La Población Indígena en América, 1492-1945

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La Población Indígena en América.

Desde 1492 hasta la actualidad [1945].


Ángel Rosenblat (1945)

Presentación

Ángel Rosenblat, partiendo de la población indígena existente al momento de su


trabajo (1940), concluye con la que había en 1492. Arranca de lo conocido a lo
hipotético, recurriendo a un exhaustivo análisis de las fuentes existentes que
referencia y constituyen lo más voluminoso de su trabajo y una guía para
emprender estudios parciales.

El primer esbozo de lo que sería la presente obra lo realizó en España -en 1935-,
en la revista “Tierra Firme” con el ensayo “El Desarrollo de la Población Indígena
de América”.

No se limitó al estudio exclusivo de la población indígena, lo hizo dentro del


panorama de la población total de América, consignando datos de las poblaciones
blanca, negra y mestiza.

La cifra que resulta de su trabajo -casi trece millones y medio de habitantes, con
un margen de error que estima no mayor del 20 por ciento- lo ubica dentro de la
corriente moderada o bajista; otros historiadores -corriente alcista- consideran
que la población de la América precolombina ascendía a 100 millones.

La presente digitalización que se realizó sobre la edición de la Institución Cultural


Española, Buenos Aires, 1945, incluye su elaboración teórica, notas y referencias
bibliográficas, no así los Apéndices Documentales.

Al finalizar hemos agregado el análisis de la obra del antropólogo mexicano


Gonzalo Aguirre Beltrán.
Ángel Rosenblat
(1902, Polonia - 1984, Venezuela)
Filólogo y profesor universitario.

De origen judío, emigró junto con sus padres a Argentina


donde transcurrió su infancia. Inició estudios de filología
en la Universidad de Buenos Aires y los continuó en la
Universidad de Berlín (1931-1933). Cuando Hitler
ascendió a la Cancillería, Rosenblat decide salir de
Alemania nazi.

Permanece en España entre los años 1933 y 1937, donde


fue incorporado al Centro de Estudios Históricos, actuó activamente en la
publicación de la revista “Tierra Firme” y cuando estalló la Guerra Civil, ayudó
como intérprete, a las Brigadas Internacionales. En 1938 trabaja en París en el
Instituto de Fonética y en Instituto de Etnología, para viajar ese mismo año a
Ecuador, contratado por la Universidad de Quito como profesor de Filología,
después de un curso muy accidentado retorna a Buenos Aires.

Llega a Venezuela en 1946, contratado para trabajar en el Instituto Pedagógico


Nacional de Caracas como profesor de Castellano y Latín. Funda la cátedra de
Filología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de
Venezuela (1947). Fue Director del Instituto de Filología Andrés Bello de la
Universidad Central de Venezuela (1951-1984). Tomó la nacionalidad venezolana
en 1950. Fue miembro honorario de la Academia Venezolana de la Lengua y
presidente honorario del Congreso de las Américas.

Obras:
• Lengua y cultura de Hispanoamérica: Tendencias actuales, 1933.
• La población indígena de América desde 1492 hasta la actualidad. Buenos
Aires: Institución Cultural Española, 1945.
• La población indígena y el mestizaje en América. Buenos Aires: Editorial
Nova, 1954. 2 v.
• El nombre de Venezuela. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1956.
• Buenas y malas palabras, 1960.
• El nombre de la Argentina, 1964 (Eudeba, Buenos Aires).
• La educación en Venezuela: voz de alerta. Caracas: Colegio de Humanistas
de Venezuela, 1964.
• El castellano de España y el castellano de América: unidad y diferenciación.
2ª ed. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1965.
• El pensamiento gramatical de Bello. Caracas: Ministerio de Educación,
1965.
• La población de América en 1492: viejos y nuevos cálculos. México: El
Colegio de México, 1967.
• Contactos interlinguísticos en el mundo hispánico: el español y las lenguas
indígenas (Universidad de Nimega, Países Bajos, 1967)
• El criterio de corrección lingüística: Unidad o pluralidad de normas en el
castellano de España y América, 1967.
• El futuro de nuestra lengua, 1967
• La primera visión de América y otros estudios. 2ª ed. Caracas: Ministerio de
Educación, 1969.
• Lengua literaria y lengua popular en América. Caracas: Universidad Central
de Venezuela, 1969.
• La lengua del «Quijote». Madrid: Editorial Gredos, 1971
• Nuestra lengua en ambos mundos. Madrid: Salvat Editores, 1971.
• Amadís de Gaula, versión modernizada, Buenos Aires, 1973.
• Actual nivelación léxica en el mundo hispánico, 1975.
• Los conquistadores y su lengua, 1977.
• Estudios sobre el habla de Venezuela: buenas y malas palabras. Caracas:
Monte Ávila, 1987-1989. 2 v.
• Estudios sobre el español de América. Caracas: Monte Ávila, 1990.

I. Introducción

“La lengua de los números — únicos jeroglíficos conservados entre los signos
del pensamiento — no tiene necesidad de interpretación. Hay algo de grave y
de profético en estos inventarios del género humano: todo el porvenir del Nuevo
Mundo parece inscrito en ellos”.
(Humboldt, Voyage aux régions équinoxiales, XI, 174-175).

¿Qué población tenía el continente americano al entrar en contacto con el


hombre occidental? El problema ha tentado a la fantasía y a la investigación
científica. Alrededor de cifras imaginarias e hipotéticas han contendido
belicosamente los apóstoles de la leyenda negra, los apologistas de un glorioso
pasado indígena, los detractores y los defensores del conquistador español o del
anglosajón. Las cifras han servido para juzgar una política pasada, y hasta para
hacer vaticinios sobre el porvenir cultural del continente.

El P. Las Casas había visto más de tres millones de ánimas en la Española (la
actual isla de Haití y Santo Domingo)1, cantidad que fray Tomás de Angulo
redujo a dos millones2, y el geógrafo López de Velasco3 a “más de un millón”.

El escritor alemán Albert Hüne4 calculaba que Cuba tenía en 1511, en el momento
de la conquista, un millón de habitantes, cantidad que otros autores reducen a
menos de 100.000. El historiador chileno Amunátegui 5 cree que la población del
antiguo Anáhuac no podía bajar de 10 a 12 millones, cálculo no muy exagerado si
se tiene en cuenta que al historiador mejicano Clavigero6 no le parecía inverosímil
la afirmación de que, a las fiestas de la consagración del gran templo de la ciudad
de Méjico, en 1486, habían acudido seis millones de indios. El cronista Gonzalo
Fernández de Oviedo7 afirma con insistencia que murieron dos millones de indios
en sólo una pequeña parte de la América Central, la gobernación de Castilla del
Oro y Nicaragua, en los dieciséis años de régimen de Pedrarias (1514-1530). La
población del imperio incaico, que algunos calcularon en 20 millones (según el P.
Las Casas los españoles mataron en el Perú más de cuatro millones de personas
en diez años) era, para el investigador peruano Larraburre y Unanue, de 10 a 12
millones de almas, y para el historiador Means de 16 a 32 millones 8.

En cuanto a cálculos de conjunto, el geógrafo alemán Sapper 9, en el Congreso


Internacional de Americanistas de La Haya (1924), basándose en los medios de
subsistencia de la población, supone para toda América de 40 a 50 millones. Paul
Rivet10, en su utilísimo resumen sobre las lenguas de América, admite un máximo
de 40 a 45 millones. El arqueólogo Spinden11, en 1928, apoyándose en el resultado
de las excavaciones, calcula para el año 1200 de nuestra era una población de 50
a 75 millones, que se habría reducido ya en el momento del descubrimiento a unos
40 ó 50 millones. Últimamente Kroeber, el antropólogo norteamericano,
extendiendo a toda América sus estudios sobre La densidad de población de las
distintas áreas culturales, calcula que la población del hemisferio, el año 1492, era
de 8.400.000 habitantes12.
¿Indica esta disparidad que el problema es insoluble? ¿No es temerario calcular
la población de América cuando no conocemos de aquel entonces, con relativa
certeza, la población de ninguna parte de Europa, cuando hoy mismo carecemos
de censos y hasta de cálculos fidedignos para varios países de América?

El estudio de la población se ha transformado, después del Essay on the Principie


of Population de Malthus (1798), en una ciencia rigurosa, en la medida en que
pueden serlo las ciencias sociales. La reconstrucción de los medios de producción
y de subsistencia, el análisis de las condiciones climáticas y geográficas, el
concurso de la investigación histórica y arqueológica, desentrañan la vida de las
poblaciones prehistóricas. Se ha calculado la población del antiguo Egipto (5-10
millones), la de Atenas y el Pireo en el siglo V antes de Cristo (110.000-115.000
habitantes), la de las Galias en la época de César (6,75 millones, con un 40 por
100 de tolerancia) y de la Roma antigua13. Y hasta se estudia estadísticamente la
población futura: cuadros de la población de los Estados Unidos de 1935 a 1980,
cuadros de la población del mundo en el año 2000, etcétera14. En el caso de la
población americana, los empadronamientos realizados por el régimen colonial
en distintas épocas, los repartos de indios en las encomiendas, los cálculos de los
misioneros y de los cronistas, los libros de confesión, los libros de las tasas y
tributos de la Real Hacienda, junto al conocimiento de las condiciones de
existencia en cada una de las áreas, permiten apreciar tendencias y fijar, dentro
de ciertos límites, unas cifras que sirvan de índice aproximado de la realidad.

Es la empresa que vamos a intentar en estas páginas. En nuestro estudio nos


remontaremos paulatinamente desde la actualidad hasta 1492, de lo conocido a
lo desconocido. Desde luego, al plantear hoy, sobre bases que nos parecen
bastante firmes, uno de los problemas capitales de la historia americana, sólo
aspiramos a señalar un camino para investigaciones más completas sobre cada
uno de los países.

II. Población Indígena en la Actualidad

Las dificultades para calcular satisfactoriamente la actual población aborigen de


América prueban el valor relativo de todos los cálculos sobre el pasado. Se
presenta, ante todo, una dificultad: ¿qué es hoy un indio? En la estadística
norteamericana, la designación tiene un valor político: indio es el miembro de la
tribu, el que vive en las «reservas», bajo la tutela del Estado, aunque no tenga a
veces ni 1/64 de sangre indígena15. En la estadística mejicana de 1910 y de 1921
tiene un valor lingüístico: indio es el que habla exclusivamente la lengua indígena.
En ninguna parte tiene la designación un valor étnico riguroso: más que un tipo
racial, indio designa por lo común una forma de vida o de cultura 16.

Mucho más difícil aún es un cálculo de la población mestiza, y hay que resignarse
a cifras más o menos hipotéticas. En algunos países no se hace distinción entre
mestizo e indio: en otros — la mayoría — entre mestizo y blanco. Se ha llegado a
hablar en alguno de una raza mestiza como raza oficial, y hasta —con cierta
altisonancia — de una «raza cósmica». Las designaciones se entrecruzan en las
estadísticas y en el habla regional: mestizo llaman en Yucatán al indio, como en
casi todas partes llaman moreno al negro; en parte de Centroamérica el mestizo
se llama por lo común ladino, nombre que se aplica en otras regiones al indio que
sabe hablar español, y aun, en otras, al negro adaptado a la vida del país. El censo
limeño de 1931, por ejemplo, señala: «es corriente que los mestizos e indios se
anoten como blancos, los negros como morenos o trigueños, etcétera». Las
fronteras entre indio, mestizo y blanco o entre negro, mulato y blanco son muy
inestables, y el funcionario del censo tiene que resolver rápidamente por su cuenta
lo que pondría muchas veces en apuros a un antropólogo profesional. El criterio
cambia también de un país a otro. Alguien lo ha expresado con una fórmula, que
resume además una actitud: en los Estados Unidos es negro el que tiene una gota
de sangre negra; en la América latina es blanco el que tiene una gota de sangre
blanca. Las estadísticas reflejan, más que la realidad, el ideal de cada país o las
aspiraciones de sus habitantes.

Agréguese la inexactitud y el anacronismo del sistema estadístico de algunos


países, alguno de los cuales no tiene ni un censo en toda su historia 17. Los datos
proceden así muchas veces de cálculos aproximados y no de censos, que, por lo
demás, cuando existen, tampoco son siempre muy rigurosos.

Con todas estas reservas, y para tener una idea aproximada de la población actual,
con sus componentes étnicos fundamentales, hemos elaborado el cuadro de la
población americana en 1940 y en 1930. Muchas de las cifras tienen carácter
hipotético (lo indicamos en cada caso en el Apéndice I- N. de W.: No incluido en
esta digitalización), y nos hemos decidido a darlas por la necesidad de llenar las
lagunas y porque siempre pueden servir de guía, o al menos de estímulo para
rectificaciones o para cálculos más exactos. Veamos ahora los dos cuadros18:
1. LA POBLACIÓN AMERICANA EN 1940

Indios % Mestizos % Negros Mulatos TOTAL

I. Al norte de Méjico

Groenlandia 17.557 97,54 Ind. en indios 18.000

Alaska 32.464 44,86 Idem. 150 Incl. en negros 72.361

Canadá 128.000 1,12 Idem. 20.559 Idem. 11.422.000

Estados Unidos 361.816 0,27 Idem. 13.455.988 Idem. 131.669.275

Total 539.837 0,37 13.476.697 143.181.636

II. Méjico, Antillas y América Central

Méjico 5.427.396 27,91 10.619.496 54,61 80.000 40.000 19.446.065

Antillas 200 0,07 10.000 5.500.000 3.000.000 14.000.000

Guatemala 1.820.872 55,44 985.280 30,00 4.011 2.000 3.284.269

Honduras Británica 2.938 5,00 5.875 10,00 15.000 20.000 58.759

Honduras 105.732 9,54 775.501 70,00 55.275 10.000 1.107.859

El Salvador 348.907 20,00 1.308.401 75,00 100 100 1.744.535

Nicaragua 330.000 23,90 828.172 60,00 90.000 40.000 1.380.287

Costa Rica 4.200 0,64 65.612 10,00 26.900 20.000 656.129

Panamá 64.960 10,28 135.604 21,47 82.871 271.208 631.549

Total 8.105.205 19,03 14.733.941 34,82 5.854.157 3.403.308 42.309.452

III. América del Sur

Colombia 147.300 1,60 4.234.890 46,00 405.076 2.205.382 9.206.283

Venezuela 100.000 2,79 2.000.000 55,86 100.000 1.000.000 3.580.000

Guayana Inglesa 15.000 4,39 10.000 2,93 100.000 80.000 341.237

Guayana Holandesa 60.000 33,71 10.000 5,61 17.000 20.000 177.980

Guayana Francesa 10.000 25,00 2.000 0,50 1.000 1.000 40.000

Ecuador 1.000.000 40,00 900.000 36,00 50.000 150.000 2.500.000

Perú 3.247.196 46,23 2.247.395 32,00 29.054 80.000 7.023.111

Bolivia 1.650.000 50,00 990.000 30,00 7.800 5.000 3.300.000

Brasil 1.117.132 2,70 4.135.660 10,00 5.789.924 8.276.321 41.356.605

Paraguay 40.000 4,16 672.000 70,00 5.000 5.000 960.000

Uruguay Extinguida 100.000 4,66 10.000 50.000 2.145.545

Chile 130.000 2,58 3.014.123 60,00 1.000 3.000 5.023.539

Argentina 50.000 0,38 1.312.972 10,00 5.000 10.000 13.129.723

Total 7.566.628 8,52 19.629.040 22,10 6.520.854 11.885.703 88.784.023

Total de América en 1940 16.211.670 5,91 34.362.981 12,52 25.851.708 15.289.011 274.275.111
1 bis. LA POBLACIÓN AMERICANA EN 1930

Indios % Mestizos % TOTAL

I. Al norte de Méjico

Groenlandia 16.222 97,54 Incl. en indios 16.630

Alaska 29.983 50,58 Idem. 59.278

Canadá 127.374 1,24 Idem. 10.217.903

Estados Unidos 332.397 0,27 Idem. 122.698.191

Total 505.976 0,38 Incl. en indios 132.992.002

II. Méjico, Antillas y América Central

Méjico 4.620.886 27,91 9.040.590 54,61 16.552.722

Antillas 200 10.000 0,09 11.000.000

Guatemala 1.500.000 60,00 750.000 30,00 2.500.000

Honduras Británica 2.567 5,00 5.134 10,00 51.347

Honduras 100.000 11,63 601.832 70,00 859.761

El Salvador 287.522 20,00 1.006.327 70,00 1.437.611

Nicaragua 300.000 33,33 540.000 60,00 900.000

Costa Rica 3.193 0,60 53.225 10,00 532.259

Panamá 42.897 9,17 116.864 25,00 467.459

Total 6.857.265 19,99 12.123.972 35,34 34.301.159

III. América del Sur

Colombia 150.000 1,87 3.680.000 46,00 8.000.000

Venezuela 136.147 4,23 1.700.000 52,86 3.216.000

Guayana Inglesa 15.000 4,71 10.000 3.14 318.312

Guayana Holandesa 60.605 43,33 10.000 7.15 139.869

Guayana Francesa 10.000 22,62 2.000 4,52 44.202

Ecuador 960.000 48,00 800.000 40,00 2.000.000

Perú 3.200.000 52,05 1.967.040 32,00 6.147.000

Bolivia 1.635.000 54,50 927.000 30,90 3.000.000

Brasil 1.250.000 3,10 4.430.091 11,00 40.272.650

Paraguay 50.000 5,55 630.000 70,00 900.000

Uruguay Extinguida 100.000 5,25 1.903.083

Chile 101.118 2,35 2.213.606 51,63 4.287.445

Argentina 50.000 0,41 1.200.000 10,00 12.000.000

Total 7.617.870 9,26 17.669.737 21,48 82.228.561

Total de América en 1930 14.981.III 6,00 29.793.709 11,94 249.521.722


Las cifras de 1940 nos dan algo más de 16 millones de indios, un 5,91 por ciento,
perdidos dentro de la enorme población del continente (unos 275 millones). Pero
ese 5,91 por ciento de indios, aun sumado al 12,52 por ciento de mestizos, no da
idea de la verdadera magnitud del problema. Sumemos aisladamente los
resultados de Méjico, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, y obtendremos
13.145.464 indios y 15.742.171 mestizos. De modo que en cinco países
hispanoamericanos tenemos el 81 por ciento de la población aborigen del
continente. Pero aún hay más. Dentro de esos países la población indígena está
concentrada en los distritos rurales en proporción que pasa muchas veces del 90
por ciento, y hasta hay grandes regiones, habitadas por miles de indios, adonde
no ha llegado aún el blanco. Bastan las cifras, por sí solas, para evocar un cúmulo
de problemas políticos y culturales.

Limitémonos por ahora a uno de esos problemas: ¿Tiende la población indígena


a aumentar o a disminuir? Veamos, como ilustración, unos datos parciales.

Los lacandones de Méjico, que según don Manuel Gamio se contaban por millares
hace pocos años, no pasan hoy de 250, y por su aislamiento, su economía
miserable, su bajo nivel cultural y sus hábitos endogámicos están en franca
desaparición, igual que los indios seris, también de Méjico. Los cayapos del Brasil,
en número de cinco a seis mil en 1896, no pasaban de 1.500 a 2.000 en 1906, eran
apenas 50 en 1929 y actualmente han desaparecido, según Vellard. La tribu
marawa, del Amazonas meridional, contaba con 60 individuos en 1908 y con 12
en 1920, según el Padre Tastevin. Lo mismo se afirma de los caingang y carajás
del Brasil, de los motilones de Colombia, de los jíbaros de Ecuador, de los pilagás
del Chaco argentino. Fue análoga la suerte de los indios fueguinos y patagónicos:
de unos 3.000 yahganes en 1860, reducidos a unos 1.000 en 1884, cuando los
evangelizó el Padre Bridges, quedaban 100 en 1913, unos 60 en 1931 y unos 30 en
1939; de los onas, los afamados «patagones o gigantes» de las antiguas crónicas,
se calculaban, en 1891, 2.000 indios; Martín Gusinde los visitó en 1919 y encontró
279 supervivientes, de la tribu de los Selknam; al volver en 1931, sólo quedaban
84, que llevaban una vida miserable.19

Esas cifras son expresión fría de un proceso histórico. La conquista de Tierra del
Fuego, posterior a 1880, está llena de episodios luctuosos; un gobernador chileno
de Magallanes, en 1895, mandó a la isla Dawson un piquete, que sorprendió a los
indios alacalufes, exterminó a la mayor parte y llevó el resto a Punta Arenas,
donde los vendieron en subasta, como esclavos; un aventurero rumano, Popper,
buscador de oro, se dedicaba a cazar indios y hasta se hizo retratar en actitud de
cazarlos; se dice que en Ushuaia un capataz pagaba dos libras por cada oreja de
indio20; a principios de este siglo los colonos blancos, para vengar el robo de
ovejas, se dedicaron a una persecución sin cuartel y a una matanza sistemática de
indios; ha habido explorador que ha llegado a matar indios para enriquecer con
sus esqueletos los museos de Europa, y una familia ona fue embarcada a la fuerza
y llevada a Europa para exhibirla en jardines zoológicos. Estos episodios, que
abundan en relatos de misioneros católicos y protestantes, han encontrado su
expresión literaria en La Australia Argentina de Roberto J. Payró y en
Archipiélago de Ricardo Rojas.

El colono blanco no quería vecinos que pudieran robarle las ovejas o discutirle el
derecho de primer ocupante de las tierras. Así desapareció casi por completo el
indio patagónico. Y lo mismo pasó y sigue pasando en otras regiones del
continente. Cuenta Reclus que el gobernador mejicano de Chihuahua paso a
precio las cabezas de los indios salvajes: cien pesos la de hombre, cincuenta la de
mujer, veinticinco la de niño. Por aislados que puedan ser algunos episodios, y
aun admitiendo que en muchos casos los relatos son fruto de una imaginación
afiebrada y macabra, es un hecho indiscutible que en amplias zonas del continente
la desaparición del indio prosigue en nuestros días. A través de la selva ha
resonado la voz angustiosa de los indios (y de los mestizos) agonizando bajo el
régimen de trabajo de las caucherías. Aún hoy el indio del Perú y de otros países
entrega sus hijos a las familias de la ciudad, con la única condición de que los
mantengan. En Méjico, el país que más se ha distinguido por una política
indianista, la insurrección de los yaquis en 1926-1927, durante la presidencia del
general Obregón, motivó una campaña exterminadora que recuerda las de
Porfirio Díaz, del mismo modo que la represión de los levantamientos indígenas
del Ecuador, Perú y Bolivia. Frente a una política nacional indianista coexiste; casi
siempre una política regional o local antiindianista, o, por encima de toda política,
la arbitrariedad de las autoridades, de los particulares y de las empresas. En la
práctica sigue en vigor el viejo dicho: «el mejor indio es el indio muerto». 21

Así se repite hoy el proceso que condujo a la extinción de los indios de las Antillas
y del Uruguay, y que los desalojó, en toda América, en la hispano-portuguesa
como en la anglosajona, de las costas y de las regiones en que el suelo ofrecía
mayor rendimiento. Pero junto a esas cifras hay otras que presentan un panorama
diferente: los indios navajos de los Estados Unidos, que sumaban 12 a 13.000 en
1869, llegan a 21.000 en 1889, a 39.064 en 1930 y a cerca de 50.000 en 1940, y
en conjunto la población indígena de los Estados Unidos pasa de 332.397 almas
en 1930 a 394.280 en 1940; si volvemos a tomar en conjunto los cinco países
«indoamericanos», veremos que de 11,915.886 indios y 13.484.630 mestizos en
1930 han pasado a 13.145.464 indios y 15.742.171 mestizos en 1940; y si tomamos
en conjunto todo el continente, de 14.981.111 indios y 29.793.709 mestizos en
1930 hemos pasado a 16.211.670 indios y 34.362.981 mestizos. Aun sin asignar a
esas cifras extraordinaria exactitud, es evidente que puede hablarse, en números
absolutos, de un aumento de la población india en los últimos tiempos.

Hay, pues, en la actualidad, un doble proceso: uno de extinción, otro de aumento.


El de extinción se produce en lo que podríamos llamar zona periférica. Es la zona
de conflicto o de choque con el blanco. La población indígena, en núcleos poco
densos (casi siempre cazadores nómades o que alternan la caza con la
agricultura), se siente arrollada por la población blanca, que se apodera de las
tierras y de los campos de caza para someterlos a nuevas formas de producción.
El indio se repliega hacia regiones más pobres e inaccesibles o se extingue lenta o
rápidamente por inadaptación a condiciones de vida impuestas, por falta de
inmunidad para las enfermedades occidentales, por la acción violenta del
colonizador o la acción continuada y pacífica del mestizaje. En gran parte de esa
zona el indio ha sido suplantado por el negro, más adaptable, en las costas y en
las regiones tropicales y subtropicales, al trabajo moderno. Y así, en gran parte
del continente, una enorme población negra y mulata (25.851.708 negros y
15.289.011 mulatos en 1940), concentrada sobre todo en los Estados Unidos, las
Antillas y el Brasil, y luego en casi toda la costa del Caribe y parte de la del Pacífico,
testimonia con su presencia la desaparición de la población autóctona, nunca muy
densa en esas regiones.

Pero junto a esa zona periférica, en la que continúa la penetración exterminadora


del hombre occidental, conquistador hoy como entonces, hay otra, que podríamos
llamar zona nuclear. En ella la población india ha podido aumentar
numéricamente, compensando, con ligero exceso, las bajas de la zona periférica.
Esta zona abarca los grandes núcleos de población indígena del continente, los
más densos, los que alcanzaron en otro tiempo las formas superiores de
organización política y de producción agraria. El blanco tiene la hegemonía, pero
como minoría superpuesta, fundamentalmente en las ciudades, manteniéndose
casi intactas las formas de producción antiguas y hasta las instituciones y
autoridades indígenas. Así pudo subsistir hasta nuestros días el calpuli o la
comunidad mejicana y el ayllu peruano22. Así pudieron subsistir las lenguas
indígenas y aun extenderse en algunos casos, como ha pasado con el quechua en
la selva oriental del Perú y del Ecuador. Y hasta hay regiones de esta zona —
algunas regiones altas de Bolivia, por ejemplo — donde el blanco se indianiza,
absorbido paulatinamente por la población indígena23. Al mismo tiempo el indio
— casi la única mano de obra en grandes regiones — se ha transformado en parte
en proletariado urbano o rural. En el Ecuador, por ejemplo, indios e indias, con
una resistencia física que parece sobrehumana, trabajan en las plantaciones, en
la edificación, en el transporte de pesadas cargas24 y hasta en la construcción de
carreteras. En general, el desarrollo de la población indígena de estas regiones se
parece al desarrollo de la población obrera y campesina de las regiones más
pobres de la tierra y es compatible con cierto crecimiento demográfico. En esta
zona podemos incluir también las «reservas» de los Estados Unidos, en las cuales,
a favor de una legislación tutelar, han mejorado las condiciones de vida en los
últimos años.25

Es evidente que este doble proceso de descenso y ascenso no se puede producir al


margen del desarrollo político y económico de cada país. Estamos en presencia,
en todo el continente, de un activo movimiento indianista e indianófilo, que se
expresa en el arte y en la política. Escritores y pintores han descubierto en el
indio—en su alma, en su vida—un nuevo mundo. La arqueología, la historia y la
lingüística han reconstruido gran parte del pasado indígena, han desenterrado
ciudades sumergidas por el tiempo, han vuelto a levantar monumentos y
pirámides, han descifrado viejos códices. Escritores, sociólogos y políticos
quieren forjar además un pasado mítico, tratan de cimentar las nacionalidades
nuevas en una grandeza pasada y sacar ejemplaridad de una idealizada edad de
oro precolombina. Se ha lanzado la denominación de Indoamérica, como
enunciación de una unidad cultural y étnica, frente a Hispanoamérica o
Latinoamérica. La tradición del Tahuantinsuyo, subsistente a través de los siglos
entre los indios, se extiende a todas las esferas de la población peruana. Hay
quienes quieren, en el Perú, estructurar toda la organización política alrededor
del ayllu, la comunidad indígena. Hasta se oyen las voces exaltadas de un nuevo
racismo, de un retorno al Imperio de los incas y de los aztecas. Los poetas del
Paraguay alternan sus rimas hispánicas con versos en lengua guaraní. El
folklorismo, la etnografía, el cinematógrafo y una rica producción literaria y
plástica — de calidad muy variada — han despertado en toda América la
conciencia de que el indio existe, de que hay un problema indígena apremiante y
hasta una deuda moral con el indio. Méjico y los Estadios Unidos se ponen al
frente del nuevo movimiento. Surgen todos los días instituciones nuevas para
estudiar al indio, para proteger al indio, para educar al indio. Por convención de
los gobiernos de Costa Rica, Cuba, Panamá. Paraguay y Perú, y con la ratificación
del Ecuador, El Salvador, los Estados Unidos. Honduras, Méjico y Nicaragua, se
ha constituido el Instituto Indigenista Americano, que celebró el Primer Congreso
Indianista de América en Pátzcuaro. en abril de 1940. En casi todos los países han
surgido Institutos oficiales de defensa del indio: el Instituto Indigenista Nacional
de Méjico, el National Indian Institute de los Estados Unidos, el Servicio de
Protecao aos Indios del Brasil. Se ha instituido el 19 de abril como Día del Indio.
Nacen todos los días sociedades para el fomento de las artes e industrias
indígenas, de la danza y la música. EL Estado moderno asume, con fines laicos, la
antigua obra misionera de las órdenes religiosas. En Méjico se han creado, en
1940, Misiones de Mejoramiento Indígena para fijar a los indios en mejores
lugares, y además Centros agropecuarios, Centros de capacitación económica,
Centros de capacitación técnica, para mejorar la situación de los indios. Surge una
nueva política indianista; mejorar la economía de las poblaciones indígenas,
proveyéndolas de tierras, agua, crédito, recursos técnicos; estudiar el régimen
alimenticio de los indios v sus enfermedades endémicas para aplicar medidas
generales de saneamiento: respetar la cultura indígena, las creencias, la lengua,
la mentalidad, mantener al indio como indio. Por otra parte, los partidos políticos,
sobre todo el movimiento obrero y socialista, procuran atraerse al indio a su causa
y enfocan el problema indígena como un aspecto del problema social 26. Y, en
efecto, el indio asoma en el panorama político como un elemento más del
despertar de las masas, de «la rebelión de las masas».

El actual movimiento indianista llega a más: proclama la capacidad del indio para
todas las actividades de la vida moderna. Es verdad que se señala en general su
indolencia, su falta de iniciativa, su degeneración por el alcohol o las
enfermedades; es verdad que se le encuentra muchas veces en un estado
intermedio entre el animal y el hombre. Pero eso es estado y no ser. Los estudios
modernos afirman la capacidad del indio: encuestas y «tests» sobre niños
indígenas indican una aptitud parangonable a la del blanco, quizá menor para la
abstracción mental, quizá mayor para el trabajo manual. Y en ello se basan los
esfuerzos actuales para educar al indio, para atraer al indio.

Los países nacientes de América procuraban hasta hace poco ignorar al indio y
borrar sus huellas de la vida nacional para aparecer como países de corte europeo.
El indio desaparecía, como una mancha del pasado, hasta de las estadísticas.
Ahora, en cambio, se exalta con orgullo el pasado indígena y se buscan en ese
pasado las raíces de una nueva nobleza y hasta de una nueva conciencia nacional.
Se proclama al indio como «el primer hijo de América», como «el hombre
olvidado de América». Y si antes el indio trataba muchas veces de pasar por
blanco, no es raro que hoy el blanco trate de pasar por indio.

Si la población indígena sobrevivió a cuatro siglos y medio de dura servidumbre,


¿puede admitirse —como cree don Manuel Gamio— que al recobrar hoy todos sus
derechos se desarrolle libre y vigorosamente la cultura autóctona, elaborada
durante millares de años bajo la influencia del ambiente americano? ¿Estamos en
vísperas de un renacimiento de las civilizaciones indias de América, o al menos,
en algunos países, de una cultura general de sentido indígena? ¿Nos encontramos
—como se ha dicho alguna vez en el caso de Méjico— ante una indianización
progresiva y general?

La población indígena aumenta actualmente, como indican las estadísticas, pero


no nos engañemos con los números. Ese aumento es infinitamente menor que el
del resto de la población, y esos indios son cada vez menos indios, son cada vez
más mestizos. Hasta en un país tan reacio como los Estados Unidos, se calculaba
en 1910 que la tercera parte de los indios eran mestizos; actualmente sólo el 59
por ciento de los indios son de raza pura, con tendencia a un aumento del
mestizaje (en Nuevo Méjico y Arizona el 97 por ciento de los indios son puros,
pero en Minnesota sólo el 17 por ciento). En Groenlandia ya casi no quedan
esquimales puros. En Alaska, había en 1900 unos 2.500 mestizos sobre 29.536
indígenas. En los países hispanoamericanos el proceso es más rápido, y en
algunos, como Honduras, El Salvador, Nicaragua y Paraguay, casi toda la
población es ya mestiza. En general, la población mestiza aumenta en los países
«indoamericanos» más que la blanca y la india. En algunos países el mestizo
domina toda la vida nacional: economía, política y cultura. En ese mestizaje, que
representa lo autóctono fundido con la sangre de Europa, tratan de sustentar
algunos países su orgullo nacional. Pero el mestizo se orienta cada vez más hacia
las normas de la cultura occidental. Es la supervivencia y, en el futuro, la
superación del indio.

Ninguna tribu vive hoy la vida de sus antepasados. Elementos de la cultura


europea, y hasta africana, se han incorporado a la vida indígena hasta convertirse
en patrimonio propio. Viajeros que han llegado hasta aldeas lejanas se han
sorprendido de ver bailar a los indios con ritmos de fox-trot. Hay un proceso
permanente de europeización cultural. La vida indígena está atravesando un
momento de profunda transformación. Las carreteras, la aviación y la radio llegan
a afectar la vida de las tribus más aisladas. Misioneros de distintas órdenes y de
distintas nacionalidades—ingleses, alemanes, holandeses, españoles — se
establecen en las regiones más inhospitalarias. Las tribus nómades — cazadoras,
pescadoras, recolectoras — desaparecen o se transforman en agricultoras. El telar
europeo suplanta al telar nativo, y el arado de hierro y las máquinas transforman
la agricultura del indio en moderna agricultura intensiva. Las fronteras entre
blancos, mestizos e indios se borran cada vez más, y aun en sus reductos más
profundos se conmueve la quietud secular del indio, en peligro de verse arrastrado
al ritmo moderno.

La población es la primera riqueza de un país. La población indígena ha sido hasta


hace poco una riqueza inexplotada o mal explotada. El Estado moderno no puede
renunciar al aporte de esa enorme masa de población. Mantenerla como mano de
obra barata es etapa que tiende a dejarse atrás. Aumentar las necesidades del
indio para convertirlo en consumidor activo es ya una etapa más avanzada. Pero
hoy se tiende a ir más lejos: transformar la cantidad en calidad.

Con más o menos eficacia, se le quiere convertir en ciudadano, en elemento activo


de la sociedad. La escuela tiende a penetrar en la comunidad rural, y, sobre todo
en los Estados Unidos y en Méjico, la enseñanza del indio se hace a la vez en
lengua indígena y en la lengua del país. El servicio militar no puede exceptuar a
la población india, y los Estados Unidos y el Canadá no sólo están tratando de
movilizar a toda la población india para una cooperación activa en la guerra
actual, sino que incorporan a los indios — como ya lo hicieron en parte en la
guerra del 14 — al ejército, a la marina y a la aviación. A principios de 1943 más
de 12.000 indios norteamericanos estaban incorporados al ejército, sin contar los
que estaban movilizados en minas, fábricas, etc., y las mujeres incorporadas al
servicio femenino de guerra. Varios miles de indios norteamericanos y
canadienses luchan hoy por la causa aliada en los distintos frentes de guerra, y
puede señalarse que un indio osage se ha destacado como general de aviación: el
Mayor General Clarence Tinker, muerto en la batalla de Midway. El movimiento
vertiginoso de la vida moderna tiende a arrancar al indio de su quietud. El sistema
administrativo, el trabajo asalariado, la técnica moderna, el comercio, las
carreteras, la invasión de todas las formas de la cultura moderna, entre ellas la
danza y la música, y la generalización progresiva del idioma europeo y del traje
moderno, son activos elementos de asimilación. «Mantener al indio como indio»
puede ser un ideal de folkloristas, pintoresquistas y etnógrafos, jamás un ideal
político o cultural de ningún estado moderno. «Incorporación del indio a la vida
nacional» fue una consigna de la revolución mejicana de 1910. «Incorporación»,
«asimilación», es decir, desindianización.27

Hay todavía más de un millón de indios en Méjico que no saben hablar español y
que usan lenguas propias como único medio de comunicación. Es decir, hay más
de un millón de mejicanos que no saben que son mejicanos. Pero esta cantidad
disminuye continuamente: había 1.960.306 en 1910; 1.820.844 en 1921; 1.185.162
en 193028. El problema indígena es en gran parte, problema de lengua. Más que
por la pureza de sus rasgos étnicos, un hombre es indio por su lengua, que es «la
sangre del espíritu». Si no habla más que su lengua, puede decirse que es un indio
puro, cualquiera que sea su porcentaje de sangre blanca. La medida de su
mestizamiento intelectual la da la medida en que se apropie la lengua europea. De
los 16 millones de indios de 1940 no hay seguramente 10 millones que manejen
las lenguas indígenas, y seguramente no alcanzan a 5 millones los que no hablan
más que esas lenguas29. Claro que hay además varios millones de mestizos, y
hasta de blancos, que hablan lenguas indígenas: en Asunción toda la gente culta
usa habitualmente el guaraní; en la sierra ecuatoriana y peruana mucha gente
blanca maneja el quechua en sus relaciones con los indios. Sería ilusorio creer por
eso en un triunfo de las lenguas americanas. Al hablar las lenguas indígenas los
blancos y los mestizos llevan a ellas elementos de disgregación lingüística. La
penetración del español, hasta en las regiones más apartadas, se produce a un
ritmo y con una profundidad que asombraban al geógrafo alemán Sapper, al
visitar los países centroamericanos con veinticinco años de intervalo. La
tendencia actual a enseñar en las escuelas rurales en español y en la lengua
indígena, iniciada con entusiasmo, y sin duda con eficacia, en Méjico, producirá
con toda seguridad—paradójicamente—un mejor aprendizaje del español. El
bilingüismo es la primera etapa en la extinción de una lengua indígena. El español
inunda el léxico, la morfología y hasta la sintaxis de las lenguas nativas30.
Penetración del español es penetración de la cultura occidental. Es, en el mejor
de los sentidos, mestizaje cultural y, de nuevo, desindianización.

Más profundamente aún que la lengua conquistadora se ha impuesto la religión


del conquistador. La cristianización del continente, la llamada «conquista
espiritual», ha sido casi absoluta, y sólo las tribus inaccesibles de la selva
conservan intacto su mundo de creencias. El indio ha adoptado el cristianismo
con un fervor religioso que es raro observar hoy entre los europeos, y es
impresionante, en la ciudad de Quito por ejemplo, ver la unción con que asisten a
los oficios de la Natividad o de la Pasión. Casi siempre sobreviven también sus
ídolos, sus hechiceros, sus totems y tabús, sus danzas, pero apenas como reliquia
de su viejo mundo, como han persistido en Europa a través de veinte siglos de
cristianización. Aunque alguien ha querido, en Méjico por ejemplo, sustituir los
Reyes Magos por Ouetzalcóatl, los dioses indios han muerto.

Bienvenida la indianofilia de los últimos tiempos, que nace de un impulso


generoso y humanitario. Bienvenido el redescubrimiento del indio y la nueva
política indianista, que responde a un sentido más amplio de justicia. Pero es
indudable que cuanto más generosa sea la actitud hacia el indio, cuanto más
humanitaria sea la sociedad con el indio, más pronto lo incorporará a las
actividades de la vida moderna, más pronto lo desindianizará.

Centenares de pueblos y de lenguas se han extinguido en los últimos cuatro siglos


de historia americana. Otros centenares de pueblos y de lenguas han entrado en
una agonía más o menos rápida. Los restos del pasado indígena no ofrecen hoy ni
unidad étnica, ni lingüística, ni religiosa, ni cultural. No hay una raza indígena,
sino grupos raciales distintos, producto de distintas migraciones prehistóricas,
entrecruzadas de maneras diversas a través de los siglos. Lingüísticamente el
continente es un mosaico de lenguas y dialectos: Paul Rivet ha establecido 26
familias lingüísticas en América del Norte, 20 en América Central y 77 en América
del Sur, es decir, 123 familias lingüísticas (de ellas 20 ya enteramente
extinguidas), con centenares de lenguas y dialectos. Frente a la gran unidad del
quechua, que se habla en la provincia de Santiago del Estero (República
Argentina) y luego desde Bolivia hasta el norte del Ecuador, con variantes
dialectales, puede presentarse el panorama de otras regiones: sobre el Orinoco,
en una pequeñísima región de los Llanos de Venezuela, con una rica red fluvial
que ha asegurado las comunicaciones, conviven, en relación más o menos
estrecha, los otomacos, los guamos, los yaruros, los salivas y los guajivos, con
lenguas completamente independientes, tan alejadas entre sí como el español y el
turco, sin que se les haya podido encontrar hasta ahora una relación genealógica
con las restantes de América31. Es indudable que un trabajo comparativo más
riguroso logrará refundir muchas de esas familias, pero desde 1924, en que Rivet
publicó su estudio en Les langues du monde, se han encontrado materiales nuevos
que más bien aumentan el número de familias existentes. ¿Puede ese mosaico de
lenguas y de culturas mantenerse frente a la portentosa unidad americana del
inglés, del portugués y del español?
¿Cuál es entonces el porvenir de la población indígena de América? Sapper
pronosticaba su desaparición en el curso de dos o tres siglos. Dado el ritmo actual
en la marcha del mundo, el progreso vertiginoso de la técnica y de los medios de
comunicación y transporte, la colonización rapidísima de los últimos rincones de
cada país, la explotación intensiva de todos los recursos, la movilización, bajo el
signo del nacionalismo moderno, de todos los habitantes para la paz y la guerra,
y su incorporación al movimiento social y político, puede asegurarse una dilución
rápida del indio en el mestizo y, posteriormente, del mestizo en el blanco. El indio
puro podrá subsistir unos siglos más relegado a islotes de poca importancia en
regiones casi inaccesibles de la meseta o de la selva. El continente está ganado
para la raza blanca.

III. La población indígena al declararse la independencia


hispanoamericana (1810-1825)

La población indígena de este período se puede obtener, en forma relativamente


satisfactoria, de dos obras de Alejandro de Humboldt: el Ensayo político de la
Nueva España (1811) y el Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo
(1816-1830)32. Puede dudarse de la exactitud de muchas de las cifras por la
insuficiencia de los cálculos y porque enormes regiones del continente estaban
inexploradas y eran casi inaccesibles. Puede parecer reducida la cantidad de
indios que calculaba en estado de independencia (820.000 en total). Pero
Humboldt había recorrido gran parte de América desde 1799 a 1804,
internándose hasta el corazón del continente y deteniéndose en Colombia,
Venezuela, Ecuador, Perú, Méjico y los Estados Unidos; tenía además una visión
objetiva de sus problemas, dispuso de fuentes excepcionales de información,
revisó escrupulosamente manuscritos y estadísticas, analizó los registros de
nacimientos y defunciones y elaboró científicamente las cifras oficiales. Sus cifras
de conjunto pueden considerarse, pues, bastante aproximadas. Con los materiales
dispersos (a veces divergentes) de ambas obras de Humboldt y con los datos
complementarios que hemos podido reunir, hemos compuesto el cuadro
siguiente33:

2. LA POBLACIÓN AMERICANA HACIA 1825


“Castas”
(Mestizos, Población
Indios % Blancos % Negros % %
Mulatos, Total
etc)

I. América al norte de
Méjico

Incl. en Incl. en
Groenlandia 6.000 100 6.000
indios indios

Alaska 17.000 95,32 835 4,68 Idem. 17.835

Canadá 550.000 80,89 Idem 680.000


400.000 3,47
Idem y
Estados Unidos 8.575.000 79,65 1.920.000 17,83 10.765.000
negros

Total 423.000 3,68 9.125.835 79,57 1.920.000 16,75 11.468.8355

II. Méjico,
Centroamérica y
Antillas

Incl. en
Méjico 3.700.000 54,48 1.230.000 18,12 1.860.000 27.40 6.800.000
mulatos.

Antillas Extinguidos 482.000 16.95 1.960.000 68,95 401.000 14,10 2.843.000

Incl. en
Centroamérica 880.000 55,70 280.000 17,72 420.000 26,58 1.600.000
mulatos.

Total 4.580.000 40,85 1.992.000 17,76 1.960.000 17,48 2.681.000 23,91 11.243.000

III. América del Sur

Venezuela (Cap. General


120.000 15,00 212.000 26,00 62.000 8,00 408.000 51,00 800.000
de Caracas)

Colombia (Aud. Santa Fe) 1.327.000


Incl. en
700.000 35,38 430.000 21,73 848.000 42,87
mestizos.
Ecuador (Aud. Quito) 550.000

Inglesa
20.000 8,36 8.965 3,75 190.421 79,53 20.000 8,36 239.386
Holandesa
Guayanas
En negros e
Francesa 701 4,05 1.035 5,98 15.579 89,97 17.315
incl.

Perú 1.400.000
Incl. en
1.130.000 46,16 465.000 19,00 853.000 34,84
mestizos.
Chile 1.100.000

Argentina 200.000 31,74 630.000

Bolivia 1.000.000
320.000 13,55 Id. 742.000 31.41 1.716.000
Paraguay 100.000

Uruguay 600 1,50 40.000

Brasil 360.000 9,14 920.000 23,35 1.960.000 49,75 700.000 17,76 4.000.000

Total 3.631.301 30,96 2.357.000 20,10 2.228.000 18,48 3.571.000 30,46 11.819.701

Total de América hacia


8.634.301 25,10 13,474,835 39,16 6.046.000 17,57 6.252.000 18,17 34.531.536
1825
Durante el período 1810-1825 se desarrolló intermitentemente la guerra de la
Independencia, con las trabas consiguientes para el crecimiento demográfico.
Puede admitirse, en general, que la población indígena de Hispanoamérica
permaneció más o menos estacionaria en esos quince años y que las cifras del
cuadro representan la herencia que dejó a los países nacientes el régimen colonial.

Comparando las cifras de ese cuadro con las de 1940 se desprenden las siguientes
conclusiones:

1a. La población indígena ha pasado de 8.634.301 a 16.211.670, es decir, que ha


aumentado en 7.577.369. En cambio, el porcentaje se ha reducido del 25,10 al
5,91, y, si se consideran únicamente los países hispanoamericanos (excluyendo
las Antillas), del 43,2 por ciento al 14,4 por ciento. Aumento absoluto,
disminución relativa.

2a La población total ha crecido desproporcionadamente en las tres Américas,


que tenían entonces casi la misma población (aproximada a la de España, que se
calculaba en 11.446.000): al Norte de Méjico, de 11.468.835 a 143.181.636;
Méjico, Centroamérica y Antillas, de 11.468.835 a 42.309.452; América del Sur,
de 11.819.701 a 88.784.023.

Se ve que en el último siglo no ha habido una indianización del continente, sino


un blanqueamiento progresivo de la población 34. Ese blanqueamiento hay que
atribuirlo fundamentalmente a la inmigración, que en gran parte ha tenido el
valor de una segunda colonización de América.

Las cifras plantean varias cuestiones, que vamos a tratar en detalle. El aumento
de la población indígena ¿es una consecuencia del régimen independiente?

La desproporción en el crecimiento de las tres Américas ¿indica que la población


india ha sido un peso muerto en el crecimiento demográfico?

Veamos la actitud de los hombres de la Revolución hacia el indio. Miranda, uno


de los precursores, presentó al ministro inglés Pitt, en 1790, un proyecto de
Federación de toda la América española con un Inca hereditario, llamado
emperador. Esta idea era una repercusión del movimiento insurreccional de
Túpac Amaru, que los ingleses habían seguido con atención y hasta con
esperanzas, y que llegó a conmover a amplios sectores criollos. Luego, en su plan
de 1808, Miranda abandonó sus planes monárquicos y propuso que el Poder
Ejecutivo estuviese en manos de dos personas elegidas por el Cuerpo Legislativo.
Esas dos personas se llamarían Incas, «nombre venerable en el país». Los
gobernadores provinciales se llamarían curacas, otro nombre quechua. Pero su
indigenismo no se limitaba a la terminología. El plan disponía el reemplazo de las
autoridades españolas por cabildos y ayuntamientos, «a los cuales ingresaría una
tercera parte escogida entre los indios y el pueblo de color de la Provincia» 35.
Iniciada la lucha, el impulso anti-español buscó asidero en el pasado indígena.
Los llamados españoles americanos abominaron de la conquista, renegaron de la
tradición española, identificaron su causa con la causa del indio y trataron de
hacer revivir la tradición indígena. La literatura de la época, tan apegada a las
formas del neoclasicismo español, exaltó contra España la grandeza
precolombina e hizo renacer de sus tumbas, con aureola de héroes y de mártires,
a Moctezuma, Guatimozín, Atahualpa, Caupolicán, Lautaro, Túpac Amaru. De
aquel momento quedan testimonios en el Himno Nacional Argentino de Vicente
López y en el Canto a Junín de Olmedo. Pero la actitud indianista no fue sólo
desbordamiento lírico.

La idea de colocar a un descendiente de los incas en el trono de la América


independiente llegó a seducir a una de las cabezas más preclaras de la Revolución,
la de Manuel Belgrano. Las amarguras de la lucha civil, los temores de
intervención europea y el espectáculo de la vida política inglesa llevaron a
Belgrano al monarquismo constitucional. En 1816 se decidió por una dinastía
incaica. Los diputados del Alto Perú al Congreso de Tucumán eran partidarios
decididos de la idea y pedían que la capital de las Provincias Unidas del Río de la
Plata se trasladara al Cuzco, antiguo centro imperial. El 6 de julio de 1816,
Belgrano se presentó al Congreso en sesión secreta y sostuvo en un largo discurso:
«La forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una
monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí
envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono, por una
sangrienta revolución que se evitaría para en lo sucesivo con esta declaración y el
entusiasmo general de que se poseerían los habitantes del interior con la sola
noticia de un paso para ellos tan lisonjero». En el Congreso hubo asentimiento
general. El 31 de julio, proclamada ya la Independencia, el doctor Castro Barros
declaró que debían «ser llamados los Incas al trono de sus mayores, del que
habían sido despojados por la usurpación de los Reyes de España». La idea la llegó
a aceptar San Martín: «Ya digo a Laprida — escribe el 22 de julio de 1816 — lo
admirable que me parece el plan de un Inca», aunque Mitre cree que hay cierto
dejo irónico en la carta36. Belgrano, general en jefe del ejército del Norte,
consideró que la restauración estaba asegurada, y el 2 de agosto se dirigió en una
proclama a los pueblos del Perú: «Ya nuestros padres del Congreso han resuelto
revivir y reivindicar la sangre de nuestros Incas para que nos gobiernen. Yo, yo
mismo he oído a los padres de nuestra patria reunidos hablar y resolver,
rebosando de alegría, que pondrán de nuestro rey a los hijos de nuestros Incas».
Hasta el general Güemes lo aceptó y preconizó. Se llegó a hablar de unir a un
descendiente de la casa de los Incas con una descendiente de la casa de Braganza.
Pero la opinión de Buenos Aires ridiculizó el propósito de la restauración, y el
proyecto naufragó en el mismo Congreso de Tucumán37. De las veleidades
incaicas sólo quedó un símbolo: el sol de los Incas pasó al escudo argentino y a la
bandera nacional.

Nunca se había llegado a concretar qué descendiente de los Incas iniciaría la


dinastía, y si quedaba realmente alguno, y el plan — como dice Mitre — se había
reducido a proclamar la sombra de una sombra. Todavía en octubre de 1822 un
«quinto nieto del último emperador del Perú», llamado Juan Bautista Túpac
Amaru, que decía haber pasado cuarenta años de padecimientos en las prisiones
españolas, obtuvo de Rivadavia, Secretario de Gobierno, una pensión vitalicia 38.
También en Méjico surgió en varias ocasiones la idea de restaurar el Imperio
azteca, aunque ninguno de los planes tuvo la grandeza de concepción del proyecto
de Belgrano39. Por más ilusorios que hayan sido todos esos proyectos, atestiguan,
como la poesía de la época, los ideales y sentimientos de los hombres de la
Revolución y el peso político de la población indígena. Los gobiernos de la
Revolución procuraron atraerse al indio a su causa. Las proclamas y decretos
invocaban la fraternidad americana y suprimían los tributos, la encomienda, la
mita, los pongos, los yanaconazgos y toda forma de servidumbre personal. Las
repúblicas recién constituidas se apresuraron a proclamar la emancipación del
indio y su igualdad jurídica con el blanco. Fueron más lentas, en general, para
proclamar la libertad del negro

Ya el 8 de junio de 1810 la Junta de Buenos Aires convocó a los oficiales indios


que hasta entonces habían estado agregados a las castas de pardos y morenos. El
secretario, don Mariano Moreno, que se había doctorado en Chuquisaca con una
tesis sobre el servicio personal de los indios, les leyó la siguiente orden del día:
«La Junta no ha podido mirar con indiferencia que los naturales hayan sido
incorporados al cuerpo de castas, excluyéndolos de los batallones españoles a que
corresponden. Por su clase, y por expresas declaratorias de S. M., en lo sucesivo
no debe haber diferencia entre el militar español y el militar indio: ambos son
iguales y siempre debieron serlo, porque desde los principios del descubrimiento
de estas Américas quisieron los Reyes Católicos que sus habitantes gozasen los
mismos privilegios que los vasallos de Castilla»40. La Junta incorporó las
compañías de indios a los regimientos de criollos de la Capital, bajo sus mismos
oficiales, “sin diferencia alguna y con igual opción a los ascensos”, ordenó luego
que se hiciese lo mismo en todas las provincias, que se considerase a los indios
tan capaces de optar a todos los grados, ocupaciones y puestos como cualquier
otro de los habitantes y que se promoviese por todos los caminos su ilustración,
su comercio y su libertad. Luego, ampliada la Junta con representantes de las
provincias, dispuso que además de los diputados que debían elegir las villas y
ciudades para el próximo Congreso, que debía dictar la Constitución, se eligiera
en cada Intendencia (excepto en Córdoba y Salta) “un representante de los indios,
que, siendo de su misma capacidad y nombrado por ellos mismos, concurra al
Congreso con igual carácter y representación que los demás diputados”41. Más
adelante, el 1° de septiembre de 1811, la misma Junta, en vista del «estado
miserable y abatido de la desgraciada raza de los indios», que son «los hijos
primogénitos de América», resuelve adelantarse a las decisiones del futuro
Congreso y suprimir el tributo, «signo de la conquista»: “Desde hoy en adelante
para siempre queda extinguido el tributo que pagaban los indios a la corona de
España en todo el distrito de las provincias unidas al actual gobierno del Río de la
Plata y [las] que en adelante se le reuniesen y confederasen bajo los sagrados
principios de su inauguración”42. La Asamblea General de 1813 sancionó ese
decreto, abolió además la mita, la encomienda, el yanaconazgo y todo servicio
personal, y declaró que los indios eran libres e iguales a todos los demás
ciudadanos43. La Constitución de 1819 consagró estos principios: «Siendo los
indios iguales en dignidad y en derechos a los demás ciudadanos, gozarán de las
mismas preeminencias y serán regidos por las mismas leyes. Queda extinguida
toda tasa o servicio personal, baxo cualquier pretexto o denominación que sea. El
Cuerpo Legislativo promoverá eficazmente el bien de los naturales por medio de
leyes que mejoren su condición, hasta ponerlos al nivel de las demás clases del
Estado» (Artículo CXXVIII). Todas esas medidas iban dirigidas a la pacificación
de los indios de la provincia de Buenos Aires, que eran un peligro constante para
las poblaciones de la campaña44, y a la captación de los indios del Alto Perú, que
estaban en gran parte al servicio de los realistas.

La misma actitud se encuentra en el otro extremo de la América española. El 29


de noviembre de 1810, desde su cuartel de Guadalajara, el Padre de la
Independencia Mejicana, don Bartolomé Hidalgo, declaró abolida la esclavitud y
dispuso que las castas de la antigua legislación no pagaran tributos; el 5 de
diciembre ordenó a los jueces y justicia del distrito que las tierras de las
comunidades fueran para goce exclusivo de los naturales en sus respectivos
pueblos. Morelos, en 1813, dictó en varias ocasiones disposiciones análogas:
declaró abolida la esclavitud y la distinción de castas; mandó por bando que
quedase abolida «la hermosísima jerigonza de calidades, indio, mulato, mestizo,
tente en el aire, etcétera, y que sólo se distinguiese la regional, nombrándose todos
generalmente americanos». En 1821 el Plan de Iguala, que sirvió de base para la
Independencia mejicana y para la proclamación del Imperio, declaraba en el
artículo 12: «Todos los habitantes de Nueva España, sin distinción alguna de
europeos, africanos ni indios, son ciudadanos de esta monarquía, con opción a
todo empleo según su mérito y virtudes».

Consecuente con los mismos principios, el general San Martín, al penetrar en el


Perú, decretó el 17 de agosto de 1821: «En adelante no se denominará a los
aborígenes, indios o naturales; ellos son hijos y ciudadanos del Perú, y con el
nombre de peruanos deben ser conocidos». Y el 28 de agosto declaró extinguido
el servicio personal de los indios.

El mismo espíritu anima los decretos de Simón Bolívar. El 8 de abril de 1824, en


Trujillo, dispuso la venta de las tierras del Estado, pero excluyó las que estaban
en manos de los indios, a los cuales declaró propietarios de ellas con el derecho
de venderlas o enajenarlas; estableció que las tierras de comunidad se repartieran
entre los indios que no tuvieran tierras, asignando más a los casados, y de tal
manera que ningún indio quedara sin una parcela de tierra propia. En decreto del
4 de julio de 1825, en el Cuzco, quiso poner en práctica las disposiciones
anteriores y reparar las usurpaciones de caciques y recaudadores contra la
propiedad de los indios: «Se devolverán a los naturales, como propietarios
legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos, según sus títulos,
cualquiera que sea el que aleguen para poseerla los actuales tenedores».
Estableció, además, la división de las tierras por familias, y que la propiedad
indígena no pudiera venderse hasta el año 1850. Estas medidas se extendieron al
Alto Perú por decreto del 29 de agosto de 1825. Finalmente, por decreto del 22 de
diciembre de 1825, suprimió la tasa o tributo que pesaba sobre el indio como un
signo de vasallaje y degradante humillación45.
Los decretos, proclamas y llamamientos iban muchas veces escritos en la propia
lengua indígena, como en otros tiempos el catecismo de los misioneros 46. Y el
indio respondió en parte a la nueva empresa catequizadora. Los indios de Méjico,
conducidos por los gobernadores de los pueblos y los capitanes de las cuadrillas
de las haciendas, fueron a engrosar la infantería del ejército revolucionario de
Hidalgo, en su marcha desde Dolores hasta la capital, divididos por pueblos,
armados con palos, flechas, hondas y lanzas, y llevando consigo mujeres y niños.
Y lucharon con valor en la batalla del Monte de las Cruces, en donde algunos
afirman que murieron unos 20.000 indios. El jefe realista Calleja se asombraba
de que Morelos reuniera a su lado, en cada nueva empresa, “la indiada de veinte
pueblos en circunferencia”. En la historia mejicana se han hecho célebres los
regimientos de indios mayos, del estado de Sonora. Y en las Provincias Unidas, el
general Pueyrredón, en su proclama del 12 de noviembre de 1811, detalla una serie
de pueblos del Perú, donde los naturales, en la lucha contra los españoles, «se
cubrieron de gloria inmortal»47. Pero también pueden señalarse hechos
contrarios: «Los indios estaban de parte de los españoles— dice Sarmiento — o
eran indiferentes». Belgrano, después de la batalla de Salta, tomó prisioneros
3.000 indios y les dio libertad bajo palabra de honor de no volver a tomar las
armas, pero volvieron a alistarse — agrega Sarmiento —-«porque no sabían lo que
es honor y porque los españoles los requerían de nuevo»48. Los indios de la región
oriental de Venezuela, por la prédica de los misioneros — según señala Julio C.
Salas — fueron realistas, y también lo fueron los de las comarcas occidentales: los
caquetíos de Coro, los chiguaraes de Mérida, los pastusos de Nueva Granada. Don
Juan Reyes Vargas, indio puro, sirvió la causa realista hasta 1812 y mereció
honores de Fernando VII49. También en la guerra de la Independencia
norteamericana y en la guerra de 1812 a 1815 entre Inglaterra y los Estados
Unidos, hubo tropas de indios de ambos lados, como auxiliares o aliadas 50. Del
mismo modo, en los tres siglos de la colonia, los indios lucharon al servicio de un
conquistador contra otro, y aun al servicio del conquistador contra otros indios.

La realidad hispanoamericana del siglo XIX no coincide del todo con los
principios proclamados. El nuevo régimen no significó de ninguna manera la
liberación del indio. Su situación real no se puede juzgar a través de la legislación,
que no pasó muchas veces de ser una simple enunciación de ideales jurídicos 51.
¿No habían proclamado la libertad del indio las declaraciones de Isabel la Católica
y de Carlos V? ¿No habían abolido la encomienda y la servidumbre personal las
Leyes Nuevas de 1542?
El tributo abolido por Hidalgo en 1810 se pagaba todavía en Chiapas en 1824, en
monedas de plata o en especie52. El tributo abolido en el Perú por San Martín y
por Bolívar fue reemplazado, en vista de las necesidades del fisco, por una
contribución especial que debía pagar el indígena. Las disposiciones de Bolívar
no pudieron llevarse a la práctica, y en 1868 los decretos antiindigenistas del
presidente Melgarejo provocaron en el Perú una sublevación sangrienta. Todo el
siglo XIX transcurrió en el esfuerzo, a veces heroico, por acomodar la realidad a
los principios. Lo más frecuente fue el divorcio entre los principios y la realidad.

Más que por las proclamas y decretos, la política hispanoamericana del siglo XIX
se caracteriza por una nueva estructuración de la propiedad rural y la constitución
del latifundio. Enormes extensiones de tierra, que eran antes campos de caza, de
recolección o de producción agrícola extensiva y rudimentaria, pasaron a manos
de propietarios nuevos. Se disolvió paulatinamente la propiedad comunal: el ejido
de Méjico, el resguardo de Colombia, el aíllo del Perú. Las tierras de las
comunidades indígenas cayeron en gran parte en poder de los terratenientes,
usufructuarios de la Revolución. Los indios fueron desalojados violentamente o
se transformaron en peones, abrumados de trabajos y de deudas. En lugar de
corregidores tuvieron subprefectos, gobernadores y comisarios; en lugar de
encomenderos, tuvieron hacendados y gamonales. La época independiente ha
significado la incorporación a la vida económica de enormes zonas donde el indio
campaba a sus anchas. La empresa moderna ha llegado hasta el corazón mismo
de la selva en busca de oro, de petróleo, de caucho.

Dentro de este proceso no hubo más que dos posibilidades: la proletarización del
indio pacífico y el exterminio del indio bravo.

La Independencia abrió el camino para la incorporación del indio a la vida


nacional. Desde la aldea indígena emergieron algunas figuras de indios que
llegaron al primer plano de la vida eclesiástica, cultural y política. Para no hablar
más que de Méjico, se pueden citar cuatro nombres significativos: Próspero María
Alarcón, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y Benito Juárez. Un indio
zapoteca como Benito Juárez pudo llegar a ser presidente, el más grande de los
presidentes de Méjico. Pero a pesar de las medidas protectoras que tomó a favor
de la población indígena, la política liberal de su tiempo inició la gran ofensiva de
los terratenientes mejicanos contra la propiedad comunal, que culminó con la
época de Porfirio Díaz (1876-1911)53. Se ha llegado a sostener que el régimen
independiente fue perjudicial para el indio. Las repúblicas nuevas disolvieron las
«repúblicas indígenas», casi intactas después de tres siglos de colonia, y muchas
«naciones» — como se llamaba entonces a las tribus — naufragaron al constituirse
las naciones modernas.

El indio no sólo intervino en la guerra de la Independencia, sino también en la


guerra civil, atraído por las promesas de los caudillos, arrastrado por los dueños
de las haciendas o por las autoridades. Los indios de Yucatán aprendieron así a
manejar las armas de fuego, a despreciar a los blancos y a adquirir la conciencia
de su propia fuerza. El 15 de agosto de 1847 se sublevaron en la ciudad de
Valladolid, la tomaron a viva fuerza y desencadenaron «la guerra de castas», bajo
el grito de exterminio de los blancos. Se apoderaron de casi toda la península de
Yucatán y de parte de Campeche, devastaron las haciendas y llevaron una lucha
feroz, que se prolongó casi quince años. La represión fue despiadada. Se refiere
que el coronel José Dolores Zetina — la versión está recogida en México a través
de Los siglos — capturó multitud de hombres, mujeres y niños en Tekax, los
encerró en la Casa Consistorial y de allí los hizo arrojar de modo que cayeran sobre
las bayonetas de los soldados, que descansaban sobre las armas al pie del edificio.
Y si este episodio macabro quizá no responda a la verdad y sea sólo un testimonio
del horror de la represión misma, sí está documentado otro hecho, grave sin duda.
El gobierno de Yucatán vendió los indios prisioneros a los traficantes de Cuba,
que los llevaron cargados en barcos para los trabajos agrícolas. Esa venta no cesó
a pesar de la prohibición terminante del gobierno nacional. En 1853 el gobernador
de Yucatán, Rómulo Díaz de la Vega, autorizó y regularizó la venta de yucatecos
sublevados, disimulada en la forma de un contrato que firmaban las autoridades
en nombre de los indios. Se despertó la codicia de las autoridades y de los jefes de
cantón, y, como resultaba difícil capturar sublevados, se apresaban familias
enteras de indios pacíficos, a los que se declaraba rebeldes. Los contratistas de la
Habana instalaron un agente comercial en Mérida. Así un gobierno criollo, a
medio siglo de las proclamas de Hidalgo, obtenía pingües ganancias de la venta
de indios yucatecos, descendientes de una de las civilizaciones más brillantes de
América54.

Este episodio no fue único en la historia mejicana del siglo XIX. Bajo el régimen
de Porfirio Díaz los indios yaquis de Sonora fueron reducidos a la esclavitud,
vendidos al precio de 65 dólares por cabeza y llevados a trabajar en las haciendas
de Yucatán. Al caer Porfirio Díaz, todo el país se conmovió con la penosísima
odisea de esos indios al regresar a sus montañas del norte55.
Ilustremos ahora la historia del indio en el siglo XIX con algunas cifras. La
Argentina contaba, a principios del siglo pasado, con una población indígena de
unas 200.000 almas, y el indio llegaba casi hasta las puertas de la ciudad de
Buenos Aires. Hoy apenas quedan unos 50.000 indios, relegados a las regiones
periféricas del país. Este resultado es obra del régimen independiente, y en «la
pacificación del desierto» pudieron el tirano Rosas y el general Roca adquirir
laureles militares y acrecentar sus timbres políticos 56. A esa pacificación ha
contribuido también el aluvión de inmigrantes europeos, que Ka desalojado de las
zonas agrícolas al indio y también, en parte, al mestizo.

En el Uruguay quedaban aún, a principios del siglo pasado, más de medio millar
de indios, resto de los charrúas que habían batallado indomables contra españoles
y portugueses, y que según Azara habían dado más trabajo que los ejércitos de los
aztecas y de los Incas57. Su extinción absoluta es consecuencia de una campaña
del ejército de la Revolución, en 1832, ordenada por el general Rivera a ruegos de
una junta de hacendados. Los últimos tres ejemplares de ese pueblo murieron en
Europa, después de haber satisfecho, en las ferias francesas, los intereses del
empresario y la curiosidad del público58. Lo cual no obsta para que los uruguayos
actuales se complazcan a menudo en llamarse charrúas.

De manera análoga, Chile ha arrojado a los indios hacia el sur del Bío-Bío, y otros
países — Perú, Ecuador — los han desalojado enteramente de las costas. Los
revolucionarios de Venezuela habían encontrado albergue entre los indios de los
Llanos en momentos de adversidad. ¿Y qué queda hoy de los indios del Orinoco?
Los otomacos, por ejemplo, tan afamados por su valor como por el hábito de
comer grandes cantidades de tierra, sobre todo en las épocas de escasez (el hecho
ha sido comprobado por todos los viajeros, entre ellos por Humboldt), eran
bastante numerosos en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando rivalizaban en
catequizarlos capuchinos y jesuitas. Su número se calculaba en 4.000; hoy
quedarán algunas familias dispersas59.

En el Brasil se han descrito las matanzas de indios en Minas Geraes, Espíritu


Santo y Rio Grande do Sul en la primera mitad del siglo XIX. Las tropas brasileñas
asaltaban las aldeas de noche y tomaban indios esclavos o volvían con centenares
de orejas o de cráneos como trofeos de guerra. La caza de indios prosiguió hasta
la segunda mitad del siglo XIX en las capitanías del norte, en Marañón, Pará y
toda la cuenca del Amazonas60.
En los Estados Unidos el proceso ha sido aún más violento. Exceptuando las
presidencias de Washington, Adams y Jefferson, toda la política norteamericana
fue antiindigenista. Los indios fueron empujados rápidamente hacia el oeste. La
cuestión indígena estuvo a cargo del Ministerio de Guerra hasta 1824. En 1822 se
llegó a presentar al Congreso un proyecto completo de exterminio de los indios.
En 1825 fueron disueltas las reservas del este del Misisipi, y el presidente Monroe
comenzó a establecerlas del otro lado del río. De 1831 a 1849 se produjo la
expropiación y desplazamiento, por la fuerza y en malas condiciones, de los
creeks, choctaws, seminoles y cherokees. En el lejano Oeste continuó la caza del
indio. En todo el siglo se relegó al indio a regiones cada vez más pequeñas, se le
destruyó su economía, su estructura social y su cultura, se le confinó en reservas
en las regiones más áridas del país. De las poderosas «cinco tribus civilizadas» de
1830 sólo quedan hoy tres pequeños grupos: uno de cherokees en la región
montañosa de Carolina del Norte, los seminoles en Florida y unos pocos indios
choctaws en Misisipi. De las «seis naciones iroquesas», tan poderosas todavía a
principios del XIX, quedan hoy débiles restos en pequeñas reservas de la región
agrícola del lago Ontario y norte del estado de Nueva York 61. La nueva política
norteamericana se ha propuesto hoy reparar las injusticias y errores de ese
pasado.

Y, con todo, la población indígena del continente casi se ha duplicado en el curso


de un siglo. Es evidente que junto al violento proceso de extinción ha habido en
otras regiones un proceso de aumento. Si observamos de nuevo nuestros cuadros,
vemos que Méjico tenía, en 1825, 3.700.000 indios, y en cambio 4.620.886 en
1930; Centroamérica tenía 880.000, y sólo en Guatemala hay 1.820.872 en 1940;
el Perú tenía más o menos un millón, y en 1940 tiene 3.247.196 indios. Volvemos,
pues, a encontrar, junto a la zona de extinción, que hemos llamado periférica, una
zona de aumento, la zona nuclear. La población indígena ha aumentado, pero el
área indígena se ha reducido considerablemente. En gran parte del continente las
epidemias, las guerras, las nuevas formas de trabajo y de vida y la acción violenta
de las autoridades y de las empresas han eliminado la población indígena o la han
ahuyentado. En cambio, en la zona propiamente indígena, el indio ha seguido su
desarrollo, a ritmo lento, es verdad, pero ha logrado compensar todas las pérdidas
de la otra zona, y casi se han duplicado sus efectivos totales. En esta zona, además,
el crecimiento de la población indígena se explica, sin duda, por las mismas causas
que han producido el aumento prodigioso de la población europea y mundial en
el último siglo: mayor rendimiento de la agricultura, multiplicación de los medios
de producción y subsistencia, descubrimiento de nuevas fuentes de riqueza y
progreso de la medicina y de la profilaxis, que han quitado a las epidemias, sobre
todo a la de viruelas, su carácter exterminador y han reducido en todas partes el
índice de mortalidad62. En 1804 se introdujo la vacuna en las colonias españolas.
Si se la hubiera conocido desde el siglo XVI — dice Humboldt — se habría salvado
la vida a muchos millones de indios, víctimas, más que de la viruela misma, del
mal sistema curativo. El movimiento de ascenso de la población se remonta a los
fines del siglo XVIII. Humboldt observaba que los progresos de la agricultura eran
muy visibles desde hacía veinte años y que la población indígena de Méjico, lejos
de extinguirse, como se creía en Europa, estaba aumentando considerablemente
desde hacía cincuenta años, a juzgar por los registros del tributo personal 63. A
fines del siglo XVIII se inicia una época de optimismo económico y de progreso,
que repercute sobre las postrimerías del período colonial y se manifiesta luego en
la época independiente. El aumento de la población indígena es una
manifestación de esta nueva etapa. En suma, el mismo proceso que ha
multiplicado la mano de obra barata en los grandes países europeos.

Europa tenía, hacia 1825, unos 200 millones de habitantes, y toda América unos
35 millones. En 1800 la población de los Estados Unidos y de Méjico era
aproximadamente la misma: algo más de 5 millones de habitantes. Un viajero
predecía que Méjico tendría, en 1913, 112 millones de habitantes y los Estados
Unidos 140 millones. Humboldt, no tan optimista, observaba que la población de
los Estados Unidos se había duplicado en 25 años y la de Méjico en menos de 45,
aun bajo el régimen colonial, y dice: «Sin entregarse uno a esperanzas demasiado
halagüeñas sobre el porvenir, se puede admitir que en menos de un siglo y medio
la población de América igualará a la de Europa». Hoy Europa tiene unos 500
millones, a pesar de sus guerras y de la enorme corriente migratoria hacia todas
las regiones del mundo (lo que Ratzel llamó «la europeización de la tierra»)64 y
América unos 270 millones. De este crecimiento americano corresponde una
proporción enorme a los Estados Unidos, que reúnen hoy más de la mitad de la
población del continente. Una gran parte del aumento norteamericano se debe a
la inmigración (de 1881 a 1890, por ejemplo, entraron 5.246.613 inmigrantes) 65.
Pero lo fundamental ha sido el crecimiento vegetativo. ¡Qué lejos está Méjico, en
cambio, de los generosos vaticinios del siglo pasado! En 1940 tenía 19 millones de
habitantes, frente a 131 millones de los Estados Unidos. También pronosticaba
Humboldt que Méjico superaría a Rusia, porque no había comparación posible
entre el fértil suelo de la Nueva España, productor de los vegetales más preciosos,
y las estériles llanuras del imperio moscovita, sepultadas bajo la nieve durante
seis meses del año»66. En 1940 las antes estériles llanuras del imperio moscovita
albergaban unos 190 millones de habitantes. ¿Hay que admitir entonces que en el
desarrollo demográfico de Méjico y de los demás países indoamericanos la
población indígena ha sido un peso muerto?

No lo ha sido en el caso de El Salvador, cuya población, sin aporte inmigratorio,


sin el aliciente de minas de oro o de petróleo, simplemente por desarrollo
biológico natural, sobre la base del mestizaje, se ha decuplicado en el siglo y medio
último, para ser hoy el país de mayor densidad de la América continental 67. Hay
que considerar, entonces, para explicarse esa desigualdad de desarrollo, las
condiciones históricas del siglo pasado, y, sobre todo, las condiciones económicas.
El auge demográfico de los Estados Unidos — como el de los grandes países
industriales de Europa, en contraste con el de España — es resultado, en lo
esencial, de su portentoso desarrollo económico. Los restantes países de América
fueron creciendo en la medida en que se fueron incorporando al ritmo de la
economía moderna. El crecimiento de la población indígena de América en el siglo
pasado es un débil reflejo de ese mismo movimiento, que tanto repercutió sobre
el desarrollo de la población mundial.
IV. La población indígena hacia 1650

Nos vamos internando en el campo de la hipótesis. En el siglo XVII, en 1631, fray


Buenaventura Salinas, un franciscano, asignaba a América una población
probable de 30 millones de indios68. Al mismo tiempo, en 1639, Pedro Mexía de
Ovando, que había recorrido gran parte de América, afirmaba que de los muchos
naturales de antes no quedaban dos millones en todo el continente 69. Luego, en
1661, el geógrafo italiano Riccioli calculaba una población americana de 200
millones de habitantes dentro de una población mundial de 1.000 millones 70. En
las postrimerías del siglo, en 1696, King, un estudioso inglés, se contentaba con
65 millones de americanos71.

Ya en el siglo XVIII, Süssmilch calculaba 150 millones de habitantes en América


y 1.080 millones en todo el mundo. Y no ha faltado un teólogo y matemático
eminente, Whiston, que ha calculado para el año 1700 una población mundial de
4.000 millones de habitantes: partía del Diluvio universal, de las ocho personas
del Arca de Noé, y suponía que la población se duplicaba en el término de sesenta
años72. Damos estas noticias como simple curiosidad histórica, para mostrar con
cuánta ligereza se barajan cifras, aun en épocas relativamente recientes 73.
Pasemos ahora a la investigación científica.

Walter Willcox, que ha consagrado tantos años al estudio de los problemas


demográficos, ha analizado el desarrollo de la población americana desde el siglo
XVIII74. Incluyendo la población de todas las razas, llega a las siguientes cifras:

Año Habitantes
1800 24.550.000
1750 12.424.000
1650 13.111.000

Los cálculos de Willcox sobre mediados del siglo XVII se basan en una serie de
datos parciales recogidos por el geógrafo Schmieder75. Hoy, con materiales
mucho más cuantiosos, aunque, desde luego, siempre insuficientes, hemos
elaborado, con carácter hipotético y provisional, el siguiente cuadro de la
población americana hacia 165076:
3. POBLACIÓN DE AMÉRICA HACIA 1650

Población
Blancos Negros Mestizos Mulatos Indios
Total

I. América al norte de Méjico 120.000 22.000 860.000 1.002.000

II. Méjico, Centroamérica


y Antillas

Méjico 200.000 30.000 150.000 20.000 3.400.000 3.800.000

América Central 50.000 20.000 30.000 10.000 540.000 650.000

Antillas 80.000 400.000 10.000 114.000 10.000 614.000

Total 330.000 450.000 190.000 144.000 3.950.000 5.064.000

III. América del sur

Colombia 50.000 60.000 20.000 20.000 600.000 750.000

Venezuela 30.000 30.000 20.000 10.000 280.000 370.000

Guayanas 4.000 20.000 3.000 3.000 70.000 100.000

Ecuador 40.000 60.000 20.000 10.000 450.000 580.000

Perú 70.000 60.000 40.000 30.000 1.400.000 1.600.000

Bolivia 50.000 30.000 15.000 5.000 750.000 850.000

Brasil 70.000 100.000 50.000 30.000 700.000 950.000

Paraguay 20.000 10.000 15.000 5.000 200.000 250.000

Uruguay 5.000 5.000

Argentina 50.000 10.000 20.000 10.000 250.000 340.000

Chile 15.000 5.000 8.000 2.000 520.000 550.000

Total 399.000 385.000 211.000 125.000 5.225.000 6.345.000

Total de América hacia 1650 849.000 857.000 401.000 269.000 10.035.000 12.411.000

Porcentaje 6,84 % 6,90 % 3,23 % 2,17 % 80,85 % 100 %

Tenemos, pues, hacia mediados del siglo XVII, una población de 10.035.000
indios dentro de una población americana de 12.411.000 habitantes. Se plantean,
ante todo, dos interrogantes: ¿Cómo es posible que, en la inmensa extensión del
continente, donde viven hoy 270 millones de hombres, no hubiera entonces más
que 12 millones? ¿Cómo se explica, además, esa disminución de 1.400.000 indios
desde 1650 hasta 1825, en casi dos siglos, en un período en que la población total
del continente casi se ha triplicado? Analicemos rápidamente ambas cuestiones.

Las cifras de Riccioli y de King representan la repercusión europea de dos


realidades: 1°, la enorme extensión del continente nuevo (40 millones de
kilómetros cuadrados); 2°, la densidad de los dos grandes núcleos de la
civilización americana, el Virreinato de la Nueva España y el Virreinato del Perú.
Y quizá también de algo más: los relatos fantásticos que llegaban a Europa sobre
la grandeza y la riqueza americanas77. En 1653, cuando el P. Bernabé Cobo,
después de 57 años de permanencia en América, se pone a escribir su Historia del
Nuevo Mundo, dedica un capítulo a estudiar «de cómo una tierra tan extendida,
rica y fértil como ésta y de quien tantas grandezas y maravillas ha publicado la
fama por todo el mundo, fuese tan poco poblada» 78. Y lo explica por causas
diversas: la falta de agua en unas regiones, el exceso de agua en otras, la
abundancia de montes, el rigor del clima, los salitrales, las tierras arenosas,
fragosas y empinadas, y las guerras entre los indios. En aquella época los viajeros
que se alejaban de los dos grandes centros virreinales recibían la impresión de un
vasto desierto, y las expediciones misioneras o conquistadoras caían en el
desamparo y en la indigencia. Aun hoy no es otra la impresión que se recoge
apenas traspone uno el umbral de las grandes capitales, enteramente modernas.
Es aleccionador el ejemplo de los Estados Unidos. Los cálculos sobre la población
que albergaba el actual territorio estadounidense antes de la llegada del blanco
oscilan entre 400.000 y dos millones (846.000 calcula un investigador tan
autorizado como James Mooney). ¿Está ello en relación con los 130 millones de
la población de 1940?. La faz de América se ha transformado a tal punto que las
regiones más desiertas de la época del descubrimiento son hoy las más ricas y
pobladas. En los cálculos hay que atenerse, pues, a las condiciones históricas, y
no proyectar al pasado las imágenes de la actualidad.

Además, las cifras de Riccioli y de King no fueron la única repercusión europea de


la realidad americana. La escasa población de América preocupó a los naturalistas
y pensadores europeos desde el día siguiente de la conquista. Bacon la explicaba
por un diluvio reciente; Buffon porque había sido poblada en época cercana a la
llegada de los españoles; Voltaire porque estaba cubierta de pantanos que
infestaban el aire y llena de un número prodigioso de ponzoñas. Raynal se
apiadaba de «este hemisferio baldío y despoblado»79.
Dos pensadores europeos del siglo XVIII dicen algo más. Montesquieu atribuye
la despoblación a la conquista española: “Los españoles, desesperando de retener
en la fidelidad a las naciones vencidas, tomaron el partido de exterminarlas y de
enviar en su lugar, desde España, pueblos fieles. ¡Jamás un designio tan horrible
fue ejecutado más puntualmente! Y así se vio que un pueblo tan numeroso como
todos los de la Europa juntos desaparecía de la tierra a la llegada de esos bárbaros,
que parecían, al descubrir las Indias, no haber pensado más que en descubrir a
los hombres cuál era el último extremo de la crueldad”. Después de cumplido
puntualmente ese designio, habían fracasado — por una fatalidad que llama
justicia divina — en la repoblación, «porque los destructores se destruyen a sí
mismos y se consumen todos los días». Con más hondura se ocupaba de América
Adam Smith. Después de analizar el grado de cultura material de la América
precolombina, se refiere especialmente a Méjico y el Perú: «A pesar de la
disminución que no pudo menos de ocasionar en sus naturales el hecho de la
conquista, estos dos imperios están al presente mucho más poblados que lo que
pudieron estar antes de ella; porque no podemos negar que las colonias españolas
son por muchos respectos y ventajas muy superiores al estado de los antiguos
indios»80.

Si la imaginación europea pudo deslumbrarse con los fantásticos relatos de la


jornada de Cortés hasta Méjico o de Pizarro hasta el Cuzco, y aun enceguecerse
con el fulgor de sus triunfos, la mirada serena debía ver también la expedición de
Cabeza de Vaca o de Hernando de Soto a la Florida, la de Ambrosio Alfinger a
Venezuela, la de Almagro a Chile, la de Garcilaso a la Buenaventura, la de Gonzalo
Pizarro a la Canela o la de Pedro de Mendoza al Río de la Plata. Penurias tales no
las conoció la historia de las empresas humanas en ninguna otra región del globo.

En 1650 era todavía raro en América el empleo de un rudimentario arado


introducido por el colonizador europeo. Subsistían en casi todas partes los
instrumentos de madera o de piedra de la agricultura indígena. América había
hecho enormes progresos en el cultivo ganadero, de introducción europea (antes
de Colón sólo se criaban llamas y alpacas en el Perú). La mayor parte del
continente era selva o estepa. Inmensas regiones de los Estados Unidos, Canadá
y la Argentina, hoy el granero del mundo, desconocían enteramente la agricultura
y estaban casi despobladas. Los restos del imperio azteca y del imperio incaico
constituían un oasis dentro del inmenso desierto americano81. En Europa
persistía, sin embargo, el espejismo de la grandeza americana. Con Cervantes, que
intentó en vano venir a América, suena ya la nota de desencanto: las Indias,
“engaño común de muchos y remedio particular de pocos”.

¿En qué circunstancias se produce el retroceso de la población indígena de


América en este período? Estaban cumplidas las grandes empresas
conquistadoras del siglo XVI, y la obra colonizadora abarcaba ya los grandes
núcleos de la civilización americana. Pero no estaba terminada la conquista, que,
en rigor, se prolonga hasta nuestros días.

En 1606 se inició la colonización inglesa en América, que adquirió en seguida


caracteres violentos; el colono no se propuso convivir con el indio, sino
desalojarlo; aunque hubo tentativas de convivencia pacífica y se firmaron tratados
de paz y alianzas militares (el hecho más notable en este sentido fue el casamiento,
en Virginia, de Pocahontas, hija del cacique Powhatan, con un gentilhombre
inglés) y hasta se reguló la compra de tierras, la guerra fue casi continua en los
siglos XVII y XVIII, y la frontera se desplazaba cada vez más hacia el oeste; los
indios capturados se vendían como esclavos, y así llegaron hasta los puertos de
Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli; los incidentes de frontera provocaban
expediciones punitivas, que alguna vez se organizaron con la idea de exterminar
a los pieles rojas; se acusa a los colonos de haber difundido bebidas alcohólicas,
de haber puesto veneno en los alimentos y bebidas, y hasta de haber llegado a
propagar entre los indios, intencionalmente, epidemias de viruelas; en la lucha
con los indios los colonos adoptaron la costumbre indígena de traer como trofeo
de guerra las cabelleras de los vencidos, práctica defendida en Parlamento inglés
por Lord Suffolk, Secretario de Estado, y hasta se dedicaron a la caza de
cabelleras, estimulada a buen precio; el país fue ganado para el colono blanco y
para el esclavo negro; el indio quedó confinado en las reservas82.

En el Brasil, sertanistas y bandeirantes abrían el camino del interior, asaltando


las poblaciones indígenas a sangre y fuego y capturando indios esclavos para
venderlos en los puertos de la costa y hasta en los puertos de Portugal; todavía en
el XVIII se acusa a los portugueses de haber utilizado perros en la cacería de
indios, de haber envenenado los comestibles de los indios y de haber llevado su
espíritu de venganza hasta el punto de atar indios en la boca de los cañones83. Se
hizo proverbial en el Brasil que los indios necesitaban tres p: palo, paño, pan (pao,
paño, päo). Pero no todo es historia luctuosa: un cacique tupí de Río de Janeiro y
otro cacique pitiguar, llamado Antonio Philippe Camarao, recibieron título de
condes por servicios prestados a la corona portuguesa.
En el Río de la Plata y en Chile alternaban dos políticas, según las circunstancias:
a veces la política de mano tendida, la prohibición del repartimiento y del servicio
personal, la conquista pacífica y, cuanto más, la guerra defensiva; otras veces la
campaña exterminadora, sin cuartel, la caza de indios esclavos, a los que se llegó
a marcar en la frente84. Los siglos XVII y XVIII están llenos de incursiones de los
indios contra las poblaciones blancas (malones) para robar caballos, ganado o
cautivas o para vengar agravios, y de expediciones contra los indios (malocas)
para cazar esclavos y hasta para exterminar tribus rebeldes, en las que casi
siempre pagaban justos por pecadores, tribus pacíficas por tribus guerreras. A
mediados del siglo XVII, Chile — la más rebelde de las colonias españolas — se
transformó en campo de cacería; la venta de indios era remuneradora, y ante la
dificultad de apresar indios rebeldes se empezó a vender indios pacíficos 85.

La guerra de fronteras era general en toda la periferia del imperio colonial. En el


Orinoco los misioneros organizaban periódicamente incursiones entre los indios
infieles y se apoderaban de niños, mujeres y viejos; asignaban los niños a las
misiones como poitos —dice Humboldt—, «de hecho esclavos durante ocho o diez
años, hasta que se casaban»86. Y en todo el continente proseguían su marcha las
pequeñas expediciones, fundadoras de pueblos y fortines y pacificadoras de indios
bravos, o las entradas, no siempre pacíficas, de los misioneros para engrosar con
indios cimarrones o montaraces la población fluctuante de las reducciones.

En la conquista del interior del continente y en la pacificación del indio bravo el


conquistador blanco contó siempre con la ayuda de los indios de paz o los indios
amigos, que en las malocas, en las incursiones de los bandeirantes o en las
cacerías de los anglosajones se ensañaron a veces más que el europeo en acciones
de venganza. Indios tuvo también el blanco como auxiliar en la lucha contra otros
blancos: en las guerras entre españoles e ingleses, entre ingleses y franceses, entre
portugueses y españoles, entre portugueses y franceses, entre portugueses y
holandeses. Y es curioso señalar que en la expedición holandesa a África para
conquistar Sao Paulo de Loanda participaron 200 guerreros tapuyos del Brasil
como tropas auxiliares87.

La historia se detiene a veces con especial delectación en el relato de los actos de


crueldad y de barbarie, en los hechos monstruosos, en las arbitrariedades e
injusticias, en lo catastrófico. Las luchas fronterizas entre colonos e indios, con
sus contornos de ferocidad, no se pueden reducir esquemáticamente una lucha
entre civilización y barbarie: la frontera fue muchas veces la frontera de dos
barbaries. Pero de todos modos es más decisiva, en el destino de la población
indígena del continente, la situación del indio en la zona nuclear, en las vastas
regiones del imperio colonial español. Veamos el reflejo de la obra colonizadora
de España en uno de los núcleos fundamentales de la América india: el Virreinato
del Perú.

Al superponerse las pequeñas huestes de conquistadores sobre las jerarquías


caciquiles del régimen indígena, el indio se transformó en abastecedor de mano
de obra. La política colonial — por imperativos de subsistencia — procuró
mantener y aumentar esa mano de obra. La historia del indio en este período es
la historia del régimen de trabajo, en lo fundamental de la encomienda y la mita.

El viejo sistema del repartimiento, que tan malos frutos había dado en las Antillas,
se había modificado bastante en el proceso de adaptación a las nuevas ideas
jurídicas de España y a las condiciones americanas88. Se había llegado a prohibir,
en general, el reparto de indios con servicio personal, antiguo trofeo de la
conquista, aunque circunstancialmente se aplicó en muchas regiones contra las
disposiciones legales89. El que tenía una cantidad de indios en encomienda o bien
el rey, recibía del indio el pago de un tributo: en general un peso y media fanega
de maíz al año por cada indio de dieciocho a cincuenta años; a veces el monto del
tributo lo tasaban a su arbitrio las autoridades locales. La encomienda se había
transformado, pues, en un medio de recaudación en beneficio de particulares o
de la corona. En 1631, por ejemplo, las encomiendas de particulares de toda la
América española tributaban la cantidad de 871.000 ducados90, que se cobraban
en dinero, en especie o bajo la forma de trabajo personal. La corona empezó poco
a poco a absorber las encomiendas de particulares, hasta que las abolió por Real
Cédula del 12 de julio de 1720; en Chile se restablecieron en 1724 y fueron abolidas
definitivamente en 1789. Supervivencias de la encomienda quedaron, sin
embargo, hasta las postrimerías del régimen colonial. La administración empezó
a vender las tierras. De las formas señoriales el indio fue pasando al régimen de
la propiedad privada.

Pero en la medida en que la encomienda dejó de resolver el apremiante problema


de la mano de obra, surgió el servicio personal forzoso, que en el Perú se hizo
célebre con el nombre indígena de mita (en Méjico se llamó cuatequil). El indio
tuvo que servir periódicamente, por tandas (palabra también indígena), en la
explotación minera, en la agricultura, en los obrajes, en la pesquería de perlas, en
el transporte, en las plantaciones, en obras públicas y hasta en el servicio
doméstico.

Los testimonios sobre la práctica de la mita son divergentes. Por un lado, hablan
de miles de indios reclutados militarmente, que abandonan sus tierras y marchan,
con sus mujeres y sus hijos, con su ganado y sus provisiones, a través de
centenares de quilómetros, para ir a trabajar medio año en las minas, en
condiciones que no les permitían el regreso y los obligaban a continuar el trabajo
para poder vivir. Y así don Diego de Luna, hacia 1630, en un memorial dirigido a
Su Majestad91, afirma que sólo quedaba un tercio de los indios apartados por el
virrey Toledo para trabajar en las minas de mercurio de Huancavelica y que la
mita amenazaba con la extinción total de los indios. Por el otro lado testimonios
de una mita bienhechora, que en el servicio doméstico duraba de ocho a quince
días, que ofrecía salarios razonables, aun durante el viaje de ida y vuelta, y que se
desenvolvía en condiciones de trabajo mejores que las europeas de la época.

Y no falta quien presenta al indio ofreciéndose voluntariamente para la mita


minera: el indio prolonga por sí solo el trabajo «y hasta se convida a doblarlo»
para ganar más92. Las dos imágenes responden sin duda a una visión de
propaganda, sin matices. La historia del trabajo humano confirma más bien la
primera que la segunda.

Quizá más que la mita misma, lo que repercutía desfavorablemente sobre el


desarrollo de la población era el traslado de los indios de unas regiones a otras.
Todavía en 1804 observaba Humboldt que los campos del Perú, al menos en su
parte más meridional, se despoblaban a causa de la mita, «ley bárbara que fuerza
al indio a dejar sus hogares y trasplantarse a provincias lejanas, en donde faltan
brazos para beneficiar las riquezas subterráneas». Pero agrega: «No es tanto el
trabajo como la mudanza repentina de clima lo que hace la mita tan perniciosa
para la conservación de los indios». Aunque la legislación colonial — que
prolongaba en esto la política incaica — estipulaba que los indios no debían ser
trasladados de un clima a otro contrario, en la práctica las disposiciones se
desatendieron con frecuencia, ocasionando lo que Carlos Monge llama «la
agresión climática». En 1621 el Príncipe de Esquilache se quejaba de que se
permitiera que los indios «se muden a servir de unos temples a otros», y hacia
fines del siglo, Melchor de Liñán (1678-1681) decía que los indios de la Sierra
trasladados a los Llanos se mueren o se vuelven93.
El régimen de trabajo involucraba también formas políticas. Del engranaje
colonial — Rey, Consejo de Indias, Virrey, Audiencia — el indio conoció poco. Para
él el régimen era el corregidor, en el que convergían atribuciones ejecutivas,
legislativas y judiciales. Al corregidor le correspondía — directamente o por medio
de tenientes — la recaudación de los tributos, la vigilancia de las encomiendas y
de la mita y la fiscalización del comercio local. Además, mantener la paz, asegurar
el orden y contribuir a la propagación del cristianismo entre los indios. Agréguese
que se transformaron en comerciantes, a favor de una autorización limitada, y
que, comerciantes privilegiados, tuvieron a su servicio todos los resortes del poder
para imponer la mercancía. La ley hizo de ellos -dice Solórzano— «ángeles
custodios de las provincias e indios». La realidad los transformó — es la expresión
de un virrey — en «diptongos de comerciantes y jueces. En 1688 la marquesa de
Barinas, en carta al Rey, decía — jugando con las cifras, como era habitual — que
la crueldad de los corregidores y de otros funcionarios había exterminado a unos
12 millones de indios en Hispanoamérica94. No es extraño, pues, que en 1780,
Túpac Amaru, al querer vengar los agravios de su raza, ordene continuamente a
sus subordinados el exterminio de los corregidores. Y pretende hacerlo en nombre
del rey de España: «Tengo orden superior para extinguir corregidores» 95.

La sociedad colonial estaba estructurada en una serie de castas, delineadas con


más nitidez en Méjico y Lima que en las restantes regiones, aunque sin llegar
nunca, desde luego, al rigor de las castas de la India. Había varias castas
principales: 1° los blancos o españoles, entre los cuales se distinguían los
españoles europeos, llamados en Méjico vulgarmente gachupines y en el Perú
chapetones, y los españoles americanos, llamados también simplemente
americanos o criollos; 2° los indios; 3° los mestizos, mezcla de indios y blancos;
4° los negros que podían ser libres o esclavos; 5° los mulatos, descendientes de
negro y blanco, que también podían ser libres o esclavos; 6° los zambos o
zambaigos, descendientes de negro e indio. Los mestizos, mulatos y zambos, así
como los resultados de la mezcla de estos tres, se designaban con el nombre de
casta de mezcla. Los distintos resultados del mestizaje tenían designaciones
variadísimas, algunas muy pintorescas: castizo, morisco, albino, tornaatrás o
saltaatrás, lobo, cambujo, albarazado, barcino, coyote, chamizo, ahí te estás, tente
en el aire, no te entiendo y muchas otras, sin contar la nomenclatura, de
apariencia más científica: tercerón, cuarterón, quinterón, etcétera 96. El indio se
estaba diluyendo en el mestizaje. Legalmente era libre — salvo, como hemos visto,
el indio apresado en guerra —, y su situación jurídica era superior a la del negro o
el mulato.
La introducción del negro, destinada en parte a relevar al indio de ciertas formas
de trabajo, vino a empeorar la situación de la población indígena El negro fracasó
en el trabajo minero, pero desplazó al indio de las plantaciones, lo desalojó de la
costa y lo sustituyó en gran parte del trabajo urbano, Los negros y mulatos
llegaron hasta las poblaciones apartadas del interior participando aun en el
trabajo agrícola. Las autoridades y los particulares preferían los negros esclavos a
los indios, protegidos por la legislación. Aun en un país de gran población
indígena como el Perú, Mendo de Mota y el Conde de Villamar se dirigen a Felipe
III señalando la escasez de gente para la labranza, “porque fueron faltando los
naturales de la tierra y los españoles no se ocupan de esos servicios” y defendiendo
la introducción de negros esclavos, “que son de grandísima utilidad”97. Pero ya a
los ocho meses de la fundación de Lima el Cabildo de la Ciudad daba ordenanzas
sobre los daños que los negros, que debían trabajar en las haciendas de la costa,
hacían a los indios. Y en las trágicas guerras del Perú hubo negros esclavos que
sembraron el espanto entre los pobladores. Las Leyes de Indias (Recopilación,
libro VI, título III, ley XXI) tuvieron que prohibir que los negros y mulatos
viviesen en pueblos de indios. En 1615 dice el marqués de Montesclaros, virrey del
Perú: «Cada uno de estos negros y mulatos es rayo contra los indios» 98. El indio
quedó relegado a la gleba, y su industria fue suplantada por la industria
occidental, en la que era más hábil el blanco y más resistente el negro.

La población indígena disminuía. En las postrimerías del régimen colonial


estudiaba Humboldt las causas que detenían periódicamente el crecimiento de la
población mejicana, especialmente de la india. Señala entre esas causas las
viruelas, el matlazáhuatl (una especie de fiebre amarilla, de origen indígena) y
sobre todo el hambre. En 1779 las viruelas mataron más de 9.000 personas en la
ciudad de Méjico. El matlazáhuatl, que se manifestaba de siglo en siglo, se
desencadenó en 1736-1737, y a él se atribuye — sin duda reiteradamente — la
muerte de las dos terceras partes de la población del virreinato; el terror persistió
durante varias generaciones99. En la noche del 2S de agosto de 1784 se heló la
cosecha de maíz, y la falta de alimentos causó enfermedades asténicas que
ocasionaron la muerte de más de 300.000 personas en todo el reino de la Nueva
España100. Las enfermedades del viejo mundo - viruelas, sarampión, escarlatina,
malaria, difteria, influenza, tuberculosis, cólera —, para algunas de las cuales el
europeo tenía cierta inmunidad, fueron particularmente mortíferas para los
indios, y es opinión general que causaron más estragos que las armas europeas.
El indio tuvo un extraño privilegio: el matlazáhuatl — de origen americano — no
atacaba al blanco. Esa vulnerabilidad del indio ante las epidemias, en contraste
con su extraordinaria resistencia para los malos tratos y para el trabajo, se expresó
en una fórmula, que se remonta a Cosme Bueno: «los indios tienen los huesos
duros y las carnes blandas».

El indio no contempló impasible y manso el juego de las fuerzas destructoras.


¿Podía ser una raza caduca y decadente la que, desde la conquista hasta nuestros
días, no ha abandonado la esperanza de restaurar el imperio de sus antepasados
y se ha lanzado tantas veces a vengar agravios y abusos, con el ansia de
sobreponerse a la servidumbre económica y política y volver a ser dueña de su
tierra? Las guerras de los creeks contra los norteamericanos, las sublevaciones
siempre renovadas de los araucanos, las múltiples tentativas para restaurar el
imperio de Moctezuma y de Atahualpa o la monarquía de los mayas y de los zipas,
los levantamientos repetidos en toda la amplitud del continente y a todo lo largo
de la historia moderna101, representan, sin duda, la lucha por la existencia de una
raza dotada de vitalidad. Se estrellaron—y no podía ser de otro modo — ante la
enorme superioridad política y militar de la organización europea.

Sin embargo, por sombríos que sean los colores con que se pinte la mita y las
condiciones de trabajo del régimen colonial, por abusivos que imaginemos a los
corregidores, por violenta que haya sido la represión de las sublevaciones y de las
incursiones indígenas, por frecuentes que hayan sido las epidemias y los períodos
de hambre, ello no explica por sí solo esa disminución de casi un millón y medio
de indios. Un enorme continente como el americano ofrece, para todos esos
factores, como hemos visto en el estudio del siglo XIX, un amplio margen de
nivelación. Por otra parte, la mita no abarcaba — así rezan las ordenanzas — más
que 1/7 de los indios del Perú, 1/4 en la Nueva España, 1/3 en Chile, 1/12 en el
Paraguay, Tucumán y Río de la Plata. Las minas, a las que se ha atribuido gran
parte de la obra exterminadora (alguien ha llegado a calcular que han muerto
8.285.000 indios en las minas peruanas) 102 ocupaban relativamente muy pocos
indios: la mita del «maldito Cerro de Potosí» oscilaba, desde 1583 hasta 1633,
entre 4.000 y 4.500 indios (en 1688 se redujo a 1.674); en la época de Humboldt
no llegaba a 30.000 el número de personas que trabajaban en las explotaciones
mineras de todo el reino de la Nueva España, es decir, menos de 1/200 de la
población total103. Además, la mita no existía en la Nueva España en la época de
Humboldt y el indio no trabajaba en las minas si no le convenía. Antonio de Ulloa,
que había estado en el Perú y que no ha idealizado de ningún modo las excelencias
del régimen, decía en sus Noticias americanas, publicadas en 1772: «El
aguardiente mata cada año cincuenta veces más indios que las minas». A pesar de
la minería, la economía mejicana y la economía peruana eran fundamentalmente
agrícolas. Y hay un hecho evidente: en las postrimerías del régimen colonial las
comunidades indígenas, casi intactas, conservaban sus tierras.

Además, junto a los factores destructivos, que respondían al juego natural de las
fuerzas económicas, el régimen se esforzó, por imperativos naturales de
subsistencia, en estimular el crecimiento de la población. Las misiones mejoraron
sin duda la situación material de los indios, y en la región del Río de la Plata las
misiones jesuíticas llegaron a reunir alrededor de 100.000 indios durante un siglo
y medio (1610-1768). Las autoridades peninsulares y americanas veían con
angustia la disminución de los indios, y al anhelo de conservarlos respondía la
legislación, muchas veces tutelar. Las medidas profilácticas y sanitarias
amortiguaron a veces la mortalidad de las epidemias, y ya en las postrimerías de
la colonia, en 1804, llegaron a América las comisiones reales encargadas de
introducir la vacuna. El régimen colonial introdujo, además, nuevos
procedimientos agrícolas y nuevos productos (desde el segundo viaje de Colón),
destinados a revolucionar la agricultura del Nuevo Mundo: trigo, cebada, arroz,
caña de azúcar, vid, olivo, lino, naranja, etcétera. Además, el ganado vacuno,
lanar, porcino y caballar y las aves domésticas de Europa, que proliferaron
extraordinariamente (ya en los siglos XVII y XVIII había ganado salvaje
abundante en algunas regiones), proporcionaron nuevos medios de subsistencia
y fueron con el tiempo la base de nuevas industrias y de nueva riqueza, con el
consiguiente desarrollo demográfico. Aunque el cambio en el régimen alimenticio
produjo algunos trastornos iniciales (los indios se quejaban de que las comidas
calientes y el exceso de carne acortaban la duración de la vida), la población se fue
adaptando en gran parte. Ya en los documentos de los siglos XVI y XVII es
frecuente encontrar noticias de caciques dueños de tierras y de ganado. Y hemos
visto que Humboldt, que registraba el grado de barbarie, abyección y miseria del
indio americano a fines del siglo XVIII, decía que la población indígena de Méjico
no había cesado de aumentar en el último siglo.

Nada más falso que una imagen rectilínea del crecimiento de los pueblos, Se ha
querido estudiar el desarrollo de la colectividad humana como el de los hongos en
un medio de cultivo, pero los pueblos crecen de manera irregular, con períodos
de estancamiento y de retroceso. En América, en el curso de los últimos siglos, se
extinguieron, sin dejar rastros, pueblos antes florecientes; otros, en cambio,
transformados de nómades en agricultores, alcanzan hoy un desarrollo que nunca
tuvieron. Hemos visto que, a pesar de todos los factores destructivos, la población
indígena ha aumentado en el siglo XIX y sigue aumentando en la actualidad. Los
hechos catastróficos no son por sí solos una causa de descenso demográfico. La
población del mundo, que se calcula hoy en algo más de 2.000 millones de
habitantes, ¿no ha aumentado en unos 500 millones desde 1914? El crecimiento
vertiginoso de la población es un fenómeno moderno, ligado al desarrollo de la
riqueza, a la expansión comercial e industrial y al surgimiento de grandes centros
urbanos. En los siglos XVII y XVIII las condiciones eran muy distintas. Willcox,
que calculaba la población total de América, en 1650, en 13.111.000 habitantes,
cree que un siglo después, en 1750, sólo llegaba a 12.424.000; en 1825 esa
población ascendía a unos 35 millones. La misma población europea ha tenido un
ritmo lento en ese período: Willcox calcula 100 millones de habitantes para 1650
y 140 millones para 1750, o sea un aumento anual medio de 400.000. De 1750 a
1800 se calcula, en cambio, un aumento anual medio de 940.000 habitantes104.
Veamos en especial el desarrollo de la población de España.

Las voces sobre la despoblación de la Península se hacen oír en los siglos XVII y
XVIII con el mismo tono angustioso que en los memoriales enviados desde
América105. A fines del siglo XV (censo de los Reyes Católicos) se calculaban unos
10 millones de habitantes; hacia 1594, ocho millones; hacia 1610, siete millones y
medio, y, de nuevo, en la época de Carlos III (censo de 1787) 10.409.8791 106
¿Cómo se explican las oscilaciones? No basta la expulsión de judíos y moriscos, ni
la emigración a América107, ni las guerras, ni la carestía de la vida y los impuestos,
ni otros hechos episódicos o externos. Es indudable que ésos fueron factores de
disminución, pero ¿por qué no los compensó y superó la vida española? Un pueblo
dotado de condiciones biológicas de supervivencia presenta históricamente,
según esté animado o no de un impulso de expansión vital, épocas de proliferación
y de estancamiento. El crecimiento o el retroceso demográfico son índices de
prosperidad o de decadencia (sólo episódicamente se deben a causas catastróficas
como guerras, epidemias, etc.). Decadencia y despoblación tienen la misma causa.
Decadencia es factor de despoblación y despoblación es factor de decadencia. La
disminución de la población indígena de América desde 1650 hasta 1825 ¿no será,
como las oscilaciones de la población peninsular, un signo más de la decadencia
de España?

Como empresa económica las Indias ya no eran lo que habían sido. El Inca
Garcilaso podía, a principios del siglo XVII, enorgullecerse de que el Perú había
enriquecido a España y a todo el Viejo Mundo: «Es cosa cierta y notoria — dice —
que dentro de pocos días que la armada del Perú entra en Sevilla, suena su voz
hasta las últimas provincias del viejo orbe; porque como el trato y contrato de los
hombres se comunique y pase de una provincia a otra y de un reino a otro, y todo
esté colgado de la esperanza del dinero, y aquel Imperio sea un mar de oro y plata,
llegan sus crescientes a bañar y llenar de contento y riquezas a todas las naciones
del mundo»108. Se calcula que entre 1590 y 1600 el producto neto de la
explotación española del Nuevo Mundo llegó a siete millones de pesos anuales.
En 1651 bajó a un millón de pesos109.

De todos modos, de esa disminución de un millón y medio de indios sólo


corresponde poco más de medio millón a la América española. El resto se
distribuye entre la América portuguesa, inglesa, francesa, holandesa y danesa.
V. La población indígena hacia 1570

Sobre esta época, que representa el momento culminante del imperio colonial
español, abunda la documentación impresa e inédita. Tomaremos como base de
nuestros cálculos los datos de la Geografía de López de Velasco (1571-1574), que
complementaremos con noticias de otras fuentes110.

López de Velasco, cosmógrafo-cronista de las Indias, dispuso de toda clase de


documentos, especialmente las tasaciones y libros de la Real Hacienda. Sus cifras
no tienen, sin embargo, más que un valor aproximado. Aun prescindiendo de las
frecuentes inexactitudes (a veces resulta que una de las partes es mayor que el
todo), hay que tener en cuenta que las Indias de su tiempo eran solo mía parte del
continente. Quedaban aún por conquistar y colonizar, apenas exploradas, las
inmensas regiones al norte de California y de la Florida y el corazón mismo del
continente.

Además, López de Velasco y la documentación coetánea no registran casi nunca


más que cantidad de indios tributarios. ¿Es posible reducir esas cifras a población
indígena? No había aún una legislación uniforme sobre los tributos de los indios:
la ley que limitaba el tributo a los indios de dieciocho a cincuenta años es del 5 de
julio de 1578, y la que eximía de él a las mujeres, del 10 de octubre de 1618111.
López de Velasco, al consignar la cantidad de tributarios, repite insistentemente
que no figuran los viejos, las mujeres, los niños, los por casar, los viudos, los
muchos que se esconden para rehuir los tributos, los que no están pacíficos y, en
fin, los que no están convertidos ni reducidos a pueblos. Pero parece que no
siempre era así.

Hacia la misma época, Alonso de Zurita112 escribía a Felipe II un informe


apasionado contra los tributos. Se ha dado ocasión — dice — de que se cobren a
cojos, lisiados, ciegos, pobres y otros miserables que no pueden trabajar ni tienen
qué comer», y «de los menores y de mozas doncellas que no tienen con qué
sustentar» y «hasta se ponen en cuenta los niños de teta y todos los que están en
poder de sus padres».

Vargas y Machuca, en sus Apologías y discursos de las conquistas occidentales,


obra terminada en 1602, menciona la gente que no pagaba tributo, además de los
mestizos y zambaigos: muchos indios ladinos yanaconas, que sirven como
domésticos en las ciudades de españoles, así varones como hembras, «que es una
grande cantidad»; los numerosos oficiales que habitan en las ciudades; los indios
que andan vagando fuera de sus pueblos originarios, ocupados en tierras
extrañas, en estancias de ganados, ingenios de azúcar, minas u otras granjerías y
en jornadas, «que también multiplican el número y acrecientan la tierra, y no se
acuerdan los caciques dellos», y aun muchos indios que los caciques ocultan
porque los reservan para tener de ellos particular tributo y servidumbre 113.

En la Nueva España y en Guatemala pagaban tributo las mujeres, hasta las


doncellas, pero no en el Perú: «Nunca vi ni entendí — dice Solórzano Pereyra, que
fue oidor de la Audiencia de Lima — que a las mujeres se les cargase tributo
alguno, teniéndolas por libres y exentas dél, como lo son de los demás cargos,
oficios y servicios personales y corporales, por razón de la flaqueza de su sexo»114.
El distinto criterio en la tributación tiene que reflejarse de manera distinta en la
estadística. El licenciado Matienzo, el famoso jurista indiano, escribió su
Gobierno del Perú en la misma época de Velasco115. Era oidor de la Audiencia de
La Plata (Charcas), y en la visita que se hizo al reino del Perú, de 1650 a 1561, dice
que había 535.000 indios tributarios «y cinco tantos que no eran tributarios».

Un documento de 1561, que encontramos en la Colección Muñoz116, nos lleva más


cerca de la realidad. Registra para el virreinato del Perú 396.866 indios tributarios
de dieciséis a cincuenta años y una población («personas de todas edades») de
1.758.563 habitantes, es decir, una relación de 1 por 4,43. Pero aun hay más; en
ese documento hay dos clases de cifras: en unos casos se multiplica
automáticamente el número de tributarios por cinco; en otros casos, en que
parece que efectivamente se ha hecho un recuento, la proporción entre ambas
cifras es mucho menor, y a veces de 1 por 2117.

A conclusiones semejantes se llega si de las estadísticas actuales de los países


americanos, especialmente de los que tienen abundante población indígena, se
toman los grupos de edades. La población masculina en edad de trabajar (de
quince a sesenta años) oscila alrededor del 25 por ciento de la población total118.

En vista de estas consideraciones, y teniendo en cuenta que los testimonios


divergentes indican criterio divergente en la tributación, utilizamos en cada país,
para reducir indios tributarios a población indígena, un factor variable entre 4 y
5119. Agregamos, además, con ayuda de datos suplementarios, y teniendo en
cuenta el desarrollo histórico, una cantidad aproximada que nos permita llegar a
cifras de conjunto. Con un criterio análogo reducimos también la cantidad de
vecinos españoles que nos dan los padrones a población blanca 120. Hemos
elaborado así el siguiente cuadro de la población americana hacia el año 1570:

4. POBLACIÓN DE AMÉRICA HACIA 1570

Pueblos Negros,
Población Indios Población Población
de Vecinos Mestizos
blanca tributarios indígena Total
Blancos y Mulatos

I. América al norte de Méjico. 2 300 2.000 2.500 1.000.000 1.004.500

II. Méjico, Centroamérica


y Antillas

Méjico 35 6.464 30.000 25.000 773.000 3.500.000 3.555.000

América Central 26 3.050 15.000 10.000 120.000 550.000 575.000

Haití y Santo Domingo 10 1.000 5.000 30.000 100 500 35.500

Cuba 8 240 1.200 15.000 270 1.350 17.550

Puerto Rico 3 200 1.000 10.000 300 11.300

Jamaica 3 300 1.000 Extinguidos 1.300

Resto de las Antillas 20.000 20.000

Total 85 10.954 52.500 91.000 893.370 4.072.150 4.215.650

III. América del sur

Colombia 30 2.000 10.000 15.000 170.000 800.000 825.000

Venezuela 12 260 2.000 5.000 60.000 300.000 307.000

Guayanas 100.000 100.000

Ecuador 30 1.300 6.500 10.000 190.000 400.000 416.500

Perú 15 5.000 25.000 60.000 300.000 1.500.000 1.585.000

Bolivia 6 1.350 7.000 30.000 160.000 700.000 737.000

Paraguay 1 300 3.000 5.000 250.000 258.000

Argentina 2 2.000 4.000 300.000 306.000

Uruguay 5.000 5.000

Brasil 2.340 20.000 30.000 800.000 850.000

Chile 11 1.900 10.000 10.000 100.000 600.000 620.000

Total 107 14.450 85.500 169.000 980.000 5.755.000 6.009.500

Total de América hacia 1570 194 25.704 140.000 262.500 1.873.370 10.827.150 11.229.650

Porcentaje 1,25 % 2,34 % 96,41 % 100 %


Comparando las cifras de este cuadro121 con las de 1650, resulta que en el término
de ochenta años la población ha disminuido en unos 800.000 indios y ha
aumentado en 1.200.000 habitantes aproximadamente. En 1570 había terminado
la conquista propiamente dicha y estaba en pleno proceso la colonización: las
capitulaciones — por orden de Felipe II, desde julio de 1573 — evitaban la palabra
conquista y usaban pacificación o población. Dado el valor puramente hipotético
de las cifras de 1570 y 1650, sería aventurado ensayar interpretaciones. Parece
evidente que en conjunto la población india disminuyó en esa época. La
documentación lo registra de manera reiterada, insistente. Las cifras, más que un
valor real, tienen un valor simbólico.

Así nos dicen que en el Nuevo Reino de Granada (actualmente Colombia),


Antioquia pasa de 100.000 indios a 800 en cincuenta años; la provincia de
Anzerma, de 40.000 a 800; Timaná, de 20.000 a 700 en cuarenta años;
Almaguer, de 15.000 a 2.000 en treinta años. En la Audiencia de Quito, la ciudad
de Jaén pasa de 20.000 indios de repartimiento a 1.500. En Méjico, de 100.000
indios de Cholula y otros tantos de Tlascala no quedan más que 300, y
Ocelotepeque, que tenía 30.000 indios, no tiene más que 800 en 1609. En la
región del Río de la Plata, Santiago del Estero tenía, en 1583, 12.000 indios en
encomiendas; en menos de un siglo no quedaban 500; Córdoba en las mismas
fechas había disminuido de 12.000 indios de encomienda a 100. En el Perú, de
unos dos millones que había en los llanos, desde Lima a Paita, no quedaban más
de 16.000. Los testimonios de este tipo son abundantísimos y se repiten en toda
la extensión del continente122, alternando alguna vez con noticias de que los
indios aumentan123. Se ha llegado a hablar de «catástrofe demográfica». En 1586,
fray Rodrigo de Loaysa, en un Memorial dirigido desde el Perú al rey de España
dice: «avisaré a Vuestra Católica Majestad de los trabajos que los miserables
indios padecen, con los cuales se van consumiendo y acabando con tanta priesa
que, de ocho años a esta parte, faltan la mitad de los indios, y de aquí a otros ocho
se acabarán todos si no se pone remedio»124.

Las causas que se dan son en todas partes las mismas: las formas de trabajo, el
régimen de las encomiendas, los abusos y arbitrariedades, las guerras entre las
tribus o contra los españoles y, sobre todo, las epidemias, los temidos cocolistes,
como las llamaban en Méjico (del mejicano cocoliztli)125. Si esas cifras hubieran
sido aproximadas, no habría quedado efectivamente ni un solo indio en pocos
años. Hay que admitir que la realidad americana era mucho más compleja que la
imagen que nos proporcionan.
De todos modos, dentro de su exageración testimonian un hecho: en general el
indio era reacio a la obra colonizadora y abandonaba con frecuencia las ciudades,
las aldeas y las reducciones; tribus indígenas que poblaban las costas o regiones
del interior se replegaban hacia zonas más inaccesibles — como pasa aún hoy —
ante la proximidad de las nuevas poblaciones y del engranaje colonizador. “Hacen
y deshacen sus casas con poco trabajo” — dice un informe mejicano de 1532 126.
La colonización representó el surgimiento repentino de miles de nuevos centros
poblados, a veces superpuestos a los antiguos, a muy distantes, con escasa
población española y abundante población india; significó la reagrupación de la
población indígena del continente y su incorporación a formas nuevas de vida y
de trabajo. Desaparecían unas ciudades y aparecían otras, animadas de nuevo
impulso. Se despoblaban unas regiones para poblarse otras, más ricas o más
explotables. El proceso es de todos los tiempos, más rápido y visible, desde luego,
en los períodos de conquista y colonización. Más que de una extinción a ritmo
vertiginoso, se trataba en unos casos de desplazamiento de pueblos ante las
nuevas necesidades; en otros la continuación, ante el avance del blanco, del viejo
proceso migratorio, tan animado en la América precolombina.

Esos testimonios son también expresión de otra realidad: el clamor de las


autoridades civiles y eclesiásticas a favor del indio. El régimen colonial se
encontraba en uno de sus momentos de mayor esplendor, y también de mayor
actividad. La corona, con la conciencia de la grandeza de su mundo colonial,
desplegaba verdadero fervor constructivo, quería regular la vida administrativa,
reglamentar el trabajo, fomentar la riqueza. Pedía para ello continuos informes
sobre la situación de los reinos, de las gobernaciones y hasta de los pueblos de
españoles y de indios; quería saber cuál era la situación de los indios antes y
después de la conquista, si los indios habían aumentado o disminuido, y las causas
y estimulaba el afán de estudio y la preocupación por las poblaciones indígenas127.

De ningún período abundan tanto los memoriales, los informes, las relaciones
históricas y geográficas, los recuentos estadísticos. Era la época de Felipe II. «el
rey papelero». La corona, para responder a las crecientes necesidades de la
colonización, quería salvaguardar la población indígena. Necesidades cristianas y
humanitarias se unían sin duda a la necesidad de mano de obra. El encomendero
debía tener interés en conservar la vida de los indios, sus indios. Y ese interés se
extendía a las autoridades, que debían percibir el tributo de las encomiendas
reales. A principios del siglo XVII, en tiempos del virrey Montesclaros — según
Coroléu —, se oía decir a los descendientes de los conquistadores: “más quisiera
descubrir aumento de indios que minas de oro y plata”128.

Las fuerzas destructivas fueron sin duda grandes. La colonización fue en general
negativa para el desarrollo de la población indígena, al menos en las primeras
generaciones. Cronistas y misioneros se han detenido en el relato de los hechos
de violencia, de terror y de crueldad, en las arbitrariedades e injusticias. Con esos
elementos, acumulados pacientemente, ha habido autores que han elaborado una
historia macabra de la colonización. Tarea fácil, pero que da una imagen inexacta,
por incompleta. Esos cronistas y esos misioneros que describieron con tanto
patetismo los horrores de la conquista y de la colonización y se convirtieron en
campeones de la población indígena representan también una actitud frente al
indio, representan otra de las formas del contacto entre el blanco y el indio. El
instinto moral y humano del español, que se manifestó en una legislación
ejemplar, en la proclamación de la libertad del indio, en el frecuente matrimonio
legal con mujeres indias y en la incorporación de los mestizos a la sociedad, ha de
haber tenido también su repercusión en la suerte de la población indígena. Las
fuerzas destructivas, sin duda muy grandes, estuvieron compensadas — como en
todas las épocas de la historia americana, como en todas las épocas de la historia
humana — por factores constructivos. La colonización no fue, de ninguna manera,
sólo obra negativa para la población indígena.

Corresponde a esta época la obra del virrey Toledo en el Perú. Las ordenanzas del
virrey Toledo, al que se le llamó el Solón del Perú, reunieron a los indios en
poblaciones, los defendieron contra las arbitrariedades de los encomenderos,
organizaron las comunidades indígenas sobre la base del respeto a la propiedad
del indio y a sus propias autoridades e instituciones, y reglamentaron el trabajo
en las minas. El entrecruzamiento de lo positivo y lo negativo en la obra
colonizadora lo expresó don Rafael Altamira del modo siguiente vez, luchando
entre sí o buscando su mejor armonía, la tendencia utilitaria a explotar al inferior
y el sentimiento de igualdad jurídica, que venció en las clases superiores
intelectualmente, pero que fue tantas veces vencido en la realidad inaccesible a la
acción del Estado o poco permeable a ella”129.

Hacia 1570 la población indígena de todo el continente no llegaba seguramente a


11 millones. Todos los testimonios conducen a cifras moderadas, Poco tiempo
después de los cálculos de López de Velasco, en 1602, el contador Martín de
Irigoyen presentaba un informe a la corona. Se pensaba en la corte — dice — que,
vendidos los indios de toda América a 2.500 pesos el millar, se obtendrían 20
millones de pesos130. Este cálculo presupone una población de ocho millones de
indios sometidos a la corona española.

Hacia 1570, o poco después, escribía también Gabriel de Villalobos su Grandeza


de las Indias, aún inédita. A pesar de crueles guerras y pestes — dice— apenas se
puede andar en España, Francia, Inglaterra, Flandes, Alemania, una jornada en
que a tres o cuatro leguas no se hallen lugares poblados; y en las Indias se andan
20, 30, 50 y 100 leguas despobladas, siendo más fecundas y fértiles y habiendo
sido, poco ha, más pobladas que todas las restantes del mundo.”131

¿Es posible que en tan poco tiempo se hubiese alterado hasta ese punto la
fisonomía del Nuevo Mundo? En 1570 estamos al día siguiente de la conquista.
Aunque el primer viaje de Colón fue en 1492, la conquista se hizo por etapas:
Puerto Rico y Jamaica en 1509; Cuba en 1511; Méjico en 1521; El Salvador en 1523-
1524; Santa Marta (Colombia) en 1525; Venezuela (la costa de Tierra Firme) en
1527; Guatemala en 1528; Perú en 1532; Chile en 1536-1541: el Río de la Plata en
la segunda mitad del XVI y el interior de Venezuela a mediados del siglo XVIII.
La empresa militar de la conquista había terminado, pero la mayor parte del
continente apenas había entrado en contacto con el blanco.

Puede afirmarse que hacia 1570 la población indígena del continente no pasaba
de 11 millones. ¿Pudo haber sido mucho mayor en el momento de la llegada de
Colón?
VI. La población indígena en 1492

Hemos seguido paso a paso el movimiento de la población indígena de América


retrocediendo desde la actualidad hasta 1570. Estamos, pues, en condiciones de
plantearnos el problema final: la población que tenía el continente a la llegada de
Colón. De más está decir que la fecha de 1492 tiene sólo un valor convencional.
Significa, en términos generales, el momento en que se produce el contacto entre
el mundo americano y la civilización europea. Ya hemos visto que ese contacto se
produjo por etapas y que en 1570 una gran parte del continente, apenas
descubierta, seguía sometida a sus propias leyes demográficas.

Las apreciaciones de los contemporáneos y de los autores coloniales, que juegan


muchas veces con los millones, están falseadas fundamentalmente en varios
sentidos:

1° Cuando Fray Toribio de Benavente o Motolinia dice que en Méjico los padres
franciscanos bautizaron, de 1521 a 1536, cerca de cinco millones de indios (según
Pedro Fernández de Ouirós, en 1609, 16 millones; según Fray Buenaventura
Salinas, en 1631, más de 18 millones; según Juan Diez de la Calle, en 1657, 43
millones) trata indudablemente de exaltar la obra evangelizadora de la Orden 132.

2° Cuando Hernán Cortés, en carta a Carlos V, describe una lucha contra más de
149.000 tlascaltecas «que cubrían toda la tierra» (el número tiene apariencias de
precisión), trata sin duda de destacar el valor temerario de los 400 soldados que
le acompañan y su maestría de capitán133.
3° Cuando el historiador mejicano Clavigero cree verosímil que hayan acudido
seis millones de indios a las fiestas de inauguración del templo de la ciudad de
Méjico en 1486, se deja llevar, sin duda, por la tendencia, bastante general, a
engrandecer el pasado indígena134.
4° Cuando Fray Juan de Zumárraga, en 1531, dice que sólo en la ciudad de Méjico
sacrificaban a los ídolos más de 20.000 víctimas al año, o Fray Juan de
Torquemada dice que en todo el país inmolaban 72.244 víctimas por año, cifra
que otros hacen ascender a 100.000, se hacen expresión del horror que produjo a
los españoles esta manifestación del culto azteca y tratan sin duda, de justificar la
destrucción de los templos y la conquista misma135.

5° Finalmente, cuando el P. Las Casas afirma que los conquistadores de Méjico


exterminaron más de cuatro millones de indios en los doce años que siguieron a
la entrada de Cortés, no hace indudablemente una afirmación de tipo estadístico,
sino que maneja las cifras con espíritu de hombre de partido, como defensor
apasionado de la causa de los indios y detractor del poder civil y militar 136.

Podrían agregarse otras causas de deformación, entre ellas la siguiente, anotada


ya por Clavigero: el afán universal de agrandar las cosas nuevas que se describen.
Al encontrarse con el Nuevo Mundo, el descubridor y el conquistador tuvieron
una primera visión de deslumbramiento. Toda visión global, sobre todo del
número de habitantes o de casas de una ciudad, el cómputo de una muchedumbre
o de un ejército, se expresa siempre hiperbólicamente, como puede comprobarse
con la experiencia cotidiana.

Esas cifras tienen sin duda un valor histórico, aunque no, desde luego, un valor
estadístico. ¿Hay acaso cifras de otro género? Evidentemente sí. Cuando se aparta
uno de las polémicas político-religiosas, debidas a veces a rivalidades entre las
órdenes, a conflictos entre el poder eclesiástico y el temporal o a rencillas y
rivalidades entre los mismos capitanes y gobernadores, se encuentran
abundantes elementos que se prestan para un cálculo aproximado:
empadronamientos parciales, repartimientos de indios realizados al día siguiente
de la conquista, y a veces también la magnitud de los ejércitos. Con ayuda de estos
elementos, tomando en cuenta el desarrollo histórico y analizando los medios de
vida de las poblaciones precolombinas y los restos de sus culturas, hemos
elaborado el cuadro que damos a continuación137:
5. POBLACIÓN DE AMÉRICA HACIA 1492

I. Norteamérica, al Norte del Río Grande 1.000.000


II. Méjico, América Central y Antillas 5.600.000
Méjico 4.500.000
Haití y Santo Domingo (La Española) 100.000
Cuba 80.000
Puerto Rico 50.000
Jamaica 40.000
Antillas Menores y Bahamas 30.000
América Central 800.000
III. América del Sur 6.785.000
Colombia 850.000
Venezuela 350.000
Guayanas 100.000
Ecuador 500.000
Perú 2.000.000
Bolivia 800.000
Paraguay 280.000
Argentina 300.000
Uruguay 5000
Brasil 1.000.000
Chile 600.000
Población total de América en 1492 13.385.000

Esta cantidad, de casi trece millones y medio de habitantes, con un margen de


error que en conjunto no creemos mayor del 20 por ciento, está de acuerdo con
las líneas que se desprenden del conocimiento histórico. Está también de acuerdo
con el conocimiento del grado cultural que había alcanzado el continente en 1492.
La densidad de población depende, en efecto, no sólo del medio, sino también re
la estructura económica y social. En el estudio de todos los pueblos se ha
observado, como es natural, cierto paralelismo entre densidad de población y el
nivel cultural. Se da particularmente un gran centro de población allí donde
cristaliza una gran formación política bajo formas agrícolas de existencia. Tal fue,
en América, el caso de las civilizaciones azteca, maya, chibcha e incaica. En ellas
alcanzó su apogeo la agricultura precolombina y se congregaron densos núcleos
de población. El maíz (América se ha llamado la «civilización del maíz») era la
base de la alimentación y se cosechaba en algunas partes dos veces al año. La zona
agrícola abarcaba toda la región alta del Occidente americano, especialmente la
meseta, desde Arizona hasta Chile. Pero ni siquiera el maíz era general; el cultivo
se reducía, en gran parte de esa zona, a plantas tuberosas como la patata o la
mandioca, a granos como la quinua («el trigo de la puna»), a legumbres como los
frijoles o las calabazas. La irrigación, el abono artificial y el empleo de
instrumentos agrícolas, de madera o piedra, eran excepcionales. Las crónicas
mejicanas han conservado el recuerdo de horribles períodos de hambre anteriores
a la llegada de Cortés138.

Pero si las grandes culturas llegaron a la etapa agrícola, y en el Perú se llegó a


domesticar la llama y la alpaca, la mayor parte del continente vivía de la caza, de
la pesca y de la recolección. Los pueblos cazadores necesitan extensas praderas y
no crean por sí solos grandes centros urbanos, que resultan de la convergencia de
los resortes políticos, el comercio y la producción industrial. Se han analizado
admirablemente los medios de vida de la América precolombina139. Las regiones
polares y subtropicales llegan muy pronto a un grado de superpoblación. Los
pueblos que se alimentan de la caza y de la pesca están obligados a cierto
nomadismo intermitente. La selva no ha albergado nunca grandes poblaciones,
por la gran mortalidad, las condiciones climatológicas difíciles, la lucha con
insectos y fieras y la escasez de plantas alimenticias. Contra lo que se cree, los
recursos alimenticios de la selva son tan limitados — dice Sapper — que el viajero
que no vaya bien provisto se morirá seguramente de hambre. Es paradójico — dice
por su parte Humboldt —, pero en la zona tórrida, «donde una mano benéfica
parece haber derramado el germen de la abundancia, el hombre indolente y
flemático se encuentra periódicamente falto de alimentos» 140. Aun hoy las
expediciones científicas que llegan a regiones inexploradas se encuentran con
poblaciones poco numerosas que se han creado, a través de una lucha secular con
los elementos, un pequeño oasis habitable.
Fuera de la zona agrícola, que se escalonaba en una estrecha franja a lo largo de
los Andes (en la región atlántica sólo hubo islotes, seguramente puntos de
expansión), el continente era en 1492 una inmensa selva o una estepa. Ya hemos
visto que Kroeber, que aplica exclusivamente el criterio de la densidad de
población de las áreas culturales, sin detenerse en los datos históricos, calcula
para toda América una población de 8.400.000 habitantes. Por nuestra parte
hemos llegado a casi trece millones y medio.

Según nuestros cálculos, desde 1492 hasta 1570 se ha producido una disminución
de 2.557.850 indios, balance negativo del primer período de contacto del blanco
y el indio en toda la amplitud del continente. ¿A qué se debe que se haya hablado
de la extinción de decenas de millones de indios? Sería pueril explicarlo
simplemente por la fabricación deliberada de una leyenda negra. Por una parte se
ha creído en una grandeza legendaria de América; por otra se ha generalizado a
todo el continente el proceso de extinción cumplido en las Antillas y se han
tomado los hechos aislados — el proceso que hemos llamado periférico — como
índice de una evolución general.

Analicemos, pues, con alguna detención, el proceso que condujo a la desaparición


del indio antillano. Dos cuestiones vamos a considerar:

1° ¿Cómo se explican los millones de indios atribuidos a esas islas cuando


nosotros apenas encontramos un total de 300.000 indios?

2° ¿Cómo se explica la extinción vertiginosa del indio antillano?

Veámoslo en la Española, el primer ensayo de colonización americana.

Es un hecho comprobado repetidas veces que los primeros viajeros que se han
puesto en contacto con un país exótico han exagerado considerablemente su
población, en muchos casos hasta decuplicarla. Es lo que pasó con Groenlandia,
con Tahití y las islas Sandwich, con Marruecos y el África Occidental. Es lo que
pasó también con las Antillas. El navegante, propenso siempre a descubrir
grandezas, calcula la población total por las gentes que sus barcos atraen a la costa
o generaliza a todo el país la densidad de población del punto hospitalario donde
desembarca141.
La Española fue por unos años el Dorado americano. Colón, sugestionado por su
propio descubrimiento, o calculando sus frases con frialdad de propagandista,
había visto en ella un puerto hondo «para cuantas naos hay en la Cristiandad»,
un río en el que cabían «cuantos navíos hay en España», y hasta montañas «que
no las hay más altas en el mundo»142. La Española era el Ofir de las Sagradas
Escrituras. Pero la realidad fue algo distinta. El segundo viaje de Colón— 17 naves,
1.500 hombres — debía iniciar la gran empresa colonizadora. Años después
apenas quedaban más que recuerdos fatídicos: por las ruinas de la Isabela, la
primera colonia, vagaban, según la leyenda, los espectros blasfemantes de los que
habían muerto de hambre. El Nuevo Mundo no era aún capaz de alimentar a 1.500
europeos. Hubo que expedir urgentemente barcos a España en busca de víveres.
Hubo que desistir de expediciones iniciadas, por miedo a morir de hambre en el
trayecto.

Sin embargo, la isla, fuera de las cordilleras casi inaccesibles, de las depresiones
áridas y de los bosques espinosos, era de una fertilidad extraordinaria, «un
verdadero Paraíso arahuaco», como dice Sven Lovén en su estudio de la
agricultura de los tainos143. Los indios vivían fundamentalmente de los productos
del suelo y cultivaban de manera intensiva la yuca o mandioca, la batata, el aje, el
maíz, los frijoles o porotos, la yautía, el lerén, etcétera. Tenían, además, gran
riqueza de árboles frutales, silvestres y de huerta. Pero el único instrumento
agrícola era la coa, una especie de azada de madera: «unos palos tostados que
usan por azada», según la definición del P. Las Casas. La base de la alimentación
era el pan de yuca, el famoso cazabe antillano. La cultura taina, que dominaba en
la isla, una rama de la cultura arahuaca del continente, se encontraba aún en la
edad de piedra y no había alcanzado un grado avanzado de agregación social, la
única base para la existencia de poblaciones densas. La isla estaba dividida en una
serie de cacicatos independientes (cinco al menos, «los cinco reinos» del P. Las
Casas) y no presentaba más que pequeñas aldeas de bohíos y caneyes 144. Una
población de 100.000 habitantes nos parece lo máximo que podía haber
sustentado la isla en 1494, cuando se inició el choque con el blanco, y es también
lo máximo que permiten suponer los 60.000 habitantes con que contaba, según
parece, en 1508 y los 30.000 de 1514145.

La fama de la isla, como expresión de la riqueza de las Indias, debió difundirse


rápidamente por España. No fue ajeno a ello, sin duda, la necesidad de alentar la
empresa colonizadora y de neutralizar los primeros fracasos. Rápidamente
surgieron villas y ciudades: en 1502 había tres pueblos; en tres o cuatro años se
fundaron quince, «con mucha gente de vezinos, tratantes e trabajadores de minas
y granjerías»146. Las ilusiones crearon una grandeza ficticia que pronto «e
desmoronó. Cuando se percibió el fracaso de la explotación minera, y el Dorado
se desplazó hacia tierra firme, sobre todo hacia Méjico y el Perú, los colonos
empezaron a emigrar. Sólo quedó el recuerdo de una grandeza; mejor dicho, de la
ilusión de una grandeza.

Colón había creído luchar con 100.000 indios en la Vega Real, había creído que
la isla era tan grande como Portugal, aunque con el doble de población, y que con
los indios había «para hinchar a Castilla y a Portugal, y a Aragón, y a Italia, a
Sicilia, e las islas de Portugal y de Aragón, y las Canarias». ¿Qué tenía de extraño
que Las Casas, que había visto 25.000 ríos riquísimos de oro sólo en la Vega de
Magua, hubiera visto también tres o cuatro millones de indios en la isla?

Con todo, ¿cómo se reducen esos 100.000 indios de la Española a 60.000 en


1508, a 30.000 en 1514, incluyendo en este número los introducidos de otras islas
y de Tierra Firme, y a unos 500 escasos en 1570, para desaparecer lentamente en
los siglos siguientes, absorbidos en la población blanca y negra? El progreso al
mismo ritmo, se repite en Cuba, Puerto Rico y Jamaica, y luego, con un siglo de
intervalo, en las Antillas Menores y Bahamas, colonizadas por franceses, ingleses,
daneses y holandeses.

Siempre que se ha puesto en contacto una raza conquistadora con un pueblo


aborigen, ese contacto, aunque haya sido pacífico, se ha producido a expensas del
pueblo conquistado: su población ha decrecido necesariamente, al menos en la
primera etapa. Este hecho ha sido estudiado entre los pueblos coloniales de África
y Asia, y sobre todo en las islas de Oceanía. El mismo proceso se ha registrado aun
en la conquista de un pueblo de cultura superior: la Grecia antigua, sometida al
Imperio Romano. Es el «clash of peoples» de los ingleses, choque entre pueblos,
tantas veces mortal. Aun en los casos en que el conquistador, por propia
necesidad, ha puesto todos sus esfuerzos para estimular el crecimiento
demográfico de la colonia, la población ha descendido día a día, en forma
incontenible. Se ha llegado a hablar de «una atmósfera pestilencial» por la raza
vencedora, de pueblos destinados por la naturaleza a la extinción como una
especie de vegetación inferior, y hasta se ha pensado en una acción oculta de
carácter misterioso147.Y no ha faltado quien sostuviera la necesidad de apresurar
por todos los medios el proceso para que sobre las ruinas de los pueblos
desaparecidos se pueda desarrollar la vida superior de razas mejor dotadas».
Pero la extinción del indio antillano no tiene nada de misterioso ni de oculto. Un
siglo antes de la llegada de Colón los tainos de la Española y de Puerto Rico se
encontraban en una fase expansiva: colonizaron el este de Cuba, superponiéndose
a la cultura, más primitiva, de los siboneyes. Les detuvo el avance de otro pueblo,
el caribe, que en 1492 había conquistado ya gran parte de las Antillas Menores y
había invadido el extremo oriental de Puerto Rico, llegando a hacer incursiones
según parece, hasta en la costa de Haití. Por un lado, «los indios cobardes y fuera
de razón» de Colón frente a la «gente sin miedo». Expresión clara de este proceso
era la coexistencia en algunas islas de dos lenguas, una lengua de las mujeres, de
origen arahuaco, otra de los guerreros, de la familia caribe, manifestación
lingüística de un sistema de conquista bastante general en el mundo primitivo:
exterminio de los hombres y apropiación de las mujeres. La llegada del blanco
vino a interrumpir la expansión caribe y a inaugurar un período nuevo 148.

Resumamos ahora brevemente los hechos externos de la extinción del indio


haitiano. El primer contacto entre Colón y «los indios cobardes» fue pacífico. Pero
al volver en su segundo viaje, con instrucción expresa de que tratara a los indios
«muy bien y amorosamente», encontró las ruinas del pequeño fortín que había
dejado, y muertos los 40 hombres de la guarnición. A principios de 1494, fundada
la Isabela, comenzaron las expediciones a la «gran Vega», el Dorado haitiano. Las
ansiadas riquezas seguían ocultas. Colón inició una activa campaña contra los
indios, que duró casi un año, con el empleo de armas de fuego, caballos, perros de
caza. Los indios se sometieron. Pero cuando se les impusieron tributos de oro y
algodón, o el servicio personal en minas y granjerías, talaron los campos y
huyeron al monte. Era imprescindible llevar oro a España, pagar las primeras
expediciones, apaciguar a los colonos descontentos y desmentir a los que se
habían fugado a la Península pregonando la pobreza de las decantadas Indias.

Esta misión debía recaer sobre los indios. Prosiguió la campaña (la caza del indio)
hasta lo más intrincado de los bosques. Se les esclavizó, se les marcó a fuego en la
frente, como a los negros (la prohibición de herrar a los indios es del 13 de enero
de 1532), y aun se inició el envío de cargamentos de indios esclavos para ser
vendidos en la Península, hasta que lo prohibió la reina Isabel 149. Los primeros
años transcurrieron en luchas contra los indios y disensiones entre los españoles.
Hasta 1500 la empresa era un fracaso. Símbolo de ese fracaso, Colón volvió a
España con grillos en las manos y cargado de cadenas.
Las instrucciones de 1501 y de 1503 a Ovando, y la Real Cédula del 20 de
diciembre de 1503, especificaban la libertad del indio, pero también el derecho de
compelerlo, mediante salario, para el trabajo en las minas o en los edificios, y para
la labranza y granjería. En ese compeler está el destino de la población indígena,
porque el indio rehuía el trabajo, y su rebeldía era ya motivo de justa guerra, y por
lo tanto de esclavitud. Las instrucciones de 1503 establecían, además, que debía
juntárseles «para ser doctrinados, como personas libres que son, y no como
siervos». Desde 1502 surgieron ciudades y comenzó la explotación intensiva. A
cada colono se le concedió una cantidad de indios, a veces cincuenta, a veces
ciento (a los oficiales del Rey mucho más). Los indios repartidos trabajaban a la
fuerza en la construcción de edificios, en la agricultura, en las minas. Era preciso
alternar la vigilancia del trabajo con cruentas expediciones punitivas y con la caza
constante de indios. La Reina Isabel murió en 1504. En el codicilo de su
testamento suplicaba al Rey, y encargaba y mandaba a su hija la Princesa, y al
Príncipe, su yerno, que procuraran atraer e instruir a los indios en la fe católica y
mandaran «que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido
lo remedien»150. En 1508 quedaban, según parece, unos 60.000 indios.

Como los indios no alcanzaban para las necesidades de la colonia, se empezaron


a traer indios caribes, los temidos antropófagos de las Lucayas y de Tierra Firme,
que la legislación autorizaba a capturar y vender como esclavos, y aun indios
pacíficos de las islas no colonizadas todavía. Pero las cantidades fueron sin duda
reducidas151. En 1509, al llegar Diego Colón con su nueva corte de favoritos, se
hicieron otros repartos de los indios de la Española. Entonces comenzó en favor
de los indios la violenta campaña de los dominicos, que culminó con el apostolado
vehemente y fanático de Las Casas152.

Fray Antonio de Montesinos dió carácter público a la protesta dominica. En 1511


predicó en una iglesia de Santo Domingo, con violenta elocuencia, contra los
abusos de los colonos y contra la encomienda como atentado a la naturaleza libre
del indio153. Diego Colón le acusó ante los superiores de su Orden, que se
solidarizaron con el predicador. Se desencadenó una violenta hostilidad entre
dominicos y el poder temporal. Los franciscanos se pronunciaron contra la orden
rival. Los dominicos llegaron a negar los sacramentos a los que tenían indios
encomendados. La lucha se enconó. El provincial dominico de España reprendió
a sus hermanos de la Española y les anunció que en la corte se había pensado
expulsarlos de la isla. Fray Antonio fue a España y se presentó ante Fernando el
Católico. El rey convocó una Junta de letrados, que promulgó, el 27 de diciembre
de 1512, las famosas Leyes de Burgos, el primer código que reglamenta la
situación del indio. Las Leyes proclamaron la libertad del indio, pero sancionaron
la encomienda como forma obligatoria, aunque paternal, de trabajo asalariado 154.
Entonces se produjo en la Española el repartimiento de Alburquerque.

El repartimiento de indios hecho por Rodrigo de Alburquerque en 1514 muestra


el proceso de la extinción indígena en una fase aguda. El dinamismo demográfico
de la Española estaba ya roto. Hay repartimientos de 40 y 50 indios en que consta
expresamente que no hay ni un solo niño; sobre un total de 22.336 hombres y
mujeres de servicio, no había con seguridad más de 5.000 niños, a juzgar por los
datos parciales (hemos contado 1515, pero no siempre consta el número). Hay aún
otro factor de desequilibrio: había más hombres que mujeres, contra lo que se
podía esperar después de un período de guerra (en la Concepción, por ejemplo,
contamos 1.072 hombres por 880 mujeres). Consta que 60 encomenderos
estaban casados con cacicas. ¿Y el resto de los varios miles de españoles que
poblaban la isla? Se sabe que muchos de ellos vivían con mujeres indígenas, y de
la época de Roldan y de Bobadilla hay testimonios de que muchos hasta tenían un
harén de indias. La escasez de niños está relacionada indudablemente con la
escasez de mujeres, y los cronistas dicen que el indio ponía además trabas a la
procreación. Es indudable que en 1514 la población indígena de la Española —
unas 30.000 almas — estaba a un paso de la extinción. Pocos años después casi
no quedaban indios, y casi tampoco quedaban colonos, ahuyentados por la
miseria.

El repartimiento de Alburquerque, con su cohorte de favoritismos, injusticias y


venalidades, desencadenó la lucha entre dominicos y el poder temporal. Las Casas
había llegado a la Española en 1502. En 1511 había acompañado a Velázquez en la
conquista de Cuba mientras fray Antonio predicaba contra las encomiendas en
Santo Domingo. Luego, en 1514, se siente iluminado, vende sus tierras, pone en
libertad a los indios que tenía en encomienda y se entrega, durante cincuenta
años, incansable, heroico, fanático, manejando el ruego o el anatema, arrostrando
burlas, amenazas y persecuciones, acusado de delirante, loco, bellaco,
desvergonzado, revoltoso y sedicioso, y a pesar de fracasos, derrotas y
humillaciones, a la lucha contra «la codicia insaciable» y «la innata ambición» de
«los tiranos que comen la carne y beben la sangre de sus ovejas» y a su fervoroso
apostolado: la defensa del indio, que para él era manso, dócil, débil, fiel, humilde,
paciente, delicado, pacífico, tierno, sufrido, sin maldad ni doblez, sin rencor ni
odio, sin soberbia ni ambición ni codicia. El P. Las Casas quería la conquista
pacífica y una especie de república india bajo la tutela de los dominicos.

La campaña de Las Casas, proseguida ante el rey y ante el cardenal Cisneros,


determinó el envío, en 1516, de tres Padres Jerónimos para que pusieran paz en
la isla. Las instrucciones que llevaban habían sido redactadas por el mismo Las
Casas, con modificaciones del Cardenal y de su Consejo. Los Padres Jerónimos
llegaron en diciembre de 1516; según algunos creían, para asegurar la libertad de
los indios. Encontraron a los nativos «derramados por toda la isla e tan pocos en
cada asiento, por estar todos divididos por las minas e estancias de los castellanos,
que no era posible ni convertirlos en buenos cristianos ni asegurar su
procreación». Decidieron entonces reunirlos en pueblos de 400 ó 500,
manteniendo las encomiendas. Las Casas, de nuevo inquieto, volvió a España con
el propósito de mudar «el tiránico gobierno» de la encomienda por otra manera
«razonable y humana» de regir a los indios.

El poder temporal, que no podía renunciar al indio — la principal, casi la única


riqueza —, puso todos sus esfuerzos en conservar y aumentar la población
indígena. Entonces, para relevar al indio del trabajo exterminador de las minas, y
ante las demandas insistentes de los colonos, apoyados por los Jerónimos y por
Las Casas, se intensificó el comercio negrero, practicado ya intermitentemente
desde 1511, pero suspendido por temores políticos 155. El negro, más fuerte, más
resistente, con mayor capacidad de adaptación a las formas europeas de trabajo,
desplazó al indio. Los colonos preferían un negro a cinco indios. Para el cultivo de
la yuca un indio fuerte podía hacer 12 montones diarios; un negro podía hacer
140156. Hacia 1520 escribía Fernández de Oviedo (Historia, I, 141): Ya hay tantos
en esta isla, a causa destos ingenios de azúcar, que paresce esta tierra una efigie o
imagen de la misma Ethiopía». En 1545 — cuenta Benzoni — muchos españoles
de Tierra Firme estaban seguros de que los negros se iban a apoderar de la isla.
En 1560, cuando apenas quedaban unos centenares de indios, había ya unos
20.000 negros157.

El negro agravó la situación del indio aun desde otro punto de vista: las epidemias.
A las enfermedades introducidas por el blanco, para las que el indio carecía de
inmunidad (epidemias exterminadoras de sarampión o de viruelas), vinieron a
agregarse las enfermedades africanas. Se ha dicho que la caballería invisible de
los microbios ha hecho en toda conquista más víctimas que las armas. El
antropólogo alemán Waitz ha llegado a atribuir a las viruelas el exterminio de la
mitad de la población indígena de América. En diciembre de 1518, cuando los
indios de la Española iban a abandonar las minas para ir a sus pueblos, los treinta
pueblos en donde los Padres Jerónimos esperaban que se harían buenos
cristianos y podrían procrear, «ha placido a Nuestro Señor — dicen los Padres —
de dar una pestilencia de viruelas que no cesa, e en la que se han muerto e mueren
hasta el presente [10 de enero de 1519] casi la tercera parte de los dichos indios».
Los oficiales y oidores reales, en carta al rey, calculaban el 20 de mayo de 1519 que
de esa pestilencia había muerto más de la mitad de los indios.

Las viruelas, el sarampión, el romadizo y cualquier enfermedad infecciosa cobran


especial virulencia cuando son el sello de la conquista en una población
desnutrida. La gran mortalidad de las epidemias en la Española es un síntoma de
que la población indígena estaba derrotada. Frente a la extraordinaria
receptividad para el germen, y ante los estragos de la enfermedad, el indio no
tenía más defensa que los recursos de su magia.

Los esfuerzos para salvar al indio fueron infructuosos. Irremediablemente, entró


en franca extinción. Su vida espiritual (sentimientos, creencias, jerarquías) estaba
aniquilada, su sistema de vida desintegrado, sus clases dirigentes destruidas.
Tuvo la sensación de su impotencia, de su inferioridad, de su esterilidad. La
anarquía se adueñó de su mundo moral y psíquico. Lo que pasaba a su alrededor
era superior a su capacidad intelectual. De su familia poligámica, su desnudez, de
sus placeres primitivos, se le quería llevar a la monogamia rígida, al trabajo
forzado, a vestirse, a un Dios único. Se sintió abandonado por sus “zemíes”
protectores. Su «perversidad» llegó entonces hasta el punto de negarse «a los
deberes de la reproducción» o a usar hierbas para practicar el aborto. Para
«sustraerse al trabajo» se suicidaba (con zumo de yuca brava, ahorcándose,
despeñándose de las rocas o comiendo tierra), y lo hacían familias enteras, grupos
de 50 indios, y aun pueblos íntegros que «se convidaban a ello»; su crueldad
llegaba hasta el punto de hacerlo «por pasatiempo»158. Sin embargo, todavía fue
capaz de una insurrección cruenta y larga: desde 1519 hasta 1533, Enriquillo, un
indio educado por los franciscanos, con 4.000 indios según unos, con 50 según
otros, dirigía la resistencia. Hubo que llevar 200 hombres de la Península y
movilizar más soldados que los que acompañaron a Cortés en la conquista de
Méjico. En 1542, cuando se dictaron las Leyes Nuevas, con disposiciones de favor
para el indio antillano159 —era el triunfo de Las Casas—, sólo quedaban para
poner en libertad unos centenares de indígenas. Y todavía hubo resistencias para
ponerlos en libertad, porque los colonos alegaban que sus indios no eran los
autóctonos, sino comprados en el continente y en otras islas.

El proceso de la Española se repitió, con variantes, en Cuba y Puerto Rico. En las


Antillas Menores, pobladas por indios belicosos, los caribes o caníbales, el proceso
fue más violento: la legislación permitió capturarlos, marcarlos a fuego en la
frente, venderlos y hasta mandarlos a España. En último término, el mismo
proceso de las Antillas españolas se cumplió luego en las francesas, inglesas,
holandesas y danesas. ¿Era el indio antillano tan débil que su existencia constituía
—como se ha dicho — «un milagro fisiológico»? Su historia prueba evidentemente
que no. Además, la desaparición fue más lenta de lo que se cree. En Cuba
quedaban indios casi en nuestros días, y también en Santo Domingo. Los últimos
indios antillanos se diluyeron en la mezcla con el blanco y con el negro.

¿Por qué se ha extinguido entonces en las Antillas mientras se conserva hasta


nuestros días, con bastante vitalidad, el indio continental? Sin duda por su
carácter de indio insular. El mismo proceso de extinción se ha cumplido — como
hemos visto — en grandes regiones del continente, desde el descubrimiento hasta
nuestros días. En los Estados Unidos, en la Argentina, en todos los países, el indio
ha sido arrojado hacia las zonas del interior, hacia las tierras de renta más baja.
El indio se ha visto obligado a replegarse hacia lo que hemos llamado zona
nuclear. En las Antillas, prescindiendo de los indios que huyeron de isla en isla
hasta el continente, en proporciones difíciles de determinar160, en el cual, por otra
parte, se conservan restos densos del indio antillano, ese proceso tenía poco
margen. La zona de extinción debía abrazar pronto todo el ámbito de las islas.

Se explica así que mientras la población indígena del continente ha aumentado,


al parecer, en sus cifras de conjunto, desde 1492 hasta la actualidad, en las islas
del Mar Caribe no hayan quedado más que familias aisladas en las que el ojo
experto puede reconocer, a través del mestizaje con el blanco y con el negro, un
resto de la antigua población antillana.

El proceso antillano no se puede generalizar a toda América, sino a la que hemos


llamado zona periférica. De todos modos, el primer contacto entre el blanco y el
indio fue fatal para el indio en toda la amplitud del continente. Lo fue en las
regiones donde el contacto se produjo en forma pacífica, pero aún más en Méjico
y el Perú, donde adquirió caracteres de gran violencia. La primera época fue
sombría. La historia se detiene en los hechos que más impresionan: la persecución
del indio con perros de caza, la venta de indios esclavos, marcados con hierro en
la frente. ¿No se les llegó a negar el carácter de seres racionales, y no fue necesario
que el Papa Paulo III afirmara, en su bula del 2 de junio de 1537, que los indios
eran verdaderamente hombres, capaces de adoptar la fe de Cristo? Aun un
espíritu bastante mesurado como el P. Toribio de Benavente o Motolinia, que era
contrario a que se imprimieran las obras del P. Las Casas y escribía a Carlos V que
«los indios desta Nueva España están bien tratados y tienen menos pecho y
tributo que los labradores de la vieja España, cada uno en su manera», analiza
diez causas de la despoblación de la Nueva España, «diez plagas con que Dios
hirió las tierras y los habitantes de Méjico»: las epidemias, las guerras con los
españoles, el hambre, los tributos y servicios de los indios, el trabajo de las minas,
la esclavitud, etc. Un dominico, Fr. Domingo de Betanzos, profetizó la extinción
total de la raza indígena si continuaban los desastres 161.

Los testimonios son coincidentes en toda la extensión de América, y a veces se


apoyan en cifras para presentar más gráfica y elocuentemente la destrucción de
las Indias. Fuera de los círculos afectos al P. Las Casas, un cronista de Su
Majestad, Francisco López de Gomara, dice que en las guerras civiles entre
Pizarros y Almagros murió un millón y medio de indios. Nada se presta más para
las cifras hiperbólicas que los cálculos de la mortandad bélica. Y, sin embargo, no
hay que olvidar que las huestes españolas nunca pasaron de varios centenares de
hombres, y muchas veces no llegaron al centenar. En 1580 el padre jesuita Luis
López, en Lima, dice que la guerra de Vilcabamba, en que se apresó a Túpac
Amaru, y la guerra contra los chiriguanos se han hecho “con injusticia y mucha
costa de indios y españoles y muertes, y particularmente la de los chiriguanaes”.
A lo cual contestaba el Virrey Toledo: “solos murieron cuatro en entrambas
guerras, y de indios no entiendo que murieron veinte: los ocho u diez mataron los
indios de guerra, y los demás se murieron de sus enfermedades”162. Más
verosímiles son las cifras de la mortandad producida por las epidemias: en la
mayoría de las provincias de Méjico — dice Motolinia — murió la mitad de la gente
de las viruelas introducidas en 1520 por el negro de Narváez; según Torquemada
murieron 800.000 indios en la epidemia de 1545 y dos millones en la de 1576.
Pero son siempre sospechosas las cifras inspiradas en el terror.

Con todo, por más discutibles que sean los números, parece evidente que el
contacto violento o pacífico, las epidemias, las guerras, la migración de pueblos a
consecuencia de la conquista, el nuevo régimen de trabajo y de vida, y aun las
arbitrariedades y abusos de autoridades y encomenderos, repercutieron
desfavorablemente en el desarrollo de la población indígena en el siglo XVI. Pero
ya hemos visto que ese contacto no fue simultáneo en todas partes, y hemos visto
también, a través de cuatro siglos de historia indígena, que aun en las condiciones
más desfavorables una población concentrada en núcleos densos, manteniendo
casi intactas su cultura, su familia, su organización social, puede rehacerse
después de la hecatombe inicial. George Kubler, que ha estudiado detenidamente
el movimiento de la población mejicana en el siglo XVI, cree que ha habido un
gran descenso de 1520 a 1545, un aumento apreciable de 1546 a 1575 y un período
estacionario de 1577 a 1600163. Los hechos luctuosos no constituyen toda la
historia. La acción indianófila de fuertes núcleos misioneros, que ganaron muchas
veces para su causa a las autoridades y a la corona, el apostolado tan discutido del
P. Las Casas y el apostolado indiscutido de Vasco de Quiroga, la actitud generosa
de una parte de los nuevos pobladores, las reformas administrativas y judiciales,
la legislación protectora, y aun el matrimonio legal entre españoles e indias, junto
a la necesidad de mantener al indio para la obra de la colonización, han de haber
repercutido también en el desarrollo de la población indígena. Sin dejarnos llevar
por la tentación de una leyenda negra o de una leyenda áurea — a ninguna de las
dos se ajusta la historia del hombre, y menos la del hombre hispano —, hemos
llegado a calcular una disminución de unos dos millones y medio de indios de
1492 a 1570, y una población americana de unos trece millones y medio en 1492.

VII. Conclusiones Generales

Hemos seguido hasta ahora un camino inverso al de toda investigación histórica:


desde la actualidad nos hemos remontado paulatinamente hacia el pasado.
Desandemos ahora el camino recorrido. El desarrollo de la población indígena y
el proceso demográfico de América desde la llegada del blanco se expresan en las
siguientes cifras:

Población Aumento o Población %


Año Indígena Disminución Total Indígena
1492 13.385.000 13.385.000 100
1570 10.827.150 -2.557.850 11.229.650 96,41
1650 10.035.000 -792.150 12.411.000 80,85
1825 8.634.301 -1.400.699 34.531.536 25,10
1940 16.211.670 +7.577.369 274.275.111 5,91
Y la relación numérica entre la población indígena y el resto de la población del
continente, desde 1492 hasta la actualidad, se manifiesta en el siguiente esquema
gráfico:

Dentro de su valor relativo e hipotético, esos números constituyen un índice de la


historia de América. La población indígena, sometida a un proceso continuo de
extinción por el juego de diversos factores destructivos (epidemias de origen
europeo, guerras de conquista, régimen de trabajo, sistema colonizador,
alcoholismo, despojos y arbitrariedades, nuevas condiciones de vida, derrota
material y moral, mestizaje), llega hasta nuestros días, acrecida en número, pero
muy mermada en su integridad racial. Pueblos enteros, y hasta una cultura
floreciente como la chibcha, han desaparecido casi sin dejar rastros. En la mayor
parte del continente no quedan hoy ni las huellas del indio. Pero las cifras
muestran al mismo tiempo un proceso acelerado de reestructuración étnica y
cultural. Más que de una extinción del indio hay que hablar de una absorción del
indio.
Hace unos cuarenta siglos que un conjunto de pueblos, portadores de la lengua y
de la cultura indoeuropeas, penetraron en Europa. Por todos los procedimientos,
desde la conquista pacífica hasta el exterminio, se superpusieron a los pueblos
primitivos del continente, creando lo que llamamos hoy civilización occidental.
La historia moderna de América no es más que una fase de ese mismo proceso.
En cuatro siglos de expansión indoeuropea, el continente americano se ha
incorporado al mundo occidental. Aun los grandes núcleos de la América india
(Méjico, Perú) o de la América negra (Haití) viven, en su vida histórica, dentro de
los moldes culturales, políticos y económicos de Europa. Desde luego, se han
incorporado a la vida americana muchos elementos de la cultura material y
espiritual del indio, en amplias zonas se conservan poblaciones indígenas casi
intactas y en zonas aun más amplias el indio sobrevive en el mestizo («el neo-
indio»). Pero en conjunto, culturalmente, aun más que étnicamente, el continente
está ganado para la raza blanca.

¿Cabe esperar —como hoy tiende a afirmarse— un renacimiento de la cultura


autóctona? Después de cuatro siglos de desintegración étnica, política, cultural y
lingüística, parece evidente que no. Pero el indio no ha muerto. Si la cultura
propiamente indígena quedó paralizada en su desarrollo desde el momento de la
conquista, el indio se fue incorporando a la vida social y cultural de América, y su
aportación fue fecunda desde la primera generación americana. Una figura del
siglo XVI puede simbolizar esa fusión del alma americana con la cultura europea:
el Inca Garcilaso de la Vega, hijo de conquistador y de princesa indígena, criado
en el Cuzco hasta los veinte años entre duros conquistadores españoles y los restos
de la destronada monarquía incaica, y que supo, en la más pura y armoniosa
lengua de Castilla, traducir los Diálogos de amor de León Hebreo, historiar
dramáticamente la conquista de la Florida y reconstruir el pasado incaico y la
conquista del Perú en sus magníficos Comentarios Reales, «libro el más
genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito — según Menéndez
y Pelayo —, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del
alma de las razas vencidas».

Parece que el porvenir está decidido, y que el pasado americano podrá, cuanto
más, sobrevivir como matiz, como estilo, en la gran obra colectiva y universal de
nuestra cultura.
Análisis de Gonzalo Aguirre Beltrán
Publicado en el Boletín Bibliográfico de Antropología Americana (1937-1948)
Vol. 8, No. 1/3, ENERO - DICIEMBRE 1945

México, (1908 - 1996)


Antropólogo y médico. Desempeñó varios cargos públicos y académicos. Fue director del Centro
Coordinador Tzetal–tzoltzil (1951); subdirector del Instituto Nacional Indigenista (1952); rector de la
Universidad de Veracruz (1956–1963); diputado federal (1961–1964); director del Instituto
Indigenista Interamericano (1966); subsecretario de Cultura Popular (1970–1974); y, director del INI
(1971–1972). En antropología se destacó en los estudios afroamericanos y en la construcción del
paradigma integrativo del indio en México.

El autor formado en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires


pasó a completar sus estudios en el Seminario Románico de la Universidad de
Berlín y se encontraba trabajando en Madrid cuando publicó el esbozo de lo que
había de ser más tarde la presente obra. En “Tierra Firme”, revista de la Sección
Hispánica del Centro de Estudios Históricos de Madrid publicó en 1935 el ensayo
titulado “El Desarrollo de la Población Indígena de América”. El autor se planteó
como problema preliminar las interesantes preguntas: ¿Cuántos habitantes
hablan hoy las lenguas indígenas? ¿Cuántos las hablaban en épocas anteriores?
Partiendo así de las trascendentes interrogaciones penetró de lleno en el campo
de la Demografía, dedicando su atención a la búsqueda de todos los datos que
sobre esta población existen en fuentes contemporáneas y modernas. Arrancando
de lo conocido hacia lo mero hipotético, Rosenblat inició su trabajo tratando de
llegar a un cálculo aproximado sobre la población indígena que vegeta en la
actualidad, o para ser más exactos, en 1930.

El autor, sin embargo, no se limitó a un estudio cerrado de la población indígena,


sino que enmarcándola dentro del panorama de la población total de América
incluyó cálculos relativos a las poblaciones blanca, negra y mestiza. En esta forma
el estudio de Rosenblat, que por el título aparentemente queda circunscrito a un
solo grupo étnico, en realidad vino a convertirse en un precioso ensayo sobre la
población americana en su totalidad. El proceso de investigación y la técnica
seguida por el autor fueron especialmente notables por la gran rigurosidad
científica con que agotó todas las fuentes existentes, alcanzando en la mayoría de
los casos, cálculos ponderados que difícilmente podrán ser rebatidos. Aun más, el
ensayo propiamente dicho, al ser publicado comprendía sólo una veintena de
páginas, mientras que el espacio dedicado a notas y referencias bibliográficas
encerraba lo más voluminoso y seguramente también lo más sólido del estudio,
sirviendo así a los interesados como una guía valiosísima para emprender
estudios parciales, ya que para cada nación del Continente anotaba cifras y
procedencias de naturaleza prácticamente exhaustiva. Pero tan maravilloso
estudio no iba en concordancia con la doctrina sostenida por el autor que, en
ocasiones, tenía un tinte sospechosamente racista.

Sostuvo entonces Rosenblat como tesis nuclear de su ensayo la desindianización


de América. Predijo la total desaparición del Indio en el futuro y consideró que la
“incorporación del indio”, como política seguida en diversos países americanos,
era sinónimo de desindianización. Para el autor los núcleos indígenas y aun los
negros existentes, cuya importancia numérica era innegable, vivían en su vida
histórica “dentro de los moldes culturales, políticos y económicos de Europa”.
Llegaba así a la conclusión de que culturalmente el Continente estaba ganado para
la “raza blanca”. El indígena y el negro, según esto, cuando más “podrían poner
su matiz, su estilo en la gran obra colectiva y universal de nuestra cultura”; pero
su sino estaba definitivamente fijado: el Continente se encontraba ganado para la
“raza blanca”. En este primer ensayo se descubrían desde luego dos fallas: la una
relativa al mestizaje biológico, hibridización; la otra relativa al mestizaje cultural,
aculturación.

El doctor Rosenblat pasó posteriormente a realizar estudios en el Instituto de


Etnología de París y estuvo en contacto directo con el amerindio cuando
desempeñó la cátedra de filología en la Universidad Central del Ecuador.
Mientras tanto la guerra y el triunfo de las Democracias, que trajo aparejado el
descrédito de la pseudociencia nazi que abogaba por una supuesta superioridad
racial de la “raza blanca”, hicieron su impacto en el autor. A la luz de estas nuevas
experiencias Rosenblat agregó a su antiguo ensayo un capítulo más titulado. “El
Mestizaje y las Castas Coloniales”, que adicionó como un apéndice a su obra,
publicada esta vez en forma de libro por la Institución Cultural Española de
Buenos Aires como parte de la serie Stirps Quaestionis, bajo el rubro que encabeza
este artículo. Además, el autor intercaló en el antiguo texto párrafos que
modificaban su tesis primitiva dando importancia local al mestizaje biológico
como resultado final del contacto del blanco con el indio y el negro.

El hecho de que la tesis anterior estuviera a nuestro juicio en contradicción


completa con la sostenida por el autor a la luz de sus nuevas investigaciones y de
que las nuevas opiniones fueran adicionadas sin modificar en lo esencial las
primitivas, explica el conflicto de ideas antagónicas que se halla presente en cada
página del libro. En efecto, el capítulo “El Mestizaje y las Castas Coloniales” que
aunque aparece como apéndice de la obra forma en realidad la médula del ensayo,
es un magnífico alegato antirracista que sitúa al mestizo, en lo biológico, en el
marco que le corresponde de acuerdo con las investigaciones antropológicas más
modernas. El referido capítulo es un ejemplo de buena técnica, de paciente
búsqueda, que arranca de las fuentes contemporáneas de la Conquista estudiando
la mezcla del blanco y del indio, del blanco y el negro, y sus productos, desde la
época del descubrimiento de América hasta la actualidad. Demuestra en él
Rosenblat, podríamos decir hasta la saciedad, el proceso de miscegenación
(mezcla de razas) resultante de causas fundamentales que cuajaron en padrones
de cultura fuertemente arraigados, de los cuales señala los tres más importantes,
a saber: ausencia de un verdadero prejuicio racial entre los pobladores;
reconocimiento en España y en América de los hijos naturales, y no inmigración
en número apreciable de mujeres españolas al Nuevo Mundo. El texto del ensayo,
en cambio, no está en modo alguno de acuerdo con estos hallazgos. Acepta ahora
el autor que la América India y la Negra han incorporado a la Americana muchos
elementos de la cultura material y espiritual; que el indio no ha muerto sino que
ha sido incorporado a la vida social y cultural americana y que su aportación ha
sido fecunda desde la primera generación americana; pero sigue sosteniendo que
el Continente está ganado para la “raza blanca”.

Esta contradicción aparece más patente cuando observamos las tablas


estadísticas a que llega el autor como resultado de sus investigaciones. Podría
suponerse que la nueva luz que arroja el capítulo sobre el Mestizaje
necesariamente implicaba la modificación de las cifras y cuadros numéricos; pero,
por un extraño e incomprensible apego a las viejas ideas, Rosenblat conserva sus
cálculos intocados. Observando el cuadro relativo a 1570 y concretándonos a los
datos relativos a la población blanca surge el conflicto existente entre la tesis
sostenida por el autor en su tantas veces mencionado capítulo sobre el Mestizaje
y los resultados que anota. En efecto, Rosenblat, da para 1570 una población
blanca de 140,000 habitantes para toda América. En el capítulo aludido el autor,
con razón, hace hincapié en el hecho de que la migración de mujeres al Nuevo
Mundo, durante el siglo de la Conquista, fue prácticamente despreciable. Con
toda lucidez el autor acumula datos y más datos sobre casamientos y
amancebamientos de conquistadores con indígenas y señala el escaso número de
pobladores españoles que pasaron a la conquista. En el cuadro de 1570 anota la
existencia de 25.704 vecinos en la totalidad del Continente. Resulta pues sin
fundamento el guarismo de 140.000 habitantes blancos para el año referido de
1570 cuando, como se ha dicho, los matrimonios y amancebamientos entre
hombre y mujer blancos fueron necesariamente escasos. Si en el primer medio
siglo de la Colonia esta cifra de población resulta inaceptable, la cifra de esta
misma población para 1825, es decir, para fines de la época de la dominación
española, que el autor fija en 13.500,000 individuos en números redondos resulta
a todas luces inconcebible. Refiriéndonos sólo al dato que señala para México,
1.230,000 individuos, comprenderemos su inexactitud si consideramos que el
censo de Revillagigedo, levantado a fines del período colonial, anota la existencia
de un poco más de 7,000 europeos, de los cuales sólo el 1% era del sexo femenino.
Esta proporción del 1%, que fue la regla durante todo el período colonial en
México, hace prácticamente imposible la existencia en Nueva España de más de
un millón de blancos a fines de la Colonia. El error, a nuestro parecer, radica en
el hecho de que los individuos catalogados como blancas no eran en manera
alguna biológicamente blancos. Nosotros hemos adelantado la tesis de que los
españoles americanos o criollos, catalogados comúnmente como blancos, eran en
realidad mestizos de cultura predominantemente occidental, mientras que los
vulgarmente conocidos como mestizas eran biológicamente semejantes a los
criollos, sólo que su cultura era predominantemente indígena. La separación,
pues, entre blancos y mestizos, no era biológica, sino cultural.

Pero más importantes aún que las disquisiciones en el terreno de la antropología


física son las que se refieren a la antropología cultural; y en esto el autor no ha
modificado ni siquiera en parte su criterio, y sigue sosteniendo que el Continente
está ganado cultural, más que biológicamente, para la “raza blanca”. Se basa el
autor para afirmar la progresiva y casi total europeización de América en diversos
rasgos culturales que interpreta indebidamente. Entre ellos anota la completa
cristianización de los grupos indígenas. Los dioses indígenas han muerto, dice
Rosenblat, el Indio ha adoptado con un fervor que parece milagroso la religión
cristiana. Acaso este mismo pensamiento es el que tiene en lo relativo al negro. La
ignorancia del fenómeno de la aculturación es innegable. Quien quiera que esté al
corriente de las investigaciones antropológicas acumuladas en los últimos años
sabrá cómo éstas han demostrado con toda claridad el mecanismo psicológico por
medio del cual las poblaciones indígenas y negras aceptaron con facilidad la
imposición del cristianismo. El fenómeno del sincretismo explica la vivencia de
las viejas deidades aborígenes y africanas en el culto a los santos del panteón
católico. Las viejas danzas con que los indígenas mexicanos honraban a Tonan,
Nuestra Madre, no difieren en lo esencial de las que realizan hoy en adoración a
Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe. Los ejemplos de aculturación podrían
repetirse hasta el infinito, el límite de esta reseña nos lo impide. Permítasenos
sólo señalar finalmente como aún en otros aspectos culturales, no religiosos, la
población americana no se conduce conforme a los patrones europeos, sino que
ha reinterpretado viejos patrones para acomodarlos dentro de la cultura
occidental que compulsivamente se la impone. El amancebamiento, forma de
aparejamiento cuya difusión es demasiado conocida en América, no es en realidad
sino una reinterpretación del viejo patrón poligínico.

El Continente Americano, pues, en forma alguna está ganado, como sostiene el


autor, para la “raza blanca”. Tampoco está ganado, como quisieran otros, para la
“raza indígena” o para la “raza negra”. En América no existen culturas europeas,
indígenas o africanas, sino —como ya se ha hecho notar— una miscegenación, un
mestizaje de las tres, que en sus diversas combinaciones no siempre corresponde
con los tipos físicos.
NOTAS:

1 ...que habiendo en la isla Española sobre tres cuentos de ánimas que vimos, no
hay de los naturales della dozientas personas» (Brevíssima relación de la
destrucción de Las Indias. Año 1552. Edic. facsim. de la Biblioteca Argentina de
Libros Raros Americanos, III, pág. 9). Las Casas fue a las Indias en 1502, y escribió
la Brevíssima relación en 1542. En la página 33 dice que en doce año (1518-1530),
desde el descubrimiento de la. Nueva España, los conquistadores habían matado
allí «a cuchillos y a lanzadas y quemándolos vivos, mujeres y niños y mozos y
viejos, más de cuatro cuentos de ánimas». Página 9: más de 500.000 indios en las
islas de los Lacayos. Página 20: más de 600.000 ánimas «y creo que más de un
cuento» en las islas de Puerto Rico y Jamaica. Estos y todos los demás datos
numéricos son equiparables a los 30.000 ríos y arroyos, 12 tan grandes corno el
Ebro, el Duero y el Guadalquivir, y unos 20-25.000 riquísimos de oro que vio en
la vega de Maguá, de la Española (pág. 14). El abate Juan Nuix, Reflexiones
imparciales sobre la humanidad de los españoles en las Indias, Madrid, 1782
(edición italiana de 1780), ha escrito contra las afirmaciones de Las Casas un
alegato Igualmente tendencioso, aunque en sentido contrario.

2 ...quedará toda esta tierra [Tierra Firme] despoblada de indios, como lo está la
Española, donde se contaron dos cuentos de ánimas cuando allí entró el
Almirante y no se hallarán agora 200 indios». (Carta de Fr, Tomás de Angulo,
obispo de Cartagena, al emperador, 7 de mayo de 1535). Citado por Saco, Historia
de la esclavitud de los indios, La Habana, 1932, I, 72-73.

3 Geografía y descripción universal de las Indias, recopilada por el cosmógrafo-


cronista Juan López de Velasco desde el año de 1571 al de 1574. Madrid. 1894,
págs. 97, 99.

4 Albert Hüne, Historisch-philosophische Darstellung des Neger-


Sklavenhandels, 1820, I, 137, (Citado por Alejandro de Humboldt, Voy age aux
régions équinoxiales, XI, 325).

5 Domingo Amünátegui Solar, Las encomiendas de indígenas en Chile. Santiago


de Chile, 1909, I, 29.

6 Francisco Javier Clavigero, Historia antigua de Méjico sacada de Los mejores


historiadores españoles y de los manuscritos y de las pinturas antiguas de los
indios. Traducida del italiano por José Joaquín de Mora. Londres, 1826, 2 tomos.
(La dedicatoria del autor es de 1780). Libro IV, pág. 185, nota.

7 Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, Historia general y natural de las Indias,


Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Madrid, 1853, t. III, pág. 172, libro XXIX,
cap. XXXIV. También caps. IX y X, págs. 38-43).

8 Ateneo, de Lima, tomo II (citado por Santiago I. Barberena, Historia de El


Salvador, II, San Salvador, 1917, pág. 81); Las Casas, op. cit-, pág. 86: «Más faltan
y han muerto de aquellos reynos hasta oy. . ., en obra de diez años, de quatro
cuentos de ánimas»; Philip Ainsworth Means, Ancient civilizations of the Andes,
Londres, 1931, pág. 296: de 16 a 32 millones, más cerca de la cifra baja que de la
alta.

9 Karl Sapper, Die Zahl und die Volksdichte der indianischen Bevolkerung in
Amerika. En Proceedings of the twentyfirst International Congress of
Americanists, celebrado en La Haya, agosto 12-16 de 1924, La Haya, 1924, págs.
95-104 (véase pág. 100).

10 En Les langues du monde par un groupe de linguistes sous la direction de A.


Maillet et M. Cohen, París, 1924, pág. 601.

11 H. J. Spinden, The population of Ancient America, en The Geographical


Review. Nueva York, XVIII, 1923 , 641-660 (reprod. por la Smithsoman
Institution, Annual Report , 1929, 451-471, Washington, año 1930, y en The
American Aborigenes publicado por Diamond Jeness, Toronto, 1953, pág. 219):
“Colón encontró el continente y los archipiélagos vecinos poblados con 40 ó 50
millones de indios”:

12 A. L. Kroeber, Native American population, en The American Anthropologist,


vol. 36, 1934, 1-25 (véase pág. 24). Diamond Jenness, en The Geographical
Review, 1935, 514-516, discute las cifras da Kroeber para los Estados Unidos y
Canadá. Kroeber ha vuelto a estudiar la cuestión en detalle para los Estados
Unidos, de manera algo más general para Méjico y América Central (a las que
aplica su experiencia de las áreas norteamericanas) y de manera panorámica para
todo el continente: Cultural and natural áreas of Native North America, Berkeley,
1939, págs. 131-181 (en la pág. 166 mantiene el mismo cuadro de 1934).
13 Ettore Ciccotti, Valore e utilizzazione di dati statistici del mondo antico con
particolare riguardo alia popolazione dell'Antica Roma. En Actas del Congreso
Internacional de Estudios sobre la población, Roma, 7-10 septiembre 1931, t. I,
1933, 377-399. Gran parte del volumen I (págs. 371-708) está dedicado a
problemas de demografía histórica. Véanse, además, Eugéne Cavaignac,
Population et capital dans le monde méditerranéen antigüe, Estrasburgo, pág.
123; Gastón Bouthoul, La population dans le monde, París, 1935, pág. 11; Adolphe
Lavdry. La revolution démographique, París, 1934, 107 y sigs.; J. Belloch, Die
Bevolkerung der griechisch-römischen Welt, 1886; Corrado Gini, I jattori
dell'evoluzione delle nazioni, Turín, 1912.

14 A título de curiosidad damos el siguiente cálculo de Hagstroem (en


Skandinavska Kreditaktien bolaget abril de 1938, pág. 36):

Población en 1935 en el año 2000


América del Norte 141.100.000 316.000.000
América Central 36.400.000 50.000.000
Sudamérica española 43.700.000 115.000.000
Brasil y Guayanas 42.700.000 112.000.000
TOTAL 263.900.000 593.000.000

La población mundial, que calcula en 2.086 millones en 1935, cree que llegará a
4.754 millones en el año 2000. Según G, H. Knibbs, The shadow of the world
future, Londres, 1928, pág. 52, si se mantiene el aumento, de las últimas décadas
(la población se duplica en 105 años), la población mundial habrá aumentado en
3.900 millones de habitantes en el año 2033, en 7.800 millones el año 2138 y en
15.600 millones el año 2243.

15 Después de la reorganización de 1934 cambió el concepto, pero no hay acuerdo


entre las autoridades del censo y las del Office of Indian Affairs. Así, para el censo
de 1940 es también indio el mestizo que tiene por lo menos un cuarto de sangre
indígena cuando lo considera indio la comunidad en que vive. En cambio, el Office
considera indio a toda persona de sangre indígena que conserva derechos en su
tribu. De esta divergencia de criterio surgen dos estadísticas distintas de la
población indígena de los Estados Unidos.
16 Manuel Gamio, que ha señalado las dificultades para hacer un censo étnico y
que considera insuficiente el censo lingüístico, propone una clasificación por las
características culturales: según usen instrumentos o utensilios precolombinos,
postcolombinos o combinen los dos (metate, fonógrafo, silla de montar, machete,
huaraches, marihuana, cerámica esmaltada, arado, pala, canoa, etc.). En el censo
mejicano de 1940 se especifican algunas características culturales: si el individuo
come pan o tortillas de maíz; si va descalzo o con huaraches o con zapatos; si usa
pantalón o calzón; si duerme en el suelo, en hamaca, en tapexco, en catre, en
cama; si la vivienda es de adobe, barro, mampostería, ladrillo, madera, etc.; si
posee radio, máquina de coser, etc. Véase Manuel Gamio, Las características
culturales y los censos indígenas, en América Indígena, México, julio de 1942.
págs. 15-19.

17 Aun en países que tienen muy bien organizado su servicio estadístico hay una
gran desproporción entre los cálculos oficiales y los resultados posteriores del
censo. En el Brasil se había calculado para 1939 una población de 44.115.825
habitantes; el censo del 31 de agosto de 1940 arrojó 41.356.605. En el Salvador se
calculaban, en 1928, 1.722.579 habitantes; el censo de 1930 arrojó 1.437.611. En
Costa Rica se calculaban, en 1926, 532.259 habitantes; el censo de 1927 arrojó
471.524. En los tres casos los cálculos oficiales se podían apoyar en censos
recientes (de 1920 y 1930 en el Brasil, de 1901 en el Salvador, de 1892 en Costa
Rica). El cálculo peca siempre por exceso, y hay que tenerlo en cuenta para valorar
las estadísticas de países como el Ecuador que no cuentan con un solo censo en
toda su historia nacional.

18 Las fuentes y los datos en que nos apoyamos para elaborar estos dos cuadros,
y una serie de datos complementarios, los reunimos en el Apéndice I, al final de
este volumen. (N. de W.: No incluido en esta digitalización).

19 Manuel Gamio, en América Indígena, México, abril de 1942, pág. 20; Boletín
Indigenista, marzo de 1944, pág. 60; Journal de la Societé des Americanisltes de
Paris, XXI, 1929, 291-2; John M. Cooper, Analytical and critical biblioqraphy of
the tribes of Tierra del Fuego, Bureau of American Ethnology, Bulletin 63,
Washington, 1917, pág. 4; Martín Gusinde, Die Feuerland-Indianer, I: Die
Selk'nam, Mödling bei Wien, 1931, págs. VI, 91; Armando Braun Menéndez,
Pequeña historia fueguina, Buenos Aires, 1939, pág. 39 (“Ya no quedan más de
treinta yaganes en todo el laberinto del sur fueguino!”); Teodoro Caillet-Bois, El
fin de una raza de gigantes, en el Boletín, del Instituto de Investigaciones
Históricas, Buenos Aires, julio de 1942 - junio de 1943, nos 93-96, págs. 7-41 (en
1917 inspeccionó parte del territorio argentino de Santa Cruz y encontró unos 300
indios, mezcla de tehuelches y otras razas, agrupados en toldos, en tres o cuatro
zonas fiscales; “hoy deben ser muchos menos”).

20 Es muy difícil en este terreno separar lo histórico de lo que es leyenda macabra.


También en Patagonia se habla de los tiempos en que se compraban las orejas de
indios. En el Brasil la oreja de indio o de negro cimarrón fue frecuente trofeo de
guerra para portugueses y holandeses en el siglo XIII, y aún entre los brasileños
en el siglo XIX (véase Friederici, Der Charakter der Enideckang und Eroberunc.
II. 166- y III, 38; Gerland, Das Aussterben der Naturvölker, 103). En cambio, los
ingleses en Norteamérica prefirieren a usanza indígena, el cuero cabelludo.

21 Véanse Journal de la Société des Américanistes de París, 1927, XIX, 404-5;


1928, XX, 403; 1930, XXII, 390; 1935, XXVII, 260; Moisés Sáenz, Sobre el indio
peruano, Méjico, 1933, y Sobre el indio ecuatoriano, Méjico, 1933. Una de las
sublevaciones indígenas más curiosas fue la de Panamá en 1925. Mr. Richard O.
Marsh, enviado por la Smithsonian Institution y el National Museum de Nueva
York para hacer exploraciones, sublevó a los indios y se proclamó emperador del
Darién (véase Narciso Gajray, Tradiciones y cantares de Panamá, Bruselas, 1930,
págs. 8-11).

22 El ayllu era originalmente un clan o grupo de parientes. El Imperio Incaico lo


convirtió en unidad de trabajo sobre la base comunal y en unidad religiosa,
política y militar. Hoy sobrevive en casi toda la región serrana del Perú y en
algunos valles de la costa, abarcando más de dos millones de personas; se cree
que hay más de 3.000 ayllos, 411 de ellos reconocidos por el gobierno peruano en
1936; las tierras pertenecen al ayllo, que las distribuye a las familias; el trabajo
puede ser individual o colectivo (Castro Pozo, en América Indígena, abril de 1942,
págs. 12 y sigs.). Sobre el ayllo peruano véanse Hildebrando Castro Pozo, Del ayllu
al cooperativismo socialista, en Biblioteca de la Revista de Economía y Finanzas,
vol. II, Lima, 1936, y Jorge Basadre. Historia del derecho peruano, Editorial
Antena, Lima, 1937. Sobre el ayllo en Bolivia véase Arturo Urquidi Morales, La
comunidad indígena, Imprenta Universitaria, Cochabamba, 1941. Sobre
supervivencia y desintegración del ayllo véase Harold E. Davis, The village of the
Chinchero, un hermoso artículo publicado en América Indígena, abril de 1942,
págs. 43-50, parte de una obra extensa en que estudia la superposición de los
elementos antiguos y modernos en la población indígena de Chinchero. Castro
Pozo es partidario de la transformación del ayllo en cooperativa agropecuaria.

23 El blanco es adaptable a cualquier altura después de un período de


aclimatación. El conquistador español llegó a todas las regiones de la meseta, pero
el indio acabó por absorberlo en las grandes alturas. Dice Carlos Monge: «Si en
antropogeografía hay un tipo étnico diferenciado de las demás razas del mundo,
éste corresponde esquemáticamente al hombre de los Andes, que rápidamente
retorna al tipo ancestral originario. No hay raza blanca, biológicamente hablando,
en la altitud» (Política sanitaria indiana y colonial en el Tahuantinsuyu, en Anales
de la Facultad de Ciencias Médicas, Lima, 1935, XVII, pág. 249). En el Congreso
de Americanistas de Sevilla (octubre de 1935) el Dr. Walter Knoche leyó un
trabajo sobre el proceso de indianización en la región de las punas (no sabemos si
se ha publicado).

24 Los indios de carga o tamemes fueron prohibidos por Cortés (bajo pena de
muerte) y por orden terminante de Carlos V y Felipe II. Hoy subsisten en toda la
sierra ecuatoriana; hasta la mujer se dedica al transporte de pesadas cargas.

25 Dentro del nuevo movimiento en favor de la población indígena hay que


destacar la actitud de los Estados Unidos. El país se había señalado por su
encarnizamiento en destruir las poblaciones indias. El tratamiento del indio —
dice un autor norteamericano — es «una de las peores páginas de nuestra historia
nacional». La Ley General de Repartimientos de 1887 («General Allotment Act»)
sirvió para traspasar la tierra a los blancos, y las tierras indígenas pasaron dé 138
millones de acres en 1887 a 52 millones en 1934, más de la mitad tierras desiertas
o casi desiertas, además en grave peligro por la erosión del suelo; es lo que se
llamó «la era de expoliación de las tierras». Después de la guerra de 1914-1918 el
Congreso otorgó a todos los indios la ciudadanía norteamericana como prueba de
agradecimiento del país a su valor y lealtad. Desde 1928 mejora la situación
indígena y disminuye la mortalidad; la población está aumentando a razón de 1 %
anual. Pero una nueva época para el indio norteamericano comienza con el Acta
de Reorganización Indígena de 1934, que lleva a los indios la nueva política de
Roosevelt: se concedió a las tribus el derecho de usar instrumentos de gobierno
propio para atender a sus intereses como comunidades específicas; se
aumentaron sus tierras, que llegaron a 55,5 millones de acres en 1941; se
protegieron sus parques, sus campos de pastoreo, su fauna; se concedieron
créditos para sus industrias y su suelo, y se empezó a desarrollar una activísima
labor cultural, con la idea de que el indio no debe desaparecer y tiene derecho a
conservar su religión y su cultura. El 85 % de la población indígena ha aceptado
ya la nueva ley. Sobre la nueva política indianista véanse Loring Benson Priest,
Uncle Sam's stepchildren: The reformatlon of United States Indian policy, 1865-
1887, New Brunswick. N. Y., 310 págs.; Joseph C. McCaskill y D'Arcy McNickle,
La política de los Estados Unidos sobre los gobiernos tribales y las empresas
comunales de los indios, National Indian Institute, Washington, 1942, 26 + XIV
págs.; Ward Shepard, La conservación de las tierras indígenas en los Estados
Unidos, The National Indian Institute, Washington, 1942, 70 págs.; Los indios en
los Estados Unidos por Allan G. Harper, John Collier y Joseph C. McCaskill,
publicado por The National Indian Institute, Department of the Interior,
Washington, 1942; The changing Indian, edited by Oliver La Farge, from a
Symposium arranged by the American Association on Indian Affairs, University
of Oklahoma, 1942 (una serie de trabajos de diversos autores sobre el presente y
el futuro del indio norteamericano); The North American Indian today, publicado
por C. T. Loram y T. F. Mcllwraith, Toronto, 1943 (comentado en América
Indígena, enero de 1944, págs. 79-81).

26 Hay una copiosísima bibliografía, de carácter muy variado. Además de las


obras citadas en otras partes de este trabajo, véase Pío Jaramillo Alvarado, El
indio ecuatoriano, Quito, 1922.

27 En Méjico es donde mayores han sido los esfuerzos para la incorporación del
indio (véase Robert Ricart, L'«incorporation» de l'iridien par l'école au Mlexique,
en Journal de la Société des Américanistes de Paris, 1931, XXIII, 47-70, 441-457;
una noticia complementaria en el mismo Journal, XXV, 1933, pág. 199). Sobre el
mismo problema en otros países, véase Moisés Sáenz, Sobre el indio peruano y su
incorporación al medio nacional y Sobre el indio ecuatoriano y su incorporación
al medio nacional. Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, México,
1933. Sobre los Estados Unidos véase Willard W. Beatty, La educación de los
indios en los Estados Unidos, publicado en 1942 por The National Indian
Institute, Department of Interior, Washington, 33 págs. (también en América
Indígena, II, abril de 1942, 29-33). Además Emilio Fournié, Encuesta sobre el
niño indígena, en el Boletín del Instituto Internacional Americano de Protección
a la Infancia, octubre de 1934, págs. 134-143.

28 Según don Manuel Gamio el censo lingüístico de 1940 indica que hay
aproximadamente un millón de personas que hablan idiomas autóctonos
[exclusivamente] y otro tanto que también habla español, «quedando al margen
de la estadística varios millones de individuos que sólo hablan español, pero son
indígenas o mestizos por sus características étnicas y culturales» (América
Indígena, México, abril de 1942, pág. 18).

El censo mejicano de 1930 arroja los siguientes datos lingüísticos sobre los
habitantes de cinco o más años de edad: hablan sólo una lengua indígena
1.185.162; hablan español y una lengua indígena, 1.064.236; hablan español y dos
lenguas indígenas 1.684.

Es interesante el siguiente cuadro sobre el desarrollo lingüístico de Méjico


(Anuario estadístico de los Estados Unidos Mexicanos, 1939, pág. 80, y 1940, pág.
68), que abarca la población de cinco años o más:

Año 1900 1910 1921 1930


Total 11.673.283 12.984.962 12.368.321 14.028.575
9.852.710 11.250.343 11.663.202 12.835.190
Español
84,40% 96,64% 94,29 % 91,49%
1.820.573 1.734.619 705.119 1.193.385
No hablan español
15,59% 15,55% 5,70% 8,5%
1.794.293 1.685.864 1.868.892 2.251.086
Lenguas indígenas
15,37% 12,98 % 15,11 % 16,04%

Obsérvese que las cifras no coinciden exactamente con las que damos en el texto,
y es por la siguiente razón: las cifras del texto indican indios que hablan
exclusivamente lenguas indias; las cifras de este cuadro indican habitantes que no
hablan español (extranjeros inclusive) o indios que hablan lenguas indígenas
(aunque no exclusivamente). Además, no todos los datos de este cuadro son
fidedignos.

En Guatemala, según el censo del 7 de abril de 1940, tienen el español como


lengua materna 1.777.814 habitantes, y las lenguas indígenas 1.498.745,
distribuidos del modo siguiente: 414.130 hablan quiché, 375.896 cachiquel,
299.957 mame, 259.784 quecchí, 28.593 pocomán y 120.385 otras lenguas
(Boletín indigenista, II, n° 1, marzo de 1942, págs. 30-31). Véase además la nota
siguiente.

29 Renato Biasutti, profesor de geografía de la Universidad de Florencia,


calculaba, hacia 1930, ocho o nueve millones de indios que conservaban sus
lenguas (Enciclopedia Italiana, II, 920). Da las siguientes cifras: América del
Norte 383.000 (algonquinos 91.000; denes y atabascos 53.000; iroqueses
50.000; siux 41.000; esquimales 30.000; muscoges 29.000; salish 18.000;
shoshones 17.000; tlingit o coliushi 4.400); Méjico y América Centra} unos 4
millones (cifras poco seguras); América del Sur, unos 3 millones de habla quechua
y aymara (casi 4 con los que hablan otras lenguas, y 5,5 millones incluyendo los
mestizos), unos 100.000 araucanos en Chile, 20.000 chiriguanos, 10.000 campas
del Perú, 20.000 jíbaros del Ecuador, 25.000 huitotos de Colombia, 25.000
goajiros y diversas tribus amazónicas y australes que suman pocos miles de
habitantes. Ese cuadro es, desde luego, muy incompleto: no incluye, por ejemplo,
los hablantes tupí-guaraníes, que suman muchos millares en el Brasil y la
Argentina. John H. Rowe y Gabriel Escobar M., Los sonidos quechuas de Cuzco y
Chanca, en Waman Puma, III, n° 15, Cuzco, 1943, pág. 21, calculan 4.893.000
personas de habla quechua (1.250.000 en el Ecuador, 2.893.000 en el Perú,
750.000 en Bolivia y Argentina), con un margen de medio millón de error. Es
posible que la cantidad no pase de 4 millones, pero el quechua es de todos modos
la lengua indígena más importante de América, numéricamente. En la región sur
de los departamentos peruanos de Ayacucho, Apurímac y Cuzco el 98 % de la
población habla quechua; el 80 % no habla español. En las ciudades de los
departamentos de Cuzco y Puno la mayoría es bilingüe (Ibíd., pág. 22). Para
noticias de otras regiones véase nuestra nota anterior.

30 Véanse, por ejemplo, para el náhuatl y el guaraní, los dos trabajos siguientes:
Franz Boas, Spanish elemente in modern Nahuatl, en Todd Memorial Volumes,
Philological Studies, I, New York, Columbia University Press, 1950, págs. 85-89;
Marcos A. MorÍnigo, Hispanismos en el guaraní, Buenos Aires, Instituto de
Filología, 1951, 435 págs.

31 Véase Los otomacos y taparitas de los Llanos de Venezuela, en Tierra Firme,


Madrid, 1936, pág. 430.

32 Ensayo político de la Nueva España, Madrid, 1818; Voyage aux régions


équinoxiales du Nouveau Monde, París, 1816-1831, 13 vols. (t. IX, 1825, 160-183;
XI, 1826, 55-75, 86-103). Hemos utilizado también otras ediciones por no tener
ahora a mano las ediciones originales: del Ensayo, la de París, 1836, 5 tomos; del
Viaje, la de Caracas, tomos I, II, III, 1941, y la de París, 1826, 5 tomos.

33 Los porcentajes del cuadro están calculados, no sobre la población total, que a
veces está dada en números redondos, sino sobre la suma rigurosa. Los 420.000
indios independientes de Sudamérica que da Humboldt los hemos distribuido
hipotéticamente: 20.000 en las Guayanas, 100.000 en Colombia y Ecuador,
100.000 en Perú y Chile, 100.000 en Paraguay y 100.000 en el Brasil.
Los cuadros exactos de Humboldt y todos los datos que sobre esta época hemos
podido recoger para cada país los damos al final de este volumen en nuestro
Apéndice II (N. de W.: No incluido en esta digitalización).

34 Tampoco puede hablarse de una africanización. La población negra ha pasado


de 6.046.000, o sea el 17,57 % de la población, a 25.262.095, o sea el 13,96 %. Hay
que agregar en rigor los mulatos: en 1825 había por lo menos un millón y medio,
aproximadamente el 5 %, incluidos entre las castas, cifra que ha pasado en 1940
a 13.229.321.

También en este caso tenemos un aumento de cifras absolutas, pero una


disminución relativa, aun limitándonos a los países más afroamericanos; las
Antillas, los Estados Unidos y el Brasil. Claro que es difícil separar en la estadística
los negros de los mulatos. Muchos millones de los que pasan por negros (para la
estadística norteamericana todos son negros) tienen gran proporción de sangre
blanca.

35 Véase Wllliam Spence Robertson, Francisco de Miranda y la revolución de la


América española, Biblioteca de Historia Nacional, vol. XXI, Bogotá, 1918, págs.
95, 279, 281

36 Quizá estuviera esa idea de acuerdo con sus miras políticas. Antes de
emprender la campaña de los Andes reunió en Mendoza a los caciques araucanos,
y al proponerles la alianza, les dijo: «Yo también soy indio». También fue idea
suya editar por suscripción popular los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de
la Vega, obra prohibida por el régimen colonial y que influyó sin duda sobre
muchos de los hombres de la Revolución.
37 Véanse Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano (Obras completas, t. VII,
Buenos Aires, 1940, 351-383, cap. XXIX); Asambleas Constituyentes Argentinas
publicadas por Emilio Ravignani, Buenos Aires, I 1937, págs. 481-482.

38 Véase El Argos de Buenos Aires, 26 de octubre de 1822, pág. 332. Juan Bautista
Túpac Amaru publicó un folleto, describiendo sus padecimientos; ese folleto se lo
escribió alguien que estaba muy impregnado del estilo panfletario de la época. La
pensión la cobró hasta su muerte, a los 90 años de edad, en septiembre de 1827.
La idea de que era un impostor, sostenida por Juan Canter, El raro folleto de un
impostor (en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, t. XVIII, año
XIII, 1934-1935, 378-390), parece hoy abandonada (véanse José Torre Revello en
el Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, n°3 89-92, julio 1941 - junio
1942, 314-319, y Boleslao Lewin, en la Revista de Historia, Buenos Aires,
diciembre de 1942, 205-209).

39 En 1821, don Guadalupe Victoria presentó a Iturbide, en la hacienda del


Colorado, un plan de restauración de la dinastía azteca. En 1834 un cura y un
fraile concibieron en Chicontla una plan análogo; el artículo 5° decía: «El
Congreso elegirá doce jóvenes célibes, nacidos y actualmente existentes en el
territorio mexicano, de los que acrediten completamente ser descendientes
inmediatos del emperador Moctezuma, de los cuales se sacará por suerte al que la
Providencia destine para ser emperador de México: éste deberá ser coronado
inmediatamente por el Congreso, previo juramento de sostener la religión
católica, apostólica, romana, y dentro de seis meses deberá estar casado, si es
indio prieto con una mujer blanca, y si al revés, con una prieta». Uno de los
autores fue detenido y el otro huyó. El plan fue ridiculizado. (Véase México a
través de los siglos, IV, 357).

40 Gaceta de Buenos Aires, tomo I, pág. 15.

41 Oficio de la Junta al Exmo. señor doctor don Juan José Castelli, 10 de enero de
1811. El texto del oficio es como sigue: «No satisfechas las miras liberales de esta
Junta con haber restituido a los indios los derechos que un abuso intolerable
había obscurecido, ha resuelto darles un influxo activo en el Congreso para que,
concurriendo por sí mismos a la Constitución que ha de regirlos, palpen las
ventajas de su nueva situación y se disipen los resabios de la depresión en que han
vivido. A este efecto ha acordado la Junta que, sin perjuicio de los diputados que
deben elegirse en todas las ciudades y villas, se elija en cada Intendencia,
exceptuando la de Córdoba y Salta, un representante de los indios, que, siendo de
su misma calidad y nombrado por ellos mismos, concurra al Congreso con igual
carácter y representación que los demás diputados. La forma de esta elección debe
ofrecer graves dificultades, que solamente podrán allanarse con presencia del
estado de los pueblos y actuales deseos de sus habitantes; por eso la Junta
prescinde de prefixarla, confiando enteramente este punto a los conocimientos y
prudencia de V. E., quien combinará los términos de la elección de un modo que
se eviten errores perniciosos y entorpecimientos para la celebración del Congreso.
Solamente recomienda la Junta a V. E. que la elección recaiga en los indios de
acreditada probidad y mejores luces, para que no deshonren su elevado encargo
ni presenten embarazos en las importantes discusiones que deben agitarse en el
Congreso; haciendo al mismo tiempo que se publique en forma solemne esta
resolución para que, convencidos los naturales del interés que toma el gobierno
en la mejora de su suerte y recuperación íntegra de sus derechos imprescriptibles,
se esfuercen por su parte a trabajar con celo y firmeza en la grande obra de la
felicidad general» (Gaceta de Buenos Aires, 24 de enero de 1811). En el mismo
número de la Gaceta hay un comentario de esa disposición, del que entresacamos
las siguientes frases: “En el lenguaje de nuestra jurisprudencia el indio es
ciudadano y se halla bajo la protección de las leyes. De este rasgo de prudencia,
tan conforme a los principios de humanidad, espera la Junta recoger la dulce
consolación de ver salir a los indios de su oscuro abatimiento, y que, infundidas
las generaciones, dividamos bajo unos mismos techos los frutos de la vida civil”.

42 Damos a continuación el texto completo de este importante decreto:

«La Junta Provisional Gubernativa de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a
nombre del Sr. D. Fernando VII.

«Nada se ha mirado con más horror desde los primeros momentos de la


instalación del actual gobierno como el estado miserable y abatido de la
desgraciada raza de los indios. Estos nuestros hermanos, que son ciertamente los
hijos primogénitos de la América, eran los que más excluidos se lloraban de todos
los bienes y ventajas que tan liberalmente había franqueado a su suelo patrio la
misma naturaleza, y, hechos víctimas desgraciadas de la ambición, no sólo han
estado sepultados en la esclavitud más ignominiosa, sino que desde ella misma
debían saciar con su sudor la codicia y el luxo de sus opresores.
«Tan humillante suerte no podía dexar de interesar la sensibilidad de un gobierno
empeñado en cimentar la verdadera felicidad general de la patria, no por
proclamaciones insignificantes y de puras palabras, sino por la execución de los
mismos principios liberales a que ha debido su formación y deben producir su
subsistencia y felicidad.

«Penetrados de estos principios los individuos todos del gobierno, y deseosos de


adoptar todas las medidas capaces de reintegrarlos en sus primitivos derechos,
les declararon desde luego la igualdad que les correspondía con las demás clases
del estado; se incorporaron sus cuerpos a los de los españoles americanos que se
hallaban levantados en esta capital para sostenerlos, se mandó que se hiciese lo
mismo en todas las provincias reunidas al sistema y que se les considerase tan
capaces de optar todos los grados, ocupaciones y puestos que han hecho el
patrimonio de los españoles, como cualquiera otro de sus habitantes, y que se
promoviese por todos caminos su ilustración, su comercio, su libertad, para
destruir y aniquilar en la mayor parte de ellos las tristes ideas que únicamente les
permitía formar la tiranía. Ellos los llamaron por último a tomar parte en el
mismo gobierno supremo de la nación.

«Faltaba, sin embargo, el último golpe a la pesada cadena que arrastraban en la


extinción del tributo. El se pagaba a la corona de España como un signo de la
conquista; y debiendo olvidarse día tan aciago, se les obligaba con él a
recompensar como un beneficio el hecho , más irritante, que pudo privarlos
desgraciadamente de su libertad. Y esta sola aflictiva consideración debía
oprimirlos mucho más cuando, regenerado por una feliz revolución el semblante
político de la América y libres todos sus habitantes del feroz despotismo de un
gobierno corrompido, ellos solos quedaban aún rodeados de las mismas
desgracias y miserias que hasta aquí habían hecho el asunto de nuestras quejas.

«La Junta, pues, ya se hubiera resuelto hace mucho tiempo a poner fin a esta
pensión y romper un eslabón ignominioso de aquella cadena que oprimía más su
corazón que a sus amados hermanos que la arrastraban; pero su calidad de
provisoria y la religiosa observancia que había jurado de las leyes hasta el
Congreso General, le había obligado a diferir y reservar a aquella augusta
Asamblea, seguramente superior a todas ellas, el acto soberano de su extinción.

«Sin embargo hoy, que se hallan reunidos en la mayor parte los diputados de las
provincias y que una porción de inevitables ocurrencias van demorando la
apertura del referido Congreso General, no ha parecido conveniente suspender
por más tiempo una resolución que con otras muchas debe ser la base del edificio
principal de nuestra regeneración.

«Baxo tales antecedentes, y persuadidos de que la pluralidad de las provincias


representadas por ellos les da la suficiente representación y facultades para
hacerlo, que ésta es, hace mucho tiempo, la voluntad expresa de toda la nación, a
cuyo nombre deben sufragar en el Congreso General, y baxo la garantía especial
que han ofrecido de que en la mencionada respetable asamblea se sancionará tan
interesante determinación, la Junta ha resuelto:

«Lo 1°, que desde hoy en adelante para siempre queda extinguido el tributo que
pagaban los indios a la corona de España, en todo el distrito de las provincias
unidas al actual gobierno del Río de la Plata y que en adelante se le reuniesen y
confederasen baxo los sagrados principios de su inauguración.

«Lo 2°. Que para que esto tenga el más pronto debido efecto que interesa, se
publique por bando en todas las capitales y pueblos cabeceras de partidos de las
provincias interiores y cese en el acto toda exacción desde aquel día: a cuyo fin se
imprima inmediatamente el suficiente número de ejemplares en castellano y
quichua y se remitan con las respectivas órdenes a las Juntas Provinciales,
subdelegados y demás justicias a quienes deba tocar.

«Buenos Aires y Setiembre 1° de 1811 - Domingo Mateu - Atanasio Gutiérrez -


Juan Alagón - Dr. Gregorio Funes - Juan Francisco Tarragona - Dr. José García
de Cossio - José Antonio Olmos - Manuel Ignacio Molina -Dr. Juan Ignacio de
Gorriti - Dr. José Julián Pérez - Marcelino Poblet - José Ignacio Maradona -
Francisco Antonio Ortiz de Ocampo - Dr. Juan José Passo, Secretario - Dr.
Joaquín Campana, Secretario».
Publicado en la Gaceta de Buenos Aires, del 10 de septiembre de 1811.

43 Decreto del 12 de marzo de 1813: «La Asamblea General sanciona el decreto


expedido por la Junta Provisional Gubernativa de estas provincias en 1° de
septiembre de 1811, relativo a la extinción del tributo, y además derogada la mita,
las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios baso todo
respecto y sin exceptuar aún el que presta a las iglesias y sus párrocos o ministros,
siendo la voluntad de esta Soberana corporación el que del mismo modo se les
haya y tenga a los mencionados indios de todas las Provincias Unidas por
hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos a todos los demás
ciudadanos que las pueblan, debiendo imprimirse y publicarse este Soberano
decreto en todos los pueblos de las mencionadas Provincias, traduciéndose al
efecto fielmente en los idiomas guaraní, quechua y aymará, para la común
inteligencia» {Asambleas Constituyentes Argentinas, publicadas por Emilio
Ravignani, I, Buenos Aires, 1957, pág. 24). Publicado, con el texto en las tres
lenguas indígenas y con otros documentos, por la Comisión Honoraria de
Reducciones de Indios, Buenos Aires, 1934, publicación n.° 1.

44 El 5 de octubre de 1811, Chiclana, presidente de turno del Triunvirato, recibió


a los caciques de diversas tribus de la provincia que acudieron a la ciudad a
felicitar al nuevo gobierno y ratificar la paz. Chiclana pronunció un discurso
señalando la hermandad de sangre de los criollos y los indios, y haciéndoles un
llamamiento a la paz y la unión. Los caciques prestaron obediencia y reiteraron la
paz (Vicente G. Quesada, en la Revista de Buenos Aires, V, 192-194). Casi todo el
siglo XIX está lleno de momentos fugaces de paz y períodos duraderos de guerra.

45 Véase La política indigenista en el Perú, Ministerio de Salud Pública, Trabajo


y Previsión Social, Lima, 1940, que transcribe todas las leyes, decretos y
resoluciones a favor del indio desde 1821 a 1940.

46 Sobre textos quechuas, aimaras y guaraníes, véanse Rodolfo Schuller, Apuntes


para una bibliografía de las lenguas indígenas de la América del Sur (Revista
histórica, Lima, VIII, 1925, 51-60); Rodolfo Lehmann-Nitsche, Anciennes feuilles
volantes de Buenos Aires ayant un caractére politique, redigées en langues
indigenes américaines (Journal de la Société des Américanistes de Paris, XXII,
1930, 199-206), y José Toribio Medina, Bibliografía de las lenguas quechua y
aymará, Nueva York, 1930, nos 50-57.

47 El 12 de noviembre de 1811, el general Pueyrredón, jefe del ejército del Norte,


desde su cuartel general de Salta, en vista de la conducta de los naturales en una
serie de pueblos del Perú, que en guerra contra los españoles «se cubrieron de
gloria inmortal, sin armas, sin táctica ni idea de aquellas evoluciones que deciden
el triunfo de las armas», declara que los indios están libres de todo pago de tributo
(aplicación del decreto de la Junta del 1° de septiembre), de toda contribución a
los párrocos y curatos, ni aun para fiestas, funerales, servicios personales, etc.,
ordena que las autoridades decidan las quejas y pleitos de los indios sin percibir
derecho alguno y proclama que los indios «gozarán de la igualdad civil que ha
decidido el Superior Gobierno, con opción a todos los empleos, gracias y
beneficios que concede la patria, sin distinción alguna, en igualdad con los
americanos españoles» (Gaceta de Buenos Aires, III, 1811, pág. 9).

48 Conflicto y armonía de razas, en Obras Completas, t. XXXVII, pág. 74.


Fernando Márquez Miranda, El indio argentino ante la legislación y la realidad,
en el Boletín de la Sociedad Argentina de Antropología, n° 5-6, noviembre de
1943, pág. 70, dice que el indio permaneció al margen del movimiento
revolucionario, ajeno a él e inerte, salvo en la llamada Guerra de las
Republiquetas, sostenida sin embargo más por mestizos que por indios. Véase la
Publicación n.° 1 de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, Buenos
Aires, 1934, págs. 22-23.

49 Julio C. Salas, Etnología, Barcelona, 1915, pág. 398.

50 Friederici, Der Charakter der Entdeckung und Eroberung, Leipzig, III, 380

51 En cambio en los Estados Unidos la ley que concede el título y los derechos de
ciudadano americano a los indios fue promulgada por el presidente Coolidge en
junio de 1924. Con todo, la ley debía entrar paulatinamente en vigor, sobre todo
en lo referente a los derechos electorales (Journal de la Société des Américanlstes
de París, 1925, XVII, pág. 349).

52 Véase Luis Chávez Orozco, en América Indígena, octubre de 1941, pág. 8.

53 Véase Santiago Magariños, El problema de la tierra en Méjico, Madrid, 1932.


Véase además Luis Chávez Orozco, Las instituciones democráticas de los
indígenas mexicanos en la época colonial, en América Indígena, III, octubre de
1943, págs. 365-382.

54 Véase Carlos R. Menéndez, Historia del comercio de indios, Mérida (Méjico),


1923 (citado por Raúl Carranca y Trujillo, La evolución política de Iberoamérica,
Madrid, 1925, pág. 134). Véase además México a través de los siglos, IV, 714 y sigs.
También en 1843 hubo guerra de castas en el Sur de Puebla, y fue también muy
cruel.

55 Stuart Chase, México, Nueva York, 1938, pág. 118.


56 Voces de exterminio se oían ya en la primera época de la Independencia. En
1823 el Diario del Ejército pedía en Buenos Aires la guerra contra los indios hasta
el exterminio: «En la guerra se presenta el único remedio, bajo el principio de
desechar toda idea de urbanidad y considerarlos como a enemigos que es preciso
destruir y exterminar». Un coronel alemán llamado Rauch se distinguió desde
1826 en la lucha contra los indios. Rosas fue su sucesor. En 1833 se realizó la gran
expedición contra los indios, con la cooperación de las provincias: Rosas dirigía
la división de Buenos Aires; Facundo Quiroga la de las provincias andinas y
cuyanas; Francisco Reinafé la división de Córdoba; el general José Ruiz Huidobro
el ejército del centro. El general Paunero calculaba que había 6.000 indios de
pelea en la pampa; en la expedición murieron 1.415 indios y se hicieron
numerosos prisioneros. Todavía en Caseros pelearon indios en las filas de Rosas
(Vicente G. Quesada, Las fronteras y los indios, en la Revista de Buenos Aires, V,
207 y sigs., VI, 44 y sigs.). La obra de Rosas la consumó el general Roca en 1878-
1879': «El mejor sistema de concluir con los indios — había declarado antes de ser
Ministro de Guerra —, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del Río
Negro, es el de la guerra ofensiva, que es el mismo seguido por Rosas, que casi
concluyó con ellos» (Dionisio Schoo Lastra, El indio del desierto, Buenos Aires,
1928). Véase también Roberto H. Marfany, en Historia de la Nación Argentina,
VI, Buenos Aires, 1944, págs. 1042-1086.

57 Félix de Azara, Viajes por la América meridional, cap. X. Azara los había
conocido a fines del XVIII y dice: «los que existen actualmente y que nos hacen
tan cruel guerra no forman hoy, seguramente, más que un cuerpo de unos
cuatrocientos guerreros. Para someterlos se han enviado con frecuencia contra
ellos más de mil veteranos, ya en masa, ya en diferentes cuerpos».

58 Véase Orestes Araújo, Diccionario popular de historia de la República Oriental


del Uruguay, Montevideo, 1901-1903, s. v. charrúas, e Historia de los charrúas y
demás tribus indígenas del Uruguay, Montevideo, 1911.

59 Véase Los otomacos y los taparitas de los Llanos de Venezuela, en Tierra Firme,
Madrid, II, 1936, pág. 135..

60 Véase Friederici, Der Charakter der Entdeckung und Eroberung, II, 166, etc..
61 Véanse Friederici, op. cit., III, 372, etc.; Theodor Waitz, Anthropologie der
Naturvolker, Leipzig, III, 1862, 241-299; Foreman Grant, Indian removal: The
emlgration of the Five Civitized Tribes of Indians, University of Oklahoma, 1932.

Como en los demás países, hay que tener también en cuenta, en la reducción de
los indios, el carácter exterminador de las epidemias de origen europeo,
especialmente las viruelas. En los Estados Unidos, por ejemplo, se han señalado,
por su carácter mortífero, las de 1781-1782, 1801-1802, 1837-1838; una fiebre, en
1830, mató 70.000 indios de California, y la malaria en Oregón y Columbia, ese
mismo año, asoló las tribus de la región y exterminó prácticamente a los indios
que hablaban las lenguas de la familia chinook (véase Webb Hodge, op. cit., s. v.
Population).

62 El aumento de la población mundial no se debe a aumento de la natalidad, sino


a disminución de la mortalidad. El coeficiente de mortalidad era en Inglaterra del
37 ‰ en 1780 y del 11,6 ‰ en 1938. El de Méjico bajó en 1936 al 22,4 ‰y el de
Guatemala en 1940 al 20,9 ‰; es seguramente mucho mayor entre la población
indígena que entre la blanca o mestiza.

63 Ensayo político de Nueva España, París, I, 145, 155. En la pág. 110 dice que el
número de indios estaba creciendo desde hacía un siglo (en la versión francesa,
Essai, I, 300, 306-308).

64 Para el desarrollo de la población europea véanse F. Savoignan, en Scientia, 1°


de octubre de 1935, pág. 240 y sigs., y M. Carr-Saunders, Población mundial,
Fondo de Cultura Económica, México, 1939, págs. 19 y 45.

65 La inmigración del siglo XIXI ha modificado la composición étnica del país. De


1820 hasta 1914 entraron más de 37.950.000 inmigrantes (419.000 en 1854,
1.337.000 en 1907, 1.036.000 en 1910, 1.191.000 en 1913, 1.212.000 en 1914):
véase Warren S. Thompson y P. K. Whelpton, Population trends in the United
States, Nueva York y Londres, 1933.

También en la Argentina, el Uruguay, el sur del Brasil y Chile la inmigración del


siglo XIX rompió el equilibrio a favor del blanco.

66 Al presentar al Virrey Iturrigaray el borrador de su Ensayo político sobre la


Nueva España (citado por Carlos Pereyra en el prólogo de La población de El
Salvador de Rodolfo Barón Castro, Madrid, 1942, pág. 18). Entre las causas del
relativo estancamiento mejicano se han señalado: la aridez de gran parte del
territorio, que necesitaría obras de irrigación de gran alcance; la escasez
inmigratoria, en parte por las restricciones; la inestabilidad social y política; el
aislamiento y atraso de la población indígena.

67 Rodolfo Barón Castro ha estudiado este proceso en su valiosísimo libro: La


población de El Salvador. Estudio acerca de su desenvolvimiento desde la época
prehispánica hasta nuestros días, Madrid, 1942. La natalidad es excepcional,
superior al 40 ‰ (pág. 537); el incremento natural medio de 1936 a 1940 ha sido
del 22,6 ‰ sólo superado por Palestina (pág. 548). Entre 1821, año de la
independencia, y 1899, en 79 años, la población se ha triplicado (de 250.000
habitantes a 758.945). Toda Centroamérica multiplicó 11,2 veces la población
desde 1778 a 1940, El Salvador sobre base mestiza, Guatemala sobre base india,
Costa Rica sobre base blanca.

68 Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Lima, 1631, pág. 291. Dice en la
página 288: «cuando se descubrieron las Indias de todo el Occidente avía en ellas
más de 170 millones de indios naturales, como lo afirman Pedro Fernández de
Quirós, en sus memoriales a Felipe III; Juan Metello, a quien cita Suingero, y lo
afirma en su Teatro de la vida humana, vol. 12, libro 3».

69 Pedro Mexía de Ovando, Libro o memorial práctico del Nuevo Mundo, Madrid,
1639 (ms. 3083 de la Biblioteca Nacional de Madrid, fol. 106). Lo mismo dice en
su Epítome del Gobierno de Indias, ms. de 1638, fol. 38 r.: «De más de doscientos
millones que había de indios tributarios en la Nueva España, en el Perú, Nuevo
Reino y las islas referidas [las Antillas], apenas se hallan dos millones, porque se
han consumido y retirado muchos dellos a los llanos, con los gentiles, por justos
juicios» (cit. por Manuel Serrano y Sanz, en el prólogo de la Ovandina, tomo XVII
de la Colección de libros y documentos referentes a la historia de América,
Madrid, 1915, pág. xlv). Las cifras de Mexía de Ovando no tienen valor objetivo.
Forman parte de un alegato violento contra los abusos de la colonización, y hay
que interpretarlas como las del P. Las Casas.

70 V. B. Riccioli, Geographiae et Hydrographiae Reformatae, Libri Duodecim,


Bolonia, 1661, Venecia, 1672, Appendix: De Verisimili Hominum Numero, págs.
630-634 (cit. por Willcox, op. cit., 641). Calculaba 100 millones en Europa, 500
en Asia, 100 en Africa y 100 en Oceanía.
71 G. King, Natural and political observations and conclusions upon the state and
condition of England, 1696 (cit. por Willcox, op. cit.). Calculaba una población
mundial de 700 millones: 100 en Europa, 340 en Asia, 95 en Africa, 65 en
América, 100 en Oceanía

72 Encyclopédie Francaise, París, 1936, tomo VII, cuaderno 78, pág. 4.

73 No es extraña esa disparidad de cifras para América si se observa la disparidad


de cifras para Europa: Riccioli, en 1661, calculaba unos 100 millones de
habitantes; Vossius. en 1685, unos 30 millones (Savoignan, en Scientia, 1° de
octubre de 1935).

Clavigero, Storia antica del Messico, IV, 271, dice que Riccioli calcula para
América 300 millones de habitantes y Süssmilch en una ocasión 100 millones y
en otra 150 millones. Ambos cálculos le parecen exagerados; en cambio le parece
demasiado reducido el cálculo de Pauw, que asigna al continente de 30 a 40
millones de verdaderos americanos.

74 Increase in the population of the earth and of the continents, en International


Migrations, vol. II, National Bureau of Economic Research, Washington, 1931,
págs. 33-82..

75 Oscar Schmieder, en University of California Publications in Geography, vol.


II (1926-1928). Cit. por Willcox, op. cit. Sólo algunos de esos datos están
incorporados a la reciente obra de Schmieder, Landerkunde Siidamerikas,
Leipzig-Viena, 1932..

76 La población de cada país está calculada, en lo posible, dentro de las fronteras


actuales. Todos los materiales complementarios de este cuadro los reunimos,
ordenados por países, en nuestro Apéndice III, al final de este volumen (N. de W.:
No incluido en esta digitalización).

77 Dice Humboldt, Ensayo, II, 98 (libro III, cap. VIII): «La vanidad nacional se
complace en ensanchar los espacios y apartar, si no en la realidad, al menos en la
imaginación, los límites del país ocupado por los españoles. . . Por la misma razón,
y sobre todo para conciliarse el favor de la corte, los conquistadores, los frailes
misioneros y los primeros colonos dieron nombres grandes a cosas pequeñas. Más
arriba hemos descrito un reino, cual es el de León, cuya población entera no iguala
al número de los frailes franciscanos de España. Algunas chozas reunidas toman
muchas veces el pomposo título de ciudades. Una cruz, plantada en los bosques
de la Guayana, figura en los mapas de las misiones que se han enviado a Madrid
y a Roma como un pueblo habitado por indios. Sólo cuando se ha vivido mucho
tiempo en las colonias españolas, y se han visto de cerca estas ficciones de reinos,
ciudades y lugares, puede el viajero formar una escala de proporción para reducir
los objetos a su justo valor».

La tendencia a magnificar la realidad americana, o a magnificarla en los informes


enviados a Europa, se remonta a los primeros momentos de la conquista y de la
colonización. Sobre las fundaciones del XVI hay una sátira de Mateo Rosas de
Oquendo: refiere en sus versos que una vez salió con una expedición militar por
el Tucumán, y después de caminar tres días fundaron una ciudad, «si son ciudad
cuatro corrales»; se juntaron en cabildo y escribieron al virrey un pliego relatando
cómo estuvieron tres días combatiendo contra 20.000 indios cayapanes, y
pidiendo por lo tanto como recompensa libertades y franquicias, cuando «la
verdad fue que los infelices naturales nos dieron de muy buena gana su tierra, sus
chozas y sus pobres ajuares, y de sangre no se derramó una onza» (citado por
Alfonso Reyes, Sobre Mateo Rosas de Oquendo, en Revista de Fitología Española,
Madrid, 1917, IV, pág. 343).

El comandante Oña, en el siglo XVIII, definía así lo que llaman fuerte en el Río de
la Plata: «llaman fuerte un corral. . .; toda su fortificación se reduce a cuatro
frentes, los dos de 25 pasos y los otros dos de a 40: éstos cubiertos con maderas
que hasta ahora mantienen la misma tosquedad con que se criaron, muy
desiguales. . ., y unos cueros que sirven de parapetos» (cit. por Vicente G.
Quesada, en Historia, I, pág. 385)

78 P Bernabé Cobo, Historia del Nuevo Mundo, ed. de Sevilla, 1890-1893, 4


volúmenes. Véase t. III, pág. En la página 5 dice: es <muy poca la gente que la
habitaba y menos la que tiene al presente».

79 Véase el magnífico libro de Antonello Gerbi, Viejas polémicas sobre el Nuevo


Mundo, Lima, 1944, Págs. 34, 37, 50, 57.

80 Montesquieu, Lettres persanes (carta CXX1; también carta CXVIII); Adam


Smith, Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, libro
IV, cap. VII. Los dos pasajes los cita Rodolfo Barón Castro, La población de El
Salvador, Madrid, 1942, págs. 126, 142-143.

81 Sobre agricultura y ganadería coloniales véanse Emilio A. Coni, La agricultura,


ganadería e industrias, en Historia de la Nación Argentina, IV, 1° sección, 357-371
(se refiere al Río de la Plata); Ricardo Levene, Riqueza, industrias y comercio
durante el virreinato, en Ibíd., 373-429. Ricardo Cappa, Estudios críticos acerca
de la dominación española en América: dedica los volúmenes V y VI a estudiar la
Industria agrícola-pecuaria llevada a América por los españoles, Madrid, 1890.

82 Sobre la conquista y la colonización de los Estados Unidos y la actitud del


conquistador anglosajón frente al indio, comparada con la del francés, véanse la
Cambridge Modern History, VII, págs. 2-3, 6, 7, 8, 18, 27, 32, 59, 42, 75, 97, 98,
101, 159, 171, 172, 174-175, 194, 220, 239, 337 y sigs. También John Bartlet
Brebner, The explorers of North America, 1492-1806, Londres, 1933, págs. 117,
119-120, 124, 126, 139-140, 151, 153-154, 157, 158,171, 194; Justin Winsor,
Narrative and critical history of America, Boston, 1889 (un capítulo sobre
tratamiento de los indios por ingleses y franceses); R. R. McMahon, The Anglo-
Saxon and the North-American Indian, Baltimore, 1876; Friederici, Der
Charakter der Entdeckung und Eroberung Amerikas durch die Europaer, III,
Stuttgart. 1936, 345-427; Theodor Waitz, Anthropologie der Naturvolker, Leipzig,
III, 1862, 241-299. Tenemos noticia de los siguientes trabajos que no hemos
podido manejar: James A. James, English institutions and the American Indian,
Johns Hopkins University Studies in Historical and Political Sciences, Baltimore,
1894; Ellery B. Crane. The treatment of the Indians by the colonists, Proccedings
of the Worcester Society of Antiquity, Worcester, Mass., 1904; Thomas P.
Christensen, The historie trail of the American Indians, Iowa, Laurance Press
Co.,. 1953, 193 págs.; Foreman Grant, Indian removal. The emigration of the Jive
civilired tribes of Indians, University of Oklahoma, 1932.

Igualmente implacable fue la actitud de los conquistadores ingleses en las Antillas


menores. Según el Pere du Tertre, el gobernador inglés de Montserrat, para
impedir que los indios huyeran del trabajo, les hizo sacar los ojos (Fernando Ortiz,
en la Introducción a la Historia de la esclavitud de Saco, págs. XXXV a XXXVI).

83 Sobre la conquista portuguesa véase Friederici, op. cit., II, 150-191, 198-224;
Euclides da Cunha, Los sertones, Buenos Aires, 1938, 2 tomos; Enrique de
Gandía, Las misiones jesuíticas y los bandeirantes paulistas, Buenos Aires, 1936;
Theodor Waitz, Anthropologie, III, 448-467, etc.

Bandeiras «banderas» se llamaban las compañías, a veces de unos cuarenta


hombres organizados por iniciativa personal, que salían en busca de oro, piedras
preciosas e indios esclavos (resgatar indios); los miembros de las bandeiras se
llamaban bandeirantes (es el nombre que tenían en el Sur, en S. Pablo, por
ejemplo; los españoles los llamaban generalmente paulistas). Sertao era «la
comarca inexplorada del interior», y se llamaban sertanistas los exploradores o
conquistadores del interior que se dedicaban a capturar indios.

Pedro MexÍa de Ovando, Libro o memorial práctico del Nuevo Mundo, año 1639,
se ocupa en el Título XXI de las incursiones de los mamelucos o paulistas
(resumido por Serrano y Sanz en el prólogo a la Ovandina, el cual cita además los
informes del P. Ruiz de Montoya, P. Techo y Colección de documentos inéditos,
CIV, 305-343).

La colonización portuguesa tuvo también su P. Las Casas: el P. Antonio Vieira, de


la Compañía de Jesús. Su sermón contra los esclavistas en 1653, en la iglesia de S.
Luis de Marañón, se ha comparado con el célebre sermón de Fr. Antonio
Montesinos en la iglesia de S. Domingo.

84 Las Ordenanzas de Alfaro (del oidor D. Francisco de Alfaro), aprobadas por Su


Majestad en 1621, prohibían la guerra ofensiva contra los indios. Luego se
concedió permiso para hacerles guerra, cautivarlos y repartirlos, autorizándose
(Real Cédula del 16 de abril de 1625) a marcarlos con hierro candente y venderlos
dentro y fuera del país (Feliú Cruz y Monge Alfaro, Las encomiendas, 176).

Dice D. Rafael Altamira: «El Estado español fue el primero en el mundo y en la


historia que proclamó jurídicamente el reconocimiento sobre base de igualdad de
un pueblo de los que entonces (y ahora) se estimaban como “inferiores”; y el
primero también que reaccionó contra la teoría llamada “aristotélica”»
(Resultados generales en el estudio de la historia colonial americana. Criterio
histórico resultante. XXI Congreso Internacional de Americanistas, La Haya,
1924, pág. 431).

85 Sobre el Río de la Plata véanse Vicente G. Quesada, Los indios en las provincias
del Río de la Plata, en la revista Historia, Buenos Aires, I, 1903, 305-404 (estudia
la lucha entre el español y el indio en los siglos XVII y XVIII); Id., Las fronteras y
los indios, en la Revista de Buenos Aires, V, 1864; Rómulo Carbia, Los orígenes
de Chascomús, La Plata, 1930; Roberto H. Marfany, Fronteras con los indios en
el Sud y fundación de pueblos, en Historia de la Nación Argentina, IV, 1° sección,
443 y sigs.; Id., El indio en la colonización de Buenos Aires, Buenos Aires, 1940;
José Torre Revello, en Historia de la Nación Argentina, IV, 1° sección, 529-536.

Sobre Chile véase Guillermo Feliú Cruz y Carlos Monge Alfaro, Las encomiendas
según tasas y ordenanzas, Publicaciones del Instituto de Investigaciones
Históricas, N° LXXVII, Buenos Aires, 1941, 90-124.

86 La Recopilación de Leyes de Indias, promulgada en 1680, autorizaba que se


hicieran esclavos, por actos de rebelión o crueldad, los caribes, araucanos y
mindanaos (véase José María Ots, Sobre la esclavitud de indios y negros en la
América española del período colonial, en la Revista Javeriana, julio de 1942, 22-
26). Humboldt dice que en Méjico se procedió así con los mecos y los apaches,
pero observa que el procedimiento fue cada vez más raro en las postrimerías del
período colonial y reprobado por las autoridades eclesiásticas.

87 Véase Friederici, op. cit., III, 36, 380, 381, 384, etc. Continuamente menciona
este autor la intervención del indio en las guerras contra otros indios y en las
luchas entre las distintas potencias conquistadoras. Los holandeses favorecieron
las incursiones de los caribes en la Guayana española, les enseñaron a manejar
armas de fuego y les compraban los indios capturados. Los españoles tomaron la
Colonia del Sacramento, ocupada por los portugueses, en la Banda Oriental
(Uruguay), con un ejército de guaraníes. Con guaraníes también derrotó al
gobernador Zabala, en 1735, a los comuneros del Paraguay. A veces los blancos
estimulaban la guerra entre las tribus indígenas: los portugueses incitaron a las
tribus uruguayas de los yaros, charrúas y mboanes contra los guaraníes (años
1701, 1707, 1798), etc. Sobre la intervención de los indios de las misiones
guaraníticas en las luchas de España y Portugal y en expediciones contra otros
indios, véase Guillermo Furlong, en Historia de la Nación Argentina, III, 613.

88 Silvio A. Zavala, La encomienda indiana, Madrid, 1935, Sección


Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos, vol. II; José María Ots,
Instituciones sociales de la América Española en el período colonial. La Plata
(Argentina), 1934, págs. 17-20, 35-36, 71-113; Slmpson, The Encomienda in New
Spain, Berkeley 1929; Studies in the administration of the indians in New Spain,
Berkeley, 1938; Domingo Amunátegui Solar, Las encomiendas de indígenas en
Chile, S. de Chile, 1909-1910; Enrique Torres Saldamando, Libro primero de los
Cabildos de Lima, Lima, 1888, II, 137-151 (apuntes históricos sobre las
encomiendas del Perú): Guillermo Feliú Cruz y Carlos Monge Alfaro, Las
encomiendas según tasas y ordenanzas, Publicaciones del Instituto de
Investigaciones Históricas, n° LXXVII, Buenos Aires, 1941 (págs. 90-124: La
encomienda en Chile)

89 En el Norte de Méjico hubo, en el siglo XVII, una especie de repartimientos,


sin fundamento legal, con el nombre de congregas (véase México a través de los
siglos, II, 672-673). Vicente G. Quesada, op. cit. menciona casos de repartimientos
de indios en el Río de la Plata, desaprobados enérgicamente por la corona.

90 Se distribuían en la siguiente forma: Charcas, 80.000 ducados; Cuzco,


130.000; La Paz, 80.000; Arequipa, 25.000; Guamanga, 8.000; Lima, 60.000;
Guánuco, 8.000; Trujillo, 20.000; Piura, 2.000; Guayaquil y Puerto viejo, 2.000;
Tucumán, 20.000; Santa Cruz de la Sierra, 4.000; Paraguay, 6.000; Río de la
Plata, 2.000; Quixios. 8.000; Chile, 12.000; Nuevo Reino de Granada, 50.000;
Popayán, 20.000; Antioquía, 4.000; Los Musos, 2.000; Santa Marta, 4.000; La
Grita, 2.000; Cartagena, 2.000; Veragua, 2.000; Venezuela, 12.000; Cumaná,
6.000; Nueva España, 150.000; Yucatán (con los tributos de Montixos), 100.000;
Guatemala, 50.000 (ms. 3048 de Biblioteca Nacional de Madrid, fol. 162, al
parecer, del lic. Antonio de León.)

91 Ms. del Museo Británico, citado por Means, op. cit., 181-182. Diego de Luna
fue, durante cinco años, Protector General de los indios del Perú.

92 Dice Antonio Ulloa, Noticias americanas, Madrid, 1772: «Es vulgaridad muy
errada la de que el trabajo de las minas es recio y que aniquila a estas gentes,
porque ni uno ni otro sucede, siendo buena prueba la de acudir los mestizos y
otros indios a quienes no toca la mita a ofrecerse voluntariamente, y que los
mismos mitayos, concluidas las horas de su trabajo, se convidan a doblarlo, que
es trabajar noche y día para ganar más, o todos los días seguidos» (cit. por Viñas
Mey, en Humanidades, La Plata, VIII, 75).

Sobre la mita véanse Carmelo Viñas y Mey, El estatuto del obrero indígena en la
colonización española, Madrid, 1929, págs. 27-90; Id., El derecho obrero en la
colonización española, en Humanidades, La Plata, VIII, 1924, 49-102; Jerónimo
Becker, La política española en las Indias, Madrid, 1920, 197-204; Ots, op. cit.,
21-29; Means, op. cit, 185 y sigs.; Colecc. de doc. inéd. de Torres de Mendoza,
Madrid, 1866, VI, 213-220; Feliú Cruz y Monge Alfaro, op. cit., 62-66. El Conde
de Salvatierra, virrey del Perú (1648-1659), decía en sus Memorias que «si bien
es verdad que todas las provincias de adonde se dan las mitas referidas. . . han
venido, desde que se instituyeron, en disminución, se ha reconocido esto con más
exceso desde el año de 640» (Memorias de los virreyes del Perú Marqués de
Mancera y Conde de Salvatierra, publicadas por José Toribio Polo, Lima, 1899,
pág. 37).

Algunas de las imágenes idealizadas del régimen de trabajo surgen, no del


conocimiento de la realidad americana, sino del estudio de la Recopilación de
leyes de Indias. Pero de la legislación a la realidad, y sobre todo a la realidad
americana, había sin duda gran distancia.

93 Citado por Carlos Monge, Política sanitaria indiana y colonial, en los Anales de
la Facultad de Ciencias Médicas, Lima, XVII, 1935, 266. En el mismo sentido se
expresaba Pedro Mexía de Ovando en su alegato de 1638 contra los
repartimientos para las minas, en los que no se reparaba «en lo que más importa
a la vida de aquellos tristes, que es no sacarlos de sus temperamentos, porque se
mueren». Y agrega: “como ellos son de tan flaca naturaleza y sus comidas son tan
pobres, se destemplan luego y mueren de cámaras o pasmo, de ciento en ciento.”
(Epítome del Gobierno de Indias, cit. por Serrano y Sanz en el prólogo a la
Ovandina, pág. XL).

También Fr. Rodrigo de Loaysa, en su Memorial de las cosas del Pirú tocantes a
los indios (Madrid, 5 de mayo de 1586): «Sobre todo lo demás, conviene poner
remedio en que por ninguna vía ni manera los indios de tierra fría vengan a hacer
estas cosas a tierras calientes, porque es su total destrucción, ni vayan los de tierra
caliente a la fría. Son tantos los indios que por esta ocasión mueren, que vemos
por experiencia que los indios más consumidos y acabados son los que siendo de
tierra fría están cercanos a la caliente y los que siendo de tierra caliente están
cercanos a la fría, porque con la ocasión que tienen de esta cercanía pasan de una
tierra a otra y se mueren y acaban todos; y así se ha de evitar, con todo el rigor
posible, de manera que los indios serranos no vengan a los llanos a hacer mitas»
{Colecc. de documentos inéditos para la historia de España, t. XCIV, Madrid,
1889, pág. 599).
Carlos Monge observa que la política de mantener a los indios en su clima se
desatendió en la época independiente aún más que en la colonial: «El estudio de
las guerras de la emancipación y de las repúblicas en la América del Sur revela la
ignorancia y el desconocimiento de esa política, que tantos daños ha causado»
(Ibíd., 271). Véase también Carlos Monge, Influencia biológica del Altiplano en el
individuo, la raza, las sociedades y la historia de América, Lima, Universidad
Mayor de San Marcos.

94 Colección de documentos inéditos, 2a serie, XII, Madrid, 1899, 57-63 (cit. por
Means, op. cit., 244). Sobre los corregidores y sus atribuciones, véanse
Recopilación de leyes de Indias, tít. 2, libro 5; Fr. Miguel de Monsalve. Reducción
universal de todo el Pirú [sin fecha], fol. 25; Means, op. cit., 147, 179 y sigs.;
Ballesteros, op. cit. VI, 668 y sigs.; Felipe Guaman Poma de Ayala, Nueva crónica
y buen gobierno, Institut d'Ethnologie, París. 1956, fols. 487-515.

AI corregidor peruano correspondía en Méjico el alcalde mayor, suprimido por la


Revolución y reemplazado por los subdelegados.

95 La misma fórmula se repite en una serie de documentos recogidos por Boleslao


Lewin, Túpac Amaru, Buenos Aires, 1945.

96 Véase al final de ese volumen nuestro Apéndice VI: “El mestizaje y las castas
coloniales”. (N. de W.: No incluido en esta digitalización).

97 Citado por Ricardo Cappa, Ensayos críticos, VI, 344. En 1586, Fr. Rodrigo de
Loaysa, en su Memorial, aconsejaba que cuando faltaran indios para hacer las
sementeras, guardar los ganados y edificar las casas, no se llevase indios de otros
climas, sino que se buscasen otras soluciones, «pues hay tantos negros, mulatos
y zambaigos» (Colección de documentos inéditos para la historia de España, t.
XCIV, pág. 599 . El Tratado de Asiento (1713) autorizaba a Inglaterra a
introducir en las Indias 4.800 negros por año durante un plazo de 30 años, lo cual
equivalía a la introducción de 144.000 negros (Emilio Ravignani, en Historia de
la Nación Argentina, IV, 1° Sección, pág. 35); Diego Luis Molinari, La trata de
negros, 52-58, registra los asientos firmados por la corona para la introducción
de negros desde 1595 hasta 1787 (en este año se instauró la libertad de tráfico).
98 Colección, de documentos inéditos de Torres de Mendoza, Madrid, 1866, VI,
224-225. Véase además Means, op. cit. 203, y Viñas Mey, El estatuto del obrero
indígena, 90-93.

Sobre el proceso de desplazamiento del indio en la costa peruana damos el


siguiente dato: en el valle de Chimu, donde está Trujillo, había en 1763, sobre
9.289 habitantes, 3.650 negros y mulatos, 2.300 mestizos, 3.050blancos y 199
indios (Feijóo, Relación descriptiva de la ciudad y provincia de Truxillo del Perú,
pág. 29).

99 La ciudad de México perdió 40.157 personas según los registros parroquiales,


no muy exactos. Puebla perdió 50.000 (Manuel Orozco y Berra, Historia de la
dominación española en México, México, IV, 1938, 64-67). Humboldt, Ensayo,
IV, 156, menciona otra epidemia de matlazáhuatl, en 1761-1762.

100 Humboldt, Essai, I, 328, 333, 336; Ballesteros, op. cit., V, 351; Coroléu, op.
cit., I, 212. En el Perú se ha señalado, en este período, la epidemia de 1700, y sobre
todo la de 1718-1719, extendida por todo el virreinato;: las misiones del
Paraguay.

Catorce hambres terribles consignan las crónicas de Yucatán en menos de tres


siglos de dominación española: 1535, 1550-1552, 1571, 1628, 1651, 1692, 1625-
1627, 1765, 1769-1770, 1805, 1807, 1809, 1817 (Mendizábal, La demografía
mexicana, 330).

Según el censo mejicano de 1793 las personas de más de 50 años se distribuían


así: 8 % blancos, 7 % mulatos, 6,8 % indios, 6 % castas de mezcla (Humboldt,
Ensayo, libro II, cap. VII).

Toda la historia americana está llena con el eco de las grandes epidemias:

Una epidemia de viruelas originada en el alto Misisipi en 1781-1782 se extendió


hacia el Norte, hacia el Gran Lago de los Esclavos, hacia el Este, hasta el Lago
Superior, y hacia el Oeste hasta el Pacífico. Otra, en 1801-1802, asoló desde el Río
Grande hasta Dakota, y otra en 1837-38 redujo los efectivos de las tribus de los
llanos del Norte aproximadamente a la mitad. Una fiebre en 1830 se calculó
oficialmente que había matado 70.000 indios en California; hacia el mismo
tiempo una epidemia de malaria en Oregón y en Columbia — producida, según se
dice, por el arado de la tierra cerca de los puestos comerciales — asoló las tribus
de la región y exterminó prácticamente las de la familia chinook. La destrucción
por enfermedades y disipación fue mayor a lo largo de la costa del Pacífico, donde
también era más numerosa la población (folleto 23976, sin autor ni título).

En Buenos Aires las pestes de 1535, 1580, 1608, la de indios y ganado en 1609, la
de 1621 (murió mucho servicio), 1641 a 1643, la de 1652, la de entre 1652 y 1672,
la de 1717, la de 1727, las de 1734 y 1739, la de 1778, la de 1796 (en la cárcel):
Alberto B. Martínez, 335-339.

En el Canadá las viruelas aparecieron por primera vez en 1635 entre los
montagnais, que habitaban cerca de Tadoussac, en el bajo San Lorenzo, desde
donde se difundieron en todas direcciones; hacia 1700 habían llegado a la mitad
del continente norteamericano y en 1738 alcanzaron las orillas del Pacífico.
Epidemias de viruelas asolaron todas las tribus hasta mediados del XIX; David
Thompson cuenta los estragos de 1781. Otras enfermedades que contribuyeron a
la disminución de la población fueron el tifus, la escarlatina, la roséola, la
tuberculosis y la influenza; el tifus, en 1746, destruyó un tercio de los micmac que
habitaban la Acadia; entre 1891 y 1900 los sarceos, que eran más de 200,
perdieron 65 individuos por la tuberculosis; graves epidemias de influenza hubo
en 1830, en 1918 y en 1928 (en este año, en el valle de Mackenzie, murió de
influenza el 10 % de la población): Riccardo Riccardi, Carta dell'attuale
distribuzione degli indiani nel Canada, en el Bolletino de la R. Societa Geográfica
Italiana, mayo de 1936.

101 He aquí un ligero resumen. En el Perú, en 1742, el indio Juan Santos, presunto
descendiente de los incas se hizo coronar con el nombre de Apu-Inca-Atahuallpa,
se apoderó de las misiones y desencadenó una insurrección general que continuó
hasta 1745; al mismo tiempo se sublevaron los chunchos, que siguieron inquietos
hasta 1789; en 1748, un levantamiento de los indios de las provincias de Cauta y
Huarochiri, para restaurar el imperio incaico; luego, frecuentes tumultos en las
provincias de Chuco, Sicasica y Pacages. En 1771 se levantaron los indios de Chipa
y Chilimani. Pero el movimiento de mayor repercusión histórica, por su amplitud,
por la figura de su jefe, y sin duda también por su muerte, fue el de Túpac -Amaru.
Desde el 4 de noviembre de 1780 hasta 1783 la sublevación indígena mantuvo en
jaque a las fuerzas coligadas del Perú y del Río de la Plata.
Los mismos episodios se repitieron en toda América, aun en la anglosajona. En
Méjico, en 1660, se sublevaron los indios de Tehuantepec, y, a principios del
XVIII, en repetidas ocasiones, los de Nueva Vizcaya, Nayarit, Nuevo Reino de
León y California; luego los seris, pimas y pápagos; en 1761 un amplio movimiento
de los indios del Yucatán, dirigido por Juan Canec; un panadero que se proclamó
rey de los mayas; en 1781, sublevación de los indios de Izúcar; hacia fines del siglo,
bajo el gobierno de Bucareli (1777-79), una sublevación de los indios de
Chihuahua y Sonora; en 1801-1802, el indio Mariano intentó restaurar la
monarquía de Moctezuma. En la América Central, sublevaciones continuas de los
indios de Talamanca (desde 1709 hasta mediados de siglo y de los tzentales de
Chiapa (1708-1712). En el Nuevo Reino de Granada, sublevación de los indios de
los indios de Darién (1733-1737); luego, los indios de Guatavita, Tenjo, Suba,
Guasca, Tabio y Chía apoyaron el movimiento de los comuneros, y uno de los
criollos' proclamó como jefe de su provincia a un indio de Güepsa, que se decía
descendiente de los zipas de Bogotá. En Quito se sublevaron los indios en 1755.
En La Paz, un mestizo, Antonio Gallardo, encabezó una sublevación indígena en
1661. En el Río de la Plata, el gran alzamiento calchaquí (1631-1657; en 1657 un
segundo alzamiento), las insurrecciones de los indios de Cuyo en 1632, 1658,
1659, etc., y las continuas insurrecciones de los pampas, tehuelches y charrúas
(1741-1749). En Chile los indomables araucanos renovaron, durante los siglos
XVII y XVIII, sus levantamientos contra el poderío español; en 1655 la
sublevación fue general y se extendió a todo el país, desde el Maule al Bío-Bío. En
el Paraguay la sublevación guaraní de 1628. Además, durante este período, la
población indígena ha servido de instrumento en el juego internacional de las
potencias: los ingleses fomentaron durante mucho tiempo las insurrecciones del
Darién (hasta 1787) y de mosquitos, zambos y caribes de Nicaragua( 1750-1775);
los norteamericanos sostuvieron siempre que la guerra de los creeks (1786) fue
provocada por los españoles.

Muchísimas veces los levantamientos tenían carácter local, eran explosiones


momentáneas contra los abusos. Algunas tuvieron gran ferocidad y se
convirtieron en guerras de castas: contra todos los blancos y contra todas sus
instituciones, destruyendo las poblaciones y haciendas, aniquilando las formas de
producción. Véanse Ballesteros, Historia de España, V, 345-380; Altamira,
Historia de España, IV, Barcelona, 1914, 116-121; México a través de los siglos, II,
813-815 (los tomos II, III, IV y V están llenos de noticias sobre sublevaciones en
la época colonial y en la independiente); Máximo Soto Hall, en la Historia de la
Nación Argentina, V, 1° sección, 208-217; Padre A. Larrouy, Documentos del
Archivo de Indias para la historia del Tucumán, I, Buenos Aires, 1923 (págs. 62-
147: documentos sobre el alzamiento calchaquí de 1631); Historia de la Nación
Argentina, III, 533; Feliú Cruz y Monge Alfaro, ob. cit., 192. Sobre la sublevación
de Túpac Amaru hemos utilizado la obra de Boleslao Lewin, Túpac Amaru,
Buenos Aires, 1943. Véase también Carlos A. Romero, Rebeliones indígenas en
Lima durante la Colonia, en la Revista Histórica, tomo IX, entrega IV, Lima, 1935.

102 Según Miller, citado por Koebel, The romance of the River Plate, Londres,
1914, pág. 178.

103 Descripción geográfica, histórica, física y natural de la Villa Imperial y Cerro


Rico de Potosí, por el doctor don Pedro Vicente Cañete y Domínguez, Potosí, 1789,
ms. del Archivo de Indias (información de don Jorge Basadre); Humboldt, Essai,
I, 339. Carlos Pereyra, L'aeuvre de l' Espagne en Amérique, París, pág. n, dice que
no pasaban de 50.000 los mineros de toda la América española.

Viñas Mey, en Humanidades, VIII, 74 y sigs., recoge las siguientes noticias sobre
la mita peruana:

Hacia 1609 Alonso de Messía dice que a Potosí iban anualmente 1600 indios a
trabajar de 4 a 6 meses; La cédula real de 1609 dice que hay que traer de lejos
5.000 indios cada cuatro meses para los 15.000 que hacen falta anualmente en
Potosí; Mexía de Ovando, en un Memorial contra la mita, dice que hay en la región
de Potosí 20.000 indios trabajadores, estantes y libres, y otros 20.000 indios
forasteros. La mita de Potosí tenía, hacia 1609, 15.000 indios (4.200 permanentes
y el resto por turno). Alonso de Messía, hacia 1609, describe la mita de Chucuyto:
de ella salían 2.200 indios cada año, que con sus mujeres y niños serían 7.000
almas. Trabajaban 6 meses, y con viaje de ida y vuelta 10 meses, a razón de 12
horas diarias. Iban a Potosí desde sitios distantes: a veces 130 leguas.
No para todas las minas hubo servicio personal.
La mina de Huancavelica tenía menos, y una cédula de 1682 indica que no se
podía completar el número de 620 mitayos porque a los indios de mita se les
pagaba menos que a los voluntarios. La de Castro Virreina tenía 1.600 indios. La
mita de Vilcubamba, 480 indios. La mita de Salinas, 600 indios.

Según la reglamentación del virrey Toledo, el servicio personal era cada siete
años, pero en la época de Messía cada tres años. A medida que aumentaban los
indios voluntarios, disminuían los mitayos. En 1609 se ordenó que cesara la mita
de las minas pobres y en 1610 se reprendió al príncipe de Esquilache por haber
repartido 200 indios para las minas de Anglamarca y 550 para las de Oruro. Para
la segunda mitad del siglo XVI (1579-1580), M. de Mendizábal, La demografía
mexicana, en Bol. de la Soc. de Geogr. y Estadística, XLVIII, 309-310, ha
elaborado el siguiente cuadro de la población minera de los actuales estados de
Alichoacán, Guerrero y México:

Minas Españoles Esclavos Indios Naborías


Tlalpujahua 5 20 50 200
Temascaltepec 30 50 250 100 150
Sultepec 10 50 50 250
Taxco 30 150 600 200 2.300
Zacualpan 5 50 150 150
Espíritu Santo 1 2 50
Total 81 322 1.100 800 2.600

(Entre indios y naborías eran 3.400; naborías eran indios que estaban en la
situación de esclavos, pero que no se podían vender).

104 Tomamos estos datos del trabajo de F. Savoignan sobre el desarrollo de la


población de Europa, en Scientia, 1° de octubre de 1935, pág. 240 y sigs. Según
Sundbärg el crecimiento medio anual de la población europea es el siguiente: de
1800 a 1850, 1.580.000; de 1850 a 1900, 2.700.000; de 1900 a 1930, 2.800.000.

M. Carr-Saunders, Población mundial, Méjico, 1939, da el siguiente cuadro del


aumento de la población europea y americana desde 1650:

1650 1750 1800 1850 1900 1929 1933


Europa 100 140 187 266 401 478 519
N. América 1 1,3 5,7 26 81 133 137
Centro y Sudamérica 12 11,1 18,9 33 63 106 125

105 En 1619 el rey Felipe III consulta al Consejo de Castilla acerca de la


decadencia económica de España y la despoblación, «la mayor que se ha visto y
oído en estos reinos» (cit. por Ricardo Levene, en la Historia de América, ed.
Jackson, Buenos Aires, III, 1940, 179, que menciona una serie de documentos del
siglo XVII sobre los males económicos y la despoblación). Lo mismo que en
América, la miseria presente se contrapone hiperbólicamente a una supuesta
grandeza pasada: Miguel Álvarez Osorio, en su Apéndice a la Educación popular
de Campomanes, después de establecer una relación entre la población y los
millones de fanegas de cebada, trigo y centeno, afirma que España tenía 78
millones de personas «y en el tiempo presente habrá catorce millones, con poca
diferencia. Por esta cuenta tengo probado se han disminuido en estos reinos
setenta y cuatro millones de personas» (citado por Ricardo Levene, op. cit., 182-
3).

Sobre la decadencia española del siglo XVII véase Rafael Altamira, en Historia de
la Nación Argentina, III, Buenos Aires, 1937, pág. 3 y sigs.

106 Otros cálculos hacen ascender la población, en 1619, a 6 millones, y en 1713 a


4 millones y medio. Véanse Aportación de tos colonizadores españoles a la
prosperidad de América, 163-169; Ballesteros, Historia de España, IV, 137-145;
Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia, en la recepción pública del
señor don Antonio Blázquez y Delgado Aguilera, el día 16 de mayo de 1909,
Madrid, 1909, págs. 69-71, 78. Véase también un resumen en la obra ya citada de
Rodolfo Barón Castro, La población de El Salvador, Madrid, 1942, págs. 164-166.

107 En el siglo XVII Sancho de Moncada sostuvo que la pobreza de España era
una consecuencia del descubrimiento de América; a principios del siglo XVIII el
economista español José de Ustáriz observa que las provincias de donde salían
más emigrantes para Indias (Asturias, Burgos, Galicia, Cantabria, Navarra) eran
las más pobladas (cit. por Ricardo Levene, Historia de América, ed. Jackson,
Buenos Aires, III, 182, 183). El embajador de Venecia Andrea Navagero, que había
viajado por España en 1525, afirmaba que Andalucía, y sobre todo Sevilla, eran
presas de la fiebre de la emigración, hasta el punto de que sólo habían quedado
las mujeres (cit. por Max Leopold Wagner, El español de América y el latín vulgar,
en Cuadernos del Instituto de Filología, Buenos Aires, I, 1924, pág. 53); Pedro
Henríquez Ureña, Sobre el problema del andalucismo dialectal de América,
Instituto de Filología, Buenos Aires, 1932, ha estudiado detenidamente la
procedencia de más de 13.000 viajeros. Se desconoce el volumen de la emigración
española al Nuevo Mundo, pero de ninguna manera puede atribuirse a ella la
despoblación de España.
Los registros de Sevilla, el único puerto de embarque autorizado, acusan 150.000
salidas entre 1509 y 1740, pero la inmigración ha sido mayor (Carr-Saunders, op.
cit., 48). El Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos XVI, XVII y XVIII
publicado por el Archivo General de Indias, vol. I, Madrid, 1930, registra, de 1509
a 1553, 4.600 pasajeros (distribuidos en 3.914 cédulas); la 2a edición, Sevilla,
1940, trae noticias de 5.320 viajeros le 1509 a 1534. Se calcula que en el Brasil
entraron unos 300.000 portugueses hasta 1822 (Luzzetti, en Cursos y
Conferencias, Buenos Aires, agosto de 1941, pág. 462). Pero la prueba de que la
emigración no es causa de decadencia la proporciona Inglaterra: se calcula que en
los Estados Unidos entraron 1.200.000 inmigrantes hasta mediados del siglo
XVIII.

108 Inca Garcilaso de la Vega, Segunda parte de los Comentarios Reales, Córdoba,
1617, libro I, cap. VI.

109 Roland Denis Hussey, Colonial economic life, en Colonial Hispanic America,
Washington, 1936, págs. 308-309. Cit. por Kubler, obra cit., 607.

110 Geografía y descripción universal de las Indias, recopilada por el cosmógrafo-


cronista Juan López de Velasco desde el año de 1571 al de 1574. Con adiciones e
ilustraciones por don Justo Zaragoza, Madrid, 1894. El autor proporciona no sólo
datos generales de cada una de las grandes divisiones coloniales, sino también de
las aldeas más pequeñas. La Colección de documentos inéditos del Archivo de
Indias, tomo XV, Madrid, 1871, publica (págs. 409-559) una Demarcación y
división de las Indias (ms. 2825 de la Biblioteca Nacional de Madrid) que parece
un resumen de la obra de López de Velasco.

Sin caer en ningún momento en la idea inocente de que las tasas de tributos sean
cálculos exactos, se las puede utilizar como puntos de partida. Georg Kubler,
Population movements in México, 1520-1600, en The Hispanic American
Historical Review, noviembre de 1942, pág. 613, ha comparado las cifras de López
de Velasco sobre 25 pueblos del Arzobispado de México con las de un informe
exhaustivo y minucioso de Bartolomé de Ledesma (publicado en los Papeles de
Paso y Troncoso) y ha encontrado una diferencia de menos del 10%.

Encontramos, además, una relación relativamente completa sobre la población


de la América del Sur: Discripción de todos los reinos del Perú, Chille y Tierra
Firme, con declaración de los pueblos, ziudades, naturales, españoles y otras
generaciones que tienen en cada provincia de por sí, hecho por Juan Canelas
Albarrán, año de 1586, ms. 3178 de la Bibl. Nac. de Madrid, 15 fols. Registra la
población indígena total y aparte la población española y de otras razas (negros,
mulatos, mestizos y zambos). Sus datos se basan a veces en visitas oficiales, otras
en información privada. Tomamos los datos de la descripción detallada y no del
cuadro preliminar (al cual le faltan dos provincias y que copia erróneamente
alguna cifra ): Tierra Firme, 45.000 indios de todas edades y sexos y 9.000
españoles, mulatos, negros, mestizos y zambos de todas las edades y sexos;
Antioquia, 100.000 y 2.000; Anzerma, 50.000 y 1.000; Arma, 100.000 y 2.000;
Cartago, 220.000 y 2.000; Cali y Popayán, 100.000 y 5.000; Pasto, 100.000 y
4.000; Quito, 118.141 y 10 000; Quijos, 10.000 y 500; Puerto Viejo, 4.102 y 500;
Guayaquil, 7.355 y 1.000; Loxa, 16.000 y 1.000; Zamora, 8.100 y 1.000; Juan de
Salinas, 40.000 y 500; Jaén y Bracamoros, 11.397 y 500; Santiago de
Moyobamba, 3.993 y 200; Chachapoyas, 40.311 y 500; San Miguel de Piura,
12.818; Truxillo, 79.670 y 4.000; Guamanga, 153.495 y 2.000; Chucuito, 81.698
y 1.000; Arequipa, 93.975 y 2.000; Cuzco, 400.075 y 10.000; La Paz, 131.189 y
4.000; Santa Cruz de la Sierra (con Moxos), 150.000 y 1.000; Río de la Plata y
Paraguay, 60.000 y 9.000; Tucumán, 270.000 y 6.000; Charcas y Potosí, 144.436
y 10.000; Chile, 800.000 y 10.000. Total: 3.529.402 indios y 135.200 españoles
y otras gentes, lo cual da una población de 3.664.602 (el total está además citado
en Juan Díaz de la Calle, Noticias sacras, ms. 3023-4 de la Bibl. Nac. de Madrid,
fol. 7 v.)

111 Recopilación de leyes de Indias, leyes 7 y 19, libro 6, título 5.

112 Breve y sumaria relación de los señores y maneras y diferencias que había de
ellos en la Nueva España y en otras provincias, sus comarcas, y de sus leyes, usos
y costumbres, y la forma que tenían en tributar a sus vasallos en tiempo de su
gentilidad y la que después de conquistadas se ha tenido y tiene en los tributos
que pagan a Su Magestad y a otros en su real nombre. En Colección de
documentos inéditos, sacados en su mayor parte del Real Archivo de indias, t. II,
Madrid, 1864, págs. 1-126 (cit. págs. 120-121). El autor fue oidor de la Real
Audiencia de Méjico y anteriormente de Santo Domingo, Nueva Granada y
Guatemala, habiendo estado diez años en las Indias al servicio de S. M. La relación
es anterior a 1573 y posterior a 1561.

113 Citado por Rodolfo Barón Castro, obra citada, pág. 198, nota.
114 Política indiana, libro II, cap. XX, 15. Citado por Rodolfo Barón Castro, obra
citada, pág. 181.

115 Gobierno del Perú. Obra escrita en el siglo XVI por el licenciado don Juan
Matienzo, oidor de la Real Audiencia de Charcas, Buenos Aires, 1910, pág. 55. La
obra es anterior a 1573; fue oidor desde 1560. Además, pág. 60.

116 Relación de los naturales que ay en los repartimientos del Perá, en la Nueba-
Castilla y Nuebo-Toledo, así de todas hedades como tributarios, conforme a lo que
resulta de la visita que dello se hizo por borden del visorrey Marqués de Cañete.
El valor de los tributos en que están tasados hasta el año de mil e quin[iento]s e
sesenta e uno. Colección Muñoz [manuscritos de la Academia de la Historia,
Madrid], t. LXV, fol. 46.

117 Hay también cálculos modernos de las distintas regiones americanas. Por
ejemplo, el P. Baltasar de Lodares da los siguientes datos de algunas misiones
capuchinas de Venezuela: 160 indios casados y un total de 659 indios, 134 y 540,
210 y 886, 207 y 946, etc. (Los franciscanos capuchinos en Venezuela, 2a ed.,
Caracas, II, 1930, págs. 269-285). En ningún caso el factor llega a 5. En el censo
de los indios de las misiones jesuíticas del obispado de Buenos Aires en 1750
figuran 12.613 familias con un total de 53.064 indios (véase el detalle en nuestro
Apéndice III): el factor es 4,2.

118 Sobre la base de los datos publicados por el Annuaire Statistique de La Société
des Nations, 1933-34, Ginebra, 1934, págs. 27-28, y por algunos censos,
obtenemos los siguientes resultados: Honduras (censo de 1930), varones de
quince a sesenta años, 25,9 por 100; de quince a cincuenta, 23,6 por 100. Méjico:
varones de dieciséis a cincuenta y un años, 24,11 por 100 según el censo de 1896,
24,16 por 100 según el de 1900 y 23,76 por 100 según el de 1910; de quince a
sesenta años, el 25,9 por 100.

119 El criterio de multiplicar por 5, que es el que aplica el oidor Matienzo y que
encontramos en infinitos documentos de la época, es una extensión automática
del criterio español de multiplicar por cinco el número de cabezas de familia para
obtener la población. De ninguna manera se puede aplicar sistemáticamente al
número de indios tributarios de cualquier época. M. de Mendizábal, La
demografía mexicana, en el Boletín de La Sociedad Mexicana de Geografía y
Estadística, tomo 48, México, febrero de 1939, pág. 341, multiplica las cifras de
López de Velasco por 3,2 que obtuvo estudiando la composición de la familia
indígena en algunos padrones de la época (hay que tener en cuenta que
Mendizábal se inclina hacia cifras elevadas). Rodolfo Barón Castro, que ha
estudiado tan seriamente la población de El Salvador, reduce 16.640 indios
tributarios de 1548-1551 a 41.716 indios de todas edades, es decir, aplica un factor
de 2,51 {La población de EL Salvador, págs. 190-195). En 1935, cuando tuvimos
ocasión de leer la obra de Barón Castro en manuscrito, calculaba 105.837 indios
para 1550; en 1942, al publicar la obra, calcula unos 50.000. Hemos podido
observar constantemente lo mismo: un estudio profundo lleva siempre a reducir
las cifras.

120 Por lo común se ha aplicado automáticamente, como en España, el criterio de


multiplicar por 5 el número de vecinos para obtener población española. La
realidad americana es, sin embargo, distinta, y es además distinta en las
diferentes regiones. López de Velasco, al darnos la población de Asunción del
Paraguay, dice que había como 300 vecinos españoles y «más de 2.900 hijos de
españoles y españolas nacidos en la tierra». Si se toman en cuenta los datos
parciales de López de Velasco resultan para toda América 26.199 vecinos y un
total de 160.000 españoles (se llamaba también españoles a los nacidos en
América). Vargas Machuca, Milicia, 174, registra en la ciudad de México y sus
arrabales, en 1591, alrededor de 7.000 vecinos españoles sobre 50.000
pobladores (López de Velasco, 3.000 sobre 30.000 «o más»). Un documento de
la segunda mitad del XVI (Luis Malbán, en las Relaciones geográficas de Germán
Latorre, IV, 112-115) aplica el criterio de multiplicar por 3: «La ciudad de México
tiene 4.000 vezinos; abrá 12.000 hombres. La ciudad de los Ángeles tiene 500
vezinos más o menos; abrá 1.500 españoles», etc. Modernamente Schafer, en
Ibero-Amerikanisches Archiv, XI, 1937, pág. 158, cree que hay que multiplicar por
6 la cantidad de vecinos que da López de Velasco, «en vista de la gran cantidad de
los hijos de los españoles».

La calidad de vecino le correspondía al blanco, aunque en el siglo XVI también lo


fue el mestizo, que intervenía en la fundación de ciudades. Esa calidad — dice
Torre Revello — «se adquiría haciendo constar el pretendiente, ante el Cabildo,
que tenía residencia y casa habitada en el lugar, que poseía en propiedad caballos
y armas y que había hecho prestación de servicios en las milicias. Cumplidos estos
requisitos, el Cabildo ordenaba que su nombre se anotara en un libro o registro
especial, en el cual se hacía constar su calidad de vecino» (Historia de la Nación
Argentina, IV, 1a parte, 506). El Inca Garcilaso de la Vega dice: «También se
advierta que este nombre vezino se entendía en el Perú por los españoles que
tenían repartimiento de indios, y en este sentido lo pondremos siempre que se
ofrezca» (Comentarios Reales, 1a parte, «Advertencias»; repite lo mismo en
distintos pasajes de la 1a y de la 2a parte, y también dice lo mismo de Méjico). Sin
embargo, no todos los vecinos eran encomenderos, ni en el siglo XVI ni después.
Véase también Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana, Habana, I,
1937, págs. 163-169.

121 Recogemos todos los datos complementarios de este cuadro y la


documentación que hemos podido encontrar sobre esta época en nuestro
Apéndice IV, al final de este volumen (N. de W.: No incluido en esta
digitalización). Los cálculos están hechos, en lo posible, dentro de los límites
actuales. Sobre las divisiones territoriales en la época colonial, desde el siglo XVI,
véase Ernst Sciiafer, Das spanisch-amerikanische Kolonialreich. Grundzüge eines
historisch-geographischen Kartenwerkes, en Ibero-Amerikanisches Archiv, XI,
1937, 151-165.

122 Enciclopedia Italiana, II, 947, col. a; Colecc. de doc. inéd. de Torres de
Mendoza, IX, 357; Villalobos, op. cit-, 404, 405; Fr. Gil Fernández, en la Colección
de documentos inéditos para la historia de España, XLIV, 75-80 (sobre los indios
de Chile); Francisco del Paso y Troncoso, Papeles de Nueva España, 2a serie:
Biografía y Estadística, t. IV, 303, 309-310, 316 (disminución de los indios de
Ocelotepeque, Coatlán y Anatlán); Sllvio Zavala, La encomienda, 167; Ricardo
Levene, en Historia de la Nación Argentina, III, 206, etc.

M. de Mendizábal, La demografía mexicana, en Boletín de la Sociedad Mexicana


de Geografía y Estadística, XLVIII, 316-323, recoge numerosos testimonios del
mismo tipo en 1579-1580:

Coatepec Alto (Estado de México) tiene 700 tributarios y unos 400 niños y niñas;
tuvo más de 10.000 hombres de guerra cuando llegaron los españoles;
Chimalhuacán Atenco (Estado de México): había más de 8.000 indios; ahora hay
300 escasos y 190 niños;
Tenango del Valle (Estado de México): tenía más de 3.000 habitantes cuando
llegó Cortés; al presente 440 tributarios;
Chicoxautla (Estado de México): hay en la comarca 2.500 indios, pero había
cuatro veces más;
Uexutla (Estado de Hidalgo): han desaparecido tres cuartos en 15-20 años;
Tepeaca y su partido (Estado de Puebla): faltan desde la entrada de los españoles
«de diez partes las nueve»;
Colipa (Estado de Veracruz): tiene 100 indios tributarios; tenía 6.000;
Yucatán: de 32 pueblos consta los indios encomendados que tenían en 1549 y
1579, en conjunto 12.955 en 1549 y 4.913 en 1579, o sea, una disminución del 62
% en 30 años.

No pueden tomarse esas cifras como testimonios históricos para extraer de ellas
un coeficiente de extinción. Las cifras del pasado son pura fantasía. Kubler, que
ha estudiado la población mejicana de esa época, nos da un ejemplo (pág. 621):
una relación de 1583 registraba 639 tributarios en Jalapa y calculaba la población
antigua en 50.000; pero resulta que en 1570, según otras fuentes, sólo había 35 a
40 tributarios.

123 En las Relaciones geográficas publicadas por Jiménez de la Espada, t. III, pág.
24, hay un testimonio de fines del siglo XVI sobre Quito: «van los naturales cada
día en grandísimo aumento». Según Rodolfo Barón Castro, La población de El
Salvador, Madrid, 1942, pág. 210, la alcaldía mayor del Salvador (departamentos
de Ahuachapán y Sonsonate) tenía hacia 1549-1551 unos 4.673 indios; hacia 1672-
1679 unos 5.000.

124 Memorial de las cosas del Perú tocantes a los indios, en la Colección de
documentos inéditos de la historia de España, XCIV, 554-605 (la cita es de la pág.
586).

125 La historia indígena aparece a veces como una sucesión de epidemias que van
segando las vidas por etapas. Las cifras hay que tomarlas siempre con prudencia:
nada más exagerado que las cifras que nacen del terror. Según Torquemada,
Monarquía indiana, Madrid, 1723, 1a parte, libro V, caps. XIII y XXII, págs. 615,
642-643, una epidemia de matlazáhuatl ocasionó 800.000 muertos en 1545 y otra
exterminó a dos millones de indios mejicanos en 1576. En la Nueva Inglaterra, en
1614, una epidemia terminó — según Humboldt, Essai, I, 333 — con los 19/20 de
la población india. Véase también México a través de los siglos, II, 479, que
menciona la epidemia de viruelas de 1520, la de sarampión de 1531, la de tifus en
1545 (sólo en Tlaxcala murieron 150.000 indios, en Cholula 100.000), otra
epidemia en 1564 y las de 1576 y 1588; otra en 1595-1596. Sin mencionar las de
los siglos XVII y XVIII.
126 Citado por Kubler, op. cit., pág. 611.

127 Una Real Cédula de Madrid, 23 de enero de 1569, con una serie de
instrucciones anejas, ordenaba levantar padrones y relaciones para la descripción
de las Indias, «que Su Majestad manda hazer para el buen gobierno y
ennoblecimiento dellas». Otra Real Cédula, del 25 de mayo de 1577, en el mismo
sentido, incluía un Interrogatorio de cincuenta capítulos. En 1604 se envió un
nuevo interrogatorio, de 350 capítulos. Paso y Troncos: Papeles de Nueva España,
IV, 1-7, 273-288, publica estos dos cuestionarios (véase también Rodolfo Barón
Castro, obra citada, láminas XXXVII, XXXIX y Apéndice I). A esas disposiciones
se deben los datos de López de Velasco y las numerosas relaciones geográficas
publicadas por Jiménez de Espada, por la Colección de documentos inéditos para
la historia de España, por Paso y Troncoso y por otros autores, y muchísimas más
que quedan inéditas en el Archivo de Indias, en la Academia de la Historia de
Madrid, en la Biblioteca Nacional de Madrid, etc.

El mismo espíritu se manifiesta en las instrucciones y en el cuestionario que el


virrey Toledo del Perú envió a los visitadores del virreinato sobre lo que debían
hacer y preguntar (véase Libro de La visita general del virrey Don Francisco de
Toledo, 1570-1575. Publicado por don Carlos A. Romero en la Revista Histórica,
Lima, VII, 1924, 112-216).

Además, una Real Cédula del 19 de abril de 1583 prescribió que los curas de la
Nueva España llevasen registros de defunción.

128 Coroléu y Anglada, op. cit., II, 102.

129 En Historia de la Nación Argentina, II, 501.

130 Ms. 3045 de la Biblioteca Nacional de Madrid, fol. 175.

131 Ms. núm. 2935 de la Biblioteca Nacional de Madrid, fols. 410 y siguientes.

Gabriel de Villalobos contrapone la miseria presente a la grandeza pasada.


Cuando entraron Cortés y Pizarro — dice — «se juntaban de la misma manera
300.000 hombres como pudieran en Europa juntarse 100 al [son] de las trompas
y clarines militares».
132 Historia de los indios de Nueva España, por Fr. Toribio de Benavente o
Motolinia, edic. de Méjico, 1941, pág 118: Yo creo que después que la tierra se
ganó, que fue el año de 1521, hasta el tiempo que esto escribo, que es en el año de
1536, más de cuatro millones de ánimas se bautizaron». En la pág. 121 hace el
cálculo: De los sesenta sacerdotes franciscanos que hay, veinte todavía no habían
bautizado, y de los cuarenta restantes calcula que cada uno ha bautizado cien mil
o más, «porque algunos de ellos hay que han bautizado cerca de trescientos mil,
otros hay de doscientos mil y a ciento cincuenta mil, y algunos que mucho menos,
de manera que con los que bautizaron los difuntos y los que se volvieron a España,
serán hoy día bautizados cerca de cinco millones». Y luego hace el recuento por
pueblos y provincias de la manera siguiente: «A México y a sus pueblos, y a
Xochimilco con los pueblos de la laguna dulce, y a Tlalmanalco y Chalco,
Cuauhuáhuac con Ecapitztlán, y a Cuauhquechollan y Chietla, más de un millón.
A Tezcoco, Otompa y Tepepolco, y Tollantzinco, Cuautitlán, Tollan, Xilotepec con
sus provincias y pueblos, más de otro millón. A Tlaxcallan, la Ciudad de los
Angeles, Cholollan, Huexotzinco, Calpa, Tepeyacac, Zacatlán, Huevtlalpan, más
de otro millón. En los pueblos de la Mar del Sur, más de otro millón. Y después
que esto se ha sacado en blanco se han bautizado más de quinientos mil, porque
en esta cuaresma pasada del año de 1536, en sola la provincia del Tepeyacac se
han bautizado por cuenta más de sesenta mil ánimas; por manera que a mi juicio:
y verdaderamente serán bautizados en este tiempo que digo, que serán quince
años, más de nueve millones de ánimas de indios». Motolinia alude a los debates
producidos entre los frailes por el hecho de que los misioneros, que tenían que
bautizar a veces dos y tres mil indios por día, abreviaban las ceremonias. Véase
también a este respecto Clavigero, Storia, IV, 282 (dice que, según Motolinia,
entre 1524 y 1540 fueron bautizados en el Valle de Méjico y provincias vecinas
más de seis millones de habitantes, y que él mismo bautizó 400.000, «de los que
dejó el recuento escrito por su mano»). Humboldt, Essai, edic. París, 1825, I, 298,
dice: “Todos los partidos estaban igualmente interesados en exagerar el estado
floreciente de los países recién descubiertos: los Padres de San Francisco se
vanagloriaban de haber bautizado, desde 1524 hasta 1540, más de seis millones
de indios, y, lo que es más, de indios que no habitaban más que las regiones
vecinas a la capital». Ezequiel A. Chávez, Fray Pedro de Gante, le atribuye a Fr.
Pedro el haber bautizado en la provincia de Méjico, con otros compañeros, más
de 200.000 indios, «y aun tantos que ya no sabía el número: en un día 14.000
personas; a veces diez y a veces ocho mil» (cit. por Granados, op. cit., 5). Fr.
Martín de Valencia le escribía en 1531 al Comisario General de la Orden
Franciscana, Fr. Matías Weynssen: . . .«hablando con verdad, y no por vía de
encarecimiento, más de un millón de indios han sido bautizados por vuestros
hijos, cada uno de los cuales ha bautizado más de cien mil (Torquemada, libro XX,
cap. XVI, apud Román Zulaica Gárate Los franciscanos y la imprenta en México
en el siglo XVI, México, 1939, pág. 86). Gil González Dávila Teatro eclesiástico de
la primitiva iglesia de las Indias Occidentales, Madrid, I, pág. 25, afirma que los
dominicos y franciscanos bautizaron en Méjico y sus contornos, de 1524 a 1539,
10.500.000 indios (Ibíd.). Prescott dice que los misioneros pregonan que han
convertido 9 millones de indios, «suma probablemente superior a la población
del país» (cit. por Chase, México, 102).

En 1609 el capitán Pedro Fernández de Quirós, en un Memorial dirigido a S. M.


(Colección de documentos inéditos de L. Torres de Mendoza, Madrid, V, 507-511),
dice lo siguiente: «Se tiene por cierto que cuando se descubrieron las Indias del
Occidente había en ellas 30 millones de sus naturales. . .; no se deben tener por
mucho los 30 millones de naturales que digo, pues yo mismo vi escrito en un
convento de San Francisco que está en un lugar que se llama Suchimilco, cinco
leguas más acá de la ciudad de Méjico, que solos los frailes de su orden bautizaron
16 millones dellos, y éstos, juntados con los que bautizaron todos los otr:;
sacerdotes y con los que no se bautizaron y con más 14 millones que se dice había
en las islas Española, Cuba, Jamaica, P. Rico y otras, parece que serían 60 y más
millones» (págs. 507-508). Casi en los mismos términos se expresa Fr.
Buenaventura Salinas, Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Lima, 1631
pág. 291. . . : «se dize en las historias de México que solos los frailes de S. Francisco
baptizaron en aquellos reinos más de diez y ocho millones; y éstos sin los que
baptizaron los otros sacerdotes y otros que no se baptizaron».

Díez de la Calle, Noticias sacras y reales de los dos Imperios de las Indias
Occidentales, año 1657 (Ms. de la Biblioteca Nacional de Madrid, n.° 3.023-4, fol.
7 r.), dice: «En el Gobierno de Méjico sólo los religiosos de la Orden de San
Francisco le administraron el bautismo a 43 millones de indios, sin los que
bautizaron los de Sancto Domingo y el clero». Esta cantidad de 43 millones la da
ya antes (¿hacia 1613?) el P. Fr. Baltasar Maldonado, lector de Teología y custodio
de la Provincia de San Pablo y S. Pedro y calificador del Santo Oficio: los
franciscanos en sólo el gobierno de Méjico bautizaron 43 millones de indios, sin
los que bautizaron los dominicos, agustinos y el clero, y dice «que lo tiene
averiguado con muy grande satisfacción, y que «ahora cinco años halló por los
libros del rey que había solos 300.000 tributarios, que son 700.000, y que por los
hijos y personas que no tributan se podría a todo lo más poner un millón, que son
1.700.000, de lo cual se colige los muchos millones que han perecido con estos
malos tratamientos en Nueva España, y cuan cerca están de acabar de perecer
todos» (Nota marginal para reforzar el alegato de don Juan de Silva contra las
encomiendas y servicios personales, Memorial de 1613, ms. de la Biblioteca
Nacional de Madrid).

133 Hernán Cortés, Cartas de relación de la conquista de Méjico, Madrid, 1922,


pág. 49: «así nos llevaron peleando hasta nos meter entre más de cien mil
hombres de pelea, que por todas partes nos tenían cercados. . .; otro día, en
amaneciendo, dan sobre nuestro real más de ciento y cuarenta y nueve mil
hombres, que cubrían toda la tierra». Cortés estuvo peleando una hora con los
indios de Yucatán, «y era tanta la multitud de indios — dice — que ni los que
estaban peleando con la gente de pie de los españoles veían a los de a caballo ni
sabían a qué parte andaban, ni los mismos de a caballo, entrando y saliendo en
los indios, se veían unos a otros»; «y preguntó el capitán a los dichos indios. . .
que qué gente era la que en la batalla se había hallado, y respondiéronle que de
ocho provincias se habían juntado los que allí habían venido, y que, según la
cuenta y copia que dellos tenían, serían por todos cuarenta mil hombres». Pág.
61: 100.000 tlascaltecas «muy bien aderezados de guerra» le custodian hasta dos
leguas de Cholula. Pág. 63: 50.000 soldados de Moctezuma, etc.

Más moderado en general, aunque juega a veces con las cifras, es Bernal Díaz del
Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, ed. de Madrid,
1928. Anotamos los siguientes pasajes: Página 102 (capítulo XXXIV), en una
batalla contra los indios de Tabasco, Diego de Ordaz dice que había 300 indios
para cada uno de los españoles [algo más de 400 X 300 = más de 120.000]; pág.
200 (cap. LXII), un escuadrón de 3.000 tlascaltecas; pág. 201 (cap. LXIII), dos
escuadrones de guerreros, que habría 6.000; más de 40.000 guerreros
trascaltecas, con su capitán general Xicotenga; pág. 206 (cap. LXIV), el capitán
Xicotenga traía consigo cinco capitanes, y cada capitanía 10.000 guerreros; pág.
226 (cap. LXX), el capitán Xicotenga tenía apercebidos 20.000 guerreros
escogidos; pág. 471 (cap. CXXVI), los mejicanos «tenían tantos escuadrones que
se remudaban de rato en rato, que aunque estuvieran allí 10.000 Héctores
troyanos y otros tantos Roldanes no les pudieran entrar. . .»; «unos tres o cuatro
soldados que se habían hallado en Italia. . . juraron muchas veces a Dios que
guerras tan bravosas jamás habían visto en algunas que se habían hallado entre
cristianos y contra la artillería del Rey de Francia ni del Gran Turco»; pág. 496
(cap. CXXVIII), Xicotenga hace juntar 30.000 guerreros trascaltecas para ir en
socorro de Cortés; etc. Es característico, para la significación de sus cifras, el
siguiente pasaje: en el fol. 139 v. del Ms. de Guatemala (pág. 299, col. a, de la
edición crítica que preparó Ramón Iglesia en la Sección Hispanoamericana del
Centro de Estudios Históricos te Madrid y que acaba de publicarse de manera
fragmentaria) dice que salen al encuentro de Gonzalo de Sandoval sobre 15.000
mexicanos; primeramente había escrito 30.000, luego 20.000 y, por fin, se
decidió por 15.000. Correcciones de este tipo son frecuentes en el ms. de Bernal.

Tiene más valor estadístico, como observa Clavigero, Storia antica, IV, 281, 287,
el recuento de los ejércitos aliados del conquistador (el conquistador Ojeda contó
150.000 indios aliados de Cortés, de Tlascala, Cholula, Tepeyacac y Huexotzinco,
que se dirigen a cercar la ciudad de Méjico; Cortés afirma que más de 100.000
indios le acompañaban en la guerra contra Quauhquechollan y más de 200.000
en el asedio de Méjico). Clavigero calcula así (III, 202) que el ejército sitiador de
Cortés llegó a sumar 240.000 hombres (sólo el rey de Tezcuco le envió 50.000).
Agrega (IV, 281) que durante el sitio murieron 150.000 hombres en la ciudad.

134 Clavigero, Storia, IV, 185, nota. Clavigero escribe hacia 1780 y dedica la
Disertación VII, §11, de su Storia (IV, 271-287) al estudio de la población del
Anáhuac y a combatir la tendencia de Paw, Recherches philosophiques, y de
Robertson, Histoire, a reducir las cifras de la población mejicana (Paw
consideraba una exageración de los autores españoles atribuir 30 millones de
habitantes a Méjico en 1518). Clavigero afirma que el valle de Méjico estaba al
menos tan poblado como el país más poblado de Europa, con cuarenta ciudades
enormes, y que la corona de Méjico tenía 30 grandes feudatarios con 100.000
vasallos cada uno y 3.000 señores con menor número de vasallos. Analiza
también la población de la ciudad de Méjico y de otras ciudades. Véase nuestro
Apéndice V (N. de W.: No incluido en esta digitalización).

La tendencia a engrandecer e idealizar el pasado indígena se manifiesta en forma


más exagerada en otro historiador mejicano, descendiente de los reyes de
Tezcuco: Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, publicadas y anotadas
por Alfredo Chavero, Méjico 1891: Págs.: 57-58: según la historia de los toltecas
(del período precolombino), en la guerra que sostuvieron contra los tres reyes
rivales, murieron por ambas partes 5.600.000 personas, y era tal la población del
reino tolteca “que hasta los muy altos montes estaban cubiertos de casas y
sementeras, pues no había palmo de tierra que estuviese baldío”; pags. 82-83: en
el año 1012 de nuestra era, Xólotl conducía 3.002.200 chichimecas, hombres y
mujeres, al valle de México (el rey contó exactamente el número de invasores,
dando una piedra a cada uno antes de la partida; en la página 268 dice 1.600.000
hombres); en las págs. 169-170 habla de millones “de la gente común” de la nación
Alculhua, y que había el doble de gente que cuando vino Cortés, que el más
pequeño pueblo “que hoy ya no tiene ninguna persona”, pasaba de 30.000
vecinos. Véanse además págs. 304 (500.000 hombres contra 200.000), 316, etc.

La misma tendencia a engrandecer e idealizar el pasado indígena se encuentra


también en Las Casas y su escuela. También, desde luego, en el Inca Garcilaso:
más de 300.000 indios presencian en el Cuzco la ejecución de Túpac Amaru en
1572 (Segunda parte de los Comentarios Reales, libro VIII, cap. XIX), cifra que
queda reducida a 15.000 en Roberto Levillier, Don Francisco de Toledo, I, Buenos
Aires, 1935, pág. 348, el cual se basa en otras fuentes. Y cuando Fuentes y Guzmán
(Véase nuestro Apéndice V, Centroamérica - N. de W.: No incluido en esta
digitalización-) cree que los reyes de Quiché tenían, al llegar Alvarado, 1.400.000
hombres en esado de tomar armas, exalta a la vez el pueblo indígena y el valor de
los conquistadores.

135 Fray Juan de Zumárraga, obispo de Méjico, en carta del 12 de junio de 1531
dirigida al Capítulo general de su Orden reunido en Tolosa (cit. por Clavigero,
Storia, libro VI, §19). Torquemada, Monarquía Indiana, libro VII, cap. XXI, dice
que según Fr. Juan de Zumárraga sacrificaban 20.000 niños por año, pero
Clavigero dice que la cita es inexacta. No hemos podido encontrar en Torquemada
la cifra de 72.244 víctimas (construida sobre el sistema vigesimal azteca) que le
atribuye Friederici, Der Ckarakter der Entdeckug und Eroberung, I, 255.
Torquemada, libro VII, cap. XVII, dice que los mejicanos llevan la palma “en el
horrendo modo y cruel acto de sacrificar hombres, de los cuales, si se pudiera dar
cuenta cierta de los que desde su principio fueron hasta que por la misericordia
de Dios cesaron, tengo para mí que se pudiera poblar Nuevo Mundo, tan poderoso
y cuajado de moradores como lo era éste cuando entraron en él los españoles”.

Las cifras de los diversos autores varían mucho. Friederici, op. cd., I, 255-256,
recoge algunas: 1000, 2.000, 2.300, 3.000, 5.000 y hasta 8.000 en un día,
20.000 por año, 80.400 con motivo de la consagración del gran templo de la
ciudad de Méjico; Cortés admitía 3.000 a 4.000 por año y Torquemada 72.244.
mientras que Las Casas decía que no pasaban de 50 por año. Véase también
Friederici, en Festchrijt F. Seler, 114 y sigs.
Fr. Diego Duran, Historia de las Indias de Nueva España y islas de tierra firme,
ed. de México, 1867, I, 430-431, después de describir las ceremonias de la
coronación de Moctezuma y los sacrificios, dice: “había días de dos, tres mil
hombres sacrificados, y día de ocho mil, y otros de a cinco mil, la cual carne se
comían, y hacían fiesta con ella, después de haber ofrecido el corazón al demonio”.
(José Fernando Ramírez, que anota la edición , dice que eso sólo pasaba después
de las guerras o en grandes solemnidades, y que aun en ese caso hay que rebajar
las cifras; dice que hoy se conoce el ritual y se sabe el número ordinario de
víctimas, según la festividad).

Motolinia, op. cit., se ocupa detalladamente de los sacrificios sangrientos, pero no


da cifras globales (en la pág. 67 describe la fiesta del año en Tlascallan, en la que
sacrificaban 800 hombres en la ciudad y provincia, etc.). Francisco Antonio de
Lorenzana, Historia de Nueva España, 181, nota, dice que en Cholula se
sacrificaban 6.000 niños por año.

Clavigero, I. c., resume las cifras de diversos autores: según el obispo Zumárraga
sólo en la capital se sacrificaban anualmente 20.000 víctimas humanas; Gomara
afirma que el número de sacrificados llegaba a 50.000; según Acosta había días,
en diversos lugares del Imperio, en que se sacrificaban 5.000, y en algunos hasta
20.000; otros creen que sólo en el monte Tepeyacac se sacrificaban 20.000 a la
diosa Tonantzin; en cambio Las Casas restringe el número y da a entender que la
cifra era de diez o cuanto más ciento por año. El número de 20.000 víctimas por
año en todo el Imperio le parece a Clavigero el más aproximado a la verdad; pero
restringida a los niños o a los sacrificios en el monte Tepeyacac o sólo a la capital,
esa cifra le parece inverosímil. El número de sacrificados — dice— no era fijo, y
estaba en relación con el número prisioneros de guerra, las necesidades del
Estado y la calidad de las fiestas (por ejemplo, en la consagración del templo
mayor de la ciudad de Méjico la crueldad de los mejicanos sobrepasó todo lo
verosímil). A los prisioneros de guerra hay que agregar los esclavos comprados
expresamente y los delincuentes. Los sacrificios aumentaban en los años divinos
y en los años seculares.

Georges Montandon, en la Enciclopedia Italiana, XII, 112-113 (s. v. cicli cultarali),


dice que los sacrificios humanos costaban entre los aztecas de Méjico 100.000
vidas por año, de donde deduce que esta civilización estaba condenada y que su
destrucción por la conquista española era inevitable. Sobre los cautivos de guerra
y los sacrificios sangrientos, véase también Carlos Bosch García, La esclavitud
prehispánica entre los aztecas, Méjico, 1944, págs. 91-105.

136 Véase pág 13, nota I. El P. Nuix, Reflexiones imparciales, págs. 13-14, para
ilustrar las exageraciones del P. Las Casas extracta de su Destrucción el siguiente
resumen de los indios muertos por los conquistadores;

En Santo Domingo 3 millones y más.


En San Juan, Jamaica, Cuba, Lucayas y otras islas. 3 millones.
En Nicaragua 1 millón y más en sólo 14 años.
En Méjico 4 millones y más en sólo 12 años.
En Honduras 2 millones y más en menos de 20 años.
En Guatemala 5 millones y más.
En Costa de Paria 2 millones y más
En el Perú 4 millones y más
Total: 24 millones y más, sin contar los muchos millares exterminados en Quito, en el reino de Granada, en
Popayán, Xalisco, costa de Santa Marta, etc. y los muertos después de esos 14 años en Nicaragua, de los 20 en
Honduras y los 12 en Méjico.

Véase también Rómulo D. Carbia, Historia de la leyenda negra hispano-


americana, Buenos Aires, 1943. El P. Las Casas tenía una personalidad
extraordinaria de escritor y de observador. Las cifras tienen para él valor polémico
y las maneja como arma. Desglosadas fríamente y convertidas en dato estadístico,
carecen en absoluto de valor.

Del mismo modo, Alonso de Zorita, enemigo de los tributos y de utilizar a los
indios en los trabajos públicos que eran para él una de las peores plagas de la
Nueva España, dice que «pasó de dos millones la gente de peones y albañiles que
se ocupó en hacer la albarada de Méjico», en cuatro meses o poco menos (Colecc.
de doc. inéd. de Torres de Mendoza, II, 115). Fernando de Alva Ixtlilxóchitl,
Horribles crueldades de conquistadores de México, México, 1829, pág. 19, dice
que tardaron en hacer la zanja «50 días, más de cuatrocientos mil hombres de los
reinos de Tezcoco que tenía puestos allí Ixthlxúchitl. . .; trabajaban ocho o diez
mil cada día (el editor corrige en el texto 40.000, considerando 400.000 como
«yerro de pluma», en vista, sin duda, de La cantidad que trabajaba diariamente y
de que en las págs. 13 y 16 habla de 60.000 hombres de Ixtlilxóchitl).
137 La población está calculada dentro de los límites actuales. Damos al final, en
nuestro Apéndice V (N. de W.: No incluido en esta digitalización-), todos los datos
y elementos bibliográficos que hemos podido reunir sobre esta época. Servirán
para discutir el valor de nuestro cuadro y como aportación para estudios
especiales.

138 Torquemada, en su Monarquía Indiana, y Clavigero en su Storia antica del


Messico, describen un período terrible de hambre en el reinado de Moctezuma I,
hacia el año 1453. El hambre duró tres años, y los mejicanos se alimentaban de
raíces, hierbas, insectos y peces. El emperador permitió a sus súbditos emigrar
para preservar la vida, y hombres y mujeres se vendían como esclavos para
poderse mantener (Clavigero, libro IV, i : México a través de los siglos, I, 558-
559). Véase también Clavigero, libro V, § 7, sobre un período de hambre en Las
provincias del Imperio en 1504 por las guerras con los tlascaltecas y por la sequía.
Además, Ricardo Molina Solís, Las hambres en Yucatán, Mérida, 1935 (citado por
Mendizábal, obra cit., 329) y Carlos Bosch García, La esclavitud prehispánica
entre los aztecas, Méjico, 1944. Sobre epidemias prehispánicas trae abundante
bibliografía Kubler, obra cit., pág. 631.

No faltaban en América guerras de conquista y de exterminio, venta de esclavos,


sacrificios sangrientos, antropofagia, división en clases y en castas,
arbitrariedades e injusticias, epidemias y años de hambre y de sequía. Cuando
Cortés llegó a Yucatán encontró gran cantidad de ciudades en guerra entre sí,
diezmadas las poblaciones por las luchas, el hambre y la peste (Historia de
América, dirigida por Ricardo Levene, edic. Jackson, I, 269). No es simple azar
que al llegar a los umbrales de los dos grandes imperios americanos el
conquistador español haya encontrado con la disensión y la guerra: aztecas y
tlascaltecas, Huáscar y Atahualpa. Conocemos bastante las imperfecciones del
régimen político y social europeo, lo cual no autoriza a idealizar el régimen
precolombino. Las utopías sobre una edad de oro americana son expresión del
espíritu utopista de la civilización occidental y tienen su fuente común en el sueño
humano y universal en un pasado mejor.

139 Karl Sapper, Die Zahl und die Volksdichte der indianischen Bevolkerung in
Amerika, en Proceedings of the twentyfirst International Congress of
Americanists, La Haya, 1924, págs. 95-102; id., Der Kulturzustand der Indianer
vor der Berührung mit den Europdern und in der Gegenwart, en Verhandlungen
des XXIV. Internationalen dmerikanisten-Kongresses, Hamburgo, 1934, pág. 73
y sigs.; id., Beitráge zur Geographie und Geschichte der in-lianischen
Landwirtschaft, Ibero-Amerikanisches Instituí, Hamburgo, 1935; H. J. Spinden,
The origin and distribution of agriculture in America, en Proceedings of the 19th.
International Congress of Americanists, Washington, 1917, pág. 269 y sigs.;
Ricardo E. Latcham, La agricultura precolombina en Chile y los países vecinos,
Ediciones de la Universidad de Chile, 1936; Id., Los animales domésticos de la
América precolombina, Publicaciones del Museo de Etnología y Antropología de
Chile, Santiago, 1922, III, N° 1, págs. 1-199; Schmieder, Landerkunde, 9-11, 41-42,
59-61, etc.; Carlos Pereyra, Historia de América, t. III; Clark Wissler, The
American Indian, Nueva York, 1917 (págs. 1-40); A. L. Kroeber, Cultural and
natural areas of native North America, Berkeley, 1939.

140 Ensayo, I, 147.

141 Véase Gastón Bouthoul, La population dans le monde, París, 1935, pág. 75;
Humboldt, Ensayo político de la Isla de Cuba, I, 133, 138 (Essai, I, 299: «Cook
calculó en 100.000 el número de habitantes de la isla de Taiti; los misioneros
protestantes de la Gran Bretaña no suponían más que una población de 49.000
almas; el capitán Wilson la fija en 16.000; Turnbull cree probar que el número de
habitantes no pasa de 5.000. Dudo que estas diferencias sean efecto de una
disminución progresiva»). Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII los
testimonios sobre la población de París varían entre 500.000, 700.000 y un
millón (Clavigero, Storia, IV, 278, nota).

142 Véase a este respecto el interesantísimo trabajo de Ramón Iglesia Parga, El


hombre Colón, en Revista de Occidente. Madrid, febrero de 1930, 156-192.

143 Sven Lovén, Über die Wurzeln der tainischen Kultur, Gotemburgo, 1924,
págs. 326 y sigs. (2a edición, revisada y al día, en inglés: Origins of the Tainan
Culture, West Indies, Gotemburgo, 1935, cap. VI, pág. 350y sigs.).

144 Colón — nada parco en sus cálculos — alcanzó cuanto más a ver (cerca de
Puerto de Paz, en la costa norte de la actual República de Haití) una población de
1.000 casas y 3.000 habitantes (cit. por Sven Lovén, op. cit.. pág. 336 de la versión
inglesa).
Sven Lovén habla también de la abundancia de peces en los ríos y costas, y de
roedores y aves. Pero dice que no practicaban la gran caza y que su alimentación
procedía fundamentalmente del suelo.

145 Véase en nuestro Apéndice V la población de la Española. (N. de W.: No


incluido en esta digitalización)

146 Memorial de Hernando de Gorjón acerca de la despoblación de la Isla


Española, en Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento,
conquista y colonización, Madrid, 1864, I, 428-429. En el mismo volumen hay
numerosos documentos que atestiguan los dos momentos, el apogeo y la
decadencia de la isla.

147 Véanse Georg Gerland, Das Aussterben der Naturvölker, Leipzig, 1868; René
Maunier, Les causes de la dépoputatlon des indigenes dans les colonies, en Actas
del Congreso Internacional de Estudios sobre la Población, Roma, VI, 1934, 235
y sigs. (con bibliografía); Carr-Saunders, Población mundial, Méjico, 1939, pág.
304; Rodolfo Barón Castro, La población de El Salvador, Madrid, 1942, págs. 130-
132; Indians at work, Nueva York, enero-febrero de 1944, n° 5, págs. 1-5.

148 Fernando Ortiz, Historia de la Arqueología Indocubana, Habana, 1922,


resume los trabajos actuales sobre arqueología cubana, especialmente los de
Fewkes y Harrington.

149 En un Memorial del 30 de enero de 1494 Colón anunciaba a los Reyes


Católicos el envío de hombres, mujeres, niños y niñas para que fueran puestos en
poder de personas que les enseñaran la lengua castellana y los ejercitaran en cosas
de servicio, poniendo en ellos «algún más cuidado que en otros esclavos», para
que dejaran de comer carne humana y se bautizaran. Colón pedía que se
autorizara el comercio de caníbales, al menos durante uno o dos años, hasta que
la colonización se arraigara. El 24 de febrero de 1495 envió a España, desde la
Española, un cargamento de 500 esclavos de 12 a 35 años, que llegaron a la
Península en abril; los Reyes ordenaron la venta, preferentemente en Andalucía
(Cédula del 12 de abril de 1495), pero en seguida concibieron dudas sobre la
legitimidad de la venta, y al día siguiente decidieron consultar a una junta de
teólogos y juristas (Cédula del 13 de abril de 1495); en tanto, la venta se hizo, y se
entregaron al menos 50 para las galeras. El 24 de marzo de 1495 Colón hizo más
esclavos, luchando en la Vega Real contra el cacique Caonabó. En junio de 1496
Francisco Roldán, que quedó de Alcalde Mayor por haber regresado Colón a
España, envió a Cádiz 300 indios. Al volver Colón a la Española habló de la
posibilidad de vender 4.000 indios y obtener 20 cuentos. La sublevación de
Roldán intensificó el tráfico: Colón envió en octubre de 1498 otro cargamento de
indios, y además entregó indios a los maestres, para cubrir los fletes, y a cada
pasajero. Cuando los indios llegaron a España y lo supo la reina Isabel, «recibió
grandísimo enojo y dijo que el Almirante no tenía su poder para dar a nadie sus
vasallos»; una Cédula de Granada, del 20 de junio de 1500, ordenó la libertad
délos indios y la restitución a los lugares de origen. Cristóbal Guerra cautivó
también indios en la isla de Bonaire y los vendió en Sevilla, Cádiz, Jerez y Córdoba
en 1501; por Cédula Real se dispuso el rescate de todos los indios y el regreso a la
isla de origen. Una Cédula Real de Segovia, 30 de octubre de 1503, prohibió que
nadie cautivara indios para llevarlos a España ni a ninguna otra parte, pero los
caníbales, que habían sido requeridos y evitaron ser doctrinados, que agredían a
los españoles, que idolatraban y comían carne humana, podían ser cautivados y
vendidos en otras tierras, en España inclusive.

Por esta excepción se explica que haya noticias de venta de indios en España por
aquella época, aun de indios de la Española, que no eran caribes. En 1511 se repite
la prohibición de llevar indios esclavos de la Española a los reinos de Castilla, para
evitar la despoblación y el desvío de las minas, y el 23 de diciembre de ese mismo
año el rey D. Fernando, al autorizar la captura y venta de los indios caribes de las
otras islas, prohibe que se los saque de las Indias. No deben haber cesado los
envíos, a juzgar por los hechos siguientes, que parece que no se refieren ya a las
Antillas: en agosto de 1529 los oficiales de Sevilla recibieron la orden de exigir la
certificación del estado legal de los indios esclavos que se introdujeran; en
diciembre de 1531 se les ordenó visitar los navios para evitar introducciones
clandestinas; en enero de 1536 se les encargó revisar los títulos para aceptar o
prohibir el desembarco; en marzo de 1536 y abril de 1538 se ordenó a las justicias
de España que reconocieran el estado de esclavitud de los indios cuando se
exhibiera la prueba respectiva; en mayo de 1549 se comisionó a los oficiales de
Sevilla que libertaran a los indios existentes en España; en agosto de 1549 se
mandó que aunque los indios hubieran sido dados por esclavos, si volvían a pedir
libertad fueran oídos y se les hiciera justicia, y que el fiscal de la Casa de
Contratación de Sevilla fuera su procurador; en junio de 1555 se dispuso que el
asesor de la Casa de Contratación actuara como letrado y el fiscal como
procurador en la comisión conferida al tesorero Francisco Tello para entender en
la libertad de los indios. Complementariamente, una Cédula de Valladolid, 23 de
septiembre de 1543, prohibió la conducción por mar de los indios libres o esclavos
de unas provincias a otras de las Indias. Resumimos estas noticias del estudio de
Silvio Zavala, Los trabajadores antillanos en el siglo XVI, en la Revista de Historia
de América, n.° 2, junio de 1938, págs. 32-35, 38, 40.

150 Incorporado a la Recopilación de leyes de Indias, ley I, título X, libro VI.

151 Los dominicos protestaron contra ese traslado de indios. Los dominicos de la
Española escribían en 1519 que se despoblaron más de 40 islas de Lucayos y tres
de Gigantes, tomando en total 50, 60 ó 70.000 indios; aun admitiendo — dicen —
que no se introdujeran más de 20.000, no quedaban vivos ni 800. Fray Pedro de
Córdoba, basándose en el testimonio del P. Las Casas, decía que se llevaron a la
Española más de 30 ó 40.000 indios de las Islas de Lucayos y Gigantes y no
quedaban 5.000 (citado por Silvio Zavala, Los trabajadores antillanos, 47, que
cree que esas cifras eran elementos de la protesta).

También se enviaron a las islas muchos indios esclavos de Pánuco en la época de


Ñuño de Guzmán, hasta que lo prohibió la segunda Audiencia de México, en 1530
(Ibíd., 50).

152 Véase Serrano y Sanz, op. cit., y Silvio A. Zavala, La encomienda indiana,
Madrid, 1935, págs. 1-39.

153 Damos a continuación un fragmento del sermón que hizo temblar al almirante
Diego Colón y a los funcionarios y encomenderos de la Española: «Soy voz de
Cristo, en el desierto desta isla. . . Esta voz es que todos estáis en pecado mortal,
y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes.
Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables
guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan
infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo
los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus
enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren,
y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado
tenéis de quién los doctrine y conozcan a su Dios y Criador, sean baptizados, oigan
misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos no son hombres?, ¿no tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan
letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis más
salvar que los moros o turcos, que carecen y no quieren la fe de Cristo». (El texto
del sermón lo ha reconstruido el P. Las Casas en su Historia de las Indias, libro
III, cap. IV; con algunas variantes figura en las Obras de Manuel José Quintana,
ed. Rivadeneyra, tomo XIX, págs. 504-505). El P. Las Casas describe la honda
repercusión de las palabras del P. Montesinos.

154 El texto, descubierto recientemente, ha sido publicado por varios autores:


Roland D. Hussey, Text of the Laws of Burgos: 1512-1513, concerning the
treatment of the Indians, en la Hispanic American Historical Review, 1932; Lesley
Byrd Simpson, Studies in the administration of the Indians in New Spain,
Berkeley, 1934, Ibero-Americana, n.° 7; Rafael Altamira, El texto de las Leyes de
Burgos de 1512, en la Revista de Historia de América, n.° 4, diciembre de 1938, 5-
77.

Para estos comienzos de la legislación indiana y para la época posterior véanse


además los siguientes trabajos: Diego Luis Molinari, Las encomiendas y la
esclavitud en Indias, 1501-1516, Introducción a la reproducción en facsímil de las
Leyes y ordenanzas nuevamente hechas, Instituto de Investigaciones Históricas,
Biblioteca Argentina de Libros Raros Americanos, tomo II, Buenos Aires, 1923;
id., Introducción a la edición de las Confirmaciones Reales (Ibíd., tomo I);
Rómulo D. Carbia, Los orígenes de Chascomús, 1752-1825. Con una introducción
sobre el problema del indígena en América durante los siglos XVI a XVIII, La
Plata, República Argentina, 1930; Rafael Altamira, La legislación indiana como
elemento de la historia de las ideas coloniales españolas, en Revista de Historia
de América, México, marzo de 1938, págs. 1-24; Genaro Vázquez, Legislación para
los indios (Recopilación de las Leyes de Indias, estudio repartido en el Congreso
indigenista americano); Luis Aznar, Legislación sobre indios en la América
hispano-colonial, en Humanidades, La Plata, XXV, 233-274; Silvio Zavala, Los
trabajadores antillanos en el siglo XVI, en la Revista de Historia de América, n.°
2, junio de 1938, 31-67; n.° 3, septiembre de 1938, 60-88; n.° 4, diciembre de
1938, 211-216; etc. Véase también sobre encomienda y mita la bibliografía que
damos en las notas de las páginas 61 y 62.

155 Negros penetraron en América desde las primeras expediciones, como


esclavos de los navegantes. Pero el tráfico es más tardío. Un Real Decreto de 1502
permitió introducir negros esclavos en Santo Domingo, pero los Reyes Católicos
prohibieron la introducción en 1503, para evitar la propagación de la idolatría.
Los primeros negros no llegaron hasta 1508. Las reales cédulas del 22 de enero y
15 de febrero de 1510, de Fernando el Católico, inauguran la trata. Una cédula del
22 de julio de 1513, impone la licencia. En 1516 el Cardenal Cisneros dió permiso
para llevar negros esclavos a las Indias. En 1517, muerto el Cardenal, Carlos V dió
otras licencias, y después de algunos trámites concedió al gobernador de Brescia
una licencia por 4.000 esclavos, el cual la vendió a los genoveses. En 1518
concedió también unas licencias menores (400, 50, 10, 20). En 1523 se concedió
permiso para llevar 1.500 negros a la Española, 300 a Cuba, 500 a Puerto Rico,
300 a Jamaica y 500 a Castilla del Oro. Luego hubo un abuso de licencias, sin
contar el tráfico clandestino. Véanse Ildefonso Pereda Valdés, Negros esclavos y
negros libres, Montevideo, 1941; Alberto Arredondo, El negro en Cuba, La
Habana, 1939; Diego Luis Molinari, La trata de negros. Datos para su estudio en
el Río de la Plata, Prólogo al tomo VII de los Documentos para la Historia
Argentina, publicados por la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 1916,
97 páginas; Agustín Alcalá y Henke, La esclavitud de los negros en la América
española, Madrid, 1919; Arthur Ramos, Las culturas negras en el Nuevo Mundo,
Méjico, 1943 (comentado por Román Beltrán en Cuadernos Americanos, Méjico,
marzo-abril de 1944, págs. 184-189); Silvio Zavala, ¿Las Casas esclavista?, en
Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1944, págs. 149-154; Actas capitulares del
Ayuntamiento de la Habana, con un estudio de Emilio Roig de Leuchsenring, I,
Habana, 1937, págs. 113-119.

El tráfico existía, pues, antes de la intervención del P. Las Casas. Los Jerónimos,
el 22 de junio de 1517, aconsejaron al Cardenal Cisneros la introducción de
«negros bozales» en las Antillas. Abundan en esa época los clamores sobre la falta
de indios y su incapacidad para el trabajo, y las demandas a favor de la
introducción de negros. De esos clamores se hace eco el P. Las Casas: «y porque
algunos de los españoles desta isla dijeron al clérigo Casas, viendo lo que
pretendía y que los religiosos de Sancto Domingo no querían absolver a los que
tenían indios si no los dejaban, que si les traía licencia del Rey para que pudiesen
traer de Castilla una docena de negros esclavos, que abrirían mano de los indios;
acordándose desto el clérigo, dijo en sus memoriales que le hiciese merced a los
españoles vecinos dellas de darles licencia para traer de España una docena, más
o menos, de esclavos negros, porque con ellos se sustentarían en la tierra y
dejarían libres los indios» Este aviso de que se diese licencia para traer negros a
estas tierras dió el primero el clérigo Casas, no advirtiendo la injusticia con que
los portugueses los toman y hacen esclavos; el cual, después de que cayo en ello,
no lo diera por cuanto había en el mundo, porque siempre los tuvo por injusta y
tiránicamente hechos eslavos, porque la misma razón es dellos que de los indios»
(Las Casas, Historia de las Indias, libro III, cap. CII).

156 Carlos Pereyra, Historia de La América Española, vol. V, cap. II.

157 El licenciado Echagoyan escribe a Su Majestad en 1561 que en la Española


había más de 30 ingenios de azúcar; dos de esos ingenios tenían más de 900
negros, y los demás a 200, 300, 100 y 150; sólo el mayordomo y algunos maestros
eran españoles; calculaba que en las estancias e ingenios y en la ciudad había
20.000 negros (citado por Silvio Zavala, en Revista de Historia de América, n.° 4,
diciembre de 1938, 214).

158 J. Wisse, Selbslmord und Todesjurcht bei den Naturvolkern, Zutphen, 1933,
págs. 207-220 (el suicidio en las Antillas). El supuesto suicidio comiendo tierra
podría ser un síntoma de anquilostomiasis, enfermedad introducida por los
negros, o bien una manifestación de geofagia, bastante frecuente entre los indios
de América (véase Tierra Firme, II, 1936, 259-266).

Dice Fernández de Oviedo: «Muchos dellos, por su passatiempo, se mataron con


ponzoña para no trabajar, y otros se ahorcaron con sus manos propias, y a otros
se les recrescieron tales dolencias. . . que en breve tiempo los indios se acabaron»
(Historia, Parte I, libro III, cap. VI, pág. 71).

El suicidio colectivo, que se practica entre numerosos pueblos, pudo tener el valor
de una venganza de orden mágico contra el conquistador.

159 Dicen expresamente: «Es nuestra voluntad y mandamos que los indios que al
presente son vivos en las islas de San Juan y Cuba y la Española, por agora y el
tiempo que fuere nuestra voluntad, no sean molestados con tributos ni otros
servicios reales ni personales ni mixtos más de como lo son los españoles que en
las dichas islas residen, y se dexen holgar para que mejor puedan multiplicar y ser
instruidos en las cosas de nuestra santa fe cathólica, para lo cual se les den
personas religiosas cuales convengan para tal efecto» (Leyes y ordenanzas
nuevamente hechas para la gobernación de las Indias, ed. 1603, pág. 9,
reproducción en facsímil, Buenos Aires, 1923).

Y en cuanto a los indios de toda América las Nuevas Leyes disponen: «Ordenamos
y mandamos que de aquí adelante por ninguna causa de guerra ni por otra alguna,
aunque sea so título de rebelión, ni por rescate ni de otra manera, que no se pueda
hazer esclavo indio alguno, y queremos que sean tratados como vasallos nuestros
de la Corona de Castilla, pues lo son» (Ibíd., pág. 12). Ya se sabe que estas Leyes
produjeron la revuelta de Gonzalo Pizarro y la guerra civil en el Perú. En la Nueva
España el virrey D. Antonio de Mendoza suspendió su aplicación, y lo mismo hizo
Diez de Almendáriz en la Nueva Granada.

160 Du Tertre, op. cit., IT, 363, dice (2da. ed.) que por informes de M. de l'Olive,
sieur de la Ramé y de los habitantes más viejos de «nuestas islas», había dicho en
la 1a edición que los habitantes de las Antillas francesas eran restos de las
matanzas de los españoles en Cuba, la Española y P. Rico; ahora dice que ello no
está tan lejos de lo verosímil como cree el sieur de Rochefort. Humboldt, Ensayo
político sobre la Isla de Cuba, I, 136, dice que si es cierta la afirmación de Gomara
de que en 1554-1564 ya no existía ningún indio, «es absolutamente preciso
convenir que los que se escaparon a la Florida en sus piraguas eran restos muy
considerables de aquella población, creyendo, según antiguas tradiciones, volver
al país de sus antepasados». Abbad, op. cit-, 122, dice que los indios de P. Rico
desampararon la isla (hacia 1530), pasándose a las circunvecinas de Mona,
Monico, Vieques y otras de la costa, donde se alimentaban con la pesca y algunas
cortas sementeras. El informe del capitán Melgarejo dice que, al conquistarse la
isla, una porción de los indígenas se pasó a otras islas con los caribes (Brau, P.
Rico y su hist., 313). Ignacio J. de Urrutia y Montoya, Teatro histórico, jurídico y
político-militar de la Isla Fernandina de Cuba, en Los tres primeros hist. de la isla
de Cuba, II, Habana, 1876, 109-110, habla de muchos indios que de la Española
se retiraron a la isla de Cuba, entre ellos el cacique Hatuey. En nuestro Apéndice
III - N. de W.: No incluido en esta digitalización -hemos mencionado ya la suerte
de los caribes de Dominica y S. Vicente transportados a la América Central.

161 Fray Toribio de Benavente, Historia de los indios de la Nueva España, ed. de
Méjico, 1941, págs: 15-22, Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación de la
provincia de Santiago, de México, 2a ed., Madrid 1625, pág. 100 (apud Kubler,
obra cit., 606).

162 Véase Pietschmann, Geschichte des Inkareiches, Berlín, 1906, pág. LXXI,
nota 3.

163 George Kubler, Population movements in México 1520-1600, en The


Hispanic American Historical Review, noviembre de 1942, págs. 606-643.

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