Maristany - Album de Familia PDF
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Hace casi dos décadas Leonor Arfuch partía del análisis de una obra del
artista francés Christian Boltansky, Álbum de la familia D., expuesta por
entonces en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y
desembocaba en una reflexión sobre lo que significa la fotografía en el
contexto argentino de la desaparición. Su trabajo planteaba un giro en la
manera de concebir las imágenes en esta situación particular donde
persiste un “reclamo no acallado” y las colocaba en el vértice de una
interrogación: “¿qué desean esas imágenes, dispersas y recurrentes de
nuestro álbum de familia colectivo? ¿qué nos piden?” (“Álbum” 11). La
propuesta de Arfuch resulta curiosa y sugerente pues instala el poder de
las imágenes “no en la atracción de lo que ofrecen sino en lo que piden, en
1
lo que les falta” (11; énfasis en el original). De ese modo, las fotografías de
los desaparecidos vendrían a instaurar un diálogo incesante con el
presente, y toda la sociedad resultaría así interrogada a cada momento
desde aquella orilla brumosa del pasado.
Las fotografías, en sus diferentes ocurrencias y formatos, entre ellas,
las tomadas del ámbito privado del álbum familiar, han ocupado un lugar
obras que me propongo analizar. Pero en primer lugar, esas imágenes son
disparadores del recuerdo y la memoria – imposibles de recuperar muchas
veces – esto es, del relato que pone como punto de partida el retrato de los
protagonistas. En testimonios, autoficciones, biografías y diversas
narrativas ficcionales de esta generación de posdictadura, hay una
constante referencia a la fotografía como soporte de la memoria al
momento de reconstruir una narración de vida en la que se pone en juego
la propia identidad fracturada por una ausencia parental o aún, expropiada
al ser borrados los orígenes filiatorios verdaderos, como es el caso de los
niños que fueron mantenidos en cautiverio por sus apropiadores.
Lo que me interesa analizar en este trabajo es el uso de la fotografía en
lo que voy a denominar como relatos “auto/biográficos” de las hijas de
víctimas del terrorismo de Estado, tanto en su versión reproducida, e
incorporada en una especie de montaje en el cuerpo del texto, como en la
forma mediatizada, a través de una descripción de su contenido, pero en
todo los casos como objeto “mágico”, al que se aferra la memoria para
reconstruir, a partir de ese instante congelado, toda una historia de vida
4
familiar. Las fotos circulan de texto en texto, y forman una especie de
“álbum de familia” en el que los lazos de sangre son reemplazados por la
condición que los une: esa falta que vienen a reponer, como una prótesis
siempre insuficiente, las imágenes nítidas o borrosas de quienes ya no
pueden dar cuenta de ellas en primera persona. La idea de álbum
fotográfico en el contexto de la violencia estatal que invadió el ámbito de lo
privado, evoca lo trágico, “una fractura irreparable de las genealogías que
no se salda con el paso del tiempo y las generaciones” (Arfuch, “Álbum” 11).
En los últimos años, se han publicado en Argentina numerosas obras
escritas por autore/as pertenecientes a la generación de los hijos de
quienes participaron de los movimientos revolucionarios y, luego, fueron
víctimas del terrorismo de Estado en los años 70; en muchas de ellas, la
escritura vuelve sobre la experiencia traumática de la desaparición de los
progenitores y del ocultamiento de la verdad y adopta una serie de matices
que la diferencian de aquella producida por las víctimas sobrevivientes o
por autores que fueron testigos contemporáneos de estas situaciones
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traumáticas. De esta constelación de obras, que se instalan en un espacio
discursivo que va de la ficción a los registros más testimoniales, voy a
abordar tres que fueron publicadas en los últimos años y con las cuales es
posible armar un corpus por el aire de familia que presentan: Diario de una
Princesa Montonera –110% Verdad– de Mariana Eva Pérez (2012); ¿Quién te
creés que sos? de Ángela Urondo Raboy (2012) y Aparecida de Marta Dillon
6
(2015).
Antes de avanzar, y para disponer de una mirada más amplia y en al-
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rica que adoptan estos relatos. Los llamo “auto/biográficos” pues todos
ellos participan de una doble naturaleza en relación con esos géneros
canónicos: por un lado, es evidente la necesidad de generar una “narrativa
vivencial” en la cual la escritura sea soporte de una identidad, la de la
autora-narradora-protagonista, que se va configurando en la trama textual,
en una narración que buscar restablecer los lazos filiales destruidos por la
violencia del terrorismo de Estado. Por el otro, son también biografías ya
que para esa construcción es preciso reponer la historia de los
progenitores, desde su infancia y adolescencia hasta el momento de su
asesinato o desaparición. En este sentido podríamos incorporar estos tres
textos en lo que Leonor Arfuch ha denominado el “espacio biográfico”
(Espacio), que incluye las diferentes maneras en que las vidas “reales” se
narran en diversos formatos retóricos y soportes tecnológicos, que van de
la autobiografía clásica a la entrevista periodística o del diario íntimo al
weblog en Internet. Esta útil conceptualización surge
del intento por superar los límites – las fronteras – de los géneros auto/biográficos
canónicos para abarcar la multiplicidad de formas y géneros – mediáticos,
audiovisuales, cinematográficos, teatrales – en los cuales se despliega actualmente
la narrativa vivencial, con una gran diversidad retórica respecto de sus ancestros
del siglo XVIII y una aparición que desafía cada vez más el umbral, nunca nítido,
entre público y privado. (Arfuch, “Cronotopías” 249; énfasis en el original)
Veremos que dos de estos textos fueron inicialmente blogs que tuvieron
sus autoras como modo de ir dejando registro de un proceso ligado
estrechamente al develamiento de ciertos hechos decisivos relacionados
con sus orígenes y sus primeros años de vida.
Héctor Vezzetti, en una clasificación que resulta ordenadora de la
inmensa proliferación de abordajes teóricos sobre políticas de la memoria
del terrorismo de Estado, distingue cinco tipos: 1) la memoria de los
crímenes y de los criminales, necesaria para establecer la verdad “jurídica”
de los hechos y juzgar a los responsables, y que se sirve de los testimonios
de los sobrevivientes; 2) la memoria familiar, de vínculos afectados por esa
ofensa moral; una memoria asociada a los procesos de duelo, y a la
búsqueda de los niños apropiados; 3) las memorias de grupos que
reafirman identidades y afiliaciones del pasado, desde el lugar del
militante revolucionario, pero también desde el relato de la “guerra
antisubversiva”; 4) la memoria intelectual ligada a saberes e
investigaciones históricas; y por último, 5) la memoria pública, política, a
cargo del Estado, que discute ese pasado desde tradiciones, valores y
afiliaciones específicas y combina o traduce todas las demás (4).
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su madre, Paty, quien estaba embarazada. Horas más tarde la dejaron con
la familia paterna. A su padre José lo secuestraron en Martínez, el mismo
día y el mismo grupo de tareas. Ambos aún permanecen desaparecidos.
Pérez forma parte de la agrupación H.I.J.O.S. en la que milita desde la
adolescencia.
Ya desde el título, se instaura un registro paródico y humorístico que
va a atravesar todo el testimonio: las famosas Memorias de una princesa
rusa, versión femenina del Marqués de Sade, pieza clásica de la literatura
erótica y fuente de fantasías sexuales para muchas generaciones de
hombres, deviene en este diario de una Princesa Montonera, que promete
11
un plus de verdad, más acentuado que cualquier otro testimonio. Ese
agregado pone en alerta y condiciona por su propio absurdo el pacto de
veracidad que podríamos establecer como lectores de una obra
autobiográfica: “Ustedes saben que mi diario es mayormente ficción…”
(133), dice en algún momento la narradora quien escamotea, a lo largo de
todo el diario, bajo el nombre de Princesa Montonera, su verdadero
nombre, como así también los apellidos de sus padres.
La obra de Pérez fue originalmente un blog que tuvo la autora y
mantiene, en su versión édita, el formato de ese tipo discursivo virtual:
fragmentos que van relatando distintos momentos en la vida de la
narradora protagonista y que conforman una especie de mosaico
12
autobiográfico de esta hija de desaparecidos. Las entradas del diario
llevan títulos, pero no se consignan fechas, lo cual contribuye a una cierta
superposición de planos temporales que desbarata la sucesión cronológica
propia del género. Distintas alternativas de la vida cotidiana de la autora
en el tiempo de escritura del blog se mezclan con sueños, correos
electrónicos, fotografías, letras de tango, avisos de alquiler. A partir de esos
fragmentos se puede reconstruir un recorrido vivencial que va desde la
adolescencia de la hija y tiene como objetivo conocer su propia historia,
encontrar a su hermano nacido en cautiverio y luego apropiado, y la
historia de sus padres, las cuales se van armando a partir de un entramado
caótico en el que se mezclan nombres, lugares, épocas, fotografías, sueños.
Así, será central su paso por una agrupación de derechos humanos, el
reencuentro con su hermano y con amigos y compañeros de militancia de
sus padres; la participación en diversos eventos y homenajes; su asistencia
a los juicios a los responsables por el secuestro y desaparición de sus
progenitores en la ESMA…
Lo que llama la atención como rasgo disruptivo de la obra es el tono
lúdico e irónico que atraviesa toda la narración. Esto se inicia con la forma
desprejuiciada e irreverente de hablar de la militancia de los propios hijos
de desaparecidos y produce una ruptura con otras formas de puesta en
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Mandá TEMITA al 2020 y participá del fabuloso sorteo. “Una semana con la
Princesa Montonera”. Ganá y acompañala durante siete días en el programa que
cambió el verano: ¡El Show del temita! … El Temita: audiencias orales, homenajes,
muestras de sangre, proyectos de ley, atención a familiares de la tercera edad y
militontismo en general. (39)
El regalo de Site [el vestido que fue de su madre] me pesa. Hasta que pienso que soy
vintage, soy la niña-vieja criada por los abuelos, la que teje crochet, la que dice:
entre pitos y flautas se hicieron las doce, y no es un chiste, la custodia de fotos,
cartas, libros, platos, copas, tantas cosas, demasiadas, pero mías. Y esto es lo que
hago con todo eso: tomar lo que me gusta, transformarlo, hacer de eso heredado
algo propio. (165)
… Martín sostiene en brazos a un bebé. Paty estira el cuello hacia atrás y hacia un
lado para verle la cara. Ella está en el centro de la foto, Martín está cortado. Esa foto
me perturba. Porque en esta perspectiva desde abajo, veo mi cuello, mi sonrisa y mi
nariz en Paty. Y por ese bebé que no soy yo, que no es ningún hijo nacido de Paty y
Martín, pero podría ser. (169)
Casa Cuna de esa ciudad y luego entregada por la justicia a los familiares
maternos.
La “auto/biografía” está estructurada en tres partes. La primera,
“Documentos (palabras inapelables)”, incluye, entre otros, un testamento
manuscrito del propio Urondo, una carta de Alicia Raboy a su madre y
hermanos, dos fotografías, notas periodísticas, transcripciones de actas
policiales labradas con motivo del supuesto “enfrentamiento armado” en el
que murió Urondo, las versiones de Rodolfo Walsh y de Horacio Verbistky
sobre el asesinato de su compañero, copia de artículos periodísticos,
transcripciones de los testimonios brindados en el juicio que se desarrolló,
treinta y cuatro años después, contra los acusados por el asesinato del
escritor y el secuestro y desaparición de su pareja Alicia. La segunda parte,
“Crónicas (palabras para afuera)”, comprende la narración en primera
persona de la autora, acerca de cómo descubre su verdadera identidad, el
conflicto con la familia materna que la crió pero, al mismo tiempo, le
cambió el apellido paterno por el de su madre y le ocultó durante casi
veinte años toda la verdad acerca la muerte de su padre y desaparición de
su madre, y el proceso que la llevó a solicitar un proceso de “desadopción”
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para recuperar su verdadero nombre y filiación. Asimismo, esta crónica
incluye el relato de su acercamiento y toma de distancia con la agrupación
H.I.J.O.S. a mediados de los 90 por diferencias en la manera de aludir a la
militancia de sus padres. Esta segunda parte aparece compuesta de
fragmentos breves que no siguen un orden cronológico definido: van del
tiempo presente de la escritura a la evocación de la historia familiar de la
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madre. Por último, la tercera parte, “Conclusiones (palabras interiores)”,
se aleja del formato “crónica” y resulta la más “literaria”, casi introspectiva
e incluye poesías, poesías en prosa, narraciones de sueños, reflexiones,
misceláneas. Se agrega una muy breve cuarta parte, “Correspondencia
(palabras nuestras)”, una carta de Ángela dirigida a sus padres, Francisco y
Alicia.
En las primeras páginas se incluyen dos fotografías de la autora bebé
junto con su madre en una de ellas, y con su padre en la otra. En esta
última vemos solamente el bigote, la boca y el mentón del rostro de
Urondo, quien está sentado y tiene sobre su falda a una Alicia de unos
pocos meses. Como dice la autora, no existe ninguna fotografía de ellos tres
juntos, “este es nuestro mejor retrato familiar” (16). En el apartado
siguiente, que lleva por título “Fotografías”, la autora cuenta que tiene
cuatro fotos con su madre, una a colores y las restantes en blanco y negro;
y aporta datos sobre las fotos en las que está junto a su padre y que ha
recuperado recién a los 35 años. En ese momento, Urondo había pasado a
la clandestinidad y no dejaba que lo fotografiaran: “Mi hermano,
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desobedeciendo la norma, tomó esas dos fotos que son las únicas en las
que estamos papá y yo juntos ... En ambas papá sale a media cara” (18).
¿Cómo funcionan las fotografías en este relato y qué señal puede
darnos su utilización acerca de la manera en que la autora aborda la
memoria por vía de la escritura? El álbum familiar aparece al comienzo
ocupando un espacio en blanco que ha sido definido por el silencio que
durante años la familia que adoptó a Ángela mantuvo, en particular, sobre
la figura del padre: “Papá, en cambio, era un verdadero secreto, mayúsculo,
sin medias tintas y con todas las letras, tan secreto que no existía un solo
dato de él” (140). Aún las fotografías en las que la hija aparece con su padre,
y que se recuperan como un tesoro, están incompletas: el rostro del padre
está cortado, no se ven sus ojos. La clandestinidad del padre se materializa
en esa falta, en ese rostro que no se puede identificar.
En una poesía incluida en la tercera parte de la obra, titulada
“Incompleto”, Ángela utiliza dos sentidos corrientes de la palabra “álbum”
para reflexionar sobre los comienzos que no se pueden reconstruir porque
han sido “robados”, y en este caso, el inicio de su propia vida. El álbum de
fotografías es reemplazado por el álbum de figuritas que los niños
coleccionan e intercambian entre ellos para completar – ese es el desafío y
la promesa de un premio – cada uno de los espacios vacíos:
A mi álbum / le faltan un par de figuritas. / Pensé que las tenía todas, pero no /
faltan unas viejas, del principio. / Me había dado cuenta de nada, hasta que un día, /
al fondo de una cartera vieja, apareció / este bollito todo aplastado y amarillo / que
era de mi álbum. Yo lo reconocí enseguida / Lo habían arrancado de cuajo con tanta
prolijidad / que nunca pude notar su ausencia (196)
Esta estrofa intermedia sirve para operar el salto de uno a otro sentido de
la palabra “álbum”, del fetiche infantil, al registro en imágenes de la vida
familiar y, de allí, al propio relato de los orígenes sobre el que se puede
erigir una subjetividad: “Convencida de que todas las historias / tenían
principio abierto, me pareció normal empezar / sin prólogo y por la
décima hoja. Y las / primeras páginas, llenas de espacios vacíos” (196).
Si el relato autobiográfico, y la propia identidad, requieren construirse
a partir de un origen certero, en este caso son arenas movedizas sobre las
que se intenta marcar el punto inicial de una vida. Una historia “con
principio abierto” desafía la posibilidad de narrar la propia experiencia y
erigir la identidad, puesto que hay versiones diferentes y enfrentadas de
esos orígenes: una versión oficial y otra que se conoce mucho después y
viene a cuestionar la veracidad de ese relato. Sin embargo, la escritura se
propone completar esos espacios vacíos de las primeras páginas del
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matanza alrededor, que por alguna razón se sentiría a salvo, que no sabía
exactamente lo que le podía pasar” (175; énfasis en el original) – no porque
pusiera en peligro a sus hijos, sino porque, al contrario, la hija, a sus diez u
once años, no percibió en ningún momento una situación de riesgo. La
imagen de esa mujer ausente se recupera como madre y mujer y se exalta
la energía y la capacidad para militar, amar y ocuparse de sus hijos y el
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“deseo”, entendido en términos deleuzianos, como aquello que movía sus
actos: “Ahora creo que puedo sentir su cansancio, la cantidad de energía
que debería desplegar para mantener amarrado todo lo que quería, para
atravesar cada día sin dejar que se filtrara el miedo. Porque si ella lo sintió,
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yo apenas me di cuenta” (176). No es una figura de mártir la que se
intenta reponer: “Yo no creo que ella haya dado la vida” (176), dice la hija,
negando de este modo un acto de arrojo suicida. Negar el instinto suicida
de la madre al no ser más precavida en los meses anteriores a su secuestro
no implica falta de compromiso de su parte sino, por el contrario, permite
acentuar el peso en una forma de persecución insólita, un arrebato brutal,
cargado de máxima violencia que se traduce en el asesinato reconstruido
en distintas partes del relato. No hay reproche por algún tipo de abandono
ni evaluación crítica del papel jugado por la “Orga” en lo ocurrido. La
perspectiva desde la que se trae al presente la figura materna es
esencialmente la del espacio doméstico, espacio que requiere una
organización que muchas veces se invisibiliza. No es tanto la militante
aguerrida que vuelve como la mujer que busca sus hijos a la salida de la
escuela y juega con ellos sobre la cama planteando “cómo ser madre
cuando se palpita la posibilidad del abandono” (181).
No hay fotografías en el cuerpo del texto, pero sí en la tapa: una figura
femenina de cuerpo entero y de espaldas en bikini sobre la playa; y en la
contratapa, esa misma figura, en el mismo escenario, gira la cabeza y mira
a la cámara, mientras se aleja caminando sobre la arena. La foto podría ser
una vieja diapositiva de las que se tomaban en los años 60, y exhibe sobre
su superficie todo el desgaste que ese soporte visual puede sufrir al cabo
de los años: rayas, punteados, manchas. La referencia indica “archivo
familiar”. Luego sabremos que esa es la madre “aparecida” y que la foto
está tomada en alguna playa del Uruguay.
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Luego de un epígrafe de Hélène Cixous, lo primero que leemos es uno
de esos breves capítulos y allí se alude a una fotografía en la que están
madre e hija:
Frente a mí hay una foto de mi mamá conmigo. Estamos tendidas sobre la arena,
apenas se ve la espuma del mar en un ángulo. Ella tiene la cara tapada por el pelo, a
mí sólo se me ve la nuca y su mano enredada en mis rulos. No sé cuántos años
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puedo tener en la foto, puedo decir que su codo se apoya justo en el nacimiento de
mi espalda y sus dedos se pierden en mi pelo. ¿Qué edad hay que tener para que el
antebrazo de tu madre tenga la exacta medida de tu torso? (11)
¿La encontraron? ¿Qué habían encontrado de ella? ¿Para qué quería yo sus huesos?
… Esquirlas de una vida. Destello marfil que desnudan las aves de carroña a campo
abierto. Ahí donde se llega cuando se va a fondo, hasta el hueso. Lo que queda
cuando todo lo que en el cuerpo sigue acompañando al tiempo se ha detenido, la
hinchazón de los gases, el goteo de los fluidos, el banquete de la fauna cadavérica, el
ir y venir de los últimos insectos. Después los huesos. (33)
DE FOTOS Y LEGADOS
Estas son solo tres obras que habitan un espacio discursivo densamente
poblado, en un espectro que va de los registros autoficcionales a las
narraciones de las vidas “reales” y en el que los artistas de esta generación
de hijos e hijas van construyendo sus propias historias, a partir de modos
de apropiación singulares de ese pasado que viene modelado por el
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cúmulo de historias de quienes sobrevivieron al terrorismo de Estado.
Sin embargo, aquí se amplía la lista de víctimas y sobrevivientes: los bebés
y los niños también fueron protagonistas en esta historia y vienen ahora a
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ofrecer sus propias versiones. El álbum familiar les concede una matriz
sobre la cual desarrollar sus relatos dentro del “espacio biográfico”. Allí, en
esas imágenes, se vuelven visibles los cuerpos y los rostros que han sido
arrebatados y, por esa razón, no pueden ser ignorados por ninguna de
estas obras en las que se escribe tardíamente una novela familiar. Desde
allí, desde esa otra orilla, las fotos siguen enunciando un reclamo no
acallado, señalado por Arfuch, interpelando a sus descendientes. Como
señala Joël Candau:
Los herederos de una memoria del horror se esfuerzan por recoger los fragmentos
de sus historias familiares y por reconstruir así una memoria que les permita, tal
vez, librarse de un sentimiento frecuente de culpabilidad: de ser culpables “de no
estar a la altura de los seres desaparecidos e idealizados”, culpables de no ser
felices, culpables de olvidar a veces la tragedia ... Trágica o ignominiosa, la
ascendencia golpea así, de manera diferenciada pero siempre muy poderosa, la
memoria genealógica de un individuo o de un grupo y, por lo tanto, su identidad.
(151)
Leer los usos que cada texto hace de los registros fotográficos puede ser
una manera de comprender proyectos de escritura singulares que, sobre el
fondo común de la violencia y la desaparición, y de la militancia en los
organismos que agrupan a los hijo/as, apuntan a recomponer una memo-
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ria que transita entre lo privado y lo público, entre los lazos rotos de la
afectividad doméstica y familiar, y aquellos otros que se tienden en las
luchas colectivas por la memoria.
NOTAS
1 La autora toma esta idea de un artículo de W.J.T. Mitchell aparecido ese mismo
año y que lleva como título “¿What Do Pictures Really Want?” (“Álbum” 11).
2 “¿Acaso el álbum no es el cronotopo más rotundo y reconocible de nuestra
identidad?”, se pregunta Arfuch (“Álbum” 8). Si bien la idea de álbum remite a
una estructura necesariamente discontinua y fragmentaria, con fotos
mezcladas e incluso desconocidas, que han perdido su anclaje temporal
preciso, su existencia supone, no obstante, la narrativa de una historia familiar
en la que se inserta la propia fábula personal de cada uno de sus integrantes.
3 Celina Van Dembroucke (2013) realiza un análisis detallado de estos
recordatorios a partir de dos hipótesis que guían su lectura: “La fotografía
carnet publicada en el recordatorio actúa a modo de tumba provisoria de un
duelo que es, a su vez, infinito; … estas fotografías no están confinadas a la
representación de quienes retratan, sino que han adquirido un peso simbólico
por el cual un solo rostro tiene el poder de representar a todas las víctimas que
se cobró la represión estatal de la década del 70 en la Argentina” (120).
4 Es importante pensar a estas hijas como víctimas ellas mismas de ese
terrorismo para no mitigar la tragedia y el trauma que estas situaciones
provocaron. En el caso de Ángela Urondo Raboy, una de las autoras cuya obra
voy a analizar, su testimonio demuestra con claridad que, siendo un bebé de
pocos meses, fue secuestrada y estuvo en cautiverio durante varios días. En los
otros casos, también se podría hablar de “víctimas” por las consecuencias que
tuvieron en sus vidas familiares la desaparición de sus padres. Si hablo de
“hijas” es para señalar tanto la diferencia generacional como aquella de
género, que van a incidir en la forma de escribir el trauma.
5 Un breve listado incluiría: La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba; 76
(2007) y Los topos (2008) de Félix Bruzzone; Soy un bravo piloto de la nueva
China (2011) de Ernesto Semán; Una muchacha muy bella (2013) de Julián
López; Diario de una princesa Montonera (2012) de Mariana Eva Pérez; ¿Quién
te creés que sos? (2012) de Ángela Urondo Raboy; y Aparecida (2015) de Marta
Dillon. A este corpus “literario”, habría que agregar un número importante de
películas, documentales, performances, obras de teatro, etc. Algunas de ellas,
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como La casa de los conejos y la obra de teatro Mi vida después de Lola Arias,
son abordadas en Maristany.
6 Hay dos factores para pensar en la emergencia de esta serie de “relatos
auto/biográficos”. Por un lado, la derogación de las Leyes de Impunidad en el
Congreso de la Nación en el año 2003 permitió la reapertura de las causas que
investigaron el terrorismo de Estado en el marco del delito de genocidio y la
posterior Declaración Judicial de Nulidad en el año 2005 que declaró la
inconstitucionalidad de la leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Este
marco legal e institucional, es lo que permite llegar a la verdad sobre la propia
identidad (Urondo Raboy), la de familiares como hermanos apropiados
(Pérez) y sobre el destino de las víctimas (Dillon), puntos de arranque de las
tres narrativas aquí analizadas. Esa dinámica judicial, con sus testimonios y
audiencias públicas, forma parte de las narraciones autobiográficas de cada
una de las hijas. Por otro lado, también sería importante un dato empírico
como la llegada a la edad adulta de las autoras, que pueden comenzar a
recordar y a evaluar sus propias experiencias militantes en los movimientos
de derechos humanos y, en especial, en la agrupación H.I.J.O.S. que dio voz a los
reclamos de esta nueva generación de jóvenes y que impuso como uno de los
métodos de la sociedad civil para luchar contra el olvido y la impunidad de
aquellos años, el “escrache” por medio del cual se identificaba y señalaba a
quienes habían participado del terrorismo estatal.
7 Los testimonios analizados por Nofal son: Recuerdos de la muerte (1984) de
Miguel Bonasso; The Little School, Tales of Disappearance & Survival (1985) de
Alicia Partnoy; Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina
(2001) de Pilar Calveiro; El tren de la victoria. Una saga familiar (2003) de
Cristina Zuker; Montoneros. La buena historia (2005) de José Amorim; Monte
Chingolo. La mayor batalla de la guerrilla argentina (2003) de Gustavo Plis-
Sterenberg; y Fuimos soldados. Historia secreta de la contraofensiva montonera
(2006) de Marcelo Larraquy.
8 Tal vez, del corpus reunido por Nofal sea el texto de Cristina Zuker, El tren de
la victoria (2003), uno de los que preludia y se acerca al formato de los textos
“auto/biográficos” que estamos abordando; el relato familiar en este caso, ya
no se arma desde el lugar de “hija” sino como “hermana” de un militante
secuestrado y asesinado en 1980: “El lector recorre las páginas de un álbum de
fotografías; las personas que se representan son parientes y amigos jugando
un rol particular en la vida de los protagonistas” (Nofal 252).
9 Me refiero al corpus mencionado en nota 5. Casi todas las obras allí incluidas
contienen la fotografía como tópico o como procedimiento formal para hablar
de los desaparecidos.
10 En su estudio ya clásico, LaCapra distingue entre escribir el trauma y escribir
acerca del trauma y recupera para la primera modalidad discursividades que
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OBRAS CITADAS