La Travesía Del Lector de Teatro (Lucrecia Labarthe)
La Travesía Del Lector de Teatro (Lucrecia Labarthe)
La Travesía Del Lector de Teatro (Lucrecia Labarthe)
Lucrecia Labarthe
Por cierto, el único consejo que una persona puede darle a otra
sobre la lectura es que no acepte consejos.
VIRGINIA WOOLF
“No se puede leer teatro.” Con esta oración comienza la obra de Anne Ubersfeld,
Semiótica teatral (1989:7). La autora explica las dificultades con las que nos encontramos
al intentar comprender textos que no han sido escritos para su consumo en forma de libro.
Al mismo tiempo, otro teórico del teatro, Jirí Vetltrusky, dice lo contrario: “Quienes
Cómo leer y por qué considera a los dramas una parte imprescindible de su experiencia
como lector (2000: 241) y les otorga un lugar relevante junto a los cuentos, las novelas y
los poemas. Ambas posiciones tienen una larga tradición, con sus partidarios y detractores,
¿Qué es leer?
responder esa pregunta (1994: 39). Para hacerlo va a recurrir a Marcel Proust, quien
reaparece en sus escritos cada vez que delibera sobre la figura del autor. Proust escribió, en
1905, un texto al que llamó justamente “Sobre la lectura”, donde recuerda el intenso placer
que le proporcionaba: “Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que
aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo
que, al parecer, los llenaba para los demás, lo rechazábamos como si fuera un vulgar
obstáculo ante un placer divino” (2006: 9). Proust también nos comunica el aislamiento
necesario para llevar a cabo esta actividad, la intimidad perfecta con el libro que suspende
al tiempo: “Ahora bien, este estímulo que la mente no puede encontrar en sí misma y que
debe venirle de algún otro, es evidente que debe recibirlo en total soledad” (43). Leyendo
no solamente nos damos satisfacción sino que, a través de ella, entrevemos los vacíos que
el libro no colma y prendemos el motor del deseo: “Somos conscientes de que nuestra
sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas
cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos” (37).
relación dual e íntima con el libro, cuando el lector se encierra “solo con él, pegado a él,
con la nariz metida dentro del libro, como el niño se pega a la madre y el enamorado se
erótica.
Barthes va identificar tres formas que puede adquirir el deseo de leer. La primera
reside en una relación “fetichista” con el texto. Se refiere al disfrute de ciertas palabras y
forma, quizás la más habitual, reside en el placer metonímico de toda narración: “el lector
se siente como arrastrado hacia adelante a lo largo del libro por una fuerza que, de manera
más o menos disfrazada, pertenece siempre al orden del suspenso” (46). Existe aquí una
ansiedad del orden del saber. El lector necesita develar las consecuencias de la trama
Hay todavía una tercera forma del placer en la lectura, que Barthes va a llamar
experimentado. Al leer, hay algo del deseo de escribir que ha atravesado al autor que nos
alcanza y nos enciende: “lo que deseamos es tan solo el deseo de escribir que el escritor ha
tenido, es más: deseamos el deseo que el autor ha tenido del lector, mientras escribía,
deseamos ese ámame que reside en toda escritura” (47). La lectura así entendida es una
producción que se eslabona en una cadena infinita, es una parte del proceso que lleva a la
Si pensamos el texto teatral desde la perspectiva que nos señala Barthes, es evidente
que podemos establecer con él una relación de lectura. Podemos leerlo en soledad, como
de sus frases y seguir con ansiedad su devenir narrativo aunque a veces sepamos de
antemano el final.
El texto teatral, sin embargo, aspira a dos lectores, los del texto y los de la
representación que, como sistema de signos, también se lee. Nos produce asimismo un
que abarca completamente al texto y por lo tanto es más que él, puesto que lo mantiene
difuminados por otros. Además, cuánto de la esfera del texto y cuánto de la esfera de la
Pensemos en una novela adaptada para ser una obra teatral o una película. Si nos
“repetición” porque sabemos que vamos a encontrar un plus significante que se perdió en el
pasaje de un lenguaje a otro, al mismo tiempo que se ganaba de otro modo. Ese misma
diferencia significante separa la obra representada de la obra leída y por eso leer teatro es
representación.
“Leer un texto teatral consiste en asistir a una representación imaginaria” dice José
Sanchís Sinisterra (1992). De acuerdo con esta visión, el lector se convertiría en un director
virtual. Para Sinisterra hay buenos y malos lectores de teatro, del mismo modo que hay
buenos y malos directores de escena. El mal lector, como el mal director, sería aquel que
sólo es capaz de imaginar, de poner en escena, la superficie y la linealidad del texto, el que
no puede figurarse un espacio escénico preciso, con límites y altamente sensorial. El buen
de signos que están funcionando, aunque el texto no los focalice o ni siquiera los mencione.
Esta propuesta de lectura de las obras de teatro implica que la representación suceda
interrelaciona todos sus saberes, se hace aquí muy activo y rico al tener que traducir
El acto lector de los textos dramáticos exigiría así una determinada concentración,
porque el diálogo tolera mal las distracciones y dificulta o impide las interrupciones y
requeriría un esfuerzo de la fantasía creadora para recrear las escenas, caracterizar a los
personajes e imaginar los espacios. Para ello deben tenerse en cuenta los dos tipos de texto
de la obra, el diálogo que mantienen los personajes y el texto espectacular, o sea las
Existe una posición contraria a esta clase de lectura, la de Jiri Veltrusky. Para él un
texto dramático depende del lenguaje como único constituyente. Como sucede en una
novela, el lector percibe el diálogo como una enunciación homogénea dirigida a él por el
autor (1990:20). Este crítico piensa en la obra dramática como un texto literario superior a
los otros géneros. En el drama estarían presentes a la vez la lírica y la trama: “el drama
logra un síntesis del lenguaje y la trama en que los dos juntos son más que cada uno por
separado” (114). Veltrusky cree que el texto dramático “predetermina” el teatro y es una
obra literaria autónoma que, como cualquier otra, se realiza suficientemente en una lectura
silenciosa: “las obras dramáticas son leídas por el público de la misma forma que los
los que creen que el texto espectacular “se reduce” al texto dramático, encontramos a
Marcello Pagnini que considera que el texto contiene una estructura profunda respecto de la
superficial del espectáculo y Alessandro Serpieri que piensa que el texto espectacular se
encuentra “ya legible de algún modo dentro de las formas de la enunciación dramática”.
Anne Ubesfeld dice al respecto que la actitud que privilegia al texto literario como lo
primordial del hecho teatral corre el peligro de fijar el texto, de sacralizarlo hasta el
representación (1989: 14). En la vereda opuesta, autores como Zich, Ruffini, Pavis o De
escénica” (Zich, 1987: 43). Para los que optan por el rechazo, a veces radical, del texto,
que quería un retorno a una sociedad más primitiva en la que la magia y los mitos tuvieran
una presencia viva y fundamental. Artaud creía que el texto había sido un tirano del
significado, y por eso proponía un teatro de los sentidos, hecho de gestos, danza y música.
Escribió: “Un teatro que subordine al texto la puesta en escena es un teatro de idiotas, de
Nuestra opinión es que existen, en el interior del texto teatral, las semillas, los
núcleos, de su “representatividad”,
Según García Barrientos: “Si se puede leer La vida es sueño como se lee una novela
o leer El caballero de Olmedo como se lee un poema, será a costa de renunciar a una
lectura sin duda mejor, a costa de no leerlos como lo que son sobre todo, genuinamente:
dramas extraordinarios, sobresalientes obras de teatro. O pasando del tipo al género, claro
está que se puede leer Edipo rey como un policiaco y Agamenón como una pulp fiction.
¿Pero vale la pena? ¿No será preferible leerlos como tragedias, que es además sin lugar a
El texto teatral, como el literario, posee una materia de expresión lingüística, con
una estructura lineal, que supone en el lector una capacidad de organización en espacio y
del aspecto físico o del pasado amoroso de personajes que se encuentran perfectamente
por ejemplo en La habitación de Pinter, en la primera escena, Rose le habla a Bert mientras
éste desayuna: ¿durmieron juntos?, ¿quién se levantó antes?, ¿uno despertó al otro?, ¿están
sentido que bordea el texto y que darán origen a los signos de la representación.
fantástica que ésta pueda ser. Volviendo a Barthes: “comúnmente se admite que leer es
decodificaciones, ya que la lectura es, por derecho, infinita, retirando el freno que es el
sentido, poniendo la lectura en rueda libre (que es su vocación estructural), el lector resulta
ya no descifra, sino que produce, amontona lenguajes, se deja atravesar por ellos infinita e
este derecho universal que tenemos como sujetos de ser nuestra propia travesía.
Bibliografía
BARTHES, Roland. El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1994.
BLOOM, Harold. Cómo leer y por qué. Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2000.
GARCIA BARRIENTOS, José Luis. Cómo se comenta una obra de teatro. Ciudad de
PROUST, Marcel. Sobre la lectura. Buenos Aires: Ediciones del Zorzal, 2006.
SANCHÍS SINISTERRA, José. “Lectura y puesta en escena” en Revista Pausa, Nº 11, 1992.
VELTRUSKY, Jíri. El drama como literatura. Buenos Aires: Editorial Galerna, 1990.
ZICH, Otakar. Estética del arte dramático. Barcelona: Alta Fulla, 1987.