Historia Del Tribunal Del Santo Oficio de La Inquisicion en Chile
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Historia Del Tribunal Del Santo Oficio de La Inquisicion en Chile
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José Toribio Medina
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Título original: Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile
José Toribio Medina, 1890
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Prólogo
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primeras indagaciones y remitían en seguida el expediente a Lima, donde se seguía y
fallaba el proceso y se aplicaban las penas.
Fue pues una novedad para su tiempo el discurso pronunciado por don Benjamín
Vicuña Mackenna en agosto de 1862, al incorporarse a la Facultad de Humanidades
de la Universidad de Chile, acerca de Lo que fue la Inquisición en Chile.
Escrito sobre la base de documentos inéditos, compulsados poco antes por el
autor en el archivo de la Tesorería General de Lima, referíase este discurso a una
grave y larga cuestión suscitada entre el comisario del Santo Oficio, don Tomás Pérez
de Santiago, sobrino del obispo Pérez de Espinosa y tan tieso y tenaz como él, con el
Cabildo Eclesiástico, primero, y con el obispo don Gaspar de Villarroel y la Real
Audiencia, después, con motivo del embargo de unos bienes pertenecientes a la
testamentaría del comerciante don Pedro Martínez Gago, que debía unos dos mil
pesos al judío Manuel Bautista Pérez, condenado a la hoguera en el auto de fe del 23
de enero de 1639, con que terminó el proceso llamado de «la complicidad grande», la
mayor iniquidad cometida por la Inquisición de Lima.
No quedaba bien parado el Santo Oficio en estas páginas de Vicuña Mackenna,
que luego se publicaron en un folleto; y en su defensa salió, cinco años después, en
1867, el prebendado don José Ramón Saavedra, quien, en un trabajo más extenso,
pretendió a su decir, «trazar el panegírico» de aquel Tribunal. A sus argumentos
respondió Vicuña publicando a mediados del año siguiente, en El Mercurio, bajo el
título de Francisco Moyen o lo que fue la Inquisición en América; cuestión histórica
y de actualidad, una relación circunstanciada del proceso seguido en Lima, a
mediados del siglo XVIII, contra un francés que, en viaje a Lima desde Buenos Aires,
había sido denunciado en Potosí como hereje, sobre la base de sus propias
declaraciones, formuladas en el trayecto a los que hacían camino con él. Escribió
Vicuña su relación a la vista de los expedientes originales, existentes en la Biblioteca
Nacional de Lima.
Publicado en un libro el mismo año de 1868, este trabajo dio origen a una
polémica por los diarios con el mismo prebendado Saavedra y con el periodista don
Zorobabel Rodríguez, que defendían la Inquisición, sin rectificar, empero, los datos
revelados por Vicuña Mackenna. «Mientras el señor Saavedra —escribía Rodríguez
— habla de la Inquisición en general y de la española en particular, el señor Vicuña
habla de la Inquisición de Lima en general y del proceso de Francisco Moyen en
particular». «La historia de Francisco Moyen —agregaba— no será nunca más que la
historia de Francisco Moyen; pero jamás la de la Inquisición de Lima; mucho menos
la de la Inquisición de América y muchísimo menos todavía la de la Inquisición
española».
Tenía razón Rodríguez: la historia de la Inquisición en América era entonces casi
del todo ignorada. De la de Lima y de Chile, además de las investigaciones de Vicuña
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Mackenna, no existía sino el libro publicado por don Ricardo Palma en 1863 con el
título de Anales de la Inquisición de Lima. Sólo algunos años más tarde, en 1876, el
coronel Odriosola reprodujo en el tomo VII de sus Documentos Literarios del Perú,
algunas de las antiguas relaciones de autos de fe, tomándolas de impresos de ocasión
casi desconocidos por su rareza.
En realidad, los escritos de Vicuña Mackenna bien poco decían de la Inquisición
en Chile: el discurso narraba las incidencias de un conflicto en que se enredó un
comisario del Santo Oficio, por cuestión de intereses, y el proceso del francés
ninguna relación tenía con nuestro país.
Así se explica que don Miguel Luis Amunátegui, en los tres tomos de Los
Precursores de la Independencia de Chile, no hiciera mérito de la Inquisición al
diseñar con obscuros caracteres el régimen colonial, y que don Diego Barros Arana
no le dedicara algunas páginas en los siete tomos de su Historia General de Chile
(publicados en los años 1884 a 1886), que llegan hasta los sucesos de 1808.
II
Reanudadas en 1883, por el tratado de Lima, las relaciones diplomáticas de Chile con
España, que estaban rotas desde la guerra de 1866, fue designado Ministro
Plenipotenciario ante el Gobierno de Su Majestad Católica, el vicealmirante don
Patricio Lynch, que acababa de volver del Perú, donde se había desempeñado con
brillo como jefe del ejército de ocupación, y a insinuación suya se nombró, por
decreto de 22 de septiembre de 1884, como secretario de la legación, a don José
Toribio Medina.
Aunque Medina había ocupado años atrás, desde 1874 a 1876, un puesto análogo
en nuestra legación en el Perú, al aceptar el nuevo empleo no lo animó el propósito de
perseverar en la carrera diplomática, sino el de aprovechar su permanencia en la
madre patria para continuar sus investigaciones acerca del período colonial, a fin de
escribir más tarde una historia de Chile sobre amplia base documental. Ya como fruto
de anteriores estudios y peregrinaciones por los archivos y bibliotecas del país, del
Perú y de Europa, tenía publicadas al respecto dos obras de importancia fundamental:
la Historia de la Literatura Colonial de Chile (tres vols., 1878) y Los Aborígenes de
Chile (1882).
Por la considerable importancia que los estudios realizados por Medina y la
documentación traída por él a su regreso en 1886, tuvieron para sus futuras
publicaciones y han seguido teniendo para los trabajos de los historiadores que han
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venido después, se ha dicho que este viaje es «el punto de partida de la renovación
más trascendental de nuestra literatura histórica».
Luego después de su llegada a España visitó Medina por primera vez el histórico
castillo de Simancas, pequeña aldea de origen romano, situada en la falda de una
colina que baña el río Pisuerga, a doce kilómetros de Valladolid. En este castillo,
construido en la Edad Media y destinado a archivo en 1540, se guardan los más
preciosos documentos de la historia de España. Entonces existían habilitadas para el
archivo cincuenta y una salas, con ochenta mil legajos y muchos millones de
documentos. «En verdad —decía Medina— no tiene rival en el mundo». Antes que
él, habían ido allí, con propósitos de estudio, sólo dos chilenos: don Diego Barros
Arana y don Carlos Morla Vicuña.
«Cuando a fines de 1884 penetraba en el monumental archivo que se conserva en
la pequeña aldea de Simancas —escribe Medina—, estaba muy lejos de imaginarme
que allí se guardaran los papeles de los Tribunales de la Inquisición que funcionaron
en América, ni jamás se me había pasado por la mente ocuparme de semejante
materia. Comencé, sin embargo, a registrar esos papeles en la expectativa de
encontrar algunos datos de importancia para la historia colonial de Chile; y, al mismo
tiempo que vi coronados mis propósitos de un éxito lisonjero, fuime engolfando poco
a poco en su examen, hasta llegar a la convicción de que su estudio ofrecía un campo
tan notable como vasto para el conocimiento de la vida de los pueblos americanos
durante el gobierno de la metrópoli. Pude persuadirme, a la vez, que cuanto se había
escrito sobre el particular estaba a enorme distancia de corresponder al arsenal de
documentos allí catalogados, al interés y a la verdad del asunto que tenía ante mis
ojos».
Esos papeles se encontraban en un aposento subterráneo, lóbrego y húmedo,
llamado el Cubo del Obispo o de la Inquisición.
Se abrió así para Medina un nuevo campo de investigación, no soñado por él
hasta entonces, que lo llevó a extender sus trabajos, por primera vez, a toda la
América española y aun a Filipinas; sendero en el cual había de proseguir,
abandonando su antigua aspiración de escribir la historia de Chile.
El primer libro que publicó, de vuelta a Chile, después de ordenar sus apuntes y
sus copias, fue la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima
(dos tomos, 1887), y tres años más tarde la Historia del Tribunal del Santo Oficio de
la Inquisición en Chile (dos tomos, 1890. «Impreso en casa del autor» dicen las
portadas: era la Imprenta Ercilla, instalada en su casa en Santiago, Duarte 9, en la
cual había publicado ya, desde 1888, numerosos volúmenes de las colecciones de
Historiadores y de Documentos Inéditos). Dedicó el primero de estos libros a don
Diego Barros Arana, «afectuoso homenaje de su amigo y discípulo», y el segundo, a
la memoria de don Benjamín Vicuña Mackenna, «que el primero de todos dejó
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entrever lo que fue la Inquisición en Chile».
Consagrado en los años siguientes al estudio de los viajes de descubrimiento y de
la bibliografía colonial americana y empeñado en continuar sus colecciones
documentales, no abandonó por eso sus investigaciones sobre el Santo Oficio. En
1899 dio a las prensas de su nuevo taller Imprenta Elzeviriana, establecido en su
nueva casa de la calle Doce de Febrero, tres obras acerca de este tema: la Historia del
Santo Oficio de la Inquisición de Cartagena de las Indias, El Tribunal del Santo
Oficio de la Inquisición en las Islas Filipinas, que dependía del Tribunal de Méjico, y
El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en las Provincias del Plata.
Para completar la historia de la Inquisición en América le faltaban aún los libros
referentes a Méjico y a la etapa primitiva del Tribunal en las colonias españolas; pero
la publicación de estas obras debió ser postergada con motivo del viaje que Medina
realizó en los primeros años del siglo por los diversos países del continente en busca
de materiales para continuar sus trabajos bibliográficos y el que hizo en seguida a
España para obtener los documentos necesarios para su vida de Ercilla. A su vuelta,
sólo pudo entregar al público uno de ellos, en 1905, la Historia del Tribunal del
Santo Oficio de la Inquisición en México, porque al otro le ocurrió un grave percance.
Comenzado a imprimirse durante su ausencia del país, «el encargado de la imprenta,
por un descuido incalificable, vendió para papel de envolver algunos de los pliegos
ya impresos», circunstancia que casi deja la obra sin salir a luz. No obstante, impreso
totalmente el tomo II, que es un apéndice documental, triunfó en el autor el deseo de
dar término a un trabajo de tantos años, y rehizo la parte perdida. De este modo La
Primitiva Inquisición Americana (1493-1569), sólo vino a aparecer en 1914. «Por
todo esto quizás —decía Medina al empezar el libro, dirigiéndose al lector—, y por la
dificultad de coordinar en forma más o menos ordenada hechos producidos en países
tan remotos unos de otros y cuya historia hemos tenido que desmenuzar en la parte
que a ellos atañía, y acaso también por efecto de los años, debemos declarar que la
redacción de sus páginas nos ha demandado más trabajo que la de todas las obras que
tenemos escritas historiando los Tribunales del Santo Oficio en América». Y,
terminada la obra, echaba en seguida Medina la vista atrás, hacia el camino recorrido.
«¡Cuántas veces nos imaginamos que en lugar de tener la pluma en la mano,
empuñábamos el escalpelo del cirujano que busca en el organismo humano, aun
cuando está en descomposición, la causa a que se debiera la muerte del cuerpo que
tiene delante de sí! Que no a otra cosa puede compararse la historia de cosas y
hombres verdaderamente infectos, no de la herejía, como se decía entonces, sino de
pasiones y vicios que sobrepasaron en ocasiones a lo que pudiera soñar la más
estragada imaginación. Como compensación a esta ingrata tarea, en años atrás nos
lisonjeamos con que algún día pudiéramos emprender la de historiar también lo que
había sido la instrucción pública en América, pues así como la Inquisición había
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tratado de castigar hasta el menor asomo de la libertad de pensamiento, los hombres
que dirigieron los colegios y universidades coloniales, a su modo, naturalmente, y
conforme a las tendencias de su época, contribuyeron en alguna parte a desvanecer
las espesísimas sombras que cubrían la inteligencia de los habitantes del Nuevo
Mundo. Los años han pasado fugaces, como repetía en frase profundamente sentida y
verdadera el poeta latino, y hoy nos encontramos con que nos falta el tiempo para
aprovecharnos de los materiales que reunimos y que sólo en mínima parte y por lo
tocante a Chile hemos logrado coordinar y publicar».
Sin embargo, Medina, que contaba entonces 62 años, vivió 16 años más, durante
los cuales siguió trabajando con la misma intensidad de siempre, sin cansarse, y
durante ese tiempo escribió muchos libros, entre otros, la Historia de la Real
Universidad de San Felipe, con que coronó sus estudios sobre la instrucción pública
durante la colonia.
Si bien las historias de la Inquisición se completan unas con otras y forman en
conjunto un solo todo, quiso el autor que cada una fuera también una obra
independiente, para lo cual hubo de repetir ciertos capítulos, lo que ocurre
especialmente con algunos que tratan de la inquisición ejercida por los obispos, antes
de la fundación del Tribunal.
Con la salvedad que acaba de indicarse, cada una de estas obras constituyó en su
tiempo una novedad casi total, porque hasta entonces los investigadores apenas si
habían conocido y estudiado uno que otro aspecto fragmentario de la historia del
Santo Oficio en América.
Los libros referentes a la Inquisición primitiva, a las provincias del Plata, a
Cartagena de Indias y a Méjico, llevan al final sendos apéndices documentales; no así
los otros dos, que aparecieron primero, dedicados a Lima y a Chile, en los cuales los
procesos aparecen, en cambio, narrados con mayor amplitud.
Medina escribió sus obras sobre la Inquisición a la vista de documentos
originales, especialmente la correspondencia confidencial de los inquisidores con el
Supremo Consejo y los informes enviados al mismo cuerpo por los visitadores, y se
atuvo estrictamente a ellos, «siguiendo el sistema meramente expositivo, negándome
yo mismo —escribe— el derecho de decir con palabras mías lo que los
contemporáneos o actores de los sucesos que narro de esa época pensaban o decían
conforme a sus ideas». A modo de relator, extracta o transcribe los documentos, sin
adornos literarios ni consideraciones de ninguna especie. Sólo en los prólogos se le
suelen escapar algunas opiniones que no son precisamente favorables a la
Inquisición. Aparecen así revestidos estos libros de una objetividad difícil de
encontrar en un escritor de su tiempo y en una materia que guardaba directa relación
con las «cuestiones teológicas» tan en boga por entonces. Así lo declaraba Medina al
comenzar sus investigaciones acerca del Santo Oficio: «Al explorar este tema
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histórico nunca he pensado en la parte religiosa del asunto».
De lo cual ha resultado que, aun siendo desagradable para muchos, sin duda, la
exhibición en detalle de los usos y abusos del Santo Tribunal, las historias de la
Inquisición no han provocado controversias ni protestas fundadas. Habrían sido
inútiles. ¿Qué argumentación cabe contra la relación verídica de los hechos? Porque
más que exposición y comentario de las cédulas, concordias e instrucciones que
determinaban la organización y atribuciones del Tribunal, y que reglaban sus
procedimientos, las historias del Santo Oficio son resúmenes de procesos y relaciones
de autos de fe, que nos presentan la realidad vivida, en cuadros de un interés
apasionante.
Estos libros no han sido hasta ahora superados, ni desde el punto de vista
netamente histórico lo serán sino después de siglos de investigación. Impresos casi
todos en corto número de ejemplares (de La Primitiva Inquisición se tiraron 200), ha
llegado la hora de las reimpresiones: ya han aparecido dos antes de ahora: de la
Inquisición en las Provincias del Plata, en Buenos Aires, 1945, y de la de Méjico, en
la capital del mismo nombre, recientemente.
La investigación posterior a Medina sólo ha logrado completar algunos capítulos
con nuevos datos. Se han publicado también algunos documentos de importancia,
sobre todo en Méjico.
Respecto de la Inquisición en Chile, no se ha avanzado en nada que valga la pena
de mencionar, ni la obra de Medina ha merecido, que sepamos, otra rectificación que
la del título y el resumen de un capítulo, en los cuales, por descuido, se alude al padre
Melchor Venegas, cuando en realidad se trata del padre Rafael Venegas, como consta
en el texto del mismo capítulo.
Las investigaciones de Medina acerca de la Inquisición en América han sido
ampliamente aprovechadas por los historiadores que han trabajado después sobre el
tema, desde el norteamericano Mr. Henry Charles Lea, que en su libro The Inquisition
in the Spanish Dependencies, Nueva York, las cita a cada paso y se refiere con elogio
a su autor, hasta el chileno don Francisco A. Encina, que en su Historia de Chile
extracta la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile.
Al estudiar la historia de la Inquisición, Medina alumbró con luz vivísima uno de
los aspectos más interesantes del período colonial español en América, que era,
precisamente, aquel en que mayor obscuridad reinaba. En recuerdo permanente de
esta magna labor, sobre los anaqueles que guardan sus libros en la Biblioteca
Nacional de Santiago se destacan los muros del castillo de Simancas.
Aniceto Almeyda
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A la memoria del noble ciudadano, del excelente amigo y del galano
escritor que el primero de todos dejó entrever lo que fue la Inquisición en
Chile, don Benjamín Vicuña Mackenna, dedica este libro con respetuosa
veneración.
J. T. MEDINA
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Primera parte
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Advertencia
Cuando en 1887 publicamos nuestra Historia del Tribunal del Santo Oficio de la
Inquisición de Lima, decíamos que el conocimiento de los procesos de origen
chileno, por el especial interés que asumían para la crónica de este país, había de
merecer un libro aparte que contuviese los detalles que no podían hallar natural
cabida dentro de un cuadro general, como era el que trazábamos. Hoy, después de tres
años, y no sin fundados recelos, nos prometemos dar a conocer esta interesantísima
faz de nuestro pasado, sepultado hasta ahora en el secreto de viejos papeles que
parecían ya perdidos. Acaso, sabe Dios si por las sombras que proyectan sobre una
época ya de por sí bastante desgraciada, no hubiera valido más que roídos de la
polilla, hubiesen sido echados al río que corre a los pies del histórico castillo en que
se guardan!…
Pero, por más llena de dificultades —nacidas del asunto mismo— que se presente
para nosotros esta tarea, como decíamos en aquella ocasión, ese estudio se impone
como complementario, y aun indispensable, si se quiere rastrear y darse cabal cuenta
de los elementos que hoy forman nuestra sociabilidad.
Ofrece, sin embargo, esta historia todos los atractivos de una revelación. Mientras
funcionaron los Tribunales del Santo Oficio, un velo impenetrable cubría todos sus
actos, sin que se pudiese tener la menor noticia de lo que pasaba en sus estrados o en
sus cárceles. Erigiendo como principio el más absoluto sigilo para todos sus actos, los
procesos seguidos a los reos se substraían en absoluto del conocimiento de
quienquiera que no figurase entre sus altos empleados, castigándose a los violadores
con durísimas penas. Nadie podía emitir una opinión cualquiera sobre sus decisiones,
y, salvo los autos de fe a que el pueblo era invitado condenados a la abjuración o a la
muerte, nada trascendía a los a asistir y en que veía aparecer de cuando en cuando los
infelices contemporáneos. Sin mandato expreso de los inquisidores, a persona alguna
le era lícito dar al público, que no a la estampa, la relación de aquellas ceremonias; no
faltando ejemplo en Lima en que, aún con aquel beneplácito, se intentase procesar a
un encumbrado personaje que para el caso había recibido especial autorización.
A trueque de que nadie se impusiese del archivo inquisitorial, cuando en virtud de
órdenes superiores se exigía a los jueces alguna certificación, por muy laudables que
fuesen los propósitos con que se pedía y aunque emanasen de la suprema autoridad
de la Iglesia, cuando no podían alegar una excusa plausible, no trepidaban en ocurrir
al embuste y la mentira.
Conforme a este sistema, no parecerá extraño que en la documentación general de
la historia colonial —tan abundante bajo todos aspectos— no se encuentre ni el más
leve rastro de los procedimientos de los Tribunales de la Inquisición, pues, cuando
mucho, suele verse alguna que otra pieza respecto a usurpaciones de atribuciones
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cometidas por los jueces o sus comisarios.
Con estos antecedentes no tiene nada de raro que aún a los más diligentes
investigadores se hayan escapado hasta los hechos culminantes de la historia
inquisitorial. Los libros mismos que se publicaron de tarde en tarde dando cuenta de
los autos de fe llegaron a hacerse de extremada rareza, y los historiadores generales
no habiendo descubierto los materiales necesarios, se vieron precisados a guardar
silencio sobre tan notables particulares.
Esos materiales existían, sin embargo, soterrados en un obscuro aposento —el
Cubo de la Inquisición— del monumental archivo de España establecido en el
castillo de Simancas; y con ellos a la vista hemos de proceder a relacionar las causas
de la fe que se desarrollaron en Chile.
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Capítulo I
Según es sabido, el primer inquisidor general de España fue el dominico fray Tomás
de Torquemada, que falleció en 1498. Sucediéronle en el cargo fray Diego de Deza;
Jiménez de Cisneros en Castilla y León, y en Aragón fray Juan Enguerra, a quien
reemplazó, en 1516, el cardenal Adriano Utrecht, elevado más tarde al solio
pontificio bajo el nombre de Adriano VI. A su tiempo corresponde el primer
nombramiento inquisitorial en América, extendido a favor del dominico fray Pedro
de Córdoba, que residía en la Isla Española, con jurisdicción sobre todo lo
descubierto en Indias, y de lo que más adelante se descubriese. Por muerte del padre
Córdoba concediéronse esas mismas facultades a la Audiencia de aquel distrito, que
podía delegarlas en uno de sus miembros y otorgar nombramientos de oficiales y
familiares.
En la Española distinguiéronse en un principio por su celo de la fe, no sólo las
autoridades eclesiásticas sino también las civiles. López de Gómara, en efecto,
celebrando los hechos de Nicolás de Ovando que había gobernado aquella isla
«cristianísimamente» durante siete años, «pienso, dice, guardó mejor que otro
ninguno de cuantos antes y después dél han tenido cargos de justicias y guerra en las
Indias, los mandamientos del Rey, y, sobre todos, el que veda la ida y vivienda de
aquellas partes a hombres sospechosos en la fe y que sean hijos o nietos de infames
por la Inquisición».
Antonio de Herrera en su Historia de los hechos de los castellanos dice acerca de
la primitiva Inquisición de Indias lo siguiente: «Y habiéndose proveído por obispo de
Santo Domingo al doctor Alejandro Geraldino Romano, se le mandó, y juntamente al
obispo de la Conceción, que fuesen sin ninguna dilación a residir en sus obispados,
porque los padres Jerónimos advirtieron que desto había extrema necesidad. Y el
cardenal de Toledo, que era Inquisidor General, les dio comisión para que como
inquisidores procediesen contra los herejes y apóstatas que hubiese».
«[…] Luego que se comenzaron a descubrir y poblar las Indias Occidentales,
refiere otro célebre autor, y a introducir y entablar en ellas el Evangelio y culto
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divino, se encargó y cometió a sus primeros obispos por el cardenal de Toledo,
Inquisidor General, que procediesen en las causas de fe que en sus distritos se
ofreciesen, no sólo por la autoridad ordinaria que por su oficio y dignidad les
compete, como a pastores de sus ovejas, sino también por la delegada de inquisidores
apostólicos que él les daba y comunicaba, si entendiesen que esto les podía importar
en alguna ocasión…».
Cuando en los años de 1524 pasó por la Española de viaje para México el
franciscano fray Martín de Valencia con algunos compañeros, el padre Córdoba, que
aún era vivo, usando de su carácter de inquisidor general de Indias, le nombró
comisario del Santo Oficio en Nueva España, cargo que de hecho ejerció, aunque con
bastante moderación, si hemos de creer a un antiguo cronista . Hubo de cesar
Valencia en su cargo inquisitorial cuando llegó a México la misión de frailes
dominicos que llevaba fray Marcos Ortiz, en vista de que el puesto de comisario de la
Inquisición se consideraba anexo a las funciones de los prelados de Santo Domingo,
quienes, en efecto, continuaron ejerciéndolas, aunque al parecer sólo en el nombre,
hasta que en 1535 el inquisidor general de España don Alfonso Manrique, arzobispo
de Toledo, concedió el título de inquisidor apostólico al obispo de México don fray
Juan de Zumárraga con facultades amplias para establecer el Tribunal, nombrar los
demás ministros y atender a los medios de proveer a su subsistencia . Aquel prelado
no creyó, sin embargo, llegado el caso de proceder al establecimiento de la
Inquisición, habiéndose limitado a celebrar un auto de fe en que quemó vivo a un
indio, señor principal de Texcoco, hecho bárbaro que le valió una merecida
reprensión de parte del Inquisidor General.
Con poderes amplios para pesquisar y castigar los delitos tocantes a la fe llegó
más tarde a Nueva España el visitador Francisco Tello de Sandoval, que sin duda a
causa de los disturbios que motivaron las Nuevas Leyes que iba a establecer, no tuvo
tiempo de ocuparse de su oficio de inquisidor.
De este modo, pues, de hecho, el Tribunal de la Inquisición sólo vino a
establecerse en México como en el resto de América cuando así lo dispuso Felipe II
por su cédula de 25 de enero de 1569.
Examinemos ahora lo que a este respecto había ocurrido en la América del Sur.
Desde el rescate de Atahualpa, llevaba el Perú la fama de ser país cuajado de oro.
Ante la expectativa de una pronta riqueza, innumerables aventureros salidos de todas
las colonias españolas entonces pobladas en América llegaron en tropel al antiguo
imperio de los Incas, y cuando ya éste no bastó a saciar su codicia, poseídos siempre
de la sed del oro y del espíritu de descubrir y conquistar nuevas y maravillosas
tierras, lanzáronse en bandadas a los cuatro vientos.
Es fácil comprender que tales hombres, lejos de todo centro civilizado, sin respeto
a la familia ni a las autoridades y sin otro norte que una ambición desenfrenada y una
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inextinguible codicia, si realizaron hazañas inauditas por su audacia y su grandeza,
estaban muy distantes de ser modelos de religiosidad y de moral. En algunos casos
llegaron a parecer más bien fieras que hombres. Según la expresiva frase de un
contemporáneo, «pelar y descañonar la tierra» era el solo lema que guiaba los pasos
de los que llegaban a las playas americanas, ya fuesen jóvenes o viejos, militares o
letrados, clérigos o frailes.
En el orden civil disensiones continuas entre los caudillos más prepotentes,
nacidas desde los primeros momentos de la conquista, habían hecho perder gran parte
de su prestigio a la real justicia; y en lo espiritual, obispos que cuidaban únicamente
de atesorar dinero, religiosos inquietos, apóstatas e insufribles, clérigos hinchados de
lujuria y de avaricia, no eran por cierto ministros adecuados para mantener en la
debida pureza los preceptos que estaban encargados de predicar y enseñar con su
ejemplo. Como decía al soberano el Virrey Toledo, dándole cuenta de este estado de
cosas, era necesario distribuir la justicia con hisopo, como el agua bendita.
Los obispos y sus vicarios, en su carácter de inquisidores ordinarios, sin embargo,
habían fulminado y seguían tramitando algunos procesos, y en verdad que su número
no era escaso.
De los pocos documentos referentes a esta materia que nos han quedado de
aquella época, podemos, sin embargo, apuntar algunos antecedentes interesantes.
Del Libro Primero del Cabildo de Lima consta que ya en la sesión de 23 de
octubre de 1539, fue presentado a la corporación «un mandamiento del señor Obispo
en que manda que se le dé el proceso que fue presentado contra el capitán Mercadillo
porque lo quiere ver para conocer de ciertos delitos e blasfemias que cometió e dijo
contra Dios Nuestro Señor e su bendita Madre, como inquisidor y pidió se lo
entreguen, que él lo volvería. Los dichos señores visto que hay algunas cosas en él
que tocan al Santo Oficio, mandaron a mí el escribano lo dé al dicho señor Obispo
para que lo vea».
El 15 de mayo de ese mismo año de 1539, vemos también que en el Cuzco,
durante la misa mayor, el provincial de los dominicos fray Gaspar de Carvajal,
«inquisidor por el muy reverendo y muy magnífico señor don fray Vicente de
Valverde, primer obispo destos reinos», subió al púlpito y después de acabado su
sermón, dijo: «esperen un poco», y lo que dijo es:
«El Obispo me escribió del Cuzco que porque le habían dicho que el señor don
Alonso Enríquez había sido mucha parte y cabsa para los escándalos y diferencias
que habían habido entre los señores gobernadores don Diego de Almagro, (que sea en
gloria), y el señor marqués don Francisco Pizarro, a quien Dios Nuestro Señor dé
vida, y que él había hecho su información, y que había hallado que el señor don
Alonso no tenía culpa ninguna de lo que le ponían, y que antes merecía corona, por lo
que había trabajado de conformallos».
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Esto nos manifiesta, pues, que ya el primer obispo del Perú ejercía, por sí o sus
delegados, la correspondiente jurisdicción en cosas y casos del Santo Oficio.
Consta igualmente que el arzobispo Loaisa en 1548, había celebrado un auto de fe
para quemar, por luterano, al flamenco Juan Millar.
Contábase también entre los que habían sido penitenciados Vasco Suárez, natural
de Ávila y vecino de Guamanga, castigado a reclusión y penas pecuniarias por el
Provisor del Cuzco en sede vacante, en 1564, por haber dicho de cierto rey de
Inglaterra, primero luterano y después católico, que «para lo de Dios había hecho
bien y para lo del mundo mal» . Por el mismo funcionario habían sido también
procesados el bachiller Antonio Hernández, clérigo, natural de Pedroso, que sostenía
que sólo Dios debía adorarse y no la cruz; Álvaro de Cieza, «hombre lego», oriundo
de la isla de Santo Domingo, por afirmarse en que el Papa tenía poder para absolver a
una persona, aunque muriese en pecado mortal, «que se salvaba, y que mirase el Papa
lo que hacía, y la culpa de aquél que absolvía caía sobre él» . Lope de la Pena,
morisco, de Guadalajara, había sido reconciliado por la secta de Mahoma, con hábito
y cárcel perpetuos; y en 30 de noviembre de 1560, fueron relajados (esto es,
ahorcados primero y quemados en seguida, o quemados vivos, que no consta en este
caso la forma de la relajación) el morisco Álvaro González y el mulato Luis Solano,
por mahometanos y dogmatizadores.
El Deán de La Plata había condenado también, en 22 de julio de 1565, a llevar
hábito y cárcel perpetuos, con confiscación de bienes, por luterano, a Juan Bautista,
natural de Calvi, en Córcega, a quien después se había seguido todavía nuevo proceso
y enviado a Lima por llevar el sambenito oculto, andar de noche y haberse salido
alguna vez del templo al tiempo de alzar.
Lo cierto del caso era que cuando el primer inquisidor licenciado Serván de
Cerezuela llegó a Lima existían allí, en tramitación, cuatro procesos por cosas
tocantes a la fe, y que en el Cuzco se seguían noventa y siete; los cuales remitidos al
Tribunal, mandáronse luego suspender tres y archivar los demás por si alguno de los
reos tornase a reincidir, «y para los demás efectos, como es estilo del Santo Oficio».
Con ocasión de estos procesos, el secretario del Tribunal, Eusebio de Arrieta,
afirmaba que se habían seguido «como entre compadres y mal substanciados», y el
fiscal Alcedo, días después de su llegada a Lima escribía estas palabras al Consejo
del Santo Oficio: «Según hasta aquí se ha entendido y se va entendiendo cada día
más, no faltaba que hacer por acá, que el distrito es largo y las gentes han vivido y
viven libremente; y el castigo de los ordinarios hasta aquí ha sido muy entre
compadres, haciendo muchos casos de inquisición que no lo eran, y los que lo eran se
soldaban con un poco de aceite».
Si tanto en qué entender tuvieron en ese tiempo las autoridades eclesiásticas del
Perú, por lo tocante a la fe, las de Chile tampoco habían de permanecer ociosas; y
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¡cosa singular! hubo de tocarle tan extraña fortuna a una señora, doña Francisca de
Vega, mujer de Pedro de Murguía, cuya causa se falló por el ordinario en el mes de
julio de 1559.
Pero de quien sobre el particular nos quedan amplias noticias es de un vecino de
Santiago llamado Alonso de Escobar, cuya historia ha de merecernos capítulo aparte.
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Capítulo II
Era Alonso de Escobar un español que había pasado a Indias en compañía de su padre
Cristóbal de Escobar, y hallábase en el Cuzco cuando llegaron allí los capitanes Pedro
de Monroy y Pedro de Miranda enviados por Valdivia en busca de socorros para su
naciente colonia. Sabedor de que Vaca de Castro no quería o no podía auxiliar a los
emisarios del conquistador de Chile, Cristóbal de Escobar les hizo un préstamo de
catorce mil quinientos pesos de oro, con los cuales se levantaron setenta hombres de a
caballo, se compraron arcabuces, cotas y otros pertrechos de guerra, y con la dicha
gente y un oficial de hacer pólvora, trayendo a su hijo Alonso como maestre de
campo, emprendió la marcha a Chile por el despoblado de Atacama.
El joven Escobar contaba ya en esa fecha una brillante hoja de servicios: se había
hallado en el sitio del Cuzco por los indios y en la pacificación de la provincia de los
Charcas, habiendo sido uno de los ocho que en circunstancias difíciles se arrojó a
nado para atravesar el Desaguadero. En Chile, después de haber recorrido la tierra
hasta los promaucaes, de regreso a Santiago, donde se avecindó, en un encuentro con
los indios le entraron una flecha por la garganta, de que estuvo mucho tiempo
enfermo. Más tarde distinguiose en el opósito de Lautaro, y cuando llegó Hurtado de
Mendoza, saliole al encuentro con armas, caballos y algunos soldados, continuando
todavía sus servicios en tiempo de Bravo de Saravia y de Rodrigo de Quiroga.
Vivía, pues, en Santiago, cuando el domingo 9 de agosto de 1562, conversaban en
la plaza pública de la ciudad, entre otras personas, el arcediano maestro don
Francisco de Paredes, visitador y vicario general de estas provincias, y el padre
dominico fray Gil González de San Nicolás. En el curso de su plática contó éste allí
que según le habían dicho, Escobar repetía con frecuencia que cuando él predicaba
«la letra del Evangelio, le oía bien, y en entrando en lo moral del Evangelio se tapaba
los oídos, e otras palabras equivalentes a éstas».
Al día siguiente lunes, Paredes hacía llamar al escribano Agustín Briseño para
que le autorizase un auto en que haciendo constar que lo dicho por Escobar era
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«palabra escandalosa y mal sonante contra nuestra religión cristiana y una de las
opiniones de Martín Lutero y sus secuaces, y porque conviene saber la verdad y
remediallo con justicia y castigar semejante herejía, su merced del dicho señor
Visitador mandó levantar la información siguiente».
Fue el primero en ser llamado el mismo padre fray Gil González de San Nicolás,
que no hizo sino repetir que la noticia de las palabras pronunciadas por Escobar había
llegado a su conocimiento estando en la plaza en conversación con el maestro
Paredes, juez de la causa.
Ese mismo día 11 de agosto recibiose también la deposición de todos los testigos
que aparecían sabedores del hecho, que eran Rodrigo de Escobar, Juan Marmolejo de
Sotomayor, Pedro de Villagrán, Juan de Cuevas, Melchor Juárez, y, finalmente, Pedro
de Miranda el mismo que se había venido con Escobar desde el Cuzco y a quien dijo
que conocía desde hacía veintitrés años. A todos ellos se les previno que bajo pena de
excomunión mayor ipso facto incurrenda no comunicasen sus dichos, ni siquiera
tratasen del asunto con persona alguna.
Después de citar de un modo conteste las expresiones que se atribuían al reo,
todos los deponentes estuvieron de acuerdo en que siempre le habían tenido por buen
cristiano y en que de sus palabras no habían recibido escándalo alguno.
Oigamos, sin embargo, la declaración que dio Rodrigo de Escobar:
«Fue preguntado diga e declare so cargo del juramento qué fecho tiene, si se
acuerda haber oído decir al dicho Alonso Descobar alguna palabra temeraria o
escandalosa, mal sonante o herética que sepa a herejía contra nuestra santa fe
católica, de la cual redundase en escándalo de los que le oyeron.
»Dijo que lo que sabe es que de quince días a esta parte, poco más o menos,
estando este testigo en las casas del Cabildo desta cibdad y posada del señor teniente
Pedro de Villagrán, tratando de cosas, se vino a tratar del padre fray Gil y de sus
sermones y Alonso Descobar, vecino desta cibdad, que estaba allí juntamente con
Juan Marmolejo y no se acuerda quién otro, y no se acuerda bien si estaba allí Juan
Marmolejo o quiénes eran los que estaban presentes, porque había mucha gente y
estaban algunos dellos divididos e apartados hablando en corros, y en ellos estaba, a
lo que se quiere acordar, el señor teniente Pedro de Villagrán y Diego García de
Cáceres e Gonzalo de los Ríos y Juan Marmolejo e otros muchos, dijo el dicho
Alonso Descobar que oyó al padre fray Gil que el dicho Alonso Descobar lo hacía
muy bien (sic) en cuanto declaraba el Evangelio, pero que entrando en lo moral, hizo
un ademán con la mano, y que no se acuerda bien si dijo entonces que no oía o no le
escucharía más, e que le paresce a este testigo lo dijo el dicho Alonso Descobar a
manera de gracia inorantemente, sin entender lo que decía, porque antes había dicho
que el padre fray Gil le decía a él muchas cosas e que también le decía a él otras
muchas e que otras veces le ha oído decir este testigo al dicho Alonso Descobar,
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tratando de no querer oír o escuchar al padre fray Gil cuando entra en lo moral, que
es porque no quiere oírle decir que es el dicho Alonso Descobar un ladrón, robador, e
que el gobernador no tiene poder ni el rey ni el papa, e que por esto decía el dicho
Alonso Descobar no le quería oír, e que en lo demás, que esta vez ni otra que este
testigo oyó al dicho Alonso Descobar no vio escandalizar a nadie de los que estaban
presentes ni él se escandalizó, porque tenía al dicho Alonso Descobar y tiene por
católico cristiano, y que lo que dijo, todo fue enderezado a manera de rescebir
pesadumbre el dicho Alonso Descobar de las palabras afrentosas que el dicho fray Gil
decía, porque él así mostraba recebir afrenta dello e que ni este testigo lo ha tratado lo
que dicho tiene con alguna persona o con el padre fray Gil particularmente, fue por
vía de gracia riyéndose mucho de lo que Escobar había dicho e no porque se
escandalizase dello ni entendiese ofendía a Dios en haberlo dicho el dicho Alonso
Descobar lo que dicho e declarado tiene, que es lo que este testigo podría decir haber
oído al dicho Alonso Descobar: e que esto es lo que sabe de lo que le es preguntado, e
la verdad para el juramento que fecho tiene».
Marmolejo de Sotomayor, repitiendo más o menos lo mismo, insistió en que no
había recibido escándalo alguno de lo dicho por Escobar hasta que habiéndoselo
contado a fray Gil, «le respondió e dijo a este testigo que era opinión luterana decir
que no quería el dicho Alonso de Escobar oír lo moral del Evangelio, no mirando el
fray Gil a qué efecto lo decía el dicho Alonso de Escobar, a cuya causa este testigo
dijo al dicho fray Gil que el dicho Alonso de Escobar no lo decía a aquel fin que lo
echaba el padre fray Gil, sino sólo porque los llamaba robadores, e que esto que dicho
tiene es la verdad, etc.».
Al día siguiente de recibidas las deposiciones, el visitador Paredes ordenó
despachar mandamiento de prisión contra el acusado, disponiendo al efecto que, por
ser seglar, se llevase la información al mismo Pedro de Villagrán, teniente de
gobernador de la ciudad, para que impartiese el auxilio del brazo real.
Dos días más tarde, esto es, el 13 de agosto, se presentaba el juez en la casa del
reo, la cual se le había dado por cárcel, a efecto de tomarle su confesión. Después de
declarar en ella quiénes eran sus padres y el tiempo que hacía a que había pasado a
las Indias, «fuele preguntado que en este tiempo si se acuerda haber dicho alguna
palabra temeraria o escandalosa o mal sonante o herética o que sepa a herejía contra
nuestra santa fe católica y religión cristiana, diga lo que sabe.
»Dijo que en todo el tiempo que dicho tiene que ha que pasó de los reinos de
España no se acuerda jurar en vara de justicia ni en mano sacerdotal ni Evangelios
caso que a Nuestro Señor ofendiese, antes tiene por costumbre de reprehender a las
personas que juran el nombre del Señor en vano, e que esto dijo a este artículo e que
no ha dicho, a lo que se acuerda, ninguna palabra escandalosa ni mal sonante ni
ninguna de las susodichas contra nuestra santa fe que le son preguntadas en la
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pregunta de suso, e que esto responde.
»Fuele preguntado si cree e tiene todo lo que tiene e cree la Santa Madre Iglesia
de Roma, que es la que no puede errar, por estar regida e gobernada por el Espíritu
Santo, diga lo que sabe.
»Dijo que lo cree e tiene bien y verdaderamente como fiel y católico cristiano que
lo es, aunque pecador, y según que lo tiene la Santa Iglesia de Roma.
»Fuele preguntado si sabe que demás del sentido literal de la letra de la Sagrada
Escritura tiene otros sentidos y declaraciones aprobadas por la Iglesia romana, como
es el sentido moral y espiritual, adonde hay necesidad del tal sentido y declaración,
diga lo que sabe.
»Dijo que este confesante no sabe leyes ni es letrado para discernir ni declarar lo
moral que la pregunta dice, ni lo entiende, más de haber oído a los teólogos, que para
las reprehensiones y vicios de las ánimas lo traen por argumento declarándolo como
ello es, e que esto responde a esta pregunta.
»Fuele preguntado que es la causa que cuando oye la predicación del Evangelio
dice e ha dicho muchas veces que cuando oye declarar el Evangelio literalmente que
lo oye de buena gana, mas el sentido moral no le quiere oír, pues es lo tal contraria fe
e religión cristiana y opinión de Lutero, diciendo que se tapa los oídos y
menospreciando la tal declaración; y no contento con esto, mas antes diciéndolo a
muchas personas, de lo cual se tiene sospecha por no saber a qué intención lo dice,
demás de que es grande escándalo que de oír las tales palabras da este confesante y
ha dado a los oyentes y en tierra nueva, no se sufre, como es esta: diga lo que sabe e
pasa.
»Dijo que niega la pregunta porque es muy gran testimonio que se le levanta,
porque él cree bien y firmemente, como arriba tiene dicho, lo que tiene declarado
tocante a la fe, mas de que habrá cinco años, poco más o menos, que el padre fray Gil
entró en esta cibdad de Santiago y le ha oído muchos sermones y declarar la palabra
evangélica y dotrina, cierto muy bien y saludable para las ánimas, y entre los dichos
sermones y dotrina decir que declara lo moral, lo cual este confesante no entiende por
no ser letrado, e declarando el Evangelio y la dotrina cristiana y lo que el padre fray
Gil dice ser moral hacer un ensalada diciendo muchos chismes e odios y rencores
públicamente en el púlpito que dice le venían a decir de los vecinos y no vecinos en
que públicamente preguntaba: al que hurta, ¿cómo se ha de llamar? y el dicho fray
Gil mesmo decía: ladrón; y señalando con el dedo, decía: pues así sois vosotros; e
llamando a este confesante e a los demás vecinos tiranos, y en cierta fiesta del señor
Santiago otro día adelante habrá un mes, poco más o menos, dijo el dicho fray Gil:
basta, que en la fiesta e regocijo que tuvieron los vecinos y los demás que ahí estaban
hubo grandes defetos, así en ellos como las mujeres de los vecinos, lo cual dijo
públicamente en el púlpito delante de los alcaldes de Su Majestad y regidores, e
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asimesmo ha dicho de los cinco años a esta parte muy muchas veces delante del
obispo electo y del cura que agora es y fue antes y de los legistas que en esta cibdad
están que no tiene poder el Papa para dar al Rey facultad en esto de las Indias ni el
Rey puede ni tiene, ni puede proveer con buen título, declarando e diciendo a este
confesante e a los demás vecinos e oyentes que no están obligados a seguir al Rey ni
al Gobernador en su nombre ni a las demás justicias que asisten en nombre de Su
Majestad, y el que lo tal usa peca mortalmente y está en el infierno, y esto es público
e notorio a las órdenes que en esta cibdad están y vecinos; y por estas razones ha
dicho este confesante que la palabra evangélica y dotrina que el padre fray Gil
predica es santa y muy buena, mas que en entrando en estas pasiones le alborotan el
espíritu, porque lo deshonra públicamente, e que por esta causa e causas que dicho
tiene dice este confesante no querer ir a oille porque no le deshonre, porque se quiere
ir a la iglesia matriz a oír los oficios divinos y a encomendarse a Dios e a su bendita
Madre, que le encamine y le a eche aquella parte que más se sirva y a lo que dice el
padre fray Gil que es palabra luterana decir contra la dotrina y moral que él entiende,
este confesante dice que concede en ello, e que quemen e castiguen al que tal
reprobare; e que a lo que dice que este confesante tocó en palabras luteranas, que lo
niega, e del hábito del dicho padre y orden salió el Lutero e no del deste confesante: e
que esto es lo que responde a lo que le es preguntado.
»Fuele preguntado si sabe y tiene que es obligado y son todos a oír los mayores,
que son los letrados y predicadores y creerles, por estar puestos para la declaración
del Evangelio, y siendo así que es la causa porque lo contradice entendiéndolo de otra
manera y dándose a entender a muchas personas, donde paresce ser con mala
intención, odio que tiene a los que declaran la letra del Evangelio, e que diga en que
partes y lugares lo ha dicho y delante de qué personas.
»Dijo que él tiene de fe estar obligado a obedescer los mayores, como Nuestro
Señor lo manda en su Evangelio e guardar lo que declararen tocante al Evangelio y
dotrina y lo demás que deben guardar; mas, si el tal mayor, declarando el Evangelio,
por buenas razones o por pasión u odio u rencor deshonrare a los feligreses de la
Iglesia, si serán obligados a guardar su dotrina o no, este confesante no se determina
por no ser letrado; e que lo que ha dicho sobre la materia fundándose en las razones
que dicho tiene ha sido delante del señor teniente Pedro de Villagrán y de Rodrigo
Descobar y del capitán Bautista e de Pedro de Miranda e de Rodrigo de Quiroga e de
otras personas que no se acuerda, diciéndole a este confesante que fuese a oír al padre
fray Gil, y este confesante les respondió que no quería ir allá porque no le deshonrase
más de lo deshonrado, sino irse este confesante a la iglesia mayor a oír la Palabra de
Dios, que tan bien se decía en ella como en otra parte, y que acá se hallaba contrito y
allá le revolvían el pecho y se escandalizaba este confesante con las cosas que
declarado tiene: e que esto es la verdad e lo que sabe so cargo del juramento que
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fecho tiene; e dijo ser de edad de cincuenta años, poco más o menos, e que es hijo de
padres cristianísimos de quien no se puede tener sospecha ninguna e que es hijodalgo
e que para ello está presto de lo probar y mostrar por previlegio real; e siendo leída
por mí el notario esta su confesión se retificó en ella y lo señaló de su rúbrica por no
saber escribir y lo firmó su merced el dicho señor Visitador…».
Este mismo día, Paredes nombró fiscal de la causa a Diego de Frías, quien
incontinenti aceptó y juró el cargo. El 17 presentaba su acusación contra el reo.
«Premisas las solemnidades del derecho», decía el fiscal en ese documento, «el
susodicho, con poco temor de Dios Nuestro Señor y en gran peligro de su ánima y
conciencia, dando mal ejemplo de su persona a nuestra religión cristiana, tocando en
palabras mal sonantes, con que se da mal ejemplo a los fieles y a los naturales
nuevamente convertidos, dijo y publicó, públicamente delante de todo el pueblo, que
las palabras que se decían en los sermones, tocantes al Evangelio, a la letra, que él las
quería oír, y en lo moral, que es la sustancia, de lo que los fieles cristianos han de
tener y creer juntamente con la letra del Sagrado Evangelio para lo que toca a la salud
de sus ánimas, que él se tapaba los oídos y no lo quería oír, aunque fuese de la boca
de fray Gil, en lo cual, el dicho Alonso de Escobar cayó en una de las irróneas (sic)
de Martín Lutero y, como a tal luterano, vuesa merced debe castigar con las mayores
y más graves penas establecidas en derecho, confiscándole todos sus bienes,
conforme a derecho, como se debe hacer a las personas que públicamente incurren en
semejantes delitos.
»Pido a vuesa merced condene al dicho Alonso de Escobar en las mayores e más
graves penas establecidas en derecho por los Sacros Cánones y Sínodo, confiscándole
todos sus bienes, conforme a las constituciones sinodales y a los Sacros Cánones,
ejecutándolas en su persona y bienes, declarándole por luterano y por confiscados
todos sus bienes, por haber dicho tan feas palabras y mal sonantes a la república, en
especial estando en estas partes y tierra nueva, donde se deben castigar rigurosamente
semejantes delitos porque no caigan en error algunas personas viendo que no se
castigan los semejantes, en lo cual vuesa merced administrará justicia, la cual pido y
juro en forma de derecho, por Dios Nuestro Señor, que esta acusación no la pongo de
malicia sino por alcanzar cumplimiento de justicia y porque sean castigados
semejantes delitos y para que sea ejemplo de los fieles cristianos.
»Otrosí pido a vuesa merced que le mande poner y ponga en graves prisiones para
que haya efeto el ejecutarse en su persona y bienes todo lo que contra el dicho Alonso
de Escobar fuere sentenciado, mandándole que le sean puestas prisiones, en lo cual
vuesa merced administrará justicia y pídolo por testimonio».
Viendo el giro que llevaba este asunto y que para desenredarlo no le había ya de
bastar la sinceridad de su declaración, Escobar pidió al juez que se le señalase un
letrado que se hiciese cargo de su defensa. Condescendiendo con esta petición,
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Paredes le nombró a Juan de Escobedo.
En la respuesta a la acusación alegó Escobedo que su defendido era cristiano
viejo, que tenía y creía lo que la Santa Madre Iglesia romana; que sus padres y
abuelos jamás habían sido penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición; que las
palabras de que le acusaban las había dicho con simplicidad y no de malicia, «por no
entender el dicho mi parte qué es sentido moral, ni saber leer ni escribir, para que dél
se pueda presumir haber dicho las dichas palabras con dañosa intención, sino a efecto
que el padre fray Gil ha predicado muchas veces en esta cibdad coartando el poder
del Papa, diciendo que no tiene jurisdicción en estas tierras ni a Su Majestad se la
pudo dar, antes Su Majestad la tenía tiránicamente y que sus vasallos no estamos
obligados a obedecelle ni a sus ministros, y poniendo duda si las indulgencias que
concede Su Santidad a las personas que rezan en ciertas cuentas benditas, si las ganan
o no, y que los vecinos de esta ciudad son unos ladrones, robadores, y tratando
muchas pasiones en el púlpito con personas particulares, y estas cosas, el dicho mi
parte, ha dicho que no le quiere oír, porque le escandalizan, y lo que fuera de esto
predica el dicho fray Gil lo oye y cree el dicho mi parte como católico cristiano».
El fiscal Frías, mientras tanto, en desempeño de su oficio, el día 21 pidió al juez
que «luego, sin dilación alguna, mande prender y prenda al dicho Alonso de Escobar
y le ponga en cárceles cerradas y con graves prisiones, atento a la calidad del delito,
donde no le hable ninguna persona, poniéndole guarda de gente armada y a su costa»;
y como sabía perfectamente que en caso de mediar una condenación había de
ejecutarse sobre la persona y bienes del acusado, solicitó, a renglón seguido, que se
inventariasen aquéllos. Pero el juez no dio lugar a esta petición, disponiendo, a la vez,
que Escobar continuase preso en su casa.
Habiendo mediado estas incidencias, fue la causa recibida a prueba el día 26.
Durante el término probatorio se produjeron, además de las declaraciones de los
testigos de la sumaria, las de Francisco Navarro y Diego de Guzmán, que expuso, no
sin cierta malicia, que según le había dicho Escobar, el padre fray Gil «entendía por
la moralidad el hacer dejación de los indios y llamarle de borracho y ladrón y
robador, en el púlpito». El reo mismo a quien se le tomó también juramento para que
declarase al tenor del interrogatorio presentado por el fiscal, insistió en que se tapaba
los oídos porque «estando en el púlpito el dicho padre fray Gil dice a este confesante
y a los demás vecinos, palabras injuriosas y escandalosas, llamándolos de ladrones
públicos y tiranos e borrachos, por lindo estilo, e otras palabras injuriosas, de lo cual
este confesante se escandaliza y alborota, y estas son las palabras e causa de que este
confesante ha dicho públicamente no querelle oír porque es en su perjuicio; y que en
lo demás cree bien y fielmente aquello que cree y tiene la Santa Madre Iglesia
romana, como bueno y católico cristiano, y que en defensa de la fe este confesante
morirá: y esto respondió».
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Llegaba ya el momento en que el acusado presentase la prueba de sus descargos.
Invocó desde luego el testimonio de Juan Bautista Pastene, que por estar casado
con una hermana de la mujer de Escobar suministró amplios datos acerca de su
familia, inclusos los parientes de sus abuelos, que eran caballeros naturales de
Sahagún, tenidos por cristianos viejos e hijodalgos, como lo era el mismo reo, «buen
cristiano, temeroso de Dios y de su conciencia»; el de Pedro de Burgos, con quien se
había conocido desde niño en el puerto de Santa María; el de Pedro de Miranda, que
expuso tenía a Escobar «por buen cristiano y caritativo y era tenido públicamente
entre todos los de su tierra que le conocían por cristiano viejo hijodalgo»; Sebastián
Vásquez, y Pedro de Artaño que se había venido con él a Chile; y por fin, Juan
Benítez que expresó que «el dicho Alonso de Escobar sabía ser cristiano viejo de
todos cuatro costados».
Estos y otros testigos no menos calificados, como el licenciado Bravo, Pedro de
Villagrán, etc., estuvieron, pues, contestes en afirmar que no podía dudarse en manera
alguna de los buenos antecedentes del acusado.
Pero al mismo tiempo que Escobar justificaba su rancio catolicismo, en su
interrogatorio había incluido dos preguntas enderezadas contra fray Gil que habían de
ser en parte, según hemos de verlo, causa de un proceso harto grave y ruidoso.
Hallose, pues, así el visitador Paredes, rendida la prueba de las partes, conociendo
de un negocio mucho más difícil de resolver de lo que en un principio acaso se lo
imaginara, y a fin de salvar tamaña dificultad dictó una providencia para que las
partes nombrasen cada una juez acompañado con quien asociarse, lo que motivó una
apelación del fiscal Frías. A pesar de todo, la tramitación de la causa había sido tan
rápida que el 29 de agosto dictaba Paredes la sentencia siguiente:
«En el pleito que en esta Audiencia Eclesiástica pende entre partes, de la una
Diego de Frías, promotor fiscal, e de la otra Alonso de Escobar, vecino desta ciudad.
»Fallo que Diego de Frías, fiscal, no probó bien y enteramente su intención,
según que probar le convino, porque las palabras que el dicho Alonso de Escobar dijo
no son heréticas, y el mal sonido que parecen tener, consta decirlas con simplicidad y
no maliciosamente, ni contra lo que la Santa Madre Iglesia romana tiene
determinado: en consecuencia de lo cual debo de amonestar e amonesto al dicho
Alonso de Escobar, que de aquí adelante no diga palabras de las contra él contenidas
en esta causa, so pena que se procederá contra él por todo rigor de derecho;
condénole más en las costas deste proceso, la tasación de las cuales en mí reservo: e
por esta mi sentencia definitiva juzgando así lo pronuncio e mando».
Resuelto así el primer proceso de fe seguido en Santiago, quedaba sólo que tasar
las costas en que el reo había sido condenado. En consecuencia hubo de pagar: al
fiscal, cuarenta y cuatro pesos de buen oro; al alguacil Pedro de Castro, por la
ejecución del mandamiento de prisión y carcelería, cuatro pesos; al juez, por sus
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firmas, quince; y al notario setenta y ocho pesos.
El fiscal, después que Escobar satisfizo hasta el último centavo, pidió el 4 de
septiembre que se trasladase a Lima llevando en persona su proceso para que fuese
revisto en segunda instancia; y así lo dispuso el juez, ordenando, a la vez, que Frías
también pareciese allí dentro de un término razonable. Pero con motivo de estos autos
iban a desarrollarse otros incidentes todavía más importantes que requieren un
capítulo especial.
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Capítulo III
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¿por qué no lo muestra, si después, aunque no quiera, lo ha de hacer?
Rogándoselo entonces las demás personas que estaban presentes, Paredes
expresó:
—No puedo mostrar los autos porque no se vea el dicho de un testigo.
—¿Cuál? —le preguntó Frías—. ¿El de don Diego?
—Sí —concluyó Paredes, y entrándose luego en su aposento, salió trayendo el
proceso. Dirigiéndose en seguida a González, le dijo:
—Padre fray Gil: por vida vuestra que os quitéis desos enojos y pasiones, porque,
cierto, es mentira todo lo que os van a decir, y no deis lugar a mentiras ni chismerías;
porque, si bien os acordáis, me dijisteis en la plaza que Marmolejo y Rodrigo de
Escobar os habían dicho que Alonso de Escobar decía que no quería oír lo moral, y
para que veáis cuán falso es, ved aquí sus dos dichos en la sumaria información.
Y viendo que González se manifestaba sorprendido de lo que iba leyendo,
continuó:
—¡Pues hágoos saber, padre fray Gil, que así es todo lo demás que dicen que hay
contra vuesa merced!
Continuó entonces leyendo la sentencia pronunciada contra Escobar, y con esto le
pasó el expediente a Hurtado: «y este testigo, cuenta el escribano, tomó el dicho
proceso y lo hojeó y halló un escripto que le parece ser de letra de un Pedro de
Padilla que enseña a leer muchachos en esta cibdad, y este testigo lo leyó
públicamente en alta voz, de suerte que lo oyeron los circunstantes… en el cual
escripto a este testigo le parece que se alega y dice que el padre fray Gil ha dicho y
predicado que el Papa no tiene poder en estas partes en lo espiritual y temporal, y que
Su Majestad del Rey Nuestro Señor era tirano, y que sus vasallos no eran obligados a
obedecer a él ni a sus ministros, y otras cosas de que este testigo no se acuerda
bien…».
Había el escribano adelantado un tanto más en la lectura e iba a continuar con el
examen de la prueba, cuando Paredes le pidió el proceso, sin querer que pasase
adelante.
Trabose entonces otra plática entre aquél y el padre dominico, hasta que éste,
seguido de Hurtado, tuvo por conveniente retirarse.
Como se comprenderá, lo que fray Gil había oído estaba muy distante de dejarle
satisfecho, y para enmienda y reparo de lo que se le achacaba fuese a querellar
nuevamente ante el franciscano fray Cristóbal de Rabanera, a que había elegido juez
conservador, de Alonso de Escobar, del licenciado Escobedo, que había firmado el
escrito de éste, de los testigos Juan de Cuevas y Juan Bautista Pastene, y, por fin, del
mismo juez Paredes que había admitido el escrito del reo y las declaraciones de los
testigos.
De orden del nuevo juez procediose luego a recibir las declaraciones del caso.
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Depusieron en la querella Juan de Céspedes, Alonso Álvarez, el antiguo fiscal
Frías, el escribano Hurtado y Pedro de Artaño.
Paredes, que de juez que había sido en el proceso de Escobar, se hallaba ahora en
calidad de reo, el 10 de septiembre presentó un escrito recusando a Rabanera, por
cuanto, decía, «los franciscanos y dominicos tenían hermandad jurada de se favorecer
y ayudar en todos los negocios y casos que se les ofreciese», advirtiendo, a la vez, al
notario que no le fuese a notificar decreto alguno.
Llamado Escobar a prestar su confesión al día siguiente, alegó que el escrito de
interrogatorio le había sido llevado por su letrado a la prisión en que se hallaba y que
no se acordaba de las palabras que en él decía.
«Preguntado si es verdad que este confesante ha dicho y publicado que el inventor
de la secta luterana fue fraile dominico, y ésta y las demás infamias contenidas en el
dicho escripto e interrogatorio contra el dicho padre fray Gil lo dijo este confesante
en su dicho e confisión que le fue tomada por el dicho maestro Paredes preguntándole
si había dicho las palabras sobre que fue acusado por el fiscal, dijo que él no ha dicho
ni publicado que fraile de Santo Domingo haya sido inventor de la seta luterana; mas
de que le parece que con el enojo que estaba, por haber dicho el dicho padre fray Gil
que le castigasen por luterano, dijo que él era luterano y que de su hábito salió
Lutero, mas no por hacer determinadamente ni de hecho pensado injuria al padre fray
Gil ni a su Orden, y que si otra cosa alguna dijo, que no se acuerda, que se remite a su
confesión».
El 19 de septiembre, sin embargo, Escobar presentaba un escrito en que iba a
retractarse de plano de cuanto había dicho contra González de San Nicolás.
Refiriéndose a su acusador decía, pues: «Lo que le he oído predicar y he sabido y
entendido de sus sermones siempre ha sido propusiciones católicas y no cosas
escandalosas contra el Sumo Pontífice ni contra el Rey nuestro señor, ni otra cosa que
pueda causar escándalo, porque lo que ha predicado acerca de las entradas e
conquistas destas partes ha sido decir que el Papa dio al Rey de España las Indias
para que enviase predicadores a ellas, y que no le dio poder para que robase los
indios, ni los matase, y que el rey ha dado siempre muy buenas instrucciones a sus
gobernadores y capitanes que han descubierto las Indias, que por no haberlas
guardado, se han hecho y hacen grandes injusticias e agravios a los indios, e que son
obligados los que vinieron a las dichas conquistas a la restitución de todo el daño que
en ellas se ha hecho, y que aunque los indios se hayan sujetado, contra conciencia,
puede el Rey, a los que estuviesen sujetos, predicarles el Evangelio e administrarles
justicia, e que los indios que se han alzado han tenido justicia de alzarse por los
agravios que les han hecho, y por no guardar con ellos lo que manda el Rey y el Papa
y el Evangelio, e que si acaso el Rey o el Papa mandasen alguna cosa que fuese
contra lo que en el Evangelio se manda, no se excusará de pecado el que los
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obedeciese; y que unas cuentas que dicen venir benditas por el General de la orden de
los Menores, ha dicho que él bien cree que el Papa tiene poder para conceder todos
los perdones que en ellas dicen que se ganan; pero que él no quiere creer que el Papa
concedió tal, hasta que vea por donde: y digo que en lo que dije en mi dicho, en la
confesión que me tomó el maestro Paredes, donde dice que el primer inventor de la
secta luterana fue fraile, yo no dije dominico ni de su Orden, sino de su hábito,
porque fue fraile el inventor, porque no sé quien fue; y en lo demás que dije en mi
dicho e en los escritos e interrogatorios de preguntas que presenté en la dicha causa
ante el maestro Paredes, donde trato contra el dicho padre fray Gil, fue con pasión y
enojo: y lo contenido en este escrito es la verdad: pido a vuesa merced haya por
satisfecho de mi parte al dicho fray Gil González de San Nicolás».
Este mismo día el maestro Paredes, abandonando la línea de conducta que
sustentara en el principio de la causa, fuese lisa y llanamente a prestar su confesión
ante el franciscano Rabanera, y, previo juramento, declaró lo que todo el mundo sabía
ya: que había iniciado, en favor del mismo fray Gil, el proceso contra Escobar, y que
en virtud de su carácter de juez no había podido menos de admitir el escrito e
interrogatorio del reo, que, como era bien sabido en derecho, no podía ni debía valer
sino en lo pertinente a la causa; agregando que como el asunto de Escobar era tocante
a la fe, «para mayor justificación lo comunicó con el licenciado Molina y se halló con
él a sentenciar el dicho proceso…».
Es conveniente fijarse en esta circunstancia porque ya veremos las nuevas
complicaciones a que dio lugar.
Pasaba esto, como se recordará, el 19 de septiembre, y ya el 24 parecía
nuevamente Paredes ante el juez y escribano a dar satisfacción al airado fray Gil,
repitiendo que «no tuvo cuenta en que el escrito era contra él, sino para descargo del
dicho Alonso de Escobar y que su intención no fue admitir cosa contra el dicho padre
fray Gil o contra su doctrina por católica».
En el mismo día firmaban una satisfacción análoga el licenciado Juan de
Escobedo y Juan de Cuevas. Juan Bautista Pastene la daba también horas más tarde,
en un escrito en que expresaba, «declarando el dicho que dije en la dicha cabsa, como
testigo que fui presentado por parte del dicho Alonso de Escobar, que lo que le he
oído predicar al dicho fray Gil y he sabido y entendido de sus sermones, siempre ha
sido propusiciones a mi oído católicas y no cosas contra el Sumo Pontífice, ni contra
el Rey nuestro señor, ni otra cosa que pueda causar escandalo, porque lo que ha
predicado acerca de las entradas e conquistas de estas partes, ha sido decir que el
Papa dio al Rey de España las Indias para que enviase predicadores a ellas, y que no
le dio poder para que robase los indios ni los matase, y que el rey ha dado siempre
muy buenas instrucciones a sus gobernadores e capitanes que han descubierto las
Indias, y que por no haberlas guardado se han hecho y hacen grandes injusticias y
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agravios a los indios, e que son obligados, los que vinieron a las dichas conquistas, a
la restitución de todo el daño que en ellas se ha hecho, y que aunque los indios se
hayan sujetado contra conciencia, puede el Rey, a los que estuviesen subjetos,
predicarles el Evangelio e administrarles justicia, e que los indios que se han alzado
han tenido justicia de alzarse, por los agravios que les han hecho y por no guardar con
ellos lo que manda el Rey y el Papa y el Evangelio, e que si acabso el Rey o el Papa
mandasen alguna cosa que fuese contra lo que en el Evangelio se manda, no se
excusará de pecado el que los obedeciere, y esto es verdad: pido a vuesa merced haya
por satisfecho al dicho padre fray Gil».
Con esto ya no quedaba sino dar la sentencia y ésta no se hizo esperar. «Fallo,
decía el juez, atentos los autos y méritos, que debo de declarar y declaro por
impertinente, y, en consecuencia, por ninguno todo lo articulado contra el padre fray
Gil González de San Nicolás, por el interrogatorio presentado por Alonso de Escobar,
en la causa que por este dicho proceso parece haberse tratado contra él, que es lo
contenido en la segunda y tercera pregunta del dicho interrogatorio; y todo lo
depuesto y declarado, sobre las dichas preguntas, por los testigos presentados y
examinados en la dicha causa, y, como tal, impertinente e ninguno, mando sea,
testado e tildado en el dicho proceso; e asimismo declaro haber incurrido en
excomunión mayor el maestro Francisco de Paredes, visitador, juez que fue en la
dicha causa, por se haber entremetido en inquirir y hacer información y probanza
contra el dicho padre fray Gil, en caso de inquisición, siendo, como es, en el dicho
caso exento de su jurisdición e inmediato a Su Santidad, por privilegios e indultos
apostólicos, a las órdenes y religiones dellas concedidos por los Sumos Pontífices, e
habida consideración a la satisfacción dada en esta dicha causa al dicho padre fray
Gil por el dicho maestro Francisco de Paredes y por el licenciado Escobedo, e por
Alonso de Escobar e Juan de Cuevas e el capitán Juan Bautista de Pastene, e que el
dicho padre fray Gil se desistió e apartó de la dicha su querella: absuelvo e doy por
libres a todos los susodichos e a cada uno dellos della y de lo que contiene, e
asimismo a Agustín Briseño, notario; condenando, como condeno, en las costas en
esta causa e proceso justas e derechamente fechas, cuya tasación en mí reservo, al
dicho maestro Francisco de Paredes, visitador e juez susodicho, e al licenciado Juan
de Escobedo, por iguales partes, ansí en las del notario de la dicha causa como en las
del asesor que en ella he tenido, del cual declaro haber tenido necesidad para la
prosecución e determinación de ella, y por esta mi sentencia difinitiva juzgando, ansí
pronuncio y mando en estos escritos y por ellos. —Fray Cristóbal de Rabanera. —
Asesor, El licenciado Hernando Bravo».
El celo que Paredes había demostrado por las cosas de la fe, derechamente
enderezado para favorecer al dominico, había de valerle de este modo una
excomunión mayor y el pago de las costas del proceso!
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Paredes no se conformó, naturalmente, con la sentencia de Rabanera y luego
apeló de ella. Más tarde veremos en lo que paró el recurso.
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Capítulo IV
De potencia a potencia
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hecho información contra el dicho fray Gil, sobre las dichas propusiciones, en lo cual,
conforme a los privilegios concedidos a nuestra orden, incurrió ipso facto en
descomunión mayor y en privación de cualquier oficio y beneficio que tenga, y quedó
inhabilitado de tener otro alguno; y allende desto, jueves en la tarde, que se contaron
siete días deste presente mes de enero, con menosprecio de las bulas apostólicas y
con grande escándalo desta cibdad, vino el dicho licenciado Molina con ciertos
clérigos a prender al dicho fray Gil, sobre hecho pensado, y le puso espías para ello, y
no pudiendo efectuar su intención, pidió y ha perseverado en pedir ayuda a la justicia
real, para prender al dicho fray Gil, y en estas y semejantes injurias notorias
persevera el dicho licenciado Molina contra el dicho fray Gil: por tanto pido y
requiero a vuestra reverencia, que habida esta mi querella por verdadera o la parte
que della baste, declare por su sentencia difinitiva, al dicho licenciado Molina y a
todos los demás que se hallasen culpados en las dichas injurias, infamias y falsos
testimonios y atrevimientos, y a los testigos que pareciere haber jurado y dicho contra
el dicho fray Gil, en la dicha información, y al notario ante quien pasó la dicha
información, por públicos descomulgados, y haber incurrido en las penas en esta mi
querella alegadas, como a vuestra reverencia le consta, y los condene a las mayores y
más graves penas por derecho establecidas, procediendo contra ellos por censura,
hasta invocar el brazo seglar, de suerte que los susodichos injuriadores sean
castigados y hagan enmienda bastante, amparando al dicho padre fray Gil contra la
fuerza que el dicho licenciado Molina le pretende hacer en lo querer prender, demás
de le castigar por lo haber acometido a hacer, declarando conforme a los indultos
apostólicos, ser exento de su jurisdicción y no poder proceder contra él, por lo que le
suponen ni por otra cualquiera cosa, salvo quien Su Santidad por las dichas sus bulas
apostólicas tiene mandado».
Presentada la querella, Rabanera mandó desde luego recibir la correspondiente
información; eligiendo, al día siguiente, por asesor letrado al licenciado Hernando
Bravo, conminándolo con excomunión mayor si tratase de excusarse; y como notario
apostólico a Pedro Serrano. Hizo también notificar a Juan Jufré, la primera autoridad
del pueblo, que no se ausentase de la ciudad, igualmente bajo pena de excomunión
mayor.
En otro escrito presentado al día 11, Campo trataba, entre otras cosas, que «luego,
incontinenti, se mandase declarar por público descomulgado al dicho licenciado
Molina y se declare haber incurrido en privación de todo cualquier oficio y beneficio
que al presente tenga y en inhabilitación para poder tener otros daquí adelante… Y
para que conste a vuestra reverencia de algunos de los consortes del dicho licenciado
Molina, continuaba luego, nombro y señalo, que son: el licenciado Escobedo, el cual
públicamente ha favorecido al dicho licenciado Molina y dicho que no hace injuria al
dicho fray Gil en llamalle de hereje y otras injurias desta suerte; iten Cristóbal de
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Molina y Juan Hernández y el padre Roca, clérigos que fueron con el dicho
licenciado Molina a ayudar a prender al dicho padre fray Gil, el cual dicho padre
Roca ha dicho que el dicho fray Gil es tan luterano como los de Alemania, y otras
injurias desta suerte; iten, los notarios del dicho Molina, que son Merlo y Estrada;
iten, dos hermanos del dicho licenciado llamados Cosme y Jerónimo de Molina, que
se hallaron con armas al tiempo y en el lugar que el dicho licenciado Molina quiso
prender al dicho fray Gil; iten, Pedro de Sequeda que fue a dar aviso al dicho Molina
para que viniese a prender a dicho fray Gil. Otrosí, porque ha habido muchas
personas en esta cibdad que en este caso se han desvergonzado a decir palabras
contra el dicho fray Gil, llamándole de hereje y diciendo que ha dicho herejías y otras
desvergüenzas, lo cual es público y notorio; pido a vuestra reverencia que para que se
sepa qué personas son y sean castigados conforme a tal delito, vuestra reverencia
ponga y promulgue sentencia de descomunión contra cualesquier personas que lo
hobiesen oído, si no lo manifestaren dentro del término que vuestra reverencia les
señalare».
Ese día 11 de enero, Rabanera mandó que Molina se presentase en su despacho y
que expusiese todos y cualesquier mandamientos que hubiese dado, bajo de
cualesquiera penas y censuras, así para que no le ayudasen como para que no
declarasen ante él. Molina, por toda respuesta a esta intimación mandó, a su turno, al
notario con quien actuaba que notificase al escribano Caldera, de parte de la Santa
Inquisición, que, so pena de excomunión mayor y de mil pesos de multa, no hablase,
ni tratase, ni favoreciese a González de San Nicolás; y como el notario apelase, su
colega le dijo que se diese preso por la Inquisición, y echándole luego mano, se lo
llevó a la iglesia mayor, volviéndole a requerir nuevamente el mandamiento de
Molina y agregándole que Rabanera estaba excomulgado.
Pero es conveniente que sepamos ya los pasos que había dado Molina para
encausar al Provincial de los dominicos, y esto nos lo va a decir el mismo Juan Jufré,
según declaración jurada que prestó ante el padre Rabanera. «Un día de esta semana
pasada, dice, pues, Jufré, que a su parescer sería miércoles o jueves, el dicho
licenciado Molina fue a su posada deste declarante, con ciertos papeles que decía ser
información contra el padre fray Gil González de San Nicolás, en los cuales escriptos
o probanzas leyó ciertos dichos de testigos, sin los nombres, por lo cual parecía haber
hecho información contra el dicho padre fray Gil, sobre ciertas cosas que en una
porfía y debate había dicho y de otra palabra o palabras que en un sermón había
dicho, las cuales dijo este testigo que eran propusiciones, la una dellas, herética, que
era que los hijos se condenaban eternalmente por los pecados de los padres, y otras
escandalosas y mal sonantes, y que este testigo le dijo entonces y antes de esto se lo
había dicho, cómo él se halló presente el día de la porfía y debate, y que no entendió
este testigo sino que los hijos padecían en este mundo por los pecados del padre,
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corporalmente, y aún que en este mundo no sabía este testigo que padecían los hijos
por los padres, hasta que después se lo declaró el dicho padre fray Gil, y por esta
razón el día de la porfía y debate había salido este testigo aquel día un poco
espantado; y que demás desto, el dicho licenciado Molina fue a su posada deste
declarante, viernes en la tarde, a pedirle auxilio para prender al dicho padre fray Gil,
por virtud de la dicha información que tenía fecha contra él, y que entonces este
testigo le respondió que él no sabía que tuviese jurisdición sobre los frailes exentos,
que allí estaban dos letrados presentes, para lo cual fueron llamados, que son el
licenciado Fernando Bravo y el licenciado Escobedo, y le respondió éste declarante,
que él no era letrado, que como se lo diese firmado de los dichos dos letrados ser
obligado a impartirle el auxilio que le pedía, que él estaba presto de se le dar y hacer
lo que en el caso fuese obligado, conforme a derecho; y que entonces dijo el dicho
licenciado Molina que había de proceder contra este testigo como contra persona que
favorecía a los herejes, y este testigo le respondió que él no tenía a ninguno aquí por
hereje, especial al padre fray Gil, que le tiene por muy buen cristiano y de buena vida
y dotrina; y que aquel día por la mañana, seis o siete horas antes que esto pasase, que
el dicho conservador le había leído e notificado ciertas bulas apostólicas, por las
cuales parecía cómo son exentos los dichos frailes y el dicho padre fray Gil de toda
jurisdición ordinaria, y que así se fue el dicho Molina, por entonces, y que el día
antes, que fue el jueves, cuando mostró la primera vez la información a este testigo
susodicha, le oyó decir cómo quería prender al dicho padre fray Gil, vicario
provincial de la orden de Santo Domingo, y es público y notorio, y que oyó decir a
Juan Hurtado, escribano público, y a Alonso de Villadiego, que les habían notificado
dos autos en que les decía y mandaba el dicho licenciado Molina, que no hablasen, ni
comunicasen, ni favoreciesen al dicho padre fray Gil, por cuanto era hereje; y que
sabe este testigo que venían con el dicho licenciado Molina, el padre sochantre y el
padre Juan Fernández, y el padre Andrés Roca, clérigos, cuando venían a prender al
dicho padre fray Gil, porque los vio en su casa deste declarante, con el dicho
licenciado Molina, y que sabe que a Pedro de Secador le rogó se estuviese a la puerta
deste declarante, y que en viniendo allí el padre fray Gil se lo hiciese saber, y que
sabe esto porque se lo dijo el dicho Pedro de Secador y que sabe este testigo que
estando en cabildo con todos los demás regidores y alcaldes, vino allí el dicho
licenciado Molina, y los requirió y pidió el auxilio para prender al dicho padre fray
Gil, y que entonces este declarante y los demás señores de Cabildo, llamaron a los
dichos dos letrados, y le respondieron que les diese firmado de aquellos dos señores
letrados, que lo podían hacer de derecho y que ellos estaban prestos de dárselo; y que
el dicho licenciado Molina dijo a este testigo, antes que pasase nada de lo dicho, que
deseaba que hobiese conservador, y que el mismo Molina le dijo que se lo había
rogado al padre Guardián de San Francisco y al padre Comendador de la Merced, y
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que daría porque lo fuese cualquier dellos, cincuenta pesos de su bolsa para este
negocio; y que a este testigo le presentó un escripto o requerimiento para que hiciese
información contra dicho padre fray Gil, por donde este dicho declarante coligió y
entendió no tener jurisdición el dicho Molina para poderlo él hacer, pues se lo
requería a este confesante para que él lo hiciese, y que así le dijo el dicho licenciado,
y le respondió: «por derecho eso yo no creo que lo puedo hacer, mirá vos si lo podés
hacer, y allá os avenid»; y él le respondió que muy bien podía este testigo hacerlo, y
este declarante le respondió que fuese con Dios, que él lo vería; y que esto es lo que
sabe y es la verdad para el juramento que fecho tiene, y firmolo de su nombre,
habiéndole sido leído su dicho. —Fray Cristóbal de Rabanera. —Juan Jufré. —Pasó
ante mí, Pedro Serrano, notario apostólico».
«Y más declaró este dicho testigo, que oyó decir al dicho padre fray Gil, en dos o
tres sermones: “A mí me levantaban que dije que los hijos se iban, por los pecados de
los padres, al infierno; yo no me acuerdo haberlo dicho porque ello es herejía y por
tal lo tened, y si hay alguno que lo jure, ello fue error de lengua y yo me desdigo y
desdiré todas las veces que fuere necesario, porque yo bien puedo errar como
hombre, pero no ser hereje, porque cuanto he dicho y digo y predicare lo he puesto y
pongo debajo de la correción de la Santa Madre Iglesia de Roma”; y por esto este
testigo dice en este su dicho, que tiene al dicho fray Gil González de San Nicolás, por
buen cristiano y de gran dotrina y ejemplo, e no por hereje; y fírmolo. —Fray
Cristóbal Rabanera. —Juan Jufré. —Pasó ante mí, Pedro Serrano, notario
apostólico».
Lo cierto del caso era que Molina continuaba adelante sus pesquisas contra fray
Gil, habiendo procedido a fijar en la puerta de la iglesia mayor «unos papelones en
que lo declaraba por excomulgado». González de San Nicolás ocurrió en el acto a
Rabanera, y mediando confirmación acerca de la verdad del hecho, obtuvo una orden
para que Jufré fuese a quitarlos del lugar en que se hallaban. En efecto, en
cumplimiento de esta orden, Jufré se presentó en la iglesia y a pesar de que Molina en
persona trato de impedir que lo ejecutase «no fue parte para ello, porque con el favor
de dicho señor teniente, se quitó».
Pero Molina no quería dejarse atropellar así no más y al día siguiente fijó de
nuevo en la puerta de la iglesia un cedulón que decía:
«[…]nónigo juez e vicario e inquisidor […]ago e su jurisdición por el muy […]
señor […]redes, arcediano, visitador e vicario general de p[…] por los muy
magníficos e muy reverendos señores deán e cabildo de la Santa […] de la ciudad de
La Plata, etc., hago sa[…]es o fieles cristianos, vecinos e moradores, estantes e
habitantes en esta dicha ciudad de Santiago e su distrito, cómo el padre fray Gil
González de San Nicolás, vicario provincial de la orden de Santo Domingo, de esta
dicha ciudad de Santiago, cometió cierto crimen de herejía, por lo cual, conforme a
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derecho, está excomulgado el dicho padre fray Gil, y para avisar a los fíeles cristianos
que le evitasen, que no le oyesen misa en sermón, ni tratasen con él en público ni en
secreto, ni en otra manera alguna, por los inconvenientes e daño que podía nacer en
las ánimas de los fieles, de comunicar y tratar al dicho fray Gil, yo mandé leer un
edito e fijallo en una puerta de la iglesia mayor desta ciudad para el dicho efeto, y
esta noche próxima pasada vino el dicho fray Gil y el general Juan Jufré, ofreciendo
favor e ayuda, como Justicia mayor que es de esta ciudad, con mucha gente e mano
armada, con grande alboroto y escándalo, a quebrantar la iglesia perroquial desta
ciudad e romper el dicho edito, como en efeto lo rompieron […] como pusieron en mí
manos violentas e quisieron quebran[…] las puertas de la iglesia perroquial e
prendieron de junto a la puert[…] de la iglesia e cementerio a Jerónimo de Molina
porque me venía acompañando, en lo cual han cometido muchos e muy graves delitos
e incurrido en muchas e muy graves penas, por derecho establecidas, así por estorbar
el bien de las ánimas en que no tratasen con el dicho fray Gil hasta que sea
compurgado […]l dicho delito y absuelto por el juez que de la causa deba conocer,
como por haber hecho la dicha fuerza e violencia a la Iglesia e haber sacado della al
dicho Jerónimo de Molina, sin haber cometido delito alguno, antes porque hacía lo
que era obligado, como buen cristiano, hablando palabras para pacificar el dicho
escándalo que daban el dicho general y los demás. Por lo tanto, mando, en virtud de
santa obediencia e so pena de excomunión mayor, en la cual incurráis luego, lo
contrario haciendo, que tengáis a todos los susodichos por públicos excomulgados e
no participéis con ellos ni ninguno dellos, en manera alguna, e el dicho fray Gil no le
oigáis misa ni sermón ni le comuniquéis ni tratéis en público ni en secreto hasta que
sea compurgado de su delito por el juez que deba conocer de la causa; e así lo mando
e pronuncio en estos escritos e por ellos; e mando que este dicho edito se lea
públicamente en la iglesia mayor desta ciudad a la hora de misa mayor, e leído, se fije
en una puerta desta dicha iglesia. Y lo firmó de su nombre, en la ciudad de Santiago a
doce días del mes de […] de mil e quinientos e sesenta y tres años. —El licenciado
Molina. —Por mandato del señor juez, Francisco Sánchez».
La lucha estaba ya formalmente empeñada y había de encarnizarse más a cada
momento. A pesar de que Jufré había ido en la noche anterior a quitar los cedulones,
como hemos visto, Molina no trepidó en dirigirse nuevamente a él, invocando su
auxilio para prender al padre dominico, agregando, según expresaba el apoderado de
éste, «que era un hereje y que había dicho herejías, y que había hecho información
contra él y otras injurias y desacatos que tuvo y de cada día va aumentando escándalo
e injuriando al dicho padre fray Gil, a lo cual conviene poner remedio; por tanto,
concluía Campo, pido y requiero a vuestra reverencia, que atento a su rebeldía, la
cual le acuso, le haya por confieso y por hechor y perpetrador de los delitos que ha
cometido, de que tengo dada querella, y le condene, según que por mí está pedido en
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los escriptos antes deste, y proceda adelante contra sus consortes y los castigue, como
pedido tengo; y para que cesen los dichos escándalos y molestias que el dicho
licenciado Molina anda haciendo, pido a vuestra reverencia lo mande prender y para
ello invoque el auxilio del brazo seglar: y porque a mi noticia ha venido que el dicho
licenciado Molina y sus consortes han hecho conspiración y conjuración para
prenderle, a vuestra reverencia pido, y requiero a vuestra reverencia mande
promulgar sentencia de excomunión mayor contra todas las personas que saben de la
dicha conspiración, si no lo vinieren diciendo y manifestando ante vuestra reverencia
dentro del término que le señalare para que sea castigado el dicho Molina dello y los
demás que se hallasen culpados».
Rabanera no se hizo sordo a estas peticiones y en el mismo día excomulgó a
Molina, invocando otra vez el auxilio de Juan Jufré para que se fijasen los respectivos
edictos en la iglesia mayor, en San Francisco, la Merced, Santo Domingo y otros
lugares públicos, como en efecto se hizo.
Las cosas iban enardeciéndose tanto que dos padres de San Francisco habían ido
en persona a la iglesia mayor a notificar antes a Molina; pero éste luego que supo que
iban a buscarle, se metió en un aposento que estaba debajo del coro y desde allí les
gritó: «padres, teneos allá, no entréis acá»; pero estos, sin darse por aludidos, hicieron
que el notario que les acompañaba le leyese los papeles que llevaban.
Cuando terminaba la lectura, Molina arrebató al notario el papel de las manos y le
advirtió que no fuese a hacerle notificación alguna en adelante, bajo pena de
excomunión mayor.
Molina siguió, a su vez, fijando nuevos cedulones, y como los volvieran a
desclavar, el día trece envió al sochantre Cristóbal de Molina que fuese a casa de
Jufré a decirle que estaba excomulgado, porque no sólo no había querido darle ayuda
para prender a fray Gil y enviarle preso con una información a su prelado, sino que
«antes, ayer noche que se contaron once días del mes de enero deste presente año,
vino con mano armada, con grande escándalo y con mucha gente a la iglesia mayor
de esta ciudad, e dio favor e ayuda para romper, como en efecto rompieron, un edicto
del Santo Oficio de la Inquisición, muy conveniente a las ánimas de los fieles
cristianos y para el aumento de nuestra santa fe católica, e dio favor e ayuda para que,
pusiesen las manos en mí […] como en efecto las puso fray Tomé, fraile dominico
[…] e me dieron rempujones e perturbaron la ejecución de la justicia del Santo
Oficio» por lo cual le mandaba que dentro de una hora viniese en obediencia de la
Iglesia y le diese favor para prender a fray Gil, a Rabanera y sus secuaces.
Pero Jufré se hizo sordo a todas estas advertencias, excusándose con los
privilegios de exención de que gozaba González de San Nicolás, concluyendo por
enviarle a decir que no anduviese alborotando y escandalizando la ciudad.
Esta respuesta le hizo comprender bien claro a Molina que su causa estaba
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perdida ante la justicia real y que lo mejor que acaso podía hacer era escapar de la
ciudad. Mas, González que llegó a sospechar los intentos de su antiguo juez y actual
adversario, se presentó en el acto en el convento de San Francisco, diciendo que
había llegado a su noticia que Molina se quería escapar y que, por tanto, se librase
luego contra él mandamiento de prisión. Rabanera dispuso entonces que Molina
compareciese a declarar en la querella interpuesta contra él, bajo apercibimiento de
tenerle por confeso, y acto continuo mandaba extender el mandamiento de prisión.
Ese mismo día se ponía en ejecución el decreto y Molina era conducido preso a
las casas de Juan Jufré, de donde era sacado horas más tarde para ser entregado a los
dominicos. Rabanera prevenía aún a la primera autoridad del lugar que facilitase los
grillos que solicitaba fray Gil «para echarle prisiones por manera que esté a buen
recaudo y seguro, para que no se huya».
En esta situación, no le quedaba a Molina otro recurso que contestar la querella de
su airado acusador. El día 15, expresaba, en efecto, a Rabanera, protestando no
atribuirle más jurisdicción que la que por derecho le competía:
«El dicho fray Gil González ha dicho y dijo delante de mí, con gran pertinacia,
muchas veces, que por los pecados actuales de los padres se condenaban los hijos
para el infierno y que por los pecados de los gentiles actuales había Dios dado
réprobo sentido a sus hijos, aquel réprobo sentido de que habla el apóstol San Pablo
en el primero capítulo de la epístola que escribió a los romanos, y que por aquel
réprobo sentido se condenaban los hijos por los pecados de sus padres, la cual
proposición y palabras son heréticas, porque son expresamente contra la Sagrada
Escritura, en cosa perteneciente a la salvación; y dijo también en presencia mía y de
muchas personas, que si Adán no pecara, el primero de sus descendientes que pecara
fuera causa de pecado original en sus hijos y descendientes, y también yo he leído en
un sermón de las Once mil Vírgenes, que dijo: «convertíos ahora que Dios os llama,
porque si a la vejez o a la muerte aguardáis, Dios no vos dará la gracia para que os
convirtáis, porque es suya y no querrá, y aunque os convirtáis, Dios no os oirá»; y
otras palabras a estas concernientes en el dicho sermón, por donde pareció predicar la
herejía de los novicianos, que dicen que a los que han pecado Dios no los oye ni usa
con ellos de misericordia, y contra doctrina del apóstol San Pablo…».
«Lo segundo, porque el dicho fray Gil está infamado que ha dicho palabras
heréticas y mal sonantes, temerarias, escandalosas y blasfemas, por lo cual está de
derecho descomulgado; lo otro, porque dio favor y ayuda a un fraile lego de su
convento para que pusiese las manos violentas en mí y me asiese y dijese que me
quería llevar preso; lo otro, porque yo he hecho bastante información, de la cual a
vuesa merced le consta que el dicho fray Gil ha dicho las dichas palabras y es público
y notorio en esta cibdad haberlas dicho el padre fray Gil; lo otro, porque tratando yo
con vuesa merced de las dichas palabras y delicto, sin el nombre de la persona, dijo
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vuesa merced que no era caso de conservador, y después que vuesa merced ha sabido
quien es la persona, por le favorecer, por cierta hermandad que entre vuestras
mercedes hay, le ha procurado y procura favorecer a banderas desplegadas, como ha
parecido en muchas cosas que vuesa merced ha hecho, especialmente invocando el
brazo seglar para me prender, siendo yo como soy juez y vicario y no habiendo
cometido delito alguno y no estando sentenciado; y no contento con esto dio vuesa
merced el mandamiento a un fraile lego llamado Bernal, súbdito de dicho fray Gil,
para que me prendiese a media noche, con dos alguaciles y mucha gente armada, los
cuales era cierto que por ser súbditos los unos, y los otros amigos íntimos del dicho
fray Gil, me habían de prender, con grande escándalo, maltratándome y dándome de
espaldarazos y un golpe en la corona con un espada, como realmente me dieron, y me
derribaron en una cequia y me hicieron reventar sangre de una pierna, y me
desconcertaron un brazo, y me llevaron, por mandado de vuesa merced, a casa de
Jufré, amigo íntimo del dicho fray Gil.
«Lo otro, porque la información que yo mandé hacer y hice contra el dicho fray
Gil, no fue para más de que su juez le castigase como hallase por derecho, y la prisión
que se debía hacer de la persona del dicho fray Gil era para le remitir a su perlado, el
cual está tan lejos que no se le puede cómodamente dar noticia del delicto, porque en
el entretanto si dicho fray Gil tiene el dicho error en el entendimiento, podría
domatizar y echar a perder a muchos de los cristianos; por todo lo cual pido y
requiero a vuesa merced, dé la dicha querella por ninguna y de ningún valor y efecto
y prenda al dicho fray Gil, y preso y a buen recaudo, no le deje celebrar, ni predicar,
ni tratar con persona alguna, y así lo remita a su superior para que le castigue como
hallase por derecho y a mí me suelte de la prisión en que estoy, y haciéndolo ansí
vuesa merced hará justicia, de otra manera no haciendo vuesa merced lo que por mí
es pedido, protesto de me quejar de vuesa merced ante quién y con derecho deba, y
protesto contra vuesa merced costas y gastos y daños y todo lo demás que protestar
me conviene y pido justicia y costas».
En el auto que Rabanera dictó al pie de este escrito, increpó a Molina que hubiese
celebrado misa estando excomulgado, agregando que no le soltaría de la prisión
mientras no diese fianzas de estar a justicia ante él en la causa de González de San
Nicolás, obedeciendo sus mandamientos y pagando lo juzgado y sentenciado. Molina
repuso entonces que fray Gil no había podido elegir para él un juez conservador, pero
que, siendo éste tal, alzaría las censuras y estaría a derecho. Rabanera se declaró el
mismo día como tal legítimo juez, y con esta declaración y siempre bajo de protestas,
Molina apareció ante él a hacer su confesión.
Decía en ella, «que la verdad de lo que pasa es que el día de Santo Tomé próximo
pasado, estando este declarante en el monasterio de Santo Domingo desta ciudad,
estando disputando con fray Gil González, vicario provincial que dice ser de la dicha
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casa, sobre si alguno de los conquistadores podía haber tenido inorancia invencible y
crasa, vino el dicho padre fray Gil a decir, de razón en razón, que por los pecados
actuales de los padres se condenaban los hijos para el infierno, aunque no pecasen los
hijos, y que los hijos de los gentiles se condenaban para el infierno por los pecados
actuales de sus padres, y para confirmación desto alegó una autoridad del apóstol San
Pablo el dicho fray Gil, del primer capítulo de la epístola que escribió a los romanos,
que dice […] de Dios en réprobo sentido, en la cual autoridad fundó las dichas
palabras heréticas el dicho fray Gil, diciendo que el Apóstol quiso decir por aquellas
palabras que por los pecados de los padres gentiles había Dios quitado la gracia a sus
hijos, y que aunque no pecasen los hijos de los gentiles, por sólo los pecados de sus
padres actuales se iban al infierno, de lo cual éste que declara mucho se escandalizó y
se entristeció de ver decir semejante error, e vido que, escandalizados e alterados
ciertos de los que allí estaban, hacían gran contradición al dicho fray Gil, y éste que
declara le dijo que era error lo que decía, y pretendió, con muchas razones, de le
persuadir la verdad de la Sagrada Escriptura, que es derechamente contraria al error
que el dicho fray Gil dijo; e uno de los testigos que allí estaban haciendo contradición
al dicho fray Gil alegó diciendo contra lo que el dicho fray Gil había dicho: «el ánima
que pecare, aquélla morirá y el hijo no llevará la iniquidad del padre»; e otro de los
testigos que allí estaban le dijo al dicho fray Gil, dos veces, que lo que decía era
contra el Evangelio y el dicho fray Gil respondía: «¡oh! qué donosos argumentos son
esos»; y dijo el dicho fray Gil que si Adán no pecara, que el primero hombre que
pecara de sus descendientes, fuera causa de pecado original en todos los que dél
descendiesen; y vido este que declara a muchos de los que presentes se hallaron
escandalizados, especialmente a dos personas que salieron juntamente con este que
declara dicho monesterio, que iban escandalizados y murmurando de lo que el dicho
fray Gil había dicho, y después otros algunos de los que allí presentes se hallaron han
dicho a este que declara que fue muy mal dicho lo que el dicho fray Gil dijo, diciendo
que por los pecados de los padres se iban los hijos al infierno, como dicho es; y por
esta razón y causa y por ver a los susodichos escandalizados e a otras muchas
personas que lo supieron, dijo este que declara, porque no se sembrase algún error y
porque el provincial superior del dicho fray Gil está en las provincias del Perú y no se
pudo acudir a él para denunciar del dicho error e palabras heréticas, a las dichas
personas escandalizadas y a otras algunas a cuya noticia había venido, que las dichas
palabras eran heréticas y que la verdad era que por sólo el pecado original se iban los
hijos al limbo, si morían antes del baptismo, y que el pecado actual de los padres no
pasa en los hijos para que por él se puedan condenar para el infierno; y que también
oyó este que declara al dicho fray Gil, en un sermón que predicó de las Once mil
Vírgenes, en una procesión que se hizo en la iglesia perroquial, por el mes de otubre
pasado, que dijo, predicando el dicho fray Gil aquel Evangelio y parábola que
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empieza «semejante es el reino de los cielos a diez vírgenes: convertíos agora que
Dios os llama, porque si a la vejez esperáis a convertiros no os dará Dios la gracia
para que os convirtáis allá a la vejez, o a la hora de la muerte, Dios no os oirá»;
aunque en estas postreras palabras no está bien determinado si dijo dicho fray Gil «si
os convirtiéredes, como dicho es, Dios no os oirá»; aunque cierto le parece a este que
declara que fueron estas las formales palabras que dijo el dicho fray Gil, de las cuales
este que declara se escandalizo mucho, porque de lo que dijo el dicho fray Gil a esto
concerniente, entendió este confesante que predicaba el dicho fray Gil diciendo en lo
susodicho la herejía de los novicianos, en que dicen que a los que han caído en
pecado Dios no les perdona ni los oye a penitencia; y que el día de San Francisco
próximo pasado dijo el dicho fray Gil, andándose paseando por junto al claustro del
monesterio del señor San Francisco a este que declara, que él nunca ganaba
indulgencias ni tenía voluntad de ganallas, porque el padre fray Cristóbal aquel día
había predicado de las indulgencias que se ganaban en las cuentas benditas; y que
cierta persona dijo a este que declara que rezaba en una cuenta bendita para ganar las
indulgencias por Su Santidad concedidas, y que por lo que padre fray Gil predicaba y
decía había dejado de rezar en ella, y que por estas causas y razones y por otras cosas
que a este que declara han dicho algunas personas que el dicho fray Gil predicaba
contra el poder del Papa y contra el Rey, este que declara, como juez y vicario que es
desta cibdad de Santiago, hizo cierta información para la remitir, como en efecto la ha
remitido, al provincial de las provincias del Perú, superior y perlado del dicho fray
Gil, para que le castigue como hallare por derecho; y porque del crimen de herejía
podría resultar muy gran daño a la Iglesia romana y a los fieles cristianos, pidió el
dicho vicario favor e ayuda para prender al dicho fray Gil para lo remitir a su perlado,
juntamente con la dicha información; y que el general Juan Jufré, no dio al dicho
declarante el dicho favor e ayuda, y que así no prendió al dicho fray Gil; y porque
después acá que esto pasó le notificaron ciertos breves al dicho licenciado Molina,
nunca más quiere prender al dicho fray Gil, sino remitir su información, aunque
entiende por derecho y en su conciencia que por ser notorio el delito y estar el
escandalizado, y por el daño que podría resultar, que convernía prender al dicho fray
Gil para lo enviar a su prelado, y que esto no sería quebrantar sus breves e
inmunidades, por ser el delito notorio y porque de la información resulta muy gran
culpa contra el dicho fray Gil e muchos delitos y que paresce, y es así, que de lo que
consta de la información es presunción de derecho que el dicho fray Gil hará muy
gran daño en la Iglesia y fieles cristianos, por lo que sería hacer muy gran servicio a
Dios y muy gran bien a la orden de Santo Domingo, donde hay tantos varones
aprobados en gran religión, vida y dotrina, prender al dicho fray Gil y con toda
brevedad enviarle a su perlado para que se compurgue de los dichos delitos y para
que le absuelva de la excomunión en que ha incurrido, si pidiere misericordia, porque
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en sólo remitirle a él y a la información, se puede entremeter el juez ordinario y el
muy reverendo padre fray Cristóbal de Rabanera, conservador por el dicho fray Gil
nombrado, hará razón y justicia en no se entremeter en defender al dicho fray Gil,
direta ni indiretamente, por no ser este caso de juez conservador; y porque al dicho
padre fray Cristóbal de Rabanera se le comunicó por este declarante la información o
parte della, sin el nombre de la persona y se le comunicaron ciertas proposiciones,
especialmente que por los pecados actuales de los padres se condenan los hijos al
infierno, y debajo de secreto de confesión se lo comunicó para que dijese a este
confesante que era obligado a hacer justicia y conciencia, y respondió el dicho padre
guardián que era herejía, y de ciertas palabras dijo el dicho señor conservador que
eran heréticas y que era la herejía de los arménicos, para lo cual mostró a este
confesante el dicho señor conservador un libro que hizo fray Alonso de Castro De
heresis, etc.; y también comunicó este confesante otra propusición que está probada
en la dicha información, acerca de la gracia previniente, la cual dijo el dicho señor
conservador que era dubdosa; y también porque el dicho padre fray Cristóbal dijo a
este confesante que este no era caso de conservador, y esto dijo antes que supiese
nada de la información el dicho padre guardián, antes le dijo que había respondido a
ciertos agentes y cómplices del dicho fray Gil que le vinieron a pedir el maremánum,
que no había necesidad de dárselo, que no era caso de conservador; y que los dichos
agentes habían dado a entender al dicho señor conservador que el dicho fray Gil
quería hacer una información de abono, e a la sazón que los dichos agentes dijeron
esto al dicho señor conservador, ese mismo día fue este declarante a la casa e
monesterio de San Francisco e le dijo el dicho guardián a este confesante lo que los
dichos agentes le habían dicho sobre la información de abono que querían hacer al
dicho fray Gil, que fuese este que declara a Alonso de Córdoba y que fuese al dicho
general Jufré y que le dijese no se entremetiese en el dicho caso ni hiciese la dicha
información, dando a entender el dicho padre guardián a este confesante que no
haciendo el dicho Jufré, que el dicho fray Gil vernía a hacer lo que fuese obligado
acerca de la culpa y delitos que en la información por este confesante mandada hacer
y hecha contra el dicho fray Gil resulta; y que han dicho a este declarante muchas
personas que el dicho fray Gil anda atemorizando los testigos, diciendo que les ha de
hacer quintar los dientes y que ha de ir hasta Roma a seguir a este confesante, y a los
testigos que los ha de hacer desdecir; por lo cual ha parecido y parece el dicho fray
Gil ser rebelde y contumaz e impenitente, y que si esto que han dicho a este
confesante es verdad, le ha parecido muy mal, porque da muestras el dicho fray Gil
en estas palabras de ser falso, incontinente e indino de la misericordia que Nuestra
Santa Madre Iglesia romana suele usar y usa contra los que han errado y con
verdadera penitencia piden misericordia; y que demás de lo que dicho tiene, dijo este
confesante, respondiendo a Delgadillo, un soldado que fue arriba pocos días ha, que
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dijo el dicho Delgadillo que fray Gil le había dicho que este confesante no predicaba
el Evangelio, y que respondió este confesante al dicho Delgadillo, que él predicaba el
Evangelio que Nuestra Santa Madre Iglesia predica y enseña que es Evangelio y que
el dicho fray Gil decía que el Evangelio que Nuestra Santa Madre Iglesia propone por
Evangelio y dice ser Evangelio no es Evangelio, que es el propio que este confesante
predica que es herejía, y que si con pertinacia el dicho fray Gil dijese que el
Evangelio no es Evangelio delante de los inquisidores, que le quemarían por hereje; y
esto dijo que es la verdad para el juramento que tiene fecho y firmolo de su nombre».
Una vez prestada su confesión, Molina obtuvo la fianza de Alonso de Escobar y
Pedro de Miranda y en ese mismo día 17 salió en libertad. El 18, Rabanera declaraba
que el entredicho, cesación a divinis y demás censuras puestas por aquél, eran de
ningún valor; pero como supiese que el vicario quería decir misa y predicar, el 20
requirió al obispo González que no se lo permitiese, y que, por el contrario, ordenase
que Cristóbal de Molina, sochantre, celebrase misa y predicase, declarando que él
(Rabanera) era juez competente en aquellos negocios; pues a pesar de que Molina
había ofrecido levantar el entredicho, hacía ya dos días a que había salido de la cárcel
y aún no había cumplido su ofrecimiento, en vista de lo cual ordenó a los fiadores que
lo restituyeran a la cárcel. Pero el Obispo no contestó una palabra y el sochantre por
más que fue conminado con pena de excomunión y multa de mil pesos, se negó
redondamente a una y otra cosa. El 21, sin embargo, se daba lectura en la iglesia
mayor al auto de Rabanera en que declaraba suspendido el entredicho.
Horas más tarde, González de San Nicolás presentaba al juez un interrogatorio de
preguntas, concebido en estos términos:
«2. Iten, si saben que el día del señor Santo Tomás apóstol, que se contaron veinte
y uno de diciembre del año pasado de mil e quinientos e sesenta y dos años, estando
en el monesterio del señor Santo Domingo, el dicho fray Gil quiso probar al dicho
licenciado Molina y a ciertos vecinos desta cibdad que allí estaban, que los que se
habían hallado en entradas contra indios, estaban obligados el uno por todos, y el
dicho licenciado Molina lo contradijo, dando por excusa que los que tenían por
letrados entonces no les avisaron a los vecinos que hacían mal; y diciendo el dicho
fray Gil que en lo que uno era obligado a saber no se excusaba, porque los letrados le
dijesen al contrario de la verdad, y porfiando el dicho licenciado Molina que se
excusaban con los letrados, vino a decir el dicho fray Gil que permitía Dios tuviesen
los hombres ciegos y falsos letrados, a las veces, por sus pecados, y a las veces por
los pecados de sus padres, y puso ejemplo en los niños que al presente nacen en
Alemania de padres herejes, los cuales llegados a edad de discreción, no oyen
predicador católico sino todos herejes, y con todo eso, no se excusa de pecado si
consienten en la herejía de sus padres, y desta manera puso otros ejemplos: digan lo
que saben.
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»3. Iten, si saben que en la mesma disputa, replicando el dicho licenciado Molina,
o un Miguel Martín que presente estaba, que de aquello se siguía que pagaban los
hijos por los padres; respondió el dicho fray Gil, que no se condenaba el hijo por el
pecado del padre, pero que dañaría al hijo muchas veces en lo temporal tener ruin
padre, e dijo que el réprobo sentido con que Dios castigaba a los padres pecadores
duraba muchas veces en sus descendientes, en prueba de lo cual trujo lo que San
Pablo dice en los gentiles: tradidi illos Deus in reprobum sensum, lo cual fue en
castigo a sus padres, porque conociendo a Dios no le glorificaron como a Dios, y
puso un ejemplo en los indios destas provincias que ni conocen a Dios ni estiman los
pecados; y trujo también la ceguedad que San Pablo dice que hasta el día de hoy
tienen los judíos, la cual, según las glosas, padecen porque sus padres crucificaron a
Cristo Nuestro Redentor: digan lo que saben.
»4. Iten, si saben que el dicho Miguel Martín se espantó en oír llamar al réprobo
sentido pena temporal, por donde es claro que el dicho fray Gil no dijo que los hijos
se iban al infierno por los pecados de los padres, ni dijo que se condenaban por el
réprobo sentido, antes dijo que el réprobo sentido era pena temporal, y en los hijos
era una desgracia de haber nacido de tales padres o en tal tierra donde no hubiese
lumbre, la cual lumbre daba Dios a quien era servido, y que si algunos se condenaban
era porque como tenían réprobo sentido, hacían pecados mortales por los cuales se
iban al infierno.
»5. Iten, si saben que el día del señor San Juan Evangelista, predicando el dicho
fray Gil en su monesterio, declaró esta abtoridad del Ezequiel: anima quae pecaverit
ipsa morietur, donde dijo cómo no se condenaba al infierno el hijo por el pecado del
padre, ni el padre por el pecado del hijo, sino cada uno por su pecado; pero que en
penas y desgracias temporales muchas veces dañaría al hijo el pecado del padre y aún
al vecino el pecado de su vecino, y entre otros ejemplos trujo el porqué la Iglesia no
admitía a los bastardos para ordenarse y para otros oficios eclesiásticos y declaró muy
cumplidamente lo en las preguntas antes desta contenido: digan lo que saben.
»6. Iten, si saben que oyendo decir el dicho fray Gil que el licenciado Molina le
imponía haber dicho proposiciones heréticas, fue el dicho fray Gil, delante de
testigos, a preguntar al dicho Molina qué proposiciones eran y quiénes estaban
escandalizados porque quería satisfacerles, y el dicho licenciado Molina dijo haber
dicho el dicho fray Gil, en la disputa susodicha, que los hijos se iban al infierno por
los pecados de los padres, y el dicho fray Gil negó haber dicho tal y el Molina alegó
con Miguel Martín, que estaba presente, y el Miguel Martín respondió que no había
oído tal, sino que les daba Dios réprobo y sentido, y que si cometían algunos pecados
se irían al infierno por sus pecados propios: digan lo que saben y declaren lo que al
dicho Molina y al dicho Miguel Martín han oído en este artículo.
»7. Iten, si saben que en la mesma junta dijo el dicho licenciado Molina que el
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dicho fray Gil el día de las Once mil Vírgenes, predicando, había dicho: «convertíos a
Dios cuando os llama, porque si no, cuando os convertiéredes no os querrá recebir» y
otras veces decía que había dicho el dicho fray Gil: «quizá os querréis convertir y no
querrá Dios», y ansí han dicho gran rato, variando y dándose con la lengua en los
dientes, que no se determinó qué era lo que el dicho fray Gil había dicho, porque no
debía de tener forjado aún el falso testimonio: digan lo que saben.
»8. Iten, si saben que el domingo siguiente, que fue octavario del señor San Juan
Evangelista, predicando el dicho fray Gil en su convento, tornó a declarar aquella
autoridad que dice: anima quae pecaverit ipsa morietur, como está dicho, y dijo que
lo que él había dicho y les decía es que cuando Dios los llamase acudiesen luego a
hacer lo que es en sí, y porque podría ser que quisiesen convertirse y no les diese
Dios para ello gracia, ni los tocase para quererlo de veras, y trujo lo que San Pablo
trata de Esaú, y otras muchas autoridades, y digan si le han oído predicar esto mesmo
muchas veces en sentido católico y nunca con escándalo ni de manera que induzca a
desesperación, que cierre la puerta a la misericordia de Dios, antes ha predicado que
aún el que se ahorca a sí mesmo podría en el instante de su muerte arrepentirse y
perdonarle Dios, y lo que les avisa siempre es no pongan tan en duda su salvación,
porque no saben si la hallarán, conforme a lo que San Pablo dice: non est volentis,
etc., y lo de David, hodie si vocent, etc.: digan lo que saben.
»9. Iten, si saben que en el mesmo sermón y en otros muchos y en públicas
conversaciones y secretas le han oído predicar y decir que es hijo de la Iglesia romana
y que todo cuanto predica y habla va sujeto a su corrección, y que está aparejado a si
en algo errare satisfacer y desdecirse, como fiel cristiano, y ha requerido que
cualquiera que de alguna cosa que le oyese predicar e decir recibiere escándalo, se lo
manifieste para que les satisfaga, y si han visto por experiencia que ha satisfecho
bastante a cualquiera que le ha venido avisar de algún escándalo que haya recibido:
digan lo que saben.
»10. Iten, digan y declaren qué sienten de la dotrina del dicho fray Gil, si es
católica, sana, provechosa y conforme al Santo Evangelio, o si es escandalosa o
sospechosa y dina de castigo: digan lo que saben».
Inútil es decir que los testigos presentados por González de San Nicolás, entre los
cuales se contaban personas de tanta distinción como Juan Jufré, Alonso de Córdoba,
Diego García de Cáceres, etc., abundaron en sus propósitos y que asintieron de una
manera más o menos precisa a todos los hechos estampados por el querellante, quien
por lo demás tanta prisa se dio en estas diligencias que, con excepción de aquellos
últimos testigos y de Pedro Serrano, aquel mismo día 21 tenían firmadas sus
declaraciones en el proceso.
Mas, sabedor Molina de que se estaba recibiendo esta información, negó su
autoridad de juez a Rabanera, diciendo que extralimitaba su comisión, calificando, a
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la vez, a Jufré, Córdoba y otros como «testigos de manga e íntimos amigos de fray
Gil», a Serrano el Viejo, de síndico del convento dominico, y a Diego de Caldera de
ser «repetidor de gramática» de su acusador.
Puede decirse que el gran empeño de los dominicos había sido hasta este
momento apremiar a Molina para que exhibiese los autos que tenía hechos contra el
provincial de la Orden: ahora la cuestión asumía una nueva faz.
Debía Molina en gran parte el haber sido puesto en libertad a su promesa de
levantar el entredicho y cesación a divinis que fulminó en la iglesia mayor: ésta
permanecía, sin embargo, cerrada y todos los empeños de los dominicos habían
resultado inútiles para reducir a Molina y al sochantre a que abriesen las puertas y se
continuasen los divinos oficios. Es fácil comprender la pena y alarma en que esta
situación mantenía a la ciudad, haciendo bastante difícil la situación de Rabanera y
sus protegidos.
Para subsanar este estado de cosas, que duraba ya una semana completa desde
que se puso en libertad a Molina, no habían bastado, como acabamos de ver, las
instancias hechas cerca del Obispo, ni los apercibimientos impuestos al sochantre.
Mas, como Rabanera contaba con el apoyo de Juan Jufré, dispensador en esos
momentos de la real justicia, le entregó un auto o mandamiento, que Pedro Serrano,
el Viejo, leyó en presencia de Molina, en que ordenaba que los sacerdotes y religiosos
de la ciudad no guardasen el entredicho o cesación a divinis puesto por el vicario, por
cuanto, según se decía, no se habían guardado en él los requisitos prevenidos por
derecho.
Pero Molina, haciendo caso omiso del nuevo decreto, ese mismo día dictó, por su
parte, otro mandamiento en que refiriéndose a fray Gil repetía que «estaba
públicamente infamado en toda esta ciudad de haber dicho muchas palabras heréticas
y otras contra la potestad del Papa e contra el imperio del Rey en las Indias»; negaba
a Rabanera su carácter de juez conservador; condenaba a Juan Jufré por el favor que
prestaba a su íntimo amigo el fraile dominico; en todo lo cual, concluía, «parece que
el dicho fray Cristóbal, apasionadamente, sin haber visto ni leído el derecho, dice lo
que le dicen por ahí e provee lo que los amigos del dicho fray Gil le ruegan que haga,
porque el dicho entredicho e cesación a divinis que yo he puesto e las sentencias de
excomunión que yo he pronunciado contra algunas personas han sido jurídicas, con
todos los requisitos del derecho, por las injurias hechas a la Iglesia e a los ministros
della, e ninguna de las dichas sentencias, ni otra cosa de las por mí hechas, no han
sido ni son contra derecho y contra las bulas, contradiciendo el maremánum, ni contra
breves o bulas concedidas a personas particulares; e por haberse entremetido el dicho
fray Cristóbal en la jurisdición ordinaria, ha incurrido en suspensión e en muchas e
muy graves penas, por derecho establecidas, por lo cual e por no ser, como no es, el
dicho fray Cristóbal juez conservador, ni poderlo ser en este caso, así por las causas y
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razones sobredichas, como por estar el dicho fray Cristóbal públicamente
excomulgado e no poder ser juez conservador, como en efeto no lo puede ser, a
pedimiento del dicho fray Gil, yo vos mando a vos e a cada uno de vos, por las dichas
causas e razones o por proveer el dicho fray Cristóbal a tiento e no guardando lo que
en sus breves se contiene e por derecho está determinado, e por querer defender,
como en efeto defiende al dicho fray Gil, en la manera que dicha es, haciendo
información para abonalle y en otras muchas cosas: que tengáis por ninguno e de
ningún valor y efeto todos o cualesquier auto o autos, mandamiento o mandamientos
pronunciados por el dicho fray Cristóbal a pedimiento del dicho padre fray Gil, como
juez conservador que dice ser por él nombrado, e guardéis, como sois obligados,
todos los entredichos, excomuniones e cesación a divinis e os abstengáis de no
comunicar ni tratar con los excomulgados por mí nombrados; todo lo cual haced e
cumplid so pena de excomunión mayor latae sententiae, en la cual incurráis luego lo
contrario haciendo e de cada docientos pesos para gastos del Santo Oficio de
Inquisición, lo cual pronuncio e mando en estos escritos e por ellos, e mando que este
edito se lea públicamente en la iglesia mayor desta ciudad, e leído, se ponga en una
de las puertas de la dicha iglesia: fecho en Santiago, a veinte y dos días del mes de
enero de mil e quinientos e sesenta y tres años. —El licenciado Molina. —Por
mandado del dicho señor juez e vicario. —Francisco Sánchez de Merlo, notario
apostólico».
Y estando con la tinta todavía fresca, el notario Sánchez de Merlo, colocándose
en las puertas de la iglesia dio lectura, desde la cruz a la firma, al mandamiento del
vicario, fijando todavía en la tablilla los nombres de los excomulgados
nominativamente, que lo fueron, Juan Hurtado, Villadiego, Rabanera, Serrano el
Viejo, Juan y Diego Jufré, Gonzalo Ronquillo, Jerónimo del Peso, Bravo y los legos
dominicos Tomé y Antonio.
Pero este paso del vicario no hizo sino acelerar el curso del proceso que le estaban
siguiendo. Tres días después que se leía su último mandamiento, dictaba Rabanera la
sentencia siguiente:
«Visto este proceso que es y se ha tratado entre partes en él contenidas, sobre lo
en él expresado e querellado, a que me refiero.
»Fallo, atentos los méritos dél, que fray Gil González de San Nicolás mostró y
probó su querella, y así haber el licenciado Antonio de Molina, contra quién se
querelló, ido contra los previlegios e indultos apostólicos, que como a tal fraile que es
de la orden de los predicadores le son concedidos por los Sumos Pontífices Romanos,
presentados en esta causa, inquiriendo y haciendo, como parescía haber fecho el
dicho licenciado Molina, información contra el dicho fray Gil y haberle querido
prender y asimismo haberle difamado y notoriamente injuriado, llamándole
públicamente de hereje y haber dicho proposiciones heréticas, dubdosas y
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escandalosas y mal sonantes, y de descomulgado, no estando el susodicho por juez
del dicho fray Gil, determinado, denunciado y declarado como de derecho se
requiere; en cuya consecuencia, declaro por descomulgado al dicho licenciado
Molina por la culpa que contra él resulta deste proceso, por razón de lo susodicho de
descomunión mayor, y por suspenso del oficio y beneficio que al presente tiene, y por
inhábil para poder tener otro, ni usarle ni ejercerle de aquí adelante, conformándome
con los dichos indultos e privilegios apostólicos, y con las penas en ellos estatuidas,
impuestas y determinadas por los Sumos Pontífices Romanos, que los concedieron
contra los transgresores dellos, al cual dicho licenciado Molina, por razón de la dicha
culpa, a que el domingo primero siguiente de la pronunciación desta mi sentencia, en
la iglesia mayor desta cibdad de Santiago, a la hora que se diga la misa mayor en la
dicha iglesia, subido en el púlpito della, a donde se suele predicar el Santo Evangelio,
diga, con voz alta e intelegible, cómo él ha llamado al dicho fray Gil públicamente de
hereje y que ha dicho palabras heréticas, mal sonantes, dubdosas y escandalosas, y de
descomulgado, impenitente y falso inconfidente, que, sin embargo de haber, a su
parescer, oído decir tales palabras no se le pudieron ni debieron decir, y que se
desdice de todas las dichas palabras que dijo contra el dicho fray Gil, e de su persona
e honra e fama, porque consta no haber dicho tal; y conformándome asimismo con la
bula e indulto del papa Sisto IV, declaro por ninguna la información fecha por el
dicho licenciado Molina contra el dicho fray Gil, y haber lugar la remisión della fecha
por el dicho licenciado Molina, solamente en los inquisidores contra la herética
pravedad, conforme a la bula del papa León X, y no en los ordinarios, la cual dicha
información mando al dicho licenciado Molina traiga y exhiba, como le está
mandado, originalmente, sin quedar en su poder traslado ni otro papel alguno tocante
al dicho negocio, y se deposite en poder de persona lega, llana e abonada, que por mí
será nombrada, de la cual se pueda sacar un traslado, para que por él el dicho fray Gil
satisfaga al pueblo en lo que fuere obligado; y declaro no ser necesario el secreto en
ella, por cesar, como cesa, en el dicho fray Gil la causa que el derecho expresa por
que el tal secreto se deba guardar, demás de por ser ninguna, y no embargante que sea
ninguna para que conste del negocio que en ella se trata contra el dicho fray Gil, a su
perlado se le lleve originalmente, como por mí está mandado; lo cual haga e cumpla
el dicho licenciado Molina dentro de otro día de cómo esta mi sentencia le sea
notificada, so pena de descomunión mayor latae sententiae; y más condeno al dicho
licenciado Molina en cien pesos de buen oro, los cuales aplico al convento de Santo
Domingo desta dicha cibdad, para vestuarios a los frailes del dicho convento, y en las
costas en esta causa, justa e derechamente contra él fechas, ansí las del asesor que en
ella he tenido, del cual declaro haber tenido, necesidad, como en las del notario desta
dicha causa, cuya tasación en mí reservo, los cuales, con la dicha condenación
pecuniaria, mando al susodicho pague realmente y con efeto a Pedro Serrano, mi
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notario, dentro de un día de cómo esta mi sentencia le sea notificada, la cual mando
se lea públicamente en la iglesia mayor desta dicha cibdad el próximo día de fiesta
que viniere; y por esta mi sentencia definitiva juzgando, así lo pronuncio y mando,
reservando en mí el derecho de proceder contra los demás parecieren culpados, contra
quien tiene querellado el dicho fray Gil. —Fray Cristóbal Rabanera. —El licenciado
Bravo. —Pronunciada en 25 de enero. Testigos: fray Juan de la Torre, y fray Antonio
Carvajal, y Juan Hurtado, escribano».
El mismo día en que se firmaba la sentencia se le notificaba a Molina; el 26,
Rabanera mandaba requerir al Obispo para que dispusiese la entrega de la iglesia, y
habiéndolo consentido, se notificó nuevamente a Molina para que diese las llaves,
pues de lo contrario se forzaría la puerta de la iglesia; y como Molina se negase
todavía a ello, se procedió a abrirla. Después de esto, Rabanera se apresuró a celebrar
misa.
El primer día de fiesta, que lo fue el domingo 31, «estando diciendo misa mayor
el ilustrísimo don Rodrigo González, electo obispo de esta diócesis de Chile, expresa
el notario, y después de haber dicho el Evangelio, habiendo predicado fray Gil, leí la
sentencia en alta voz, de suerte que la oyeron los que presentes se hallaron».
Molina, a pesar de todo, no se daba por vencido. Luego que vio que no podía
quedarse en las habitaciones anexas a la iglesia donde vivía, envió a la oficina de un
escribano a extender un poder a Jerónimo de Molina, su hermano, para que le
representase en el juicio, y en seguida fue a buscar asilo en el convento de la Merced.
Sin pérdida de tiempo redactó allí el siguiente mandamiento:
«El licenciado Antonio de Molina, canónigo, juez e vicario desta cibdad de
Santiago e su jurisdición, por el muy magnífico e muy reverendo señor el maestro
don Francisco Paredes, arcediano, visitador e vicario general destas provincias de
Chile, por los muy magníficos e muy reverendos señores deán e cabildo de la sancta
iglesia de la ciudad de La Plata, etc., hago saber a todos los fieles cristianos, vecinos
e moradores, estantes e habitantes en esta dicha ciudad de Santiago, en cómo me
consta, por bastante información, que ayer miércoles, que se contaron veinte y siete
días deste presente mes de enero, vinieron a la sancta iglesia desta ciudad fray
Cristóbal de Rabanera e fray Juan de la Torre, de la orden de San Francisco, e fray
Gil González de San Nicolás e fray Tomé Bernal, de la orden de Santo Domingo, e
Pedro de Mesa, de la orden de San Juan, y el bachiller don Rodrigo González, obispo
electo, y Melchor de Ayala, clérigos presbíteros, e Francisco Martínez, e Gonzalo de
los Ríos, vecinos desta cibdad, e Diego Jufré, e don Gonzalo Ronquillo, y el capitán
Juan Jufré, teniente de gobernador, e Jerónimo Bravo, e Pedro Martínez, alguaciles, y
el licenciado Bravo, e Pedro Serrano, y Juan de la Peña y Céspedes, escribanos, e
Juan Gaitán, e Pedro Lisperguer, Juan Hurtado, e Alonso de Villadiego, e Rodrigo
Jufré, y Bernalillo, negro del general Juan Jufré, y otro negro de don Gonzalo
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Ronquillo, todos los cuales vinieron con armas e alabardas, e con mano armada
decerrajaron e quebrantaron las puertas de la dicha santa iglesia e hicieron manifiesta
fuerza a mí el dicho vicario e a los demás clérigos que conmigo estaban, e causaron
grande alboroto y escándalo en la dicha iglesia; y no embargante el eclesiástico
entredicho e cesación a divinis que por mí está puesto, el dicho fray Cristóbal dijo
misa en la dicha sancta iglesia, e se hallaron presentes a ella todos los susodichos e
otras personas; por todo lo cual todos los sobredichos han incurrido en sentencia de
descomunión mayor ipso jure, y en otras penas contra los semejantes en derecho
establecidas; e a mayor abundamiento, yo tengo promulgada sentencia de
descomunión mayor contra los dichos dos clérigos e contra los demás seglares que en
los dichos actos se hallaron, e porque de la contagión e comunicación de los
descomulgados e ovejas sarnosas se sigue gran daño a los fieles católicos e ovejas del
rebaño de Jesucristo Nuestro Señor, por la presente amonesto a todos los fieles
católicos tengan por públicos descomulgados a todos los susodichos en este mi edito
nombrados, e como a tales los eviten, e a los que son sacerdotes no les oigan misa, ni
horas, ni comuniquen con ellos ni con los demás hasta tanto que les conste hayan
alcanzado beneficio de absolución con saludable penitencia; e porque venga a noticia
de todos mandé dar e di esta mi carta de edito en forma, la cual mando sea fijada en
una de las puertas de la dicha santa iglesia, de donde ninguno la quite, so pena de
excomunión mayor latae sententiae: que es fecha en la dicha ciudad de Santiago a
veinte e ocho del dicho mes de enero de mil e quinientos e sesenta y tres años. —El
licenciado Molina. —Por mandato del señor juez e vicario. —Francisco Sánchez de
Merlo, notario apostólico.
«Los descomulgados son los siguientes:
Fray Cristóbal de Rabanera;
Fray Juan de la Torre;
Fray Gil González de San Nicolás;
Fray Tomé Bernal;
Pedro de Mesa;
Don Rodrigo González, obispo electo;
Melchor de Ayala, clérigo;
Juan Jufré, teniente de gobernador;
Diego Jufré;
Don Gonzalo Ronquillo;
Francisco Martínez;
Gonzalo de los Ríos;
Juan Hurtado;
Alonso de Villadiego;
Juan de la Peña;
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Céspedes, escribano;
Jerónimo Bravo, alguacil;
Pedro Martín, alguacil;
Lisperguer;
Juan Gaitán;
Rodrigo Jufré;
El licenciado Bravo;
Pedro Serrano;
Bernardillo, negro;
El negro de don Gonzalo».
Conviene ahora que demos cuenta de los procedimientos de González de San
Nicolás respecto de los partidarios de Molina. El primero contra quien se dirigió fue
el clérigo Andrés Roca. El 18 de enero, el lego Tomé Bernal había ido a prenderle, y
como quisiese echarle mano delante del Santísimo Sacramento y de muchos vecinos,
Roca manifestó que por evitar tamaño escándalo se presentaría ante el juez. Pero,
dando poder al hermano de Molina, había ido, como éste, a refugiarse al convento de
la Merced, González de San Nicolás extendió también su querella a otro clérigo
llamado Juan Fernández, al licenciado Escobedo, al notario Sánchez de Merlo, y a
Cosme y Jerónimo de Molina, hermanos del vicario; y ante la justicia ordinaria, o sea
ante Juan Jufré, su amigo y favorecedor, de un Monsalve y de Miguel Martín.
Veamos cómo resume Molina los capítulos de estas querellas y los recursos de
que echó mano para combatir la sentencia que había recaído en su contra y cómo se
iba aquélla ejecutando.
«Su querella contiene que le han dicho los unos que ha dicho herejías y que es
hereje, y dice de los otros que por tal le iban a prender, juntamente conmigo, para le
enviar al juez que de la causa deba conocer; y también se ha querellado de otros,
porque entiende que Jofré, por le favorecer, ha de hacer fuerzas y molestias,
injusticias, como de hecho las ha hecho y hizo contra mí, quebrantando la iglesia
parroquial desta ciudad, a maderazos y alabardazos con mucha gente armada, y
quebrantando el monesterio de la Merced, derribando una puerta, hiriendo frailes y
haciéndome otras fuerzas grandes y prisiones; y entiende que el dicho Jofré, su
íntimo amigo, ha de hacer cuanto pudiere por molestar con prisiones y por otras iras a
todos los que dijeren en este caso lo que saben contra el dicho fray Gil, como lo hizo
con el licenciado Escobedo, que le tuvo con prisiones porque no quiere dar parecer
contra la verdad; y como lo ha hecho y hace, dando mandamiento de prisión, contra
Monsalve y contra Miguel Martín, para que anden huídos y retraídos; y otros, viendo
las dichas fuerzas y molestias, no osen decir lo que saben y han oído al dicho fray Gil
contra nuestra santa fe católica; y el dicho fray Cristóbal, por favorecer, como dicho
es, al dicho fray Gil, con penas y censuras y prisiones ha procedido y procede contra
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todos cuantos dicen haber oído al dicho fray Gil las dichas palabras y por esta causa
tiene preso al padre Andrés Roca, clérigo, presbítero, sacerdote de muy buena vida y
ejemplo, porque ha dicho que el dicho fray Gil ha dicho las dichas palabras y que
quiere probar cómo las dijo, con gran número de testigos, y cómo ha estado y está
pertinaz en ellas y cómo las niega, y para esto tiene presentado el dicho padre Andrés
Roca cierto interrogatorio de preguntas; todo lo cual ha hecho y hace y acostumbra
hacer en otros casos el dicho fray Cristóbal por favorecer al dicho fray Gil; y por esta
misma causa el dicho fray Cristóbal se nombró él conservador, a pedimiento de dicho
fray Gil, de hecho y contra derecho y contra las bulas y breves de Su Santidad
contenidas en el maremágnum; y en la prosecución de la causa ha hecho y hace
grandes fuerzas, con favor del dicho Jofré, no guardando la regla y costumbre del
seráfico padre San Francisco, ni de los varones apostólicos de su Orden, como el
bienaventurado San Buenaventura y los demás, antes contra la dicha regla y
costumbre apostólica, fue el dicho fray Cristóbal a la iglesia parroquial, a mano
armada, y decerrajó las puertas y las quebrantó y entró en la dicha iglesia y dijo misa
en tiempo de eclesiástico entredicho y cesación a divinis, en presencia de muchos
excomulgados y quebrantadores de la dicha iglesia; y estando él de derecho
descomulgado ha celebrado y celebra y hace celebrar a otros que están
descomulgados y por tales nombrados; y en tiempo de cesación a divinis compele a
decir misa públicamente, en lo cual da grandísima causa de escándalo a todo este
pueblo y da a entender que las censuras y entredichos eclesiásticos no se han de
obedecer, y da a entender que él es pontífice o obispo, que alza e quita los entredichos
y los da por ningunos; y ha habido persona que viendo lo susodicho, ha dicho que no
conoce otro papa sino a fray Cristóbal; y demás desto, el dicho fray Cristóbal dio un
mandamiento para que fuesen con mano armada al monesterio de Nuestra Señora de
la Merced a lo quebrantar y a traerme preso a este su monesterio, y lo quebrantaron y
dieron con dos lanzones o alabardas a dos frailes, por lo cual el dicho fray Cristóbal
es irregular, porque hubo notable derramamiento de sangre, por su mandamiento y
causa, y por haber dicho misa estando descomulgado y delante de descomulgados; y
demás desto el dicho fray Cristóbal, en la dicha prosecución, dio cierta sentencia en sí
ninguna, de la cual yo apelé y tengo apelado para ante quien y con derecho deba, y
para ante Su Santidad, y de las fuerzas para ante los muy poderosos señores
presidente y oidores que residen en la Real Audiencia de los Reyes; y por mandado
del dicho fray Cristóbal, en esta prisión donde estoy, me notificó un auto Pedro
Serrano, notario, el cual está descomulgado, y en el dicho auto en efeto se contiene
que el dicho fray Cristóbal no me otorga la apelación, porque dice que procede
apelación remota, conforme a sus breves u oficio de conservador, de los cuales dichos
breves e indultos y de lo en ellos contenidos, yo no apelé sino de la malicia del dicho
fray Cristóbal, la cual ha sido y es muy notoria a todo este pueblo, y de la cual dicha
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malicia, aunque se proceda apelación remota, hay apelación conforme a derecho y
della tengo apelado. Otrosí, dice el dicho auto que yo pague las costas del asesor, lo
cual es contra derecho canónico, porque si es el juez necio, no ha de ser causa la
necedad del juez que padezca la parte y que pague la asesoría, que eso sería robar en
poblado, y el que no supiere ser juez, no lo sea, ni lo acepte, y si lo aceptare, busque
asesor a su costa. Otrosí, contiene el dicho auto que pague cien pesos de pena para
que se vistan los frailes de Santo Domingo, lo cual es contra razón y contra justicia,
porque al que ha cometido tan graves delitos y perniciosos, que destruyen y abrasan
nuestra santa fe católica, como es el dicho fray Gil, no es razón que se les dé premio,
sino pena y castigo, conforme al capítulo ad abolendam de hereticis; lo otro, porque
el glorioso y bienaventurado Santo Domingo no manda en su regla que los frailes de
su Orden se vistan de penas semejantes, o por mejor decir, de exacciones forcibles,
sino de limosnas pedidas con humildad y buen ejemplo, por amor de Dios Nuestro
Señor; por todo lo cual, el dicho auto es ninguno, de ningún valor ni efecto, ni por
parte, ni contra parte, ni pronunciado por juez competente, antes es contra derecho,
contra las bulas y breves apostólicos contenidos en el maremágnum y contra las
reglas de los bienaventurados Santo Domingo y San Francisco: por lo cual apelo del
dicho auto, salvo el derecho de la nulidad, para ante quien y con derecho deba y para
ante Su Santidad, y por vía de fuerza, para ante los señores presidente y oidores que
residen en la cibdad de los Reyes.
»Otrosí, pido y requiero al dicho fray Cristóbal, que, por cuanto al tiempo que
pronunció cierta sentencia contra mí, yo estaba fuera de la cárcel al tiempo que se me
notificó, y yo apelé y tengo apelado de su malicia y fuerzas, y después acá con mano
armada, como dicho es, me ha aprehendido y tiene preso en un aposento muy frío y
húmedo, con unos grillos; que me suelte de la dicha prisión, por cuanto yo no he
cometido delicto alguno y él no es mi juez ni por tal le reconozco, sino por un fraile
que me ha hecho y hace fuerzas, con favor de Jofré, por favorecer e encubrir los
delitos y palabras heréticas del dicho fray Gil, y porque yo quiero ir en seguimiento
de mi justicia, y a dar cuenta a Su Santidad y a su Majestad y a la Santa Inquisición, y
a los provinciales de las órdenes de Santo Domingo y San Francisco, de ciertas
herejías y de ciertas personas que las han dicho y favorecido, y si fuere necesario,
daré fianzas, por redimir mi vejación, que estaré a derecho con el dicho fray Gil en lo
que pide en su querella, con tanto que el dicho fray Gil dé fianzas de estar a derecho
conmigo ante los señores presidente e oidores de la Santa Inquisición, que residen en
la corte de Su Majestad, en España.
»Otrosí, pido y requiero al dicho fray Cristóbal, en caso que no me quiera soltar
de la prisión donde estoy, sino que quiera perseverar en las fuerzas y violencias y
vejaciones que me hace, que me deje visitar a las personas que me vienen a ver y me
deje hablar con Jerónimo de Molina, mi procurador, para que pueda tratar con él las
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cosas tocantes a mi derecho, porque mi causa no perezca; y pues yo no he dicho, ni
hecho, ni defendido herejía alguna, no es justo que me prive de la comunicación
humana, sino que libremente me dejen hablar con las personas que vienen a
comunicar y tratar conmigo, en el ínterin que estoy preso; y porque luego quiero
hacer ciertas relaciones sobre lo que dicho tengo, en caso que no me suelten, pido y
requiero al dicho fray Cristóbal, deje y permita entrar en esta prisión al dicho mi
procurador, luego, para comunicar con él lo que sobre el caso se debe hacer en
servicio de Dios Nuestro Señor y en aumento de nuestra santa fe católica, y le pido y
requiero dé por ninguna la sentencia por él pronunciada contra mí, en la cual parece
haber prevaricado, y diligencias que tiene firmado de su nombre, con todo lo demás
auticado en el proceso, y que dé favor y ayuda, como religioso, para que se castiguen
todos los culpados y favorecedores en el dicho crimen y fuerzas, y haciéndolo ansí y
dando todo lo hecho y pronunciado por él por ninguno, y condenando al dicho fray
Gil en costas y en le prender para le enviar a su perlado que le castigue conforme a la
forma del derecho y regulares estatutos, hará lo que es obligado; en otra manera no
haciendo todo lo por mí pedido y requerido en este mi requirimiento, no atribuyendo
al dicho fray Cristóbal jurisdicción alguna, ni reconociéndole, como no le reconozco,
por juez, apelo dél, salvo el derecho de la nulidad y de su auto y de todo lo en él
contenido y de todos y cualesquier autos y mandamientos que contra mí hubiere
pronunciado, y apelo de cualesquier sentencias interlocutorias y difinitivas, y
retificando la apelación por mí interpuesta, apelo de nuevo para ante quién y con
derecho deba, y para ante Su Santidad, y por vía de fuerza apelo para ante los muy
poderosos presidente y oidores que residen en la cibdad de los Reyes, y pido y
requiero al presente notario me lo dé por testimonio y ponga este mi requirimiento en
el proceso, y ruego a los presentes dello me sean testigos».
Como en el interés de González de San Nicolás estaba aislar a Molina lo más que
pudiera, y especialmente de los clérigos que se manifestaban sus partidarios, aceptó
bien pronto una satisfacción de Roca, en que éste declaraba que le tenía por buen
religioso; apartándose el mismo día de su querella contra Fernández, «atento a que
había sido su padre de penitencia». Pero si Molina se vio de esta manera sin dos
partidarios de importancia, había encontrado en los mercedarios decididos
defensores.
Era en ese entonces provincial de los mercedarios fray Antonio Correa, hombre
que gozaba de gran prestigio en la ciudad y que desde un principio se manifestó
resuelto a proteger a su huésped.
Tan luego como Rabanera pudo persuadirse que Correa se había puesto de parte
de Molina, mandó, el día 12, que compareciese a su presencia a fin de que declarase
qué había en ello de verdad; y que por el daño y escándalo que podía resultar de que
entrase el notario en el convento, dispuso que la notificación se la hiciese aquél desde
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la puerta. Y a fe que tenía razón sobrada para mirar por el corchete, porque éste, poco
antes, habiendo ido encargado de una comisión semejante, hallándose en la iglesia
dando lectura a una providencia del juez, uno de los mercedarios llamado fray
Francisco Velásquez, sacó de debajo del hábito un palo que llevaba escondido y con
él le asestó al pobre notario dos golpes tales que lo dejó bañado en sangre,
repitiéndole que, del lado afuera, si quería, podía continuar leyendo sus papeles.
No consta exactamente cómo González de San Nicolás y sus partidarios lograron
extraer a Molina de su asilo, pero es lo cierto que a poco había sido conducido preso
al mismo convento de San Francisco, y a causa de las inquietudes que
constantemente estaban experimentando los frailes, temerosos de que los hermanos
del preso se presentasen a libertarlo, se resolvió al fin, el 20 de febrero, que fuese
conducido, siempre en calidad de preso, a casa del licenciado Bravo, publicándose, a
la vez, en la iglesia un edicto para que nadie fuese osado comunicarse con el preso.
Fueron, además, declarados por excomulgados el padre Correa y el notario Sánchez
de Merlo, pero éstos quitaron de las puertas de la iglesia mayor los carteles en que se
leían sus nombres y en su lugar colocaron otros. Mientras tanto, los contrarios de
Molina insistían en que se apercibiese a Bravo a que no dejase escapar al preso y que
para asegurarle más le remachase un par de grillos, a lo que aquél se había llegado.
A pesar de todo, el negocio volvía a presentarse en mejores condiciones para el
asendereado vicario. El 3 de marzo publicaron sus hermanos Cosme y Jerónimo que
al licenciado Bravo le habían dado de palos y que a consecuencia de ello estaba
moribundo, y convocando a algunos del pueblo decían que habían de quemar el
convento y matar a los frailes franciscanos, y primero que todos a Rabanera. Y
poniendo luego por obra el intento, lograron penetrar a los claustros y se desataron
allí en injurias contra Rabanera y demás conventuales.
Este hecho había de motivar el que fueran también procesados.
Mientras estos sucesos se desarrollaban, el expediente seguía su curso. Jerónimo
de Molina tenía presentado un interrogatorio para probar que González de San
Nicolás había dicho las palabras y sostenido las proposiciones que le habían valido el
proceso origen de todas estas perturbaciones, que, ¡cosa singular! Rabanera admitió,
aceptando, además que declarasen a su turno todos los testigos que Molina había
querido. Lo cierto fue que se probó que el vicario tuvo razón para procesar a
González de San Nicolás, y que éste hubo de presentar un largo escrito defendiéndose
de lo que resultaba contra él de los dichos de los testigos. Lo más original del caso
era que se llegó a justificar que el mismísimo Rabanera había declarado de una
manera explícita que algunas de las proposiciones sostenidas por fray Gil eran
heréticas!
A todo esto iba ya a expirar el término de la guardianía de Rabanera, con lo cual
había de cesar de hecho en su carácter de juez. Apresurose, pues, a dictar sus últimas
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disposiciones. El día 3 de marzo pronunció sentencia contra Escobedo, condenándole
a que se desdijese de lo que había sostenido contra fray Gil, delante del juez, del
notario y seis testigos, declarando que había mentido, y a que pagase las costas; pero
como permanecía escondido en la Merced, nada pudo hacerse contra él.
Molina, a la vez, había sido sacado de su prisión, celebraba misa y aún desde el
púlpito de los mercedarios predicaba contra los franciscanos. Esto dio lugar a que se
recibiese una nueva sumaria, cuya declaración más interesante es la de Juan Godínez,
que dice así:
«Dijo que después que el licenciado Antonio de Molina salió del monesterio de
señor San Francisco, de la prisión en que estaba esta postrera vez, le ha oído en el
monesterio de la Merced dos o tres sermones, en dos días de domingo que predicó a
la misa mayor y en un viernes que predicó a la misa de los cofrades de la Vera Cruz,
y todas las veces dijo la misa Andrés Roca, clérigo, y asimismo ha oído decir misa
una vez al dicho licenciado Molina en el dicho monesterio, rezaba, y que le ha oído
decir que no está descomulgado ni le puede descomulgar el padre fray Cristóbal hasta
que le muestre por dónde puede ser conservador, y que mostrándoselo, que todo lo
que pasa entre fray Gil y el dicho Molina, lo presentará ante él para que los oiga de
justicia; y este testigo dijo que el día que oyó la misa, al dicho licenciado Molina, fue
que acabado de decir misa, un día desta cuaresma, fray Antonio Correa, luego salió el
dicho licenciado Molina y dijo misa, y en la iglesia había mucha gente de vecinos y
vecinas y otra mucha gente, y si algunos se fueron, todos los más se quedaron y
oyeron la dicha misa, y se acuerda que oyó la dicha misa del dicho licenciado Molina
Diego García de Cáceres y otros vecinos y vecinas y personas que no se acuerda de
sus nombres, porque eran muchos los que estaban a la dicha misa; y que ha oído decir
este testigo al licenciado Juan de Escobedo que está descomulgado el dicho señor
juez conservador, y el padre fray Juan de la Torre, y el señor obispo eleto, y el
licenciado Hernando Bravo, y el teniente Juan Jufré, y todos los demás que fueron
con ellos cuando se abrió la iglesia, y al dicho licenciado Molina le ha oído decir lo
mismo, que todos los dichos están descomulgados, y que no sabe con qué conciencia
les oyen sus misas; y para esto el licenciado Escobedo abrió un libro y le mostró a
este testigo y a otras muchas personas que allí estaban, y les dijo «mirá que dice este
libro, que es los Santos Cánones y la Clementina, que dicen que poniendo el
ordinario entredicho, todas las órdenes son obligadas a guardarle, aunque sepan
claramente que es injustamente puesto, le han de guardar so pena de descomunión
mayor, reservada al papa»; y a este testigo dijo el dicho licenciado Escobedo: «pues
sois amigo del Obispo, decilde que con qué conciencia dice la misa, pues está
descomulgado por haber venido a la iglesia mayor»; y este testigo le dijo que no se
quería entremeter en cosas del Obispo, porque se enojaría luego, y téngole por señor,
y dirá que le ando yo calumniando; y el dicho licenciado Escobedo dijo que le
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escribiría una carta y que este testigo se la llevase, y él no la quiso llevar; y dijo este
testigo que él es uno de los que han dicho, y dice hoy día, que no tiene por
conservador al padre fray Cristóbal de Rabanera, hasta tanto que muestre el recabdo o
bula que tiene para ello, y que mostrándoselo le obedecerá, guardará y cumplirá todo
lo que le mandare, en aquellos casos que le son permitidos por derecho; y que esto
que aquí dice ha oído decir a todos los más vecinos deste pueblo, y estantes y
habitantes, y a este testigo y a los demás del Cabildo desta cibdad, han dicho y les
dicen hoy día muchas personas que por qué consienten al padre fray Cristóbal hacer
lo que hace, usando oficio de conservador sin mostrar por dónde, y pregonarse en la
plaza desta cibdad públicamente, como hacen a las provisiones de los gobernadores,
para que le obedezcan, y que si no tiene este recabdo para ser conservador, que se
esté en su monesterio; y que asimismo Pedro Serrano, su notario, no ande por el
pueblo notificando los autos que le manda, porque se alborotan todos de verle hacer
las notificaciones que hace, porque hay dos letrados en esta cibdad, el uno, el
licenciado Bravo, que dice que el dicho padre fray Cristóbal de Rabanera es
conservador y puede serlo, y el licenciado Juan de Escobedo dice que no lo es, ni lo
puede ser, por los recaudos que ha visto, si no tiene otros, y que para esta verdad, si
fuese menester, irá el dicho licenciado al Rey, y pagará por todos, si él no dice
verdad; y que ha oído decir este testigo al dicho licenciado Molina y a Cristóbal de
Molina, sochantre, que dónde se ha visto fraile de San Francisco prender a la orden
de San Pedro; y esto dijo el dicho Cristóbal de Molina, sochantre, y el dicho
licenciado Molina dijo que aunque el padre fray Cristóbal sea jurídicamente
conservador no puede prender a ningún clérigo, si no es por hereje, sino hacer su
probanza y con censuras y penas castigar, y que el dicho fray Cristóbal ha hecho
cárcel su monesterio y que es cosa no vista, y que hasta en España ha de avisar dello;
y que esta es la verdad y lo que sabe para el juramento que hizo, y siéndole leído este
su dicho se retificó en él, y dijo ser de edad de cuarenta e cinco años, poco más o
menos, y firmolo; y más dijo este testigo, que oyó la misa del licenciado Molina y los
sermones, por la licencia que tiene el dicho licenciado Molina del licenciado Bravo
justicia mayor desta cibdad, para decir misa y predicar, o confesar, o hacer lo que
bien le estuviese, ateniéndose a su conciencia; y que sabe este testigo, porque el dicho
teniente Hernando Bravo juntó a los del Cabildo y les dijo: «he sabido que el
licenciado Molina se quiere meter en la iglesia mayor; es escándalo y no lo puede
hacer hasta que cumpla su sentencia y se vea su negocio abajo, en Lima; los que le
han fiado vayan de mi parte a decirle que se esté quedo y no haga tal, porque le
prenderé y terné en prisiones hasta que muera»; y este testigo y los demás del Cabildo
le respondieron no saber tal y que ellos irían de su parte a decírselo, y todo el Cabildo
le dijo al dicho teniente: «este clérigo dice que no está descomulgado, y que ha de
decir misa y predicar y confesar donde quiera que estuviere, porque en la fianza que
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dieron por él no se obligaron los fiadores a que lo deje de hacer»; y respondió el
dicho señor teniente: «estése en el monesterio de la Merced o donde quisiere; como
nos deje, haga lo que quisiere»; y así fueron este testigo y algunos del Cabildo y
hablaron al dicho licenciado Molina lo que pasaba, y el dicho licenciado Molina
respondió: «por vosotros, señores, yo lo haré, porque no digan que escandalizo el
pueblo; yo no entraré en la iglesia, aunque pierdo de mi justicia, e si hobiera navío en
el puerto, me fuera luego a embarcar por no ver lo que pasa, y a dar cuenta al Rey», y
firmolo. —Juan Godínez. —Ante mí, Pedro Serrano, notario apostólico».
Con estos antecedentes, el 4 de marzo sacaron nuevamente con el auxilio de la
fuerza, a Molina del convento de la Merced y le llevaron a casa del alguacil mayor,
Alonso de Córdoba, siendo afianzado de cárcel segura para la ciudad, por Godínez,
Pastene y Gómez de don Benito, quienes se comprometieron a embarcarle en el
primer navío que saliese para el Perú, si seguía las cuestiones contra fray Gil. A la
vez se notificó al maestro Paredes, de quien derivaba Molina sus atribuciones, que no
le diese licencia para irse del reino, a lo que aquél se negó diciendo que «no le
constaban los recabdos que tenía Rabanera del Papa para ser juez»; agregando en otro
escrito que Molina no le había hecho injuria al dominico; respuesta que le valió una
nueva querella de éste, la que se declaró sin lugar.
En esos momentos cesaba Rabanera en sus funciones de guardián y le sucedía en
ellas fray Francisco de Turingia, que aceptó en el acto continuar en el cargo de juez.
En esta virtud y en vista de una petición de los dominicos, resolvió que se llevase de
una vez adelante la ejecución de la sentencia contra Molina y que se siguiese la causa
contra Antonio de Escobedo, Santiago de Azócar, Sánchez de Merlo y Cristóbal de
Molina.
Procediose, en consecuencia, a tasar las costas que debía pagar el vicario, las
cuales ascendieron a trescientos setenta y tres pesos, correspondiendo de ellos
doscientos treinta al licenciado Bravo, veintitrés al juez, cien al notario, y veinte por
otras diligencias. Y para hacer efectivo el pago, se publicó en la iglesia mayor que el
que supiese de los bienes de Molina y Escobedo diese luego razón de ellos.
Mientras tanto, Molina acompañado del licenciado Escobedo y del notario
Sánchez de Merlo, se había escapado, sin licencia, el 26 de abril, camino de
Concepción, a informar, según decía, al gobernador Villagrán de lo que le había
ocurrido en Santiago; y a pesar de que se hizo salir en su alcance algunos emisarios
de González de San Nicolás, que alcanzaron a los fugitivos «en la dormida de Río
Claro, cuatro leguas del asiento de indios de Gualemo», no se logró impedir que
continuasen adelante.
De los demás actores que habían figurado en estos ruidosos sucesos, el padre
Correa pidió y obtuvo absolución de las censuras un mes antes de la partida de sus
amigos; Paredes, de quien se solicitó que escribiese al vicario de Concepción que no
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permitiese a Molina celebrar misa, convino en ello, y aún poco después le mandó
prender; Cristóbal de Molina, por fin, declaró en 28 de julio, que el recado que él
había llevado a Juan Jufré para prender a fray Gil, no supo lo que contenía; cuya
excusa éste acepto para desistirse de su querella.
Por esos días el vicario Molina y sus dos compañeros iban navegando con
dirección al Callao a presentar sus quejas ante la Real Audiencia de Lima. Allí habían
bien pronto de reunírseles Alonso de Escobar, Diego de Frías y fray Gil González de
San Nicolás.
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Capítulo V
Entre los procesados por cosas tocantes a la fe antes del establecimiento del Santo
Oficio en Lima se cuenta a Francisco de Aguirre, cuya figura de todos conocida, tan
prominente lugar ocupa en la historia de la conquista de Chile. Bástenos, pues, para
nuestro propósito, repetir aquí, con ocasión de sus servicios, lo que él mismo
expresaba en carta dirigida al virrey del Perú, desde Jujuy, con fecha 8 de octubre de
1566: «Pasan de treinta y seis años los que ha que vine a este reino, y no desnudo,
como otros suelen venir, sino con razonable casa de escudero y muchos arreos y
armas y algunos criados y amigos. Fui en pacificar y poblar y ayudar a conquistar la
mayor parte del reino del Perú, desde Chimbote adelante, y me hallé en la conquista
de todo lo principal de Chili y en todas las guerras y más principales guazabaras que
los indios nos dieron, y en el descubrimiento y pacificación de esta pobre
gobernación de Tucumán de que Su Majestad me ha hecho merced; y estándola
gobernando me fue forzado salir della porque me enviaron a llamar los de Chili,
muerto el gobernador Valdivia, para que los gobernase, por nombramiento que al
tiempo de su muerte me hizo; y como Francisco de Villagrán también pretendiese
aquella gobernación, el marqués de Cañete envió por gobernador a su hijo don García
Hurtado de Mendoza, el cual nos envió a Lima; y como Su Majestad hiciese merced
de la gobernación de Chile, a Francisco de Villagrán, determiné de me recoger a mi
casa en Copiapó, y habiendo estado en ella descansando sólo siete meses, que nunca
otro tanto tiempo he tenido sosiego ni descanso en estas partes, vino por visorrey del
Perú el conde de Nieva, mi antiguo señor, el cual me envió a mi casa una provisión
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del gobernador de Tucumán y me escribió que en aceptalla haría muy gran servicio a
Su Majestad…».
Desde ese momento, Aguirre determinó ponerse en camino para el territorio cuyo
mando se le encargaba y que por aquel entonces se hallaba en el más deplorable
estado. Los indios se habían sublevado y muerto a muchos de los pocos españoles
que por allí andaban; los pueblos por ellos fundados habían sido destruídos,
quedando en pie sólo Santiago del Estero, donde permanecían encerrados, aunque
faltos de todo y sin esperanza de socorro, unos cuantos soldados.
Aguirre despachó desde luego de la Serena a su hijo mayor, que con sólo ocho
hombres logró llegar a la ciudad para alentar a los sitiados con el aviso del próximo
arribo del gobernador su padre. Éste, en efecto, penetrando por la tierra de guerra,
libraba una batalla a los indios rebelados, derrotándolos con pérdida de uno de sus
hijos y cuatro soldados, habiendo salido herido él y otros dos de sus hijos.
Desde los Charcas, entre tanto, se había enviado con alguna gente al capitán
Martín de Almendras, la que, habiendo perecido éste a manos de los indios, fue a
reunirse con la que ya estaba en Santiago.
Deseoso Aguirre de fundar un pueblo en las vecindades del Mar del Norte «para
que por allí todo este reino del Perú se tratase, y se pudiese con facilidad ir a
España», púsose en camino hacia el oriente, llevando ciento veinte hombres y más de
quinientos caballos; pero cuando se hallaba ya a quince leguas del sitio en que
pensaba fundar, esperando por momentos un ataque de los indios que habitaban
aquellos sitios, amotináronse a medianoche los soldados de Almendras y otros que
iban con miedo, pareciéndoles «que eran muchos los indios con quienes habían de
pelear», y gritando: «viva el general Jerónimo Holguín», a quien los conjurados
habían nombrado por su jefe, prendieron a Aguirre, a sus hijos y amigos, desarmaron
a los demás que se mostraban de su parte, autorizando su proceder con decir que
tenían para ello un mandamiento del presidente de los Charcas, y así presos, los
llevaron a Santiago del Estero.
Bien pronto comprendieron los sublevados que la permanencia de Aguirre y sus
parciales dentro de su gobernación no podía continuar, ya que de ese modo se verían
forzados a vivir en perpetua alarma, temerosos de la reacción que pudiese efectuarse
en su favor. Determinaron, pues, salir de allí en dirección a Esteco, llevando siempre
presos y con grillos a Aguirre y a sus hijos, resolviendo un día matarlos y otros no,
hasta que al fin, dice Aguirre, «fue Dios servido que acordaron concertarse con un
clérigo que había sido en la consulta, e hiciéronle ellos mesmos de vicario y dijéronle
que procediese contra mí por la Inquisición, y ellos fueron los testigos y el clérigo el
juez, y con esto les pareció que podían enviarme a esta Audiencia de los Charcas…».
Los que han delinquido contra Vuestra Majestad, continúa Aguirre, «no sólo se
van sin castigo, pero aun se concertaron el Obispo y Presidente de esta ciudad (de La
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Plata) para que me prendiese a mí el Obispo por la Inquisición y me tuvieron donde
no podía decir la causa de mi prisión, ni nadie la sabía, más de la voz de Inquisición,
hasta tanto que por mi parte se apeló para el arzobispo de los Reyes, de no haber caso
de Inquisición, ni haberlo yo jamás pensado, y de mi injusta prisión, y así estoy agora
en esta ciudad, donde diciéndole al Obispo que por qué lo había usado tan mal,
respondió a los que se lo decían, que era mejor cargarme a mí la culpa por excusar
muertes de los que me habían prendido. Vea Vuestra Majestad si era más justo que
padeciese mi honra y mi persona por haber servido a Vuestra Majestad y porque
pedía a un clérigo que fue de parte del Obispo que me mostrase mandado de Vuestra
Majestad para que se le acudiese con los diezmos, porque de otra manera yo no
consentiría sino que se metiesen en la Real Caja, como hasta allí se había hecho; y
deste desacato que tuve con el clérigo me hizo el Obispo caso de Inquisición y otros
más principales, que fue, lo uno, decir yo que Vuestra Majestad era vicario general en
estos reinos y que yo estaba en su real nombre, y también que dije que si necesario
fuese moriría por la fe de Jesucristo tan bien como murió San Pedro y San Pablo.
Éstas fueron las principales causas que el Obispo tuvo, y la más principal el no
haberle querido acudir [con] los diezmos, sin provisión de Vuesa merced, y por esto
quiso favorecer los tiranos y tan notorios deservidores de Vuesa merced y que
hicieron delitos de muertes y robos y usurparon vuestra jurisdicción real».
Julián Martínez, el clérigo y vicario a quien Aguirre viene refiriéndose, dando
cuenta del suceso de la prisión, escribía por su parte al cardenal Espinosa, inquisidor
general, estas palabras: «yo fui por vicario general de las provincias de Tucumán,
Diaguitas y Xuríes, donde Dios Nuestro Señor ayudándome, procedí contra Francisco
de Aguirre, gobernador de las dichas provincias, y contra su hijo Hernando de
Aguirre, por vía de Inquisición, y los truje presos con mucho trabajo y peligro de mi
persona y de los que me ayudaron, y los entregué en la ciudad de La Plata al Obispo
mi señor, donde han pasado y dicho y hecho muchas desvergüenzas y atrevimientos
que no se acabarán de decir en mucho tiempo».
Junto con esta noticia, Martínez enviaba al Inquisidor copia de las principales
proposiciones de que, tanto el reo como uno de sus hijos, eran acusados, y que, según
él, ascendían a más de noventa.
Los más notables capítulos de acusación formulados contra el fundador de la
Serena y conquistador de Chile, eran:
Que con sólo la fe se pensaba salvar; que no se había de tener pena por no oír
misa, pues bastaba la contrición y encomendarse a Dios con el corazón; que había
dicho que no confiasen mucho en rezar, pues él había conocido a un hombre que
rezaba mucho y había parado en el infierno, y a un renegador que se había ido al
cielo; que dijo que si viviesen en una república un herrero y un clérigo, habiendo de
desterrar a uno de ellos, que preferiría desterrar al sacerdote; que absolvía a los indios
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y les dispensaba para que pudiesen trabajar en los días festivos; que ningún clérigo de
los que residían en Tucumán, salvo uno que él había puesto, a quien unas veces daba
licencia y otras no, tenían poder para administrar los sacramentos, mandando que no
llamasen vicario al que era, y que habiendo puesto las manos en él, no se tenía por
excomulgados; que no había allí otro papa, obispo o rey sino él; que las
excomuniones eran terribles para los hombrecillos y no para él; que a los que iban a
oír misa a casa del dicho vicario, les decía que eran luteranos; que sostenía que
ningún sacerdote que no fuese casado, podía dejar de estar amancebado o cometer
otros delitos más feos; que habiéndose ido a confesar, le dijo el confesor que estaba
excomulgado y que se absolviese y satisficiese, a lo que había contestado que, por la
opinión del pueblo, si le quería absolver, que le absolviese; que se hacía más servicio
a Dios en hacer mestizos que el pecado que en ello se cometía; que sostuvo que
Platón había alcanzado el evangelio de San Juan In principio erat Verbum; que el
cielo y la tierra faltarían, pero que sus palabras no podrían faltar, etc., etc.
Llevado, pues, con grillos a la ciudad de La Plata se le tuvo allí preso mientras se
tramitaba el respectivo expediente. Pero pasaban los días y los meses y la resolución
del negocio no llegaba. La verdad era que concurrían para esto causas políticas, por
cierto del todo ajenas al negocio de inquisición. Los miembros de la Audiencia de La
Plata, divididos ya desde un principio en dos bandos por lo tocante a las cosas de
Aguirre, con la presencia de éste se exaltaron aún más. El Presidente y el licenciado
Haro tomaron con empeño combatirle por todos los medios, al paso que el oidor Juan
de Matienzo daba una de sus hijas en matrimonio al hijo mayor de Aguirre y
emparentándose con él, se hacía su más decidido valedor. Intrigas van y vienen de
una parte y de otra; ausentase a Lima el Obispo encargado de sentenciar el proceso; y,
al fin, todo contribuye a que, como se expresaba Aguirre con profunda y legítima
amargura, «pensando yo que aquello se acabara en una hora, me hicieron detener
cerca de tres años y gastar más de treinta mil pesos, y aún procuraron que nadie me
prestase ni me fiase, para que me muriese…».
«Jueces que esto hacen, continúa luego el viejo soldado, dirigiéndose al virrey
Toledo…, vea vuestra excelencia si son jueces o tiranos, si desean servir al Rey o
alterar la tierra, pues no podré contar a vuestra excelencia, por más memoria que
tenga, la décima parte de las exorbitancias que esos dos jueces han hecho contra mí y
yo he sufrido. Procuraron también con todas sus fuerzas que el Obispo me
inhabilitase o me desterrase de Tucumán, y trataron con don Gabriel Paniagua que
pretendiese la gobernación… Y favoreciendo el don Gabriel a Jerónimo Holguín, que
al fin había sido condenado a muerte, «por mandado del Presidente importunó al
Obispo que le diese las cosas del proceso que decían que había en él, sólo para me
infamar; y al fin, por pura importunidad, porque decían que si no lo daba, decían el
Presidente y Haro que le condenarían a muerte, y de otra manera no, el Obispo les dio
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la sentencia y la consultación, sin hacer al pleito más que un libro de Amadís, todo
con dañada intención y a efeto de me infamar…».
En medio de estos sinsabores había pasado, pues, Aguirre bien cerca de tres años .
Cuando ya no fue posible dilatar por más tiempo la causa, los jueces delegados del
Obispo dictaron la sentencia siguiente:
«Visto por nós el doctor don Fernando Palacio Alvarado, arcediano desta santa
iglesia, provisor e vicario general deste obispado, el licenciado Baltasar de
Villalobos, e fray Marcos Xufre, guardián del convento de San Francisco de dicha
cibdad de La Plata, el licenciado Bartolomé Alonso, vicario de la villa imperial del
Potosí, jueces delegados y de comisión por el ilustrísimo y reverendísimo señor don
fray Domingo de Santo Tomas Navarrete, maestro en sancta teología, obispo deste
obispado, inquisidor ordinario y general, del Consejo de Su Majestad, el pleito que se
ha tratado en esta Audiencia episcopal entre partes, de la una el licenciado Juan de
Arévalo, promotor fiscal de la Inquisición ordinaria, acusante; e de la otra, Francisco
de Aguirre, gobernador de la provincia de Tucumán, reo acusado:
«Hallamos, vistos los abtos e méritos deste proceso, e todo lo demás que cerca de
él fue necesario verse, que para la culpa que contra él resulta, debemos de condenar e
condenamos en dos años e más tiempo de prisión que ha tenido, la cual declaramos
haber sido justa e se la damos por pena; más le condenamos a que después que sea
suelto de la prisión e cárcel donde al presente está, llegado que sea a la cibdad de
Santiago del Estero, provincia de Tucumán, el primero o segundo domingo oiga la
misa mayor en la iglesia parroquial, estando desde el principio della hasta el fin, en
pie e descobierta la cabeza, y en cuerpo, con una vela encendida en la mano, e al
tiempo de las ofrendas, en voz alta, que lo puedan entender los que estoviesen dentro
de la dicha iglesia, diga las proposiciones que tiene confesadas, e las declare según e
de la manera que se le darán escritas e firmadas del ordinario, e de su notario; e diga
que por la libertad que ha tenido e tomado como gobernador e justicia mayor de
aquella provincia, e con arrogancia e temeridad dijo e afirmo las dichas proposiciones
inorantemente, las cuales han cabsado escándalo con su mal ejemplo, sean edificados
con su humildad, obidiencia e reverencia que tiene a la Santa Madre Iglesia; se le
mandó hacer e hace aquella penitencia, de lo cual invíe ante el ordinario deste
obispado testimonio del vicario que es o fuese en la dicha cibdad de Santiago, con la
primera gente que salga para este reino, con el apercibimiento que no lo haciendo ni
inviando el dicho testimonio, se procederá contra él como contra persona
impenitente. Más le condenamos en un mil e quinientos pesos de plata ensayada,
aplicado en esta manera: los setecientos e cincuenta pesos para ayudar a pagar un
terno de brocado que esta santa iglesia ha comprado, e los otros setecientos e
cincuenta pesos para gastos de justicia, a la dispusición del ordinario. Más le
condenamos a que dé a la iglesia parroquial de Santiago del Estero una campana que
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pese más de dos arrobas. Más le condenamos en las costas deste proceso, la tasación
de las cuales se reserva al ordinario; lo cual todo guarde e compla e pague antes que
sea suelto de la cárcel e prisión en que está; e compliéndolo e pagándolo, le
mandamos absolver de cualquier censura y excomuniones en que ha incurrido cerca
de lo contenido en este proceso; e le mandamos alzar cualesquier secrestos de bienes
que sobre esta cabsa se le hayan hecho. E por esta nuestra sentencia definitiva
juzgando, ansí lo pronunciamos e mandamos en estos escritos, e por ellos. —El
doctor Palacios Alvarado. —Licenciado Baltasar de Villalobos. —Fray Marcos
Xofre. —El licenciado Bartolomé Alonso.
«Dada e pronunciada fue la dicha sentencia por los dichos señores jueces que la
firmaron, estando en audiencia, en presencia del dicho gobernador Francisco de
Aguirre, preso, que fue traído para oírla, e del licenciado Juan de Arévalo, fiscal desta
causa; a los cuales e a cada uno dellos, se les notificó en sus personas, que lo oyeron.
En la cibdad de La Plata, quince de octubre de mil e quinientos e sesenta e ocho años.
—Ante mí, Juan de Loza, notario apostólico…».
La parte de la sentencia en que se le mandaba leer su retractación en la iglesia de
Santiago del Estero, obtuvo Aguirre que se le conmutase, consiguiendo que, en lugar
de él, pero en su presencia, leyese la retractación el vicario, previo el entero de
quinientos pesos de plata ensayada.
En cumplimiento de esa sentencia, Aguirre, el día primero de abril de 1569, hizo
la siguiente abjuración en la ciudad de La Plata:
«Por cuanto yo Francisco de Aguirre, gobernador de las provincias de Tucumán,
fui acusado por el Santo Oficio de la Inquisición ordinaria ante Vuestra Señoría
Reverendísima de ciertas proposiciones, que algunas de ellas son heréticas, otras
erróneas, otras escandalosas y mal sonantes, las cuales yo dije y afirmé, no con ánimo
de ofenderá Dios Nuestro Señor, ni ir contra los mandamientos de la Santa Madre
Iglesia e fe católica, sino con ignorancia, las cuales me fueron mandadas abjurar
todas de levi por los jueces delegados a quien Vuestra Señoría Reverendísima
cometió este dicho negocio, e por cuanto en la forma de abjuración que ante los
dichos jueces hice no se guardó la orden de derecho en el abjurarlas ni las abjuré
todas, según las tengo confesadas, como por el dicho abto se me mandó, que yo
consentí, lo cual no fue por mi culpa sino por no dármela los dichos jueces; por tanto,
en cumplimiento del dicho abto e como hijo que soy de obidiencia a la Santa Madre
Iglesia, a cuya corrección yo me he sometido y someto, e a la de Vuestra Señoría
Reverendísima en su nombre, como católico y fiel cristiano que soy, parezco ante
Vuestra Señoría Reverendísima como ante inquisidor ordinario, e poniendo la mano
derecha sobre esta cruz e crucifijo e sobre los Sagrados Evangelios, abjuro de levi e
declaro las dichas proposiciones que en mi confesión tengo confesadas, en la manera
siguiente:
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«Primeramente digo que dije y confieso haber dicho que con sólo la fe me pienso
salvar, lo cual sabe a herejía manifiesta, y es proposición escandalosa dicha como
suena; y en este sentido la abjuro de levi como tal proposición, y digo que la entendí,
cuando lo dije y después acá y agora, siendo la fe acompañada con obras y guardando
los mandamientos de Dios Nuestro Señor, y mediante los merecimientos de su
pasión.
»Iten, confieso que dije delante de muchas personas que no toviesen pena por no
oír misa, que bastaba la contrición en su corazón y encomendarse a Dios con su
corazón, lo cual abjuro de levi en el sentido que engendró escándalo; y confieso que
es verdad que habiendo sacerdote con quien confesarse vocalmente y de quien oír
misa en los días que la Iglesia lo manda, es necesario oír misa y confesarse.
»Iten, digo y confieso que dije que yo era vicario general en aquellas provincias
en lo espiritual y temporal, lo cual es error y herejía como suena, y en este sentido lo
abjuro de levi, y digo y confieso que el Sumo Pontífice es vicario general, en lo
espiritual, de Cristo Nuestro Señor, a quien todos hemos de obedecer y estamos
subjetos, y haber yo dicho lo contrario fue por inadvertencia y con poca
consideración.
»Iten, confieso que dije que yo dispensaba con los indios para que pudiesen
trabajar los domingos y fiestas de guardar, y les absolvía de la culpa. Digo que esto es
error manifiesto y herejía, y en este sentido lo abjuro de levi y confieso que haberlo
dicho y hecho fue escándalo; y que lo dije inconsideradamente, y entiendo que no les
puedo yo absolver ni dispensar, por no tener poder para ello; y que algunos días les
hice trabajar para sacar una acequia de agua para sus sementeras, y algunas fiestas
trabajaron en mi casa.
»Iten, confieso que dije que ningún clérigo de los que estaban en aquella
gobernación había tenido poder para administrar los sacramentos, ni había valido lo
que habían hecho, sino un clérigo que yo había proveído, lo cual decirlo es error
notable y herejía, que como tal la abjuro de levi, y digo que lo dije sin consideración
alguna, y confieso que los sacerdotes proveídos por sus prelados tienen abtoridad
para lo susodicho, y los demás no.
»Iten, confieso que dije que no había otro papa ni obispo no yo. Digo que esta
proposición así dicha es herética; y me hice más sospechoso de levi en ella por haber
dado un mandamiento y pregón para que nadie hablase al vicario; y confieso que no
pude dar el dicho mandamiento ni pregón; e abjuro de levi por tal la dicha
proposición, y entiendo que ni soy papa ni obispo, ni tengo autoridad de ninguno de
ellos; sino que lo dije con enojo que tenía con dicho vicario, e porque los que estaban
debajo de mi gobernación me temiesen y respetasen.
»Iten, confieso haber mandado que al padre Francisco Hidalgo, vicario que era a
la sazón en aquella gobernación, no le llamasen vicario, y que no consentía que el
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dicho vicario administrase sacramentos sin mi licencia, y que algunas veces daba la
dicha licencia y otras no. Confieso haberlo hecho y ser error e manifiesto, y por haber
dicho las proposiciones antes desta, me hice más sospechoso de levi, y en este sentido
lo abjuro de levi, y digo que no lo mandé porque no sintiese que siendo el dicho
vicario proveído por su prelado no fuese vicario, sino porque estaba enojado y mal
con él.
»Iten, confieso haber dicho que las excomuniones eran temibles para los
hombrecillos; pero no para mí. Confieso ser error manifiesto y herejía, y que me hice
sospechoso desto de levi, porque me dejé estar excomulgado casi dos años por haber
puesto las manos en un clérigo; y que no tenía la excomunión en nada, aunque yo
entendía que no estaba excomulgado por no haber habido efusión de sangre. Iten,
ansimesmo que dije que no se fuese a absolver los que estaban excomulgados, y
haber castigado por ello a algunas personas. Iten, ansimesmo haber dicho al dicho
vicario que dijese misa, y no dijese, que porque yo estaba excomulgado no la decía y
que se dejase de pedirme que me absolviese, porque no había ningún excomulgado
sino el señor vicario, y ansí no me quise absolver por espacio del dicho tiempo. Digo
que todo lo susodicho es verdad, y que lo dije e hice, por lo cual me hice más
sospechoso de levi en aquella proposición que dije que las excomuniones eran
terribles para los hombrecillos y no para mí, y en este sentido la abjuro de levi.
»Iten, confieso haber dicho que habiendo en una república un herrero y un
clérigo, que se hobiese de desterrar el uno dellos, que antes desterraría al sacerdote
que no al herrero, por ser el sacerdote menos provechoso a la república, lo cual es
proposición injuriosa al estado sacerdotal, y escandalosa y que sabe a herejía, y en el
sentido que causó escándalo y tiene el sabor dicho, la abjuro de levi, lo cual dije por
el odio particular que tenía con el padre Hidalgo.
»Iten, confieso haber dicho que ningún religioso que no fuese casado podía dejar
de estar amancebado o cometer otros delitos más feos. Digo que esta proposición es
injuriosa al estado de religión y castidad, y como suena, herética, y en tal sentido la
abjuro de levi, y entiendo que los religiosos y clérigos no pueden ser casados, y que
pueden vivir sin ser amancebados, ni cometer los demás delitos dichos.
»Iten, confieso haber comido carne en días prohibidos, por necesidad que tenía, y
diciéndome algunas personas que para qué la comía en días prohibidos, dije que no
vivía yo en ley de tantos achaques. Confieso haberlo dicho, y que fueron palabras
escandalosas y que saben a herejía; y en este sentido la abjuro de levi, y entiendo que
no se puede comer carne en los días prohibidos por la Iglesia, sin necesidad; y digo
haber dicho las dichas palabras porque la ley de Cristo, y que yo tengo, no puede ser
achacosa, siendo como es tan justa, santa y buena.
»Iten, confieso haber dicho que se hace más servicio a Dios en hacer mestizos que
el pecado que en ello se hace; y es proposición muy escandalosa y que sabe a herejía;
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y en este sentido la abjuro de levi, pero no lo dije con intención del cargo que se me
hace, porque bien entiendo que cualquier fornicación fuera de matrimonio es pecado
mortal.
»Iten, confieso que dije que el cielo y la tierra faltarían, pero mis palabras no
podían faltar, lo cual es blasfemia herética; y confieso haberlo dicho con arrogancia,
hablando con los indios, preciando de hombre de mi palabra y que los indios creyesen
que la cumpliría.
»Iten, confieso haber dicho que no fiasen mucho en rezar, que yo conocí un
hombre que rezaba mucho y se fue al infierno; y otro, renegador, que se fue al cielo,
la cual es proposición que ofende los oídos cristianos y temeraria, pues bien entiendo
que es santa y virtuosa cosa el rezar y que el renegar y blasfemar de Dios es gran
maldad y gran ofensa de Dios, y ansí lo declaro y confieso.
»Las cuales dichas proposiciones que ansí dije y tengo abjuradas de levi e
declaradas, en las cuales me he sometido y agora de nuevo me someto a la corrección
de la Santa Madre Iglesia; e las que son contra nuestra santa fe católica y
determinación de la Iglesia, las revoco e abjuro de levi, e prometo la obediencia a la
Santa Madre Iglesia católica, e juro por esta cruz e crucifijo e santos cuatro
Evangelios que con mi mano derecha toco, de no ir ni venir contra ella, ni tener las
dichas proposiciones ni algunas dellas, agora ni en ningún tiempo, e sabiendo que hay
algunas personas que las tengan o otras algunas, las manifestaré a la Santa Madre
Iglesia e a sus jueces, e que cumpliré cualquier penitencia que por lo que de este
proceso contra mí resulta me fuere puesta, según y como lo tengo prometido e jurado
ante los jueces comisarios de Vuestra Señoría Reverendísima. —Francisco de
Aguirre. —Fray Dominicus Episcopus de La Plata. —Ante mí, Juan de Sosa, notario
apostólico».
«En la dicha cibdad de La Plata el dicho día, primero día del mes de abril de mil e
quinientos e sesenta e nueve años, ante S. S. R. y en presencia de los dichos
consultores, en abdiencia e juzgado secreto paresció presente el dicho Francisco de
Aguirre, e juró e abjuró las proposiciones arriba contenidas, según y como en ellas y
en cada una dellas se contiene, que por mí el dicho notario e secretario le fueron
leídas, diciendo el dicho Francisco de Aguirre en cada una de las dichas
proposiciones como en ellas se contiene, que ansí lo juraba, decía e abjuraba de levi,
e declaraba; e luego incontinente, en presencia de los dichos señores consultores y en
presencia de mí el dicho notario y secretario de Vuestra Señoría Reverendísima
absolvió al dicho Francisco de Aguirre de cualquier excomunión y censura en que
hubiese incurrido por las cosas contenidas en este proceso, como juez inquisidor
ordinario, la cual absolución S. S. R. hizo en forma, estando el dicho Francisco de
Aguirre hincado de rodillas. —Ante mí, Juan de Sosa, notario apostólico».
Por más que tratándose en este caso de una causa enteramente ajena a la
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administración civil, no tenía el Obispo por qué dar cuenta de ello al Rey, es lo cierto
que se creyó en el caso de participarlo al Consejo de Indias, por las causas que se van
a ver.
En efecto, dos días después de firmada por el escribano la diligencia de la
abjuración, fray Domingo de Santo Tomás escribía a aquel alto Tribunal,
acompañando copia de las proposiciones por qué Aguirre había sido condenado,
«para que Vuestra Alteza esté advertido si habiendo hecho y dicho el dicho Francisco
de Aguirre lo que a Vuestra Alteza envío, convendrá vuelva a gobernar aquella tierra,
siendo, como es, nueva y donde los gobernadores, así en lo que toca al servicio de
Vuestra Alteza, como al servicio de Dios Nuestro Señor y buen ejemplo de los
españoles e indios nuevamente convertidos, hay obligación vayan delante en la virtud
y no empiecen a sembrar errores tan perjudiciales como parescen éstos».
Si esta representación del celoso obispo de La Plata hubiese sido atendida,
Aguirre habría, sin duda, perdido su gobernación; pero en los días en que
probablemente se recibía en España, le llegaban a Aguirre, en fines de agosto de ese
año de 1569, las provisiones reales que confirmaban su nombramiento y que le
permitieron ponerse desde luego en marcha con dirección a Tucumán, en unión de
treinta y cinco compañeros que había logrado reunir. Iba todavía en camino cuando le
alcanzó un mandamiento del Obispo, que llevaba encargo de notificarle un clérigo,
bajo ciertas censuras. Pero Aguirre, lejos de obedecer aquella orden, se limitó a decir
al emisario que se dejase ya el Obispo de aquellas excomuniones, que ya estaba en
tierra larga; y encarándose con él le dijo:
—Si yo mato a un clérigo, ¿qué pena tendré?
Asustado con esta respuesta hubo, pues, de volverse el emisario episcopal a dar
cuenta de lo que le había acontecido. Pero en ese entonces estaba ya en funciones el
Tribunal del Santo Oficio y ante él iba a presentarse una serie de denuncios todavía
más graves contra el gobernador de Tucumán.
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Capítulo VI
El Rey encarga a los obispos americanos que castiguen a los luteranos, moros o
judíos. Recomendación especial hecha al prelado de Concepción sobre este punto.
Proceso de Pedro Lisperguer. Ídem de Román de Vega. Ídem de Hernando de
Alcántara. Ídem de Francisco Gómez de las Montañas. Acusación al arcediano de la
Catedral don Francisco de Paredes. Ídem de Sebastián Cortés. Causa de doña María
Montemayor. Ídem de Gabriel de Villagrán.
Dejemos, pues, en este punto el nuevo proceso que iba a iniciarse a Francisco de
Aguirre y a los que junto con él y por causa suya iban a ser castigados, para continuar
con la historia de los reos, que como ellos, por cosas de la fe, habían sido enjuiciados
en Chile antes del establecimiento de los Tribunales del Santo Oficio.
Hemos indicado ya que los obispos como inquisidores ordinarios procedieron
durante aquel tiempo en muchos casos a castigar a los reos de fe.
Acatando el Rey esta facultad con que las leyes eclesiásticas armaban a los
prelados, había solido dirigirse a ellos instándoles para que procedieran al castigo de
tales delincuentes. Con fecha 13 de julio de 1559, en efecto, se despachaba desde
Valladolid una real cédula al arzobispo de la ciudad de los Reyes y a los demás
prelados de las provincias del Perú, firmada por la infanta doña Juana, princesa de
Portugal, gobernadora de España en ausencia del Rey, para que si hubiesen pasado a
ellas «algunos hombre luteranos o de castas de moros o judíos los castigasen». Antes
de diez años, el mismo Felipe II se dirigía al obispo de Concepción haciéndole
presente que su voluntad era «que dicha cédula se guardase y cumpliese, y vos
encargo y mando, repetía, que la veáis, y como si particularmente fuera dirigida y
enderezada a vós, la guardéis y cumpláis, y hagáis guardar y cumplir en ese obispado,
en todo y por todo, como en la dicha nuestra cédula se contiene».
Ni el obispo de Concepción ni el de Santiago, a quien, sin duda alguna, se hizo
también semejante recomendación, habían tenido motivo para ejecutarla en sus
respectivas diócesis, pero no por eso les había faltado que hacer en el uso de sus
atribuciones inquisitoriales. Sin contar con los casos que quedan recordados, sabemos
que don Pedro Lisperguer, de nación alemán, vecino de Santiago y personaje bastante
conocido, fue encausado por el provisor del Obispado de Santiago por haber dicho
que «Nuestra Señora no había parido por el vaso natural sino por el ombligo».
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Lisperguer no negó el hecho, pero aunque sostuvo que pronunció tales palabras
loando a la Virgen María y en vista de habérselas oído a una persona que nombró,
que afirmaba que cierto Santo lo decía así, y a pesar de que él mismo se había
denunciado ante un juez eclesiástico que le dio por libre; no obstó todo eso, sin
embargo, para que, por octubre de 1566, fuese penitenciado en abjuración de
vehementi a que oyese una misa en forma de penitente y a que pagase dos arrobas de
aceite: todo lo cual cumplió fielmente el reo.
Mas, por septiembre de 1568, apeló de la sentencia para ante el arzobispo de los
Reyes, dando causas justificadas para semejante retardo, no sin que antes se viese
obligado a rendir cierta probanza, con la cual hubo de trasladarse a aquella ciudad.
Hallábase allí siguiendo su apelación cuando por la llegada del Santo Oficio pasó su
causa al conocimiento del Tribunal, la que, después de sustanciada, se votó en que se
revocase la sentencia del Provisor y la abjuración de vehementi que en su virtud había
hecho el reo, «y que fuese restituido en su honra y fama, según que lo estaba antes de
la dicha sentencia y abjuración, y que ésta y los méritos de ella se lean en la iglesia de
Santiago de Chile».
Román de Vega, hijo del factor real Rodrigo de Vega Sarmiento, que después
estaba destinado a ser familiar de la Inquisición, fue penitenciado en Concepción, en
enero de 1560, en la prisión que había sufrido y en las costas de su proceso.
Hernando de Alcántara, vecino también de aquella ciudad, fue encausado por un
vicario del Prelado porque había dicho que la fe es mayor que la caridad, ya que
cuando llevan un niño a bautizar, decía, pide a la Iglesia fe, y la Iglesia le responde
que le prestará vida perdurable, de lo cual deducía el reo que la fe era mayor que la
caridad.
Arribaba también a la misma deducción en vista de que en un libro de horas que
poseía era la fe la que se enumeraba la primera, y, por tanto, debía ser la virtud
mayor.
Terminado el proceso, fue remitido por el vicario al Obispo, y por éste, junto con
el reo, al Santo Oficio, luego de su llegada. Presentose, pues, Alcántara ante sus
nuevos jueces, quienes sin oírlo ni sustanciar el proceso le condenaron en la prisión
que había sufrido y en el viaje que había tenido que hacer a Lima.
En las mismas condiciones que este reo se hallaba Gonzalo Hernández Bermejo,
la relación de cuya causa la veremos más adelante al tratar de los penitenciados en
auto público de fe.
La justicia real de Santiago remitió también al Santo Oficio ciertos testimonios
contra Francisco Gómez de las Montañas, acusado por una mujer de que, pidiéndole
el reo que tuviese acceso carnal con ella, le respondió que no quería porque se había
estado con otra hermana suya, y que el reo le replicó que otros lo tenían hecho antes
que ella. Como sólo mediaba la deposición de un testigo singular, fue el proceso
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mandado suspender.
De más importancia, sobre todo por la calidad de la persona, era el que se le
formó al arcediano de la catedral de Santiago, el maestro don Francisco Paredes, a
quien vimos ya figurar de tan notoria manera en los pleitos de González de San
Nicolás, el licenciado Molina y Alonso de Escobar.
Fue, pues, acusado de que leyéndose cierto escrito que se presentaba,
precisamente en el negocio de Escobar llegando en la lectura donde decía: «yo
siempre he tenido y tengo lo que tiene y cree la Santa Madre Iglesia de Roma, como
católico cristiano e hijodalgo», Paredes exclamó: «eso mismo tienen los herejes
cuando los están quemando».
Habíase recibido también contra él otra información, porque estando declarado
por excomulgado por cierto juez ejecutor de letras apostólicas —fray Cristóbal de
Rabanera, según se recordará— quitó una cédula que se había fijado en las puertas de
la iglesia, por mandato del juez, añadiendo: «con este papel o con esta excomunión
me limpiaré yo el rabo».
Estas dos informaciones obraban en poder del arzobispo de Lima a quien se
habían remitido desde Santiago, y el que las envió al Santo Oficio luego de su
llegada. Visto el negocio en consulta por los inquisidores, se votó en que se mandase
a Paredes que tuviese por cárcel la ciudad de Santiago, mientras el comisario a quien
se remitían las instrucciones correspondientes tramitaba el proceso. Hízose, pues, así,
y respondiendo Paredes a la acusación, manifestó que cuando el notario, leyendo la
petición a que se aludía, había llegado donde decía que creía o confesaba lo que la
Iglesia, sin oír otra palabra alguna expresó que «muchos herejes confiesan la Iglesia y
los queman» lo cual dijo porque en Sevilla había visto quemar ciertos herejes que
decían que creían en la Iglesia: «y que había dicho el maestro Salas, que llaman el
Canario, que los herejes entendían aquello que decían por la Iglesia triunfante y no
por la militante, y que por esto lo había dicho; y a lo de las excomuniones dio
satisfacción de cómo eran nulas, y que nunca se tuvo por excomulgado, ni tuvieron
poder para le excomulgar los que lo hicieron, como paresció después lo propio».
Concluido lo demás de la tramitación, y alzada al reo la carcelería que se le tenía
puesta, fueron los autos remitidos a la Inquisición, donde Paredes salió condenado en
cien pesos de oro para gastos del Santo Oficio.
Tocole todavía al arcediano verse envuelto en un nuevo proceso que le formó el
comisario por denuncio de cierto testigo que dijo haberle comunicado una mujer que
Paredes le declaró no era pecado echarse el compadre con su comadre; pero,
examinada la mujer, manifestó que nunca había dicho ella tal cosa.
Sebastián Cortés, natural de Conde, en Portugal, residente en Santiago de Chile,
fue testificado de haber dicho que ya Dios no le podía hacer más mal del que le había
hecho, y que lo dijo en el mar con ocasión que se estaba anegando un navío en que
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iba.
Acusose al Provisor alegando que había dejado escapar tales palabras con cólera
y con el dolor que tenía de que se le perdiese su hacienda en aquel navío; recibiendo
por penitencia que pagase una arroba de cera y otra de aceite para alumbrar el
Santísimo Sacramento.
En las vísperas de comunicarse a Concepción la cédula que establecía la
Inquisición, había sido allí procesada una joven de edad de diecisiete años, oriunda de
la misma ciudad, llamada doña María Monte de Sotomayor, casada con Lorenzo
Bernal de Mercado, capitán bien conocido en la Historia de Chile.
Fue acusada doña María de haber dicho, tratándose de cuentas benditas y de
perdones, que no podía creer que con una cuenta se sacase ánima del purgatorio. «La
reo denunció de sí propia ante el dicho vicario, añade Ruiz de Prado, de haber dicho
las dichas palabras, según le decían y que también había dicho que eran cosas de
burla las dichas cuentas y no las que Su Santidad bendecía . Hízose su proceso con la
dicha doña María, y estando conclusa la causa en definitiva, la remitió el dicho
vicario al obispo de la Imperial y él a este Santo Oficio, y sin hacerse más diligencia
en el dicho negocio, se vio en consulta y se votó en que pagase la reo doscientos y
cincuenta pesos ensayados para gastos del Santo Oficio y se notifique la sentencia a
la reo en la dicha ciudad de la Concepción ante el dicho vicario y de dos clérigos
presbíteros de misa».
Y, por fin, Gabriel de Villagrán que había sido sentenciado por el ordinario en la
Imperial por ciertas palabras malsonantes, y a quien bien pronto había también de
encausar el Santo Oficio.
Según lo que precede se ve que, salvo los casos de Lisperguer y Cortés que
habían sido penitenciados en Santiago, los demás reos acusados de cosas
pertenecientes a la fe tenían sus procesos pendientes, los cuales, en conformidad a
disposiciones superiores de que vamos ya a dar cuenta, fueron todos, como era
natural, remitidos al conocimiento del Tribunal del Santo Oficio para ese exclusivo
objeto establecido, y en adelante tramitados siempre por sus comisarios o delegados
fuera de la capital.
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Capítulo VII
Diversas instancias hechas para establecer los Tribunales del Santo Oficio en
América. Cédulas de Felipe II creando la Inquisición. Privilegios inquisitoriales.
Primeros abusos de los inquisidores. Un pretendiente chileno. Disgustos que los
inquisidores acarrean a las autoridades civiles. Cédulas de concordia. Bula de Pío V
en favor del Santo Oficio. Juramento de las autoridades. La Inquisición se hace
aborrecible para todo el mundo. Entre las costumbres y la fe. Las solicitaciones en el
confesonario. Conducta depravada de los ministros del Santo Oficio. Aplausos que se
le tributan en América. Excepción de algunos obispos. Ataques que les dirigen los
inquisidores. Recibimiento de los inquisidores en Lima. Edicto que promulgan.
Excepción establecida en favor de los indios.
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España y otra por acá; toman alas del favor que les dan algunos de los ministros de
Su Majestad, diciendo que por acá no se ha de usar del rigor en estas cosas que en
esos reinos; yo tengo parescer contrario en esto, porque, como nueva Iglesia, al
plantar convenía fuera descogidas cepas, y los sarmientos sin provecho y
perjudiciales convenía cortarlos y echarlos de la viña…».
Y más adelante añade: «Cierto convenía al servicio de Dios Nuestro Señor y al
buen asiento de las cosas de la fe que en cada ciudad donde hay Real Audiencia en
estos reinos hubiese Inquisición más que ordinaria». Para realizar este propósito,
proponía que al Obispo se asociase algún religioso y un oidor, «de suerte que todos
juntos, encaminados por Dios Nuestro Señor, acertarán a servir, pornán en asiento las
cosas de la fe, causarán miedo y serán freno a los ruines para que miren como viven»;
añadiendo que, no bastando la renta, se dotase al Tribunal compuesto en esa forma,
con parte de los emolumentos que se asignaban a los conquistadores en los
repartimientos, sin tocar la real caja. «Y pues Nuestro Señor a Vuestra Señoría
Ilustrísima dio mano en todo, por descargo de la real conciencia y la mía, por
Jesucristo Nuestro Dios, le suplico sea servido de lo mandar ver y remediar, porque,
cierto, entiendo hay extrema necesidad dello».
Desde el otro extremo del virreinato, el vicario general de las provincias del
Tucumán, Juríes y Diaguitas, el licenciado Martínez, escribía, por su parte, al
Consejo de Inquisición que «en estos reinos del Perú es tanta la licencia para los
vicios y pecados que si Dios Nuestro Señor no envía algún remedio, estamos con
temor no vengan estas provincias a ser peores que las de Alemaña… Y todo lo que
digo está probado, y atrévome a decir con el acatamiento que debo, considerando las
cosas pasadas y presentes, que enviando Dios Nuestro Señor a estos reinos jueces del
Santo Oficio, no se acabarán de concluir los muchos negocios que hay hasta el día del
juicio».
«En cuanto al gobierno de aquel reino, añade a su turno el virrey don Francisco
de Toledo, hallé cuando llegué a él que los clérigos y frailes, obispos y prelados de
las órdenes eran señores de todo lo espiritual, y en lo temporal casi no conocían ni
tenían superior; y Vuestra Majestad tenía un continuo gasto en vuestra real hacienda,
con pasar a costa de ella cada flota mucha cantidad de clérigos y frailes, con nombre
de que iban a predicar, enseñar y doctrinar a los indios, y en realidad de verdad,
pasaban muchos de ellos a enriquecerse con ellos, pelándoles lo que podían para
volverse ricos… Los dichos sacerdotes tenían cárceles, alguaciles y cepos donde los
prendían y castigaban como y por que se les antojaba, sin que hubiera quien les fuese
a las manos».
«Los obispos de las Indias, agrega más adelante, han ido y van pretendiendo
licencias de Vuestra Majestad para venir a estos reinos (España) cargados de la plata
que no habían enviado ellos, lo cual ha hecho algún escándalo en aquella tierra y
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alguna nota digna de advertir de ella a Vuestra Majestad; lo mismo ha pasado por los
religiosos».
Para atajo de tales males, los políticos de aquella época solicitaban del monarca
dos remedios: «una persona de gran cristiandad y prudencia, y pecho y valor y
confianza a quien diese todo su poder, poniéndole este reino en sus manos»; e
inquisidores, «que son grandemente menester hombres cuales convengan al oficio,
celosos de la fe y honra de Dios, y hombres de pecho, que así remediarán muchas
cosas que se hacen bien en deservicio de Dios Nuestro Señor y de su honra, y la
hacienda de Vuestra Majestad no perderá, sino en gran cantidad se aumentará».
Felipe II, que a la sazón reinaba en España, no quiso dilatar por más tiempo
conceder lo que sus católicos vasallos del Perú le pedían con tanta instancia. Designó,
pues, para virrey a don Francisco de Toledo, como él, de voluntad incontrastable y
que tenía por lema castigar en materia de motines aún las palabras livianas.
Fanático hasta el punto de ofrecer en caso necesario llevar a su propio hijo a la
hoguera, nada podía estar más en conformidad con sus propósitos que el
establecimiento de los Tribunales de la Inquisición en sus dominios de América,
apresurándose, en consecuencia, a dictar, con fecha 25 de enero de 1569, la real
cédula siguiente que los creaba en Méjico y el Perú:
«Nuestros gloriosos progenitores, fieles y católicos hijos de la Santa Iglesia
católica romana, considerando cuanto toca a nuestra dignidad real y católico celo
procurar por todos los medios posibles que nuestra santa fe sea dilatada y ensalzada
por todo el mundo, fundaron en estos nuestros reinos el Santo Oficio de la
Inquisición, para que se conserve con la pureza y entereza que conviene. Y habiendo
descubierto e incorporado en nuestra Real Corona, por providencia y gracia de Dios
Nuestro Señor, los reinos y provincias de las Indias Occidentales, Islas y Tierrafirme
del Mar Océano, y otras partes, pusieron su mayor cuidado en dar a conocer a Dios
verdadero, y procurar el aumento de su santa ley evangélica y que se conserve libre
de errores y doctrinas falsas y sospechosas, y en sus descubridores, pobladores, hijos
y descendientes nuestros vasallos, la devoción, buen nombre, reputación y fama con
que a fuerza de cuidados y fatigas han procurado que sea dilatada y ensalzada. Y
porque los que están fuera de la obediencia y devoción de la Santa Iglesia católica
romana, obstinados en sus errores y herejías, siempre procuran pervertir y apartar de
nuestra santa fe católica a los fieles y devotos cristianos, y con su malicia y pasión
trabajan con todo estudio de atraerlos a sus dañadas creencias, comunicando sus
falsas opiniones y herejías, y divulgando y esparciendo diversos libros heréticos y
condenados, y el verdadero remedio consiste en desviar y excluir del todo la
comunicación de los herejes y sospechosos, castigando y extirpando sus errores, por
evitar y estorbar que pase tan grande ofensa de la santa fe y religión católica a
aquellas partes, y que los naturales dellas sean pervertidos con nuevas, falsas y
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reprobadas doctrinas y errores; el Inquisidor Apostólico General en nuestros reinos y
señoríos, con acuerdo de los de nuestro Consejo de la General Inquisición, y
consultado con nós, ordenó y proveyó que se pusiese y asentase en aquellas
provincias el Santo Oficio de la Inquisición, y por el descargo de nuestra real
conciencia y de la suya, diputar y nombrar inquisidores apostólicos contra la herética
pravedad y apostasía, y los oficiales y ministros necesarios para el uso y ejercicio del
Santo Oficio. Y porque conviene que les mandemos dar el favor de nuestro brazo
real, según y como católico príncipe y celador de la honra de Dios y beneficio de la
República Cristiana, para ejercer libremente el Santo Oficio, mandamos a nuestros
virreyes, presidentes, oidores y alcaldes del crimen de nuestras Audiencias Reales, y
a cualesquier gobernadores, corregidores y alcaldes mayores, y otras justicias de
todas las ciudades, villas y lugares de las Indias, así de los españoles, como de los
indios naturales, que al presente son, o por tiempo fueren, que cada y cuando que los
inquisidores apostólicos fueren con sus oficiales y ministros a hacer y ejercer, en
cualquier parte de las dichas provincias, el Santo Oficio de la Inquisición, los reciban,
y a sus ministros y oficiales y personas que con ellos fueren, con la reverencia debida
y decente, teniendo consideración al santo ministerio que van a ejercer, y los
aposenten y hagan aposentar y los dejen y permitan libremente ejercer el Santo
Oficio, y siendo por los inquisidores requeridos, hagan y presten el juramento
canónico que se suele y debe hacer y prestar en favor del Santo Oficio, y cada vez
que se les pidiere y para ello fueren requeridos y amonestados, les den y hagan dar el
auxilio y favor de nuestro brazo real, así para prender cualesquier herejes o
sospechosos en la fe, como para cualquier otra cosa tocante y concerniente al
ejercicio libre del Santo Oficio, que por derecho canónico, estilo y costumbre e
instrucciones dél se debe hacer y ejecutar».
Al Tribunal que se mandaba fundar en Lima competía, pues, conocer de todas las
causas de fe que se suscitasen en la América del Sur, quedando comprendido, por
consiguiente, dentro de su jurisdicción todo el reino de Chile.
Junto con crearse el Tribunal, en esos mismos días se despachó al obispo de
Santiago la cédula cuyo facsímile damos aquí. Al de Concepción, que, como se sabe,
era el otro que existía en aquella época, la que va a leerse:
«El Rey. Reverendo in Cristo padre obispo de la ciudad de la Concepción de la
provincia de Chile, del nuestro Consejo: Sabed que el muy reverendo in Cristo padre
Cardenal de Sigüenza, presidente del nuestro Consejo e Inquisidor Apostólico
General en nuestros reinos y señoríos, entendiendo ser así conveniente al servicio de
Dios Nuestro Señor y ensalzamiento de nuestra santa fe católica, ha proveído por
inquisidores apostólicos contra la herética pravedad en esas provincias del Perú a los
venerables dotor Andrés de Bustamante y licenciado Serván de Cerezuela,
considerando lo mucho que importa al servicio de Nuestro Señor que en esas partes a
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donde fue servido que en estos tiempos se extendiese tan maravillosamente la
predicación y doctrina de su Santa Iglesia católica, se proceda con rigor y castigo
contra los que se apartan della, conforme a lo que está ordenado por el derecho
canónico, instrucciones, estilo y loable costumbre del Santo Oficio de la Inquisición,
los cuales van a visitar esas provincias y ejercer en ellas el dicho Santo Oficio, con
los oficiales y ministros necesarios. E porque cumple al servicio de Nuestro Señor y
nuestro que en esas provincias que son tan nueva planta de la Santa Iglesia católica,
el Santo Oficio de la Inquisición y los inquisidores y sus oficiales y ministros sean
favorecidos, y es tan decente a vuestra dignidad dar a esto todo el favor que os fuere
posible, pues dello se espera que ha de resultar servicio de Nuestro Señor y beneficio
del estado eclesiástico de esas provincias, os encargamos que deis e hagáis dar, en los
casos y negocios que ocurriesen, todo el favor y ayuda que os pidieren y hubieren
menester para ejercer libremente el dicho Santo Oficio; y proveed con todo cuidado y
advertencia, como de vuestro buen celo y prudencia se confía, que los dichos
inquisidores sean honrados y acatados y se les haga todo buen tratamiento, como a
ministros de un tan santo negocio, porque, allende de que cumpliréis con lo que sois
obligado y con la dignidad que tenéis, nos haréis en ello muy acepto servicio. Fecha
en Madrid a siete días del mes de febrero de mil y quinientos y sesenta y nueve años.
—Yo el Rey. —Por mandado de Su Majestad. —Jerónimo Zurita». —(Hay cinco
rúbricas.)
Otra al presidente y oidores de la Audiencia, residente en aquel entonces en la
misma ciudad de Concepción, para que prestasen juramento en favor del Santo
Oficio, impartiendo, siempre que se les pidiese, el auxilio y favor del brazo real; y,
por fin, se mandaba a los cabildos de las ciudades cabeceras de obispados que diesen
e hiciesen dar, dentro de sus respectivos partidos, todo el favor y ayuda que los
inquisidores hubiesen menester para ejercer libremente el Santo Oficio.
En otra cédula expresaba igualmente el Rey a los obispos:
«Y porque podría acontecer que en vuestras diócesis, resultando algunas cosas
tocantes a nuestra santa fe católica y al delito de la herejía, vuestro provisor y
oficiales se entrometiesen a conocer de dicho delito y procediesen contra algunas
personas sospechosas e infamadas del dicho crimen, e hiciesen contra ellas procesos,
y de esto podrían resultar inconvenientes; vos rogamos y encargamos, que vós, ni
nuestro provisor y oficiales no os entremetáis a conocer de lo susodicho; y que las
informaciones que tenéis o tuviéredes de aquí adelante, tocantes al dicho delito y
crimen de la herejía las remitáis al inquisidor o inquisidores apostólicos del distrito
donde residiesen los tales delincuentes, para que él o ellos lo vean y hagan en los
tales casos justicia; que en los casos que conforme a derecho, vós e vuestro provisor
debáis ser llamados, los dichos inquisidores vos llamarán para que asistáis con ellos,
como siempre se ha hecho y se hace; y no se haga otra cosa en manera alguna, porque
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así conviene al servicio de Dios Nuestro Señor, y a lo contrario no se ha de dar
lugar».
Vese, pues, que de esta manera, el Soberano había colocado desde el primer
momento bajo su salvaguardia y protección a los inquisidores de Indias, a sus
ministros y oficiales, con todos sus bienes y haciendas, disponiendo que ninguna
persona de cualquier estado, dignidad o condición que fuese, directa ni
indirectamente «sea osada (son las palabras de la ley) a los perturbar, damnificar,
hacer ni permitir que les sea hecho daño o agravio alguno, so las penas en que caen e
incurren los quebrantadores de salvaguardia y seguro de su Rey y señor natural».
Desde el Consejo de las Indias hasta el último juez de los dominios americanos,
ninguno debía entremeterse «por vía de agravio, ni por vía de fuerza, ni por razón de
no haber sido algún delito en el Santo Oficio ante los inquisidores suficientemente
castigados, o que el conocimiento dél no les pertenece, ni por otra vía, o cualquier
causa o razón, a conocer ni conozcan, ni a dar [105] mandamiento, cartas, cédulas o
provisiones contra los inquisidores o jueces de bienes sobre absolución, alzamiento
de censuras o entredichos, o por otra causa o razón alguna, y dejen proceder
libremente a los inquisidores, o jueces de bienes, conocer y hacer justicia y no les
pongan impedimento o estorbo en ninguna forma».
Real cédula de fundación del Santo Oficio Real cédula de fundación del Santo Oficio
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Monarca, a los virreyes, presidentes y oidores de nuestras Audiencias Reales de las
Indias y otras justicias y personas a cuyo cargo fuese repartir, empadronar y cobrar
cualesquier pechos, sisas y repartimientos y servicios a nós debidos y pertenecientes,
y en otra cualquier forma, que no los repartan, pidan, ni cobren de los oficiales de la
Santa Inquisición, entretanto que tuviesen y sirviesen estos oficios, y les guarden y
hagan guardar las honras y excempciones que se guardan a los oficiales de las
Inquisiciones de estos reinos, por razón de los dichos oficios, pena de la nuestra
merced y de mil ducados para nuestra Cámara» . Alguno de los virreyes se olvidó
más tarde de esta disposición y obtuvo que para un donativo contribuyese con cierta
suma uno de los inquisidores, lo que le valió a éste una reprimenda del Consejo y una
advertencia de que para lo futuro los ministros del Tribunal se abstuviesen de
concurrir a semejantes contribuciones.
Y no sólo se les eximía de pagar contribuciones y se ordenaba que se les
facilitasen buenos alojamientos, sino que también los carniceros de las ciudades
donde residiesen los inquisidores o sus ministros, debían suministrarles gratis la carne
que hubiesen menester para el consumo de sus casas, privilegio que el fundador del
Tribunal exigió de los carniceros de Lima inmediatamente de llegar y que se
reglamentó más tarde, mandando el Rey que de las reses que se matasen para el
abasto común se suministrasen a los inquisidores y ministros los despojos de diez,
«con lomos de ellas», lo cual se les debía dar por sus precios, como los demás, «sin
dar lugar a que sus criados tomen los despojos para revenderlos».
Debía suministrárseles también lo que hubiesen menester «de todo género de
mantenimientos y materiales de clavazón, cal y demás cosas que suelen venir en los
barcos y fragatas del trato, al precio justo y ordinario…».
Y para que hubiese siempre bienes de que pagarles sus sueldos, se obtuvo del
papa Urbano VIII que en cada una de las catedrales de Indias se suprimiese una
canonjía y sus frutos se aplicasen a ese objeto, disposición cuyo cumplimiento había
de motivar en Santiago, según lo veremos más adelante, un tremendo alboroto entre
el comisario del Santo Oficio y un dignísimo obispo.
No es, pues, de extrañar que amparados y favorecidos de esta manera los
empleados del Tribunal, el que podía tratase a toda costa de obtener un título
cualquiera en la Inquisición, siendo tan considerable por los años de 1672 el número
de familiares, que en la capital, donde debían ser sólo doce según su planta, se
contaban más de cuarenta.
Es verdad que al principio no se encontraron los inquisidores satisfechos de la
calidad de las personas que se ofrecían a servir los puestos, aún los de más
importancia, como ser calificadores y consultores, porque, o carecían de las letras
suficientes, o eran de malas costumbres, o estaban casados con mujeres cuya
genealogía no era toda de cristianos limpios. «Según los pocos cristianos viejos que
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acá pasan, decía Ulloa en 1580, así letrados como de otra gente, tenemos sospecha
que el que no pide estas cosas, no le debe de convenir».
Cuando don Juan Ruiz de Prado practicó la visita del Tribunal tuvo cuidado de
examinar las pruebas de oficiales, comisarios y familiares, resultando que muchos no
habían rendido información y que otros aparecían casados con cuarteronas, sin que
faltase alguno que lo estuviese con morisca, y que por tales causas, a pesar de la
mucha tolerancia que en esto se observó, hubo necesidad de separar a varios de sus
puestos.
Cincuenta años después de la fundación del Tribunal subsistía aún el mal, y en
tales proporciones, que don Juan de Mañozca no pudo menos de llamar sobre ello la
atención del Consejo, significándole la falta que había de ministros y familiares «de
calidad y aprobación», y que aún los pocos que aparecían sin tacha bajo estos
respectos, no usaban siquiera de las cruces y hábitos en los días en que estaban
obligados.
«Materia es ésta aún más considerable de lo que parece, observaba uno de los
sucesores de Mañozca, y de general consecuencia para todas las Inquisiciones de las
Indias, sobre que será forzoso decir a Vuestra Señoría lo que siento y he probado con
la experiencia de que en ocurrencias de Méjico he dado a Vuestra Señoría algunos
avisos; y hanse de suponer dos cosas, la primera, que en las fundaciones de estos
Tribunales, para darles ministros y familiares, se admitieron algunos sin hacerles las
pruebas en las naturalezas de sus padres y abuelos de España, contentándose los
inquisidores con la buena opinión que acá se tenía de su limpieza y recibir
información de algunos testigos que deponían de ella, y aún después acá se ha usado
desta liberalidad con algunos, y las experiencias han mostrado que llegando a las
naturalezas, se halla diferente de lo que acá se probó. La segunda cosa es, que por ser
los distritos de las Inquisiciones tan dilatados, los pocos españoles de capa negra que
viven en los lugares distantes y puertos de mar, y menos los eclesiásticos capaces de
ser comisarios, se acostumbra echar mano de los que hay para la visita de los navíos y
los demás negocios que allí ocurren, sin darles título en forma, sino una comisión por
carta para estos efectos, no pudiéndose esto excusar, habiéndose de dar cobro a los
negocios del oficio, como quiera que los inconvenientes que dello resultan son
patentes: el primero, la corta idoneidad de los sujetos para tales confianzas; el
segundo, el exceso con que abusan de la potestad que se les da, por más que se les
limite, llamándose comisarios, alguaciles mayores y familiares del Santo Oficio, y
valiéndose deste nombre y excepción para cien mil dislates y competencias de
jurisdición; el tercero y más considerable, la opinión en que se introducen de
personas calificadas por el Santo Oficio para sus pretensiones, casamientos y otras
utilidades».
La arrogancia e insolencia que la impunidad aseguraba a los inquisidores por su
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carácter y que se extendía hasta el último de sus allegados, desde un principio no
reconoció límite alguno. Los disgustos, bochornos y contrariedades de toda especie
que los procederes inquisitoriales ocasionaron durante los dos siglos y medio que el
Santo Oficio funcionó en los dominios españoles de América, a todas las autoridades
civiles, comenzando por los virreyes, y aún a los eclesiásticos, serían interminables
de contar. El arma poderosa que el Rey les confiaba hubiera parecido siquiera
tolerable si los ministros del Tribunal se hubiesen contentado con ejercerla dentro de
la órbita que se les asignaba; pero iban apenas transcurridos tres años desde el
establecimiento de la Inquisición cuando la Audiencia de Lima se veía obligada a
ocurrir al Monarca denunciándole los abusos inquisitoriales: denuncio y queja que
habían de ser continuados en interminable cadena hasta por los mismos arzobispos de
Lima.
Ante los multiplicados denuncios que llegaban, puede decirse que día a día, a los
pies del trono, viose el Rey en la necesidad de dictar medidas generales que atajasen
en cuanto fuese posible la serie de abusos de que se habían hecho reos los ministros
de la Inquisición; disponiendo que, juntándose dos de la General con dos del Consejo
de Indias, formulasen un reglamento que en adelante sirviese de norma a los
inquisidores en su conducta y deslindase sus relaciones con las autoridades civiles. La
real cédula que lo aprobó y que lleva la fecha de 1610, fue siempre conocida bajo el
nombre de concordia, pero en realidad de verdad constituye en cada uno de los
veintiséis artículos de que consta otras tantas sentencias condenatorias contra los
ministros del Tribunal de Lima.
Se mandaba en ella, en primer lugar, que los inquisidores, de ahí en adelante,
tácita ni expresamente, no se entremetiesen por sí o por terceras personas, en
beneficio suyo ni de sus deudos ni amigos, a arrendar las rentas reales, ni a prohibir
que con libertad se arrendasen a quien más por ellas diese.
No debían tratar en mercaderías ni arrendamientos, por sí ni por interpósitas
personas; quedarse por el tanto con cosa alguna que se hubiese vendido a otro, a no
ser en los casos permitidos, tomar mercaderías contra la voluntad de sus dueños; y los
que fuesen mercaderes o tratantes o encomenderos, debían pagar derechos reales,
pudiendo las justicias reconocerles sus casas y mercaderías y castigar los fraudes que
hubiesen cometido en los registros;
Que nombrando los jueces ordinarios depositario de bienes a algún familiar, le
pudiesen compeler a dar cuenta de ellos y castigarle siendo inobediente;
Que los comisarios no librasen mandamiento contra las justicias ni otras personas,
si no fuese por causas de fe; y que aquéllos y los familiares no gozasen del fuero de
Inquisición en los delitos que hubieren cometido antes de ser admitidos en los tales
oficios;
Que en adelante no prohibiesen a ningún navío o persona salir de los puertos,
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aunque no tuviesen licencia de la Inquisición;
Que no prendiesen a los alguaciles reales sino en casos graves y notorios en que
se hubiesen excedido contra el Santo Oficio;
Que sucediendo por testamento algún ministro o dependiente de la Inquisición en
bienes litigiosos, no se llevasen a ella los pleitos emanados de esta causa;
Que cuando algunos fuesen presos por el Santo Oficio no diesen los inquisidores
mandamiento contra las justicias para que sobreseyesen en los pleitos que aquéllos
tuviesen pendiente;
Que cuidaran de nombrar por familiares a personas quietas, de buena vida y
ejemplo, y que cuando eligieren por calificador a algún religioso no impidiesen a sus
prelados trasladarle a otra parte;
Que los familiares que tuviesen oficios públicos y delinquieren en ellos o
estuviesen amancebados, no fuesen amparados por los inquisidores;
Que los inquisidores no procediesen con censuras contra el Virrey por ningún
caso de competencia, etc.
Si la circunstancia sola de haberse dictado este código está manifestando que
obedecía a una necesidad deducida de los hechos, es fácil reconocer que los que en
este orden sirvieron indudablemente de base, fueron los mismos de que en otra parte
hemos dado cuenta . Desde la primera hasta la última de sus disposiciones caben
como dentro de un marco en los abusos cometidos por los inquisidores.
Se les prohibía arrendar las rentas reales, y se sabe que Gutiérrez de Ulloa lo
verificó por medio de su hermano; no debían tratar en mercaderías, y existe la
constancia de que Ordóñez Flores despachaba agentes a México, provistos de los
dineros del Tribunal; se les mandaba que no impidiesen salir del reino a ningún navío
o persona, y ellos mismos daban cuenta de la resolución que dictara esa prohibición
que tuviesen cuidado en nombrar familiares de buena conducta, y hasta hace un
momento hemos venido viendo quienes desempeñaban de ordinario esos puestos; se
les privaba de excomulgar a los Virreyes, y no es fácil olvidar lo que le ocurrió al
Conde del Villar en las vísperas de su partida para España.
Mas, este fallo del Soberano estaba en rigor limitado meramente a reglamentar el
modo de ser de las personas dependientes de la Inquisición, y en vista de las repetidas
controversias de jurisdicción y exigencias de los jueces del Santo Oficio, depresivas
de las autoridades civiles y eclesiásticas, hubo de completarse más tarde con una
nueva real cédula, que lleva la fecha de 1633, y que estaba especialmente destinada a
zanjar y prevenir los repetidos encuentros que con tanta frecuencia habían venido
suscitándose.
En virtud de las disposiciones contenidas en ella, no habían de excusarse de los
alardes militares los familiares que no estuviesen actualmente ocupados en
diligencias del Santo Oficio; debían abstenerse de proceder a conminar con censuras
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a los soldados o guardias de los bajeles que trajesen provisiones, cuando hubiese
escasez de ellas; no debían embarazarse en compras de negros; se les prohibía
proceder con censuras a llamar ante el Tribunal a los jueces y justicias, «como somos
informado se ha hecho por lo pasado», decía el Rey; no entremeterse en las
elecciones de alcaldes ni oficios de la república; debían cobrar sólo cuatro pesos de
derechos a los navíos que hiciesen visitar, en vez de los que antes exigían; no podían
consentir que en sus casas se ocultasen bienes de persona alguna en perjuicio de
tercero, etc. Creemos inútil prevenir que estas disposiciones obedecían enteramente a
la resolución de los hechos y cuestiones que se habían presentado en la práctica.
Pero no se crea que por mediar estas disposiciones reales cesaron los inquisidores
en sus abusivos manejos y exigencias. En cuantos casos de controversia se
ofrecieron, hubieron de continuar como de antes, demostrando así, a la vez que lo
poco que les importaban las reprensiones que en varias ocasiones recibieran, lo
dañado de sus propósitos y la poca limpieza de sus procedimientos.
Pero, al fin, tanto apuraron la materia los ministros del Santo Oficio que llegó un
día en que siguiéndose causa de concurso en el Consulado de Lima sobre los bienes
de Félix Antonio de Vargas, ordenó el Tribunal, «por el interés de un secretario
suyo», que se le enviasen los autos para que ante él se siguiese el juicio; y
pareciéndole al del Consulado que esto sería en agravio de sus fueros, se presentó
ante el Gobierno, el cual, con dictamen del Real Acuerdo, dispuso que se formase
sala de competencia, lo que resistió la Inquisición con pretexto de no ser caso de duda
el fuero activo de sus ministros titulados.
El virrey Manso a su llegada a Lima encontró el expediente en este estado, y
comprendiendo, como dice, que en él estaba interesada la causa pública, después de
nuevas tramitaciones sin resultado, hizo llamar a su gabinete a los inquisidores para
ver modo de tratar privadamente el negocio, logrando que se allanasen a formar sala
refleja, en que se declarase si el punto era de la de competencia. Pero en esto surgió
una nueva dificultad, que consistía en que el oidor decano instaba porque se le
admitiese con capa y sombrero, y la Inquisición que había de entrar con toga y con
gorra, empeñándose cada parte en sostener su dictamen como si se tratase de la cosa
más grave. Después de nuevas actuaciones judiciales y nuevas conferencias privadas
se resolvió al fin que los ministros gozaban del fuero, como lo pretendía el Santo
Oficio. Mas, no pensó el Rey lo mismo, pues en vista de los autos, expidió la cédula
fecha 20 de junio de 1751, declarando que los ministros titulados y asalariados del
Santo Oficio sólo debían gozar del fuero pasivo, así en lo civil como en lo criminal, y
los familiares, comensales y dependientes de los inquisidores, ni en uno ni en otro,
sin olvidarse tampoco Su Majestad de resolver el caso de la capa y sombrero…
Esta resolución importaba un golpe tremendo para las prerrogativas
inquisitoriales; pero, con todo eso, les quedaban aún tantas que todavía en las
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postrimerías de la dominación española en América vemos que el Rey se veía en el
caso de moderarlas. Por real cédula de 12 de diciembre de 1807, obedecida en
Santiago por el presidente don Francisco Antonio García Carrasco el 22 de enero de
1809, se mandó que los familiares presentasen sus títulos a los ayuntamientos y
jueces reales, a fin de precaver competencias y disputas y para que constase si no
había exceso sobre el número de esos ministros que las cédulas de concordia
permitían. Otro tanto rezaba con los comisarios. Debía igualmente pasarse a los
Virreyes una nómina de todos los comisarios y familiares del distrito y participárseles
la celebración de los actos públicos que celebrase el Santo Oficio, indicando su
objeto y circunstancias. Finalmente, en las causas que no fuesen estrictamente de fe,
antes de impartir el auxilio del brazo real que solicitasen los ministros del Tribunal,
estaban obligados a enterar a los jueces de las razones o mérito con que obrase.
La insolencia y orgullo de los inquisidores no deben, sin embargo, parecer
extraños, amparados como se hallaban por la suprema autoridad del Papado y del
Rey, en unos tiempos en que, después de Dios, nada más grande se conocía sobre la
tierra. Precisamente el mismo año en que se creaban para América los Tribunales del
Santo Oficio, Pío V dictaba una bula o motu proprio del tenor siguiente:
«Si cada día con diligencias tenemos cuidado de amparar los ministros de la
Iglesia, los cuales Nuestro Señor Dios nos ha encomendado, y nós los habemos
recibido debajo de nuestra fe y amparo, cuanto mayor cuidado y solicitud nos es
necesario poner en los que se ocupan en el Santo Oficio de la Inquisición contra la
herética pravedad, para que, siendo libres de todos peligros, debajo del amparo de la
inviolable autoridad de nuestra Sede apostólica, pongan en ejecución cualesquiera
cosas tocantes a su Oficio, para exaltación de la fe católica. Así que, como cada día se
aumente mas la multitud de herejes, que por todas vías y artes procuran destruir el
Santo Oficio y molestar y ofender a los ministros de él, hanos traído la necesidad a tal
término que nos es necesario reprimir tan maldito y nefario atrevimiento con cruel
azote de castigo. Por tanto, con consentimiento y acuerdo de los Cardenales, nuestros
hermanos establecemos y mandamos por esta general constitución, que cualquiera
persona, ahora sea particular o privada, o ciudad o pueblo, o Señor, Conde, Marqués
o Duque, o de otro cualquier más alto y mejor título que matare o hiriere o
violentamente tocare y ofendiere, o con amenazas, conminaciones y temores, o en
otra cualquiera manera impidiere a cualquiera de los inquisidores o sus oficiales,
fiscales, promotores, notarios o a otros cualesquier ministros del Santo Oficio de la
Inquisición, o a los obispos que ejercitan el tal oficio en sus obispados o provincias, o
al acusador, denunciador o testigo traído o llamado, como quiera que sea, para fe y
testimonio de la tal causa; y el que combatiere o acometiere, quemare o saqueare las
iglesias, casas u otra cualquiera cosa pública o privada del Santo Oficio, o cualquiera
que quemare, hurtare o llevare cualesquier libros o procesos, protocolos, escrituras,
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trasuntos u otros cualesquier instrumentos o privilegios, donde quiera que estén
puestos, o cualquiera que llevare las tales escrituras o alguna de ellas, a tal fuego,
saco o robo, en cualquiera manera, o cualquiera persona que se hallare en el tal
combate, fuego o saco, aunque esté sin armas o fuere causa, dando consejo, favor y
ayuda, en cualquiera manera que sea, de combatir, saquear o quemar las dichas cosas
tocantes y pertenecientes al Santo Oficio, en cualquier manera que sea, o prohibiere
que algunas cosas o personas del Santo Oficio no sean guardadas o defendidas; y
cualquiera persona que quebrantare cárcel pública o particular, o sacare y echare
fuera de la tal cárcel algún preso, o prohibiere que no le prendan, o le receptare o
encubriere, o diere o mandare que le den facultad, ayuda o favor para huir y
ausentarse, o el que para hacer y cometer alguna de las dichas cosas o parte de ellas
hiciere junta o cuadrilla, o apercibiere y previniere a algunas personas o de otra
cualquiera manera, en cualquier cosa de las sobredichas de industria diere ayuda,
consejo o favor, pública o secretamente, aunque ninguno sea muerto, ni herido, ni
sacado o echado, ni librado de tal cárcel; y aunque ninguna casa sea combatida,
quebrantada, quemada ni saqueada: finalmente, aunque ningún daño en efecto se
haya seguido, con todo eso, el tal delincuente sea excomulgado y anatematizado, y
sea reo lesae magestatis y quede privado de cualquier señorío, dignidad, honra, feudo
y de todo otro cualquiera beneficio temporal o perpetuo, y que el juez lo califique con
aquellas penas que por constituciones legítimas son dadas a los condenados por el
primer capítulo de la dicha ley, quedando aplicados todos sus bienes y hacienda al
fisco, así como también está constituido por derechos y sanciones canónicas contra
los herejes condenados; y los hijos de los tales delincuentes queden y sean sujetos a la
infamia de sus padres, y del todo queden sin parte de toda y cualquiera herencia,
sucesión donación, manda de parientes o extraños, ni tengan ningunas dignidades, y
ninguno pueda tener disculpa alguna ni poner ni pretender algún calor o causa para
que sea creído no haber cometido tan gran delito en menosprecio y odio del Santo
Oficio, si no mostrare por claras y manifiestas probanzas haber hecho lo contrario. Y
lo que sobre los susodichos delincuentes y sus hijos hemos estatuido y mandado, eso
mismo queremos y ordenamos que se entienda y ejecute en los clérigos y presbíteros,
seculares y regulares, de cualquiera orden que sean, aunque sean exemptos, y en los
obispos y otras personas de más dignidad, no obstante cualquiera privilegio que
cualquiera persona tenga; de manera que los tales, por autoridad de las presentes
letras, siendo privados de sus beneficios y de todos los oficios eclesiásticos sean
degradados por juez eclesiástico como herejes, y así raídas sus órdenes, sean
entregados al juez y brazo seglar, y como legos sean sujetos a las sobredichas penas.
Pero queremos que las causas de los prelados sean reservadas a nós o a nuestros
sucesores, para que, inquirido y examinado su negocio, procedamos contra ellos, para
deponerlos y darles las sobredichas penas, conforme y como lo requiere la atrocidad
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de su delito. Y cualesquiera que procuraren pedir perdón para los tales o interceder de
cualquier otra manera por ellos, sepan que han incurrido ipso facto en las mismas
penas que las sagradas constituciones ponen contra los favorecedores y encubridores
de herejes. Pero si algunos, siendo en mucho o en poco culpados en los tales delitos,
movidos, o, por celo de la religión cristiana o por arrepentimiento de su pecado,
descubrieren su delito antes que sea delatado o denunciado, sea libre del tal castigo;
pero en lo que toca a todas y a cualesquiera absoluciones de los tales delitos y las
habilitaciones y restituciones de fama y honra, deseamos que de aquí adelante se
tenga y guarde en esta forma: Que nuestros sucesores no concedan ningunas sino
fuere después de haber pasado por lo menos seis meses de sus pontificados, y
habiendo sido primero sus peticiones verificadas y conocidas por verdaderas por el
Supremo Oficio de la Inquisición Y así estatuimos y ordenamos que todas y
cualesquiera absoluciones, habilitaciones y restituciones de esta manera que de aquí
adelante se hicieren, no aprovechen a nadie si primero no fueren verificados los
ruegos y peticiones; y queremos y mandamos que esta nuestra constitución, por
ninguna vía ni parte sea derogada ni revocada, ni se pueda juzgar haber sido revocada
ni derogada, sino siendo el tenor de toda nuestra constitución inserto en la tal
revocación, palabra por palabra; y más queremos, que la tal gracia y revocación sea
hecha por cierta ciencia del Romano Pontífice y sellada con su propia mano; y si
aconteciere que por liviana causa se hiciere la tal revocación y derogación, queremos
que las tales derogaciones y revocaciones no tengan ninguna fuerza ni valor. Iten,
mandamos que todos y cualesquiera patriarcas, primados, arzobispados, obispos y los
demás prelados de la Iglesia constituídos por todo el orbe, procuren por sí propios o
por otras personas publicar solemnemente en sus provincias, ciudades y obispados
esta nuestra constitución o el traslado de ella, y cuanto en sí fuere, hacerla guardar,
apremiando y compeliendo a cualesquiera contradictores, por censuras y penas
eclesiásticas, pospuestas toda apelación, agravando las censuras y penas cuantas
veces bien visto les fuere, invocando para ello, si fuere menester, el auxilio del brazo
seglar, no obstante, cualesquiera constituciones, ordenaciones apostólicas y
cualesquiera cosas que parecieren ser contrarias. Y queremos que los traslados de
estas nuestras letras sean impresos, publicados y sellados por mano del notario
público, o con el sello de otro cualquiera de la Curia Eclesiástica o de algún prelado;
y los tales traslados queremos que en cualquier parte y lugar que fueren publicados,
hagan tan entera fe y testimonio como si el propio original fuera leído y publicado.
Iten, rogamos y amonestamos a todos los príncipes de todo el orbe, a los cuales es
permitida la potestad del gladio seglar para venganza de los malos, y les pedimos, en
virtud de la santa fe católica que prometieron guardar, que defiendan y pongan todo
su poderío en dar ayuda y socorro a los dichos ministros en la punición y castigo de
los dichos delitos después de la sentencia de la Iglesia; de manera que los tales
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ministros con el presidio y amparo de ellos, ejecuten el cargo de tan grande Oficio
para gloria del Eterno Dios y aumento de la religión cristiana porque así recibirán el
incomparable inmenso premio que tiene aparejado en la compañía de la eterna
beatitud para los que defienden nuestra santa fe católica. Y mandamos que a ninguno
sea lícito rasgar o contradecir con atrevimiento temerario esta escritura de nuestra
sanción, legación, estatuto, yusión, ostentación y voluntad; y si alguno presumiere o
intentare lo contrario, sepa que ha incurrido en la indignación de Dios Todopoderoso
y de los bienaventurados San Pedro y San Pablo. Dada en Roma, en San Pedro, a
primero día del mes de abril del año de la Encarnación del Señor mil quinientos y
sesenta y nueve en el año cuatro de nuestro Pontificado».
En esta virtud, cada vez que la ocasión se ofrecía en que la Inquisición debiera
ejercer en público algunas de sus ceremonias relacionadas con el desempeño de sus
funciones, tenía cuidado de exigir a los Virreyes, a la Real Audiencia y al pueblo el
juramento que insertamos en seguida.
El Virrey juraba: «vuestra excelencia jura y promete por su fe y palabra, que,
como verdadero y católico Virrey, puesto por Su Majestad católica, etc., defenderá
con todo su poder la fe católica, que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de
Roma, y la conservación y, augmento de ella; perseguirá y hará perseguir a los
herejes y apóstatas contrarios de ella; y que mandará y dará el favor y ayuda
necesaria para el Santo Oficio de la Inquisición y ministros de ella, para que los
herejes perturbadores de nuestra religión cristiana sean prendidos y castigados,
conforme a los derechos y sacros cánones, sin que haya omisión de parte de vuestra
excelencia, ni excepción de persona alguna, de cualquiera calidad que sea. Y su
excelencia respondía: Así lo juro y prometo por mi fe y palabra. En cuya
consecuencia decía el mismo señor Inquisidor a su excelencia: Haciéndolo vuestra
excelencia así, como de su gran religión y cristiandad esperamos, ensalzará Nuestro
Señor en su santo servicio a vuestra excelencia y todas sus acciones, y le dará tanta
salud y larga vida, como este reino y servicio de Su Majestad han menester».
La Audiencia: «Nós el presidente y oidores de esta Real Audiencia y chancillería
real, que reside en esta ciudad de los Reyes, justicia y regimiento de dicha ciudad,
alguaciles mayores y menores y demás ministros, por amonestación y mandado de los
señores inquisidores que residen en esta dicha ciudad, como verdaderos cristianos y
obedientes a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, prometemos y juramos por
los Santos Evangelios y la Santa Cruz que tenemos ante nuestros ojos, que tendremos
la santa fe católica que la Santa Madre Iglesia Romana tiene y predica, y que la
haremos tener y guardar a todas otras cualesquiera personas sujetas a nuestra
jurisdicción, y la defenderemos con todas nuestras fuerzas contra todas las personas
que la quisieren impugnar y contradecir, en tal manera, que perseguiremos a todos los
herejes y sus creyentes y favorecedores, receptadores y defensores, y los prenderemos
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y mandaremos prender, y los acusaremos y denunciaremos ante la Santa Madre
Iglesia y ante los dichos señores inquisidores, como sus ministros, si supiéremos de
ellos en cualquier manera. Mayormente lo juramos y prometemos, cuando acerca de
este caso fuéremos requeridos. Otrosí, juramos y prometemos, que no cometeremos
ni encargaremos nuestras tenencias, ni alguacilazgos, ni otros oficios públicos, de
cualquiera calidad que sean, a ningunas de las dichas personas, ni a otras ningunas a
quienes fuere vedado o impuesto por penitencias por V. S. o por cualesquiera señores
inquisidores, que en este Santo Oficio o en otro hayan residido, ni a ningunas
personas que el derecho por razón del dicho delito lo prohíbe; o si los tuvieren, no los
dejaremos usar de ellos, antes los puniremos y castigaremos, conforme a las leyes de
estos reinos. Otrosí, juramos y prometemos que a ninguno de los susodichos
recibiremos ni tendremos en nuestras familias, compañía ni servicio, ni en nuestro
consejo; y si por ventura lo contrario hiciéremos, no sabiéndolo, cada y cuando a
nuestra noticia viniere las tales personas ser de la condición susodicha, luego las
lanzaremos. Otrosí, juramos y prometemos, que guardaremos todas las
preeminencias, privilegios y exempciones e inmunidades dadas y concedidas a los
señores inquisidores, y a todos los otros oficiales, ministros y familiares del dicho
Santo Oficio, y los haremos guardar a otras personas. Otrosí, juramos y prometemos,
que cada y cuando por los dichos señores inquisidores o cualesquiera de ellos, nos
fuere mandado ejecutar cualquiera sentencia o sentencias contra alguna o algunas
personas de los susodichos, sin ninguna dilación lo haremos y cumpliremos, según y
de la manera que los sagrados cánones y leyes que en tal caso hablan, lo disponen; y
que así en lo susodicho, como en todas las otras cosas que al Santo Oficio de la
Inquisición pertenecieren, seremos obedientes a Dios y a la Iglesia Romana y a los
dichos señores inquisidores y a sus sucesores, según nuestra posibilidad. Así Dios nos
ayude y los santos cuatro Evangelios, que están por delante, y si lo contrario
hiciéremos, Dios nos lo demande, como a malos cristianos que a sabiendas se
perjuran. Amén».
Y, finalmente, el pueblo: «Juro a Dios y a Santa María, y a señal de la Cruz, y a
las palabras de los Santos Evangelios, que seré en favor, defensión y ayuda de la
santa fe católica y de la Santa Inquisición, oficiales y ministros de ella, y de
manifestar y descubrir todos y cualesquiera herejes, fautores, defensores y
encubridores de ellos, perturbadores e impedidores del dicho Santo Oficio; y que no
les daré favor ni ayuda, ni los encubriré; mas luego que lo sepa, lo revelaré y
declararé a los señores inquisidores, y si lo contrario hiciere, Dios me lo demande,
como aquel o aquellos que a sabiendas se perjuran. Amén».
En vista de las atribuciones de que estaba investido, sabemos ya hasta dónde
llevaba el Tribunal su escrupulosidad en materia de delitos y denuncios; pero como si
esto no fuera todavía bastante, hubo una época en que nadie podía salir de los puertos
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del Perú sin licencia especial del Santo Oficio; sus ministros debían hallarse presentes
a la llegada de cada bajel para averiguar hasta las palabras que hubiesen pasado
durante el viaje; no podía imprimirse una sola línea sin su licencia; los prelados,
Audiencias y oficiales reales debían reconocer y recoger, según las leyes reales, los
libros prohibidos, conforme a los expurgatorios, y, en general, todos los que llevasen
los extranjeros que aportasen a las Indias.
Bien se deja comprender que a la sombra de las disposiciones que dejamos
recordadas nadie vivía seguro de sí mismo, ni podía abrigar la menor confianza en los
demás, comenzando por las gentes de su propia casa y familia; pues, como de hecho
sucedió en muchas ocasiones, el marido denunciaba a la mujer, ésta al marido, el
hermano al hermano, el fraile a sus compañeros, y así sucesivamente; encontrando en
el Tribunal, no sólo amparo a las delaciones más absurdas, sino aún a las que
dictaban la venganza, la envidia y los celos. Ni siquiera se excusaba el penitente que
iba buscando reposo a la conciencia a los pies de un sacerdote, pues, como declaraba
con razón el agustino Calancha, sus centinelas y espías eran todas las religiones y sus
familiares todos los fieles.
El pueblo que por sus ideas o creencias no podía resistir su establecimiento, en
general no hizo nada para sustraerse de algún modo a las pesquisas de ese Tribunal;
pero, no así la Compañía de Jesús, que no sólo supo dentro de la disciplina de sus
miembros encontrar recursos para el mal, sino que también llegó hasta atreverse a
invadir el campo de sus atribuciones, no sin que por eso supiera librarse en absoluto
de las dentelladas que en más de una ocasión le asestara el Santo Oficio.
No tiene, pues, nada de extraño, ni a nadie sorprenderá que por todos estos
motivos el Tribunal del Santo Oficio se hiciese desde su instalación aborrecible a
todo el mundo, a las autoridades civiles, a los obispos, a los prelados de las órdenes y
al pueblo, de tal manera que los inquisidores no sólo vivían persuadidos de este
hecho, sino que aún tenían cuidado de recordarlo a cada paso como un título
destinado a enaltecerlos; y para no citar más que el testimonio de uno de ellos,
famoso en los anales de este Tribunal, transcribiremos aquí sus propias palabras:
«Hemos tenido mucha experiencia en este reino, decía Gutiérrez de Ulloa, que
generalmente no dio gusto venir la Inquisición a él, a las particulares personas por el
freno que se puso a la libertad en el vivir y hablar, y a los eclesiásticos porque a los
prelados se les quitaba esto de su jurisdicción, y a los demás se les añadían jueces
más cuidadosos, y a las justicias reales, especialmente Virrey y Audiencias, porque
con ésta se les sacaba algo de su mano, cosa para ellos muy dura por la costumbre
que tenían de mandarlo todo sin excepción» . Con ocasión de una queja de la
Audiencia de Panamá, en que exponía al Soberano los agravios que los delegados del
Tribunal hacían a sus vasallos, los inquisidores repetían todavía de una manera más
categórica, «que los ministros del Tribunal, por el mismo caso que lo son, son tan
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aborrescibles a los jueces reales que les procuran hacer y hacen molestia en cuantos
casos se les ofrecen».
El alborozo con que en Lima se recibió la noticia de la abolición del Tribunal y
las pruebas inequívocas del odio del pueblo, que sucedieron a ese acontecimiento,
están demostrando claramente que con el tiempo no desmereció el Tribunal de la
opinión que desde un principio se captó.
Pero, como se comprenderá fácilmente, si para algunos se había hecho
especialmente aborrecible, como ellos lo expresaban, para nadie con más justo título
que para los infelices que por un motivo o por otro eran encerrados en las cárceles
secretas. Los largos viajes que debían emprender, de ordinario engrillados, a causa de
una simple delación, muchas veces de un solo testigo, acaso enemigo, que motivaron
tantas quejas de los Virreyes, la mala alimentación que se les suministraba en las
cárceles; las torturas a que se les sometía obligándoles casi siempre por este medio a
denunciarse por un crimen imaginario; el no conocer nunca a sus delatores; el
atropello de sus personas por la más refinada insolencia; la eterna duración de sus
procesos, constituía tal odisea de sufrimientos para estos infelices de ese modo
vejados, que encontraban muchas veces termino en el suicidio más cruel, ya
desangrándose, ahorcándose de un clavo, privándose de todo alimento y hasta, lo que
parece increíble, tratándose de ahogar con trapos que se metían en la boca. Y acaso lo
que hoy parezca quizá más horrible a nuestras sociedades modernas, llevándose la
saña contra ellos, no sólo a dejar en la orfandad a sus familias, privando a sus hijos de
los bienes que les debían corresponder por herencia de sus padres, sino viéndose
junto con ellos, condenados a perpetua infamia por un delito que jamás cometieron.
No necesitamos consignar aquí cuántos de los condenados eran realmente locos,
ni cuántos aparecen que lo fueron siendo inocentes, según la misma relación de sus
causas, porque el lector bien habrá de comprenderlo.
La observación más notable que a nuestro juicio pudiera establecerse respecto de
los delitos de los procesados, es la que se deduce de la manera cómo se castigaban los
que delinquían contra las costumbres y los que pecaban contra la fe. Así, Francisco
Moyen que negaba que faltar al sexto mandamiento fuese un hecho punible, recibió
trece años de cárcel y diez de destierro, y el sacerdote que ejerciendo su ministerio
abusaba hasta donde es posible de sus penitentes, llevaba una mera privación de
confesar durante un tiempo más o menos limitado y algunas penas espirituales. Esta
contradicción chocante es realmente sorprendente.
Es verdad que el estudio de las costumbres nos manifiesta que el pueblo, los
eclesiásticos, y más aún los inquisidores, vivían a este respecto tan apartados de las
buenas, que apenas si hoy podemos explicarnos semejante estragamiento. Lo que se
sabe de Ulloa, Ruiz de Prado, Unda, etc., nos manifiesta que si la investigación
hubiera podido adelantarse por circunstancias especiales, como ha acontecido con
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aquéllos, merced a la visita del Tribunal, serían muy pocos los inquisidores, ministros
y familiares del Santo Oficio que hoy pudieran presentarse libres de esta mancha;
pero lo que se conoce es ya suficiente para tener una idea aproximada de lo que fue el
Tribunal bajo este aspecto.
Los procesos seguidos en el Santo Oficio nos dan sobre las costumbres
dominantes en los claustros las más tristes noticias.
Hay algunos reos de entre los frailes a quienes se les ha permitido contar por
menos la relación de todas sus torpezas, tan asquerosas que la pluma se resiste a
entrar en este terreno.
¿Qué decir de lo que pasaba en el confesonario? El número de sacerdotes
procesados lo está claramente manifestando. Los inquisidores, alarmados con lo que
estaba sucediendo, especialmente en Tucumán, ocurrieron al Consejo en demanda de
que se les permitiese agravar las penas impuestas en tales casos, y no contentos con
esto, promulgaron edictos especiales, como los que habían fulminado contra los
hechiceros, para ver modo de poner atajo a las solicitaciones en confesión, según
puede comprobarse por el que transcribimos en seguida.
«Nós los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía, en la ciudad y
Arzobispado de los Reyes, con el Arzobispado de la provincia de las Charcas y los
Obispados de Quito, el Cuzco, Río de la Plata, Tucumán, Santiago de Chile, la Paz,
Santa Cruz de la Sierra, Guamanga, Arequipa y Trujillo; y en todos los reinos,
estados y señoríos de la provincia del Pirú y su virreinado, gobernación y distrito de
las Audiencias reales, que en las dichas ciudades, reinos y provincias residen, por
autoridad apostólica, etc.
»A todos los vecinos y moradores, estantes y habitantes en todas las ciudades,
villas y lugares deste nuestro distrito, de cualquier estado, condición o preeminencia
que sean, exemptos y no exemptos, y cada uno y cualquiera de vós a cuya noticia
viniere lo contenido en esta nuestra carta, en cualquier manera, salud en nuestro
Señor Jesucristo, que es la verdadera salud, y a los nuestros mandamientos, que más
verdaderamente son dichos apostólicos, firmemente obedecer, guardar y cumplir.
Hacemos saber que ante nós pareció el promotor fiscal deste Santo Oficio y nos hizo
relación diciendo que a su noticia había venido que muchos sacerdotes confesores,
clérigos y religiosos, pospuesto el temor de Dios Nuestro Señor y de sus conciencias,
con grave escándalo del pueblo cristiano y detrimento espiritual de sus prójimos,
sintiendo mal de las cosas de nuestra santa religión y santos sacramentos,
especialmente del de la penitencia y en menosprecio de las penas y censuras por nós
promulgadas en los edictos generales de la fe que mandamos publicar, se atreven a
solicitar a sus hijos e hijas espirituales en el acto de la confesión o próximamente a
ella, antes o después, induciéndolas y provocándolas con obras y palabras para actos
torpes y deshonestos, entre sí misinos, o para que sean terceros o terceras de otras
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personas, y que en vez de reconciliarlas con Dios por medio del dicho santo
sacramento, que es la segunda tabla después del naufragio de la culpa y el único
remedio que el mismo Cristo dejó en la Iglesia para su reparo, le convierten en
veneno mortífero y cargan las almas que, arrepentidas, le buscan a los pies de los
dichos confesores, con mayor peso de pecados. Y que demás desto, continuando los
dichos confesores su dañada y perversa intención, a fin de huir y castigar por este
medio las penas y castigos del dicho delito, cuando los dichos sus hijos o sus hijas
espirituales se van a confesar con ellos, antes de persignarse, ni comenzar la
confesión sacramental, las divierten de aquel santo propósito, diciéndolas y
persuadiéndolas que no se confiesen por entonces, y las solicitan y provocan para las
dichas deshonestidades o tercerías; y que otras veces, con el mismo intento, fuera del
acto de la confesión, se aprovechan de los confesonarios y otros lugares en que se
administra el dicho sacramento de la penitencia, como más libres, seguros y secretos
para tratar con los dichos hijos e hijas espirituales las mismas torpezas y tener otras
pláticas y conversaciones indecentes y reprobadas, fingiendo y dando a entender que
se confiesan; y perseverando por mucho tiempo en la continuación de los dichos
pecados y sacrilegios, prohíben a las personas con quien los cometen que no se
confiesen con otros confesores ni puedan salir del engaño en que los tienen de que no
son casos tocantes al Santo Oficio; y que demás desto, otros confesores, con
ignorancia de que el conocimiento y punición dellos nos está cometida
privativamente por diversas bulas e indultos de la Santa Sede apostólica, o dándoles
siniestras interpretaciones, absuelven en las confesiones sacramentales a las personas
culpadas en los dichos delitos, y a las que han sido solicitadas y tenido los dichos
tratos y conversaciones deshonestas, o saben de otras que las han tenido, sin
declararlas la obligación que tienen de manifestarlo ante nós. Y que a otros letrados y
personas doctas o tenidas y reputadas por tales, cuando se les consultan y comunican
fuera del acto de la confesión algunos destos casos, se adelantan en conformar y dar
pareceres de que no son de los tocantes al conocimiento y censura del Santo Oficio,
aunque además de estarles esto prohibido en los edictos generales de la fe, impiden el
recto y libre ejercicio del dicho Santo Oficio, y quedan sin punición y castigo pecados
y excesos tan graves y opuestos a la pureza y sinceridad de nuestra santa fe católica:
porque nos pidió el dicho fiscal, que atenta la gravedad y frecuencia de los dichos
delitos y las muchas y graves ofensas que con ellos se cometen contra Dios Nuestro
Señor, proveyésemos de competente remedio, mandando publicar nuevos edictos,
agravando y reagravando las censuras por nós fulminadas, y ejecutando contra los
transgresores y sus fautores y encubridores, en cualquier manera, las penas estatuidas
por derecho y por los dichos breves, indultos y bulas apostólicas, especialmente por
las de los Sumos Pontífices Pío IV, Paulo V y Gregorio XV, de felice recordación.
»Y por nós, visto su pedimento ser justo y que habiendo crecido tanto la
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exorbitancia y abuso de los dichos excesos, toca a nuestra vigilancia y obligación
proveer de medios más eficaces para atajarlos, y que las cosas sagradas y
sacramentos de nuestra Santa Madre Iglesia se traten y administren con la integridad,
acato y reverencia que se les debe; mandamos dar y damos la presente para vós, y
cada uno de vós, en la dicha razón, por la cual os amonestamos, exhortamos y
requerimos, y siendo necesario, en virtud de santa obediencia y so pena de
excomunión mayor latae sententiae trina canonica monitione praemisa ipso facto
incurrenda, mandamos que si supiéredes o entendiéredes, hubiéredes visto, sabido o
oído decir, que alguno o algunos confesores, clérigos o religiosos, exemptos o no
exemptos, de cualquier orden, grado, preeminencia o dignidad que sean, aunque
inmediatamente estén sujetos a la Santa Sede apostólica, que por obra o de palabra
hayan solicitado, provocado o intentado, o intentaren solicitar y provocar
cualesquiera personas, hombres o mujeres, para actos torpes y deshonestos, que entre
sí mismos se hayan de cometer, en cualquier manera, o para que sean terceros o
terceras de otras personas, o tuvieren con ellos o ellas pláticas y conversaciones de
amores ilícitos, y deshonestas, en el acto de la confesión sacramental, o
próximamente a ella, antes o después, o con ocasión y pretexto de confesión (aunque
realmente no la haya), o sin el dicho pretexto, fuera de confesión, en los
confesionarios o cualquiera otro lugar en que se oigan confesiones o esté diputado o
señalado para ellas, con capa y demonstración que se confiesan o quieren confesar,
hicieren y perpetraren cualquiera de los delitos de suso referidos, sin comunicarlo con
nadie (porque así conviniese) lo vengáis a decir y manifestar ante nós, en este Santo
Oficio, y fuera de esta ciudad, ante nuestros comisarios de los partidos, dentro de seis
días después de la publicación de nuestro edicto, o que dél sepáis y tengáis noticia, en
cualquiera manera, los cuales os asignamos por tres términos y canónicas
moniciones, cada dos días, por un término, y todos seis, por último y peremptorio,
con apercibimiento que el dicho término pasado y no lo cumpliendo, demás de que
habréis incurrido en sentencia de excomunión mayor, en que desde luego os
declaramos por incursos, procederemos contra los que rebeldes e inobedientes
fuéredes, por todo rigor de derecho, como contra personas sospechosas en nuestra
santa fe católica, e inobedientes a los mandatos apostólicos y censuras de la Santa
Madre Iglesia.
»Y por cuanto la absolución de los dichos crímenes y delitos, como dependientes
de la herejía y sospechosos della, nos está especialmente reservada, y así la
reservamos, mandamos, debajo de las dichas penas y sentencias de excomunión
mayor ipso facto incurrenda, que ningún confesor clérigo, o regular, ni religioso, de
cualquier grado, dignidad o preeminencia que sea, ni so color de ningún indulto o
privilegio (aunque haya emanado de la Santa Sede apostólica, la cual, en cuanto a
esto los tiene todos reservados) no sea osado a absolver sacramentalmente a ninguna
corre su jurisdición más de mil leguas norte sur de distancia, y más de ciento leste
oeste, en lo más estrecho, y trescientas en lo más extendido. Todo esto ara y cultiva la
vigilancia deste Santo Tribunal y el incansable cuidado de sus inquisidores»; y
aunque, como se sabe, en 1610, se segregaron del distrito que le fue primitivamente
asignado las provincias que pasaron a formar el de Cartagena, el territorio sometido a
su jurisdicción resultaba siempre enorme.
Según desde un principio pudo comprobarse, los obispos, sin embargo, no
recibieron en general con aplauso el establecimiento de la Inquisición en sus
respectivas diócesis, bien fuera porque así se les cercenaba considerablemente su
jurisdicción, o porque con el curso del tiempo pudieron cerciorarse de que en sus
ministros sólo podían encontrar verdaderos perseguidores de su conducta, cuando no
gratuitos detractores.
Bajo este aspecto, el Tribunal no se andaba con escrúpulos, pues donde quiera
que notase el más mínimo síntoma de enemistad, de mero descontento, o de simple
falta de aprobación de sus procederes, jamás dejaba de encontrar en sus archivos, o
de forjar para el caso, informaciones que rebosaban veneno, destinadas a enviarse al
Consejo de Inquisición o al Rey, por medio de sus jefes inmediatos.
No sólo el infeliz reo que después de ser penitenciado se desahogaba quejándose
del modo cómo había sido tratado o de la poca justicia que se había usado con él,
estaba sujeto a caer en primera oportunidad de nuevo bajo el látigo inquisitorial, pero
los que por algún motivo cualquiera, aunque fuese el mismo decoro del Tribunal,
Modo de proceder del Santo. Oficio. Formación de causa. De los testigos. De los
reos. Del tormento. Forma de acordar las sentencias. Intervención del ordinario. Lo
que cuenta el obispo Villarroel sobre esta materia. Poder del Cabildo eclesiástico de
Santiago a los inquisidores . De la abjuración. Relajación al brazo secular. El auto de
fe. Sambenitos. Prohibición de usar seda y montar a caballo. Cárcel perpetua. Pena de
galeras. Confiscación de bienes. Delitos de que conocía el Santo Oficio.
Al tratar del proceso que el obispo de La Plata había seguido a Francisco de Aguirre
decíamos que el clérigo encargado de notificarle ciertos mandamientos del Prelado,
había debido regresar en vista de la negativa de aquél para obedecerlos; y que en el
Tribunal del Santo Oficio que acababa de fundarse en Lima, se habían presentado
varios denuncios contra aquel benemérito conquistador de Chile.
Acusábasele, pues, de haber dicho que en su gobernación era vicario general en lo
espiritual y temporal;
Que un clérigo que allí estaba de cura y vicario no era nada.
Que a ciertas personas que le habían dicho que las excomuniones eran terribles y
se habían de temer, les respondió: «para vosotros serán temibles, que no para mí».
Que reprendiéndole que por qué permitía que sus pajes comiesen carne en
cuaresma, respondía que no vivía en ley de achaques.
Que dio de bofetones y «mojinetes» a un cura y vicario.
Que estando herido cierto indio suyo, dijo al cirujano que no le curase, pues era
imposible que ninguno a quien él ensalmase se muriese, y que los que mandaban que
no se curase por ensalmos, no sabían lo que decían.
Que había curado a un hijo suyo que sufría de dolor de muelas con escribir ciertas
letras en una silla y poner la punta de un cuchillo sobre ellas, sosteniendo que no
podía Dios criar mejor cosa que aquélla para el dolor de muelas.
Que habiéndosele dicho que cierto vicario le tenía excomulgado, sostuvo que el
Varios procesos
En los comienzos del establecimiento del Tribunal del Santo Oficio sucedió en Chile
lo que en el resto de la América, que los denuncios y procesos fueron, relativamente,
abundantes.
Ateniéndonos al testimonio del canónigo de Tarragona, licenciado Juan Ruiz de
Prado, que en febrero de 1587 llegaba a Lima en calidad de visitador del Tribunal, he
aquí, según su relación y parecer, lo obrado en los procesos que hasta su tiempo
habían sido tramitados por el comisario de Santiago.
El capitán Rodrigo Morillo, estante en Santiago de Chile, denunció de sí ante el
comisario de haber dicho que no tenía a todos los que estaban en Santiago, y a los
santos del cielo, en lo que traía debajo de los pies.
Información contra Antonio Francisco de Chávez de dos testigos, que afirmaron
que a cierta persona que andaba matando perros con un arcabuz, le dijo el reo, con
simpleza, que qué de almas habría echado en el infierno.
Información de cinco testigos contra Fragoso, soldado, porque en un romance que
se cantaba de la pasión de Cristo, donde decía «mira el fructo de su muerte», había
dicho el que cantaba, que era un mulato, «mira el fructo de su vientre», y diciéndole
Nuevos procesos
Circunstancias que militaban en favor de los reos chilenos. Proceso de fray Cristóbal
de Rabanera. Ídem de fray Juan Lobo. Ídem de Pedro de Morales. Ídem de María de
Encío. Ídem del deán de Santiago Luis Verdugo. Ídem de Alonso Esteban. Ídem de
fray Luis Quintero. Ídem de fray Juan de Cobeñas. Reos de solicitación en el
confesonario. Causa de fray Diego Pizarro. Ídem del negro Hernando Maravilla.
Ídem de Pedro Troyano. Ídem del muchacho Juan de Barros.
Casi la totalidad de los reos procesados por las causas que dejamos referidas, no
salieron de Chile. Formaron los comisarios los procesos respectivos y los remitieron
en seguida a Lima, donde por motivos diversos —entre los cuales apuntábamos la
poca importancia de los hechos o palabras que se les achacaban— quedaron
archivados en la Cámara del Secreto, y si no hubiere sido por la visita de Ruiz de
Prado ni siquiera habríamos tenido noticia de ellos. Si los reos de que tratarnos
hubiesen residido en Lima o en las provincias cercanas, es casi seguro que habría
sobrevenido el mandamiento de prisión, el viaje a Lima, el encierro en las cárceles y
uno o dos años de permanencia en ellas, con las otras penitencias de estilo. Pero, a
pesar de la dureza ordinaria de los inquisidores, por lo que respecta a los reos
chilenos, la enorme distancia en que vivían, y, como consecuencia, los considerables
gastos que su traslación a Lima demandaba, siendo que en la generalidad de las
ocasiones se trataba de gente pobre que no habría tenido siquiera con qué sufragar las
costas todo esto añadido a un tanto de descuido, motivado por indolencia de los
comisarios en el ejercicio de su oficio o por la necesidad de ocuparse de otros
procesos de más importancia, ocasionaron, como decíamos, que los reos de origen
chileno librasen sólo con una sumaria información. Pero no sucedió lo mismo con
otros que fueron procesados en la misma época, de que vamos a ocuparnos ahora.
Procuraremos, en cuanto nos sea posible, ajustarnos a un orden cronológico, y sea
el primero de quien tratemos un fraile de buena memoria en Chile.
Fray Cristóbal Núñez, dominico, sin existir contra él testificación alguna,
denunció de sí, estando en Lima, por los años de 1572, que siendo lego, habría más o
menos veintidós años, habiéndole hurtado alguien cierto objeto, se dirigió a unos
indios principales y les rogó, que por vida del demonio y de sus hechizos le dijesen
dónde se hallaba el ladrón, persuadiéndoles a ello y teniendo además voluntad de
Cualquiera que sea la importancia que se atribuya a los procesos que venimos
refiriendo, todos ellos están muy distantes de revestir el interés vinculado a la
persecución que el Santo Oficio hizo a un hombre distinguidísimo que pertenece de
lleno a la historia de Chile; nos referimos al famoso navegante Pedro Sarmiento de
Gamboa.
Sarmiento de Gamboa pertenecía a una familia que había servido siempre al Rey,
habiendo él mismo desde muy joven seguido el ejemplo de sus antepasados.
Dotado de talento, cultivó las letras y especialmente las matemáticas y la
astronomía, y después de servir al Soberano cinco años en Europa, pasó a las Indias,
«donde contar las menudencias en que yo he servido a Vuestra Majestad, y
aprovechado en esta tierra» expresaba más tarde al Monarca, «otros lo dirán».
Se hallaba en Lima a fines de 1564 y gozaba de gran reputación de astrólogo,
cuando el arzobispo don fray Jerónimo de Loaisa, procediendo como inquisidor
ordinario, le inició una causa de fe y desde luego lo metió en la cárcel.
Trátase en este caso de un asunto tan interesante y tan nuevo, que, fieles al
sistema que nos hemos trazado, preferimos que hablen por nosotros los viejos papeles
que en copia tenemos a la vista.
Hasta ahora nos hemos ocupado de las causas de aquellos reos que por circunstancias
diversas no habían merecido figurar en autos públicos de la fe, y ahora vamos a tratar
de los que fueron sentenciados en esta forma.
El primer auto de fe celebrado por los inquisidores se había verificado en Lima el
15 de noviembre de 1573, pero en él no apareció ningún reo de origen chileno. En el
segundo, que tuvo lugar el 13 de abril de 1578 y en el cual fue quemado fray
Francisco de la Cruz, el fraile aquel que había entendido en la causa de Sarmiento de
Gamboa, salió Esteban de Salcedo.
Era éste un mestizo, natural de Valdivia, testificado ante el Comisario de haber
dicho que no era pecado mortal sino venial «el echarse un hombre con una mujer».
Por su parte, el reo se denunció de que se había referido a una india infiel y no a una
mujer cualquiera. Llevado preso desde Chile, en todas las audiencias que con él se
tuvieron perseveró en la confesión que había hecho; pero lo cierto fue que, visto el
negocio en consulta, fue sentenciado a salir en auto público, en abjuración de levi y
en cien azotes.
Más adelante trataremos de otro reo chileno que fue penitenciado en esta ocasión.
En el auto celebrado el 29 de octubre de 1581 en que fue quemado vivo el
flamenco Juan Bernal, salieron tres reos de Chile.
Era el primero Juan Serrano, natural de Jerez de la Frontera y procesado en
Santiago por haberse casado estando viva su primera mujer. Con el objeto de lograr
su propósito, Serrano se había traslado a Lima —donde se le dio la ciudad por cárcel,
bajo pena de mil pesos de multa— llevando una información hecha por él de cómo su
primera mujer era muerta, «y aunque en esta ciudad de Lima, dicen los inquisidores,
le dijeron que era viva, no dejó de pasar adelante con su intento», por lo cual le
sentenciaron en definitiva a que saliese en el auto en forma de penitente, en
abjuración, de levi, a que se le diesen doscientos azotes por las calles públicas, y a
Había llegado en esto el día 5 de abril de 1592, en que como decíamos, iba a
presentarse a la vez el mayor numero de reos enviados de Chile.
Después de haberse dado el pregón ordinario de la publicación del auto,
mandaron los inquisidores, que lo eran entonces Antonio Gutiérrez de Ulloa y Juan
Ruiz de Prado, que todos los vecinos y moradores de la ciudad que no tuviesen
impedimento acudiesen a las casas de la Inquisición para acompañar el estandarte de
la fe, previos los convites de estilo a la Audiencia y Cabildos, que en esta ocasión, de
orden del Virrey, debían irse en derechura al Tribunal. El día señalado, a las cinco de
la mañana, llegó aquél en su carroza, acompañado de don Beltrán de Castro, su
cuñado, seguido por la guardia de a pie de su persona y algunos criados. Oyó misa en
la capilla, y una vez concluida, pasó a las habitaciones de los inquisidores, donde se
estuvo hasta que se avisó que era ya hora de salir. Lleváronle en medio los
inquisidores, en compañía del Arzobispo, que había sido invitado para la degradación
de un religioso, escoltados por la compañía de lanzas, caminando delante los oidores
de dos en dos, luego los Cabildos y la Universidad, precedidos por la compañía de
arcabuceros de a caballo. Los penitentes, en número de cuarenta y uno, marchaban
acompañados de los familiares y miembros de todas las órdenes religiosas.
Junto con los herejes extranjeros que habían abordado las costas de Chile, el Tribunal
del Santo Oficio había tenido ocasión de ocuparse también de otros reos cuyas causas
nos tocan de cerca. Así vemos que en 1594 el licenciado Gaspar Narváez de
Valdelomar, que era entonces corregidor de Lima y destinado más tarde a figurar en
la Audiencia de Santiago, era excomulgado, reprendido en la sala de audiencia del
Tribunal, en presencia de los consultores, y desterrado, por ocho años, de veinte
leguas en contorno de la ciudad que gobernaba, por haber autorizado con su presencia
el tormento que el virrey conde del Villar hizo dar por desacatado al doctor Salinas,
abogado de presos del Santo Oficio.
Pero de los reos de Chile, los que seguían ocupando más la atención del Tribunal
eran los frailes solicitantes en confesión. Vamos a ver que por esta época los hubo de
todas las órdenes que hasta entonces se hallaban establecidas en el país.
Pertenecía a la de San Francisco fray Juan de Medina, aragonés, hombre de más
de setenta y cinco años, cuya causa se había iniciado en la Serena por denuncio de
una mujer española que en 10 de abril de 1578 le acusó de que «estando
confesándose con él y diciendo sus pecados, le rogó que a la noche viniese a su celda,
y la mujer le dijo que no podía porque era mujer casada y tenía hijas doncellas; y
finalmente, se lo volvió a rogar otra vez, y la abrazó… y la absolvió; y otra vez
volviéndose a confesar, la víspera de Nuestra Señora de Encarnación con el reo, le
había dicho que para qué se venía a confesar con él, que si tenía vergüenza, pues no
había querido hacer lo que le había rogado, y se lo volvió a rogar, también pasó lo
susodicho en la confesión que con él iba haciendo».
La segunda mujer, que era india, menor de edad dice que estando confesándose
con él, la requirió, «y le hizo promesas para tener con ella comunicación, y que
después se confesó otra vez con el dicho padre y tuvo la propia comunicación de trato
de que la quería mucho, y la besó en la boca y la abrazó en las dichas dos
»Y que aunque le habían reprendido había porfiado que estaba bien dicho.
Firmas de inquisidores
Llegada de los agustinos a Santiago. Oposición que hacen los franciscanos. Son éstos
vencidos ante las Justicias. Aniegan el convento de sus colegas. Asalto e incendio de
la iglesia. Los agustinos ocurren al comisario de la Inquisición. Proceso de la monja
Jacoba de San José. Competencias entre dominicos y jesuitas. Un incidente del
proceso de Francisco de Aguirre. El doctor López de Azócar ante la Inquisición. El
clérigo Baltasar Sánchez. Don Íñigo de Ayala. El abogado Gabriel Sánchez de Ojeda.
Por los días cuya crónica inquisitorial vamos compaginando «aconteció en Chile un
caso que ha escandalizado mucho en aquel reino», decía el inquisidor licenciado
Pedro Ordóñez y Flores al Consejo, en carta fechada en los Reyes a 6 de abril de
1599, «y en éste particularmente a los indios, que como plantas nuevas en la fe,
abominan de él y llaman de herejes a los agresores».
Veamos qué era lo que había pasado.
En tiempo del virrey don Francisco de Toledo, llegó al Perú una real cédula
disponiendo que las órdenes religiosas hasta entonces establecidas, enviasen a Chile y
a las demás provincias que se fuesen descubriendo y donde hubiese indios que
catequizar, algunos de sus miembros que predicasen el Evangelio a los naturales y los
instruyesen en las cosas de la fe y doctrina cristiana. En cumplimiento de esta orden
real, los franciscanos, dominicos y mercenarios fundaron en Chile algunos conventos.
Los agustinos y jesuitas, ya por estar escasos de operarios o por otros «respectos»,
nada hicieron por entonces para satisfacer los reales deseos. Sabedor el Monarca de
estos hechos, enviaba al Perú en 1594 otra cédula en que ordenaba a su virrey que
llamase a los provinciales de San Agustín y de la Compañía, les diese «una muy
buena reprehensión» por no haber cumplido la primera y les ordenase que sin excusa
ni dilación despachasen algunos religiosos al Paraguay, Chile y Tucumán.
Tuvieron, pues, ambas órdenes que apresurarse a cumplir lo que tan
apretadamente se les mandaba, habiendo los agustinos procedido a fundar en
Santiago en una casa que les dio un vecino principal y en la cual se metieron,
disponiéndola para monasterio; hicieron su iglesia y pusieron en ella «sacramento y
campanas, con mucho aplauso y aprobación del pueblo», no así de los franciscanos
que se agraviaron de que sus colegas de San Agustín hubiesen ido a establecerse en
un sitio que decían hallarse dentro de los límites en que estaba prohibido edificar.
En el capítulo VII del tomo I hemos dicho ya que luego de fundado en Lima el
Tribunal del Santo Oficio, el inquisidor Cerezuela nombró de comisarios en Chile, en
Santiago, al tesorero del coro de la Catedral, don Melchor Calderón, y en la Imperial
al deán don Agustín de Cisneros, promovido después al obispado de aquella
provincia.
Es tiempo ya de que, antes de entrar en la relación de algunas de las cuestiones,
competencias y disgustos en que se vio envuelto Calderón en el largo tiempo que
desempeñó aquel cargo y que, en verdad, comparados con los que otros funcionarios
de su especie tuvieron, fueron muy pocos, demos algunos pormenores de su persona
y de los demás individuos que componían en su tiempo el personal de la Inquisición
entre nosotros.
No necesitamos repetir aquí cuán solicitado fue en su tiempo el título de familiar
del Santo Oficio. Luego de establecido el Tribunal sucedió en Santiago, y en general
en Chile, lo mismo que había pasado en otras partes. Los inquisidores se veían
asediados por numerosas solicitudes de personas que, mediante una contribución en
dinero, querían obtener un título, que implicaba una distinción y que, a más, colocaba
al que lo obtenía en condición privilegiada sobre los demás ciudadanos. Hacíase
exento de la jurisdicción ordinaria, y como miembro del Santo Oficio, tenía la
seguridad que en cualquier lance éste sabría ampararlo y protegerlo.
Después de los trámites de estilo, merecieron ser nombrados familiares en
Santiago, Juan de Angulo, el capitán Gaspar de la Barrera, el capitán Alonso
Mientras llega el momento de continuar con otros lances no menos originales en que
se vieron envueltos los sucesores de Calderón con los prelados de Santiago, vamos a
ocuparnos de los procesos seguidos a algunos reos de fe.
En el autillo que el Tribunal celebró en la capilla de la Inquisición el 17 de junio
de 1612 salió por casado dos veces Juan Alonso de Tapia, natural de Santiago,
barbero y sillero, sastre y componedor de mulas, de edad de treinta y dos años, que se
denunció en Jauja.
El alférez Juan de Balmaceda fue testificado en Concepción, por el mes de agosto
de 1612, de que hallándose una noche «en el cuerpo de guardia, en presencia de otros
soldados había dicho que Dios no tenía Hijo, y que advirtiéndole que era herejía, y
que confesase la Santísima Trinidad y vería que la segunda persona era Hijo de Dios,
que encarnó y nos redimió, y que lo que había dicho era contra la Trinidad,
encarnación y redención, y para declarárselo había hecho tres dobleces en la capa, y
el dicho reo había dicho: «extienda esos dobleces y verá como no es más de una capa;
así en Dios no hay más de una persona»; y respondiéndole que aquella era mayor
herejía, porque negaba ya dos personas, el reo había respondido que si había errado,
que él se iría a acusar; y dijo el testigo que el dicho reo ha sido castigado por el prior
por blasfemo, y que vivía amancebado; en esto contestan otros cuatro testigos, y los
dos son de oídas; y que demás de la vez que lo dijo en la dicha ocasión en el cuerpo
de guardia, estando otro día en casa del maestre de campo refiriendo lo que había
dicho antes, había entrado el reo y oyendo lo que trataban, había dicho: «lo que yo
dije fue que Dios no tenía Hijo, y lo vuelvo a decir».
En julio del año siguiente hallábase el reo en Lima, en virtud de orden del Santo
Oficio, «y en 8 del dicho mes se tuvo con él la primera audiencia y se le recibió el
juramento y declaró su genealogía, y ser todos cristianos viejos, limpios, y su padre
¿Loco o mártir?
Doña Isabel Maldonado de Silva denuncia por judío a su hermano Diego ante el
comisario del Santo Oficio en Santiago. Hace otro tanto su hermana doña Felipa.
Prisión del reo. Declaración de fray Diego de Urueña. Ídem de fray Alonso de
Almeida. Maldonado de Silva es conducido a Lima y encerrado en las cárceles
secretas. Lo que dijo en la primera audiencia. La segunda monición. La acusación.
Conferencia que tiene el reo con los calificadores. Quiénes eran éstos . Continúa el
reo argumentando. Escápase de su celda y trata de convertir a los demás presos.
El auto de fe
Prevención del Santo Oficio hacia los portugueses. Bula de Clemente VIII en favor
de éstos. Opiniones del jesuita Diego de Torres acerca de la poca fe que notaba en
América. Intento para establecer la Inquisición en Buenos Aires. Furiosa persecución
a los portugueses. Su origen. Muchos son aprehendidos y procesados en Lima. Sigue
la causa de Maldonado de Silva. Preliminares del auto de fe. Descripción del tablado.
Procesión de la Cruz Verde. Notificación de las sentencias. Acompañamiento.
Lectura de las sentencias. Actitud de los reos. Maldonado de Silva es quemado vivo.
Desde los primeros días del establecimiento del Tribunal de la Inquisición en Lima
los portugueses habían sido mirados como muy sospechosos en la fe, y, en
consecuencia, tratados con inusitado rigor. Esta prevención se hizo todavía más
notable en los comienzos del siglo XVII. Por los años de 1606 acababa de llegar a
presidir el Tribunal don Francisco Verdugo, hombre animado de un espíritu más
tolerante que el de su predecesor Ordóñez. A poco de su arribo mandó suspender
cerca de cien informaciones que por diversos motivos había pendientes pero, en
cuanto a las denuncias de portugueses, fue inexorable, despachando luego
mandamientos para prender catorce, gente, según decían, que andaba con la capa al
hombro, sin domicilio ni casa cierta, y que en sabiendo que prendían a alguno que los
podía testificar, se ausentaban, mudándose los nombres.
La persecución contra los portugueses, a quienes se acusaba de judaizantes, había
ido así asumiendo tales proporciones que parecía ya intolerable; y tantos fueron los
memoriales presentados al Rey, y tales las razones que aconsejaban que este estado
de cosas cesase, que el Monarca obtuvo del papa Clemente VIII un breve para que
desde luego se pusiese en libertad a todos los que estuviesen procesados por el delito
de judaísmo. Desgraciadamente, cuando esta orden llegó a Lima sólo quedaban
presos Gonzalo de Luna y Juan Vicente; los demás habían sido ya o reconciliados o
quemados, penas ambas que, como lo vamos a ver, aún habían de revivir algunos
años más tarde.
Un famoso jesuita de aquellos tiempos culpaba igualmente a los portugueses de
ser los causantes de la decadencia que se notaba en las creencias religiosas de los
colonos.
«Otra causa y raíz desta poca fe, es, decía, que no sólo ha entrado por Buenos
Quién era don Tomás Pérez de Santiago. El Rey acuerda suprimir una canonjía de las
catedrales de América en beneficio de la Inquisición. Obedecimiento de esta real
cédula en Santiago. Entra en la orden de San Francisco el canónigo Navarro.
Fallecimiento del doctor Jerónimo de Salvatierra. El comisario del Santo Oficio
presenta en el Cabildo eclesiástico una real cédula. Curiosa situación creada para el
Cabildo. Restituye éste a Navarro la posesión de su canonjía. La Audiencia da la
razón al Cabildo contra el comisario del Santo Oficio. Carácter que reviste la
contienda. Resolución del Rey en el asunto. Carta del conde de Chinchón. Respuesta
de los oidores. Acuerdan dirigirse al Rey.
El lector se acordará de aquel mozo de veintidós años, don Tomás Pérez de Santiago,
a quien su tío el obispo don fray Juan Pérez de Espinosa había colocado, para que
adelantase su carrera, de sacristán en la Catedral, y que en las incidencias que al
finalizar el año de 606 se suscitaron entre aquél y el comisario de la Inquisición,
tantas pruebas de hombre discreto diera.
Pérez de Santiago, en efecto, con el valioso apoyo del Obispo, y con el tiempo,
había alcanzado por la época en que se desarrollaban los sucesos que vamos a referir
a los más altos cargos de su profesión.
Llegado a Chile a la edad de doce años, fue pasando sucesivamente por todos los
puestos eclesiásticos. Por los años de 1615 mereció entrar en el coro de la Catedral,
fue después tesorero y maestrescuela, provisor y vicario general dos veces, rector del
Seminario —en cuyo nombre había hecho un viaje a la Corte—, hasta ascender, por
fin, al deanato del cabildo de la Catedral, y lo que valía aún más, había obtenido que
se le nombrase, por los de 1619, comisario de Cruzada, y del Santo Oficio de la
Inquisición de Lima.
Pero, junto con los años y los ascensos, Pérez de Santiago había perdido su
juvenil discreción, y de manso que era, se había convertido en altanero e insolente,
proceder que, al fin y al cabo, iba a costarle caro…
A mediados de junio de 1634, el obispo y cabildo eclesiástico de Santiago
recibieron una real cédula, despachada por el mes de abril del año anterior, en que el
Soberano expresaba que, por cuanto de sus cajas reales de Lima, México y
Cartagena, ciudades en que funcionaban los Tribunales del Santo Oficio en América,
Criollos y españoles
Ni las multas ni las prisiones habían logrado, sin embargo, doblegar al testarudo
comisario. Iban trascurridos ya dos años largos desde el día en que comenzara para él
aquella vía crucis de reprimendas, multas y carcelazos, y no por eso se daba por
vencido, antes vemos que el 12 de enero de 1641, después de haber hecho ya declarar
a muchos de los que habían figurado en sus percances con el Obispo, amenazando
siempre con el Santo Oficio —cuyos ministros de tan mala data parecían hallarse por
ese entonces— lograba que pareciese ante su presencia como comisario y a declarar
contra el Obispo el mismo Juan de Morales Salguero que había propinado la azotaina
al clérigo Salvador de Ampuero!
Al fin de cuentas, no sabemos hasta dónde hubiera llevado Pérez de Santiago en
su desquite su rabiosa cuanto impotente saña contra el prelado, si por ese entonces,
dando rienda suelta a su orgullo e insolencia, no hubiese provocado otro nuevo
embrollo, que esta vez iba a costarle el puesto…
Para que no se crea que exageramos, véase lo que la Audiencia —en que todavía,
es cierto, estaban el hermano del provisor Machado, y Fernández de Lugo— escribía
al Rey en 7 de mayo de 1642.
«En otra ocasión ha dado cuenta a Vuestra Majestad esta Audiencia de lo que el
comisario de la Inquisición ha ejecutado en perjuicio de la jurisdicción real y
competencia que ha tenido con ella, atentándola. Y porque no cesa su pretender y
asentar novedades, la volvemos a dar, de que dicho comisario el Jueves Santo de este
año de 642 y el día siguiente, acompañado con los familiares, con varas altas en las
manos, y otros muchos ministros del Santo Oficio, asistió en la iglesia de Sancto
Domingo, en forma de tribunal, en la capilla mayor, con alfombra, silla y cojín de
terciopelo, y ellos en banco con espaldar cubierto de alfombra. Y aquella noche,
acompañándole algunos de los familiares con varas altas y otros ministros, visitó las
Procesos seguidos por el nuevo comisario del Santo Oficio. Salvador Díaz de la Cruz,
Agustín de Toledo, Luis de la Vega, Gaspar Henríquez y Cristóbal de Castro son
penitenciados por polígamos. Ocho testigos mujeres denuncian al padre jesuita
Melchor Venegas de solicitaciones en el confesonario. De orden de los inquisidores,
el provincial de la orden llama a Venegas a Lima. Opinión del comisario acerca de los
testigos. Resolución de los consultores. Examen del reo. Puesto de rodillas pide
misericordia. Acusación del fiscal de la causa. Hechos escandalosos que se justifican
al reo. Suave sentencia de los inquisidores. Los jesuitas obtienen que se conmute el
destierro a Venegas por el rezo del rosario. Significativa consulta hecha al Tribunal
por el comisario.
De familia de judíos
Reos de poligamia
Carácter que asumen los procesos del Santo Oficio. Lorenzo Becerra, Antonio
Fernández y José Quinteros son enjuiciados por el delito de poligamia. Arbitrio de
que este último se vale para averiguar si vivía su primera mujer. Antonio Cataño y
Benito de la Peña son condenados a salir en auto público de fe. Reos azotados. Matías
Tula se presenta también en auto público. Un hombre casado que dice misa. Un fraile
que se casa. El leguillo mercedario Jerónimo de Segura. Causa del irlandés Murphy.
Aventuras de un hijo de Jerusalén.
Carta que escribe el padre jesuita Manuel de Ovalle a la Inquisición de Lima. Quién
era el padre Juan Francisco de Ulloa. Sus principales discípulos. Eligen de confesor al
padre Ovalle. Argucias de que éste se vale con sus hijos de confesión. Proposiciones
de don José Solís . Las doctrinas de Juan Francisco Velasco. Modo de vida de los
discípulos de Ulloa. Averiguaciones del Obispo. Declaración del clérigo Espinosa.
Carta del padre Antonio Alemán. Cómo santificaba Velasco a sus discípulos. Examen
del padre Ovalle. Deposición del padre Fanelli. Testimonio del padre Cruzat. Otras
declaraciones. Acuerdo del Tribunal de Lima. Envía un delegado a Santiago. Prisión
de Solís, Ubau y Velasco. Declaraciones de éstos. Secuela de sus causas. Suerte que
corrieron los reos chilenos.
Cúmplenos ocuparnos ahora de uno de los hechos más interesantes que ofrece la
historia de la Inquisición con este país, y que, por eso, hemos de tratar con algún
detenimiento; nos referimos a la existencia en Santiago de una secta que por sus
caracteres tiene mucha semejanza con la de los molinosistas. Hemos de ver también
aparecer de manifiesto en el curso de las páginas siguientes, y expuestas por los
mismos jueces superiores del Santo Oficio, algunas de las muchas iniquidades
cometidas por sus delegados en América. Y como al tratar de estos asuntos llevamos
el propósito de atenernos siempre con preferencia al testimonio de los mismos actores
que en ellos figuraron, comenzaremos citando la carta que con fecha de 17 de junio
de 1710 dirigió al Tribunal de Lima el padre jesuita Manuel de Ovalle, que dice así:
«Muy ilustres señores. —La obligación de hijo obediente y en todo sujeto a
nuestra Santa Madre Iglesia me excita a manifestar a Vuestras Señorías los errores y
perversa doctrina que ha introducido el demonio en muchas personas de esta ciudad
de Santiago.
»El padre Juan Francisco de Ulloa, religioso de mi madre la Compañía de Jesús,
entró en ella siendo clérigo sacerdote. Antes de elegir el estado religioso fue muy
aplicado al confesonario y al ejercicio de dirigir y gobernar almas de todos estados,
seculares y religiosos, cuyos monasterios frecuentaba, con buena nota y opinión de su
modo de proceder entre las personas que le comunicaban y trataban, quienes lo tenían
y estimaban por un sacerdote ejemplar y de ajustada vida. Con este concepto que de
él tenían, algunas almas se entregaron a su dirección y las gobernaba como padre
Extracto de la causa de Ulloa. Acusación del fiscal. Detalles que da este funcionario
acerca de las relaciones de Ulloa con sus discípulos. Pide que el jesuita sea
condenado como hereje y que sus huesos sean desenterrados y quemados. Fíjanse
edictos en la Catedral de Santiago para que los interesados salgan a la defensa de la
causa. Preséntase el Procurador de la Compañía de Jesús de la provincia de Chile.
Elige como defensores a los padres Joaquín de Villarreal y Fermín de Irisarri.
Detalles que da este último sobre la manera cómo fue resuelta la causa del jesuita
chileno. Revelaciones de los mismos inquisidores. Quiénes eran éstos. El auto de fe
según el historiador Bermúdez de la Torre y Solier. Los reos. Las estatuas de Solís y
Ulloa. Opinión del Consejo de Inquisición acerca de las causas de los reos chilenos.
Bien se deja comprender de lo que queda expuesto en las páginas precedentes con,
relación a los discípulos del padre Juan Francisco de Ulloa, que éste no podía escapar
mejor que ellos. Ni el haber sido miembro de la entonces poderosa Compañía de
Jesús, ni aún el que la tierra hubiese consumido ya su cuerpo, podía librarle de la saña
inquisitorial. Y para que no se crea que media exageración de nuestra parte, oigamos
a los mismos jueces en el extracto que de la causa hicieron en la sentencia.
«Visto por nos, decían, los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía, en
esta ciudad y Arzobispado de los Reyes y provincias del Perú, donde residimos, por
autoridad apostólica y ordinaria, juntamente con el ordinario del obispado de la
ciudad de Santiago de Chile, un proceso y causa criminal de fe, que ante nos ha
pendido y pende entre partes, de la una el promotor fiscal del Santo Oficio, actor
acusante, y de la otra reo defendiente, Juan Francisco de Ulloa, religioso sacerdote de
la Compañía de Jesús en la provincia de Santiago del reino de Chile, natural de ella,
residente que fue en la casa del noviciado de dicha religión en dicha ciudad, ya
difunto, y su defensor de memoria y fama, cuya estatua está presente; sobre y en
razón que el dicho fiscal pareció ante nós y presentó su acusación, en que dijo que
siendo el susodicho cristiano bautizado y confirmado, y gozando, como tal, todos los
privilegios, exempciones y libertades concedidas a todos los fieles católicos, y las
especiales que por razón del estado religioso debía gozar, viviendo en esta presente
vida, fue osado, con poco temor de Dios Nuestro Señor, grave estado de su
conciencia, total olvido y desprecio de su salvación, hereticar y apostatar de nuestra
»Y en otro canto del mismo poema, tratando de otras compañías que pasaron de esta
ciudad de Lima al presidio del Callao, dijo con igual elegancia lo que ahora se
pudiera ponderar de éstas que vinieron de aquel celebrado presidio a esta ínclita
ciudad:
Firmas de inquisidores
Suerte que corrió don Pedro Ubau. Proceso de Cristóbal González. Ídem de su
hermana Mariana González. Causa de «La Coquimbana». El sobrino de los
marqueses de Guana. Es defendido por el abogado chileno don Domingo Martínez de
Aldunate. Vicios cometidos en su causa. Últimos sectarios del padre Ulloa. El clérigo
Nicolás Flores es procesado por expresar sus opiniones sobre esta materia. Le ocurre
otro tanto a don Juan Ventura de Aldecoa. El jesuita Gabriel de Orduña y los
inquisidores. Sentimiento que éstos manifiestan por el estado a que había llegado el
Santo Oficio en estas partes.
¿Qué suerte había corrido mientras tanto don Pedro Ubau? Se recordará que fue el
primero en ingresar en las cárceles, y que sin perder jamás la apacibilidad de carácter
que le distinguía, su razón fuese trastornando poco a poco hasta el extremo de hacerse
necesario trasladarlo al manicomio del hospital de San Andrés. Esto no bastó, sin
embargo, para que en 1º de diciembre de 1736, es decir, en las vísperas del auto,
fuese condenado a ser relajado al brazo seglar, por hereje, impenitente y negativo,
confiscándosele, además, todos sus bienes. Pero, probablemente, como los
inquisidores habían reunido ya bastantes víctimas para la sangrienta fiesta que
preparaban, no se resolvieron a última hora a enviar también al cadalso a aquel infeliz
loco, que, siempre tranquilo, vino a morir en la «casa de los sin casa» como dice
Longfellow, en el año de 1747.
Aunque sea someramente, hemos de recordar aquí a los demás secuaces del padre
Ulloa que se vieron procesados por el Santo Oficio.
Cristóbal González, alias Guimaray, natural también de Santiago, como sus
demás compañeros, era un hombre de edad de cincuenta y ocho años, casado, y de
oficio platero. Fue denunciado ante el comisario el 2 de junio de 1710 por el clérigo
Espinosa, de hallarse igualmente afiliado en la secta de Ulloa, pues él y los demás
neófitos se juntaban muchas tardes en casa de Velazco, que era el más aprovechado
en la doctrina, y juntos se salían a pasear y conferían los temas espirituales que les
explicaba Ulloa. Se le imputaba igualmente de haberse hallado en casa de Velazco
esperando el vaticinio que éste había hecho de su muerte, y de que, reconvenido por
esta creencia, sostuvo que daría la vida en testimonio de la verdad del presagio.
Lo cierto fue que el 26 de octubre de 1718, después de reducidos a prisión sus
Todavía el deán don Tomás Pérez de Santiago. El canónigo don Francisco Ramírez de
León sucede a Machado de Chávez en el cargo de Comisario del Santo Oficio en
Santiago. Cambios ocurridos en el personal del Tribunal de la Inquisición en Chile.
Incidente del jesuita Nicolás de Lillo y la Barrera. El presidente Meneses y la
Inquisición. Resoluciones reales acerca de altercados inquisitoriales en Santiago. El
jesuita Juan Mauro Frontaura. Visible decadencia del Santo Oficio en Chile.
Pretendientes chilenos a empleos inquisitoriales.
Al hablar del personal que el Santo Oficio mantenía en Chile, hemos visto ya que el
testarudo comisario y deán de la Catedral don Tomás Pérez de Santiago fue removido
en virtud de especial comisión por el fiscal de la Audiencia y consultor de la
Inquisición don Juan de Huerta Gutiérrez, y que en su lugar colocó en el puesto al
arcediano don Francisco Machado de Chávez.
Este que, como también sabemos, era hermano de uno de los oidores de más
prestigio, don Pedro Machado de Chávez, criollos ambos, no promovió, en cuanto
haya llegado a nuestra noticia, altercado alguno con las autoridades civiles o
eclesiásticas. Sólo el desairado deán, con ocasión del nombramiento de su sucesor en
el puesto de comisario del Santo Oficio para el cargo de provisor, en que por hallarse
tan divididos y alterados los prebendados, hubieron de llamar a la Audiencia para que
asistiera a la elección, suscitó una oposición en que, al fin, como en sus altercados
anteriores con la Audiencia, tuvo que salir derrotado.
Salvo este incidente, ajeno en realidad a su cargo del Santo Oficio, nada turbó al
gobierno del comisario Machado de Chávez hasta que murió en 1661.
Sucediole en el cargo el canónigo chillanejo don Francisco Ramírez de León, hijo
del capitán don Francisco Ramírez de la Cueva, oriundo de la Calzada de Toledo, y
de Jerónima de las Montañas, señora que llevaba un apellido que había ilustrado en la
guerra de este país el capitán Francisco Gómez de las Montañas, cuyos servicios
había premiado el gobernador Alonso de Rivera haciéndole donación de las tierras de
Chada, no lejos de Santiago.
Don Francisco Ramírez de León había hecho una carrera relativamente brillante.
Después de ordenarse logró pronto obtener una prebenda en la Catedral de Santiago,
ascendiendo sucesivamente a tesorero en 1665, y tres años más tarde a la dignidad de
El comisario del Tribunal del Santo Oficio en Santiago don Francisco Ramírez de
León permaneció en el desempeño de sus funciones hasta el año de 1689, en que
murió. El cargo inquisitorial pasó después, según hemos visto al tratar de las ruidosas
causas del padre Ulloa y sus secuaces, a los mercedarios habiéndose sucedido en él
los padres Fray Manuel Barona y Fray Ramón de Córdoba. El 16 de noviembre de
1737 era nombrado el canónigo don Pedro de Tula Bazán, que sirvió el puesto
durante un cuarto de siglo, hasta que, por causas que desconocemos, se designó para
reemplazarle a su colega de coro don Juan José de los Ríos y Terán.
La natural decadencia que se hacía sentir en las cosas del Santo Oficio, hubo de
extenderse, con especial razón, a las causas sujetas a su conocimiento. Son tan
escasos y de tan poca importancia los procesos ventilados con posterioridad al del
padre Ulloa que todos ellos pueden resumirse en muy pocas páginas.
Es digno de notarse, sin embargo, que cuando ya iba transcurrido un largo tercio
del siglo pasado se hablase aún seriamente de hechiceros y hechicerías; pero el hecho
es que en 1734 se denunciaba a Cristóbal González, esclavo del convento de la
Merced en Chimbarongo, hombre casado y de sesenta años de edad, de que daba
yerbas para hacerse querer, y que hubo de morir en 1740 antes de que se ejecutase la
sentencia pronunciada contra él.
Al mismo tiempo que González, era procesado, también Clemente Pedrajón, alias
Cautivo, natural y residente en Bucalemu, arriero de oficio, por hechos de brujería y
superstición; y, por fin, la zamba santiaguina María de Silva, alias Marota de
Cuadros, esclava, cocinera, casada y de edad de cincuenta años, de quien se valían
muchas mujeres a fin de solicitar sortilegios amatorios, adivinando por medio del
humo del cigarro la suerte que con los hombres habrían de tener sus clientes. Salió al
auto público de 11 de noviembre de 1737, dice el celebrado doctor limeño don Pedro
de Peralta Barnuevo, por «los delitos de supersticiones, sortilegios y maleficios
amatorios y hostiles, ejecutados en fuerza de expreso pacto con el demonio, a quien
Mas, es justo decir que, bajo este respecto, ni aún el mismo, arzobispo de Lima don
fray Juan de Almoguera escapó a la censura inquisitorial. Este prelado que mientras
fue obispo de Arequipa había tenido ocasión de persuadirse del desarreglo en que
vivían los curas de indios, dio a luz en Madrid, en 1671, una, obra que intituló:
Instrucción a curas y eclesiásticos de las Indias, en la que, según el parecer de los
inquisidores, se denigraba a los párrocos, y se vertían doctrinas injuriosas a la Sede
apostólica. Manifestose el Arzobispo muy sentido de este dictamen aseverando en su
defensa que las doctrinas contenidas en su obra, no sólo eran sustentadas por los
mejores autores corrientes en el Perú, sino también que los hechos que citaba eran
perfectamente ciertos, apelando, en comprobación, al testimonio de los mismos
inquisidores, quienes no pudieron menos de asentir a sus palabras; pero que no
bastaron a impedir que la calificación en que de tan mala data se dejaba al Prelado se
publicase en todas las ciudades del reino».
Bien pronto debían hacerse extensivas estas prohibiciones, sin excepción de
persona alguna, a todo el que buscase, pidiese, vendiese o comprase cintas de seda,
abanicos, telas, pafios u otras cosas de hilo o algodón, que circulaban con nombre de
corazones de ángeles, entrañas de apóstoles, etc.; mandándose, a la vez, recoger las
navajas y cuchillos que tuviesen grabadas las imágenes de Cristo o de cualquier
santo.
Conviene notar a este respecto que en Santiago Alonso Hernández y su hijo, por
haber vendido unos espejuelos con imágenes, que no habían sido visitados por el
Santo Oficio, fueron presos y en seguida multados con cuarenta pesos cada uno.
Miguel Rodríguez, librero, porque vendió algunos libros, igualmente sin licencia
del Santo Oficio, fue también procesado y castigado.
Pero eran tantos los perjuicios que los mercaderes de libros sufrían con que se
abriesen los cajones en que los traían en los puertos del tránsito, que en vista de ello,
sabemos, por lo menos de un caso, que el Consejo, con fecha de 8 de julio de 1653,
El último comisario del Santo Oficio en Chile. Don Judas Tadeo de Reyes, último
receptor de cuentas del Tribunal. El Congreso de 1811 acuerda suspender el envío a
Lima de las cantidades pertenecientes a la Inquisición. Reclamaciones interpuestas
por el receptor Reyes. El Tribunal del Santo Oficio es abolido en 1813. Fernando VII
manda restablecerlo por decreto de 21 de julio de 1814. Osorio publica esta real
orden en Santiago. Diligencias obradas por reyes para el cobro de los dineros
inquisitoriales. Última partida remitida a Lima. La Inquisición es definitivamente
abolida en América.
Fue el último comisario que el Tribunal del Santo Oficio tuvo en Chile don José
Antonio de Errázuriz y Madariaga. Nacido en Santiago en 1747, estudió filosofía y
teología, cánones y leyes en la Universidad de San Felipe, hasta graduarse de doctor
en 1768. Recibido en seguida de abogado, dos años, más tarde se ordenaba de
sacerdote, desempeñando sucesivamente los cargos de capellán del monasterio de las
monjas carmelitas descalzas, asesor del Cabildo de Santiago, promotor fiscal de la
Curia, defensor de obras pías, bibliotecario de la Universidad y sustituto en ella de las
cátedras de Instituta y Prima de leyes, juez de diezmos del obispado durante catorce
años, y, por fin, comisario del Santo Oficio de la Inquisición.
A estos títulos, Errázuriz podía todavía agregar otros no menos importantes. En
efecto, hizo un viaje a Mendoza a la fundación del convento de monjas de la
Enseñanza; en 1781 fue nombrado cura de San Lázaro; en 1786 canónigo doctoral;
rector de la Universidad y visitador del obispado en 1798; y, finalmente, en 1811,
vicario capitular, cargo que había aún de servir posteriormente dos veces más. Como
orador, había merecido que se le eligiese para predicar la oración fúnebre de Carlos
III en las honras solemnes que a ese monarca se tributaron en Santiago.
Errázuriz estaba secundado en su puesto de comisario por un hombre no menos
notable, don Judas Tadeo de Reyes y Borda, que desempeñaba el cargo de receptor de
cuentas del Santo Oficio. Era Reyes natural de Santiago y había servido en propiedad,
desde 1784, después de un largo interinato, el importante cargo de secretario de
Gobierno, en el cual se distinguió siempre por su laboriosidad. «En atención a su
dilatado servicio de secretario, en los negocios y expediciones militares», el
presidente O'Higgins le extendió los despachos de coronel de milicias, y el Rey, a su