Elsa Osman Los Cuentos Del Lobisón
Elsa Osman Los Cuentos Del Lobisón
Elsa Osman Los Cuentos Del Lobisón
Eise Osman
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ropa queda en el suelo, ahí no más tirada; dicen que el alma del
crestiano queda entre sus ropas, mientras el animal sale corriendo
desaforido de desesperación.
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-Mama, no piense tanto en lo mesmo que el mal del lobisón
se le puede adentrar a usté. Cerca de la casa ' e mi comadre anda
uno, parece lobisón 'e pueblo, y debe ser no más grande, barbudo,
medio lobisón, medio hombre, parece que ha parau ahí.
Las manos negras, como ' e cuero, la cara mala, pero eso sí,
no mata a naide, dentra a laj casa, pide loj documentos y se va.
-¡Ajá! ¿Y cuando la OIga? Ellas eran las hijas de gente rica,
tenían una casa grande con muchísimas puertaj. La OIga era una
linda moza. Una noche había fiesta en el pueblo y como entuavía
los padres no se habían enterau que a la muchacha le daba el mal,
se prepararon pa' dir al baile y se empaquetaron todos pa' la
reunión. Cuando salieron no lej alcanzaba el campo pa' caminar,
siete gurisas hermosas de tacos altos entre los yuyos, parecían
gringas pisando güevos por el cuidau que ponían cuando andaban
y en eso iban, conversando entre ellas, cuando vieron los perros
que se les abalanzaban juriosos, los ojos brillosos como brasas en
la escuridá. Entonces a todos les jue agarrando miedo, que cada
vez se iba haciendo más grande. Asustaitas si agarraron de las
manos, los perros se abalanzaron y una de ellas gritó ¡la OIga!,
¿ande está la OIga? Se contaron, se nombraron, se santiguaron,
pero la OIga no estaba, no decía nada. ¿Qué iba a decir la pobre, si
estaba entre ellas bramando disesperada?, mientras laj otrajuían
dispavoridas, muertas e'miedo por culpa de ese bulto'e juego que
se golpiaba en el suelo y daba güeltas y güeltas como un remolino
endiablau, largando juego pa'tuitos lau y gritando como un animal
dispavorido.
Un di repente el juego se apagó y una hermosa yegua blanca
salió disparando por el campo. Entonces el padre se dio cuenta y
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empezó a llamar y llamar y la yegua se le acercó porque dicen que
entienden todo.
El entendimiento del crestiano les queda, pero pierden el
habla. La jue llamando dispacio, dispacio hasta que la agarró, la
llevó pa'la casa y la encerró con candau. Dicen que gritó tuita la
noche y loj perro ajuera no dejaron dormir a naide. Al otro día
cuando jueron a ver la yegua, la .encontraron a la OIga desnudita,
como cuando Dios la echó al mundo. En cuanto apareció la luz del
día se había güelto crestiana de nuevo. En el campo encontraron la
ropa y desde ese día el padre puso candau y barrotes de fierro en
tuita la casa. Y cuando llegaba el viernes fatal, el pobre viejo
lloraba apretau a los barrotes, mientras el arte de su hija lo dejaba
pasmau de espanto.
Dicen que una noche él se pegó un tiro en la cabeza en el
momento mesmo que la hija se golvía lobisón. Pero antes había
tapialau una parte grande del campo, pa'que su hija juyera pa'ali-
viarse sin que naide la viera. Y en el portón puso candau muy
grande, y cuando el viejo no estuvo más, los que pasaban veían
tuitos los viernes, muy temprano, a la propia OIga, poniendo Con
cuidau dos o tres güeltas de yave pa' no juir ella mesma cuandc le
viniera el mal ¿Qué será ese mal?, digo yo.
Si Dios me hubiese mandau ese arte a mí, pa' juir de noche y
perderme en el monte ... Y no tener que golver nunca, nunca más a
burríar por un zoquete de carne. Y güeno, en eso pienso cuando
veo a mi viejo medio muerto y al pobre pilético de mi'hijo.
Manuela terminó su relato y los peones continuaban
hablando y hablando, interrumpiéndose unos a los otros; eran
tantos, tantos que hubieran podido continuar durante infinitas
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noches contando sus historias. Pero los visitantes estaban
cansados y pidieron permiso para retirarse a descansar. Se
pusieron de pie, saludaron, y lentamente se fueron alejando de la
cocina.
La noche estaba oscura y lluviosa; como doña Florencia
tenía miedo, tomó del brazo a su marido para sentirse más segura.
La puerta de la cocina daba directamente al campo, los
perros comenzaron a ladrar y la pareja se apresuró a entrar a la
estancia. Don Silvestre, el visitante, trataba de alumbrar el camino
con un candil, no conocía muy bien la disposición de las
habitaciones.
No bien la puerta se cerró detrás de ellos, oyeron unos
quejidos.
-¿Qué es eso? -se asombró la mujer-, ¿oís lo que yo oigo?
-Sí, sí -respondió el marido-, pero no te preocupes, estos
peones han querido asustamos.
-Pero no -insistió la mujer-, escuchá. Parece que vienen
de aquel lado.
-Acompañáme, veremos qué es.
-¡No!, yo tengo miedo -dijo la mujer.
-Dejáte de tonterías y escuchá -insistió el hombre-, debe
ser doña Mercedes; está sola en su habitación y no debe
sentirse bien, vamos a ver qué le pasa.
Tropezando llegaron al dormitorio de la dueña de casa. La
anciana estaba caída en el suelo semiinconsciente. -Por favor,
ayúdenme, no me siento bien.
Comprendiendo que la mujer estaba mal, el hombre salió al
patio en busca de ayuda. Pero ya todos los peones se habían re-
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tirado a descansar; entonces comenzó a llamar, hasta que acudió
uno de ellos, ató el carro y juntos se dirigieron al pueblo.
Las dos mujeres se habían quedado solas. Florencia ayudó a
la enferma a reincorporarse, la acostó y la anciana fue recuperán-
dose. Todo había sido un pequeño golpe sin importancia, debido
probablemente a sus muchos años.
-Bueno, ya estoy mejor, gracias, gracias por todo -dijo-.
Ahora vaya a descansar.
-No, no -respondió Florencia-, voy a esperar a que regrese
mi marido.
-De ninguna manera -replicó la anciana-, lleve una lámpara
a su habitación y duerma un rato.
Por más que la mujer insistió en quedarse, no lo consiguió.
Y lentamente fue atravesando con la luz las enormes habitaciones
de la estancia. Un comedor, un living con la estufa, otro living
luego tres dormitorios hasta llegar, por fin, al último. El que
habían preparado para ellos. A Florencia le temblaban las manos,
pero no de frío, sino de miedo; ¡había oído tantas historias esa
noche! No bien traspuso la puerta de su habitación, tropezó con -
una silla y la luz se le apagó.
-Esto es lo último que me podía pasar -pensó aterrada.
Moviéndose con lentitud trató de encontrar la cama, se sentó en el
borde, se sacó los zapatos; luego, con cierta desconfianza fue
estirando su cuerpo vestido sobre la colcha, estaba agotada, la
tensión nerviosa era tanta que oía ruidos por todas partes.
-Debo tranquilizarme -pensaba-, soy una persona
inteligente, no puedo dejarme influenciar por todas las tonterías
que he oído esta noche. Tratando de no pensar, cerró los ojos.
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Pero el sueño no llegaba, estaba intranquila, llena de temores y su
marido que no regresaba, ¡quién sabe por dónde andaría en esos
momentos, buscando un médico mientras ella se moría de miedo
dentro de una habitación desconocida y poblada de murmullos y
quejidos!
Los postigos de la ventana habían quedado abiertos, pero
ella no se atrevía a levantarse para cerrarlos. La lluvia aumentaba
cada vez más, y su terror, también. Los relámpagos y los truenos
se sucedían unos a otros, traspasaban los cristales y, como figuras
fantasmales, inundaban los campos y estremecían los árboles casi
hasta hacerlos gemir. Por fin el sueño comenzó a descender
lentamente sobre ella envolviéndola en su irrealidad. Era un sue-
ño intranquilo, rodeado de pesadillas y figuras que se acercaban y
se alejaban. Pasado un rato, algo casi rea11a sacudió por un
momento, era un quejido humano que corría como un chorro de
agua entre las paredes. Se despertó. El llanto continuaba, estaba
allí, con ella, inundando todas las paredes de su cuarto. Se quedó
inquieta, escuchando, ¿qué podía hacer? ¡Si ni siquiera tenía luz!
Habló, gritó, pero continuaba. Ahora parecía venir de más lejos.
Tal vez del patio. Entonces su voz se apagó para escuchar otra
lejana: -Ayúdenme, por favor.
Sobresaltada, se enderezó en la cama y corrió hasta la
ventana. Entonces lo vió. Vio un carro junto al árbol.
El carro del que tanto habían hablado los peones esa noche.
Estaba allí, fantasmagórico debajo de la lluvia y los relámpagos.
Un grito de terror se ahogó en su garganta. El carro estaba allí y
junto al árbol creía ver la figura de un hombre que forcejeaba, se
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tambaleaba como queriendo escapar de algo que ella no lograba
ver.
El miedo fue más fuerte que su curiosidad y, desesperada,
salió de la habitación, comenzó a correr por toda la casa oscura,
tropezando con muebles y espejos donde se reflejaban los relám-
pagos y, por momentos, hasta su rostro.
¿ Qué pasaba allí? ¿Entonces eran verdad todos esos
cuentos que había oído hacía un rato en la cocina?, se preguntaba
mientras se dirigía al cuarto de la dueña de casa.
-¡Por Dios, Mercedes, despierte! ...
-¿Qué pasa? -preguntó medio dormida la mujer.
-¡Oh, es espantoso! ¡He oído llantos, murmullos y luego un
quejido, me asomé a la ventana y vi el carro!
-¿Qué carro?
-El carro ese que cuentan que viene por las noches, trayen-
do el alma en pena de un peón, de aquel hombre que murió
hace tantos años bajo el árbol que está en el patio, apretado por
los caballos.
-jOh! -replicó la mujer-, ¡ya se ha enterado de esa historia!
Pero no debe hacerle caso.
-Es que está allí y el hombre parece quejarse.
-Sí, sí, se queja. Pero no de ahora, se queja desde hace
mucho tiempo. Y su quejido quedó allí, pero ya no se puede hacer
nada.
-¡Por qué!
-Porque pasó hace ya muchos años, sólo que el tiempo
parece haberse detenido en ese instante. Y en las noches de
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tormenta el episodio se repite. ¿Oyó también un llanto que corría
entre las paredes?
-¡Si!
-Era el llanto de la madre que en ese momento dormía allí y
lloró toda la noche por el hijo que no volvía, como
presintiendo lo que iba a ocurrir antes del amanecer.
-Pero no pueden ocurrir tantas cosas mientras todos
duermen tan tranquilos.
-¿Todos, quiénes todos?-gritó la dueña de casa.
-Todos los peones que anoche estaban con nosotros.
-¿Qué peones, si en la estancia he quedado yo sola? Sola con
mis recuerdos y los murmullos y las voces de los que ya no
están, de los que ya se han muerto.
-Muerto -fue todo lo que atinó a decir Florencia.
-Sí, muerto, por las noches se los puede oír, parece que no
quieren abandonar la estancia- terminó diciendo la anciana,
mientras una siniestra carcajada que brotaba de su boca desden-
tada se prolongaba en la noche hasta confundirse con los lamentos
desesperados del pobre hombre que, al no encontrar ayuda en el
pueblo, había regresado para encontrarse con la muerte que lo
estaba esperando debajo del enorme árbol que ya una vez había
conocido la tibieza de la sangre humana.