Las Ruinas de Kish
Las Ruinas de Kish
Las Ruinas de Kish
KISH
LA CIUDAD AL
SUR DE
KISH(IREM) Y EL
RIO A´ZANI
Irem es una ciudad de monumentos, tanto a los hombres como a los dioses. Los
templos, aunque muy deteriorados por el tiempo y por el abandono, están
comunicados entre sí por avenidas magníficas bordeadas de figuras talladas, y se
reflejan en lagos y estanques artificiales. Todo ello da a la ciudad una grandiosidad
que no se encuentra en otras ciudades de nuestra raza. En la orilla occidental del Nilo
están enterrados los muertos de la realeza, en tumbas espléndidas. Muchas tumbas
de la necrópolis han sido saqueadas por los miembros de la secta de los
resucitadores, pero otras siguen ocultas bajo las arenas, esperando que alguien las
descubra.
Para los que están dotados de la doble vista, las calles de Irem iluminadas por la luna
no están vacías, sino llenas de multitudes solemnes. Las momias caminan por las
avenidas que unen los templos, en procesiones lentas y dignas. Filas de sacerdotes
portan pebeteros humeantes de incienso ante los carros cerrados que contenían las
estatuas de los dioses y diosas principales del país, pues los sacerdotes tenían la
costumbre de pasear a sus dioses ante el pueblo, aunque siempre iban ocultos
cuidadosamente tras las cortinas de los carros en los que iban y venían de sus
templos.
DESPUÉS de haber apurado todos los recursos que se encuentran en la ciudad que
está bajo Irem, y de haber aprendido todo lo que se puede deducir viajando por sus
pórticos del alma y tratándose con los habitantes de las profundidades que rondan por
sus cámaras abovedadas y por sus amplios salones de muchas columnas, el viajero
debe descender todavía más hacia el interior de la tierra, pues no hay ninguna vía de
huida pasando por donde está la bruja I’thakuah, que espera siempre y tiene buen
oído. En la parte más profunda de los salones occidentales, más allá de una escalinata
de piedra que está bañada por un resplandor cegador que sale de las paredes, que
brillan como el oro batido, se encuentra una gran puerta de bronce fundido que gira en
sus goznes suavemente y sin ruido, a pesar de que no la han engrasado desde hace
siglos incontables. Tras ella hay un pasadizo, y más allá un canal abierto en la piedra
viva por las aguas de un antiguo río que se secó hace mucho tiempo, aunque el que
espera allí inmóvil y conteniendo la respiración puede oír aún el eco lejano del fragor
de sus aguas. Los de la raza reptil daban a aquel río el nombre de A’zani, o al menos
así lo pronuncian sus descendientes, que siguen reptando en la oscuridad por el lecho
seco de grava de aquel curso de agua.
En los tiempos anteriores al diluvio, el curso del A’zani era intransitable, pues sus
aguas caudalosas llenaban por completo los espacios cavernosos cuyo curso tortuoso
serpentea, siempre hacia el oeste, muy hondo bajo las arenas del desierto, camino del
mar Rojo. Servía de desagüe de los ricos manantiales que brotaban bajo Irem, que
eran mucho más caudalosos en un pasado lejano que en los tiempos en que los
hombres habitaban aquel lugar. Con el paso de los tiempos, su caudal se fue
reduciendo hasta que quedó en un hilo de agua y, por último, cesó por completo,
dejando solo el pasadizo tortuoso, como si fuera la piel vacia y abandonada de una
gran serpiente. Alli donde el poderoso torrente se abria camino por cavernas que ya
existian en las profundidades, el camino es alto y ancho y se oye ruido de alas en la
oscuridad, en lo alto, como el rumor suave de los murciélagos, pero esas criaturas no
son murciélagos, en otras partes, la grava que arrastraban las aguas ha formado altos
montones que dejan un camino tan estrecho que el hombre que lo sigue ha de bajar la
cabeza.
El hombre que no lleve antorcha y que haya consumido su provisión seca de las
arañas que viven entre los hongos blancos y que dan la segunda vista tendrá pocas
señales que lo guien por el curso del rio, solo el leve descenso general del lecho, que
sube y baja, pero baja más que sube, y el leve aroma de aire salado que entra en el
canal por su boca, próxima al mar, el movimiento del aire solo se percibe en la parte
final del viaje por el rio. Se encontrará sumido en la oscuridad, avanzando a cuatro
patas como hacen los seres reptiles, molestado constantemente por los cuerpos
peludos y sufriendo de vez en cuando las mordeduras de las arañas, las cuales, sin
embargo, son una fuente valiosa de comida y de liquido, pues tienen los cuerpos
henchidos de agua.
Los seres reptiles van desnudos, y en su mayor parte han perdido el don del habla,
tanto en su propia lengua como en el idioma de la antigua Irem. Temen entrar en su
ciudad, pero rondan por las cercanias de las puertas de bronce que dan al pasadizo
que conduce al rio, y veneran o adoran a las puertas mismas como a dioses. Algunos
que son más viejos que los demás son capaces de conversar en el extraño lenguaje
de Irem, que aprendieron por la observación, pues esta raza se parecia a los
cocodrilos del Nilo en su longevidad, y entre los que viven en la oscuridad del A’zani
hay unos pocos que recuerdan la lengua de los hombres. Poco se puede aprender de
la conversación con estos ancianos, que sufren ese embotamiento de la mente que es
común en las edades muy avanzadas, pero saben decir el nombre del rio y describen
con deleite cómo se engañó a nuestra raza para que construyera a Irem sobre la
ciudad escondida de ellos.
Cerca de las puertas de bronce están dispuestos en grupos familiares los ataúdes de
los muertos a los que honran. Unos pocos se encuentran aún en las cámaras de la
ciudad misma, pero la mayoria se han trasladado al exterior de las puertas. Los
moradores de las profundidades dicen que era costumbre de esta raza conservar los
cuerpos de sus muertos, tal como hacen los egipcios, vestirlos con sus mejores joyas
y ropas y guardarlos en sepulcros que tenian la tapa de vidrio, a través de la cual las
generaciones sucesivas de sus descendientes podian ver los cuerpos. Cuando los
miembros de la raza, en su última decadencia, huyeron de la ciudad y fueron a vivir al
cauce seco del rio, no fueron capaces de dejar atrás a sus antepasados, y llevaron sus
ataúdes hasta el exterior de las puertas. Solo quedaron atrás los cuerpos de los
muertos que no tenian familiares vivos.
Se verá que muchas de estas tumbas están rotas, y su contenido se ha robado como
alimento. Los seres reptiles han caido en la costumbre de consumir la carne seca de
los muertos de otras familias, aunque no profanan de este modo los de sus propios
antepasados. La vida social de la raza se reduce a los intentos de los grupos
familiares de despojar las tumbas de las demás familias, que las defienden a costa de
sus vidas si es preciso, pues los ancianos creen y afirman que cuando todas las
tumbas de una familia se han profanado y se han robado los cadáveres, la
desventurada familia perecerá inevitablemente. Aunque puede que esto no sea más
que un cuento, la fe en ello hace que se haga realidad, y de este modo se van
reduciendo constantemente en número esta raza.
Un viajero que pasó recientemente por el lecho del rio pudo presenciar a la luz de la
antorcha una batalla entre dos clanes rivales, cada uno de veinte miembros o más.
Una familia grande habia tomado posiciones ante sus muertos venerados, para
defenderlos, pero su número estaba reducido por la necesidad constante de salir a
buscar comida. El otro clan arrolló a los defensores en un torbellino de patas con
garras y de mandibulas voraces, y sus miembros consiguieron llevarse varios ataúdes
de sus rivales mientras proseguia la batalla, pero antes de que pudieran profanar su
contenido, regresaron los miembros del otro clan que habian salido de caza, y los
refuerzos permitieron a los defensores recuperar aquellos cadáveres resecos que eran
preciosos para ellos. El observador habria creido que se trataba de la victoria de una
nación, tan estruendosos eran los alaridos guturales de los vencedores, que parecian
haber perdido el poder del habla articulada con la emoción. Tal es la vida patética la
que otrora fue una raza magnifica de constructores y eruditos.
En las cavernas mayores se oye a las criaturas semejantes a murciélagos, a las que
no se ve nunca, que caen de las alturas con sus alas que baten suavemente y
capturan entre chillidos a su presa, para llevársela hasta el techo de la cueva, fuera del
alcance de la luz de la antorcha, donde la consumen. Se oye claramente el ruido que
hacen al masticar, multiplicado por el eco de las rocas, y también se oye el sonido de
los huesos y los cráneos de sus presas, que caen sobre la grava y las piedras de
abajo. No
Las criaturas reptiles también son capaces de intentar matar al viajero para
alimentarse, pues en las cavernas y en el pasadizo siempre falta comida para tantos
como moran allí. Para mantenerlos a raya basta proferir el grito Ië! Nyarlathotep!
Todos tiemblan aterrorizados al oír este nombre, como un perro que ve hacer a un
hombre ademán de tirarle una piedra, aunque no tenga piedra alguna en la mano, y de
esto se puede deducir que fue el señor de los Primordiales al que llaman el Caos que
se Arrastra el que los expulsó de las cámaras de su ciudad subterránea a las cavernas
del río.
Al cabo de un día de marcha se deja atrás a la raza reptil, y después de muchos más
se siente en las mejillas la brisa del mar y se percibe el olor a sal. Es más fácil avanzar
siguiendo esta brisa, que conduce a un pozo entre las rocas de la costa desolada del
mar Rojo. Sigue la costa hacia el norte y llegarás a un pequeño puerto de mar, donde
es posible encontrar pasaje modesto a precio razonable, o a cambio de unos cuantos
relatos de tus viajes, en alguna embarcación que vaya hasta el antiguo canal que
abrieron los egipcios en la cabecera del mar Rojo, y desde allí se puede viajar por
tierra hasta Menfis.