Las Cosas Muertas - Cristian Carniello

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 144

Carniello, Cristian

Las cosas muertas / Cristian Carniello. - 1a ed ampliada. - Godoy Cruz:


Editorial Tinta de Luz, 2019.
142 p. ; 20 x 13 cm.

ISBN 978-987-86-1644-5

1. Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.


CDD A863

LAS COSAS MUERTAS


Autor: ©2019, Cristian Carniello

Todos los derechos reservados

Diseño de portada: Emilia Natalí Formaini | Estudio Formaini


Diagramación interior: Emilia Natalí Formaini | Estudio Formaini
Imagen vectorizada de portada: Abril Aracena
Ilustraciones interior: Gonzalo Mendiverry
Fotografía: María Luz Ferreyra | @marialplusph
Correctora: Raquel Elena Ferreyra
Impresión: Morel Talleres Gráficos - Ficus SA

ISBN 978-987-86-1644-5

Primera edición
Mendoza, Argentina 2019

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler,


la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier formato o por
cualquier medio, sea electrónico o mecánico mediante fotocopias, digitalización u
otros métodos, sin el permiso previo y escrito del Autor.
Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Índice

Paria 9
Siete años sin baile 21
La voz entre los árboles 27
Donde mar y cielo son uno 35
La bienvenida del Conde 47
Parasomnia 57
El césped bajo los pies 65
Balada para piano y violín en Sol menor 75
Su rostro en mármol 83
Un fino arte 103
Tan fugaz como el humo 111
Sobre la vida, la muerte, la magia y lo eterno 119
Un clavel para Cordelia 127
Epílogo 135
Agradecimientos 141
Su carne sólida nunca se había alejado,
pues el amanecer lo encontraba en el mismo lugar,
pero cada noche su espíritu adoraba vagar
por abismos y mundos distantes del día ordinario.

Había visto Yaddith y conservado su juicio interior,


había vuelto indemne de la Región Ghoórica,
hasta que el espacio curvo fue atravesado
una noche pletórica
por una insistente llamada del vacío exterior.

Despertó aquella mañana convertido en un anciano,


y desde entonces nada ha vuelto a parecerle igual.
Nebulosos, indistintos, los objetos flotan en torno a él,
como el misterioso plan de fingidos fantasmas.
Su familia y sus amigos son ahora una
multitud extraña
a la que en vano lucha por pertenecer.

“Alienación”
H. P. Lovecraft
Yo soy:
sin embargo, lo que soy nadie conoce
o le importa, mis amigos me abandonan
como a un recuerdo perdido;
yo soy el consumidor de mis males,
se levantan y desaparecen en el anfitrión inconsciente,
como sombras en el amor y el olvido de la muerte;
¡y sin embargo, yo soy!
Y vivo como las sombras echadas
en la nada del desprecio y el ruido,
en el mar vivo de los sueños despiertos,
donde no hay sentido de la vida ni alegrías,
pero el gran naufragio de los afectos de mi vida;
siempre los más queridos —los que más amé—
son ahora extraños, más y más extraños todavía.

Añoro lugares donde el hombre nunca haya pisado;


un sitio donde ninguna mujer haya sonreído o llorado;
para vivir allí con mi creador, Dios,
y dormir como dormí dulcemente en la infancia:
yaciendo imperturbable y despreocupado;
la hierba debajo, encima el cielo abovedado.

“Yo soy”
John Clare
Paria

Y quizás en casi todas las alegrías, como sin


duda en todos los placeres, hay algo de crueldad.
Oscar Wilde
–Por tus crímenes, eres sentenciado al exilio
–fue el tajante veredicto–. Te despojo de todo tí-
tulo, privilegio y riqueza. A partir de este momen-
to y hasta el día de tu muerte, serás considerado
un proscrito... Un paria –agregó–. Y si vuelves a
ser visto por estas tierras, no habrá piedad contigo.
Tienes hasta el anochecer para marcharte.
Se marchó del gran salón indignado por
aquella injusticia. Sus pasos retumbaban rom-
piendo el silencio de cripta que imperaba. Sentía
los ojos de la corte siguiéndolo como buitres has-
ta que finalmente abandonó el lugar.
Horas después de su partida, se detuvo sobre
la colina del camino que seguía. Observó el oca-
so decorando la ciudad con una corona dorada,
mientras ésta se veía como una mancha negra en
el horizonte.
La imagen, que en algún tiempo le hubiese
resultado sublime, ahora lo hacía fantasear con el
resplandor de un incendio. Llamas consumiendo
las cortinas de terciopelo y los tapices. Los ata-
víos de madera convertidos en cenizas y las vi-
gas perdiendo fuerza hasta desplomar los techos
encima de los traidores. Aquella escena le dio el
ánimo necesario para seguir. No había nada para
él tras esas murallas; nunca lo hubo.

LAS COSAS MUERTAS | 11


Entrada la noche, se detuvo a descansar. Pre-
paró una fogata para protegerse del frío y se sen-
tó a su lado. Su mente divagaba por la marea de
recuerdos de lo que alguna vez fue su vida e in-
tentaba planear cómo sería desde aquel momen-
to. Sin encontrar una respuesta convincente, se
tendió sobre el suelo y cerró los ojos retenien-
do en ellos la última imagen que habían visto: la
inmensidad del cielo nocturno desplegado sobre
él, haciéndole saber que ahora ese mundo en que
vivía podía ser suyo.
Pero, en realidad, los ojos que se cerraban no
eran los del príncipe exiliado, sino los del loco
que lo soñaba despierto y que luego de rego-
dearse por esa, su última invención, decidió ir a
descansar. Sus sueños, los de verdad, eran menos
perturbados que sus momentos de mayor lucidez.
Los días pasaban voraces en la prisión. Una
rutina que oscilaba entre sueños y delirios. Even-
tualmente, las mañanas traían la luz imaginada
de un sol que ya no recordaba. Por las tardes, un
rostro ausente le entregaba una bandeja con gui-
sos y agua y, después de las terapias que la ins-
titución le brindaba sin amabilidad, los delirios
regresaban para atormentar su frágil mente.
A veces se detenía frente a alguna pared y se
miraba en el espejo que, en un instante, imagina-
ba allí. Observaba la imagen que se proyectaba
en el vidrio: una maraña de pelo negro y grasoso.
Su frente, tallada con surcos y cicatrices que no
tenían ni principio ni fin. Ojos, que aunque idos,

12 | Cristian Carniello
aún conservaban una pizca de gentileza. Veía
también las bolsas bajo ellos y la barba incipiente
sobre las mejillas coronadas por lo que alguna vez
fue una sonrisa.
En ocasiones, el reflejo mostraba sus fanta-
sías, aquel antihéroe desterrado, de rasgos curti-
dos y en cuyos labios se vislumbraba su crueldad
y sed de justicia.
A veces, observaba la figura andrógina que
destellaba en su perfección. Sus ojos, como sire-
nas negras, eran el premio y perdición de cual-
quier mortal.
En otras, en lugar de espejos, el loco crea-
ba ventanas por donde la brisa de la primavera
entraba y embellecía el lugar. Dejaba que el sol
embriagara con su calor todo su cuerpo y reci-
taba odas al son de los gorriones que se posaban
sobre el alféizar.
Por las noches, si la ventana aún estaba allí, el
loco estiraba su brazo a través de la rendija para
que la abundancia argéntea de la luna inunda-
ra sus manos y las transformara en las garras de
alguna criatura de la noche. Deambulaba en sus
fantasías, aullando y volando, al acecho de sus
presas, hasta que finalmente los tuviera entre sus
fauces para cerrarlas sobre los cuerpos, que tem-
blaban y derramaban sangre por doquier.
También, sí era lo suficientemente afortuna-
do, la ventana aparecía para permitirle apreciar
los cambios de estaciones.
La primavera llegaba esplendorosa. Las aves
cantaban mientras las arboledas se teñían de

LAS COSAS MUERTAS | 13


esmeralda y los amantes bailaban risueños a lo
lejos. En esos momentos, algo similar a la ale-
gría le llenaba su corazón. Entonces se recostaba
sobre su cama, cerraba los ojos y se imaginaba
corriendo con los pies desnudos sobre el césped
húmedo de los prados.
El verano, por su lado, le resultaba sofocante.
A veces intentaba hacer que la ventana se vol-
viera más grande para que el aire circulara en
su habitación, pero su plan siempre se frustraba
por el sinfín de moscas e insectos que entraban y
revoloteaban a su alrededor o se pegaban en sus
harapos sudorosos.
No obstante, tenía un cariño particular por
la llegada del otoño. Desde la ventana, el loco
recorría una arboleda a través del sendero que
contorneaban las hojas sobre el suelo. Disfrutaba
ver a los niños que regresaban a casa con cestos
repletos de bayas y otros frutos y el aroma que
emanaba del suelo los días de lluvia. Cierta cal-
ma venía a él cuando imaginaba a los campesi-
nos, satisfechos, en sus hogares, reunidos frente
al fuego de una hoguera en aquellas noches fres-
cas, luego de una generosa cosecha.
El verdadero placer llegaba en invierno, cuan-
do fantaseaba con esos mismos campesinos tem-
blando y calentándose frente a leños demasiado
húmedos para ser encendidos; el castañeteo de
sus dientes marcando el ritmo del presto más
glorioso. La arboleda desnuda, con ramas frágiles
y raquíticas, casi muertas. El loco contemplaba la

14 | Cristian Carniello
desolación de la ventisca y, de nuevo, reía hasta
caer dormido.
Así es como pasaban sus días en aquella habi-
tación. Los tratamientos tenían poca importan-
cia para él ya que incluso antes de perder la cor-
dura los sabía experimentos crueles y sin sentido,
destinados más al deleite morboso de los médi-
cos que a curar cualquiera haya sido la pestilencia
que padecía antes de entrar.
Si bien su percepción del tiempo se había de-
teriorado, él sabía que no siempre había compar-
tido su cabeza con los demás personajes que veía
en el espejo. Debía de haber un tiempo remoto
en que su voz fuera la única en debatir dentro de
él. No obstante, no era un hombre desagradecido.
Cualquier compañía resultaba grata y bienvenida
en su pequeña prisión. Por eso, siempre las recibía
con el mayor regocijo posible.
En la mayoría de los casos, la visita que más
apreciaba era la suya. Al fin y al cabo, nadie lo co-
nocía tan bien como él mismo. A diferencia de la
imagen del espejo, se aparecía como un espectro
de lo que solía ser su vida, como un vago recuerdo
de tiempos mejores. A veces, incluso le tomaba
un par de minutos reconocerse sin sus harapos o
ni el cabello sucio y desaliñado.
En sus visitas, su imagen caminaría galante
hacia la mesa que su mente había dispuesto con
tanta prolijidad en el centro de la habitación, se
quitaría el sombrero de hongo, dejándolo sobre la

LAS COSAS MUERTAS | 15


cama y tomaría asiento con una impasible sonrisa
dibujada bajo el bigote.
–¡Ahh! –suspiraría al arrimarse a la mesa–.
Veo que sigues aquí, amigo mío. Es posible que
solo sea mi impresión, pero creo que has subido
un poco de peso. ¿No es así? Me gusta que
nos mantengas en forma –le diría–. ¿Cómo te
encuentras?
Él, por su parte, se sonrojaría frente a los ama-
bles y caballerosos cumplidos que se propinaba y
se respondería mientras acomodaba la servilleta
alrededor de su cuello y servía en ambas copas
aquel delicioso vino tinto que había sobre la mesa.
–¡Ay de mí, amigo mío! Cada día pasa más te-
dioso que el anterior. A penas se me permite leer
esa prosa que tanto nos apasiona y, como verás,
tengo muy poco espacio en esta habitación para
traer nuestro piano y hacer nuestras horas un tan-
to más apacibles. Toda la música que escucho, es
la de los gritos de nuestros desgraciados vecinos o
de aquellos campesinos. Pero el invierno solo vie-
ne una vez cada año y ya sabes que nunca es sufi-
ciente para mí cuando se trata de sinfonías tan be-
llas –una eterna y desquiciada risotada brotaría de
súbito de ambos hombres, que luego darían paso
a su festín, mientras se entretenían hablando de
literatura, música y viejos amores que parecían tan
enterrados. Y quizás, si ambos estaban de humor,
se darían placer mutuamente hasta que la noche
terminara y su otro yo tuviera que marcharse.
Pero el paria, su romántico héroe, tenía a ve-
ces una pequeña ventaja sobre su propio espectro

16 | Cristian Carniello
ya que no era amor ni nostalgia lo que lo atraía a
él, sino una profunda admiración. Ansiaba exhi-
bir la misma gloria que aquel hombre; la misma
soberbia. La misma crueldad.
Para sus visitas, una enorme puerta, digna del
palacio del más poderoso señor, se abriría en el
espejo y por ella entraría triunfante aquel prínci-
pe exiliado que el loco imaginaba siendo recibi-
do con los vítores que lo consideraba merecedor:
se figuraba un gran puente de piedra caliza, en el
centro de una ciudadela de mármol, con tres enor-
mes campanas colgando libremente y sonando en
la bienvenida de su gran señor, mientras su pue-
blo arrojaba desde arriba miles de pétalos de rosas
blancas. Entonces, cuando por fin estuviera frente
a él, el loco se arrodillaría y cruzaría su brazo sobre
su pecho en señal de respeto.
El hombre le indicaría con una seña que nue-
vamente se pusiera de pie y le pediría que lo si-
guiera por los jardines del palacio en el que ahora
se había convertido la habitación del loco.
–Los traidores han caído, amigo mío. El reino
es mío nuevamente y todo te lo debo a ti.
–El placer, mi valiente señor, ha sido mío
–diría sonrojado y propinando reverencias en el
camino–. Nadie en este mundo ha sufrido de la
crueldad y las injusticias como usted. Traiciona-
do por su propio padre y enviado injustamente
al exilio, tan solo por haber obrado acorde a lo
que su corazón le demandó. ¡Pero, oh, señor mío!
Ahora que los traidores han caído, levantará glo-
ria de estas ominosas cenizas.

LAS COSAS MUERTAS | 17


Luego, se detendrían frente a una gran puerta
de roble y contemplarían las cabezas clavadas so-
bre el dintel: la de un anciano de cabello blanco
y quebradizo y la de dos niños con sus lenguas
colgando y sus ojos fuera de órbita. Ambos los
mirarían con el más soberbio orgullo. Y el loco
reiría, recordando con placer la magistral forma
en la que había llevado a cabo aquella tarea, hasta
despertar aún sintiendo el amargo olor de la brea
que cubría aquellos trofeos.
Finalmente, las visitas del otro ser no resul-
taban tan amenas como las de sus predecesores.
Y para empeorar, eran las más frecuentes ya que
siempre proseguían a cualquiera de sus fantasías,
se tratara de las del paria o a las de su reflejo, o
cualquier imagen que viese a través de la ventana.
Cuando apenas despertaba, con la histérica
euforia aún atorada en su garganta, se encon-
traría en un páramo completamente desolado,
quizás en el más brumoso rincón de su mente o
alma. Hasta que poco a poco sentiría a la nada
misma asfixiándolo tortuosamente.
Sus ojos se abrirían de súbito y escucharía a lo
lejos el calmo sonido de la corriente de un río. Se
levantaría de su cama, sabiendo de antemano qué
camino tomar en aquel vacío y se dirigiría a rastras
a través de él. Tras una larga travesía, el loco final-
mente llegaría al río, su cuerpo temblaría y mante-
niendo la cabeza gacha, esperaría por la voz.
–Acércate más, ven a mí –diría ella, o él. Nunca
se estaba seguro. Se inclinaría hacia el loco, que no
tendría valor para mirar y acariciaría su cabeza–.

18 | Cristian Carniello
Eso es. Sé bueno. ¿Por qué no puedes ser así de
bueno todo el tiempo? –sus caricias, poco a poco,
se tornarían más duras. Lo lastimarían y el loco
gemiría asustado, como un animal herido–. Sabes
que nadie es culpable de esto, excepto tú. ¿No es
así? –su voz era suave y meliflua, pero mantenía
una imponencia a la cual el loco no se resistía.
Pronto, el ser, aquella retorcida alucinación,
asestaría un fuerte golpe en su cabeza y tomaría
la cabeza del loco por el cabello.
–Me repugnas. Eres la cosa más desagrada-
ble que jamás podría haber existido –tomaría con
más fuerza de los cabellos del loco y los jalaría
hacia arriba para que éste alzara la vista a ella o él.
El loco, por su parte, intentaría por todos los
medios no entablar contacto visual con aquel ser,
pero lentamente, la tentación lo haría ceder has-
ta que los ojos de ambos se unieran en un lazo
irrompible que, durante unos instantes, lo des-
pojaría de la cordura que restaba en su cabeza,
hasta reducirlo a no más que una carcasa inerte
de todo pensamiento o sentimiento, más que la
vergüenza y el horror.
Los ojos del ángel, espectro o alucinación,
absorberían con la desmedida voracidad de los
agujeros negros cada rastro de lo que el loco era, o
había sido. Cada minúscula aspiración de lo que
ansiaba ser, de la libertad que tan desesperada-
mente anhelaba y dejarían en él la misma deso-
lación de aquel paraje, poblado solo por un negro
y sinuoso torrente que representaba lo más bajo
que había dentro de él.

LAS COSAS MUERTAS | 19


–Eres un asesino, Narciso –oír su nombre ter-
minaría por romperlo y reducirlo a llantos–. Un
parricida. Un pederasta. La escoria más baja de la
naturaleza y no eres siquiera merecedor de arder
en el infierno.
Esta vez el loco no reiría. No habría regoci-
jo ni placer para él, puesto que todo había sido
tomado por el ser andrógino, que se encontraba
desnudo, exhibiendo la resplandeciente oscuridad
de su piel marmórea y sus ojos negros y ciegos y
que reía histéricamente ante los despojos del loco
hasta que éste despertara.
Y así pasaban los días del loco en aquella pri-
sión. Una rutina que oscilaba entre sueños y de-
lirios, un constante debate entre la fantasía y la
realidad, un tironeo entre la persona que había
sido, la que deseaba ser y la que, en su interior,
sabía realmente que era.
No era más que un muñeco de trapo por el
que los niños, que eran el sinfín de alucinacio-
nes que lo atormentaban, se disputaban; y espe-
raba pacientemente sentir cada uno de los hilos
de sus costuras ceder, para finalmente encontrar
la redención y la libertad que su humanidad
exigía a gritos.

20 | Cristian Carniello
Siete años
sin baile

Todas las traiciones del amor moderno parecían


bellas y, mientras yo mantenía escondido y bien guardado
mi secreto, lejos de allí, volvía a encontrarme en Grecia,
la Grecia alejandrina de Cavafis; la moralidad no
existía, solo diversos grados de placer estético,
de belleza en la decadencia.
John Fowles
Durante aquella jornada, el sol se había alzado
rutilante en un cielo inmaculado, como anuncian-
do que la mascarada que se daría en el hotel du-
rante la noche sería de un éxito sin precedentes.
A lo lejos, el eco distante de la música les hizo
notar que la celebración había comenzado. Des-
pertaron y, tomados de las manos, se desplazaron
por los sinuosos pasillos del hotel, recobrando en
el camino su vitalidad.
Hacía al menos siete años de que el viejo edi-
ficio no era escenario de una mascarada de tales
dimensiones. La pareja, por supuesto, había asis-
tido a la última y al parecer, su espíritu no había
perdido ni un atisbo de la emoción de aquel día.
Llegaron al gran salón y a pesar de su impa-
ciencia, se detuvieron a contemplar la refinada es-
cena: cascabeles, penachos, cuernos y sombreros
sobre amplias sonrisas y narices descomunales.
Un paisaje pintoresco, que contrastaba con la so-
lemnidad que mantenían, de momento, los asis-
tentes. Moretta y Bauta se miraron a través de las
máscaras y, sabiendo a ciegas que ambos se son-
reían, marcharon de la mano al centro del salón.
Los presentes se arremolinaban al son de la
trémula melodía que tocaba la orquesta. Pasea-

LAS COSAS MUERTAS | 23


ron entre el gentío, deambulando por los grupos
y deteniéndose cada tanto en alguna mesa para
tomar de ellas una copa de vino, algún bocadillo
o simplemente, contemplar los atavíos y másca-
ras de los demás.
Pronto, una marejada de voces y risas comen-
zó a llenar los salones del hotel. Los invitados, a
medida que vaciaban sus copas, dejaban de lado
sus inhibiciones y se tomaban atrevimientos ta-
les como susurros descarados, roces y sugeren-
cias impertinentes.
Aunque nunca se sabía, alguien mencionó
haber visto al párroco del pueblo escabulléndose
entre los pasillos, cubierto con un traje de Arlec-
chino junto a Colombina y Pierrot. Los escotes
robaban el protagonismo a las máscaras e incluso
los violines de la orquesta daban la impresión de
estar ligeramente desafinados.
Entrada la medianoche, los invitados se arre-
molinaron de nuevo en el centro para permi-
tirse un último momento de sobriedad y bailar
un waltz etéreo y somnoliento. Un centenar de
manos se estrecharon a hombros y caderas. Los
amantes bailaban e intercambiaban parejas. Re-
tozaban en el más pulcro frenesí, adormecidos y
extasiados por la música y por todo lo que acon-
tecería una vez concluida la excusa del baile.
Sin ser ajenos a la excitación, Moretta y Bauta
danzaban riendo por todo el salón. Contempla-
ban las imágenes turbulentas de máscaras, músi-
cos, copas y acróbatas, entremezcladas en man-
chas y pinceladas de colores y sombras.

24 | Cristian Carniello
Antes de que la pieza hubiese terminado, la
impaciencia se apoderó de los invitados. Arranca-
ron de sus rostros las máscaras y sombreros y se
lanzaron a los brazos de sus parejas. Rasgaban las
ropas, se besaban y comenzaban sin decoro una
orgía, abriéndose paso para huir a sus habitaciones.
Pero ya no huían presos de sus vicios, ni
gritaban por no poder contener sus instintos
más básicos.
Huían, gritaban, se atropellaban y golpeaban
por el horror y la histeria que se desató cuando un
borracho incauto, sin poder resistir la gracia de la
dama, trató de despojar a Moretta de su atuendo
y descubrió que, tras el óvalo de terciopelo, no
se encontraba el virginal rostro que el vino había
retratado en su mente, sino unos ojos azul pálido,
fuera de órbita, dentro de cuencas sombrías y una
sonrisa lánguida y mal formada.
El hombre se arrojó a un lado completamente
aterrado y Bauta se quitó la máscara, dibujando
en las facciones fundidas que reposaban sobre su
cabeza enjuta una expresión de desaprobación
frente a aquella descortesía. Tomó a su amante y
reanudaron su waltz impasibles al tumulto, apro-
vechando el espacio que éste dejaba para ellos.
Siete años sin baile era demasiado tiempo in-
cluso para los muertos.

LAS COSAS MUERTAS | 25


La voz entre
los árboles

Todo una vez solamente acontece


pero una vez sí deberá suceder.
Lejos, allí donde el campo florece,
debo morir y dejar de ser.
Michael Ende
No sé cuánto llevo viviendo aquí. No alber-
go noción de nada antes de mi despertar en este
bosque. Incluso creo que mi forma de concebir al
tiempo se ha tornado incierta y caprichosa: un par-
padeo puede llevarme al manto albino del invierno
en medio de un día de primavera y hay ocasiones
en las que la noche parece durar toda una vida.
He observado a los otros seres con la terrible
certeza de no ser como ninguno de ellos. Desco-
nozco si fui concebido y tengo padres, o si debo
mi existencia a un evento fortuito. Quizás mi
cuerpo fue esculpido en el barro por algún arroyo
y la luna me bendijo con su aliento. O quizás al-
guien me abandonó para morir aquí. A veces lloro
ante la idea de ser el único de mi especie.
Todo en este bosque era hermoso, incluso yo,
que no me parezco a nada. Comencé a explorarlo
apenas después de mi nacimiento (o despertar).
Incluso antes de tener entendimiento ya andaba
junto al viento, acariciando a los árboles.
Conozco todo lo que esconden estos abetos,
excepto el lugar donde terminan. Sé que el bosque
tiene un fin, porque sé que todo lo tiene (¿Yo ten-
go uno?), pero aún no he podido llegar a él.
Hubo una vez en la que el descubrimiento
de una belleza nueva me sedujo y quise irme de

LAS COSAS MUERTAS | 29


aquí: mientras merodeaba, vi por primera vez que
a lo lejos una cordillera se alzaba en el horizonte.
Sus crestas infinitas me llamaron. Quería llegar
al pico más alto para fundirme en su bruma, cu-
brirme en la nieve o lanzarme desde ella al viento.
Anduve días, años quizás, tratando de llegar
a ella, pero por más que avanzaba, el camino no
hacía más que prolongarse en una hilera eterna
de árboles. Finalmente, una mañana me di por
vencido y me arrojé allí mismo viendo como una
sonrisa infame parecía dibujarse en lo más alto
del cielo. Luego, me retiré a las entrañas de mi
hogar y prisión y me dormí.
Conozco a todos los seres que viven aquí. Para
mí no hay dos arañas que hagan el mismo sonido
al caminar, ni dos plantas que tengan el mismo
color. Yo los observo y los amo, aunque ellos no
puedan sentirme.
No me gusta entrometerme en sus vidas
porque sé que todo tiene consecuencias. Pero si
un lobo hambriento camina solo, lo guío hacia
el venado más viejo, o si un matorral se extien-
de más de lo debido y ahoga a las flores, soy yo
quien lo arranca.
A veces, aunque lo admito con vergüenza, en
los tiempos en que los sátiros espiaban a las ná-
yades que se bañaban en los estanques, iba con
ellos y los cubría, hasta que, eventualmente, mi
concentración se esfumaba, dejándolos al descu-
bierto, y las náyades huían.
Pero hace mucho que esas criaturas desapare-
cieron. No sé si se marcharon a las montañas, o si

30 | Cristian Carniello
el tiempo los barrió de la existencia, pero desde
que las personas llegaron no he vuelto a oír la
música de los faunos, ni a ver a las hadas ilumi-
nando la noche como estrellas minúsculas.
Me costó acostumbrarme al principio, pero las
personas trajeron consigo bellezas que yo no co-
nocía, así que no tardé en amarlas también. Este
lenguaje, que ahora domino tan bien, lo aprendí
al escucharlos, y con él he dado nombre a todo lo
que he visto desde mi despertar.
Recuerdo la primera vez que vi a dos amantes
corriendo de la mano, temerosos de perderse y de
ser encontrados. Sus risas eran hermosas, casi veía
el color de su música. Los seguí hasta un claro y vi
que sus ojos brillaban con más intensidad que las
estrellas que los amparaban. Entonces, viéndolos
quererse, los quise también.
Quise ser como ellos. No presté mucha aten-
ción a las demás personas que llegaban. Cazado-
res, exploradores o perdidos, ninguno se parecía a
mis amados. Incluso llegué a descuidar a las de-
más criaturas por seguir a los enamorados adon-
de fuesen, para fundirme en el agua con que se
bañaban o acariciar su piel junto al viento.
Los amé hasta el día en que uno de ellos vino
solo. Acompañándolo en su espera sin poder
consolar su llanto, hice mío su dolor. ¿Quién
más lo entendería tan bien como yo? Luego
de tres noches, sus ojos se cerraron. Creo que
me vio abrazándolo en ese momento, pero no
estoy seguro.

LAS COSAS MUERTAS | 31


Las personas siguieron viniendo y aunque
ya no me divertía, de todas formas, seguí
vigilándolos. No lo comprendí en ese momento,
pero en verdad se parecen mucho a las demás
criaturas. Las mismas virtudes y los mismos
temores. Algunos morían buscando salir del
bosque y otros, morían como moscas a manos de
los que esperaban por incautos.
Una noche vi que un grupo muy numeroso se
aventuraba a lo más profundo del bosque. Los se-
guí, creyendo que quizás buscaban asentarse aquí,
cuando noté que la mayoría eran ancianos y niños
guiados por un puñado de hombres armados. An-
daban con tal prisa que ni siquiera se pararon a en-
terrar a los que no mantenían el paso. Finalmente,
se detuvieron a descansar en un claro, hasta que
casi de madrugada, vi que los hombres armados se
escabullían de vuelta sin el resto del grupo.
Sin contener mi enojo, los seguí. No iba a dejar
que salieran. Pero el destino mismo ya se había
puesto en marcha: el líder se desvió del grupo y
guió a los hombres hacia un estanque. Lloraron y
entonces supe del hambre que azotaba su aldea y
que algunos de quienes habían dejado atrás eran
sus hijos y padres.  
Ya habían comenzado a arrojarse al estanque
con rocas atadas en sus pies, cuando me marché
a tratar de socorrer al resto. Pero nunca conseguí
dar con ellos, pues sin quererlo caí en uno de
mis sueños. Aunque ese en particular no fue mío,
sino el de todos los que vagaban por el bosque.

32 | Cristian Carniello
Sentí sus ropas asfixiar sus cuerpos frágiles, su
miedo y su soledad. Quise despertar e ir con ellos,
gritarles que incluso en medio de aquella deses-
peración seguían teniéndose los unos a los otros,
pero cuando desperté ya todos habían muerto.
Todo era hermoso en este bosque. Incluso yo,
que no me parezco a nadie, ni siquiera al que al-
guna vez fui. Veo las montañas y me pregunto si
los faunos cantan en ellas. Quizás haya alguien
como yo allí. Alguien que desde el pico más alto
se funda en su bruma, se cubra con la nieve o se
lance desde él al viento.
Aquí las plantas mueren, los animales huyen
y las personas solo vienen a suicidarse, como si la
desesperanza del pasado los llamara. Me gustaría
morir también. Todo debe tener su fin, incluso el
bosque, incluso yo.

LAS COSAS MUERTAS | 33


Donde mar y
cielo son uno

Decía siempre la mar. Así es como dicen en español cuando la


quieren. Aunque hablen mal de ella
siempre se refieren a ella como si fuera una mujer.
Ernest Hemingway
El atardecer caía con la más apacible calma
aquel día de verano, dejando atrás el ajetreo de
la tormenta de la noche anterior. Las olas rom-
pían sobre las costas del faro, trayendo en su bru-
ma algas, ropas, maderas y un sinfín de restos
del naufragio.
Con deliberada suavidad, el océano depositó
sobre la arena un amohosado trozo de made-
ra con una niña sobre él. Solo cuando la luna se
hubo alzado en majestuoso perigeo sobre el ho-
rizonte, fue que la niña despertó y marchó tem-
blando hacia el faro en busca de refugio.
Una sinuosa hilera de escalones se desplegaba
en pendiente hasta la entrada. Subió por ellos. Y,
una vez frente a la vieja puerta de madera, hizo
sonar el llamador. A pesar de no obtener respues-
ta alguna, no le faltó atrevimiento para intentar
abrirla por su cuenta.
La puerta giró chirriante sobre la herrumbre
de los goznes y descubrió el interior del faro: pare-
des de piedra caliza bañadas por la mortecina luz
de dos lámparas de gas, un descuidado escritorio
de madera que descansaba solitario en un rincón y,
a uno de sus lados, se veían los primeros peldaños
de una escalera de caracol que envolvía las paredes.

LAS COSAS MUERTAS | 37


La niña exploró con entrometida presteza en
busca de cualquier señal del paradero del cuida-
dor. Al no haber dado con ninguna, se dispuso a
subir las escaleras y probar suerte en alguno de
los otros pisos.
Notó –y no sin cierta sorpresa– que las lám-
paras que había en la escalera se encendían a
medida que avanzaba iluminando el camino. Por
supuesto, esto implicaba que el cuidador estaba,
de algún modo, dándole la bienvenida.
Al llegar al primer piso, descubrió una larga
mesa en el centro de la habitación, repleta de fru-
tas, carnes, postres y bebidas de todas las varie-
dades. Caminó hacia ella, y entonces notó a la
curiosa figura parada en la cabecera.
Aquel hombre, o sombra, como la niña decidió
bautizarlo, lucía los hábitos de los antiguos monjes
–o brujas– que había en las ilustraciones que sus
hermanos solían mostrarle en libros de horror.
–Toma cuanto te plazca y sígueme –le susur-
ró, no con su voz, sino con todas. La niña se es-
tremeció, de tal manera que, sin dudar el exhorto,
apresuró tres manzanas del cuenco, que perma-
neció igual de rebosante sin ellas y lo siguió en su
ascenso por la escalera.
Ya en el segundo piso, a la niña se le mostró
aquella que sería su habitación: un cuarto oval,
cuya pared estaba por completo cubierta con li-
bros, una cama con dosel en el centro y, a ambos
lados, dos ventanas que daban al bello paisaje de
las playas de la isla.

38 | Cristian Carniello
–Cada noche, una balsa sale hacia el oriente
–le dijo señalando la ventana–. Puedes quedarte
cuanto tiempo desees, pero si te marchas, jamás
podrás volver.
Y antes de que la niña pudiera siquiera pensar
en alguna pregunta para formularle, la sombra se
había desvanecido sin más; entonces la niña, lue-
go de tan abrumadora travesía, se permitió des-
cansar por primera vez en mucho tiempo.
Esa noche no habría marineros irrumpiendo
en su habitación. No habría golpes ni abusos. No
habría sudor ajeno mezclándose con sus lágrimas.
Esa noche, el océano le había obsequiado libertad.
Los días pasaron casi imperceptibles. La
sombra rara vez se dejaba ver, aunque le hacía sa-
ber a la niña que aún estaba allí. Ella, para evitar
el aburrimiento, resolvió hurgar entre los volú-
menes de la biblioteca. Los leyó una y mil veces,
sobre todo a esos que eran sus favoritos cuando
aún tenía familia. Aunque poco tenían que ver
esos libros de páginas enmohecidas con los de su
colección, que eran antiguos. Sí, pero tenían las
ilustraciones más hermosas que había visto. In-
cluso antes de que supiera leer, con solo verlas
sentía que viajaba a adentro de las historias.
A veces pasaba todo el día pensando en su ho-
gar. Se preguntaba si luego de tanto tiempo al-
guien aún la recordaba, si de verdad seguía siendo
su hogar. Todo era igual en sus sueños. Allí los
piratas nunca se la habían llevado, sus hermanos
seguían jugando con su padre en los jardines y su
madre le cantaba antes de dormir.

LAS COSAS MUERTAS | 39


Una tarde, mientras descansaba junto a la
ventana, soñó con uno de esos arrullos. Pero en-
tonces comenzó a despertar y, mientras su mente
avispaba y se fugaba de aquel recuerdo soñado, se
dio cuenta de que una canción resonaba dentro
de su habitación y en toda la costa del faro.
Se asomó por la ventana. Le tomó unos se-
gundo darse cuenta de que no se trataba de una
canción convencional. Miró hacia el mar y bajó
corriendo las escaleras dirigiéndose a la playa.
La espuma ya le bañaba las rodillas cuando se
detuvo. Ni siquiera el romper de las olas sofocaba
al canto. La voz del mar era como un órgano que
sacudía el océano hasta sus entrañas. Entonces la
ballena emergió gloriosa y volvió a zambullirse,
sin interrumpir aquella oda de ensueño.
La niña se quedó allí, en la costa, contemplan-
do la monumental criatura. El lomo de la ballena
se asomaba blanco con un millar de piedras pre-
ciosas incrustadas. Rubíes, granates y amatistas
que relucían mientras el agua se escurría y el sol
las bañaba con la luz del ocaso.
Ya entrada la noche, la ballena había sobrepa-
sado la isla del faro y navegaba hacia el oriente.
Su canción aún lo llenaba todo, tan basta como el
mar. Entonces, la niña decidió que no se iría ja-
más de ese lugar. Quizás, su soledad volvería a ser
recompensada con más revelaciones y maravillas.
Los días transcurrieron incontables. Una balsa
solitaria navegaba hacia el oriente al empezar la
noche. Por la mañana la mesa rebosaba de comida
y la niña despertaba en su habitación. Cada tarde

40 | Cristian Carniello
la luz del faro se encendía y, a lo lejos, la ballena
se asomaba por el horizonte trayendo su canción.
La niña no dejaba de admirar su belleza, pero
las preguntas comenzaron a invadirla. Buscó res-
puestas en cada uno de los libros de su bibliote-
ca: historias, catálogos, leyendas y enciclopedias.
Ninguno le aportaba información. Solamente le
quedaba interrogar a la sombra y para eso tendría
que encontrarla.
De alguna forma, el espectro supo de sus in-
tenciones y previó aquella situación. Le facilitó el
trabajo apareciendo en su habitación incluso an-
tes de que ella tomara el valor de ir a increparla.
Caminó hacia la ventana y esperó a que la niña
la siguiera. Se agachó y la observó a través del
manto de sombras que cubría su rostro.
—¿De verdad quieres saberlo? —dijeron
las voces de la sombra en la cabeza de la niña.
—Hay seres que no fueron creados para entender
y participar en los saberes olvidados. No puedo
negarme a entregarte este conocimiento, pero no
sé qué eventos podrían desencadenarse.
No dudó. La niña aceptó el trato de la sombra
y tomó su mano raquítica para ver con sus ojos,
saber una de sus verdades.
Fue como pasar a través de una telaraña.
Primero, la sensación de romper algo que no
se podía ver, pero que ahora se adhería a ella.
Y luego, la comprensión. Saber de súbito que
aquello siempre estuvo allí.
El mar era viscoso, el cielo turbulento, y el
faro poco más que un peñasco en medio de la

LAS COSAS MUERTAS | 41


infinita nada. El velo que cubría a la sombra se
desvaneció, mostrando así lo que había detrás. La
niña supo por qué había acabado allí y qué había
más allá del oriente.
Sólo una cosa seguía igual. La canción. En
cuanto a la ballena... Las joyas eran hongos, per-
cebes y sangre. El blanco antes impoluto, ahora
era opaco, rancio. Y tras ella, en aquellas aguas
putrefactas, nadaban miles de almas que la se-
guían hasta el más allá.
La niña no aguantó. Soltó de golpe la mano
de la sombra y comenzó a temblar ¿Qué lado del
telón era el real? ¿Cuál era la ilusión? Cayó al
suelo y al dormir, trató de resucitar aquella hoja
en blanco que solía ser.
Luego de la revelación de la sombra, la niña
apenas salía de su habitación para buscar comi-
da. Tampoco dormía, pasaba la mayor parte del
tiempo leyendo o mirando al techo. No podía
cerrar los ojos sin que la imagen de los rostros
idos de los muertos nadando apareciera. Dos días
después tomó la decisión: subiría a la balsa y se
marcharía hacia las tierras sin sol del oriente.
Pasó su última mañana sentada en la playa,
mirando al oeste mientras el sol pasaba encima
suyo y las olas limpiaban la arena de sus pies.
¿Podría escapar si nadaba sin descanso hacia el
este? ¿O la ballena la encontraría y la arrastraría
también con los demás?
El atardecer empezaba y con él también la
canción. La última vez que la niña escucharía su

42 | Cristian Carniello
canción. Caminó por la playa y por toda la isla
hasta detenerse junto a la balsa. Aún faltaba para
el anochecer. Se preguntaba si tendría que ver a
la ballena sin su velo mientras ambas navegaban
hacia el oriente. Se entristeció sabiendo que lo
último que jamás escucharía sería su canto.
Mientras la noche caía, las nubes se acumula-
ban en el cielo anunciando que pronto acontece-
ría una tormenta.
La música era cada vez más cercana. La niña
ya estaba subiéndose a la balsa cuando escuchó
el estruendo. Una explosión y luego el llanto. Un
alarido estremecedor que rompió la solemnidad
que reinaba. Corrió, siguiendo el ruido.
Tal como había temido, al llegar se encontró
con el mar de fantasmas errabundos, deambu-
lando por el agua y a lo lejos, un barco de vapor
maniobraba para apuntar a la ballena; listo para
abrir fuego nuevamente sobre ella, que se retorcía
malherida sobre el agua.
El navío reanudó los disparos. Cada golpe que
acertaba desataba el grito estridente de la ballena,
cuya sangre se volcaba en el agua, tiñéndola poco
a poco de escarlata.
En su desesperación, la niña volteó al faro y
pidió a gritos el socorro de la sombra. Nubes de
humo negro escapaban por la ventana y se arroja-
ban turbulentas hacia el navío, deshaciéndose en
cada golpe para volver a materializarse y atacar
nuevamente en otro flanco. Pero incluso el poder
de la sombra era insuficiente para batallar contra

LAS COSAS MUERTAS | 43


los necios que buscaban conquistar a lo que te-
mían con tanta vehemencia.
Tres balas más golpearon el lomo de la balle-
na, que dedicó un último triste canto, mientras su
cuerpo y espíritu se desvanecían para siempre. De
alguna forma, el llanto de pena que escapó de la
niña se fundió con la melodía, sobrepasando los ví-
tores de los marineros y los gemidos de las ánimas.
Mientras sus lágrimas caían al mar, la niña
caminó entre las olas. Angustia e ira florecían a
medida que lo que quedaba del animal se disol-
vía en el océano, hasta que pronto todo comen-
zó a cambiar.
Se vio nadando mar adentro, atravesando el
sendero que los fantasmas abrían a su paso. Se
sumergió, dejando que el aguar limpiara todo
miedo y pena, y emergió triunfal a la superficie,
exhibiendo granates, rubíes y amatistas incrusta-
das en su piel.
Cantó, pero no el meloso arrullo de su her-
mana, sino una fanfarria furiosa, que no dejó a los
hombres del navío salir del estupor que les ha-
bía causado la transformación. Golpeó implaca-
ble el casco del barco, hasta que el agua terminó
por arrastrarlos de un tirón a las profundidades.
Solo entonces cesó la tempestad.
La luz de la mañana terminó por devorar
aquella noche, que solo quedó en los recuerdos
de la sombra, como una imagen más en su me-
moria de siglos.

44 | Cristian Carniello
La niña, o lo que alguna vez fue una niña,
luego de terminar el trabajo de su hermana y
guiar a los espíritus –las ánimas y los hombres
del navío, porque como es bien sabido, la mar
no tiene memoria– más allá del faro, a su eterno
descanso, inició su travesía. Cantaba aquel arru-
llo que alguna vez la hubiese despertado y mos-
trado aquellos misterios y maravillas que termi-
naron por sellar su destino.
Tal como su predecesora, regresaría cada
atardecer acarreando con su canto a las almas
que vagaban en el océano y, aunque su esencia
era cada vez menos humana, siempre albergó la
esperanza de arribar y encontrarse en el faro con
alguien merecedor de uno de los más amenos sa-
beres olvidados.

LAS COSAS MUERTAS | 45


La bienvenida
del Conde

–Oh, los monstruos sí que tienen miedo


–dijo Lettie–.
Por eso son monstruos. Y en cuanto a los adultos…
Neil Gaiman
Llevábamos días sin ver al viejo. Normalmen-
te se despertaba –si es que dormía– un par de ho-
ras antes de que fuéramos a la escuela. Se plantaba
en una silla en la puerta de su casa con un diario
y un paquete de cigarrillos. A veces entraba para
buscar café y otras –suponíamos– para ir al baño.
Pero esa semana la pila de diarios fue reem-
plazando a la de colillas. Tampoco lo habíamos
visto sacar la basura a la noche, ni pasear al perro.
Nadie nos había insultado cuando pasábamos
riendo al salir de la escuela.
–Mi mamá dice que está de vacaciones. No
voy a esperar a que vuelva para pedirle la pelota
–nos dijo Porthos mientras se trepaba al jardín del
viejo Ullot.
Lo seguimos. ¿Qué más podíamos hacer
sino acompañar a nuestro amigo en su empresa?
Escalamos la muralla que separaba los jardines
como si nos estuviéramos colando dentro de una
fortaleza enemiga.
Recuerdo que pensé en las moscas que revolo-
teaban a mi alrededor como los dragones que pro-
tegían el castillo y que intentaban hacernos caer
para no recuperar nuestro tesoro. Seguramente
Athos habría imaginado helicópteros disparándo-

LAS COSAS MUERTAS | 49


nos, al igual que en las películas que veía su papá.
Solo Porthos, el más pragmático del grupo –quizás
por ser el mayor– habría visto moscas. Pero, aun
así, el tampoco entendió.
Saltamos al árbol contiguo a la pared y fue
allí que el agrio aroma empezó a disipar nuestras
fantasías. Nos observábamos para burlarnos o
acusarnos el uno al otro de ser tan cobardes como
para habernos hecho encima.
De pronto bajamos. Athos corrió hacia la pe-
lota y no pudo verlo tan rápido como Porthos y yo.
Pero ahí estaba, colgaba de una viga. Atraía a las
moscas y despedía un olor que en ocasiones aún
puedo sentir.
La sonrisa del señor Ullot siempre incomoda-
ba. Generalmente la reservaba para los niños que
pasaban con miedo por su casa, a quienes gritaba
en alemán, o para festejar esos chistes que solo
le causaban gracia a él. Pero ni siquiera eso te-
nía comparación para la extrema satisfacción que
mostraba mientras pendía del árbol.
Nunca más volví a ver a Athos y Porthos. Mis
abuelos decidieron mudarse de aquel barrio al
poco tiempo del incidente. De pronto el castillo
en que vivía quedó vacío.
Nunca quisieron ahondar en los detalles.
Simplemente crecí escuchando por accidente
vagas referencias a lo sucedido. Tampoco lo
relacionaron con mis pesadillas. Solo la maestra
de la nueva escuela lo atribuyó al suicidio. Ellos en
cambio le echaban la culpa a ella por facilitarme

50 | Cristian Carniello
los libros e historietas que ya no podía pedir a mis
amigos y por los que solía desvelarme.
Pero la noche ya no era mi cómplice. Ya no
podía apañarme en ella para mis lecturas, porque
tan pronto como las luces se iban, comenzaban a
aparecer los monstruos, monstruos que ninguno
de mis héroes se atrevería a encarar.
Mis abuelos los llamaban pesadillas, pero eran
reales para mí. No estaba durmiendo cuando veía
sus sonrisas asomarse entre las sombras; su respi-
ración era tan ruidosa que difícilmente mantenía
los ojos cerrados por más de unos segundos.
Me parece recordar todos los detalles de la
primera noche: acababa de terminar una historieta
que me hizo pensar en Porthos. Me preguntaba
qué estaría haciendo en esos momentos cuando
escuché una risa. Me destapé eufórico. Creí que de
algún modo mi nostalgia lo había traído de visita,
pero me di cuenta de que no era su voz. Tampoco
la de alguno de mis abuelos. Era una voz rasposa
que reía a susurros. Se estaba burlando.
Volví a la cama y me cubrí con las sábanas
para que se fuera. ¿Qué más podía hacer?
Unos instantes de silencio me hicieron pensar
que lo había imaginado todo. Pero al destapar mi
rostro lo vi: su piel semejaba la corteza de un ár-
bol y su aliento me sofocaba. Estaba parado junto
a mí. Volvió a reírse en cuanto empecé a llorar. Y
creí ver en sus ojos una advertencia, como si dije-
ra que aún no me tocaría, aunque pronto lo haría
y esperaba ansioso aquel momento.

LAS COSAS MUERTAS | 51


Mi abuela despertó por mi llanto y vino a mi
habitación. No encontró nada más que a su nieto
de once años envuelto en sábanas mojadas. Lue-
go de regañarme y sin dejarme ir a dormir con
ella, se marchó.
Dormí bien un par de días luego de aquel in-
cidente, hasta que una semana después recibí otra
visita: el señor Ullot.
Al principio no lo reconocí. Los gusanos ya
se habían comido gran parte de la carne y sus
rasgos eran un tanto difusos. Fue su mirada la
que me hizo dar cuenta. La cara del viejo alemán,
su inconfundible cara de estar oliendo mierda, se
dibujaba nítida alrededor de los ojos.
Reconocerlo no ayudó. Recordé su sonrisa
mientras colgaba del árbol y la vi en su rostro sin
labios. Quise gritar: tomé tanto aire como me fue
posible. Sentí derrumbarme cuando escuché el
gemido mudo que salió de mi garganta.
El viejo se acercó a mí. Se agachó, sosteniénd-
ose sobre la mesa junto a la cama; me dijo algo
que no comprendí. Aún hoy dudo si fue mi es-
tado lo que me impidió hacerlo o si el cadáver
no podía formular palabras claras. O si me había
hablado en alemán. De sus balbuceos solo recibí
la espesa saliva que olía como él el día que lo ha-
llamos. Cuando conseguí que mis brazos obede-
cieran para limpiarla de mi rostro, el señor Ullot
ya se había marchado.
Cada semana recibía dos o tres visitas
diferentes. De la misma forma que el primer

52 | Cristian Carniello
monstruo, todos parecían esperar a que algo
sucediera. Era como si se fueran pasando la
voz entre ellos de que en algún lado había un
niño cuyos abuelos no querían revisar bajo su
cama o dentro del armario y que estaban muy
disgustados por el enorme gasto en sábanas que
habían hecho el último mes. Un niño que estaba
tan abrumado que no podía gritar al verlos.
Yo ya no leía ni veía televisión. No tanto por
las órdenes de mi abuela, sino porque no podía.
En los últimos días apenas me había atrevido a
cerrar los ojos por si el momento que ellos espe-
raban llegaba por fin.
Los monstruos me dieron dos semanas de
descanso. Fueron días en los que, con algo de es-
fuerzo, dormí por varias horas, sin que el crujido
de los muebles me hiciera despertar. Unos días
después de mi cumpleaños, incluso me aventuré
a ojear unas historietas de Drácula que mi maes-
tra me había regalado.
“¡Sea bienvenido a mi morada! Entre por su
propia voluntad, entre sin temor y deje aquí parte
de la felicidad que lleva consigo”.
La bienvenida del Conde aún me pone los
pelos de punta. Pero mirando un poco atrás, creo
que entendí.
Esa misma noche, cuando más seguro me
sentía en el amparo de mi castillo, los monstruos
regresaron. Todos ellos. Yo estaba soñando. Creo
que fue la primera vez que soñé con una mujer

LAS COSAS MUERTAS | 53


–casualmente se parecía mucho a mi maestra–.
Antes del ansiado beso mis ojos se abrieron y
los vi.
Algunos revoloteaban alrededor de la cama,
mientras que el resto ocupaba cada rincón de la
habitación. Los fantasmas volaban. Duendes pa-
rados sobre el armario y los pies de la cama. Algo
con cuernos y mucho pelo que tapaba la luz de la
ventana. El señor Ullot, que me observaba senta-
do junto al escritorio lleno de arañas. Y el ser que
parecía un árbol se erguía junto a la puerta. Un
centenar de ojos y dientes aguardaba por mí, que
yacía petrificado sobre mi cama. Que no tembla-
ba, no lloraba y solo miraba. Cuando las capas de
los fantasmas me rozaron la cara, entendí que el
momento había llegado; yo era suyo.
Pude moverme. Me senté en la cama y me
dejé embriagar por el calor de sus alientos y el
frío de su presencia. Yo era suyo, ya podían to-
carme. Podían masticarme, rasgarme y beber mi
sangre. El señor Ullot podía arrojarme las latas de
la cerveza que bebiera en el más allá. Las arañas
podían envolverme y comerme como nos habían
dicho en la escuela. Pero ninguno hacía nada.
Si no venían por mí, ¿qué querían? Pensé en
qué querría yo… ¿Qué quería yo? Pensé en Athos
y Porthos y en mi castillo. Mi castillo estaba lleno
esa noche. Pensé en el Conde Drácula y en su
bienvenida. Creo recordar que me paré y até muy
rápidamente la sábana en mi cuello, como si se
tratara de una capa. Y si no, así me imaginé.

54 | Cristian Carniello
–¡Sean bienvenidos a mi morada! –les dije–.
Entren por su propia voluntad; ¡entren sin te-
mor y dejen aquí parte de la felicidad que traen
con ustedes! –vi al viejo Ullot y lo recordé en el
árbol–. Y si no traen felicidad, entonces puedo
prestarles de la mía. Amigos.
Dejaron de visitarme después de aquella noche.
Ha pasado mucho tiempo. En ese momento no
conocía nada sobre el estrés postraumático, sueños
lúcidos, ni parálisis de sueño. En algún momento
llegué a convencerme de que nada había sucedido.
Aunque sigo encontrándome con ellos en los
lugares habituales: libros, historietas y películas.
Incluso tuve el placer de invitar a mis propias his-
torias a aquéllos que no aparecían tan seguido. A
mi forma y a pesar de las expectativas que se tie-
nen sobre un adulto, nunca olvidé a mis amigos.
Ayer, sin embargo, luego de años sin tener en
mente los acontecimientos, vi al señor Ullot. Yo
estaba llegando del trabajo cuando sentí la pal-
mada fría en mi hombro y el murmullo ininte-
ligible. Volteé y vi la figura esbelta que seguía de
largo. Los gusanos ya habían limpiado todo su
rostro, por lo que me es difícil saber si su nueva
sonrisa iba para mí. Yo sí le sonreí. Estaba con-
tento de volver a ver a mi viejo amigo, así que lo
invité a pasar a mi castillo. De seguro dejaría algo
de la felicidad que llevaba.

LAS COSAS MUERTAS | 55


Parasomnia

_His are the quiet steeps of dreamland,


The waters of no-more-pain;
His ram’s bell rings ’neath an arch of stars,
“Rest, rest, and rest again”._
Walter de la Mare 
Estaba soñando, de eso tenía certeza. Quizás
la música la alertó. O quizás la sensación de ser
observada. No podía mirar al cielo. Lo intenta-
ba, pero su cabeza se negaba a obedecer. También
pasaba cuando trataba de recordar quién era. Se
movía de a momentos, aunque no voluntaria-
mente. Un paso la empujaba a un jardín y el otro
la llevaba al fondo del océano.
La situación la incomodaba. Pensó que el
cuerpo que la soñaba sentía calambres u otra in-
comodidad. O al menos tuvo esa impresión.
Regida por esa lógica caprichosa, apareció
tras un grupo de personas formadas en una fila
frente a una puerta. Como si voluntad y capaci-
dad hubiesen cambiado de bando, descubrió que
ya se movía con libertad. Aunque ya no quería
hacerlo. Añoraba la música de las escenas que
había soñado antes: el eco de los susurros había
suplido el misterio por impaciencia.
El tiempo pasaba, indeciso. Hubiese dado
igual que estuviera en la fila por horas, minutos o
lustros; la espera impacientaba.
Escapándole al tedio contempló el centenar
de rostros. Notó –con cierta extrañeza– que en-
contraba alguna familiaridad en la mayoría. Los
escrutó uno a uno y hasta consiguió unir dos o

LAS COSAS MUERTAS | 59


tres con eventos de lo más insignificantes de su
día a día. Reconoció al hombre que encabezaba
la fila. Solía cruzarse con él en la calle, aunque no
creía que hubiesen hablado. Pensó en acercársele.
Quizás supiera algo que ella no. Quizás él enten-
diera qué pasaba, qué era lo que esperaban.
Volteó para comprobar si aún se encontraba
al final de la fila. Descubrió que no solo no
había nadie, sino nada detrás de ella. Salió de
su lugar. Tuvo la sensación de estar caminando
por varios minutos hasta llegar al hombre de la
calle. Nuevamente volteó la vista y comprobó
que nadie le había prestado atención. Al volver
la cabeza descubrió el porqué, pues antes de que
reaccionara, la puerta se cerraba y el hombre ya la
había atravesado.
Sin saber por qué, regresó a su lugar y esperó.
Continuaba observando y aunque ya varias
personas se habían adentrado, la densidad de la
fila parecía no mermar. Nuevamente apareció
la incomodidad de los calambres, acompañada
ahora por una molestia en el estómago que no
conseguía disipar.
Ya no había mucho para distraerse. Solo la
gente y la puerta. Pero no quería mirar la puerta,
eso la impacientaría aún más. Volvió a mirar a la
gente de la fila, pero los recuerdos se mezclaban.
Ya no sabía si había sido el hombre del medio, el
de lentes y chaleco azul, quien la había perseguido
por todo el centro, tomando fotos y fingiendo des-
concierto, o sí era el anciano que estaba adelante

60 | Cristian Carniello
de ella. ¿Era la anciana del abrigo de piel quien la
había sorprendido hurtando en la tienda? ¿O ha-
bía sido la mujer que ahora encabezaba la fila? No.
A esa mujer la había visto en un bar. El mismo bar
donde conoció al hombre de camisa roja.
De pronto, comenzó a pensar demasiado fuer-
te y esta vez sí llamó la atención de las personas
que formaban la fila. Su cabeza dolía, quizás pro-
ducto del centenar de ojos que descansaban sobre
ella, o quizás por lo mucho que le urgía despertar.
La puerta volvió a abrirse y la mujer del bar
entró en ella. Esta vez lo vio. La luz que emanaba
del portal abrazaba y engullía a la mujer que ape-
nas caminó hacia ella. Escuchó las voces que pro-
venían de su interior –o de sus afueras– como un
coro de niños jugando, pero fuera de tono y a des-
tiempo. Quería escapar. Quería huir a cualquiera
de los paisajes que la habían llevado allí.
Intentó soñar otra puerta, una que la llevara a
un bosque o a un río. Una que hiciera que abriera
los ojos en la sucia comodidad de su habitación.
La gente seguía entrando. Ya no había espe-
ra, ahora todo era prisas, empujones y gritos. La
fila se rompió y las personas se arrastraban para
aglomerarse en torno a la puerta. Escuchó sus
uñas raspando el suelo y la languidez con la que
gemían. Veía la luz y supo que incluso su cuer-
po durmiente se sentía encandilado. En especial
cuando los brazos la alcanzaron a ella por sobre
todos los demás.

LAS COSAS MUERTAS | 61


La muchedumbre le abrió el paso hacia la
puerta y ella no pudo contener su marcha. En-
tonces creyó comprender la desesperación por
entrar que agobiaba a los demás. Aún así se asió
a los marcos de la puerta y trató vanamente de
resistirse. Pero cuando sus pies pasaron a través
de la puerta finalmente, se rindió y se dejó arras-
trar más allá de ella. Entonces supo dónde esta-
ba. Conocía muy bien aquel reino que tenía en
frente y que visitaba cada noche. Pero al corazón
del sueño no se puede entrar así, avispado. No sin
que su Señor lo sepa.
Él la tomó para devolverla a la vigilia. En un
instante la llevó a las costas de su dominio, y le
ordenó entrar en el mar. Vio los ojos refulgentes
del artífice, que se volvía para guiar a los otros
soñadores por las praderas o pintarles pesadillas,
y se resistió. Trató de aferrarse a la arena y luchar
contra la tempestad que se la tragaba.
El Oneiroi regresó y sin cavilar la arrojó a la
tormenta.
Aquel último contacto, a penas un roce, le bas-
tó para conocer los secretos: vivió la fantasía del
primer soñador, que dormía en una caverna bajo
el océano. Vio de qué estaban hechos los sueños
y supo quién era aquel que la expulsaba del reino.
Sus ojos se abrieron. Calambres. Las made-
ras del techo. Estaba quedándose sin aire, algo
le presionaba el pecho. No podía moverse, sólo
un dedo le respondía. Todo era oscuro. Algo la

62 | Cristian Carniello
miraba, con ojos que eran como estrellas ¿Estaba
muriéndose? Alguien cantaba.
Su brazo se movió. Soltó el aire que venía
conteniendo y se sentó en la cama. En la habita-
ción de al lado, el ruido del televisor le hizo saber
que era de madrugada. Tomó el vaso de agua de
la mesa que tenía cerca y bebió tratando de recor-
dar qué había soñado.

LAS COSAS MUERTAS | 63


El césped
bajo los pies

¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían


aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como
él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez?
¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible,
o solo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Ray Bradbury
–Es así: en primer año todas parecemos saca-
das de una novela de las ocho. Después, a medi-
da que pasan las semanas, es como si trataran de
esforzarse por parecerse a Mathilda. Pero cuando
ves a las de segundo año, te das cuenta que hay
una lenta mutación que las hace parecerse más
a Mia Wallace después de la sobredosis –dijo
Sabrina mientras Ofelia reía desde la camilla.
–¿Y los chicos? –le preguntó.
–Desde que entran, creen que son Renton.
–¿Y qué pasa después?
–Bueno... Sí, se parecen a Renton, pero creo
que son peor.
–Creí que no habías visto Trainspotting.
–No hace falta, es de la única película que
hablan.
Muchas cosas habían cambiado el último año:
la escuela ya había quedado atrás, igual que el no-
vio de Sabrina y los planes de Ofelia. Sabrina ya
no dependía de su papá como chofer y el Ford de
Ofelia ya no servía. La mamá de Sabrina se había
mudado a un departamento en el centro y Ofelia
al garaje, donde entraban la rampa, la camilla y
las máquinas. Sabrina empezó a fumar en secreto
y dejó de dormir y Ofelia ya no podía tocar la

LAS COSAS MUERTAS | 67


guitarra ni dibujar. Pero hay cosas que no pueden
cambiarse. Para Sabrina y Ofelia, los sábados de
películas era una.
Tardaron media hora en decidir qué ver. Nor-
malmente aquella discusión hubiese terminado
en ver Blade Runner por enésima vez, pero Sabri-
na había encontrado en un blog una muy buena
crítica a una película italiana, a la que le dedicaron
ciento siete minutos de aquella noche, mientras
fingían no incomodarse con las escenas de sexo
y rezaban por que la madre de Ofelia no llegara
temprano del trabajo, hasta terminar cerca de la
medianoche y proceder a al intercambio de críti-
cas y comentarios que habituaban hacer, a pesar
de que sus opiniones nunca diferían demasiado.
Aunque había algo que Sabrina sentía últi-
mamente. Algo que temía decirle a Ofelia por-
que sabía cuán injusto sería para ella.
Quizás por los colores o por lo la música, o
quizás por que todo es aún más distante que la
ficción, pero había empezado a tener la total cer-
teza de que cualquier personaje del cine estaba
más vivo de lo que jamás estaría ella.
Quería bailar mientras la cámara seguía a su
rostro, hacer el amor con la intensidad que veía
en el cine, e incluso llorar como lo hacían allí,
con los ojos rojos, pero con las lágrimas dispues-
tas como pintura en un retrato. Ya no quería se-
guir con esa vida muerta, que irónicamente sen-
tía que observaba desde afuera como si de una
pantalla se tratase.

68 | Cristian Carniello
Recordó lo que Ofelia le había dicho ha-
cía unas semanas: «Ya ni siquiera puedo sen-
tir el césped bajo mis pies». No podía decírselo.
No era justo.
Siguieron conversando. Sabrina desviaba
el tema cada vez que Ofelia intentaba pregun-
tarle por la universidad. ¿Era quejarse aún peor
que presumir?
–¿Has escrito algo nuevo? –preguntó Ofelia
de repente.
–Un poema, nada más. No he tenido tiempo
con todos los trabajos –le dijo.
–Quiero escucharlo.
–No, no. En serio no he tenido tiempo ni
siquiera para corregirlo.
–Entonces tengo que escucharlo ahora. Cla-
ramente mi criterio es mucho mejor que el tuyo y
voy a saber qué es lo que hay que cambiar.
Terminó por ceder. Siempre llevaba su cua-
derno en la mochila. Tiempo atrás, Ofelia tam-
bién hubiese llevado uno para llenarlo con boce-
tos o dibujos de gatos. Incluso habían llegado a
fantasear con la idea de escribir juntas su propia
serie de historietas.
Sabrina sacó el cuaderno. Encontró entre las
últimas páginas las líneas que había escrito en
Historia del Arte mientras el profesor les expli-
caba las cuatro páginas de fundamentación de la
materia, y comenzó a leerle a Ofelia:

LAS COSAS MUERTAS | 69


Si mañana me fuera
no podría llevarme nada.
Así quiero irme,
aunque sea hoy
o sea mañana.

Libre, siempre libre.


¿Qué es ser libre?
¿Qué me hace más libre que una piedra?
Que no obedece ni al tiempo
y a gusto se hace polvo
para volver al viento.

No quiero dejar nada


librado al azar.
“Control”, me dice alguien.
“Diseño”, le digo yo.
Como si todo estuviera ya hecho.
Pero no por mí,
Sino por alguien más.
Y cada camino por el que fuera
me llevara de vuelta
al mismo mismo lugar.

Quiero gritar y que el eco me guíe.


Pero el ruido se pierde,
no vuelve
ni encuentra a alguien que lo quiera
escuchar.

70 | Cristian Carniello
–Es melodramático hasta para ser tuyo. Las
metáforas son horribles y el ritmo parece sacado
de una canción de rock progresivo hecha por una
banda con un baterista sin una mano. Dejando
todo eso de lado, ¿qué es lo que anda tan mal?
Y no me digas que nada porque voy a saber que
me estás mintiendo. Soy tetraplégica, no estúpida
–soltó Ofelia, en parte riendo y en parte conte-
niendo algo de enojo.
Sabrina no respondió. Solamente miraba
a Ofelia sin dejar de sentirse la peor amiga del
mundo.
–¡Basta ya! Mujer, soy tu mejor amiga. No
importa que mi vida sea mil veces más miserable
que la tuya. Ya que no puedo tener mis propios
dramas de adolescente universitaria, lo menos
que espero es escuchar los de otros.
–Es que no creí que fuera justo –dijo en
voz baja, como temiendo que Ofelia fuera a ti-
rársele encima.
–¡No soy una cosita frágil! ¡Por Dios! Ya estoy
rota, lo único que puedo hacer es escuchar. Soy la
amiga perfecta y no lo estás aprovechando.
Sabrina comenzó a llorar. Corrió hasta el cos-
tado de la camilla y besó a Ofelia en todo el rostro.
–¡Ya para! –dijo entre risas– ya me diste sue-
ño. ¿Por qué no mejor me dejas dormir? –Sabrina
le dio un último beso en las mejillas y se alejó de
su rostro.
–No te merezco.

LAS COSAS MUERTAS | 71


–Ya sé. Nadie lo hace. Pero ya que estás en
deuda ¿por qué no me haces un favor? ¿Me cam-
bias la bolsa de morfina? Ya empecé con dolores
otra vez.
–¿En serio vas a dejarme ayudar?
–Sí, pero no te acostumbres. Los invitados
no son enfermeros. Las bolsas están ahí, en aquel
mueble.
Sabrina fue a buscarlo. Era la primera vez
que Ofelia dejaba de lado ese orgullo tonto.
Había habido veces en las que había aguantado
por horas para esperar a la enfermera o a que su
mamá llegara.
–Ahora cambialo. Sí, obviamente se cuelga de
ese lado. Ahora conecta la manguera con cuidado
y sube la perilla hasta el 10.
–¿No es mucho?
–Yo también soy como Renton –dijo riendo.
El camino de vuelta era corto, pero ya era tar-
de y Sabrina estaba cansada. Manejó rápido.
No le costó dormir aquella noche, a pesar de
haberse permitido reflexionar de su conversación
con Ofelia. De verdad tenía suerte de tener a su
lado a una amiga tan comprensiva. Cerró los ojos
y se juró no volver a mostrar aquella misma lásti-
ma por su amiga nunca más.
Sus sueños fueron extraños. Olvidó la mayor
parte de las imágenes luego del ajetreado desper-
tar, aunque algunos quedaron marcados a fuego en
su memoria: una luz candente, como si los rayos
del sol se hubiesen volcado sobre su rostro toda la

72 | Cristian Carniello
noche. Pájaros volando en un cielo quieto y apaga-
do y luego Ofelia descalza, corriendo por el campo.
–Mis pies... el césped –decía mientras señala-
ba el suelo–. Gracias –fue lo último que escuchó
antes de que el teléfono sonara.
Lo manoteó aún con los ojos cerrados, pero
ya había dejado de sonar así que lo dejó debajo de
la almohada mientras se ponía boca abajo.
–Ya no te muevas tanto. Algunas tratamos de
descansar –se quejó Ofelia, que estaba tendida a
su lado.
Sabrina volteó de golpe. No había nadie; aún
estaba dormida.
El teléfono vibró debajo de la almohada que
ahogaba el ruido de la música. Esta vez alcan-
zó a atenderlo. Era Tamara, la madre Ofelia.
Estaba llorando y casi no podía hablar, pero
Sabrina entendió.

LAS COSAS MUERTAS | 73


Balada para
piano y violín
en Sol menor

No, las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia.


Alejandra Pizarnik
Esa tarde de otoño, mientras las hojas regaban
el jardín de aquella casa solitaria, la moribunda
deseó levantarse. Quería tomar el cuaderno con
partituras del atril y quemarlo de una vez.
Salpicó con sangre las sábanas al toser, como
había hecho Sofía tantas veces hasta el día de su
muerte, y observó con pesar las tablas roídas del
techo. Intentó recuperar el aire y concentrarse en
las partituras. También quería destrozar el piano
y estrellar el violín contra el suelo. Pero sabía que
aquello ya era mucho pedir.
Sofía había partido hacía poco más de dos
meses dejándole aquella casa, las bacterias y una
pieza inconclusa que, sabía bien, jamás termina-
ría por su cuenta.
Se conocieron dos años antes de que Sofía
enfermara y apenas unos meses después ya vivían
un romance. Mantuvieron una estricta discreción
al respecto. Habían sido las primeras mujeres en
ser aceptadas como miembros permanentes de la
orquesta y el escándalo podría haber arruinado
para siempre sus carreras. No obstante, se las in-
geniaron para mudarse juntas sin causar dema-
siado revuelo, más que algún comentario mali-
cioso por parte de familiares .

LAS COSAS MUERTAS | 77


Sofía murió al poco tiempo de que comenzaran
a componer la pieza y aún en sus últimos días,
cuando la fiebre amainaba un poco, se sentaba
en el piano, entintaba la pluma y se disponía
a continuar su labor. En una ocasión, cuando
su mujer regresaba de un ensayo, la encontró
tendida y temblando sobre el teclado junto a un
charco de tinta y partituras desparramadas por
doquier. Incluso aquella misma noche en la que
sus ojos se cerraron, pasó sus últimos minutos
intentando terminarla, tocando y escribiendo
frenéticamente, a sabiendas de que no habría un
mañana para ella.
La pieza había sido idea de las dos. Nunca
habían fantaseado con publicarla o siquiera pre-
sentarla en un teatro, pero mientras la enferme-
dad de Sofía empeoraba, más esfuerzo ponía en
componer. Era su legado, su última voluntad. Por
eso Clara no soportaba saber que también parti-
ría sin poder terminarla.
Las últimas semanas habían sido una tortura.
Antes de que la fiebre apareciera, no había en-
contrado el valor para para transcribir las últimas
notas que Sofía había dibujado temblorosas en
el manuscrito; y cuando la urgencia la dispuso
a tomar el violín para hacer su parte, descubrió
que apenas y tenía fuerzas para sujetar el arco, de
forma que del instrumento solo salían chirridos
trémulos como sollozos, haciéndole pensar que
quizás incluso él estaba de luto.

78 | Cristian Carniello
Clara mostraba una destreza sublime con su
instrumento y tenía poco para envidiarle a Sofía
en el piano. Podía ejecutar sin problemas ambas
partes de todo cuanto llevaban compuesto. Pero
era a su mujer a quien las musas susurraban ideas
por las noches y no a ella. Los pocos avances que
hizo en ese tiempo se parecían más bien a arre-
glos o improvisaciones que a la minuciosa crea-
ción que habitaba en los compases anteriores.
Finalmente, cuando el virus la atacó a ella
también, la encontró exhausta y al borde de la
derrota. La fiebre prácticamente resultaba una
excusa conveniente para darse por vencida. Re-
solvió no dar aviso a nadie respecto de su situa-
ción. Sabía que no tomaría mucho tiempo hasta
que, en medio de uno de los delirios de la fiebre,
su corazón se detuviera para siempre poniendo
fin a aquella carga.
En sus sueños, dos manos acariciaban el pia-
no esperando que ella respondiera con el violín.
También oía a la pluma arañando el papel y olía
los cigarrillos de Sofía. Despertaba con la ilusión
de verla sonriente con la obra completa entre sus
manos. Pero todo oscurecía cuando encontraba
que el cuarto estaba igual que la noche anterior,
hundiéndola en la más desesperación más pro-
funda, hasta que el sudor frío que manaba de ella
volvía a dormirla.
Para su instancia final sabía que ya no tenía
fuerzas para destrozar nada, pero la idea de

LAS COSAS MUERTAS | 79


quemar las partituras de la pieza cobraba una
forma más tangible cada vez que la sopesaba.
Todo cuanto debía hacer era buscar los fósforos.
Llegado el momento, sin embargo, el remor-
dimiento y su amor por Sofía la hicieron aban-
donar la salida y en su última noche, Clara lloró.
Lloró mientras observaba las paredes del ho-
gar que habían erigido juntas.
Lloró recordando sus audiciones para la or-
questa y la celebración cuando recibieron sus car-
tas de aceptación.
Lloró con el mismo valor que tuvieron al mu-
darse juntas y con la misma furia que sentía por
tener que ocultarse.
Lloró soñando a Sofía en su piano y a su
violín silbando las notas de la pieza frente a un
teatro lleno.
Lloró soñando los últimos acordes de aquella
música y los aplausos de la audiencia.
Y en su febril despertar, se dio cuenta que
aún recordaba las notas que había escuchado.
Corrió y se acomodó el violín al hombro y lo-
gró hacerlo cantar. Hizo lo propio con el piano
y se aseguró de transcribir correctamente cada
compás, corriendo de un instrumento al otro.
Esperó impaciente que la tinta secara y mientras
acomodaba el cuaderno sobre su atril para tocar
la pieza completa, notó que Sofía la miraba son-
riente desde su banqueta, también disponiendo
sus partituras.

80 | Cristian Carniello
Comprobaron su afinación, tomaron aire y,
con un grácil gesto, acordaron estar listas para
tocar. Piano y violín lloraron juntos cada nota
y la música prosiguió hasta que la luz de la ma-
ñana inundó la habitación. En ella, un cuerpo
descansaba en paz sobre la cama. A su lado yacía
un tintero, volcado sobre las sábanas, una pluma
y un cuaderno con partituras. Las últimas notas
escritas en él permanecían húmedas y sus hojas
estaban regadas con lágrimas, de esas que afloran
con alegría.

LAS COSAS MUERTAS | 81


Su rostro en
mármol

¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a


repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto
que parece por momentos vivo aún,
un sentimiento suspendido en el tiempo,
como una fotografía borrosa,
como un insecto atrapado en ámbar.
Guillermo del Toro
Voces y ruidos encontraban al escultor en cada
rincón. Aquella antigua mansión tenía una larga y
dolorosa historia. ¿Quién sabe cuántas fiestas hubo
en aquellos hermosos salones? ¿Cuántos rostros
adornaron los cuadros? ¿Cuántos amantes habrían
consumado su pasión en las recámaras? ¿Y cuántos
otros habrían enfermado y muerto en ellas?
Quizás algunas voces fueran ecos de un tiem-
po muy antiguo. De épocas de gloria, opulencia y
regocijo, pero había otras que mostraban un pa-
sado cruel e impío.
Había noches en la que los alaridos y las sú-
plicas retumbaban en los pasillos e impedían al
escultor conciliar el sueño, otras en las que risas y
música le alegraban las lóbregas veladas. Algunas
mañanas debía cerrar puertas que no habían sido
abiertas por él en meses y por las tardes, extraños
paseaban por los jardines, recogiendo rosas o en-
tonando canciones.
Había comprado aquel lugar hacía tiempo, sin
saber sobre lo que acontecía allí, pero muy pocas
veces había sentido miedo de sus acompañantes.
Por lo que el paso del tiempo trajo consigo
la costumbre.

LAS COSAS MUERTAS | 85


A pesar de los años, no podía decirse que era el
propietario. Siempre se había considerado como
un visitante, un aventurero, un investigador, o
simplemente un testigo. Quizás incluso, cuando
la muerte viniese por él, sería también parte de la
mansión. Sería otro eco, otra puerta abriéndose
u otra rosa arrancada del jardín, pero jamás sería
el dueño, los otros jamás se lo permitirían y él
respetaba eso.
La mansión tenía al menos dos docenas de
habitaciones, repartidas en tres alas, un sinfín de
jardines y patios, una capilla y una espesa arbo-
leda, pero él conocía poco más de la mitad del
lugar. Si bien sus compañeros habían cedido al-
gunos lugares con el tiempo, no le permitían en-
trar a otros.
Como cierta recámara del ala derecha, de
donde se escuchaban, de tanto en tanto, lasti-
meros llantos de bebés, de la que un hombre de
barba y semblante duro le ordenó alejarse. Con el
tiempo, aprendió que ese hombre había sido un
médico y esa habitación su sala de operaciones.
Había también un jardín interno, donde el es-
cultor había sentido deseos de trabajar un verano
y que, por más que intentara con todas las llaves
del gran manojo que le había sido entregado, ja-
más había conseguido abrir las puertas. Pero al
que, si deseaba escuchar una dulce canción, po-
día arrimarse para disfrutar de la voz de la dama
que lo habitaba.

86 | Cristian Carniello
Pero eran muchos los personajes que habita-
ban la casa.
Estaba El Fisgón, por ejemplo. El escultor
nunca había tenido la posibilidad de verlo por
completo, puesto que siempre rehuía de la vista de
los demás, pero lo sentía adonde quiera que fuese.
Era normal para él encontrarse en cualquier
salón o habitación, realizando cualquiera de sus
actividades habituales y en el momento de mayor
concentración, cuando todo se sumía en comple-
to silencio, escuchar sus manos girando con cui-
dado el picaporte y sentir el lento y prolongado
chirriar de la puerta, rompiendo aquella calma de
forma súbita y violenta. Se asomaba por la rendi-
ja y pasaba horas sin hacer otra cosa que observar
y respirar con un constante y denso jadeo.
El Fisgón era alguien tímido y no le gustaba ser
descubierto en su pasatiempo. Y cada vez que el
escultor volteaba a verlo o cerraba con llave alguna
puerta para mantener su privacidad, oía un sobre-
salto, la seguidilla de maldiciones y quejas, y poste-
riormente sus pasos rápidos al compás de su huida.
También había tenido encuentros con El Pia-
nista, alguien mucho menos introvertido pero in-
finitamente más irascible.
Pasaba días enteros interpretando trinos fre-
néticos y las más melancólicas sonatas. A veces
la música venía como una suave caricia en me-
dio de la noche, como un arrullo que le permi-
tía al escultor conciliar el descanso, pero otras,
el espíritu del artista deliraba de pasión y tocaba

LAS COSAS MUERTAS | 87


piezas ruidosas y encrespadas, que le impedían
mantener la concentración en cualquier cosa que
se propusiese hacer.
En cierta ocasión, el escultor acudió al salón
donde estaba el gran piano de cola y se dispu-
so en un taburete de madera con su violonchelo
para acompañar al pianista, mientras éste impro-
visaba. Pero tan pronto acarició las cuerdas con
el arco, El Pianista comenzó a gritarle y arrojarle
todo cuanto hubiera en la sala. Aparentemente él
era un solista.
Pero había a quienes su presencia no les resul-
taba una molestia y por una u otra razón acudían
a él. Cómo La Esclava.
Había un corredor en los subsuelos al que los
espíritus nunca le habían permitido acceder, has-
ta la vez en la que La Esclava apareció ante él. Lo
guió a través de todo el largo y ancho de la man-
sión, para luego dirigirse hasta aquel pasillo. Lo
recorrieron sin que nadie más interfiriera, hasta
detenerse ante una enorme puerta de hierro. La
Esclava, de alguna forma, se encargó de abrirla
para él y nuevamente lo guió por un penumbroso
pasillo hasta una recámara que jamás había ima-
ginado que existía.
La habitación era tan grande como el salón
principal de la mansión, pero con un ambiente
denso, frío y oscuro. Las paredes estaban al borde
de desmoronarse producto de la humedad y notó
con pesar que de ellas pendían al menos una do-
cena de cadenas y grilletes.

88 | Cristian Carniello
Desde el momento en el que puso un pie en
aquel lugar, sintió una repentina sensación de
desespero y angustia. Y en un instante, una gro-
tesca escena se materializó frente a sus ojos: al
menos treinta personas encadenadas y sobre el
suelo, gimiendo y suplicando. Todas mostrando
de alguna forma el sufrimiento padecido en vida.
Quizás algunas lo hicieran por hambre, otras por
enfermedades, otras por frío o por la más pro-
funda fatiga. Pero él sabía que lo que realmente
colmaba aquel lugar de tanta angustia y pesar era
el simple anhelo de libertad.
Cuando notaron su presencia, percibió que
algo cambiaba en el ambiente. Sentía su ira y
su resentimiento contra él. La Esclava los detu-
vo antes de que le hicieran daño y lo llevó hacia
afuera. Sin que el escultor saliera de su miedo
y pudiera preguntarle algo, ella lo miró y le dio
un claro y conciso mensaje: «Si alguna vez llegas
a toparte con nuestra prole, recuerda: Memento
Mori». Acto seguido, se desvaneció.
El escultor también conoció a La Niña. Jamás
buscó otro apodo para ella, puesto que era el úni-
co infante con el que se había cruzado alguna vez
en la mansión. Cosa que realmente lo tranquili-
zaba teniendo en cuenta el temperamento de ésta
en particular.
Una tarde de otoño en la que deambulaba por
los jardines frontales, de regreso de cerrar una
venta con un museo muy importante, junto a un
olmo, encontró una antigua muñeca de porcela-

LAS COSAS MUERTAS | 89


na, bastante maltratada. La tomó y la llevó a la
mansión, curioso por conocer a su dueña.
Aquella misma noche, despertó de un sobre-
salto. Corrió a la biblioteca, de donde provenía el
estruendo que lo había arrancado de sus sueños y
se topó con ella. La Niña gritaba y revolvía todo
el lugar, arrojando de un lado al otro cada libro y
adorno que hubiera, exigiendo saber dónde esta-
ba su amiga.
El escultor intentó calmarla ofreciéndole traer
la muñeca si terminaba con aquel alboroto, pero
a cambio recibió los golpes de un par de libros y
un candelabro, que le dieron de lleno en el pecho.
No obstante, adolorido se dirigió en busca del
juguete. Cuanto se lo entregó a su dueña, ella la
abrazó y acomodó su enmarañado cabello. Pero
en lugar de agradecerle, se acercó a él y le dedi-
có una macabra deformación, de lo que debería
haber sido un berrinche. Una expresión amorfa y
cruel que lo atemorizó por completo.
–Nunca, vuelvas a tocarla –le dijo–.
Y jamás volvió a tocar la muñeca. Si la en-
contraba o tropezaba con ella, hacía caso omiso
y continuaba su camino. Excepto por la vez que
apareció en su habitación.
Apenas se había acomodado en su cama,
cuando la vio sentada sobre la cómoda que ha-
bía frente a él. Mirándolo fijamente, desafián-
dolo, burlándose. Intentó por todos los medios
ignorarla, pero siempre terminaba observando la
grotesca expresión de su rostro despintado y res-

90 | Cristian Carniello
quebrajado. Decidió pasar la noche en alguna de
las otras habitaciones, pero fuera adonde fuera,
allí estaba sentada la muñeca, mirándole fijamen-
te, desafiándolo y burlándose. Hasta que al final,
resolvió darla vuelta y evitar así mirarla a sus di-
minutos ojos.
Casi de madrugada, el lento chirrido de la
puerta lo despertó; aún somnoliento, pensando
que se trataba de El Fisgón, volvió a acomodar-
se para continuar su descanso; hasta que sintió
un frío y punzante agarre alrededor de su cuello.
Abrió los ojos e intentó desesperadamente librar-
se de la asfixia, cuando vio que La Niña intentaba
estrangularlo.
–Dije que no nunca vuelvas a tocarla –aque-
lla macabra expresión había vuelto a dibujarse en
su rostro, mientras presionaba con sus diminutos
dedos sobre la piel que le cubría la tráquea.
El escultor estaba quedándose sin aire, mien-
tras se esforzaba por rogar clemencia. Trató sol-
tarse del agarre que La Niña ejercía, pero cuando
lo intentaba, sus manos parecían atravesar una
espesa y helada cortina de humo. Su cuerpo co-
menzó a convulsionar con desesperación, hasta
que lentamente, en la fracción de segundos más
larga de su vida, su vista se nubló y se desvaneció.
Despertó por la mañana, con un fuerte dolor
de cabeza y dos prominentes hematomas en el
cuello. Desde aquella noche, tuvo que acostum-
brarse a dormir con los diminutos y horribles ojos

LAS COSAS MUERTAS | 91


de la muñeca sobre él, cada vez que La Niña se
aburría, decidía dejar a su amiga en la habitación.
Por lo general, las ánimas no eran agresivas
con él. Al menos no de la forma en la que lo era
La Niña.
El Fumador, en particular, parecía ignorar a
toda otra presencia, además de la suya.
Lo conoció un lúgubre jueves de abril, mien-
tras rondaba por la mansión en una de sus mu-
chas noches de insomnio. Había escuchado mú-
sica proveniente de uno de los estudios, por lo
que decidió indagar.
Pero cuando entró, no halló nada más que el
empolvado mobiliario de la habitación: Una bi-
blioteca casi vacía, una vieja cómoda de algarro-
bo con herrajes de bronce, sobre la que yacía el
fonógrafo, de donde venía la música; un aparador
con puertas de vidrio; un escritorio completa-
mente vacío y un par de sillas.
Notó que poco después de haber entrado, el
fonógrafo se detuvo. Por lo que acomodó nue-
vamente la aguja en el cilindro de cera y tomó
asiento expectante.
Del aparato sonaba una pieza calma y meli-
flua que no recordaba poseer entre la vasta co-
lección de cilindros que había en el aparador.
Era una melodía lenta, tocada por un virtuoso
pianista. Se preguntó, si acaso, no se trataría de
alguna de las canciones que había compuesto El
Pianista, puesto que notaba cierta familiaridad
en la interpretación de la canción. La forma en la

92 | Cristian Carniello
que el artista golpeaba las teclas, acentuando vio-
lenta y apasionadamente cada nota, los múltiples
cambios de tiempos y el contraste entre melodías
melancólicas y siniestras eran, sin duda alguna,
rasgos muy marcados en la personalidad del lú-
gubre músico de la mansión.
Antes de concluir aquella hipótesis, percibió
que un espeso y serpenteante hilo de humo apa-
recía sobre el escritorio, ascendiendo lentamente
hasta deformarse en una inquieta nube. A su vez,
el escultor sintió una lenta y pesada respiración a
su lado y mientras se hacía más nítida, notó que
algunas exhalaciones –bastante más pronuncia-
das– liberaban una cálida humareda, más amari-
llenta que la columna que tenía enfrente.
Finalmente, sobre el asiento que había a su
lado, frente al escritorio, se materializaba la fi-
gura de un hombre de mediana edad. De rasgos
marcados, semblante solemne, pero ojos gentiles
cómo los de un niño.
El hombre observaba a través del frío cristal
de la ventana, limitándose a fundir su vista con
el horizonte o con la luna, mientras tarareaba en
voz baja la canción del fonógrafo o refunfuñaba
maldiciones o reproches para sí mismo.
De tanto en tanto, se paraba de su asiento para
volver a colocar la aguja sobre el cilindro de cera o
revoloteaba por la habitación viciada de humo, en-
redando sus manos entre su cabello y negando con
la cabeza. Y a mitad de la noche, cuando abría la

LAS COSAS MUERTAS | 93


ventana para dejar escapar el humo, se fundía con
él y desaparecía con sus cigarrillos y su cilindro.
El Fumador jamás respondió ninguna pre-
gunta al escultor. Ni siquiera le dirigía la mirada.
Por lo que jamás supo cuál era la causa de la me-
lancólica rutina de aquel personaje.
Quizás haya sido un viejo amor o un hijo per-
dido, ansiedad por un mal negocio, la miseria del
que tiene todo y a su vez nada, soledad o remor-
dimiento. Solo él lo sabía.
Y eran muchos más los personajes que habi-
taban dentro de aquellas paredes.
Estaba la mujer que cada día se encaminaba
hacia la capilla y se arrodillaba frente al altar para
orar y luego de una larga fracción de minutos que-
braba en llanto. En ese momento, liberaba toda su
ira y miedo y comenzaba a pedir, en una extraña
ironía, por la muerte de su esposo. Luego se ponía
nuevamente en pie y se marchaba mientras secaba
sus lágrimas con la traslúcida manga de su vestido.
Estaba El Poeta, que deambulaba constante-
mente por cada habitación y salón, escribiendo
con furia en una libreta. A veces maldecía, mien-
tras arrancaba y arrojaba por doquier las hojas
rasgadas y había otras en las que se paseaba eufó-
rico por toda la mansión, recitando exaltado sus
versos y sonetos.
Estaba El Suicida, que se dirigía cada Navi-
dad, como un morboso aniversario, hacia el vestí-
bulo con una cuerda alrededor de su cuello. Subía
por la escalera y ataba el extremo de la soga en

94 | Cristian Carniello
el pasamanos del descanso y luego se arrojaba
y permanecía allí, balanceándose inerte hasta la
mañana siguiente.
Estaban todos los invitados de la Fiesta del
Año Nuevo, Los Amantes que vivían en una de
las habitaciones de huéspedes, La Anciana del se-
gundo piso, El Jardinero y muchos más.
Durante un tiempo, el escultor pensó que sus
compañeros habían sido dueños o habitantes de
aquel lugar. Espíritus de generaciones pasadas,
terratenientes, esclavos, huéspedes, que en algún
momento de sus vidas habitaron la mansión.
Descubrir su error fue, quizás, lo más descon-
certante que le pasó en aquel lugar.
La luna brillaba hermosa aquella noche en la
que el escultor deambulaba entre fugaces recuer-
dos. Memorias de un tiempo en el que el cielo no
se veía tan gris y en el que las rosas le significaban
mucho más que una mera maraña de espinas.
El aroma a rocío traía a su mente el césped
húmedo bajo sus pies descalzos. Traía las risas y
las luciérnagas revoloteando a su alrededor como
si el cielo mismo hubiese bajado para su deleite y
el de Amalia.
Ella había sido todo lo que el escultor había te-
nido y todo lo que jamás tendría de vuelta. Nunca
nadie le había dado lo que ella y él nunca volvería
a amar a nadie como la había amado a ella. Pero
el escultor, como tantos otros, no había descubier-
to esto sino hasta luego de haberla perdido; hacía
muchos años, la cobardía lo obligó a abandonarla
mientras ella aguardaba por él en el altar.

LAS COSAS MUERTAS | 95


Nunca más volvió a verla luego a de aquel in-
cidente. Supo que poco después, se había casado
con un hombre mayor que le había dado una hija
y que unos años más tarde, alguien las había ase-
sinado. El escultor jamás consiguió conciliar nue-
vamente la paz luego de enterarse de aquel atroz
crimen y terminó por recluirse de toda presencia
que no resultara estrictamente necesaria para su
trabajo, aunque claro, su excepción eran las áni-
mas de la mansión.
En medio que aquella turbulenta maraña de
recuerdos ocurrió que el escultor divisó a Amalia
yendo hacia él, tal y cómo en el sinfín de brumo-
sas ensoñaciones que había tenido a lo largo de
todos esos años.
Lucía pálida y desaliñada y mientras ella iba
hacia él, notó también la frágil forma en la que
llevaba a cabo su avance. Como si toda flexión,
todo paso o incluso el mero movimiento de sus
ojos provocaran un intenso dolor en todo su
espectral cuerpo.
El escultor, preso de la más profunda angustia
y culpa, irrumpió en un histérico ataque de llanto.
A su vez, Amalia ya a su lado, posó su mano en
el rostro del hombre y lo acarició con un tacto
gélido, que terminó por estremecerlo y dejarlo
atónito en su lugar. Porque en el momento en
que ella posó su mano en su húmeda mejilla, los
recuerdos de quien había sido su amada vinieron
vívidos a él y contempló, con profundo horror,
aquello que había padecido en vida.

96 | Cristian Carniello
Descubrió que el hombre con quien se había
casado hizo de su vida un infierno. Supo de las
noches en las que él regresaba ebrio y de todas
las mujeres que llevaba. Supo de cada golpe y de
cada abuso. De todas las noches en las que Ama-
lia rezaba por morir y dar fin a su calvario. De la
jaula en el ático, fría y húmeda. Y supo que las
súplicas de su Amalia eventualmente fueron es-
cuchadas y que aquel viejo había tomado su vida
y la su hija y que nada de eso hubiese sucedido si
él no la hubiese abandonado.
El escultor comenzó a balbucear una serie de
ininteligibles súplicas y disculpas. Se arrodilló
ante ella e intentó abrazar sus piernas, pero ter-
minó por caer de bruces al suelo mientras Amalia
le dedicaba la misma desorbitada mirada que to-
dos en la mansión mostraban.
–No hay disculpa que me devuelva a la vida,
amado mío; ni piedad que mi alma tenga para
ofrecer a la tuya. Y aunque tu egoísmo y cobardía
me hayan traído el más horrible de los futuros, aún
así, sé que tu soledad ha sido la mayor peniten-
cia que podrías haber recibido y sé que, desde ella,
cada lágrima que has derramado ha sido sincera.
“Ahora estás atrapado en este palacio sin
tiempo, donde las almas no encuentran consuelo
ni descanso y sus senderos se cruzan entre las eras.
“Ellos no pueden encontrar la paz, ni conti-
nuar su camino. Y desde el momento en el que
decidiste quedarte aquí, también condenaste tu
alma a este destino.

LAS COSAS MUERTAS | 97


“Por eso he venido a ti mi amor. En vida sufrí
por ti y por mucho tiempo te odié con todas las
fuerzas que tenía. Y ahora, que solo soy un mero
recuerdo, una simple imagen tan fugaz y volátil
como el humo libre en el viento, estoy dispuesta a
permanecer a tu lado en este eterno calvario. Ese
es el perdón que vengo a ofrecerte y así de grande
es mi amor por ti.
“Pero hay algo que debo pedirte. Las ánimas
que comparten contigo este hogar olvidaron ya
hace mucho su lugar. Algunas deambulan perdi-
das, otras reniegan de sus propios pecados. Mu-
chas resienten de ti por tener vida y otras sim-
plemente están atadas por la nostalgia. Tu jamás
dejarás este lugar, pero puedes darles una razón
para hacerlo. Tu puedes darles una vida eter-
na real. Hazlos inmortales. No permitas que su
recuerdo se desvanezca –dicho esto, Amalia se
acercó a él y lo besó. Luego, sin más, se deshizo
en el aire como el escultor había visto hacer a las
demás ánimas en tantas ocasiones.
El tiempo pasó raudo y el escultor trabajó
duró para cumplir aquello que Amalia le había
encomendado.
Erigió sus mejores obras en honor a todas
las ánimas de la mansión. Para El Fisgón, una
inquietante y ominosa pieza de mármol que co-
locaba bajo los umbrales y que se asomaba en-
tre las rendijas, emulando así el pasatiempo de
aquel hombre.

98 | Cristian Carniello
Trabajó arduamente en herrajes y engarces
para decorar el piano de cola del salón, incluso se
atrevió a darles la forma de la partitura del acom-
pañamiento de la canción que más que le agra-
daba a El Pianista para que en el futuro, alguien
consiguiera hacer un dueto con él.
Decidió honrar a Los Esclavos con una enorme
y bellísima fuente, para que la cálida caricia del sol
y el viento fuera por siempre su compañera.
La imagen de una pequeña risueña y acompa-
ñada por su tierna muñeca de porcelana decoraba
uno de los muros de la mansión en un bajorrelie-
ve donde, para su suerte, La Niña pasaba horas
jugando, ignorando su anterior pasatiempo de
torturar al escultor.
Le tomó un largo tiempo idear algo para El
Fumador. En un principio, lo más apropiado le pa-
reció conseguir de alguna forma las partituras del
nocturno que éste habituaba escuchar durante sus
apariciones, para dejarlas sobre el piano del salón
y tener la oportunidad de volver a grabarlo en un
nuevo cilindro. Pero por más que lo intentó, ja-
más pudo transcribir correctamente aquella pieza.
Al final, se decidió por tallar para él una pipa de
espuma con la forma de la corneta del fonógrafo
en el hornillo. Luego, lo depositó en uno de los
envases de cartón de los cilindros y lo dejó sobre el
escritorio esperando que El Fumador lo tomara en
su próxima visita. Para su sorpresa, por primera vez
que él haya podido atestiguar, El Fumador salió de

LAS COSAS MUERTAS | 99


su rutina y tomó el envase mostrándose algo con-
fundido, hasta que una sonrisa se dibujó en su ros-
tro en cuanto tuvo el contenido entre sus manos.
Y el escultor pasó muchos años ideando y
creando para los habitantes de la mansión. Qui-
zás al punto que sus mejores obras estaban en-
teramente dedicadas a ellos. Cuando el tiempo,
voraz, lo había vuelto un anciano, decidió que
era momento de dar forma a su obra más impor-
tante. Una mañana de febrero, se encaminó a los
jardines de la mansión y se adentró en la penum-
brosa arboleda que había a su lado. Una vez allí,
buscó el lugar apropiado para levantar su tributo
a Amalia, para que la vida eterna que tenían por
delante tuviese también su propio monumento.
En medio de un claro, donde la luz del sol
daba su cálido abrazo en el día y la luna volcaba
sus argénteos destellos luego del crepúsculo, le-
vantó en mármol la imagen de su Amalia. Dio a
la roca la forma de su angelical rostro, cincelando
con delicadeza cada uno de sus finos y simétricos
rasgos. Y con extremo cuidado atavió su cuerpo
con un fino manto para cubrir su fría piel desnu-
da. Le dio a aquella pieza toda la belleza, toda la
jovialidad y la juventud que Amalia había mos-
trado en vida.
Y aquella elegía hecha mármol permane-
ció por siempre en los jardines de la mansión.
E incluso luego de que el escultor falleciere y
las voces, ruidos, suplicas y risas se apagasen y
la maleza se abriera paso cubriendo las paredes

100 | Cristian Carniello


y estatuas, la imagen de Amalia perduró, dando
vida a aquella muerta arboleda. Y aquellos que
posteriormente visitaron el lugar aseguran haber
visto a dos amantes bailando y cantando al pie
de la estatua, rodeados por luciérnagas revolo-
teando a su alrededor, como si el cielo mismo
hubiese bajado para su deleite.

LAS COSAS MUERTAS | 101


Un fino arte

Ambition makes you look pretty ugly.


Radiohead
Los platos iban y venían sin parar sobre el
lino de los manteles. Los sirvientes no dejaban
que ninguna copa estuviese vacía por más de
unos instantes, yendo a volcar sobre ellas el vino
que había en las jarras de plata, incluso antes de
que se les hubiese dado el último sorbo.
Los dos únicos comensales del festín, no obs-
tante, parecían ignorar el ajetreado vaivén que se
estaba llevando a cabo a su alrededor. Ella obser-
vaba al caballero que tenía delante, todo solemne y
correcto, blasonando sin sutileza su amplia cultura.
En la opinión del hombre, lo que le provocaba
aquel estado de hipnosis, tan incapaz de prestar
atención a otra cosa que no fuese él, era la galante-
ría que mostraba en su cuidado aspecto: una visto-
sa levita negra de satén, que reflejaba frágilmente
la luz de los candelabros, sobre un chaleco azul con
estampado de flores, a juego con los pantalones.
Además, había elegido su mejor perfume para
la ocasión. Una fragancia dulce, de robusto cuerpo
amaderado que, con seguridad, la mantenía em-
briagada y luchando por no arrojarse a sus brazos
en ese instante. Sabía muy bien que –tal como en
la degustación de vino– los aromas poseían una
profunda valía en el fino arte del cortejo.

LAS COSAS MUERTAS | 105


En cualquier caso, si la mujer lo intentase, no
le bastaría más que ordenar a los sirvientes que
se retiraran para que dieran fin a la parafernalia y
proceder a lo que realmente le interesaba.
La conversación –o monólogo– continuaba
y el hombre se desesperaba al darse cuenta que
agotaba los temas que siempre desplegaba sin
obtener los resultados habituales.
Para su buena fortuna, la mujer decidió con-
vertirse en una participante más activa de la si-
tuación y comenzó a hablar sobre su particular
atracción por la música, una afición que ambos
compartían.
Le comentó haber renunciado a sus aspira-
ciones artísticas años atrás, depositando la mayor
parte de la culpa en no haber tenido la constancia
necesaria durante la infancia como para trascen-
der más allá de algún que otro concierto de con-
servatorio o evento social.
El hombre, no por genuino interés, sino como
parte de su táctica, le ofreció que marcharan al
cuarto del piano de cola que había hecho traer de
América. Una pieza negra, de dos metros de lar-
go, que era envidiada por más de un músico del
condado en el que vivía; razón más que suficien-
te para él que, a pesar de mostrar cierta destreza
en su ejecución, no terminaba de comprender los
parámetros en los se medía la calidad del instru-
mento, dejara de lado todo prejuicio respecto de
su fabricación y lo exhibiera orgulloso a cuanto
invitado llegaba a su mansión.

106 | Cristian Carniello


Una vez dispuestos sobre la banqueta acol-
chada del piano, el noble caballero incitó a la
mujer a que tocara cualquier pieza de su agrado.
Abrió premeditadamente el cuaderno con parti-
turas que había sobre el instrumento en una que
resultaba, en particular, bastante complicada.
Ella, en contra de las expectativas del hom-
bre, comenzó a tocar la sonata caprichosa que
sugería el cuaderno sin mostrar la menor difi-
cultad. Sus dedos se movían de una tecla a la
otra con tal habilidad, que entonces el hombre
dudó de la veracidad de aquella historia sobre
sus prácticas.
Al terminar, la mujer le dedicó una tierna
sonrisa que, de haber sido más avispado, hubiese
sabido interpretar como burla, pero que recono-
ció como una inocente muestra de satisfacción
ante su ejecución.
El hombre disimuló cuán impresionado se
sentía en realidad. Incluso un interés un tanto
más genuino al original afloró. Pero ahora le urgía
recuperar su dominio en la situación y demostrar
su valía. Buscó entre las partituras el estudio que
había estado practicando la semana anterior y se
ofreció a tocarlo para ella. Pero la mujer rechazó
su oferta. Confesó estar aburriéndose por dilatar
tanto el asunto y, sin más, lo trajo a sus brazos
para besarlo.
Se dirigieron raudos a la habitación del hom-
bre, chocándose con cuanto estuviera en medio
de su camino mientras avanzaban en aquel apa-

LAS COSAS MUERTAS | 107


sionado torbellino que eran sus cuerpos. Una vez
dentro, ella trabó la puerta para evitar que algún
sirviente interrumpiera.
Lo arrojó de un empujón a la cama con dosel
y comenzó a desprenderse el corsé de su vestido.
Procedió a removerlo y arrojarlo a un lado, para
luego hacer lo propio con su ropa interior. Exhi-
bía el mismo busto, de pezones erectos en pechos
carnosos y marmóreos, que su escote invitaba a
imaginar; una cintura sinuosa que llevaba a un
pubis recortado con sumo cuidado a través del
suave relieve de su vientre.
El hombre, asombrado por la repentina des-
envoltura que había comenzado a mostrar la mu-
jer, apenas había tenido tiempo de despojarse de
la levita y el chaleco, que arrojó sobre una de las
cómodas laterales a la cama. Pero para su placer,
ella se dispuso a ahorrarle el trabajo, mientras re-
corría a jadeantes besos su cuello y mandíbula.
Tan pronto como lo hubo desvestido, se en-
volvieron mutuamente. Se enredaron entre las
sábanas de satén. Del hombre se desprendía, aca-
lorado, el olor de su fragancia, mientras se entre-
mezclaba con el aroma a lirios de la mujer.
Recostada sobre su espalda, atrajo al hombre
sobre sus caderas. Las levantaba y bajaba a gus-
to, tomando el control con premeditada sutile-
za, mientras él suspiraba y gemía a su oído cada
vez que las uñas de la mujer recorrían, con aspe-
reza, su nuca.

108 | Cristian Carniello


La mujer se detuvo de súbito y, tomándolo por
el hombro, lo volteó de espalda al colchón. Se aco-
modó a horcajadas sobre él. Arqueó la columna
moviéndose sobre él mientras recibía las caricias
que éste le daba en la parte baja del pubis. Bajando
eventualmente su cuerpo, para recibir también sus
besos en el cuello y suspirarle en el oído.
El hombre intentó guiarla con las manos en
sus caderas para aumentar la cadencia y pro-
longar su placer pero, pronto, el peso sobre él se
tornó estático y lánguido. De nuevo hizo un es-
fuerzo por tomar el control. Se dispuso sobre ella,
abriéndose paso entre las piernas abiertas. Pero
la piel de la dama se había degenerado al tacto.
Poco tenían que ver la sensualidad de los muslos
blandos con los que jugó minutos antes con la
sombra que acariciaba ahora.
Despegó de súbito su cuerpo, cayendo de bruces
fuera de la cama. Asomó la vista para convencerse
que había enloquecido pero, para su desgracia, la
belleza de piel blanca y pelo ardiente con quien
intimaba segundos atrás ahora reptaba hacia él,
exhibiendo sus fauces en una sonrisa triunfal.
Al mediodía, cuando los sirvientes consiguieron
abrir la puerta, hallaron solamente el cuerpo
desnudo y macilento de su amo. Tenía la garganta
abierta por, lo que parecía, la mordida de un animal.

LAS COSAS MUERTAS | 109


Tan fugaz
como el humo

For me love’s like the wind unseen, unknown


I see the trees are bending where it’s been
I know that it leaves wreckage where it’s blown.
Neil Gaiman
El viejo caminaba sin rumbo. Un paraje re-
cóndito en una tarde de invierno. El arrebol se
desdibujaba a lo lejos en el horizonte, trayendo
consigo la noche más fría del año. Pero no tenía
intención de regresar a su hogar, ni motivo para
abandonar su impaciente determinación.
El vapor de su aliento se mezclaba con el humo
de la pipa, que serpenteaba volátil en el viento de
julio. Se elevaba hasta fundirse en una espesa nube
que ascendía y se desvanecía tras él. Luego de una
hora de marcha, arribó al final de su camino. Se
abrió paso entre la espesura y se acomodó casi al
borde del borrascoso abismo. Se sentó, dejando
que sus piernas colgaran en el vacío. Buscó en su
cabeza las memorias que lo habían llevado allí y al
encontrarlas rompió en llanto.
Dio un largo y profundo respiro para recupe-
rar la compostura mientras admiraba por última
vez el cielo. Pero no había estrellas o luna que
dieran belleza a su ocaso. Solo una densa bruma y
el provocador aullido del viento que lo arrastraba
cada vez más cerca del vacío.
Finalmente, tomó de su bolso un libro recu-
bierto en cuero, con páginas amarillentas y que-
bradizas. Lo abrió posándolo sobre su regazo.

LAS COSAS MUERTAS | 113


Deambuló entre los versos buscando aquellos en
los que había encontrado belleza, para que fueran
su último pensamiento mientras su cuerpo caía
en las profundidades del abismo.
Cuando los encontró, los leyó sin parar, inten-
tando grabar cada palabra en su cabeza. Tras unos
minutos de obsesión, una voz irrumpió, dando al
hombre un fuerte sobresalto.
–¿No estás congelándote? –dijo la mujer,
acomodándose a su lado. Era hermosa. Sus ojos,
verdes y pardos, relucían e hipnotizaban, a la vez
que contrastaban con la nívea belleza de su rostro.
Llevaba el cabello recogido en una gruesa trenza
negra y una capa de lana blanca sobre sus hombros.
–En verdad, sí. Pero supongo que de alguna
forma lo disfruto –respondió él, algo nervioso,
haciendo a un lado el libro.
–Debes estar loco –dejó escapar una dulce
risa, mientras cubría con delicadeza su rostro–.
Vas a enfermarte si sigues así.
Al hombre le tomó un par de segundos dis-
tinguir si era ironía o preocupación. No acostum-
braba recibir gentileza de un extraño. De hecho,
le resultaba casi ajena en aquel mundo en el que
vivía. Decidió dejar de lado su falta de confianza
y rió también, mientras frotaba sus hombros para
darse calor.
Ella, aún sonriente, elevó la vista al cielo y él
notó que había comenzado a despejarse y que ya
no recordaba los versos.

114 | Cristian Carniello


–Es una noche hermosa, ¿no te parece? Me
gusta caminar de noche por aquí, es catártico.
Casi místico.
Hablaron por horas al borde del abismo, hasta
que el amanecer arribó. La mujer fingía no saber
lo que él se había propuesto hacer y que ella ha-
bía llegado con las mismas intenciones –o quizás
lo olvidaron–. Le habló sobre las estrellas, sobre
dragones y fantasmas, sobre otros mundos, sobre
sus sueños y sobre todas aquellas cosas que, hasta
el momento, pensaba ser el único al que le intere-
saban. Entonces, el hombre recordó que en rea-
lidad no era un viejo y la noche le resultó mucho
menos fría de lo que debería haber sido.
Encontró en ella más poesía que en todos los
versos de su libro y todos los miedos que desde
hacía tanto atormentaban su espíritu se desvane-
cieron sin más.
Esa noche, ella le devolvió la esperanza en
aquel mundo marchito. Sintiéndose en deuda, el
hombre le obsequió el libro.
–Este libro contiene algunas de las palabras
más hermosas jamás escritas y personas como tú
las merecen todas.
Se hundieron en el más apacible abrazo y se
marcharon con la promesa silenciosa de regresar
al día siguiente. Lo hicieron por más de un mes.
Hablaron de las más ridículas fantasías, lloraron
por todo lo que alguna vez los lastimó, rieron por
todo lo que jamás volvería a hacerlo.

LAS COSAS MUERTAS | 115


De alguna forma, escaparon de la opresión
que solían sentir para sumirse en aquel fugaz rei-
no de ensueño. Incluso llegó un día en el que de-
cidieron abandonar el abismo para explorar bos-
ques recónditos y montañas infinitas, mientras
un centenar de hadas revoloteaban a su alrededor
para iluminar su camino. De algún modo, dieron
forma a un mundo que solo les pertenecía a ellos,
donde no había rastros del exterior.
Fue en uno de esos gloriosos días que ambos
tomaron la determinación de ir aún más allá y huir,
por fin, de aquel lugar inhóspito para aventurarse
al mundo al que ahora ansiaban tanto conocer.
Caminarían, navegarían y volarían tan lejos
como les fuera posible. Dormirían al amparo de
las estrellas, o dentro de algún castillo. Visitarían
bosques y fiordos, palacios, teatros. Bailarían día
y noche al son que sus corazones los incitaran.
Envejecerían dejando atrás el recuerdo distante
de aquello que los llevó a encontrarse en el abis-
mo por primera vez.
El primer día del verano, decidieron, sería
el comienzo de su escape. Pero el verano final-
mente llegó y resultó que esa noche ella no fue a
su encuentro.
El hombre esperó por su amante durante ho-
ras, temiendo que algo le hubiera pasado. En su
búsqueda, deambuló por todos los lugares que
frecuentaban, sin encontrar señal alguna de su
paradero. Gritó su nombre en medio de esa vasta
oscuridad, sin hallar otra respuesta más que la de
su propio eco.

116 | Cristian Carniello


Los días pasaron y el hombre comenzó a sen-
tirse igual de abrumado y viejo que antes de la lle-
gada de aquella mujer. Añoraba su voz cantándole
al oído aquellos arrullos de vida, sus manos acari-
ciando con ternura su rostro, incluso extrañaba el
frío viento del invierno y la forma de estar entre
sus brazos que lo embriagaba con calor. La bus-
caba cada noche en el espacio vacío de su cama y
cada mañana fantaseaba con ver la silueta de sus
hombros desnudos frente a la ventana.
Finalmente se dio por vencido y, resignado,
prosiguió a sentarse otra vez al borde del abismo.
Volvió a buscar en su mente los versos que an-
taño le habían traído consuelo, pero esta vez solo la
imagen del rostro de su amante acudía a su llama-
do. Los ojos verdes, el rubor sobre la piel y la son-
risa: la imagen más hermosa y más devastadora.
Se encontraba tan perdido, tan solitario, tan
asfixiado por la abrumadora realidad, como aquel
lejano ocaso de julio. Frío regresó a él y puesto
que ya no había abrazo que le diera calor, se arro-
jó a la infinita oscuridad.
Pronto se vio envuelto por la eterna vacuidad
de las tinieblas del pozo sin fondo. Intentó mirar a
su alrededor, pero solo una luz mortecina brillaba
sobre él como una estrella solitaria agonizando.
Cerró sus ojos y dejó continuar su descenso al
olvido, pero tan pronto como lo hizo, un cálido
agarre se fijó a su muñeca.
Vio los ojos llorosos de la mujer, mientras
ésta le dedicaba una de sus particulares sonrisas y

LAS COSAS MUERTAS | 117


consiguió traerla a sus brazos mientras ambos se
dirigían al vacío.
Y la besó, cómo nunca había hecho con nadie.
Tomó su rostro entre sus manos y, acariciándolo,
se dejó perder en ella. Se susurraron todo aquello
que habían guardado y todo lo que habían te-
mido; encontraron que ya no había más dolor ni
miedo y que, mientras su agarre se endurecía ya
no caían, se elevaban.
Las hojas amarillentas del libro salieron dis-
paradas desde el bolso de la mujer; doblándose
y volviéndose hadas que volaban a su alrededor,
danzando y cantando.
Y cuando llegaron de nuevo al borde, su as-
censo continuó. Como polvo libre al viento, o
el humo de la pipa del hombre, o vapor de sus
alientos. Flotaron y se dirigieron a lo alto del
cielo, más allá de la bruma, hasta fundirse para
siempre en el cielo con aquel infinito número de
astros y sueños.

118 | Cristian Carniello


Sobre la vida,
la muerte, la
magia y lo
eterno

Es verdadero, verdadero, sin duda y cierto:


Lo de abajo se iguala a lo de arriba, y lo de arriba a lo de
abajo, para consumación de los milagros del Uno.
Hermes Trismegisto
Ella venía conmigo cuando lo descubrí. Ca-
minábamos por una vasta pradera, con la brisa
llevándonos como si fuésemos polvo en el viento.
Como siempre, como cuando éramos niños.
El anochecer nos encontró junto a un arroyo.
Descansamos junto a él, recordando otros viajes,
cantando y mirando las estrellas, si las nubes tur-
bias nos dejaban. De a ratos temblaba, la noche
era fría, pero tenía su calor. El calor de su alien-
to y de las miradas que se encuentran momentos
antes de una sonrisa.
Seguimos nuestra marcha al amanecer, el úl-
timo que jamás veríamos, hasta toparnos con la
puerta del laberinto.
Las paredes negras que teníamos en frente
parecían crecer de las entrañas de la tierra y ex-
tenderse sin fin a ambos lados, como abrazándo-
lo todo. Y dentro, los caminos infinitos se unían,
dividían; se montaban entre sí creando túneles
y puentes, y luego volvían a unirse para separar-
se otra vez. Infinitos caminos. Infinitas paredes
de piedra negra.
Recorrimos un centenar de pasillos y túneles,
y aunque en muchos casos terminamos dentro de
callejones sin salida, siempre hallamos un camino

LAS COSAS MUERTAS | 121


que nos hiciera avanzar. Seguimos juntos hasta
una encrucijada. Cavilamos por un momento sin
decidir por dónde seguir hasta que resolvimos
separarnos y reencontrarnos en el centro, aun sa-
biendo que quizás pasaría mucho tiempo hasta
que eso sucediera.
Caminé. Caminé por cada puente y cada co-
rredor. Seguí topándome con callejones sin sali-
da y volviendo sobre mis pasos. A veces, incluso,
tuve la impresión de reconocer rastros del paso
de mi hermana. Reí. No me sorprendía saber que
iba por delante de mí, pero de igual forma avancé
con la esperanza de ganar la carrera.
Mientras más me adentraba, más me costaba
saber cuánto tiempo llevaba en el laberinto. Bien
podía llevar un día o cien años. Un sol brillaba en
algún lado, pero no sobre mí y su luz me llegaba
incluso dentro de los túneles. Hasta que me apa-
reció aquel pasillo.
Estaba a cielo abierto, igual que otros tantos,
pero en cuanto empecé a caminar por él, me di
cuenta de que la espesa penumbra de la noche lo
envolvía. Aunque mis ojos no tardaron en acos-
tumbrarse a la oscuridad, apenas me alcanzaba
para ver unos pasos por delante de mí. Avancé
temeroso por allí y tuve la impresión de estar en
el tramo más largo que hubiese recorrido hasta el
momento. No había ninguna curva o bifurcación
así que solamente caminaba en línea recta.
Finalmente choqué con una pared. El gol-
pe me dejó aturdido por unos segundos, pero a

122 | Cristian Carniello


medida que volvía en mí, descubrí que las figu-
ras que tenía a ambos lados no eran producto de
mi imaginación.
Volteé de golpe y me di cuenta de que no eran
dos personas sino miles. Enfrentadas, dispuestas
en fila y mirándome. Una detrás de la otra. ¿Es-
pejos? Sí. Me encontraba en medio de dos espe-
jos paralelos.
El hallazgo era inquietante. Comencé a pal-
par las paredes buscando alguna rendija o puerta
detrás de los espejos, pero me di cuenta de que
estaban perfectamente al ras de la pared. Como
si la pared de obsidiana hubiese sido pulida
para ser reflectante.
A esa altura ya me había convencido a mí
mismo de que tendría que volver todo el camino
hasta el principio del pasillo y dar por perdida la
carrera, pero en cuanto me volteé para regresar,
noté con horror que mis reflejos no se movían
conmigo, sino que me miraban, y con ellos, el
otro millón que los sucedía.
Infinitos ojos sobre mí. Mis ojos sobre mí.
Los reflejos impertinentes comenzaron a mar-
char hacia el centro del pasillo y hacia mí. Yo no
pude correr. Estaba allí, quieto, viéndolos venir,
esperando el instante en que todos saltaran de la
pared y se arrojaran sobre mí.
Infinitos yo. Un millón, cincuenta mil, diez
mil, tres mil, quinientos, setenta, cincuenta, doce,
seis y luego, dos. El ejército había desaparecido,
y ahora los espejos solo me devolvían dos imáge-
nes, como ignorando su disposición.

LAS COSAS MUERTAS | 123


Me acerqué y volví a palpar la superficie, aho-
ra cálida y viscosa. Puertas ¿Por cuál debía en-
trar? Espejos. Entonces entendí. Sin pensarlo me
adentré en el espejo y finalmente llegué al centro
del laberinto.
Nuevamente me desconcerté. El centro era
una cámara cerrada con diez paredes de obsidia-
na idénticas al resto del laberinto, y nada más.
No sé por cuál de ellas entró, pero mientras
las observaba una mano se posó en mi hombro,
mi hermana había llegado. Apenas y nos encon-
tramos nos lanzamos a un abrazo. Ninguno de
los dos podía saber cuánto tiempo había pasado
desde que nos separamos.
El suelo comenzó a moverse y, en cuanto nos
soltamos, vimos que estábamos elevándonos.
Las paredes bajo nosotros se desplomaban, al-
zaban y retorcían. Las formas imposibles del la-
berinto se distorsionaban. Algunas alimentaban
la torre que nos elevaba y las otras se disponían
a su alrededor, moviéndose como la cola de una
gigante serpiente de piedra, formando un millón
de círculos concéntricos.
–Imposible –dije al borde del llanto, cuando
aquella demencial locomoción concluyó.
–Estás entendiéndolo –soltó mi hermana y,
luego sin más, rió en voz baja.
La miré desconcertado. Mis ojos iban de su
rostro al laberinto y luego al cielo, donde seguía
sin aparecer el sol que nos bañaba con su luz.
Entonces lo vi. Vi su rostro y no era el mismo
que había entrado conmigo al laberinto, y aquel

124 | Cristian Carniello


tampoco tenía que ver con el de la mujer que ca-
minaba junto a mí en la pradera. Ninguno era el
rostro que vivía en mis recuerdos y mis recuerdos
no eran más que ilusiones que mis sentidos fabri-
caron, recortes de momentos que jamás sucedie-
ron y que, como toda ficción, llegaban a su fin.
Un rayo partió la torre y todo comenzó a
deshacerse. Mi memoria, el laberinto, el tiempo,
mi hermana, el mundo... Absolutamente todo se
transformaba en arena, en cenizas, en polvo dis-
perso en la nada por el viento y yo era ese viento,
aunque también era el polvo.
Me vi en el espejo una y otra vez. Mil yo. No.
Infinitos yo, marchando fuera de las paredes, y vi
que las infinitas serpientes de piedra también se
volvían polvo y que ese polvo se transformaba en
hilos que, si se movían, dejaban escapar de ellos
más polvo, que luego volvía a juntarse para for-
mar un nuevo paraíso. Todo se creaba de nuevo.
El cosmos entero bailaba, minúsculo, en la palma
de mi mano, hasta que volví a él.
Me vi reflejado en mis ojos, en los ojos de mi
reflejo y en los de mi hermana, que no era mi
hermana sino yo. Yo era todo. Yo era la sombra
del pasillo de los espejos y también era el sol que
le daba luz al laberinto.
Una y otra vez vi esto y todo sucedía a la vez
hasta que abrí los ojos en la pradera y vi que ella
estaba conmigo. Mi hermana. De nuevo empe-
zamos a caminar. Como siempre, como cuando
éramos niños.

LAS COSAS MUERTAS | 125


Un clavel
para Cordelia

La cualidad de la muerte, como la de la vida,


debe ser de una variedad infinita.
Y si uno ya ha muerto una vez,
¿por qué preocuparse de morir para siempre,
tal como estaba muriendo él ahora?
Ray Bradbury
Recuerdo que los otros niños jugaban afuera o
iban de la mano de sus padres por la casa. Mien-
tras yo no podía despegarme de tu lado. Creo que
hasta ese momento no sabía cuánto te amaba.
No sé si habrá sido por la forma en la que las
velas hacían bailar tus facciones, o si fue el perfu-
me de las flores, pero había algo distinto en ti y
en lo que tu presencia me hacía.
Te habían hecho las mismas trenzas que lle-
vabas a la escuela y habían dibujado en tus la-
bios una sonrisa traviesa, como la que mostrabas
antes de contarme un secreto. Por eso no podía
irme. Tenía en las manos un clavel blanco que no
me atrevía a dejar con las demás flores ni sobre
tu ataúd. Estaba convencida de que en cualquier
momento te levantarías y empezarías a reírte.
Tu madre lloraba. Estaba echada a un lado y
gritaba “¡Cordelia, mi niña! ¡Vas a estar tan sola!”.
En ese momento no supe qué significaba, por su-
puesto. Aunque el recuerdo de una tía dándome
a entender algo similar se asomaba cuando pen-
saba en la muerte de mi madre.
Mi padre entró a la habitación. No necesitó
decirme nada para que yo supiera que no acep-
taría quedarse ni un segundo más en el velatorio.

LAS COSAS MUERTAS | 129


No obstante, saludó a tu madre con mucha edu-
cación antes de tomarme de la mano y llevarme
afuera. Mientras yo seguía teniendo el clavel.
Casi no dormí aquella noche. Lloraba porque
no me habían dado permiso de ir a tu funeral. Re-
cuerdo que llovía y yo temía que el agua y el frío
hicieran que te enfermaras. Gracioso, ¿no lo crees?
Desobedecí a mi padre y la mañana siguiente,
en lugar de caminar hacia la escuela, me dirigí al
cementerio de la iglesia.
Jamás había ido a otro cementerio más que en
el que yacía mi madre, lejos, en la ciudad. Lleno
de mausoleos de familias ilustres y esculturas de
bronce. En éste, en cambio, había pasillos con ni-
chos, muchas cruces y piedras sobre la tierra hú-
meda y algunos mausoleos más austeros. Parecía
un libro de cuentos.
Mi plan hasta ese momento era buscar don-
de hubiese gente llorando, estaba segura que
reconocería a tu madre o a alguien más, pero no
había nadie.
Recorrí todo el cementerio. Pensé que allí
donde había juguetes junto a las tumbas even-
tualmente encontraría tu nombre, o un foso por
llenar. Te busqué en todos los nichos, Cordelia.
Incluso me ayudé con la escalera para llegar a
los más altos. Pasé toda la mañana buscándote.
Tenía frío y los pantalones húmedos y embarra-
dos cuando el sacerdote me encontró.
Parecía una persona amable. No sé por qué
no me delató, aunque supongo que mi pequeña
transgresión era aceptable para Dios. Respondí a

130 | Cristian Carniello


todas sus preguntas y a cambio me llevó al mau-
soleo de tu familia. «Buasso» decía la placa. No
era tu apellido, sino el de tu madre.
Entonces entendí por qué lloraba en tu vela-
torio. ¿Cómo no ibas a estar sola en aquella cárcel
de piedra? ¿Por qué no te enterraban bajo el cielo
como a los demás?
El sacerdote me consoló mientras lloraba. Me
dijo que no estabas sola, porque estabas junto a
Dios y también me reveló un secreto: nunca es-
tarías del todo muerta mientras alguien te recor-
dara. Por eso volví.
Volví a pesar de los golpes de mi padre por
ensuciarme y faltar a la escuela. Volví, aunque de-
bía escabullirme de noche hasta aquí, porque si el
sacerdote tenía la razón, todo valía la pena. Valía
la pena aferrarme a la esperanza de que, de algún
modo, vivirías.
¿Cómo se imaginó él que, en efecto, me en-
contraría contigo? ¿Cómo podía yo saber que en-
contraría la puerta abierta y a ti, amor mío, sen-
tada con tus trenzas, ropas y flores tal como el día
que me di cuenta que te amaba?
Creí estar soñándote, aun mientras acariciaba
tu rostro y te abrazaba. No hablabas, ni respon-
días ninguna de mis preguntas, solo me mirabas.
Ya no recuerdo si tus ojos fueron siempre así de
oscuros. Desde esa noche ya no sé cómo eras cuan-
do estabas viva. Dije estabas, pero ciertamente no
estás muerta. No. Estás más viva que yo, al menos.
Por un tiempo te di por muerta. Durante los
años que pasé afuera del pueblo con Avelino me

LAS COSAS MUERTAS | 131


convencí de que, si te olvidaba, desaparecerías.
Ridículo ¿No?
Tuvimos una hija y la llamamos Cordelia.
También murió joven, pero convencí a Avelino
de cremarla para no seguir tentando al destino.
¿Alguna vez conociste a otro como tú? Una
vez volví a la ciudad con la esperanza de encontrar
a mi madre sentada junto a su ataúd también. Me
tomó mucho tiempo darme cuenta que en verdad
sentía más alivio que enojo por no haberlo hecho.
Cuando Avelino murió pensé en irme lejos,
tan lejos como pudiera llegar y olvidar todo. A ti,
a mi madre, a la otra Cordelia, a todos. Pero volví.
Aun cuando me costaba explicarme por qué seguí
viniendo. Nunca te dejé del todo, ni siquiera ahora.
Aún puedo ayudarme con el bastón para cru-
zar el pueblo y venir, Cordelia. pero no sé cuánto
más durará. Debería estar agradecida. Cien años...
Es más tiempo del que cualquiera debería vivir.
Podría despertar mañana y darme cuenta que
me he quedado ciega o caerme porque mis pier-
nas ya no aguantan ni siquiera mi propio peso. Es
distinto para ti, claro. El tiempo no significa nada.
Eternamente joven, eternamente bella Cordelia.
–Es cierto. Bien podría esperarte otros cien
años y apenas lo notaría, pero no creas que el
tiempo no significa nada. Cinco minutos, Emilia,
solo cinco minutos entre la noche y el alba a veces
lo son todo. La diferencia entre vivir nuevamente
o volverme cenizas.
Hay veces en las que deseo que nada fuera
como es. Haber crecido y haberme marchitado

132 | Cristian Carniello


como tú. Pero hay otros en los que mi amor por
el mundo me pide que resista, me dice que es-
toy pagando un precio muy pequeño y no es una
maldición. Me convence de volver aquí, a esta
prisión de piedra y no volver a ver al sol.
–Te entiendo. A veces rezo para no volver a
despertarme. Luego lloro, por la mañana, lloro
porque ya no puedo soportarlo. Pero entonces me
convenzo de usar mi tiempo aquí para algo.
–¿Por eso has venido? ¿Te gustaría que te dé
tiempo?
–No. Vine a despedirme. Esta vez de verdad
–Emilia tomó las manos frías de Cordelia–. Ha
sido una vida larga.
La anciana dio a la muerta un último beso
y se marchó del mausoleo afirmando cada paso
con su bastón.
Cordelia se quedó en la puerta. Sostenía en
sus manos un clavel, reseco y aplastado. Lo en-
ganchó en su cabello y se sentó a esperar el abra-
so del sol.

LAS COSAS MUERTAS | 133


Epílogo
En este apartado es donde —dicen algunos—
debería intentar explicar algunas cosas: ¿Por qué
elegí las citas que elegí? ¿Por qué el libro se llama
Las cosas muertas? ¿De dónde saqué las ideas para
cada historia? ¿Por qué decidí escribir este epílogo
dos días antes de que el libro se imprimiera?,
etcétera, etcétera. Otros dicen que no, que un mago
nunca tiene que revelar sus secretos. Que cada
lector debería sacar sus propias conclusiones y, si
el libro está bien escrito, no es necesaria ninguna
aclaración ni respuesta porque la obra habla por sí
misma.
El problema es que yo soy de ese tipo de per-
sonas que se ponen nerviosas hasta para pedirle
más ketchup al cajero de McDonald’s, así que me
siento en la obligación de darles algunas explica-
ciones. El resto —supongo— lo voy a tratar des-
pués en terapia.
Primeramente, el título salió de una canción
de Phillip Glass, Dead things, que se usó en la
película Las horas, con Meryl Streep, Julianne
Moore y Nicole Kidman. Una película hermosa
sobre los escritos de Virginia Woolf. Yo no la vi
todavía, pero se las recomiendo porque la banda
sonora no tiene desperdicio.

LAS COSAS MUERTAS | 135


Ahora pasemos a los cuentos:
Paria, originalmente, fue un intento de escri-
bir algo basado en Las cuatro estaciones de Vivaldi,
aunque se terminó poniendo un poquito más os-
curo que el poema sinfónico original.
Siete años sin baile es un plagio muy evidente
de La máscara de la muerte roja, de Allan Poe que
empezó a tomar forma en una clase del taller de
Leonardo Martí.
Tengo la teoría de que La casa de Asterión, de
Borges, y El extraño, de Lovecraft, tratan de lo
mismo y quise —muy pretenciosamente— es-
cribir algo parecido. Un día estaba leyendo sobre
Aokigahara, el bosque de los suicidas en Japón, y
entonces la idea para La voz entre los árboles ter-
minó de tomar forma.
La idea de un animal muy grande atravesan-
do el mar para visitar un faro era algo que tenía
muy marcado desde que vi un capítulo de Poke-
món cuando tenía cuatro o cinco años en el que
pasaba justamente eso. Un día, Florencia Ribeiro,
una amiga con quien trabajaba en un hostel, me
dijo que tenía que escribir algo sobre una nena
y una ballena. Mezclé las dos ideas y me inspiré
muchísimo en El laberinto del fauno, de Guiller-
mo del Toro, para los primeros borradores, que
no me gustaban ni un poco. Después leí sobre
los Trempulcahue de la mitología mapuche y así
encontré la vuelta de tuerca que le faltaba a Don-
de mar y cielo son uno. Por cierto, hace poco me di
cuenta que el capítulo de Pokémon esta inspirado

136 | Cristian Carniello


en La sirena, de Ray Bradbury, que es el mejor
cuento que he leído en mi vida.
La idea de La bienvenida del Conde se la debo
a Guillermo del Toro, que durante las entrevistas
que dio para La forma del agua contó una y mil
veces una anécdota sobre un sueño lúcido que
tuvo en su infancia, y que, dice, es de dónde salie-
ron los monstruos de sus películas. Guillermo, yo
sé que nunca vas a leer esto, pero te amo.
Parasomnia es un intento por describir un
poco lo que siento cada vez que tengo una paráli-
sis del sueño, además de un tributo The Sandman,
de Neil Gaiman.
Cualquiera que haya jugado alguna vez a Life
is Strange va a entender la referencia que hago en
El césped bajo los pies. No soy del tipo de persona
que juega videojuegos seguido, pero ese, y en
particular el capítulo en él que Chloe queda cua-
dripléjica es uno que no me voy a sacarme nunca
de la cabeza.
Acá es donde me veo en la terrible tarea de
admitir que veo animé. Balada para piano y violín
en Sol menor, en particular, se me ocurrió cuando
terminé de ver Your lie in April. No voy a dar más
detalles. Véanlo. Y si están pensando que por ver
animé no me baño, dejenme decirles que a veces
hasta me lavo las manos.
Su rostro en mármol fue el primer cuento que
escribí después de terminar mi primer libro. Aca-
baba de leer un cuento de Charles Dickens que
se llama El árbol de Navidad y que no tiene nada
que ver con el clásico de fantasmas Una canción

LAS COSAS MUERTAS | 137


de Navidad. No es el mejor cuento del libro, pero
le tengo mucho cariño y cada vez que lo leo y veo
todos los errores que tiene siento nostalgia de lo
inocente que era el Cristian del pasado, razón por
la cual preferí dejarlos ahí.
Un fino arte fue mi primer intento de escribir
Balada para piano y violín… Terminó siendo algo
completamente diferente, pero en el fondo estoy
conforme con el resultado.
Escribí Tan fugaz como el humo mientras llo-
raba porque mi novia de ese momento me había
dejado. Si alguien sabe dónde puedo conseguir
una dignidad nueva, le agradecía que me lo co-
mentara. Como anécdota divertida, les puedo
decir que la primera vez que alguien leyó este
cuento, se desmayó. Ella dice que fue porque se le
bajó la presión, pero yo sé que fue por lo intensa
que es la historia.
Sobre la vida, la muerte, la magia y lo eterno es
un cuento muy borgeano sin haber querido que lo
fuera. La verdad es que cuando lo escribí acababa
de ver Westworld y lo que tenía en mente eran con-
ceptos de ocultismo, hermetismo, alquimia y de la
cábala. Creo que en ese momento me di cuenta
de que lo que los señores panzones y pelados que
pululan en las facultades de Filosofía y Letras lla-
man metafísica es básicamente ocultismo disfraza-
do para que parezca más intelectual. Pero bueno,
no importa que el laberinto, los espejos, los dobles,
uróboros o el sol sean símbolos de las tradiciones
ocultistas desde hace más de dos mil años. Somos
argentinos, así que se los inventó Borges, porque

138 | Cristian Carniello


era argentino. Ojo, que mi contraseña del wifi es
jorgefranciscoisidoroluisborgesacevedo y la red se
llama Dios, pero si seguimos atribuyendo la magia
de Borges a los símbolos y no a su verdadera ge-
nialidad, nos vamos a seguir mereciendo todos los
chistes sobre argentinos que hay en internet.
La historia en la que me basé para Un clavel
para Cordelia es real. Obviamente no involucra
vampiros, por lo menos no de forma directa. El
verdadero protagonista fue el ilustrador austriaco
Alfred Kubin, que de verdad se enamoró de una
nena que estaban velando durante su infancia.
Yo creo que la historia original, con todo lo que
involucra, es muchísimo más macabra que cual-
quier cosa que alguien pueda escribir.
Supongo que a esta altura ya habrán notado el
secreto de éste (y la mayoría de los magos) es el de
tomar cosas que ya existen y darles otra forma. A
partir de esto hay dos opciones, la primera es acep-
tar ese lugar común que dice “los buenos artistas
copian, los grandes roban”. La otra es despojar la
comparación del “mago” de su carácter de metáfo-
ra y pensar que todo acto de creación es realidad
un acto alquímico de transmutación. Alan Moore
estaría de acuerdo y seguramente diría algo como
“dios creó al hombre del barro”, Borges le respon-
dería que es así como Juda León, el rabino de Pra-
ga, creó al Golem. Solo me falta la confirmación
de Neil Gaiman, que estoy seguro que piensa algo
parecido. Si ellos lo dicen, yo les creo.

Cristian Carniello

LAS COSAS MUERTAS | 139


Agradecimientos:

Durante los dos años que tardé en escribir


este libro, conocí prácticamente a más personas
de las que conocí en toda mi vida, y mejor aún
casi todas siguen siendo parte de mi día a día, sin
importar si nuestro encuentro duró un día mien-
tras atendía la recepción de un hostel o si desde
ese día nos vemos tres veces por semana.
Igual seguramente me olvido de alguien, así
que siéntanse con la libertad de anotar ustedes su
nombre al final, sacarle un foto y mandármela con
el respectivo reproche. Seguramente les voy a dar
la razón (a no ser que sus nombres hayan estado
en los agradecimientos de Rapsodia Nocturna).
Gracias a:
Clarissa Baldearena, Abril Aracena, Eros,
Federica Sanfurgo, Juan Pablo Jara, Pía Muñoz,
Florencia Cuccia, Victoria Paganini, Mariana
Sánchez, Edgar Manrique, Mercedes Cubillos,
Florencia Tapia, Raúl Lilloy, Yésica Robert, Leo-
nardo Martí, Emiliano Luna, Sophía Mosquera,
Micaela Barroso, Michela Silvestri, Jesús Soto
Fuentes, Sol Cayrol, Ailén Rach, Mariana Vera,
Cristian Salinas, José Martín, Emilio Mini, Abril
Alfonso, Luciano Castro y Steffi Bugarín.
LAS COSAS MUERTAS | 141
Apartado especial para Tomás Pancetti, So-
phia Trillini, Sebastián Valverde y Valeria Garay.
Los amo. Gracias por soportarme. Cuando quie-
ran nos damos un beso de a seis.
Finalmente, este libro no se podría haber
editado sin la ayuda de Idilia Miriam Carabajal,
también conocida como La Pochita. Ojalá todo el
mundo tuviera una tía Pocha en sus vidas.

142 | Cristian Carniello


Editorial Tinta de Luz
+54 9 261 3014073
www.editorialtintadeluz.com
Mendoza, Argentina.

También podría gustarte