible y las palabras.
10. INTRODUCCIÓN A UN ANÁLISIS
AUDIOVISUAL
I. LA EXIGENCIA VERBAL
A) La lámpara de arco
1) Primer plano de una lámpara de arco de proyector, con sus dos polos
luminosos, cuya luz, partiendo de una pantalla negra, se hace cada vez más
deslumbrante, y cuya forma, al principio abstracta, se hace concreta y luego
vuelve a la abstracción.
Sonido: una nota aguda mantenida estable, de un instrumento de cuerda; otra
que, partiendo de un tono más bajo, converge hacia la primera mediante un
glissando ascendente; otras notas también en glissando; toda una serie de
glissandos que se juntan a un haz común tendente hacia una misma nota
aguda, lo que produce, cuanto más cerca se está de ella, disonancias y
estridencias.
B) La proyección: antes de la estabilización
Imagen: detalles de un principio de proyección: deslizamiento de la
película, start, lámpara de proyección.
Sonido: tras una especie de gran ruido-chirrido, ronroneo de un mecanismo
con espasmos y sacudidas, y fragmentos de música desarticulada en células
de una, dos o tres notas: células disonantes (instrumentos de viento en
agudo), comparadas con bocinas por algunos espectadores.
2) PP subliminal: detalle de un proyector.
3) PP breve: detalle de Cruz de Malta alternado varias veces con planos
negros.
4) PP: bordes visibles de la película.
5) PP del objetivo de frente (sobreexposición), alternado varias veces con
plano en blanco.
6) Diferentes señales de principio de la cinta: START, señal en Z, cuenta
atrás.
7) PP del mecanismo de arrastre de la cinta.
8) Plano difuminado, bucle de película visto de lado y con sus saltos.
9) PP: canal de proyección, con saltos de luz, zoom adelante sobre la película
e imágenes blancas.
C) El dibujo animado
Imagen: un breve dibujo animado en bucle, que arranca, se bloquea y vuelve
a arrancar.
Sonido: ruido del proyector; música instrumental muy animada a tres
tiempos (flauta en agudo) en una grabación de «escasa definición» (pocos
agudos, ligero ruido de fondo) girando «en bucle» como un disco rayado.
10) Desciende la sobreexposición de la imagen y vemos el filme en bucle:
un antiguo dibujo animado proyectado al revés y mostrando una gruesa
bañista, inclinada, que se lava las manos obsesivamente.
El filme se fija sobre una imagen (subrayada por la detención de la música),
y luego arranca de nuevo, y la música también. Sobre la imagen fija, el ruido
de la proyección ha cambiado ligeramente.
11) PP lateral de la película, difuminado.
12) PP de la película desde otro lado, difuminado.
13) PP (fotográfico) de las manos de un niño, gordezuelas y blancas, que
repiten el gesto de la bañista sobre un fondo negro. Este plano no está
marcado por un sonido específico (sigue el sonido de proyección).
D) Pequeño filme caótico sobre una porción de la pantalla
Imagen: un slapstick, al estilo de un filme primitivo de persecución, que no
ocupa más que una porción de la pantalla, quedando todo el resto en blanco.
Sonido: figuras puntuales de instrumentos de percusión, de ritmo dislocado,
con reverberación. El ruido de la proyección ha desaparecido.
14) Plano en blanco, sobre el fin del ruido del proyector.
15) Imagen en blanco y, en el ángulo inferior derecho, aparición de una
especie de «subpantalla», en la que, al estilo del viejo cine cómico mudo, un
hombre en camisón de noche estilo 1900 es perseguido por un hombre-
esqueleto salido de un cofre.
Se suceden tres planos en la «subpantalla»: el hombre vuelve la espalda al
cofre del que sale el esqueleto, forcejea con él, huye por la parte delantera
del marco. Resurge por la parte delantera derecha, va hacia una mesa de la
que sale el esqueleto como «un diablo de una caja». Huye después, toma
impulso y salta a una cama de barrotes como si saltara al agua.
16) Otro plano en blanco.
E) Imágenes traumáticas
Imagen: diferentes visiones inscritas en un marco difuminado, y nimbadas
por un halo blanco (antítesis de los bordes cortantes de la imagen en la
secuencia precedente).
Sonido: figuras instrumentales atonales (instrumentos de cuerda y de viento)
a base de sonidos sostenidos, pero inestables, sin ritmo regular, con
variaciones de intensidad espressivo, todo ello bañado en una fuerte
reverberación. Sobre el final del plano 19: figura musical precipitada y
cataclísmica al estilo Schoenberg.
17) PP de una araña negra, saliendo con continuidad de la pantalla blanca.
El sonido aparece tras la imagen de la araña.
18) Plano en blanco.
19) PP de la lana de un carnero al que desangran. La imagen ha surgido
cut, pero está rodeada por el blanco. Unas manos de hombre iluminadas por
manchas de sol oprimen la lana y hacen brotar en abundancia sangre que
resbala en silencio. Su deslizamiento se hace, hacia el final, más desigual y
espasmódico.
20) PP confuso y movido, del ojo del animal, zoom hacia adelante; unas
manos humanas sostienen la cabeza y acercan un pulgar a su ojo. Nota grave.
Trémolo agitado.
21) PP confuso: unas manos armadas con un cuchillo seccionan órganos.
22) Especie de círculo gris difuminado, que de hecho son órganos, la imagen
inscribiéndose en un iris blanco.
El trémolo continúa sobre estos dos planos de entrañas animales manipuladas
por una mano humana, que se inscriben en un círculo.
23) Pantalla en blanco: nota de orquesta en trémolo agitado, que se amplifica
y desemboca en un punto de sincronización violento (efecto directamente
copiado del famoso Si del Wozzeck de Alban Berg).
F) La mano clavada
Imagen y sonido: estos tres planos, ligeramente diferentes, como diferentes
tomas del mismo plano (jump-cut), constituyen, con los tres sonidos que
acompañan a los tres golpes, el primer fenómeno realmente síncrono de la
secuencia, como tres acordes vigorosamente conjuntados.
La mano clavada ofrece la palma hacia arriba y otra mano sostiene su
muñeca. Los dedos se cierran, como un reflejo corporal, cuando se hunde el
clavo.
La imagen ocupa de nuevo el marco entero, con valores luminosos muy
contrastados.
24) Primerísimo plano del clavo medio hundido. Se oyen distintamente, con
un ínfimo desfase temporal, por una parte el acorde seco y fortissimo de la
orquesta en el que desemboca el trémolo, y por otra parte el «ruido» del
choque.
25) Primerísimo plano del segundo golpe, desde otro ángulo, con un segundo
sonido de hundimiento.
26) Primerísimo plano: misma toma del plano 24, con el clavo más hundido.
El ruido sincronizado es ligeramente más grave que los dos primeros. Sobre
el tercer golpe, los dedos se cierran suavemente, luego se abren lentamente
como una flor; ya no resisten. Largo (relativamente) silencio cuando los
dedos se cierran y se abren, espasmo silencioso de la mano.
G) Una ciudad
Imágenes: vistas fijas de un decorado exterior, absolutamente desprovistas de
cualquier movimiento.
Sonido: repicar lejano de campanas; primero campanas graves, sordas y
lentas; después, detrás, campanas más agudas y rápidas.
27) Textura de una superficie: ¿de madera?
28) Sale de ella, en fundido encadenado, un plano general de troncos de
árboles en un parque; el suelo está pelado.
29) Tras un corte cut, plano de una verja de hierro oblicua.
30) Plano de un montón de nieve sucia acumulada por el servicio de limpieza
(al fondo la verja del plano 29).
H) Los muertos
Imagen: Rostros y fragmentos inertes de cuerpos de hombres y de mujeres:
se sobreentiende que están muertos.
Sonido: goteo de agua a un ritmo tranquilo (como de un grifo que pierde),
oído de cerca, y acontecimientos sonoros particulares.
31) Primerísimo plano: rostro de hombre en horizontal, de perfil, boca
hundida, mentón.
32) Primerísimo plano: rostro de mujer anciana, echado hacia atrás (se oye
un ruido de movimiento muy cercano, como un animal).
33) Plano general del cuerpo de un niño tendido bajo una sábana como
bajo un sudario, contra una pared blanca; su cuerpo está inmóvil, sólo
asoman su cabeza y sus hombros.
34) Primerísimo plano de una mano a contraluz que pende inmóvil de una
mesa (contrapicado).
En los planos 33 y 34, se oyen acercarse ruidos de pasos que suenan muy
resueltos y firmes.
35) Primerísimo plano: rostro (la misma mujer que en 32) desde otro eje;
los pasos se alejan.
36) Primerísimo plano: rostro de un anciano calvo, una sábana blanca sobre
el cuello.
Sobre él, casi cut sobre su rostro: unos sonidos distantes en los que nos
parece reconocer una verja que se empuja y una cerradura de puerta de doble
vuelta.
37) Primerísimo plano: manos juntas de muerto reposando sobre la sábana.
38) Primerísimo plano: dos pies (¿de mujer?); un «¡rrrring!» de teléfono
lejano; un segundo timbre más fuerte en intensidad y más insistente.
39) Primerísimo plano: rostro vuelto de la mujer muerta, ojos cerrados;
sobre el encadenamiento 40/41, comienza un tercer timbre análogo al
primero sobre el cual comienza el plano siguiente.
40) Primerísimo plano: mismo rostro pero con los ojos abiertos, fijos, cut,
como un plano subliminal.
41) Plano general del niño pequeño como en 33. Cuarto timbre más corto y
de resonancia más larga, al final del cual, tras haber vuelto su mirada hacia la
cámara, como hacia la fuente del timbre (es el primer movimiento en la
imagen desde el plano 26), el niño nos vuelve la espalda y se arropa de
nuevo en sus sábanas como alguien que duerme y es despertado por la
mañana.
Ruidos de sábanas, todo eso aparece ahora como muy cotidiano. Luego el
chico se sienta como alguien que no consigue dormirse de nuevo y se acuesta
otra vez boca abajo.
Sus pies sobresalen. Vuelve a levantar la cabeza, sale de sus sábanas. Se ve
que sólo lleva un slip. Siguen oyéndose las gotas de agua.
42) PP: la cabeza del niño pequeño, maquillado. Vuelve la cabeza al lado
izquierdo, hacia nosotros, la mirada de reojo, con un aire astuto, a menos que
sea el eje de la filmación el que lo haga aparecer como tal.
En el sonido, más pasos apresurados, pero más próximos que los anteriores,
ante los cuales él no reacciona.
Luego, siempre en su cama, el niño mira hacia abajo, ve algo hacia lo que se
inclina, apoyándose en los codos. La cámara lo sigue. Coge unas gafas fuera
de campo, se las pone, se apodera de un libro que no se había visto, mira la
cubierta (un título en sueco), vuelve a poner inútilmente la sábana sobre su
cuerpo como si tuviese frío, y abre el libro por la mitad. Entonces es cuando
pasa un «estremecimiento musical» (recuperación de un momento de la
música de las imágenes traumáticas), que le hace volver la cabeza de derecha
a izquierda, pero sin expresión de inquietud. Su rostro, por otra parte, no
manifiesta nada desde el principio.
El niño parece seguir con la vista la frase musical en el espacio, como una
forma que se mueve; como si el tiempo de la música transcurriese en el
espacio.
Una vez terminada esta frase, se vuelve con aire decidido hacia la cámara. Su
boca se entreabre. Está encuadrado de busto; parece escrutar algo
atentamente, avanza hacia la cámara con su mano derecha, que «toca la
pantalla» (en sus gafas, reflejo de una lámpara o de una ventana).
I) El rostro
43) PP del niño pequeño de espaldas, la mano derecha adelantada
acariciando una superficie blanca (este plano es un contracampo del
precedente, el primer contracampo de la secuencia).
En el sonido, regreso del conjunto de sonidos en glissando del principio, y
crescendo que parece ir hacia una explosión.
Una cara de mujer parece formarse bajo los dedos del chico, se disuelve,
reaparece de manera diferente, se convierte en Bibi Andersson o Liv
Ullmann, y adquiere una expresión más o menos decidida. Al final, el rostro
cierra los ojos, como inversión del plano 40 de la mujer muerta, pero los
labios son sensuales. El haz de glissandos se acentúa, parece anunciar una
catástrofe inminente…
C) Análisis narrativo
Se impone igualmente, sobre el plano narrativo y figurativo, una comparación
que puede partir de una doble pregunta: «¿Qué oigo de lo que veo? ¿Qué veo de
lo que oigo?»
Vemos entonces claramente que, si el momento de los martillazos es central,
no es sólo a causa del impacto traumático del suceso mostrado; es también
porque es el único que hace audiover muy nítidamente, en la imagen y el sonido,
lo mismo, en el mismo momento y sobre el mismo plano de realidad.
Toda la secuencia del depósito de cadáveres, aparentemente realista, extrae
su carácter extraño de la extremada discreción y escasez de los puntos de
sincronización. Notemos en primer lugar que la situación en sí misma (cuerpos
inertes, un niño tendido y mudo, una habitación interior, un momento tranquilo)
no implica muchos movimientos ni, por tanto, muchos sonidos.
Además, casi todo está filmado en planos muy cercanos, que limitan al
máximo el número de objetos visibles en el campo. Si se oye muy poco de lo
que se ve…, es también ¡porque en la imagen no hay gran cosa que pueda
moverse!
Paralelamente, el sonido de la secuencia G conlleva elementos muy activos y
vivos, como ese indescriptible estremecimiento inicial de la secuencia (podría
ser un animal que huye furtivamente, ¿pero también un gesto humano?) o, sobre
todo, los ruidos de pasos muy firmes y apresurados. Pero no se ve la fuente de
ese estremecimiento ni al autor de esos pasos, como tampoco se ve el grifo que
gotea apaciblemente.
(Notemos también el criterio inicial adoptado para la extensión del sonido, el
de aislarnos rápidamente de los sonidos exteriores cuando «entramos» en el
depósito: no se oyen entonces ni pájaros, ni ruidos de circulación, ni las
campanas que oíamos sobre los planos de la secuencia precedente, las cuales
suenan sólo sobre el principio del primer plano de la secuencia G, para marcar la
continuidad temporal y la imbricación entre los lugares exteriores entrevistos, y
este interior en el que va a confinarse ahora la continuación del prólogo).
Lo que une concretamente el sonido a la imagen, en esta secuencia, es, pues,
voluntariamente fugitivo: por una parte son los ligeros ruidos de roces de
sábanas que acompañan a los movimientos del niño y, por otra parte, el hecho de
que ciertos gestos de este último parecen responder a algo que sucede en el
sonido, sin que estemos seguros de ello.
Por ejemplo, cuando el timbre del teléfono vuelve a sonar, se ve al niño,
hasta entonces inmóvil como un cadáver, moverse en su cama; puede
interpretarse, pues, que reacciona a los sonidos y que va a responder a ellos, pero
en el instante siguiente recobra su posición como para dormirse de nuevo. No
sólo, pues, no se muestra afectado por la llamada, sino que nada marca tampoco
en la imagen que la haya oído siquiera.
Más misterioso aún es el momento en que el recorrido lateral de su mirada en
el espacio resulta coincidente con el desarrollo en el tiempo de una figura
musical recuperada de la secuencia de las «imágenes traumáticas», sin que pueda
decidirse, no sólo si ve algo de lo que se oye e incluso si lo «oye», sino también,
si es solamente algo casual. El status de la figura musical es aquí muy
interesante: no es un acompañamiento codificado de lo que se produce en la
imagen, sino un fenómeno en sí, suceso sonoro puro, cuyo status se busca en la
realidad mostrada.
Hay aquí, ciertamente, una coherencia narrativa global entre lo que se ve y lo
que se oye (el grifo que gotea y los pasos apresurados, profesionales, «casan»
bien con la idea de un depósito de cadáveres, y el silencio con la visión de los
cadáveres), pero en los detalles sigue habiendo una indecisión misteriosa. El
espectador debe especular mucho, tanto sobre la imagen como sobre el sonido, al
no mostrársele nada, y aún menos nombrársele, explícitamente.
Como dijimos al principio de este libro, el valor añadido funciona aquí en
estado puro sobre los rostros sin vida; imágenes totalmente inertes y
atempérales, inscritas en un tiempo lineal y cotidiano sólo por el sonido de las
gotas de agua. Sin el sonido no son sino diapositivas fijas y aisladas.
Pero esta secuencia de Bergman, que hemos elegido por su carácter límite y
casi pedagógico de experiencia sonido/imagen, nos plantea también preguntas
sobre la narratividad del sonido en sí mismo: preguntas muy complejas, a las que
no podrían darse respuestas definitivas, pero que han de formularse sin
vacilación.
Por ejemplo, a propósito de lo que llamamos «sonidos de gotas de agua»,
confiados sólo en nuestro oído y sin que la visión de una fuga de agua, ni unos
diálogos, ni ningún otro elemento, vengan a confirmar o desmentir nuestras
suposiciones sobre el tema: ¿qué nos dice que se trata de agua y no de sangre?
¿O incluso de otro líquido?
Si pensamos «agua», es porque tenemos la experiencia de cierto tipo de
sonido asociado a cierta consistencia: un líquido más espeso —sangre o leche,
por ejemplo— no produce el mismo sonido cuando gotea. Pensamos igualmente
en agua porque el ritmo a la vez periódico y ligeramente irregular de estos
impulsos sonoros aislados evoca más bien un grifo mal cerrado que, por
ejemplo, una botella que pierde líquido o un cuerpo humano que se desangra. La
ligera resonancia que rodea cada impulso puede corresponder a un recipiente al
estilo de un fregadero.
Nuestra identificación de la fuente se basa en realidad, pues, en motivos muy
dispares: reconocemos o creemos reconocer un sonido como originado por cierta
fuente, a la vez porque tiene cierta forma y cierto aspecto, memorizados en
nuestro diccionario mental de los sonidos reconocibles (¡un diccionario que no
está tan bien provisto!) y porque la situación del filme lo sugiere lógicamente. A
la vez, pues, por motivos internos del sonido y por motivos exteriores.
El ritmo del goteo de agua, en la película, puede caracterizarse como
calmado y tranquilo, pero no como demasiado plácido. Si por su misma
naturaleza este tipo de ruido excita la atención y la mantiene alerta hasta la
exasperación, es porque su periódico regreso está siempre ligeramente desfasado
en relación con el momento en el que se le espera. Crea así una «textura de
presente» rodeada de una tensión bastante estrecha e intensa.
Los ruidos de pasos ilustran bien el difuminado narrativo propio del sonido:
reconocemos el paso de un ser humano, pero no tenemos la imagen precisa de la
persona que camina, e ignoramos incluso si se trata de un hombre o de una
mujer. Dirán algunos que el carácter decidido y sostenido del ruido de pasos,
sensible en su ritmo y su timbre, evocaría más bien el de un hombre, pero, ¿no es
éste un cliché sexista? ¿No hay andares femeninos muy firmes y decididos?
Ese carácter de marcha resuelta confiere a este sonido fuera de campo su
clima cotidiano y profesional: no es un paso dramatizado, que evoque la entrada
en escena de un personaje.
Estos ruidos, pasos y gotas, diseñan la idea de un lugar en el que la muerte
forma parte de una cotidiana normalidad.
D) Comparación
Empiezan a percibirse las categorías según las cuales se oponen y contrastan las
diferentes secuencias: accidentado/liso, nítido/difuso, regular/irregular,
ordenado/desordenado.
Lo liso está representado en el prólogo por… un sonido escamoteado: la
desaparición del ruido espasmódico de «máquina de coser» de la proyección.
Esta desaparición de un sonido cuya irregularidad global, así como su
microtextura repleta de trémolos —la de una vibración ceñida e
infinitesimalmente irregular—, constituían indicios materializadores que
evocaban una máquina con sus fallos, conduce al sentimiento de que la
proyección marcha ya perfectamente. Igual que, en un spot publicitario, un
coche que se ve circular por una carretera da una mayor impresión de «liso» y de
smoothness cuando se corta el sonido de su motor.
Si quisiera caracterizarse el régimen al que obedece la conducción de todo
este prólogo, podría evocarse también el fenómeno psicofisiológico del espasmo:
contracción súbita que altera la tensión normal de un músculo. Sea en la imagen,
con el chorro de sangre que fluye de la carne del animal, que se desliza recto
pero a la vez temblando, o en el sonido, con el trémolo de instrumentos de
cuerda, netamente perfilado pero estremecido en su microtextura, en cada caso
se trata de un proceso implacable y cortante en su lógica general, pero agitado y
vibrante en sus detalles.
Este régimen espasmódico puede relacionarse con el hecho de que la idea de
tacto, de tactilidad, es obsesiva en toda esta secuencia, tanto directamente, con
las imágenes concretas de una mano (la de la bañista, las del niño, las del
hombre sosteniendo el animal que sangra), como indirectamente con los planos
de la araña, de la lana del cordero y, por supuesto, con la insistencia sobre la
proximidad visual del primerísimo plano. La película misma tiembla como una
superficie táctil.
Se observará también la firme construcción de este prólogo, en el cual el
principio y el final aplican el mismo proceso: una imagen indecisa y errática por
sí misma, a la que el sonido imprime, por su crescendo voluntario y sostenido,
una poderosa dramatización. Las dos veces estamos ante algo que parece
precisarse progresivamente, sea por el aumento de la luz (principio), sea por la
esperanza de ver dibujarse claramente un rostro (final). Por tanto, la idea de
revelación, de epifanía, está ahí, asociada a la esperanza de una evolución
convergente de las dos lógicas, la del sonido y la de la imagen, hacia un punto de
absoluto en el que ambos se disolverían junto al converger: un absoluto de luz en
un absoluto de ruido, para el principio; absoluto de un sonido y absoluto del
«intercambio de miradas», para el final.
En el intervalo se incluyen dos secuencias en las que el sonido y la imagen se
huyen y se evitan de modo sutil, sin contradecirse francamente, secuencias
separadas la una de la otra, en su centro, por tres vigorosos y traumatizantes
puntos de sincronización, que forman un suceso, preparándose estos mismos tres
p.d.s. mediante un crescendo sonoro cada uno.
A través de estos diferentes procedimientos que hemos enumerado, Bergman
parece querer tensar al máximo lo que hemos llamado en este ensayo la «tela
audiovisual», intentando al mismo tiempo captar el estremecimiento casi pánico
que esa tensión crea sobre su superficie, una agitación epidérmica e
incontrolable. Y los tres puntos de sincronización son como los tres jalones que
alzan esta tela, en el espacio audiovisual, para la representación cinematográfica.
BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
Bajo los techos de París (Sous les toits de París, 1930), de Rene Clair
Balada de Narayama, La (Narayama Bushi-Ko, 1983), de Shohei
Imamura
Demasiado bella para ti (Trop belle pour toi, 1989), de Bertrand Blier
2001: una odisea del espacio (2001: Space Odyssey, 1968), de Stanley
Kubrick
Hasta que llegó su hora (Cera una volta il west, 1968), de Sergio Leone
Hombre que mató a Liberty Valonee, El (The man who shot Liberty
Valance, 1962), de John Ford
Je vous salue Marie (Je vous salue Marie, 1985), de Jean-Luc Godard
Jungla de asfalto, La (The Asphait Jungle, 1950), de John Huston
Miedo del portero ante el penalty, El (Die Angst des Tormanns Beim
Elfmeter, 1971), de Wim Wenders
Mira quién habla (Look who’s Talking, 1989), de Amy Heckerling
Ojos sin rostro, Los (Les yeux sans visage, 1960), de Georges Franju
Un rey para cuatro reinas (The king and four Queens, 1956), de Raoul
Walsh