Oscar Cuervo-Escuchar Una Voz PDF

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OSCAR CUERVO – KIERKEGAARD: ESCUCHAR UNA VOZ

Nota del editor del blog En el año 2009 la editorial Quadrata de Buenos Aires me encargó la
redacción de un libro introductorio sobre el filósofo Søren Kierkegaard, en el marco de la
colección Pensamientos Locales. Fue editado finalmente en 2010 como Kierkegaard. Una
Introducción. Escuchar una voz (Escuchar una voz es el título que yo prefiero) y pronto su
stock se agotó, o al menos eso es lo que me comunicaron los representantes de Quadrata que
me encargaron el libro.

En Mercado Libre circulan todavía algunos ejemplares a precios a veces desmesurados. En


algunas librerías de Buenos Aires puede encontrarse ocasionalmente algún ejemplar perdido.
Googleando de manera casual, hace poco encontré que en España se ofrecía el
libro Kierkegaard. Una Introducción, atribuyéndome la autoría, pero fechada en 2017 por
Libros de la Araucaria. No sabía que yo había editado el año pasado un libro en Madrid con el
mismo título e idéntica tapa al porteño de 2010. Pedí una explicación a mis editores en
Buenos Aires y me dijeron algunas frases sobre un traspapelamiento, errores u olvidos, cosas
que no llegué a entender. Cosas que otros me comentan que son usuales con la obra de
escritores que jamás pueden controlar la circulación de sus libros. Según me dicen ahora,
solo hay 200 ejemplares en España correspondientes a aquella primera edición de 2010, que
se presentan a sus posibles compradores españoles como un libro de 2017. Puedo atestiguar
que yo no escribí hasta hoy nada nuevo con este título ni tampoco recibí compensación
económica por ello. Cuando los editores de la versión original porteña me explicaron lo del
traspapelamiento y los olvidos, me dijeron que si tuvieran que pagarme los derechos de autor
por esos ejemplares que circulan por España, una vez aplicadas todas las deducciones de
impuestos, beneficios para los diversos editores involucrados y las librerías y otros costos de
intermediarios, la suma que me correspondería sería tan exigua que me dejaría al borde de
tener que pagar yo unos pesos a quienes me editaron y están vendiendo mi libro en España y
otras localidades.

En fin. Ya no pretendo controlar este negocio editorial. Entonces tomo mi texto de 2009, lo
corrijo, le cambio algunas expresiones que hoy me parece que se podrían decir mejor, le
agrego alguna frase que me parece más precisa, hago una discreta corrección de estilo y,
dado que después de todo yo lo escribí y es difícil de conseguir a un precio razonable en mi
ciudad, lo subo a la web en forma gratuita: lo que ustedes pueden leer a partir de aquí es la
versión revisada de Escribir una voz, el libro que escribí en 2009. Esta sí es una versión
actualizada en 2018. Va a publicarse en capítulos en las próximas semanas en el
blog Kierkegaard Buenos Aires. Lo que sigue es el capítulo 1. No descarto que al final de la
publicación de los capítulos preexistentes, ahora revisados, agregue algún epílogo con
consideraciones que en 2018 me despierta la lectura de este libro escrito hace casi diez
años. Ustedes pueden elegir entre comprar esas versiones que circulan en Mercado Libre a
precios irrazonables o imprimir el texto que aquí dejo en forma gratuita. Solo espero que por
publicar mi texto en este blog no tenga que pagarle derechos a algún editor español o de otra
nacionalidad... Ahí va:
(O.A.C)

¿Quién fue Søren Kierkegaard?

Acerca de en qué sentido él es un contemporáneo nuestro y de lo que tiene para decirnos sobre
lo que nuestra época todavía no es capaz de pensar voy a extenderme más adelante. Pero para
empezar me permito una rápida referencia biográfica. Esta referencia nos dejará ubicarlo en
ciertas coordenadas históricas y culturales y mencionar unos pocos episodios que parecen haber
marcado su vida. También nos tendría que invitar a apartar cualquier tentación por explicar su
pensamiento a través de su biografía. Una biografía solamente es lo que se ha escrito sobre una
vida, los dichos de otros acerca de algunos sucesos exteriores. Cuando hablamos de un
pensador como Kierkegaard, perderse en los meandros del decir biográfico es uno de los
recursos más eficaces para desoír lo que él dice, para no tomarlo en serio, para reducir su
pensamiento a una simple expresión de sus conflictos psicológicos. En el texto que acá empieza
no me motiva la mera curiosidad por un lejano personaje de una ciudad periférica del siglo
XIX, sino una posición de pensamiento que puede revelarnos algo sobre nuestras actuales
encrucijadas.

Søren Kierkegaard nació en Copenhague el 5 de Mayo de 1813. Fue hijo de Michael


Kierkegaard y Anne Lund, el hijo menor del matrimonio. Siendo muy joven, Søren emprendió
estudios universitarios de teología. Dos personas parecen haber ejercido una influencia especial
en su vida: en primer lugar, su padre, un comerciante exitoso inclinado a discurrir sobre
cuestiones como la culpa y el castigo, preocupaciones que le trasmitió a su hijo desde muy
chico. En su diario personal, Kierkegaard dice que esa atmósfera en la que creció lo llevó a ser
un hombre melancólico. Su padre murió en 1838, el mismo año en que conoció a la otra
persona que marcaría su vida: Regina Olsen, una chica diez años más joven que él. Søren se
comprometió con Regina, pero meses después rompió ese compromiso por motivos nunca
aclarados. Al episodio de su noviazgo y de la ruptura con Regina, Kierkegaard se iba a referir
de manera indirecta en muchos de sus libros, introduciendo siempre nuevas variantes en la
forma de contarlo. Sin que se pueda -ni tal vez valga la pena- determinar lo que ocurrió
realmente, es posible intuir que Kierkegaard tomó la decisión de privilegiar su misión de
escritor por sobre cualquier otro vínculo personal.

En 1841 defendió su tesis doctoral, El concepto de ironía en especial referencia a Sócrates. En


1843 empezó a publicar sus libros a un ritmo sorprendente. Algunos, los llamados Discursos
Edificantes, los firmó con su nombre real; otros, bajo diversos pseudónimos. En 1843
publicó O lo uno o lo otro, Temor y temblor y La repetición; en 1844, Migajas filosóficas y El
concepto de la angustia; en 1845, Etapas en el camino de la vida y en 1846 el Postscriptum no
científico a las Migajas filosóficas. Todos estos libros fueron firmados con distintos
pseudónimos y constituyen lo que Kierkekgaard denominó posteriormente su obra estética, que
desarrolló paralelamente a su obra religiosa. En 1846, al final del Postcriptum, Kierkegaard
hace público que esos libros pseudónimos fueron escritos por él, cuestión sobre la que se
extiende en su libro de 1848, Mi punto de vista, atribuyendo esta “estrategia de escritor” al
“método de la comunicación indirecta” (a la que volveré más adelante).

De ahí en más, Kierkegaard escribió otros libros firmados con su propio nombre, pero
significativamente creó un pseudónimo, Anticlimacus, que no respondía a lo que él llamaba
una posición estética sino -según consta en su diario personal- a un cristianismo más perfecto
que el que él mismo se sentía capaz de encarnar. Con este pseudónimo escribió dos de sus
libros más importantes: La enfermedad mortal (también conocido como Tratado de la
desesperación) y Ejercitación del cristianismo. Con su propio nombre firmó otro de sus libros
fundamentales, Las obras del amor, y más discursos edificantes.

Hubo todavía otro suceso en su vida que iba a repercutir sobre su actuación pública y que signó
el último tramo de su obra. Es sabido que Kierkegaard fue un hombre imbuido de un espíritu
religioso, aunque siempre manifestó serias reservas hacia las formas que la religiosidad
adoptaba en su contexto social. Esto lo llevó a establecer una distinción entre el cristianismo -
esto es, la experiencia de un vínculo personal e intransferible con el Cristo de los Evangelios- y
la cristiandad -con lo que aludía a una institución meramente mundana, organizada alrededor de
la iglesia cristiana en sus entonces 1900 años de historia. La muerte del obispo de Copenhague
Jacob P. Mynster, ocurrida en enero de 1854, marcó un quiebre en esta relación conflictiva.
Mynster había sido pastor de su padre y muy allegado a su familia. El sucesor de Mynster, el
obispo Hans L. Martensen, pronunció el discurso fúnebre del fallecido obispo, a quien llamó
“testigo de la verdad” y “un nuevo eslabón de una cadena sagrada cuyo origen se remontaba a
Cristo y a sus apóstoles”. Estas palabras tuvieron en Kierkegaard el efecto de un potente
revulsivo. En su diario escribió: “debo entender como mi máximo deber [...] lanzarme al ataque
y hacer una protesta, la protesta contra una predicación del cristianismo que a su vez tendría
necesidad de una explicación frente al Nuevo Testamento”.

Ese fue el punto de partida para una batalla pública contra la cristiandad oficial que absorbió
sus últimos meses de vida. En el periódico Fædrelandet N° 295 (19 de diciembre de 1854),
publicó un artículo titulado “¿Fue el obispo Mynster un ‘testigo de la verdad’, un verdadero
‘testigo de la verdad’? ¿Es esto verdad?” en el que alegaba que un auténtico testigo de la verdad
no podría haber vivido con comodidad, entre placeres burgueses y honores. El verdadero
cristianismo, sostenía, consiste no en aceptar ese confort, sino en caminar sobre las huellas de
la pasión de Cristo. Poco después empezó a publicar un periódico llamado El instante, en el que
su virulencia contra la cristiandad oficial se acrecentó. En el número 6 de El instante escribió:
“Hay un mundo de diferencia, un abismo, entre la filosofía de vida de Mynster (que en realidad
es epicúrea, es la filosofía del goce de la vida, de las ganas de vivir, propia de este mundo) y la
cristiana, que es la de los sufrimientos, la del entusiasmo por la muerte, propia del otro mundo;
sí, hay tal diferencia entre estas dos filosofías de vida, que esta última (si es que hay que
tomarla en serio y no exponerla apenas una vez en un momento de meditación) debe parecerle
al obispo Mynster como una especie de locura”.

El instante llegó a publicar nueve números, entre mayo y octubre de 1855. Cuando estaba a
punto de salir el décimo número, Kierkegaard sufrió un colapso en plena calle. Pocas semanas
después, el 11 de noviembre de 1855, moría en un hospital de Copenhague. Tenía 42 años.

Escuchar una voz

Hay muchos modos posibles de empezar a leer a un autor, muchas entradas posibles a su obra.
En el modo que cada lector entra interviene el trayecto singular por el cual uno llegó a él.
Generalmente se llega con determinadas preguntas que uno trae de antemano. Estas preguntas
son brújulas que orientan, destacan, subrayan, desdeñan, pasan por alto o marcan hitos en la
superficie de un texto: interpretan inevitablemente, más allá de los usos que un escritor pudo
prever en el momento de escribirlo. La lectura desencadena posibilidades, pero también se
desplaza o se desvía de los propósitos iniciales del escritor. Y este desvío puede no ser
simplemente una traición que el lector le inflige al autor, porque un desvío puede ser
productivo si expande los sentidos que el texto tenía, hasta hacerlo decir algo que antes de esa
lectura ni siquiera estaba pensado por el autor. Soberanía de la posibilidad, un texto es siempre
algo más, algo distinto de una cosa, de un objeto cerrado sobre sí que está ahí para ser
simplemente recibido. No existe algo así como una objetividad en la lectura de un autor. La
singularidad propia de cada lector va armando a ese autor para cada uno. Este recorrido
singular y donador de sentidos no depende del mero arbitrio del lector: nadie le puede hacer
decir a un texto lo que a uno se le antoja. La lectura no es invención sino escucha. Y nadie
escucha lo que quiere, sino más bien lo que puede: la manera en que recibimos un texto
depende del camino por el que llegamos a él o por el que él llega a nosotros. Este trayecto
siempre es mediado por una tradición cultural que facilita tanto como obstaculiza esa lectura.
Dicho más corto: autor, obra y lector tienen una forma de existencia especial que no es la de las
cosas que se cierran sobre sí mismas sino la de la posibilidad.

Søren Kierkegaard es el pensador contemporáneo que desplegó el problema de la escritura y de


la lectura, de la palabra y de la escucha, de la comunicación y de la verdad, como actos propios
de un ser posible. Para Kierkegaard la posibilidad es el modo de ser humano y de sus actos más
propios: escuchar y hablar, leer y escribir, son actos de un ente que existe como posibilidad.
Cada uno de nosotros es posibilidad y ese es nuestro privilegio y también el motivo de nuestra
angustia. Escucha, posibilidad, singularidad, angustia son palabras claves en la posición de
pensamiento de Kierkegard.

Decía que él es un contemporáneo nuestro. El hecho de haber vivido en el siglo xix no lo hace
menos contemporáneo para nosotros, dado que la contemporaneidad no es una simultaneidad
meramente cronológica. Somos contemporáneos de toda palabra que logra interpelarnos, que
percibimos dirigida a nosotros, es decir, que se dirige a alguien que en cada caso puede
decir: es a mí a quien se le está hablando. La época de la que un autor procede no lo encierra
inevitablemente en el ámbito de las cosas pasadas, ya muertas, ni lo puede aplastar en el marco
de ciertas coordenadas socioculturales. ¿Para quién escribe un autor? ¿para quién escribía
Kierkegaard? Siempre que se escribe la pregunta está pendiente de modo más o menos velado.
Pero mientras Kierkegaard escribía no dejó ni por un instante de hacérsela. Muchas veces se
hallan en sus libros invocaciones a “mi querido lector”. Este afecto y esta intimidad, el ser
querido, no tiene nada que ver con una familiaridad de un autor que simula saber quién es el
lector. Eso no se sabe nunca. El modo de comunicación al que Kierkegaard apostó su vida -
hasta llegar a convencerse de que esa era su única misión en la tierra- no es la comunicación de
un saber, sino una comunicación de poder. Una comunicación de esta especie nunca se reduce
a los significados habituales que se admiten en una época determinada. Un autor que apuesta a
comunicar una posibilidad y no un saber ya definido y fijo quiere ser contemporáneo de su
lector y, por más lejos que se encuentren en el tiempo, autor y lector se hacen contemporáneos
en el instante de la lectura.

Entre todas las puertas posibles para introducirnos en la obra Soren Kierkegaard la que aquí
propongo es la figura de la escucha, con el acto de escuchar una voz. Tal vez no sea el tipo de
cuestiones que generalmente se resaltan cuando se habla de Kierkegaard, cuando se lo divulga.
Es más usual adscribirlo a cierta tendencia filosófica, decir por ejemplo que es el padre del
existencialismo. Pero estos “ismos” nunca le hacen demasiado favor al pensamiento y se
muestran especialmente ineptos para comprender la posición de un pensador como
Kierkegaard. Cuando se dice “existencialismo” parece que se sabe qué se está diciendo, pero en
realidad sólo se logra amontonar una cantidad de problemas bajo una misma etiqueta, sin ser
capaces de reconocer que cada autor es por sí mismo un problema y que una suma de
problemas nunca da como resultado una solución. De modo que prefiero aquí obviar ese
procedimiento que ubica a Kierkegaard como iniciador o como precursor de una determinada
escuela. Me valgo entonces, como clave interpretativa, de la figura de la escucha. Kierkegaard
es el pensador de la escucha, sus desvelos giran alrededor de ese misterio que sucede cuando
alguien escucha una voz. Esta figura no es un simple invento mío: en torno a ella se organiza,
como vamos a ver, uno de sus libros principales, Temor y Temblor. Mi propuesta afirma que la
figura de la escucha permite organizar también el sentido de los principales conceptos
diseminados por su obra.
Las personas de hoy vivimos en medio de una selva de palabras, el poder tecnológico
multiplicó esta abundancia de mensajes que a mediados del siglo XIX apenas se vislumbraba,
cuando Kierkegaard cuestionaba con mordacidad los límites del discurso periodístico. Hoy
habitamos un espacio saturado de mensajes. Escuchamos demasiadas voces, leemos
demasiadas palabras, y ya no sabemos cuáles de ellas se dirigen especialmente a cada uno de
nosotros. La experiencia por la cual alguien se reconoce como destinatario de una palabra es
cada vez más rara, porque prima en todo momento un modelo de comunicación impersonal, las
palabras que oímos o leemos parece que nunca son “para mí”, sino para cualquiera, en
definitiva para nadie. Corremos el riesgo de olvidar lo que significa que una voz nos hable, más
precisamente que una voz me hable, que se dirija únicamente a mí, que yo pueda reconocer que
soy el destinatario único de esa voz. Esta figura aparece en la historia de Abraham, en ese
célebre pasaje del Génesis (22, 1)que dice:

“Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham!».
El respondió: «Heme aquí». Díjole: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al
país de Moriah y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga».

“Levantóse, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su
hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho
Dios”.

Este pasaje comparte la mala suerte de todo texto célebre, lo escuchamos tantas veces que su
significado queda naturalizado, es decir: ya no nos dice nada. Kierkegaard se sorprende de que
en la misa del domingo se pueda leer este pasaje sin que nadie se sienta presa del temor y del
temblor, ya que lo que este relato cuenta es terrible, aunque no nos pase nada al oírlo. Y el
relato no es terrible solamente porque lo que se cuenta en él incluya la posibilidad de la muerte
de un niño (más aún: del asesinato de ese niño por parte de su padre). Es terrible ante todo
porque esa voz a la que Abraham le adjudica una autoridad inapelable se dirige a él en
particular para que haga algo que sólo él puede hacer. Le pide que haga un sacrificio, es decir
que haga algo sagrado. ¿Comprendemos qué significa un hacer sagrado? ¿Dice la palabra
“sagrado” algo todavía para nosotros? Porque si esa palabra ya no dice nada, lo que se está
contando es la historia de un asesino, del peor asesino, porque está dispuesto a matar a su
propio hijo. Kierkegaard quiere entonces reavivar el fuego terrible que este relato enciende, de
modo que vuelva a trasmitir ese temor y ese temblor que, bien escuchado, debe suscitar. Con
ese fin es que escribe Temor y temblor, con el de desnaturalizar la indiferencia con la que hoy
escuchamos el relato, porque se ha convertido para nosotros en un bien cultural, es decir, algo
que no tiene nada de sagrado y que por eso no puede provocar temblor.

¿Cómo lograr ese propósito? Kierkegaard piensa un dispositivo de escritura de una complejidad
y un refinamiento que la filosofía de su época -una filosofía dominada por la pretensión de
sistematicidad- desconocía. Para empezar, elige un discurso narrativo y no argumentativo: no
va a desarrollar una serie de razonamientos encadenados en sucesivas premisas y conclusiones,
sino un relato: va a contarnos una historia. Pero no va a contarnos directamente la historia de
Abraham, sino la de un hombre que ha leído la historia de Abraham y al leerla quedó
obsesionado por ella. Por consiguiente, este hombre, el protagonista de Temor y temblor,
vuelve una y otra vez, a lo largo de los años de su vida, a pensar con horror en la historia de
Abraham, un horror que incluye la conciencia de que él es incapaz de comprender del todo lo
que esta historia significa. El libro trata entonces no directamente de la experiencia de Abraham
al escuchar esa voz que le ordena hacer algo terrible (algo sagrado), sino de la dificultad que
tiene un lector de este relato por comprender de qué se trata la misión de Abraham, de cómo
Abraham puede escuchar una voz dirigida exclusivamente a él y ser capaz de responder a esa
voz.

Aún así no está todo dicho: el que relata la historia de ese lector obsesionado por Abraham y
por la voz que le habló no es directamente Kierkegaard, sino un escritor llamado Johannes de
Silentio. Para que se entienda: Kierkegaard crea un personaje, Johannes de Silentio, para que
escriba un libro, Temor y temblor, que cuenta la historia de un hombre obsesionado por un
relato del Antiguo Testamento. Esto es lo que unos años después de Temor y
Temblor Kierkegaard declarará como su “estrategia de comunicación indirecta”, puesto que lo
que hay para comunicar no es un saber que se pueda trasmitir de modo directo, sino algo que
sólo se puede comprender de un modo oblicuo, en el que el lector tiene que tomar una decisión
acerca del sentido del mensaje que recibe. Este juego de cajas chinas es el refinado mecanismo
de escritura y de pensamiento que Kierkegaard pone en marcha, muy lejos de ser una mera
presentación decorativa de algo que podría decirse de manera más sencilla. Porque lo que
Kierkegaard quiere resaltar es un obstáculo productivo (poiético, en el sentido clásico) para la
comprensión: la dificultad de ponerse en el lugar de otro. Aquí, en un juego de espejos,
hay varios otros: Abraham, el lector de la historia de Abraham, el escritor de Temor y temblor -
Johannes de Silentio-, y el propio lector, es decir: cada singular de los que leen Temor y
temblor. Lo que así queda planteado es que estas posiciones son intransferibles, que hay un
sentido que atañe en cada caso a uno y sólo a uno y ese sentido no puede trasmitirse como si se
tratara de un saber. Kierkegaard, a través de Johannes de Silentio, quiere hacernos pensar en la
distancia que nos une a Abraham o en la cercanía que nos separa de él:

“Leemos en la Escritura: «Dios tentó a Abraham y le dijo: '¡Abraham, Abraham!'. El


respondió: «Heme aquí»”. ¿Has hecho otro tanto tú, a quien se dirige mi discurso? ¿No has
clamado a las montañas «¡ocultadme!» y a las rocas «¡sepultadme!» cuando viste llegar desde
lejos los golpes de la suerte? O bien, si hubieras tenido más fortaleza, ¿no se habría
adelantado tu pie con lentitud suma por la buena senda? ¿No habrías suspirado por los
antiguos senderos? Y cuando el llamado resonó, ¿guardaste silencio o respondiste muy quedo,
quizá con un susurro? Abraham no respondió así; con valor y júbilo, lleno de confianza y a
plena voz exclamó: «Aquí estoy»”. (Temor y temblor)

Notemos la irrupción del narrador que se dirige abruptamente al lector: “¿Has hecho otro tanto
tú, a quien se dirige mi discurso?”. Esta irrupción hace aparecer al lector que hasta ese
momento parecía oculto y que mediante esta apelación es iluminado con una haz de luz
violenta. Así como Dios llama a Abraham, en una duplicación especular, Johannes de Silentio
llama a su lector. Si Abraham responde: “heme aquí”, si reconoce que es precisamente a él y a
nadie más a quien están llamando por su nombre, ¿qué le cabe hacer al lector de Temor y
temblor? ¿Es capaz cada lector de hacerse cargo de responder a esta voz que le habla y
responder también “heme aquí”? ¿Existe una voz que pueda interpelarme de esa forma? Y si
existiera, ¿sería yo capaz de oírla, de reconocerme cuando se me llama por mi propio nombre?

Es sobre estas cuestiones, las que podemos llamar las cuestiones de la singularidad, del ser cada
uno único -enkelte en el idioma danés- y quedarse cada uno solo, sin auxilio posible, ante una
voz que nos interpela, que Kierkegaard despliega la temática no sólo de Temor y temblor, sino
de toda su obra. De modo que puede tomarse este libro -que en el momento de publicarlo
Kierkegaard no firmó con su propio nombre sino con el de Johannes de Silentio- como el punto
de cruce de las diversas posibilidades de sentido que despliega la obra de autoría
kierkegaardiana en su totalidad. Esta autoría incluye varios otros libros que la mano de
Kierkegaard escribió, pero que firmó con diversos pseudónimos que siempre encarnan voces
diferentes; pero también están los libros firmados por Kierkegaard en su nombre propio. Y a
esto podemos agregar las miles de entradas que escribió en su diario personal a lo largo de los
años, cuya pertenencia a su obra de autor es digna de discutirse. Esa totalidad a la que aludimos
cuando hablamos de la obra kierkegaardiana dista de ser una totalidad cerrada, porque fue
concebida mediante una estrategia literaria que ensaya una comunicación indirecta, es decir,
algo que no puede ser dicho del todo. Esta totalidad autoral está, por así decirlo, siempre trunca,
no existe como una cosa o como un conjunto de cosas en determinado lugar, disponible para ser
manipulado cada vez. Si Kierkegaard dispuso su obra como una polifonía de voces cuya unidad
será siempre problemática, es ante todo porque es el pensador que tematiza y cuestiona para la
filosofía occidental el problema de la comunicación indirecta, una forma de dirigirse al otro que
siempre está a la espera de que cada lector desencadene un sentido que sólo a él, singularmente,
le atañe.

El Kierkegaard estético

Kierkegaard se definió a sí mismo como un escritor religioso. En esta manera de presentarse


cada palabra tiene su peso y encierra su dificultad. Cuando oímos la palabra “religioso”
nuestras representaciones nos guían hacia cierta tradición habitual de las iglesias instituidas.
Pero ya dije que para Kierkegaard los hábitos de las religiones instituidas son un obstáculo que,
lejos de facilitar la experiencia de la confianza, la desvirtúan. Por esta razón, ponerse en
sintonía con la noción de experiencia religiosa que sostiene el autor danés nos va a exigir
deshacernos de lo que entendemos por religión usualmente. Este problema será analizado en
extenso en los próximos posteos. Por ahora nos conviene detenernos en el otro término de su
presentación: él dice ser un escritor religioso. Su carácter de escritor nos conduce hacia la
dimensión estética de su pensamiento. Kierkegaard fue uno de los más originales escritores del
idioma danés y parece ser que era consciente de su talento. Según dejó escrito varias veces en
su diario, siempre vivió en tensión entre esos dos llamados, dos vocaciones: la religiosa y la
estética. Si no hubiera experimentado con similar intensidad los dos llamados-el religioso y el
literario- si una de las dos fuerzas hubiera prevalecido sobre la otra, es posible que su obra no
creciera en esa tensión problemática.

Puestos a considerar la dimensión estética de su obra, hay varios Kierkegaard posibles,


encarnados por sus diversos pseudónimos, máscaras detrás de máscaras. Son
sorprendentemente diversos: humorísticos, románticos, cínicos, desesperados, entregados a
irónicos juegos del lenguaje. Pero ¿hay una clave secreta que los unifica? ¿Es preciso mantener
la pluralidad de sus diferencias? ¿Cómo leer entonces a Kierkegaard?

La filosofía académica no tiene grandes problemas al respecto: procede como siempre lo hace,
aplasta la particularidad del pensamiento kierkegaardiano contra el fondo del pensamiento
anterior. Un filósofo entre otros, un filósofo después de otros, sólo se trata de armar "el sistema
kierkegaardiano" en su diferencia específica. En la época del idealismo moderno, Kierkegaard
es aquel que -según esta versión-, contra Hegel, acentuó el valor del hombre individual contra
la filosofía hegeliana que en su época acaparaba la máxima atención. La de Hegel es una
filosofía sistemática donde predomina el punto de vista de la totalidad, el despliegue de la
Historia Universal.
Si hay una voluntad del saber académico de aplastar a Kierkagaard contra el fondo de la
filosofía anterior, no es necesariamente porque la academia tenga una saña especial contra el
danés. Así es como el saber académico procede con cualquier filósofo: según estas
simplificaciones, Descartes es un racionalista, Kant es un idealista crítico, Hegel un idealista
absoluto y así sucesivamente. Todo se resuelve con etiquetas, el pensamiento se reduce a una
serie de enunciados que se sintetizan en cada caso en una carilla o en unas cuantas; y para las
cuestiones de detalles vale sumergirse en el texto con el fin de descuartizarlo, para atravesarlo
de referencias previas, para minarlo de discusiones filológicas y rastrear la proveniencia de su
terminología, cuestión de que puedan hacerse monografías, tesis y tesinas donde el
descuartizamiento se repita una y otra vez. Lo preocupante es que, con este tipo de proceder,
Kierkegaard queda encerrado en el pasado de la filosofía. Cuando se le concede su diferencia
específica –ser “padre del existencialismo”- es porque él mismo ya es el pasado de otros:
Sartre, Jaspers, Marcel, a su vez, ellos mismos pasados. La filosofía sería así un capítulo de la
historia de la cultura.

Esta lectura simplificadora también es posible, en el específico caso kierkegaardiano, porque su


obra, la manera como el propio autor la dispuso -su “estrategia literaria” de la “comunicación
indirecta”- es un terreno minado, propicio a todos los equívocos. Y la edición castellana de sus
libros consuma una catástrofe: sus obras fueron muchas veces editadas de la manera más
descuidada posible, en la mayor parte de los casos se omitió el problema de la obra
pseudónima, y en algunos casos (O lo uno o lo otro, por ejemplo) se lo fragmentó de manera
amorfa, inventando libros y títulos donde no los había (Ética y estética en la formación de la
personalidad, Estética del matrimonio, por poner dos ejemplos). Sólo en 2008 se llegó a
publicar en castellano O lo uno o lo otro tal como el autor lo había concebido. Sólo en estos
últimos años se empezó a tomar con seriedad el problema de los pseudónimos a la hora de leer
cada libro. En los estudios kierkegaardianos aún hoy existen obstinad@s en el error que todavía
se molestan cuando se hace alusión a la cuestión de los pseudónimos.

Existe también una manera más seria de salvar a Kierkegaard de este maltrato: la escrupulosa
lectura de sus textos, el intento de reparar la unidad plural de sus voces, teniendo en cuenta la
declaración que él hizo de su estrategia literaria en Mi punto de vista y en el Postcriptum
acientífico definitivo a las Migajas filosóficas. En esos libros, él declara que no se debe atribuir
a su pensamiento ninguna idea que no haya firmado el propio Soren Kierkegaard y que todo lo
firmado con pseudónimos no le pertenece como autor porque -dice- sólo ha sido la mano que
escribió lo que le dictaron esas “voces”. Esta curiosa declaración, propia de un autor que tiene
la clara voluntad de desafiar al lector a arriesgar interpretaciones, combinada con el espíritu
lúdico propio de un singular artista literario, muestra hasta qué punto el propio Kierkegaard
quiso volverse un problema para sus lectores. Desde una lectura más seria, entonces, hace falta
reconducir cada párrafo, cada frase escrita en los diversos libros “estéticos” (los que firmó con
pseudónimos, con excepción quizá de los que firma el pseudónimo Anticlimacus), hacia la
posición subyacente, que es la que el autor asume cuando firma con su propio nombre:
los Discursos edificantes, Las obras del amor, su última intervención pública en El instante:
allí, podría suponerse, es donde habla Kierkegaard. Además, nunca se debe perder de vista una
remisión fundamental: el texto kierkegaardiano se escribe siempre en referencia a una voz que
lo precede, que lo rige, a una Autoridad a la que siempre apela: la palabra del Nuevo
Testamento.

Una actitud más cuidadosa ante la obra kierkegaardiana es ineludible: no se puede seguir
leyendo a Kierkegaard sin tomarse en serio esta tarea, hay que limpiar el camino de todas las
malezas que se han dejado crecer a lo largo de tantos años de lectura descuidada. Pero aún así
no es suficiente: hace falta advertir que esta opción no carece de otros problemas
interpretativos; uno de los más complejos es el de qué hacer con el Kierkegaard de los diarios.
Porque nuestro autor dejó anotados, a lo largo de varias décadas, sus pensamientos ocasionales,
sus ideas en germen, los borradores de los textos que después serían publicados como libros,
incluso las propias opiniones que un tiempo después le merecían los libros que escribió, su
manera de interpretarlos y hasta de distanciarse al cabo de los años. ¿Qué hacemos con este
Kierkegaard de los diarios? ¿Es este el verdadero Kierkegaard? No lo creo. Es ciertamente un
invitado molesto. ¿Lo debemos tener en cuenta? Sí. ¿A título de qué? ¿Como la clave secreta
de todas las dificultades de sus lecturas? ¿Es en los diarios donde están las respuestas? No.
¿Hay que reconducir todos sus libros, no sólo los estéticos, sino también los religiosos, hacia
los diarios, hacia la “trastienda” de sus pensamientos? No me parece. Tomar semejante decisión
implicaría someter incluso los textos que él indicó como los privilegiados (los que firmó con su
propio nombre) a una lectura regida por las opiniones de la persona Kierkegaard, quitándole
soberanía al acto de la lectura del texto posible. ¿Tenemos que postular la posibilidad de que
Kierkegaard se nos haga “presente” en sus diarios, para indicarnos cómo debemos entenderlo?
No lo pienso. ¿Hay una interpretación subyacente de su pensamiento que pudiera quedar
establecida de modo pacífico y definitivo si seguimos las indicaciones que él nos hace en sus
diarios o si tomamos al pie de la letra sólo los libros que firmó con nombre propio?
Definitivamente no adhiero a este cierre.

Existe todavía otra posibilidad, que me parece más fértil: la de dejar en suspenso la idea de un
Kierkegaard “a mano”, aquel que se completaría al ensamblar la totalidad de sus textos,
asignándole a cada parte el lugar y el significado que ese Kierkegaard “a mano” indica. Dejar
en suspenso la idea de un autor a mano para encontrarse con una multiplicidad de voces, dejar
en suspenso la posición religiosa como clave fundamental y excluyente, para oír por primera
vez a las voces estéticas en todas sus diferencias. Dejar hablar a cada uno de sus pseudónimos,
modular nuestro oído con sus diversas entonaciones (Stemning es una palabra clave a la que
volveré en los post siguientes, cuando tengamos que pensar las distintas tonalidades que puede
entonar una voz): Víctor Eremita, el juez Wihlhelm, Un Esposo, el Joven A, El Seductor,
Johannes Climacus, Johannes de Silentio, Constantin Constantius son los distintos “autores”
dispuestos por Kierekgaard para algunos de sus libros más conocidos. Incluso a veces estos
nombres cambiaron de estatus a lo largo de su obra, pasando de ser personajes de algunos libros
a autores de otros. Leer todos estos pseudónimos por primera vez, dejar ser la proliferación
estética de pseudónimos y personajes como voces singulares, incluso al que firma como
Kierkegaard, animarse a dejar en suspenso provisoriamente al escritor religioso, no precipitarse
en suponer que detrás de todos estos Kierkegaards hay finalmente uno que se halla más o
menos oculto. Es posible atreverse a aceptar la idea de que el pensamiento de Kierkegaard no
se puede reducir a una voz única, admitir que puede haber pensamientos entre la pluralidad de
sus voces, en el vacío que queda entre ellas, en sus hiatos y silencios, y dejar subsistir todavía
sus contradicciones y secretos como propios de la vacilación de un pensamiento que lucha
consigo mismo.

Crítica del saber sistemático

La filosofía occidental quiso ser un discurso transparente, totalizador, claro y distinto y muchas
veces se arrogó la capacidad de decirlo todo. La constitución histórica de la filosofía europea,
especialmente en la modernidad, la llevó a presentarse a sí misma como el saber de todos los
saberes, el saber que se sabe a sí mismo: un saber absoluto. El autor que llevó más lejos esta
pretensión de absoluto y que trató de realizar esta aspiración a un saber que se sabe a sí mismo
es el alemán G. W F. Hegel (1770-1831). Hasta Hegel muchos filósofos enunciaron la idea de
que la filosofía tenía que llegar a desarrollarse de forma sistemática, como un saber
lógicamente articulado y capaz de dar cuenta de la totalidad de las cosas que existen, incluso de
sí misma. Sólo con Hegel ese ideal sistemático y totalizador dejó de ser sólo un programa a
desarrollar para transformarse en una realidad efectiva. La desmesura racionalista de Hegel
consiste en no limitarse a enunciar ese programa sino además llevarlo a cabo. Para el autor
de Fenomenología del espíritu y Ciencia de la lógica, la filosofía es el Sistema del Saber
Absoluto, en el que la palabra “absoluto” cancela toda posibilidad de aceptar una filosofía
relativa. El Sistema del Saber Absoluto consiste en un pensamiento de un poder tal que es
capaz de desligarse de toda relatividad, no sólo para saberlo todo sino también para
saberlo totalmente, es decir, sin reconocer ningún límite. El Saber Absoluto se sabe a sí mismo
en el despliegue de toda su riqueza concreta, un saber totalizador en el que nada queda afuera.
El Sistema del Saber Absoluto no es para Hegel una representación sobre algo distinto de sí
mismo, sino que su absolutez (ab-solución, soltura de toda relación) consiste en negar la
separación entre el saber y lo sabido -negar la separación entre el sujeto y el objeto, para decirlo
en términos modernos. El Saber Absoluto suprime así toda exterioridad, porque es la realidad
efectiva misma la que, al saberse, llega a ser lo que es. La realidad se realiza sabiéndose: ser
deviene en saberse. Negación de la inmediatez y mediación son nombres para designar la
energía que realiza la realidad y la vuelve verdadera absolutamente. El Saber lo contiene todo
realmente y no de un modo representativo. No hay un otro que se resista. Todo lo real es
racional y todo lo racional es real.

Este es el concepto de filosofía que triunfa en la época de Kierkegaard y contra esto es que
Kierkegaard se rebela. Todo pensador encuentra a su adversario y lo trae a su terreno. Es lo que
hace Kierkegaard con Hegel. La segunda mitad del siglo xix recusa el predominio de este
absolutismo de la Idea: post-hegelianos o anti-hegelianos fueron, cada uno a su modo y de
modos muy distintos entre sí Arthur Schopenhauer (1788-1860), Ludwig Feuerbach (1804-
1872), Karl Marx (1818-1883) y más tarde Friedrich Nietzsche (1844-1900). Kierkegaard,
como ellos, trata de pensar después de Hegel, contra él, pensar la falla del desmesurado
proyecto del Sistema del Saber Absoluto.

El partido que Kierkegaard toma, el que lo coloca en un lugar de disidencia en la tradición


filosófica occidental, es la afirmación de la singularidad personal frente a la universalidad del
Sistema. Recuperemos la figura propuesta en el post anterior: la escucha de una voz. ¿Quién
habla en cada caso en el discurso filosófico? Esta es la pregunta que hasta Kierkegaard no fue
sostenida hasta el fondo: quién habla en la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant (1724-
1804), qué voz es esa; qué voz es la que habla en la Fenomenología del espíritu o en la Ciencia
de la lógica hegelianas. Cuando Hegel escribe en sus libros acerca de la Idea Absoluta y del
Saber Absoluto ¿es la propia voz del Espíritu Absoluto la que habla o es la voz de Hegel? ¿Es
el concepto que se piensa a sí mismo (tal como Hegel presenta su discurso) o es simplemente
un particular del siglo XIX que pretende hablar en nombre del Espíritu Absoluto? Si aceptamos
lo primero, adjudicamos al pensamiento una capacidad de auto-transparencia, ya que en el
Saber Absoluto no existiría distancia entre el pensamiento, las palabras, la realidad y la verdad;
eso es lo que significa la célebre fórmula hegeliana: Lo que es racional es real y lo que es real
es racional.

En la filosofía -entendida como Hegel la entiende: como Sistema del Saber Absoluto- el que
habla es el mismo concepto, con una transparencia que atraviesa el habla. Kierkegaard desecha
esa confianza en la capacidad del habla para hacer aparecer el pensamiento, la realidad y la
verdad, e instala esta sospecha como problema filosófico: siempre es una voz la que habla,
incluso en la filosofía que se pretende sistemática. "Una voz” señala una singularidad, con una
tonalidad que le es propia, no equivalente ni intercambiable con otras voces. Kierkegaard pone
en cuestión la engañosa naturalidad con que la filosofía se arrogó la capacidad de pensar de
modo neutro e impersonal. Invita a pensar: ¿qué género literario es este que se pretende
abarcarlo todo, incluso a sí mismo? Como género literario, la filosofía está sometida a ciertas
regulaciones discursivas, necesita una retórica persuasiva de elevación por sobre los intereses
particulares, como si quien hablara y escribiera filosóficamente no fuera una voz particular,
situada siempre en una posición relativa e interesada, como si esa apariencia desencarnada y
desinteresada no fuera una de las formas más engañosas de un discurso interesado. Frente a la
filosofía sistemática, Kierkegaard insinúa que toda filosofía es un género literario y lo es
precisamente en la medida en que, en su pretensión de transparencia, se desconoce a sí misma.
Así, queda destituida de su posición de saber de saberes.

¿Tiene razón Kierkegaard en sus objeciones contra Hegel? ¿O es que no conoce con precisión
el horizonte de problemas en el que se debate el filósofo alemán? Hay intérpretes que sostienen
que Kierkegaard discute no con Hegel sino con la versión vulgarizada que en Dinamarca se
había instalado de esa filosofía. Incluso algunos críticos de Kierkegaard sostienen que toda su
posición filosófica podría subsumirse en una de las categorías hegelianas, la de la conciencia
desgarrada. Quizás no sea ni tanto ni tan poco: que ni Kierkegaard alcance a desvelar el núcleo
candente que mueve a la filosofía hegeliana, ni su cuestionamiento a la voz filosófica pueda
reducirse a la ilustración de un mero momento del sistema. Quizás estas desavenencias
respondan a un temblor de la tradición filosófica occidental que los sacude a ambos a su
manera. Poner en continua fricción las filosofías de Hegel y Kierkegaard (o de Hegel y Marx; o
de Hegel y Nietzsche; o de Hegel y Heidegger) puede que sea una tarea pendiente para hacer
aparecer un problema no declarado que obra agazapado en la intimidad de estas desavenencias.
Hacerlo no para terminar de interpretar con corrección a cada uno de ellos (como si tal cosa
fuera posible de modo inequívoco), sino para encontrar en qué punto se halla nuestra época
ante las cuestiones que estos filósofos señalaron con sus propias palabras. Puede que ninguno
(Hegel, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Heidegger) tenga razón, ni tampoco que todos estén
equivocados, sino que no sea apropiado acercarse a la filosofía con la intención de dirimir estas
disputas tomando partido por uno cualquiera de ellos, sin reconocer que sus voces responden a
tensiones a las que todavía no alcanzamos a visualizar. La filosofía podría no ser la busca de
una tesis correcta, sino una manifestación oscilante en la que todo fundamento se nos escurre
continuamente.

Lo atractivo y desafiante de la escritura kierkegaardiana es que su destitución del discurso


filosófico no es desarrollada a través de una teoría de su opacidad. En lugar de eso, se despliega
a través de sus textos, firmados por diversos autores pseudónimos caracterizados precisamente
por la imposibilidad de que alguno de ellos pueda decirlo todo. En todo libro de Kierkegaard o
de sus pseudónimos hay un punto en que el autor se topa con esa imposibilidad, no contingente,
no atribuible a una falla accidental que fuera subsanable si tal autor se empeñara en devenir
más racional. La opacidad que caracteriza a todo discurso, incluso y especialmente al que se
pretende sistemático, es necesaria, es decir: incesante. Radica en que no puede decirse nada si
no desde una voz personal, voz encarnada, la voz de una persona singular (Enkelte) y distinta a
otros.
La palabra danesa Enkelte alude a un singular, el que se diferencia o se separa de otros. Se usa
para referirse a cada uno, al que está solo, al soltero (equivalente a single en inglés) y difiere
etimológicamente de "individuo", como usualmente ha sido traducido al castellano. La palabra
"individuo" significa in-divisible, es decir, un átomo. Subjetividad unitaria y autosubsistente,
base de todas las posturas sociológicas atomistas, política y económicamente liberales, que han
encontrado un nuevo auge en la época del neoliberalismo y las psicologías consoladoras de la
auto-estima (Yo Puedo, Yo Quiero...). El singular kierkegaardiano no propicia esa acepción.
Traducir Enkelte por individuo es una decisión que desvía a Kierkegaard hacia las doctrinas de
la auto-afirmación, ajenas a su pensamiento. El Enkelte, solo en su soledad, se halla escindido,
desesperado por no querer ser sí mismo y, al mismo tiempo, desesperado por querer serlo. No
reposa en sí, no es consistente ni puede salir de esa desesperación sin el encuentro con un otro
no semejante (escuchar una voz...). Se trata de nombrar lo que cada uno tiene de propio e
intransferible. Más praxis que atañe a cada uno que condición natural, no puede reducirse a un
concepto ni a una norma general. No es singular por naturaleza, sino que deviene singular
cuando emprende la tarea de llegar a serlo, lo que deriva de una decisión personal,
distanciándose de la civilización de masas a la que el individualismo post-moderno es incapaz
de sustraerse. Según Kierkegaard en cada caso siempre habla un ser único, por más que se
adjudique una dimensión universal. Lamentablemente la lectura que durante muchos años se
hizo de sus obras desconoció esta clave, motivo por el cual se tomó con literalidad lo que un
pseudónimo decía en alguno de sus libros y se lo trató de hacer compatible con lo que otro
pseudónimo dijo en otro libro, para armar un remedo de “sistema” kierkegaardiano, exaltador
de la individualidad, que es justo lo que él cuestionó.

Al dispositivo de escritura que Kierkegaard puso en marcha, como dije en el post anterior, lo
denominó su “estrategia literaria de la comunicación indirecta”. Con él anticipa la
problematización del discurso en general y del filosófico en particular e instala un problema
que hallará eco en el pensamiento más innovador del siglo XX. Resulta clave para la
comprensión de su obra tener en cuenta la singularidad propia de cada pseudónimo. Muchos de
los libros más famosos de Kierkegaard están firmados por pseudónimos: Temor y temblor por
Johannes de Silentio; El concepto de angustia, por Vigilius Haufniensis. Migajas
Filosóficas y Postscriptum no científico a las Migajas Filosóficas por Johannes Climacus y así
sucesivamente. ¿Por qué los seudónimos? No es que Kierkegaard se haya querido ocultar detrás
de un nombre de fantasía por un simple juego estético sino que dispuso que el autor de esos
libros no fuera directamente el propio Kierkegaard ni fuera lícito interpretarlos de esa manera.
Así sometió a una fuerte tensión la naturalidad con la que la tradición nos vincula con la idea de
autor, no solo de él mismo como autor, sino de cualquier autor. Y en especial de los autores que
se ocultan detrás de voces supuestamente desencarnadas.

También pone en suspenso la noción de que un autor es el fundamento de un texto. Él crea a un


autor que piensa un determinado concepto y lo crea justamente para que piense ese concepto.
El autor no precede al concepto y tampoco es una mera figuración sensible del concepto. En
realidad, esta operación desata un círculo interpretativo en el que queda girando la recíproca
dependencia entre autor y concepto. Esto hace temblar el suelo de todo hablar filosófico e
impide en particular que el propio Kierkegaard sea leído de un modo que su escritura rechaza.
Lo que se dice en cualquiera de sus libros no puede ser atribuido ingenuamente a Kierkegaard
(así como tampoco lo que dicen los textos de Hegel puede atribuirse a Hegel).

La sutileza de esta operación es pasada por alto con frecuencia. Esto permitió que fuera leído
durante el siglo xx por sucesivas oleadas de filósofos de diversas escuelas que construyeron un
Kierkegaard a la medida de sus intereses: Theodor Adorno, Georg Lukács, Jean Paul Sartre ,
Karl Jaspers, Gabriel Marcel, Emmanuel Levinas: algunos de ellos se consideraron sus
discípulos, otros sus encarnizados oponentes. Muchas veces estos autores conocían solo una
parte de su obra pseudónima y le atribuyeron a Kierkegaard lo que esos pseudónimos decían.
Esta confusión pasa por alto que Kierkegaard ni siquiera es neutral o equidistante respecto de
cada uno de sus pseudónimos: a veces es más irónico, en otros casos es difícil deslindar la
distancia que lo separa del pseudónimo o el grado de ironía que está aplicando. Para agravar el
problema, se desconoce completamente la pregunta de cómo puede tomarse cada texto que
Kierkegaard firma por sí mismo. Las estrategia de la comunicación indirecta genera una onda
expansiva que excede incluso sus propósitos particulares: ¿quién habla cuando hablo?

Este interrogante señala a la vez qué le resulta posible decir a una determinada voz y qué
entonación (Stemning) se requiere para decirlo. Nunca un discurso puede decirlo todo. Todo
discurso está sometido a un régimen particular: quién habla, a quién se dirige la palabra, qué
género discursivo se ejerce, qué tono hay que emplear de acuerdo con el asunto del que se
habla. Con entonaciones diversas se pueden decir distintas cosas y hay cosas que no pueden
decirse sino en un determinado tono (a esto alude el título Temor y temblor). La palabra
danesa Stemning, que los traductores virtieron como "atmósfera", "preludio", "ambiente",
"temple", "temperamento" o "talante", contiene la raíz "Stemme", que significa voz.
El Stemning tiene una acepción musical que se refiere a la tonalidad, el temple (en el sentido en
que decimos "templar las cuerdas de una guitarra" o "el clave bien temperado"). Equivale al
alemán Stimmung -en alemán, "voz" se dice Stimme- que después usaron Nietzsche y
Heidegger y se tradujo como "estado de ánimo", "temple" o "disposición afectiva". Vale la
pena conocer la familiaridad de todos estos términos traducidos de diversas maneras, porque
indica una afinidad de pensamiento. Cuando uno habla, lo hace indefectiblemente en un
determinado tono, incluso el que imposta un tono neutro en un habla impersonal o teórica. Por
ejemplo, si una sinfonía está compuesta en do mayor y un instrumento toca en sol menor, va a
sonar desafinado, fuera de la tonalidad apropiada. Captar esa resonancia musical del tono o la
afinación puede ser crucial para comprender lo que Kierkegaard dice.Si uno no acierta en la
tonalidad, puede desbaratar el sentido de lo que dice.

Un ejemplo de entonación: El Concepto de la Angustia

Veamos cómo obra este problema de la entonación en uno de sus libros pseudónimos: El
Concepto de Angustia, firmado por Vigilius Haufniensis. El asunto central de este libro,
curiosamente, no es la angustia sino el pecado. Del pecado, dice Vigilius Haufniensis, no se
puede hablar de cualquier manera. Hay tonos para hablar del pecado en los cuales, si se
desafina, uno se vuelve cómico . Esto pasa con muchos sacerdotes cuando en misa hablan del
pecado: son cómicos. Hablan también para otras personas que participan de esa comicidad, a
quienes Kierkegaard, en sus feroces críticas a la cristiandad, llama “cristianos domingueros”,
los que van a la iglesia a cumplir con un rito social ridículo. También la filosofía especulativa
se vuelve cómica cuando habla del pecado, ya que el pecado no es un concepto teórico, dado
que radica en una decisión personal y no en una generalidad. El tema del pecado, dice
Haufniensis, es íntimamente serio. Y la tonalidad con la que debe hablarse de él es la seriedad.
Quien no afina una voz seria cuando habla del pecado es imposible que hable de eso; en
cambio, es probable que hable de su propia falta de seriedad, de su ridiculez o de su fariseísmo.
El riesgo de cualquiera que empiece a hablar de un determinado asunto es decir algo que podría
ser muy interesante pero, al no acertar con la tonalidad que la cuestión demanda, terminará por
volverlo cómico o hipócrita.
¿Qué disciplina es la adecuada para hablar del pecado? Vigilius Haufniensis declara que del
pecado no puede hablar ni la Metafísica, ni la Estética, ni la Ética ni la Lógica. Hay una sola
forma discursiva en la que se puede hablar con propiedad de ello: es la predicación. Cuando en
un contexto como el nuestro, tan alejado de la “tonalidad” religiosa, hablamos de predicación,
podemos llegar al sobresalto, porque esta palabra nos suena a las liturgias de la cristiandad.
Hace falta recordar entonces que Kierkegaard cuestiona siempre la representación teatral de la
cristiandad, a la que considera un reemplazo fraudulento de la fe auténtica. Al contrario,
Haufniensis dice que el arte de la predicación se acerca al antiguo diálogo socrático. ¿Cómo se
puede asimilar predicación y diálogo, si todas las apariencias indican que en el diálogo hablan
dos y en la predicación monologa uno? Haufniensis dice que lo decisivo en ambos casos no es
si uno toma la palabra y el otro escucha o si hablan ambos. Cuando se habla teóricamente, se
habla de un objeto exterior y se entona una frialdad científica, porque el teórico no se encuentra
involucrado con aquello de lo que habla, sino que especula sobre eso. En la predicación o en el
diálogo, una palabra es dicha personalmente por alguien y dirigida a la interioridad del otro. No
se puede hablar del pecado, dice Vigilius, de modo impersonal, porque siempre es el pecado de
alguien, de un singular. Siempre es mi pecado y no el pecado concebido de modo general. Lo
decisivo, si hablamos de pecar, es si vos pecás, si yo peco. No importa, en cambio, cómo puede
definirse de una forma que valga indistintamente para cualquiera el carácter pecaminoso de la
condición humana. Si hablo de mí, del pecado como una posibilidad estrictamente mía, mis
palabras adquieren un tono serio -o ridículo, si no me concierne-. Se trata de mi vida, de lo que
me atañe a mí y a nadie más (remito a lo que dije en el post anterior acerca de Abraham y de la
voz que se dirige sólo a él). Si hablo teóricamente de la condición pecadora de la humanidad
tomada como un conjunto, me vuelvo cómico. De la primera manera, predico o dialogo; de la
segunda, teorizo. Cada una de estas dos formas de hablar tiene una afinación propia.

El nombre “Vigilius Haufniensis” que firma El concepto de angustia tiene un significado


(como sucede con todos los pseudónimos) que se podría traducir como “el vigía de
Copenhague”. Vigilius también es una persona que está en estado de vigilia, que no duerme, se
queda despierto, vigila. Quizás sea un insomne. Este vigía -no el propio Kierkegaard, sino una
de sus posiciones discursivas- dice ser un psicólogo. El concepto de angustia dice ser un libro
de psicología. Este ensayo psicológico se dirige hacia el tema del pecado original pero con una
peculiar advertencia: no se puede hablar en psicología del pecado original. ¿Entonces? El libro
anuncia desde su propia presentación su disloque: a pesar de que todo se dirige hacia el
problema del pecado, en el libro no se puede hablar de él. El pecado se presenta en El concepto
de angustia como eso de lo que psicológicamente no se puede decir nada. El pecado es
irrepresentable. En cambio, de lo que sí se puede hablar y de lo que el libro efectivamente habla
es de la angustia. ¿Cómo se justifica este desplazamiento de un texto titulado irónicamente El
concepto de la angustia, que dice girar en torno del problema del pecado original, pero que a la
vez reconoce de antemano que no podrá hablar propiamente de él? La angustia, sostiene el
psicólogo vigía, es un fenómeno concomitante con el pecado, es una tonalidad,
un Stemning que acompaña, rodea, precede, sucede al pecado. De la angustia sí se puede hablar
psicológicamente. Esta oscilación temática de un autor que pendula entre un tema propio y otro
impropio -algo de lo que se puede hablar y algo que se le escapa- es un típico ejemplo de esa
ironía kierkegaardiana que caracteriza a la comunicación indirecta: un modo de señalar en
dirección a los asuntos cruciales de manera oblicua.
Angustia y posibilidad

Voy a citar ahora algunos párrafos del libro que resultan especialmente reveladores. En el
capítulo 5, capítulo final, dice:

“En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a
correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que
siga su camino sin preocuparnos si llegó o no a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo
que sí quisiera dejar bien en claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que
correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de
una manera u otra su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado o por haberse hundido
del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse en la debida
forma, ha alcanzado el saber supremo.

“El hombre no podría angustiarse si fuera una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso
puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la
profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo -como lo suele entender
la mayoría de la gente- en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera
del hombre, sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en ese
sentido ha de entenderse sobre lo que se dice acerca de Cristo: “que se angustió hasta la
muerte”; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: “Lo que haz
de hacer, hazlo pronto.” Ni siquiera las terribles palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas...,
ni siquiera esas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente
citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en
que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación con un estado
todavía inexistente”.

La angustia concebida por Vigilius Haufniensis no se refiere simplemente a una situación ni a


un estado emocional motivado por algún hecho exterior. El singular no se angustia ante un
determinado peligro, ante un suceso o una persona, cuando le ocurre un accidente o un
imprevisto. No se angustia por una cosa. La angustia no tiene objeto. Uno se angustia cuando
experimenta una posibilidad: la posibilidad que caracteriza el modo de ser humano. No viene
de algo que esté afuera, sino que radica en la propia intimidad. Una persona se angustia cuando
se experimenta a sí misma como lo que es: una posibilidad.

El concepto de posibilidad fue tratado en la tradición filosófica occidental como una categoría
de segundo orden en la jerarquía proposicional. Generalmente se habla de la posibilidad como
de una categoría meramente lógica. Digamos: si yo dejo caer este papel desde cierta altura, es
posible que caiga hacia abajo, pero también sería posible que fuera hacia arriba. Con lo cual se
quiere significar que el hecho de que el papel fuera hacia arriba no sería absurdo ni
contradictorio, aunque por nuestra experiencia nos parezca improbable. Este es el ejemplo
típico de la posibilidad en su dimensión lógica. Lo posible ha sido tradicionalmente lo que no
es contradictorio, opuesto a lo lógicamente imposible: no es imposible que el papel vaya hacia
arriba en lugar de ir hacia abajo. Se trata así de un grado de enunciación más bajo que la
realidad: algo meramente posible es por eso mismo no realmente efectivo. Lo posible se
recluye en el terreno de la imaginación y no del conocimiento. En la realidad empírica
cotidiana no hemos visto que los cuerpos físicos vayan hacia arriba, a pesar de ello que no es
lógicamente imposible.
En la filosofía tradicional -que remite al menos a Aristóteles-, la posibilidad es concebida como
algo ontológicamente más débil que la realidad. Contra esa tradición, Kierkegaard dice que el
modo de ser humano es la posibilidad. Pese a que predomina una tendencia a pensar al ser
humano como una cosa de límites ontológicos y conceptuales prefijados, como un objeto entre
los otros objetos del mundo, la persona humana en la concepción de Kierkegaard es un ser
posible. Cada singular nunca se limita a ser sólo lo que efectivamente está a la vista, es más que
eso, porque es también lo que puede ser. El humano es una conjunción de lo finito (lo que tiene
límites determinados) y de lo infinito (lo que no tiene límites). Una síntesis, dice Haufniensis
en una jerga engañosamente hegeliana. Pero en Kierkegaard hay que entender la síntesis como
una juntura, un cruce en el que se intersectan dos características opuestas e inconciliables. ¿Qué
se junta en el humano? Lo infinito y lo finito. Cuando una persona advierte que es un ser
posible, se descubre no simplemente como lo que “ya” es, eso que ve en el espejo o el perfil
que los demás le devuelven, no una cosa dentro del ámbito de las cosas. Cuando nos
experimentamos como cosa (como res, como algo meramente real) ocupamos un lugar, nos
definimos (nos delimitamos) por una profesión, por una identidad, un nombre y un apellido,
una nacionalidad, un género, una generación: el hombre joven, el argentino, de género
masculino, el profesor, el hijo de..., el marido de... etc. Este modo de percibirnos nos lleva
hacia la cosificación y el conjunto de estas determinaciones que nos fijan en una identidad en el
fondo no es más que algo ajeno, porque no es eso lo que la persona más propiamente es. Ni
siquiera es la suma de esas determinaciones, es algo más, que aún no está determinado y le da
al singular un carácter abierto, práctico: libre.

Cuando un hombre liga su propio ser a una mirada que le es ajena (el definirse a sí mismo por
su nacionalidad, su profesión, sus vínculos familiares, el perfil que los otros le devuelven),
cuando desea limitarse a eso y no percibir que además puede ser otro, entonces uno no quiere
ser él mismo, no quiere ser el que es. El ser humano se apropia de sí cuando se percibe como
posibilidad, alguien cuyo ser no se acaba en su realidad efectiva. Este poder ser no es una
posibilidad puramente lógica, algo imaginario, sino que toca lo que él es más auténticamente.
La posibilidad está abierta hacia el futuro. Más que una cosa en el espacio soy una posibilidad
arrojada en el tiempo, hacia el futuro -un proyecto, dirá Heidegger, siguiendo la línea abierta
por Vigilius Haufniensis. Captarnos en esta indeterminación pone de manifiesto nuestra
precariedad: esta es la experiencia de la angustia. No nos angustiamos ante una amenaza
exterior, sino por lo que somos. La angustia es la experiencia en la cual un hombre se capta a sí
mismo como ser posible.

Es interesante señalar que, a pesar de la originalidad de Kierkegaard en el planteo del ser


humano como posible, no puede decirse que esta problemática haya salido de la nada. No se ha
prestado suficiente atención a la forma en que la angustia aparece en uno de los padres de la
filosofía moderna, René Descartes (1596-1650). A Descartes se lo califica como el paradigma
del racionalismo y, no obstante eso, hay en él un preanuncio de la temática kierkegaardiana de
la angustia. Esto nos lleva una vez más a relativizar las etiquetas con las que se clasifica a los
pensadores. El libro de Descartes Meditaciones Metafísicas suele tomarse como el texto
fundante de la filosofía moderna. Descartes propone experimentar de una manera radical y
extrema la duda para llegar a asentarse finalmente en alguna certeza: ser cierto. ¿Qué es lo que
yo puedo saber por mí mismo y no porque me ha sido dado por otro? ¿Qué es lo que realmente
sé? Para detectar si sé algo por mí mismo tengo que someter a todas las cosas que hasta hoy
creía saber, dice Descartes, a la duda: si algo sobrevive a la posibilidad de duda, entonces eso lo
sé de verdad. Si algo me parece aunque sea mínimamente dudoso, entonces voy a hacer de
cuenta de que no lo sé de verdad, lo voy a dejar de lado. Manifiesto, en este ejercicio subjetivo,
la voluntad de negar lo incierto como si fuera falso.

Empiezo dudando de los que mi ojos ven, de lo que mis sentidos me trasmiten, porque me doy
cuenta de que mis sentidos a veces se contradicen y las cosas pueden ser de un modo diferente
a como ahora las veo; más tarde puedo verlas de un modo distinto, por lo que resulta prudente
desconfiar de los sentidos. El célebre argumento del sueño dice que esto que estoy percibiendo
ahora puede que no sea realmente efectivo, ya que es posible que yo esté durmiendo: puede que
esté soñando que estoy leyendo este texto: me ha pasado a veces el creer que estaba en una
determinada situación, cuando en realidad sólo se trataba de un sueño. Por lo tanto, quiero
dudar de este dato por su incerteza. Y así puedo seguir dudando. Llega el momento en que la
duda se extiende a todo. Descartes descubre que se puede dudar de cada una de las cosas que
hasta ahora creí como más ciertas; por ejemplo: de que 2 más 3 es igual a 5, cosas que nunca
me atreví a concebir como si fueran erróneas. En la época de Descartes una certeza semejante
sólo la podían otorgar las matemáticas. Dudar de la matemáticas, para un filósofo del siglo
XVII es terrible. Así el filósofo que busca la certeza indubitable llega a la inquietante situación
en que es posible dudar de todo. Si buscaba estar cierto de algo, el resultado de esta voluntad de
certeza es que dudo de todo. Yo puedo poner voluntariamente todo en el campo de la duda, es
decir: de lo falso.

En ese preciso tránsito, al comienzo de su “Meditación Segunda”, Descartes escribe esto:

“La meditación que llevé a cabo ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas que desde ahora
ya no estará en mi poder el olvidarlo. Y sin embargo no veo de qué manera podría resolverlas,
pues como si de improviso hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que
no puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme a flote en la superficie”.

Las dudas me llevaron a no poder hacer pie en el fondo ni salir a flote, en un estado suspendido
en la posibilidad. Es decir: nada cierto a lo que pueda aferrarme. Muchas veces, en las
facultades de Filosofía, este pasaje se pasa rápido, porque se lo considera una especie de
decoración literaria superflua. Se pasa a la parte argumentalmente fuerte, que se considera que
es el momento en que Descartes define su posición racionalista. Se olvida que, justo en el
momento previo a hacerse la pegunta “Pero yo mismo, ¿qué soy?”, lo que está en las puertas
de esa pregunta es su angustia, la percepción de su falta de fundamento, ese no poder hacer pie
ni salir a la superficie, el temor de no poder olvidarse de su propia incerteza, un límite para su
voluntad cognitiva que lo afecta en su ser más íntimo. La angustia de Descartes no es un adorno
literario sino la travesía necesaria que anticipa y posibilita la pregunta: "Pero yo, ¿no soy acaso
algo? ¿qué es lo que soy?". La pregunta nace de mi vacilación, no de mi intelecto, ni de mi
voluntad, sino propiamente de mi ser. Lo que me angustia no es que me descubro como
ignorante de algo, sino que descubro que todo mi ser está expuesto a ese temblor: soy el que
tiembla. "Me angustio, ergo soy" podría haber sido el comienzo de una filosofía moderna que
no fue. Porque Descartes va a aplacar su temblor tranquilizándose rápidamente: "soy una cosa
que piensa". Quizás por esto es que Kierkegaard unos siglos después va a decir que la angustia
es una aventura que todos los hombres tienen que correr: todos han de aprender a angustiarse.
Experiencia de la finitud del hombre y sed de infinito

Hay en la literatura argentina una novela escrita por Abelardo Castillo titulada El que tiene sed.
Está protagonizada por Esteban Espósito, un alcohólico. “El que tiene sed” es una posible
traducción para la palabra de origen griego “dipsómano”. Es una figura eficaz para comprender
una de las nociones centrales del pensamiento de Kierkegaard: la desesperación. El que tiene
sed no la puede saciar con nada, la sed lo lleva a tomar y el tomar le da más sed y entonces
toma más. Esto desencadena una deriva infinita que, como tal, está destina al fracaso, porque el
dipsómano nunca va a saciar su sed. Un ejemplo similar se halla en el cuento de Liliana Heker
“Cuando todo brille”. Presenta a una mujer obsesionada por la limpieza, presa de una
compulsión que la lleva a no poder parar nunca ante la insoportable idea de que el menor rastro
de polvo pueda ensuciarlo todo. Después de limpiar su departamento frenéticamente, Margarita
quiere detenerse a descansar pero algo la inquieta:

“Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de
satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias,
advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió;
lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez
con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en
el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser
ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un
poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a la superficie. Decidió lavar la pala. Le
puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta”.

Es fácil imaginar que Margarita nunca logrará el reposo porque, a medida que limpia, va
desplazando y extendiendo más y más la suciedad que quiere eliminar: “Fregó la pileta con el
trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de
nunca acabar”. Si limpia la pileta, se le ensucia el trapo; y si limpia el trapo, se le ensucia otra
cosa. Esto nos vuelve a empujar hacia una deriva infinita, un cuento de nunca acabar. El título
“Cuando todo brille” parece estar señalando una imposibilidad. No va a llegar el día en que
todo brille y esta obsesión por la limpieza va a llevarla a propagar la suciedad incesantemente.

El hombre que al beber tiene más sed y la mujer que quiere que todo brille pero ensucia su casa
cada vez más son figuras muy aptas para ejemplificar la desesperación. Se trata de una
situación de la existencia en la que el ser humano está tironeado entre lo finito y lo infinito.
Somos finitos, es decir: limitados; pero tenemos sed de infinito. Sentimos esa sed al mismo
tiempo que la imposibilidad de saciarla. Al advertirlo, pensamos: “todo está perdido”.
Kierkegaard define la desesperación con estas tres palabras pero también señala la posibilidad
de una salida. Se trata de una de las ideas más difíciles y peor entendidas del pensamiento
kierkegaardiano. A esta posibilidad que permite salir de la desesperación se la conoció en las
traducciones al castellano como la repetición. La palabra danesa que usa Kierkegaard
es Gjentagelsen. Otra traducción posible y quizás más precisa sería "recuperación".

Para interpretar este concepto conviene adoptar la cautela que requiere la estrategia
kierkegaardiana de la comunicación indirecta. Si alguien intentara indicar directamente cómo
apagar esta sed insaciable, todo lo que podría decir sería un engaño más, como si a Margarita
intentáramos venderle un detergente que dejara todo definitivamente blanco. En cambio, lo que
Kierkegaard se propone es hacernos topar con la experiencia de que ningún detergente puede
limpiarlo todo, porque efectivamente todo está perdido. Y después suspendernos en la pregunta
de cómo sostener la existencia cotidiana frente a esa pérdida ineludible.

Gjentagelsen es el título del libro en el que Kierkegaard aborda este problema, conocido en los
países de habla castellana como La repetición. El libro está firmado y narrado por el
pseudónimo Constantin Constantius. Hoy en día es de público conocimiento pero, cuando se
editó en 1843 en Copenhague, para los vecinos de Kierkegaard ese libro no estaba escrito por
él. El mismo día en que editó Gjentagelsen, Kierkegaard también editó Temor y temblor bajo el
seudónimo de Johannes de Silentio. De un modo indirecto, Temor y temblortambién trata de
esta experiencia de advertir que “todo está perdido”, así como de una posible salida a esa
desesperación.

Es interesante tener en cuenta que Gjentagelsen tiene como subtítulo: Un ensayo de psicología
experimental. Pero el libro no tiene nada que ver con lo que entendemos por psicología
experimental. Lo que Constantín cuenta es el vínculo de confidente que establece con un joven
enamorado de una chica. La pareja está en el pináculo del amor, un amor correspondido. Pero
precisamente en ese momento feliz se despierta en el muchacho una rara melancolía porque
siente que, teniéndola, ya la perdió. Empieza a proyectar con su imaginación las posibilidades
futuras y teme que cada acercamiento hacia ella sea una pérdida. Esa proyección funciona
entonces como una profecía autorrealizada. Empieza a perderla. Padece la finitud de su
felicidad amorosa, la angustia ante la posibilidad de perder lo que tiene. Lo curioso es que el
joven vive este amor presente como si fuera un recuerdo, es decir, como si ya hubiera
terminado y él estuviera colocado en una posición en la cual el amor ya se ha perdido. En el
mismo momento en que está con ella experimenta su relación como un recuerdo. Dice
Constantín Constantius:

“Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no podía caber la
menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba
predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el
fondo, había agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia.
En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás toda
la vida”.

Constantín no objeta que el joven atraviese esta experiencia, porque la considera típica de esa
disposición (Stemmning) erótica. Pero se sorprende de que el muchacho no pueda contrarrestar
esa melancolía con una disposición equivalente de signo contrario:

“Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado
desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es necesario que tenga
también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte propia y convertirla en una vida
auténtica. En la aurora de la pasión amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin
de alcanzar una expresión eternizadora”.

Constantín señala la tensión entre finitud e infinitud que antes mencioné. El narrador
pseudónimo considera la situación desde una posición subjetiva distante, como si observara el
drama desde afuera, sea porque, ya maduro, logró aplacar el ardor juvenil, o por su
imposibilidad particular de involucrarse pasionalmente. A Constantius le gusta el teatro y por
eso es estéticamente un espectador. Encuentra su disfrute cuando el muchacho le cuenta sus
pasiones.

Constantín vincula la pasión que está atravesando el joven con una experiencia que él mismo
vivió un tiempo atrás. Había viajado a Berlín y asistió a una representación teatral que lo
fascinó. Esa temporada fue para él inolvidable. Recuerda el hotel, la habitación donde estuvo,
la ventana por la que se asomaba, el palco desde el que presenció la obra, los nombres de cada
integrante del elenco. Goza en el recuerdo. Tiempo después se propone repetir esa experiencia
feliz. Vuelve a la misma habitación del mismo hotel, al mismo teatro, para ver la misma obra,
desde el mismo palco, con el mismo elenco... ¡y no vuelve a sentir el placer que experimentó la
primera vez! Esto representa una pérdida enorme. También él se plantea el problema de cómo
recuperar lo que continuamente va perdiéndose. La experiencia de la finitud humana no impide
una sed de infinito. Pero su Stemmning distante le permite contrapesar la pérdida y no caer en
la melancolía del muchacho.

La recuperación

Lo que el libro plantea es: ¿cómo es posible recuperar esta cima de felicidad? ¿cómo transitar
esta experiencia sin que se vea amenazada continuamente por el hastío, la ruina, la certeza de
que lo que se tiene está perdiéndose? ¿O es que no hay salida y todo está perdido?

Volvamos a considerar el término danés con el que Kierkegaard se refiere a la posibilidad de


sostenerse frente a esta pérdida incesante. Como ya dije, Gjentagelsen se tradujo al castellano
como “repetición”. La traducción no es incorrecta pero, si no se capta con precisión el matiz
que designa, puede dar lugar a malos entendidos. La etimología de Gjentagelsen dice
literalmente: re-toma. Se vincula con un término latino del lenguaje jurídico, reintegratio, la
reintegración. Es decir, el re-cobrar, la recuperación, el acto por el cual se me restituye un bien
que se me quitó.

El idioma danés también cuenta con la palabra de origen latino Repetition. Si Kierkegaard
usó Gjentagelsen y no Repetition es porque no quería aludir al concepto usual de repetición, el
hábito al que se vuelve mecánicamente cada día o, lo que es mucho peor, una rutina que se
desgasta cada vez más. En cambio, Gjentagelsen alude a una recuperación, recobrar el amor de
modo que cada vez sea no "como" la primera, sino verdaderamente laprimera. Esto es lo
contrario de la repetición circular del matrimonio, en la que el hombre empieza a ver a la que
años atrás fue su joven amada como parte de una institución establecida y se aburre de ella, de
la pareja que forman y de sí mismo. El asunto es cómo recuperar lo que inevitablemente se
pierde, si es que este propósito no es en sí una paradoja.

El consejo que le da Constantín al joven es que, dado que la relación amorosa le provoca un
dolor intolerable, él fuerce la situación para lograr la ruptura del noviazgo, que se muestre
como un tipo despreciable e infiel para que la chica crea que fue ella la que tomó la decisión de
separarse. Hay quienes encuentran en este relato una referencia a lo que el propio Kierkegaard
estaba viviendo por esos días en su noviazgo con Regina Olsen. Es posible, pero esta referencia
biográfica no logra echar luz sobre la idea de recuperación que Kierkegaard está persiguiendo.
Lo que sí puede saberse por los testimonios que Kierkegaard dejó escritos en sus diarios es que
él vaciló mucho acerca de cómo terminar el relato e incluso decidió cambiar el final que tenía
previsto.

El joven no acepta la sugerencia de Constantín de una ruptura inducida y corta abruptamente el


contacto con el confidente. Constantín se queda intrigado. Pasado un tiempo, el muchacho
vuelve a enviarle correspondencia. Le cuenta que abandonó a la chica sin revelarle el motivo.
El confidente no parece comprender del todo la conducta del joven, pero, dado que él es quien
nos relata la historia, esto le permite a Kierkegaard dejar el sentido de todo este embrollo en un
cono de sombras, en una típica operación de comunicación indirecta. El lector no tiene más
remedio que tratar de comprender al joven desde el punto de vista de alguien que en el fondo
no lo entiende:“Quizá no haya comprendido bien al muchacho, quizá él me haya ocultado algo
esencial, quizá ame todavía ver a la joven que abandonó sin decir una palabra, ni la menor
explicación”.

El muchacho reaparece a través de una carta que le manda a su confidente, con un entusiasmo
inusitado por el Libro de Job, el relato del Antiguo Testamento: Job es un hombre bueno y justo
a quien Yaveh permite que Satán ponga a prueba. Es curioso este pasaje del Antiguo
Testamento en el que Yaveh y Satán comparten este trato, poniéndose de acuerdo en probar a
Job. No hay rastros acá de una teología binaria, a la manera de los maniqueos, con el Bien y el
Mal luchando como dos entidades opuestas, pero tampoco puede reconocerse algo parecido a
una ontología platónico-agustiniana que pendula entre el Bien y el No-Bien, la que finalmente
terminó prevaleciendo en la doctrina de la cristiandad. En este antiguo relato, Satán es
sencillamente el acusador, sin las connotaciones éticas y ontológicas que en los siglos
siguientes va a adquirir. El acusador sostiene que Job es un hombre tan íntegro sólo porque
Yaveh lo benefició habiéndole regalado una familia numerosa y una vida próspera; es decir,
Job es bueno porque es feliz, pero bastaría con que perdiera sus dones y su bienestar para que el
buen hombre se muestre impío y mezquino. Yaveh acuerda con Satán que le quite a Job sus
posesiones, sus riquezas, su familia e incluso su salud, para ponerlo así a prueba. Lo único que
a Satán no le está permitido es quitarle la vida. Job atraviesa entonces una serie de catástrofes
personales: pierde a sus hijos, su hacienda, su bienestar. Pero lejos de maldecir a Yaveh por
esto, dice la frase: Yaveh dio, Yaveh quitó. Bendito el nombre de Yaveh”. Hasta su propia
mujer, al verlo despojado de todos sus bienes terrenales y sus afectos, le reprocha que con todo
eso no sea capaz de maldecir a Dios:

“«¡Maldice a Dios y muérete!». Pero él le dijo: «Hablas como una estúpida cualquiera. Si
aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?». En todo esto no pecó Job con sus
labios” (Job, 2, 9-10).

El joven enamorado de Gjentagelsen parece encontrar en Job un espejo de sus desdichas, en


realidad prefiguradas, porque a él todavía nada se le ha quitado, sólo perdió el sosiego que se
quitó a sí mismo al vivir lo que hoy tiene como si ya lo hubiera perdido. El muchacho admira la
entereza espiritual de Job para sobreponerse a la pérdida. Le escribe a Constantín:

“¡Oh Job, déjame unirme a ti con mi dolor! Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he
tenido siete hijos y tres hijas, pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar
con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto
sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la
entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de
malignas y hediondas llagas”.

Job perdió efectivamente sus posesiones terrenales y esta historia le permite al joven
comprender su propia posibilidad aniquiladora. Por una proyección de pensamiento, el
muchacho vive su posible pérdida, aún no consumada, como una posibilidad inevitable. Perder
algo es el anticipo de perderlo todo. El muchacho tiene el amor de su chica pero cree o sabe -
incluso provoca- que la va a perder. Perder algo finito despierta un vértigo infinito. En la carta a
Consantín el joven dice que ha encontrado en Job a su auténtico confidente. Vuelve una y otra
vez a este relato para identificarse con los lamentos de Job, que clama al cielo por el dolor de
sus pérdidas, pero también para sostenerse en la confianza del hombre que ni siquiera en la
desgracia más espantosa reniega de su piedad. Job logra que el propio Yaveh comparezca ante
sus reclamos y le responda en persona. Yaveh le dice que no se trata de ser premiado por sus
buenas acciones, puesto que no es posible captar humanamente Sus motivos. Job comprende la
respuesta y acepta que, aún siendo un hombre justo, no se arroga la capacidad para comprender
esto:

“Yo te conocía sólo de oídas/ mas ahora te han visto mis ojos. / Por eso me retracto y me
arrepiento / en el polvo y la ceniza” (Job, 42, 5-6).

En el Antiguo Testamento, Yaveh, al ver que Job no perdió su fe y se percató de la vanidad de


sus lamentos, le restituye todo lo que le había quitado, pero ahora se lo da por partida doble. Se
trataba de una prueba a la que Job fue sometido y que él pudo superar. En esta restitución, el
joven encuentra una salida a su propia desesperación. Pero a la vez se da cuenta de la dificultad
de reconocer en qué consiste una prueba. No hay un saber posible respecto de cuándo alguien
está siendo sometido a una prueba y cómo ha de actuar frente ella. No hay una ciencia de las
pruebas. Cada prueba atañe a una persona singular y solo a él. Se trata de ser capaz de quedarse
sólo y sin saber frente a un otro cuyos motivos no se comprenden. Constantín Constantius no
entiende cabalmente cómo el joven encuentra una salida en la posición de Job. El final de este
relato que giró alrededor del problema de la recuperación queda envuelto en un aire enigmático.

Leí este libro varias veces y siempre me quedó la sensación de que la cuestión decisiva está
elidida, solo indicada de manera indirecta. Kierkegaard logra ese efecto enigmático a través de
la disposición formal de su obra: Constantín Constantius, el que cuenta la historia, nunca
termina de entenderla. ¿Cómo sonaría una historia contada por un narrador que no la
comprende del todo? Así funciona la comunicación indirecta: merodear el asunto sin poder
abarcarlo. Cuando le comenté mi idea a otros expertos en estudios kierkegaardianos, no fue
muy bien recibida. Los lectores de filosofía están acostumbrados a leer libros en los que quien
enuncia dice saber de qué está hablando. En cambio, la idea de un narrador que no comprende
bien su historia no es tan extraña para una literatura no filosófica. Gjentagelsen pertenece a un
extraño género literario, una especie de novela filosófica trunca, a pesar de que su "autor",
Constantín Constantius, la caracteriza como Un ensayo de psicología experimental. Parece una
broma, como muchas veces pasa con los títulos y los subtítulos de los pseudónimos estéticos de
Kierkegaard.

En esta torsión formal puede reconocerse la auténtica discrepancia de Kierkegaard con el


Sistema del Saber Absoluto postulado por Hegel. Y esto vale más allá de los críticos que alegan
que Kierkegaard no conocía la filosofía hegeliana de primera mano, sino a través de sus
epígonos daneses -hipótesis que consideré en el post anterior -"¿Tiene razón Kierkegaard en
sus objeciones contra Hegel?"-. Kierkegaard se diferencia de Hegel no sólo ni principalmente
por su reivindicación del singular contra la primacía del universal, sino por la posibilidad de
resistencia que la verdad opone contra el concepto. Hegel plantea la exigencia de una
manifestación completa del saber absoluto, que no puede resistir la voluntad de conocer. Dice
en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas:

"La esencia primero oculta y cerrada del universo no tiene fuerza alguna que pudiera prestar
resistencia al coraje del conocimiento, tiene que abrirse a él y poner ante sus ojos y dar a
disfrutar su riqueza y profundidades".

En el sistema hegeliano, el absoluto está imposibilitado de ofrecer resistencia a su propia


manifestación, porque su esencia consiste en su voluntad de mostrarse totalmente. Esta
imposibilidad de resistirse al saber es la fuerza de su absolutez. Todo lo real es racional. En el
dispositivo kierkegaardiano de comunicación indirecta, por el contrario, queda siempre un resto
de verdad que se resiste a la voluntad de saber, un punto ciego ante cuya elusividad todo decir
se topa una y otra vez ante un límite. Este "tener que abrirse y ponerse ante los ojos" es lo que
según Kierkegaard nunca termina de cumplirse. El secreto insiste. Algo, lo decisivo, se sustrae
al saber. A la irresistible imposibilidad de sustraerse sostenida por Hegel se opone la
posibilidad resistente de Kierkegaard. Se escribe para hacer lugar al silencio.

Un año después de Gjentagelsen, Kierkegaard publica El concepto de la angustia con el


pseudónimo Vigilius Haufniensis. El libro tiene otro curioso subtítulo Un mero análisis
psicológico en dirección al problema dogmático del pecado original. Otro psicólogo, ¿otra
broma? En la nota 3 de ese libro, Vigilius se refiere sarcásticamente a Gjentagelsen y lo
vincula con un libro, Temor y temblor -¡editado ese mismo día, el 16 de octubre de 1843!-,
firmado por Johannes de Silentio, otro pseudónimo de Kierkegaard.

En esta nota, Vigilius dice:

"Este último libro [Gjentagelsen], desde luego, es una obra estrafalaria, y lo curioso es que así
lo quiso el autor intencionadamente. Sin embargo, en cuanto yo sepa, él ha sido el primero que
con energía se ha fijado en la repetición [Gjentagelsen, i.e.: la recuperación]. Pero C.
Constantius vuelve a ocultar en seguida lo que ha descubierto, camuflando el concepto con el
ropaje bromístico de la correspondiente descripción. Es difícil decir por qué ha hecho
semejante cosa, o más bien es difícil de comprenderlo. Claro que él mismo nos aclara (al
principio de la carta con que cierra el libro) que ha escrito de esa forma "para que no puedan
entenderlo los herejes". Por otra parte, no pretendiendo otra cosa que tratar el tema estética y
psicológicamente, era natural que la forma fuese humorística. Tal efecto lo consigue
admirablemente, unas veces haciendo que las palabras signifiquen todo, otras significando lo
más insignificante. De esta suerte, el tránsito de un sentido a otro -o, mejor dicho, el constante
estar cayendo de las nubes- es provocado sin cesar por los contrastes bufos que escalonan la
obra".

Efectivamente, en una carta que funciona como epílogo de Gjentagelsen, Constantius se dirige
a su lector:

"Mi querido lector:

"Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre
nosotros. Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una
multitud indiferenciada, sino un singular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo.

"Si admitimos de entrada que no son lectores verdaderos los que leen un libro por razones
fortuitas y baladíes, extrañas por completo al contenido del mismo, entonces tendremos que
afirmar categóricamente que incluso los autores más leídos y celebrados no cuentan en
realidad sino con un número muy reducido de verdaderos lectores. ¿Quién, por ejemplo,
desperdicia hoy ni un minuto de su precioso tiempo entreteniéndose con esa idea peregrina de
que ser un buen lector es un auténtico arte? ¿Y, todavía menos, quién es el prodigio que intente
de veras ejercitarse en este arte de ser un buen lector? Este lamentable estado de cosas no ha
podido menos que ejercer una influencia decisiva en un autor a quien conozco personalmente y
que, a juicio mío, hace muy pero muy bien, a imitación de Clemente de Alejandría, en escribir
de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo".
Entonces no es Constantín, sino un autor a quien él dice conocer personalmente y no nombra el
que imita a Clemente de Alejandría [150-215]. Es Clemente quien dice escribir para que los
herejes no puedan comprenderlo. Constantín aprueba y emula ese proceder. Vigilius
Haufniensis atribuye imprecisamente esas palabras al propio Constantín. ¿Quién será ese autor
a quien Constantín conoce personalmente? ¿Tal vez el propio Kierkegaard? Esta marginal nota
al pie es reveladora de los procedimientos laberínticos de enunciación que Kierkegaard pone en
marcha a través de su remisión de pseudónimos. Constantius le habla a un lector que él mismo
define como un personaje ficticio, querido y singular. Dice estar solo con ese ser ficticio a
quien escribe. Hoy sabemos que el propio Constantín es un personaje ficticio creado por
Kierkegaard para escribir Gjentagelsen, al que otro autor ficticio creado por Kierkegaard,
Vigilius, califica a la vez de original, errático e inconsecuente. Parece claro que a través de
estos reenvíos, en el vacío que estos textos circundan, debe buscarse el sentido al que
Kierkegaard se propone llevarnos.

Constantín epiloga su libro diciendo que es muy difícil que un autor encuentre a un verdadero
lector. Le adjudica a la buena lectura el rango de prodigio artístico. Este encuentro anhelado se
hace posible si el autor hace silencio sobre lo decisivo y confía en que puede existir al menos
un lector que sea capaz de detectarlo solo. Cuando alguien escribe un texto pensando en un
lector singular que no sabe si existe, no puede estar seguro de que su silencio será leído.
Solamente un lector atento puede encontrar el silencio en medio de un texto.

La repetición

En todo este análisis que estoy desarrollando evité referirme a Gjentagelsen como La
repetición. Sé que esta decisión complica una lectura inmediata, porque el texto que analizo es
usualmente conocido como La repetición. La razón que tuve para hacerlo es que Constantius no
usó la palabra Repetitio -que en el idioma danés de la época era de uso común-,
sino Gjentagelsen, palabra que resulta más preciso traducir como "recuperación", para resaltar
este matiz semántico que la decisión del autor insinúa.

¿Podríamos a esta altura de nuestras lecturas re-titular la traducción y empezar a hablar de un


libro llamado La recuperación? No sin descalabrar toda una literatura de comentaristas que
giraron durante más de un siglo alrededor del concepto de repetición. ¿Sería una traición a
Kierkegaard traducirla como La recuperación? No. ¿Haría ese pequeño cambio más
comprensible el libro? Puede ser. ¿Qué hacemos con los lectores célebres que en la filosofía y
en el psicoanálisis hicieron girar todos sus desarrollos a partir de la repetición? Dejar que sigan.
¿Entienden bien aquello a lo que Kierkegaard apuntaba al crear al autor Constantin
Constantius? Quizás no. ¿Es este malentendido subsanable? Es un poco tarde. ¿Podemos volver
a empezar a leer a Kierkegaard prescindiendo de un siglo y medio de lectores? Debemos volver
a empezar a leerlo prescindiendo de todos los lectores anteriores.

¿Cambiar el título La repetición por La recuperación hará que ahora sí lo entendamos? No es


seguro. Es posible que Kierkegaard haya inventado a un escritor que no entiende a su personaje
y que el resultado sea que el modo adecuado de entender el libro sea no entenderlo del todo. Es
posible que el obstáculo sea todavía más intrincado. El muchacho puede que tampoco entienda
bien lo que le pasa. Al leer a Job, él cree haber podido salir de su desesperación. Admite que ya
perdió a su amada real para quedarse con una amada ideal, a la que dice estar seguro que no
podrá perder nunca. El cree que la sustitución de la amada real por una amada ideal pondrá su
amor a salvo. ¿Pero no podría ser que justo así la haya perdido definitivamente? Es lícito
hacerse una pregunta más: ¿entendió bien el muchacho la historia de Job? Parece que no:
cuando cree haber encontrado en Job la salida, él se entera de que la chica, comprensiblemente
cansada de sus vaivenes, se va con otro. Entonces el muchacho, lejos de serenarse, sufre un
shock. ¿Pero no estaba verdaderamente resignado a la idea de que todo está perdido? Por lo
visto, su reacción indica que ni siquiera había aceptado la posibilidad de perder algo. Su lectura
de Job parece que no lo hizo llegar al fondo del pozo.

Propongo: Kierkegaard quiso que la oscilación semántica entre la repetición y la recuperación


esparciera una niebla en la comprensión de su libro. Muchos lectores podrían interesarse por el
suspenso estético de cómo el muchacho lograría repetir cada día un enamoramiento perpetuo y
es posible que la certeza de que todo va a perderse les parecería un obstáculo penoso. Entonces
sigamos leyendo Gjentagelsen como La repetición / La recuperación. Quedémonos en este
vaivén que nos desorienta. Una oscilación es algo no apropiado para acuñar un concepto
teórico. Pero la teoría no es un problema para el joven enamorado: tampoco parece serlo para
Kierkegaard. Sí lo es para Constantius, autor del "ensayo de psicología experimental", un
espectador de teatro, es decir, alguien preocupado no tanto por el amor y su posible pérdida
sino por la representación.

Para mí ya es tarde: ya no me es lícito desconocer la otra resonancia de Gjentagelsen. Dejemos


que la lengua, los desplazamientos semánticos, los estudios académicos y los malos entendidos
hagan su trabajo, pero tratemos de recordar lo que suele olvidarse. Ya bastante olvidadiza es la
existencia cotidiana como para seguir afianzando este olvido a expensas de Kierkegaard. Que
los comentadores se las arreglen como puedan.

Hagamos una pregunta aparentemente más sencilla: ¿En el relato de Gjentagelsen se produce
finalmente la repetición, la recuperación, o como quiera que la llamemos? Recorro
mentalmente el relato una vez más y me topo con lo que quizás ya sabía. No,
en Gjentagelsen no hay repetición, recuperación ni como se quiera llamarlo.

Otra vez Temor y Temblor

Dije que Kierkegaard vaciló mucho hasta llegar a la forma definitiva de Gjentagelsen. Incluso
una vez escrito, arrancó del libro unas páginas que consideró inconveniente publicar. Estas
hojas arrancadas quizás sean algo más que un arrebato ocasional y su ausencia puede aludir a
una necesidad más íntima de la posición kierkegaardiana. Hay en el relato una especie de
agujero. Y hay todavía algo más: un año después, Vigilius Haufniensis en El concepto de
angustia sostiene que Constantius en Gjentagelsen se refiere al mismo problema que Johannes
de Silentio en Temor y temblor, una interpretación que ninguno de ambos textos
explicita. Gjentagelsen y Temor y temblor son libros de tonalidades muy distintas, cuyo vínculo
conceptual no tiene la evidencia que le adjudica Vigilius. No es tan asombroso ahora que
sabemos que Kierkegaard los publicó el mismo día, como el lado A y el lado B de un mismo
asunto. Entonces: ¿eso que falta en Gjentagelsen debería estar en Temor y temblor? ¿o tal vez
lo que falta en uno falta también en el otro? Si Gjentagelsen es, según la caracterización que
hace Vigilius Haufniensis, una obra de tonalidad bromística, Temor y temblor pertenece al
género de los relatos terroríficos.
¿Dónde está Kierkegaard? ¿En la broma de sacar dos libros, uno humorístico y otro terrorífico,
el mismo día, con distintas firmas? ¿Hay algo más detrás de esta broma? ¿Radica la broma en
escribir de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo, como dice Vigilius? Y si
algunos no van a poder entender esto porque el escritor mismo se lo propuso, ¿quién podrá
entenderlo? Kierkegaard dice que es un escritor religioso. ¿Nos permitiremos decir que es un
escritor que no sabemos dónde ubicar? ¿quién ubica hoy lo religioso? Él no es un filósofo, no
es un teólogo, no es un pastor, no es un psicólogo ni un poeta. No sabemos bien qué es. En
cuanto a nosotros, ¿podríamos leer a Kierkegaard y ubicarlo?

Temor y temblor es el fuera de campo de Gjentagelsen: en Temor y temblor se consuma esa


recuperación de la que tanto hablan Constantín y el joven enamorado en Gjentagelsen sin llegar
a alcanzarla. Temor y temblor ilumina aspectos que en Gjentagelsen quedan oscuros, pero
también sucede lo inverso: Temor y temblor se entiende mejor cuando se lee superpuesto
a Gjentagelsen, como si se observaran a trasluz dos radiografías, para armar con ambas una
figura que, mirándolas por separado, no se puede percibir. El pseudónimo Johannes de Silentio
sugiere aquello de lo que no se puede hablar de manera directa sino solo como si se observara
detrás de un vidrio oscuro. Lo decisivo no puede decirse sino apenas aludirse.

Volvamos al relato de Abraham e Isaac.

Johannes de Silentio dice que, de tan conocida, ya nadie es capaz de escuchar esta historia con
la tonalidad adecuada (Stemning), de afinar con lo que ella dice. Porque la historia solamente se
puede oír con temblor. Si alguien habla de ella, por ejemplo en un sermón del domingo o en
una clase de filosofía o teología, con ligereza o abulia, con ingenio o sorna, se trata de un
simulación que desafina. De Silentio dice que para comprender el relato no podemos saltearnos
los tres días y las tres noches que atraviesan Abraham e Isaac rumbo al monte donde se va a
hacer el sacrificio, que es en ese trayecto donde se condensa la hazaña de Abraham y que
siguiéndolo en ese tránsito estaremos en mejores condiciones de comprender no su hazaña sino,
al menos, sus posibilidades. Son tres días y tres noches en los que Abraham tiene que mantener
la calma, conservar vivo el amor que siente por su hijo, sin transmitirle ningún atisbo de terror,
porque si Isaac lo captara, podría quedar aterrorizado para toda la vida y así Abraham, haga lo
que hiciere, perdería para siempre la confianza de su hijo. ¿Cómo se las arregla Abraham para
mantener lo que Dios le dio y ahora le pide? Parece imposible: caminar tan confiado, sabiendo
que cuando llegue al monte tiene que empuñar el cuchillo para sacrificar a Isaac. Hay algo
absurdo -esto es, difícil de escuchar- en el relato, Abraham va confiado y sin embargo está
dispuesto a empuñar el cuchillo. Lo que a Johannes de Silentio, le resulta admirable y a la vez
temible es que Abraham no dude y haga este trayecto confiado. No puede entenderse que un
padre admita perder a su hijo y, peor aún, que él sea el propio ejecutor de esa pérdida, que
tenga que empuñar el cuchillo para hacer él mismo lo que la muerte hará de todos modos al
cabo del tiempo: ultimar a su hijo.

Se trata de una pérdida no solo aceptada con resignación sino decidida por el mismo padre. El
caso es aún más dramático que los de Gjentagelsen y del Libro de Job. Porque a Job es Satán el
que le inflige los daños y en Gjentagelsen el joven tiene miedo de que el tiempo le quite a su
amada, pero en Temor y temblor es el propio Abraham el que tiene que disponerse ya a
sacrificar a su hijo. Tiene que empuñar el cuchillo para matarlo, de acuerdo con el mandato de
la voz divina. Johannes de Silentio dice que admira a Abraham pero no lo puede entender.
Lo que tienen en común Job y Abraham es que en ambos casos se trata de una prueba a la que
un hombre es sometido. En Temor y temblor la prueba consiste en ver si Abraham es capaz de
recuperar la paternidad de Isaac, que en primera instancia le fue otorgada por un don gratuito.
La recuperación depende solo de él. Para llegar a eso, tiene que hacer un primer movimiento:
darse cuenta de que Isaac, el hijo que tanto ama, ya está perdido, destinado a morir, como
todos, a perderse como todo lo que alguien tenga en la vida. Todo lo obtenido en nuestra
existencia va a perderse, así es como en algún momento sentimos nuestra finitud. Abraham
tiene que asumir la pérdida de su hijo .En eso consiste resignarse, algo que, por más duro que
sea, es humanamente posible. Pero a la vez, mientras vive esa pérdida, Abraham parece capaz
de un acto más que humano: recuperar, en un doble movimiento, a Isaac. Si lo logra, por
primera vez se vuelve propiamente padre de Isaac. Si Abraham no es capaz de empuñar el
cuchillo, aceptando que Isaac ya está perdido, entonces pierde a su hijo. La única manera de
recuperarlo, es empuñando el cuchillo. Esto es, por supuesto, una paradoja.

Para colmo, desde el punto de vista de lo general, es decir, desde la ética, lo que está dispuesto
a hacer Abraham es abominable: el asesinato de su hijo. Esto no puede ser explicado a nadie: ni
a la sociedad ni a su esposa, ni menos al propio Isaac, que odiaría a su padre si advirtiera lo que
él está dispuesto a hacer. Abraham tiene que ser capaz de quedarse solo ante esa voz que lo
llama y dejar de lado todo refugio en lo general. Solo. Esto le atañe solo a él como padre de
Isaac, no como “padre” en general, como idea de lo que es un padre -y aquí radica la ventaja de
Abraham con el joven enamorado de Gjentagelsen: tiene que conservar al Isaac real y no a la
idea de un hijo. Y lo tiene que hacer sacrificándolo.

Abraham está llamado por una voz que los demás no pueden escuchar. La voz que lo llamó por
su propio nombre, le dijo: "Abraham". Y él respondió: "heme aquí". Escuchar esta voz abre la
posibilidad de que él recupere lo que de otra forma ya está perdido. Abraham, dice Johannes de
Silentio, no puede disponer de esa voz que lo ha llamado, no puede inventarla, crearla desde sí,
construirla como un artista ni con la ayuda de los otros. Abraham puede escuchar o no
escuchar, puede responder o no a la llamada, pero no puede inventar esa voz. Es la voz de
otro. Hay una precondición que no es suya, que depende de algo que excede a su voluntad, ante
la cual él puede elegir responder o no, en el instante en que es llamado.

Pero ¿cómo se reconoce que se trata de una prueba? Ya lo vimos con Job: no hay una ciencia
general de las pruebas. La recuperación presupone que Abraham está sometido a una prueba. Y
cuando Abraham es capaz de cumplir con la prueba, es decir cuando alza el puñal, no antes, es
cuando aparece el mensajero que detiene la matanza y le devuelve a Isaac. En lugar de Isaac se
sacrifica a un cordero -como anticipo de otro cordero que se sacrificará en un relato posterior.

Lo admirable y a la vez absurdo, dice Johannes de Silentio, es que Abraham no va rumbo al


monte sabiendo cómo va a terminar la historia, solo confía en la voz que le pidió que entregue a
su hijo en sacrificio y hacia allá va, a sacrificarlo y, aun así, confiado. Esa es la prueba que
Abraham satisface, algo incomprensible para el punto de vista de Johannes de Silentio.

¿Cómo se identifica que se trata de una prueba? Temor y temblor nos dice que no hay ninguna
regla, ninguna pista que pueda darse. Una prueba es algo que concierne a cada persona en su
absoluta singularidad y en soledad. No puede hablarse de esto directamente. Ni la filosofía, ni
el sermón del domingo, ni ninguna tecnología del yo ni de las ciencias de la psiquis o de la
sociedad, nada puede decirnos cómo se enfrenta una prueba. Lo que está claro para Johannes de
Silentio, el autor que no comprende realmente cómo pudo hacer Abraham para mantener la
calma durante esos tres días, es que, si él no empuñaba el cuchillo, a Isaac lo perdería
definitivamente, porque la muerte los iba a separar tarde o temprano.

En el acto de ser capaz de sortear la prueba alzando el puñal, ahí es cuando Abraham recupera a
Isaac. Por ese acto Isaac le es devuelto. Su resolución funda un vínculo sagrado. Hasta este
acto, Abraham era el mero padre de Isaac, ahora se ha vuelto padre en un sentido espiritual. De
este modo, ya ni la muerte podrá quitárselo. Esta devolución es lo que se llama la recuperación.

Este acto es posible porque el vínculo, ahora transfigurado, ya no es entre dos: el padre y su
hijo. Si solo hubieran dos, no habría salida para la desesperación: Abraham se habría aferrado a
su hijo como a una pertenencia. Hay un tercero que pidió que Isaac fuera algo más que su
propio hijo para convertirse en un prójimo. El puñal levantado cortó el vínculo del amor propio
para fundar el amor al prójimo. Si no confiara en ese tercero que llamó a Abraham a que
sacrifique a Isaac, estaría destinado a perderlo. Esa voz lo llamó y Abraham la escuchó. Isaac
fue recuperado.
El relámpago

En 1848 Kierkegaard escribe Mi punto de vista. Piensa que llegó al momento de su vida en que
necesita decir de la manera clara qué es lo que pretende ser como escritor. Está por publicar la
segunda edición de su primer libro, O lo uno o lo otro, que había sido firmado con el
pseudónimo de Víctor Eremita y ahora se propone dar a conocer el motivo de haber elegido la
estrategia de comunicación indirecta y los pseudónimos. En la introducción de Mi punto de
vista, dice:

“El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo como escritor: que
soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con
el cristianismo, con el problema de «llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta
contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país
como el nuestro todos somos cristianos”.

Todos sus libros, incluso los que denomina estéticos y firma bajo diversos pseudónimos, aun
aquellos en los que se refiere elípticamente a la cuestión o en los que el tema directamente no
aparece, están vinculados con el problema de cómo llegar a ser cristiano. Esta posición está en
lucha, remarca, contra la “monstruosa ilusión” de la cristiandad. Ser cristiano, en sus términos,
no consiste en formar parte de determinada iglesia sino en entablar un vínculo personal con
Cristo. Este vínculo lleva a poner en suspenso una tradición de 1900 años para llegar a ser
contemporáneo de Cristo.

Hay que dar un salto. Este salto no nos arranca de la época para llevarnos a una intemporalidad
abstracta, como van a interpretar después sus detractores. Kierkegaard piensa la existencia
singular en una encrucijada temporal en la que cada uno a la vez sigue viviendo en el tiempo en
que vive pero trasciende la condición de ser un ejemplar de una cadena histórica. No abandono
mi época, pero me distingo, asumo mi carácter único, irreductible. Existo en una tensión con la
época por la que, solo, puedo hacer todo de nuevo. No nacemos singulares: podemos llegar a
serlo. Como entes finitos, no nos resulta posible salirnos de la historia ni de los vínculos con los
antecesores ni con la comunidad con la que co-existimos. Pero cada uno tiene la posibilidad de
experimentar su tiempo también de otra forma, desde otra posición: en el instante. Ahí donde el
tiempo y la eternidad se cruzan. La cruz: una posición inconcebible y a la vez la única salida de
la desesperación por querer y por no querer ser uno mismo.
La palabra danesa Øieblik, que se tradujo en castellano como “instante”, significa
literalmente golpe de mirada, visión súbita. Kierkegaard la usa para referir la experiencia de un
éxtasis temporal en el que la historia, sin aniquilarse, es puesta en vilo. En esa visión de
relámpago me quedo solo ante la verdad. No es un momento ubicado en la línea sucesiva de los
momentos destinados a pasar. Se experimenta como una interrupción de los sucesos y una
irrupción súbita, que fractura la historia para mí. En ese relampagueo veo mis posibilidades. En
el instante me encuentro en la encrucijada, de cara a lo que puedo ser y decido quién voy a ser.

Cada uno puede vincularse con la persona de Cristo como un contemporáneo, no como un
antepasado ni como ícono cultural que se comparte con una comunidad histórica. O puede no
hacerlo. Tomar a Cristo como un antepasado o un ícono cultural es lo que caracteriza a la
cristiandad que Kierkegaard recusa. La primera alternativa, la de ser contemporáneo con Cristo,
es la que abre la puerta a ser cristiano. Kierkegaard declara que este es el problema decisivo
que articula toda su obra de escritor.

“Ser contemporáneo de Cristo”: esta expresión no designa un sentido claro y unívoco. Es


comunicación indirecta. Si aceptamos la tesis de que toda la obra kierkegaardiana habla de esto,
lo hace de un modo oblicuo, escurridizo. No se da una referencia objetiva, determinable para
todos por igual. Su sentido queda reservado a la decisión íntima de cada cual (como la voz que
escucha sólo Abraham), o bien es un ab-surdo que no nos dice nada: como si fuéramos sordos a
esa voz.

La centralidad de la persona de Cristo es ineludible en la obra kierkegaardiana. Esto no quiere


decir que para interpretar su pensamiento haya que compartir su fe. Pero sí es necesario
comprender esa centralidad, aunque más no sea como una enigma irresuelto, una voz que no
nos habla, una “x” en una ecuación que no vamos a despejar. Lo que no conviene, si se quiere
comprender la posición kierkegaardiana, es hacer de cuenta que esa centralidad no existe, que
no hace falta tenerla en cuenta. ¿Tenerla en cuenta sin saber qué nos dice, si es que acaso nos
dice algo? Para el dispositivo de comunicación indirecta, el significado no preexiste a cada
lectura. Se puede -o no se puede- revelar cada vez. La comunicación indirecta supone -o
renuncia expresamente a- una revelación. Lo que se revela en cada caso soy yo mismo, algo
que por lo pronto no sé.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard? Responder esta pregunta requiere haberla comprendido


primero, despejar el terreno en el que nos va a resultar posible comprenderla. Podría ser que,
una vez comprendida, decidamos retirarnos sin siquiera responderla. Pero comprenderla -en el
sentido de reconocerla en tanto señal, incluso si no vemos hacia qué señala- es imprescindible
para no apurarnos a contestar otra cosa, de acuerdo con las representaciones habituales acerca
de Jesucristo y el cristianismo, de Kierkegaard, de su filosofía y de la posibilidad de deslindarla
de su fe cristiana.

Kierkegaard propone un modo de lectura de los Evangelios radicalmente nuevo, en abierta


disputa con una tradición bimilenaria. Se trata de una lectura post-iluminista y post-idealista.
Por eso, si se la quiere encarar con instrumentos conceptuales iluministas -como los que, por
ejemplo, por su misma época dispone Marx, o unas décadas después Nietzsche- el sentido de la
obra kierkegaardiana se nos escapa del todo. Se verá si somos capaces de atravesar el
iluminismo que nos constituye históricamente o, como buenos tardomodernos, nos quedamos
atascados en él.
La radicalidad de Kierkegaard se muestra por su modo de apropiación del sentido de verdad
que opera en los Evangelios, la verdad como un camino y como una vida. En disputa con el
concepto de verdad como adecuación que atraviesa toda la filosofía occidental, lo que incluye
la platonización medieval del cristianismo y el giro subjetivista de la metafísica moderna, que
tiene su apoteosis en Hegel y cuya huella pervive veladamente en el materialismo dialéctico y
en la tranvaloración nietzscheana de los valores. Kierkegaard se nutre de otra fuente para
pensar el problema de la verdad, aunque no llegue a desplegar una ontología que esté a la altura
de su desafío. Probablemente no sea esta una objeción muy seria desde su propio punto de
vista, ya que él nunca se propuso fundar una nueva posición filosófica. Pero sí es un problema
filosófico y político para nosotros cuestionar las categorías hermenéuticas con las que tratamos
de comprenderlo, no necesariamente para "llegar a ser cristianos", como él se proponía, sino
para decidir si vamos a renunciar a la verdad, como nuestro tardomodernismo nos inclina a
preferir, mediante una rendición incondicional ante la eficacia de la técnica como voluntad de
poder arrolladora y desesperada.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard?

En 1855, pocos meses antes de morir, Kierkegaard le declara la guerra abierta a la cristiandad.
Entonces empieza a publicar una especie de revista de barricada, El Instante. Llega a editar
nueve números y dejará incompleto el décimo. En el número 2 dice:

“Cuando el cristianismo vino al mundo, la tarea era sencillamente proclamar el cristianismo.


Lo mismo sucede cuando el cristianismo se introduce en un país cuya religión no es el
cristianismo.

“En la «cristiandad», el caso es distinto, ya que la situación es otra. Lo que se tiene delante no
es cristianismo sino una «prodigiosa ilusión» y las personas no son paganas sino que viven
dichosas en la fantasía de ser cristianas.

“Si el cristianismo tiene que instalarse aquí, antes que nada debe desaparecer esta ilusión.
Pero dado que esta ilusión, esta fantasía, consiste en que los hombres se consideran cristianos,
parece que instalar el cristianismo fuera quitárselo. Sin embargo, es lo primero que debe
hacerse: la ilusión tiene que desaparecer”.

¿Qué hacemos con el cristianismo de Kierkegaard?

En el simposio internacional que organizó la Unesco en París en abril de 1964, con motivo del
150° aniversario de su nacimiento, se planteó un debate acerca de si podía esquivarse la
posición cristiana de Kierkegaard para tratar de comprenderlo. En este simposio estaban
presentes muchos autores que reconocían haber transitado sus huellas, que habían dedicado
importantes esfuerzos para interpretar su obra y determinar en qué medida el pensamiento de
Kierkegaard estaba aún vivo, junto con otros que ya lo habían desechado. El coloquio llevó por
título "Kierkegaard vivo". Estuvieron Jean Paul Sartre, Karl Jaspers, Lucienne Goldmann, Jean
Beaufret, Jean Hyppolitte, Emanuel Levinas, Gabriel Marcel y Jean Wahl, entre otros, mientras
Martin Heidegger envío una ponencia titulada “El final de la filosofía y la tarea del pensar”.
Sus intervenciones están publicadas en Kierkegaard vivo. Coloquio organizado por la Unesco
en París, del 21 al 23 de abril de 1964, de Autores Varios, Madrid, Alianza, 1968. En el
“Coloquio sobre Kierkegaard” Jeanne Hersch, profesora de la Universidad de Ginebra, dijo:

«Estoy un poco molesta por el hecho de que los cristianos reivindiquen una especie de
posibilidad exclusiva de comprender y leer a Kierkegaard, mientras que los que no son
cristianos reivindican para sí la posibilidad de encontrarse con él. Si fuéramos
kierkegaardianos, ¿no ocurriría lo contrario? Los cristianos, en lucha con su cristianismo,
como lo estuvo Kierkegaard, ofrecerían una posibilidad de contacto y de comunicación
mediante los no-cristianos; y al revés, los no cristianos experimentarían, como lo experimento
yo a cada momento, el sentimiento de comprender a Kierkegaard por efracción, por una
especie de hurto».

Comprenderlo por efracción, por una especie de hurto: la imagen de Hersch capta con finura la
posición kierkegaardiana. El desafío nvolucra no sólo a los no-cristianos, sino a cualquiera que
intente comprender quién es el Jesucristo de Kierkegaard. Ni siquiera los cristianos pueden
comprenderlo de otra manera que no sea por efracción, por una especie de hurto. Y esto no
sólo a causa de “la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad”, que promueve el engaño de
que “en un país cristiano, todos son cristianos”.

El propósito de introducir el cristianismo en la cristiandad es la misión asumida por


Kierkegaard por su posición histórica particular, lo que ya no nos atañe. Así está planteado
en Mi punto de vista. De lo que se trata, dice ahí, es de romper una ilusión, y una ilusión no se
rompe mediante una ataque directo: “Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una
persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga. Pocas cosas requieren un trato tan
cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla” [Mi punto de vista].

El procedimiento elegido por Kierkegaard es indirecto. No se trata de forzar la voluntad del


iluso de la cristiandad que quiere mantenerse en su ilusión. Lo que Kierkegaard hace es abrir en
su escritura una brecha de silencio que permita a su lector tomar su propia decisión. Después de
llamar a su lector, Kierkegaard busca retirarse tímidamente (“porque el amor es siempre
tímido”) para que el lector pueda tomar una decisión que concierne a su relación con la verdad.

"Quedarse a solas ante Dios". Kierkegaard habla en lenguas, lo que escandaliza a unos cuantos,
asusta o aleja a otros. El sabe que corre ese riesgo.

Su propósito lo lleva a articular el complejo dispositivo de pseudónimos del que hablamos en el


post anterior. La tarea de interpretación de su obra invita al lector a recorrer un laberinto de
remisiones ante el que lo peor que puede hacerse es aplanar la polifonía de voces que compuso
para pergeñar un remedo de doctrina, completamente ajeno a la inquietud que él desencadena.
Ante cada afirmación de una obra pseudónima, e incluso de los libros que Kierkegaard firmó
con su propio nombre, el lector actual tiene que preguntarse cómo se vincula ese pasaje con su
propósito fundamental. Por eso, la pregunta que dice ¿quién es el Jesucristo de
Kierkegaard? no puede entenderse bien si cada vez que se formula no volvemos a preguntamos
quién es Kierkegaard como autor, qué voz habla en cada uno de sus textos pseudónimos y en
los que firma con su propio nombre, que tonalidad requiere el tema que en cada caso se aborda.

Unos párrafos atrás anticipé que no es sólo a causa de la ilusión de la cristiandad que esta
noción del cristianismo necesita comprenderse “por efracción, por una especie de hurto”. Hay
algo que radica en la naturaleza misma del cristianismo, incluso más allá de la situación epocal
de la cristiandad -que ya no es para nosotros la misma que era en el siglo de Kierkegaard. Lo
que puede decirse de Jesucristo es siempre comunicación indirecta, sostiene Kierkegaard, y este
no es propiamente el tema de ningún discurso objetivo. Hay que saber que no hay saber aquí.
Cualquiera que pretenda hablar de Jesucristo objetivamente no está hablando propiamente de
él. Para considerar este planteo vamos a referirnos a las tesis que sostienen dos de los autores
pseudónimos: Johannes Climacus en Migajas filosóficas y Anticlimacus en Ejercitación del
cristianismo.

El desconocido

Climacus, el pseudónimo que firma Migajas filosóficas y el Post-Scriptum Definitivo No


Científico a Las Migajas Filosóficas, antes había sido el personaje de una novela inédita e
inconclusa que Kierkegaard escribió en el invierno de 1942 [Johannes Climacus o De omnibus
dubitandum est]. Todavía mucho antes aún existió un Johannes Climacus real, asceta del siglo
vi que escribió un tratado titulado Scala Paradisi, en el que habría desarrollado un camino de
ascensión al cielo mediante progresivos grados del saber. Kierkegaard utilizó a este personaje
como una máscara filosófica para encarar el problema de la divinidad a través de la razón,
subiendo escalón por escalón, en contraste con la posición más afín a la suya de caracterizar el
movimiento de la fe como un salto. Climacus es uno de esos pseudónimos en los que
Kierkegaard acentúa su distancia irónica. Desde su nombre histórico, el del teólogo que
asciende paso a paso, es posible encontrar una alusión a Hegel. En el De omnibus dubitandum
est la referencia cartesiana es evidente. Es decir: Climacus condensa la apuesta por la
racionalidad de la filosofía moderna de punta a punta. Pero da un paso más: es el racionalista
que se arroja contra su límite y vive ese choque como una pasión, según un hallazgo metafórico
extraordinario. Lo que hace el Johannes Climacus kierkegaardiano en Migajas filosóficas es
señalar el límite más allá del cual no puede llegar la razón y así despeja el terreno para otra
cosa.

La pregunta clave de Migajas... dice: ¿puede darse un punto de partida histórico para una
conciencia eterna? Ya lo vimos: el humano es un ente finito que, sin embargo, tiene sed de
infinito, anhela infinitamente, quizá porque guarda una huella del infinito en algún rincón de sí
mismo. Esa condición de inquietud insanable es la desesperación, a la que no será Climacus el
que le ponga su nombre, sino, después, Anticlimacus. ¿Cómo se percibe este sabor de
infinito (lo que resulta mucho más preciso que decir saber infinito)? ¿Cómo, cuándo, asistido
por quién puede alguien saborear lo infinito, si existimos en el tiempo y vamos a morir?
Convoquemos otra vez al joven enamorado de La repetición, a Job discutiendo con el mismo
Yaveh, a Abraham cuando escucha la voz que le pide que sacrifique a su hijo. Incluso, más allá
de Kierkegaard, convoquemos al hombre que se debate en una duda que sabe que no podrá
olvidar (Descartes), a la mujer obsesionada por la limpieza que sólo logra ensuciar todo cada
vez más (Heker) y al hombre que cuanto más toma más sed tiene (Castillo). Convoco aquí
también a Nietzsche en su experiencia abisal del Eterno Retorno, ante la que pretende erguirse
atado al falo de su voluntad de poder. Cada uno de ellos se choca con su límite, con esa sed que
no se sacia. Cada uno de ellos se sostiene ante ese temblor del suelo o sucumbe. Algunos tratan
de olvidar o se extravían, otros se dejan guiar sin saber, confiando misteriosamente. La
pregunta de Migajas filosóficas dice cómo es posible que surja ese sabor de lo eterno en la vida
temporal y si existe alguien, un maestro, que pueda asistir a una persona en esas circunstancias.
En el libro se analizan dos vías incompatibles para acceder a esa conciencia eterna. En la
primera, el modelo seguido por Sócrates en la antigüedad helénica, el maestro es sólo la
ocasión para que el discípulo acceda a la conciencia eterna. Sucede que el discípulo ya está en
la verdad desde el comienzo, aún sin recordarlo. Se trata de la doctrina griega de la
reminiscencia, según la que todo hombre tiene la verdad guardad en potencia en su propia alma
y sólo tiene que rememorarla. En esta vía, el instante temporal en que se accede a la verdad -o
más precisamente: en que se la recuerda-, el punto de partida histórico para la conciencia eterna
es completamente contingente y accidental. La verdad ya estaba ahí dentro y solo se
despierta con ocasión del estímulo que puede dar un maestro socrático. El instante en que se
produce este encuentro es un poco menos que nada, un soplo fugaz frente al peso de la
eternidad, dice Climacus.

Hay otra vía: si el humano no tiene la verdad en sí mismo, si habita usualmente en la no-verdad
-es decir: en lo velado-, entonces el punto de partida para acceder a la conciencia eterna, el
instante en que se accede a la verdad, es decisivo. Y el maestro que propicia este acceso no es
una mera ocasión, sino el que da la condición necesaria para que el discípulo la alcance. Se
llega por un salto, quebrando la sucesión lineal del tiempo profano, a instancias de
un otro completamente des-semejante. No se trata de un desarrollo inmanente de la experiencia
de la conciencia ni del reconocimiento de dos conciencias semejantes y contrapuestas. No es
una cuestión de conocimiento ni de reconocimiento.

Volvamos a Job y a Abraham, incapaces de juzgar el sentido de lo que se les pide, confiados en
la voz que los llama. Esta voz procede de un otro. A este tipo de maestro se refiere la segunda
alternativa considerada en Migajas filosóficas. Si este otro no otorgara la condición -digamos:
la posibilidad de responder a su llamado-, el discípulo no podría nunca lograrlo por sí mismo.
La persona por su propia fuerza no puede llegar hasta ahí. La voz de un otro, totalmente des-
semejante, puede llamarla. Puede escucharse el llamado, pero también puede que no: nunca
está decidido de antemano. Lo eterno no estaría en este caso en potencia en el alma, sino que
irrumpiría en el preciso instante en el que el otro llama. ¿Cómo la eternidad puede hablar en un
instante? Es algo inconcebible y no es una posibilidad humana convertirse en un maestro de
este segundo tipo: el que puede dar la condición de la verdad tiene que ser un maestro muy
distinto a Sócrates. Johannes Climacus plantea una disyunción excluyente: o bien el hombre
vive en la verdad y en una ocasión contingente la recuerda, o bien el hombre está fuera de la
verdad y necesita que la condición le sea dada y en el instante en que la recibe llega al mundo
la eternidad:

“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante
que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante
siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con
un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo” [Migajas Filosóficas, las cursivas son
de Climacus].

Este “nombre singular” de la plenitud en el tiempo es una referencia evangélica no declarada


por Climacus. Se trata de un pasaje de la epístola de San Pablo a los Gálatas:

«...cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo.
Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la
ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero por voluntad de Dios». [Gál., 4, 4]

La palabra griega que nombra a esa “plenitud” es pleroma y significa cumplimiento,


acabamiento, consumación. El instante en que la persona es alcanzada no es uno cualquiera
entre otros, sino el decisivo, porque es el del encuentro con su verdad. La persona no puede
disponer de su llegada, sino recibirla, cuando le llega, como se recibe un don, o rechazarla. Lo
extraordinario, también lo absurdo es que la persona sea contemporánea con ese instante en el
que lo eterno irrumpe en el tiempo. Es el instante en el que Abraham es llamado por su propio
nombre y dice: acá estoy. El instante es la dimensión temporal en la que se desarrolla el
intercambio entre dos contemporáneos, inconmensurables uno del otro. El tiempo en el que se
revelan no una sino dos personas: el que llama y el que es llamado. Sólo en este encuentro de
dos voces diferentes se puede comprender el sentido del instante kierkegaardiano.

Climacus reconoce la incapacidad del discurso racional para establecer una mediación ante esta
irrupción de lo totalmente otro: lo infinito que toma contacto con la finitud, la eternidad que
llega al tiempo. La razón choca contra su propio límite y esa choque es llamado por Climacus
“paradoja”. La paradoja es la pasión de la razón de chocar contra su límite. La paradoja es
el ab-surdo porque, desde este lado de la racionalidad, no es posible escuchar lo que la voz
dice. La posibilidad más alta de la razón es querer su propia pérdida, desear el
choque. Cualquier otra actitud racional es un gesto desesperado. Climacus es el pensador
creado por Kierkegaard para pensar ese choque desde el interior de la racionalidad. Es la más
alta posición de la razón, porque puede percibir y aceptar su propia finitud:

“¿Pero qué es eso desconocido con lo que choca la razón en su pasión paradójica y que turba
incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo desconocido. No es algo humano, puesto que
eso [lo humano] se conoce, ni tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido
Dios”- dice Climacus.

¿Y qué cabe pensar ante el desconocido? No un argumento que demuestre la existencia del
desconocido, ni inventar una teoría -cosa ridícula- acerca del desconocido: Climacus no es un
teólogo, alguien que se adjudique la capacidad de hablar acerca de Dios –tampoco lo es
Kierkegaard. Lo que cabe pensar es su contemporaneidad con el desconocido que lo llama.
Situarse en el instante en que se le plantea una decisión de eternidad: el instante del tiempo en
el que decido quién seré. Ese encuentro de eternidad e instante es lo paradójico. La relación
personal con el desconocido “es una pasión feliz que llamamos fe”. La razón chocó contra una
imposibilidad suya y su posibilidad más alta es hacer de este choque una pasión feliz. Esta fe de
la que Climacus habla no es un acto de la voluntad, ni el momento de un desarrollo inmanente,
porque todo querer humano está operando siempre desde de la condición dada por un otro, el
desconocido. Otra vez a Abraham, el que no daría el paso decisivo si no fuera llamado por esa
voz.

Una posibilidad humana es estar atento, afectado por la ambivalencia constitutiva de la


atención: soy el que se distrae. El desconocido puede aparecérseme sin previo aviso, puedo
caminar a su lado, comer y beber junto a él y no distinguirlo. Esta atención ambivalente es
riesgosa porque es posibilidad: no es que yo esté constituido de modo que nunca pueda
distinguir la verdad; estoy constituido de un modo que, cuando la verdad me llama, puede que
la escuche o puede que no. Esa indeterminación, la ambivalencia en la que a una persona le
cabe jugar, es la libertad. No puedo decidir lo que he sido ni lo que será de mí, pero en el
instante en que soy llamado puedo decidir escuchar. El instante es el encuentro del tiempo y la
eternidad. No se sabe quién seré cuando me llamen: depende de lo que responda. Es una
prueba.

Hay un pasaje evangélico que manifiesta esta ambivalencia de atención en la que radica toda
posibilidad humana. Dos discípulos de Cristo van camino a Emaús [Lucas. 24, 15-32].
Conversan apenados por la reciente muerte de Jesús:

“Y sucedió que mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con
ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís
entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido.

“Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¡Eres tú el único residente en Jerusalén que no
sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y
de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le
crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a librar a Israel; pero, con todas
estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las
nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su
cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él
vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres
habían dicho, pero a él no le vieron.

"Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!
¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por
Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las
Escrituras.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le
forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y
entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y se lo iban dando. Entonces se les abrieron los ojos y le
reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron el uno al otro: «¿No estaba ardiendo
nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?».”

Un desconocido comparte con nosotros un tramo del camino, vamos preocupados y no


reparamos en él. Tenemos los ojos retenidos. Lo invitamos a compartir la mesa. Cuando
recibimos el pan de su mano se nos cae el velo de los ojos: nos acordamos, en su gesto al
compartir el pan, quién era este desconocido. Acaece la verdad como des-velo. Es un instante y
entonces desaparece.

Es el desconocido del que habla, sin mencionarlo, Johannes Climacus.

El signo de contradicción

Anticlimacus es el autor de La enfermedad mortal y de Ejercitación del Cristianismo. Entre los


pseudónimos de Kierkegaard ocupa un lugar especial, porque el danés apela a él después de
haber hecho pública su estrategia de comunicación indirecta en los pasajes finales del Post-
Scriptum Definitivo a las Migajas Filosóficas (firmado por Johannes Climacus en 1846) y
en Mi punto de Vista (firmado por el propio Kierkegaard en 1848). Mientras los pseudónimos
anteriores sólo de manera indirecta se refieren al problema de cómo llegar a ser cristiano,
Anticlimacus es un autor cristiano, de una condición en nombre de la cual el propio
Kierkegaard no se siente autorizado a hablar. En Ejercitación del Cristianismo, el desconocido
del que unos años antes habló Climacus elípticamente en Migajas filosóficas es llamado por su
propio nombre: Jesucristo.

¿Quién es el Jesucristo de Anticlimacus? Jesús, el de los Evangelios. El que invita: “Vengan a


mí todos los que estén atribulados y cargados, que yo los voy a aliviar”. Es un desconocido, un
hombre insignificante, que invita desde su situación de humillado. Uno cualquiera, el prójimo.
Nacido en una choza, de una mujer despreciada, hijo de un carpintero, en un pueblo que se
considera a sí mismo el pueblo elegido de Dios, que espera un Mesías que según las profecías
va a liberarlos. Pero aparece de un modo que no puede estar más lejos de lo que todos esperan,
no está investido de ninguno de los emblemas de la realeza. Durante cierto tiempo llama la
atención mediante milagros y otras señales, pero la hora de su popularidad pasa pronto. Él es la
verdad -dicen los Evangelios-, pero no van a reconocerlo más que unos pocos discípulos y ellos
mismos sólo por momentos, siempre vacilantes. Cuando él vaya a ser apresado y condenado,
hasta ellos lo negarán. Desde esa situación de debilidad, desde la cruz, abandonado y
despreciado, invita con los brazos abiertos y ofrece ayuda: parece ser el último al que uno
podría acudir en busca de ayuda. El signo de la cruz muestra su violenta intestabilidad
significante: el crucificado nos abraza: “Vengan a mí los que estén atribulados y cargados, que
yo los voy a aliviaé”. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar esa invitación? ¿Cómo podría un
humillado, burlado, injuriado y crucificado, poco antes de morir, ayudarnos?

Es un chiste, se ríen los paganos cuando Pablo les cuenta el cuento.

La buena noticia que trae es que ese hombre [Ecce Homo] es la realeza que todos estaban
esperando, aunque los contemporáneos no lo reconozcan. Una buena y una mala: lo matan. Lo
distingue su falta de distinción, ser un insignificante, juntarse con los débiles, con los pobres,
mirar con desconfianza a los ricos. Es fácil escandalizarse cuando él invita, cuando dice a los
atribulados que los va a aliviar. Por una brusca transfiguración del signo, su insignificancia
puede invertirse en la significación decisiva para mí, si yo confío.

¿Cómo reconocerlo?- pregunta Anticlimacus. Las señales y milagros llaman la atención,


impactan un rato, pero la multitud se aburre pronto y en seguida ya está en otra cosa. La verdad
se nos aparece y desaparece por nuestra atención inestable. Los datos objetivos en los que los
contemporáneos de la verdad podrían reparar nunca son conclusivos, porque la objetividad da
lugar a infinitas consideraciones y derivaciones que siempre patean la decisión: ese hombre
podría ser esto, pero podría también ser lo otro. ¿Por qué aceptar la invitación? ¿Por qué
confiarle? ¿Qué puedo ganar? Y sin embargo, con tantos obstáculos, siempre a punto de caer,
en el instante, ahí está la posibilidad. Ese instante solo puede alcanzarte en soledad, una vez que
se callaron las consideraciones indecidibles del saber objetivo, el reconocimiento recíproco y el
prestigio mundano. La determinación de la verdad, dice Anticlimacus, es que ella es siempre
PARA TI [en mayúsculas en el original]. Para cada singular en soledad, sin apelación posible a
ninguna objetividad, tampoco fundado en ninguna subjetividad, puesto que responde al llamado
de un otro.
“Lo pasado no es realidad para mí -escribe Anticlimacus-; solamente lo contemporáneo es
verdad para mí. Aquello con lo que tú vives contemporáneo es realidad para ti. Y de esta
manera cualquier hombre solamente puede ser contemporáneo: con el tiempo en que vive –y
con una cosa más, con la vida de Cristo sobre la tierra, ya que la vida de Cristo sobre la tierra,
la historia sagrada, se mantiene privilegiadamente por sí misma fuera de la historia.”

En este contexto es donde alcanza su sentido más concreto el singular kierkegaardiano, tantas
veces mal traducido como “individuo”. No se trata de una auto-afirmación de la voluntad ni de
un subjetivismo extremo. Es otra cosa: una dimensión inconmensurable con la historia, la que
no por esto desaparece: pero es puesta en vilo. Cada uno es, en relación con las coordenadas
socio-históricas, uno más en una larga serie, un punto de cruce de fuerzas impersonales, un
ejemplar de la especie. En la perspectiva historicista, cada hombre es casi nada. Pero existe otra
posibilidad: cuando la verdad te mira a los ojos. En ese instante se revela quién sos. No está
escrito en ninguna parte, estás solo ante la verdad para decidirlo. Anticlimacus dice: sólo ante
Dios.

El Jesucristo de Anticlimacus es signo de contradicción: Dios y hombre al mismo tiempo, una


conjunción inconcebible, el gran analizador, el que ilumina con un flash todas tus sombras. No
se trata de un concepto, no es una síntesis en sentido hegeliano de lo divino y de lo humano sub
specie aeterni. La conjunción Dios-hombre es resistente al concepto: lo mejor que puede hacer
el concepto, como escribía Johannes Climacus, es chocar apasionadamente ante su límite y
replegarse. El Dios-hombre no es tampoco un pensador eminente, el autor de una doctrina
verdadera, porque la verdad no es una doctrina, sino un camino y una vida:

“...la verdad, en el sentido de que Cristo es la verdad, no consiste en una suma de


proposiciones, ni en una determinación conceptual y cosas similares, sino que es una vida. (...)
Y por eso la verdad, entendida cristianamente, no es naturalmente lo mismo que saber la
verdad, sino ser la verdad”.

El Dios-hombre es signo de contradicción. Esta contradicción no es lógica ni se resuelve en el


plano de la reflexión. No se la resuelve de ninguna manera, sólo se la puede vivir. ¿Qué
significa vivir la contradicción? Significa que, ante ese prójimo, desconocido, insignificante, no
semejante, otro, en el instante en que se te aparece, se hace patente el pensamiento de tu
corazón. Es decir: ahí se va a ver quién sos. Ese otro te pone ante una encrucijada: creés o te
escandalizás. Creer no es aceptar dogmáticamente una doctrina. Creer es, dicho en término
prácticos, amar a ese desconocido, confiarle. Esta posibilidad de patencia es condición de la
verdad, pero demanda de mi decisión:

“Cuando alguien dice directamente: yo soy Dios, mi Padre y yo somos una misma cosa,
estamos ante una comunicación directa -sigue Anticlímacus-. Mas si Aquel que lo dice, el
comunicante, es este singular (enkelte), uno cualquiera, entonces la comunicación deja de ser
totalmente directa; puesto que no es precisamente muy directo ni mucho menos que un singular
tenga que ser Dios –en tanto que lo que dice es totalmente directo. La comunicación contiene
una contradicción al estar implicado en ella el que comunica, por lo que permanece como
comunicación indirecta, que te enfrenta a una elección: si le quieres creer a Él o no”.

Ser un signo de contradicción: esta es una expresión que Anticlímacus toma de los evangelios,
a la que dota de una potencia semántica inusual. En su condensación de atributos contrapuestos
-debilidad y fortaleza, insignificancia y realeza, intemperie y protección, extravío y encuentro,
indiferencia y don- el otro se vuelve signo no de un conocimiento absoluto, sino de una
interrogación para mí. Viene a descolocar todas las posiciones establecidas, a iluminar los
pliegues oscuros de la comunidad, a proteger a los maltratados, a invitar a los ricos a despojarse
de su fortuna y a destituir a los sabios. Es el gran analizador. Piedra de escándalo para los
judíos -los suyos, los que lo esperaban- y necedad para los paganos. El signo de contradicción
no admite una síntesis superadora: los polos de la tensión subsisten en inestabilidad perpetua.
Cualquier juicio histórico queda suspendido. La verdad ocurre como una conmoción, una fisura
en la pesadez de los muros macizos de los establecimientos. Ante su debilidad manifiesta,
absurdamente, toda estatura mundana se viene abajo y lo caído se levanta. La inestabilidad del
signo que reúne esto y lo otro precipita la revelación de la condición íntima de cada cual. Esta
revelación no ocurre en la esfera de la publicidad sino en el secreto de la soledad. No propicia
ninguna exhibición resonante sino un gesto amoroso silencioso. Esta disposición inmanejable
sacude la historia entera en un instante.

Ni siquiera Dios puede comunicar directamente que él es la verdad, aunque esté delante de mí y
diga: “soy la verdad”. Todavía falta que cada uno se decida. ¿Por qué tendrías que confiar en la
verdad cuando ella te habla? ¿Por qué confiar en un desconocido? No hay por qué: podés
confiarle o no. Podés perfectamente odiar al desconocido, darle la espalda, despreciarlo o serle
indiferente. La condensación de toda estas posibilidades negadoras es el escándalo: la repulsa
de la verdad. Si el singular no advierte esa posibilidad, entonces tampoco puede elegir la fe. La
posibilidad del escándalo es lo que le da seriedad al dilema:

“Lo exigido ahora -dice Anticlimacus- es un modo de recepción completamente definido: el de


la fe. Y la fe es por su parte también una determinación dialéctica. Fe es una elección, de
ningún modo es una recepción inmediata –y el que la recibe es aquel que patentiza si desea
creer o escandalizarse.”

Determinación dialéctica no significa en los textos kierkegaardianos lo mismo que en el


sistema hegeliano. En este contexto significa una circulación de significados contrapuestos y
pendientes de una decisión solitaria Dialéctico es tanto como dialógico: se te dirige una palabra
que no puede entenderse de modo inmediato -una vez más: como Abraham, como Job-, porque
hay un rango de posibilidades en el que tiene que hacerse patente quién sos. No se resuelve en
los conceptos sino que se decide en tu vida; no sucede en el escenario de la historia universal,
no actúa la humanidad: se dirige a vos y vos solo decidís.

En términos epistemológicos, Kierkegaard se vale de Anticlimacus para rescatar una acepción


de la verdad que difiere de modo terminante del concepto usual en la tradición occidental: "Yo
para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad". (Juan 18, 37). Y
Poncio Pilatos acota: "Pero, ¿qué es la verdad?". Anticlimacus comenta, a propósito de este
pasaje:

"¿Cómo podría Cristo esclarecérselo a Pilatos con palabras, cuando la verdad misma que es la
vida de Cristo no le ha abierto los ojos a Pilatos para que vea lo que es la verdad? Parece como
que Pilatos está deseoso de saber, dispuesto a aprender, pero verdaderamente su pregunta es
disparatada del todo, no porque pregunte «qué es la verdad» sino porque se lo pregunta a
Cristo, cuya vida es cabalmente la verdad y que, por eso mismo, en todo momento muestra con
su vida lo que es la verdad con mucha más fuerza que todas las agudísimas y prolijísimas
exposiciones de un pensador".
La verdad no es una doctrina ni el resultado de una investigación. Porque en este relato la única
respuesta verdadera sobre lo que la verdad es consiste no en saber la verdad, sino en ser la
verdad. El ser de la verdad, sostiene Anticlímacus, no es una duplicación directa del ser en
relación al pensamiento -diríamos: la verdad no es una representación, algo que se realice al ser
pensado. La verdad y el error no están confinados en el ámbito de la subjetividad, como
adecuación recíproca entre el objeto y el sujeto -sea del sujeto al objeto, del objeto al sujeto, o
como síntesis superadora de la diferencia entre ambos, según las diversas variantes de la
gnoseología moderna-; ni tampoco en el ámbito de la moralidad, como acomodamiento de mi
conducta a una normativa general. Esta lectura de la palabra de Cristo en los Evangelios que
formula Anticlimacus recusa la concepción moderna de la verdad, desde Descartes hasta
Nietzsche o Husserl, donde la verdad siempre se asienta en un ser pensado. La verdad solo
existe si se hace vida en mí. Por esto, la verdad no puede enseñarse sino vivirse. La verdad es
vida.

La otra determinación decisiva de la verdad es la distinción que se establece entre el camino y


el resultado. Si la verdad fuera un resultado, entonces la diferencia entre el que llega primero a
ella y el que viene después consistiría en que este último puede alcanzar muy rápido el punto al
que el precursor llegó trabajosamente. La llegada del precursor a la verdad eximiría al seguidor
de tener que caminar. Pero si la verdad es el camino, no hay manera de que ningún seguidor
pueda eximirse de recorrerlo porque otro antes lo haya hecho. La verdad no puede enseñarse
sino recorrerse. Cada cual la alcanza solo por primera vez.

Cuando la verdad es no un saber sino un ser, no el resultado sino el camino, "es imposible que
pueda haber ningún acortamiento esencial en la relación entre el precursor y el seguidor,
imposible que lo haya de generación en generación, aunque el mundo durase 18.000 años,
porque la verdad no es distinta del camino, sino que es cabalmente el camino". Por eso la
cristiandad es una estafa, porque finge que la fe es algo que puede transmitirse por tradición.
Por eso, también, Kierkegaard se aparta netamente de toda concepción progresista de la
historia. Porque con cada uno la verdad vuelve a aparecer o a perderse, sin que pueda relevarse
de uno a otro como en una carrera de postas. En lo que respecta a la verdad nadie acumula
puntaje para otros. Incluso uno solo no puede dar por sabida una verdad y dejarla disponible
para volver a ella como a un recuerdo, sino que tiene que vivirla en cada instante volviendo al
inicio. En este contexto, con la verdad como camino y como vida, la noción de recuperación
(Gjentagelse) adquiere su sentido más preciso.

Libertad y posibilidad

Recuerda Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo- que Jesús dijo: “bienaventurado el que
no se escandalizare de mí” [Mat. 11, 6]. No se trata de pasar por el escándalo para llegar a la fe,
como si se recorrieran las etapas de un progreso dialéctico a la manera hegeliana: la diferencia
entre fe y escándalo subsiste en todo momento y es inconciliable, como no pueden serlo otras
dos cosas en la vida humana. No hay conciliación posible, pueden conservarse en una unidad
superior. La fe o el escándalo son las dos posibilidades más distantes que se pueden dar en la
vida y es en la encrucijada entre ambas en la que habita una persona todo el tiempo.

Por eso, en la contemporaneidad late una inquietud que nunca cesa. No existe en el
pensamiento kiekegaardiano un creyente que pueda ponerse a salvo de la posibilidad del
escándalo: si así fuera, junto con esta posibilidad se dejaría atrás la misma fe. No hay tampoco
una iglesia triunfante. Cada uno está siempre en la encrucijada. Por eso dice Johannes Climacus
en Migajas filosóficas: “Si la generación contemporánea de los creyentes no tuvo tiempo de
triunfar, ninguna otra generación lo tiene, puesto que la tarea es la misma y la fe está siempre
en lucha; por ello mientras vuelva la lucha, hay posibilidad de derrota y por ello en el ámbito de
la fe nunca se triunfa antes de tiempo, es decir, nunca en el tiempo.”

El amor: la praxis kierkegaardiana (Escuchar una voz V)


Según la manera habitual de entender la praxis, Kierkegaard no sería un pensador práctico.
Entonces habría que hacer un esfuerzo adicional para buscar si de sus libros se puede
desprender algún tipo de indicación para la praxis. Nada de eso es posible si antes no
desnaturalizamos el sentido que cotidianamente se le asigna a la praxis: ¿qué es la praxis?
Semejante pregunta excede los límites que se propone este texto. Pero al menos nos será
posible desnaturalizar la idea que comúnmente se tiene de Kierkegaard, incluso cuando se
acepta lo que él dice de sí mismo: que es un escritor religioso. ¿Cuál es la praxis
kierkegaardiana, si tal cosa existe?

Hay algunas evidencias al alcance de la mano: por el testimonio que dejó en su última
publicación, El instante, sabemos de su lucha contra la cristiandad, contra esa "monstruosa
ilusión" que se fue cristalizando a través de 2000 años de iglesia cristiana. Esta lucha lo sitúa
dando una batalla en el mundo y contra una determinada institución, la iglesia realmente
existente, como él mismo la denomina: iglesia instituida. Para dar esa batalla, Kierkegaard se
apoya en el cristianismo del Nuevo Testamento. Siguiendo este hilo podríamos preguntarnos:
¿hay derivaciones prácticas que pueden desprenderse de los evangelios? ¿O solo son fuentes de
dichos dogmáticos que reclaman una posición de creyentes?

Remitámomos a lo que en el Evangelio se denomina “el mandamiento principal”. Unos fariseos


están examinando a Jesús. En determinado momento le preguntan cuál es el mandamiento
mayor de la Ley. Él responde:

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es
el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. De estos dos pende toda la ley y los Profetas”. [Mateo, 22, 37-40]

¿Hay en estas palabras sólo una proposición doctrinaria o se trata de una indicación práctica?
Habrá que pensar qué entendemos por amar al prójimo y cómo podría traducirse esta
experiencia en las obras humanas. Kierkegaard se refiere extensamente a esta cuestión en uno
de sus libros decisivos, firmado con su propio nombre, Las obras del amor.
En lo dicho hasta aquí podemos encontrar una indicación muy concreta de la práctica a la que
Kierkegaard eligió dedicar su vida: se propuso con toda su pasión ser un escritor religioso y
para eso renunció a otras posibilidades personales. ¿No hay en su declarada misión de escritor
la idea tácita de un obrar político? ¿Para qué ser escritor, si no es para dirigirse a una
comunidad, más allá de la ciudad de Copenhague, para alcanzarnos incluso a nosotros como
lectores suyos? Si Kierkegaard dedicó toda su energía en desarrollar una obra como escritor,
podemos conjeturar que así reclamaba el contacto con otras personas y mantenía una alta
expectativa por alcanzar a sus contemporáneos, propiamente en su sentido en que todo lector
puede volverse un contemporáneo si una palabra lo interpela. Al escribir pudo construir una
comunidad más amplia y abierta que la de los que se lo cruzaban por las calles de su ciudad: la
comunidad de sus posibles lectores, cada uno de nosotros. Dije en el primer capítulo
de Escuchar una voz que Kierkegaard nunca dejó de invocar a su lector y podemos suponer que
nadie se dedica tan insistentemente a llamar a otro si no espera algo de él. ¿No se juega una
posibilidad, entonces, en el acto de escribir y de leer? Sobre la comunicación de poder y el
poder de la comunicación encontramos ideas muy fértiles en la escritura kierkegaardiana.

Antes de explayarnos sobre la praxis del amor al prójimo que habita en el acto de la escritura,
vamos a detenernos a considerar cómo fue evaluada la posición kierkegaardiana en términos
prácticos y políticos. Vamos a detenernos en un autor que en la primera mitad del siglo xx se
constituyó en modelo paradigmático de recepción adversa a la obra de Kierkegaard: el marxista
Georg Lukács.

La recepción marxista del pensamiento de Kierkegaard: Georg Lukács

En 1964, en el ya citado coloquio organizado por la Unesco, “Kierkegaard vivo”, Lucien


Goldmann fue invitado a exponer las ideas de Lukács sobre el danés. En esa ocasión Goldman
dijo: “si bien Kierkegaard ha sido para Lukács hasta el día de hoy uno de sus interlocutores más
importantes, también es verdad que aquel representó siempre una posición que este último ha
repudiado constantemente”. [Lucien Goldman, “Kierkegaard en el pensamiento de G. Lukács”
en AAVV, Kierkegaard vivo]. Lukács se dedicó a Kierkegaard en todas las etapas de su
desarrollo filosófico. En su libro El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde
Schelling hasta Hitler ubica a Kierkegaard como uno de los principales exponentes del
irracionalismo, porque considera que el danés formuló una respuesta desde el campo
reaccionario a la crisis que a mediados del siglo xix estaba sufriendo la dialéctica idealista
hegeliana. Lukács dice que de esta crisis surgió “la forma más alta de la dialéctica, con la
completa superación de sus limitaciones idealistas, la dialéctica materialista de Marx y Engels”.
Desde su punto de vista, Kierkegaard representa un anticipo de las tendencias irracionalistas y
reaccionarias que florecerían a comienzos del siglo xx: “se trata de un intento típico en la
historia del irracionalismo por frustrar el desarrollo ulterior de la dialéctica mediante la
tergiversación del verdadero problema que en cada período señala el camino hacia adelante”.

Para entender este “repudio constante” hay que trazar el escenario de ese drama en el que Hegel
y Marx son protagonistas principales y Kierkegaard una especie de despreciable actor de
reparto. Lukács sostiene que Hegel tuvo la importancia de haber reducido a conceptos –si bien
a través de una filosofía idealista, lo cual para un marxista como él será una sería una evidente
objeción- las determinaciones y conexiones dialécticas más importantes de la realidad. El
aporte principal de Hegel sería así su concepción de la historia universal como ámbito del
despliegue del sentido de la realidad. La verdad es el resultado de un proceso histórico. Cada
individuo, cada pueblo, cada realización cultural, son momentos de ese despliegue. El sentido y
la verdad de esos momentos particulares sólo pueden alcanzarse en la unificación: la síntesis
conceptual que hace el Espíritu (entendido universalmente como espíritu de la humanidad en su
conjunto y no como subjetividad individual) de la totalidad de ese despliegue histórico, la
Historia Universal. En su particularidad, cada individuo, cada pueblo y cada época son
momentos del despliegue que solo tienen una realidad y una conciencia relativas; pero al
mismo tiempo son instrumentos involuntarios del trabajo del Espíritu, que excede sus
intenciones particulares. La falta de una conciencia total del proceso constituye la abstracción,
la finitud y la irrealidad de esas expresiones particulares. Sólo cuando son pensadas como
momentos de un devenir dialéctico guiado por el trabajo interno del Espíritu, es decir, cuando
son unificadas por el pensamiento en el elemento concreto y único de la Historia Universal,
sólo entonces, los individuos, pueblos, realizaciones culturales y épocas adquieren su verdadero
sentido, que no será el que ellos creían saber.

Hegel dice en su Filosofía del derecho: “La historia universal es un juicio, porque en su
universalidad que es en sí y para sí, lo particular, los dioses lares, la sociedad civil y los
espíritus nacionales en su variada realidad son sólo como algo ideal, y el movimiento del
Espíritu en este elemento es mostrar ese algo ideal”. Las particularidades de los individuos y de
las naciones existentes poseen una realidad y una conciencia de sí limitadas, pero son medios
por los cuales el Espíritu del mundo produce su Juicio y deviene absoluto. La historia es la
realización del Juicio Universal que dota a estas particularidades de su verdad.

Lo que Hegel entiende por Historia Universal no debe confundirse con el simple despliegue
exterior de los hechos históricos. Esto constituye un paso necesario de ese desarrollo pero, por
su exterioridad, carece aún de verdad. La universalidad es la manifestación para sí de la
Historia: esto quiere decir: hay historia sólo cuando hay una conciencia que unifica los hechos
y descubre así su sentido absoluto. Lo que la hace devenir universal es la conciencia una ante
la cual se manifiesta: es en el ámbito de la conciencia donde la Historia se unifica y
universaliza, negando, conservando y superando la relatividad de los momentos históricos
particulares, relativos y finitos. Estas particularidades de los individuos, los pueblos y las
épocas son la inmediatez desde la que “se produce el Espíritu del mundo como ilimitado”. La
Historia es, absolutamente, auto-manifestación del Espíritu. “Para sí” indica que el Espíritu se
despliega y se absuelve en sí mismo a sí mismo.

Para el marxista Lukács hay algo que conservar y algo que superar en la concepción hegeliana
de la historia. Según sostiene, la dialéctica idealista de Hegel mistifica -es decir: distorsiona y
oculta- su origen, al atribuir a las categorías lógicas del pensamiento un auto-movimiento,
como si ellas no dependieran de nada más que de sí mismas, cuando para el materialismo
lukacsiano sólo son una abstracción del movimiento de la realidad objetiva. Es la realidad
objetiva misma la que se desenvuelve dialécticamente y no el Espíritu lo que se expresa a
través de ella. Lukács sostiene que la realidad material y objetiva se despliega por sí sola y
que a posteriori el pensamiento humano viene a reflejar ese movimiento en la filosofía
dialéctica. Así reconoce la validez de la dialéctica hegeliana como reflejo de la dialéctica real
que ya se encuentra en la naturaleza, pero le reprocha a Hegel el idealismo que significa
suponer que es el Espíritu el que se despliega en ese proceso de la Historia. La dialéctica
subjetiva refleja, en el conocimiento humano, a la dialéctica objetiva de la realidad.

Lukács, apoyándose en una cita de Marx, afirma que sólo se trata de operar una inversión del
idealismo hegeliano, manteniendo su carácter dialéctico: “Lo que ocurre es que en él [en Hegel]
la dialéctica aparece invertida, vuelta del revés. No hay más que darla vuelta, mejor dicho
enderezarla y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional”. [Karl Marx, El
capital]. Es la relación reflejo-reflejado que se establece entre la lógica y la realidad la que le da
verdad al pensamiento, al contrario de Hegel, para quien el pensamiento da sentido, valor y
verdad a la mera exterioridad de los hechos objetivos. Los defectos de la lógica hegeliana se
superan mediante la captación científica de aquel movimiento real, cuyo reflejo es el
movimiento lógico, estableciendo así la relación adecuada entre la realidad (lo reflejado) y la
lógica (la imagen refleja).

Va más allá de los límites de este texto determinar si lo que proponen Marx y Lukács (en el
caso de que propongan lo mismo) puede lograrse por la sola inversión del idealismo hegeliano.
¿Cómo puede fundarse el carácter dialéctico de la realidad objetiva, si no se presuponen de
antemano las categorías de la lógica dialéctica? ¿Podría hablarse siquiera de la objetividad de la
dialéctica si antes este concepto no hubiera aparecido en el idealismo hegeliano? ¿Se podría
acceder objetiva y científicamente a un presunto movimiento dialéctico de lo real prescindiendo
de la metafísica idealista? ¿Qué criterio epistemológico puede validar esta “captación
científica” del movimiento de lo real sin acudir a un a priori metafísico ni caer en un
empirismo grosero? ¿Cómo accede la ciencia, entendida en el sentido lukacsiano, a la verdad
de la realidad objetiva? ¿O esta afirmación de la dialéctica de lo real es un axioma
incuestionable, algo autoevidente e imposible de ponerse en duda? ¿No se esconderá detrás de
este círculo un malentendido en torno a la acepción hegeliana del Saber Absoluto
(Wissenschaft) y una equívoca sustitución de su significado por un empirismo a-crítico? Dejo
estas preguntas en suspenso para otra oportunidad.

Para lo que ahora me propongo, resulta suficiente explicitar el contexto en el Kierkegaard es


calificado como irracionalista. Volvamos a Lukács: los pensadores burgueses del siglo XIX -
eso es lo que Kierkegaard es para él-, por su propia situación de clase, aprovechan la crisis de la
dialéctica idealista para desandar el camino en el que Hegel había avanzado, sin
seguir progresando racionalmente hacia la dialéctica materialista. Abandonan el camino de la
racionalidad y se dirigen hacia el irracionalismo. En el Kierkegaard de Lukács esto supone la
suplantación de la dialéctica por una pseudodialéctica subjetivista que renuncia a captar la
racionalidad objetiva de la historia. Kierkegaard fundaría su posición, entonces, en “el
individuo mentalmente aislado de la historia y de su comunidad” y estatuiría un “solipsismo
moral”. El individuo kierkegaardiano establece una relación de contemporaneidad con Cristo
que pasa por alto -siempre según Lukács- los 2000 años de historia que nos separan de él. El
hecho histórico “Cristo” es, en la interpretación lukacsiana de Kierkegaard, un hecho absoluto,
al cual el individuo como tal se vincula absolutamente, sin mediación de la historia. La historia
nunca puede otorgar una prueba decisiva a la fe, porque la historia es en el Kierkegaard de
Lukács un saber basado en la aproximación indefinida y siempre indecidible. Dado que “El
paso mismo de Cristo por la tierra constituye el punto culminante del incógnito, ¿por dónde -se
pregunta Lukács- va a saber la subjetividad religiosa a quién y en qué actos o intenciones debe
prestar acatamiento?”. La incognoscibilidad de la historia, su incapacidad para decidir algo
acerca del único hecho que para Kierkegaard verdaderamente importa, son, a los ojos del
marxista húngaro, enteramente solidarios con el repudio kierkegaardiano del conocimiento
objetivo y su necesidad de borrar toda huella de objetividad. Por eso, dice él, el cristianismo
kierkegaardiano no puede fijarse en una doctrina que sea comunicable. Confinado en el abismo
mental del individuo, Kierkegaard rechazaría toda experiencia comunitaria.

Kierkegaard -concede Lukács- era subjetivamente honrado, pero su condición de pensador


burgués lo hicieron incapaz de llevar a cabo una crítica correcta del idealismo hegeliano, crítica
que llegará a feliz término solo en “el desarrollo materialista de este concepto a través de Marx,
Engels, Lenin y Stalin”.
Subjetivismo extremo, solipsismo, negación del carácter racional de la historia y negación de la
historia misma, borramiento de los lazos comunitarios son las notas distintivas del
irracionalismo que Lukács atribuye a Kierkegaard.

La comunicación de poder

No es casual que la recepción que hizo la izquierda marxista en la primera mitad del siglo XX
(de la cual Lukács es uno de los primeros y principales exponentes, que inmediatamente
inspiraría al joven Adorno) muestre una radical incomprensión de todos los conceptos claves
del pensamiento kierkegaardiano: esta recepción no tiene en cuenta el planteo acerca de la
comunicación indirecta como comunicación de poder, diferenciada de la comunicación directa
como comunicación de saber; no presta atención a la estrategia de los pseudónimos en el
despliegue de la comunicación indirecta, por lo que le atribuye erróneamente a Kierkegaard
todas las proposiciones de Víctor Eremita, Johannes de Silentio, Constantin Constantius,
Johannes Climacus, y Vigilius Haufniensis –autores respectivamente de O lo uno o lo
otro, Temor y temblor, La repetición, Migajas filosóficas y el Postcriptum y El concepto de
angustia-; cita indistintamente el diario personal, las obras pseudónimas y las firmadas por su
propio nombre para armar un remedo de sistema kierkegaardiano que desbarata la meditada
arquitectura que Kierkegaard quiso dar al conjunto de su obra; esquiva cuidadosamente el
difícil y decisivo concepto de recuperación (Gjentagelse), acuñado como alternativa a la
mediación hegeliana; y confunde constantemente la posición del singular (Enkelte) con la de un
individuo aislado en su subjetividad; desdibuja la noción kierkegaardiana de contemporaneidad
como rasgo distintivo de la verdad y le atribuye una negación abstracta de la historia, negación
encerrada en una eternidad fantasmagórica que confunde con un idealismo tosco, ajeno a la
potencia práctica que la contemporaneidad tiene en Kierkegaard.

Todo esto permite configurar un Kierkegaard al alcance de sus cazadores: reaccionario,


individualista extremo, renegador de toda posibilidad de encuentro entre humanos, preocupado
por el interés egoísta de la salvación individual, irracionalista, defensor de valores aristocráticos
que exaltan a los individuos “elegidos” frente a la degradación de la “multitud”. Es decir: un
concentrado de todo lo que el pensamiento progresista repudia. Para reducirlo a una versión
rancia del idealismo metafísico hace falta desconocer precisamente sus aportes más originales.

Esta reducción de las posiciones kierkegaardianas se hace a partir de una naturalización del
concepto del poder, de la historia, de la posibilidad de conocer la historia científicamente y de
la posibilidad de obrar para hacer avanzar la historia hacia una creciente racionalidad, como si
todos estos conceptos fueran comprensibles por sí mismos y sólo hubiera que optar por ponerse
al servicio de las fuerzas progresivas u oponerse irracionalmente a ellas. Lo que queda afuera
de estos discursos que reducen el pensamiento a nociones políticas acríticas es una auténtica
interrogación por la naturaleza del poder y un escandaloso olvido por el propio poder
encarnado en el discurso que se ejerce. Porque si siempre y en todos los casos se trata de una
lucha por el poder, ¿cuál es el poder que se pone en juego al enunciar estas teorías políticas?
¿Qué poder se ejerce, cómo aparece y qué es lo que queda oculto cada vez que se habla
teóricamente en nombre del progreso, de la historia y la sociedad, de la racionalidad y del
conocimiento objetivo, cada vez que se toma a Kierkegaard o a cualquier otro como objetos
clasificables en la cuadrícula de las fuerzas políticas? Al decir, por ejemplo, que Kierkegaard es
individualista, burgués, reaccionario: ¿desde qué posición autoerigida en árbitro de la
racionalidad se puede hacer accesible la validez de semejante juicio? ¿Un discurso se pone del
lado del progreso siempre que denuncie a otro como reaccionario y por el sólo hecho de
denunciarlo? ¿Cómo procesa ese juicio su propio poder? ¿O sólo puede enjuiciarse el poder del
discurso de otro?

Kierkegaard no realiza lo que para Lukács había que realizar: la inversión de la tendencia
idealista del sistema hegeliano. En una obra temprana de Kierkegaard, Johannes Climacus, o
De omnibus dubitandum est, sólo publicada póstumamente, el narrador de la misma parece
anticiparse a responder negativamente al reclamo de Lukács:

“A quien suponga que la filosofía jamás ha estado tan cerca como ahora de resolver su
problema (de explicar todos los secretos) puede que le parezca raro, rebuscado y hasta ofensivo
que yo elija la forma narrativa, en vez de dar una mano, dentro de mis humildes posibilidades,
poniendo la piedra que concluya el sistema. Por otro lado, aquel que se haya convencido de que
la filosofía nunca ha estado tan fuera de su centro como ahora, tan confundida pese a todas sus
determinaciones (...), a ese le parecerá correcto que yo trate, aun por medio de la forma, de
contrarrestar la detestable falsedad de la filosofía moderna (Johannes Climacus o De omnibus
dubitandum est, Serpent’s Tail, London)”.

Escrito probablemente en el invierno de 1842/1843, este texto elige la forma narrativa frente al
discurso sistemático y hace hablar en primera persona a Johannes Climacus, que años después
se constituirá en uno de sus principales pseudónimos de Kierkegaard, el autor de Migajas
filosóficas y del Postcriptum. Hay que remarcar la temprana decisión de Kierkegaard de poner
en marcha, por medio de la forma narrativa, el dispositivo de la comunicación indirecta. Esta
audacia formal contra la voluntad de sistema, en medio del predominio hegeliano, equivalía a
quedarse fuera del paradigma dominante en su época y en su medio cultural.
Ya en la forma discursiva que se usa para comunicar se juega el poder de la intervención de un
pensador sobre la realidad. Hay un rigor en la entonación (Stemning) que se adopta para
comunicar. Hay que pensar en la escritura como acto de enunciación, en sus posibilidades y
límites. Hay que romper con la ilusión de que todo puede decirse. Hay que denunciar la
posición del que escribe desde una simulada neutralidad que borra las huellas de la
enunciación. Hay que pensar en el lector, dirigirse personalmente a cada uno que pueda leer,
apelar al ser posible, es decir, al poder del lector, que nunca es un mero “receptáculo” de un
saber trasmitido. Hay que abrir con la escritura una brecha de silencio en la cual el lector pueda
instalarse para decidir él mismo lo que le concierne como lector.

Vuelvo a las preguntas del comienzo: ¿quién habla en los textos filosóficos y desde dónde lo
hace? ¿qué puede hacer el que lee con la comunicación que se le dirige? Con Kierkegaard, la
filosofía abandona toda ingenuidad sobre la práctica de la escritura y del decir teórico, porque
el danés escribe pensando, piensa escribiendo; y supone que lo mismo puede hacer el lector:
leer pensando y pensar leyendo.

La escritura kierkegaardiana no re-presenta, no refleja ni reproduce una verdad, sino que la


pone en acto en el propio texto. La verdad que vive en la escritura tiene el ser de la posibilidad.
No puede decirse mejor que como lo hace el propio Kierkegaard, cuando distingue la
comunicación directa como “comunicación de saber” de la comunicación indirecta como
“comunicación de poder”. En la comunicación de saber, impersonal y objetiva, con pretensión
científica, “no actúo lo que expongo, no soy lo que digo, no doy a la verdad expuesta la forma
más verdadera de ser existencialmente lo que digo: yo solamente hablo de ella”.[S.
Kierkegaard, La dialéctica de la comunicación ética y ético-religiosa, Pap., VIII B2 89]. En la
comunicación de saber se borra el ser del que escribe y del que lee en favor del predominio del
objeto acerca del cual se habla. Y se escabulle el ser mismo de la escritura. No se deja ser al
texto lo que siempre es: posibilidad. Esta es la clave de la comunicación indirecta: Kierkegaard
la denomina “comunicación de poder”. Hace falta recordar lo que ya dicho: en Mi punto de
vista Kierkegaard expone su estrategia de escritor destinada a instalar decisivamente la cuestión
de la verdad en una comunidad que él supone presa de la ilusión. ¿Cómo se instala lo decisivo?
¿Cómo dirigirse al que se aferra al engaño? ¿Cómo escribirles a los que están consolidados en
la ilusión? Estas preguntas exceden el propósito particular de Kierkegaard, el problema que él
identifica como el principal de su obra: cómo llegar a ser cristiano. Uno puede sentirse
concernido por este problema o no. Pero los estudios académico-filosóficos se mostraron
ineptos para pensar en el poder del discurso o se entregaron a pensarlo sólo teóricamente, como
si la filosofía estuviera condenada de antemano al discurso teórico, a la comunicación de saber.
Con dictaminar que Kierkegaard fue políticamente esto o aquello, con transformarlo en un
objeto de nuestro presunto saber, con hacerlo ingresar en una cuadrícula, con todo eso
seguramente no le hacemos ningún favor al pensamiento ni a la política; ni a Kierkegaard ni a
nosotros mismos. Lo que un pensador puede darnos es la oportunidad de pensar con él y, más
que nada, la de pensarnos. Si hablamos de política, hay toda una política en esto de dar por
buenas nuestras nociones comunes para juzgar la posición de otro; hay toda una política en
sustraer nuestra propia posición cuando teorizamos o juzgamos la política de un pensador.
Corremos el riesgo de olvidarnos de que, en estas ocasiones, lo que decimos acerca de las
derivaciones políticas del pensamiento kierkegaardiano termina por alcanzarnos
indefectiblemente: más que la posición política de Kierkegaard, lo que aquí se hace patente
es nuestra propia política. Ser autor, profesor, sacerdote, juez, periodista, político o politólogo,
dirigir un mensaje a los contemporáneos, son ejercitaciones del poder de la comunicación.
Kierkegaard no es un teórico del poder en sentido clásico; sin embargo, muy pocos autores
antes que él pusieron en cuestión la praxis de la escritura como una posición de la existencia y
una interpelación a la comunidad. Ninguno antes que él cuestionó en acto su propia autoridad.
Y debe haber pocos autores que hayan planteado con más agudeza y originalidad el vínculo que
liga a un escritor con sus lectores, es decir: con nosotros. Es como si Kierkegaard estuviera
preguntándome todo el tiempo: lector, ¿qué haces al leerme?

La doble acepción de “poder”

Es preciso reparar en la doble acepción con que en castellano usamos la palabra “poder”. Por
un lado, la pensamos como una praxis de dominio, de fuerza, de dirección que se impone sobre
la realidad o sobre nuestros semejantes. Por otro, también puede ser pensada como
“posibilidad”. En esta acepción, se la suele confinar al campo de la lógica: lo posible es
siempre degradado a lo “meramente posible”, opuesto a lo lógicamente imposible por
contradictorio, distinto e inferior a lo real y efectivo y casi un vapor de nada ante el poder
ineludible de lo necesario. Por lo general, no se nos ocurre que en nuestra lengua las dos
acepciones de “poder” estén indicando una conexión interna. Ya dije que uno de los más
originales aportes de Kierkegaard a la filosofía es su máximo esfuerzo por pensar el ser como
posibilidad. El ser humano como ser posible: no un despliegue imaginario de las cosas que
“podríamos” ser, sino la singularidad de cada persona como su posibilidad única e
intransferible, con la temporalidad propia del instante y no de la Historia Universal. Si yo me
pienso en la Historia Universal soy casi nada, apenas un extra de una película con un reparto
multitudinario. Si yo me pienso en el instante, mi ser es posibilidad y el peso de mi decisión es
infinito. Contra quienes pretenden reducir el singular a un mero individuo encerrado en su
abismo mental, la singularidad no puede ser separada de su posibilidad intransferible y ésta de
su dimensión temporal: el instante; de su posibilidad más propia: la recuperación, a través del
amor al otro.
En la posibilidad radica la angustia de ser; el riesgo y la esperanza del ser. El captarse como
posibilidad es una experiencia inconmensurable, porque nos sitúa en el instante, no como un
punto de cruce de fuerzas histórico sociales, ni como ejemplar de una especie, ni como “caso”,
sino como una singularidad irrepetible, irremplazable, decisiva. No como instancia relativa de
un desarrollo que empezó antes y seguirá después, en el drama de la Historia Universal. No:
como soledad radical, con la que algo empieza y con la que algo termina definitivamente; en
lenguaje kierkegaardiano: empieza y termina eternamente. Esta manera de hablar nos resulta
excéntrica en el contexto actual, cuando llegamos a convencernos de la irrebasabilidad de
nuestro ser histórico-social, en el que lo natural es verse a sí mismo como un punto en un
cuadro general. Pensarse como posibilidad y no como un mero caso es pensarse como poder:
como poder ser. Por eso, Kierkegaard nos brinda la posibilidad de repensar el poder en otros
términos que los del pensamiento político clásico: no como instauración de un estado, no como
dominio ni como voluntad de poder, no como técnica ni como imposición sobre la naturaleza y
gobierno de los otros, sino como posibilidad arraigada en el ser cada cual un yo; o mejor:
en llegar a serlo. Además Kierkegaard proyectó su propia escritura en correspondencia con
esta posición. Es decir: puso en juego su pensamiento acerca de la singularidad, del instante, de
la comunicación de poder y de la recuperación en su propia obra. Si la cuestión clave de su
filosofía es cómo llegar a ser singular, la respuesta que dio prácticamente está en su escritura.

El amor al prójimo

“Supongamos entonces que un escritor religioso ha considerado profundamente esta ilusión, la


Cristiandad, y ha resuelto atacarla con todo el poder a su disposición (con la ayuda de Dios,
quede bien sentado), ¿qué tiene que hacer, pues? Ante todo no impacientarse. Si se impacienta,
arremeterá contra ella y no logrará nada. Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una
persona en su ilusión y al mismo tiempo la amarga. Pocas cosas requieren un trato tan
cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla. Si algo obliga a la futura presa a
oponer su voluntad, todo está perdido. Y esto es lo que logra un ataque directo, y además
implica la presunción de requerir a un hombre que haga a otra persona, o en su presencia, una
concesión que puede hacer mucho más provechosamente a sí mismo en privado. Eso es lo que
logra el método indirecto, el cual, amando y sirviendo la verdad, lo arregla todo dialécticamente
para la futura presa, y luego se retira tímidamente (porque el amor es siempre tímido), para no
presenciar el reconocimiento que él se hace a sí mismo, a solas frente Dios, de que ha vivido
hasta entonces en una ilusión.” [Mi punto de vista]

La extensión de la cita está justificada porque en este párrafo se muestra como nunca la
articulación que hace Kierkegaard entre su misión de escritor en relación con los lectores, el
método de la comunicación indirecta, su noción del rol del escritor en una comunidad, su
concepción de la verdad como algo que concierne a cada singular y, notoriamente, su apuesta
por una praxis de amor al prójimo. ¿Podemos hablar entonces de una praxis kierkegaardiana?
Él no se propuso “describir el mundo”, sino tocar a cada lector suyo para moverlo. No declaró
querer transformar la realidad, sino que quiso hacer que la experiencia de lectura de sus obras
no pueda dejar al lector quieto. Lo pensó como una tarea amorosa.

En Las obras del amor, que Kierkegaard firmó con su propio nombre, desarrolla un extenso
análisis sobre el mandato cristiano de amar al prójimo, el ya citado mandamiento principal:
"Ama al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases más repetidas y menos comprendidas en
dos mil años de civilización occidental y cristiana -lo que él denominó la cristiandad- es
desplegada en su libro a través de centenares de páginas en las que se detiene a analizar
minuciosamente cada mínimo matiz de la expresión: el amor, el prójimo, el sí mismo, el hacer
del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y, recíprocamente, el de amarse a sí
mismo no con amor egoísta, sino como se ama a un prójimo. La pregunta por las obras del
amor -es decir: por la dimensión práctica que conlleva, por “los frutos” por los cuales se
reconocerá al amor- cuestionan las nociones asentadas por siglos, lo que el sentido común
terminó por cristalizar como una versión banal del amor predicado por Cristo en los
Evangelios.

Lo que hace Kierkegaard en este texto decisivo es desmontar el discurso amoroso tradicional,
hacerlo estallar en sus numerosas y problemáticas connotaciones, volver a leer el texto original,
el mandamiento del amor, para recuperar la experiencia que, bien comprendida, puede dar
lugar a un escándalo. Para eso hay que precaverse por los posibles desvíos e incomprensiones
que el mandato del amor al prójimo sufrió en siglos de rutina eclesiástica y moralismo. Amar al
prójimo, recuerda Kierkegaard que dice el Evangelio, no es simplemente amar al semejante, no
es amar a los nuestros porque son nuestros, es decir, porque nos pertenecen. Amar al prójimo
no es amar a una persona por sus excelencias, por sus virtudes o por el bien que nos hace,
porque si la amamos de esa manera, la amamos en función de un interés egoísta. Amar al
prójimo no es preferir a uno por determinadas cualidades, las que nos convienen; eso es tan
sólo amor de preferencia y ese amor de preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se
convierte en odio ni bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.

El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el objeto amado,
es decir, mientras el objeto de nuestro amor sea así o asá, porque nos haga bien o nos dé placer.
Al prójimo se lo ama por amor y por nada más:

“El simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su objeto, sólo el amor
al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de esto radica en el hecho de que el
prójimo es cada umano, absolutamente cada humano, de suerte que todas las diferencias quedan
eliminadas del objeto y por eso cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no
admite ninguna determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con otras
palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta la más alta perfección?
Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna otra cosa distinta, entonces esta
otra cosa representa en la misma relación como una sospecha contra el amor, como si este no
fuese lo suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la
eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta predisposición enfermiza. Y,
consiguientemente, en esa sospecha habita escondida la angustia que hace que el amor y la
amistad dependan de su objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de
llevarnos hasta la desesperación”. [Las obras del amor]

En este pasaje aparece la desesperación que produce el amor estético, tal como ha sido
planteado en La repetición, es decir, el amor amenazado por el hastío, que puede derivar
fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el objeto amado, por las razones que fueran,
ya no nos gusta. La clave para que exista el amor al prójimo consiste en romper con el amor de
preferencia. Este último es un vínculo entre un amante y su objeto amado. Esa relación
establece un circuito que lo único que hace es alimentar un egoísmo recíproco: nos amamos en
tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre dos, y por lo tanto una relación
especular, de reflejo, en el cual uno busca anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende
del otro, y el amor del otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el
amado dicte la ley del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente
insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación. Esta
acepción del amor de preferencia puede remitirse sin demasiado forzamiento a la lucha a
muerte de las autoconciencias contrapuestas por el reconocimiento del otro, que deriva, como
desarrolló Hegel en la Fenomenología del espíritu, en una dialéctica del señor y el siervo. El
amor al prójimo es una cosa muy distinta.

¿Cómo se rompe el círculo de la preferencia y la desesperación? La clave está en la instancia


de un tercero que sea Otro, un des-semejante que rompe con este juego de espejos. Este tercero
es el amor mismo. Además del amante y del amado está el amor. La relación del amante y el
amado se ancla en el amor. A la pregunta por quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos
responder con una fórmula especulativa ni con un aserto teórico: la apertura que plantea Las
obras del amor es de índole práctica: el amor es el tercero que quiebra el juego especular entre
dos amantes que tan sólo se prefieren hasta que se aburren, dejan de hacerlo y pasan a odiarse.
El prójimo es el insignificante, al que vas a amar no porque sea especial, sino porque es; es
decir: por amor.

El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se asienta en una identificación. La


identificación es el amor propio, el mecanismo por el cual cada sujeto busca el reconocimiento
del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí mismo, que se ve a sí mismo en el
espejo del otro. Esta búsqueda del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena
una inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese encierro es
un otro, es decir: des-semejante de los amantes. El amar al prójimo como a ti mismo viene a
romper con el más conocido amor al semejante. Así es como se plantea en el Evangelio.
Cuando Cristo manda: ama al prójimo como a ti mismoestá citando un pasaje del Antiguo
Testamento [Levítico, 19, 16-18]. Se lee:

“No andéis difamando entre los tuyos; no demandéis contra la vida de tu prójimo. Yo Yaveh.
No odiéis en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues por
pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los
tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al hermano, al que
es como yo. ¿Esto implica que la necesidad de amor se agota en los míos, los cercanos, los
próximos? Se trataría entonces de un amor de preferencia: prefiero a mi hermano antes que a un
desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi
enemigo. Así el prójimo sería solo el próximo y el parecido a mí.

Pero unos renglones más abajo el Antiguo Testamento dice:

“Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al forastero que
reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo,
pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”.

Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría entender que esa
obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a vosotros”, es decir, que se volvió un
vecino y en razón de esa vecindad está cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo
que alega Yaveh es que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la
razón para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero, sino el
hecho de que forasteros somos todos.

En el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se alteran de una manera


paradójica y escandalosa. Se transfiguran. Jesús vuelve sobre esas antiguas palabras pero
trastorna los significados lineales de proximidad y lejanía, introduce la ajenidad entre los que se
encuentran cerca, la extrañeza entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor
entre los enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien diría
que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual de estas palabras:

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he
venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y
enemigos de cada cual serán los que conviven con él”. [Mateo 10, 34-36]

El cercano, el hermano, el próximo se vuelven de pronto enemigos. Hay un pasaje que


constituye la ruptura radical con el amor de preferencia:

“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad
a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si
amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? ¿Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No
hacen eso mismo los gentiles?”. [Mateo 5, 43-47]

La piedra de toque de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado o
el bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de amar al enemigo, es decir, a aquel
cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada, al que amo solo porque es mi
prójimo aunque sea mi enemigo. En esta figura del enemigo amado está cifrado una vez más el
problema ya planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿por qué razones habría que amar a
Jesús? ¿porque es elocuente, porque hace milagros? Anticlimacus dice que Cristo es el
incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún atributo exterior por el cual pueda ser
reconocido como el amor. Y sin embargo este prójimo es el amor. No hay manera de
reconocerlo sino amándolo. No se trata de ningún reconocimiento por el cual “yo me doy
cuenta de lo que vos sos y entonces te amo”. El acto de amor invierte la condición: el amor hay
que ponerlo antes. Si lo amás, entonces aparece el prójimo. El amor precede al amante y al
amado.

El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor una despliegue y una
riqueza que no se pueden suplir por una breve síntesis. Pero se hace evidente que esta
problemática es un punto de confluencia de toda la obra kierkegaardiana. No es que este libro
resuelva todos los dilemas que en el resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos
pendientes, porque el amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera
porque en las llamadas obras estéticas el autor exploró el callejón sin salida de la angustia ante
la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas comunitarias, el egoísmo, la
desesperación y la percepción del sinsentido de la existencia. No es para anular esta
problemática de la finitud que se apela a una sencilla fórmula del amor. La obra
kierkegaardiana despliega todo el repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse
y deja en manos de cada lector la posibilidad de encontrar una puerta que está abierta sólo para
él o que se cerrará para siempre.

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