Resumen de La Historia de La Arqueologia
Resumen de La Historia de La Arqueologia
Resumen de La Historia de La Arqueologia
Etimológicamente, Arqueología significa "tratado de lo antiguo", de la historia pasada, siendo ese exactamente
el sentido del término conforme fuera utilizado por Tucídides en la Grecia clásica. Con el paso del tiempo,
empero, el concepto fue restringiéndose al estudio de la cultura material de la Antigüedad, identificándose como
actividad arqueológica tanto el coleccionismo de antigüedades por parte de los mecenas italianos del
Renacimiento, como la exhumación por ese mismo entonces del grupo escultórico del Laoconte en las termas
de Tito, en Roma. En parecida línea, la Arqueología Clásica, anclada exclusiva o casi exclusivamente en el
estudio del arte antiguo, era ya una disciplina bastante consagrada a fines del siglo XVIII gracias a los trabajos
del gran sabio alemán Johann Joachim Winckelmann.
Desde la mitad del XIX, obteniendo provecho del debate surgido en torno a la publicación en 1859 del Origen
de las especies por medio de la selección natural de Darwin, la Arqueología cobró un importante impulso,
acreditándose como rama del saber destinada a probar la antigüedad del hombre. Los prehistoriadores franceses
Boucher de Perthes, Emile Lartet y Gabriel de Mortillet, movidos por la preocupación de ir más allá del
coleccionismo y de la sistemática del estudio de una estética pretérita, introdujeron en sus trabajos de campo
del Somme y de la Dordogne innovaciones metodológicas propias de las Ciencias Naturales. Ya no se trataba
sólo de recuperar objetos antiguos, sino de hacerlo en un orden, por niveles o lechos geológicos cuya
superposición proporcionaba una base de cronología relativa; y además, emulando a botánicos, geólogos y
zoólogos, las piezas recolectadas eran objeto de minuciosa descripción antes de ser clasificadas de acuerdo con
una tipología fundada en criterios funcionales y taxonómicos. El resultado de su trabajo fue, así, la construcción
de tramas cronológicas de objetos antiguos, más que una historia cultural propiamente dicha, a lo sumo reducida
a aquella clasificación de la Prehistoria en cuatro Edades tecnológicas que, matizando una propuesta previa de
Thomsen, acuñara en 1865 Sir John Lubbock en su celebérrimo Prehistoria Times: Paleolítico y Neolítico,
dentro de la Edad de la Piedra, y Cobre y Hierro en la de los Metales.
En todo caso aquella Arqueología, que en Europa no varió en lo esencial hasta mediados de este siglo, se
limitaba al estudio de las herramientas antiguas, tenía un carácter eminentemente descriptivo, y vivía por
completo ajena a la Antropología, tal vez por la desconfianza que produjo la propuesta de Sollas, formulada en
1911, de reconstruir linealmente las formas de vida de los pueblos prehistóricos, desaparecidos, a partir de las
de los primitivos actuales que mostraban un nivel tecnológico o artefactual no muy distinto del de aquellas
épocas. Las ecuaciones propuestas -tasmanianos = Paleolítico Inferior; australianos = Paleolítico Medio;
bosquimanos = primeros hombres del Paleolítico Superior; esquimales = finiglaciares magdalenienses-
constituían un entreguismo total e injustificado de la Arqueología en manos de la Etnología e incluso de la
Etnografía.
¿Qué razón de ser podía tener el estudio de los restos prehistóricos cuando el comportamiento e incluso la
ideología de las comunidades de entonces se extrapolaban sencillamente, sin condición de ningún tipo, de los
de determinados pueblos del presente? Ejemplos como el citado contribuyeron a que, al menos en el Viejo
Mundo, la Arqueología viviera prácticamente de espaldas a la Antropología y, como consecuencia, a que
experimentara un excepcional desarrollo tipologista en detrimento de visiones culturales de carácter más
general. Únicamente algunas mentes lúcidas, como la del australiano Gordon Childe, alcanzaron a ver más allá
de la maraña de los artefactos y de los tipos, tratando de transcender a las estructuras sociales, al comercio o a
las estrategias de subsistencia y, a partir de ello, intentando establecer ciertas simetrías entre las Edades de la
Prehistoria y la clasificación de las Sociedades de L. Morgan y E. Tylor en Salvajes, Bárbaras y Civilizadas. El
optimismo de Childe a este respecto queda debidamente reflejado en las brillantes páginas de Social evolution,
en las que, bien es cierto que sin especificar suficientemente el camino a seguir, mostraba no obstante su fe en
la Arqueología para ofrecer un panorama del pasado más allá de la simple dimensión de las industrias.
La renovación científica experimentada al término de la segunda Guerra Mundial alcanzó también a nuestra
disciplina, produciéndose por entonces acusadas reacciones contra el descriptivismo y el artefactualismo
previos. Hubo quienes creyeron suficiente dotar a la Arqueología de una imagen más científica, en la que
tuvieran mayor resonancia las aplicaciones físico-químicas (los métodos de datación absoluta; los sistemas de
autentificación de fósiles...) y aquellas otras inspiradas en las Ciencias Naturales (los análisis de sedimentología,
edafología, palinología, paleontología, antropología física...), sin reparar en que con ellos la lectura cultural
podía seguir siendo igual de plana: nada sobre las formas de vida, sobre comportamiento o sobre sociedad. Los
documentos, merced a esta preocupación cientifista, habían ganado en calidad, pero el problema, en realidad,
no estribaba en la precisión de los datos, con ser esta importante, sino en su interpretación, de ahí que
paralelamente se buscaran nuevas perspectivas para una más adecuada valoración de los mismos. Como acierta
a apostillar, pleno de expresividad, Martín de Guzmán, "había que cambiar de orientación e iniciar una reflexión
sobre los trabajos y el método (...) más allá de atiborrar los almacenes de los museos y laboratorios de toneladas
de residuos sólidos prestigiados con las dataciones de carbono 14 y los excelentes dibujos de todas y cada una
de las piezas, impecablemente clasificadas, sigladas y adoradas".
En ese sentido no puede negarse el éxito cosechado, allá por los años 50, por el enfoque del ambientalismo
cultural o de la "perspectiva ecológica de la cultura" que, en línea con el pensamiento de L. White, concebía la
cultura como un nexo entre el hombre y el medio o, lo que es igual, como una forma extrasomática de
adaptación. Se trataba, en suma, de reconocer la interacción de los procesos culturales y del medio ambiente y,
de ahí, la conveniencia de precisar las características de éste en tanto límite de la actividad humana. La escuela
de Cambridge, con Higgs y Vita Finzi al frente, desempeñó sin duda un papel clave en la difusión de este tipo
de trabajos, pero su principal impulsor fue R. Braidwood quien, a partir de 1948, desde el Instituto Oriental de
la Universidad de Chicago, sorprendería al mundo incluyendo en una expedición al Kurdistán iraquí, cuyo
objetivo era el estudio del fenómeno neolitizador, a un botánico, H. Helbaek, y a un zoólogo, Ch. Reed, que
acabarían jugando un papel determinante a la hora de dictaminar sobre el origen de la economía productiva.
Eran, sencillamente, los únicos científicos del equipo dotados para discernir entre semillas silvestres y
cultivadas, entre animales salvajes y domésticos, esto es, los únicos capacitados para sentenciar sobre la
condición cazadorarecolectora o agropastoril de las comunidades prehistóricas objeto de estudio.
Gracias a estas experiencias, como significaba Hawkes, la Arqueología acreditaba su suficiencia para investigar
las parcelas tecnológica y económica de las poblaciones desaparecidas. Inclusive, a través de la noción de
"territorio económico" y del estudio de su potencial, se abría un campo propicio para distinguir, dentro de un
determinado establecimiento, entre lo local y lo exótico, facilitando en ocasiones la percepción de fenómenos
de intercambio y comercio. Ahora bien ¿y otros aspectos menos directamente tangibles, como la estructura
social, las relaciones de parentesco, el pensamiento o las propias formas de vida más allá de la esfera
estrictamente económica? ¿Había que renunciar a esas parcelas de conocimiento? ¿Cuáles eran realmente los
límites y las posibilidades de la investigación arqueológica?
A pesar de todo, aunque los fines fueran en gran medida los mismos, las diferencias en cuanto a la dificultad de
acceder a la información resultaban manifiestas. ¿Cómo alcanzaría el arqueólogo aquellas imágenes del pasado
que desbordaban el ámbito de lo tecnológico y lo económico? Correspondería a Lewis Binford, profesor de
Antropología en la Universidad de Nuevo México, ir diseñando respuestas siempre desde una inamovible
premisa: "los documentos arqueológicos son estáticos y, como cualquier hecho físico, no hablan por sí mismos,
sino que deben ser interpretados para intentar acceder a la dinámica que los generó". El descubrimiento
arqueológico no es elocuente por sí mismo; somos los arqueólogos quienes hacemos lectura de él, o, lo que es
lo mismo, en palabras de A. Gallay, "la interpretación de los vestigios arqueológicos implica un contexto de
referencia exterior". Por otra parte, Binford, el profeta de ésta que pasará a llamarse desde los años 60 "New
Archaeology", llevará su audacia a matizar que el procedimiento de interpretar sólo puede fundamentarse en
observaciones de presente... o de pasado con la condición de que los documentos que sirvan de base para ello
(textos escritos) resulten lo suficientemente explícitos.
Este planteamiento nos conmina a recurrir al conocimiento de los pueblos vivos y de su cultura material para
comprender el registro arqueológico, bien es cierto que subrayando que ahora no se trata de extrapolar imágenes
del presente para aplicárselas aséptica y linealmente a los pueblos del pasado -la vieja aspiración, nada
convincente, de Sollas-, sino de utilizar éstas como laboratorio, como referente de hipótesis de trabajo -cuanta
más información se cruce en este sentido, mejor- que el arqueólogo tratará de contrastar o estudiará en su
viabilidad al enfrentarse a la problemática de los yacimientos. Un trabajo, necio sería negarlo, que se ha visto
muy favorecido por la aportación de antropólogos como E. Service o M. Fried definiendo los rasgos propios de
sociedades en diferente grado de evolución, por cuanto ello reduce el marco comparativo de los documentos
arqueológicos a aquellas comunidades de su mismo o parecido nivel de desarrollo.
El trabajo experimental consistirá las más de las veces, sin embargo, en una convivencia directa del arqueólogo-
antropólogo con una comunidad de primitivos actuales, al estilo de la efectuada por Gallay entre los touareg
del Hoggar, por Yellen entre los bosquimanos del Kalahari o por el propio Binford -autotitulado etnógrafo y no
por ello menos "colega" de los prehistoriadores del Viejo Mundo- con una partida de esquimales nunamiut, en
Alaska. Las dos últimas, que se refieren a comunidades de tipo banda con una economía cazadorarecolectora,
grosso modo equiparables a las del Paleolítico Superior, hacen patente la complejidad estructural de los
establecimientos, la variación de los mismos según su intención funcional, y enseñan decisivamente, a partir de
la distribución espacial de artefactos, de restos de fauna y de otros indicios, sobre el comportamiento de las
poblaciones que vivieron en ellos. Es evidente que si hoy los arqueólogos nos atrevemos a atribuir a las bandas
paleolíticas un territorio económico estricto (el existente en torno al habitat, en un radio, tal vez, de media
docena de kilómetros) y otro anual (aquellos miles de kilómetros cuadrados hollados por una banda en
movimiento durante el año, a la búsqueda de recursos estacionalmente complementarios) ello sólo ha resultado
posible tras advertir que ese es el comportamiento habitual de cualquier grupo de cazadores-recolectores, siendo
bien cierto, como ha conseguido demostrar Davidson tomando como base la ocupación temporal de ciertos
yacimientos valencianos (Barranc Blanc, Mallaetes, Meravelles, Porcs, Volcán del Faro o, en menor medida,
Parpalló), que el modelo se adecúa bastante satisfactoriamente a la información disponible sobre el Paleolítico
Superior.
La nueva óptica de trabajo hará posible, por otra parte, indagar en campos antes tabúes para la Arqueología,
como el de la estructura social. "La Antropología, dirá Renfrew, nos está enseñando a leer en el terreno de la
sociedad", sirviéndose para ello de convencionalismos tales como la inversión de energía en el rito funerario
(en la estructura de las propias tumbas, así como en sus ajuares, estudiados en el marco teórico de una
"Arqueología de la Muerte"), o el uso y la disponibilidad del espacio dentro de los poblados; dos
convencionalismos que, con las inevitables excepciones, parecen haber sido una constante a lo largo del
desarrollo cultural, conservando plena vigencia hasta nuestros días.
En definitiva, la concepción de la Arqueología como Antropología, que no es sino el título de un primer artículo
de Binford (1962) enunciando los principios de la New Archaeology, trata de evitar que los prehistoriadores,
como ocurría invariablemente antaño, basen sus interpretaciones en ideas románticas, demasiado superficiales
cuando no frívolas, de las sociedades primitivas y, a cambio de ello, se esfuercen por relacionar sus datos con
testimonios reales de sociedades cazadoras o agrícolas, lo que, indudablemente, redundará en una visión más
compleja y mucho más rica -más verosímil, en fin- de los documentos disponibles.
La etnoarqueología también ha servido para poner freno a estas reducciones, en exceso simplistas, al demostrar
que no todos los elementos materiales sirven como marcadores étnicos. Los trabajos de I. Hodder sobre las
comunidades ganaderas que actualmente viven en las inmediaciones del lago Baringo, en Kenia, hablan, como
ejemplo, de tres grupos étnicos diferentes, Los Njemp, los Tugen y los Pokot, entre los que existen -pese a los
matrimonios cruzados entre ellos- grandes rivalidades económicas. Todo ello se traduce asiduamente en un
deseo de afirmación externa de la identidad propia que, en el caso de ciertos adornos corporales como los
pendientes femeninos, conduce al uso de tipos específicos en cada grupo. Ahí la cultura material opera, en
efecto, como referente de etnicidad; pero la prueba de que no siempre ni sólo ocurre así la encontramos en el
hecho de que los zarcillos de las mujeres Njemp, lejos de mostrarse invariables, cambian también según los
grupos de edad. Algunos elementos de equipamiento ostentan, pues, el valor de auténticos marcadores étnicos,
pero otros no, habiendo constancia de objetos de adorno y de símbolos muy diferentes dentro de un mismo
grupo étnico y, al contrario, pudiendo haber otros idénticos entre grupos étnicos muy diferentes, como
consecuencia, por ejemplo, de fenómenos emulativos. ¿No se limitó el ceramista prerromano de Numancia a
tomar del repertorio púnico la iconografía del sol, el caballo y la palmera, sin siquiera conocer probablemente
su simbología? En definitiva, no hay una pauta única de relación entre equipamiento material y etnicidad, por
lo que, en cada caso, en cada contexto concreto habremos de preguntarnos por los factores que influyeron en el
uso o no de la cultura material para cursar unos mensajes simbólicos, así como por el auténtico significado de
los mismos: ¿étnico, totémico, de edad, social, religioso, profesional? El desarrollo de la New Archaeology,
finalmente, trajo consigo también una revolución en el concepto de "cambio cultural". Frente a los antropólogos,
acostumbrados al estudio de culturas recientes y, en cierto modo, de pueblos al margen de la Historia, cuyos
rasgos se supone no dependen tanto de su pasado como de su funcionamiento presente, los prehistoriadores se
plantean hacer frente a la investigación de larguísimos períodos y prestan especial atención no al cómo son las
cosas per se en un determinado momento, sino a lo que tienen de distinto y de innovador respecto a las del
pasado. Se muestran interesados, pues, por la trayectoria y por el desarrollo de las formas de cultura, lo que
desvela una coincidencia de intereses con la Historia. La cuestión no consiste, sencillamente, en proclamar que
las "culturas arqueológicas" (complejos industriales) del Paleolítico Superior en el occidente de Europa fueron
Auriñaciense, Gravetiense, Solutrense y Magdaleniense, sino en explicar por qué, después de mantenerse
vigente varios miles de años un mismo equipamiento artefactual, acabó imponiéndose otro de características
suficientemente distintas como para requerir otro nombre. ¿Qué circunstancias podían provocar tan drásticas
sustituciones? He ahí el nudo gordiano del "cambio cultural" en Arqueología Prehistórica.
En los planteamientos tradicionales, de acuerdo con la convicción de que los materiales arqueológicos tenían
un significado étnico, la desaparición de unos y la aparición de otros tenían un significado inequívoco de
ruptura, de crisis de etnicidad y de suplantación poblacional. Los últimos solutrenses habrían sido responsables
de una gran "escalada armamentística", por utilizar las expresivas palabras de Peyrony, con objeto de frenar la
"invasión" magdaleniense perpetrada desde el este de Europa. El cambio cultural, pues, se operaba
necesariamente desde fuera, se producía por estímulos externos, bien invasionistas -al fin y al cabo la Historia
mostraba algunos casos evidentes de situaciones de este tipo, como la conquista del Mediterráneo por parte de
Roma durante la República, o la expansión del Islam en los inicios de la Edad Media-, bien aculturadores,
conviniendo estos un tanto a la Europa "bárbara" del Neolítico y la Edad del Bronce en un momento en que tan
en boga se encontraban las teorías del "ex oriente lux": los dólmenes de las costas atlánticas resultaban
incomprensibles sin la arquitectura monumental de las pirámides, y la primera "cultura" metalúrgica peninsular,
de Los Millares-Vila Nova de Sao Pedro, sólo alcanzaba a explicarse en el marco de un fenómeno de
colonización por parte de mercaderes cicládicos que habían navegado hasta las orillas del oeste del
Mediterráneo.
Los arqueólogos procesualistas, sin negar la viabilidad ocasional de tales explicaciones -obligada, desde el
momento en que están acreditadas en situaciones históricas concretas-, advierten también de otras posibles
causas del cambio cultural y, sobre todo, de que éste pueda surtir efecto sin suplantación étnica, como resultado
de procesos evolutivos fundamentalmente internos. Un libro ya clásico editado por C. Renfrew, The explanation
of culture change, constituye un magnífico muestrario de "cambios en la continuidad", una casuística casi
inagotable en la que las causas pueden ser desde puramente naturales -una catástrofe sísmica, como la que
produjo la erupción del Santorín a mitad del segundo milenio a. C. en el Egeo, cercenando el desarrollo de la
civilización minoica de Los Palacios; o un simple cambio climático como el que aconsejó, también en el
segundo milenio pero ahora en el noroeste de Europa, un mayor desarrollo de las formas de vida pastoriles en
detrimento de las agrícolas previas-, a propiamente culturales, estimuladas por innovaciones económicas,
sociales y hasta simplemente alimenticias.
Hoy en día que las relaciones exteriores han recuperado parte de su crédito en la explicación del desarrollo de
las sociedades del pasado merced a la concepción de los "sistemas mundiales" de Wallerstein, es difícil sin
embargo sustraerse por completo a la tentación continuista y volver la espalda a algunos ejemplos
verdaderamente reveladores. La aparición del arado entre los grupos tardoneolíticos del este de Europa además
de ser el detonante de una revolución económica, sirvió también para poner fin a una etapa matriarcal -el
esplendor de las primitivas culturas campesinas de la "Old Europe", en las que el rol de la mujer tuvo tanto
relieve- en beneficio de otra caracterizada por la exaltación de los valores masculinos. La misma explicación
de la continuidad étnica podría aducirse en el proceso de sedentarización del hábitat y el consiguiente cambio
en el patrón de asentamiento (aparición del "castro") que se observa en los grupos del occidente de la Península
en el Bronce Final, pues muy probablemente obedeció, antes que a una inyección demográfica externa, a un
fenómeno de intensificación económica y, más en concreto, a la generalización del cultivo en hojas, alternando
cereal y leguminosas que, además de desplazar a la tradicional agricultura itinerante de rozas, produjo un
fácilmente perceptible crecimiento poblacional. Y todo hace suponer, en idéntica línea, que la espectacular
renovación de la vajilla de los grupos calcolíticos de Badén, en Hungría, respecto a la de sus predecesores no
fue consecuencia, como apuntaba originalmente Kalicz, de una penetración en el Danubio medio de poblaciones
oriundas de Anatolia y, más en general, del Egeo, sino simple resultado de la buena acogida que ciertos hábitos
alimenticios innovadores -el consumo de leche bajo múltiples formas, muy probablemente- obtuvieron en la
segunda mitad del tercer milenio en todo el sureste continental.
Ciertamente existieron en el pasado invasiones y migraciones que pueden justificar el fin de una "cultura
arqueológica" y la implantación de otra distinta; también la extensión de ciertas regularidades culturales -por
ejemplo, el éxito casi planetario del alfabeto latino- pueden considerarse resultado de procesos de difusión bien
conocidos, con frecuencia fomentados por el desarrollo del comercio. La Arqueología Procesual, nada al
margen de estas evidencias, sencillamente se plantea huir del difusionismo más reduccionista, llamando la
atención sobre la posibilidad de que el cambio cultural, además de por un agente externo, pueda venir impuesto
por factores espontáneos de las mismas comunidades afectadas, bajo la forma de reajustes en los diferentes
procesos interactivos que, siempre buscando un equilibrio, inciden en la conformación de las sociedades, de
cualquier momento y ámbito.
En fin, este fugaz recorrido por la historia de la Arqueología no ha tenido más pretensión que destacar la
existencia de un indudable denominador común entre dicha disciplina -sobre todo la Arqueología Prehistórica-
y la Antropología, insistiendo en la inevitabilidad del encuentro entre ambas, tanto si prevalece en el estudio de
la cultura el criterio historicista de Franz Boas, en el sentido de que sólo el pasado de un fenómeno cultural hace
a este inteligible, como si, siguiendo el razonamiento de Binford, consideramos que no hay más laboratorio
para interpretar culturalmente la materialidad de los documentos arqueológicos que la conducta de los pueblos
vivientes. La lectura de los desvaídos fotogramas del pasado que nos lega la actividad arqueológica sólo será
posible desde las enseñanzas de la Antropología. La proyección diacrónica de las interpretaciones de aquellos
nos proporcionará la no menos necesaria perspectiva histórica. Mas, en rigor, ni los antropólogos estudian la
cultura de los pueblos sin Historia, ni existe Historia posible que pueda permitirse el lujo de sobrevivir al margen
de las ricas y complejas visiones de la Antropología.
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