Algunos Cuentos Breves o Microficciones

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Algunos cuentos breves o microficciones

La tela de Penélope o quién engaña a quién


Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser
bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente
dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual
pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a
pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus
interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas
y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a
sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus
pretendientes, haciéndoles creer que ella tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises
viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a
veces dormía y no se daba cuenta de nada.
Augusto Monterroso
La Oveja negra y demás fábulas, 1969.

El gesto de la muerte
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta
noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la
Muerte y le pregunta:
—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo
veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
Jean Cocteau
En Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo
Cuentos breves y extraordinarios. Bs. As.: Losada, 1993.

La cabeza del perro


Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la
copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente,
acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.
Arthur Conan Doyle
El cautivo
En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un
malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al
cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un niño de ojos
celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las
circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre,
trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua
natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez
porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la
cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la
cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de
mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y
los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Jorge Luis Borges
(El Hacedor)
La obra maestra
El mono agarró un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo
dejo allí, y cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
—¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien que
fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al
mono como a un gran artista.
Todos menos el cóndor, porque el cóndor era el único que podía volar hasta el pico
de la sierra y ver que aquello sólo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos lo que
había visto; pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural que el ser que camina no
le crea al que vuela.
Álvaro Yunque

El fin
El profesor Jones había estado trabajando en la teoría del tiempo durante muchos
años.
—Y he encontrado la ecuación clave —le dijo a su hija un día—. El tiempo es un
campo. Esta máquina que hice puede manipular, inclusive revertir el tiempo.
Oprimiendo un botón al hablar dijo: Esto debería hacer que el tiempo camine hacia
atrás hacia camine tiempo el que hacer debería esto —dijo hablar al botón un
oprimiendo.
—Tiempo el revertir inclusive, manipular puede hice que máquina esta Campo un es
tiempo el —día un hija su a dijo le—. Clave ecuación la encontrado he y.
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profesor el.
Frederic Brown
Final de cuento fantástico
—¡Qué extraño! —dijo la muchacha, avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta
más pesada!
La tocó al hablar, y se cerró de un golpe.
—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de
adentro. ¡Nos ha encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y
desapareció.
I. A. Ireland

Sola y su alma
Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo:
todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.
Thomas Bailey Aldrich
En: En frasco chico. Antología de microrrelatos.
Bs. As.: Colihue, 2004.

A primera vista
Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y
afilados. Él tenía la piel blanda y suave: estaban hechos el uno para el otro.
Poli Délano
Sin morir del todo, 1975.

Preocupación
—No se preocupe. Todo saldrá bien —dijo el Verdugo.
—Eso es lo que me preocupa —respondió el Condenado a muerte.
Orlando Enrique Van Bredam
La vida te cambia los planes, 1994.

Todos los patitos


Todos los patitos se fueron a bañar y el más chiquitito se quiso quedar. Él sabía por
qué: el compuesto químico que había arrojado horas antes en el agua del estanque dio
el resultado previsto. Mamá Pata no volvió a pegarle: a un hijo repentinamente único
se lo trata –es natural– con ciertos miramientos.
Ana María Shua / Alimañas, 2009.

Los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor, mucho calor, la piel de mis
piernas enrojece, los zapatitos se me incrustan, gotas de sangre empiezan a brotar en
los bordes, donde el cuero se clava en la carne, atravesando las medias cuyo calor
ácido, intolerable, me llaga las pantorrillas, las destroza, mientras se oyen las locas
carcajadas de ese maldito muchachito de enfrente.
Ana María Shua / La Sueñera, 1984.

Durante cien años durmió la Bella. Un año tardó en desperezarse tras el beso
apasionado de su príncipe. Dos años le llevó vestirse y cinco el desayuno. Todo lo había
soportado sin quejas su real esposo hasta el momento terrible en que, después de los
catorce años del almuerzo, llegó la hora de la siesta.
Ana María Shua / La Sueñera, 1984.

Lengua de víbora
No tuvo que apretar el gatillo: bastó que lo forzara a morderse la lengua.
Jaime Valdivieso

Felinos
Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso
tenso, irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy preciso del ligustro. Yo me
concentré en él tanto como él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un
torbellino que me arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de
antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar que todo está
bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de
plumas.
Raúl Brasca

Botella al mar

Hacía meses que estaban a la deriva. Tantos que incluso habían perdido la cuenta.
El bote salvavidas no aguantaría mucho más. El sol pegaba fuerte todo el día, hasta
que llegaba la noche y la temperatura bajaba a lo más profundo de las entrañas de los
dos náufragos. Ni siquiera les quedaba comida. Willy y el Colo ya no soportaban la
garganta ―seca de tanta agua de lluvia―, el dolor de las quemaduras, ni las llagas:
estaban exhaustos.
Hacía una semana que el cielo se había nublado, una semana que todo se había
oscurecido. Y nada parecía cambiar la situación.
Una tarde, oyeron ruidos en el casco. Leves golpes contra el bote. El Colo se asomó,
temeroso.
―¡Una botella, viejo! ¡Parece una botella!
―¡Agarrála, hermano! ―se desesperó Willy―. ¿Qué esperás?
El Colo estiró el brazo aguantando el dolor y, con un increíble esfuerzo, agarró la
botella. Después necesitó de un esfuerzo extra para sacar el corcho, que parecía
colocado hacía muchos años. Al fin abrió la botella y agarró el papel. A pesar de su
ansiedad, consiguió desdoblarlo sin romperlo. Enseguida, y con el último brillo que
tenían sus ojos, leyó entre susurros:
“Por favor… Necesitamos ayuda… Si alguien encuentra este mensaje, venga a
rescatarnos… Somos náufragos en algún punto del Atlántico”.
En ese instante salió el sol. El Colo se frotó los ojos y volvió a leer la fecha.
Era de un año atrás. Ahí fue cuando bajo, los esplendores de aquel sol fulgurante. El
Colo reconoció su propia letra.
Rodrigo Sosa
Pasajeros en Arcadia. Bs. As.: Editorial de Belgrano, 2000.

Medio día de suerte

Luis no era nada, no valía nada. Y para colmo era el hombre con más mala suerte
del mundo. Subió un escalón para ver como se veía la gente veinte pisos abajo: se
mareó.
Pero suicidarse era de cobarde: bajó la cornisa. Por otro lado, para suicidarse había
que tener huevos, y Luis sí que tenía huevos: subió a la cornisa. Y después bajó. Y luego
subió otra vez. Porque, además de todo, Luis también era inseguro. Subió y bajó
durante todo el día.
Al anochecer se sintió exhausto pero feliz, vivo. Por primera vez experimentaba la
gratificante sensación de haber hecho algo útil con su cuerpo. Corriendo y silbando
bajó quince pisos por escalera. Un vecino casi no lo reconoció. Eufórico entró a su casa,
se quitó la ropa transpirada y, deseoso de brindar consigo mismo, con el nuevo Luis,
fue a la heladera en busca de algo fresco.
La abrió descalzo.
Santiago Álvarez
En frasco chico. Bs. As.: Colihue, 2004.

Amenazas
—Te devoraré —dijo la pantera.
—Peor para ti —dijo la espada.
William Ospina

El fin
Muchos han vaticinado el fin del mundo. Algunos, a causa de una nueva era glacial.
“Habrá muchísima comida para los pocos sobrevivientes, pero hasta ellos morirán de
frío en poco tiempo”, profetizaron.
Y aquí estoy yo, el último sobreviviente, con toda esta comida para saciarme hasta
el hartazgo y este frío inédito sobre mi cuerpo desacostumbrado, para congelarme
lentamente. Todo está a mi disposición: carne, pollo, exquisitos platos de minuciosa
preparación, frutas jugosas, postres deliciosos. Pero todo está helado, todo acorralado
por este frío intenso que va paralizando mis extremidades, mi cuerpo, mi cabeza, mi…
―Mirá, querido. ¡Te dije que ese moscardón que andaba revoloteando en la cocina
iba a terminar metido en la heladera! Murió congelado sobre el flan.
―¡Qué asqueroso! Sacalo, dale, sacalo con una cucharita que los invitados ya están
esperando el postre.

Rubén Faustino Cabrera


Último cuento
—En sus cuentos breves el tema de la muerte suele aparecer con cierta frecuencia,
¿a qué se debe?
—No es un tema privativo de mis cuentos, habrá notado que en la vida cotidiana
también suele aparecer con cierta frecuencia.
—¿No teme jugar con la muerte?
—Soy un escritor temerario.
—¿Qué está escribiendo ahora?
—Un cuento trivial: el escritor que dialoga con la Muerte y la muy pícara lo
sorprende en la mitad de una palabra.
—¿Cuál palabra?
—No lo sé, pero seguramente le va a faltar la última sílaba y el cuento quedará
inconclu
Juan Carlos García Reig

Cuento de horror

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses),


resolvió matar a su marido, no por nada, sino porque estaba harta de él después de
cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:
—Thaddeus, voy a matarte.
—Bromeas, Euphemia —se rió el infeliz.
—¿Cuándo he bromeado yo?
—Nunca, es verdad.
—¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
—¿Y cómo me matarás? —siguió riendo Thaddeus Smithson.
—Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico
en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar
por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un
candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el
apetito.
Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después,
falleció.
Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado
de ser una asesina.
Marco Denevi
Falsificaciones. Bs. As.: Corregidor, 1984.

El abecedario
El primer día de enero se despertó al alba y ese hecho fortuito determinó que
resolviera ser metódico en su vida. En adelante actuaría con todas las reglas del arte.
Se ajustaría a todos los códigos. Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario
que, al fin y al cabo, es la base del entendimiento humano.
Para cumplir con este plan empezó como es natural por la letra A. Por lo tanto la
primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y
ananás. Adquirió anís, aguardiente y hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en
auto, asistió asiduamente al cine Arizona, leyó la novela Amalia, exclamó ¡ahijuna! y
también ¡aleluya! y ¡albricias! Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un
almacén y amaestró una alondra.
Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre respetuoso del orden de las
letras la segunda semana birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña. La tercera
cazó cocodrilos, corrió carreras, cortejó a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana
se declaró a Desirée, dirigió un diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló
empanadas y enfermó del estómago.
Cumplía una experiencia esencial que habría aportado mucho a la humanidad de no
ser por el accidente que le impidió llegar a la Z. La decimotercera semana, sin tenerlo
previsto, murió de meningitis.
Luisa Valenzuela

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