Alfil03 Rojo PDF

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Alfil es atacado por los sicarios de la agencia de Cristina (Lucía)

mientras se oculta en la isla de Mykonos. Entonces conocerá a Davina,


una exagente que se asociará con él para destruir la cúpula de la agencia
y acabar con la amenaza que pende sobre ambos.
El teniente Pablo Aguilar sigue empeñado en descubrir al verdadero
asesino apodado El Fantasma. Todo se ha vuelto en su contra en el
trabajo, pero su obsesión obtiene resultados cuando aparece un extraño
agente de la Interpol que solicita su ayuda para atrapar al asesino.
Toda Europa acabará arrasada bajo dos fuerzas incontenibles: una
tempestad como nunca antes había azotado al continente y los crímenes
que Alfil y Davina comenten en su tarea por limpiar todo rastro que
quede de la agencia que les persigue para atar cabos.
Fran Barrero

Alfil Rojo
Alfil - 3

ePub r1.1
Titivillus 22.02.2020
Título original: Alfil Rojo
Fran Barrero, 2017
Diseño de cubierta: Fran Barrero

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido

Cubierta

Alfil Rojo

Cita

Dedicatoria

A modo de prólogo

Capítulo 0

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13
Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Agradecimientos

Sobre el autor

Notas
«No hay alivio más grande que comenzar a ser lo que se
es.»
Alejandro Jodorowsky

«Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que


algún día, cada uno pueda encontrar la suya.»
El Principito – Antoine de Saint-Exupéry

«Me buscarás en el infierno, porque soy igual que tú.»


Dorian (Tormenta de arena)
Para Cris.
A modo de prólogo

Terminar una novela es lo más parecido a despedir en el andén de una


estación a un ser querido que se marcha para no volver. Tantos meses
dedicando horas diarias a su creación y nacimiento, a verlo crecer y
guiarlo por el mundo que has imaginado y dibujado para él, tanto
esfuerzo en conseguir que sea lo más perfecto posible, se acaban con
algo tan frío, distante e injusto como un simple click de ratón.
Pero Alfil ha supuesto más que eso, mucho más. Nunca hubiera
imaginado el pesar que me embarga en estos momentos, al despedirle en
el frío andén en mitad de una noche de niebla. Perdonad las concesiones,
pero aún siento la escena en blanco y negro y puedo oler el vapor tras
marcharse el tren para no regresar. Y es que este libro, el séptimo
publicado en mi trayectoria, es también el final de mi primera historia,
aquella que empezó gracias al préstamo de una parte indivisible de mi
alma. Alfil se lleva consigo un pedazo de mí, aunque no debería estar
triste, ya que ese pedazo quedará impregnado en cada uno de vosotros.
Esa es la verdadera magia de los libros: crear vida y que esta permanezca
en los corazones de los lectores. Y ese es el único motor que mueve mis
dedos al escribir.
A los amantes de este personaje os diré que nunca morirá, aunque no
vaya a escribir más novelas (el ciclo está cerrado tal como se planificó y
me gusta ser fiel a mis principios). Como también os digo que Alfil está
y estará presente en cada protagonista de todas mis novelas y relatos, en
todos y cada uno de ellos hay una parte de su físico y de su personalidad;
como también lo hay de mi persona. Dentro de cada uno de mis libros
podréis tener la sensación de déjà vu que produce ese instante mágico en
que un aroma al caminar por la calle os trae recuerdos vivos y cristalinos
que creíais olvidados y que os dejan el residuo de una sonrisa no forzada.
Así que no os extrañe descubrir que estáis sonriendo al leer las aventuras
de Ivette (El otro lado del retrato), de Wanda y Pek (Wanda y el robo del
Cristal), de Trinidad, Vanesa, John Perdant, Marty y todos los demás
habitantes de Bloody Mary.
Dentro de unos segundos comenzaréis a navegar por el principio del
final de esta historia, con la que espero poder satisfacer vuestras
expectativas y que os resulte igual o más entretenida que las dos novelas
anteriores de la saga. La elaboración inicial del argumento se planteó con
la idea de que cada entrega fuese más inmersiva, con más acción y
suspense, para que su lectura en orden de publicación fuese gustando
más a cada página que fueseis pasando.
Os contaré un secreto final: solo me he permitido establecer un
cambio sobre aquella planificación que escribí hace años en unas hojas
de papel y que aún guardo entre mis notas por nostalgia. El último
capítulo está rediseñado para adaptarlo a los sentimientos que el
protagonista ha ido forjando en los lectores y en mí mismo.
Espero que os guste.

El autor
Capítulo 0

Paris, 2017
Aún quedaban unos pocos turistas y enamorados, rezagados y reacios a
abandonar la magia del lugar, paseando por la zona más visitada de la
capital parisina: la Isla de la Ciudad. Eran las nueve de la noche y los
aledaños de la catedral de Notre Dame comenzaban a sumirse en una
calma que, junto a la iluminación producida por los focos, transportaba
aquel bello lugar a épocas más civilizadas. A su lado, testigo mudo
durante siglos, el río Sena, en su lento serpentear por la Ciudad de la
Luz, inundaba sus calles con una brisa demasiado fresca para esa noche
de Marzo, como si el temporal que acababa de azotar casi toda Europa se
resistiese a marchar. Y a solo unos metros de la catedral, justo en el otro
margen del río, una de las librerías más famosas del mundo, Shakespeare
and Company, permanecía sumida en la oscuridad. Ante su verde
fachada, en el número treinta y siete de la calle Bûcherie, ya no se
agolpaban turistas haciéndose selfies, ni amantes de la literatura dentro
del establecimiento buscando alguna rareza; hacía unos minutos que
habían apagado las luces del exterior y al otro lado del cristal de la puerta
colgaba el cartel que invitaba a volver otro día.
La figura de un hombre vestido de negro surgió de entre las sombras,
caminó con paso firme desde la esquina de la calle Saint-Julien le Pauvre
hasta llegar a la puerta de la librería y llamó de forma incesante durante
varios minutos. Tuvo suerte. Desde el otro lado, una mirada huraña y
desconfiada a partes iguales escrutó en silencio al inoportuno visitante.
—Está cerrado, ¿no sabe leer? —dijo por fin, sin abrir la puerta.
—Busco una primera edición de Les Misérables de Victor Hugo —se
limitó a responder el desconocido.
—Mire en Amazon y en Ebay.
—No me ha entendido. Quiero la «primera», la edición cero.
El anciano propietario dudó unos instantes.
—Eso es imposible, no queda a la venta ninguno de los tres
ejemplares de esa edición.
—Siento tener que insistir. El dinero no sería un problema.
—Un libro así, de haber uno, que no lo estoy confirmando, costaría
mucho más de lo que imagina, monsieur.
—Podría imaginar hasta doscientos cincuenta mil euros, aquí y
ahora, en efectivo. ¿Sería suficiente?
El librero no habló, estaba analizando al posible cliente a través del
cristal. Aunque no se centró en su estatura de metro ochenta y cinco ni
en su cabello castaño oscuro o su mentón afilado, lo que le interesaba
realmente, y que pudo apreciar a pesar de la penumbra del momento, era
la edición clásica y exclusiva de un reloj Hublot casi extinta en su
muñeca derecha, y adivinaba ropa hecha a medida, posiblemente Gucci.
Era joven pero ya podía haber pasado los treinta años, bien formado,
educado y culto. No parecía un niño rico heredero y caprichoso, más
bien era un joven rico hecho a sí mismo, quizá un amante del
coleccionismo. Su instinto no solía fallarle, así que le dio una
oportunidad.
—¿Para qué busca ese libro?
—Mi padre siempre deseó adquirirlo pero no tuvo tiempo para
buscarlo, y ahora quiero incorporarlo a mi biblioteca. Será un bonito
homenaje para el día de mi cumpleaños, y que también conmemora el
aniversario de su muerte.
—Entre —dijo el librero, después de dudar unos segundos y de
escudriñar con desconfianza los alrededores de la calle.
Un tibio y familiar olor llegó al chico, el de los miles de libros que
allí reposaban con la esperanza de viajar a la librería o biblioteca de
algún turista o coleccionista que los atesorase. Aunque esa vez era
diferente, no se trataba del mismo aroma que había experimentado en
anteriores ocasiones que había visitado el establecimiento durante su
horario comercial; en ese instante no se contaminaba con la extraña
mezcla de perfumes de los turistas. Esa ausencia de público y de ruido
también lograba aumentar las dimensiones de un lugar que, con esa
suave luz azafranada y su decoración rocambolesca y clásica, parecía
sacado de una película de Harry Potter. Cualquiera, estando allí a solas y
en silencio, se sentiría como en una biblioteca del Callejón Diagon.
El anciano y orondo dueño del local tendría unos sesenta y cinco
años y no debía medir más de metro sesenta de estatura, vestía ropa que
debió ser prohibitiva cuando la compró, quizás décadas antes de la
publicación de la mayoría de los libros que allí llenaban las estanterías, y
bajo esos oscuros, pequeños y redondos ojos de topo, parecía esconder
una calculadora con la que no paraba de evaluar y medir el valor de todo
lo que tenía delante. En un silencio solo roto por el sonido de su
respiración profunda, dirigió al chico por el laberinto de pasillos y
escaleras de un establecimiento que parecía pequeño desde la calle, pero
que sorprendía por su tamaño una vez atravesada la puerta de la entrada.
Llegaron hasta una escalera de madera que hacía las funciones de
estantería, como todo lo que había en aquel lugar; bajo ella reposaba un
polvoriento sillón tapizado en terciopelo azul con decenas de libros
apilados sobre él.
—Siempre los coloco encima para que la gente no se siente. Hay más
turistas que entran para hacerse fotos que para comprar, y no quiero que
usen mi butaca —refunfuñó mientras apartaba los libros para poder
sentarse. Luego sacó un pañuelo del bolsillo interior de su chaqueta y se
limpió el sudor que perlaba su frente. Una vez sentado y descansando,
observó al cliente para tratar de averiguar dónde podría llevar tanto
dinero en metálico. Suponía que podría hacerlo en la discreta mochila
negra que cargaba a su espalda y que pasaba desapercibida en la
oscuridad de la noche.
El chico le observaba en silencio, sin querer mencionar, aunque era
consciente de ello, que se encontraban en la zona de la tienda donde se
exponían los libros de menor valor; allí solo había ediciones nuevas de
libros populares, perfectos para que los turistas se lleven un recuerdo sin
que suponga un esfuerzo económico.
—¿Por qué no has concertado una cita por teléfono o e-mail? —
preguntó el librero con visible desconfianza.
—Acabo de llegar a la ciudad y parto a primera hora para Ginebra,
no dispongo de mucho tiempo. Además, no hablamos de un libro
cualquiera, ni de una cifra cualquiera, no deseo dejar un rastro que el
Ministerio de Hacienda de mi país pudiera investigar.
—Entiendo… Ahora quiero ver el dinero —añadió sin inmutarse y
con un gesto aún más huraño en su mirada.
—Me parece correcto. —El chico sacó una bolsa de terciopelo negro
del bolsillo interior de su chaqueta—. Aquí tiene.
—¡Diamantes! —exclamó el anciano al ver el brillo de los cristales
que salían de la bolsita para caer sobre la palma de la mano del joven.
—La mejor forma de poder llevar y esconder una gran cantidad de
dinero.
—¿Cómo conoces mi lema? ¿Quién te habló de mí? —El librero le
miró con intriga y más desconfianza aún. Se advertía en su interior la
lucha entre suspender la transacción o seguir adelante y conseguir esos
diamantes cuyo brillo ya le tenían atrapado.
—Eso no importa, ahora quiero ver el libro —respondió
tajantemente, y apartó el pequeño tesoro de la cara del avaro.
Con un gruñido de malestar que emanó de su aguileña y peluda nariz,
como si se tratase de una asustadiza comadreja, el anciano, que seguía
sin fiarse del todo pero no quería dejar escapar esa docena de enormes
diamantes que acababa de ver, se levantó y apartó con esfuerzo la butaca
hacia atrás, hasta dejarla pegada a la librería de su espalda. Entre el
cliente y él, solo quedó la sucia, vieja y deshilachada alfombra que antes
había estado bajo el asiento; se arrodilló y la apartó con desdén para
dejar al descubierto el suelo de oscura madera de la librería. Allí mismo,
entre el denso polvo en suspensión que había provocado al quitar la
alfombra y bajo una tabla suelta que apartó con sumo cuidado, apareció
un escondrijo del que sacó algo envuelto en un tejido tosco y raído.
Volvió a colocar la tapa, la alfombra y la butaca en su lugar, se sentó con
el resuello de quien ha trabajado ocho horas seguidas a pleno sol (y el
mismo olor corporal) y depositó el pesado objeto sobre su regazo.
—Aquí lo tenemos. —Su cara volvía a brillar tras el esfuerzo,
acompañada esta vez de una respiración entrecortada que seguía el ritmo
del repiqueteo de sus dedos sobre el paquete.
Comenzó a desenvolverlo con cuidado, descubriendo de su interior
un gran libro encuadernado en piel ya ennegrecida por el paso del
tiempo; sobre la tapa se observaba, grabados a mano, el título y su autor.
El librero lo miró como si se tratase de un hijo del que se sintiese
orgulloso y luego lo acarició con cuidado con las ásperas yemas de sus
dedos.
—Poca gente sabe que hubo una edición anterior a la primera oficial
de imprenta. El propio Victor Hugo realizó de su puño y letra tres copias
que encuadernó uno de sus mejores amigos.
—Las hizo —añadió el cliente— para regalar a su esposa Adele
Foucher, a su mejor amiga y escritora Judith Gautier y a Jaques Boucher
de Perther, un escritor que documentaba la existencia del hombre en la
prehistoria.
—Y que antes había sido agente de aduanas en Italia, ya veo que está
usted muy bien documentado, señor…
—¿Cuál de las tres es la que sostiene como si se tratase de un hijo?
—desvió la conversación el chico.
—Esta de aquí es la de Judith Gautier, la única que queda en
paradero conocido, las demás se han perdido —dijo con pesar—; seguro
que algún árabe analfabeto las tiene dentro de una vitrina de cristal y al
lado de un horrendo Ferrari rojo.
Tras esas palabras, susurradas más para sí mismo, y como despedida,
que para el cliente que le observaba en silencio, extendió el libro hacia
este último y quedó a la espera, anhelante y codicioso, de la pequeña
bolsa de terciopelo. El chico examinó las amarillentas páginas escritas a
mano, llegando incluso a olerlas, asintió levemente con la cabeza y
volvió a envolverlo en la tela, para finalmente introducirlo en su
mochila. Mientras se colgaba esta de nuevo a su espalda, como si de un
estudiante universitario se tratase, entregó el pago al ya desesperado
librero.
—Un libro así debería estar en la Biblioteca Nacional —añadió el
joven.
—¿Esos presuntuosos engreídos? Siempre mirando por encima del
hombro y presumiendo de tener más y mejores volúmenes que yo…
Ardería en el Infierno antes de ver mi más preciado tesoro entre sus
vitrinas.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted. Que pase una buena
noche —fue lo último que dijo el cliente antes de girarse rápidamente y
encaminarse hacia la puerta del local.
El anciano quedó sentado en la butaca, examinando los diamantes
uno a uno con una lupa de joyero que había sacado del bolsillo de su
pantalón. Ahora, excitado y a solas, sudaba más que nunca y se relamía
las secas comisuras de sus labios temblorosos. Ni siquiera prestó
atención al sonido de la puerta al cerrarse.

La humedad y una brisa más fría de lo esperado golpearon de lleno al


chico cuando abandonó la densa atmósfera de la librería, un impacto que
agradeció tras haber tenido que sufrir la presencia del huraño y hediondo
librero durante más tiempo del deseado. Atravesó la carretera y bajó las
escaleras para caminar por la orilla del río. Aquel sendero de adoquines,
no muy bien iluminado, estaba aún transitado por grupos de amigos que
tomaban una copa de vino, por turistas paseando antes de volver al hotel
y por furtivos enamorados que se cobijaban bajo la sombra de algún
puente. Tras caminar unos metros y dejar atrás el costado sur de Notre-
Dame, quedó a solas en la penumbra de la noche. Ese silencio le ayudó a
percibir con claridad el descompasado eco de sus pasos, aunque ya había
percibido minutos antes que le seguían en su camino hacia el puente de
Sully.
Volvía a su hotel y debía cruzar a la zona norte (margen derecha del
río), y desde allí subir hasta el bulevar de la Bastilla. Aceleró el paso de
forma gradual para no llamar demasiado la atención de su perseguidor;
deseaba llegar al puente de la Tournelle (anterior al Sully) con margen de
tiempo suficiente para elaborar su plan. Bajo aquel puente no había luz y
podría esconderse para esperar a quien le estaba siguiendo, y cuya
posición estaba siendo traicionada por el eco de sus zapatos en la
silenciosa y solitaria noche, además de por su respiración entrecortada y
olor corporal, ambos bastante familiares. No solo había delatado su
posición, sino también su identidad.
El anciano librero se sumergió en las tinieblas bajo el puente,
extrañado al no ver ni oír al chico que un minuto antes tenía ante sus
ojos. Había desaparecido de repente y eso le alteró al ser consciente de la
pérdida de su ventaja. Miró en todas direcciones, asustado, y cuando
adivinó dónde se encontraba su presa, ya fue tarde para pensar o
reaccionar.
—¿No estás algo mayor para hacer trabajo de campo? —El joven
había surgido de la oscuridad y le tenía inmovilizado desde su espalda.
—¿Qué dices? ¡Suéltame!
—No, eso sería muy imprudente por mi parte. Ese bulto de tu abrigo
se asemeja mucho a una Smith & Wesson del 38.
—¿Pero qué dices? Yo solo camino hacia mi casa.
—¿Su casa? Creo que esta zona queda un poco lejos del bulevar
Saint-Germain. ¿No le parece… Le Conn?
—¿Cómo sabes…? ¿Mi casa? ¿Cómo sabes todo eso?
El chico se acercó al oído del anciano para susurrarle:
—Sabía que siendo tan avaricioso, no te podrías resistir a la tentación
de robar el libro después de haberlo vendido. Era un caramelo demasiado
tentador, ¿verdad, viejo usurero? No te conformas con los millones que
cobras por los objetivos encontrados en la agencia, necesitas sacar dinero
extra de donde sea.
—No sé de qué me estás hablando. ¿Qué objetivos? ¿Qué agencia?
—balbuceaba como podía bajo la presión de los fuertes brazos que le
atenazaban.
—¿No sabes quién soy? Te daré una pista: hace menos de un año fui
uno de vuestros objetivos. Y no os bastó con cobrar al cliente por el
trabajo, vuestra avaricia ha hecho que me persigáis de nuevo. Ese es un
error que no vais a repetir.
—¿Eres… Alfil? —preguntó asustado—. Podemos llegar a un
acuer…
El anciano no pudo terminar la frase, una mano con un pañuelo le
oprimía la boca y la nariz con una presión de la que no podía zafarse.
Trató de resistirse en vano, pero la diferencia de fuerza era muy notable,
y estando tan asustado y exhausto por la carrera, se asfixió más deprisa.
Cayó muerto al suelo.
Alfil sacó el arma del anciano y la arrojó al río, luego buscó en el
bolsillo interior de su chaqueta, donde el librero había guardado los
diamantes, recuperándolos para no dejar rastro ante la policía. Sabía que
un tipo tan avaricioso no los dejaría en la librería y los llevaría consigo
hasta llegar a casa y ponerlos a buen recaudo en su caja fuerte.
El cadáver sería descubierto en cuestión de minutos o, con un poco
de suerte, quizá horas. Esa zona del río está sumida en la oscuridad, pero
tiene viandantes incluso en noches tan frías como aquella. Los médicos
forenses certificarán muerte natural, un infarto debido a su edad, estilo
de vida y alimentación. Para entonces, el asesino ya habría salido de la
ciudad o estaría en ello.
Quince minutos después, el recepcionista del hotel Bastille Speria, en
plena zona del bulevar de la Bastilla, recogía la mochila que uno de sus
clientes le entregaba.
—Tengan mucho cuidado, es un objeto frágil. Quiero que mañana lo
lleven a la Biblioteca Nacional Francesa a primera hora de la mañana; al
departamento de conservación.
—¿Desea añadir una nota, monsieur?
—Nada, no será necesaria ninguna nota. El receptor sabe quién soy y
lo estará esperando.
Era mentira. Alfil sonreía al pensar en las palabras de Le Conn, sin
duda estaría ardiendo en el Infierno viendo el destino de su libro
favorito.
—Perfecto señor. Me encargaré personalmente de hacerlo. Por cierto,
le informo de que su esposa ha llegado y le aguarda en su habitación.
—¿Mi mujer? Está bien…, la esperaba. —El chico dudó durante un
segundo ante esa información del conserje, pero luego imaginó de quién
podría tratarse y sonrió.
Al llegar a la planta donde se encontraba su suite y salir del ascensor,
comprobó que el pasillo estaba vacío en ambas direcciones. Sacó una
pistola con silenciador del interior de su americana y, aprovechando la
mullida moqueta, se dirigió despacio y sin hacer ruido hacia el número
502. Abrió con la llave magnética, extremando al máximo, y comprobó
que la estancia se encontraba en silencio y a oscuras salvo por el
resquicio de luz que aparecía bajo la puerta del baño. Se descalzó para no
emitir ruido alguno y caminó hasta tener el pomo en la mano, lo giró
despacio para abrir unos dos centímetros en la puerta, lo justo para
introducir el cañón de arma y apuntar a la nuca de la chica que se bañaba
plácidamente entre espuma y velas aromáticas.
—No te muevas ni hagas el más mínimo ruido —le susurró.
La joven aún no habría cumplido los treinta años, era alta, delgada y
con la piel bronceada. Sus ojos almendrados, a juego con el color castaño
de su larga melena, mostraban la sorpresa y terror que la invadían.
—Por favor, no me mates, puedo explicarlo —respondió.
—Más te vale ser convincente. ¿Cómo has entrado y para qué?
—Ja, ja, ja, qué malo eres interpretando el papel. —La chica se reía
tanto que acabó resbalándose hasta sumergirse completamente en la
bañera. Segundos después salió tosiendo y con la cabeza cubierta de
espuma.
—No esperaba esta sorpresa, veo que has recordado una de mis
fantasías.
—Y yo creo que no deberías ver tantas películas clásicas de James
Bond.
—Mi abuelo me las ponía cuando era pequeño, decía que aprendería
a comportarme como un perfecto caballero inglés, a mantener la calma y
el control en todo tipo de situaciones y otras cosas más que entonces me
resultaban muy aburridas.
—Pues ya ves que sí me acordé, y como no sabía cuándo llegarías,
llevo aquí dos horas y el agua se ha enfriado mientras te esperaba. Estoy
congelada.
—Entonces tendremos que calentarla de nuevo.
Alfil se quitó la americana y dejó su arma en el suelo, pero no pudo
desprenderse del resto de la ropa, la chica le agarró por la camisa y tiró
de él hacia la bañera. El agua se desbordó inundando toda la habitación.

—¿Cómo fue la compra del libro?


Habían salido de la bañera tras una hora de diversión. Alfil, desnudo
y sentado sobre una butaca tapizada con seda verde, encendió el televisor
y buscó un canal de noticias. Y mientras localizaba alguno que diese
sucesos locales de última hora, observó sonriendo a la chica, que se
mostraba igual de indiferente que él ante la moqueta inundada de agua.
—Todo salió como planeamos. No te equivocabas, tu exjefe fue tan
miserable como para tratar de recuperar el libro tras venderlo.
—¿Miserable? Muy bien llevada esa respuesta. ¿Y cómo era él?
¿Cómo era Le Conn?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Nunca le conociste en persona?
—No, esa gente es demasiado cautelosa, siempre hay un
intermediario de un intermediario; y siempre prefieren que el flujo de
información se mueva a través de correos electrónicos cifrados.
—Pues, para saciar tu curiosidad, es como el señor Burns de Los
Simpsons pero con el cuerpo de Barney, ya sabes, el gordo ese que
eructa.
—Ja, ja, ja. Me ha quedado bien claro, aunque sería más correcto
decir «era» como el señor Burns. Ya no tendremos que preocuparnos por
él.
—Ahora el resto de la agencia no tendrá ojos ni oídos y será más
fácil dar con ellos para terminar nuestra tarea —añadió un Alfil agobiado
frente al televisor, que al no tener ordenados los canales, hacía más
complicada la búsqueda.
—No estés tan seguro de eso, la mayoría son agentes de espionaje
retirados o expulsados de sus países. Y debemos sumar a la partida los
sicarios externos que serán contratados. No son tipos fáciles de
sorprender; aunque no sepan que vamos a por ellos, son mercenarios
profesionales que viven siempre alerta y preparados para cualquier
ataque, más aún cuando descubran la muerte de Le Conn.
—Eso ya lo veremos. —Alfil había encontrado lo que buscaba.
Informaban del hallazgo del cadáver del dueño de la librería más famosa
de París mientras daba un paseo cerca de su establecimiento por los
márgenes del Sena. Un infarto parecía haber sido la causa del
fallecimiento, hasta tener una confirmación oficial por parte del forense.
—El precio por ti es elevado, y eso es un caramelo jugoso para los
agentes y sicarios que buscamos. Y por si eso no fuese suficiente, tienen
mucha información sobre ti. Cristina dejó las cosas bastante bien atadas
en la agencia.
La chica había nombrado a alguien que hizo captar toda su atención.
Apagó el televisor.
—Vamos, tenemos que salir de la ciudad, debemos empezar a buscar
al resto de tus antiguos socios.
—Lo tengo todo preparado. Nos vestimos y salimos, pero antes
necesito cenar, me has agotado en el baño —respondió ella con una
sonrisa.
La pareja salió del hotel, que habían pagado por adelantado en
efectivo y con documentación falsa. Cogieron un taxi y se marcharon
hacia el aeropuerto, pero no embarcaron en ningún vuelo, se limitaron a
alquilar un coche en la zona de la ciudad donde más desapercibido se
puede pasar y donde los empleados de los mostradores menos se fijan en
los clientes. De allí partieron hacia Bélgica, donde encontrarían al
número dos de la agencia.
Capítulo 1

Dos meses antes:


La calefacción llevaba averiada toda la semana y los policías que
trabajaban dentro de la Comisaría Sevilla 1-Centro no se desprendían de
sus chaquetones; algunos, incluso, trataban de teclear en los ordenadores
sin desprenderse de sus guantes de lana. El fallo del sistema de
climatización no podía haber llegado en peor momento, justo tras los
recortes de presupuesto y en plena ola de frío, o lo que siempre se había
llamado invierno.
Los despachos de los oficiales estaban separados de la sala general
por paredes de cristal para dar un ambiente más abierto y distendido a las
largas jornadas de trabajo, aparte de dejar pasar la luz de las ventanas en
todas direcciones y ahorrar algo de consumo eléctrico. Por ese motivo,
los despachos mantenían abiertas las persianas venecianas de los
cristales, todos menos el número siete, donde el teniente Pablo Aguilar
trataba de aislarse del mundo y concentrarse en su trabajo eliminando el
ruido y movimiento que se producía de forma constante entre los agentes
del otro lado del cristal.
Los últimos meses habían sido especialmente monótonos y sin
grandes novedades en su labor. Recordaba que en las semanas anteriores
no había hecho más que emitir órdenes de arresto por casos de maltrato,
peleas en bares, robos a turistas o algún sospechoso del asesinato de
turno que sacudiese durante esa semana (o mes) los noticiarios locales.
Un trabajo fácil y rápido que solía desempeñar muchas veces desde su
propia casa, en el centro de operaciones que había montado en una
habitación, y que no lograba excitar sus células grises como sí lo había
conseguido el caso que sacudió su vida el pasado año, tanto para bien,
proporcionándole un reto a su altura, como para mal, logrando estancar
su carrera y convertirle en el hazmerreír de la comisaría.
Ese día, lunes para más inri, se encontraba especialmente apático,
llevaba una temporada sin estímulos que lograsen activar su humor y su
intelecto, y tampoco había avanzado nada en su hobby personal: seguir
buscando al criminal conocido como el fantasma. Y es que aún mantenía
su teoría sobre la detención errónea del tipo que se había entregado
asumiendo la identidad del famoso asesino en serie. No concebía ni por
asomo la posibilidad de que un tipo tan inteligente, con los atributos
físicos y la capacidad económica que se presuponían del asesino,
estuviese personificado en el fantoche que pudo ver aquel día en los
noticiarios mientras viajaba en AVE a Madrid. Un viaje que contemplaba
en su memoria como si hubiese sucedido décadas atrás, arraigado en los
recuerdos como un frío y distante acercamiento hacia la parte más
incompetente, sucia y pestilente de su oficio. Aquel día en la calle
Génova, en el complejo de edificios que comparte la central de Madrid
con los juzgados, había comprobado cómo funciona de verdad el
sistema, un entramado corrupto que no duda en encarcelar durante veinte
años a un estúpido con afán de protagonismo por los asesinatos
cometidos por un sanguinario matarife sin escrúpulos, al que dejan
impunemente en la calle.
Esos pensamientos, siempre presentes en él desde aquel día, le
recordaron que llevaba dos semanas sin hablar con su homónimo en
Madrid, un hecho extraño ya que no había cesado de presionarle para
conseguir un favor de esos que luego debería agradecer o compensar de
por vida. Tomó el móvil y buscó el número en la agenda, luego miró con
recelo hacia el cristal que le separaba del staff donde trabajaban los
agentes, como si temiera que le oyesen desde el otro lado de las
venecianas que les aislaban. Respiró hondo y pulsó el botón verde.
—Cuánto tiempo sin llamar, cazafantasmas.
—No me hace ni puta gracia ese apodo.
—Venga, no te lo tomes tan a pecho, hombre. Era solo una broma —
respondió Javier Balmaseda, teniente de homicidios en la comisaría
Madrid Central.
—¿Sabes algo de la petición?
—¿Qué petición?
—No me jodas, que no estoy para tonterías.
—Relájate o te dará un infarto y no podrás batir el récord del capitán
más joven de la historia del cuerpo. Iba a llamarte a lo largo de esta
mañana.
—¿Llamarme? ¿Ha ocurrido algo?
—Claro que sí, y son buenas noticias para ti. Ve buscando un billete
barato de AVE para Madrid porque en Soto del Real te esperan mañana
para esa entrevista.
—¡Joder, joder, joder!
—Ya imaginaba que te haría ilusión. Las Navidades han llegado
tarde pero con un regalo de primera. Habrá merecido la pena la espera,
supongo.
—Ya te digo, no sabes la alegría que me das. ¿Te veré cuando esté
allí?
—Ni lo sueñes. Lo que vengas a hacer es asunto tuyo y no quiero que
me salpique. Hace meses que pedí el ascenso y espero resultados
positivos, así que no quiero saber nada de ti ni de tu absurda
investigación.
—¿Absurda?
—Sí, joder. Ya has visto que no ha habido más asesinatos, así que,
por lo que a mí respecta, el fantasma está encerrado y con la llave tirada
a un pozo de deseos, ¿estamos?
—Vete a la mierda.
A pesar de la tosca despedida, el sevillano estaba eufórico y Javier lo
sabía. Acababa de recibir la confirmación de algo con lo que no contaba
pero que soñaba con realizar desde aquel fatídico día en que sintió que
sus expectativas de cazar al mayor asesino en serie que ha asolado el país
se iban por el desagüe. No perdió un solo minuto, compró un billete de
AVE en turista para esa misma madrugada y luego se marchó a casa a
hacer la maleta: una única muda y el cepillo de dientes, ya que regresaría
a la mañana siguiente a su anodino trabajo, pero esperando hacerlo con
suculentos datos que desatascaran su investigación.
Salió del despacho a toda prisa, ajeno como cada día a las miradas de
soslayo que le dedicaban los agentes y el resto de oficiales que, entre
todos, le habían asignado el cruel apodo de cazafantasmas. Salió a la
calle ajeno al viento helado y húmedo que arrastraba el río tras las
últimas lluvias. Hacía una semana que no salía el sol y eso era un drama
en una ciudad como aquella, pero para Pablo era un día perfecto, un día
de celebraciones si no fuese porque aún debía ordenar muchos datos,
como elegir las preguntas más importantes que haría a su interlocutor en
menos de veinticuatro horas. Eso lo haría durante el viaje.

Una densa niebla arrastrada por el amanecer, bajo un cielo plomizo


que amenazaba con descargar agua sin piedad, hacía desaparecer casi
todo el complejo penitenciario que se asienta en aquel valle del norte de
Madrid. El verde prado que rodeaba Soto del Real en kilómetros a la
redonda había desaparecido a la vista, como tampoco se veía desde sus
puertas la alta y característica torre de vigilancia que se ubica en el
centro del enorme recinto. A Pablo, que no había dormido en toda la
noche, ni siquiera durante el viaje, y ni falta que le hacía, poco le
importaba el clima. Los nervios por conocer y entrevistarse con el
recluso Manuel Díaz Fernández monopolizaban y controlaban su
organismo como si se tratase de la marioneta de un ventrílocuo.
Tras atravesar una alambrada y un muro de hormigón, a cual más
altos, y ante la mirada de funcionarios de prisiones fuertemente armados
y con caras de pocos amigos, pasó entre dos edificios idénticos que
invitaban a pensar que todo el complejo había sido edificado de forma
simétrica a partir del eje formado por esa carretera de acceso o entrada.
Aparcó en un patio donde había carteles indicadores para los visitantes y
se bajó del coche para dirigirse a la puerta, allí un policía uniformado le
impidió el paso con malos modos.
Pablo era bastante conocido en Sevilla, allí era una institución para
algunos y un policía quemado por su pasado y sus ganas de éxito para el
resto, que ahora eran la mayoría de compañeros del cuerpo. Así que notó
una extraña sensación cuando aquel musculado policía le detuvo con la
mano y, sin siquiera dignarse a mirarle a la cara, le espetó:
—¿Adónde coño vas? Aún faltan horas para las visitas y los vis a vis,
gilipollas.
—¿Estás a gusto en Madrid? —respondía con una sonrisa siniestra
—. Creo que una cárcel vigilando visitas no está a tu altura, John Rambo.
No sé si debería hacer una llamada y pedir que te destinen a un cuartel de
algún pueblo perdido entre las montañas de Bizkaia. Seguro que allí
suavizarían ese tono de payaso y, de paso, tu culito tenso de gimnasio en
menos de dos semanas.
El agente se cuadró con la misma rapidez que tuvo que morderse la
lengua y las ganas al comprobar que tenía a dos centímetros de su nariz
una cartera abierta con una placa y un carnet de oficial de la Policía
Nacional.
—Disculpe los modos, mi teniente. No sabe la de gentuza que se ve
por aquí cada día… —Parecía no respirar siquiera mientras esperaba la
respuesta del oficial.
—¿Gentuza? Sí, ya lo veo…
Pablo pasó al interior de la sala, donde aún faltaban dos horas hasta
poder lograr su objetivo, entre esperas absurdas y paseos de pabellón a
pabellón, entregas de documentación a los burócratas de las oficinas y
comprobaciones que debían hacer funcionarios que a esas horas parecían
haber coincidido todos en ir a desayunar. Y por fin llegó al final del
laberinto. Se encontraba en una sala en la que pronto estaría a solas con
el supuesto fantasma. Todo lo que había sufrido y esperado aquel día y
los meses anteriores había merecido la pena solo por poder vivir ese
instante. Llevaba memorizadas cada pregunta que le haría y comprobó
cuatro veces las pilas de la grabadora, a pesar de saber que la sala
contaba con video-grabación y que podría luego pedir una copia en el
acto.
Tenía la total seguridad de que el tipo que estaría frente a él en unos
minutos, contestando a sus preguntas, no era el famoso asesino que había
estado buscando y que aún pretendía atrapar, pero, a pesar de eso, trató
de vaciar su mente de conocimientos y prejuicios para realizar un
interrogatorio o entrevista lo más imparcial y objetiva posible, y así
poder tener una visión realista del hombre que permanecería dos décadas
más encerrado en aquel lugar.
Dos funcionarios entraron en la sala sin haber llamado primero y, tras
comprobar que todo estaba en orden (un formulismo más que una propia
medida de seguridad, como conocía de sobra el teniente por su
experiencia en interrogatorios), hicieron pasar a un tipo que parecía más
bajo y delgado de lo que recordaba desde aquel otoño en que le había
visto en la comisaría central. El preso caminaba encorvado y cargaba con
oscuras bolsas bajo los ojos que parecían pesar más que los grilletes que
mantenían sus manos y pies atados al suelo bajo la metálica mesa de la
sala. Observándole con detenimiento, calculó que habría perdido unos
diez kilos, sin duda se estaba convirtiendo en un fantasma. Esa situación
no era nueva para el teniente, había comprobado cómo la privación de
libertad acaba con el cuerpo y los ánimos de la mayoría de los pobres
diablos que, aunque hubieran sido asesinos o violadores despiadados en
la calle, allí no se atrevían ni a toser sin el permiso de los funcionarios
que les custodiaban. Las represalias en forma de castigos no
compensaban el mal comportamiento.
Manuel Díaz Fernández no había matado una mosca en su vida, eso
lo transmitían sus ojos y también el sordo llanto que balbuceaban sus
labios mientras seguía mirando, como un muerto en vida, algún punto no
definido sobre la mesa. Pablo trató de mantener la compostura ante las
ganas de romper a reír en su cara; luego decidió, sin saber por qué,
olvidar las preguntas que tenía mil veces planificadas y estudiadas para
dejarse llevar por su instinto. Después de todo, nunca le había fallado.
—¿Por qué?
Manuel levantó su cara, mal afeitada y con los pómulos demasiado
marcados, para lanzar una mirada desconcertada e inquisitiva hacia el
desconocido que tenía delante. No le habían hecho antes una pregunta así
y apostaba su futuro a que aquel tipo no había ido hasta allí para jugar a
las adivinanzas.
Pablo, por su parte, siguió con el análisis visual. No tenía prisa,
quería saborear aquel momento y, además, sabía que los presos sueltan la
lengua con más facilidad en un interrogatorio cuando se le hacen las
preguntas de forma muy pausada. Manuel llevaba un mono dos tallas
más grande y muy arrugado, como si lo usase también como pijama; y
varias manchas aparecían en la pechera. Aquello le hizo pensar que no se
quitaba el mono de presidiario ni para dormir, ni para comer ni para
hacer cualquier otra cosa con la que ocupase el día y la noche en la
cárcel. Entre amigos, familiares, compañeros de la comisaría y personas
anónimas que había oído en cafeterías, restaurantes y otros lugares,
habría escuchado más de mil veces que las cárceles españolas eran como
hoteles de lujo y que los presos estaban mejor de lo que merecían. A
todos ellos les deseaba que observasen lo que una cárcel española había
hecho con aquel miserable. Otro detalle más apareció en su escrutinio,
una mirada de Manuel que contenía mucho más de lo esperado: una
sonrisa amarga y un mensaje que parecía decir: «no me creeré nada de lo
que me digas hoy», así como «no pienso contarte nada». Pablo aceptó
aquel desafío.
—¿Qué es lo que pregunta? ¿Qué significa ese por qué? —respondió
despacio y con un tono de voz mucho más grave del que habría
imaginado el teniente por su aspecto físico.
—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Por qué dijiste que eras el fantasma?
—Todo el mundo sabe que soy el fantasma.
—No todo el mundo.
Se hizo un silencio incómodo para Manuel, que miró alrededor suyo
pero no consiguió encontrar cómplices de su alegato, ni pudo sostener la
mirada de aquel tipo que parecía saber lo que decía sin que él hubiese
confesado su mentira. Tragó saliva mientras dudaba si pedir un vaso de
agua y meditó su respuesta.
—¿Qué importa lo que piensen uno o dos? Estoy aquí por lo que
hice. Soy un monstruo que mató a muchas chicas.
—¿Tú? ¿Un monstruo? ¿Matar?
Pablo rompió a reír a carcajadas.
El propio Manuel, así como los que observaban a través de las
cámaras de vigilancia, quedaron completamente desarmados y confusos
ante aquella reacción.
—Tú no eres más que un pobre diablo con deseos y ansias de
grandeza —continuó el teniente—, un imbécil que se ha equivocado y
ahora no sabe cómo volver atrás. Creías que tendrías fama y verías tu
nombre escrito en los libros de historia, que harían películas sobre ti, que
escribirían novelas sobre tus actos… Pero te estás encontrando con otra
parte de la que nadie te avisó, una mucho más amarga, ¿verdad?
—No sé lo que quiere decir.
—Pues tus ojos sí lo saben, los ojos nunca mienten, y los kilos que
faltan a tu cuerpo tampoco. ¿Cómo te tratan los demás reclusos y los
funcionarios? ¿Es tan placentera la fama como la habías imaginado? Te
quedan aún más de veinte años para disfrutar de estos mágicos
momentos en un hotelito tan idílico como este.
Manuel no pudo sostenerle la mirada ni continuar con su falsa
fachada un segundo más ante quien parecía leer su mente o conocer
todos sus secretos. Se limitó a agachar la cabeza y encerrarse en sí
mismo tan rápido como se estarían moviendo los funcionarios del otro
lado de la ventana, que ya habrían emprendido su camino para llegar a la
sala y terminar con la conversación. Pablo debía darse prisa, acababa de
cometer un error que acabaría con la entrevista mucho antes de lo que
tenía pensado.
—Los dos sabemos que tú no has matado a una mosca en tu vida y
que te estás comiendo esta mierda por buscar una fama que creías mucho
mejor de lo que ha sido cuando has vivido la experiencia. Estos meses no
han sido nada comparado con los más de veinte años que te quedan. No
hagas el imbécil y colabora conmigo. Soy el único que puede sacarte de
aquí, el único que confía y sabe que no hiciste nada… El único que sabe
que no eres el fantasma.
Manuel le miró como se mira al clavo ardiendo que te abrasará y
desgarrará las manos, pero que es el único asidero que te evitará caer al
vacío. Dudó unos instantes, que se hicieron eternos para Pablo, y, viendo
que ya no había más saliva que tragar, intentó cooperar.
—Pensaba que todo sería cosa de dos o tres semanas, que se
descubriría el engaño y quedaría en libertad, ya sabe…, cuando el
verdadero asesino volviese a matar. Pensaba que, como mucho, tendría
un juicio por lo de la puta en el hotel. Pero el tiempo pasó sin que el
fantasma volviese a matar y cerraron el caso, aun sin pruebas y sin
comprobar coartadas de algunos de los crímenes. No tenían nada sólido
contra mí, pero me metieron aquí para que me pudriese por algo que no
hice.
—Así funciona esto. Había que joder a alguien y tú te ofreciste en
bandeja de plata. Así que no culpes a nadie más que a ti mismo por tu
torpeza. Te metiste en medio de un caso muy jodido, de esos que los
peces gordos quieren cerrar y enterrar muy profundo aunque sea a costa
de un inocente. Pero tampoco te lo tomes muy a pecho, que la inocencia
te queda muy grande.
—Pedí a mi abogado que solicitara la reapertura del caso, está
trabajando en eso.
—Estúpido, nadie está trabajando en nada. Para atar cabos sueltos, a
tu abogado de oficio le habrán enchufado con un cargo en la Fiscalía
General del Estado y al juez lo habrán llevado al Supremo. Todos ganan.
Bueno, todos no…
Al otro lado de la puerta se oían gritos y pasos de los funcionarios,
quedaban segundos para interrumpir una conversación que no se
repetiría nunca más.
—Aún así —continuaba— quiero oír la verdad, quiero oírla de tu
propia boca.
—Si desde arriba han ordenado que me entierren aquí durante veinte
años. ¿Qué importa lo que yo diga u opine? No servirá de nada.
—Me importa a mí. ¡Dilo, quiero oírlo!
Dos funcionarios y un responsable de la prisión irrumpieron en la
sala y, sin decir una sola palabra, quitaron los candados que ataban al
preso al suelo y se lo llevaron como si Pablo no estuviese allí.
—¡Aún no he terminado con él! —gritó, pero nadie le hizo caso—.
Tengo una orden firmada por el Ministro del Interior.
—Es el Ministro, a través de una llamada telefónica recibida hace
dos minutos, el que ha pedido que se cancele inmediatamente la
entrevista. Si tiene algún problema o queja, trátelo con él —le dijo el
responsable, ajustando la corbata de su traje a medida y usando un tono
de voz tan serio como la mirada que le dedicó antes de salir de la sala y
dejarle a solas.
Aún sentado sobre la silla de metal, y sabiendo que le confiscarían la
grabación de la entrevista que acababa de mantener, podía oír los
forcejeos y los golpes que trataban de silenciar al reo durante su traslado
de nuevo a la celda. Pero un grito final de desesperación desgarró sus
sentidos e hizo brotar una sonrisa en el rostro de Pablo.
—¡Soy inocente! ¡No he matado a nadie en mi vida! ¡No soy el
fantasma!
Por fin se veía luz al final del túnel.

No había pasado tanto tiempo como para hacerle olvidar los pasillos,
despachos y la sala de espera, así como tampoco el olor a detergente
perfumado de pino que invadía la segunda planta de la comisaría. La
última y única vez que había estado allí no se encontraba en las mejores
condiciones intelectuales, pero aún recordaba esa austeridad que parece
ser la seña de identidad, con pocas variaciones, en todos los edificios y
dependencias oficiales de la Policía. Esa mañana no había el revuelo y el
bullicio de la vez anterior, los teléfonos no parecían a punto de explotar
ni los agentes decididos a pedirse una baja por estrés, eso era buena
señal, quizá no le hiciesen esperar tanto como aquel día. Se sentó en la
misma silla de plástico, al lado de una fuente de agua de metal, y poco
más de quince minutos después estaba entrando en el despacho de
Balmaseda.
—Te dije que no vinieras a verme, joder. Tendré que aguantar
miradas e insinuaciones durante semanas por culpa tuya.
—Gracias, yo también me alegro de verte. Además, te dije que
podríamos tomarnos un café en el Starbucks que hay al otro lado de la
calle.
Pablo se sorprendió al ver que Javier había empeorado físicamente en
los últimos meses, estaba algo más gordo y las canas habían conquistado
su cabellera, al menos, lo que quedaba tras las incipientes entradas que
anunciaban que los cuarenta años se le escapaban para dar la bienvenida
a los cincuenta. Su sentido del humor, en cambio, seguía siendo tan
pésimo como de costumbre.
—Sí, claro, como si allí no nos fuera a ver ningún policía.
—¿Hubieras preferido una visita de tu exmujer?
—No menciones a esa bruja, cada vez que viene es para quejarse de
que no le ha llegado la pensión el día uno. Parece que no puede estar un
solo día sin gastarse mi dinero en el puto bingo o en las tragaperras.
—Si le cogieras el teléfono no vendría a verte en persona.
—Sí, claro…
—Hablando de exmujeres, te comentaré un chiste típico de mi tierra
—Javier suspiró con paciencia, sin poder arruinar un ápice el entusiasmo
del sevillano—. En los cuentos de princesas, ¿sabes qué diferencia hay
entre una preciosa hada y una bruja malvada?
—Sorpréndeme.
—Veinte años de matrimonio.
Pablo reía a carcajadas ante la cara de asombro de Javier, aunque un
destello iluminaba los ojos de este último y se notaba cómo estaba
haciendo un esfuerzo titánico por no acompañarle con las risas.
—Bueno, ve al grano. Estamos muy ocupados tratando de encontrar
a un hijoputa que ha empujado a una niña a las vías del metro. La prensa
está que echa chispas pidiendo detalles morbosos sobre su muerte.
—Ya imagino.
—Venga, coño, suéltalo ya. Esa sonrisa estúpida te está delatando.
Dime lo que te ha contado o has averiguado con la entrevista; eso sí, ni
se te ocurra decirme que el preso te ha dicho el nombre y apellido del
verdadero asesino, o te juro que tendré que contenerme para no darte una
hostia.
—No exactamente, pero me ha confesado que no es el fantasma.
Aunque no hacía falta, no imaginas lo que ha cambiado, se ve que la
cárcel no le está sentando muy bien, o que no era lo que él esperaba.
—Esos miserables son todos iguales, confiesan sus crímenes
pensando que acabarán de plató en plató de televisión, ganando una
fortuna por contar su historia o escribir un libro, pero cuando se ven
encerrados durante años, se aferran a lo que sea por salir de allí.
Pablo no contestó, se limitó a mirarle con una sonrisa de
superioridad, de esas que lanzas cuando sabes de sobra que todo lo que
se hable sobre el tema está de más porque tú ya lo sabes; y también sabes
que tu interlocutor sabe que lo sabes.
A Javier le reventaba ese aire de intelectual sabelotodo que tenía su
colega, y más aún porque era consciente de que cualquier conversación
con él estaba iniciada, dirigida y ganada por él, desde antes siquiera de
saber que se produciría.
—Da igual lo que tengas o la confesión que hayas grabado, no te
servirá de nada ante un juez si no tienes otro culpable que se declare
como tal o pruebas que le incriminen.
—No tengo nada.
—¿Cómo dices?
—Que no tengo nada. Me quitaron la grabación y se llevaron al
recluso en cuanto mencionamos el Ministerio y el trato que le
dispensaban allí. Luego me echaron como a un borracho de una
discoteca.
—Pero…
—Pero me bastó mirarle a los ojos para saber que ese mierda no ha
matado a una mosca en su vida. No necesitó gritarme, mientras se lo
llevaban a rastras, que no era el fantasma para que le creyese. Se le ve
nada más tenerlo delante.
—¿Sabes que podemos meternos en un lío solo por mantener esta
conversación? En el Ministerio tienen enterrado este caso y rezando para
que nadie vuelva a hablar de él, incluso han coaccionado a la prensa y a
la televisión para asegurarse que ellos hacen lo mismo. Y esto último que
quede entre tú y yo.
—Descuida. Pero eso no quita que invierta mi tiempo libre en buscar
al verdadero culpable.
—Haz lo que te salga de los cojones, pero lárgate de aquí y no
vuelvas. No quiero que la mierda me salpique, ¿entendido?
No hizo falta una cordial despedida, Pablo tampoco la esperaba. Se
marchó de la comisaría después de haber hecho tiempo para dirigirse a
Atocha y esperar el tren de vuelta a la capital andaluza. Una cafetería en
la zona del jardín botánico de la estación le sirvió para escribir en su
ordenador toda la conversación, palabra por palabra, mantenida con
Manuel. A pesar del estruendo formado por las miles de personas que
paseaban o esperaban por el lugar, recordaba con claridad cada detalle de
aquella mañana. Montó en el tren satisfecho por su tesón y confiado en
sus posibilidades. Necesitaba ese golpe de efecto, esa palmada en la
espalda que, a falta de un superior para hacerlo, se había dado a sí
mismo. Durante el trayecto de regreso sí pudo dormir, aunque dos horas
supieran a poco. Ese estado de relajación, único desde hacía meses,
invitaba a un homenaje con vistas a estar lúcido para recuperar trabajo en
casa durante la noche. El viaje había acabado con un resultado muy
diferente con respecto al anterior. En ambos volvió con la completa
seguridad de que el asesino seguía suelto y dándole la oportunidad de ser
él quien le atrapase, pero ahora tenía la confirmación directa del propio
condenado y la indirecta de la policía en la central de Madrid y del
Ministerio.
Al margen de órdenes y de oficialidad en la cadena de mando,
pensaba reabrir el caso y dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda y
captura del verdadero asesino. No pararía hasta encontrarlo y llevarlo
ante las autoridades. Dedicaría su vida entera, si fuese necesario, para
lograr su objetivo.

Era la una y media de la madrugada cuando Pablo llegó en taxi a su casa,


agradeciendo el aporte de calor y humedad que daban el sur y el río
Guadalquivir a la capital hispalense en comparación con Madrid; a pesar
de que sus convecinos aseguraban estar padeciendo los crueles azotes de
una ola de frío polar inhumana y nunca antes sufrida. Sintió deseos de
recomendarles un viaje de placer a la capital del país para que pudieran
comparar.
Durante el viaje, aparte de dar una cabezada y de intentar adelantar
algo de trabajo, había contado los minutos hasta poder llegar a casa y
abrir la puerta de la habitación-despacho que usaba como central de
operaciones para la búsqueda de criminales, pero, sobre todo, para la
investigación del caso más importante de su carrera, aquel que aún
estaba inconcluso para él.
Las cajas de cartón con dossieres repletos de fotocopias de
interrogatorios y fotografías de pistas seguían por todo el suelo, igual que
los montones de carpetas en la pequeña mesa de la izquierda, donde ya
no quedaba espacio para acomodar el ordenador portátil. Se deshizo de
todo lo que no estuviese relacionado con el caso de el fantasma y lo llevó
al salón-comedor, donde sus pocos muebles daban espacio a todo aquello
que fuese necesario. Luego se quedó observando la pared principal del
despacho, la que quedaba frente al sillón que usaba para pensar y buscar
soluciones. Una pared llena de fotografías, fotocopias de indicios y
pruebas, planos y mapas de lugares, sembrada de chinchetas de colores
que acogían cordones de hilo enlazando unos lugares con otros bajo las
marcas de rotulador que indicaban fechas y horas. Allí estaban todos los
crímenes que se le atribuían al asesino en serie, las fotos de sus víctimas,
los datos de los hoteles donde fueron encontradas, las fechas y las partes
más importantes de las declaraciones de testigos y familiares. En el
centro, justo en la mitad de la pared (y del mural), había una interrogante
dibujada con un rotulador rojo. Pablo cogió el mismo rotulador con el
que había dibujado casi un año atrás aquel signo y se acercó para
rodearlo varias veces con un círculo.
—Estás por ahí, quizás fuera de España, pero te atraparé, hijo de
puta. Puedes apostar tu vida a que te atraparé.
Era un obseso del orden, del método y del buen hacer que enseñaban
en los cursos especializados del FBI a los que había pedido una docena
de veces una plaza para asistir, pero que siempre había rehusado, cuando
le notificaban que había sido admitido, por estar demasiado involucrado
en algún caso como para ausentarse durante más de un mes.
Dejó el rotulador sobre la mesita y se sentó muy despacio en el
sillón, como queriendo ser ceremonioso con el momento. Había
picoteado algo de fiambre de su nevera y abierto una botella de vino
rosado que había comprado hacía años para alguna ocasión especial, no
había mejor momento que ese. Observó el mural de su investigación y
dio un sorbo despacio a la copa, el vino estaba frío y ligeramente
amargo, pero le gustó esa sensación bajo el momento de penumbra,
silencio y soledad. El flexo de la mesita, como único punto de luz en la
habitación, apuntaba su bombilla led hacia la pared y conseguía dar un
aspecto majestuoso al fruto de sus investigaciones, provocando una
pequeña sombra a la izquierda de cada chincheta y de cada cordón de
hilo que navegaba de un punto a otro de la pared. Pablo recordó cada
película que había visto sobre investigaciones de asesinatos en serie y se
sintió orgulloso de su tesón, así como se sentía satisfecho por no
abandonar a pesar de la mentalidad de sus compañeros y colegas;
también entusiasmado de saber que el asesino esperaba ahí fuera a ser
capturado. En aquel momento, solo un temor arruinaba el momento de
regocijo, el mismo pensamiento que había surgido cuando empezó el
caso. Sentía miedo al pensar que nunca pudiera atraparle.

No era consciente de la hora a la que había acabado rendido ante el


cansancio y sumergido entre los brazos de Morfeo, pero notaba la
cantidad de luz que entraba a través de los pequeños orificios de la
persiana no bajada del todo. Debía de ser tarde, claro que eso no le
importaba tanto como el dolor de espalda por haber dormido en el sillón.
Pasaría algún tiempo más en casa antes de ir a la comisaría; allí nadie le
echaría en falta, supondrían que se había quedado en casa investigando,
o haciendo averiguaciones e interrogando a testigos en alguna zona de la
ciudad. Eso era lo bueno de su trabajo de inspector.
Aún no había comenzado a planificar mentalmente lo que haría esa
mañana cuando el telefonillo del portero automático comenzó a sonar
con la suficiente insistencia como para indicarle dos cosas: que no era la
primera vez que sonaba y que había sido ese el sonido que le había
sacado del sueño. Se dirigió aún somnoliento y dando tumbos hasta la
cocina y descolgó el auricular.
—¿Quién es?
—Jefe, ¿ha pasado algo?
—No, todo está perfecto, espera unos minutos y bajo.
Era Miguel Carabías, su ayudante y mano derecha, el único en quien
confiaba y que conocía el motivo de su viaje a la capital. Pablo se dio
una ducha en tiempo récord y se vistió para bajar en menos de veinte
minutos desde que el agente había llamado a su portero automático. Al
final tendría que ir a la comisaría, después de todo.
Faltaban unas calles para llegar a su destino cuando Miguel por fin se
atrevió a preguntar a su jefe.
—¿Cómo fue lo de ayer?
—Ni te imaginas. Tenemos caso.
—Pero la central…
—Olvida la central, esto será cosa mía, como un hobby.
Su ayudante le miró con sus ojos pequeños y oscuros pero astutos, y
se frotó la barbilla con la mano derecha como siempre que estaba
pensando en las consecuencias de sus actos.
—Espero poder ayudarle, aunque ya sabe que nos meteremos en un
lío si…
—No te preocupes, nadie sabrá en qué trabajamos. Cubriré tus
espaldas si tú haces lo mismo. Y si me sancionan, diré que te ordené
ayudarme y que no podías negarte.
—Eso ya lo sé, pero no quiero que cargue con una sanción extra por
cubrir mis decisiones.
Miguel era un buen policía y una buena persona. Solo llevaba año y
medio desde que había recibido la placa y ya había llamado la atención
del mejor oficial de la ciudad, sobre todo desde el día en que entró en su
oficina con descaro y sin vergüenza alguna para decir: «Si ese puto
pringado es el fantasma, yo soy el Capitán América». Pablo le invitó a
cerrar la puerta de su despacho y se limitó a hacerle una única pregunta:
«¿Por qué?».
—Ese fracasado no se ligaría a mi abuela en la cola del bingo, mucho
menos a una chica de veinte años en una discoteca y con tanta rapidez
como para que nadie le viese. Ese patético personaje solo quiere fama y
no pasaría siquiera el control de la discoteca Theatro Antique sin que los
porteros se partiesen el culo de risa al verle de esa guisa.
—Olvidas la droga, puede drogar a las chicas y que las haga más
dóciles —respondió Pablo en un intento de confundir al chico.
—Si usara una cantidad convencional, los análisis lo habrían
confirmado. Y ya le digo yo que tendría que anestesiarlas para que se
fueran con él sin levantar sospechas. Ninguna chica de las que hay en la
base de datos de el fantasma se iría con ese tipo ni a comprar un sello al
estanco una mañana de lunes.
—Pues en la central de Madrid están convencidos de que es el
asesino.
—Con todos mis respetos, mi teniente —añadió con recelo—, en la
central encarcelarían al primer pobre diablo que se cruzase ante la
comisaría si con ello contentasen a los periódicos y al Ministerio. Ese
malnacido no sabe dónde se ha metido al declararse culpable.
—¿En qué unidad estás? —fue lo único que pudo contestar Pablo,
con una sonrisa.
—En tráfico, aún no llevo ni dos años en…
—Pues eso se acabó —le interrumpió—, eres mi nuevo ayudante. Ve
a por tus cosas mientras hago una llamada. Por cierto —le dijo mientras
salía sonriente y como un rayo de su despacho—, mañana no traigas el
uniforme, ven de paisano.
—Pero los agentes no podemos…
—No pienso salir a investigar con un tipo vestido de novato a mi
lado, y menos cuando tiene medio cerebro más que el resto de la
comisaría. Olvida lo que puedan decirte, ahora tus informes de
rendimiento dependerán de mí.
Aquel día Pablo ganó un amigo y un fiel investigador que se dejaría
la piel por su trabajo, algo que no abundaba en el oficio y que debía
proteger para que no se volviese perezoso ni corrupto como una gran
mayoría de sus compañeros.
Ya casi llegaban a la comisaría cuando el móvil sacó al teniente de
sus recuerdos. En la pantalla aparecía el nombre de Javier Balmaseda,
algo que resultaba imposible, o demasiado improbable, después de su
conversación mantenida hacía solo unas horas. Descolgó con recelo y
acercó el aparato a su oído.
—¿Sí?
—Apuesto a que no esperabas mi llamada.
—Esta respuesta me acaba de desconcertar aún más que la llamada
en sí.
—Pues aún no te he dicho el motivo…
El tono de Javier era mucho más serio que el que se adivinaba por el
carácter distendido de sus palabras, Pablo lo notó a pesar de haber oído
solo una frase. La impaciencia irrumpió como un volcán en erupción.
—Pero dime lo que sabes, joder. No me tengas en ascuas que casi no
he dormido.
—Se trata de tu amigo Manuel, el que visitaste ayer en la cárcel, el
supuesto fantasma.
—¿Supuesto? Pensaba que para ti era el único y definitivo asesino.
—No me jodas, ya te he explicado cómo va esto. No me puedo mojar
con tus hipótesis.
—Vale, lo capto, dime entonces qué ha pasado. ¿Manuel ha
convocado a la prensa para el anuncio de alguna exclusiva?
—No te burles, es algo más serio.
—¿Más serio que eso?
—Sí. Ha muerto esta noche.
Un click sonó en el cerebro de Pablo, un sonido mecánico que
anunciaba un futuro complejo a pesar de darle la razón aún más en sus
sospechas. Ahora el caso estaría más cerrado que nunca y las
posibilidades de presentar a un nuevo sospechoso se disiparían como se
esfuma la moneda en la mano de un mago durante un truco barato. Todas
las luces que se habían encendido en su viaje de vuelta a Madrid se
acababan de apagar de golpe junto al estallido de las bombillas que las
producían.
—No tienes ni que decirme cómo ha sido. Un suicidio en su celda,
seguramente colgado de su cinturón.
—No metas el hocico en el hormiguero o acabarás mordido…, es un
consejo de alguien que te aprecia.
—Gracias por tu apoyo, pero eso no hace más que darme ánimos y
seguridad en mi búsqueda.
—Joder, Pablo. Han ajusticiado a ese imbécil para que nadie sepa lo
que se cuece en las cárceles y para cerrar más aún un caso que llevó de
cabeza a este país durante dos años. No toques los cojones o tu exitosa
carrera de policía durará lo mismo que una viagra en la puerta de un
geriátrico.
—Ya lo he captado, gracias de nuevo por el aviso.
—Conozco ese tono y no me gusta nada. Olvida todo este asunto, es
un consejo de amigo. El Ministerio no es partidario de quedar mal, y
mucho menos ante una noticia o caso internacional con la repercusión
que tuvo este. No tendrán piedad contigo si sigues husmeando.
—Te repito que lo he pillado, gracias por todo y hasta siempre.
Pablo colgó el móvil y lo metió de nuevo en el bolsillo del pantalón.
Su mente procesó la información recibida y luego la desechó a esa zona
del cerebro en la que trata de olvidar lo antes posible lo que no le
interesa lo más mínimo. Miguel le miraba de reojo y se atrevió a
intervenir cuando ya aparcaba en los subterráneos de la comisaría.
—¿Son malas noticias? ¿No podremos seguir con la investigación?
—No, solo chorradas. Seguimos adelante.
—Perfecto.
—Pero una cosa, lo de llevarlo en secreto es más importante de lo
que imaginas.
Miguel no contestó, solo le miró y asintió con la cabeza.
Capítulo 2

El alba dibujaba con su luz magenta una fina línea que separaba el mar
del cielo; en pocos minutos habría desparecido el frío y oscuro semblante
de la noche y los destellos cobrizos del sol naciente barrerían las calles
desiertas de la isla de Mykonos, sembrando de un falso calor invernal los
estrechos pasadizos por los que corría Alfil, como cada mañana.
Pensamientos confusos invadían su mente, testigos de la pugna entre los
instintos primarios que atacaban sus noches, como mortecinos impulsos
que se revelaban en la soledad de sus miedos y remordimientos, y la
búsqueda de una estabilidad emocional para la que cada vez tenía menos
esperanzas.
Recorría el entramado de callejuelas ascendentes del pueblo griego
como si la vida le fuese en ello, como si desease que un infarto acabase
con su sufrimiento y sus debates internos. Cada día era más difícil
mitigar los impulsos que le arrastraban a su vida anterior, a volver a los
estudios de fotografía y pelear por ser el mejor, aunque aquello le
empujase de nuevo a matar para lograr esa meta. La monotonía y la falta
de objetivos en su vida estaban acabando con sus nervios y con su
paciencia. Las noches anteriores las había pasado nadando en el frío mar
que aún era mecido por las corrientes de febrero, jugando a la ruleta y al
póker en el casino de la ciudad, evitando a mujeres de una sola noche y
ahogando el recuerdo de su pasado en botellas de vodka mientras veía
llover sobre la cubierta de su barco, deseando que su alma también
quedase purificada como la reluciente madera de teca del velero.
Esa noche sería diferente, había acordado jugar una partida de
ajedrez con Nicolai Notto, un magnate del petróleo que anclaba su barco
muy cerca del suyo, un tipo de unos setenta años que aparentaba estar
más cansado de la vida que él mismo. Había rehusado en varias
ocasiones, pero los años que llevaba sin ponerse a prueba en una buena
partida y el recuerdo de su anciano abuelo en las facciones del millonario
le hicieron cambiar de idea. Después de todo, era una forma como
cualquier otra de salir de la rutina.
—¿Qué nos jugamos? —preguntó Alfil tras agotar de un trago una
copa de Martini seco con ginebra.
—¿Qué quiere apostar? —respondió el anciano.
—El barco.
El magnate le miró con un gesto de preocupación y sorpresa. Pensó
que estaba bromeando.
—No lo dice usted en serio.
—¿Por qué no? ¿De qué sirve vivir si uno no puede sentirse vivo?
Sin altos estímulos no nos podemos poner a prueba. Este yate suyo es
más grande y caro que mi velero, pero apuesto a que usted tiene más
experiencia que yo jugando al ajedrez. Y después de llevar semanas
insistiendo en esta partida, doy por sentado que debe ser un jugador
consumado. ¿No es así?
—Bueno, no se me da mal —un brillo de falsa modestia iluminó sus
cansados ojos—. Aunque no imaginaba que tendría que poner en juego
mi preciado barco. Pensaba que lo apañaríamos con algo simbólico entre
amigos, como diez euros o pagar una cena en el pueblo.
Alfil le miró con una media sonrisa y esperó en silencio para ver si el
desafío era aceptado por el roñoso millonario. Ganase o perdiese la
partida, aquello suponía un reto para él; y si perdía su barco, tendría un
motivo para moverse a otro punto del mundo a buscar otros incentivos, o
incluso regresar a Madrid. «¿Quién sabe? —pensó—. Quizás esta noche
llegue ese punto de inflexión que necesito». Pidió otro cóctel al sirviente
y volvió a beberlo de un trago, esa actitud acabó por convencer a
Nicolai, que seguro calculaba en esos instantes el tiempo que tardaría el
chico en estar borracho como una cuba.
—Sergei, procura que a mi invitado no le falte cualquier cosa que
necesite —ordenó el magnate sin dejar de mirar a Alfil.
—¿Eso significa que aceptas la apuesta?
—Veamos lo que sabes hacer, hijo.
Sergei acercó un maletín de madera que Nicolai tomó y colocó sobre
su regazo. La mesa que le separaba de su invitado, con un tablero de
ajedrez grabado sobre su fina y pulida madera, acogió las figuras de
ébano y marfil que trajo gratos y casi olvidados recuerdos al muchacho.
Una vez colocadas todas las piezas, y tras insistir en varias ocasiones
para que se siguiesen las normas de protocolo y caballerosidad, el
anfitrión acabó cediendo ante su invitado y comenzó la partida moviendo
uno de sus peones blancos.
—Nunca había visto a alguien tan supersticioso. Conocía esa manía
de jugar siempre con las fichas negras, pero no hasta ese punto obsesivo.
—Es una costumbre desde niño.
—Eso es bueno, amigo mío, las tradiciones no deben olvidarse.
La partida se desarrollaba más rápido de lo que hubiese esperado
ninguno de los dos, más aún si tenían en cuenta la importancia de lo que
habían apostado. Nicolai sabía lo que hacía, incluso movía las fichas
como un profesional con años de experiencia en competición; a veces
llevaba su mano hacia la derecha en un acto reflejo, como si estuviese
acostumbrado a jugar con el reloj. Alfil, por su parte, parecía casi no
prestar atención, reaccionaba rápido a los movimientos de su rival, como
si moviese las fichas sin pensar mucho en las consecuencias, por
momentos daba la impresión de querer perder y abandonar aquella
misma noche el lugar. Los cócteles de Martini con ginebra se fueron
sucediendo para regocijo del ruso.
Al cabo de veinte minutos de juego, cuando ya habían caído más de
la mitad de las fichas, Nicolai anunció un jaque con su torre. La sonrisa
del magnate apareció en su rostro ante la seriedad del semblante de Alfil,
que le miraba fijamente sin prestar atención a la mesa; así permaneció
durante unos largos segundos. El anciano disfrutaba del momento, casi
podía ver que esa seriedad y frialdad de los ojos de su joven rival se
debían a estar arrepentido por haber apostado su barco tan a la ligera. El
silencio creaba una tensión palpable aunque el chico no le apartó la
mirada, solo extendió la mano muy despacio para colocarla a un
centímetro sobre su rey, pero en lugar de tumbar la ficha, dando por
terminada la partida, siguió avanzando hasta llegar a su alfil negro, lo
tomó y recorrió una mortal diagonal que acabó arrollando a la figura del
rey blanco.
—Imposible… es… imposible. Me has vencido con un alfil y sin que
lo haya visto siquiera. Es imposible. En los últimos treinta años no he
perdido más de cinco partidas y tú ni siquiera has estado prestando
atención.
—Cuidado Basil, te está traicionando el acento búlgaro.
El anciano se levantó más rápido de lo que se hubiese adivinado por
su aspecto, pero no pudo sacar a tiempo el pequeño revólver que
escondía en la parte de atrás de su cinturón. Dos disparos ahogados en un
silenciador silbaron en la oscuridad de la noche. El primero de ellos
atravesó la frente del anciano y el segundo el estómago de su sirviente,
que permanecía escondido tras la puerta que separaba el salón principal
del yate de la terraza semicubierta en la que habían jugado la partida.
Alfil se levantó y pasó con cuidado sobre el cadáver de su anfitrión,
llegó hasta donde gimoteaba Sergei y apartó de una patada el arma de
este, que reposaba en el suelo a un metro de distancia de su mano. Cogió
una silla del interior del salón y la colocó al lado del herido para sentarse
sin prisas.
—¿Sabes que subestimar a un rival es el primer y mayor paso hacia
la derrota? —susurró al supuesto sirviente.
—Ese estúpido te ha subestimado durante la partida —gimoteó el
herido con un marcado acento ruso, mientras taponaba con ambas manos
la herida del estómago.
—¿Basil? No, me refiero a ti, me refiero a toda esta operación que
habéis montado de un modo tan chapucero. Demasiados errores para
haberlos cometido un asesino a sueldo con recursos suficientes como
para alquilar este yate y los servicios del viejo. ¿Cuál es tu verdadero
nombre?
Sergei le miraba con intriga y fascinación. Parecía preguntarse cómo
había descubierto su plan.
—¿Cómo has sabido…?
—Te delataba constantemente tu mirada, nadie tolera que un
sirviente le mire a uno como tú lo hacías cada vez que Basil te daba una
orden. Y si él no era tu jefe, entonces todo lo demás también era falso,
una pantomima mal ensayada y peor ejecutada. Se hizo demasiado
evidente que tú eras el patrón aquí. Además, Basil Ivanov fue un
competidor de nivel internacional, cualquier amante del ajedrez le
hubiese reconocido a pesar del paso de los años. No tiene ningún sentido
que se haya hecho pasar por un magnate ruso; y los torneos que ganó
hace décadas no dan para alquilar o comprar un yate como este. Vosotros
tenéis mucho presupuesto y yo quiero saber quién financia esta
operación y por qué.
Sergei miraba en todas direcciones, como si esperase algo o a
alguien, pero la mueca de derrota de su rostro anunciaba de un modo
evidente su desesperación al verse en las últimas.
—Siempre recibimos los encargos por correos electrónicos cifrados,
y la única información que teníamos sobre ti decía que eras un cabo
suelto, nada más que eso. Nos pasaron fotos tuyas y del barco,
encontrarte no fue fácil, pero convencerte para que subieras a nuestro
barco fue peor, nos ha costado semanas.
—Debes tener algún modo de comunicarte con tu cliente, quiero
saber todo lo que sabes: las direcciones de correo electrónico, las claves
para desencriptar los mensajes…
—Esta herida tiene un aspecto feo, no llegaré vivo a ningún hospital
ni tú me dejarás salir de aquí con vida, así que los dos sabemos que no
hay más que hablar.
—Vaya, un sicario con principios hasta el fin. Muy bien.
Alfil respiró hondo, sabía que aquello se había terminado. Se levantó
de la silla y disparó en la cabeza al asesino antes de adentrarse para
buscar la sala de máquinas del barco.
Veinte minutos después llegaba a su velero, a unos doscientos metros
de distancia del yate. Había usado la lancha a motor con la que Sergei, el
falso sirviente del magnate, le había ido a recoger dos horas antes.
Cuatro disparos al suelo de la zódiac la hicieron hundirse despacio
mientras él, apoyado en la barandilla del Deseos, observaba el resplandor
que emitía el enorme yate ardiendo en la distancia. En pocos minutos no
quedaría rastro alguno del barco, ni de sus ocupantes ni de él mismo, que
ya habría partido hacia la costa italiana. Siendo asesinos a sueldo, nadie
les echaría de menos ni habría registro alguno de su yate en el puerto. Y
antes de que las lanchas de salvamento marítimo y del guardacostas
llegasen alertadas por el resplandor del fuego, el barco ya reposaría a
setenta metros de profundidad con los dos cuerpos calcinados.
Entró en el camarote y se dirigió rápido hacia el baño, se lavó a
conciencia las manos y la cara para despejarse por completo de los
efectos del alcohol que aún sentía amordazando su cabeza y sus reflejos.
Se quitó la camisa mientras volvía a cruzar el salón del velero para salir a
la superficie, arrojó la prenda sobre una encimera y entonces lo vio.
El cuerpo yacía boca abajo en la zona de la cocina y la posición de su
pierna derecha no dejaba lugar a dudas, estaba muerto. Una mancha
oscura y viscosa se extendía despacio bajo el cadáver y Alfil se preguntó
cómo no había notado el olor característico de la sangre al entrar;
después de la experiencia vivida minutos antes, debería estar más alerta.
Dos preguntas activaron sus sentidos en una milésima de segundo:
¿Quién le había matado? Y, ¿seguía el asesino aún en el barco? La
respuesta surgió rápido a su espalda.
—No hagas ningún movimiento o le acompañarás en el suelo.
Alfil notó que era una voz dulce de mujer. No había notado perfume
en el ambiente ni ningún otro olor que la delatase, y no había emitido el
más mínimo sonido mientras estaba allí, así que era una profesional y
posiblemente mejor que el tal Sergei del yate, sin duda alguna mejor
también que el tipo que yacía muerto sobre el suelo. El chico sacó
lentamente su arma, sujetándola por la culata con los dedos pulgar e
índice de su mano derecha, luego lo dejó caer al suelo.
—¿Vas a matarme?
—¿Por qué habría de hacerlo? Apuesto a que tú gobiernas este barco
mejor que yo, y debemos salir a toda prisa antes de que la zona se llene
de barcos de salvamento marítimo. Esa fogata que has montado habrá
alertado incluso a varios satélites.
—¿Entonces?
—¿Te refieres al cadáver? Es evidente, estaba aquí esperándote para
matarte y no me vio llegar, error suyo.
—Eso no explica que le mataras, y tampoco me has dicho que haces
aquí.
—Las explicaciones vendrán luego, puedes contentarte con que no te
haya matado cuando tengo toda la ventaja para hacerlo. Ahora sal fuera y
pongamos unas millas de distancia lo antes posible.
Alfil obedeció, se enfundó la camiseta y un grueso abrigo y salió a la
cubierta. Izó el ancla y desplegó las velas para poner en marcha el
velero, beneficiándose de la brisa y el sigilo de la noche, y
desaparecieron de la zona en unos pocos minutos. Mientras tanto, daba
vueltas a su cabeza para tratar de buscar la forma de deshacerse de la
asesina que permanecía en el camarote, además de intentar buscar algún
sentido a lo que ocurría. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué había matado al
sicario que yacía en el suelo? ¿Por qué continuaba en el interior, en lugar
de estar allí fuera vigilándole o apuntándole con el arma? Quizás había
registrado el barco y sabía que no había más armas escondidas. Era una
profesional, de eso no cabía duda, así que sabría mantener la calma y
beneficiarse de su ventaja para evitar que él la matase. ¿Y por qué no le
había matado ya? Si hubiera querido hacerlo, solo tendría que haber
apretado el gatillo y volver a tierra en la pequeña zódiac del velero. En
ese momento ya estaban en alta mar y sería más complicado su regreso
al continente o a las islas. Las dudas y preguntas le estaban volviendo
loco, así que aprovechó que el viento era constante y el oleaje muy suave
para entrar de nuevo en el camarote y tratar de conseguir respuestas.
—¡Voy a entrar! Voy desarmado y caminaré despacio con las manos
en alto.
—Tranquilo, no estamos en una película —respondió ella desde el
interior.
Alfil la encontró sentada a la mesa del salón, tal como la había
dejado cuando salió a la cubierta, tenía el televisor encendido pero sin
audio y el canal de noticias que veía no llegaba con buena recepción,
quizá la chica no sabía que con un velero no se puede usar un
electrodoméstico como la televisión durante mucho tiempo o las baterías
se quedarían sin corriente para el frigorífico y los equipos electrónicos de
navegación, pero no le dijo nada. Vio que tomaba un sándwich, que se
había preparado sobre la propia mesa, y bebía de una lata de cola. Alfil
calculó que tendría entre veinticinco y veintiocho años y, a pesar de estar
sentada, mediría algo más de metro setenta, con una figura delgada pero
atlética. Pelo castaño y largo, piel bronceada, nariz y mandíbula con
personalidad latinas y vestía un discreto pantalón vaquero negro con un
jersey gris de lana trenzada.
—¿Qué quieres saber? ¿Empezamos por quién soy? ¿Qué hago aquí?
¿Por qué no te he matado? —sugirió tras apagar el televisor.
—Es un comienzo. ¿Te importa que me siente y coma algo? Llevo
varias horas con cinco martinis con ginebra en el estómago y sin cenar.
—Mejor siéntate lejos, en aquella silla de allí —ordenó señalando la
zona de la cocina—. Por ahora basta con eso. Después de la charla ya
veremos si me fio de ti como para dejar que te acerques a comer algo.
—Vaya, eres tú la que debe confiar en mí…, eso es más que
interesante.
—Te conozco lo suficiente como para mantenerte a una distancia
prudente. Conseguí el dossier de Cristina y estoy al tanto de tus
habilidades y artimañas; así que, por lo pronto, permanece en esa silla.
Nombrar a Cristina le descolocó por completo, aparte de ponerle en
alerta máxima. Cristina (o Lucía, como dijo llamarse en un principio)
trabajaba para una agencia internacional contratada para localizarle y
servirle en bandeja de plata a un cliente que buscaba vengar la muerte de
su hija. La cosa se torció cuando Cristina se enamoró de él y dio un giro
a su contrato, permitiéndole escapar y planificar su desaparición. Lo que
acababa de oír le dejaba claras dos cosas, que esta asesina pertenecía a la
misma agencia (o era una sicario contratada por ella) y que Cristina
había detallado todos sus pasos para cubrirse las espaldas en caso de que
todo saliese mal, como acabó sucediendo.
—Está bien, ya me ha quedado claro que tienes el control, entonces
empieza por donde quieras.
La chica mostró una leve mueca de sonrisa, era consciente de la
seguridad en sí mismo del chico y de cómo trataba en todo momento de
seducir a su rival, era, sin duda, su arma más letal. La información del
dossier de Cristina le hacía justicia.
—Mi nombre es Davina, o puedes llamarme así, si lo prefieres.
Trabajaba para la misma agencia que Cristina aunque no nos conocíamos
en persona, comprenderás que no es el tipo de empresa en la que los
empleados se relacionan como en una oficina convencional. El motivo
de que esté aquí ahora y de conocer tu caso es algo más largo de explicar,
así que mejor salgamos fuera, no vayamos a tener algún accidente. No
creo que este velero tenga piloto automático.
Alfil notó que bajo aquella seguridad y autocontrol se escondía un
miedo atroz, pero, ¿qué podía asustarla tanto cuando tenía el control y
era una agente experimentada? No había mucho allí en lo que pensar
salvo… el mar. Davina tenía pánico a navegar y eso provocaba nuevas
dudas, ¿qué hacía allí? ¿Por qué no trató de matarle en la isla?
Salieron a la cubierta y él se puso al timón. Ella se posicionó a su
espalda, aferrada a la baranda de estribor del puente de mando. No
parecía acusar el frío y la humedad de la noche, como si el miedo a caer
por la borda y el mareo monopolizasen todos sus pensamientos. Alfil lo
apostó todo a esa carta.
—El mar está en calma, pero todo indica que en menos de una hora
habrá una fuerte marejada, esta noche será movida… Quizás tengas que
ayudarme a recoger las velas. Pareces en forma, eso irá bien para que
trepes por el mástil.
Davina miró durante un segundo hacia arriba, donde las velas
pugnaban contra el viento de la noche, y volvió a fijar su mirada
desconfiada en el chico, luego no movió un músculo de la cara pero su
piel se tornó tan pálida que Alfil calculó menos de un minuto para que se
desplomase en el suelo. Hizo un intento por tragar saliva pero no lo
logró.
—Yo tendría cuidado con el arma, si me disparas accidentalmente,
tendrás que gobernar el barco de vuelta al puerto —añadió el chico—. Y
ya estamos bastante lejos de la isla.
—Parece que no ha sido buena idea venir a alta mar. Pero era mi
única salida —musitó en un hilo de voz mientras miraba el horizonte.

La cabeza parecía que fuera a estallarle y se sentía como si estuviese


sobre una cama de agua durante un terremoto. Aún no se había adaptado
a la luz de los pequeños focos del techo que la deslumbraban cuando le
vino la arcada, se incorporó a duras penas y vomitó el sándwich y la
Coca-Cola sobre el suelo de madera. Se asustó tanto al recobrar la
consciencia y comprobar que estaba sobre una cama del velero, y que ya
no tenía su arma a mano, como al no recordar haber llegado hasta allí. Al
menos seguía conservando toda su ropa, ese fue el único y escaso alivio.
Se levantó como pudo y observó a través de los ojos de buey que seguía
siendo de noche y que había bastante oleaje, eso le provocó nuevas
náuseas. Salió del dormitorio a toda prisa y atravesó el salón-cocina, allí
cogió un enorme cuchillo y, tratando de mantener el equilibrio y las
ganas de volver a vomitar, salió al exterior. El agua helada, que lo
salpicaba todo tras romper las olas contra el casco del barco, activó casi
al completo sus sentidos. Hacía mucho más frío del que recordaba, pero
no emitió el más mínimo ruido, quería sorprender a Alfil ahora que él
tenía su arma. Lo observó mientras gobernaba el barco con normalidad,
como si aquella tempestad no le afectara lo más mínimo. El chico bebía
un refresco mientras miraba distraído hacia un inexistente y oscuro
horizonte en el que aún no había indicios de la llegada del alba.
—Veo que te has despertado. Toma asiento, como si estuvieses en tu
casa.
No iba a ser fácil sorprenderle de nuevo.
—¿Qué ha pasado?
—Vomitaste sobre la cubierta y te desmayaste. Así que te llevé a la
cama para que descansaras un rato. Si me aceptas un consejo, no me
mires a mí, dirige tu mirada al horizonte y el mareo se pasará rápido.
—Gracias pero prefiero tenerte controlado.
—Has estado dormida durante dos horas, si hubiese querido matarte
estarías en el fondo del mar. Y no necesitarás ese cuchillo que escondes.
—¿Qué has hecho con mi arma?
—Quizá te la devuelva luego, no te impacientes, aún te queda mucho
por contar y ahora ya no controlas la situación. Me gustaría saber, por
ejemplo, quién era ese tipo que mataste en mi barco y que he tenido que
arrojar por la borda.
—¿Lo has tirado al mar? ¡Maldita sea! Dentro de dos días saldrá a
flote y acabarán por descubrirle en alguna playa. Hubiera preferido atar
mejor ese cabo suelto.
—No saldrá a flote, le até un peso a los pies. Pero ahora que has
dicho lo de atar cabos sueltos, ¿conocías a Basil y al sicario que se hacía
pasar por su sirviente?
—El sicario se hacía llamar Sergei, trabajaba en equipo con Marc, el
que acabas de tirar por la borda. —La chica hizo una pausa y, después de
tambalearse y mostrar un rostro desencajado, vomitó la poca bilis que le
quedaba en el estómago. Aunque seguía aferrada con fuerza a la baranda
para no caer al suelo.
—Déjate caer en el solárium de mi derecha, me refiero a esas
colchonetas blancas. Cuando te hayas relajado y dejado de apretar con
fuerza la baranda, esa tensión que solo te produce molestias en el
estómago desaparecerá. Si quieres que se te pase el mareo, lo mejor es
relajar el cuerpo y fijar la vista en un punto lejano. También ayuda que
tomes algo de alcohol para estabilizar el oído interno, aunque con el
estómago vacío te puede sentar mal.
La chica no contestó, ni se movió lo más mínimo de su posición,
aunque sentía las piernas cada vez más débiles y sabía que tarde o
temprano se derrumbaría de nuevo.
—Toma.
Ante su sorpresa, Alfil le lanzó el arma a sus pies. Ella la atrapó
rápido y comprobó el cargador, extrañándose aún más al comprobar que
seguía cargada.
—¿Por qué?
—Si hubieras querido matarme, ya lo habrías hecho. Supongo que
me necesitas, al menos hasta que lleguemos a algún puerto. Y permíteme
que insista, siéntate en el sillón y relaja la vista y los brazos, verás como
disfrutas del paseo.
—¿Paseo? ¿Con este temporal? ¿Cómo voy a relajarme si podemos
naufragar?
—Ja, ja, ja, el mar está en marejada, las olas apenas superan un metro
de altura. Prácticamente es un mar en calma. Necesitaríamos un ciclón
para naufragar.
—¿Quieres decir que esto no es nada? ¿Qué puede empeorar?
—Quiero decir que estamos en pleno paseo. No suele haber tan buen
tiempo en esta época del año durante muchas horas, y teniendo en cuenta
que en el continente sufren los efectos de una borrasca muy seria, aquí,
en cuestión de horas, empeorará y mucho. Por eso debes asimilar la
situación y relajarte, verás cómo mañana estás como nueva. Ahora
distráete contándome más sobre esos sicarios.
—¿Pero no tendré que subir al mástil a recoger las velas? Dios,
espero que no.
—¿Subir al…? ¡Ah, claro! —Sonrió de forma maliciosa—. No fue
más que una broma. Los veleros de este tamaño tienen sistemas
automáticos para izar y recoger las velas usando poleas. Solo hay que
moverse un poco por la cubierta de vez en cuando para ajustar la tensión
de algún cabo. No estamos en un buque de la armada del siglo XVII.
—Vaya, menuda gracia…
Davina guardó el arma en la parte de atrás de su pantalón y caminó
despacio y con miedo los dos metros que la separaban de la superficie
acolchada destinada a tomar el sol, allí se encogió como un cachorro
asustado, subió el cuello vuelto de su jersey hasta casi tapar sus ojos y
trató de obedecer los consejos de Alfil. Unos minutos más tarde comenzó
a solucionar las dudas del chico.
—En la organización para la que trabajaba, Trouver, no solo hay
agentes investigadores como Cristina o yo misma, también equipos de
limpieza, generalmente formados por dos sicarios que se dedican a
eliminar a uno o varios objetivos por encargo de un cliente, o cerrar un
caso y dejar todos los cabos atados. Sergei y Marc eran un equipo de
limpieza que recibió el encargo de localizarte y acabar contigo, eso
ocurrió unos días antes de presentar mi dimisión. Claro que no es fácil
abandonar una agencia como esa, te acabas convirtiendo en un cabo
suelto y de los más molestos.
—Ahora entiendo lo que haces aquí. El enemigo de mi enemigo.
—Algo así. El informe de seguridad de Cristina nos fue entregado
hace mes y medio a todos los agentes por si topábamos contigo, así
podríamos finiquitar el caso y cobrar una comisión. En dicho informe
detallaban que eres un objetivo de clase triple A, máximo riesgo.
—¿Máximo riesgo? ¿Triple A?
—Allí todo se ordena por categorías, incluso a los objetivos. Los
clientes suelen encargar la búsqueda y eliminación de familiares,
enemigos empresariales, políticos, todo lo que puedas imaginar. Las
categorías están diseñadas para notificar a los agentes sobre la
peligrosidad de los objetivos. Un clase F es una ama de casa o un
aburrido oficinista, un clase E es lo mismo pero si tiene como afición las
artes marciales o boxeo, un clase D es alguien aficionado al tiro con
armas los fines de semana en algún club de la ciudad, y así llegamos el
final de la lista. Los triple A son asesinos expertos, exmilitares,
exagentes secretos, señores de la guerra con muchos guardaespaldas; los
más complejos de eliminar.
—Vaya, no sé si sentirme orgulloso.
—En tu informe se te cataloga como letal en combate cuerpo a
cuerpo, buen tirador, piloto de coches y motos profesional, varios
asesinatos confirmados, con recursos económicos casi ilimitados y sin
conciencia ni escrúpulos.
Alfil no contestó, miró de soslayo a la chica y notó que ella misma
respetaba y temía su presencia. No se sentía cómodo ante esa situación.
Provocar miedo, incluso a una asesina a sueldo, dejaba a la vista al
monstruo que llevaba en su interior. Había pasado toda su vida atrayendo
a quienes le rodeaban por su aspecto, modales, ropa y carisma. Esa
nueva situación era desconcertante y abominable a partes iguales. Trató
de permanecer impasible, como si todo aquello no le afectase, y dejar
que la chica continuase.
—Un objetivo triple A es el más complicado de liquidar, más aún
cuando notifican que ya ha eliminado a una agente, pero la prima es
mucho más alta y eso lo hace más que atractivo. Sergei y Marc no eran
los mejores de la agencia, pero aún así podrían haber acabado contigo si
yo no hubiese seguido sus pasos para preparar la trampa en tu barco.
—Entiendo. Aunque no me has dicho por qué abandonaste la agencia
ni por qué quieres esta extraña alianza que pareces proponerme.
Davina le miró durante unos segundos y, tras volver a perder la
mirada en los destellos plateados que la luna creaba sobre las negras
crestas de las olas, le contó su motivo.
—Eso es más fácil de explicar. Todo fue a raíz de un contrato que
recibí hace meses. Casi siempre solemos buscar ladrones o asesinos; y
cuando el trabajo es solo de eliminación, suelen ser políticos que deben
morir en accidente u otro tipo de indeseables que suelen merecer su final.
—Pero…
—Pero me llegó un caso con categoría F, debía eliminar a un
miembro de una familia para que el cliente, otro miembro, heredase su
fortuna. —Una sombra levitaba en su rostro mientras sus ojos trataban de
perderla en el horizonte—. El objetivo era una niña de siete años. No
pude hacerlo.
—Entiendo, y esos tipos no toleran fallos ni abandonos, ¿verdad?
Davina asintió.
—Después de cuatro años trabajando para ellos, tenía un dinero
ahorrado y ganas de hacer algo más productivo con mi vida. Así que
abandoné y eso me convirtió en objetivo en aquel mismo instante. En
estas agencias nadie abandona, salvo que quieran marcharse a la
competencia o montar una nueva agencia. Sea por ese motivo, por no
haber cumplido con el contrato o por el hecho de conocerles y ser un
testigo de sus actividades, no pueden dejarte marchar. Esa noche ya me
esperaba en mi propia casa un compañero armado.
—¿Y eso te trajo hasta mí?
—Ya sabes, la mejor defensa es un buen ataque, y la mejor forma de
ser invisible es estar donde menos esperan que estés. Pero eso no explica
cómo llegué hasta ti. Cuando liquidé al que iba a ser mi asesino, y
mientras hacía las maletas a toda prisa para salir de la casa antes de que
enviasen a más, vi tu carpeta sobre la mesa de mi escritorio. Tenía ante
mí la información para perseguir y localizar a un civil anónimo que
suponía una máxima amenaza, un tipo con la formación suficiente como
para liquidar a agentes de primer nivel. Eso me dio la idea de
desaparecer ante ellos estando donde menos lo imaginarían,
persiguiéndote. No era tarea fácil pero no contaba con otra salida, debía
encontrarte y salvarte la vida en alguna de las emboscadas que te
preparasen el resto de mis excompañeros. Y mientras la agencia se
centraba en seguirte, yo estaría a sus espaldas. Ahora que han muerto
esos dos, vuelvo a estar a la vista y necesito moverme constantemente
para tratar de desaparecer de nuevo. Aunque esta vez espero contar con
un aliado.
—¿Y cómo sabrán ellos que estás implicada en las muertes de
Mykonos?
—Puede que lo sepan ya. En cuanto hayan notado la falta de
comunicación con los sicarios y la desaparición del yate, habrán usado
sus recursos desde la central para acceder a todas las cámaras de
vigilancia de la isla (cajeros, edificios gubernamentales, tráfico, etc.) y
alguna de ellas habrá captado una foto mía. No se les escapa nada.
—Entonces seguirán buscándote, y también a mí. Huir no es la
solución.
—Es la más fácil. Les iremos matando a medida que vayan
apareciendo.
—¿Cuántos son ellos?
—Muchos. ¿No estarás pensando en atacar, verdad?
—¿Por qué no? Ya has dicho que la mejor defensa es un buen ataque.
—Pero me refería a un comando de dos sicarios, no a toda la
organización. Veo que es cierto lo que dice tu historial, para ti es todo
como un juego.
—Así es más fácil actuar, evaluando tu situación como si se tratase
de una partida de ajedrez.

Los primeros destellos púrpura les sorprendieron a la espalda cuando


aún permanecían haciendo conjeturas sobre sus próximos pasos de cara a
defenderse de los ataques de la agencia Trouver. Unos minutos después,
el cielo ya se había prendido de fuego y el horizonte definía con claridad
su límite con el mar. Y como este había calmado su furia, aprovecharon
para entrar en el camarote a desayunar mientras el barco se gobernaba
con el bloqueo del timón.
El chico preparó zumo de naranja, unos cafés y fiambre de pavo para
rellenar pan de molde que guardaba en la despensa. La chica hizo un
mohín de preocupación al notar cómo el olor a comida volvía a afectar a
su estómago, aunque sabía que la necesitaba, sobre todo el café caliente
después de que el frío y la humedad hubieran insensibilizado durante
toda la noche sus rodillas, manos y pies. Alfil contuvo una sonrisa
malévola al notar su malestar.
—Si te sientas en la silla de enfrente podrás ver el horizonte a través
de la ventana, y se te pasará el mareo de nuevo.
—No es eso, es el olor de la comida.
—Ya sé que crees que es la comida y su olor, pero confía en mí.
Cámbiate de silla y fija la mirada a través del cristal.
La chica le hizo caso y Alfil se sentó frente a ella después de llevar
una bandeja con los desayunos a la mesa.
—No hay mucho más que elegir, hemos salido sin tiempo para que
aprovisionase el barco. Y espero no tener que usar el motor, porque no
llevo casi nada de combustible y el indicador de las baterías está a media
potencia.
—Esto está perfecto —respondió ella mientras cogía un trozo de
pavo y una taza de café—, solo espero que aguante un tiempo en el
estómago antes de volver a salir.
Alfil sonrió y también comenzó a desayunar. Estaba famélico
después de pasar toda la noche sin comer y gobernando el barco en un
mar algo embravecido.
—Otra cosa me preocupa más que la comida —añadía Davina—.
¿No chocaremos con otro barco mientras estamos aquí dentro?
—No vamos por una carretera, el Mediterráneo es un mar bastante
extenso y el número de embarcaciones es insignificante comparado con
el de coches de una autopista, más aún en pleno invierno. El ordenador
que gestiona el radar de este barco tiene localizadas a todas las demás
embarcaciones que navegan en varias millas náuticas a la redonda; si
alguna de ellas tuviera un rumbo mediante el cual pudiese colisionar con
nosotros, nuestro radar y el suyo nos avisarían a ambos para corregir la
dirección con más de una hora de antelación. Pero tranquila, es casi
imposible ver a otro barco cuando estás en alta mar, otra cosa es cuando
te acercas a la costa o a un puerto, pero en esos casos siempre se
gobierna el barco sin automatismos.
—Vaya, nunca había navegado y debo parecer estúpida.
—No. Es lógico que no conozcas esos datos.
—Con respecto a lo hablado antes, ¿qué piensas hacer? Deberíamos
trabajar juntos para huir, al menos, hasta acabar con la amenaza que nos
persigue a ambos. Seremos más fuertes si nos apoyamos.
—Sigo pensando que trabajar solo es más eficaz. Uno pasa
desapercibido con más facilidad y se cometen muchos menos errores.
—Pero en solitario no viviríamos más de un año. Juntos nos
complementaremos y seremos más fuertes. Yo conozco sus formas de
actuar y sus métodos, les puedo reconocer desde la distancia por cómo
caminan, visten, huelen o hablan, incluso puedo dar con los cabecillas de
la agencia. Y tú dispones del potencial económico necesario para
financiar los equipos y armas, para movernos deprisa, para entrar y salir
sin ser vistos de las ciudades; y tienes las cualidades necesarias para
enfrentarte a los agentes cuerpo a cuerpo o armado.
—Aún queda tiempo para llegar a Italia, ya decidiré mis próximos
pasos después de dormir algo y meditar con la mente más fría.
—¿Italia? Tardaremos días en llegar.
—Lo sé, pero quiero llegar a alguna zona pequeña y turística con
aeropuerto.
—No te comprendo.
—Las zonas turísticas tienen mucho tráfico de personas y eso hace
que los empleados no se fijen mucho en sus caras. Y que sea un lugar
pequeño favorece las posibilidades de sobornar a los empleados del
aeropuerto para no dar nuestra documentación.
—Pero hay lugares así a pocas horas de Mykonos.
—Lo sé, pero esos lugares ya estarán controlados por tus compañeros
agentes.
Davina sonreía en silencio.
—¿Era una prueba? —preguntó Alfil, perplejo—. ¿Me estabas
poniendo a prueba?
—Sobresaliente. Estás hecho para este trabajo, aunque aún no lo
sepas.
—Bueno, ya hablaremos con más calma de ese asunto, por lo pronto
me marcho a dormir durante unas horas.
—¿Dejarás el barco sin control?
—No te asustes, recogeré las velas y echaré el ancla. De ese modo no
nos desviaremos del rumbo ni nos hará volcar un posible golpe de
viento. En unas cuatro horas volveré a estar en condiciones de
gobernarlo y seguiremos el camino.
Capítulo 3

Como una sonrisa de pequeñas perlas diseminadas en el horizonte, la


playa de Siracusa apareció con sus blancas casas al cabo de dos jornadas
y media de travesía, justo cuando el atardecer daba la bienvenida a Alfil
y Davina sobre la cubierta del Deseos. Al cabo de unos minutos dejaron
a su izquierda la isla de Ortigia y se adentraron en el Puerto Pequeño de
la zona de Ágora. Allí debían atracar el velero y sobornar al práctico del
puerto para que apuntase en el registro nombres falsos de los ocupantes y
del propio barco.
Alfil regresó cuando la chica terminaba de desatornillar la placa de
metal con el nombre del velero. Las maletas ya estaban sobre la cubierta
para salir hacia el aeropuerto de la isla.
—¿Has tenido algún problema? —preguntó ella.
—No, mil euros han bastado para convencerle. Incluso podía haberle
pedido que apuntase Titanic como nombre del barco y Jack y Rose como
navegantes, pero no he querido tentar a la suerte.
—Bien —respondió sin hacer caso a la broma—, espero que hayas
conseguido un coche para ir al aeropuerto.
—Está todo organizado, descuida.
Algo menos de una hora les distanciaba de la ciudad de Catania,
desde cuyo aeropuerto tomarían un vuelo a Madrid. Alfil conducía
despacio, recreándose en el paisaje de una zona que desconocía y que se
mostraba hermosa en esa época del año, casi sin turistas y sin verse
azotada por un sofocante calor estival. Ella parecía más nerviosa ante la
actitud distendida del chico.
—Vamos demasiado despacio, quizá perdamos el vuelo.
—No te preocupes por eso, llegaremos a tiempo, y tampoco podría
correr más, este coche no pasa de setenta por hora.
—¿No había nada mejor para alquilar que este carromato con más de
sesenta años y sin calefacción?
—Y sin techo ni parabrisas, olvidaste ese dato.
—¿Te burlas de mí? No lo he olvidado, parece que quieras que
pillemos una pulmonía. Y que todo el pueblo nos mire al pasar.
—Veo que te lo tomas todo con mucho estrés, deberías relajarte y
disfrutar de las vistas. No hay nada mejor para pasar desapercibidos
como turistas que un carricoche de estos; en las islas Canarias de España
siguen siendo muy populares.
Ella no respondió, solo permaneció sorprendida ante la actitud
siempre relajada de quien estaba siendo perseguido por asesinos
profesionales. Sus vidas podrían terminar de un momento a otro tras los
disparos de un sicario, pero él parecía estar de vacaciones como si todo
lo que pudiera ocurrirle en la vida fuese algo que tuviese controlado o,
simplemente, no le importase lo más mínimo.
El ronroneo del pequeño motor les acompañó por las estrechas calles
de la ciudad y luego por la carretera que conectaba con el aeropuerto,
donde entraron a toda prisa para tratar de paliar el frío que llevaban en
los huesos con la temperatura tibia del hall principal. Alfil, ante la
atónita mirada de la chica, no se dirigió a los mostradores de las
compañías aéreas, sino hacia un lateral donde le esperaba un señor, tan
bronceado como si fuese latinoamericano y con uniforme de piloto, que
se acercó y los saludó cortésmente, a la vez que aparecía un mozo para
tomar sus maletas y seguirles hacia una discreta puerta sobre la que no
rezaba ningún cartel indicativo. Ella caminaba tras Alfil sin saber
exactamente lo que estaba pasando, y comenzaba a enfadarse por no
haber sido informada de los planes.
—Lo siento, pero aún no nos conocemos lo suficiente. Sigo estando
contigo y formamos un equipo; deberás conformarte con eso por ahora.
Hay cierta información que prefiero mantener en secreto antes de
cometer un error de confianza.
—Eso puedo entenderlo, aunque no tengo teléfono móvil ni forma
alguna de delatarte. No podría haber informado de tus planes si los
hubiera conocido.
—Bueno, mejor asegurar.
Alfil había llamado al piloto de su avión privado al salir de Grecia,
mientras la chica aún dormía. Habían decidido encontrarse en ese
aeropuerto tras el consejo del propio piloto, que conocía la facilidad para
poder sobornar a las autoridades y a los oficiales de la aduana, de modo
que su avión y los pasajeros que llevaba a bordo eran invisibles para el
mundo, incluyendo a los agentes y sicarios de Trouver. El jet privado
despegó a los pocos minutos con rumbo a un aeródromo del sur de
Madrid y la pareja pudo disfrutar por fin de una buena cena durante el
vuelo.

Después de llegar a su destino, el aeródromo de Cuatro Vientos, y de


sobornar de nuevo al operario de guardia del registro, partieron hacia un
piso alquilado por el abogado de Alfil en la calle Fuencarral, en pleno
barrio de Chueca. Aún era de madrugada cuando pudieron retirarse a
dormir, sin desayunar y destrozados por la travesía en barco y luego en
avión. Unas horas después, casi a la una de la tarde y ya descansados, se
encontraban en Caffé del Arte, en la planta baja del mismo edificio
donde vivirían durante semanas o meses, disfrutando de un copioso
almuerzo desde la mesa del fondo del local y dejando claras las pautas
que debían seguir por su seguridad.
—No podemos mostrarnos por la calle como si tal cosa —decía una
enfadada Davina—, debes entender que en esta ciudad habrá como
mínimo tres equipos de agentes que te estén buscando. El objetivo es
pasar desapercibidos hasta que tengamos un plan de ataque. No podemos
desayunar o comer por los restaurantes de una zona tan visitada como
esta como si fuésemos meros turistas.
—No te preocupes, toda la zona Centro, Chueca y Malasaña están
siempre muy concurridas, y por nuestro físico y forma de vestir, es
donde mejor pasaremos desapercibidos entre la multitud. La mejor forma
de ocultarse es estar a la vista de quienes te persiguen, eso no lo
esperarán.
—No estés tan seguro de eso…
—Tú confía en mí. Bueno, y cambiando de tema. ¿Cuándo
tendremos el primer objetivo? Quiero comenzar con esto cuanto antes.
—Frena tu entusiasmo, no son nada buenas las prisas. Los agentes y
los responsables de la agencia no serán fáciles de localizar. Necesitaré
tiempo y tu ayuda ante el ordenador; mis claves de acceso a la agencia
están inhabilitadas y me llevará días conseguir entrar de nuevo para tener
localizados a los agentes. Encontrar a Le Conn y sus lugartenientes será
más complicado aún.
—¿Le Conn?
—Le Concessionaire. Así es como conocemos al líder de la agencia;
ese apodo es todo lo que tenemos sobre él, podría ser un político
conocido o un tendero de barrio bajo una increíble tapadera. No será
sencillo dar con el paradero de quien ha sido una sombra durante tantas
décadas.
—Bien, entonces subiremos de nuevo al apartamento y, mientras tú
comienzas la búsqueda, yo puedo salir a comprar todo lo que
necesitemos para pasar unas semanas sin dejarnos ver mucho por la
calle.
El piso que el abogado de Alfil había alquilado era un gran ático
abuhardillado con altos techos y balcones que se asomaban a una de las
calles más transitadas de la ciudad. Un apartamento reformado que había
servido de showroom de una importante firma de moda hasta que la
crisis le había obligado a buscar algo más económico. En el gran salón
habían montado un centro de operaciones con una larga mesa que
contenía dos ordenadores y seis grandes monitores, todos ellos
conectados entre sí por un kilómetro de cables, módems, discos duros y
otros artilugios electrónicos que no paraban de parpadear y de emitir
suficiente calor como para no necesitar encender la calefacción. La pared
del fondo estaba toda cubierta por un mapa de Europa repleto de notas de
papel con datos sueltos e interrogantes ansiosos por mostrar alguna
verdad útil. Para no molestar, casi todos los muebles se habían
arrinconado y apilado en una esquina o, directamente, se habían
guardado en una de las habitaciones. La cocina era americana y se
encontraba en la misma sala, y gracias a eso la pareja casi siempre
compartía estancia. Alfil se encargaba de preparar la comida (cuando no
la encargaba a algún restaurante de la zona) y ayudaba el resto del
tiempo a buscar en los ordenadores los datos que Davina le indicaba.
Todo ello después de haber recibido un curso intensivo sobre lo que
debía rastrear dentro de los enlaces cifrados que ella le entregaba cada
pocos minutos.
Aquella relación laboral empezó bien durante las primeras jornadas,
pero la monotonía y el encierro no sentaban bien al chico, que cada día, y
sobre todo cada noche, se mostraba más nervioso y frustrado por la falta
de resultados inmediatos; más aún tras los meses que había estado
navegando y sintiendo la inmensidad del espacio desde la cubierta del
barco. Se había acostumbrado a calmar a los demonios de su interior en
la brisa fría de la mañana, en las largas carreras por la isla, alquilando un
coche de vez en cuando para buscar sus límites y nadando o buceando en
un mar helado. Disfrutando de aquella libertad, que ahora había
desaparecido, le resultaba fácil aplacar a la bestia. Necesitaba salir, pero
más aún liberar la tensión que iba acumulando. Se encontraba de nuevo
en la ciudad que más y mejor conocía, aquella donde podía encontrar
fácilmente la forma de saciar sus instintos. Estaba a diez minutos de
Gymage, su gimnasio habitual, a veinte de darse un homenaje en un ring
de boxeo con alguno de sus antiguos compañeros, a quince minutos en
taxi de su Duquesa… No podía creer que llevase cuatro días encerrado
entre aquellas paredes, pensar que podrían convertirse en semanas, o
mucho peor, en meses, acabaría por volverle loco.
Por suerte, su relación con Davina, con la que compartía aquel
encierro día y noche, seguía siendo cordial, gracias a que ambos tenían
idénticos carácter y personalidad; podían permanecer durante horas en
absoluto silencio y centrados en sus tareas, no se estorbaban ni
criticaban, como tampoco habían creado una máscara de hipocresía para
agradar el uno al otro. La coordinación y el reparto de tareas y funciones
dentro de aquella extraña y momentánea sociedad se había efectuado de
forma automática. El ritmo de trabajo durante los días era duro pero ya
estaban acostumbrados a sesiones maratonianas en sus respectivos
trabajos anteriores, y las tareas de búsqueda que hacía Alfil no se
diferenciaban mucho de las que había realizado ocho veces antes en sus
partidas para conseguir inspiración en sus sesiones de fotos. Aquello le
hacía recordar momentos sucedidos meses atrás como si volviesen a su
memoria desde recónditos escondrijos de su memoria, recuerdos que
desearía haber perdido pero que seguían a buen recaudo en su almacén
de miserias para recordarle que llevaba demasiado tiempo muerto, que lo
que veía ante el espejo cada mañana eran meras cenizas del cadáver que
testificaba su fracaso.
Buscar las pistas que Davina le indicaba entre los servidores que
conseguía piratear era complicado, pero no para alguien tan metódico
como para memorizar calles, hoteles y discotecas al milímetro, a través
de fotos de internet, y así lograr conocerlos y moverse por ellos como si
los hubiese visitado miles de veces antes de cometer sus atrocidades. Los
servidores donde se establecía el tráfico de información entre sicarios
privados, agentes estatales o agencias como Trouver, contaban con
potentes cortafuegos que se actualizaban cada pocos minutos, solo se
podía acceder de forma segura si se contaba con la clave dinámica que
descodificaba las contraseñas a medida que estas iban cambiando.
Davina lograba acceder a la información solo durante algo menos de un
minuto para asegurarse de no ser detectada ni rastreada. A pesar de ello,
la información que sacaba y guardaba en el disco duro siempre estaba en
clave y no contaba con los descodificadores necesarios, así que el trabajo
se hacía demasiado laborioso al tener que crear algoritmos para tratar de
poder descifrarla. Quizá nunca encontrasen al líder de la Agencia, ese
escurridizo Le Conn, ni a sus lugartenientes. Quizás aquella sociedad
creada con Alfil no produjese ningún fruto. Quizá todo aquello acabase
una noche con una bala en la cabeza. Pero debían intentarlo, los dos eran
supervivientes y con recursos, no se quedarían esperando de brazos
cruzados a esa bala ni pasarían su vida huyendo.
La decisión, inteligencia y meticulosidad de la chica recordaban a
Alfil los momentos vividos con Cristina, o Lucía, que era el nombre con
el que había quedado grabada en su mente; y también el físico. Sin duda,
las agentes de campo de Trouver estaban seleccionadas con capacidades
y virtudes idénticas, aquellas que les sirviesen para lograr infiltrarse y
ganarse la confianza de sus sospechosos u objetivos. Contemplar a su
nueva compañera le hacía recordar el tacto tibio y suave de la piel de
Cristina, sus susurros en la noche, las sonrisas de fuego y las miradas de
hielo con las que había logrado atravesar sus sólidas barreras. Alfil sabía
que Davina también podría traspasar esas defensas, disponía de los
recursos necesarios, aunque era una suerte que no pareciese interesada en
hacerlo. O quizá toda aquella indiferencia y frialdad era otra estrategia
más para hacerle bajar la guardia.
—¿Eres italiana? —preguntó de repente y sin saber por qué lo había
hecho.
—¿Cómo dices?
—Te preguntaba por tu nacionalidad, no sabemos mucho…, quiero
decir, no sé nada de ti. Supongo que tú lo conoces todo sobre mí gracias
al dossier con información que elaboró Cristina.
—¿Y por qué iba a ser italiana?
—No lo sé, por tratar de acertar. Tienes rasgos latinos pero no
pareces española. Y no tienes ningún acento al hablar en varios idiomas.
—Nací en la zona sur de Rumanía, en el este.
—¿En la playa? ¿En Constanza?
—Un poco más al norte, en un lugar pequeño llamado Istria, cerca
del lago Sinoe.
—No lo conozco. ¿Piensas regresar alguna vez?
—No.
—Vaya, no esperaba una respuesta tan seca y tajante. No debe ser un
lugar tan hermoso cuando no quieres volver a verlo.
—El lugar en el que uno ha nacido y se ha criado con su familia y
amigos siempre es hermoso, y si no lo es en aspecto, al menos sí en
recuerdos. Pero no se trata de eso. No me gustaría volver porque ya no
sería la misma niña que salió de allí, notaría demasiadas diferencias entre
lo que me he convertido y lo que fui cuando era feliz allí. La Davina que
volviese sería alguien que ha hecho cosas horribles, y no permitiré que
un monstruo pasee por aquellas calles en las que jugaba de pequeña y en
las que soñaba con princesas en castillos. Incluso… creo que me sentiría
rechazada entre aquellas casas y calles.
La chica no había cambiado su expresión ni un milímetro, pero un
velo sombrío cubría ahora su rostro y tamizaba con dolor sus palabras,
logrando que un sociópata tan detallista como Alfil notase fácilmente su
vulnerabilidad. No hablaron más en toda la tarde, el chico no quiso
importunarla más ni tampoco volver a hablar de monstruos; el que
arrastraba él ya había estrangulado a demasiadas chicas como para
dejarlo salir en un momento de debilidad como aquel. No se sentía con
fuerzas para controlarlo.
Una interesante mezcla de aromas provenientes de los restaurantes de
la calle se filtraba a través de las persianas de los ventanales para
recordar a la pareja que no había cenado aún. Davina miró a Alfil y este
supo lo que pensaba, se encogió de hombros y le dijo:
—No he preparado nada de cena, tendremos que bajar unos minutos
a la calle.
A regañadientes y tras una larga conversación, la chica aceptó y
salieron de la casa para cenar y respirar un aire no viciado por los
ventiladores de los ordenadores. Davina se veía incómoda al caminar
entre los transeúntes y también luego, sentada en el restaurante, donde
analizaba a cada adulto, niño y mascota que paseara por el lugar como si
estuviese en una película de espías protagonizada por Peter Sellers.
Gracias a que era un simple martes y el cielo anunciaba lo que sería
una fuerte nevada, lograron mesa sin reservar en Orio y pudieron
sentarse al fondo, en el punto más discreto. Allí degustaron unos platos
típicos vascos y lograron relajarse mientras daban cuenta de una botella
de Macán; tanto fue así, que la chica soltó la lengua y comenzó a contar
anécdotas de su infancia en aquel pueblo que Alfil le había hecho
recordar horas antes. Su forma de hablar demostraba la lucha que ambos
sufrían en su interior, entre el niño que grita, ya moribundo, por volver a
su estado de inocencia, contra el cadáver en que se ha convertido y cuyo
hedor es más difícil de ocultar cada día.
El camino de regreso lo hicieron bajo un gélido silencio. Las calles,
adormiladas bajo el frío manto de la nieve, hacían resonar el eco de sus
amortiguados pasos cual melodía nostálgica que trataba de volver a
mostrar su fragilidad. Y entre pensamientos difusos, recuerdos que aún
hacían daño y deseos de libertad, llegaron a su particular celda.
«Qué extraño tipo —pensó la chica, ya en la intimidad de su
habitación—. Es tan hermético como enigmático, tan divertido como
inestable y tan efusivo como asfixiante. Un físico como el suyo es un
atractivo sin mérito alguno para alguien adiestrado como lo era Cristina,
o como lo soy yo misma, pero esa forma de comportarse, de hablar, de
mirar, esa mente atormentada bajo la fachada de oro pulido… Tras esos
ojos parece rugir un tempestuoso mar tratando de desbordarse. Cada día
cuesta más mantener la distancia cuando una se cree acero inflexible
pero tiene delante un potente imán que te atrae sin que puedas evitarlo».
No volvieron a los ordenadores tras la cena; habían decidido tomarse
la noche libre para descansar de tanto trabajo y poder dormir más horas,
aunque la costumbre en el horario impedía a Davina quedarse dormida.
En lugar de eso, permanecía observando el techo de su habitación
mientras oía sus pensamientos y el arrullo de los copos de nieve que se
desintegraban al tocar el cristal de la ventana. Necesitaba ser como ese
cálido cristal, capaz de eliminar cada copo que lanzase Alfil contra ella,
debía permanecer inalterable ante las armas del chico. Claro que había
un problema, algunos copos comenzaban a cristalizar, enfriando el vidrio
de la ventana; y es que, al final, tras recibir durante minutos, horas o días
un ataque indiscriminado, resistir se volvía cada vez más difícil. Pensó
en cerrar la persiana y las cortinas, pero estaba acostumbrada a dormir
así para que el alba interrumpiese su sueño y aprovechar al máximo la
mañana. Se había criado de ese modo, y no precisamente por gusto, la
habitación que compartía en su niñez junto a sus dos hermanas y cuatro
hermanos no tenía cortinas ni persianas. El halo y los destellos que
producía la nieve iluminada por las farolas creaba un grotesco baile de
sombras sobre las paredes del dormitorio, pero no era ese el motivo
principal de su insomnio, ni tampoco su costumbre de acostarse tarde;
una causa mucho más poderosa la mantenía despierta a pesar del
cansancio acumulado.
«No puedo bajar la guardia. No puedo cometer un error y menos con
un tipo así. Cristina lo hizo y eso le costó la vida. Alfil es un objetivo, un
cabo suelto, un despiadado asesino. Cuando todo esto termine, solo uno
de los dos seguirá con vida».

El sonido llegaba con muchas interferencias debido a que el temporal de


nieve que azotaba a toda Europa estaba interrumpiendo y dificultando las
comunicaciones. En un despacho y biblioteca con paredes forradas de
librerías desde el suelo hasta perderse en su alto techo, el fuego de una
chimenea hacia aletear las caricias de luz cobriza de sus llamas por los
lomos de piel de los antiguos libros, mientras en la mesa de despacho, un
anciano con gesto huraño perdía la paciencia al no localizar a dos de sus
agentes ni poder comunicarse con un tercero con fluidez.
—Esta maldita tormenta ralentizará la búsqueda, y casi no logro
oírte.
—Le repito que Sergei y Marc deben de haber sido eliminados. La
guardia costera de Mykonos informó de un gran incendio en alta mar
pero no encontraron nada al llegar, lo que fuera que se estuviese
quemando era grande y se había hundido. No tenían ningún barco
registrado en aquel cuadrante y ninguna embarcación ha desaparecido de
los registros oficiales de ningún puerto, así que no se molestarán en
invertir recursos para bucear tan profundo e investigar. Oficialmente lo
han catalogado como incendio y naufragio de alguna embarcación pirata.
No cabe duda, se trataba del yate que habían alquilado junto a su
señuelo, ese jugador de ajedrez retirado. Si el barco ha desaparecido y
ellos dos no han dado señales de vida en estos días, es que han sido
eliminados.
—¡Maldita sea, es solo un tipo sin formación militar! ¿Cómo es
posible que esto haya ocurrido? No quiero que ese objetivo ande por ahí
sabiendo las cosas que Cristina le pudo haber contado. Y hablando de
andar por ahí, ¿qué sabemos de Davina? Sigue desaparecida y quiero que
se destinen más recursos a su caso, ¿entendido?
—Sí, señor. Mandaré un aviso a todos los agentes de limpieza para
centrarnos en los casos de Alfil y de Davina.
El crujido incómodo del auricular cesó al terminar la llamada y el
silencio quedó, de nuevo, invadido por el suave e hipnótico crepitar de
las llamas en la chimenea. Le Conn se mostraba visiblemente nervioso,
su agencia llevaba más de treinta años sin cometer ni un solo error y en
los últimos meses parecía que todo se estuviese viniendo abajo como un
enorme castillo de naipes. La discreción e invisibilidad, tanto de su
organización como de sus agentes y mandatarios, era vital, pero ahora se
habían visto amenazados por un molesto insecto que debían aplastar.
Capítulo 4

El directo de derecha que acababa de encajar a duras penas con la frente


le recordó que su concentración no estaba siendo la que acostumbraba.
La visión de los oscuros y tristes ojos de Davina se fusionaban con su
sonrisa aniñada y cargada de hoyuelos en las mejillas, justo bajo una
pequeña constelación de pecas, para desviar sus pensamientos y
monopolizar un instante en el que debía prestar atención o acabaría
besando la lona del ring.
La luz era la justa y olía a sudor y a calcetines usados, todo ello en un
ambiente con tanta humedad y calor que convertían el gimnasio Arian en
una sauna. Sobre el ring, situado al fondo de aquel espacio diáfano
sembrado de danzarines sacos de boxeo y bajo la atenta mirada de una
docena de púgiles amateurs y aficionados que observaban el regreso del
hijo pródigo, este retomaba una de sus grandes pasiones, dar una paliza
al oponente de turno. Alfil se había acercado para saludar y castigar un
rato el saco (su forma de evadirse favorita), pero había acabado
convenciéndose a sí mismo para ponerse a prueba y tratar de olvidar la
última semana. Necesitaba pensar con fluidez, pero su nueva situación,
encerrado día y noche en un zulo informatizado, no era el mejor
ambiente para concentrarse. Mientras trataba de tumbar en ese séptimo
asalto a su compañero Iván, que había subido considerablemente de nivel
durante aquellos meses de ausencia, y procuraba no ser él quien mordiera
el polvo, todo su ser se afanaba en vaciar de pensamientos su cerebro
para volverse instintivo y dejar cualquier resquicio de racionalidad al
margen. Si lograba hacerlo, Miguel pasaría un mal trago, a la vez que
Alfil lograría un estado mental perfecto para sus intereses.
Tres asaltos más tarde se dio por finalizado el combate, en el que
ninguno de los dos había conseguido doblegar al otro, pero ya estaban
demasiado agotados y doloridos como para seguir lanzándose golpes. Un
abrazo y la promesa de repetirlo en pocos días acabó con un viaje a la
ducha y la vuelta al piso de Chueca donde Davina no le recibiría con
muy buena cara.
Entró en el recibidor, se quitó el chaquetón y luego la sudadera, había
mantenido su rostro oculto bajo los gorros de ambas prendas, y se
adentró en el salón del piso. Allí le esperaba una conversación que no le
apetecía lo más mínimo mantener, así que trató de reducirla o evitarla
siendo él quien tomase la iniciativa. Intentó recordar todas las clases
sobre retórica y dialéctica impartidas por su abuelo que le sirvieran de
ayuda para lograr su objetivo.
—Sé lo que me vas a decir: los agentes que nos persiguen conocen
mi gimnasio y mis rutinas, y seguro que lo tienen todo vigilado, y un
largo etcétera.
Ella no contestó, se limitó a cruzar los brazos ante el pecho y mirarle
con un «si lo sabías, ¿para qué has ido?».
—Pero piensa —añadía Alfil— que es difícil que me esperen en un
sitio tan obvio, ellos no pensarán que soy tan estúpido.
—Que conste que te lo has llamado tú solo.
—Necesitaba hacerlo, necesitaba ordenar pensamientos, vaciar la
mente; necesitaba salir de aquí y relajar el cuerpo o me volvería loco.
Ojalá nunca veas lo que ocurre cuando me vuelvo loco…
—Podías haber bajado a la calle de madrugada y desahogarte
dándole una paliza al primer tipo que te encontrases, eso sería menos
llamativo.
—¿A un desconocido? ¿Sin formación alguna? Eso no tiene la más
mínima emoción, sería demasiado fácil y rápido como para lograr que
eliminase la tensión. Además, ¿por quién me tomas? No le haría daño a
un desconocido.
Ella no contestó, ni movió un músculo de su cara, solo se giró y
continuó buscando en el ordenador. Alfil sabía que había perdido la
conversación aun pronunciando las últimas palabras. La chica era buena
y le había conducido hacia donde había querido en solo unos segundos.
Ambos sabían que más de media docena de chicas inocentes habían
muerto en sus manos solo para que él progresase en su trabajo; pegarle
una paliza a un tipo (o a varios) en la calle no era nada comparado con
aquello. Ni siquiera vio venir el rápido y contundente golpe dialéctico.
Fue a su dormitorio para guardar la mochila y, en silencio, volvió al
salón para sentarse a su lado y ayudarla en sus tareas de búsqueda.

—Seis días y aún no tenemos ni nombres ni ubicaciones. Esto


empieza a ser desesperante.
Con un horario europeo implantado casi desde su adolescencia y las
costumbres de la chica, cenaban a la hora de siempre, a las ocho y media.
Y mientras Abbey Lincoln les deleitaba con su voz a través de unos
altavoces sobre la repisa del fondo, aquel par de solitarios aprovechaban
su momento favorito del día para mantener una conversación.
—Ya te dije que esto iría despacio. Necesito mucho tiempo para
burlar la seguridad de los servidores, después debo descodificar la
información y separar los mensajes de los agentes que nos interesan de
los de otras agencias y sicarios que buscan otros objetivos y misiones. Y
por si no fuese suficiente, está el problema añadido de que esa
información nunca habla de lugares de origen ni da nombres, salvo
errores en las transcripciones; y ya sabrás que no suelen cometerse
errores en este oficio. Con esa información tan sesgada y poco
concluyente, debo crear conjeturas y esperar para cotejar con otros
mensajes futuros, así establecer nombres de posibles agentes, rutas de
movimiento y tratar de adelantarme a su siguiente jugada. En este
momento me ayudas a seguir a tres agentes por Europa, aún no sé sus
nombres ni dónde están, pero sé hacía dónde se dirigen. En una semana,
quizás dos, tengamos un punto de partida.
—Ese tiempo se hará eterno… —Alfil dio un sorbo a su copa de
vino.
—Pero luego, si somos listos y jugamos bien nuestras cartas,
podremos avanzar más deprisa. Necesitaremos capturar a los agentes
vivos para sonsacarles la información que tengan sobre otros operativos
y sobre posibles lugartenientes de Le Conn.
—¿Hablas de torturar?
—Bueno, no me mires así, recuerda que conozco tu historial. Pero no
te preocupes que no será necesario, usaremos suero. Es fácil de
conseguir en ciudades grandes como Madrid.
Un silencio invadió aquel espacio que actuaba las veces de cocina,
comedor y sala de operaciones. Alfil no sabía qué podría aportar en la
lucha contra una organización de agentes experimentados y adiestrados
en unas artes que él desconocía. Hasta ese momento había tenido suerte
y su improvisación le había valido para salir airoso de los dos
enfrentamientos que había mantenido con Cristina y luego en el yate.
Pero esas experiencias eran diferentes a lo que debía encarar ahora.
Cristina era una agente que se había enamorado de él, confiaba en él,
puso su vida en sus manos y él las apretó con fuerza sobre su cuello
mientras dormía. Ese pensamiento le hizo sentir como un cobarde, como
siempre que recordaba a sus víctimas. Antes de conocer a Cristina no
pensaba en ellas, quedaban aisladas o perdidas en el más profundo
olvido. Durante el desenlace en el yate también jugaba con ventaja;
mientras el agente Sergei creía controlar la situación bajo su tapadera, él
había descubierto que todo era una encerrona. Lo único que tuvo que
hacer fue disparar primero y hacer blanco, aunque el alcohol no se lo
puso nada fácil. Lo que nunca le diría a Davina es que aquella noche
había ido a jugar la partida de ajedrez sin pensamiento alguno de salir
con vida del barco. Estaba cansado de una vida de remordimientos, sin
metas y arrastrando unos macabros recuerdos que no le permitían
conciliar el sueño. Fue el momento de la competitividad, el instante en
que su vida se ponía en peligro y el reto de la supervivencia los que
activaron su mente en el último instante (gracias también al alcohol) y le
hicieron tomar la decisión de vencer, de salir con vida de allí, de acabar
con todos ellos. Su instinto de supervivencia había tomado el control
como cada momento de su vida en el que lo había necesitado.
Los retos formaban parte de su ADN, metas complejas, un motivo
para esforzarse, una línea en la distancia a la que llegar exhausto y tras
un esfuerzo inhumano, y todo para establecer una nueva línea aún más
lejana y complicada. Ya no competía en el sector moda, ya no haría más
fotos ni lucharía por ser el mejor, pero había logrado establecer un reto
aún más difícil de lograr. Asesinar a los integrantes de la agencia sería,
quizás, una empresa que le quedaba demasiado grande. Por primera vez
en su vida tenía dudas con respecto a sus posibilidades. Todo lo anterior
casi no tenía el más mínimo mérito, burlar a la policía era sencillo si uno
establecía unas normas básicas durante sus asesinatos, y matar a una
pobre chica en una habitación de hotel mientras duerme no es algo para
presumir. Había llegado el momento de jugar de un modo diferente,
debía disparar, y debía hacerlo más rápido y certero que sus oponentes,
personas que no conocía ni sabía dónde estarían esperándole o
buscándole, quizás a cien metros de distancia y tras un rifle con mira
telescópica o disfrazados de mendigo y apuntando con un arma a dos
centímetros de su nuca. Ya no controlaría los tiempos, ni tendría
estudiada la zona donde debían ocurrir los enfrentamientos ni conocía a
sus adversarios.
Esos pensamientos tras la cena iban a volverle loco, necesitaba salir
de allí, dar un paso bajo la nieve. Davina hizo un mohín de enfado e
incredulidad cuando él se lo comentó, pero no podía retenerle contra su
voluntad y en el fondo sabía que el chico necesitaba sentirse libre y no
agobiado durante todo el día. Ya de noche y con esa nevada, sería difícil
que le localizasen. «No vayas a ningún sitio habitual e intenta moverte
por calles pequeñas. Con tu experiencia no te será difícil evitar las
cámaras de calles, cajeros y locales. Trata de ir a sitios donde no hayas
estado nunca». Los consejos de la chica habían dado al traste con su idea
de acercarse al estudio y comprobar si su llave aún podría permitirle
entrar. Le apetecía volver a verlo bajo la penumbra de puntos led que
había instalado él mismo cuando lo reformó para convertirlo en un lugar
de referencia de su sector. Deseaba permanecer sentado en su antiguo
sillón de escritorio o sobre alguno de los sofás de la sala de espera, en
silencio, simplemente recordando y dejándose llevar por las vibraciones
que el lugar siempre le había transmitido. «¿Habrá hecho Leyre algunos
cambios en la decoración?», pensó, y ese pensamiento dio la solución a
sus dudas.

—¡Dios mío! Cuando has dicho que eras tú por el telefonillo, he


pensado que se trataba de una broma de Marcelo. No me puedo creer que
hayas venido a verme. Pero no te quedes ahí, pasa, estás en tu casa.
¡Vaya! Vienes empapado, quítate ese abrigo.
Leyre, su antigua estilista, vivía en un ático del barrio de Malasaña, a
unos quince minutos andando desde el piso que compartía Alfil con su
nueva aliada. La temperatura era tan baja y la nevada tan intensa que casi
no se había cruzado con nadie durante el trayecto, claro que la nula
visibilidad impedía ver nada ni a nadie a más de dos metros de distancia,
casi ni se apreciaban los neones de los escaparates de las tiendas y
restaurantes. Madrid y el resto de Europa seguían sumidos en una
tempestad como no habían vivido en muchas décadas.
—Estaba por la ciudad y se me ocurrió visitar a mi estilista favorita.
A pesar de la voz estridente de la chica y de las rencillas en el
pasado, Alfil guardaba buenos recuerdos de ella, le producía ternura y se
alegraba de volver a verla. Ella también parecía muy feliz por aquel
improvisado encuentro.
—Creo que es la primera vez que vienes a mi casa; y qué vergüenza,
la tengo hecha un asco. Pasa a la cocina un minuto mientras recojo y
ordeno un poco el salón, iré preparando también algo para beber, o si lo
prefieres, podemos salir a tomarlo a un local nuevo que han abierto en…
—No importa, prefiero quedarme aquí y entrar en calor. Así podemos
ponernos al día sin tener que gritarnos al oído en un sitio oscuro.
—Vaya… —Leyre le miró con entusiasmo, atrás había quedado
aquel semblante melancólico y cargado de problemas personales que
arrastraba cuando él se despidió de todo el equipo—. Me muero de ganas
de saber qué has estado haciendo todo este tiempo.
—No mucho, he estado navegando y descansando.
—No, por favor. Miénteme y dime que has estado organizando las
fiestas más salvajes que nadie haya visto, con orgías de supermodelos y
yates de diseñadores italianos. —Volvía a ser la de siempre, con su
energía y frivolidad, riendo sin parar mientras hablaba—. No quiero la
verdad, ya sabes que solo los tristes y los aburridos dicen la verdad.
—Eso me halaga. No imaginarías la cantidad de mentiras que te he
contado desde que te conozco. —Le guiñó un ojo con complicidad.
Ambos rieron. Ella acababa de preparar dos gin-tonics, el suyo
cargado como el de un inglés en Benidorm, para no perder la costumbre.
—Creo que nunca te lo he dicho —dijo Leyre mientras volvía al sofá
y le entregaba la copa.
—¿El qué?
—Siempre he pensado que había una doble vida en ti, que eras algún
agente secreto del gobierno o que por las noches te divertías de algún
modo ilegal, peligroso y muy interesante. O quizá lo pensaba porque te
veía demasiado aburrido y obsesionado con el trabajo, y no creo que eso
sea sano.
—Vaya, es cierto, nunca me lo habías dicho. —Mantenía la sonrisa
para no mostrarse sorprendido ante las palabras que acababa de oír,
después de todo, había dado en el blanco—. Te veo diferente, cambiada.
—No te creas, sigo siendo la misma loca que se mete en problemas
cada dos por tres. Los locos y los «balas perdidas» no cambiamos nunca.
Y aún no me has dicho qué te trae por Madrid, espero que no vengas a
pedirnos que te devolvamos el estudio, porque nos viene de fábula la
pasta que le sacamos por alquilarlo a terceros. No sabes lo que pagan los
fotógrafos extranjeros por usarlo cuando vienen a trabajar a la ciudad.
—No, tranquila. Solo estoy de paso, me quedaré unos días o semanas
para solucionar algunos asuntos personales y luego me marcharé.
Aunque no descarto pasarme algún día a echarle un vistazo y recordar
batallas. Espero que lo tengáis limpio, solo hace unos meses que me
marché y conociéndote…
—Bueno…, tú avisa con tiempo cuando vayas a venir. Y hablando de
avisar, ¿por qué no me has llamado para decirme que venías? Así habría
preparado algo para picar y habría limpiado y recogido la casa.
—Estaba en la calle cuando pensé en acercarme, y el móvil se quedó
sin batería. Espero no haberte pillado en mal momento.
—Anda ya, nunca es mal momento para verte. Por cierto, ¿quieres
ver mis últimos trabajos? Hice el mes pasado una portada de Vogue que
te encantará.
—No sé si me apetece ver fotos de Marcos.
—Ja, ja, ja. ¿Sabes que trabajo para él? No me lo puedo creer, no se
te escapa nada.
—Que no esté no significa que no pueda seguiros la pista.
—Ya veo.
La chica se había bebido su copa de tres largos sorbos y se levantó
para prepararse otra. Alfil aún tenía intacta la suya y temía el momento
de probarla, conocía de sobra las proporciones entre ginebra y tónica que
gustaban a su amiga. Ella sonreía mientras cortaba una rodaja de limón,
se notaba su alegría por esa visita inesperada, y él también agradecía
haber tenido la idea de acercarse a su casa. Nunca pensó que necesitase
un baño de nostalgia y las risas que le estaban devolviendo esa noche
parte de la humanidad perdida. Durante la pasada década pensó que
Madrid era la ciudad en la que tenía un hogar en forma de estudio de
fotografía, pero ahora comprendía que su hogar se encontraba allí donde
estuviesen las personas que le importaban y cuyos sentimientos eran
correspondidos. Aquel salón desordenado, pero decorado con el buen
gusto de una diseñadora y estilista de tanto nivel, era parte de ese hogar,
lo que hizo que se arrepintiese por no haberlo visitado antes. El olor
intenso del perfume que usaba Leyre, su ropa siempre estridente y la luz
indirecta que emanaba desde detrás del sofá y del mueble del televisor,
creaban una atmósfera acogedora y familiar, como si se encontrase en
casa después de regresar de una ausencia demasiado prolongada.
La chica volvió al sofá junto a él y se atusó el flequillo, ese mes
había optado por un tinte blanco en la corta capa de cabello que caía por
la derecha de su rostro, en el lado izquierdo lucía un rapado al cero. Se
quitó las gafas y las dejó sobre la mesita, al lado de su copa, no eran más
que un mero complemento, ni siquiera tenían cristales. Eso hizo sonreír a
Alfil, sabía que la chica nunca cambiaría, ni tendría por qué hacerlo, las
personas auténticas deben permanecer siempre fieles a sí mismas.
Tras dos horas de charla, se despidió con la promesa de verse más a
menudo. Allí parados en la puerta, frente a frente y con una sonrisa
despreocupada, el chico comprendió que era posiblemente la última vez
que vería sus estilismos y peinados inclasificables, y su cuerpo menudo,
casi de adolescente, dando saltos por la sorpresa de volver a ver a su jefe,
quien le cambió la vida apostando por ella y soportando sus
innumerables e insoportables defectos. Se dieron un fuerte abrazo y Alfil
salió para enfrentarse nuevamente al frío y la humedad de la nevada, y
contra la soledad de aquel piso alquilado que compartía con quien sabía
que acabaría por convertirse en un poderoso enemigo.
Capítulo 5

¿En qué piensa un asesino en serie cuando ha dejado de matar? El


teniente Pablo Aguilar se hacía preguntas nuevas sobre un caso que se
extendía más que ninguno anterior en su memoria, pero esa en concreto
era la que más le importaba, era la que revelaría una posible pista sobre
el paradero del asesino. ¿En qué piensa un asesino en serie cuando ha
dejado de matar? Si es que lo ha dejado realmente, claro. El fantasma
podría acumular un centenar de víctimas si se había salido de su modus
operandi y comenzado a matar a desconocidos usando métodos
diferentes en cada uno de ellos. Un impulso tan poderoso como para
incitar a una persona a acabar con la vida de otras, y hacerlo en repetidas
ocasiones, no se elimina de la mente de un perturbado con sesiones de
psicólogo ni con ningún tratamiento, Pablo estaba completamente seguro
de ello. Solo una cadena perpetua o una bala en la cabeza terminan con
el reguero de muertes que deja un monstruo como el que persiguió
oficialmente unos meses atrás y en la actualidad de forma extraoficial.
Aún volvían a él, especialmente cuando lograba dormir unas horas,
los recuerdos de la habitación en el hotel de la Alameda de Hércules,
rememoraba la penumbra y el aroma antiséptico producido por el abuso
de confianza, y de engaños y miserias escondidas tras un más que seguro
disfraz de belleza y éxito. Recordaba con todo lujo de detalles la lúgubre
huella de la muerte, sombría como el último estertor que habría salido de
la boca de aquella chiquilla con una vida por delante que ya no
disfrutaría. Sentía de nuevo el frío suelo sobre el que terminó el cuerpo
de quien no era más que un número para el asesino, para la Policía, para
el Ministerio, para la prensa, para sus lectores y para todos… menos para
él. Y no es que para Pablo fuese algo personal, ni siquiera tenía un
vínculo afectivo con el caso; simplemente, se había aparecido en su
camino de ascenso, de éxitos profesionales, y lo había hecho como una
piedra en la que tropezar y frenar todas sus ansias de progreso. La
séptima víctima del asesino en serie más famoso de la historia del país
había caído en sus manos y no había sabido aprovecharlo.
Atrás habían quedado cientos (quizá miles) de horas de trabajo,
docenas de noches sin dormir para analizar los datos del caso,
innumerables llamadas y correos electrónicos a la central de Madrid para
conseguir las pruebas e interrogatorios de los demás asesinatos del
criminal y un viaje para fotocopiar y recopilar por sí mismo todos los
documentos que le faltaban. Se había dejado su salud física y mental
tratando de atar cabos y crear conjeturas e hipótesis que lograsen
establecer un punto viable en la investigación, o lo que es lo mismo,
buscar un fallo entre tanta perfección. El asesino había ganado, le había
vencido en su terreno y estaría riéndose de él por su torpeza, pero más
aún por su vanidad y orgullo. Estaría en algún lugar del país o del
mundo, siendo consciente de su poder, de su capacidad para hacer todo
lo que desease, incluso quitar una vida, docenas de ellas, sin que nadie
pudiera impedirlo, ni siquiera el pomposo y engreído teniente tan
admirado y condecorado de Sevilla.
Pablo se encontraba en casa, eran las dos de la madrugada y
permanecía sentado en su sillón, inmóvil, mientras oía cómo la lluvia
azotaba con violencia las persianas cerradas de la habitación. El invierno
estaba siendo de los peores que recordaba, seguro que en plena crisis
supondría un varapalo para la ciudad; el turismo siempre se resiente en
un lugar que vive de la temperatura y el sol. Claro que eso a él le
importaba menos que nada, había perdido peso, notaba que su mente no
trabajaba a la velocidad acostumbrada y el respeto y admiración de sus
compañeros y colegas de la comisaría habían desaparecido para
convertirse en burlas. «Putos inútiles calienta-sillas que solo llevan la
placa para tener un sueldo de funcionario a fin de mes. España es el
paraíso de los delincuentes gracias a una policía tan incompetente, llena
de atocinados agentes y oficiales enchufados y retrasados mentales». Sin
duda, se estaba consumiendo y lo sabía. Ya ni siquiera perdía la mirada
en el mural que conocía de memoria y que permanecía sin cambios desde
hacía meses. Un mural lleno de fotos de víctimas y de lugares,
chinchetas de colores, cordeles que relacionaban sucesos, anotaciones
con hipótesis… Un tiránico y enfangoso jeroglífico cuya solución se
escondía bajo capas y capas de razonamientos que él no había sabido
tener. Esas últimas noches se limitaba a esperar allí sentado a que
apareciese dicha solución durante un sueño o una revelación divina, lo
que llegase primero.

No sabría decir si era de noche aún o ya había amanecido, pero


estaba seguro de haber oído el portero automático llamando varias veces.
Esa mañana había decidido no ir a la comisaría, así que si no se trataba
de su ayudante, debía de ser el cartero o alguien que se equivocaba de
botón. Se olvidó de la llamada. «Que le abra la puerta otro vecino»,
pensó, y aprovechó para levantarse y desentumecerse por haber vuelto a
dormir sentado en el sillón. Entró en la cocina y preparó un café soluble,
quería tomarlo antes de meterse en la ducha, no quería tener un
accidente. Podría ser despistado en algunos aspectos o algo descuidado
en otros, pero tras la trágica pérdida de su padre por un resbalón en la
ducha, procuraba tomar todas las medidas posibles para no sufrir un
descuido fatal y tener que rendirle cuentas a su progenitor por su torpeza
allá donde volviese a verle. Mientras el vaso de leche daba vueltas en el
interior del microondas, el portero automático volvió a sonar, eso era ya
demasiada insistencia para tratarse del cartero y muy raro para ser su
ayudante, que le habría llamado al móvil o mandado un mensaje.
—¿Quién es? —preguntó a sabiendas de que sería alguien que se
había equivocado de número.
—¿Pablo Aguilar? ¿Teniente Pablo Aguilar? —La voz, ronca y con
un leve acento extranjero, dejó sin palabras a Pablo durante dos segundos
—. ¿Sigue usted ahí?
—Sí, ¿quién es?
—Interpol, es por el caso de el fantasma —eso último fue poco más
que un susurro—. ¿Podríamos hablar? Puedo esperarle aquí o en el bar
de enfrente.
—Mejor suba.
En menos de un minuto, el agente, vestido con un traje negro y a
medida, camisa blanca y corbata también negra y fina, como un agente
del FBI de una película americana, había aparecido ante Pablo y ya
entraba con su metro noventa en el recibidor del piso.
—Permita que me presente, Hollow, Jack Hollow. Estaba ansioso por
conocerle. —Le estrechó la mano con firmeza y mostró una sonrisa
cordial.
—No le comprendo —balbuceó Pablo—. ¿Conocerme?
—En la agencia hemos estudiado su procedimiento en el caso de el
fantasma, es el único material que merecía la pena y que se acercaba a la
pista del asesino.
—Disculpe, quizá sea porque acabo de despertar pero, no comprendo
una sola palabra.
—Sí, tiene razón. No he debido ser tan impulsivo. En la agencia, la
Interpol, seguimos con el caso abierto de el fantasma, como lo llamaron
desde España el año pasado. Pedimos los informes a Madrid y recibimos
toneladas de documentación que, después de analizarla, comprobamos
que se limitaban a dar… ¿cómo suelen decirlo ustedes? ¿Palos de ciego?
—Pablo asintió con la cabeza—. Pero entre todo el caos y reiteraciones
destacaban unos informes con investigación bien ordenada y sin caer en
los típicos errores de policías holgazanes, que clasifican todo para
quitarse de encima un caso complicado o que deben ceder a otra
comisaría. Me refiero a sus notas y suposiciones; nos han servido de
mucha ayuda. Supongo que también considera que el fantoche que se
entregó hace unos meses no puede ser el mismo asesino, usted es un
policía de verdad y ese tipo de detalles no se le escaparán.
—Perdone que le haga subir y también esperar unos minutos, pero
aún debo terminar unos asuntos. —Pablo estaba sobrepasado por la
verborrea del agente, y no comprendía esos halagos ni sabía de dónde
había sacado la información para localizarle sin haberle llamado antes
por teléfono, pero decidió guardar esas dudas para más tarde y hacerle
pasar al salón; no quería mantener una conversación delicada en un lugar
donde los oídos afinan su sensibilidad hasta extremos impensables. La
intimidad de su casa era más adecuada para ese menester. Tampoco pudo
evitar un escalofrío al saber que había sido contactado por un agente del
cuerpo de policía al que aspiraba a pertenecer en un futuro, si es que
lograba encauzar la senda de éxitos que había supuesto su primera
década en el oficio.
El oficial caminó hasta el fondo del salón y se sentó sobre un sillón.
Portaba una complexión atlética, quizá demasiado musculada. El pelo
rubio y los ojos azules acotaban las posibilidades sobre su procedencia.
Pero toda aquella fachada y parafernalia, por no llamarla peloteo,
tampoco logró que Pablo se olvidase de que no le había enseñado sus
credenciales.
—Puedo ofrecerle un café soluble —añadió el sevillano—, no tengo
nada más en casa. Necesito darme una ducha y estaré listo por si desea
que vayamos a algún lado donde pueda desayunar en condiciones.
Otro detalle que tampoco pasó por alto el teniente, aunque su
dominio del inglés brillase por su ausencia, fue el extraño apellido que
tenía el agente (hollow es una de las formas de decir fantasma o invisible
en inglés). Quizá fuese un nombre en clave de los que usan en los
cuerpos internacionales, pensó no muy convencido.
—No quiero nada, gracias, ya desayuné hace varias horas —
respondió el agente.
Pablo seguía sin tener ni idea de qué hora era, quizá ya fuese el
momento de almorzar. Vivía un descontrol absoluto en su horario, y en
su tren de vida en general. Como el agente parecía afable y solo tardaría
unos pocos minutos en ducharse, le dejó a solas en el salón. Fue rápido a
la ducha, tras haberse bebido de un sorbo el café, aún demasiado
caliente, que le produjo una quemadura en la garganta que le duraría
todo el día. Se duchó todo lo deprisa que pudo, entre nervios y
pensamientos variados, como adivinar lo que vendría a pedir o a ofrecer
un agente de la Interpol, ¿en qué podría él ayudar o beneficiarse en la
investigación? ¿Qué sacaría de aquella conversación o de una posible
colaboración? Su mente voló entusiasmada mientras trataba de tardar lo
menos posible y no hacer esperar a su invitado. Al salir del baño, ya
vestido, se sorprendió al no encontrarle en el salón, había desaparecido
pero seguía notando su presencia en la casa. La soledad y el silencio que
siempre embargaban aquellas paredes parecían testificar la presencia de
un extraño entre ellas. La primera habitación del pasillo, de la que estaba
completamente seguro de haber cerrado la puerta, como cada día, ahora
estaba abierta y con la luz encendida. Jack «el invisible» permanecía en
el centro de la estancia que era su santuario más privado y secreto, al
lado de su butaca, observando con atención, como memorizando con
frialdad, el mural que había confeccionado solo para sus ojos.
—Espero que no le importe.
—Bueno, creo que me debe una buena conversación antes de
husmear por mi casa.
—Siento que le haya molestado, me aburría y… ya sabe, el oficio
siempre le hace a uno demasiado… ¿cómo lo dicen ustedes? ¿Cotilla?
—Sí, esa palabra es correcta. Y no se lo tendré en cuenta.
Posiblemente yo hubiese hecho lo mismo en su casa.
—Tiene usted muy avanzada la investigación, aquí están todos los
datos, los lugares de los crímenes, las relaciones entre sí, los momentos,
las pruebas…, pero falta algo importante, lo más importante de todo.
—El dato más importante de una investigación de homicidios
siempre es el nombre del asesino.
—Correcto —Jack Hollow se acercó despacio a la mesa de la
derecha y, tras rebuscar entre el desorden, cogió un rotulador rojo y un
post-it, escribió algo sobre el pequeño pedazo de papel y luego lo pegó
en el centro del mural, justo sobre la interrogante dibujada por Pablo—.
Ahora su investigación está completa.
Se apartó de la pared y permaneció mirando al teniente con una
mueca que este no sabría si definir como media sonrisa o invitación a
acercarse a mirar. Eso último quemaba su estómago y sus pies, no podía
esperar un segundo más por ver el dato que acababa de escribir el agente
en el centro de su mayor investigación, la que suponía su talón de
Aquiles, su Némesis. La presencia de aquel desconocido en su santuario
había pasado a un segundo plano, casi desaparecido de su mente, ahora
que el pequeño cuadrado de papel amarillo monopolizaba sus
pensamientos. Al primer paso sintió que sus pies fuesen de plomo o
estuviesen sumergidos en una ciénaga de denso lodo, pero, poco a poco,
fue acercándose y las letras escritas con tinta roja se fueron haciendo más
nítidas, hasta poder leer aquel jeroglífico compuesto por dos palabras
que, en principio, no tenía el más mínimo sentido para él.

Pablo no sintió tanto frío en la calle como el que había sufrido en


Madrid, pero parecía que fuese a llover de un momento a otro; una masa
de nubes negras se arremolinaban sobre su cabeza mientras oía el
cascabeleo de un carruaje cercano que estaría paseando a algún atrevido
turista cerca de allí. Decidió que no era buena idea sentarse en las mesas
de la calle con esa previsión de lluvia, así que pasó, precedido por el
agente, al interior de La Manuela, donde el olor a bollos le hizo gruñir
unas tripas que llevaban sin tomar nada sólido desde el almuerzo del día
anterior. Las gafas se le empañaron por la diferencia de temperatura y se
las quitó para limpiar el vaho mientras se dirigían a sentarse en la mesa
de la esquina, desde la que podían ver pasear a turistas y nativos por las
concurridas calles Pagés del Corro y Covadonga.
—Un lugar poco discreto, ¿no?
—Esto es Andalucía, aquí la discreción es como un plato de
fish&chips, que tal vez algunos sepan lo que es pero nadie se dignará a
probarlo. No se preocupe, nada de lo que oiga ningún turista o
parroquiano, mientras toma un café a nuestro lado, acabará luego en un
periódico o televisión.
El agente de la Interpol no parecía convencido del todo, pero no tenía
más remedio que confiar en sus palabras y lanzarle allí mismo, mientras
le veía devorar unos pasteles que acababan de servirle, la oferta por la
que había viajado hasta la capital andaluza. Las demás mesas del local
permanecían vacías salvo una al fondo con dos parejas jóvenes. No había
ruido ambiente alguno, pero el volumen de la música flamenca que
sonaba a través de los altavoces provocaba tener que levantar la voz
hasta un límite que incomodaba claramente a Jack.
—Está bien. Ya supondrá por lo que le he dicho que mi visita y los
datos que pueda revelarle están relacionados con el caso que ha estado
investigando durante meses, un caso que para nosotros no está cerrado
aún.
—Eso es lógico, pero si ustedes saben quién es, ¿para qué me
necesitan?
—Vaya, eso ha sido muy inteligente.
—¿El qué?
—Que no me haya preguntado el motivo de que una agencia
internacional busque a un asesino que ha actuado en España y que,
supuestamente, fue encarcelado.
—Bueno, ya suponía que uno de los motivos de la ausencia de más
muertes en España podría deberse a que hubiera actuado en otros países.
Y mejor dejemos ese asunto de que el asesino fue encarcelado… Pero no
me ha contestado a la pregunta. ¿Para qué me necesitan? —Tenía las
comisuras de los labios manchadas de merengue y crema, pero su
semblante serio y su inquisitiva mirada deshacían el momento cómico
hasta lograr, incluso, aumentar la tensión entre ambos.
—Sabemos quién es pero no dónde está. Nos hemos puesto en
contacto con usted para pedir su colaboración, sabrá que es algo habitual
cuando consideramos que agentes de policía pueden ser de utilidad.
Como también sabrá que estas colaboraciones acaban por ser bastante
valoradas de cara a ascensos o para acceder a nuestra agencia.
Pablo, que tras otro café y el azúcar de los dulces ya había
recuperado el cien por cien de su capacidad mental, no se dejó llevar por
el caramelo que le ofrecía: la identidad de el fantasma; como tampoco
por sus estériles intentos de hacerle babear con la posibilidad de entrar en
la Interpol. Así que se mostró frío y continuó con la entrevista.
—Sigue habiendo demasiados flecos sueltos, y el principal es: si
saben quién es, ¿por qué no lo detienen? No creo que me necesiten para
encontrarle.
—Aparte de su localización, tampoco tenemos ninguna prueba, ni
siquiera meros indicios con los que poder ir contra él. Ya supondrá que
conocer su identidad resulta inútil ante este panorama. El tipo tiene
recursos de sobra y es lo bastante inteligente como para volverse
invisible, viajar sin registrarse en ningún momento, esquivar cámaras…
Podría estar ahora mismo en Singapur o en el bar de al lado.
—Bueno, eso cuadra con su perfil. Pero siempre podrían lanzar una
orden internacional, es la forma de actuar de la Interpol, ¿no?
—Sin duda, y ya la hemos lanzado, aunque sin éxito. Ya conoce la
eficiencia de la mayoría de cuerpos policiales nacionales. Por eso
quisiéramos saber si podríamos contar con los servicios del oficial que
más eficientemente se ha acercado a…
—Espere —interrumpió Pablo—. Quiero saber cómo están tan
seguros de la culpabilidad del sospechoso si no cuentan con pruebas ni
meros indicios.
—Eso es una información clasificada.
—Entonces acaba usted de contestar a su propia pregunta —dijo el
sevillano mientras se levantaba y dejaba su servilleta sobre la mesa—.
Espero que aproveche el tiempo hasta que coja su vuelo de vuelta. Le
recomiendo visitar la Catedral y la plaza de España. Buenos días señor
Invisible.
—Espere, no se marche —el agente se levantó visiblemente
contrariado por la reacción del policía—. Entienda mi postura, hay datos
que no estoy autorizado a dar.
—Entienda usted la mía. Después de haber estado husmeando sin
permiso en la habitación de mi propia casa, ahora me está haciendo
perder el tiempo y la paciencia con promesas de colegial que no se
tragaría un agente con la placa aún de papel.
—Está bien, está bien… Siéntese y le responderé a sus dudas, pero le
pido algo encarecidamente, es algo vital en esta investigación.
—¿El qué?
—Que espero que la información no salga de aquí. Supimos que en
todas las ciudades donde actuó el asesino hubo filtraciones a la prensa
desde la propia policía.
—Lo sé, y es una pena que esas cosas sucedan, a pesar de que en
comisaría se tratan de evitar por todos los medios. Lo único que puedo
ofrecerle es mi palabra.
—Supongo que tendrá que servirme.
—Supone bien. ¿Y ahora me dirá de dónde sacó ese nombre que ha
escrito sobre mi pared?
El agente pareció dudar unos instantes, pero después de mirar a Pablo
a los ojos decidió darle el voto de confianza y exponerle unos hechos y
datos que el teniente sevillano trataría de memorizar para añadir a su
mural en pocas horas.
—Hace unos meses el asesino actuó en Roma, allí logramos aislar
una imagen parcial, y de buena calidad de su rostro, de la grabación de
una cámara de seguridad, aunque no mostraba más de un treinta y cinco
por ciento. Con todos los datos que teníamos, obtenidos en colaboración
con la comisaría central de Madrid, empezamos a elaborar un perfil lo
más detallado posible de él. Ahora le diré lo que ya sabe: alta capacidad
económica, ya que es capaz de desplazarse sin problemas; dispone de
mucho tiempo libre; puede moverse sin dejar rastro en aeropuertos; es
muy atractivo, por lo que es capaz de convencer en segundos a una chica
para que le acompañe donde sea; y sin duda es un tipo de cultura,
educación y capacidad económica a la altura de su físico. Después de
analizar a más de cinco mil millonarios en todo el mundo, que tuviesen
una edad entre veinticinco y cuarenta años, eliminamos a aquellos que no
tuviesen una altura entre metro ochenta y metro noventa (esa
información la sacamos de los vídeos de las discotecas, observando al
tipo que se marchaba con las víctimas), añadimos una complexión
atlética, pelo castaño oscuro; eliminamos aquellos que parecían gigolós
baratos de playa y el resultado quedó en treinta y siete candidatos.
Pusimos en marcha nuestros ordenadores para saber dónde pudo estar
cada uno de ellos en las fechas de los homicidios, haciendo especial
hincapié en los cuatro españoles de la lista, ya que los primeros siete
casos fueron aquí. Y dimos con un candidato final que cumplía todos los
requisitos y cuyo rostro se aproxima al 99,9 % al capturado por la
cámara en Roma.
Jack no paraba de hablar ante la atenta e impasible mirada de Pablo,
que a pesar de no llevar mucho más de una década como policía, ya
había desarrollado un sexto sentido para adivinar cuándo le estaban
mintiendo, aunque lo hiciesen tan bien como aquel tipo que tenía
delante.
—Metimos en su entorno a una agente infiltrada para ganarse su
confianza —continuó Jack—, y cuando tuvimos informes favorables
sobre su culpabilidad, y nuestra agente ya había descubierto todos los
detalles de sus actuaciones en conversaciones directas con el asesino,
nuestra infiltrada desapareció. De hecho, seguimos sin saber nada de ella
a día de hoy, así que nos tememos lo peor.
Pablo hizo un largo silencio tras el cese de la exposición. Un silencio
incómodo e intencionado para observar detenidamente y analizar el
comportamiento y mirada de su interlocutor, algo aprendido en sus
sesiones de interrogatorio. Todo el mundo, tras lanzar un alegato, acaba
mostrando la veracidad o falsedad del mismo si se le deja unos segundos
en silencio y siendo observado detenidamente. Jack aguantó unos largos
veinte o treinta segundos con la cara de póker, luego no pudo evitar
desviar la mirada hacia el ventanal de la calle y perderse entre los pocos
turistas que se atrevían a pasear por el centro bajo esa temperatura. Pablo
reprimió una sonrisa.
—Vaya, así que el asesino perfecto cometió un error por fin. O
varios. Se dejó grabar en Roma y luego confió sus secretos a una agente
infiltrada tras ganarse la confianza de alguien tan metódico y hermético.
Eso es todo un éxito, a pesar de no contar con pruebas.
—Sin duda, se trata de una de nuestras mejores agentes. Entonces,
¿podremos contar con su ayuda? Siento ser tan impaciente, pero el
tiempo apremia y deberíamos partir hacia Madrid para comenzar con la
búsqueda cuanto antes.
—Déjeme pensarlo durante el día de hoy, tendría que pedir unos
meses de excedencia si necesito estar viajando. Quizás todo sería más
fácil si la Interpol pidiera un traspaso o cesión en mis funciones.
—No creo que eso sea posible —le interrumpió—, mis superiores
han dejado claro que no quieren crear una alarma social. Si en la
comisaría se filtrase que la Interpol está tras el asesino que ustedes
llaman el fantasma, la prensa notificaría que el arresto del culpable que
cumple condena pudiera tratarse de un fallo y todos acabaríamos
pagando por ese error nefasto.
«Claro, aunque también podéis pedir el traslado hacia otro caso
ficticio y así mantener el secreto. Esto cada vez es más sospechoso. Por
no hablar de que no sabes que el condenado fue encontrado muerto en la
cárcel hace una semana». A Pablo todo aquello le olía demasiado mal,
demasiadas mentiras y demasiados secretos. Se despidió cordialmente
del agente con la promesa de darle una respuesta ese mismo día al
número de móvil que este le entregó.

Sevilla no veía mejorar el clima. Las vistas que ofrecían las ventanas
del piso de Pablo mostraban una noche eterna, regocijada por tener
secuestrada la débil luz de un sol que apenas aparecía para saludar.
Parecía que la ciudad, carente de su luz y calor habituales, no quedaría
liberada hasta que aquella tempestad, sumida en una tiniebla de pecados,
descargase toda su rabia y dolor. El teniente no podía permanecer un
minuto más entre aquellas paredes, necesitaba avanzar en su
investigación y salió del piso a toda prisa tras haber escrito en sus notas
la detallada información que el agente de la Interpol le había
proporcionado, sin creer una sola palabra. Necesitaba una conversación
que activase sus células grises y le inundase de lógica.
—Buenas tardes, teniente. —Miguel Carabías estaba extrañado,
mirando en todas direcciones, ante la insistencia de su jefe por quedar en
un restaurante que no era el habitual donde almorzaban cuando estaban
de servicio, y que solían elegir casi todos los policías de la comisaría.
También estaba confuso porque había recibido la orden de encontrarse
con quien le había dicho que permanecería todo el día trabajando desde
su casa. Más aún por el tono urgente que había notado en la voz de su
jefe al recibir aquella extraña llamada.
Pablo llevaba quince minutos esperándole desde una mesa al fondo
del restaurante, meditando y decidiendo cuánta información debía dar a
su ayudante de confianza. Al final decidió contar todo lo sucedido,
después de todo, Jack Hollow (o como se llamase) había mentido sobre
la investigación y las pruebas. Aquello era muy extraño y necesitaba una
opinión lo más meditada posible por parte de Miguel, así que este debía
conocer todos los detalles. Después de todo, el caso estaba cerrado y no
habría nada nuevo que contar; y sabía que Miguel nunca filtraría nada, ni
siquiera a los propios compañeros de la comisaría. Tras la espera, por fin
le tenía frente a él. Necesitaba con urgencia su apoyo, opinión y consejo.
—Siéntate y pide un menú, hoy invito yo.
—Ya le notaba raro por teléfono, pero ahora ya es una pasada, jefe.
Usted invitando a comer y en un sitio más caro que el habitual, y además
sentado al fondo en vez de al lado de la ventana. Ha pasado algo,
¿verdad?
—Necesito tu palabra de que nada de lo que hablemos aquí saldrá
por la puerta del restaurante.
El semblante sombrío del teniente bastó para hacerle enmudecer y
asentir con la cabeza. Pablo comenzó a detallar a su ayudante todo lo que
había ocurrido en las horas previas: la conversación privada con el
agente de la Interpol y la información clasificada que había obtenido,
aparte de la propuesta de colaboración; dejando de hablar cuando se
acercaba alguno de los camareros, hasta que terminó su argumento y
quedó a la espera de conocer la opinión de Miguel.
—Eso no hay quien se lo trague —respondió el agente tras meditar
unos segundos la información.
—Eso mismo pensé yo. Aquí huele a perro mojado y yo quiero saber
por qué.
—Ese fantasma es demasiado listo para cometer tantos errores de
repente, no hay agente infiltrado que haya podido sacar de él una
confesión, eso es imposible.
—¿Y…?
—Lo de la colaboración no tiene sentido, ellos tienen a los mejores,
sin ofender, jefe, como para buscar apoyo en un policía de Sevilla.
—¿Por qué crees que me han contactado entonces?
—No lo sé, quizá quieran tener un comodín.
—¿Crees que quieren usarme como cabeza de turco?
—Es posible, ¿quién sabe? Tal vez necesiten ayuda de verdad, pero
les viene bien tener a alguien cerca que cargue con el muerto si todo sale
mal y hay tiroteos, crímenes, ya sabe.
—No lo había pensado, lo reconozco. Con esa posibilidad la cosa se
complica.
—¿Entonces, le seguirá el juego a ese tipo?
—Por el momento sí, quizá pueda acercarme al fantasma
aprovechando la información y los recursos que ese tipo tenga a su
disposición.
Los policías almorzaron, cambiando de tema hacia cuestiones más
distendidas, aunque Pablo permanecía algo asustado ante la posibilidad
de que todo saliese mal y se hundiese un poco más en el fango. Ninguno
de los dos sabía en ese instante que el supuesto agente de la Interpol
estaba oyendo esa conversación desde la distancia gracias a un
micrófono minúsculo oculto en la solapa del abrigo del teniente. Y algo
aún peor, con su confesión acababa de involucrar a su ayudante y eso le
iba a condenar a muerte. A Miguel le quedaba menos de una semana de
vida.

Eran las cinco de la tarde cuando Pablo volvía a entrar en su piso, en el


que notó algo extraño al cruzar la puerta, una atmósfera diferente, una
presencia que ya había sentido al salir del baño y no encontrar al agente
en el salón. El supuesto Jack Hollow no emitía ningún aroma de
perfume, colonia o desodorante, pero su simple presencia había
impregnado su templo de meditación contaminando el lugar con su
inquisidora mirada y sus más que turbias intenciones, cargadas de
mentiras, que fabricaron un muro de desconfianza; el cual iba a ser
difícil de derribar entre ambos.
Cerró la puerta y, como un zombie que camina sin saber por qué,
atravesó el pasillo y el salón para entrar en la habitación en la que
guardaba su investigación, aquella que Jack había profanado sin permiso.
Encendió la luz, pues las persianas seguían bajadas, y vio de nuevo el
post-it que había dejado el infame intruso, aquel pequeño trozo de papel
que había monopolizado su atención como un pequeño sol, emitiendo
una luz cegadora y una atracción gravitacional que le empujaba de nuevo
hacía allí. «¿Qué significaban estas palabras?», pensó.
Agarró el trozo de papel y lo leyó por enésima vez:

ALFIL – MADRID
Capítulo 6

El rugido de los motores casi era eclipsado por los vítores de las docenas
de entusiastas que se habían acercado al polígono industrial de Leganés,
y también por el de los altavoces de una furgoneta verde tuneada que
martilleaba los oídos con música tecno a todo volumen. Solo hacía unos
instantes que había finalizado una carrera ilegal que había hecho merecer
la pena a todos los asistentes por acercarse un día de intensa lluvia como
aquel. Y aún olía a goma quemada tras la brutal frenada que los cuatro
participantes habían protagonizado tras rebasar la línea de meta, a pesar
de que tres de ellos no habían tenido opción de victoria y habían entrado
minutos después que el vencedor. El coche estrella de la ciudad, el que
llamaban ahora el Desaparecido, había vuelto. Duquesa y su anónimo
piloto habían vencido una vez más en su feudo. Todos allí se
preguntaban dónde podría haber estado durante esos meses y si su
regreso significaba que volverían a ver al invicto Audi TT-RS de nuevo
por Madrid.
—¿Qué tal todo, hermano? —Willy, el organizador, saludaba a través
de un dedo de cristal abierto en la ventanilla del conductor.
—Me alegro de verte, todo va perfecto. Y veo que por aquí todo
sigue igual —contestó Alfil tras entregarle su porcentaje por la
organización de la carrera.
—Si llego a saber que venías, te hubiese conseguido coches y pilotos
de tu talla. En la ciudad hay muchos que te esperan desde hace meses
para retarte y pagarán lo que sea por correr contra ti, aunque el dinero no
te haya importado nunca. Si me das tiempo puedo organizarte algo muy
grande, hermano.
—Tal vez en otra ocasión.
—¿Pronto?
—¿Quién sabe? Es posible que sí.
Tras una sonrisa, el cristal volvió a subir y el coche salió del lugar
para perderse entre la lluvia y la oscuridad de la noche.

Dos horas después regresaba en taxi a la calle Fuencarral. Había


llevado la recaudación al buzón de donaciones del convento de San
Sebastián de los Reyes (hecho que le trajo recuerdos amargos) y luego el
coche a su garaje de la zona norte de Chamartín, ignorando durante el
trayecto las peticiones de un par de chicos que habían tratado de retarle
por la M-40. También se había llevado el susto de la noche, o momento
tenso, cuando una patrulla de policía había surgido de una esquina y se
había cruzado con él. Por suerte, los agentes hablaban entre ellos y no
prestaron atención al silencioso coche negro, sin matrícula y con cristales
tintados ilegalmente, que tenían a dos metros de distancia. Tentado
estuvo de volver en moto, pero no tenía garaje donde guardarla en su
nueva casa y no sabía si su llave aún serviría para entrar en el garaje de
su antiguo estudio de fotografía. La lluvia, por su parte, tampoco invitaba
a un paseo en moto por las calles adoquinadas del centro.
Davina ni siquiera se giró al oírle entrar en el salón. Alfil sabía que
ella conocía, o al menos intuía, sus movimientos nocturnos. Conociendo
su insomnio, ella prefería que se marchase a divertirse antes que
quedarse en casa acumulando una tensión que pudiera volverle peligroso
y que no le serviría para concentrarse en la búsqueda en la que ya
llevaban doce días inmersos. La chica trabajaba sin descanso desde el
amanecer hasta bien entrada la madrugada, sumida en la habitual
penumbra en la que se encontraba la sala, donde la luz artificial de unos
apliques dominaba sobre los escasos rayos que conseguían cruzar las
persianas y estores de los ventanales durante los pocos días de sol; de ese
modo perdía la noción del tiempo y se concentraba mejor en su tarea. Y
no debía de ser mala idea, ya que en ese breve tiempo había conseguido
localizar a su primer objetivo.
—¿Cuándo partimos?
—No será necesario ir a ningún sitio, el objetivo está en Madrid.
—¿Aquí? ¿Han conseguido dar conmigo?
—Aún no. Por la información que he podido descifrar de sus
mensajes, el agente considera probable encontrarte si comienza la
búsqueda aquí, pero todavía no sabe nada. Por ese motivo se ha hecho
con un colaborador local, alguien también especializado en búsquedas,
aunque no especifica nada más, puede que se trate de algún detective o
cazarecompensas.
—Tendremos que anticiparnos a sus movimientos para no ser
sorprendidos. Si tienes algún dato sobre el agente, pásame la información
y esta noche, mientras duermas, adelantaré todo lo que pueda para
localizarlo.
—No me has dicho aún lo que has estado haciendo ahí fuera. ¿Te
divertiste?
—No pensé que te interesase —Alfil estaba extrañado ante ese
cambio de conversación y el interés que ella mostraba ahora por sus
escapadas—. Salí a dar una vuelta con el coche.
—¿El coche?
—Tranquila, es imposible de rastrear. La policía lo busca desde hace
años y aún ni se han acercado. Necesitaba algo de adrenalina, aunque los
competidores de la carrera de hoy no estuvieron a la altura.
—Según el informe que detalla todos tus movimientos, y ya lo
conoces —su tono era ahora frío y hablaba como si leyese palabra por
palabra aquel informe—, el coche negro que apodan Duquesa está
asociado a tu persona, un Audi TT-RS rectificado y de color negro mate
con cristales completamente tintados. Si hay uno o más agentes de
tráfico en Madrid que lo hayan visto, a esta hora ya habrán informado de
tu carrera y nuestros perseguidores ya sabrán que estás en la ciudad. Nos
has puesto a los dos en el punto de mira.
—Que sepan que estamos en Madrid no significa que nos tengan
localizados. Nadie me ha seguido cuando volvía a guardar el coche ni
después, cuando regresé aquí en taxi.
—¿Lo comprobaste?
—Sí, la foto de la licencia sobre el salpicadero se correspondía con el
chico que conducía el taxi. Y no creo que fuese un agente.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Me dijiste que el único miembro español de la agencia era
Cristina. El taxista tenía un fuerte acento sevillano.
El zumbido de los ventiladores de los ordenadores que tenía ante sí
se intensificaba en el silencio de la madrugada hasta hacerle sentir como
si hubiese un helicóptero cerca de él pero sin saber exactamente dónde.
Alfil comenzaba a notar cómo el cansancio ganaba la batalla contra el
insomnio. Miró el reloj en la pantalla y se sorprendió de que fuesen las
cinco de la madrugada. Se prometió aguantar una hora más y continuó
tras la pista de una carpeta de archivos que parecía haber enviado a la
central el agente al que perseguía. Usaba todas las técnicas enseñadas por
Davina en materia de descifrar contraseñas a través de desencriptadores
diseñados por ella. Mientras tanto, permanecía alerta a nuevos
movimientos en los canales de información que usaban los sicarios,
agentes y otros seres del submundo al que él mismo pertenecía. A esas
horas de la madrugada en Europa había más movimiento que a ninguna
otra, aunque era demasiado complejo saber quién emitía cada uno de
esos cientos de mensajes y quién los recibía. Estaba buscando diminutas
agujas dentro de un enorme pajar digital, y por cada aguja que
encontraba, había perdido la posibilidad de encontrar otras cincuenta,
entre las que podía estar la que necesitaba realmente.
Los apliques de luz estaban apagados y solo una tira led de la cocina,
a su espalda, iluminaba la estancia, consiguiendo un efecto bastante
similar al que disfrutaba en su estudio meses atrás. Un lugar que echaba
de menos, aunque no para hacer sesiones de fotos, eso podía suplirlo con
darse un largo paseo y analizar el paisaje, los edificios y las personas;
sabía encuadrarlos, componer y disparar con su mente. No necesitaba
organizar una sesión de moda para una revista con un equipo de quince
personas, pero el espacio, aquel espacio que compró, diseñó y amuebló
por sí mismo, formaba parte de su propio ser, de su alma.
En el monitor apareció una carpeta abierta, el programa había
terminado de desencriptar las contraseñas y por fin mostraba su
contenido. Alfil abrió las fotos y, tras estudiarlas en el más absoluto
silencio, se levantó y fue a por su pistola automática, comprobó que
estaba cargada y enroscó muy despacio el silenciador. Luego tomó una
silla incómoda y se sentó a esperar frente a la puerta de la entrada. Todo
el sueño que acumulaba había desaparecido por completo.
Allí permaneció, mirando un punto infinito a través de la madera y
consultando su reloj de pulsera en la penumbra, hasta que pasaron unos
cuarenta minutos. Y entonces lo sintió. Fue como un hormigueo en la
nuca, un casi inaudible rumor desde el otro lado de la puerta. El tipo era,
sin lugar a dudas, más sigiloso que él mismo. Pero ahora tendría que
abrir la puerta, y ese ya era un paso innecesario en su misión de eliminar
al exfotógrafo y a su socia.
Dos silbidos atravesaron el silencio como las dos balas lo hicieron en
el punto exacto de la puerta; crujidos y susurros en la madera que fueron
más que suficientes como para despertar a una Davina que dormía
siempre con un oído y un ojo abiertos. Y no solo el crepitar de la madera,
también el ahogado grito del agente desde el otro lado, aparte de su
cuerpo al caer sin vida sobre el suelo (un elefante no habría sido más
ruidoso) provocaron que la chica estuviese allí en pocos segundos.
—¿Pero qué…? —Llevaba su pistola con silenciador en la mano,
sobresaltada y alerta, descalza y enfundada en una camiseta de tirantes y
una braguita que no habrían dejado mucho a la imaginación de Alfil si
este la hubiese mirado, pero estaba ocupado abriendo despacio la puerta.
A pesar de la oscuridad en el pasillo, ya que Alfil no quería delatar su
posición ante otros posibles sicarios al encender las luces de la casa o del
portal, se apreciaba claramente la figura del agente tumbado en el suelo
en una postura imposible. Vestía ropa negra y un pasamontañas, cerca de
la mano reposaba una brillante ganzúa, y la solapa abierta de su
americana mostraba los destellos de un arma automática enfundada a la
altura de su axila. Sobre el suelo de blanco mármol comenzaba a
extenderse despacio una mancha oscura que certificaba su muerte. Alfil
se acercó y le propinó una patada en el estómago que hizo sobresaltar a
la chica, la cual aún permanecía alerta con su arma entre las manos.
—¿Por qué hiciste eso? —susurró.
—No me fio de que siga muerto.
—Ha perdido dos litros de sangre o más. ¿Qué esperabas?
Alfil no contestó, en su lugar, se agachó al lado de la cabeza del
asesino.
—¿Adónde vas? ¿Qué quieres hacer?
—Quitarle el pasamontañas, quiero verle la cara.
Su sorpresa fue mayúscula al estar más cerca y comprobar que no
había pasamontañas alguno. El asesino era negro. La cara de Alfil
mostraba preocupación por primera vez desde que la chica le había
conocido.
—¿Qué pasa?
—Nada, solo que no es quien esperaba.
—¿Cómo que quien esperabas? ¿A quién esperabas?
—Al taxista.

Jamás habían pensado que se podía pasar tanto frío en España. Esa
madrugada el termómetro mostraba doce grados bajo cero, toda una
tortura que hacía desear a los dos policías sevillanos volver cuanto antes
a su cálida Andalucía. Pablo Aguilar y su ayudante Miguel permanecían
ateridos en el interior del taxi que usaban de tapadera desde hacía tres
días; pasaban la noche con sus dos conversaciones habituales, las ganas
de volver a casa y padecer lo que días antes habían llamado frío
insoportable, pero que no pasaba de primavera tibia y paraíso celestial en
comparación con el calvario que su misión les obligaba a sufrir; y el
hambre que asolaba constantemente a Miguel, que era incapaz de
permanecer más de dos horas sin llevarse algo a la boca.
La parada de metro de Tribunal, por donde transcurrían las líneas uno
y diez, ya cerrada y abandonada desde hacía horas por sus usuarios, era
testigo de su impaciencia y desesperación. Pablo observaba, cada vez
que lanzaba una mirada al retrovisor de su izquierda, la antigua discoteca
Pacha (hoy teatro Barceló), y su mente trataba de eliminar cualquier
pensamiento o meditación sobre lo poco que había salido de fiesta en los
últimos cinco años, debía mantenerse alerta ante una posible señal o
comunicación con su socio Jack, que se mantenía oculto en la entrada de
un portal frente al inmueble donde residían Alfil y Davina. Quizá el
agente fuese nórdico y estuviese acostumbrado a temperaturas más
gélidas, pero sin duda le había tocado la peor parte del plan. El operativo
había sido complejo pero había merecido la pena. Disponían de un taxi
conducido por Pablo y con información falsa, después de todo era su
corazonada tras leer el informe de Jack: «El fantasma, ese tal Alfil, no se
resistirá a hacer algunas carreras ilegales». Solo había que esperar a que
algún seguidor de esas carreras subiera un tweet o foto a Facebook o
Instagram con los hastags adecuados (que vigilaba el teniente cada cinco
minutos). En caso de conseguir su objetivo, debía interceptar a Alfil,
para lo cual necesitaba anticiparse a sus movimientos. Pablo sabía que si
el asesino corría siempre en la zona sur de la ciudad, guardaría su
preciado coche, y es posible que también tuviese su vivienda, en la otra
punta para alejar a los curiosos y a la policía. Así que no tuvo más que
circular por la zona de Plaza de Castilla, Bravo Murillo y Avenida de
Burgos el tiempo necesario para ver el bólido negro y seguirlo desde la
distancia.
Su tesón en la vigilancia dio resultado el tercer día. Encendió la luz
verde de la señal luminosa en el techo y circuló despacio mientras se
acercaba al tipo atlético y vestido de negro que salía del callejón en el
que, dos minutos antes, se había sumergido un Audi TT que se
correspondía con la descripción. Así que no tardó en llevar en el asiento
trasero de su taxi falso, con las pulsaciones a ciento ochenta por minuto,
al supuesto asesino al que tanto tiempo había estado buscando, o, al
menos, a su máximo sospechoso. Un tipo que podría acabar con su vida,
en cuestión de segundos y sin poder hacer nada por evitarlo, si no
permanecía atento a sus manos, perdidas en la oscuridad del coche y del
espejo retrovisor central. Quizás aquel tipo alto, guapo y con voz grave
hubiese burlado a todos los cuerpos de policía del Estado, pero no le
había convencido a él. Pablo sabía que podría ser disparado, acuchillado
o estrangulado en cuestión de segundos y sin que pudiese hacer nada por
defenderse, por eso sopesó con cuidado su arma bajo la cazadora en
cuanto recibió a su cliente (y volvía a hacerlo cada dos minutos de
trayecto), tratando de mantener la calma y contener sus impulsos,
mientras le llevaba a Chueca y luchaba por sacar una conversación típica
de taxista aburrido de la que su pasajero intentara escabullirse como
pudiera; si se trataba del asesino, sería demasiado listo como para
descubrirle si su actitud no se asemejaba a la de un taxista real.
—Menuda noche para salir de fiesta, amigo.
—¿Cómo dice?
—Va usted al centro, ¿no? A esta hora suele estar bien, pero con este
tiempo, no sé, no sé… Menuda está cayendo.
—Gracias por el aviso.
—Es usted de pocas palabras, amigo. Le entiendo, es tarde para
aguantar al taxista pesado de turno. Es un defecto de la profesión, pero
ya me callo, no se preocupe.
Cada minuto y kilómetro que pasaba, Pablo estaba más seguro de que
el tipo era el que había estado buscando de forma enfermiza, su objetivo
primordial en la vida, su némesis, pero durante todo el trayecto no hizo
nada por detenerlo o arrestarle. Permaneció bloqueado ante la situación
sin saber el motivo. Tal vez fuese el aura sombrío que intuía en él, denso
y oscuro, a la par que sigiloso hasta hacerle desaparecer. El falso taxista
llegó a pensar en varias ocasiones que no llevaba pasajero, en otras creyó
tener un espectro sentado en el asiento trasero.
—¿Estás seguro de eso? ¿Estás completamente seguro de que era él?
—le preguntó Jack minutos después, en cuanto llegó con Miguel a la
parada de Tribunal en la que habían acordado montar el operativo de
vigilancia.
—¡Joder! No soy gay y aún así me gustaba y todo. Ese tipo tiene
algo; entre el rollo sombrío y el físico que calza, hay algo que te
enciende todas las alertas cuando estás cerca de él o le oyes hablar. Y no
me cabe duda de que era el que conducía el Audi negro de la carrera de
Leganés.
—Entonces, si estás tan seguro de que es el asesino que buscamos, le
vigilaremos durante toda la noche.
—Podríamos irrumpir en su casa.
—No, es demasiado peligroso, no sabemos si está acompañado o las
armas con las que cuenta, es mejor abordarle en la calle, cuando menos
se lo espere.
Jack permanecía frente a la puerta del edificio por donde había
entrado el sospechoso mientras Pablo y Miguel aguardaban dentro del
falso taxi unos cien metros más arriba de la calle, justo en la zona donde
estaba el punto de fuga principal: la estación de metro de Tribunal y el
punto más cercano en que se podía aparcar un coche sin resultar
sospechoso. Claro que durante la madrugada eliminaban la opción del
metro.
—¿Por qué no encendemos el motor y ponemos la calefacción? —
preguntó Miguel.
—Porque llamaremos la atención toda la noche aquí metidos con el
motor en marcha. Para eso trajimos los plumas.
Miguel, ataviado también con gorro de lana y guantes, se
desesperaba por el frío, el hambre y el aburrimiento. Cada pocos
segundos suspiraba y volvía a frotar los cristales para quitar el vaho.
—¿Nos hacemos unas pajillas?
Pablo miró a su ayudante con cara de pocos amigos.
—No me puedo creer —añadió Miguel— que seas el único policía
español que no hace esa broma cuando está de vigilancia, y el único al
que no le hace gracia. No pareces sevillano, cojones.
—Quizá no me haga gracia porque lo llevas diciendo cada noche
desde que hemos venido a Madrid.
—Es lo que tiene el aburrimiento.
—Pues si te aburres, conversemos. Elige un tema de conversación.
No, mejor lo elijo yo, hablemos de Torrente.
Miguel le miró asombrado, no creía que Pablo hubiese dicho eso en
serio.
—¿Sabías —continuaba— que Torrente es un personaje quijotesco?
Basado fielmente, además, en la novela de Cervantes.
—¿Me estás vacilando?
—En absoluto, solo tienes que analizar sus películas. Es un tipo que
se cree policía (como el quijote se creía caballero); va tratando de
solucionar problemas del mundo, pero lo cierto es que solo busca su
beneficio (del mismo modo que el quijote trataba de disfrutar de las
aventuras que su monótona vida le había privado); siempre va
acompañado de algún retrasado o desecho social (su fiel Sancho Panza
particular); en todas las películas verás que hay una Dulcinea (chicas que
suelen tener mala vida pero que el protagonista ve como princesas); y en
todas acaba fracasando en sus misiones, aunque al planificarlas en su
mente saliesen a la perfección. Torrente no es más que un quijote
moderno, un personaje algo perturbado y desfasado para su época que
trata de vivir unas aventuras creadas a partir de su mente y sus deseos de
libertad.
—Madre mía.
—¿Te ha sorprendido ese análisis?
—No, lo que me ha dejado a cuadros es tu capacidad para
transformar una saga de películas divertidas y trochas en algo académico
y aburrido.
—¡Vete a la mierda!
Mientras el falso inspector de la Interpol esperaba a tener una
confirmación visual de Alfil o de Davina, e ideaba la forma de abordarle
para entablar contacto o dispararle directamente, el portal del edificio
recibió una visita que no esperaba. Eran las cinco de la madrugada
cuando vio llegar a un viejo conocido, un agente llamado Emmanuel,
exmilitar de Nigeria, con el que había trabajado dos años atrás en una
misión y que sabía con seguridad que pertenecía, al igual que él mismo,
a la agencia Trouver. Podría haberle llamado para ofrecerle un acuerdo
en el que repartir los beneficios de la recompensa por la eliminación del
«paquete», podría haberle liquidado por entrometerse en una misión que
tenía más avanzada que él. Podría haber hecho muchas cosas pero
decidió, quizá movido por el consejo de la experiencia o quizá por estar
agarrotado por el frío, dejarle actuar y observar lo que ocurría. Su sexto
sentido le gritaba a voces que era una temeridad lo que estaba haciendo
su viejo compañero, que no sería eficaz un ataque directo como ese
contra un hueso duro como el tal Alfil. Informó a Pablo y a Miguel sobre
la visita de un desconocido, para cubrir sus espaldas en previsión de que
hubiese un tiroteo, y quedó a la espera de lo que tuviera que suceder. Los
minutos pasaron y tuvo la certeza de haber obrado bien. Había pasado
demasiado tiempo como para saber que su excompañero estaba muerto,
veinte minutos eran demasiados para una rápida incursión como aquella.
Pero, ¿y si Emmanuel había liquidado a Alfil? ¿Y si le pisaba el
contrato y la recompensa después de tanto trabajo? Jack lo tenía claro,
acabaría con el agente y le haría desaparecer; luego acapararía el mérito
de la captura. Lo que estaba claro es que el tiempo invertido en ir a
buscar al policía de Sevilla había merecido la pena, había logrado
localizar a la presa en poco más de cuarenta y ocho horas con solo haber
estudiado sus costumbres. ¿Qué haría con Pablo y con Miguel cuando
hubiese liquidado a Alfil y Davina, o lo hubiese hecho Emmanuel por él?
Los sevillanos estaban allí para ayudar y para comerse el marrón con la
justicia en caso de surgir problemas, también como tapadera para desviar
la atención de su huida cuando todo terminase. Tendría que liquidarles,
no le gustaba la idea de que esos dos policías hubiesen visto su cara.
Hacía dos días que ya tenía decidido cómo hacerlo. Les llevaría a un piso
que acababa de alquilar con nombre falso: Pablo Aguilar, en pleno barrio
de Chueca y donde había colocado gran cantidad de revistas y películas
porno gay, aparte de juguetes y trajes varios de látex. Les convencería
para ir allí a examinar las pruebas de un piso abandonado por Alfil y, una
vez dentro, dispararía en la boca a Pablo y en el pecho a Miguel, luego
les colocaría en la posición adecuada para que la policía y los forenses
atasen cabos en el informe preliminar de la escena: claro crimen pasional
y suicidio posterior. Burdo, terriblemente cutre, pero distraería durante
unos días, quizás una semana, a la policía y él tendría vía libre para salir
del país sin prisas.

Solo habían pasado unos minutos pero ya no quedaba rastro alguno


de sangre en el suelo del rellano del portal, y el cuerpo del sicario ya se
encontraba embalado en plástico para evitar que manchase el interior del
piso. Alfil estaba a punto de partir para buscar su coche y hacer
desaparecer el cadáver cuando ella le frenó.
—¿Estás loco? No puedes exponerte con tu coche, pronto amanecerá
y te puede detener la policía con un cuerpo en el maletero.
—¿La policía? ¿Es una broma? No se acercarán siquiera.
—No sobrevalores tus posibilidades. Puedes tener un fallo mecánico
o eléctrico, pinchar una rueda o quedarte tirado en la autopista; puedes
tener un accidente provocado por otro coche o puedes ser atacado por
otro agente que trabaje junto a este y que no veas venir. Recuerda lo que
ocurrió en Grecia. Nunca controlamos el cien por cien de la situación
cuando dependemos de nosotros mismos, mucho menos cuando
dependemos de un vehículo, arma o terceras personas. Esa es una regla
fundamental para seguir vivo en este oficio. Y si te asignan un
helicóptero de seguimiento, estás perdido.
—Pero no podemos seguir en el piso con el cuerpo de este tipo en
medio del pasillo de la entrada.
—Eso déjalo de mi cuenta. Alrededor de mi oficio existe todo un
submundo clandestino que desconoces aún.
Davina tomó el teléfono para encargarse del asunto mientras Alfil fue
al ordenador de nuevo para revisar todas las fotos que había en la carpeta
desencriptada. Frunció el ceño y se levantó de nuevo para esperar a que
la chica terminase de enviar un mensaje de móvil.
—Debemos salir del piso lo antes posible, y de la ciudad.
—Ya lo imagino, este agente debe de contar con colaboradores que
esperan sus noticias o que estén vigilando abajo.
—Puedes apostar por ello. Anoche conseguí abrir la carpeta de
información enviada por el agente que nos persigue y al que nosotros
perseguíamos.
—¿Y…?
—La carpeta contiene fotografías del colaborador externo con el que
trabajaba. Se ve que trataba de cubrirse las espaldas o de enviar
información para que otros pudieran eliminar pistas y cabos sueltos si
algo salía mal.
—¿Por qué lo dices? ¿Acaso reconociste al tipo de las fotos?
—Sí, pero no es este de aquí. El de las fotos es el sevillano del taxi
que me trajo hasta aquí.
—Joder, y puede que siga ahí fuera.
—Es lo más seguro. Pero eso no es todo.
—¿Hay más? Suéltalo ya, te veo preocupado.
—Según uno de los envíos de información interceptados, el falso
taxista es un teniente de la policía de homicidios.
Davina solo necesitó dos segundos para asimilar esa información y
planificar la fuga de la ciudad. Si un oficial de policía estaba ayudando al
agente, ya fuese engañado o a sueldo, podría haber docenas de policías
en los alrededores de la calle.
—En quince minutos debemos tenerlo todo recogido. Haré una copia
de seguridad de todo lo que tenemos y quemaré los discos de los
ordenadores. La ropa y demás objetos importantes deben estar guardados
en maletas, de eso me encargo yo. Tú coge un arma y sal a la calle para
robar un vehículo rápido. Luego ven a buscarme en ese plazo a la puerta
del edificio. Dispara si es necesario a quien te aborde por la calle, aunque
sea quien menos imaginas, un anciano o niño, y aunque solo te pregunte
la hora, ¿entendido? Debemos desaparecer ya.
—Pero el cuerpo…
—Una empresa especializada en limpiezas vendrá en menos de diez
minutos. Cuando hayan terminado, no habrá rastro alguno y nadie podrá
inculparnos. Además, estaremos ya lejos de esta ciudad.
—Una empresa de limpieza…, entiendo.
—No es barato, así que perderemos una parte importante del efectivo
que tenemos, pero es necesario hacerlo así.
—Perfecto, voy a buscar un coche. Te espero abajo en catorce
minutos exactos. Podemos pasar por Barcelona y conseguir dinero en
efectivo de mi abogado sin responder a preguntas, o podemos vender mi
reloj.
—Ya estudiaremos esas opciones cuando la necesidad nos apremie.
Alfil salió del edificio con naturalidad y sin que se apreciase a simple
vista que había analizado en solo unos segundos toda la oscura calle. Por
su forma de caminar relajada, casi distraída, nadie diría que había visto al
tipo escondido y observándole desde el portal de enfrente; ni que sentía
en sus huesos el frío que azotaba la noche antes de ser aniquilada por el
alba, ni que un temblor acompañado de sudor frío recorrían su espalda al
ser consciente de que esa noche debería matar a más personas, ni que
había pasado de largo ante la calle Augusto Figueroa, en la que tenía
pensado robar un coche, para continuar caminando hacia la siguiente,
más oscura y sin cámaras, la calle Farmacia. Se sorprendió a sí mismo
por la rapidez, frialdad y eficiencia ante esa situación, y más aún cuando
seguía sintiendo la carga de los nervios por haber asesinado a un hombre
minutos antes. Tras torcer la esquina de la calle Farmacia, corrió todo lo
rápido que pudo durante los metros que le separaban de la tiniebla que el
umbral del restaurante Casa Hortensia le proporcionaría. Allí oyó el eco
en la noche de los pasos de su perseguidor, notó con claridad cómo se
detenía en la esquina al comprobar que había perdido su rastro y también
sus pasos acelerados para lograr alcanzarle. También escuchó su
respiración calmada a pesar del frío y la carrera (sin duda era un
profesional) al pasar ante él sin verle. Y por último, oyó el sonido de su
cuerpo al caer al suelo con dos disparos silenciados en su espalda.
Un Volkswagen Golf negro frente a él pareció guiñarle el ojo en una
insinuación que no pasó por alto, era el coche discreto y perfecto para
marcharse con Davina de la ciudad. Cuando denunciaran el robo del
mismo, ellos estarían ya lejos y en otro vehículo.

—¡Joder! Menos mal que dijiste catorce minutos exactos. ¿Qué has
estado haciendo? Un Golf se roba en veinte segundos.
—Ya te lo contaré, sube de una vez.
La chica metió una bolsa de deportes y dos maletas con las
pertenencias de ambos en el maletero y se montó en el asiento del
copiloto. Subió unos grados el climatizador y encendió la radio, pero no
fue música lo que oyó, sino el estruendo y estallido del cristal delantero
tras un disparo sin silenciador.
—¡Alto, Policía! —El grito de Miguel Carabías resonó en el silencio
de la noche casi más fuerte y comprometedor que el estrépito del
disparo. El joven, todo un atleta, había llegado en tiempo récord al lugar.
Alfil y Davina le vieron llegar corriendo calle abajo y abandonaron el
coche de un salto al unísono, refugiándose en los umbrales de la calle
que tuvieron más a mano, a ambos flancos del vehículo. Cuando sacaban
sus armas para defenderse, las mortecinas ventanas de los edificios
comenzaron a cobrar vida, anunciando que los vecinos de la calle
estaban ya despiertos y alarmados ante el grito y el disparo del policía;
era el presagio de su inminente detención. El aporte extra de luz ayudaba
a ver con claridad al chico joven vestido de paisano que bajaba corriendo
y en solitario por la calle Fuencarral. Dos balas acabaron con la carrera y
con la propia vida del policía, dos siseos amortiguados que le hicieron
caer de bruces contra el mojado y frío suelo ante la sorpresa de Alfil. El
sonido de su cuerpo al desplomarse y golpear con la cabeza la calzada en
el silencio de la noche fue tal, que Alfil supo que perduraría en su mente
como un eco que se resiste a desaparecer.
La incertidumbre y el miedo repentino ante la situación solo duraron
un segundo, el tiempo que tardó Davina en volver al coche y gritar a
Alfil un: «¡Sube, rápido!». Este no necesitó otro aviso, saltó al interior
del vehículo y, aprovechando el motor ya encendido, hizo protestar a los
neumáticos para salir a toda velocidad mientras trataba de mantener la
calma por la escena que había contemplado. Dos disparos desde el
exterior les anunciaron que había, al menos, otro policía o agente más en
la calle; una de las balas hizo estallar el parabrisas trasero mientras el
coche tomaba la curva hacia la calle Augusto Figueroa.
—¡Para, tenemos otra sombra! —gritó la chica.
—Nada de eso, no sabemos desde dónde dispara, podría estar
apostado en un balcón y matarnos sin que le veamos siquiera.
—¡Joder! Nos han encontrado en un santiamén, y ni siquiera los
hemos visto venir. No podemos permanecer en esta ciudad ni un día más,
y olvídate de tus aficiones nocturnas.
—Está bien, lo entiendo, pero ahora cállate. Estoy tratando de
encontrar otro coche fácil de robar antes de salir a la Gran Vía o la calle
Alcalá. La policía nos detectará en el acto si vamos sin parabrisas
delantero ni trasero, eso si no morimos antes de una pulmonía.
—Podemos estar en Barcelona antes de las once de la mañana —
sugirió Davina.
—No, nada de Barcelona. Cruzaremos a Francia por el País Vasco o
Navarra y allí desapareceremos unas semanas en algún pueblo pequeño.
—¿Y el dinero?
—Ya lo solucionaré, pero hay demasiada gente tras nosotros como
para permanecer más tiempo en España.

Pablo llegó corriendo hasta donde descansaba el cadáver de su


ayudante. Los nervios por la situación y el sonido de los disparos le
tenían sumido en un estado más cercano a un sueño que a la realidad. El
corazón le latía como si fuese a explotar mientras contemplaba el cuerpo
de Miguel tumbado sobre un charco de su propia sangre, aquello era algo
para lo que no se había preparado. Lo acunó entre sus brazos y comprobó
con nerviosismo sus constantes vitales. Sus mayores temores se
confirmaron, estaba muerto. Dos disparos certeros en el pecho habían
acabado con su corta vida y con una prometedora carrera en la policía.
Un final cruel del que Pablo se hacía plenamente responsable. Sus
órdenes eran claras, no debían salir del coche ni abandonar su posición,
no debían disparar sus armas estando bajo una excedencia laboral salvo
para defenderse de un ataque, no debían acercarse a la acción sin llevar
chalecos antibalas y, lo más importante, Miguel no debía estar allí.
Aunque el chico se lo pidiera, no debió autorizarle a acompañarle en una
misión tan peligrosa. Pablo desconfiaba del supuesto agente de la
Interpol y aceptó la compañía de su ayudante para sentirse respaldado y
tener a alguien de confianza a su lado. Pero la misión era suya, era su
corazonada, su obstinación, su locura personal, y debió dejar a Miguel al
margen.
Ahora alguien tendría que pasar el duro trago de informar a unos
padres destrozados y llorosos que su chaval de tan solo veintidós años
había muerto en la madrugada de una calle fría y húmeda de Madrid.
Todo había ocurrido tan rápido… Llevaban demasiadas horas dentro
del coche y, ya casi al amanecer, habían decidido salir a respirar algo de
aire no viciado del interior del taxi. La calle Fuencarral se mostraba
desierta ante sus ojos hasta más de la mitad de su recorrido, justo donde
comienza el vértice de la curva que la conduce a la Gran Vía. Al cabo de
dos minutos vieron en la distancia a Jack en persecución de una sombra,
o creyeron verlo, la intensa nevada seguía mostrando una cortina
traslúcida. Dicha sombra regresó conduciendo un coche, y no había
rastro del agente de la Interpol. Pablo y Miguel decidieron acercarse y
comenzaron a descender la calle con temor a las posibles represalias por
no obedecer la orden de seguir en el coche. Miguel debió de tener una
corazonada espontánea, eso pensaba Pablo, porque se lanzó a correr
como alma que lleva el diablo hacia el coche aparcado en mitad de la
calle. Pablo trató de detenerle gritando, pero ante la desobediencia de su
ayudante, salió corriendo tras él.
Llegó demasiado tarde.
El teniente acunó entre sus brazos el cadáver de Miguel, sintiéndolo
aún caliente y maleable, como si solo estuviese dormido. Era la primera
vez que tenía ante él un cuerpo recién muerto, por lo que no pudo
reprimir sus instintos…
—¿Qué has visto? Eran dos, ¿verdad? ¿Viste al fantasma? ¿Es el tipo
que había venido en el taxi conmigo? No me confirmes eso, no quiero
saber que pude acabar con él o detenerle y ahora estaríamos rellenando
papeles en comisaría o celebrándolo en alguna tasca de mala muerte que
continuase abierta por la zona. No quiero ni imaginar que tu muerte se
podía haber evitado con algo más de valentía por mi parte.
»Tú no deberías estar aquí —continuó tras tragar saliva y contener
las lágrimas—, no deberías haberte inmiscuido en algo así. Soy yo el que
debería estar muerto, el que debería cargar con los errores de la
investigación. ¡Maldita sea, Miguel! ¿Por qué saliste corriendo calle
abajo? Desobedeciste mis órdenes porque eres un policía de verdad, no
como yo, que no supe actuar cuando era el momento adecuado. Le tuve,
le tuve a menos de un metro. Le tuve en el taxi, encerrado, a mi merced.
Le tuve a tiro de pistola. Le tuve y no hice nada… Le tuve.
Le tuve…
Las sirenas se oían en la distancia, Pablo levantó una mirada velada
de lágrimas y apretó los dientes con furia contenida. A su alrededor
observaba los rostros anónimos escondidos tras cortinas y persianas,
algunos de ellos estarían grabando con el móvil, incluso con cámaras de
vídeo. Estaba perdido y lo sabía. La excedencia le impedía llevar el
arma, usarla y también realizar investigaciones criminales; cuando sus
superiores supieran que estaba buscando a un asesino que oficialmente
ya se había encarcelado y juzgado, sería el fin fulminante de su
progresión en la policía. Se vería implicado en el caso del asesinato de su
ayudante y arrinconado como un paria el resto de su vida, eso si no
perdía la placa. Toda su existencia había perdido su razón de ser en ese
instante y, a pesar de todo, lo único que tenía fijo en su mente, aquello
que monopolizaba sus sentidos y encendía un fuego que le quemaba las
entrañas, era la cara del hombre que había llevado en el taxi. Sabía, su
sexto sentido se lo decía, que era el mismo que conducía el golf robado
al que había disparado dos minutos antes mientras huía con la asesina de
su ayudante. Ese tipo era el asesino en serie que había estado buscando
durante el último año y le había tenido a tiro solo unas horas antes. Un
error imperdonable que le martirizaría de por vida.
Las sirenas de la policía resonaban y un parpadeo azul se hacía
visible desde el final de la calle, en menos de un minuto estarían sobre él
y tendría que responder demasiadas preguntas. No, no era tiempo de
preguntas, ni de dar explicaciones, eso llegaría luego, cuando entregase
la placa y el arma junto con el corazón arrancado del malnacido al que
iba a encontrar y matar. El tiempo apremiaba y no podía dejar que los
asesinos saliesen de la ciudad, o del país, para escaparse de la justicia, de
su justicia. No iba a quedarse a responder preguntas y rellenar
formularios cuando dos asesinos abandonaban la ciudad.
Pablo se levantó del suelo y se perdió en la oscuridad antes de que
los haces azules y las sirenas llegasen al lugar.
Capítulo 7

Un cielo grisáceo y oscuro, a pesar de haber amanecido dos horas atrás,


castigaba sin piedad a la ciudad de Burgos con una espesa nevada. El
termómetro digital del salpicadero indicaba dieciséis grados bajo cero,
aunque ni esa temperatura ni la escasa visibilidad impedían circular al
BMW X5 gris oscuro que tomaba en ese momento el desvío hacia la
carretera BU-800. Evitarían cruzar la ciudad y tener contratiempos en su
viaje hacia la antigua frontera francesa; no podían arriesgarse a quedar
atascados en una calle mientras toda la policía del país les buscaba.
Davina pensó que había sido un acierto seguir la idea de Alfil y cambiar
el coche por otro con más espacio, más cómodo y con mejor tracción a la
hora de afrontar el temporal en dirección al norte.
Después de abandonar el Golf con los parabrisas rotos por un Seat
León blanco, volvieron a cambiar en Alcobendas por otro capaz de
cruzar la nieve, incluso por los Pirineos, con facilidad; y también para
despistar a patrullas de la policía. El caótico y peligroso momento vivido
horas antes en Madrid había dado paso a una tranquilidad
desconcertante, el silencio que caracterizaba a la pareja había regresado.
Tanto Alfil como Davina iban inmersos en pensamientos sobre lo que iba
a suceder en las próximas horas y haciendo cálculos para afrontarlo con
éxito. No pensaban en lo ocurrido, eso formaba parte del pasado, que
todo había salido bien era lo único que importaba.
—Quizás tengamos que parar en breve —apuntó el chico, haciendo
que ella le mirase extrañada.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? El depósito de gasolina está a la mitad y
no es momento de parar a comer.
—No se trata de eso, llevo mucho sin dormir y la subida de
adrenalina de hace tres ahora se ha agotado. No me reconozco a mí
mismo diciendo esto, pero necesito dormir.
—Puedo conducir yo.
—¿Con esta nevada y yendo por carreteras secundarias llenas de
curvas y baches? No paro de hacer contra-volante para evitar que nos
salgamos de la carretera. ¿Te atreverías a conducir en estas
circunstancias?
—Si me lo describes así… quizá sea mejor parar unas horas, aunque
no me gusta dejar de moverme mientras la policía me persigue.
—Solo serán unas tres o cuatro horas, luego estaré como nuevo. En
el coche no creo que pudiera pegar ojo con este traqueteo, con tanta
curva y sabiendo que podemos despeñarnos por un barranco. Espero que
no te haya molestado la duda, es que no sé cómo conduces. Y por la
policía no te preocupes, con este temporal estarán muy ocupados por
atender a los accidentados en cada ciudad y pueblo, todo se colapsa en
España cuando nieva. Tenemos tiempo de sobra para llegar a Francia sin
tener contratiempos.
Davina no respondió, permaneció mirándole como si estudiase su
rostro, como si analizase esas palabras buscando algo más en ellas, un
trasfondo de peligro o de desconfianza, quizá simple sueño como él
decía, quizás algo que no deseaba contar.
—¿Quieres hablar de algo? —preguntó por fin.
—¿Cómo? No, no pasa nada, en serio, solo es sueño acumulado.
—No hemos comentado nada de lo que ha pasado hace unas horas.
¿Te sientes mal o quizá…?
—Después de haber leído mi historial, no creo que pienses que matar
sea algo que me pueda afectar. Además, defendía mi vida, no siento
remordimientos por haber matado a esos dos tipos. Y el policía que venía
corriendo calle abajo no debió cometer esa imprudencia. Tú hiciste lo
que debías hacer.
—¿Dos tipos?
—Es lo que iba a contarte cuando el policía apareció. Tardé unos
minutos más de lo previsto en robar el coche porque otro agente me
esperaba en la calle, tuve que encargarme de él.
—¿Cómo sabes que era un agente y no un policía?
—Créeme, no tenía aspecto de policía. Después de lo del barco en
Grecia y del tipo en la puerta de casa de esta noche, parece que comienzo
a diferenciarlos por su forma de caminar, de actuar, de mirar, incluso su
olor.
—¿A qué huelen los agentes? ¿A qué huelo yo?
Alfil apartó los ojos de la carretera para mirarla durante un instante y
no pudo evitar una leve sonrisa.
—No oléis a nada. Eso es lo extraño. Ni perfume, ni colonia, ni
desodorante, ni gel o champú, ni comida ni sudor. Nada.
—Es una obligación para ser aún más invisibles.
—Ya lo imaginaba.
—¿Te diste cuenta?
—Sí. El tipo de la foto, el taxista que me llevó hasta el piso, no es
uno de los tres que han muerto esta noche. Si los informes que
interceptamos le hacen justicia, será un hueso duro. Hemos eliminado a
dos agentes pero hemos incorporado a uno nuevo a la cacería, y por lo
que aparecía en el informe, será peligroso.
—¿Por qué lo dices?
—Está motivado, con eso te bastará para asimilar la relación que
pueda tener conmigo.
Alfil no quiso decirle a la chica que en el informe, que pudo leer
detalladamente después de eliminar al agente nigeriano, especificaban
que Pablo es un oficial condecorado de la Policía Nacional, el que más se
acercó a atrapar al asesino en serie conocido como el fantasma y que
sigue empeñado en seguir buscándolo a pesar de estar el caso cerrado.
—¿Motivado? Sí, eso es peligroso, pero no pienses en eso ahora.
Debemos buscar un hotel a pie de carretera donde podamos registrarnos
sin que hagan preguntas ni pidan el DNI. Y que tengan algún
aparcamiento donde el coche no se vea con claridad desde la carretera.
El vehículo avanzó entre la ventisca durante cuarenta minutos más,
tras los cuales Alfil ya no lograba mantener los ojos abiertos ni con la
conversación que la chica sacaba de él, hasta que lograron encontrar el
primer motel de carretera que se adaptaba a sus exigencias. Un arco
semicircular de piedra actuaba como gran puerta de entrada en el Motel
Riopico, un enorme edificio de una sola planta y pintado completamente
de blanco, camuflándose entre la nieve con gran éxito. El aparcamiento
era visible desde la carretera, pero aquello es lo que había, no podían
elegir. Confiaron en que no pasase ningún policía por la carretera
buscando el vehículo o que la propia nevada les impidiera verlo. Dentro
del establecimiento el ambiente era muy acogedor, tanto por la diferencia
de temperatura como por la luz cálida y tenue sobre la decoración de
muebles de madera color miel. En el recibidor, a la derecha de la
estancia, les esperaba un señor que debería estar jubilado desde muchos
años atrás y que parecía ser, además, el encargado de la limpieza por el
hedor a lejía que desprendía. Gracias a una propina más alta que el
propio precio de la habitación, evitaron las preguntas y tener que hacer
un registro con sus nombres reales; luego subieron a la habitación, que
pidieron con vistas a la carretera para vigilar una posible sorpresa
desagradable. Davina encendió el televisor, buscó una emisora de
noticias y puso el volumen al mínimo. El cuarto se podría definir
perfectamente con la palabra funcional, y esa función principal, la de
dormir, fue la que puso en práctica Alfil en cuanto entró, sin quitarse la
ropa siquiera. En el noticiario informaban del tiroteo en la famosa calle
principal de Chueca. Daban unos pocos detalles sobre la muerte de un
joven policía sevillano que estaba de permiso y de otro tipo
indocumentado y también acribillado por la espalda en una calle cercana.
Del agente del ático no comentaron nada. La empresa de limpieza había
hecho bien su trabajo.
Alfil no necesitó el murmullo del televisor ni el suave sonido de la
nevada al acariciar la ventana de la habitación para caer dormido en el
acto. La chica permaneció en la butaca observando las noticias y
lanzando algunas miradas de reojo a la cama.

Bajo un gorro de lana negro y enfundado en un plumas que cubría otras


cuatro capas de ropa, el Teniente Javier Balmaseda se frotaba las manos
enguantadas ante su cara, aprovechando la nube de vaho que salía de su
boca al respirar para tratar de conservar ese calor corporal que le
abandonaba. En todos los años que llevaba como policía en Madrid, no
recordaba haber visto cortada la calle Fuencarral. La situación estaba
siendo una tortura para los vecinos que necesitaban ir a trabajar, para la
policía por las presiones de la prensa y de la alcaldía al tratarse de un
posible homicidio homófobo, y para los comerciantes de la calle. Y si
todo aquello pintaba un panorama desolador, aún debía añadir el
temporal; parecía que el amanecer no hubiese querido hacer acto de
presencia esa mañana para dejar la ciudad inmersa en un alba perpetuo y
sostenido por las grises nubes que no avanzaban ni un milímetro sobre
sus cabezas, al menos mientras les quedase nieve con la que castigarles.
Una lona de plástico azul, a modo de gran tienda de campaña,
protegía de la nieve y de los ojos curiosos el cuerpo sin vida de Miguel
Carabías, a la espera del levantamiento del cadáver; y otra idéntica se
alzaba sobre el desconocido que yacía a dos calles de allí. El juez de
instrucción se retrasaba por la nevada y por el atasco monumental que
sumía todo el centro de la ciudad. Si se demoraba más, encontraría los
cuerpos completamente congelados, a pesar de las numerosas mantas
térmicas que habían colocado sobre ellos después de que los agentes de
la Policía Científica tomasen todos los datos y muestras.
Un agente de uniforme atravesó el cordón policial, que un día como
ese era innecesario, ya que no había más mirones en la zona que los
pocos vecinos asomados a sus balcones, portando un vaso de cartón
humeante con lo que debía ser el tercer café que su teniente tomaba en la
mañana, y aún no eran las nueve y media.
—No se va a creer quién era este agente, señor —dijo mientras le
tendía el vaso.
—¿Han llegado datos de la central?
—Sí, y seguimos sin saber nada del otro, pero hemos averiguado que
este tipo era el ayudante de un teniente.
—Pablo Aguilar —contestó sin pensarlo siquiera, en un murmullo
distante y mientras lanzaba una mirada fugaz al cuerpo del joven en el
suelo.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Según su DNI, el chico es sevillano, y yo solo conozco a un
teniente en Sevilla.
—Pero apuesto a que no sabe que hace una semana ambos pidieron
una excedencia de tres meses sin aportar motivos, y desaparecieron de su
ciudad.
—Y yo te apuesto a que el tipo que los testigos vieron junto al
cadáver tras el tiroteo, y que huyó antes de que llegásemos, era el propio
teniente.
—¿Y qué sentido tiene todo eso, señor?
—Ni puta idea.
Javier bebió de un sorbo el café y agradeció más la temperatura que
aportó a su cuerpo que su sabor y la cafeína que necesitaría ese día. Se
apartó de su ayudante y sacó el móvil del bolsillo para hacer una
llamada, esperó más de diez tonos pero nadie descolgó al otro lado.
Mientras guardaba el móvil de nuevo, hizo un chasquido con la lengua y
un gesto sombrío nubló sus ojos.
—Llevad a los testigos a la comisaría para tomarles declaración, aquí
hace mucho frío y comienza a haber demasiado ruido; y si seguimos con
la calle cortada media hora más, tendremos que soportar a la alcaldesa
pidiendo explicaciones durante una semana.
—Recibido, señor.
—Una cosa más. Necesito que intentéis localizar al teniente Pablo
Aguilar como sea, pedid sus datos de contacto a la comisaría central de
Sevilla; si en veinticuatro horas sigue desaparecido, pedid una orden
judicial para iniciar su búsqueda y arresto. ¡Y decidme de una puta vez
que el juez de instrucción está al llegar, no quiero pasar más tiempo
helándome los huevos aquí!
Los agentes a su alrededor partieron a cumplir las órdenes, dejándole
solo en medio de la escena del crimen. Javier miró el cadáver y no pudo
reprimir la rabia ni el pensamiento que brotó como de un volcán:
«¿Qué coño hacíais esta madrugada por aquí? Desde luego no
estabais de fiesta. Joder, Pablo, en menudo lío te has metido. Y apuesto a
que todo esto está relacionado con la búsqueda de el fantasma».
Justo al lado de sus pies, las marcas de neumáticos que el Golf había
dejado al huir y los cristales rotos estaban siendo analizados por dos
agentes bajo la atenta mirada del oficial, que esperaba encontrar el
vehículo y hallar huellas que revelasen la identidad de los dos que
huyeron dentro después de matar, como mínimo, al joven policía.
Menudo enigma se planteaba ante él: dos asesinatos (una de las víctimas
era un policía de baja y el otro un tipo sin identidad), luego tenía a un
posible teniente de policía de baja que huye de la zona antes de que
lleguen los agentes y un coche robado con una pareja de asesinos que
escapa.
«¿Quién es quién en esta historia? ¿Qué coño ha sucedido aquí esta
noche?».

La luz caía densa y pesada, como si arrastrase la condena de cargar con


la humedad del aire en el crepúsculo; un aire que portaba el intenso y
característico aroma del mar en esa zona de Barcelona que suele oler a
esqueletos de flores, fría piedra y tierra humedecida por lágrimas de
olvido. El cementerio de Poble Nou mostraba un paisaje de lápidas y
estatuas encendidas de cobre por la fina lluvia que dotaba de destellos de
ocaso aquella desierta ciudad de calles y casas en miniatura por la que
Alfil caminaba sin pensar en su destino, a sabiendas de que sus pies le
guiaban hacia las tumbas de sus padres y abuelos. Hacía más de una
década que no visitaba el lugar y una mueca de sonrisa macabra surcó su
semblante al comprobar que nada había cambiado.
Se detuvo ante los vestigios de su estirpe y comprobó que recordaba
las lápidas más grandes y limpias en su mente. Sobre ellas, ramos de
flores ennegrecidas se desintegraban con la lluvia y sus restos parecían ir
en busca de la tierra para sumergirse y saludar a sus moradores. Ese
pequeño rincón del mundo le convertía en humano, en aquel lugar no
había máscaras que usar para tapar al monstruo, este desaparecía o
quedaba a las puertas del camposanto mientras el chico permanecía en su
interior. Claro que eso no suponía consuelo alguno, su rostro era un libro
abierto para las cuatro personas que le observaban, sin juzgarlo, desde la
profundidad de la tierra, y todo ello a pesar de afligirse al conocer las
atrocidades que su pequeño Alfil había realizado.
Se encontraba en el mejor lugar donde podía estar pero el único
donde no deseaba hacerlo.
Desde la distancia sentía una presencia familiar. Unas cuencas sin
ojos le observaban bajo la llovizna, se trataba de un rostro que siempre
evitaba mirar. Desde muy pequeño había temido al ángel caído que
sostenía con su cuerpo de esqueleto, cual piedad de Miguel Ángel, al
moribundo que reposaba arrodillado sobre la lápida a su espalda. Aquella
estatua tan famosa del cementerio le seguía erizando la piel con su
simple presencia, y ese atardecer lo hacía con más intensidad. El brillo
del inmáculo mármol blanco, gracias a la lluvia y a la luz del ocaso, le
confería una vida y movimiento que connotaban intenciones no muy
amigables. Cuando era un niño y visitaba con sus abuelos las tumbas de
sus padres, notaba cómo se le erizaba el vello al pensar que aquel
demonio alado fijaba la mirada en su nuca mientras él rezaba y trataba de
saludar a las almas de sus padres.
De súbito, el caído apartó su rostro del muerto y miró a Alfil
dibujando lo que parecía una macabra sonrisa. Dejó caer el cuerpo que
sostenía, rompiéndose este en mil pedazos contra la lápida en el suelo, y
se irguió en todo su esplendor, abriendo las alas bajo una lluvia que se
hizo intensa y cargada de agua tan negra como el alquitrán. Los destellos
púrpura del cielo le conferían un aspecto que hizo paralizar de miedo al
muchacho. Cuando quiso reaccionar, comprobó que no podía levantar los
pies del suelo; miró hacia abajo y vio las huesudas y podridas manos que
surgían de la tierra para aferrarse a sus tobillos. El ángel de tinieblas alzó
el vuelo en silencio y se dirigió hacia él, exhausto por tratar de liberarse
de las garras de sus antepasados y frotando sus ojos para eliminar la brea
que caía sin cesar y que sentía caliente recorriendo su piel bajo la ropa
mojada.
—¿Qué quieres de mí? ¿Mi alma? ¡Quédatela!
Alfil sentía arder los ríos de lágrimas que surcaban su cara, mientras
veía acercarse lentamente a su verdugo, a sabiendas de que no podría
escapar de él. Ni lo deseaba. Y ya sin luchar por zafarse de las tenazas de
sus pies, se abandonó a su suerte.
Todo iba a terminar allí, aquel era su destino y su castigo, y los
asumía gustoso.
El ángel se detuvo tan cerca de él que pudo sentir su fétido aliento de
muerte, medía más de dos metros y su rostro parecía fingir un dolor que
su víctima no merecía en absoluto. Extendió sus manos, acunando el
rostro de Alfil con dedos gélidos e impregnados en desesperación, a la
vez que sus alas le rodearon en un abrazo maternal pero definitivo. Alfil
estaba relajado, se sentía en paz consigo mismo; sin oír, por primera vez
desde que él recordase, las voces de su interior gritando por luchar. Se
abandonó al arrullo de sus brazos y fue entonces consciente de la
oscuridad que lo había invadido todo, como si hubiese viajado en el acto
al interior de su propia mente moribunda. Ya no llovía, y la única luz que
podía observar provenía de los destellos rojos como la sangre que
parecían llegar desde algún punto lejano al final de las cuencas vacías de
la Parca. Esos ojos emisarios de su final emanaban un calor que le
reconfortaba.
El ángel acercó su rostro hacia el suyo, de un modo maternal y
parecido al gesto que llevaba décadas interpretando ante la estatua que
había dejado caer minutos antes, y susurró algo, un nombre ya casi
olvidado.
Alfil despertó de su sueño.

La habitación del hotel seguía en penumbra, solo iluminada por la luz


que emitía el televisor y la que se filtraba a través de la cortina de
plástico gris que había colocado Davina para ayudarle a conciliar mejor
el sueño. La chica permanecía en la butaca pero ya no observaba las
noticias, le miraba fijamente.
«¿Aún sigo soñando?», se preguntó al sentir la respiración
entrecortada y el olor a moqueta que le traía amargos y no demasiado
lejanos recuerdos. Seguía desorientado, como si en su propia mente
hubiese encontrado ecos de sucesos nunca ocurridos.
—¿Quién es Clara? —se interesó la chica con un susurro.
—¿Cómo dices?
—Has dicho ese nombre en sueños, Clara, y luego te has despertado
en un sobresalto.
—Es alguien que quedó atrás hace mucho tiempo.
—¿Fantasmas que salen del armario?
—Eso mismo.
—¿Te visitan a menudo?
—¿Los fantasmas?
—Las personas que has matado.
—Alguna que otra pesadilla he tenido, pero no suele ser algo
habitual. Cuando duermo no suelo soñar.
—Los malos recuerdos nos persiguen sin necesidad de llevarlos con
nosotros. Ahora lo comprendo.
Alfil la miró intrigado, la chica mostró una mueca de sonrisa.
—¿El qué comprendes?
—Que duermas tan poco o que no desees dormir. Te has
acostumbrado a dormir poco o nada para no tener que enfrentarte a tus
miedos, a esa parte de ti que surge en los sueños profundos y que te
castiga por los pecados que arrastras. Esa parte de ti es el niño que
mantienes encerrado para no mostrar debilidad, el niño que grita
horrorizado ante tus actos, el niño que no ve con buenos ojos al hombre
en el que te has convertido.
—Menudo sermón psicológico me acabas de soltar.
—En este oficio es bueno asistir a psicólogos, lo difícil es cambiar
tus historias para no contarles la verdad y que te denuncien en el acto.
—Ya imagino.
—Aún sigues temblando, es por la tensión que permanece en tu
cuerpo. Debes soltar esa tensión.
Capítulo 8

La penumbra de la habitación y el embarazoso momento tras el sueño


surrealista impidieron que Alfil notase el cabello mojado de la chica y
que solo estaba cubierta por una pequeña toalla blanca. Davina, que
hasta ese momento había permanecido pintando sus uñas de los pies para
hacer tiempo, se levantó y dio dos pasos hasta quedar frente a los pies de
la cama, mostrando la mirada cargada de seguridad que solo porta quien
sabe que logrará enmudecer con su siguiente gesto. La toalla cayó al
suelo y su silueta quedó definida por la caricia de luz del televisor sobre
su piel aún húmeda.
Alfil no supo qué decir, se limitó a deleitarse con una visión que trajo
recuerdos de sus años como fotógrafo de moda, inmortalizando la
búsqueda de perfección en modelos que hubiesen sacrificado una mano
por tener la figura que permanecía ante él en un silencio obsceno y
mágico.
—Que conste que lo hago porque te necesito al cien por cien de tu
capacidad, solo por eliminar esa tensión que supone una carga para
ambos en este momento.
Alfil sonrió, aceptando el juego del ratón y el gato que había
comenzado su compañera. Se quitó la camiseta y la arrojó al suelo, sin
pasarle desapercibido el brillo en la mirada de Davina al observarle.
—Ya veo el sacrificio que haces. Descuida, trataré de estar a la
altura.
Las palabras dieron paso, tras saltar ella sobre la cama, a un largo
beso y un fundido y cálido abrazo. A pesar de la frialdad en la relación
que llevaban manteniendo desde hacía casi dos semanas, recelosos el
uno del otro por miedo a caer en una trampa mortal, parecía haber ido
creciendo una tensión sexual entre ellos que se puso de manifiesto en ese
mismo instante en que comenzaron a apaciguarla bajo las sábanas. La
pareja dio rienda suelta a sus instintos hasta terminar agotados y
afligidos ante la idea de abandonar el calor de la cama para seguir
afrontando su viaje bajo el temporal.
—Por mucho que nos cueste, debemos salir. Esta situación es
perfecta. La tempestad bloquea los seguimientos por satélite e impide
salir a los helicópteros, lo que nos beneficia porque a estas horas ya
estarán buscando el coche nuevo —dijo Davina.
—Eso no quita que nos merezcamos un descanso en condiciones.
—Ya tendremos tiempo de descansar cuando nos perdamos entre los
suburbios de París, allí lograremos ser invisibles de nuevo.
—Podríamos pasar unos días en algún pueblo francés.
—Ya estudiaremos eso, no podemos fiarnos de llamar la atención. En
los sitios pequeños, los vecinos suelen fijarse demasiado en los
forasteros.
La chica se vestía ante la atenta mirada de Alfil, que aún permanecía
desnudo sobre la cama, perezoso ante la idea de enfrentarse de nuevo a la
carretera. Había dormido tan solo cuatro horas, pero saldrían del hotel
siete después de haber llegado. El clima no había mejorado y la noche se
cernía anunciando lo que sería un viaje complicado hacia los pueblos de
Navarra que les proporcionarían la invisibilidad que necesitaban para
cruzar al país vecino. Una carretera desconocida, llena de curvas y
cubierta de nieve, bajo la noche y la densa nevada, sería el ingrediente
principal de un reto muy complicado.
—Si vamos a estar otras seis o siete horas sin parar en la carretera, al
menos mantengamos alguna conversación —sugirió ella cuando
acababan de acomodarse en el interior del coche.
—¿De qué quieres hablar? ¿De los trabajos que hemos tenido a lo
largo de nuestra vida? ¿De lugares visitados?
—Así no se conoce a una persona. Quiero saber de ti, quiero conocer
tu infancia, cómo fue tu adolescencia y esas cosas que avergüenzan a
quienes las cuentan.
—No sé si me sentiría cómodo hablando de eso. Nunca he
compartido esos detalles con nadie.
—Yo tampoco, pero siempre hay una primera vez para todo.
—¿Será un quid pro quo? Cada vez que te cuente una anécdota o
historia, quiero otra de igual intensidad o bochorno.
—¿Quieres convertir esto en una competición? Pasen y vean el
espectáculo… Descubriremos esta noche los más oscuros y recónditos
recuerdos de dos mentes torturadas por una infancia trágica.
—Ja, ja, ja, más o menos.
El vehículo salió del parking del hotel, tras quitar la capa de hielo y
nieve de los cristales, y puso rumbo por la nacional 120 hacia Logroño.
Capítulo 9

El asesinato de un policía siempre es un motivo de revuelo en la


comisaría encargada del caso, especialmente cuando el agente pertenece
a otra provincia y desde allí presionan cada día para obtener toda la
información posible, necesaria para realizar su propia investigación
extraoficial. El caso de Miguel Carabías era más complicado aún por la
ausencia de móvil, por la presencia de otro cadáver sin identificar ni
relación aparente con el policía y por no poder localizarse al teniente con
el que el agente fallecido se había marchado de Sevilla tras pedir una
excedencia semanas antes. Los dos cuerpos encontrados habían sido
asesinados con diferentes armas, y a eso había que sumar la presencia de
las tres personas huidas de la escena del crimen, dos de ellos en un coche
que apareció ardiendo a cinco calles de allí y que eran los responsables
de, al menos y según los testigos, uno de los dos asesinatos; la tercera
persona parecía ser el compañero del policía, el teniente Pablo Aguilar,
según se podía deducir de los testimonios recogidos por los agentes en el
propio lugar de los hechos.
La prensa ya había hecho sus propias conjeturas, dejándose llevar por
el sensacionalismo que más espectadores y lectores consigue, y habían
bautizado el suceso como «Gay-cop», inventando toda clase de
escabrosos detalles y los motivos por los que el policía sevillano pudiera
estar de madrugada en el famoso barrio de Madrid.
En la comisaría central, el teniente Javier Balmaseda se enfrentaba a
una ronda de interrogatorios que le ocuparía todo ese día y, quizás, el
siguiente también. Pero su semblante preocupado no se debía a ese
hecho, sino a la completa seguridad de que su homónimo sevillano era
esa tercera persona desaparecida. Descubrir su implicación y por qué
disparaban a esa pareja era lo que más le preocupaba. Sentía pánico ante
la idea de descubrir pruebas que demostrasen que el asesino conocido
como el fantasma seguía libre. Desde el Ministerio exigirían
responsables y dimisiones por haber encarcelado a un inocente por error,
cuando precisamente fueron ellos los que decidieron dar por zanjado el
caso y usar al pobre diablo que se entregó, con la idea de obtener unos
minutos de triunfal fama, asumir el mérito de la captura y colocarse
medallas que acallaran a la prensa nacional e internacional, dedicadas
aquellos días a mostrar su incompetencia. La prensa y los ciudadanos
serían implacables acusando a la policía de la muerte en la cárcel del
condenado por error.
—… y ya le digo que el barrio va cada vez peor… —Una señora de
más de ochenta años, vestida con lo que Javier pensó que sería su vestido
de los domingos, gesticulaba y hablaba sin parar sobre el deterioro
humano del barrio en el que llevaba viviendo gran parte de su vida.
—Señora, cíñase a responder a las preguntas. Aún quedan otras ocho
personas más por entrevistar y el tiempo apremia.
—¿Ocho más? ¿Quiénes? Porque no me extrañaría que fueran
maricones; está la calle plagada, no se puede dar un paso sin verlos
agarrados de la mano y dándose besos. Luego se quejan cuando vienen
los sidas esos que les salen en el culo por guarros. Sodoma y Modorra es
esto. Y nos quejábamos cuando Franco… pero no se veía ni un maricón
ni gente indeseable por las calles. Una guerra tendrían que haber vivido
todos esos… Cartilla de racionamientos, los grises dando palos y el
Nodo en lugar de esas porquerías que salen ahora por la tele. Mire
usted…
Mientras la mujer se perdía por la serranía de Ronda en busca del
recuerdo de algún bandolero de tronío y respeto por las tradiciones, el
teniente observaba su libreta sobre la mesa, perfectamente alineada junto
a un boli Bic azul que no había usado aún. Llevaba treinta minutos de
charla para acabar pensando que la señora se había apuntado como
testigo con el único fin de hacer algo diferente esa mañana.
—Disculpe que la interrumpa de nuevo, doña Herminia, pero
necesitamos detener a los culpables de estos asesinatos. Necesito saber si
vio la cara, la ropa, alguna señal distintiva de los presuntos culpables.
—¿Verles? Pues claro que sí, ya se lo dije al principio. Me
despertaron con un tiro, no sabe usted el ruido que hacen los tiros y lo
que me recordaron a la entrada de los nacionales cuando terminó la
guerra…
—Señora…
—Sí, tiene usted razón. Pues le decía que me despertaron con un tiro
y me asomé a la ventana, parecía que estuvieran rodando una película de
esas modernas con tantos tiros y bombas, que yo nunca veo porque me
dan dolor de cabeza. Ya no se hace cine como el de antes. Recuerdo que
mi difunto Juan me llevó, cuando aún estábamos de novios, al cine
Miraflores en los jardines de…
—Por favor, estábamos con el rostro de los culpables.
La señora le miró como si fuese un niño maleducado que la hubiese
faltado al respeto. Frunció el ceño y continuó a regañadientes.
—Pues claro que les vi, no estoy ciega.
—¿Y podría reconocerlos o darnos datos para hacer un retrato?
—Uy, es que yo de cerca, todo lo que quiera, pero de lejos solo veo
manchas. ¿A quién ha dicho que van a hacer un retrato? Porque hace ya
mucho que no me hacen uno a mí. Fíjese que me viene a la mente
cuando vino un señor con una cámara enorme de madera al pueblo, en
las fiestas de Villaviciosa…
Javier quitó el capuchón al bolígrafo y apuntó en su libreta: «Primer
testigo ¿?: Herminia Cifuentes, nada de nada» y rodeó varias veces con
círculos esas tres últimas palabras. Luego buscó el momento en que la
señora tomase aire para interrumpirla y poder despedirla, rezando para
que el siguiente testigo fuese más productivo.
Herminia se colocaba el abrigo y la bufanda al lado del mismo
perchero, a la izquierda de la puerta del despacho, en el que los había
dejado al entrar. Mientras, no paraba de repetir que podrían contar con
ella cada vez que lo necesitasen, ya que ella era, y había sido siempre,
muy fiel al régimen y colaboraría con la policía en todo lo que estuviese
en su mano. Javier le abrió la puerta y un chico joven y delgado, con el
pelo teñido de rubio platino, entró como un vendaval, despojándose de
un voluminoso y llamativo abrigo de color fucsia mientras Herminia aún
no había salido del despacho. La señora lanzó una mirada asesina al
muchacho y un gesto cómplice al teniente, como si Javier no hubiese
visto al chico al entrar y ella le indicase que se fijara en él y en sus
pintas, queriendo hacerle saber que cuando se refería a la gentuza de su
barrio, estaba hablando de chicos así. Claro está, todo ello bajo la
confidencialidad que su educación y modales le conferían.
—Que pase buen día, señora Herminia, tenga cuidado con la nieve al
caminar por la calle. —Javier ya no sabía cómo deshacerse de ella.
La señora se marchó de malos humos para dejar al teniente por fin a
solas con el siguiente testigo, al que ofreció un café y este aceptó. Tras
las presentaciones y cuando hubo esperado el tiempo suficiente para que
probase el brebaje que llamaban café allí en la comisaría, fue al grano
para compensar el tiempo perdido con el anterior testigo.
—Vivo en un primer piso, justo delante de donde estaba el chico
joven tendido, ya sabe…, el muerto. El primer disparo nos despertó a mi
chico y a mí, los dos vimos lo mismo, así que él se ha ido a trabajar
porque no creo que tener dos testigos iguales les sirva de mucho. Yo
ahora no trabajo, pero estoy esperando a que me llamen de un garito
donde necesitan…
—¿Pudo verles bien la cara a todos? —cortó Javier para evitar caer
en el mismo pozo del que había salido a duras penas con Herminia.
—¿A todos?
—Me refiero a los asesinos, aparte de a la víctima u otras personas
que hubieran estado por allí. —El teniente contaba con que hubiesen
visto a Pablo Aguilar.
—Sí. Cuando nos asomamos a la ventana, en ese mismo momento,
un coche estaba en medio de la calle con las dos puertas delanteras
abiertas, en el portal de enfrente había una chica que salió solo un
segundo y le pegó dos tiros al chico que corría calle abajo. Pobre niño,
parecía tan mono…
—¿Iba sola?
—¿Quién?
—La chica que disparó. Otros testigos han apuntado que iba
acompañada de un hombre.
—Y qué hombre… ¡Bastante potente! Era alto y guapo, llevaba unos
vaqueros que le sentaban… Mi chico le hubiese dicho que era del
montón, pero es que es una celosa y siempre menosprecia a la
competencia. Pero ya le digo yo que era un buen semental.
—Bueno, pero, ¿pudo verle bien?
—Ese nos daba la espalda durante todo el rato, pero sí llegamos a
verle al final; claro que no tan bien como a la chica. Luego, después de
matar al chico delante de nuestros balcones, se montaron en el coche y
salieron a toda velocidad. Era como estar en el cine. En ese momento
llegó el otro muchacho corriendo, pegó varios tiros al coche mientras
escapaban y luego fue a ver al que estaba muerto en la calle. Claro que
nosotros no sabíamos todavía que estaba muerto, como en las películas te
pegan diez tiros y sigues con vida.
—Sí, claro, las películas. Tengo una fotografía que quisiera
enseñarle, por si reconoce a esa tercera persona. —Javier abrió un cajón
de su escritorio y sacó una hoja de papel del interior de una carpeta de
cartón.
—Llevaba un gorro de lana y un plumas, además, estuvo inclinado
sobre el muerto casi todo el tiempo, pero… creo que sí… sí, estoy
seguro. Alto y con esa nariz… sí, es inconfundible, estoy casi seguro.
—Es importante que lo recuerde bien.
—Con los dos disparos nos asustamos mucho, ya sabe, pensamos
que iba a formarse allí un tiroteo de esos que acaban con balas en todas
las casas y con muertos colaterales de esos. Pero cuando vimos que todo
se calmaba, salimos al balcón de nuevo, a oscuras y muertos de miedo y
frío, y le vimos arrodillado y abrazando al chico, como si fuese un buen
amigo, nada de rollito entre ellos, ya sabes, no le dio ningún beso, ya me
entiendes, como un hermano o algo así. Nos dio una pena…, luego echó
a correr en cuanto oyó las sirenas de la policía.
—Entonces, me confirma que era esta persona con seguridad,
¿verdad?
—Sí, aunque para estar seguros podemos verlo en el vídeo.
—¿Perdón?
David, el chico que acababa de hacer enmudecer y paralizar a
Balmaseda con esas palabras, se levantó de la silla para sacar su cartera
del bolsillo trasero del pantalón y de esta extrajo una tarjeta de memoria
SD que puso sobre la mesa del despacho. Los dos quedaron unos
segundos en silencio, mirando el pequeño trozo de plástico que reposaba
sobre la madera.
—En Chueca se ve de todo, o casi, ya me entiende; pero un tiroteo en
la puerta de casa no es algo normal, así que cogimos la cámara de vídeo
de la mesita de noche. La tenemos siempre ahí porque… a veces la
usamos para…
—Sí, sí, entiendo.
—Y grabamos lo que vimos, aunque estando la calle tan oscura, no
sé si podrán sacar nada.
—¿Le importa que haga una copia en el ordenador? Es para que
pueda llevarse la tarjeta a su casa, solo tendrá que firmar una declaración
jurada. De otro modo tendría que dejar la tarjeta aquí durante meses o
años, como prueba de un crimen.
—Está bien, pero guarde solo el último archivo, los otros son
personales.
—Sí, ya le comprendo. No se preocupe, solo copiaré el último
archivo.

Los interrogatorios se sucedieron durante toda la jornada, aunque no


hubo nada que pudiera superar el momento vivido con el testigo perfecto
que había aparecido en su despacho por vez primera en su carrera. Si
todos los casos contasen con un testigo así, no habría criminales en las
calles. Cuando todos los agentes del turno de día se habían marchado,
Javier aún se encontraba a solas en su despacho, con las persianas
venecianas giradas para sentirse aislado. En la pantalla de su ordenador
permanecía desde hacía horas una captura de imagen de un vídeo
pausado con la ampliación de un rostro más que conocido por él, a pesar
de la poca luz que provocaba mucho grano en la imagen. Era el de Pablo
Aguilar.
—¿Qué demonios hacías en esa calle y a esas horas, compañero? No
sé si estabas detrás del caso del siglo y tenías al fantasma a tiro de pistola
o se te ha ido la cabeza por completo, pero no te culpo, ahora estarías
retenido y serías el principal sospechoso en un caso de homicidio del que
no serías culpable; tendrías las manos atadas y tu sospechoso se habría
escapado y estaría en la otra punta del mundo. Al menos, espero que si te
encuentras en apuros serios, tengas el buen juicio de llamar para pedir
ayuda.

2
Tres cucarachas parecían frotarse las manos ante el festín que acababan
de obtener. Pablo les había colocado, cerca del rincón donde se
ocultaban, unas migas sobrantes de su bocadillo. La pensión en la que
descansaba y ponía en orden sus prioridades era poco más lujosa que el
sótano de un orfanato descrito por Dickens. El camastro tenía muelles
que provocarían la mayor de las sonrisas a cualquier quiropráctico en un
futuro inmediato y el olor a humedad quedaba disimulado por el del
moho y restos de comida en descomposición. Y el sonido que las
tuberías le obsequiaban al trepar desde la taza del váter hacia una planta
que no sabía que tuviese el edificio, monopolizaba la que ahora era la
banda sonora de su vida.
Una bombilla pequeña y polvorienta, colgando de un cable en el
centro de la habitación, oscilaba creando sombras tenebrosas en la pared
de papel pintado en la que, sentado ante una mesita destartalada, Pablo
consultaba su ordenador portátil. Se había desconectado de sus cuentas
de correo y usaba un sistema de navegación segura para no ser rastreado,
conocía la forma de trabajar de sus compañeros y debía ser cauto para
evitar que le atrapasen en cuestión de horas y diesen al traste con la
mayor investigación de su vida. Más ahora que había dado el paso
definitivo hacia el abismo o la gloria.
Acababa de ducharse en el baño común para toda la planta, ya que en
la habitación solo disponía de una taza de váter, pero el agua caliente no
le había hecho recuperar la temperatura tras la noche de pesadilla que
acababa de vivir. Aún sentía el temblor en cada una de sus articulaciones
y sabía que ya no podría achacarlo al frío; la única parte de su cuerpo
que parecía mantener la serenidad eran sus ojos, en ese momento fijos en
la pantalla del ordenador. Su mirada desalmada y algo distante marcaba
el rastro de su objetivo, como un perro de presa queda inmóvil, usando
cada hueso y músculo de su cuerpo, ante el camino hacia su inminente
víctima.
—¿Adónde has ido, hijo de puta? No importa lo rápido que vayas o
los medios que tengas, te acabaré encontrando y terminaré contigo.
Aunque fijaba la vista en las dos ventanas abiertas de la pantalla, a la
derecha un mapa de la península y a la izquierda un bloc de notas donde
apuntaba cada pensamiento e idea que surcaba por su mente, su cerebro
solo veía al tipo que había llevado como pasajero en su taxi-tapadera. El
sonido de las cisternas de los otros inquilinos o sus discusiones maritales,
que solían acabar igual a golpes que tras gemidos, no le impedían seguir
almacenando la imagen del asesino que había estado a medio metro de
distancia en el taxi. Si le hubiese disparado en ese momento, o tratado de
detener, ahora su ayudante estaría vivo y él recibiendo felicitaciones; o
quizá encarcelado por homicidio. Aquella posibilidad fue lo que le
detuvo, lo que impidió que siguiese su instinto, lo que le mostró, aún a
sabiendas de que definía su cobardía, el límite de su capacidad como
policía. Tomó una decisión y salió mal. Desde que el fantasma había
vuelto a su vida, todo había salido mal. Su presencia, su mera existencia,
implicaba poner de manifiesto las carencias del teniente. Por eso Pablo lo
odiaba. Por eso lo encontraría y le mataría.
En el bloc apuntó cuatro palabras: España, Portugal, Marruecos y
Francia. Luego permaneció pensando durante un largo rato.
—No, no te quedarás en España, eso significaría que te escondes y
los dos sabemos que tú no te esconderás de nadie. Sea lo que sea que
estés haciendo ahora, lo que has hecho en Chueca, seguirá su rumbo. Y
si debes salir del país sin pasar por un aeropuerto, la mayoría cerrados
por el temporal, ni por un puerto marítimo, todos cerrados por el mismo
motivo, estás obligado a hacerlo en coche o tren, ese último demasiado
vigilado. Pero para llegar a Marruecos hay que pasar por la frontera,
donde habrá policías que te esperen a ambos lados del estrecho, aparte de
soportar una cola infernal de vehículos parados en un atasco sin
posibilidad de huida. Descartado. En Portugal no hay nada,
absolutamente nada, salvo que tengas un objetivo allí. Le doy un quince
por ciento de posibilidades, demasiado pocas como para jugármela.
Debes de estar camino de Francia, donde es fácil cruzar por algún
pequeño pueblo navarro o vasco, allí solo encontrarás alguna patrulla
ante la que pasarás desapercibido o que podrás eliminar sin el mayor
esfuerzo ni consecuencias para ti. Una vez en Francia, tendrás todo el
continente para moverte, desaparecer, actuar, volver a matar… Sí,
apostaré por Francia.
Pablo apartó la vista de la pantalla del ordenador y la giró hacia ti, sí,
hacia quien lee estas palabras ahora.
—Todo sería más fácil con tu ayuda. Tú sigues los pasos de Alfil
desde que mataba chicas inocentes en hoteles. Tú has leído sus
intenciones y sabes hacia dónde se dirige, sus próximos pasos. Sería tan
valioso contar con apoyo en este momento.
»Echo de menos a Miguel. Cuando uno se acostumbra a tener
compañero en el trabajo, es difícil acostumbrarse a la soledad y a no
tener con quien consultar opiniones. Claro que no soy tan egoísta como
para pensar en él solo para obtener su ayuda, pero me hace sentir menos
culpable por su muerte y quizá logre olvidar la imagen de su cuerpo aún
cálido entre mis brazos. No merecía un final así, ninguna buena persona
lo merece.
»¿Sabes que el método para seguir y encontrar a un asesino pasa por
estudiar el comportamiento de los anteriores en la base de datos, además
de usar la intuición al ponernos en la piel de ellos? Así es, la forma de
pensar de un asesino no es diferente a la de un policía o un
administrativo de banca. Simplemente, ellos han cruzado la línea
psíquica que les hace cometer un crimen. De hecho, cualquier de
nosotros podría cometerlo, incluso tú, si los estímulos son lo
suficientemente fuertes como para provocar semejante respuesta.
»No sé qué habrá llevado a ese tal Alfil a cometer sus asesinatos,
pero ese no es mi trabajo. Yo me limito a tratar de entender cómo
funciona su mente para adelantarme a sus pasos y poder capturarlo. Si es
que el estímulo de la muerte de Miguel no produce en mí la respuesta
necesaria para meterle dos balas en el pecho, además de otras dos a su
compañera.
Pablo se levantó de la silla y arrojó el abrigo que llevaba sobre los
hombros a la cama, estaba desnudo bajo la prenda. Se vistió y salió a la
calle, allí buscó una cabina de teléfonos de las que pudieran quedar aún
por Madrid. Tras entrar y comprobar que no estaba rota ni trucada por
algún mendigo, introdujo una moneda de un euro y esperó a recibir el
tono, carraspeó mientras marcaba el primero de los dos números que
había apuntado con un boli en su mano y esperó la respuesta. Trataba de
recordar la habilidad que le hizo muy popular en su instituto, la de imitar
la voz de personajes famosos de la política, televisión o farándula. No se
le daba nada mal en aquel entonces imitar voces y ahora necesitaba
recuperar esa destreza.
—Comisaría central de San Sebastián, departamento de homicidios.
¿En qué puedo atenderle?
—Buenas tarde, mi nombre es Javier Balmaseda, teniente de
homicidios en la central de Madrid. No sé si habrán visto las noticias.
—Sí, señor, conocemos el caso. En el barrio de Chueca, ¿verdad? Un
agente del cuerpo, lamentamos…
—Gracias, nosotros también —le cortó con impaciencia—. Les
llamo porque necesitamos con urgencia su ayuda. Sospechamos que los
asesinos puedan huir por la antigua frontera de algún pueblo del Pirineo.
—Le costaba disimular su acento andaluz pero no le importó demasiado,
posiblemente aquel agente con el que hablaba no había conversado
nunca con Javier (ni con muchos andaluces).
—Ya recibimos un aviso hace horas, las patrullas de la zona están
prevenidas por si ven a alguna pareja joven tratando de cruzar a Francia.
También hemos lanzado un aviso a los compañeros del otro lado, ya
sabe, a la gendarmería francesa.
—Sí, ya lo imaginaba. Pero les llamo para ampliar la información
sobre los sospechosos. Son una pareja, el chico tendrá entre treinta y
treinta y cinco años, metro ochenta y cinco de estatura, complexión
atlética, pelo corto castaño y ojos oscuros, bien parecido y bien vestido.
La chica tiene pelo largo y castaño, delgada, metro setenta y dos
aproximadamente y ojos oscuros. Viajarán en algún vehículo habilitado
para los puertos de montaña y la nieve, algún todoterreno o todocaminos;
seguramente grande y de alta gama pero de color neutro. Ah, y por
cierto, apostaría a que tratan de cruzar durante la noche.
—Gracias Teniente, apunto la nueva información y la envío a los
puestos de las localidades de la zona.
—Recuerde que son muy peligrosos y que van armados. Dispararán
si se ven en una encerrona.
—Descuide, por esta zona sabemos cuidarnos.
—Espero que sea así y les sepáis dar una buena bienvenida, porque
se trata de dos asesinos como no habíamos visto en mucho tiempo —
Pablo sintió que se extralimitaba en sus funciones al tiempo de decirlo—,
ya me entiendes, esa gentuza…
—Si les vemos, le daremos una recepción que no olvidarán,
descuide.
—Una cosa más, sé que puede parecer algo poco ortodoxo pero le
daré un número de móvil al que me gustaría que me llamase cualquier
policía, ertzaina o guardia que pudiera verles. O mandarme un simple
mensaje, eso sería de gran valor para mí. Estoy fuera de la central y de
ese modo tendré una conexión más rápida con cualquier movimiento o
información que surja con respecto a los fugitivos.
Pablo le dio el número de una tarjeta prepago que había comprado.
Sabía que podrían rastrearla en cuanto llegase ese mensaje o llamada,
pero se arriesgaría y tendría tiempo de sobra para salir del país antes de
ser arrestado. Colgó el teléfono y volvió a llamar, esta vez al segundo
número, la Policía Foral de Navarra, para repetir la misma conversación.
Volvió a la pensión y recogió sus cosas, pensaba partir hacia el norte en
un coche robado, así el suyo, en caso de que lo estuvieran buscando, no
sería interceptado en un control. Permanecería a la espera hasta
conseguir noticias de los fugados. Estaba decidido a que nada le
detuviera en su camino.

Los días avanzaban y Le Conn seguía sin tener atados los dos cabos
sueltos que necesitaba solucionar por el bien de su agencia. Las últimas
noticias procedían de dos agentes por separado, cada uno de ellos
confirmaba el dato demoledor que le había hecho perder el sueño durante
esos días: los dos fugitivos que buscaba se habían aliado y no parecía
que estuviesen huyendo. Eso dejaba claras sus intenciones, estaban
colaborando para lanzar un ataque contra la agencia. Por mucho que
aquello significase una lucha desigual y suicida contra Trouver, al menos
desde el punto de vista de sus colaboradores y agentes, los datos que
pudiese conocer Davina podrían darles una ventaja, una oportunidad en
un enfrentamiento contra él. Por ese motivo (y porque no se fiaba nunca
de las estadísticas) había llamado a todos sus agentes y contratado a los
sicarios externos que solían colaborar con ellos puntualmente.
Necesitaba acabar lo antes posible con la amenaza.
Las noticias del canal internacional hablaban de la aparición de dos
hombres asesinados en Madrid, un policía y otro hombre sin identificar.
Le Conn sabía que ese segundo cadáver correspondía a uno de los dos
agentes que habían informado aquella noche sobre sus avances positivos
en la localización de las dos presas. La ausencia de comunicaciones con
ellos era señal inequívoca de que habían fracasado y estaban muertos.
Posiblemente, el segundo agente hubiese sido «limpiado» como ellos
mismos hacían en sus misiones con los cadáveres. La mano de Davina se
adivinaba tras ese hecho. Dos agentes habían fallecido ese día y otros
dos sicarios en la operación de Grecia. La situación se tensaba
demasiado. Las comunicaciones se habían reducido al mínimo y se
encriptaba cada mensaje con códigos nuevos para evitar que la chica
pudiese interceptarlas, aunque Le Conn dudaba de la efectividad de ese
sistema. Los fugitivos estaban en paradero desconocido y eso les podía
situar demasiado cerca de él.
—¿Qué sabemos de las dos mascotas para el regalo de cumpleaños
de mi nieta? —preguntó por teléfono a uno de sus dos lugartenientes.
—Aún no las han traído a casa, son algo agresivas y puede que
tengan la rabia. Así que he enviado a todos los veterinarios con los que
contamos para que solucionen el problema.
—Un asunto desagradable, los perros con rabia deben ser
sacrificados por el bien de sus amos. Debemos proteger a la familia.
—En eso estoy, le informaré cuando sepa algo más.
Colgó el auricular del teléfono con una mueca de desagrado, no tanto
por la información como por el hecho de tener que usar un medio de
comunicación tan poco seguro. Le Conn se encontraba en su casa, donde
también mantenía de cara a su familia la tapadera de librero y
especulador de libros exclusivos y raras ediciones. Permanecía sentado
en el sillón del despacho que tenía en la biblioteca de la vivienda (que no
se diferenciaba demasiado del que tenía en la sede de Trouver), con
paredes forradas de roble y estanterías repletas de libros, una gran
chimenea siempre encendida, con dos butacas frente a ella, y su mesa de
trabajo a un lado de la estancia.
Después de dos semanas de pesadilla por culpa de Davina y del cabo
suelto de Alfil, sus rasgos afilados, que le daban el aspecto de una astuta
comadreja, se estaban suavizando bajo el semblante agotado que lucía en
la actualidad. Trató de recomponerse antes de salir del despacho, forzó
una sonrisa que no engañaba a nadie y se dirigió al salón, donde le
esperaban para cenar su mujer y su nieto.
Capítulo 10

Los faros del vehículo solo lograban atravesar unos pocos metros entre la
espesa nevada que caía sobre la carretera N-121-B antes del cruce de
Elizondo. La noche sumía en la oscuridad todo a su alrededor y
aconsejaba mantener un ritmo prudente a la conductora del Seat León
rojo que avanzaba por un tramo desierto a esas horas de la madrugada, a
pesar de conocer la zona mejor incluso que los actuales pensamientos de
su acompañante. Solo en algunas curvas cerradas, en la que se había
formado una capa de hielo sobre la calzada, se veía obligada a poner a
prueba sus habilidades al volante. A su izquierda, el rumor del río
Baztán, que abraza todo aquel valle como un férreo cinturón negro,
quedaba amortiguado hasta desaparecer bajo la conversación que se
producía en el interior del coche.
—Menudo día de perros.
—Menuda semana de perros.
—No entiendo por qué debemos patrullar si no hay un solo vehículo
a estas horas por la carretera. ¿Quién estaría tan loco de atreverse a
conducir ahora por aquí?
—Son órdenes de la central de Pamplona. Creen que los asesinos de
Madrid pueden tratar de salir por esta carretera hacia Francia.
—Eso son suposiciones, pueden estar en cualquier sitio escondidos, o
salir por mar desde la costa, o…
—Son órdenes, Mikel, así que nos jodemos y las cumplimos.
El agente no discutió más y acató tanto la orden como la posición de
mando de la sargento, limitándose a maldecir en sus pensamientos, por
enésima vez en los últimos meses, la mala suerte que le había llevado a
ser destinado como compañero de la que consideraba una trepa con
influencias en la central; y que, con un poco de suerte, ascendería a
teniente en pocos años, consiguiendo mejor destino lejos de él. Sería
maravilloso librarse de semejante inconsciente. No podría definir de otro
modo a quien patrulla a la una de la madrugada por un lugar tan
peligroso cuando las posibilidades de cruzarse con el BMW X5 que
informaban en el parte oficial eran inferiores a las de encontrar una aguja
en un pajar.
En momentos como aquel, siempre recordaba la incontenida y
estúpida sonrisa que brotó de él al conocer en persona a la sargento el día
que le notificaron su destino. Una belleza rubia de grandes ojos azules,
cuerpo pequeño pero apretado y con las curvas justas, sonrisa de ángel…
Todo lo que percibió en ella, y que nunca olvidaría, se disipó en cuanto
observó su frialdad, sus modales, su autoridad (aunque, después de todo,
era su superior) y sus enfermizas ansias de conseguir un caso importante.
En esos momentos regresaban de la antigua frontera de Dantxarinea,
recorriendo el camino, pueblo a pueblo, por el que se cruzarían con los
asesinos en caso de que estos hubieran elegido aquella ruta de escape. El
agente Mikel Orturro iba tocando madera para tener una noche tranquila
y que los fugitivos circulasen por otra carretera, o estuviesen ya en otro
país. A su lado, muy a su pesar, la sargento Oiana Antón estaría rezando
por todo lo contrario. Es lo que detestaba Mikel de ella, la ansiedad por
tener un caso de esos que solo salen en las películas.
Un destello anaranjado apareció ante ellos para sacarles de sus
pensamientos, pero no se trataba de ningún vehículo, sino de las farolas
que alumbraban las calles de Elizondo.
—Podríamos parar en el Sobrino y tomar unos cafés.
—Para entrar en el pueblo hay que salir de esta carretera, no me
arriesgaré.
—Es poco probable que los asesinos pasen por esta ruta, menos aún
que lo hagan esta noche y casi imposible que dé la casualidad de que lo
hagan justo cuando nos tomamos un café. Además, ¿nos pasaremos toda
la noche circulando arriba y abajo sin descansar? ¿Ni siquiera unos
minutos?
—¡Joder, Mikel, vas sentado en un coche en el que ni siquiera
conduces y con la calefacción a toda potencia! ¡Deja de quejarte de una
puta vez! El próximo día te traes un termo de café con magdalenas.
La sargento Antón puso rumbo a Lecároz, dejando a su izquierda la
rotonda de entrada a Elizondo y a su derecha el mal humor del inútil
compañero que le habían asignado, por desgracia, hacía unos meses.
Aún recordaba, especialmente en noches y misiones como aquella, el
fatídico momento en que le habían notificado quién sería su compañero
en el destino asignado. Aquel niñato de sonrisa fácil, acostumbrado a
hacer babear a las chicas de su pueblo con un machismo y verborrea
ridículos, estaba frente a ella con cara de pensar: «Has tenido suerte,
princesa, aquí está tu príncipe azul para solucionarte la vida». Odiaba a
los patéticos machitos que presumían de las muescas de sus revólveres,
aquellos que frenaban las posibilidades de mérito y ascenso de las
mujeres en el cuerpo gracias a la simpatía que despertaban en sus
superiores atocinados, aquellos que veían en esas nuevas generaciones a
los policías que creían haber sido ellos en el pasado.

—Legasa, ese pueblo sonaba bien, debimos parar para descansar


unas horas —protestó Davina.
—Es mejor pasar a Francia de noche, ahora habrá menos tráfico y
menos patrullas. Debemos aprovechar la noche y esta nevada; será más
fácil desaparecer en estas condiciones si nos descubren o tenemos que
huir de una persecución, no podrán usar helicópteros de seguimiento.
—En Francia es más difícil reservar habitación de hotel sin dar
documentación, ya verás como luego te arrepentirás.
—No subestimes el poder de una buena propina, además, el coche es
lo suficientemente cómodo como para dormir unas horas aparcando en
un saliente de una comarcal, y luego tomar un desayuno en cualquier
cafetería que encontremos más al norte, en algún pueblo pequeño donde
los moteles no sean tan puntillosos con la legalidad del registro.
—Explícame de nuevo el motivo de tomar esta ruta, es más larga que
la del País Vasco, está llena de curvas y no se ve nada en absoluto más
allá de dos metros.
—La antigua frontera de Irún estará más vigilada, tiene una carretera
más rápida, más transitada y con un puerto de mar cercano, es donde más
se centrarán en buscarnos.
—¿Y es necesario que vayas así de rápido? ¿Acaso conoces la zona?
—No, pero así es más divertido y me mantengo despierto durante
más tiempo. Aunque no dejes de rezar para que no nos salgamos de la
carretera. Si caemos al río, no encontrarán nuestros cadáveres en meses.
—Las ruedas del coche protestaban en cada curva, ante la sonrisa de
Alfil, que disfrutaba del momento, y la tensión de Davina, que se
aferraba con ambas manos al asiento del vehículo o al asidero sobre su
ventanilla.
—¿Tienes miedo? —añadió.
Alfil nunca había visto a la chica tan afligida. Se regocijaba ante ese
momento en el que mantenía el control sin que ella fuese consciente de
que estaba más a salvo de lo que podría imaginar.
—Apuesto a que no fue tu abuelo el que te enseñó a conducir, le
hubiese dado un ataque al corazón al pobre anciano.
Alfil sonreía mientras usaba el freno de mano en las curvas más
cerradas. Llevaba el coche al doble de velocidad permitida en esa
carretera nacional, a pesar del asfalto cubierto de hielo y de la oscuridad
y la pesada nevada que atacaba los parabrisas del vehículo. Solo contaba
para seguir su camino con las cuchillas de luz que los faros taladraban
entre copos de nieve del tamaño de pelotas de tenis, y que caían tan
lentamente como si estuviesen suspendidos en el espacio y el tiempo. Un
leve resplandor hizo enmudecer la conversación y poner al cien por cien
alerta al piloto del todocaminos. La curva cerrada llevaba de regalo una
sorpresa en forma de coche en dirección contraria, el primero con el que
se cruzaban en las últimas tres horas. No había distancia ni tiempo para
frenar. Alfil hizo lo que su instinto le indicaba, seguir en la misma
trayectoria y a la misma velocidad. El otro coche les esquivó de un
volantazo y se perdió a la derecha, hacia la oscuridad de la ladera del río.
—Vaya, espero que los árboles lo hayan frenado para que no acabe
sumergido en el río —dijo el chico.
—Podíamos habernos estrellado contra ellos —respondió la chica
aún muy nerviosa por el momento vivido.
—No te preocupes, estaba todo controlado. Cuando ves llegar un
coche hacía ti, debes mantenerte en la trayectoria o podrías girar el
volante hacia el mismo lugar que el otro coche.
—¿Y si el otro conductor hace lo mismo?
—Ja, ja, ja, interesante respuesta. Reconozco que me has pillado. He
apostado y ha salido bien, ¿no? Y nos hemos librado de esa patrulla de la
Policía Foral, quizá nos esperaban.
—Está bien, pero intenta ir más despacio y tendremos más opciones
de llegar con vida a Francia.

Al recuperar la consciencia, vio que uno de los faros del Seat León
parecía seguir encendido, como un rayo de luz que tratara de resistirse a
la oscuridad, cortando la noche e iluminando los copos que caían
lentamente sobre el agua del río, ahora bajo un silencio sepulcral. El otro
faro había desaparecido dentro del amasijo de metal del capó cuando este
había abrazado al árbol que consiguió detener en seco el vehículo. Oiana
se frotó los ojos y notó el intenso frío que llegaba a ella a través de los
cristales rotos, al igual que el pitido de sus oídos tras el estruendo del
accidente, un dolor agudo en su nariz y lo más desagradable: esa saliva
espesa que se forma en la boca cuando estamos muy nerviosos o alerta
ante (o después de) un suceso importante. Poco a poco, a medida que iba
recuperando la consciencia de lo que acababa de ocurrir y el rumor del
Baztán activaba sus sentidos cantando de forma monótona a menos de
dos metros, logró hacer balance de su situación y comprobar que no tenía
ningún hueso roto, solo cientos de pequeños cristales en el pelo y dentro
de la ropa. Observó ante ella, a pesar de la oscuridad, el volante abierto y
con la bolsa blanca desinflada y manchada de sangre que había salvado
su vida. Aturdida aún, miró a su compañero, que sangraba por la nariz
pero parecía respirar sin dificultad. Ella se tocó la cara y comprobó que
la sangre de su airbag también era de procedencia nasal. Llamó a Mikel
por su nombre varias veces mientras le zarandeaba con golpes cada vez
más fuertes, el agente gruñó sin parecer que estuviese aún despierto del
todo. Ya sabiendo que su compañero estaba vivo y que recobraría la
conciencia en unos pocos minutos, Oiana trató de salir del coche, aunque
le costó mucho abrir su puerta, deformada por el impacto. Al instante, en
cuanto puso los pies fuera del vehículo, supo que no había sido una
buena idea. Resbaló en la pendiente de hierba mojada y aterrizó con el
trasero a menos de un metro de la orilla, había estado a punto de cometer
un error que le hubiese costado la vida; el agua estaría poco menos fría
que el hielo. Sin levantarse del suelo, a pesar del frío y la humedad que
le calaba el pantalón del uniforme, sacó su teléfono móvil y buscó en las
últimas llamadas al comisario; pero no llamó. Recordó en ese instante
que había recibido un número de móvil del oficial al mando del caso en
Madrid. Se levantó y caminó con cuidado los seis pasos que le separaban
del coche, entró y buscó en la guantera el trozo de papel donde lo había
apuntado. Su compañero ya parecía estar consciente del todo y la miraba
extrañado.
—¿Qué haces?
—Informar de lo ocurrido. ¿Estás bien?
—He tenido mejores días.
—Dame un minuto.
—Los que quieras.
Oiana apenas veía los números apuntados a bolígrafo, pero aún así
logró marcarlos y hacer la llamada. Desde el otro lado se oyó el sonido
hueco y residual de un manos libres dentro de un coche.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Sargento Oiana Antón de la Policía Foral de Navarra. ¿Hablo con
el Teniente Balmaseda?
—… Sí…, soy todo oídos.
—Estamos de servicio en la nacional N-121-B a tres kilómetros
pasado Legasa en dirección Francia. Un todocaminos de marca BMW se
ha cruzado con nosotros a gran velocidad y sin bajar las luces largas,
hemos tenido que apartarnos para no ser embestidos. Sospechamos que
podrían ser los fugados de los asesinatos de Chueca.
—¿Han visto modelo y color?
—Solo la forma de los faros y el frontal antes de esquivarlos, ahora
mismo estamos accidentados y vivos de milagro.
—Vaya, espero que las asistencias aparezcan pronto, lamento su
situación.
—Gracias, teniente.
—¿Antes ha dicho Legasa? ¿Eso es País Vasco?
—Casi, es Navarra. Con este clima podrían llegar en treinta minutos
a la antigua frontera y desaparecer.
—Deben impedírselo, usen el dispositivo policial que sea necesario
pero corten su avance como sea.
—Me temo que eso será difícil, señor. Nosotros tenemos el coche
destrozado contra un árbol y no hay más patrullas que la nuestra por esta
zona, solo puedo dar un aviso a la gendarmería del pueblo francés más
cercano, Ainhoa.
Pablo pensaba todo lo rápido que podía ante ese contratiempo. El
silencio incómodo de varios segundos hizo impacientarse a su
interlocutora.
—¿Sigue ahí?
—Sí, disculpe. Avise a la policía francesa y luego llamen para pedir
auxilio, no será agradable estar una noche como esta dentro de un coche
accidentado.
Pablo colgó antes de recibir respuesta alguna, bajó la ventanilla a
media altura y sintió en la cara el frío de la nieve golpeando con furia,
arrojó el móvil a la cuneta y volvió a subir el cristal para refugiarse en la
calefacción del coche que había robado. Ahora sus perseguidores, la
Policía Nacional, ya sabían que iba camino del norte, como también
sabrían en pocos minutos que la Policía Foral de Navarra había detectado
el coche de los fugados de Chueca. Iba tan concentrado en la conducción
de noche por la carretera nevada que había olvidado disimular con
eficacia el acento andaluz, pero no le importaba, sabía que esa sargento
que había llamado no habría hablado en su vida con el teniente
Balmaseda, y era frecuente que muchos policías nacionales acabasen
destinados en zonas muy lejanas a su lugar de nacimiento.
A riesgo de sufrir un accidente, pisó el acelerador y concentró los
cinco sentidos en llegar lo antes posible al Pirineo Navarro. Acababa de
pasar Burgos en su ruta hacia San Sebastián y ahora debía desviarse
hacía Navarra, pero antes de llegar a Miranda de Ebro necesitaba
cambiar de coche o no tardarían en interceptarle en algún control de
carreteras.
Capítulo 11

No necesitó más de diez minutos para lavarse la cara con agua fría que lo
despejase del todo y ponerse ropa de abrigo. Cogió las llaves de su casa
y las del coche, su cartera y su arma reglamentaria, haciéndose una
súplica a sí mismo para no tener que usarla. Miró el paquete de tabaco
sobre la repisa de la entrada e hizo un chasquido con la lengua de
desaprobación por haber sucumbido a fumar después de ocho años de
abstinencia. Cuando abrió la puerta, un guiño familiar frenó sus pasos.
Desde el espejo de la entrada le observaba el policía que le hubiese
gustado ser, le observaba el reflejo perdido de los ideales a los que
renunció por un ascenso y un leve aumento de sueldo. Ese reflejo le
resultaba familiar, pero no era el de costumbre; allí, frente a él,
exhibiendo una sonrisa burlona, ya no estaba su propia imagen, sino
Pablo Aguilar, mostrándole al policía que debió haber sido esos últimos
años y el que debía ser ahora para poder solucionar el caso.
Javier Balmaseda aceptó el reto.
Su reloj de pulsera marcaba las dos de la madrugada cuando
abandonaba Madrid en su Suzuki Vitara con destino a Navarra, los
aeropuertos permanecían cerrados por la tempestad de nieve y Javier
solo pudo pensar que deberían haber cerrado también las carreteras, ya
que su todoterreno apenas podía avanzar con seguridad a más de ochenta
por hora sobre la autopista; ráfagas de viento racheado, cargado de nieve,
empujaban constantemente el coche y le obligaban a estar alerta para no
salirse de la carretera. Ese estado de concentración para no tener un
accidente en la noche no le impidió hacer balance de las noticias que
acababa de recibir desde la Policía Foral: «Tenemos la sospecha de que
el vehículo de los fugados tras los crímenes de Chueca ha provocado el
accidente de uno de nuestros coches patrulla a tres kilómetros de
Elizondo, en dirección hacia Ainhoa, Francia. Hemos notificado también
por mensaje de móvil al teniente Balmaseda como él mismo nos pidió
unas horas antes».
La noticia supuso un despertar equivalente a recibir un cubo de agua
helada sobre la cara. Estaba dormido y no podía creer que le llamasen a
esas horas al móvil del trabajo, hasta que recordó que esperaba noticias
importantes del caso. Lo que no imaginó es que le informarían de
movimientos que supuestamente había realizado él mismo a cientos de
kilómetros de su casa y mientras dormía. No cabía duda de que Pablo
estaba haciéndose pasar por él para tener apoyo logístico de otros
cuerpos de Policía, y además les había adelantado trabajo al descubrir
por ellos el lugar por el que estaban huyendo los homicidas del caso Bill
Murray[1]. Odiaba pensar en el nombre con que el comisario había
bautizado el caso en cuanto supo de la implicación del teniente sevillano.
Parece que la burla hacia él continuaría con más fuerza tras los últimos
acontecimientos, a pesar de ser el único que parecía estar haciendo los
deberes.
A una velocidad convencional, le quedarían más de seis horas para
llegar a la antigua frontera navarra, pero en esas condiciones no sabría
precisar si llegaría antes de diez; así que tenía tiempo de sobra para
pensar en los pasos que daría y las decisiones que tomaría con respecto a
Aguilar. Se debatía entre cumplir las órdenes y arrestarlo, si lograba
acercarse lo suficiente, o hacer lo que le sugería su instinto de policía,
que creía dormido o muerto desde hacía años, y seguirle la pista para que
el mejor policía que había conocido le llevase ante el verdadero asesino
de las chicas de los hoteles. Meditar en la noche siempre le hacía patinar
sus pensamientos hacia su lado sentimental, eso le daría más opciones y
un buen margen de tiempo a Pablo.

El parpadeo de luces anaranjadas inundó la zona como una visión


celestial y salvadora. Se trataba de la grúa de rescate enviada por la
central de Pamplona desde algún pueblo cercano. Esta acababa de frenar
en el borde de la cuneta, tras lo cual se oyó, en el silencio que provocó su
motor apagado, como salía alguien del vehículo y comenzaba a gritar a
todo pulmón.
—¿Sargento? ¿Sargento Antón?
Oiana sonrió y miró a su compañero, cuya visión la hizo
sobrecogerse. Imaginó que ella tendría ese mismo aspecto, con sangre
oscura y congelada en la cara, mechones de cabellos cubiertos por
pequeñas perlas de hielo, piel pálida y labios morados debido a la
hipotermia; aparte de un temblor incontenido en la mandíbula, que
provocaba un repiqueteo de sus dientes, y los brazos abrazando con toda
la fuerza posible su pecho. Hacía ya muchos minutos que la luz del faro
de su coche patrulla había muerto, junto con la batería que les
suministraba también algo de calefacción. Casi no le salía el habla por
los minutos que había pasado en silencio y acumulando rigidez en su
mandíbula y lengua, pero reunió fuerzas que desconocía que aún tuviera,
en vista de que su compañero casi no tenía consciencia para gritar y de
que su vida dependía de que el operario de la grúa la oyese.
—¡Aquí, estamos aquí abajo! —Por suerte la nevada no emitía ruido
alguno, como hubiera sido el caso de una intensa lluvia, porque el hilo de
voz no fue mayor que un susurro.
El cuerpo del técnico de la grúa, delante de los faros de la misma,
proyectaba una enorme y tétrica sombra sobre la pantalla formada por
los árboles del otro linde del río. Pero a Oiana aquello le pareció una
visión más reconfortante que la de Papá Noel en plena Nochebuena. Era
algo casi místico, pensó la chica; durante unos segundos llegó a creerse
las historias de magia y mitología que contaban las abuelas para dormir a
sus nietas. Su salvador, después de encender de nuevo el motor de la
grúa, agarró el gancho del cabrestante y bajó hasta ellos aferrado al
mismo para no resbalar y caer pendiente abajo.
—¿Se encuentran bien? —preguntó al llegar hasta el coche
accidentado.
—Nada que un caldo y un baño caliente no puedan curar, respondió
Mikel con un hilo de voz temblorosa.
—Voy a enganchar el chasis del coche y subiré por el cable para
activar el motor del cabrestante, así podré tirar de vosotros. Es más
seguro que permanezcáis dentro y con los cinturones de seguridad
puestos, aunque el viaje será muy movido; porque no creo que estéis en
condiciones de trepar agarrados al cable, ¿verdad?
—No, jefe. Aquí manda usted —respondió ella. Luego entró en el
coche y trató de cerrar su puerta para que no actuase como un ancla y
acabara enganchada a algún árbol mientras subían de nuevo a la
carretera.

Cuarenta y cinco minutos más tarde se encontraban a salvo en la


comisaría de Elizondo, donde la calefacción central no daba más de sí y
tuvieron que acercarles algunas pequeñas estufas y envolverles con
mantas para que entrasen en calor. La nieve caía con más intensidad que
nunca, o al menos eso pensaba Oiana al mirar por los grandes ventanales
de cristal que daban a la plaza en la que habían aparcado la grúa y el
destrozado coche patrulla. Las farolas emitían amarillentas esferas de luz
evanescente, inundando el lento descender de copos ahora más pequeños
pero en más cantidad.
Habían llamado a la central de Pamplona para avisar de que estaban
bien y que necesitarían otro coche patrulla para dirigirse hacia
Dantxarinea, querían cotejar con la gendarmería francesa el posible paso
del vehículo de los fugitivos. Mikel miraba a su jefa con ojos de cordero
degollado, no tenía la más mínima gana ni intención de meterse en otro
coche y adentrarse en ese infierno de curvas, oscuridad y nieve a la
búsqueda de asesinos que ya en el primer encontronazo les había dado
una lección que no olvidarían nunca.
—Bueno chicos, os dejo y me marcho. Esta noche no tenía turno y
mi mujer estará preocupada —se despedía el amable conductor de la
grúa—. Fue una suerte que describieran tan bien la curva exacta donde
se habían accidentado, si hubiese tardado media hora más en
encontrarles… ¿Quién sabe? Con esa temperatura y sin calefacción en el
coche, quizá no estarían aquí ahora para contarlo.
—Era la curva donde atropellaron a Daniel Erriba hace doce años, lo
recuerdo cada vez que paso por ella, a diario —respondía Oiana—.
Perdón, ¿ha dicho que no está de guardia?
—Nadie más quería ir con este temporal y me llamaron al móvil.
—Pues no sabe cuánto se lo agradezco, nos ha salvado la vida. —La
sargento se levantó y le dio un fuerte abrazo, aún temblaba de frío.
—No lo agradezca, simplemente no podía dejarles morir allí. Nadie
más morirá en esa curva si yo puedo impedirlo.
—No le entiendo.
—Daniel Erriba era mi hijo.
Oiana rompió a llorar y el técnico la dejó a solas, ya que Mikel
parecía haberse quedado dormido frente a las estufas. La chica se apartó
de él, sentándose en el otro extremo de la sala y mantuvo el llanto y la
rabia hasta que pudo frenarlos para tratar de reunir las fuerzas necesarias
con las que emprender de nuevo la persecución. Mientras iba en busca
del teniente de la comisaría, solo podía pensar en el extraño karma que
había provocado el milagro de esa noche, el padre de Daniel Erriba
acababa de salvar la vida, en el mismo punto donde murió su hijo, a la
hija del conductor que lo había atropellado doce años atrás.
Durante toda su vida se había reído de las historias, la mitología y las
supersticiones místicas que los ancianos contaban a sus nietos para
dormir, sobre la magia y la influencia que algunos seres del valle, y el
propio valle en sí, ejercían sobre las personas. El río, la niebla, los
sonidos… Nunca había creído en todo aquello, hasta esa noche.

—No deberíais moveros de aquí hasta que estéis recuperados, y


cuando eso ocurra, os marcharéis a casa a descansar hasta pasado
mañana, como mínimo —apuntó Luis Irurzun, teniente de la comisaría
del pueblo. Luis mantenía un parecido asombroso con Mikel, cualquiera
diría que eran familia, ya que compartían el pelo castaño, ojos color
miel, metro ochenta de estatura y complexión delgada. Si ambos
vistieran de uniforme, solo el rango les diferenciaría.
—Esos hijos de puta ni se desviaron un milímetro de la trayectoria,
podíamos haber muerto de frío en el río o incrustados en el motor de su
coche. No quiero dejarles escapar.
—Lo siento Oiana, pero aunque esté completamente de acuerdo
contigo, ambos sabemos que ya deben de estar lejos de nuestra
jurisdicción. La gendarmería está avisada y nos informarán sobre todo lo
que ocurra allí. Ahora es un caso suyo y solo podemos esperar sus
noticias. Tocaremos madera para que puedan detenerles.
—Si me dejases un coche patrulla, Luis, nunca te he pedido ningún
favor… Allí podemos ir como ciudadanos europeos, y aunque no
podamos detener a esos cabrones, siempre podemos ayudar.
—Si te pillan allí con el arma o investigando un caso que se ha
convertido en suyo desde el momento en que han cruzado a su territorio,
te pueden expulsar del cuerpo. Entiendo que hables en caliente, pero tú
no eres así. Cálmate y mañana por la mañana te ayudaré en lo que
decidas hacer. Te lo prometo.
Mikel no dormía, permanecía en silencio, oyendo a sus dos
superiores y rezando para que la sargento se calmase y decidiese seguir
con su rutina habitual y tranquila de poner multas por la zona,
olvidándose de aquella pesadilla que habían vivido.

El reloj del móvil de Oiana marcaba las cinco menos diez cuando el
Toyota Land Cruiser negro entró en la plaza frente a la entrada de la
comisaría. Los faros del vehículo iluminaron la sala en la que aún
descansaba con su compañero y la curiosidad hizo que se acercase a los
ventanales. La sargento se extrañó de que nadie bajara del coche. Tras
unos segundos, el vehículo comenzó a maniobrar torpemente en aquel
estrecho lugar y sobre una capa de más de un metro de nieve. Un
impulso empujó a la chica a coger el abrigo, observar a su compañero
dormido en una butaca al fondo de la sala y salir corriendo para bajar las
escaleras y salir del edificio. Saltando torpemente sobre la nieve blanda,
que le llegaba hasta la cadera, logró acercarse a la ventanilla del coche,
que estaba a punto de salir del lugar, sentía sus pulsaciones al máximo.
Golpeó el cristal cubierto de vaho con la mano y una cara borrosa
apareció observándola con asombro desde el otro lado.
Pablo Aguilar bajó la ventanilla con su mano izquierda mientras
sostenía su arma reglamentaria con la derecha. No sabía quién era
aquella chica, seguramente una policía que había salido de la comisaría;
no pensaba dispararle, pero sí usar el arma como medida disuasoria si
pretendía detenerle.
—¿Quién es? ¿Puedo ayudarle?
—Soy el teniente Javier Balmaseda. —Ni siquiera sabía por qué
había dicho eso, pero era un buen salvoconducto que merecía la pena
tratar de usar.
—¿Teniente? Llevo toda la noche esperándole. Llamé hace dos horas
de nuevo a su móvil pero me respondió la señal de ocupado o fuera de
cobertura.
—Mi teléfono sufrió un accidente y ahora estoy algo incomunicado
de la central.
—¿Por qué no ha entrado en la comisaría? Tome un café y podrá usar
el teléfono para informar a Madrid.
Pablo dudó unos instantes, miró por el espejo hacia el moderno
edificio que quedaba a su espalda, desentonando cruelmente con el resto
de construcciones del pueblo, y respondió lo primero que se le ocurrió.
—Vi las luces apagadas y pensé que no había nada más que algún
agente en labores administrativas. Pensé que estaban todos los agentes de
campo persiguiendo al todocaminos de los sospechosos. ¿Lo están?
—Ojalá, con el temporal y las pocas opciones de atraparles antes de
perder la jurisdicción, mi superior ha decidido que se encarguen los
franceses.
Pablo hizo una mueca de desagrado, luego quedó pensativo mientras
la chica seguía temblando bajo la nieve y esperando su reacción.
Hace frío aquí fuera —dijo mientras se abrazaba con fuerza el pecho
—, podemos pasar dentro.
—Creo que seguiré hasta la frontera. Quizá los del todocaminos
hayan tenido un accidente, pueden haber patinado con la nieve. Tal vez
hayan hecho una parada en algún pueblo para esperar el paso del
temporal; o incluso puede que se haya cortado la carretera y no puedan
pasar. Si existe una posibilidad de atraparles, no quiero estar
calentándome las manos en una sala de espera tomando café, no se
ofenda.
—No me ofende, en absoluto. Es más, le acompañaré.
Pablo se alteró al verla cruzar por delante del vehículo y entrar por la
puerta del acompañante. Por suerte, guardó su arma antes de que Oiana
pudiera verla; la sargento se puso el cinturón y quedó a la espera de que
el supuesto teniente Balmaseda partiese.
—¿A qué espera?
—Sí, claro… Es por la izquierda, ¿verdad?
—Sí, gire al final de la calle, justo donde el puente de piedra sobre el
río, así saldremos a la 121 de nuevo.
Pablo temblaba ante la posibilidad de tener que disparar a un policía
inocente para defenderse de un arresto. Más aún cuando vio que la chica
sacó su arma y comprobó el cargador, luego sacó el móvil y envió un
mensaje a su compañero para que supiese que se había marchado con el
policía nacional, al terminar lo dejó sobre el salpicadero. Pablo debía
deshacerse del móvil de Oiana antes de que le enviasen una foto del
tercer fugado, él mismo.
Mikel no necesitó leer el mensaje para saber que la sargento se había
marchado, ya no dormía. Se había levantado del sillón y acercado a los
ventanales de la sala, desde allí observó el coche negro cruzando un
paisaje blanco que comenzaba a inundarse de los tonos púrpura con los
que el alba empujaba la noche hacia su fin. Permanecía serio mientras el
vehículo se perdía en la distancia. Ya estaba despierto cuando su jefa
salió de la sala pero no pensó ni por un instante acompañarla en su loca e
inútil cruzada.
—Al final acabarás con un balazo en la frente, es lo que buscas y es
lo que encontrarás —murmuró.
Capítulo 12

El amanecer y España habían quedado atrás. Alfil y Davina se acercaban


a Ainhoa y la pareja sabía que las posibilidades estarían todas en su
contra al llegar a esa localidad, el último escollo, casi con toda
seguridad, en su viaje a París. A esas alturas, las autoridades españolas
les habrían puesto sobre aviso de su llegada y seguro que les estarían
esperando en controles de carretera. Y por si eso no fuese suficiente, el
tiempo parecía dar una breve tregua, lo que habilitaría el despegue de
helicópteros para su localización. Sin decirse una sola palabra el uno al
otro, ambos conocían lo dramático de su situación y estaban alerta ante
lo que pudiera suceder.
—No localizo ningún camino, sendero o carretera comarcal para
evitar pasar por el pueblo y así alejarnos de la carretera por la que nos
buscarán en helicóptero en menos de una hora —apuntó Alfil.
—Este paso es el más discreto para cruzar desde España, pero uno de
los más jodidos desde el otro lado.
—Tendremos suerte, ya lo verás. Este coche es difícil de embestir,
alcanza una buena velocidad y es fiable sobre hielo y nieve. Si nos
colocan una banda de clavos o disparan a las ruedas, podremos hacer
varios kilómetros antes de que la conducción nos impida avanzar. Ten fe.
—Te noto fatigado.
—Necesito descansar otras cuatro o cinco horas, pero aún aguantaré
un rato más. Al menos tengo la espalda como nueva, el coche es
cómodo.
Davina le observaba en silencio. En el tiempo que llevaba
conociendo al chico se había convencido de que podría ser un agente
formidable. Era frío y distante, no empatizaba con nada ni con nadie,
poseía un físico diez y unas habilidades en combate, disparo y
conducción solo superadas por sus ansias de lograr cumplir su objetivo,
fuera el que fuese, sin importar las consecuencias que acarrease. Alfil era
lo más parecido a un robot eficaz que hubiese imaginado. Eso le
provocaba seguridad ante la misión y miedo ante lo que ocurriese cuando
todo acabase. Si lograban terminar con la cúpula de la agencia,
eliminarle como cabo suelto sería más difícil de lo que nunca imaginó.
Esos pensamientos se alejaron en cuanto divisó los tejados del pueblo
francés en la distancia y bajo la claridad de aquella mañana de invierno.
Aunque la bella estampa gala no fue lo único que se encontraron, un
kilómetro después se toparon con un control policial apostado solo unos
metros antes de las primeras casas. Dos gendarmes les daban el alto
mientras mantenían sus manos derechas en la cadera, sobre las culatas de
sus armas.
—No te preocupes, está todo controlado —dijo Alfil—. No se te
ocurra sacar el arma.
Ella le miró algo preocupada, como si el chico no hubiese visto la
cadena de clavos tendida sobre la carretera que les impedía avanzar.
El vehículo fue frenando despacio y escorándose a la derecha. Los
gendarmes parecían confusos ante esa maniobra. Esperaban a un
BMW X5 gris que se mostraría hostil y con dos ocupantes armados y
peligrosos, pero el todocaminos que tenían delante, y que se
correspondía con aquella descripción, se paraba sin problemas ante su
barrera, y los ocupantes parecían tranquilos y despreocupados, como
meros turistas que paran ante un control rutinario. Eso relajó un poco la
tensión de los gendarmes, que se acercaron despacio hacia el vehículo.
Davina se impacientaba, agarrando con fuerza la pistola que llevaba
entre la puerta y su muslo. El chico sonreía y susurraba sin mover los
labios:
—Tranquila, confía en mí, sonríe como si no supieras lo que pasa,
como si esto fuera un mero control de alcoholemia.
Cuando los gendarmes estuvieron a un metro de distancia de las
puertas del BMW, Alfil aceleró ante su sorpresa y embistió el
Peugeot 308 que les impedía el paso. La enorme diferencia de peso entre
los vehículos y la potencia del todocaminos hicieron que el coche francés
acabase en la cuneta y se abriese una vía libre en el propio arcén donde
estaba aparcado el coche patrulla. Dejaron a la izquierda su mayor
amenaza, los clavos, y a la espalda a los gendarmes disparándoles desde
la distancia. Ya tenían vía libre hacia el pueblo, que tratarían de rodear
con la esperanza de no encontrarse más patrullas, tras lo cual deberían
cambiar de nuevo el vehículo y continuar hacia París. En ese momento,
con el cielo despejado, la carretera mostraba más visibilidad para ser
descubiertos, pero también para que Alfil diera rienda suelta a las
posibilidades del potente motor.
—Hemos pasado esta vez, pero la próxima nos dispararán primero,
no tenemos muchas opciones. ¿Y si abandonamos el coche para hacer un
tramo a pie y despistarles? —Davina no contaba con la confianza que
parecía invadir a su compañero.
—Moriríamos en menos de dos horas con esta temperatura. Déjalo
en mis manos. Por ahora va saliendo todo bien, ¿no?
En cuanto dejaron el pueblo atrás, Alfil golpeó suavemente el
paragolpes trasero de un Volkswagen Polo blanco. Su conductor frenó
hasta detenerse en el arcén. Alfil lo hizo justo tras él y se bajó del coche
fingiendo preocupación por el posible destrozo provocado por el
accidente. El señor que conducía el Polo también se bajó y se acercó a
ver los daños, se mostraba algo asustado por el golpe. No hubo tiempo
para saludos, había prisa y la pareja debía actuar rápido. Alfil le golpeo
en la mandíbula antes de que Davina le disparase, no era necesario
matarle. Luego sacaron el equipaje del BMW y lo metieron en el
maletero del Volkswagen.
—Monta en el asiento trasero y ocúltate bajo esta manta —ordenó
Davina a Alfil tras darle una manta oscura que había sacado de una
maleta.
—Lo sé, buscan a una pareja —respondió él, obediente.
Un par de kilómetros más adelante, y cuando empezaban a ver las
primeras casas del siguiente pueblo, Espelette, avistaron un segundo
control, más férreo y preparado, seguramente ante la información que
hubiesen recibido de los dos gendarmes a los que habían despistado.
—Compórtate con naturalidad y muéstrate sonriente —dijo Alfil
desde debajo de la manta, oculto en el asiento trasero. Los cristales del
coche estaban empañados y eso impedía verle desde el exterior.
Cuatro gendarmes con chalecos antibalas y ametralladoras se
acercaron al coche, ella bajó la ventanilla y preguntó en un perfecto
francés qué es lo que ocurría. No le respondieron, se limitaron a
observarla y mirar dentro del vehículo por si fuese acompañada.
—Abra el maletero, por favor.
La chica pulsó un botón en el mando de la llave del coche y la
cerradura del portón trasero emitió el sonido metálico que anunciaba su
apertura. Dos gendarmes se colocaron tras el coche y, mientras uno de
ellos apuntaba con su ametralladora, el otro abrió el portón.
Mientras tanto, Davina mostraba un pasaporte falso suizo tras la
petición de documentarse. El gendarme lo observó y apuntó por teléfono
a la central el nombre de la chica: Susanne Morandé. Ellos no sabían los
nombres de los dos asesinos que buscaban, pero era el procedimiento
habitual.
—Continúe, señorita —le respondió cuando sus dos compañeros
hicieron un gesto negativo a la comprobación del maletero.
Ella subió la ventanilla y encendió el motor para salir del lugar con
calma pero mostrando algo de curiosidad para convencer aún más a los
gendarmes, preguntándoles, mientras retiraban la barrera de clavos, qué
estaban buscando. En cuanto vio que el control quedaba atrás, perdido ya
en sus espejos retrovisores, aumentó la velocidad a pesar de que Alfil le
pedía que parase el coche.
—¿Dónde vas tan rápido? El asfalto aún está congelado y este coche
es menos manejable en estas circunstancias, y menos seguro en caso de
accidente, que el anterior.
—El cielo está despejado, podrían vernos desde algún helicóptero.
—Si envían helicópteros, lo harán desde ese control y en dirección
hacia España. Nadie nos buscará ya por los siguientes pueblos. Lo lógico
es que piensen que hemos burlado el primer control y tomado algún
camino sin asfaltar antes de llegar al segundo. Además, buscarán el
BMW, aún es pronto para que sepan que hemos robado este.
—Por ese motivo debemos cambiar de coche cada hora u hora y
media, los dueños notificarán su robo y seremos un blanco fácil.
—Tienes razón.
—Si me hubieses dejado matar al dueño de este, tendríamos un
margen de tiempo mayor.
—No quitaremos una vida por ganar veinte minutos, que es lo que
tardarán los gendarmes en saber qué coche tenía el cadáver. Porque
tampoco disponemos de tiempo para hacerlo desaparecer enterrándolo.
Davina no respondió, se limitó a seguir conduciendo a una velocidad
más moderada mientras Alfil se incorporaba en el asiento. Ya habían
pasado el tramo más complicado con éxito y eso les daba cierta
seguridad. Su objetivo a corto plazo era parar en alguna población
pequeña, antes de llegar a su destino, y planificar sus próximos pasos con
tranquilidad.

Los gendarmes del control policial en la entrada de Ainhoa no


volverían a cometer el mismo error, ahora eran seis los agentes y dos las
cadenas de clavos que atravesaban la carretera desde más allá de sus
arcenes y cunetas; y dispararían a cualquier coche que hiciese un
movimiento extraño, no pensaban arriesgar sus vidas. Claro que tampoco
esperaban tener más jaleo esa mañana, los del BMW X5 eran claramente
los fugitivos a quienes estaban buscando tras las órdenes recibidas de
madrugada, y si ya habían logrado pasar, no tenía el más mínimo sentido
que siguiesen allí esperando; así que maldecían la burocracia de sus
superiores con respecto a las órdenes recibidas desde arriba. Las horas
pasaron y solo cuatro vehículos se aventuraron a acercarse al pueblo tras
la tormenta, todos ellos de lugareños conocidos por los gendarmes.
Acababan de dar las nueve de la mañana cuando vieron un todoterreno
acercarse, a ese no lo conocían.
Dos gendarmes se colocaron en el centro de la carretera con las
manos en las armas y los otros cuatro les cubrían desde el arcén. Las
barreras de clavos estaban sobre la calzada y el vehículo, un Toyota Land
Cruiser, frenaba para detenerse donde le indicaban los agentes.
—Documentación. —No hubo lugar para saludos de cortesía, el
gendarme que permanecía al otro lado de la puerta del conductor, tenía el
dedo en el gatillo de su ametralladora y el seguro del arma quitado.
Pablo no entendía el francés, pero comprendía lo que ocurría, trató de
permanecer en calma ante tantas ametralladoras apuntándole y sacó su
placa todo lo despacio que pudo. Allí había terminado todo el periplo y
sus ansias por detener a Alfil. Cuando se identificase como Pablo
Aguilar, la chica comprendería el engaño y los gendarmes, si habían
recibido sus datos desde Madrid, le detendrían por haber huido de la
escena del crimen en Chueca. Aunque, por suerte para él, ese mal
augurio no se cumplió. Oiana había comprendido su limitación
lingüística y, antes de que el teniente mostrase su documentación, se
inclinó para mostrarse ante el gendarme.
—Bonjours François, si nos entretenéis tanto tiempo, esos dos hijos
de puta se van a escapar —dijo en un francés nativo.
—Oh, mon dieu, Oiana, no te esperábamos.
Todos los agentes bajaron sus armas al reconocer a la chica que solía
acercarse a Ainhoa a visitarles y tomar unos pinchos con cerveza a
menudo con ellos. Pablo suspiró tan aliviado como si hubiera vuelto a
nacer.
—¿Ha pasado un X5 gris con una pareja dentro?
—Hace tres horas, al amanecer. Esos cabrones casi nos atropellan.
—Ya habéis tenido más suerte que Mikel y yo, a nosotros nos
echaron de la carretera y casi acabamos en el río. Estamos vivos de
milagro.
—No jodas, ¿y como está ese vago de Mikel?
—¿Qué pregunta más tonta? Ya sabes que está durmiendo. Y siento
no poder quedarme a charlar, pero el teniente y yo no disponemos de
más tiempo, queremos cazarles antes de que desaparezcan.
—Tres horas es mucha ventaja, Oiana. Y sabes que aquí tenéis que
actuar extraoficialmente o nos meteremos todos en un lío.
—Lo sé, ¿ves? —dijo mostrando su pistola y guiñando un ojo
cómplice—, llevo el seguro puesto.
—Ten mucho cuidado, esos dos son de los peores que te puedes
encontrar.
—¿A qué te refieres?
—A que son de esos que no aparentan lo peligrosos que son.
—Entiendo… —Oiana sabía que esa era la forma que tenía François
de describir a quien él llamaba gente bien. Chicos de no más de treinta
años, muy atractivos y con estilo. De esos a los que nadie dice no o les
impide la entrada en ningún sitio; pero que esconden intenciones nada
amigables, llegando a ser más peligrosos que cualquier otro delincuente
y sin que nadie lo hubiese esperado tras echarles un vistazo.
—Daré un aviso a los compañeros —añadió el gendarme—, pero no
a la central, de que has entrado al país. Te apoyarán, aunque solo sobre el
terreno, si te metes en un lío gordo, tendremos que lavarnos las manos y
estaréis solos.
—Ya sé cómo funciona, y no olvidaré que hoy es por mí y mañana
por ti. Gracias compañeros.
Los gendarmes habían retirado las bandas de clavos y Pablo, que ya
respiraba con tranquilidad, arrancó para salir a toda velocidad. El
operativo de seguimiento y persecución que habían solicitado desde la
central de Madrid parecía que se centrase casi en exclusividad en atrapar
a la pareja de asesinos, dejando a un lado la detención del tercer
implicado en aquella refriega: él mismo. Pablo veía la mano de Javier
tras todo aquello, Balmaseda debía de estar frenando la orden de su
detención para darle tiempo a investigar. Sin duda le estaba
sorprendiendo, nunca habría imaginado que se jugaría su puesto en un
caso de múltiples asesinatos por alguien que solo había visto tres veces
en toda su vida. Pero no disponía de tiempo para estar pensando en esas
cosas, el reloj corría en su contra y debía ganarle terreno al fantasma y a
la asesina que iba con él. Esas horas de ventaja podrían ser decisivas si
no apretaba el paso.
Y por si todo aquello no fuese lo suficientemente desalentador, el
sueño y el cansancio le tenían completamente vencido.
—Le he visto nervioso en el control de antes. ¿Se encuentra bien,
teniente?
—Sí, es solo cansancio por tantas horas al volante, pero puedo
continuar un rato más. No te lo creerás, pero en todos mis años de carrera
nunca había visto un control policial tan férreo y con tanta agresividad.
Menos mal que ninguno de ellos estornudó mientras nos apuntaban con
las ametralladoras.
—Y pudo ser aún peor.
—¿Peor?
—Pudimos estornudar nosotros.
Ambos rieron a pesar de sentir el sudor frío en la espalda al pensar
que aquello no tenía la más mínima gracia. Luego, cuando Oiana notó ya
demasiado cansado a su acompañante, le ofreció un cambio de turno.
—Puedo conducir y así usted podrá descansar. Si esos dos se saltan
otro control, me avisarán al móvil.
Pablo miró el teléfono que Oiana señalaba. Ese pequeño artilugio
electrónico podía acabar con su operación en cuanto enviasen su foto a
todos los cuerpos de policía nacionales y autonómicos, sin embargo,
también podía acercarle a la captura de los dos asesinos. Ahora ya no
podría deshacerse de él, solo rezar para que la información de los
fugados llegara antes que la suya propia.
—Tutéame, no estamos de servicio en este país. Y quizá en un rato
necesite aceptar tu oferta, pero por ahora voy bien.
Mentía, nunca antes se había sentido más agotado, pero no podía
dejarla conducir y que viese que el coche era robado. Ninguna llave
aparecía en el contacto, era extraño que ella no se hubiese percatado aún,
pero desde la posición del conductor sí apreciaría los cables empalmados
bajo el volante, y no podía permitir que le descubriese aún. Usó toda la
rabia que le producía la muerte de Miguel, su impotencia al no haber
detenido a Alfil en el taxi y su situación actual como proscrito para sacar
fuerzas de donde ni él mismo sabía que aún conservaba.
—¿Se sabe algo nuevo de los asesinos? —preguntó ella—. En el
parte que recibimos no aparecía mucha información, y no he visto la
televisión desde entonces.
—No sabemos nada sobre la chica, solo que fue ella la que disparó y
mató al policía en la calle. Del chico sabemos algo más, sospechamos (se
sintió extraño al decirlo en plural cuando solo él confiaba en ese dato)
que puede tratarse de un asesino en serie muy peligroso, alguien letal.
Mejor no cometer un error ni dudar un segundo ante ninguno de ellos.
—Parece que les conocieses en persona. Al menos cuando hablas del
tipo, cualquiera diría que llevas tiempo tras él.
Pablo sintió cómo esas palabras quemaban en su interior. La chica
era inteligente, había adivinado que un vínculo le unía al asesino solo
con oírle hablar de él unos segundos. Debía ser inteligente y cauto para
no ser descubierto por ella.
—¿Has oído hablar del caso de el fantasma?
—¿El tipo que se entregó el año pasado?
—Imagina que aquel solo fuese un fantoche, un imbécil de esos que
ahora surgen de debajo de las piedras buscando su momento de fama;
imagina también que el verdadero asesino se hubiese mantenido en la
sombra durante unos meses, aprovechando que nadie le perseguía.
—¡Eres andaluz! Menudo acento tienes ahora, antes no te lo había
notado.
—Bueno, ya sabes cómo funciona la policía nacional, te destinan
siempre al lugar más alejado de tu familia.
—¿Qué me vas a contar? Yo opté por la Foral para quedarme por la
zona. Pero disculpa, estabas contándome algo que me interesa bastante.
Aquí en Navarra se vivió con intensidad cuando ese fantasma mató a una
chica en Bilbao.
—No hay mucho más que decir, el tipo desapareció cuando el otro se
entregó en Madrid. Ahora tenemos sospechas de que haya vuelto a las
andadas, aunque no sabemos los motivos, ya que no ha muerto ninguna
chica con el modus operandi que usaba.
—Entonces, el tipo que viaja con la asesina, ¿es el verdadero
fantasma?
—Puedes estar segura de ello.
—Pero si el tipo encarcelado y juzgado era inocente, tratándose de
una cadena de asesinatos por todo el país, tendría coartadas para varios
de esos crímenes.
—El muy imbécil se negó a tener una defensa decente porque quería
ser condenado, de ese modo certificaba oficialmente su identidad como
el asesino.
—¿Y se hubiera comido veinte años en la cárcel?
—Pensaba confesar y repetir el juicio pasado un tiempo.
—¿Pensaba?
—Lo encontraron muerto en su celda hace menos de un mes.
—¡Joder!
—Hay mucha gente interesada en que los errores institucionales no
salgan a la luz, y la vida de un personaje patético como aquel no vale
más que una cajetilla de tabaco en una cárcel llena de verdaderos
asesinos. Asesinos sin escrúpulos como ese que perseguimos.
—Vaya, te veo muy convencido de su culpabilidad.
—Tanto como para apostar la placa que llevo en el bolsillo y toda mi
carrera.
Oiana sintió un escalofrío ante aquellas palabras, y más después de
contemplar el semblante mortecino que había adoptado el teniente. No
despegaba ojo de la carretera, miraba un punto fijo en el horizonte como
si toda su vida dependiese de llegar hasta él. Eso le hizo pensar que todos
sus ideales y deseos de cumplir con su deber no llegaban a la suela de los
zapatos de aquellos que mostraba su compañero temporal.
A la una del mediodía, cuando el cielo daba por finalizada su tregua
y parecía prepararse para descargar de nuevo toda su ira en forma de
nieve sobre la región, el coche de Javier Balmaseda llegó a la comisaría
de Elizondo. Aparcó en la entrada donde su homónimo sevillano,
haciéndose pasar por él, lo había hecho varias horas antes. Necesitaba
tomar un café y saber de primera mano lo que la Policía Foral hubiera
descubierto durante ese tiempo. Y como no tenía forma de contactar con
Pablo, que era el que seguro tendría más avanzada la investigación, tuvo
que contentarse con la información que manejasen los forales. Entró en
la comisaría y se dirigió al agente que le observaba desde un mostrador
de recepción a su derecha.
—Buenos días, o tardes, o lo que sean. Teniente Javier Balmaseda
del departamento de homicidios de la Policía Nacional —dijo mostrando
su placa e identificación al serio y escéptico agente vestido de rojo y azul
marino—, busco al comisario u oficial al mando de esta comisaría.
—Espere un segundo, teniente —obtuvo por respuesta.
El agente, tras llamar por teléfono y susurrar lo más bajo posible,
colgó y se dirigió hacia él.
—Pase por esa puerta, le recibirán ahora mismo.
Javier entró en el pasillo que le indicaba y pudo ver a dos hombres
que se le acercaban rápido y con caras de preocupación. Uno de ellos era
joven y vestía con el mismo uniforme de la foral que el chico de la
recepción, el otro, de paisano, fue el que inició la conversación.
—Teniente Luis Irurzun, estoy al cargo de esta comisaría.
—Javier, Javier Balmaseda, de la Policía Nacional, quisiera que…
—Siento interrumpirle, oficial, pero tengo que pedirle que nos
muestre de nuevo su identificación.
Javier lo hizo sin comprender lo que pasaba. Los dos policías forales
inclinaron el cuerpo para comprobar la autenticidad de la placa y leer al
detalle su carnet. El teniente pensó que jamás nadie lo había hecho de
esa forma desde que se lo entregasen hacía décadas y tras aprobar las
pruebas en la academia.
—¿Ocurre algo que deba saber?
—Nada, teniente. Es que… esto es embarazoso. ¿Tiene un minuto?
—No dispongo de mucho tiempo, ya saben que estamos en medio de
una investigación complicada, pero si es tomando un café… Lo necesito.
—Por supuesto, deje que le invitemos a un café y a un tentempié.
No pasaron a la sala de espera sino al despacho del propio Irurzun,
donde este le sirvió una taza de su propia cafetera y le dio algo de picar
que tenía por los cajones de su escritorio. Sin más dilación, el teniente de
la foral comenzó a explicarle el extraño suceso ocurrido con su
identidad.
—Hace unas horas, una sargento foral ha abandonado la comisaría y
luego nos ha enviado un mensaje para indicarnos que iba en compañía de
un oficial de la Policía Nacional para tratar de interceptar antes de la
frontera a los fugitivos que todos andamos buscando.
—¿Y…? No comprendo sus caras ni a qué viene la historia que
acaban de contarme.
—Según el mensaje de la sargento Oiana Antón, el oficial al que
acompaña en estos momentos es el teniente Javier Balmaseda.
Comprenderá que…
Lo entendió en el acto. La sargento se había marchado con Pablo
Aguilar, que seguía suplantando su identidad para lograr acercarse a los
asesinos de Chueca. Entonces supo que había hecho bien en anular la
orden de distribuir la foto del sevillano por todas las comisarías, podría
utilizar la información y lo que descubriesen Pablo y esa sargento en la
persecución, mucho más cercana que la suya propia, de los dos asesinos.
Quizá ya estuviesen muy cerca de ellos o a punto de interceptarles.
—No se preocupen, mi ayudante se había adelantado y habrá dado
mi nombre a la sargento por si lo reconocía en los e-mails que hemos
enviado pidiendo su ayuda. Sabiendo eso me quedo más tranquilo.
—Y nosotros también. Nos ha asustado el recepcionista de la
comisaría cuando nos ha dado su nombre, nosotros le imaginábamos ya
en Francia.
—Hacia allí partiré en unos minutos, aunque antes me gustaría
pedirles un favor.
—Lo que necesite.
—Les daré el número de mi teléfono móvil para que me llamen si
reciben alguna noticia de su sargento. Prefiero tener la información en el
acto que tras pasar por los recepcionistas de la central de Madrid.
—Eso está hecho.
Javier se marchaba de la comisaría meditando sobre su actuación si
llegaba a encontrarse con Pablo. ¿Qué haría si le estuviese frente a
frente? ¿Qué haría él? ¿Le dispararía, huiría, se entregaría o trataría de
negociar? ¿Implicaría a la policía francesa, cometiendo un delito
intracomunitario, por atrapar al fantasma? De todas esas preguntas que
se hacía, la última era la que tenía una respuesta más evidente.
Capítulo 13

Un ondulante mar de oscuras tejas centenarias se tornaba escarlata ante


los últimos coletazos del crepúsculo. La ciudad de París parecía perderse
en la distancia ante los ojos de Alfil, que asomado al balcón de una suite
del majestuoso Hotel Bastille, había disfrutado de la visión del bello
atardecer sobre las torres de Notre-Dame mientras repasaba por última
vez su plan. Davina y él habían llegado esa misma mañana, casi al alba,
para recoger la documentación falsa que la chica había encargado con
antelación a un contacto de confianza y ajeno a su antigua agencia.
Ahora, el matrimonio compuesto por Rose y Adam Leduc había podido
descansar y dormir tras su llegada de un largo viaje. Atrás quedaron los
cinco días de travesía en coche desde que cruzaron la frontera, aunque
tres de ellos los pasaron en una habitación de un pequeño hostal en
Tours, a doscientos cuarenta kilómetros al sur de París, donde Davina
estuvo ordenando información y descifrando nuevos códigos de
mensajes en el ordenador portátil. Los grandes descubrimientos que
logró allí dieron un vuelco importante y optimista a la misión, había
localizado al pez más grande del estanque y debían moverse deprisa para
atraparlo. Esa misma noche atacarían con rapidez y partirían de nuevo
hacia otro destino. Harían una operación relámpago, como en el sector
de Davina llamaban a las incursiones de unas pocas horas; eran las más
caóticas por la cantidad de factores que quedaban en manos de la
improvisación, pero también las que conllevaban menos riesgo de ser
atrapados por sus enemigos o por la policía. El factor sorpresa sería
decisivo.
—Tenemos un ochenta por ciento de probabilidad de éxito si todo
sale bien. ¿Lo tienes todo claro?
La pregunta de Davina lo extrajo con violencia de sus cálculos y
meditación. Tras recuperar el sueño durmiendo durante casi todo el día,
la chica acababa de salir de la ducha y permanecía sentada sobre una
butaca, envuelta en una toalla a la espalda de Alfil.
—No hay mucho que estudiar, el plan es más que sencillo. Tan solo
espero poder vender con facilidad los diamantes tras la operación. El
dinero en efectivo es mucho más valioso en nuestra situación. No puedo
retirar fondos con facilidad sin delatar mi posición a tus antiguos
camaradas.
—Ese vendedor belga te permitirá su devolución sin ningún
problema, es de fiar. Aunque perderás un seis o un siete por ciento del
importe. Menos es nada.
—Un buen negocio… ganar ese porcentaje en veinticuatro horas lo
hace un trabajo bastante productivo. Creo que me equivoqué al elegir la
fotografía.
—Dudo que eligieras nada, un niño rico no debe tomar elecciones de
ese tipo, son los trabajos divertidos y cómodos los que os escogen a
vosotros. Y no creo que fuese el dinero lo que te hizo trabajar sin
necesitarlo.
Alfil, que aún permanecía asomado al balcón, se giró y miró a la
chica, estaba preciosa con el pelo mojado y peinado hacia atrás, y la
suave luz del atardecer que entraba por las ventanas le sentaba de
maravilla a su piel bronceada. Sonreía, algo no muy habitual en ella.
Alfil sabía que bajo esa sonrisa siempre permanecía el recuerdo del
infierno de su infancia, por ese motivo ella no comprendía las quejas que
podría tener alguien como él, que se había criado y educado entre los
mayores lujos que se puedan tener o desear. Davina no asimilaba que
Alfil tuvo de todo menos lo que sí disfrutó ella, el calor y amor de una
familia. Él se limitó a llorar por unos padres que se marcharon
trágicamente y sin avisar, quedando bajo la tutela de su estricto abuelo y
los únicos momentos de cariño que su abuela le proporcionaba. Davina
no alcanzaba a comprender que siempre se valora más aquello que no se
tiene y que, mientras ella sufrió hambre y frío, él adoleció de otras
necesidades igualmente básicas para la vida.
Alfil era consciente de su situación económica, no podía quejarse, y
menos aún ante la chica y después de las últimas averiguaciones sobre su
difícil pasado. Pero detestaba tener que disculparse por haber tenido una
vida fácil en ese sentido.
Salvador, el viejo abogado de la familia, ya retirado de todos sus
negocios salvo de aquellos que concernían al niño que había visto crecer
después de jugar entre las mesas de los despachos de su bufete, le había
pasado el último informe de cuentas mensual hacía solo dos días por
e-mail. Los dividendos como máximo accionista del holding empresarial
heredado de su abuelo, sumado a las cuentas corrientes, a la venta de las
casas que fueron de sus antepasados y a las ganancias en el mercado
bursátil de sus acciones en otras empresas, sumaban un importe de algo
más de doscientos setenta millones de euros. Una cifra mucho más alta
que la calculada por el propio Alfil, claro que llevaba más de una década
sin prestar la más mínima atención a su patrimonio y nunca antes había
leído los informes que le enviaba su abogado. Con dieciocho años creó
una cuenta corriente al salir de Barcelona con lo justo para sobrevivir
unos meses. En ella ingresaba sus honorarios como fotógrafo y con ella
pagaba facturas, sueldos de colaboradores, caprichos y otros gastos
varios. Una cuenta que no tendría en la actualidad más de treinta
millones y que era la única a la que echaba un vistazo muy de cuando en
cuando. Se alegró al saber que no tendría problemas de liquidez durante
su nueva diversión: la búsqueda y aniquilación de los jefes de la agencia
Trouver, y de todos los agentes y sicarios que enviasen contra él.
Tampoco le faltaría dinero para establecerse con comodidad en cualquier
parte del mundo que eligiese tras la tarea, si es que salía victorioso y con
vida de ella.
—El dinero no me hizo elegir el trabajo —respondió con frialdad—,
tampoco creo que tenga que pedir disculpas constantemente por haberlo
tenido. Y recuerda que no soy el responsable de tu vida, de tu infancia ni
de tus decisiones.
—Disculpa, no he querido molestarte, ya sé que tuviste lo tuyo
también.
Davina se levantó y le abrazó, transmitiéndole un calor y humedad
con su cuerpo que él recibió con un fuerte abrazo y un largo beso.
—Te noto distante y tenso a la vez. ¿Has vuelto a tener otra
pesadilla?
—Algo así, esta noche soñé con una de las largas lecciones de mi
abuelo. Cuando tenía trece, o quizás catorce años, me obligaba a
mantener conversaciones en las que no podíamos usar una vocal, debía
agudizar mi mente, en tiempo real, para lograr continuar con la
conversación sin retrasar en ningún momento las palabras que debía
elegir con cuidado.
—Madre mía, eso parece una tortura nazi. ¿Cómo se puede hablar sin
usar una vocal? A lo sumo, podría decir algunas palabras sueltas.
—No creas, imagina que no pudieras usar la vocal i.
—De acuerdo.
—Entonces te centras en permanecer durante horas hablando al
margen de usarla, ¿cómo? Te adaptas buscando aquellas palabras que no
la contengan, aquellas cuyo concepto represente algo semejante para
mantener la charla y lograr tu meta. Puedes permanecer hablando de esa
forma más de lo que se supone que es probable, después de todo, no es
más que una mera letra de todo un alfabeto. Creyendo en tu destreza y
con la fuerza de la costumbre, lo lograrás en pocas semanas.
—No lo veo tan fácil.
—Pues es lo que he hecho ahora mismo, no pronunciar la vocal i en
ningún momento.
Davina permaneció pensando durante unos segundos, no recordaba
las palabras que había pronunciado Alfil, así que se quedó con la duda de
saber si bromeaba o lo decía completamente en serio. Le dio un rápido
beso en los labios y corrió hacia el baño para secarse el pelo, quedaba
poco para que pusiesen en marcha su plan.
Alfil solo contó esa parte del sueño, pero había más. A su mente
había llegado un fragmento de conversación que creía perdido en los
recovecos de su memoria. Un fragmento de una de aquellas soporíferas
charlas que mantenía con su mentor y que entonces, siendo un niño,
consideraba estériles. Pero que ahora regresaban a él como sabiduría que
podría salvarle la vida.

«—Me preguntas por el amor que sienta o pueda sentir hacia tu


abuela, ¿lo consideras importante? —Su mentor le miraba con frialdad,
como siempre, pero no había decepción ante la pregunta de su nieto,
aceptaba cualquier tema de conversación en sus clases de debate.
—El amor siempre es importante, abuelo.
—Me decepciona que lo veas así. El amor te hace débil, te hace
bajar la guardia. Ya sea amor verdadero o el cariño que sientas por
amigos o familiares.
—Pensaba que el amor y el cariño te arropaban, haciéndote más
seguro y fuerte de cara a enemigos, a negociaciones, etc. Al no sentirte
solo, tendrías menos preocupaciones.
—En absoluto, el amor es un signo de debilidad. Si amas y quieres a
personas de tu entorno, tu mente flotará en un mar irreal que acabará
provocando tu naufragio, el amor será un velo que tape tus ojos y te
impida ver las olas que te derribarán. Si estás pensando en los seres
queridos, no te concentrarás en tus metas, en tus objetivos, ni en cómo
lograrlos con todo el potencial de tu cerebro. Por no hablar de los
momentos de relax en casa o simplemente a solas. Si tu mente vuela para
estar con esos a quienes amas, ¿cómo podrás pensar, planificar, estudiar
tus pasos de cara a vencer en tus acciones, en tus propósitos?
—Ya entiendo. Y si el adversario en las negociaciones es una chica
que te gusta…
—Entonces peor. Si quieres tener alguna posibilidad de triunfo,
debes mantener las emociones al margen. Nunca atacarás siquiera con
el setenta por ciento de tus fuerzas a alguien a quien amas. Imagina que
esa persona no siente lo mismo por ti, él o ella podrá luchar contra ti
con ventaja. Nunca te dejes llevar por las emociones que el amor te
insufla hacia amigos, pareja, familia…, debes ser frío como el hielo si
quieres vencer en la vida.
—¿Y si alguna vez me enamoro de una chica?
Su abuelo esbozó una leve mueca de agrado, sabía que su pequeño
Alfil se dirigía hacia esa cuestión desde el principio, y lo estaba
esperando.
—Tu mente tratará de engañarte en esos momentos. Creerás que
todo esto que hemos hablado ahora no era lo acertado, lo lógico o real,
ya que va en contra del veneno que el amor estará inyectando en ti. En
una relación, el que está más enamorado es el que peor lo pasa, el que
lo da todo por el otro es quien acaba perdiendo en la batalla que supone
enamorarse. Esa chica podrá hacer contigo lo que desee, no permitas
jamás que nadie dirija tus pasos. Nadie.
—Pero tú lo haces conmigo, abuelo.
—Yo te adiestro, te muestro el camino correcto y las piedras que
encontrarás al caminarlo. Claro que puedes decidir, cuando tengas la
edad adecuada, olvidar todo esto y tomar tus propias decisiones basadas
en tu criterio. Entonces comprenderás muchas cosas que ahora te
intrigan o aún desconoces, pero que, a su debido tiempo, te
atormentarán.
—Gracias abuelo, trataré de recordarlo.
—Más te vale, mi pequeño Alfil, más te vale».

La oscura, fría y húmeda noche le amparaba en su camino hacia la


librería Shakespeare & Co. En unos minutos estaría manteniendo una
conversación con el líder de la agencia Trouver, sin que este supiera que
tenía frente a él a su mayor amenaza. Dentro de menos de una hora, si el
plan daba buenos resultados, Davina y Alfil habrían asestado el golpe
más duro a su enemigo, habrían dejado sin cabeza a la serpiente. Ese
margen de tiempo hasta que se recuperasen podría ser vital si la pareja
actuaba rápido y terminaba con el resto de sus líderes.
Podría disparar a su objetivo en la misma tienda y no tener que
complicar tanto la operación, pero alertaría al resto de agentes y líderes
de la agencia en menos de un día. El plan que habían creado les daba un
margen de tiempo mucho mayor al hacerles creer que se trataba de un
simple accidente.
Alfil se encontraba a doscientos metros de su objetivo cuando notó
que tenía en mente demasiadas cosas, no estaba centrado en su objetivo
al cien por cien. Haciendo regresar el recuerdo de su abuelo. «Necesito
dejar de pensar en ojos de miel y cabellos bajo el alba para concentrarme
en coartadas y armas, en agentes y documentos, en policías y muerte, y
en vías de escape y mentiras que me den la posición correcta para atacar
con mi alfil. Necesito ser más frío. Más me vale centrarme, porque esta
partida es infinitamente más compleja que las que jugaba en España,
aquí el adversario es letal como yo y sabe jugar mejor que la policía
española».
Hacía frío. Subió la solapa de su americana, se aseguró de que su
reloj se viese bien y caminó hacía la esquina con decisión. Había
comenzado su ataque al rey.
Capítulo 14

Mientras Alfil daba buena cuenta de Le Conn bajo el puente de la


Tournelle y partía luego hacia Bruselas con Davina, otra pareja ordenaba
conceptos en una habitación de hotel de París.
—Hace cinco días que cruzamos Ainhoa y no sabemos nada de los
fugitivos, y no creo que mis compañeros me puedan cubrir más de cara a
la comisaría central. —Oiana se mostraba preocupada ante la falta de
resultados y la más que posible sanción que le esperaba a su vuelta.
El teniente Luis Irurzun había firmado un parte de baja temporal por
enfermedad, falsificando la firma de la sargento y pidiendo un favor al
médico de Elizondo, que era amigo de ambos policías. Pero una
filtración (sin duda de Mikel) había informado a la central de Pamplona
sobre su incursión ilegal en el país vecino. Tendría que dar muchas
explicaciones a su vuelta, así que confiaba en regresar con buenas
noticias sobre la captura de los fugitivos.
Pablo la veía hundirse día a día, a la vez que el tiempo se terminaba
también para él. El margen concedido por Javier estaría llegando a su fin
y pronto sería un objetivo más para toda la policía española y, casi con
toda seguridad, también para la francesa. La propia Oiana le detendría en
el acto tras descubrir que la había estado engañando todo ese tiempo. Al
menos ella volvería con un detenido y salvaría su situación, consideraba
que la chica lo merecía por su actitud y su compromiso. Algo en ella le
recordaba a sí mismo cuando tenía seis o siete años menos y aún no
había descubierto los cadáveres bajo la alfombra que ocultaba el sistema.
Ahora no era más que una sombra de aquel policía, un tipo acabado que
se había dejado engañar por un delincuente miserable y esa mala
decisión había acabado con la vida de su ayudante y con su propia
carrera. ¿Qué se podía esperar de alguien a quien apodaban
Cazafantasmas?
—Deberías regresar. Yo continuaré unos días más, y ya volveré si no
obtengo alguna pista fiable.
—No me gusta la idea de dejarte solo. Pero antes de irme me gustaría
pedirte algo.
—Cuéntame.
—Nunca quieres hablar de tus motivos en esta misión. Sé que tú
tampoco estás autorizado para llevar a cabo una investigación fuera de
España, y aún así te veo obsesionado, casi sin dormir cada día y cada
noche, en la búsqueda de ese tipo. Oigo la televisión de tu habitación a
través de la pared cada noche y no creo que ese insomnio te siente bien.
De eso se trata, no alcanzo a comprender qué ha hecho, o qué te ha
hecho a ti, ese tipo para crearse un enemigo tan concienzudo.
Ya no había motivo alguno para ocultárselo, sus caminos se
separarían en unos minutos y Pablo supo que era el momento de contar
la verdad, o, al menos, parte de ella a quien se lo estaba jugando todo a
su lado. Respiró hondo y se sentó en el borde de la cama.
—El chico que mató en Madrid era un policía amigo, un chico joven
e inteligente como tú y con un gran futuro. Debí impedirle que me
acompañase en aquella misión, era algo que debía hacer yo solo, y desde
entonces cargo con la culpa de su muerte. Siento no haberte contado toda
la historia, tal vez descubras los motivos en breve, en cuanto pises
territorio español y tengas contacto con tu comisaría.
—¿A qué te refieres?
—Yo estaba allí, fui testigo del asesinato y no pude hacer nada por
salvarle. Lo que me mortifica es que estaba atado de pies y manos por el
reglamento… y por mi cobardía. Debí haber actuado por instinto en
lugar de seguir el procedimiento, debí…
—Entonces hiciste lo correcto, no deberías martirizarte por ello.
—¿Hacer lo correcto? Eso no quita que me sienta culpable. Un buen
policía debe saber cuándo seguir las reglas y cuándo no. ¿Es mejor quitar
a un asesino de las calles y perder tu empleo o mantener tu puesto y ver
cómo mueren inocentes por tu decisión? Aún perdiendo la vida en la
pelea, uno debe luchar sin miedo por lo que considera justo.
—Entiendo.
—No te ofendas, pero dudo mucho que lo puedas comprender.
Cuando estás en la etapa en la que te encuentras ahora, todo es
reglamento, normas y tozudez, es lo que has aprendido en la academia y
el camino que consideras correcto para progresar y para hacer bien tu
trabajo. Pero con los años vas viendo que el instinto y actuar de la forma
justa es más valioso que los ascensos, los reconocimientos y que esos
estúpidos votos que juramos cuando nos entregan nuestra primera placa.
Oiana no respondió, permanecía observándole como si desease
descubrir mucho más de aquel fuego que parecía arder dentro del
teniente. Parecía asustada por lo que suponían aquellas palabras pero, a
la vez, maravillada por la idea de tener ese carácter, esa firmeza y esa
seguridad ante un caso tan complicado, llegando a estar dispuesto a
perder el empleo (o la vida) por hacer lo correcto, aunque supusiera
desobedecer órdenes y leyes.
—Casi seguro que oirás cosas sobre mí cuando regreses a España y
recuperes el contacto con la investigación desde allí. Oigas lo que
oigas… quiero que sepas que es todo cierto.
Pablo salió a caminar alrededor del hotel, necesitaba respirar aire
fresco y estar un rato a solas; continuar junto a la chica le producía una
serie de sensaciones que no controlaba, y eso le asustaba cada día más,
ya que cada noche aumentaba su presencia en sus pensamientos. Oiana
apartaba el caso de el fantasma de su mente para monopolizarla con una
ambigua sensación a medio camino entre lo espléndido y lo ridículo. Una
sensación olvidada desde su adolescencia y que le embriagaba entre
remordimientos y deseos. Comenzaba a preocuparse y a pensar en cosas
que antes nunca habría imaginado: «¿Qué haría Oiana cuando no
trabajaba? ¿Le gustaría ir al cine, al teatro, a museos? ¿Leía libros? ¿Qué
tipo de libros? ¿Qué películas le gustarían? ¿Tendría muchos amigos,
novio, pretendientes? ¿Con quién viviría? ¿De qué color sería su pijama?
Es una suerte que no haya visto el mío. ¡Maldita sea! ¿Por qué no traje
mejor ropa cuando hice la maleta en Sevilla? ¿Sería Oiana tan simpática
y amable con él si en lugar de un teniente de la Policía fuese su…?».
Aprovechó para tomar una copa en un bar cercano, hacía años que no
probaba el alcohol y su estómago vacío protestó. Fue entonces cuando
vio en las noticias en directo el hallazgo del cuerpo sin vida del librero.
Permaneció en silencio, tratando de olvidar los enormes ojos azules de la
sargento y de concentrarse en traducir todo lo que podía sobre las
declaraciones de la gendarmería y de la esposa afligida del fallecido. No
conseguía descifrar ni la mitad de lo que hablaban. «Si no domino el
inglés, ¿qué voy a saber del francés?», pensó, así que pagó la copa y
volvió corriendo al hotel para pedir a Oiana que le tradujese toda la
información.
La chica estaba haciendo la maleta con un semblante en su rostro aún
más hundido y preocupado, se le notaba la lucha que mantenía en su
interior por quedarse unos días más, aún teniendo que aceptar el castigo
que el comisario le impondría, fuera el que fuese. Se giró al sentir la
puerta a su espalda y su semblante cambió, alegrándose al ver entrar de
nuevo a quién creía ser Javier Balmaseda con esa actitud jovial y
excitada, como un sabueso al creer haber vuelto a encontrar el rastro de
su presa. Sin decir una palabra, el teniente cruzó a toda prisa la
habitación, encendió el televisor y buscó un canal de noticias. Seguían
dando la información, a modo de bucle, del fallecimiento más reciente y
de impacto en la ciudad. La chica tradujo todo lo que comentaban las
autoridades y los testimonios de la viuda. Pablo iba mostrándose cada
vez más nervioso y no paraba de tomar apuntes sobre unos folios
arrugados que siempre llevaba plegados en un bolsillo.
—Ha sido él, o ellos, seguro. Han sido ellos. —Le temblaban la voz
y las rodillas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó la chica.
—Todo lo que vemos y oímos compone un mosaico, o llámalo piezas
de un puzzle. Imagina que esas piezas están todas ante ti, ¿tú qué ves, así
por encima?
—Uf, yo veo un infarto de un tipo mientras paseaba y a su mujer
llorando ante las cámaras.
—No, no me digas lo que ve todo el mundo, ya que es lo que han
oído al presentador de las noticias. Me refiero a todo lo que le rodea, y
también a las circunstancias. No te centres en lo que parece solo porque
lo ha dicho un tipo de uniforme o un presentador guapo y trajeado.
Observa todo el conjunto e investígalo, encaja las piezas del puzzle y
dime lo que ves.
—Creo que tantos días casi sin dormir, pasando frío y buscando sin
parar noticias de esas que tú llamas reveladoras, me han dejado el
cerebro bajo mínimos. Me temo que tendrás que ilustrarme.
—Nada.
—¿Cómo? —Quedó extrañada y mirándole con intriga, abriendo la
boca lo justo para que Pablo se pusiese un poco más nervioso. Igual que
cuando tenía la manía de morderse el labio mientras le escuchaba hablar.
Pablo respiró hondo para centrarse y le respondió.
—Que nada encaja, ni una sola pieza encaja en la historia que
tenemos ante nosotros. Esta es la noticia reveladora que buscaba.
—Y ahora viene cuando me lo explicas, ¿no? Porque sigo sin
enterarme de nada.
—Debes analizarlo todo desde el origen, desde el comienzo de la
historia.
—El momento en que le da el infarto.
—No.
—Cuando sale de la librería.
—Tampoco —Pablo hizo una mueca de desesperación y comenzó a
adoptar un tono más condescendiente, cosa que no agradó mucho a
Oiana pero que pasó por alto para oír su explicación. Era un privilegio
aprender de un policía tan perspicaz, metódico y entusiasta—. El origen
está en su casa, su hogar. Ese es el origen de toda persona, nada dice más
de ti que el lugar en el que vives.
—Es una casa enorme y muy bonita, ya quisiera yo tener una así.
—Y todo el mundo. ¿Cuánto crees que costará una casa así, como la
que se veía mientras la viuda lloraba ante la prensa? ¿Cuatro, cinco
millones? ¿Quizá seis?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé, supongo.
—¿Te parece lógico para un librero? Aunque venda ediciones a
precios prohibitivos y especule con libros de coleccionismo, es mucha
casa para un tipo que vende libros a turistas. Pero eso lo dejaremos a un
lado, quizá su mujer sea rica o tengan herencias. Como no conocemos
esos datos, lo aparcaremos como supuestos indicios irregulares. Claro
que una casa así hay que mantenerla con impuestos, suministros,
limpieza, climatización, etc., y ahí volvemos a los ingresos que tengan.
Oiana asentía con la cabeza mientras ordenaba la información que
Pablo exponía.
—Lo siguiente es el paseo. El tipo termina de trabajar y se marcha a
dar un paseo. ¿Lo ves lógico?
—Bueno…, mucha gente pasea de vuelta a casa.
—Sí, pero observa las circunstancias del paseo. Es de noche y hace
frío y humedad, es un tipo mayor que estará cansado después de un día
de trabajo, su mujer dice que solía volver siempre directo a casa tras el
trabajo, su casa está en dirección opuesta al lugar donde ha sufrido el
supuesto infarto, su mujer dijo que padecía de reuma, ¿quién pasea por
un río de noche y en invierno cuando padece de reuma? ¡Y en dirección
contraria a su casa!
—Sí. Visto así, suena todo demasiado extraño. Creo que empiezo a
comprenderte.
—¿Has oído dónde ha sufrido el infarto? ¿No te parece demasiada
casualidad que haya ocurrido bajo el puente más oscuro de la zona? La
gendarmería ha dicho que —Pablo tomó sus apuntes para repetir las
palabras exactas—: «Se descubrió el cuerpo de pura casualidad, mientras
una pareja de turistas paseaba de vuelta hacia su hotel, ya que la
completa oscuridad bajo el puente impedía ver el cadáver hasta que
alguien tropezase con él». ¿No te parece mucha casualidad que te dé el
infarto justo en la zona más oscura de todo el río? Ya podría haberle
sucedido bajo una de las farolas.
—Fue un asesinato.
—Eso es lo más obvio, no cabe ninguna duda. Pero todo lo que te he
expuesto era para que vieses lo demás.
—¿Lo demás? ¿Hay más aún?
—Claro que sí. Lo más importante de todo: que ese tipo tenía de
librero lo que tú y yo de vendedores de aspiradoras. Haz un recuento de
toda la información. Entre la casa y sus actividades nocturnas, me queda
más que claro que el librero escondía muchos secretos.
—Pero el infarto…
—Esa es la parte más fácil de todas. Podría hacerlo cualquier tipo
fuerte que le agarrase con firmeza y le impidiese respirar con guantes o
un trozo de tela para no dejar huellas.
—Y el forense no se complicaría la vida —añadía ella con
entusiasmo—. Un cuerpo sin ninguna señal aparente de violencia, de un
tipo mayor, sin testigos que hayan visto a nadie a su lado… Lo achacaría
a un infarto.
—¡Premio! A una persona mayor que fallece sin indicios de
violencia ni petición de autopsia por parte de sus familiares, no se le
realiza ningún examen.
—¿Y por qué tendría que haber sido cometido precisamente por
nuestra pareja de asesinos?
—Porque él es un experto en eso de asfixiar o ahogar a sus víctimas,
porque lo ha hecho rápido y haciéndolo parecer un accidente, porque ha
engañado a la policía, porque están en París, porque el tipo ese que ha
muerto es un pez gordo de algo que requiere una tapadera y… y porque
se han encendido todas las luces en mi cabeza, la intuición nunca falla.
La chica sonreía al verle tan alegre como un colegial el primer día de
las vacaciones.
—Me gustaría pedirte un favor antes de que te marcharas. Ya que
controlas tan bien el francés, ¿podrías llamar a las agencias de alquiler de
coches de los aeropuertos para preguntar por quien haya alquilado una
berlina de tamaño medio y de color gris? Audi A4, Passat, Laguna,
Exeo… Aunque mejor céntrate en un Citröen C4 o C5, y en el Renault
Laguna o Fluence.
—¿Por qué esos coches y en el aeropuerto? —respondió mientras
tomaba el teléfono móvil que Pablo (Javier para ella) había comprado al
llegar a Francia.
—El gris es el color más discreto para pasar desapercibido, querrán
una berlina para viajar cómodos y con maletero, tener potencia para una
fuga y un tamaño y peso suficientes para embestir o soportar la
embestida de un coche patrulla. Y el aeropuerto porque es el sitio donde
menos se fijan en tu cara los empleados de las agencias de alquiler.
—Vaya, eso es de manual de agente secreto, como mínimo.
—No te imaginas lo listo que es ese cabrón. Es tan discreto que
resulta invisible. No te apodan el fantasma por casualidad.
«¿Qué estás haciendo, hijo de puta? Estos no son asesinatos típicos
de un depravado como tú. Estás haciendo algo a gran escala y quiero
saber qué es. Y no sé si te has vuelto torpe, perezoso o estás
improvisando, pero el reguero de muerte que dejas no está siendo tan
invisible como crees. Te acabaré cazando aunque sea lo último que haga
en mi vida».
Pablo sonreía ante el rastro que acababa de recuperar. Si la chica
obtenía un resultado positivo en la búsqueda del aeropuerto, podría
acercarse más a Alfil sin que este lo sospechase siquiera. La observó
mientras hablaba en francés, haciéndose pasar por gendarme, para
consultar por los alquileres que se hubiesen efectuado esa misma noche.
—¿Qué crees que hará esa pareja después del asesinato del librero?
—preguntó ella, tapando con su mano el auricular del móvil mientras
esperaba a que su interlocutor revisase su registro de alquileres.
—Salir del país.
—¿Estás seguro de eso?
—Fueron a Madrid y acabaron con el tipo del callejón. Ahora han
matado al librero, están cumpliendo alguna especie de misión. No son
personas elegidas al azar, cada uno está en una ciudad de un país, son
personas con tapaderas, el tipo de Madrid iba sin documentación y
armado. No sé qué están haciendo ni por qué, pero estoy seguro de que
ahora mismo se están moviendo hacia otra ciudad, o incluso otro país.
Pablo evitaba hablarle de Jack Hollow (o como se llamase el falso
agente de la Interpol) porque sería imposible mencionar su presencia sin
delatarse a sí mismo. Eso significaría perder a la chica como ayudante,
además de alejarla definitivamente de su lado. Algo que le angustiaba
más a medida que la iba conociendo.
—Pues tendremos que ponernos en marcha rápido para atraparles.
—¿Cómo dices? ¿Ya lo tienes?
—Soy eficaz, después de todo, ¿no?
—Eres mucho más que eso, eres esa maravillosa luz que se ve al
final del túnel. A ver…
—Empresa Hertz, en el Aeropuerto Charles de Gaulle, un Citröen C5
gris, alquilado por una chica joven y hermosa que pedía ese modelo en
concreto y de ese color o se marcharía a la ventanilla de otra agencia si
no disponían de él.
—¿Tienes la matrícula?
—¿Por quién me tomas? Claro que sí.
El guiño de ojos hizo ruborizarse a Pablo. Era la primera vez que se
sentía tan atraído por una policía, de hecho, por una chica en general.
—¿A qué esperas? Haz la maleta, tenemos prisa.
—Pero, ¿no ibas a regresar a Navarra?
—¿Estás loco? Un buen policía es aquel que olvida el reglamento
para seguir su instinto y actuar de la forma más justa. Eso lo aprendí del
mejor policía que conozco. —Oiana sonrió exultante de vida y de ganas
por seguir en el caso.
No cabía duda, Pablo se estaba enamorando.
La sargento seguía jugándose un arresto, una más que posible
estancia en la cárcel y perder la placa de por vida, aparte de meter a
España en un conflicto diplomático, al hacerse pasar de nuevo por
gendarme y pedir a la central de tráfico de París el seguimiento del coche
en el que se fugaban Alfil y Davina. Aunque los resultados estaban
siendo mejor de lo esperado. Escapaban por la A1, así que no cabía duda
de que se dirigían a Bélgica. Pablo sabía que no excederían en ningún
momento el límite de velocidad para pasar desapercibidos y no tener que
enfrentarse con los gendarmes, así que ellos podrían seguirles a más
velocidad, arriesgando su situación para ganarles terreno.
—¿Está seguro de que podemos salir de Francia con este coche
alquilado? —preguntó Oiana.
—Sí. No te preocupes, ya lo devolveremos a la vuelta o buscaremos
una oficina de la agencia de alquileres en Bélgica.
—Siento que el tuyo se estropease, aunque no debimos dejarlo
aparcado en medio de la calle, podíamos haber llamado a una grúa o a un
taller mecánico.
—Ya tenía muchos años y estaba pensando en cambiarlo, así que no
pasa nada. Ya miraré luego qué hago con él, si es que sigue estando
donde lo aparcamos. ¿Tienes alguna novedad de tráfico?
Pablo desvió la conversación para no hablar más del coche que había
robado en Madrid y abandonado a los pocos kilómetros de entrar en
Francia. Por suerte, le quedaba bastante dinero del efectivo que el
supuesto agente de la Interpol manejaba, y fue más suerte aún que
pudiera recuperarlo, cuando huía, del bolsillo de la chaqueta de su
cadáver.
—No te lo he comentado —dijo Pablo para tratar de entablar una
conversación informal con Oiana, aunque le temblaba la voz—, pero
siempre me ha gustado el norte… Ya sabes, tu tierra… aunque no la
conozca. Apuesto a que se vive y se come muy bien. No sé si llegaría a
acostumbrarme a vivir allí. —Lo había dicho sin pensar y se avergonzó
en el acto de ello.
—No sé —respondía ella sin saber muy bien qué decir—. Supongo
que el sur tendrá un clima y una gastronomía fantásticas también. Seguro
que Sevilla es preciosa.
—No te lo imaginas —respondió rápido y orgulloso—. Si algún día
quisieras verla, me encantaría guiarte y enseñarte los rincones más
bonitos, los sitios donde comer mejor, darte un paseo por el Guadalquivir
en barca y disfrutar de una tarde por el Real de la Feria sobre un precioso
caballo.
—Eso quizá no, no me gusta que se usen animales para el ocio.
Pobres caballos, allí pasando calor durante horas solo para que el abusivo
dueño se lleve un dinero a casa. No pienso montar a caballo nunca.
Espero que no te gusten los toros.
—¡Pues claro que no! ¡Qué barbaridad! —respondió Pablo
avergonzado y sin saber qué más decir sin meter la pata.
Continuaron el viaje en silenció durante más de una hora.
Las carreteras estaban casi vacías a esas horas de la madrugada y ya
no nevaba ni llovía, así que pudieron acelerar después de avisar a la
central de tráfico que el Peugeot 208 negro con matrícula DC-591-NH
era el que conducían ellos: unos gendarmes de incógnito que perseguían
a unos sospechosos de un atraco. De ese modo evitaron ser perseguidos o
detenidos en controles de carretera. Pablo tocó madera para poder llegar
a Bélgica antes de que comprobasen la mentira y les arrestasen, Oiana
también se metería en un lío al haber dado, para conseguir más
veracidad, los datos de dos gendarmes de Ainhoa amigos suyos. Si
comprobaban esos números de placa con la gendarmería de aquel
pueblo, se llevarían una sorpresa al comprobar que los verdaderos
gendarmes seguían en la bella localidad del sur de Francia.

A cien metros de distancia del Peugeot del teniente sevillano, un


Ford Mondeo blanco con matrícula de España se mantenía a una
distancia prudente para no delatar su posición. Dentro del coche viajaban
otros dos tenientes, Javier Balmaseda y Luis Irurzun. Horas antes, justo
cuando estaban a punto de irrumpir en el hotel donde se hospedaban
Pablo y Oiana, Javier consiguió más tiempo suplicando a la central de
Madrid. Ahora disponían de unos días más, aunque aquello estaba
llegando al límite.
—¿Estás seguro de que no están escapando? Van a más de ciento
ochenta por la autopista —apuntó Luis.
—Ya viste los informes desde la gendarmería, persiguen a un
Citröen C5 gris. Te dije que tuvieras fe. Cuando los asesinos pasaron por
el control de Ainhoa, les sacaban varias horas de ventaja, ahora ya están
a su espalda; y eso que encontrar en París a un desconocido debe de ser
una odisea, más aún sin conocer la ciudad, el idioma… Este tipo es muy
bueno y acabará atrapando a los asesinos.
—Eso no quita que se esté haciendo pasar por ti para engañar a una
sargento de la Policía Foral y usarla para cometer el delito de hacerse
pasar por gendarme francés. Esto es todo demasiado raro.
—El procedimiento solo se compone de pautas de comportamiento.
Un buen policía debe buscar su intuición y elegir su propio camino si
con él logra detener a los delincuentes. Con un procedimiento regular,
los dos asesinos no serían atrapados en años, quizá nunca. Tú confía en
mí.
—¿Yo? Los que confían en ti son los ilusos de la central de Madrid.
Sin su apoyo no tendríamos la cobertura de la policía francesa. Ni
siquiera me creo que yo haya sido tan idiota de seguirte en esta absurda
misión.
—Venga tío, no me digas que estarías mejor en aquella aburrida
comisaría de pueblo. Estás viendo mundo y con todos los gastos
pagados, no pongas esa cara.
El rostro del teniente Irurzun no podría ser más hostil, aunque una
parte de él se alegraba de estar viviendo una aventura que le había
sacado de la rutina en la que llevaba estancado los últimos seis años. En
ese momento pensó en la cara de su hijo cuando le contase todo aquel
periplo.
—Otro mensaje. Déjame ver… Ya tenemos los datos del vehículo al
que siguen.
—Perfecto, esperemos que las cámaras de tráfico les vayan situando
y controlando durante todo el camino para no perderlos, ni a Pablo ni a
los fugados que persiguen.
—Yo lo que espero es que no nos matemos a esta velocidad.
Javier rio al ver a su compañero tan asustado. Se sentía vivo por
primera vez desde hacía años, ahora era ese policía de las películas
americanas o de los videojuegos que siempre había soñado ser. Y todo se
lo debía a Pablo, le debía el haberle abierto los ojos, y tanto era su
agradecimiento que puso su placa y su arma sobre la mesa del comisario
en cuanto tuvo la oportunidad. Se marcó el mayor farol que podía usar, el
de su carrera y su puesto en la Policía. Quería usar a Pablo como agente
de avanzadilla en la investigación, dejando que permaneciese huido y
usando su identidad, para que el mejor policía que conocía le llevase
hacia la pareja de asesinos de Chueca. El comisario no tuvo más opción
que concederle unos días, durante los cuales no se filtraría la información
sobre la identidad de Pablo Aguilar ni se cursaría su orden de detención a
nivel nacional e internacional, dando margen de actuación al encargado
del caso, el propio Javier.
—¿Por qué no pedimos una orden de arresto sobre los fugados en el
Citröen C5?
—Porque desaparecerían antes de que se acercase ninguna patrulla,
esos dos no son aficionados, y no queremos que acaben con la vida de
más policías ni de otros inocentes durante la persecución.
—¿Tan seguro estás de que ese policía amigo tuyo logrará
capturarles?
—Confío en él, y en lo que a mí respecta, estamos aquí para ayudarle
cuando esté más cerca de ellos. Además, me dijiste que iba con la mejor
policía que conocías, así que juntos ganan en opciones. Quizá acabemos
aprendiendo de los más jóvenes.
—¿Eso debería hacerme gracia?
Capítulo 15

El suelo amarillo del bulevar De Keyserlei, casi dorado en su afán de


mostrar el lujo y esplendor de la famosa calle de los diamantes, quedaba
atrás con sus rabinos escondidos tras gruesos monóculos y los turistas
babeando ante los escaparates de sus tiendas, cuando la majestuosa
Estación Central de Amberes aparecía ante los ojos de Alfil. El reloj del
frontal barroco marcaba las ocho y cuarenta y siete de la mañana, el
chico giró a la derecha y, allí mismo, en la puerta del Hotel Leonardo
Antwerpen, encontró a Davina esperando en el interior de un Mini negro
con los cuatro intermitentes encendidos. Parecía que todo iba como lo
habían planeado.
La cara de la chica tornó en una mueca de sorpresa al ver pasar de
largo a Alfil sin siquiera mirarla, algo raro ocurría. Buscó el motivo de
esa actitud en los espejos retrovisores, pero solo pudo ver la espalda del
chico mientras se alejaba del coche. Frente a ella, a unos veinte metros
de distancia, dos sombras aparecieron tras la esquina, acercándose por
momentos a su presa. Volvió a los espejos y observó a Alfil cruzar la
calle y adentrarse en la plaza que queda a la derecha de la estación, para
acabar luego sumergido en el mar de árboles del parque que da acceso al
Zoo, aún cerrado a esa hora. Davina esperó a que los dos perseguidores
pasasen por su lado y apretaran el ritmo para perseguir a la carrera a Alfil
por el parque. Encendió el motor del coche y giró en la calzada para
colocarlo en sentido contrario, allí se apeó y comenzó la persecución de
los dos tipos que seguían a Alfil.
Al entrar en el parque, la sensación fue como la de atravesar una
puerta entre dimensiones, ya que el silencio, la soledad y la escasa luz
que dejaban pasar la densa vegetación y los altos árboles, golpeaba de
lleno a quien se adentraba allí antes del horario de apertura del Zoo, que
quedaba a la derecha y oculto tras el enorme edificio de la Estación
Central. El leve aumento de la humedad y el descenso de la temperatura
también afectaban a sus sentidos, como el cantar de cientos de pájaros
que transportaban a una jungla en pleno centro de la ciudad, pero todo
aquello no distrajo a Davina ni impidió que viese como los dos tipos,
vestidos de negro y a unos veinte metros de ella, se detenían, confusos, al
haber perdido la pista de Alfil. Un silbido casi inaudible precedió la
muerte de uno de ellos, que cayó al suelo con un agujero de bala en
mitad de su frente, el otro sicario asió su pistola con ambas manos y se
ocultó tras un árbol. Davina lo seguía observando todo desde la distancia
y tras unos matorrales.
El tipo miraba asustado en todas direcciones, no sabía dónde se
escondía la que hasta hace dos segundos había sido su presa. Sintió con
pesar que habían cambiado los roles. El crujido de unas ramas a su
derecha le hizo reaccionar, era un error que Alfil podría pagar con su
vida. El sicario apuntó su arma hacia ese lugar pero no vio nada ni a
nadie, hasta que sintió el golpe seco en su antebrazo, el arma cayó al
suelo y pudo ver que Alfil había aparecido por el lado opuesto al crujido
de ramas. Todo había sido una trampa y había caído como un simple
novato. Le lanzó un rápido puñetazo a la cara, luego dos más, era
imposible que alguien se moviese tan deprisa. A pesar de su formación
en combate y de mil peleas por trabajo o placer, aquel chico parecía
sonreír mientras le esquivaba sin la más mínima dificultad. Luego todo
se nubló. Un directo a la mandíbula le había hecho temblar las muelas
del juicio y las rodillas. Y, sin que Alfil lo esperase, se hizo un silencio
inesperado.
—¿Qué coño has hecho? ¿Por qué le has matado?
Davina aparecía entre los árboles con su arma humeante en la mano.
Acababa de disparar al tipo cuando Alfil ya le había derribado de un
puñetazo.
—Solo trataba de ayudarte.
—¿Ayudarme? ¿En qué momento pensaste que necesitaba ayuda?
—Bueno, yo…
—Le necesitábamos para sonsacarle información. No podemos matar
a estos agentes y sicarios sin antes interrogarles.
—Lo siento, no pensé que…
Una bala pasó a milímetros de la mejilla de la chica y se incrustó en
el árbol de su izquierda. Alfil y ella se giraron y vieron aparecer a otros
cuatro agentes o sicarios, dos desde la puerta del Zoo y los otros desde el
interior del parque. La pareja disparó de forma indiscriminada para
cubrir su huida corriendo. Llegaron al coche y salieron a toda velocidad
hacia el norte.
El tráfico empezaba a intensificarse formando un leve atasco al final
de la calle, a consecuencia de ello, los sicarios tuvieron tiempo de montar
en dos coches y acercarse peligrosamente. Giraron a la derecha para
tomar la amplia Avenida Carnotstraat hacia el este. Allí, zigzagueando
entre los numerosos carriles, el pequeño y potente Mini empezó a ganar
distancia. Los dos Audi A5 grises, con algo más de potencia pero mucho
más grandes y pesados, iban quedando frenados por el tráfico.
—Vaya, ahora entiendo por qué alquilaste este coche.
—La teoría sobre el tamaño, en cuanto a los coches de carreras, es
contraria a lo que seguro estabas pensando. —Alfil parecía bromear,
pero se guardaba para más tarde la conversación que inició tras liquidar
la chica al agente en el parque.
La siguiente calle a la derecha era Ommeganckstraat, que bordeaba
el Zoo y el parque por el lado contrario a la calle de la estación. Allí
tenían una recta muy larga en la que sus perseguidores podrían ganar
algo de terreno. Esa era la idea, Alfil había callejeado durante toda la
mañana por la zona para memorizar cada calle, junto al grado de
dificultad y capacidad del coche para girar en cada curva, con el fin de
crear una coreografía perfecta en la que ir poniendo trampas a sus
posibles perseguidores. No había mucho tráfico, aún así decidió no usar
toda la potencia del pequeño John Cooper Works. Al llegar al final de la
calle, con los dos Audi tan cerca de su paragolpes que podía distinguir
perfectamente las caras de sus ocupantes a través de los retrovisores, tiró
del freno de mano y giró a la izquierda, en una curva de horquilla que se
adentraba en Provinciestraat. El Audi más cercano se encontró la
maniobra de repente y no tuvo tiempo a reaccionar, chocando contra la
bella fachada de ladrillos rojos de un edificio estatal, medio vehículo
entró a través de un gran ventanal en el edificio, arrastrando consigo a
una bicicleta que estaba apoyada en la fachada. El segundo Audi pudo
reaccionar y frenar a tiempo para continuar con la persecución.
—Guau, no imaginaba que se podía hacer esto con un coche, y a esta
velocidad.
—Quizás algún día volvamos a Madrid y te lleve a dar una vuelta
con la preciosidad que tengo allí guardada en el garaje.
Llegó al final de la calle y, sin frenar siquiera, entró de nuevo en la
avenida Carnotstraat, pero girando hacia la izquierda para tomarla en
sentido contrario, allí estuvo a punto de estrellarse contra un camión de
reparto y un turismo. El Audi logró pasar también por la curva sin sufrir
ningún accidente y se acercó al Mini. Ambos aceleraron durante unos
sesenta metros, los que tardó Alfil en volver a tirar del freno de mano y
entrar en Congresstraat. Su perseguidor, atento a sus movimientos, le
siguió sin dificultad.
—Ese es mejor conductor que el otro, costará un poco más
despistarle.
—¿Tienes alguna idea? —respondió ella.
—Alguna hay.
Justo al comienzo de la calle, a la izquierda, estaba el parking del
Congreso. Un policía salió gritando de su pequeña garita en cuanto vio
atravesar a los dos coches la débil barrera de seguridad. Sacó su arma
pero quedó inmóvil, como quien no sabe cómo reaccionar ante una
situación límite a la que jamás se ha enfrentado ni ha pensado que
ocurriría en su vida. Dos docenas de vehículos diseminados por el
aparcamiento sirvieron para que Alfil se divirtiese con el freno de mano
mientras el Audi iba golpeando cada coche y destrozando su carrocería.
En el extremo opuesto estaba la salida del lugar, con otro policía que
permanecía con la boca abierta mirando como dos locos jugaban a las
carreras en una zona restringida y con vigilancia máxima. El Mini
atravesó la barrera de madera haciéndola añicos, giró a la derecha en
Bisschopstraat y aquella locura de persecución aumentó a un nivel que
Davina, agarrada al asiento como podía, ni hubiese imaginado.
Los doscientos treinta caballos empujaban sin piedad al pequeño
Mini por una calle en la que circulaban en sentido contrario. Alfil hacía
chirriar al límite los neumáticos de competición mientras trataba de
esquivar a los coches que, torpe e impredeciblemente, maniobraban al
verle llegar hacia ellos. Ni en sueños podría el conductor del A5
acercarse a ese nivel. Pero cuando la pareja se veía ya a salvo, Alfil
observó en el retrovisor de su derecha una escena dantesca. El Audi
había pasado a la amplia acera y, a los peatones que no lograban ponerse
a salvo saltando ante el coche, los atropellaba brutalmente. Y se estaba
acercando a ellos.
—Joder, ese tío está loco —gritó la chica al ver cómo atropellaba
incluso a niños, cuyos cuerpos saltaban por los aires.
Alfil no respondió, estaba concentrado en su tarea de no chocar de
frente con los coches que esquivaba, eso sería mortal. Y por supuesto
que aceptaba el reto, si ese asesino despiadado quería jugar al máximo
nivel, se llevaría una sorpresa que no esperaba.
Lo que tenía en mente era la última salida contemplada durante su
paseo matinal. Hacía unas horas había pasado por allí y había visto aquel
pasaje con una sonrisa macabra. «Habría de estar más loco que Victor
para usar esta vía de escape, a pesar de eso, me la apunto como última
opción», pensó cuando vio aquel lugar. Ahora se dirigía hacia allí con la
intención de demostrar quién conducía mejor, quién había elegido el
mejor coche, quién estaba dispuesto a asumir más riesgo por conseguir
su objetivo… y quién estaba más loco.
—¿Pero qué coño haces? —fue lo único que pudo decir Davina antes
de agarrarse al salpicadero y al techo del coche como acto reflejo, luego
gritó como nunca lo había hecho en su vida.
Alfil había llegado a un cruce de calles del que salía un desvío que
comunicaba el barrio alto de Amberes con la zona baja, la que se
inundaba con las crecidas del mar cada año. Un entramado de calles en
un barrio parecido a Montmartre en París, la zona de la famosa basílica
del Sagrado Corazón. En medio de aquel descomunal desnivel se abría
un acceso en forma de escaleras infinitas y con una gran pendiente, lo
más parecido a un acantilado vertical, un camino infernal que
atormentaba a los peatones que sufrían de vértigo y que destrozaba las
piernas de quienes lo subían peldaño a peldaño. Algo impensable para
bajarlo con un coche, al menos si se habla de un conductor cuerdo.
Más de doscientos escalones en tramos de veinte fueron testigos
mudos de cómo los dos coches se lanzaban al vacío, dejando que la
gravedad les empujase con fuerza y violencia, mientras la inercia de los
motores aumentaba aún más la locura en la que se habían metido y la
pericia de los pilotos jugaba el papel más importante para salvar sus
vidas.
Trozos de plástico y de aluminio saltaban por los aires entre los
estruendos que provocaban los coches al golpear cada tramo de
escaleras. Tanto el Mini como el Audi iban desintegrando sus
carrocerías, deformando sus chasis y reventando los neumáticos en una
escena que en nada se parecía a la pantomima que las películas muestran
sobre coches que hacen barbaridades quedando intactos tras ellas. Alfil
trató de mantener la dirección en todo momento y de permanecer
consciente, para eso había desactivado los airbags en el ordenador de a
bordo ante los gritos de Davina cuando le vio hacerlo. No les quedaba
una sola ventanilla por romperse, por lo que visualizaron perfectamente
las caras de los viandantes que se apartaban de un salto al verles,
funestas máscaras que quedaron como último recuerdo.
Tras la oscuridad y el silencio, ecos de fondo, como si aún
continuasen en un sueño, comenzaron a oírse tras la calma que supuso
llegar al final de aquel infernal pasadizo; con un golpe seco que supuso
un estruendo tal, que ocultó el sonido de las sirenas cercanas de la
policía. Alfil bajó del coche aturdido, el mareo le hacía caminar con
dificultad pero era consciente de que no tenía ningún hueso roto. Sacó su
pistola con silenciador y disparó dos veces. Los dos agentes o sicarios,
que permanecían dentro del amasijo de hierros que minutos antes fue un
Audi, murieron sin saberlo, estaban inconscientes por el golpe de los
airbags en sus rostros.
Alfil tardó un minuto y medio, mucho más de lo habitual, en forzar la
cerradura de un Seat León rojo que estaba aparcado a su lado y arrancar
luego el motor. Aún no había engranado la primera marcha cuando
Davina entró y se sentó en el asiento de al lado. Comprobó que la chica
sangraba por una herida en su ceja, parecía algo aturdida y se dolía de
una rodilla, pero no sería peor su aspecto del que luciría él mismo. Salió
de la zona para poner tierra de por medio entre ellos y la policía, o el
resto de sicarios y agentes que minaban la ciudad en su busca.
El pitido del oído le impedía casi oír el motor del coche y las
sugerencias de la chica, notaba que sus reacciones ante los giros de
volante y al pisar los pedales se hacían más lentas de como estaba
acostumbrado, pero sabía que pronto esa situación desaparecería. Veinte
minutos más tarde habían abandonado el casco histórico de la ciudad
para adentrarse en barrios residenciales que contaban con amplios
jardines, vacíos de niños y adultos a esas horas de la mañana de un día
laboral. Alfil eligió una calle estrecha y completamente desierta para
frenar y apagar el motor.
—¡Joder, qué pasada! ¡Estás loco! Jamás en toda mi vida hubiera
imaginado que se podría conducir como lo haces tú. Y ese salto por las
escaleras sin fin… Ni en la película Ronin hubieran soñado Robert
De Niro o Jean Reno con una escena así. —Davina parecía recuperada,
al menos mentalmente.
—Déjate de chorradas y empieza a hablar o tendré que hacerte daño.
—La cara de Alfil mostraba un semblante que ella aún no conocía y que
le hizo rememorar de golpe el historial de asesinatos a sangre fría que
acumulaba el chico.
—¿Cómo? No entiendo —dijo ella a duras penas. La presión de los
brazos de Alfil sobre su cuello, su especialidad, la impedía casi pensar.
—¿Por qué lo mataste?
—¿Qué dices? Me haces daño. No sé de quién me hablas.
—El tipo en el parque, tras la Estación Central hace unos minutos, le
tenía controlado, desarmado y listo para interrogarle, luego llegaste y le
volaste la cabeza de un disparo. ¿Por qué? Pudiste matarle antes con un
tiro limpio, ¿por qué no lo hiciste entonces pero sí cuando yo le tenía
listo para hacerle hablar?
—Te vi matar al primer agente cuando os seguía —hablaba con
mucha dificultad, apenas podía respirar y las lágrimas recorrían su rostro
—, luego tuve a tiro al segundo sicario y disparé, pero no pude hacerlo
antes, árboles y matorrales me impedían la visión. Además, dijiste que
teníamos prisa por salir de allí y no pensé, solo actué.
—Eso nos lleva a la segunda pregunta vital del día: ¿Cómo llegó un
equipo de dos agentes o sicarios, y luego otro más de cuatro, al lugar en
tan poco tiempo? Hemos eliminado a Lebrouc y a todos sus escoltas de
un modo muy limpio, y solo quince minutos antes había revendido los
diamantes que usamos en París. Nadie salvo tú y yo sabíamos dónde
estábamos. ¿No te parece demasiado casual?
—Me estás haciendo mucho daño…
—Y no imaginas cuánto más te haré si no respondes a mis preguntas
de la forma adecuada.
—Mátame, si es eso lo que quieres, pero te recuerdo que yo también
quiero acabar con ellos.
—Eso no me sirve.
—Pudo ser el vendedor de los diamantes. Esos usureros cobran por
todo, incluso por actuar de ojos y oídos de los peces gordos como
Le Conn o Lebrouc.
—Pero ese vendedor me lo recomendaste tú. —Alfil apretó con más
fuerza y notó como los ojos de Davina se inyectaban en sangre,
pugnando por salir de sus órbitas; había visto ese efecto muchas veces
antes en otras chicas. Ese recuerdo provocó unos deseos que clamaron
por volver a tomar el control de sus actos, así que tuvo que librar una
terrible lucha por contenerlos y no acabar con la vida de su acompañante.
—Eres Alfil —dijo ella cuando parecía que se desmayaría antes de
perder la vida.
—¿Cómo?
—Eres Alfil, no tu abuelo… no eres un monstruo… —Sus ojos se
entrecerraron y la presión de su brazo izquierdo cesó sobre el antebrazo
del chico.
Dejó de apretarle el cuello al sentir que toda la tensión había
terminado y sus manos temblorosas acariciaron las mejillas de la chica,
ya inconsciente. Comprobó sus constantes vitales, agradeciendo saber
que continuaba con vida y que respiraba sin dificultad. Luego la
acomodó en el asiento y quedó helado al contemplar su mano derecha.
Davina sostenía su arma, con la que había estado apuntándole todo el
tiempo. Podría haberle matado con solo apretar el gatillo, pero no lo
había hecho a pesar de perder el conocimiento bajo sus manos. Había
preferido morir antes que matarle.
Arrancó el coche y salió de la ciudad.

«—Tu mente tratará de engañarte en esos momentos. Creerás que


todo esto que hemos hablado ahora no era lo acertado, lo lógico o real,
ya que va en contra del veneno que el amor estará inyectando en ti. En
una relación, el que está más enamorado es el que peor lo pasa, el que
lo da todo por el otro es quien acaba perdiendo en la batalla que supone
enamorarse. Esa chica podrá hacer contigo lo que desee, no permitas
jamás que nadie dirija tus pasos. Nadie».
¿A quién se refería su abuelo con «acabar perdiendo la batalla que
supone enamorarse»? Porque era Davina la que estuvo dispuesta a morir.
Su formación, su mundo, todo su dogma se tambaleaba al comprender
que las enseñanzas de su abuelo podían tener varias interpretaciones,
puntos de vista, o estar equivocadas…

La oscuridad lo envolvía todo cuando despertó, solo un reducto


azulado del crepúsculo entraba por la ventana de lo que parecía y olía
como una habitación de hotel. Las sábanas eran muy suaves y la
almohada desprendía un aroma mezcla de lavanda con el perfume de
Alfil. Eso la hizo sonreír, a pesar de sus últimos recuerdos. Al fondo, y
quizá aún fuera parte de un sueño que no la hubiera abandonado del
todo, oía el murmullo de gente riendo y del cauce del agua. Al continuar
observando lo que la rodeaba, pudo verle allí sentado, Alfil la miraba
debatiéndose entre la ternura y la preocupación, esta última pareció
desmoronarse al verla abrir los ojos. Ella notó un vacío en su mano
derecha, ya no sentía lo último que recordaba, el frío y duro tacto de su
nueve milímetros y su lucha por no usarla contra él. Se incorporó con
dificultad y apoyó la cabeza en el cabecero de la cama, emitiendo un
gruñido de dolor.
—Son consecuencia de los golpes —dijo Alfil—. Las magulladuras
tras aquella persecución y la caída final por las escaleras nos pasarán
factura durante unos dos días más.
Davina intentó hablar pero solo salió un estertor ante el que Alfil
pareció encogerse y hacerse pequeño sobre la silla.
—Me temo que eso es culpa mía —murmuró—. Apreté demasiado
fuerte.
—No pasa nada, me lo merecía —respondió ella en un susurro casi
inaudible.
No hubo más conversación. La chica cayó durante otras dos horas en
un profundo sueño. Mientras, Alfil daba vueltas a esas palabras: «Me lo
merecía». No, no se lo merecía, nadie se merece un castigo físico por sus
actos… Davina había reaccionado como un perro al que han apaleado
demasiadas veces, eso no era bueno para ella, no es bueno para nadie. Se
frotó la cabeza con brusquedad, necesitaba pensar con claridad. Su mente
aún seguía sumida en la partida de ajedrez que había supuesto aquel
momento en el coche. Ella no le mató a pesar de que él apretó su cuello
con intención de acabar con su vida. ¿Por qué no lo hizo?, se preguntaba.
Quizá confiaba tanto en el cariño que había logrado de él como para
saber que no la mataría, que aflojaría antes del final, pero eso no
justificaba que tuviese el arma en la mano. Quizá no pudo matarlo
porque sentía algo por él que escapaba a su entendimiento, ya que estaba
completamente seguro de que nadie da su vida por otra persona. Eso, al
menos, es lo que la experiencia le había indicado con crueldad a lo largo
de su vida. Quizás aquello era una prueba. Quizá no tuvo tiempo de
quitar el seguro del arma. Quizá…
Durante horas había reflexionado sobre cómo enfrentarse a ella, pero
no había llegado a ninguna conclusión, ya que no estaba seguro de su
reacción y su inseguridad dominaba sus pensamientos. No sabía cómo
afrontar la situación cuando ella despertase, no sabía si mostrarse gentil y
lleno de alegría, o agresivo e intimidatorio, o desvalido y suplicante.
«Cuidado Alfil —se dijo a sí mismo—, los muros que levantes para
protegerte de ella serán los mismos en los que quedarás encerrado».
Pero Davina, al despertar de nuevo, se limitó a saciar en silencio su
apetito con un tazón de sopa que él le fue dando con acogedora y
familiar paciencia desde el borde de la cama. Parecía recuperar las
fuerzas y el tono rosado de su piel, aunque el cuello seguía mostrando el
amargo recuerdo púrpura. Debería taparse con un pañuelo o jersey si no
quería llamar demasiado la atención al salir del hotel. Tras terminar la
cena, su mirada comenzó a lanzar cuestiones cuya respuesta conocía
Alfil.
—Lebrouc está muerto, igual que sus escoltas, también los dos tipos
del parque y los dos del segundo Audi; los del primero chocaron pero
seguro que les volveremos a ver. Ahora nos queda el segundo
lugarteniente y todo habrá acabado. Este lugar es seguro, un hotel de tres
estrellas donde no he usado ni siquiera mi identidad falsa ni han puesto
pegas a que entrases «dormida» en mis brazos. Eso nos ha costado
quinientos euros extra, más otros seiscientos de un coche alquilado,
nuevo y rápido, para tener listo en el parking. Estamos cerca, pequeña,
muy cerca.
Ella lanzó una sonrisa de gratitud que pesó como el hormigón sobre
el alma culpable de Alfil. Cerró los ojos y musitó con un hilo de voz
ronca:
—En unas horas estaré como nueva y saldremos de aquí.
—No digas tonterías y duerme, no hay prisa. —La besó en la frente y
acarició su mejilla.
—No podemos perder tanto tiempo, nos acabarán descubriendo y
atacando. Aparte, el número tres podrá escapar y nos llevaría semanas
encontrarle de nuevo.
—Eso no importa ahora. Descansa. Es una orden, soldado.
Davina oyó las palabras, aquellas que su padre le decía cuando tenía
diez años y jugaban a la guerra, aquellas que le repitió horas antes de
morir en un atentado, aquellas que volvió a pronunciar su madre un año
después para convencerla de que se prostituyera, siendo aún una niña, y
así poder comer y dar alimento a su familia.
Y cayó dormida de nuevo.

La humedad del mar, algo lejana pero aún así presente, entraba por
los balcones, altos y mucho mejor engalanados que los del hotel que
recordaba vagamente durante su misión en Amberes. El olor a flores y el
murmullo del paso de barcas por algún río cercano la reconfortó. Estiró
brazos y piernas como una niña pequeña que se despierta tarde tras una
siesta de domingo en el sofá y junto a sus seres queridos. Se incorporó y
entonces le vio de nuevo, seguía sentado a su lado como si velase por
ella, como si expiara su culpa.
—Ya no estamos en Amberes —susurró como si no quisiera
despertar a quienes durmiesen cerca.
—Cerca, muy cerca —respondió Alfil.
—Dame pistas —pidió con una sonrisa en los ojos.
—Una ciudad cercana a Amberes y Bruselas, pequeña pero
suficientemente conocida, con canales más hermosos que Venecia y más
tulipanes que Holanda; y me temo que con demasiados turistas…
—No caigo, pero creo que huele igual que la última vez que visité
Brujas.
—¡Sabías dónde estábamos desde el principio y no lo has dicho! —
Alfil se lanzó a la cama y la abrazó, ella le correspondió con un sonoro
beso.
—Hace unos días, cuando desperté tras el accidente, sentí un
sonido… como de agua y de gente riendo y divirtiéndose.
—¿Sí?
—Sí, y lo más curioso es que vuelvo a sentirlo ahora, exactamente el
mismo sonido, como un déjà vu extraño.
—¿Por qué extraño?
—Porque recuerdo haberlo oído hace demasiado poco… En mi país
hay un dicho: «Si los déjà vu vienen muy de seguido, es que tu muerte
está cercana, y por eso los ecos entre tu pasado y tu futuro se acercan
hasta casi encontrarse».
—No hagas caso a las habladurías de las viejas. Y esos sonidos no
son más que los enamorados que pasean en barca por los canales. Luego
lo haremos nosotros.
—¿Oyes eso que suena ahora? —interrumpió ella, cerrando los ojos
para evocar con más claridad recuerdos casi perdidos en su memoria.
—Sí, son palomas en la plaza de ahí al lado.
—No, son estorninos. Nunca podría olvidar ese sonido. Lo oía a
menudo desde la casa de mis padres en Istria, los veía volar y hacer
extrañas y hermosas formas en el aire desde la ventana de la habitación
que compartía con mis hermanos; podía estar horas y horas viendo el
baile hipnótico que creía que me dedicaban a mí cada atardecer. Pero
llegaba el otoño y siempre desaparecían, así que un año pregunté a mi
madre dónde se metían los estorninos en los meses en los que no los
veíamos por el pueblo, ella respondió que volaban muy lejos, hacia el
sur, cuando sentían que se acercaba el frío invierno y así podrían estar en
un lugar más cálido. Desde entonces, cada día de mi vida soñé y deseé ir
con ellos al sur, rezaba para lograrlo, marcharme de aquel infierno, volar
lejos con los estorninos. Aún no se ha cumplido aquel deseo.
Un incómodo silencio invadió la habitación. Alfil la abrazó y así
permaneció, acariciando su cabello, durante más de media hora. Davina
parecía recuperada por completo de las magulladuras del accidente de
coche y del encontronazo posterior con el chico. Esa era la parte positiva
de su situación, la negativa era que habían perdido el factor sorpresa y su
siguiente y último objetivo conocería el fallecimiento de sus socios y
estaría preparado y armado, esperándoles para su defensa o con un plan
trazado de ataque.
Debían comenzar desde cero y tocar madera para que sus rivales, los
pocos o muchos integrantes de la agencia Trouver que quedasen vivos y
no hubiesen desertado al verse sin patrón y atacados por una fuerza
exterior, siguieran usando aquellos canales de comunicación que tan bien
descifraba Davina; porque Alfil no logró descodificar ningún mensaje en
los dos días que llevaban descansando en Brujas.
Capítulo 16

Dos días antes:


—Claro, es que esas son dos cosas de lo más incompatible. No puedes
pretender llevar casos de gran magnitud y que te pongan a prueba si no
quieres salir de una región pequeña y con un índice de delincuencia tan
bajo como Navarra. No puedes esperar que el crimen del siglo suceda en
la puerta de tu casa.
Oiana usaba el tenedor para jugar con los restos de su ensalada. La
conversación con Pablo le recordó que llevaba muchos días sin ver a su
querida sobrina y ahijada, con la que compartía nombre. Era una
sensación agridulce, ya que el cariño por su hermana y su hijita de dos
años era un motor importante en su vida, pero también un ancla que la
ataba a una tierra que amaba pero que no le ofrecía las ansias de
desarrollo que necesitaba en su carrera.
—Al menos, deberías plantearte a medio plazo hacer las pruebas para
el cuerpo nacional. Viniendo de la foral y con tu historial de méritos, no
creo que te resulte más complejo que invertir un par de meses. Y no te
vendrán mal las recomendaciones que tendrás de algún que otro oficial
del cuerpo. —El teniente sintió una punzada en el estómago tras decir
esas palabras, no recordaba que su carta de recomendación valdría muy
poco cuando regresase a España y tuviera que afrontar una dura sanción,
o el despido.
Oiana levantó la mirada con timidez y se ruborizó al ver los ojos de
Pablo fijos en ella. En esos pocos días había pasado de la admiración por
su tesón y eficiencia a sentir un cariño que no había experimentado con
nadie desde su etapa de instituto. Su carrera la había absorbido tanto que
había permanecido inmune a los compañeros de academia y del cuerpo
que habían tratado de intimar con ella en esos años.
—¿Dices en serio que tengo madera para ser inspectora de
homicidios? Espero que no me tomes el pelo.
—No sé si te has enfrentado alguna vez a un caso en el que tuvieras
que analizar escenas de crímenes, o tener que quedarte a solas con un
cadáver para ver qué te dice lo que observas, oyes y hueles a su
alrededor, pero seguro que, llegado el momento, lo solventarás sin
dificultad.
—Aún no he tenido una experiencia de ese tipo, quizá no valga para
ese trabajo.
—Quizá sigues usando excusas para no afrontar que no puedes estar
pegada a las faldas de tu hermana por siempre, que ella tiene su vida y tú
debes buscar la tuya.
—Sí, tienes razón, aunque cuesta despegarse de los arraigos que una
misma se ha creado durante toda una vida. Me alegra que tengas esa fe
en…
—¡No me lo puedo creer! —Pablo se levantó de la silla de un salto y
fijó toda su atención en el televisor frente a él—. No me puedo creer que
nos hayan despistado de esta forma.
Las noticias mostraban imágenes en directo de la ciudad de Amberes,
mientras ellos estaban en Bruselas.
—¿Pero cómo…? No tiene sentido, casi no quitamos ojo del coche.
—Ese fue el error. Tenerles a la vista.
—No lo entiendo.
—Cuando seguíamos las indicaciones de las cámaras de tráfico,
infalibles porque se basan en la matrícula, era imposible perderles. Al
pasar a Bélgica y perder esa información, nos acercamos para seguirles
desde unos seis coches de distancia para no llamar su atención, pero esos
tipos se las saben todas, son especialistas. En cuanto nos detectaron, solo
tuvieron que acercarse a otro vehículo idéntico o similar y dejar que
cometiéramos el error. Vimos a un Citröen C5 gris coger el desvío hacia
Bruselas y le seguimos porque dábamos por sentado que vendrían a la
capital. Siendo tan estúpidos de no comprobar la matrícula, acabamos
tras el coche equivocado.
—Claro, venían de París y Madrid, era lógico pensar que irían a la
capital.
—Pero la capital solo es su centro político. Amberes tiene, si cabe,
más comercio y habitantes aún. Si hubiéramos llevado unos putos
prismáticos para cotejar la matrícula en la distancia o nos hubiéramos
arriesgado a acercarnos lo suficiente como para verla…
—Eso le puede suceder a…
—No. Eso solo le sucede a los novatos o a los distraídos. Pero nos
enfrentamos a dos asesinos contra los que no caben las distracciones.
Mira la que han montado en el centro de Amberes y la policía ni se ha
acercado a ellos. Y esos tipos a los que han matado son como el
desconocido de Madrid, posiblemente agentes adiestrados como no lo
estamos tú y yo.
—Por más que seguimos su pista, no logro comprender cómo un
asesino en serie acaba en una trama internacional como la que se está
cociendo aquí —musitó Oiana.
—Tengo memorizados los perfiles de sus víctimas en España. Esas
chicas eran estudiantes de universidad o trabajadoras de entre veinte y
veinticinco años, todas chicas normales con vida social, familiar y
laboral de lo más común. Es imposible que ese tipo cumpliese una
misión. Salvo…
—Salvo qué…
—Salvo que fuese reclutado por algún organismo especial, tipo
Interpol o Europol.
—¿Es una broma? ¿Un órgano policial reclutando a un asesino en
serie?
—¿Por qué no? Imagina que necesitas los servicios de un sicario al
margen de la ley para entrar y salir de una ciudad, cumpliendo un difícil
objetivo sin el apoyo de los de arriba, ¿quién mejor que un asesino sin
escrúpulos que solo desea matar y que no te pedirá dinero a cambio? Así
le tienes controlado y alejado de su afán por matar a personas inocentes.
Y si es atrapado o abatido, es solo un desconocido que no tiene móvil
alguno para encontrarse allí ni para querer matar a su objetivo, alguien
no vinculado a la agencia.
—Eso suena demasiado a película americana o novela de espías de
Ken Follet.
—Y tú debes recordar que la realidad siempre supera a la ficción.
La pareja salió del restaurante mientras la televisión seguía
mostrando el caos de la ciudad vecina tras los destrozos provocados por
la persecución en coche, además de los cadáveres tapados por mantas
doradas que los técnicos sanitarios se llevaban del parque y del interior
del Audi A5 siniestrado al final de las escaleras; coches destrozados en
las calles por haber tenido que esquivarles, el escaparate del centro
provincial, del que ya habían retirado el otro Audi; las declaraciones de
los testigos que habían visto cómo entraban en el parking del Congreso y
las de los que vieron cómo uno de los coches atropellaba a dos docenas
de personas por la acera mientras el otro coche al que perseguía iba en
dirección contraria por la calzada.
—¿Vamos a Amberes?
—Vamos en esa dirección, y solo tenemos veinte minutos para lograr
información de la policía belga. Ya sabes el tipo de coche que buscamos,
debemos volver a investigar en tiendas de alquiler del aeropuerto y de la
estación de trenes, tienes tarea por delante.

Cien metros por detrás del coche de Pablo y Oiana, partía el


conducido por Javier y Luis en su persecución desde la distancia,
acababan de escuchar las mismas noticias por la radio y comprendieron
en el acto las prisas que se tomaba la pareja por salir de la ciudad. Un
mensaje de móvil al teléfono de Javier le informaba desde la central en
España que Oiana había iniciado el mismo procedimiento de
investigación que en Francia, haciéndose pasar por policía belga para
conseguir apoyo logístico. Desde Madrid habían autorizado a Oiana
como agente encubierta en misión internacional, como había ordenado
Javier.
—Deberíamos haber contactado con ellos hace días, un grupo de
cuatro hace más llevaderas las largas jornadas en coche y tendríamos
más posibilidades ante un enfrentamiento con esos dos asesinos —
protestó Luis.
—No sabemos cómo reaccionaría la sargento al saber que Pablo le ha
estado engañando todo este tiempo.
—Pero no sabemos si él ha confesado ya, quizá conozca toda la
situación.
—Prefiero no arriesgarme. Te toca conducir.
—¿Cuánto margen crees que tenemos? —preguntó Luis.
—¿Para alcanzar a los fugitivos? No lo sé, eso depende de la
habilidad de Pablo.
—No me refería a eso. Pregunto por el margen que nos queda de
apoyo por parte de tus superiores, no nos van a estar financiando una
operación que pueda durar meses o años, en la que acaben fugados los
asesinos, o peor, muriendo más gente como en Amberes.
—No lo sé, después de lo que dice la radio y del recuento de muertos
y heridos en las calles, dudo que dentro de dos horas tengamos vía libre.
Javier se sumió en un silencio que Luis, al volante, no quiso romper.
Este último sabía que el teniente se jugaba el todo por el todo, su vida
entera estaba puesta sobre la mesa de la ruleta y la bola ya llevaba
demasiado tiempo girando, estaba a punto de detenerse. Las
probabilidades de triunfo eran muy pocas contra el más que seguro
fracaso.
Capítulo 17

La autopista, como una lengua infinita de obsidiana, se extendía ante el


coche bajo los destellos que los faros y las farolas provocaban sobre el
asfalto mojado. La lluvia arreciaba a esas horas de la noche en que el
convoy de dos vehículos había salido de la capital belga hacia Amberes,
dirigiéndoles a toda velocidad hacia el norte cuando, a falta de quince
kilómetros para su destino, el coche de Pablo y Oiana cambió
repentinamente su dirección para tomar el desvío hacia el oeste, en
dirección a Gante. El coche perseguidor hizo lo mismo, manteniendo una
distancia de más de veinte metros para no delatar su posición.
—¿Gante? ¿Los han encontrado en Gante?
—Aún no lo sabemos, esperemos a ver hacia dónde se dirigen y
cuáles son sus siguientes pasos —respondió Pablo.
—Si vuelven a ponerse a tiro de la pareja de fugitivos, deberíamos
intervenir. Oiana y tu amigo el sevillano nos apoyarían en la detención.
—Sí, creo que sería lo más inteligente. Aunque tal vez nos aparten
del caso o incluso nos destituyan antes de que eso suceda. Debemos
darnos prisa.
Luis le miró preocupado, eso último había sonado muy mal.
El vehículo de Pablo y Oiana no entró en Gante, siguió por la E40
hacia Brujas. Luis se mantenía a la espera. Empezaba a tener sueño y no
había respuesta a la información suministrada por Javier. Había enviado
mensaje a la central con el destino definitivo, ya que esa carretera
conducía a Brujas y luego solo quedaba el mar. Si les habían encontrado,
el lugar era perfecto para acorralarles y detenerles, ya que aquella ciudad
se encuentra rodeada por canales que la convierten en una ratonera.
Faltaban diez kilómetros para llegar a su destino cuando el mensaje
de texto apareció en la pantalla del teléfono:
«Estáis fuera del caso, una patrulla de la policía belga detendrá a
Pablo Aguilar en los próximos minutos y ellos se encargarán de la
persecución de los fugitivos. Tras los sucesos de Amberes, hemos
perdido la posibilidad de seguir al frente en la investigación».
Javier no compartió el contenido del mensaje con Luis, se limitó a
llamar a la central, directamente a su comisario.
—Me importa una mierda el motivo de tu llamada —respondió el
comisario en cuanto descolgó, sin dar pie a saludos formales o a quejas
de su subordinado—. Todo esto es una mierda que se ha descontrolado y
nos salpica por todos lados. La policía belga nos responsabiliza por no
haber detenido a Pablo a su debido tiempo ni haber informado y dado
todas las pistas sobre esos dos fugados de Madrid que la han liado de
cojones en su territorio. Dieciséis inocentes muertos, veintidós heridos y
cuatro desconocidos sin identificar y armados, sin contar con destrozos
por valor de millones de euros. Todo ese desastre se podía haber evitado
si no estuvieras siguiendo una puta corazonada de los cojones. Así que te
vuelves para casa en el primer vuelo y junto al oficial de la Foral, que
también le caerá lo suyo al llegar. ¿Estamos?
—La estamos cagando, Paco, lo sabes de sobra. Si nos volvemos,
esos dos se van a escapar.
—No me toques más los huevos, esos dos ya se escaparon de Madrid
y luego de Amberes, y se escaparán todas las veces que quieran; pero
mientras estén en Bélgica, no pintamos una mierda allí. El problema es
ahora de ellos.
—Dame un día más, solo un día, para ver qué puedo observar por
allí. Extraoficialmente, dame vacaciones y lávate las manos. Si pasa
algo, di que se me fue de las manos, que actué por mi cuenta y riesgo y
que el Cuerpo de Policía no es responsable.
—¿Estás tirando tu carrera al retrete por dos mierdas que podría
detener cualquier otro? ¿Por dos mierdas que podrían matarte en una
calle oscura y fría como al chaval aquel de Sevilla?
—No, estoy haciendo lo que debí hacer desde el principio, estoy
haciendo mi trabajo por primera vez en años. Te pido vacaciones porque
me lo debes y porque me lo debo a mí mismo. ¡Me cago en la hostia!
Porque cuando estaba en el caso más importante de mi vida, el de el
fantasma, debí hacer lo que era justo: coger todas las pistas que teníamos
y presentarme ante la prensa para que todo el país viera la mierda de
policía que somos y los putos políticos corruptos que nos gobiernan.
Demostrar que estábamos metiendo en la cárcel a un inocente para
lavarnos las manos y para que tu puto culo y el del ministro siguieran
ocupando cargos que no merecéis. ¡Joder, no me hagas cabrear! Ni
siquiera yo debí continuar con mi puesto. Si quieres mi placa, perfecto,
te la pondré encima de la mesa en cuanto regrese, ¡pero ahora me darás
esas putas vacaciones y no volverás a tocarme los huevos en la vida!
Se produjo una pausa a través de la línea telefónica, y para Javier
aquello fue como si se hubiese sumergido por completo en una bañera de
fría gelatina. Se había quedado sin respiración tras soltar lo que llevaba
dentro y el ambiente se había vuelto tan denso que podría cortarse con un
cuchillo. Luis no se atrevía siquiera a mirarle después de todo lo que
acababa de escuchar.
—Tienes dos semanas de vacaciones —respondió el comisario.
Luego colgó.
Javier sonreía como un niño, ese margen le daba vida.
—He conseguido tiempo, Luis, pero me temo que sea solo tiempo
para mí. Supongo que te llegará un mensaje parecido al mío con la orden
de regresar.
—Tío, no te pongas tontorrón con lo que voy a decirte, pero… me
siento orgulloso de haber participado contigo en esta misión y de haberte
conocido, espero que consigas callar las bocas de esos atocinados
políticos y de tu comisario. Eres un policía cojonudo.
Javier sonrió con pesar, no sentía el halago lo más mínimo.
—No, Luis, soy un gilipollas. Todas esas muertes podían haberse
evitado si hubiese hecho caso a mi instinto, y a las palabras del mejor
policía que he conocido: ese que va delante y al que solo le quedan unos
minutos de libertad. Un buen policía eres tú también, que has confiado
en tu instinto y me has acompañado, y esa sargento que va con Pablo. No
te equivoques, de nosotros cuatro, el peor y más atocinado soy yo.
Sirenas y luces estroboscópicas precedieron a los cuatro coches
blancos con tres líneas azules en las puertas que adelantaron a toda
velocidad a Javier y Luis. El tiempo se había acabado para todos. Menos
de un minuto después habían cerrado el paso al coche con Pablo y Oiana,
que se veía obligado a frenar y apartarse hacia el arcén. Habían llegado a
su destino aunque no con el resultado que esperaban. Los detenidos por
la policía resultaban ser ellos en lugar de los dos asesinos.
Alfil y Davina siguieron su rumbo sin dificultades, ajenos a lo que
sucedía a sus espaldas antes de llegar a Brujas.

Pablo permanecía incomunicado en un cuarto de interrogatorios


mientras el resto batallaba con la Policía Nacional Belga sobre su
implicación en los sucesos ocurridos en Amberes.
—Le repito que el teniente Aguilar no ha tenido nada que ver con los
actos criminales de Amberes, él se limitaba a seguir a los sospechosos de
dos crímenes sucedidos en Madrid y que, posiblemente, sean los mismos
responsables. Sin pruebas suficientes y sin tener jurisdicción, aún no ha
decidido actuar o no ha tenido la oportunidad clara de hacerlo, pero sin
duda que el teniente es quien más se ha acercado. —Javier Balmaseda
trataba de suavizar el trato que dieran a Pablo. Bastante tendría con
soportar todo lo que le caería a su llegada a Madrid.
—A ver si lo comprendo, les dimos autorización para perseguir y
capturar a dos sospechosos de asesinato en España y, en lugar de
detenerles, les han dejado cometer más crímenes. Todo el país está
sumido en el caos que han provocado con su incompetencia.
El oficial al mando de la Policía Belga se mostraba hostil y al límite
de una paciencia que parecía llevar siglos conteniendo. Sus superiores
debían de estar presionándole hasta el punto de mostrar esa falta de
solidaridad y de cordialidad hacia otro oficial. Javier sabía que no
lograría con excusas ni un solo avance en su intento de proteger a Pablo,
mucho menos en su intención de que lo pusieran en libertad para seguir
con su investigación.
—No podíamos efectuar una detención en su país sin la orden
adecuada, aparte, no teníamos nada contra ellos en firme, ninguna
prueba, necesitábamos atraparles cometiendo un delito.
—¿Le parece poco todo lo que hicieron en Amberes?
—Lo que me parece poco —Javier ya estaba cansado de soportar
tanta ineptitud— es lo que hizo su policía, ni se acercaron a ellos. Más de
media hora de locura, asesinatos, destrozos, persecución en plena ciudad,
incluso en el aparcamiento del Congreso, y no lograron estar lo
suficientemente cerca ni para ver el modelo de coche que conducían. Mi
colega Pablo Aguilar, que ustedes retienen en una celda, fue el único que
supo quién lo hacía y que pudo seguir su pista hasta aquí. Los asesinos
están en esta ciudad y acabarán por fugarse mientras ustedes solo
piensan en nosotros.
—Más le vale permanecer en silencio en esta oficina, junto al resto
de sus colaboradores, si no quiere pasar a una sala de interrogatorios
como la de su amigo. ¿Me ha comprendido? —El oficial belga abandonó
el despacho, dejando a Javier junto a Luis y Oiana, que permanecían
susurrando entre ellos la información que cada uno había obtenido por su
lado.
—No me puedo creer que me mintiera —dijo ella con un semblante
de decepción y cansancio a partes iguales—. Llevo días jugándome mi
placa, investigando codo con codo, siguiéndole por toda Europa, y no ha
tenido el valor de decirme que todo era una mentira, que no era quien
decía ser.
—No se equivoque, sargento —la interrumpió Javier—. Ha hecho lo
que debía hacer, lo que haría cualquier policía del nivel que nosotros no
tenemos. Entiendo su decepción por el engaño, pero aquí hay vidas en
peligro y la detención de dos asesinos muy peligrosos. Ya vio lo que
hicieron en Amberes. Pablo la usó, es cierto, y también es lógico que se
sienta ahora traicionada, pero hizo lo necesario para llevar a cabo su
misión.
Oiana no contestó, permanecía con los ojos húmedos y un temblor en
la mandíbula provocado por una traición que no esperaba de quién había
logrado superar unas barreras que iban más allá de lo profesional.

La sala de interrogatorios en la que Pablo Aguilar llevaba más de una


hora no era tan acogedora como se esperaba. Un cuartucho de menos de
ochos metros cuadrados, con paredes pintadas de gris y no más
mobiliario que una mesa y dos sillas de metal atornilladas al suelo en el
centro de la estancia. El espejo en la pared de su izquierda y la cámara de
vigilancia con un piloto rojo parpadeando le recordaron a las películas
americanas que veía en su infancia, las que hicieron que desease ser
policía, aunque jamás se habría imaginado que acabaría siendo el que
contestase a las preguntas. Nunca se había fijado en todo lo que
transmiten aquellos lugares cuando era él quien entraba el último.
Llevaba un rato con ganas de ir al baño, pero sabía que no serviría de
nada que lo dijese al espejo o a la cámara, solo le quedaba esperar a que
apareciese alguien y que supiese hablar castellano. Se oyeron pasos al
otro lado de la puerta, parecía que su situación avanzaría pronto. Pero,
¿en qué dirección?
Un tipo de unos cuarenta y cinco años, vestido con traje gris y
corbata negra, aflojada tras lo que sus ojos indicaban que había sido un
largo día de trabajo, entró y se sentó en la mesa frente a él sin decir una
sola palabra ni mirarle a la cara. Pablo conocía esa técnica desde la
academia, no en balde había sacado sobresaliente en la asignatura de
interrogatorios; en realidad, no había sacado una nota más baja que esa
en todo su adiestramiento, el único expediente con media de diez en toda
la historia de la Policía Nacional Española. Ahora tocaba permanecer
afable y participativo para lograr avanzar en el control y dominio del
policía belga sobre la situación. El caso contrario sería pedir un abogado
y hacerse el mudo, así conseguiría enfadarles, atrasarles el máximo
posible su trabajo y provocar el escape de el fantasma y su cómplice de
la ciudad.
—¿Se llama usted Pablo Aguilar? —dijo en un correcto castellano el
policía rubio de ojos azules que arrastraba un claro acento francófono. Ni
siquiera dijo su nombre o rango. Pablo sabía que lo hacía para tratar de
intimidarle.
—Mi nombre es Pablo Aguilar, número de placa cuatro, seis, veinte,
doce, tres; destinado al departamento de homicidios de la comisaría
Central-Uno de Sevilla. Pedí una excedencia en la Policía Nacional
Española el día dieciséis de febrero de este mismo año para perseguir a
un sospechoso de múltiples asesinatos cometidos en nuestro país. El
fotógrafo de moda conocido como Alfil es el sospechoso al que he
seguido hasta la ciudad de Brujas, cuando ustedes me han detenido.
—Bastaba con un sí.
—Sí.
El policía belga levantó la vista de su informe y le lanzó una mirada
hostil. No le gustaba ese juego, o quizá se sentía descolocado al no
encontrar el camino que trataba de seguir. Y casi se había quedado ya sin
preguntas tras la retahíla de respuestas de Pablo, que contestaba, casi en
el mismo orden, a las cuestiones que pensaba hacerle a continuación.
—¿Fue testigo presencial del asesinato de Miguel Carabías?
—Sí.
—¿Intervino usando su arma reglamentaria?
—Sí, tras el asesinato de mi ayudante, usé el arma para tratar de
detener a los asesinos mientras escapaban.
—¿Usó el arma en algún otro momento aquella noche?
—No.
—Existe otro cadáver encontrado en Madrid, el de un hombre
asesinado y aún sin identificar. ¿Asegura y testifica que no tuvo nada que
ver en su asesinato?
—No llegué a verle. Oí por las noticias que había otro cadáver pero
no vi lo que ocurría en esa calle.
Pablo mentía, hablaban del supuesto agente de la Interpol, a cuyo
cadáver acudió para sacar el dinero en efectivo que había estado usando
durante esos días. Si dijese la verdad y tratase de explicar todo lo
ocurrido con aquel tipo, pasaría días en la sala de interrogatorio, y todo
para que nadie se creyese una absurda historia en la que aún quedaría
peor parado, al haberse dejado engañar por un falso agente de la Interpol.
Existía la posibilidad de que alguna cámara de vigilancia de la calle, de
algún cajero o negocio, pudiera haberle grabado junto al cuerpo, pero
dudaba de que fuese así, ya que la cámara también habría reflejado el
momento en que era asesinado. Si no sabían que él no había matado al
falso agente, es que no existía grabación alguna.
—¿Qué le ha traído a este país, teniente Aguilar?
—Como le comenté antes, perseguí a los homicidas de mi ayudante
hasta Navarra, una provincia fronteriza de mi país con Francia, luego les
seguí la pista a través de los Pirineos hasta llegar a París, donde tengo
serias sospechas de que asesinaron al librero de Shakespeare &
Company, como habrán visto en las noticias; aunque allí se haya tratado
todo como un fallecimiento sin violencia, un mero accidente. Desde
París y con ayuda, quizá no totalmente legal, de la policía francesa, les
seguimos hasta Bélgica, donde pudimos ver su rastro de sangre y
crímenes.
—¿Cómo podemos estar seguros de su información?
—Mire, oficial… como se llame, gracias a la policía belga de tráfico,
que parece funcionar a las mil maravillas, sabemos que llegaron a Brujas
hace horas en un Volkswagen Passat gris oscuro, matrícula N-ARR-439,
alquilado en un rent-a-car de la Estación del Norte de Amberes ayer por
la tarde. Esta ciudad no es demasiado grande, podrían buscar a fondo
por…
—Cállese. Limítese a responder a las preguntas.
Pablo había rezado para que aquel oficial fuese un buen policía con
ganas de atrapar a los asesinos de Amberes y Madrid, pero no era más
que un chupatintas encargado del interrogatorio. Alguien a quien solo le
importaba cumplir con una orden rutinaria y tener sospechosos o
culpables a los que poder entregar para lograr una palmadita en la
espalda de algún superior. Conocía demasiado bien a ese tipo de
funcionarios, por desgracia.
—No puedo garantizarle mi declaración salvo con mi propia palabra.
—Solo tengo una última pregunta, teniente Aguilar: ¿Por qué no se
quedó en Madrid a la espera de la policía cuando asesinaron a su
ayudante?
Pablo, contumaz y desesperado ante aquella estéril conversación
como nunca antes en su vida, respondió:
—Porque mis superiores me hubiesen impedido seguir a los
culpables, aquello hubiese supuesto la desaparición de los asesinos.
Desobedecí las normas para evitar males peores. Aunque no pretendo
que algo así lo entienda usted. —Esa última frase, que solo hubiera
deseado pensarla, salió en un susurro de sus labios sin que pudiese
reprimirla.
—Su traslado a España se efectuará en las próximas dos horas. Si
tiene algo que decir, dígalo ahora —añadió el oficial belga, que había
oído perfectamente su murmullo y le dedicaba una mirada más hostil que
nunca.
—Tan solo ir al baño, gracias.
Pablo quedó a solas y pudo relajarse tras el interrogatorio, al menos,
todo lo que se lo permitían la visión del espejo con cristal falso, las ganas
de orinar, la cámara que seguía con su piloto rojo parpadeando, el hecho
de saber que volvería con las manos vacías a España a dar más
explicaciones de las que le apetecía dar y, lo más duro de todo, haber
perdido a Oiana a todos los niveles. Sorprendiéndose al darse cuenta de
que eso último era lo que más le preocupaba. En realidad, era lo único en
lo que pensaba en ese momento. Sabía que la chica se sentiría
defraudada con sus mentiras y que él no podría justificarlas. También
sentía que jamás volvería a verla y eso le mortificaba.
La puerta del despacho donde permanecían Javier, Luis y Oiana se
abrió y el oficial asomó la cabeza, miró fijamente a Javier y le pidió salir
fuera con un gesto de su mano. Los policías forales se miraron entre sí
sin saber qué ocurría. Javier entró en un despacho particular que intuyó
era del oficial belga y permaneció de pie en el centro del mismo.
—Siéntese, por favor.
—Llevo demasiado tiempo sentado. Me da la sensación de no hacer
otra cosa desde que han aparecido ustedes, estar inmóvil. Si no le
importa, permaneceré de pie.
—Como desee —el oficial belga se sentó sin prisas en su silla y
desde allí le miró con un gesto mucho más amigable que el ofrecido a
Pablo—. Mis superiores me acaban de dar una orden, algo que le
interesará saber. Al parecer, su gobierno ha pedido el favor de que le
autoricemos en esta operación en calidad de observador y consejero,
petición aprobada por mis superiores —hizo un chasquido con la lengua
y un gesto claro de desaprobación—. Debo ser sincero y decirle que no
estoy de acuerdo con esa decisión, y los resultados de los últimos días
avalan ese pensamiento, pero no puedo negarme a una orden de mi
gobierno, así que bienvenido a la operación si aún desea seguir con ella.
Javier sentía llegar un oxígeno más puro que nunca a sus pulmones,
aunque aún desconocía el grado de implicación que le dejarían tomar los
belgas. Más aún viendo la hostilidad que demostraba aquel oficial hacia
él.
—A partir de ahora —añadió—, escucharemos sus consejos y le
permitiremos estar en la vanguardia de la operación. Otra cosa, como
usted comprenderá, es dejarle dar órdenes o seguir las que se le ocurra
darnos.
—Mi único deseo es detener a esos dos criminales. Y con todo esto
que han montado aquí, dudo que sigan en la ciudad.
—No se muestre tan adverso, teniente. Las órdenes que he recibido
son tan ambiguas que podría tenerle aquí en esta comisaría mientras yo
persigo por todo el país a esos dos.
—No me muestro hostil, solo trato de hacerle ver que he arriesgado
mi puesto y mi vida por detenerles y usted parece que siga viéndome
como a un delincuente. Créame, estaría mejor en mi casa viendo la
televisión, pero estoy aquí, pagándome casi toda esta operación de mi
bolsillo, solo para ver a dos asesinos entre rejas.
—Espero que sea así. Tendrá tiempo de sobra para demostrarlo.
Desde su país se han tomado muchas molestias para volver a incluirle en
la operación.
—¿Y qué pasará con el teniente Aguilar? Es el que más cerca ha
estado y el que mejor puede seguir la pista de los fugados.
—El teniente Aguilar está arrestado y permanecerá aquí hasta que
sea escoltado a su país. Y dudo mucho que haya sido tan eficaz a la vista
de los resultados. —El oficial se levantó de su mesa y se marchó sin
decir una palabra más.
Javier quedó debatiéndose entre pensamientos tan agridulces como el
de saber que seguiría en la investigación pero estando solo entre policías
extranjeros y desconfiados, mientras quitaban de en medio al mejor
investigador y el que más posibilidades tenía de capturar a los dos
asesinos. Había hecho todo lo posible por Pablo pero había llegado el
momento que tanto temía. Se encontraba solo ante la investigación y sin
el mando.
Y no habría vuelta atrás.

Pablo esperaba a su traslado en un cuarto que contaba con un sillón


de metro cincuenta donde no podría ni tumbarse a echar una cabezada (ni
lo hubiera hecho de estar en el hotel Ritz en ese momento de angustia) y
una puerta que daba al pasillo central de la comisaría, con una pequeña
ventana por la que veía pasar constantemente policías de un lado para
otro. Por suerte, le habían permitido ir al baño, escoltado por dos
agentes, y ahora trataba de recuperar la calma y el control de la situación.
—¿Qué será de mi vida cuando regrese a España? Sí, te lo pregunto a
ti. No te limites a leer y ser un simple espectador, no me vendría mal
ahora tu opinión o consejo. ¿Qué crees que será de mí? Porque yo no
albergo muchas esperanzas. Teniendo en cuenta cómo se resolvió el caso
de el fantasma, no me extrañaría que el Ministerio decidiese cargarme el
muerto de los asesinatos de Miguel y del otro cadáver. Espero y deseo
que Javier no permita algo tan extremo; claro que la suerte de mi colega
no será mucho mejor que la mía después de haberme estado encubriendo.
»¿Y esa pareja de criminales? Si los noticiarios belgas han informado
sobre nuestra detención en Brujas, seguro que hace horas que ya han
salido de la ciudad, y posiblemente del país. ¿Y qué será de Oiana? No
puedo dejar de pensar en ella. Espero que se declare engañada por mis
mentiras y no le abran un expediente disciplinario, porque eso último le
imposibilitaría acceder a la Policía Nacional o intentar ascender en la
Foral; quizás, aunque espero que no, la sancionen con una suspensión
temporal o una degradación de cargo. ¿Qué pensará de mí? Se ha
convertido en alguien importante en mi vida, monopoliza mis
pensamientos hasta el extremo de eclipsar los que me provoca ese tal
Alfil. Me cuesta reconocerlo, pero me siento atraído por ella como jamás
lo había estado por nadie. Estoy enamorado y no solo no he podido
decírselo, sino que la he engañado durante todo este tiempo. Lo peor de
todo es que ella ha acabado enterándose por terceras personas y en
aquellas horribles circunstancias para su futuro profesional.
No había terminado de pensar en Oiana cuando la vio. La chica
caminaba por el pasillo, justo al otro lado de la ventana, y se detuvo algo
menos de un segundo al descubrirle. Un instante fugaz pero suficiente
para que Pablo notase sus ojos vidriosos, que mostraban el dolor y rencor
que sentía hacia él. Se hundió por completo, sentado en el camastro,
hasta hacerse pequeño y sentirse como el niño que ha roto un jarrón en
casa y trata de esconder los pedazos ante la mirada inquisidora de sus
padres.
Ahora ya nada le importaba.
Capítulo 18

El tiempo deja de tener importancia para aquellos que son felices, para
esas personas que cuentan con todo lo que necesitan en su vida. Del
mismo modo que se hace eterno, hasta llegar a sentir que se detiene,
cuando el que lo percibe o mide se encuentra en una situación tan
embarazosa como la que vivía Pablo Aguilar. El fantasma le había
burlado por enésima vez, se encontraba detenido, expulsado del cuerpo,
implicado en un caso de homicidio y abandono de un compañero y… y
lo único que conseguía ver en ese momento, como una cruel proyección
fijada en su mente, eran los ojos llorosos de Oiana a través de la ventana
de la puerta. El hambre, la sed, el sueño, las ganas de venganza, de huir
de allí, la vergüenza ante el fracaso, todo… todo había desaparecido tras
la conexión casi eléctrica que sintió atravesar su cuerpo desde los ojos
hasta los dedos de los pies, como una descarga que le hubiese privado de
alma. En ese momento era un mero espectro, no llegaba a sentirse ni una
sombra de lo que había sido.
Los segundos pesaban como horas, los minutos como días, las dos
horas que estuvo allí a solas como una eternidad en el purgatorio.
Entonces la puerta se abrió de nuevo y entraron el mismo oficial de la
policía belga que le había interrogado, que seguía con la misma cara
poco amigable, y Javier Balmaseda. Se alegró de ver una cara conocida,
más aún la de quien le había estado encubriendo a riesgo de perder su
empleo. ¿Lo habría perdido? Se preguntó Pablo mientras Javier decía
algo al oído del belga, es lo único que le faltaba por oír ese día. Javier se
acercó a él y, en silencio y con cara de pocos amigos, le agarró por una
axila y tiró hasta levantarle y encararse con él, luego le miró fijamente a
los ojos y susurró en un hilo de voz:
—Cuando lleguemos a la puerta donde está el belga, di que tienes
que ir al baño. —Ni siquiera le miró, solo pronunció esas palabras.
Pablo, muy desconcertado ante la petición de Javier, se levantó
frotándose las muñecas, los grilletes le estaban haciendo unas marcas
que pronto comenzarían a sangrar. Nunca imaginó lo molestos que
podrían llegar a ser cuando los llevaban otros, sobre todo cuando están
apretados y se sufren durante varias horas. Siguió a Javier hacia la puerta
y cumplió con su cometido.
—¿Otra vez? Has ido al baño hace un rato. ¿Tienes incontinencia? —
respondió de malos modos el belga.
—No importa —interrumpió Javier—, yo también debo ir, así que le
escoltaré.
Los dos tenientes cruzaron el pasillo en silencio, cruzándose con
varios agentes hasta entrar en una sala ya familiar para Pablo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el andaluz.
—Espera. —Javier entró en uno de los cubículos y cerró la puerta,
luego orinó.
—No me jodas que me has traído aquí, susurro confidencial en la
celda incluido, porque te estabas meando.
—No, joder, es que me han entrado ganas de repente. Espera que
ahora te cuento.
—Por cierto… ¿Sabes si la sargento Oiana…?
—Eso en otro momento. Ahora sígueme, tenemos poco tiempo.
Camina a mi espalda y con naturalidad.
Javier salió por la puerta del aseo y tomó un camino distinto al que
habían seguido para llegar hasta allí. Pablo le seguía en silencio,
ocultándose tras su espalda y aún sin saber con seguridad lo que se
proponía hacer su colega. Pasaron por varios pasillos donde se podían
ver a los agentes y oficiales belgas trabajando al otro lado de paredes de
cristal como la de su propia comisaría en Sevilla, del mismo modo se
cruzaron con agentes que charlaban en francés sobre el caso que
estuviesen investigando o sobre temas personales. Llegaron a una puerta
de emergencia que Javier abrió después de asegurarse de que no había
nadie observándoles en el pasillo. En un gesto rápido, que tomó por
sorpresa al sevillano, sacó una pequeña llave de su bolsillo y le quitó las
esposas.
—¿También le has robado las llaves a…?
—¡Corre, joder, corre! —gritó el madrileño.
Pablo no necesitó que se lo repitiesen. El brusco azote de la noche,
con un frío y humedad inusitados, le puso alerta hasta comprender que
estaban a unos metros de un parking en plena calle, con coches patrulla y
también de incógnito y particulares. Javier entró en el suyo propio y, tras
sumarse a él su compañero, arrancó para salir de allí a toda prisa. Por los
retrovisores pudo comprobar cómo salían en estampida una docena de
agentes que se dirigían a toda prisa a sus coches patrullas para
interceptarles.
—¿Te la estás jugando de nuevo por mí? ¿Estás loco? Después de
esta no habrá quién te libre de perder la placa, y lo más seguro es que
acabemos en una cárcel belga.
—Sí, estoy como una regadera. Quiero atrapar al fantasma y a la que
le acompaña al precio que sea, y tú eres el único que puede ayudarme a
hacerlo.
—¿Y qué haremos luego si les atrapamos?
—Bueno, supongo que buscaré a algún socio que quiera montar una
agencia de investigación privada. ¿Conoces a algún expolicía que
quisiera apuntarse? —dijo con una sonrisa.
—Tú lo has dicho… como una regadera. Por cierto, necesitaremos
cambiar de coche en menos de dos minutos o nos atraparán.
—¿Sabes puentear un coche?
—Depende del modelo, métete en ese callejón y ve apagando las
luces.
Menos de dos minutos después, tras agenciarse un Skoda Fabia
verde, partían hacia una salida comarcal que había encontrado Pablo
entrando en Google Maps con el teléfono móvil de Javier, poco más que
un camino de barro que salía de un barrio cercano para cortar la extensa
pradera en dirección al sudeste. Tardarían una eternidad en salir de la
ciudad y del país, pero por esas carreteras no habría controles ni
buscarían ese coche hasta que por la mañana denunciasen su robo, para
entonces ya irían en otro. Lo único que les preocupaba era que el
teléfono de Javier pudiera estar intervenido por la policía belga, pero no
lo usarían más durante el trayecto para no delatar su posición.
—Qué fácil se cruza la barrera —murmuró Javier con una amarga
mueca de sonrisa.
—¿Cómo dices?
—Acabo de recordar algo que creía olvidado desde hacía muchos
años. El padre de mi mejor amigo, cuando yo no era más que un
adolescente, un crápula con dos docenas de antecedentes penales, se
cruzó conmigo a las pocas semanas de conseguir la plaza de agente de
policía y aún vestía, obviamente, de uniforme. No sabes lo orgulloso que
me sentía con él, pero qué te voy a contar a ti… El caso es que hacía
siglos que no le veía y tampoco es que les guardase mucho cariño a él y a
su hijo, pero me acerqué a saludarle y obtuve una frase similar a esa
cuando le tuve frente a mí. Me miró de arriba abajo con la misma cara
con la que olería un balde de pescado podrido; a punto de vomitar
parecía, pero se limitó a escupir al suelo, ante mis pies, para luego
añadir: «fíjate que fácil se cruza la barrera que marca la ley».
—¿Por qué te dijo eso?
—Aquello venía por algo sucedido unos años atrás, cuando yo aún
era un adolescente. Su hijo Daniel y yo siempre nos metíamos en líos,
aunque Dani era un caso extremo.
—¿Gamberradas de críos?
—Casi siempre sí. Pero una vez, tendríamos unos catorce años,
entramos a hacer una trastada en el taller del barrio, donde siempre nos
gruñía el mecánico al pasar, un capullo que nunca nos inflaba el balón ni
las ruedas de las bicicletas. Mientras yo tiraba todas las herramientas del
taller al suelo para que el tipo tuviese que recogerlas y ordenarlas al día
siguiente, Dani se entretuvo en cortar los cables de la presión hidráulica
de los bancos de trabajo, luego forzó la caja de caudales y se llevó unos
doscientos euros (en pesetas de entonces). Nos detuvieron a los dos
minutos de salir por la puerta y nos llevaron a comisaría, donde yo
confesé lo que había hecho pero no lo que hizo mi amigo, encubriéndole.
Él, en cambio, me delató como autor de todos los destrozos y del robo.
Luego supimos que había una cámara de seguridad que lo había grabado
todo y el juez del tribunal de menores me castigó a un arresto
domiciliario de un mes mientras metían seis meses en el reformatorio a
Dani. Tanto él como su padre nunca volvieron a dirigirme la palabra, me
culpaban de lo ocurrido.
—No jodas. No te imaginaba como delincuente o gamberro juvenil.
Pero me impacta más el rechazo y acusación de tu amigo a pesar de
haberte delatado como un chivato y de haber sido el culpable del robo y
los destrozos.
—No me crie en un barrio fácil, pero conseguí estudiar la carrera de
empresariales y opositar a la policía. Ahora comprendo al padre de Dani.
Esa fina barrera que diferencia lo legal de lo ilegal es tan fácil de cruzar
como hemos visto esta noche.
—A veces lo legal no es lo justo, aunque aquel tipo no creo que lo
dijese por ese motivo.
—No, sin duda.
Se hizo un largo silencio, solo roto por el sonido de rodadura del
vehículo en el camino de tierra y piedras, como si estuviesen bajo una
intensa granizada.
—No tenemos —añadía Javier— más que una salida si queremos
salir de esta con alguna posibilidad de evitar la cárcel.
—Atrapar a los asesinos fugados de Madrid y Amberes.
—Exacto.

Pablo hacía el turno conduciendo durante la madrugada. La carretera,


por llamarla de algún modo, seguía en un estado desastroso y no podían
avanzar a más de sesenta o setenta kilómetros por hora, eso en los
mejores tramos; también debían frenar cada pocos minutos para
consultar un enorme mapa que desplegaba el sevillano y volvía a plegar
de nuevo, no quería arriesgarse a consultar de nuevo el Google Maps.
Entre eso y los baches, no comprendía la habilidad de Javier para
quedarse dormido a ronquido vivo. Los bramidos, cual alce en celo, no le
molestaban, pero sí la duda que le carcomía desde que salieron como
fugitivos de la comisaría. Necesitaba consultarle algo que le quemaba
por dentro, pero que le avergonzaba solo con pensarlo, aunque debía
hacer de tripas corazón y lanzarse en cuanto su compañero despertase.
Ya eran las cinco de la madrugada, y como Pablo no se caracterizaba
por la paciencia, buscó el bache más grande que vio en el camino y se
dirigió a él a toda velocidad, aún a riesgo de romper una rueda y fastidiar
toda la operación suicida que había emprendido. Ambos saltaron hasta
golpear con sus cabezas el techo del vehículo, aunque por suerte el golpe
y el estruendo no impidieron que el coche siguiese en funcionamiento;
eso sí, con una leve tendencia a escorarse hacia la izquierda y una
vibración insoportable pero casi disimulada por los baches.
—¿Qué ha pasado? ¿Nos han disparado o hemos caído por un
barranco? —preguntó Javier, asustado y mirando en todas direcciones.
—No, es que el camino está fatal, había ahí detrás un bache del
tamaño de una plaza de toros.
—¡Joder con la exageración de los andaluces!
—Hablando de andaluces…, o de navarros, eso tampoco tiene mucha
importancia —Pablo tragó saliva y no miró a Javier, se mantuvo tenso y
especialmente pendiente de la carretera a pesar de que el tramo parecía
ahora sin baches y él no pasaba de veinte kilómetros por hora—. ¿Qué
sabes de la sargento de la Foral que me acompañaba? Espero que no le
caiga un expediente disciplinario, ella no sabía…
—Ya, ya, no te preocupes por eso. Y no sé mucho más. Sus
superiores también le pedían que volviese a la central a dar
explicaciones. Supongo que le tocará rellenar una tonelada de papeleo
cuando llegue, y soportar una bronca. Nosotros nos libraremos de eso
porque pasaremos directamente al calabozo. Espero que allí se pueda
dormir mejor que en este asiento.
—Esto… y… ¿pudiste hablar con ella? No sé, sobre el caso, sobre
todo esto…, ya sabes.
—¿Te pasa algo? Estás muy raro. Me recuerdas a mi exmujer cuando
quiere pedirme más dinero.
—Nada, es que la chica estuvo más de una semana acompañándome
en la misión y me preocupo por lo que…
—Por lo que habrá pensado al saber que la habías estado engañando.
¿Es eso?
Pablo le miró por primera vez en la conversación, no se sentía
cómodo pero debía admitir que esa era la verdad. La había engañado y
era lógico que estuviese enfadada con él.
—¿Pudiste hablar con ella en la comisaría?
—Me dijeron que partirían en el primer avión a Pamplona. Media
hora después apareció una dotación policial para escoltarles hasta el
aeropuerto. Pero antes de eso…
—¿Qué? —Estaba nervioso por saber algo de Oiana y Javier lo notó,
al menos lo suficiente como para jugar con él a hacerse de rogar.
—No sé… me dijo algo raro sobre ti.
—¿En serio? ¿Algo raro? ¿El qué?
—Es broma tío, lo siento. Estoy viendo que tienes algo personal y no
estoy teniendo tacto, perdona que te haya gastado la broma.
Pablo no respondió, quedó mudo y con la mirada fija en la carretera,
cambió de marcha y comenzó a acelerar para recuperar la velocidad
perdida. Durante unos segundos permaneció así, mientras Javier se iba
haciendo consciente de lo que ocurría en la mente de su compañero.
—Joder, qué idiota he sido, no me he dado cuenta. Perdona, tío.
—No sé de qué me hablas.
—Venga, hombre. Hay confianza y nos sobra tiempo para hablar,
para sincerarnos y soltar eso que llevamos dentro y que nos quema por
salir.
—No llevo nada dentro, en serio.
—Pensaba que habías tenido algún rollete, que habíais compartido
habitación en hoteles…, ya sabes. Pero ahora empiezo a comprender que
es algo más fuerte, te has enamorado de ella y yo ni me he dado cuenta.
—¿Pero qué dices? —Pablo estaba rojo como un tomate.
—No seas tan reservado, no pasa nada. Es normal, es joven, guapa,
inteligente, con carácter; ha estado contigo más de una semana sin
separarse en ningún momento. Debí sospechar que se había creado un
vínculo entre vosotros. ¿Ves? Sigo siendo peor policía que tú.
—No digas tonterías. —Pablo no le miraba, trataba de mantenerse
frío y mirando el camino por el que llevaban horas sin cruzarse con
ningún otro vehículo, y ya debían de estar acercándose a la frontera con
Holanda.
—Venga, tío. Ya hay confianza suficiente entre nosotros como para
contarnos esas cosas. De aquí no saldrá ni una palabra —hizo una pausa
de varios segundos, pero Pablo seguía sin responder—. Me he jugado mi
puesto y he tirado mi carrera por la borda dos veces por ti y no eres
capaz siquiera de decirme que te has enamorado de una chica. ¡Vamos,
hombre, no seas infantil!
—Bueno, quizá me guste… un poco.
—Está bien, aceptaré eso, por el momento.
—¿Sabes si estaba decepcionada conmigo? —Volvió a mirar a su
compañero, aunque solo un instante. Seguía muy ruborizado.
—Se sorprendió al conocer al verdadero Javier Balmaseda, a pesar
de mi físico envidiable; eso sí, le duró poco el susto, ya que pronto la
informaron sobre las responsabilidades que el Cuerpo de la Policía Foral
debía depurar tras vuestra operación ilegal y las consecuencias de lo de
Amberes. Siento decirte esto, pero se vio muy decepcionada y
preocupada por su puesto.
—Espero que no la expedienten. Cuando volvamos, si es que
volvemos, la exoneraré de toda culpa.
—¡Joder, eso ha sonado fatal! Espero que volvamos, ya sea para
recibir una medalla o para que nos esposen, pero al menos habremos
regresado.
Capítulo 19

Cinco días después en Berlín:


El humo de las chimeneas creaba una cortina traslúcida que ocultaba y
ponía a salvo a Alfil de las balas de sus perseguidores mientras corría
sobre la azotea de un gris edificio. El frío de un invierno que se negaba a
dar paso a la primavera entumecía sus músculos, pero a su vez favorecía
el consumo de calefacción que en esos momentos le estaba salvando la
vida. Los cuatro tiradores expertos que enviaba Hans Schäfer, último
lugarteniente de la agencia Trouver, tenían una puntería digna de
competición olímpica, por lo que el chico corría como alma que lleva el
diablo para tratar de esquivar una muerte segura.
Era casi de noche y podía ver a su derecha, mientras corría, los
destellos ocres que reflejaban las copas de los árboles en el Grober
Tiergarden, el pulmón verde del centro de Berlín. Una bala rozando su
sien le hizo recobrar la concentración y tomar carrerilla para saltar desde
esa azotea a la siguiente. No recordaba el tiempo que llevaba sin salir a
correr, posiblemente desde que lo hiciera por las callejuelas de Mykonos.
Lo que trajo a su memoria momentos de una época más tranquila aunque
carente de emociones y metas, exceptuando aquel en que conoció a
Davina. ¿Dónde estaba la chica? ¿Se encontraría ya en el lugar
acordado? Más le valía a Alfil que sí, su vida dependía de ello.

Hacía dos días que habían llegado a la capital alemana para


hospedarse en uno de los más lujosos hoteles de la ciudad, sin escatimar
en gastos como restaurantes, ópera, tiendas de ropa de lujo y los
servicios de un Rolls Royce proporcionado por el propio hotel. El plan
era exhibirse de forma abierta, pero sin dar sus verdaderos nombres, para
que el último cabecilla de la agencia (su último objetivo) les descubriese;
picando el anzuelo y siendo él quien les atacase a ellos en lugar de
esperar perpetrado en su fortaleza. Dos días en los que la pareja había
podido relajarse y olvidar las experiencias de Bélgica, dejar atrás las
desconfianzas y continuar con una relación aún más consolidada.
En lo referente a su misión, Davina había descubierto una serie de
rápidas y caóticas comunicaciones, justo desde los sucesos de Amberes,
entre varios puntos de Europa y con un destinatario en común. Ya desde
Brujas, mientras terminaba de recuperarse, pudo descifrar mensajes de
agentes y sicarios que trataban de informar y comunicarse con Le Conn y
con el lugarteniente liquidado por Alfil en Amberes, y que obviamente
no habían sido respondidos. Los integrantes de la agencia estaban
preocupados ante la falta de información y las pruebas que demostraban
que la agente desertora estaba consiguiendo liquidar a la cúpula de
Trouver y a los agentes y sicarios enviados contra ella. Entre esas
comunicaciones pudo descifrar el lugar donde se ocultaba el último
cabecilla, una fortaleza inexpugnable en pleno centro de la capital
alemana. Antes de poder acceder a ella, debían eliminar el mayor
número posible de agentes. Para eso se exhibieron públicamente, debían
atraerlos y liquidarlos.
La policía alemana estaba en alerta máxima después de haber
recibido la información belga sobre el posible destino de los asesinos de
Amberes. Sus programas de reconocimiento facial a partir de las cámaras
de tráfico trabajaban todos en la búsqueda de la supuesta pareja
homicida, aunque no contaban con que Alfil y Davina estaban usando
maquillaje que alteraba sus rasgos, ensanchando la nariz, ampliando el
tamaño de labios, espesor de cejas, color de ojos, etc. El trabajo como
fotógrafo de moda había servido al chico para saber que los modelos
pueden cambiar muchísimo sus rasgos y registros en base al maquillaje
que lleven, hasta llegar a burlar incluso a conocidos o familiares que
estuvieran ante ellos.
El Gobierno Español había enviado también a las autoridades de los
países comunitarios una disculpa en caso de que se viesen interrumpidos
por dos ciudadanos exoficiales de la Policía que estaban tratando de
capturar a los fugitivos bajo su propia cuenta y riesgo, sin contar con
autorización ni apoyo de su país. En la misiva se indicaba también que
los cuerpos policiales podrían obrar como estimasen oportuno en
relación con ellos dos, ya que eran fugitivos de la justicia española y
belga.

Alfil oía las lejanas sirenas de la policía y sabía que había llegado el
momento de dar la vuelta a la situación. Solo quedaban unos metros para
llegar a la azotea en la que Davina debía tenerlo todo dispuesto. Saltó
desde la cornisa los más de cinco metros que le distanciaban de su
objetivo y cayó sobre una mullida colchoneta colocada estratégicamente
para evitar que se rompiese las piernas. La chica estaba cumpliendo con
su cometido. Se incorporó lo más rápidamente posible, quitó el colchón
y se ocultó entre las sombras de las torres de ventilación y chimeneas del
edificio. Había anochecido y Davina se había encargado de disparar a las
farolas de la calle y a las bombillas de la azotea en la que estaban para
sumir la zona en una tiniebla de dolor y muerte. Era el momento
decisivo, el de saber si el plan daría resultado o, por el contrario,
acabarían muertos.
Sus cuatro perseguidores llegaron tras él y se lanzaron a través del
abismo de seis plantas de altura para caer sobre la boca del lobo. Tras
quitar Alfil la colchoneta, arrojó un cubo lleno de erizos de metal y
cristales rotos, sobre los que cayeron los cuatro agentes. Los gritos
fueron desgarradores tras los cortes y varias piernas rotas. Desde la
oscuridad surgieron dos sombras y, con tres silbidos de silenciador,
acabaron con tres de ellos. El que más se lamentaba por los daños fue el
elegido para someterle a un interrogatorio.
Davina no había podido conseguir una dosis de tiopentato sódico, un
derivado del pentotal algo más refinado, así que trataba de mantener la
mirada y el estómago ante la paliza que Alfil estaba propinando al sicario
enviado por Schäfer contra ellos. La chica sabía que el entrenamiento al
que se sometían esos tipos era bastante duro, tanto como para resistir
durante horas, aunque perdiesen dientes o acabasen con la nariz y la
mandíbula rotas. Solo contaban con unos pocos minutos antes de que la
zona se llenase de policías, por ese motivo Alfil se empleaba a fondo, no
llevaba ni un minuto y ya le había roto la nariz y hecho saltar tres dientes
al asesino. Ella trató de acelerar el proceso con algo de disuasión
psicológica.
—Eres un agente muy duro, sabemos que no sacaremos nada de ti a
golpes, pero puedes darnos la información que queremos a cambio de
salvar tu vida. Luego podrás desaparecer, estás entrenado para hacerlo.
Tu cliente morirá esta noche, nadie te reclamará el contrato no finalizado
ni sabrá que le has vendido. Nosotros estamos fuera de este sector y
también desapareceremos en cuanto hayamos cumplido esta misión.
El sicario conocía esas estrategias para hacerle hablar, como también
sabía que la situación de los dos fugitivos era límite. Tanto su patrón
como toda la policía europea les perseguía. Quizá tuvieran razón, es
posible, tal vez hubiese una oportunidad de salir con vida de allí. El
sicario decidió aceptar el trato que le ofrecían. Las sirenas de la policía
sonaban ya demasiado cerca, estarían entrando en el edificio en pocos
minutos; si no hablaba pronto, estaría muerto; así que sería mejor
responder a sus preguntas y ahorrarse el resto de la paliza. Si existía una
posibilidad de salir con vida de allí, debía aferrarse a ella.
—Está bien, está bien, hablaré. —Escupió bastante sangre al suelo y
luego les dijo lo que querían oír.
Un minuto después Davina le disparó en la cabeza.

A las once de la noche, mientras la policía seguía buscando a los


responsables de la matanza de la azotea del Tiergarden, como llamaban
al suceso desde los noticiarios, Alfil y Davina se encontraban cenando en
el restaurante Fackel, en la otra punta del centro de la ciudad. Desde sus
grandes ventanales en la planta doce de un edificio en Columbiadamm,
cercano al parque Volkspark Hasenheide, donde Alfil hizo tres años atrás
una sesión de fotos para la revista Harper’s Bazaar, podían ver con todo
lujo de detalle la finca en la que vivía, al otro lado de la calle, Hans
Schäfer, su último y mejor perpetrado objetivo.
Varias decenas de agentes vestidos con trajes negros, como los cuatro
que habían liquidado dos horas antes, vigilaban por toda la finca
repartidos por el perímetro, en cada rincón de los jardines y sobre la
azotea del palacete que el supuesto respetable hombre de negocios y
filántropo tenía en la ciudad. Miles de vatios de luz iluminaban cada
metro cuadrado de la zona, así como una docena de cámaras de
vigilancia monitorizadas. Sin duda les estaban esperando.
—El sicario tenía razón, ahí debe de haber treinta agentes como
mínimo, eso sin contar los que estarán dentro de la casa y no les vemos.
Y a estas alturas ya deben de saber que su avanzadilla ha fracasado —
apuntó Davina mientras grababa con una videocámara y trataba de
mantener el pulso con el zoom al máximo.
—Sí, y nosotros ya sabemos que hicimos mal los cálculos. No habría
seis o siete agentes tras nosotros y otros tantos en la casa. El premio
gordo está mucho mejor vigilado de lo que hubiéramos imaginado. No
podremos entrar por la fuerza, hay que idear un plan alternativo, algún
tipo de ataque desde la distancia.
—Y no será cuestión de horas ni de dos días. Nos llevará tiempo dar
con esa sanguijuela.
—Al final no ha servido de mucho la carrera por las cornisas de los
edificios.
—Bueno, te ha servido para ponerte en forma, ¿no?
Ambos rieron y continuaron con su cena distendida.

Ataviado con un traje de seda gris claro y un batín sobre él, Hans
Schäfer deambulaba visiblemente nervioso de un lado a otro de la
mansión, no paraba de dar órdenes y de esperar a que su jefe de
seguridad le confirmase que todo iba bien cada diez minutos. Salir a dar
sus paseos por el jardín de la propiedad se había convertido en un lujo
que ya no podía permitirse y eso le enfadaba sobremanera; aquel miedo
al asesino de sus socios estaba mermando considerablemente su calidad
de vida y no se sentía más que malhumorado en los últimos días.
Caminaba inmerso en mil pensamientos por un pasillo de la primera
planta cuando su nieto de cuatro años apareció tras una puerta,
propinándole un susto de muerte. Maldijo para sus adentros en varios
idiomas para suavizar sus palabras antes de regañar al niño, luego siguió
su camino tratando de recordar lo que estaba pensando antes de ser
interrumpido. Acabó por acordarse, se decía a sí mismo que llevaba más
de treinta años en aquella casa y nunca se había sentido tan extraño en
ella como esa noche. El recuerdo de su longevidad le hizo sonreír al
comprobar que a sus setenta y ocho años conservaba la mente en mejor
estado que cuando era un chaval. Otra puerta se abrió ante él y su esposa
apareció para darle otro susto tremendo.
—¡Maldita sea, no puede uno pasear tranquilamente por la casa sin
que le provoquen un infarto!
—Llevaba un rato buscándote. El cocinero se retira a su habitación,
así que tendrás que recalentar algo si tienes hambre.
—¡A la mierda la cena! ¡He dicho mil veces que no quiero comer,
solo que me dejéis en paz!
—¡Qué hombre! Nunca te había visto tan alterado, no comprendo ese
humor que llevas esta semana, casi ni comes ni pasas un minuto en
compañía de tu familia. Y no comprendo que tengamos tantos
guardaespaldas solo porque se acerquen las elecciones presidenciales de
Estados Unidos.
—Toda Europa está en alerta terrorista. ¿Acaso no ves las noticas?
Vete a dormir y déjame en paz.
La anciana se marchó murmurando algo casi inaudible y Hans quedó
a solas en el silencio de la noche, un silencio amortiguado aún más por
las paredes forradas de madera, suelos enmoquetados y alfombras que
había hecho colocar hacía más de tres décadas sobre un palacete
reformado que perteneció a algún antiguo pez gordo nazi. Aquel silencio
iba a acabar con su paciencia. Su mente funcionaba a las mil maravillas,
pero su corazón… su corazón estallaría si no le comunicaban de una vez
el fallecimiento de esos dos asesinos que habían estado aniquilando a sus
socios de la agencia.
La penumbra producida por los cálidos apliques que salpicaban las
paredes, imitando la luz de los pasillos del Ritz París que había visitado y
envidiado en su juventud, daba la sensación, mientras paseaba por el
corredor circular que recorría toda la planta de los dormitorios, que todo
permanecía en calma, que no pasaría nada aquella noche. Pero él sabía
que los cuatro cadáveres encontrados en la azotea dos horas antes eran
los cuatro sicarios que había enviado a eliminar a esos dos miserables
que estaban acabando con su salud y sus nervios con la misma facilidad
que había terminado con sus dos socios.
«No entiendo cómo fuiste siempre tan estúpido, Le Conn, tenías tanta
confianza en tu tapadera que nunca usaste guardaespaldas. Menudo
imbécil. Claro que Robert fue aún más inútil y confiado que tú. Sabiendo
que irían a por él, solo contaba con una dotación mínima de defensa.
Ahora solo quedo yo y estoy dispuesto a salir de esta, la agencia tendrá
por fin el líder fuerte que siempre ha necesitado. Cuando acabe con esos
dos molestos insectos, cambiaré toda la estructura y jerarquía. No habrá
más fallos».
Capítulo 20

—No me puedo creer que no hayamos intervenido. Fíjate la que han


armado esos dos otra vez; debimos actuar, para eso estamos aquí.
—¿Estás loco, Pablo? Esos tipos eran cuatro asesinos profesionales
por un lado y súmales los dos a los que perseguimos, aún más peligrosos.
Si hubiésemos disparado, tendríamos a seis tiradores expertos contra
nosotros dos.
—A mí no se me da mal disparar.
—Como si eres el puto Clint Eastwood, estábamos a más de cien
metros, en la oscuridad y contra seis tipos vestidos de negro. Solo
hubiese servido para delatar nuestra posición.
—Tal vez cuando estaban en plena persecución; pero luego, cuando
liquidaron a los tres tipos aquellos y empezaron a darle la paliza al
cuarto. Creo que pudimos esperar unos minutos más y no salir huyendo
al oír las sirenas de la policía.
—No conocíamos la zona. Si nos hubiesen arrestado allí (y no
descarto que nos hubiesen disparado antes de preguntar) junto a cuatro
cadáveres, estaríamos encerrados y acusados de asesinato hasta que
balística comprobase nuestras armas. Y en el mejor de los casos, tras
soltarnos, iríamos de cabeza y esposados de vuelta a España.
—No puedo dejar de pensar que he vuelto a desperdiciar otra
oportunidad valiosa de acabar con ese asesino.
Pablo y Javier se encontraban en una pensión en la cuarta planta de
un edificio más que ruinoso de la zona este de Berlín. Por las
condiciones de salubridad e higiene, el establecimiento debía de ser
ilegal, pero no les hicieron preguntas al pagar en efectivo la habitación y
sin hacer registro alguno; y ellos tampoco estaban en situación de exigir
algo mejor. Javier estaba tumbado sobre uno de los dos camastros que
ocupaban el único espacio de la habitación, vestido y sobre la colcha
para no tentar a la suerte de meterse bajo las sábanas. Pablo se sentaba en
el lateral de la otra cama y, con los codos sobre las rodillas, apoyaba la
cabeza sobre las palmas de las manos tratando de mentalizarse de los
movimientos que debía hacer a continuación.
—Les has descubierto en tiempo récord, menos de dos horas desde
que entramos en la ciudad, hace solo dos días. Podrás encontrarles otra
vez —le consolaba Javier.
—No, eso ha sido demasiado fácil. Les encontré porque se
exhibieron como cebos para atraer a esos tipos. Ni siquiera sabemos si
siguen en Berlín aún, si han localizado y eliminado a su objetivo o si
tratarán de hacer alguna nueva incursión en otro punto de la ciudad.
—Seguro que sí.
—¿Cómo estás tan seguro?
—En París eliminaron a un viejo millonario y en Amberes a otro.
Aquí solo han eliminado a cuatro agentes, aún no han informado los
noticiarios de la muerte, accidental, violenta o casual, de ningún pez
gordo.
—Pero no sabemos si en el momento en que les interceptamos
venían de eliminar a su pieza principal. Quizá esta vez se deshiciesen del
cuerpo y los noticiarios nunca lo puedan anunciar.
—No lo creo, no nos hemos separado de ellos en estos dos días, lo
hubiésemos visto. En fin —dijo Javier tras lanzar un suspiro que
denotaba su cansancio—, ponte a trabajar. Cada segundo cuenta. Yo
mientras bajaré a la sala de abajo, a la recepción, para buscar en la
televisión las noticias sobre millonarios que puedan haber fallecido de
forma trágica o accidental estos días.
Pablo levantó la mirada, pero sus ojos seguían perdidos en algún
punto fuera de aquella habitación. Su compañero notó que algo pasaba.
—¿Quieres contarme algo? ¿Estás pensando otra vez en Oiana?
Seguro que está bien, como mucho le habrán dado un tirón de orejas.
Con la cagada que ha supuesto toda esta operación desde que cruzamos
los Pirineos, seguro que el Ministerio evita hacer ruido y lo soluciona
todo de forma interna.
—No pensaba en ella —seguía observando un punto que ya no
parecía alejado en la distancia sino en el tiempo—. Le tuve a tiro, a
menos de medio metro.
—¿A quién?
—A ese asesino, al tal Alfil. Sabía que era él. Estuve acariciando la
culata de mi pistola en el bolsillo del chaquetón mientras le llevaba como
pasajero en un taxi.
—¿No intentaste detenerlo?
—Aquello sucedió cuando Miguel y yo estábamos de incógnito junto
al tipo que creímos de la Interpol, pero que seguramente fuese un agente
de esos que salen desde debajo de las piedras.
—¿Un falso agente de la Interpol? ¿Lo dices en serio?
—Lo del tal Jack es una historia muy larga que prefiero no contar,
por eso no te he hablado del operativo de Madrid. En fin, a lo que iba:
acabábamos de empezar la misión y el objetivo era localizarle y seguirle
hasta conseguir que nos condujera a su cómplice: la chica que luego
mató a Miguel. Todo ocurrió muy deprisa, aquella misma noche, solo
unas horas después de tenerle a tiro en el taxi, horas en las que me
mortificaba por mi cobardía. La chica, su compañera, mató a mi
ayudante sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
—Cumplías una misión, además, ese tipo no es de los que se detiene
con facilidad, hubieras tenido que dispararle antes de preguntar.
—A eso me refiero, debí matarle, lo pensé durante el largo trayecto
que lo tuve en el taxi, pero tenía miedo, miedo a fallar y que me matase
—Pablo hizo una pausa y trató sin éxito de tragar saliva—. Aparte,
nunca hubiéramos adivinado el paradero de la chica; pero eso entonces
me daba igual… Hubiese salvado la vida de Miguel.
—Nadie sabe lo que hubiera pasado si hubieses tomado otra
decisión. No puedes mortificarte por ello. Como tú mismo has dicho, ese
tipo te podía haber matado antes de que le disparases.
—Es lo mismo que dijo ella.
—¿Ella?
—Oiana. Eso mismo dijo cuando le conté esta historia.
—Pero es la verdad. Estando detrás de ti, tenía toda la ventaja para
matarte.
—Mejor yo que Miguel. Era mi misión. Yo le llevé allí y acabó
muerto en medio de una calle fría y mojada, bajo la nevada y docenas de
miradas extrañas desde los balcones.
—Bueno tío, eso forma parte del pasado, y es algo a lo que todos nos
arriesgamos cuando decidimos trabajar como policías. Ahora debes
enmendar todo aquello, debes hacerlo por Miguel, por Oiana y por
nosotros dos. No quiero ser un fugitivo.
Pablo no pronunció una sola palabra más en toda la noche,
permaneció ante el ordenador hasta bien entrada la madrugada. Hasta
que Javier despertó y se sorprendió al descubrirle en la misma postura.
—Tío, ¿has dormido?
—Ya habrá tiempo para eso —respondió sin levantar la vista del
portátil.
—Pues para lo que no habrá tiempo luego es para darnos una ducha.
Toca madera para no pillar hongos y coge una muda de ropa, que hay
que recorrer ese pasillo congelado hasta el baño del final de la planta.
¿Crees que habrá agua caliente? Yo en este lugar me espero casi de todo.
—Por favor, ve tú primero. No me concentro si no paras de hablar.
Javier iba conociendo el humor que solía gastar su compañero en las
mañanas, sobre todo cuando dormía poco o, directamente, no había
dormido. Necesitaba máxima concentración para sumergirse en ese mar
de datos que ofrecían las noticias independientes de internet y las que
publican los usuarios en redes sociales y blogs. Había desarrollado una
habilidad innata para encontrar pistas o indicios con los que seguir a una
persona basándose en palabras de búsqueda determinadas, palabras que
aparecían en su mente como por arte de magia gracias a su intuición.
Claro que el máximo rendimiento lo sacaba de piratear un canal de
comunicación con la policía alemana. En la actualidad, los servicios
policiales europeos tienen canales de comunicación automáticos y de
envío de información, casi siempre para enviar perfiles de criminales que
puedan abandonar un país y así favorecer su detención con rapidez en
cuanto llegan al aeropuerto o estación de trenes de otro país. Sabiendo
usar esos canales, y Pablo lo hacía con soltura, podía hacer peticiones
oficiales de pequeños datos aislados que no delatasen su identidad, y
nunca repetía nombre o destinatario de su petición para evitar sospechas
o que le localizasen. A veces se limitaba a pedir datos estadísticos para
estudios de criminología, que obviamente eran ficticios. En ese momento
cotejaba las últimas informaciones recibidas. Sabiendo que Alfil usaba
dos tipos de coches: berlinas discretas para sus desplazamientos entre
ciudades y coches ratoneros (pequeños y con mucha potencia) para
moverse por la ciudad, como el caso de Amberes, había pedido un
listado de aquellos que se hubiesen alquilado esa semana y también de
los que se hubiese denunciado su robo. Los ratoneros eran coches muy
difíciles de conseguir, con ventas meramente simbólicas para las marcas.
Así que solo catorce vehículos aparecían ante él, los apuntó en una nota
y fue haciendo descartes:

—Ford Fiesta ST rojo (demasiado llamativo y no muy


potente)
—Ford Focus RS azul (demasiado llamativo y grande)
—3 Volkswagen Golf R (demasiado grandes)
—2 Volkswagen Scirocco R (el negro es una opción, el rojo
no)
—Volkswagen Scirocco GTS gris (posible opción)
—Seat León Cupra negro (demasiado grande)
—Opel Corsa OPC Amarillo (demasiado llamativo)
—2 Seat Ibiza Cupra (posibles opciones)
—Abarth 695 biposto negro mate (opción más viable de
todas)
—Volkswagen Polo GTI rojo (demasiado llamativo)

El siguiente paso de Pablo fue pedir todos los datos sobre el Abarth, que
era su primera opción. Había sido alquilado a una empresa especializada
en vehículos de competición para apasionados del motor que deseaban
ponerlos a prueba en la Autobahn, la red de autopistas sin límite de
velocidad de Alemania. Llamó al número de teléfono de la empresa y
tocó madera para que el recepcionista hablase castellano.
—Guten Morgen. Racing Cars. Was kann ich helfen?
—Buenos días, ¿hablan castellano?
—¿Español? ¿Es usted español?
—Bendito turismo…
—¿Cómo ha dicho, señor?
—Nada, olvídelo. Le llamo desde la oficina central de la Interpol en
España y necesitamos hacerle unas preguntas con respecto a un coche
que han alquilado ustedes esta semana. Más bien necesito información
sobre el cliente que lo alquiló.
—Me temo que esa información es confidencial. Yo solo le informo
del procedimiento legal. Claro que si nos mostrase alguna credencial
aquí en persona…
—Yo estoy a varios miles de kilómetros, pero puedo enviar a un
compañero alemán de la agencia. El caso es que estamos contra reloj, ya
habrá oído las noticias sobre los asesinatos de Madrid, Amberes y Berlín;
si el tiempo que perdiésemos con usted resultase vital para la detención
de los asesinos, y estos cometen más crímenes, abriríamos un expediente
a su empresa por posible complicidad en los asesinatos. Yo solo le
informo del procedimiento legal.
—Está bien, no sabía que era relacionado con algo tan horrible.
Dígame en qué puedo ayudarle.
—Se trata de un Abarth 695 Biposto negro mate. Según mi informe
fue alquilado hace dos días a las once cuarenta y cinco de la mañana…
—No sabes lo fría que sale el agua aquí, casi me da un infarto en la
ducha. —Javier entraba por la puerta y quedaba mudo ante la cara, a
mitad de camino entre sorpresa, complicidad y «te mataré luego» que le
lanzó Pablo.
—Sí, ese coche es una maravilla —su interlocutor no parecía haber
oído a Javier—, parece poco potente por llevar solo ciento noventa
caballos y ser tan pequeño, pero es una bala en circuito, ese juguete pesa
menos de mil kilos y lleva un chasis tan rígido que…
—Lo siento pero esos datos no me interesan. Querría saber las
características físicas del cliente y cualquier cosa que recuerde de ese
momento, quizás un comportamiento que le llamase la atención.
—Le puedo decir el nombre con el que registró el vehículo.
—No, me temo que sería un nombre falso y ese dato no me serviría.
Cuénteme cualquier otro dato sobre el cliente.
—Fue hace poco, así que recuerdo bien que era un tipo alto, fuerte y
moreno de piel y cabello. Vestía y se comportaba elegante, y sabía lo que
quería. Pidió expresamente ese modelo. Intenté que alquilase un
Porsche 911 turbo o un M4, que son los que nos dan más beneficios y los
favoritos para ir a la autopista. Pero ese tipo los rechazó en el acto, dijo
que quería un coche más manejable, más racing, ya me entiende. Fue
raro.
—¿Raro? Explíquese.
—Los coches racing no son para entrar en la Autovahn, sino para
circuito, en cambio, no preguntó por ningún circuito cercano y eso que se
notaba que no era alemán, su acento le delataba. Pensé que era algún
piloto amateur que quería disfrutar de pasar el rato con la conducción
extrema y que ya había corrido en los circuitos de la zona en otras visitas
anteriores a la ciudad. Espero que lo devuelva en buen estado, el coche
lleva pocos meses en la empresa. Perdone… ¿Ha dicho usted que ese
tipo podría estar relacionado con los asesinatos del centro?
—Es posible. —Pablo no pudo evitar una sonrisa malvada al pensar
en el estado en que había quedado el Mini de Amberes. Si Alfil usaba el
Abarth para el mismo fin, en la empresa de alquileres no volverían a
verlo nunca más.
—Mein Gott…
—No se preocupe, es más probable que el vehículo haya sido
alquilado por cualquier usuario convencional y no el criminal que
buscamos. Seguro que lo devuelven en perfecto estado —mintió Pablo.
—Eso espero. ¿Podría ayudarle en algo más?
—Nada, ha sido usted muy amable.
Colgó el teléfono y puso al corriente de sus investigaciones a Javier,
que permanecía expectante a las noticias. A continuación debían
localizar el coche, nada sencillo en una ciudad tan grande. Pero antes,
Pablo tuvo que ducharse tras oír por segunda vez que empezaba a oler
como una cuadra. El agua estaba helada, pero no parpadeó siquiera,
volvía a tener una pista de su objetivo y no permitiría que escapase tras
una tercera oportunidad. Le dispararía en cuanto volviese a tenerle
delante, sin dudarlo ni importarle las consecuencias, como tampoco
temía fallar y que le mataran. Que le condenasen luego por asesinato era
un precio que pagaría gustoso.
Lo que Pablo no sabía es que solo faltaban cinco días para cumplir su
tan ansiado deseo. En cinco días dispararía mortalmente a Alfil. Aunque
no lo celebrase por muchos años que recordaría aquella noche.
Capítulo 21

El reloj de Alfil marcaba las once y veinte de la noche, quedaban diez


minutos exactos para entrar por el sector oeste en la mansión de Schäfer,
uno de los dos puntos elegidos para su plan de asalto, uno de los más
desprotegidos, si es que se podía llamar desprotegido al edificio más
parecido a Fort Knox que se encontraría esa noche en el mundo. En el
sector sureste, justo sobre la cascada de agua de la piscina, se encontraba
la chica a la espera de la hora convenida.

El día anterior, nuevamente desde el restaurante Fackel:


—Menos mal que solo nos queda un objetivo en la lista, si sigues
reduciendo el tamaño del coche que usamos en las huidas, acabaremos
en un triciclo. Ya puestos, podíamos haber robado una moto.
—Las motos son peligrosas si te embisten con un coche, aparte de no
poder llevar mucho equipaje con nosotros o disparar con comodidad en
caso de necesitarlo.
—No creo que en ese coche que te has agenciado quepa mucho
equipaje ni que resista la embestida de un coche grande.
—No lo subestimes, no tiene asiento trasero así que lleva más
espacio de maletero que una berlina, es más rápido que el de Amberes y
mucho más robusto, ya que cuenta con una jaula antivuelco por si
tenemos que repetir un descenso de escaleras o soportar la embestida de
un Audi.
—No me digas que tienes pensado hacer otra locura como aquella.
—Davina le miró visiblemente asustada, aún le dolía mucho una rodilla
tras el accidente. Quizá tuviese secuelas durante toda su vida.
—Deja de quejarte, no permites que me concentre.
—Por mucho que lo intentes, no hay mucho que hacer. Llevamos
todo el día estudiando los movimientos de los guardias y la zona es
inexpugnable, nunca dejan un metro cuadrado del jardín fuera de su
campo visual.
Alfil sonreía, no miraba a Davina mientras le hablaba, se limitaba a
seguir observando.
—Eso sin contar las cámaras de vigilancia —añadía ella—, no dejan
un solo punto ciego en el perímetro.
—Ten fe, no es tan difícil.
—No, si ya sé que no es difícil. Es imposible.
—Te centras en lo que se ve a simple vista, pero debes pensar con
fluidez. Debes dejar de observar a cada agente en solitario y su zona de
vigilancia para observarlo todo en conjunto, como un ente con vida
propia que se mueve, respira y siente. Saramago decía que el caos es un
orden aún por descifrar, aquí contemplamos algo ordenado a la
perfección, solo debemos trastocarlo en el punto exacto para convertirlo
en el caos que nos interesa.
—¿Sabes que me estás dando miedo?
—Concéntrate y verás que es sencillo, hacerse invisible estando
rodeado de personas no es tan complejo como parece. Cada agente es un
punto y su recorrido en la vigilancia es una línea que se dibuja por todo
el recorrido del jardín. Todos los agentes se mueven creando un circuito
único por el que pasan todos en fila. De ese modo no se habitúan a una
zona pequeña y pueden estar más atentos, no se duermen durante la
noche, permaneciendo en constante movimiento y alerta. Ese recorrido
contempla en todo momento cada árbol, fuente, banco, perímetro del
muro, etcétera que haya en la zona.
—Pues eso digo. ¿Cómo entras sin ser invisible?
—Fácil. Aprovechando los puntos débiles del sistema.
—Que son…
—Que no hay puntos débiles, por eso nadie espera que entremos.
Ellos estarán protegiendo a su patrón de un ataque externo con rifle
francotirador. No contemplan la posibilidad de que entremos físicamente
en medio de un sistema tan infalible, y eso les hace vulnerables.
—¿Vulnerables?
—Claro, no nos esperan, por eso usaremos ese sistema, para
aprovecharnos del factor sorpresa. Aunque el rifle con mira telescópica
sea la opción más segura, no esperarán esta.
—Pero si reconoces que es la opción más segura, ¿por qué no la
usamos?
—Porque ese tipo no saldrá de su casa en meses, y dentro está a
salvo tras muros y cristales de seguridad. No disponemos de tanto tiempo
hasta que la policía alemana y la Interpol se nos eche encima y nos
detenga. Tarde o temprano alguna cámara de tráfico o de un cajero nos
localizará.
—Entonces, si queremos terminar rápido, solo nos queda esta opción
que planteas.
—Eso es, entraremos en la finca. Usaremos su propia coreografía
contra ellos. Entraremos por las dos zonas que tienen algo menos de
iluminación, aunque sean las más complejas y por eso no nos esperarán
por allí.
—Pero las cámaras…
—No se mueven, por eso hay tantas. Puedes optar por cámaras de
movimiento para tener unas seis o siete en todo el perímetro o las dejas
fijas y tienes unas diecinueve, como es nuestro caso.
—Entiendo, diecinueve monitores no son tan fáciles de vigilar como
seis o siete.
—Correcto, y menos aún si no esperas que te ataquen en tu fortaleza
inexpugnable. Un vigilante puede estar atento a seis cámaras móviles,
pero para vigilar diecinueve deben contar con varios técnicos.
—Que suelen estar de cháchara.
—Eso es.
—Aún así sigue siendo difícil.
—No lo será tanto, y una vez dentro del jardín, no será necesario ser
tan sigilosos como si los guardias estuviesen quietos, sus propias pisadas
al caminar ocultarán nuestros movimientos.
—Tú lo has dicho, una vez dentro. Primero hay que entrar sin ser
vistos.
—Lo sé, por eso llevo horas buscando dos puntos en los que la
coordinación de los agentes y la oscuridad de las cámaras propicie los
lugares más idóneos por los que entrar. Si te fijas bien, cada agente tiene
una visibilidad fantástica de un tramo del jardín, pero muchos de ellos no
ven al agente de delante durante algunos momentos ni, lógicamente, al
de atrás mientras avanzan. Si elegimos dos puntos adecuados de entrada
en la secuencia, podremos introducirnos en el recorrido e ir
aniquilándolos de uno en uno en silencio, con cuchillo o silenciador, y
limpiar la zona para avanzar al siguiente nivel. Aunque debemos ser
rápidos, no suelen perderse de vista entre ellos más de dos o tres
segundos.
La chica sonreía con complicidad, comprendía que Alfil estaba sobre
la fórmula que les permitiría alcanzar su objetivo o, al menos, acercarse
mucho. No había más que proponerle un reto lo más difícil posible para
que se volviese una obsesión para él. Solo esperaba que no se
equivocase. Al principio no hubiese dado un dos por ciento a las
probabilidades de éxito de la misión, una vez oído el plan le concedía un
sesenta si todo salía como estaba planeado, aunque fue cauta y bajó al
cincuenta, después de todo no sabía lo que se encontrarían dentro de la
casa.

Las cámaras de vigilancia se centraban en observar el muro por su


parte superior y el perímetro exterior de la finca, mientras los agentes de
campo vigilaban el interior del lugar. Alfil, enfundado en un traje negro
de neopreno y placas de teflón, miró su reloj y esperó al momento en que
mostrara las once y media, saltó por la zona más alta, la menos lógica
para un intruso, y por lo tanto alejada unos metros de la cámara más
cercana, en el sector oeste. Ya sería mucha casualidad que el agente, o
los agentes de seguridad, que vigilasen los diecinueve monitores
estuviesen en ese mismo instante observando esa en concreto para ver la
pequeña sombra que había saltado en la oscuridad durante una fracción
de segundo. Dejó un delgado garfio de titanio, no más largo que su dedo
índice, en la parte alta del muro para descender por una fina cuerda de
piano los más de veinte metros de altura que le separaban del jardín.
Ante sus ojos apareció el primer agente, le disparó a la cabeza y
comenzó su recorrido en sentido contrario al que usaban los vigilantes
que había estudiado a fondo, avanzando para encontrarse de frente a cada
uno de los que llegasen detrás del que acababa de liquidar.
Davina se sentía aterida a pesar del neopreno de su traje, no diseñado
para submarinismo en aguas heladas sino como regulador térmico en
misiones militares. Había logrado descender por la pared de piedra de la
cascada de la piscina en el sector oeste, pensando en quién sería el
imbécil que tenía conectado el flujo de agua una noche de invierno como
aquella. Aún no se había repuesto de la sensación de frío cuando ya tenía
a un agente ante ella, este sacó su arma al verla pero no logró disparar
primero. Se había centrado en defenderse en lugar de gritar para dar la
alarma y eso favoreció el curso de la misión. Pensó que aquello subía al
sesenta y cinco por ciento el éxito. Respiró hondo para centrarse y
emprendió su camino hacia el siguiente agente que aparecería en un
instante frente a ella.
En dos minutos y cuarenta segundos, Alfil y Davina debían terminar
su parte del recorrido y estar frente a la puerta de acceso que cada uno
usaría para entrar a la mansión. La chica llegó a la ventana señalada,
miró el reloj y esperó a que fueran las once y treinta y dos minutos con
cuarenta segundos; esa era la hora exacta. Quedaban seis segundos para
disparar a la ventana y entrar en la casa arrasando con todo lo que se
moviera a su paso. La luz se cortó en toda la finca, era la señal de que
Alfil había llegado a su punto de acceso, donde estaban los cuadros
eléctricos, y estaba a punto de entrar. Tendrían cuarenta segundos a partir
de entonces para eliminar, aprovechando la oscuridad y el factor
sorpresa, a todo agente o civil que vieran a su paso. La chica lo tenía más
claro que Alfil, fuesen ancianos, niños, cocineros o doncellas, no dejaría
un testigo con vida en el lugar.
Tras disparar a la ventana y saltar a través de ella, llegó corriendo
hasta lo que debía ser el recibidor principal de la casa, disparando a la
cabeza de cuantas personas salían a su paso; no se fiaba de los agentes
que fuesen con chalecos antibalas, ella misma llevaba un traje especial
que la protegía de armas pequeñas y automáticas, aunque no de rifles o
armamento pesado y granadas. Cuando la luz se hubo restablecido
gracias al generador auxiliar, ya llevaba seis bajas y había cruzado tres
estancias de la vivienda. Debía ser más rápida y cauta ahora que todos
estaban alerta y con visibilidad. Desde algún punto lejano pero dentro de
la casa, mientras recargaba sus armas escondida tras una columna, oía
los disparos de los agentes que se enfrentaban a Alfil. Esperaba que el
chico no tuviese problemas, el disparo no se le daba tan bien como la
conducción o el combate cuerpo a cuerpo, aunque no fuese ningún
novato.
Dos agentes aparecieron frente a ella con ametralladoras y la
obligaron a saltar sobre un mueble a su derecha. Al caer, reptó unos
metros y apareció donde no la esperaban, desde allí observó cómo hacían
trizas la madera del mueble donde se pensaban que ella seguía
escondida. Aprovechó una pausa en el fuego para salir, disparar y acabar
con ellos. Estaba exhausta a la vez que excitada, nunca se había
enfrentado a una misión tan complicada, a eliminar a un tipo tan
férreamente custodiado. Nunca había expuesto su vida de un modo tan
suicida, claro que era la única forma de volver a tener una vida en la que
no necesitase estar constantemente mirando hacia atrás. Aquella noche se
decidiría todo, vivir en libertad o morir.
El pasillo por el que avanzaba era estrecho y oscuro, a pesar del lujo
con el que estaba decorado, sabía que era la zona en la que podría estar
su objetivo, las alcobas principales. De repente, quedó paralizada ante un
cadáver en el suelo que había abatido ella misma, era un policía alemán
de uniforme, eso lo complicaba todo. Volvió a recuperar el control
cuando escuchó en la distancia los gritos «¡Polizei, Polizei!». Había una
dotación policial en la casa para apoyar la defensa. ¡Maldita sea! Aquello
implicaba helicópteros y un perímetro de seguridad alrededor de la zona.
Veinte por ciento de probabilidades de éxito. La decisión que tomó en
ese momento fue muy dura, pero era la única que le daba alguna opción
de salir de allí con vida.
Davina volvió corriendo sobre sus pasos. Huyó de la mansión
dejando solo a Alfil, y abandonando el plan que ambos habían elaborado
con exactitud.
El chico estaba acorralado entre tres fuegos enemigos y la pared de
su espalda, solo un recio sofá tapizado con seda color burdeos, que usaba
como parapeto, le separaba de una muerte segura. No tenía opciones ni
esperanzas de salir con vida del cruce de balas que silbaban sobre su
cabeza o impactaban en la endurecida madera del mueble. Su suerte
había cambiado y el final le aguardaba, salvo que apareciese Davina a la
espalda de sus atacantes. Entonces comprendió que todo aquello le venía
grande, que la seguridad en sí mismo le había jugado una mala pasada en
la planificación del asalto y que la chica había tenido razón todo el
tiempo. La misión era imposible de cumplir con éxito. Alfil se había
arrojado de cabeza a una empresa suicida como si algo en su interior le
hubiese empujado hacia un final que llevaba años sabiendo que llegaría.
Estaba acorralado, le quedaban segundos de vida y no quería invertirlos
en lamentar sus fallos. Prefirió pensar en ella, que habría corrido una
suerte similar a la suya por su culpa, por su arrogancia. Debió hacerle
caso y tratar de asesinar a Schäfer usando un rifle desde la distancia, una
bomba de precisión o esperar unos meses a que todo se hubiese calmado
y la dotación de vigilancia fuese diez veces inferior.
¿Y si fuese todo culpa de Davina? Sin duda sentía algo especial por
ella y, como le habría dicho su abuelo, su mente se habría vuelto débil y
funcionando a una capacidad mucho menor de la habitual. La falta de
concentración le había podido provocar la pérdida de la batalla. ¿Tenía
razón su mentor? ¿Había cometido un fallo por dejarse llevar por
emociones que no caben en la mente de un soldado eficaz?
De repente oyó los mismos gritos que habían supuesto el terror para
Davina: «¡Polizei, Polizei!», pero para él eran melodía de dioses. Si los
policías eran corruptos, estaría muerto en un instante, pero si se trataba
de una dotación enviada para defender el ataque hacia una persona que
tenía una tapadera de cara a la opinión pública como hombre de negocios
intachable y filántropo, como era el caso de Hans Schäfer, cabía la
posibilidad de que le detuviesen y llevasen a comisaría. Era una carta a la
que debía jugar y apostarlo todo: su vida, ya que era lo único que le
quedaba, y que sería aniquilada si permanecía más tiempo a la ofensiva.
Esa partida de ajedrez había terminado en un claro jaque en contra, pero
aún podría convertirlo en tablas.
Aprovechó un momento en que no disparaban contra él para arrojar
sus dos pistolas al centro del salón en el que se parapetaba, gritando que
se rendía, varias veces y en alemán, a la policía que acompañaba a los
sicarios y guardaespaldas de Hans Schäfer. Tras aquel gesto, una bala
atravesó el tresillo e impactó contra una de las placas de teflón de su
traje, a la altura del pecho, salvándole la vida. «¿Por cuánto tiempo?»,
pensó. Un vistazo en calma hacia su cuerpo le mostró que llevaba más de
veinte impactos de bala deformando las placas de la coraza que Davina
logró conseguir a tiempo para la misión, y eso sin poder ver los que
llevaría a la espalda. Todas las cartas estaban echadas sobre la mesa; si
no oía pasos caminando hacía él sobre la moqueta, estaba muerto. Una
vez más, la suerte le sonrió. Escuchó las pisadas sobre los casquillos que
inundaban el suelo, eran dos personas al menos las que se acercaban a él.
Salió de detrás de mueble de madera maciza con las manos en alto y tan
despacio como pudo. Mientras siete agentes y sicarios le apuntaban con
sus pistolas, tres policías con gruesos chalecos antibalas se acercaron
para reducirle en el suelo y esposarle. Los hombres de Schäfer se
miraban entre ellos, desconcertados al comprender que no podrían
liquidarle sin matar luego a los policías. Alfil fue arrojado al suelo de
malos modos, a pesar de no oponer resistencia, y le esposaron. Era
lógico, le trataban como al criminal asesino que había matado, solo en
aquella casa, a más de dos docenas de personas, entre ellas varios
compañeros policías. Uno de ellos le dio una fuerte patada en las
costillas y el chico sintió el dolor agudo al romperse el hueso. Cuando le
sacaban a rastras por el pasillo, oyó cómo uno de los guardaespaldas,
entre cuchicheos, informaba a su jefe sobre la imposibilidad de eliminar
al objetivo por culpa de la intervención policial. Durante unos pocos
segundos, su mirada se cruzó con la del anciano, enfundado en una bata
de seda y con un chaleco antibalas negro como el de sus guardias. Una
mezcla de sensaciones, entre odio, suficiencia y satisfacción, cubrió el
semblante de Schäfer al ver cómo se llevaban a su enemigo. Casi al
instante, un niño de unos siete años salió del dormitorio y le abrazó
mientras gritaba «¡Opi, opi!».
Aquella mansión, el abuelo en bata, el nieto asustado llamándolo, los
disparos… Alfil regresó de súbito a un momento perdido de su infancia,
a un recuerdo olvidado o sueño de su niñez que de repente cobraba vida
y se mostraba como una realidad que, en su infancia, no quiso almacenar
en su memoria como tal.

Tendría unos nueve años, ya vivía en la mansión de sus abuelos, y


jugaba al escondite al atardecer de un miércoles cualquiera. Su abuela y
el mayordomo debían encontrarle cuando decidió entrar en la habitación
prohibida, allí nunca podrían descubrirle y ganaría el juego, ya que sus
perseguidores tampoco tenían permiso para entrar a esas horas. Sabía
que su abuelo estaba ocupado atendiendo a una visita en el salón
recibidor del ala oeste, había oído sus voces hacía tan solo unos minutos.
Entró en la pequeña biblioteca privada de su abuelo y mentor, donde solo
podía entrar con él y para jugar las partidas de ajedrez de los martes y
jueves, y se ocultó bajo la mesa del escritorio. Tras unos minutos
confiando en que su idea había sido magnífica, ya que no le localizaban,
oyó cómo se abría la puerta y entraban su abuelo y otro hombre más que
no conocía, debía de ser el visitante. Aquello era extraño porque nadie
salvo su abuelo, él mismo y la doncella que limpiaba por las mañanas,
podían estar en aquel lugar. Su abuelo cerró la puerta y rodeó el
escritorio bajo el que se ocultaba, aterrado ante el castigo que le
impondría el anciano si le pescaba allí. Por suerte no se sentó en el sillón,
o le hubiese descubierto ante sus piernas. Respiró tranquilo mientras
veía, al otro lado del escritorio y frente a la chimenea, los pies del
desconocido. El anciano no le ofreció bebida alguna ni palabra cortés,
fue al grano.
—¿Qué es lo que quieres?
—Dinero. Es lógico, ¿no?
—¿Quieres vender a una familia? ¿A un niño pequeño con algo que
le traumatizaría?
—Ahórrese el melodrama. Todo el mundo sabe que es usted un
tiburón y que arrasa con todo lo que tiene delante. Y también sabemos
todos que ha pagado millones por ocultar el verdadero origen del
accidente de su hijo y su nuera. Si quiere tener la caja negra del avión
con las transcripciones y cerrar definitivamente ese capítulo, tendrá que
pagar cien millones de pesetas.
—¿Cómo sé que podrá sacarla del almacén de pruebas de la policía
sin que le vean ni sospechen de usted? No creo que sea un objeto fácil de
mover sin llamar la atención.
—Trabajo allí como operario de limpieza desde hace ocho años y
todos confían en mí. El caso está cerrado y esa prueba se quedará
cogiendo polvo durante décadas hasta que la incineren cuando necesiten
más espacio. Nadie la echará en falta. Además, los perros de vigilancia
del depósito solo me ladrarían si llevase fardos de dinero o drogas, un
artefacto metálico pasará inadvertido dentro de alguno de mis cubos de
fregona.
—¿Y los controles de metal?
—Esos controles solo están en las comisarías y en edificios
gubernamentales, en el depósito no hay más que una garita en la entrada
del parking.
—Estoy teniendo una duda, ¿por qué debería pagarle por algo que
acabará siendo destruido?
—Porque si no la robo para usted, lo haré para la prensa, aunque
ellos me paguen mucho menos. Por eso prefiero vendérsela a usted. Sé
que acabará pagando, los dos lo sabemos.
El pequeño Alfil notó el gruñido de contrariedad que lanzó su abuelo,
como solía hacer cuando una opinión o actitud de otra persona no se
adaptaba a sus deseos. Aquel tipo le había enfadado, aunque su tono en
la negociación seguía siendo el de ir ganando la contienda, su abuelo
siempre tenía un as en la manga. El niño permaneció escuchando y
aprendiendo.
—¿Y cómo sé que puedo confiar en que no haya contado esto a
nadie? No quiero tener más chantajistas alrededor.
—Tiene mi palabra y deberá confiar en ella. Con ese dinero podré
retirarme a una casita modesta en la playa y olvidarme de estar oliendo a
lejía y limpiacristales mientras limpio la mierda de otros. No soy tan
estúpido como para confiar mi secreto y mi única baza para salir de la
miseria a otros y que se aprovechen de ella, jodiéndome la idea.
—Bueno, señor Núñez, entonces no tengo más remedio que confiar
en su palabra y cerrar aquí y ahora este capítulo tan desagradable para mi
familia. —El abuelo de Alfil abrió un cajón del escritorio, sacó un
revólver con un silenciador y disparó tres veces sobre el pecho del
chantajista.
El niño, aterrorizado, salió de su escondite gritando al ver caer el
cadáver ensangrentado del desconocido. Se giró y vio a su abuelo con el
rostro lívido y apuntándole a la cara, este dejó el arma sobre la mesa y
corrió hacia él. No pudo llegar a abrir la puerta, su abuelo se lo impidió,
abrazándole al mismo tiempo que susurraba a su oído para calmarlo.
—Tranquilo, mi niño. Todo esto no ha sucedido. Debes relajarte y
tranquilizarte, has aprendido a hacerlo. Debes mantener la mente fría, mi
pequeño Alfil. Todo ha sido un sueño, esto no es más que una pesadilla
sobre tus padres, y la olvidarás en pocos días, ya lo verás. —Su abuelo le
sostenía con fuerza por los hombros, incluso le hacía daño.
Tras unos minutos de angustia, en los que el niño era incapaz de
apartar de su mente la imagen del cuerpo sin vida del desconocido
cayendo sobre la alfombra, y del silbido emitido por el silenciador del
arma, su abuelo tomó su pequeño y lloroso rostro entre sus manos
delgadas y sarmentosas y le miró fijamente a los ojos, con la cara a
centímetros de la suya. A Alfil le faltaba el aliento y no podía controlar
el temblor de su cuerpo, miró de reojo y comprobó el efecto hipnótico de
la sangre oscura como el alquitrán al extenderse despacio bajo el cadáver
y sobre la alfombra. Su abuelo volvió a hablarle y él sintió el hedor del
brandy que emitía al respirar.
—Si algo debes recordar de este momento, que no es más que un mal
sueño, es que hay que deshacerse de los enemigos, de los que pongan en
peligro tu vida o la de tu familia. Nunca permitas un chantaje o una
extorsión. ¿Me has oído? Elimina a cualquier adversario que te amenace
con un jaque mate.

Tras aquel extraño y revelador recuerdo, Alfil perdió el conocimiento


mientras le trasladaban a la comisaría en un furgón policial. Al despertar
aún sentía el estruendo de disparos a su alrededor, el olor de la sangre y
de la madera noble al volar en pedazos, el traje incómodo que había
llevado como armadura, sentía también que le faltaba un miembro (debía
tratarse de la ausencia de Davina a su lado); aún podía oír en la distancia,
como a través de un túnel, a los policías gritando «¡Polizei, Polizei!», al
niño asustado llamando a su abuelo en aquel pasillo y el hedor del
brandy de su mentor en el paladar. Trató de incorporarse pero fue en
vano, estaba atado de pies y manos, y sus ojos, tras adaptarse a la luz, le
informaron de su situación. Estaba en una habitación de hospital, donde
le habrían colocado aquel aparatoso vendaje que lucía en el tórax, y dos
policías alemanes con cara de pocos amigos le observaban mientras uno
de ellos susurraba por radio que el detenido ya había despertado.
Capítulo 22

Unas horas antes de la operación de Davina y Alfil:


En la Policía, Pablo había aprendido que, al igual que en la vida, la
suerte no existe, que todo se basa en trabajar, en estudiar a tu asesino, en
analizar y ordenar las pistas y en tener un don especial para lograr ver la
luz al final del lejano y lúgubre túnel. Esa suerte, carisma o habilidad de
los policías de las películas americanas, que descubren al asesino a los
dos días y de pura casualidad, no pertenece al mundo real. Claro que ese
pensamiento estaba basado en las experiencias personales de Pablo hasta
ese día.
Hasta ese día.
A las cinco de la tarde, el teniente sevillano recibió un mensaje de
texto que no esperaba y que le hizo volverse jovial como un niño
desenvolviendo su regalo más ansiado el día de su cumpleaños. El
trabajador de la empresa que le había alquilado el coche a Alfil le había
dejado una pregunta que hizo que se le cayese el móvil al suelo por los
nervios.
«Buenos días, agente. Olvidé decirle que, para evitar robos, ya sabe,
por malas experiencias anteriores, colocamos un localizador GPS oculto
en cada coche que alquilamos. ¿Desea que le dé la posición del
Abarth 695 o ya no buscan el vehículo?».
Esa información inesperada demostraba que no se pueden hacer
conjeturas definitivas sobre nada; que cuando uno menos lo espera, salta
una alarma en nuestro cerebro o a nuestro alrededor que nos avisa de un
peligro inminente, nos indica el camino a seguir o nos susurra sobre una
buena elección. Y aquí tenemos el ejemplo más significativo de esa
teoría. Una pequeña empresa de alquiler de coches había provocado el
primer error del metódico asesino que nunca cometía errores, del astuto e
inteligente criminal que controlaba todos sus pasos al milímetro. Claro
que todavía no había confirmado que el localizador mostrase su
ubicación, quizás hubiera sido descubierto y destruido por Alfil. Quizá
Pablo estuviera cantando victoria antes de lo que debía. El teniente se
dispuso a contestar al mensaje, temblando y rezando para tener algo de
suerte por primera vez durante el caso, mientras pedía por favor esa
información.
A las once y cuarto de esa misma noche, el Abarth llegaba a las
inmediaciones de la vivienda de Hans Schäfer, aparcando en posición
para salir lo más rápido posible tras su misión por una calle oscura y sin
tránsito. Desde la distancia observaban Javier y Pablo, para detenerles,
dispararles o seguirles en cuanto saliesen de nuevo de la mansión. Se
habían agenciado un Mercedes GLA blanco y se mantenían a la espera a
pocos metros de distancia en la misma calle.
—Deberíamos llamar a la policía alemana.
—Ni pensarlo. En cuanto apaguen el motor del coche, acelero para
cortarles el paso y les apuntamos para detenerles. Si ves que pestañean,
dispara a discreción, con esos dos no se puede fallar, no habrá un
segundo intento.
—Pero ¿no viste esos abrigos negros y las mochilas, seguro que
llenas de armas, que llevaban cuando salieron del hotel? Esos van a
armar una bien gorda en esa vivienda. Era como ver a Neo y Trinity[2]
antes de liarla bien.
—Eso no es problema nuestro, este lugar tiene muros como un
castillo y está plagado de cámaras, de vigilantes armados y de policía, ya
lo has visto al venir hacia aquí. Si nos metemos ahí dentro, nos matarán,
o peor aún, nos arrestarán y enviarán a la cárcel, te recuerdo que somos
proscritos.
Javier notaba el temblor en sus manos, nunca había tenido tanto
miedo. Claro que las veces que había usado el arma había sido de forma
espontánea, para defenderse de un ataque y siempre contra criminales
comunes. Esos dos que perseguía eran asesinos de primer nivel, con unas
habilidades y puntería que él no podía igualar. Observó a Pablo y le vio
tranquilo, aunque eso no le hizo mejorar su estado. Después de todo,
Pablo estaba loco, no como los que se creen Napoleón, sino como los
que están dispuestos a morir sin pestañear por conseguir su objetivo.
Javier quería ser un buen policía, quería redimir errores del pasado, pero
no a costa de perder su vida en una pelea dos contra dos en la que no
tenía la más mínima oportunidad de salir victorioso.
Alfil y Davina salieron del coche y se quitaron los abrigos,
mostrando trajes negros ajustados que cubrían incluso su cara, en aquella
calle desierta y bajo la luz anaranjada de las farolas, eran sombras en tres
dimensiones que se movían con determinación y velocidad. Los dos
policías quedaron sin saber qué hacer ni decir ante esa visión.
—No me jodas… ¿Qué coño es eso?
—Van a terminar su misión, por eso van así vestidos.
—Pero, ¿les estás viendo? Esos tipos juegan en otra liga.
Seguramente llevan blindaje de teflón de ese que nos informaron en
comisaría en un seminario, solo la CIA los tiene. Yo te apuesto lo que
quieras a que esas placas que se ven por el cuerpo de esos dos son
blindajes, son como los putos Batman y Robin.
—No podemos dejar que maten a otro inocente.
—No me jodas, Pablo. ¿En qué momento te ha parecido que esos
tipos a los que matan son personas inocentes? Aquí se cuece algo entre
agencias secretas y se están exterminando entre ellas. Esos viejos
multimillonarios como el de París y Ámsterdam tenían muy mala pinta;
y mira el palacio en el que van a entrar. Te apuesto lo que quieras a que
ahí no vive un albañil.
—Lo sé, pero dijimos que les dispararíamos la próxima vez que les
tuviéramos a tiro.
—Pero no están a tiro, deja de comerte el coco. A esos dos hay que
cogerlos por sorpresa, de espaldas y, a ser posible, desnudos.
—No ha tenido gracia.
—Un poco sí, pero ¿tengo o no tengo razón? Estamos aquí para
detenerles y es lo que haremos, claro que este no es el momento y no
puedes discutirlo. ¡Mira, se han separado y él comienza a trepar por el
muro!
Alfil subía con rapidez gracias a un accesorio de clavos para escalada
que había acoplado a sus botas y manos. Segundos antes había disparado
a la farola más cercana para sumir esa zona en la oscuridad y poder
trepar antes de que la cámara del perímetro de vigilancia se adaptase a su
modo de infrarrojos.
—¿Has visto lo que llevaba ese tío a la espalda? —Javier se
confirmaba en la buena decisión de no haber salido a enfrentarse con
ellos.
—Esos dos van a liarla esta noche. He contado, aparte de las dos
nueve milímetros con silenciadores que lleva cada uno en las caderas,
unos veinte cargadores extras en sistemas automáticos y retráctiles de
carga ultrarápida en la espalda de cada traje.
—Has contado bien. Y ese sistema de carga no es fácil de conseguir.
Al otro lado del muro debe de estar Donald Trump en plena orgía, como
mínimo.
Pablo no hizo caso a la broma. Se mordía el labio con fuerza por
estar nuevamente ante su archienemigo sin poder enfrentarse a él. Debía
esperar. Una vez más, debía esperar. Recordó entonces el refrán de su
padre: «Dios recompensa a los que saben esperar». Aunque nunca tuvo
muy buena relación con su padre en los pocos años que compartió con él
y su madre. Él murió teniendo Pablo once años y ella desapareció
dejándole con sus abuelos maternos.
«Ahora que estoy en el momento más importante de mi vida, resulta
que me pongo a pensar en alguien que se fue tras un cómico resbalón en
la ducha».
—¿Qué hacemos? —preguntó Javier.
—Esperar, tienen el coche aquí, si salen con vida de donde quiera
que se estén metiendo, volverán al coche. Quizá salgan heridos, con poca
munición o desarmados, o mejor aún, sin contar con que les estemos
esperando. Pero bajo ningún concepto llamaremos a la policía alemana.
—Tú mandas, espero que sepas lo que haces.

Veinte minutos más tarde aparecía Davina corriendo, parecía


asustada y casi sin fuerzas, entró en el coche mientras Javier, a veinte
metros y aún en el interior del Mercedes robado, sujetaba con tesón a
Pablo para impedirle salir a por ella. «Es la asesina de Miguel», intentaba
gritar el sevillano con furia. Javier le miraba sorprendido y excitado por
la situación, sobre todo tras oír la cantidad de disparos de armas
automáticas que llevaban oyendo sin cesar, y ahora su compañero iba a
fastidiar la misión por dejarse llevar por sus instintos, sus deseos y sus
frustraciones. Javier le lanzó una mirada de calma y trató de serenarlo y
que entrase en razón.
—Ella no es el pez gordo. Relájate. Debemos seguirla.
—¿El pez gordo? Seguramente hayan matado a Alfil, ¿no has oído
los disparos? Eso ha sido un infierno del que no saldría con vida ni el
mismísimo Rambo.
—Aún se oyen disparos. La chica le ha abandonado. Eso es más que
extraño —respondió Javier.
—¿Qué tiene de extraño? En un sitio así, yo también te dejaría a tu
suerte.
—Sí, pero tú no eres esa chica, ni ese que está ahí dentro suele ser
abandonado a menudo, según tu propio informe. La seguiremos para
averiguar hacia dónde se dirige.
—¿Y si esperamos un poco más? Quizá él consiga salir también.
—¿Oyes las sirenas? Pronto nos arrestarán y nos implicarán en lo
que hayan hecho estos dos.
—Nosotros no nos hemos movido del coche. No hemos hecho nada.
—Pero somos fugitivos y estamos en la escena del crimen, sabíamos
que algo iba a pasar, vimos a los asesinos de Amberes y no llamamos a
la policía. Estamos en un coche robado y vamos armados. ¿Quieres
quedarte para explicarles todo eso?
Pablo arrancó el motor y salió en su persecución desde la distancia y
con las luces apagadas. La chica conducía sin exceder el límite de
velocidad, con discreción, aunque el sonido del tubo de escape era muy
llamativo a altas revoluciones, así que mantuvo una velocidad que no
sobrepasó los cincuenta kilómetros por hora hasta llegar a las
inmediaciones de su hotel. Los dos tenientes no se acercaron demasiado
para no llamar su atención, después de todo, el localizador seguía dentro
del coche y podrían volverlo a encontrar si les despistaba.
—Es una suerte que hayamos echado todo lo que tenemos, ropa,
ordenador y demás, al maletero —apuntó Javier.
—¿Por qué lo dices?
—Te apuesto a que la chica sale en menos de diez minutos con una
maleta y desaparece de Alemania.
Pablo no respondió, quedó pensativo y con la mirada fija en la puerta
del hotel, alumbrada por un cartel luminoso no muy grande y algo
deteriorado. Su objetivo era Alfil y no quería marcharse de allí sin
capturarle o saber que le habían detenido. Tal vez Javier tuviese razón y
le hubieran liquidado en la mansión. Jamás había oído tantos disparos,
no quería ni imaginar el infierno que se habría escenificado en aquel
lugar.
Capítulo 23

Quedaban tres horas para el traslado definitivo de Alfil hacia Madrid.


Después de que Bélgica y Alemania pugnaran por el derecho a juzgarle
por los crímenes cometidos en sus territorios, el Gobierno Español zanjó
la cuestión alegando que el primer lugar donde actuó el asesino fue en
Madrid, con ello zanjó la disputa y se llevó el dudoso honor de juzgarle y
encarcelarle. No de buena gana, la canciller alemana y el presidente
belga tuvieron que acceder ante algo tan incuestionable. No deseaban
que el criminal que había ocasionado el caos y tantas muertes en sus
países fuese juzgado por un país con leyes de las más suaves de la Unión
Europea, pero tampoco podían provocar un conflicto político
internacional. El traslado estaba previsto, inicialmente, para las siete de
la mañana en un avión especializado en el transporte de presos muy
peligrosos y con gran riesgo de fuga, pero al no tener tanta autonomía
como para llegar a Madrid sin escalas, ni los aeropuertos franceses
podían garantizar el nivel de seguridad que la policía alemana les exigía,
estuvieron buscando alternativas hasta conseguir un helicóptero del
ejército que pudiera llegar hasta Toulouse sin repostar. Allí, en una base
militar francesa, podrían hacer escala y continuar hasta dejar al detenido
en Pamplona, desde donde finalizaría su viaje bajo la supervisión de la
policía española.
El techo sobre la cama del detenido, compuesto de plaquetas de
escayola, tenía diecinueve marcas de desgaste, un resto de telarañas en
una esquina y un siete pintado a lápiz cerca de la ventana, la cual lucía
gruesas rejas de metal tanto por fuera como por dentro del traslúcido
cristal. En los días que llevaba allí, también había memorizado cada
detalle de cada uniforme de los seis policías alemanes que le custodiaban
día y noche y de los doce policías más que les hacían las sustituciones en
las guardias de ocho horas. Echaba de menos el trabajo de fotógrafo, el
tener que usar su percepción visual hiperdesarrollada para buscar fallos
durante las sesiones de fotos: un pelo sobre la cara de una modelo, una
mota de polvo o una simple arruga sobre una prenda, y luego indicar a su
equipo que lo solucionasen; la misma percepción visual que usaba para
retocar las fotos, siendo capaz de identificar marcas en la piel, restos de
maquillajes, tonos mal conseguidos o sombras donde no debiera
haberlas. En su nueva situación se conformaba con analizar al detalle lo
que había en aquella habitación de escasos quince metros cuadrados en
los que, como un reloj suizo, aparecía una enfermera cada dos horas para
leer sus constantes vitales en el monitor y apuntarlo en una libreta, y
cada cuatro horas un médico que le preguntaba cómo se sentía del dolor
por la costilla rota y del golpe en la cabeza que también recibió de un
guardia durante la detención (aunque eso último no lo recordaba). En
ambos casos, los seis policías permanecían apuntándole con
ametralladoras todo el tiempo que cada sanitario estuviese dentro de la
habitación. Teniendo en cuenta que estaba fuertemente amarrado de pies
y manos a la camilla, no le cabía duda de que le consideraban bastante
peligroso.
Peligroso pero vivo, aún seguía vivo y, teniendo en cuenta todo lo
sucedido en las últimas semanas, desde Mykonos y la cantidad de gente
que había eliminado, agentes entrenados y profesionales, había acabado
con docenas, había matado a dos magnates de una agencia internacional,
había puesto patas arriba a todo el continente, no alcanzaba a
comprender cómo había podido lograr todo aquello y estar allí para
contarlo, con una simple costilla rota. Pensar en semejante empresa le
hacía sentirse vivo, especial. Sonrió de forma espontánea, luego
comenzó a reír hasta no poder controlar las carcajadas que brotaban de
su interior. Los seis guardas alemanes le miraban pero no se inmutaban
ante su gesto. Entonces comprendió que no se estaba riendo realmente,
lo hacía en su interior, lo hacía el monstruo que llevaba dentro y que se
había estado alimentando de toda la sangre derramada.
Y recuperó la cordura.
La inactividad durante los tres días que llevaba allí encerrado le
había sentado mal. Su mente volaba hacia su niñez y revivía el trato con
su abuelo, que incluso después de catorce años muerto aún le sorprendía.
«Es asombroso cómo ha influido su persona y su educación en mí, en
crear al monstruo», pensó. El primer día había oído hablar a los policías
sobre la búsqueda por todo el país de Davina, así que se alegró de que no
hubiese muerto en el asalto, había logrado escapar y no la culpaba por
haberle dejado allí. Hubiese sido un suicido tratar de ayudarle. Durante
el primer día y medio se preguntó cuándo entrarían para interrogarle,
para preguntarle por el paradero de la chica, por sus motivos para haber
puesto patas arriba esas ciudades o, simplemente, para hablar del tema.
Después de la espera comprendió que sería otro cuerpo policial,
seguramente el español, el que tendría la jurisdicción para esa tarea, así
que no se molestarían en facilitarles o adelantarles el trabajo.
«¿Qué será ahora de mí? ¿Cuánto tardará la prensa en descubrir mi
nombre y apellidos y vincularlos con las empresas familiares? Será el fin
de todo, las empresas quebrarán en bolsa y más de diez mil familias se
verán en el paro. Dios, qué desastre. A mí me caerán más de veinte años
y no saldré de prisión antes de quince, no creo que pueda sobrevivir
encerrado más de dos meses, ni soportar esa disciplina. Espero, al
menos, seguir siendo fuerte y mentalizarme para lograr establecer metas
nuevas, ¿quién sabe? Podría ser interesante planificar una fuga de la
cárcel. Uf, qué mal me veo, llevo aquí solo tres días y ya estoy
divagando con tonterías».
La noche anterior había soñado con la cárcel. Su celda tenía un metro
ochenta de largo por un metro veinte de ancho, y la mitad la ocupaba el
camastro. Debajo del mismo tenía un orinal y al otro lado una mesa
pequeña y destartalada de madera donde escribir, con varias hojas de
papel arrugadas y sucias y un lápiz ya casi consumido, todos sus
pensamientos, una autobiografía, una confesión o cualquier cosa que se
le ocurriese. La bombilla que colgaba de un cable solo permanecía
encendida hasta las nueve y media de la noche, así que su insomnio tenía
que saciarse contemplando (o imaginando, más bien) el techo en la
oscuridad. Oía los gritos y lamentos de fondo de los demás presos,
durante años encerrados, que clamaban por una libertad casi olvidada.
Añoraba el cielo azul, la brisa del mar en su rostro y la suave piel de
Davina bajo las yemas de sus dedos. Un día despertó y supo que ya
llevaba un año encerrado. Se miró en el espejo de los lavabos donde se
duchaban todos los presos cada mañana y se sorprendió al ver lo delgado
y mayor que parecía. Luego, a solas en su celda, lloró al pensar que aún
le quedarían otros catorce o quince años más en aquel infierno.

Sentados al fondo del Green Dwarf, un oscuro pub irlandés en el centro


de Amnéville, Pablo trataba de llevar sin derramar dos rebosantes pintas
de cerveza a la mesa que compartía con Javier. Llevaban un día en la
pequeña localidad del norte de Francia, cerca de las antiguas fronteras
con Luxemburgo y Alemania.
—Si nos distraemos demasiado, la chica nos despistará.
—No lo hará, se quedará aquí hasta que las noticias alemanas
informen sobre el traslado de Alfil a España.
—Muy seguro te veo de que intentará su rescate, pero aún no hemos
visto nada que demuestre tu teoría.
—¿Cómo que no? Todo lo que hace está indicando sus pasos. Podía
haberse marchado al otro extremo del mundo pero permanece en la zona
en la que la siguen buscando. No para de seguir todas las noticias, y dudo
que sea para saber si aparece un retrato suyo, está esperando a ver los
movimientos de traslado de Alfil.
—Pero atacar un convoy militar o un helicóptero de la policía con
escolta es una locura.
—¡Joder, Javi! Parece que no hayas estado allí conmigo, al otro lado
de la tapia donde estos tipos entraron y mataron a treinta y ocho agentes
bien entrenados y cuatro policías, saliendo ilesos; incluso ella escapó sin
problemas. ¿Has visto las imágenes de la ciudad de Amberes? Aquello
parecía Japón después del tsunami. Asaltar un furgón o helicóptero con
una dotación policial o militar de una docena de soldados o policías es
pan comido, solo debes elegir el punto exacto en que menos lo esperen y
que propicie mejor la huida posterior.
—Está bien, seguiremos vigilándola. Pero termínate ya la cerveza y
salgamos, no quiero que vuelva a cambiar de coche y nos despiste.
—Su hostal está justo enfrente de este pub, desde aquí se ve la
puerta, si saliese… —Pablo enmudeció y agachó la cabeza.
—¿Qué? ¿Qué pasa si saliese?
—Cállate, viene hacia aquí —susurró.
Javier no respiró siquiera cuando vio por el rabillo del ojo a la chica
entrando por el extremo opuesto del local. Observó cómo se sentaba y
oyó que pedía un whisky, hablaba un francés perfecto y se comportaba
como una dama frágil y educada, con una discreción asombrosa. Antes
de sentarse ya había inspeccionado el local sin invertir más de un
segundo y no tener que girar el cuello lo más mínimo. No cabe duda,
pensó Javier, era una profesional bien adiestrada y peligrosa. Los dos
tenientes temían que aquella aparentemente débil dama sacase una
pistola o una ametralladora y convirtiera el local en un infierno de sangre
y muerte. Por suerte para todos, se mantuvo en calma. Davina se bebió el
vaso de un trago, escuchó unos segundos las noticias y dejó un billete de
diez euros sobre la barra antes de salir. Javier juraría que la había visto
lanzando una mirada furtiva hacia ellos justo antes de marcharse, pero
eso sería imposible, estaban lejos y en una zona demasiado oscura del
pub como para haberles descubierto.
—¿Me lo ha parecido o nos acaba de invitar a seguirla?
—No te montes películas, Javi. Si supiera quiénes somos y nuestras
intenciones, no estaríamos vivos.
—Sea lo que sea, se mueve, así que salgamos tras ella.

Mientras el televisor del pub, que los dos expolicías ya no podían


ver, seguía dando la noticia sobre el traslado a Toulouse en helicóptero
del terrible asesino que había conmocionado a toda Europa, Davina salía
de la ciudad hacia el sur del país en un Seat Exeo gris. A una distancia
suficiente como para no ser detectados, iban Pablo y Javier en un
Citröen C4 negro que habían robado horas antes en el callejón de atrás
del pub. Lo tenían listo para salir tras ella y para no ser detectados por las
cámaras de tráfico, ya que habían usado cinta aislante negra sobre las
matrículas para convertir un 3 en un 8 y una I en una T; un sistema muy
chapucero pero que funcionaría si se cruzaban con gendarmes en las
próximas horas o días y que les garantizaba más margen de tiempo antes
de tener que robar otro.
Davina mantuvo la velocidad legal en la ciudad pero aceleró hasta
ciento cincuenta por hora en cuanto entró en la autopista y puso rumbo a
Nancy y luego a Dijon. Se notaba que tenía muy estudiados sus pasos
hacia el siguiente punto, por eso sus perseguidores no la perdían de vista.
Condujeron durante casi dos días sin parar, hasta que la chica entró en un
motel de carretera cerca de Albí, a falta aún de setenta y ocho kilómetros
para llegar a Toulouse, donde se produciría la escala del helicóptero
militar que transportaba a Alfil. Aquel parecía el punto elegido por la
chica para un ataque sorpresa. Si la información dada por las noticias era
exacta, el transporte aéreo saldría de Alemania en solo dos horas, así que
Davina no disponía de más de seis horas para descansar y dormir si
quería llegar a Toulouse antes que los militares.
Javier y Pablo habían escuchado las noticias por la radio del coche y
sabían el destino de la chica. Podrían haber seguido hasta la ciudad
francesa sin detenerse, ya que habían hecho turnos para conducir y
dormir durante el trayecto y estaban más frescos que ella, pero
decidieron seguir manteniendo la confirmación visual para no perder el
plan que Davina tuviese pensado para la fuga de Alfil. Si lograba
escapar, podría desaparecer para siempre y dejarles en medio de la nada,
sin opciones. Si no escapaba e intentaba un rescate, pero fracasaba y no
lograba su objetivo, podrían intentar detenerla y entregarla para lograr a
cambio un indulto por sus delitos. Quizá no recuperasen sus puestos en
la policía, pero al menos quedarían en libertad. No sería gran cosa, pero
cada uno de ellos, como oficiales con años de trabajo en sus comisarías,
conocían los suficientes trapos sucios de sus superiores como para
negociar un trato que les librase de la cárcel.

El agua caliente de la ducha sentó como un revitalizador bálsamo a la


maltrecha espalda de Davina y le permitiría conciliar el sueño que
acumulaba. Aunque aprovechó el momento, durante solo unos minutos,
para repasar mentalmente su plan y revisar, al salir del baño de la
habitación, la munición y armas que había logrado comprar tras la
operación de Berlín. Había tenido que cambiar su «traje de batalla» por
uno nuevo al comprobar que tenía más de veinte impactos de bala
comprometiendo su estructura y efectividad. Casi no le quedaba dinero
de la reserva que Alfil administraba para la misión, pero lo usaría todo en
la loca empresa de rescatarle de la policía; y si fuese necesario, robaría
en varios establecimientos, como restaurantes, locutorios, gasolineras o
similares, para lograr algo más de efectivo. Comenzaba a tener sueño de
nuevo y eso le recordó el calor y el tacto duro y firme del cuerpo de Alfil
sobre ella, le echaba de menos. Echaba de menos las descargas eléctricas
que sentía al recibir sus besos en los rincones más íntimos de su
anatomía, echaba de menos sus caricias, echaba de menos hacer el amor
y sentir cómo era embestida con fuerza durante horas, llevándola a otra
dimensión; echaba de menos aquel suave aroma almizclado y sentir el
juego de sus dedos entre sus cabellos o recorriendo la curva de su
espalda hasta quedarse dormida sobre su cálido cuerpo; echaba de menos
su voz, sus miradas, sus sonrisas de seguridad; incluso echaba de menos
su brusquedad cuando estaba concentrado, agobiado o enfadado. Llevaba
demasiados días sin él y se preguntaba cómo estaría, si también la
echaría de menos o si tendría su propio plan de fuga, si se sentía
abandonado por ella al marcharse de la mansión durante el tiroteo… Lo
único que sabía de él, de lo único que estaba segura, es que no tiraría la
toalla. No se rendiría tan fácilmente.
Tanto le necesitaba que recurrió a la sutil caricia de las yemas de sus
dedos entre los muslos para ayudarse a recordar su presencia, su olor y
su sabor. Tras llegar al clímax, y a medida que su respiración
entrecortada iba calmándose lentamente, quedó dormida bajo una
sonrisa.
Despertó con un sonido familiar retumbando en su mente, una voz
que creía ya lejana u olvidada en su memoria. «Vamos, zorrita perezosa»,
dijo la voz que se perdía a mitad de camino entre el tiempo, la vergüenza
y el asco. «Es hora de trabajar, vamos, vamos, vamos», decía a
continuación Livia, la señora a cargo de las niñas que sobrevivían en el
Dorință[3], en pleno centro de Bucarest, en un piso de mala muerte en la
cuarta planta de un edificio ruinoso y lleno de estiércol, tanto vegetal
como humano, pero que generaba buenos ingresos a la vista de los
ropajes y el coche que lucían los dueños. Nada comparable a la miseria
que entregaban cada semana a las niñas para enviar a sus familias como
ayuda económica. «Vamos, zorritas. Solo queréis dormir y comer; comer
y dormir, ja, ja, ja. Comer os hará gordas y dormir… ¡ya dormiréis
cuando seáis viejas como yo! ¡J, ja, ja! Moved esos culitos flacos para
que los clientes no se marchen a otro lugar. ¡Vamos, zorritas!».
Cada noche debía satisfacer a un mínimo de diez hombres o sería
expulsada de aquel privilegiado lugar donde encontraba comida,
alojamiento y la forma de ayudar a su familia a sobrevivir. O mejor
dicho, lo que ellos llamaban comida, que eran restos de cubos de basura
o pequeños bocadillos de embutidos en no muy buen estado;
alojamiento: un cuarto para veinte niñas apiladas como sardinas en lata
sin calefacción y sobre camastros de madera sin mantas.
Solo era una niña de doce años cuando tuvo que soportar que
hombres mayores, de aspecto y olor repulsivos, hicieran con su cuerpo
cosas que aún hoy le provocaban unas ganas indescriptibles de acabar
con su vida. Cada lunes por la mañana Livia las obligaba a tomar una
pequeña pastilla blanca, cuyo importe les descontaba de su sueldo por
tratarse de un favor, ya que esa pastilla, según decía la señora, les
impediría quedarse embarazadas y perder el trabajo. Lo que nunca les
dijo es que el tratamiento las esterilizaría de por vida.
Aquel infierno la hizo pensar en el suicidio (e intentarlo) casi todas
las noches tras entrar llorando en la cama y casi sin poder andar, pero
cada una de las mañanas siguientes pensaba en sus hermanos y su madre
y se prometía a sí misma aguantar un día más. Y fueron pasando los días,
luego las semanas y los meses, y los interminables años. Hasta que fue
midiendo el tiempo por el sonido, a través de las ventanas del burdel, que
hacían los estorninos al emigrar al sur en otoño o regresar de nuevo en
primavera. Sin poder hacer la cuenta de los hombres que habían pasado
sobre ella para satisfacerse y dejar una impronta de veneno, almizcle y
rencor.
En ese sueño había visto a Alfil. Ella era pequeña y él estaba igual de
guapo que siempre, pero no había querido hacerle el amor. Él la miraba
con dulzura, acariciaba su pelo y tomaba una manta para cubrir su
cuerpo desnudo de niña, luego la abrazaba con ternura. Tras aquello se
acercó a su oído y le susurró: «Vámonos, vámonos lejos, donde los
estorninos disfrutan del calor en verano. Vámonos de este infierno para
nunca volver. Ven conmigo a playas de arena blanca, calor y agua
turquesa que te alejarán de los escalofríos y de los gritos. Deja atrás el
invierno, deja atrás el dolor, el hambre, el frío, el miedo… Ven conmigo
al Paraíso».
Tras esas palabras, que oyó en su oído como si las susurrase el propio
Alfil en persona, se despertó sobresaltada y miró a su alrededor. Estaba
sola y sentía frío, como casi toda su vida. Se levantó desnuda, tal como
se había acostado, sin mirar el reloj, y volvió a darse una ducha muy
caliente, al punto de ebullición. Bajo el agua estuvo llorando durante más
de media hora. Luego se vistió, volvió a comprobar las armas y salió
hacia su destino.

Desde la distancia, y con menos comodidades que las del motel


donde había descansado la chica, dos hombres esperaban entre gruñidos
de cansancio, bocadillos de embutido y dolores de espalda.
—Se marcha, corre o se nos escapará.
—Ya estoy, espera a que haya salido del parking del motel o será
muy sospechoso. Démosle una ventaja de unos metros o nos descubrirá.
Capítulo 24

Los noticiarios televisivos y radiofónicos españoles comenzaban la


jornada con especulaciones y conjeturas absurdas cuando no tenían nada
que decir sobre la noticia de moda del momento. Tertulianos de
programas de cotilleo daban opiniones inventadas sobre los sucesos de
Amberes y Berlín, a la vez que jugaban con el morbo al definir, sin
pudor alguno, los motivos de los culpables y las fechas y lugares de
traslado de los mismos. La prensa escrita no lo hacía mejor, tratando la
noticia en función de la ideología política de sus patrocinadores. Oiana
se revolvía en el sofá de su casa, en Oharriz, y destrozaba el mando a
distancia arrojándolo contra la pared al escuchar tantas sandeces. Echaba
de menos a Pablo (Javier, para ella), echaba de menos la acción y el
trabajo de campo que había tenido en París y, sobre todo, echaba de
menos todo lo que se había perdido y que ahora era la noticia de la
década en los noticiarios europeos. Atrás quedaban su sanción, el
papeleo y el qué dirán de docenas de estúpidos compañeros que la
señalaban con el dedo a su paso. Necesitaba acción, necesitaba sentirse
viva, sentirse policía, sin importar lo que pensaran o las consecuencias;
obrar con el instinto que la empujó a elegir una profesión donde el bien
sometiese al mal. Era una idealista y eso le labró desde sus comienzos la
animadversión de muchos compañeros, que la acusaban de no socializar
con ellos tras la jornada de trabajo, cuando, en realidad, lo hacía para no
aguantar bromas machistas o flirteos patéticos de quienes habían
apostado a ver quién conseguía llevarla a la cama. Todo aquello, que
mejoró un poco al ser ascendida a sargento, acabó empeorando (y
mucho) cuando apareció Mikel y se hizo el rey de la fiesta en la zona.
Recordar esa época la puso más furiosa aún, así que sacudió su
cabeza para tratar de borrar malos pensamientos y, como no podía
soportar un minuto más entre aquellas cuatro paredes, se levantó para
buscar su arma, limpiarla y reunir toda la munición que tuviese en la
casa. Se vistió con ropa de abrigo y cogió todo el dinero en efectivo que
tenía. «Es demasiado poco», pensó. Salió a la calle y montó en su coche
patrulla, a pesar de estar fuera de servicio por una suspensión temporal, y
arrancó para dirigirse a la frontera de Francia. Antes paró en un cajero
automático. Algo la impulsaba sin poder definir qué era, quizás el
instinto, quizá la mente de Pablo (que seguía desaparecido para las
autoridades), quizá su propio destino.
Una densa niebla caía sobre el valle del Baztán. A pesar de ser
mediodía, no se podía ver nada más allá de dos metros de los faros del
coche. Conducía despacio, aun conociendo bien la carretera y de llevar
su ventanilla abierta unos centímetros para poder oír los pitidos de los
coches que circulasen en sentido contrario, y para sentir el aire frío en la
cara que despejase por completo su mente. Para cualquier persona, un
día así supondría quedarse en casa a esperar que arreciara la niebla, pero
para los que habían nacido allí y arrastraban generaciones hasta el
olvido, aquel era un día agradable en el que no habría que llevar un
paraguas consigo. A su derecha podía oír el rumor del río Bidasoa, allí
llamado Baztán, como el valle, antes de su llegada al País Vasco. Debía
bajar casi desbordado por las últimas lluvias. El sonido era tan hipnótico
como las suaves sombras que proyectaban los robles y las hayas en la
niebla, con sus ramas mecidas por el suave viento, como si tratasen de
abrazarse entre ellas.
Durante unos minutos perdería la referencia del cauce del río para
rodear Elizondo y seguir su camino hacia Dantxarinea. Varios coches en
sentido contrario, con los que intercambió ráfagas de luces y pitidos de
claxon, la mantuvieron en alerta. Una vez pasado el pueblo, el resto del
camino estaría menos transitado y la altitud de las montañas haría que la
niebla fuese quedando atrás.
De repente, aparecieron luces azules parpadeando en la distancia,
debía tratarse de otro coche patrulla en un control rutinario o en alguna
misión. No esperaba encontrarse con ningún compañero esa tarde,
aunque tenía preparada una excusa por si le preguntaban por el uso del
coche oficial estando fuera de servicio. Al llegar a la rotonda que da
entrada a Elizondo por la calle de Santiago, la silueta del Volkswagen
Tiguan rojo se dibujó a menos de diez metros, Mikel apareció en su
ventanilla en cuanto ella detuvo el vehículo en el arcén.
—Sacar el coche oficial sin estar de servicio es un asunto feo, jefa.
—Entonces estarás disfrutando del momento, y más lo harás cuando
rellenes y envíes el parte a la central. —De todos los compañeros con los
que podía cruzarse, su ayudante era el único que podría meterla en un
apuro.
—No se equivoque, sargento. Yo también intento ser un buen policía,
si no quise seguirla a Francia fue porque existen unas normas, unas leyes
y una jurisdicción que no podemos saltarnos como si esto fuese una
película americana.
—Mikel, lo siento pero no tengo tiempo para esto. Haz lo que tengas
que hacer y dejemos la charla para otro momento.
—No. Ya llevamos demasiados días evitando esta conversación y,
aunque no sea el lugar ni el momento apropiados, debemos soltar lo que
llevamos dentro.
Oiana le miró con ira, veía ante sus ojos a lo peor del cuerpo y del ser
humano en general, a una persona que representaba los valores
contrarios a los que había visto en Pablo durante la semana que había
compartido con él. Si hubiera ido a Francia con Mikel, hubiera tratado de
llevarla a la cama cada día y cada noche, habría estado saliendo de fiesta
sin parar y no se hubiera acercado a los sospechosos por evitar un
encontronazo o tener que trabajar. Llevaba demasiado tiempo
conteniendo las ganas para no explotar.
Ya no tenía más fuerzas ni deseo de seguir haciéndolo.
—Está bien… Mira Mikel, siento ser demasiado sincera, pero creo
que eres uno de esos policías que por desgracia abundan demasiado en
estos tiempos, de esos que escurren el bulto cada vez que pueden y que
han elegido este trabajo porque no serían buenos o admitidos en ningún
otro. Uno de esos que pasea el traje y cobra a fin de mes, mientras reza
para que no ocurra nada y así no tener que dar un palo al agua. No te lo
digo por el caso de los fugados de Chueca, sino por los largos meses que
te he sufrido como ayudante. El traje que llevas supone una
responsabilidad, no es para infundir miedo o ligar con las chicas. En
Francia hice lo que creía que debía hacer, sin más. No me importó salir
de mi casa, pasar días y noches en moteles de carretera, gastar mis
ahorros, jugarme la vida contra asesinos o arriesgarme a que la
gendarmería francesa me detuviese en su país. Y no me importó hacer
nada de aquello precisamente por el respeto que tengo al uniforme y a mi
cargo.
Mikel estaba pálido y su mirada reflejaba el dolor que provocaban las
palabras que Oiana le dedicaba. Suspiró hondo, y con un hilo de voz
respondió:
—Yo pienso… —carraspeó con notable dificultad y continuó—, que
usted vive para trabajar, cuando debería trabajar para vivir, aunque
supongo que es algo normal en policías tan vocacionales. Siento no estar
a su altura y no ser el ayudante que quiere ni merece, por eso pedí un
cambio de compañero o traslado de destino. Y espero que le asignen
algún agente que se adapte a lo que espera de un buen policía. Quería
hablar con usted y sincerarme porque no deseaba que tuviese una mala
imagen de mí, aunque para eso… creo que he llegado muy tarde.
Oiana se sintió fatal por haber sido tan dura, había soltado lo que
llevaba dentro sin filtro alguno. Ahora no se encontraba liberada, sino
incómoda ante su metedura de pata y ante la cara afligida del agente.
—Y querría decirle dos cosas más —añadió—. La primera es pedirle
perdón por mi comportamiento y la segunda que dentro del coche la está
esperando el teniente Irurzun.
Vaya, la cosa se complicaba aún más, no solo la habían pillado con el
coche oficial dirigiéndose a Francia, sino que había sido el mismísimo
Mikel, con el que acababa de meter la pata. Y para coronar el pastel, su
superior quería hablar con ella. ¿Qué más podía pasar?
Oiana se bajó del coche y sintió el golpe de frío y humedad del
ambiente en sus ruborizadas mejillas, aparte de la incomodidad de pasar
rozando a Mikel, mientras este sostenía la puerta del vehículo. Sintió su
mirada fría taladrándole la nuca mientras le dejaba atrás y se acercaba
decidida al destino que suponía aquel todoterreno rojo.
—Da la vuelta y entra —fue lo único que dijo Luis, tras bajar la
ventanilla un segundo y volverla a subir luego.
La sargento entró despacio, sin agradecer el cálido abrazo de la
calefacción, estaba demasiado tensa por la charla (y la más que posible
sanción) que le caerían a continuación.
—Mi teniente, puedo explicarlo…
—¿Llevas el arma?
—No, solo daba un paseo.
—Deja de titubear y de decir tonterías. ¿Llevas el arma o no?
—Sí.
—Perfecto. Ponte el cinturón.
Oiana iba a abrir la boca cuando notó que el portón del maletero se
abría, vio que Mikel echaba algo dentro y luego lo cerró de un golpe
seco. Luis no dijo nada, solo apagó las luces de emergencia del techo y
partió hacia el norte.
—No entiendo…
—Pues está muy claro, no pienso dejarte ir sola, lo que sea que tenga
que ocurrir, nos ocurrirá a los dos. Y ya es tarde para echarse atrás.
—Pero mi equipaje y la munición…
—Mikel ha sacado las cosas de tu coche y las ha metido en este.
Ella no respondió, solo contuvo la sonrisa.
—Bueno, sargento. Teniendo en cuenta la infracción que estamos
cometiendo (de nuevo), creo que podemos olvidar los rangos. Después
de todo es usted la que tiene más posibilidades de acertar con la misión,
así que dígame cuál es el plan a seguir.
—¿Yo? ¿Por qué piensa que tengo más posibilidades?
—Usted estuvo más de una semana con el teniente Pablo Aguilar,
apuesto a que tiene un mejor perfil psicológico de los asesinos que yo.
Además, se la veía muy dispuesta a volver al caso hace unos minutos, así
que tendrá alguna corazonada o intuición, algún dato que quiera
compartir conmigo, ¿no?
—Pues empecemos entonces por dejar de decir sargento y teniente.
A partir de ahora seremos Luis y Oiana. Y creo que cuando lleguemos a
Ainhoa sabremos el siguiente paso. Algo me dice que no necesitaremos
llegar a Toulouse para estar dentro de la acción.
—¿Sabe algo del teniente Pablo Aguilar?
—¿Javier? Vaya, no me acostumbro al nombre de Pablo. No, no
tengo noticias suyas, me temo que sigue desaparecido junto al verdadero
Balmaseda. Aún no comprendo cómo el Estado ha logrado silenciar a la
prensa y que no informen sobre los dos oficiales que huyeron de la
comisaría en Alemania.
—Bueno, tiene mucho sentido, ¿imaginas cómo quedaría la imagen
de la Policía, y la del Ministerio del Interior, si se filtrase algo así? Al
menos, todo sucedió cuando ya nos habían trasladado al aeropuerto;
porque algo me dice que, de haber ocurrido aquella locura estando aún
con Javier y Pablo, nos encontraríamos ahora los cuatro en algún punto
de Francia y con el agua al cuello.
Ella le dedicó una sonrisa cómplice. Había olvidado ya, o quizá
comprendido, la mentira de Pablo, al que aún seguía viendo como un
ejemplo a seguir. La sonrisa se aplacó cuando pensó que no habría
posibilidades de volver a cruzar sus caminos, ni siquiera confiaba en
poder estar algún día frente al asesino que solo ella y Pablo conocían
como el fantasma. Lo único que tenía claro es que su instinto de policía
la dirigía hacia aquel camino aún sin saber los motivos, como si una
fuerza extraña, o incluso mística, tirase de ella hacia aquel lugar del
mismo modo que empujaba las nubes cada mañana para formar la niebla
sobre el valle.

El helicóptero militar que transportaba a Alfil, escoltado y vigilado en


todo momento por seis soldados, aterrizó en el aeropuerto de Toulouse
en medio de un fuerte temporal. El protocolo de aterrizaje de emergencia
se activó ante las posibilidades de un accidente, no había combustible
para volver a otro aeródromo ni para mantenerse más de unos pocos
minutos en el aire. Tras ese contratiempo llegó otro aún mayor. Ante la
tormenta, solo tenían dos opciones, esperar al día siguiente y ver si se
podría despegar en aquellas condiciones o usar un vehículo terrestre de
transporte de tropas para cruzar por carretera el Pirineo Navarro. Tras ver
la previsión nada halagüeña sobre la borrasca, decidieron terminar con su
misión lo antes posible.
Davina observaba con un pequeño telescopio terrestre desde el otro
lado de la alambrada del perímetro del aeropuerto. A sus pies había todo
un arsenal de armas y unas tenazas para abrirse paso al interior. Con su
mono de neopreno y teflón puesto, había visto aterrizar el helicóptero y
estaba expectante por ver cómo se producían los siguientes
acontecimientos, ya que sabía que no podrían despegar de nuevo y
debían tomar decisiones de última hora. Si algo había aprendido de sus
años como agente, es que un militar es muy efectivo cuando sigue un
plan detallado y estudiado, pero suele cometer errores cuando improvisa.
Las horas pasaban y el neopreno estaba dejando de ser eficaz, bajo la
intensa llovizna y el cruel viento que la azotaba en aquel llano, al tiempo
que su paciencia se agotaba. Estaba perdiendo el momento perfecto.
Tenía a Alfil más cerca que nunca y un plan al que había calculado un
cincuenta y dos por ciento de éxito, suficiente para intentarlo. Tomó las
tenazas y comenzó a cortar el alambre, el frío no afectó a su pulso, eso
ya lo había previsto, como en otras tantas operaciones, con un Diazepam
que había tomado minutos antes. Su puntería a media y corta distancia
sería letal.
Cuando estaba terminando su tarea, mientras estudiaba los
movimientos de la policía militar del aeropuerto, vio aproximarse un
camión. «¿Más soldados de escolta?», se preguntó. Pero era absurdo que
necesitasen tantos efectivos para llevar a un hombre esposado de pies y
manos y con una herida en el costado (los informativos no habían
especificado más sobre ese dato). Quizá se tratase de un destacamento de
apoyo en previsión de un posible rescate, era una posibilidad que había
contemplado, eso bajaría las opciones de éxito al cuarenta y cuatro por
ciento. Seguía siendo un riesgo asumible, teniendo en cuenta que no
podría hacer nada por él cuando estuviese en una cárcel española. Del
camión no bajó nadie, pero todos los ocupantes del helicóptero
comenzaron a trasladarse, incluyendo a Alfil y una docena de bolsas
oscuras que debían ser armas, munición y equipaje ligero. Davina dejó
escapar una sonrisa al ver el operativo, se había equivocado en sus
conjeturas, esto que veía era mejor, mucho mejor. Guardó las tenazas en
su mochila y volvió al coche a toda prisa, murmurando:
—Sesenta y siete por ciento, la cosa se pone interesante.

Moderadamente cerca de Davina, y también en el perímetro del


aeropuerto, dos sombras se ocultaban tras unos matorrales.
—¿Qué hubiéramos hecho si la chica hubiese entrado? No podíamos
haber intervenido en ese lugar, estaba lleno de militares que nos hubieran
disparado también a nosotros. ¡Joder, eso es una base militar!
—Lo sé, no me pongas más nervioso. Tengo el presentimiento de que
tendremos oportunidad de participar en esto. Solo hay que saber esperar
al momento exacto.
Javier y Pablo habían estado más de dos horas observando a Davina
desde unos cien metros de distancia. Los chubasqueros negros les habían
ocultado a sus ojos pero no lograron tanta eficacia con la densa lluvia,
continuarían el viaje empapados en el coche y con la calefacción a toda
potencia empañando los cristales. Apenas podían perseguir a la chica por
la casi nula visibilidad y por la velocidad que Davina imprimía a su
coche robado.
—Ya no la veo —dijo Javier, preocupado.
—No te alarmes, sé hacia dónde va.
Capítulo 25

El paso de la frontera por Dantxarinea estaba despejado en todos los


sentidos, no había tráfico y lucía un espléndido y limpio sol de primavera
sobre un cielo azul tan intenso como la aterradora temperatura bajo cero
que parecía morder la piel bajo el viento helado a esa altitud.
El camión militar que transportaba a Alfil llegó escoltado por dos
vehículos todoterreno a la hora prevista. La Policía Nacional les esperaba
desde hacía más de una hora para hacerse cargo del traslado en un furgón
blindado hasta el aeropuerto de Pamplona, donde harían la última parada
antes de tomar un avión con destino a Madrid. Habían elegido un terreno
amplio a las afueras de la localidad, con buena visibilidad en todas
direcciones para evitar cualquier intento de fuga o ataque externo para su
rescate.
Muy cerca de allí, Javier y Pablo tomaban un café con tostadas en el
Restaurante Venta Patxi, desde donde podían observar con claridad, al
igual que otros cientos de vecinos más, toda la operación gracias a sus
prismáticos. Aquel despliegue había provocado que casi todo el pueblo
estuviese allí, expectante, para curiosear y opinar sobre la eficacia
policial, lo malvados que son algunos delincuentes, lo que hubiera hecho
Franco o lo que se ahorrarían si fueran independientes y pudieran colocar
fronteras.
—¿Estás seguro de que no atacará ahora? —preguntaba Javier en voz
baja—. Entiendo que tengas hambre después de que no cenásemos
anoche, yo también me muero por probar bocado, pero podríamos
fastidiarlo todo si a esa chica se le ocurre montar una de las suyas
mientras tomamos un café.
—Relájate, hombre. De todos los momentos posibles para intentar el
rescate, este es el menos probable. Hace una hora podría haber atacado a
los militares franceses, dentro de una hora tendrá a tiro a los policías
españoles, pero en este instante tendría que enfrentarse a todos a la vez y
en una zona de máxima visibilidad en la que sería fácil verla aparecer.
Necesitaría un lanzacohetes para eliminar a todos los efectivos que se
despliegan por ese descampado, y mataría al chico con las explosiones.
Además, ni siquiera está en el pueblo, a no ser que haya cambiado de
coche y no lo creo.
—¿Cuándo crees que lo intentará?
—Recuerdo cuando recorrí este trayecto hace semanas pero en
sentido contrario. Se trata de una carretera complicada, llena de curvas
cerradas y con cortinas de altos árboles, barrancos, ese río tan oscuro,
montañas escarpadas con una densa vegetación…
—Sí, yo también lo recuerdo, iba tras de ti. Recuerdo que era un sitio
complicado y con un clima difícil.
—Eso es. El clima es perfecto. Aunque aquí está despejado, en
cuanto bajemos de las montañas nos meteremos de lleno en una intensa
niebla que favorecerá la emboscada, y con tantas curvas cerradas la chica
tendrá cientos de puntos donde preparar una trampa a la policía sin correr
los riesgos de un enfrentamiento directo.
—Oye, nunca había visto tostadas tan grandes como estas, parecen
raquetas de tenis. Estos del norte se cuidan bien.
—Ya te digo. Echo de menos una buena ración de pescaíto frito en
Casa Manolo, frente a la comisaría; o unas puntillitas y adobo en el
Mahareta de la Alameda de Hércules. Pero tengo que reconocer que en
el Norte también saben comer muy bien.

Eran las ocho de la mañana cuando el convoy formado por el furgón


blindado y dos coches patrulla partía hacia Pamplona con una escolta
extra, la de los dos extenientes, que se habían aprovisionado de
bocadillos y botellas de agua para el camino. Las vistas del valle, con
una nube baja que producía la característica densa niebla de la zona,
provocó un mohín de intranquilidad al conductor del furgón y una
maliciosa sonrisa a Pablo, que cada vez estaba más convencido de que
sería allí, bajo aquel infierno blanco provocado por el descanso de una
perezosa nube, en el que el sentido más desarrollado del ser humano
quedaba anulado, donde la chica trataría de rescatar a Alfil.
—La chica es muy inteligente. Lo peor para un policía es enfrentarte
a alguien así, no involucionado.
—¿Pero qué dices? ¿A qué viene eso?
Pablo ni le miró, pero continuó con sus pensamientos en voz alta.
—El ser humano lleva estas últimas décadas involucionando. Nos ha
tocado vivir en la era en que se ha producido el punto de inflexión del
razonamiento y la inteligencia humana.
—Creo que el frío te está sentando mal, necesitas volver a Sevilla
con urgencia.
—No te lo tomes a broma. ¿Sabes por qué el ser humano ha atrofiado
sus dedos meñiques y la capacidad prensil de los dedos de los pies?
Porque no los usa desde hace miles de generaciones. Por eso cada vez
tenemos menos vello en el cuerpo y la cabeza, porque disponemos de
ropa de abrigo y calefacción para evitar el frío. El ser humano aumentó
su inteligencia a fuerza de usarla, la necesitaba para prender fuego,
cultivar, buscar y cazar animales…, sobrevivir, a fin de cuentas; solo los
más inteligentes sobrevivían, selección natural pura y dura. Eliminando a
los menos aptos, cada generación superaba a la anterior, se adaptaba
mejor al medio, como diría Darwin. Ahora todo lo tienes en el
supermercado (incluso te lo llevan a casa), pulsas un botón y tienes
calefacción, giras un grifo y tienes agua. El ser humano ya no tiene que
usar su cerebro, así que este se va atrofiando. Observa a tu alrededor,
mira cómo se comporta el mundo. Compara a los adolescentes y los
estudiantes de hoy con los de hace sesenta años; sus gustos, aspiraciones,
deseos… La gente no ve programas culturales en la televisión, ya no
quiere cultivarse y crecer, solo quiere entretenerse y olvidar sus
problemas del día. Dentro de poco más de cien años seremos un animal
de nuevo, instintivo más que racional, volveremos a competir con el
resto de pobladores del planeta, si es que hemos dejado alguno con vida.
Javier le miraba preocupado, pero no dijo nada. Permaneció en
silencio durante unos incómodos minutos, hasta que Pablo volvió a
hablar:
—Comprueba las armas.
—¿Otra vez? Ya lo hicimos esta madrugada al salir.
—Hazlo de nuevo. En menos de una hora las estaremos usando.
Javier le miró y un escalofrío recorrió su espalda.

A unos kilómetros de distancia, sumida en una irreal, albina y fría


atmósfera que casi podía atraparse con las manos, y que se respiraba
como si se tratase de algodón de azúcar, se encontraba Davina colocando
los últimos explosivos en el margen de la carretera. Por suerte, se decía a
sí misma, había traído el disparador de radiofrecuencia, porque con esa
niebla los bluetooth no funcionan con tanta fiabilidad. Tocó madera para
que los tres kilos de C-4 Fueran suficientes para derribar desde tan lejos
el furgón blindado. Ya que no podía colocarlos bajo el asfalto de la
carretera, los había dispuesto en el arcén del margen del río y habría más
de cuatro metros de distancia hasta el pesado camión. Cualquier posible
resultado estaba estudiado y previsto. Si el furgón volcaba, premio; si
simplemente lo desestabilizaba, dispararía a los conductores con un rifle
de alto calibre antes de que pudiesen acelerar y salir del lugar; si no
ocurría nada o el disparador no funcionaba, dispararía a las ruedas y
luego a los conductores. Tras frenar y controlar el furgón, el resto de
policías de la escolta caería bajo el efecto sorpresa y el fuego de su
ametralladora; el furgón tendría los cristales blindados, pero los coches
patrulla de escolta no.
Llevaba dos horas sin ver pasar un coche por la zona, justo a
quinientos metros de Ordoqui en dirección Pamplona, en mitad de una
curva cerrada donde cualquier vehículo tendría que disminuir la ya de
por sí lenta velocidad provocada por la niebla, y con el río a tres metros
de la carretera en una pendiente mortal. Davina miró hacia arriba pero no
alcanzó a ver las copas de los árboles que parecían estar congelados con
aquel frío, no soplaba la más mínima brisa y solo se oía el constante y
vehemente avance del río. Entonces, cuando menos lo esperaba, apareció
un coche de entre la bruma. Primero oyó el sonido del motor diesel,
luego pudo ver la luz de los faros y por último el color rojo de la
carrocería. El coche patrulla de la Policía Foral encendió sus luces de
alerta y el molesto sonido de la sirena durante dos segundos, luego paró
al lado de la chica. Cualquier otra persona hubiese quedado paralizada
ante la sorpresa y el centelleo de luces acompañado del estruendo de la
sirena, Davina ni siquiera aumentó sus pulsaciones.
La ventanilla del conductor bajó mientras la chica se acercaba
despacio y con una sonrisa. Dentro del vehículo la esperaba un policía
que no parecía haberse fijado en el mono de neopreno y teflón, y que
respondió a esa sonrisa de la guapa chica con una mirada seductora y una
voz grave pero acogedora.
—¿Se encuentra usted bien? ¿Hace senderismo? ¿Ha tenido algún
accidente? Si lo desea, puedo ayud… —Mikel no terminó la frase, una
bala le atravesó la frente.
Tenía tiempo de sobra para ocultar el coche patrulla. Según sus
cálculos, quedaba más de media hora para que apareciese el convoy
policial, y esa era una medida muy optimista. Su sangre fría hizo que
obrase con rapidez sin inmutarse lo más mínimo ante aquel pequeño
contratiempo. Apartó el cuerpo sin vida del agente hacia el asiento del
copiloto, montó y encendió el motor para dirigir el coche despacio hacia
la pequeña ladera que caía hacia el río. Bajó todas las ventanillas y, justo
al comienzo de la pendiente, cuando el coche comenzaba a ganar
velocidad, saltó y rodó sobre el musgo y los helechos. El coche patrulla
siguió su camino y se sumergió rápido en la niebla hasta desaparecer a la
vista. Dos segundos después se oyó el chapoteo que indicaba que la
corriente del río lo había absorbido con furia; no lo encontrarían hasta el
verano, si es que bajaba lo suficiente el caudal del río.
Caminó despacio hacia el lugar donde tenía su primer grupo de
armas preparadas. Había dispuesto cuatro zonas, tras cuatro robustos
árboles que le servirían de parapeto y que no se distanciaban muchos
pasos entre ellos, lo suficiente como para despistar a los policías con los
que quizá tuviera que enfrentarse si no los eliminaba a todos en el asalto
inicial. Había pintado su mono de neopreno y teflón negro con un espray
de color gris muy claro, haciéndose invisible a pocos pasos de distancia.
Cuando lo tuvo todo preparado, se apartó de la carretera para evitar
nuevas sorpresas como la del coche patrulla.
La espera se haría larga y tensa, ya que la niebla podría retrasar el
convoy más tiempo del esperado, y eso la preocupaba, ya que cuando
permanecía inactiva siempre pensaba en Alfil, en los momentos vividos
junto a él desde que se conocieron en el camarote de su barco en Grecia.
Sabía de sobra que estaba cometiendo un suicidio al arriesgar la vida por
un chico que acabó asesinando a la ultima pareja que tuvo, una agente
como ella. Pero no podía huir, ni buscar trabajo de sicario ni hacer nada
que no fuese pensar en rescatarle. Algo la empujaba hacia esa misión sin
poder hacer nada por evitarlo. Si su final era seguir el mismo destino que
corrió Cristina, lo afrontaría con la fuerza y valentía con la que había
peleado toda su vida; y, después de todo, no tenía por qué repetirse la
historia. Confiaba en poder redimir al chico de sus instintos. Había
permanecido junto a él durante un mes y su relación había ido mejorando
cada día, desde la cordialidad hasta el respeto y desde el compañerismo
hasta una confianza mutua que ella nunca había tenido con otro hombre
en su vida. Si de algo le había servido vivir el infierno de Bucarest, era
para conocer a los hombres y sus instintos más primarios. Y calmarlos.

El rumor del Baztán quedó eclipsado por primera vez desde que
Davina llegó a aquel inhóspito paraje blanco, denso, húmedo y frío.
Varios motores potentes, pero a poca velocidad, se aproximaban
veinticuatro minutos después de su hora prevista inicialmente. El dedo
sobre el disparador esperaba la orden de su cerebro, aún quedaban unos
metros para llegar al lugar exacto de la carretera, como también
quedaban unos segundos para comprobar si su plan era perfecto y podría
rescatar a su compañero.
Tres… dos… uno…
Pablo y Javier perseguían al furgón y a sus dos coches patrulla desde
una distancia de diez metros, casi adivinando las luces rojas de posición
del último coche. Ya había pasado la hora vaticinada por el sevillano y
ambos se mostraban expectantes y nerviosos ante cada curva, como un
niño ante la explosión de un petardo que ha encendido hace ya
demasiado tiempo. Los minutos avanzaban lentamente, mientras su
coche engullía metros en aquel valle que parecía sacado del mal sueño de
un psicópata. La conversación entre ellos había cesado tres pueblos atrás
y las armas descansaban sobre sus regazos con ansias de ser usadas.
Pablo parecía calmado, parecía… pero su instinto le tenía tenso ante el
destino que saldría a su encuentro en pocos minutos.

¡¡¡Boooooom!!!

Del grupo de cuatro vehículos, tres pudieron frenar y detenerse tras la


explosión. Una nube de polvo y una posterior lluvia de piedras y barro se
sumó a la densa niebla mientras el furgón blindado que transportaba a
Alfil hacía un giro extraño sobre la calzada, volviéndose contra el lado
contrario, para terminar volcando hacia la ladera del río y caer pendiente
abajo. Eso no estaba previsto por Davina.
Un infierno de balas y muerte se originó en un espacio de menos de
quince metros tras la incertidumbre inicial, sin dar tiempo a nadie a
reaccionar. Rápida, efectiva y letal, Davina fue aniquilando, con un
disparo a la cabeza, a cada uno de los policías de los dos coches patrulla,
acabado con la amenaza primaria. Luego corrió ladera abajo, hacia el
furgón, y saltó sobre el costado que permanecía sobre el agua, tenía poco
tiempo antes de que se hundiese del todo en el río. Sacó de su mochila un
espray ultracorrosivo y lo roció dibujando un círculo de metro y medio
de diámetro sobre el metal blindado.
Antes de poder acceder al interior del furgón, un fuego cruzado se
originó en torno a ella. Aquello la sorprendió, ya que había controlado a
todos los efectivos policiales y sabía que había exterminado a los que
iban en los dos coches de escolta, y era imposible que otras unidades
hubiesen llegado tan rápido desde Pamplona en los escasos tres minutos
que habían transcurrido desde que hizo detonar los explosivos. Desde su
derecha, estaba siendo atacada por Pablo y Javier, y desde su izquierda,
por Luis y Oiana. Davina no contaba con esas dos parejas de efectivos
extra, que sin duda no eran militares, ya que disparaban con pequeñas
armas de nueve milímetros y eso era un punto a su favor, armas
automáticas como escopetas o ametralladoras habrían puesto en peligro
la misión y su integridad. Debía de tratarse de algún dispositivo policial
extra que se habría unido al convoy después de que ella le perdiese la
pista para adelantarse a preparar la trampa. Por suerte, la densa niebla la
protegería durante su labor de rescate. Y aunque las balas no paraban de
silbar a su alrededor, la puntería de quienes le disparaban dejaba mucho
que desear comparada con la suya propia, pero no se molestaría en
perder tiempo y gastar munición en acabar con ellos, ya que la niebla y
la distancia le impedirían poder eliminarlos con rapidez. A sus pies oyó
el crujido de la espuma al terminar de hacer su trabajo sobre el lateral del
furgón, dio una patada en el centro y se desmoronó como si se tratase de
pan tostado; luego arrojó una bombona de gas lacrimógeno al interior.
Menos de un minuto después ya oía toser a los policías, esperaría otro
minuto más a sabiendas de que Alfil aguantaría sin respirar eso y mucho
más. Entró de un salto al interior y observó cómo dos policías se
debatían en el suelo, tosiendo y malheridos por el accidente, otros dos
estarían en la cabina, aislados, pero otros dos más estaban alerta y con
escopetas de dos cañones del calibre doce esperándola para darle los
buenos días. Su entrada no pudo ser más efectiva, todo su aprendizaje
estaba presente en cada uno de sus movimientos. Disparó al primer
policía con escopeta que vio, saltó rápidamente sobre los dos que
permanecían en el suelo y mató al segundo policía justo después de que
este le disparase a ella, sin éxito. También mató a los dos heridos por
seguridad y caminó con cuidado hacia la ventanilla blindada que
separaba el interior del furgón con la cabina para ver si había actividad
allí. Demasiado oscuro.
Alfil permanecía con los ojos cerrados pero agradeció con un beso en
los labios a Davina el rescate en cuanto la sintió a su lado. Esta, en
silencio, abrió sus esposas y grilletes con la llave que encontró en el
bolsillo de uno de los agentes, le condujo hacia el agujero y le ayudó a
salir. Allí Alfil pudo abrir los ojos, aún llorosos, y recibió un arma
automática de la chica. También oyó un susurro en su oído: —ten
cuidado, hay jaleo— y comprendió en el acto lo que quería decir.
La puerta de la cabina del furgón se abrió cuando el vehículo casi se
había sumergido del todo, aunque los dos policías que la ocupaban no
tuvieron la oportunidad de salir y ponerse a salvo antes de ser abatidos.
Pablo y Javier se habían acercado algo más al furgón, al igual que
Luis y Oiana, todos ellos permanecían algo asustados ante la situación de
peligro en la que se había metido. Estaban fuera de servicio, queriendo
hacer lo correcto, pero también jugándose la vida por detener a dos
criminales de máxima peligrosidad. Los cadáveres de los policías que
veían en el interior de los coches y el olor a explosivo en el aire
atestiguaban el riesgo que estaban corriendo. Y se encontraban
completamente a ciegas. Tras el primer tiroteo, cada pareja consideró
que el resto de disparos que habían oído, dirigidos al furgón, eran de
fuego amigo, aunque no sabían de quién se trataba y no podían confiar
en delatar su posición; eso sería nefasto de cara a los asesinos y de los
propios policías que podrían dispararles al no saber si se trataba de una
trampa.
Alfil estaba a punto de saltar del furgón, antes de que se hundiera del
todo en el río, cuando sintió la tenaza de presión de la mano de Davina
en su brazo, tirando de él hacia atrás para lanzarle una mirada que bastó
para hacerle saber que, teniendo ella la coraza antibalas, él tendría que
salir unos segundos detrás, cuando ella hubiese atraído el fuego enemigo.
Por suerte, todo lo que lanzaron sobre ellos fueron disparos de pistolas
de nueve milímetros, demasiado débiles para el traje de Davina y con
una cadencia de disparo muy pobre como para acertarle desde la
distancia y entre la niebla mientras corría a esconderse tras un grueso
tronco de la ribera del río. Alfil llegó tres segundos después y parecía no
estar herido. Allí, haciendo caso omiso de los pocos disparos que
continuaban surcando el aire sobre sus cabezas, hicieron recuento de
munición.
—Cuatro cargadores serán pocos, dentro de unos minutos puede estar
todo esto lleno de policías —se lamentó Alfil.
—No seas tan pesimista, con esta niebla, una carretera nacional llena
de curvas y el tiempo de respuesta de la Policía Foral, serán más de
cuarenta minutos los que tarden en llegar los refuerzos; eso contando con
que la escolta haya tenido tiempo para notificar por radio el asalto, en
caso contrario será más de hora y media, justo cuando se percaten de que
el convoy no ha pasado por Elizondo. Y tengo más munición en los
siguientes tres árboles de mi derecha —dijo señalando con el dedo hacia
la niebla.
—Vaya, veo que lo tienes todo calculado.
—Tuve buenos maestros en la agencia y uno mucho más metódico y
perfeccionista luego.
—No me mires así o me harás enternecer…
—Siento no haber tenido dinero para traer otro traje de incursión
para ti.
—¿Cómo puedes sentir algo así? No te preocupes por mí, sabré
cuidarme y pronto estaremos lejos de esta zona.
Se dieron un beso en los labios y cada uno salió por un lateral del
árbol para responder al fuego con fuego. Vaciaron un cargador con cada
fusil ametrallador y luego aprovecharon el silencio que anunciaba que
sus enemigos se habían puesto a cubierto para dirigirse hacia el árbol
señalado por ella y recuperar más armas.
—¿Dónde tienes el coche?
—Me temo que ese el único punto débil del plan. Un agujero
necesario para lograr el objetivo.
—¿No tenemos vehículo de escape?
—Sí, pero está a quinientos metros río abajo, no podía dejarlo aquí
para no delatar mi posición cuando viniese el convoy.
—Ya entiendo, aunque con esta niebla te hubiese bastado con unos
diez metros.
—Joder, cuando llegué era de noche y no sabía la densidad que
tendría la niebla cuando tú llegases.
—Vale, no pasa nada. Pero tendremos que eliminar a esos que nos
disparan o no podremos llegar hasta el coche. O podemos eliminarles y
tomar uno de los vehículos de la escolta policial.
—Eso es una opción, aunque antes hay que eliminarlos, como ya has
dicho.
Alfil y Davina sacaron sendas ametralladoras y barrieron todo el
frente que se abría ante ellos en la dirección en la que habían recibido los
últimos disparos. El sonido de los cientos de balas al impactar contra el
suelo, piedras, troncos de árboles, o su simple silbido perdiéndose en la
distancia, fue ensordecedor y terrorífico. Con semejante demostración de
fuerza, si quedaba algún policía con vida se lo pensaría mucho antes de
tratar de cortarles el camino de huida hacia el coche. Pero se
equivocaron. En cuanto salieron del parapeto que suponía el tronco, se
vieron sorprendidos por disparos que les cerraban el paso. Antes habían
distinguido a dos grupos de dos tiradores desde una dirección más o
menos unificada, ahora percibían que uno de los grupos se había
desplazado al mismo tiempo que ellos y se había situado cortando el
paso hacia el coche y su fuga, mientras el otro permanecía impidiendo
que pudieran tomar uno de los coches patrulla. Se encontraban entre dos
fuegos que les tenían atados de pies y manos, y la visibilidad impedía
poder ver y disparar con efectividad a los policías que estuviesen al otro
lado. De nada servía su mayor potencia de fuego y puntería tras la densa
cortina blanca.
Pablo y Javier seguían pensando que los otros tiradores que se
enfrentaban a Alfil y a la chica eran policías que habían sobrevivido a la
escaramuza, el mismo pensamiento que embargaba a Oiana y Javier.
Jamás hubieran imaginado que tenían a sus amigos tan cerca. Podían
haberse identificado y asociarse para coordinar mejor el ataque y no
actuar de forma independiente, pero todos ellos estaban fuera de servicio
y en una misión para la que no estaban autorizados, así que no se
arriesgarían a recibir disparos de quienes no les creyesen.
El silencio sepulcral, solo roto por el rumor del Baztán, se
contaminaba con los estruendos que cada veinte o treinta segundos
provocaban las ráfagas de disparos que se cruzaban a ciegas, esperando
que las balas hicieran impacto en sus enemigos pero rezando para que las
de ellos no les hiriesen. Así estuvieron durante unos eternos minutos, en
los que ninguno se aventuraba a acercarse más a su contrincante ni salir
de la protección de los gruesos troncos de haya que cada uno había
elegido como parapeto. Ni siquiera el extremo frío y la humedad les
sacaban de su estado de concentración.
—No podemos dejar que se escapen —susurró Pablo—. Seguro que
tienen una vía de escape cerca y debemos impedirles llegar a ella.
—¿Cómo lo sabes?
—La chica ha debido llegar en un vehículo que tendrá escondido
cerca.
—¿Pero cómo vamos a retenerles con pistolas cuando ellos tienen
ametralladoras y escopetas?
—No lo sé, quizá si nos acercamos un poco más, hasta tener algo de
visibilidad…
—¿Estás loco? Esos tipos disparan mejor que nosotros.
—Pero no se lo esperarán. Podemos reptar por el suelo y disparar en
cuanto les tengamos a tiro. No nos queda otra, en cuestión de minutos
esto se llenará de policías que nos dispararán a nosotros como si también
fuésemos fugitivos. Que lo somos, por cierto.
—Cómo me jode que siempre tengas razón. —Javier se tiró al suelo
y se arrastró tras Pablo hacia el lugar desde donde oían los disparos de
los asesinos.
El musgo y la gravilla del arcén estaban empapados, pero antes que
eso, el asfalto fue aún peor, les frenaba y arañaba la piel y la ropa como
si fuese papel de lija. No podían emitir el más mínimo ruido, ni el de su
lento avance ni el de las quejas por el dolor de las heridas que se iban
produciendo en sus manos desnudas, ya que no podían usar guantes para
disparar, así que apretaban los dientes con fuerza cada vez que recibían
un corte o pinchazo nuevo en sus casi insensibilizados dedos. El fuego
cruzado entre los fugitivos y Luis y Oiana amortiguaba el sonido, pero
no se fiaban de quedar al descubierto ante dos asesinos que no
necesitaban más de una fracción de segundo para acabar con ellos.
Justo cuando el frío y la humedad calaba la ropa de Pablo y Javier, y
comenzaba a producirles unos temblores que no podían controlar,
avistaron una leve sombra agazapada detrás de un árbol. Aquella silueta
salía cada pocos segundos, como un reloj, para disparar ráfagas de tres o
cuatro balas con un fusil automático que no era el reglamentario de la
Policía, sin duda se trataba de Alfil o de la chica que le había rescatado.
Pablo no lo dudó un instante, tumbado aún boca abajo en el suelo y
aguantando la respiración, tomó su nueve milímetros con las dos manos
y apuntó con calma. Desde tan cerca no podía fallar; de hecho, fallar
supondría la muerte, no habría un segundo intento contra aquellos
asesinos.
El impacto en el abdomen de Davina no logró perforar la placa de
teflón a pesar de la corta distancia, pero impulsó su cuerpo hacia atrás y
cayó hacia la orilla del río. Alfil se giró y la vio desaparecer en la niebla.
Antes de ir tras ella, lanzó una ráfaga larga con su ametralladora hacia
donde estaban los policías que les cortaban el paso hasta el coche y otra
al suelo desde donde habían disparado a la chica. La munición se agotó y
arrojó el arma al suelo para sacar una pistola y cuatro cargadores de la
mochila que tenía a sus pies, lanzándose luego sobre la resbaladiza
hierba hacia donde había visto caer a su compañera.
El cese de los disparos hizo saber a los policías que los fugitivos
habían huido hacia el único punto que no tenían cubierto, el río; pero el
miedo a caer en una trampa les impidió moverse de su posición durante
casi un largo minuto. El silencio tras los estruendos fue tranquilizador al
principio pero agobiante al cabo de unos instantes, como si todos
supieran que el infierno vivido solo hubiera sido un pequeño adelanto de
lo que vendría, que la calma no significaba más que la pausa para tomar
aire antes de acometer el asalto final. Pablo volvió a oír con nitidez el
caudal del Baztán en su intento por devolverles a la normalidad y la
razón, pero nada más lejos de la realidad, aún no había logrado su
objetivo, debía continuar su persecución.
La humedad le comenzaba a calar los huesos como jamás antes la
había sufrido, le dolía una rozadura en su mano izquierda y, justo cuando
iba a pedir a Javier que se levantase para salir tras Alfil, oyó las voces
que iluminaron su mente.
—Han debido bajar al río para perderse entre el valle.
El suave timbre de voz de la chica le frenó en seco. Lo había oído
más que claro, y a menos de quince metros de él.
—¿Oiana?
—¿Pablo, eres tú?
—Es Oiana, Javi. No son policías de la escolta del furgón. —Pablo
se levantó y corrió a su encuentro.
Dos siluetas oscuras surgieron de entre la blanca niebla, precedidas
del sonido de unos pasos que se aproximaban despacio, hasta que se
detuvieron a escasos centímetros del sevillano. Ni Pablo ni Oiana sabían
cómo reaccionar en ese momento, si darse la mano, un abrazo… Una
vergüenza infantil les invadió y se limitaron a sonreírse con la mirada.
—Me alegra saber que estás bien, no sabíamos quién disparaba,
pensábamos que eran policías nacionales de la escolta o de refuerzos —
dijo Pablo.
—Nosotros pensábamos lo mismo, incluso temíamos que nos
disparaseis.
—Os habéis abierto mucho hacia el sur, un poco más y podríamos
haber caído en fuego cruzado.
—Teníamos que hacerlo —respondía Oiana—. Si esos dos
avanzaban hacia el pueblo, nos hubieran despistado; seguro que tienen
un coche cerca para su huida. Ahora que les hemos empujado hacia el río
estarán más desorientados.
—Vaya, por fin conozco al famoso Pablo —interrumpió Luis—. Me
han hablado tanto de ti. Soy Luis Irurzun, compañero de Oiana en la
Foral.
Oiana se sonrojó tanto al oír esas palabras que, a pesar de estar
calada hasta los huesos y muerta de frío, parecía que le fuesen a explotar
las mejillas. Luis lo notó en el acto y rompió aquel silencio incómodo.
—Me refiero a Javier, los días que estuvimos en Francia no dejó de
hablar de ti. Te tiene una alta admiración y estima. Por cierto, ¿sabes
algo de él?
—Claro, precisamente está aquí conmigo. —Miró hacia atrás pero no
encontró a nadie—. ¿Javi? ¿Qué haces? ¿Has vuelto al coche?
Nadie respondió a sus preguntas.
Pablo volvió sobre sus pasos hasta donde habían estado tumbados
minutos antes, que era donde le vio por última vez, y al llegar reconoció
el cuerpo que yacía tendido en el suelo sobre una mancha oscura y
viscosa que crecía despacio sobre el musgo y la grava. Se arrodilló
nervioso ante él y le tomó el pulso; tampoco era necesario, el enorme
agujero de bala que había entrado por su hombro derecho, recorriendo
todo su cuerpo hasta salir por la cadera izquierda, lo había matado en el
acto, destrozándole por dentro. Era el segundo compañero que esos dos
asesinos le arrebataban en un mes, ambos buenos policías.
Oiana y Luis se acercaron y ella apoyó su mano sobre el hombro de
Pablo, aunque eso no le reconfortó. Era la segunda vez que no podía
impedir brotar las lágrimas por un compañero y amigo caído que
reposaba en sus brazos y sobre un suelo húmedo y frío. Pensó que
aquella forma de morir sería fantástica para él mismo, pero no para verla
en alguien a quien apreciaba.
—Sé que puede sonar frío, y no quiero tampoco interrumpir tu
momento, pero esos dos nos llevan ventaja y debemos capturarles —dijo
Luis.
—No, nada de ventaja —añadió Oiana—, les hemos cortado el
camino hacia su coche el tiempo suficiente como para que no puedan
usarlo, ya que informamos a la central en cuanto estalló la bomba y los
refuerzos están al llegar. Deben huir por el río y buscar un vehículo
nuevo, pero no encontrarán otro en kilómetros a la redonda. Hemos
hecho que se corten las carreteras.
—Entonces no perdamos un segundo más —dijo Pablo con frialdad
—. Dejadme solo unos segundos junto a Javi y os alcanzaré antes de que
lleguéis a ellos.
No discutieron con él. Habían trabajado todos durante mucho tiempo
y habían desobedecido demasiadas órdenes para llegar hasta aquel punto,
y todo por impedir la fuga de los dos criminales. No iban a tirarlo todo
por la borda. Oiana y Luis dejaron a Pablo a solas con el cuerpo de Javier
y salieron tras la pista de los fugados.
El silencio y la soledad volvieron a embargarle, sintiendo el recuerdo
aún fresco del momento en Chueca con el cuerpo sin vida de Miguel
entre sus brazos.
—Esto es lo que pasa cuando se hacen las cosas correctas,
compañero —Pablo seguía arrodillado ante el cadáver—. Y lo que le
pasa a las buenas personas cuando se cruzan en el camino de criminales
como esos. ¡Maldita sea! No debiste acompañarme, como tampoco debió
hacerlo Miguel —una risa nerviosa e incontenida brotó de su boca—.
¿Te creerás que estoy pensando que soy gafe? Sí, a estas alturas ya debes
creerte cualquier cosa que te diga.
»Ya, ya sé que debería acompañarles y que hay prisa por atrapar a
esos dos cabrones, pero en un sitio como este no creo que tengan adonde
ir. Y no pude despedirme de Miguel por las prisas, así que esto se lo
debo a él también. Si le ves ahí arriba, o donde sea que hayáis ido, dale
un abrazo y dile que era mil veces mejor policía que yo, que me siento
muy orgulloso de que quisiera trabajar conmigo y muy culpable de…
bueno, eso no se lo digas, que ya lo sabe. Y recuerda que todo eso lo
pienso también sobre ti, aunque me dé un poco de vergüenza reconocerlo
al tenerte delante.
Pablo se levantó y sacudió el agua de su chubasquero con las manos,
sacó un pañuelo para sonarse los mocos y trató de contener las lágrimas
que llevaban un rato recorriendo sus mejillas.
—Tengo que dejarte, amigo. Siento hacerlo en estas condiciones pero
Oiana y Luis necesitan ayuda. Volveré para velarte, te lo prometo.
Se agachó y cogió el arma de Luis, comprobó la munición y la
guardó a su espalda. Se encaminó hacia el árbol donde habían
comenzado a sonar los disparos de nuevo, y tras contactar con los
forales, murmuró su plan de ataque.
—Si el teniente Irurzun no tiene inconveniente —dijo Oiana tras oír
su exposición—, y ya que los tres estamos fuera de servicio,
probablemente expulsados del cuerpo, creo que deberías dirigir la
operación de búsqueda, Pablo. Nosotros dos conocemos la zona al
detalle y seremos mejores rastreadores y guías.
Luis asintió mientras ambos seguían al sevillano.
—No hay sangre —murmuró Pablo mientras caminaban.
—¿Sangre?
—Le disparé desde menos de diez metros con una Glock y no hay
restos de sangre.
—Chaleco antibalas.
—Mejor que eso, cuentan con monos antibalas de última generación,
realizados en neopreno y con placas de teflón compacto por todo el
cuerpo, como una armadura medieval pero de menos de cuatro kilos. Al
menos la chica lleva uno, no sabemos si le ha traído otro a él.
Se arrodilló y hurgó en la mochila negra que Davina había dejado
allí.
—¿Y cómo vamos a conseguir abatirles? —preguntó Luis—. Con
esta niebla es difícil acertarles, mucho más si hay que hacerlo en la
cabeza.
—Usaremos esto —respondió Pablo mientras sacaba un rifle con
mira telescópica infrarroja—. Calibre cuarenta y dos con balas
perforantes. Es curioso que sean ellos los que nos hayan puesto en las
manos el arma con el que les mataremos.
Si algo podía apreciarse en las miradas de los tres era la convicción
de que se había acabado el juego de policías contra asesinos. Aquello se
había convertido en una caza humana, en un juego de supervivencia
extremo, en saber quiénes eran los mejores asesinos. Alfil y Davina
contaban con una mayor experiencia y habilidades, pero ellos eran tres, y
Oiana y Luis vivían a menos de cinco kilómetros de allí; habían nacido y
se habían criado en el valle, conocían cada árbol, piedra, sendero, refugio
de cazadores y pescadores, cada sonido del río cuando protestaba por
extraños en sus dominios, cada murmullo que emitiese el viento entre los
árboles.
Alfil y Davina estaban atrapados en un infierno del que no saldrían
con vida.
Capítulo 26

El vaho de sus respiraciones se fusionaba con el algodón blanco que les


rodeaba y el frío no desaparecía a pesar de las dos horas andando a paso
ligero por la orilla del río. Davina seguía dolida por el impacto de la bala
en su abdomen, que seguro le habría dejado un hematoma enorme;
aunque estaba viva y eso era lo único que importaba. No veía el
momento de llegar a algún sitio seguro donde poder quitarse aquella
armadura que tenía una placa rota a la altura de su estómago, rozando y
arañando su maltrecha piel a cada paso que daba. Alfil iba delante de ella
y solo podía estar seguro de no avanzar en círculos porque seguían la
linde del Baztán. Todos los árboles, hojas en el suelo, rocas, helechos y
líquenes, eran idénticos cuando se les observaba desde detrás de la
cortina de niebla. Avanzaban por un camino que parecía no tener fin, con
la dificultad de no ver lo que había dos metros más allá de sus ojos. El
sonido de sus pasos al correr, de sus respiraciones y del cauce del agua,
les impedían saber si tenían una emboscada ante sus ojos, por eso iban
con las armas en la mano y alerta para usarlas todo lo rápido que sus
reflejos y el cansancio se lo permitiesen.
—Necesito descansar —murmuró Davina mientras arrastraba los
pies y se quedaba atrás.
—¿Qué te pasa? ¿Estás herida? —preguntó Alfil al volver a por ella
y ayudarla a sentarse en el suelo.
—No, pero llevo días sin dormir y el abdomen me quema. No podré
continuar durante mucho más tiempo.
—Debemos intentarlo igualmente, nuestras vidas dependen de ello.
—No me importa que aparezca la policía de nuevo, con la niebla y
nuestra mejor puntería nos podremos defender.
—No hablo de disparos sino del frío y la humedad. Si no
encontramos un refugio seco y donde poder encender un fuego,
estaremos muertos en pocas horas. Y esta niebla es perfecta porque no
permitirá que se vea el humo ni que se huela salvo que estén demasiado
cerca. Aguanta unos minutos y luego cargaré contigo.
—Tienes una costilla rota, no puedes cargar peso.
—Eso déjalo de mi parte. Pesas como una almohada, no me costará
llevarte sobre el hombro. Además, mientras sigamos moviéndonos
retrasaremos la hipotermia.
Aproximadamente una hora y media más tarde, ya que Alfil no sabría
calcularlo al no llevar teléfono móvil ni reloj, encontraron una pequeña
cabaña de madera y piedra con la puerta abierta. Casi chocaron contra
ella cuando el peso de la chica ya se estaba haciendo excesivo. Alfil
portaba también una mochila con cuatro pistolas, una decena de
cargadores y una UCI de disparo semiautomático. El lugar no parecía
haberse ocupado durante meses. Había hojas secas por el suelo, un fuerte
olor a humedad y rastros de alimañas muertas; pero contaba con una
estufa de hierro forjado en el centro, justo ante un sofá que alguien debió
traer allí cuando compró otro mejor para su casa. El reloj de muñeca de
Davina, que permanecía inconsciente o dormida, marcaba las cuatro de
la tarde. Alfil hubiera jurado que era mucho más tarde. El ejercicio físico
en esas condiciones ambientales, cargar con peso y la oscuridad que la
niebla había adquirido, aparte del descenso de temperatura en la última
hora, le habían hecho creer que llevaba mucho más tiempo corriendo.
Tumbó a la chica sobre el sofá, con cuidado de que no se arañase con
los muelles que asomaban entre la sucia tela. Estaba empapada, igual que
él. Tomó todas las hojas del suelo y revistas que encontró y las metió en
la estufa, luego colocó encima varios trozos de madera que algún buen
samaritano había dejado allí. Comprendió que los cazadores y
pescadores de la zona tenían refugios como aquel para cuando una
tormenta o la noche les acorralaba antes de poder regresar a sus casas.
Esa buena previsión les había salvado la vida. Sin la estufa y la leña seca,
Davina habría muerto de hipotermia mientras él trataba de hacer fuego
con leña húmeda del exterior. Ni siquiera necesitó sacar las cerillas del
interior de la empuñadura del cuchillo de salvamento de Davina, había
dos cajas allí mismo al lado de la estufa.
«Es maravilloso disfrutar del mejor descubrimiento del hombre»,
pensó mientras se frotaba el cuerpo ante el fuego para tratar de recuperar
la temperatura y las fuerzas perdidas. Así permaneció durante unos
minutos, volviendo a sentir el calor corporal y el control absoluto sobre
sus extremidades antes de salir de la cabaña y comprobar que el humo se
fusionaba con la niebla en el acto, solo quedaba un rastro de olor que se
llevaba el viento en dirección contraria a la que esperaba a sus
perseguidores. Salvo que cambiase la dirección de viento, estarían a
salvo durante unas horas.
Volvió a entrar, arrimó el sofá al fuego y tomó a Davina entre sus
brazos; ella, aún sumergida en el sueño, trató con debilidad de golpearle
por la intromisión, gimió como una niña pequeña y volvió a relajarse.
Sumido en un silencio solo roto por el crepitar de las acogedoras llamas,
le quitó el mono de neopreno y teflón como si se tratase de una muñeca o
un maniquí dócil. Bajo la armadura no llevaba más que una braguita
negra, así que pudo ver con claridad, sobre su piel iluminada por el
fuego, el hematoma de su estómago, que era de gran tamaño pero no
parecía haber afectado a ninguna de sus costillas. Él se quitó la cazadora
y los pantalones de presidiario y los colocó frente al fuego para que se
secaran. Buscó mantas o algo que pudiera servir para arropar a la chica
pero no encontró nada por la cabaña. Acabó por tumbarse desnudo sobre
ella para que entrase más rápido en calor, y así estuvo durante casi dos
horas. Solo abandonaba el cuerpo de la chica para añadir más leña que
caldease la estancia. Para entonces ya se había secado la ropa y la había
colocado sobre ella a modo de mantas.
Una vez agotada toda la reserva de leña seca de la cabaña, tuvo que
salir al exterior a buscar ramas para evitar que la estufa se apagase. La
niebla ya solo se intuía por la densidad y humedad del aire al respirar; el
mundo se había sumido en una profunda oscuridad y ni siquiera podría
usar una linterna, ya que el haz de luz de la misma no iluminaría más de
unos centímetros ante él y, lo peor de todo, podría ponerse al descubierto
ante sus perseguidores. Caminaba despacio, desnudo y alerta ante
cualquier movimiento, sostenía una pistola en la mano derecha y llevaba
un gran tronco con el que se había tropezado en la izquierda.
Volviendo hacia la cabaña, si su orientación se lo permitía en la
oscuridad, pensó en cómo una vez más su vida dependía de una mujer o
estaba relacionada de algún modo directo con ella. Desde que conoció a
Clara, siendo aún un niño, las mujeres habían supuesto una guía hacia un
camino de rosas, pero cargando con las dolorosas espinas que lastraban
su avance. Y las había eliminado a todas sin parpadear. Todas las
mujeres que habían significado algo, que habían llegado a romper sus
barreras, que habían supuesto un freno en su camino hacia lograr sus
metas, habían acabado con un final trágico en sus manos; como el
enemigo en el despacho de su abuelo, ejecutado sin miramientos. No
podía permitirse fallos o debilidades en su destino. Davina había llenado
de luz y esperanza su vida, pero ya lo había vivido otras veces y sabía
que no era más que una cortina de humo, como la densa niebla y la
oscuridad de la tarde que le impedían en esos momentos huir del lugar.
Luego aparecerían, al igual que la claridad del amanecer, los peros a esa
relación inicialmente idílica.
Entró de nuevo en la cabaña, Davina seguía dormida a la luz de las
llamas, avivó las ascuas y añadió el tronco a la estufa. Preocupado por
saber cuándo despertaría o si lo haría antes de que llegase la policía, se
arrodilló ante el sofá y acarició sus aún húmedos cabellos. Vio aparecer
su suave y delgado cuello, repleto de vida, de intenciones, de ilusiones y
de sueños aún por conseguir. Un cuello que trajo consigo recuerdos del
pasado a Alfil, un pasado demasiado cercano en el que tomó decisiones
cuyas consecuencias estaba pagando. Buscó la arteria y sintió la vida
fluir bajo las yemas de sus dedos, pulsaciones que había sentido en
Cristina meses antes. «¡Dios, parece que hayan pasado años!», pensó. La
atmósfera parecía haberse enrarecido de repente, ahora sentía calor y una
mezcla de olores entre hojarasca ardiendo, pólvora y ese regusto amargo
que desprende la madera húmeda cuando comienza a secarse por su
cercanía al fuego.
Unos minutos después, la cabaña seguía sumida en la oscuridad,
salvo por el pequeño rincón que iluminaba la estufa de leña y que hacía
resplandecer a Davina y Alfil como si se tratase de una Piedad realizada
en el más pulido bronce. Él acunaba entre sus brazos el cuerpo agotado
de la chica, sintiendo el calor que comenzaba a emanar de su piel y
frenando una serie de deseos e impulsos de su propia mente que ya creía
olvidados; deseos que acarreaban soledad, silencio y muerte. Esos deseos
permitían salir al monstruo y él no quería volver a verle. Miró la estufa y
su mente se perdió entre los destellos dorados y los silbidos de la madera
húmeda al aumentar tan deprisa de temperatura.
El ritmo del crepitar de las llamas le trajo el recuerdo de su abuelo, y
de las largas sesiones jugando al ajedrez en la pequeña sala privada y
despacho que siempre le provocó escalofríos; ahora ya recordaba el por
qué. El sonido del disparo, aún amortiguado por el silenciador, le
provocó al niño un extraño pitido en el oído que tardó toda la noche en
marcharse. Aquellos años sometido a los ideales de su abuelo, forjaron
unos poderosos pilares en su mente, a modo de columnas férreas, que
imitaban la forma del ente original: su mentor. Pero él no era su abuelo,
no lo había sido nunca y menos aún lo sería en ese momento; como
tampoco volvería a ser el mismo de antes. El monstruo debía ser
enterrado como lo fue su abuelo (su creador) catorce años atrás.
Entonces no supo sacarlo de su interior, aún era un crío. Pero ahora lo
comprendía todo, expulsarlo definitivamente era otra prueba más, la
enésima, la última a la que le sometió su abuelo.
Y ya va siendo hora de superarla.
Si Davina se convertía en un obstáculo, la apartaría de su vida,
aunque eso no implicaba tener que matarla; ya no habría más muertes.
Estaba completamente decidido.
Se inclinó sobre la chica y percibió ese aroma neutro que la
caracterizaba, ese olor a nada pero que, al mismo tiempo, olía a
esperanza, a sueños, a superación, a supervivencia y a deseos de libertad.
Besó su cuello con dulzura, sintiendo el néctar ácido de su piel entre los
labios, y luego más intensamente, hasta que ella despertó.
—¿Qué haces? ¿No has dormido? —susurró Davina.
—Alguien debe vigilar. Yo estoy bien, eres tú la que necesita reposo
y sueño. Duerme unas horas más.
—No, no quiero dormir, he tenido una pesadilla.
—¿Quieres contármela?
—No es de esas que se puedan cumplir en el futuro. Se trata de algo
que aún queda dentro y que pertenece a ese pasado rancio que todos
arrastramos.
Alfil la acunó entre sus brazos con cuidado y la besó en la frente.
—El pasado siempre hiede a rancio, a remordimientos y a promesas
falladas a uno mismo.
—Sin duda.
—Cuéntame lo que has soñado, no tenemos nada mejor que hacer
hasta que hayamos repuesto fuerzas.
Ella miró a su alrededor, sin comprender muy bien dónde se
encontraba, pero no hizo preguntas. Se fiaba de Alfil y, además, aún
parecía esforzarse por salir por completo de la pesadilla.
—He soñado con el frío de las noches en Istria y con el hambre con
el que nos íbamos mis hermanos y yo a la cama. He soñado con lo
hermosas que eran esas sensaciones comparadas con las que sentí luego
en el burdel de Bucarest. Solo que era aún más pequeña; en el sueño
tendría unos seis años y lloraba al ver como los estorninos emigraban
cada otoño sin alejarme de aquel infierno. He soñado con todas las veces
que traté de acabar con mi vida al no comprender el sentido que tenía
existir bajo aquellas condiciones, de terminar aquel sufrimiento de la
manera más cobarde pero rápida y efectiva. Tengo mucho frío ahora. —
Un escalofrío hizo que su cuerpo se convulsionase, cerró los ojos y dos
lágrimas recorrieron sus mejillas, brillando como el ámbar a la luz de las
llamas.
—Pero no lo hiciste —susurró Alfil.
—No… no lo hice. En mi sueño aparecías tú, y dabas sentido a
soportar todo aquello. —Su voz casi fluía entre sueños.
—El frío se irá —susurró Alfil, apretando su cuerpo contra el de ella
— y pasaremos el resto de nuestras vidas en alguna isla del Caribe,
echando de menos el invierno y agradeciendo el haber soportado todo
aquello.
Ella sonrió sin ganas, intuía (sabía) que semejante destino utópico
estaba demasiado lejos. No se daba a sí misma un diez por ciento de
probabilidad de éxito.
—Duerme, no nos encontrarán aquí —insistió él—. La niebla dará
paso a la noche y estamos a más de seis kilómetros del lugar en el que
me salvaste. No llegarán aquí hasta mañana, y para entonces ya nos
habremos ido.
—Ahora tengo demasiado miedo como para dormir de nuevo. No
quiero tener otra pesadilla. Cuéntame algo, algo diferente. No quiero
saber nada más de tu abuelo ni de Clara. Cuéntame lo que deseas hacer
cuando salgamos de aquí. Miénteme y dime que saldremos de esta, y que
viviremos felices durante el resto de nuestras vidas sobre arena fina y
blanca, y bañándonos en un agua tan transparente como los sueños de un
niño feliz. Necesito una historia que me haga recuperar la ilusión por
seguir adelante.
—Claro que saldremos de esta y seguiremos adelante. Te lo prometo.
En unas horas, cuando hayamos descansado y nos vistamos con ropa
seca, saldremos para despistarles y no nos encontrarán nunca más.
—Aún nos quedó Schäfer por liquidar. Nos perseguirá toda la vida.
—Entonces tenemos un objetivo por cumplir, no podemos rendirnos
aún.
—Pero no me has contado la historia.
—¿No? ¿Qué historia?
—Esa en la que somos felices. Miénteme, por favor.
—Nunca te he mentido —la voz de Alfil parecía quebrarse y sus ojos
se volvieron vidriosos—. Tengo preparada una casa preciosa en una isla
de República Dominicana, allí viviremos durante años frente al mar y
disfrutaremos de las puestas de sol y de la llegada de los estorninos en
otoño. Les daremos la bienvenida cada año y les despediremos cada
primavera.
—Qué malo eres mintiendo. Los estorninos no llegan al Caribe.
—¿Cómo que no? Si es necesario, compraré mil docenas y haré que
aniden alrededor de la casa. Hasta que te canses de sus graznidos y de
que caguen sobre tu jardín mientras tomas el sol.
—Ja, ja, ja, eso sí estoy segura de que serías capaz de hacerlo.
—No hables, descansa. —La besó de nuevo en la frente y ella cerró
los ojos. Sonreía—. Compraré un velero mucho mayor que el Deseos y
pasaremos meses navegando por la costa de Sudamérica. Nos haremos
viejos y gruñones mientras aborrecemos el sabor de la langosta a la
plancha.
—No creas, tengo mucha resistencia ante la comida sabrosa.
—Créeme, se aborrece si la comes demasiado a menudo. Pero haré
que nos traigan jamón serrano desde España.
—Y paella.
—Y paella, y tortilla de patatas, y que nos preparen sushi cada
domingo. Comeremos todos los manjares que desees. Lo que no podré
evitar es que acabes harta de mí.
—Yo nunca me cansaría de ti —Davina permanecía con los ojos
cerrados y temblaba al abrazar a Alfil. Tenía fiebre y podría empeorar—.
Hazme el amor, necesito sentirte dentro de mí.
—Descansa un rato o no podrás aguantar el ritmo. No pienses en eso
ahora, tenemos toda la vida para hacerlo.
—De eso me cansaré mucho después que de los manjares que tienes
previstos.
—Eso ya lo veremos —susurró él.
Davina quedó dormida de nuevo.
Alfil ya no acariciaba su cuello, sino las marcas en las muñecas que
habían dejado los cristales rotos en su niñez, las pruebas de sus intentos
de fuga de un mundo que no le había ofrecido las mejores cartas de la
partida. Las marcas en las muñecas le recordaron las que portaba Clara,
aunque no podrían ser más diferentes, las de Davina mostraban un dibujo
de desesperación y angustia que rayaba en la locura. ¿Qué vida tan cruel
y miserable le había tocado vivir a una niña tan pequeña?
Esos pensamientos le abandonaron cuando el sonido de pisadas en el
exterior, indetectables con el crepitar de la estufa salvo para un crápula
nocturno como él, activaron todos sus sentidos y alertas. Aquello no le
inquietó tanto como comprobar que sus perseguidores habían aparecido
mucho antes de lo esperado. Davina no se despertó, y era extraño que su
experimentado sexto sentido no la alertase. Alfil pensó que debía tener
mucha fiebre o estar bajo un estado de cansancio y sueño extremo.
Necesitaba vestirse con rapidez pero en completo silencio, tomar varias
armas y salir de la cabaña con cuidado.
Era su momento, le tocaba a él cuidar de ella, debía devolverle el
esfuerzo y el favor de haberle rescatado de un destino de dos décadas en
la cárcel. Salvarle la vida y sacarla de allí para ponerla a salvo eran sus
prioridades. Davina no solo le había salvado del furgón, también le
estaba sacando al monstruo que llevaba dentro, al que había creado y
alimentado su abuelo (y luego él mismo). Davina era un ejemplo a
seguir, había pasado el mayor infierno posible en su infancia, pero había
logrado expulsar a los demonios de su interior, y aún más, estaba
eliminando los que él portaba.
Dejó con suavidad su cuerpo dormido frente a la estufa, echó dos
trozos de madera al fuego y se colocó la cazadora y los pantalones.
Comprobó que sus armas estaban cargadas y cogió cuatro cargadores
extra para salir muy despacio por la puerta de la cabaña.
La oscuridad de la noche lo había inundado todo y aún quedaba
aquella densa niebla. Sería el instinto y los sentidos los que decantarían
la contienda. Y cuando se trataba de instintos, de ponerse a prueba, de
jugar una partida a muerte, Alfil era letal. Se lo debía a ella, la protegería
hasta el final; le había prometido llevarla al paraíso con que soñaba
desde su infancia y no la defraudaría.
Capítulo 27

El frío y la humedad se habían multiplicado de igual modo que había


disminuido la luz entre la niebla. Tan solo quedaba una bruma tenebrosa
que podía respirarse y tocarse; y se hubiera podido oír si no fuese porque
ya sabía Alfil que aquel murmullo lo provocaba el oscuro y traicionero
río, avanzando con fuerza a solo un metro de distancia de sus pies. Un
mal paso provocaría un chapuzón letal en aguas heladas que lo
arrastrarían cientos de metros antes de poder aferrarte a una rama o roca
de la orilla.
Salió con sigilo pero cerró la puerta de la cabaña con rapidez a su
espalda para que el resplandor de la estufa no se pudiera ver desde fuera.
Caminó despacio y guiado por su oído, que le indicaba la presencia de
tres personas acercándose por su derecha. Cuando el sonido de las
pisadas fue mayor, se echó al suelo y comenzó a reptar para acercarse
más sin ser detectado. Sentía que se encontraba a unos quince metros de
distancia aunque no podía más que oír sus pisadas y sentir sus
respiraciones, era un cálculo aproximado, es posible que fueran menos
metros. Se había alejado unos diez o doce pasos de la cabaña y era poca
distancia para proteger a Davina del fuego cruzado que se originaría en
cuestión de segundos. Eso le hizo sentirse contrariado.
Estando en el suelo no podría ser descubierto por visores térmicos, en
caso de que los tres que había detectado fuesen militares y llevasen ese
tipo de material, ya que había enfriado su cuerpo en contacto con el frío
y húmedo suelo.
Esa sensación, incómoda para cualquiera, no era más que un
incentivo para que sus instintos se intensificasen, para que su
entrenamiento mental y físico pudiera alcanzar todo su potencial. Se
sentía como un animal salvaje en ese entorno, un animal a punto de
abalanzarse sobre tres presas indefensas. Lo único que le preocupaba era
el leve temblor que había aparecido en sus manos como consecuencia del
descenso de temperatura desde el interior de la cabaña hasta el húmedo
suelo, y eso mermaría su puntería para disparar, sin embargo, a una
distancia tan corta no era tan preocupante.
En solo unos minutos sus visitantes estarían encima de él y
comprobaría si su estrategia era acertada o no.
Capítulo 28

Media hora antes:


—¿Estás segura de eso? —susurró Luis Irurzun.
—Completamente —respondió Oiana.
—Pero llevamos horas sin ver nada, y yo ni recuerdo esa borda.
—Confía en mí, aún quedan unos metros.
Los tres policías seguían el rastro dejado por las pisadas de Alfil
mientras este cargaba con Davina sobre sus hombros. Tanto Oiana como
Luis podían ver las huellas con claridad ante sus propios pasos. Pablo les
seguía en silencio, pero llevaba demasiadas horas caminando y el frío,
junto a la humedad y las ropas mojadas, habían hecho mella en sus
fuerzas.
—Debimos traer comida, aunque fuesen unas barritas energéticas —
susurró Luis.
—No sabíamos lo que nos íbamos a encontrar ni dónde nos íbamos a
tener que meter.
—Si estamos tan cerca como decís —interrumpió Pablo—, pronto
podremos cenar en el restaurante que elijáis, o en el infierno.
Los dos navarros se volvieron para mirar al sevillano.
—Lo sé, ha sonado lúgubre, de mal agüero, cenizo o como se diga en
esta tierra, pero es la verdad. También tengo hambre, sed, frío y mil
cosas más que prefiero guardarme, pero esos dos son letales y expertos
en desaparecer cuando cientos de agentes les persiguen. Si tenemos
alguna oportunidad de atraparles, es precisamente aquí. Vengaremos la
muerte de mucha gente, sacaremos a dos asesinos de las calles y
recuperaremos nuestras vidas, así que seguid, seguid mis fieles perros
rastreadores.
De nuevo Oiana y Luis se giraron para mirarle, aunque esta vez fue
para reír a carcajadas, o al menos intentarlo, ya que el hambre, el frío y el
cansancio se les había aferrado con tal fuerza al estómago, que sentían
un pesado bloque macizo de hielo en su lugar. Continuaron con el
rastreo. Mientras los asesinos fueran caminando y huyendo, seguirían en
desventaja, habían dejado de tener el control y era la mejor oportunidad
para acabar con ellos de una vez. Los tres policías aguantarían lo que
hiciese falta antes de perder su posición privilegiada. Si esa pareja era
capaz de sobrevivir y avanzar con ese clima y en esas condiciones
físicas, ellos, que habían nacido allí (salvo Pablo), podrían hacerlo a
mayor velocidad aún.
—Esa… borda, o como llaméis a la cabaña o refugio, no debe de
andar ya muy lejos, ¿verdad? —preguntó el sevillano.
—No. La usan mi padre y sus compañeros desde hace años. Las
bordas son cabañas muy típicas de esta zona y se diseminan por todo el
valle. Nos dirigimos a una que restauraron hace unos cinco años y es la
única que se encuentra a este lado del río en varios kilómetros a la
redonda.
—Espero que no te equivoques con la dirección.
—Ya te dije que avanzarían hacia el sur, nunca de vuelta a Francia, y
la prueba de mi acierto está en las huellas frescas que seguimos. Y sigo
sin entender cómo ese tipo, con una costilla rota según las noticias
alemanas, puede caminar tan deprisa con las armas y el cuerpo de la
chica en brazos.
—Es un hueso duro.
—Sin duda —murmuró la sargento—. Y si quieren pasar la noche o
entrar en calor, ya no hay puentes que crucen el río en varios kilómetros,
aprovecharán la borda de auxilio, que seguro tiene estufa o chimenea con
provisión de leña. La peña de cazadores y pescadores de mi padre la
limpian y la abastecen cada mes o dos meses para los rezagados que se
ven atrapados por la noche; no es muy cómoda pero es suficiente para
recuperar el calor y las fuerzas durante unas horas antes de reemprender
la marcha o refugiarte durante una tormenta. Ahora mismo debemos
estar a… —Oiana observó con cuidado, acariciando con su mano
derecha, la corteza de un gran olmo y pensó durante unos segundos—…
menos de cien metros.
—Entonces, más os vale sacar las armas y no hacer el más mínimo
ruido al caminar —susurró Pablo.
—Silencio. —Oiana se detuvo—. ¿Lo oléis?
—Una fogata cerca —respondió Luis.
—Están ahí delante, mucho más cerca de lo calculado. Extremad las
precauciones, ya visteis lo que le hicieron a Luis, a los policías del
furgón y a la escolta del traslado. —Pablo se colocó delante con una
pistola en cada mano e hizo una señal militar con la derecha para que sus
compañeros entendiesen que debían rodear la cabaña cuando la tuviesen
delante.
Luis se escoró hacia la derecha y, antes de que Oiana se separase de
Pablo, este se acercó para susurrar a su oído.
—Siento haberte mentido. Sé que no es el momento de hablar de esto
pero…
—No, no es el momento, nos pueden disparar de un momento a otro.
—Por eso quería decirte que…
—Los refuerzos.
—¿Cómo?
—Digo que ya sé que los refuerzos de la policía deben de andar por
la zona, no demasiado lejos de aquí. Como estamos fuera de servicio,
tenemos que darnos prisa o podrían abatirnos en la oscuridad. ¿Era eso lo
que querías decirme?
—Sí, claro. Debemos darnos prisa. —Pablo se mordió la lengua y
tragó las ganas de sincerar sus sentimientos hacia Oiana. Tendría que
esperar a terminar la operación. En el fondo se alegraba, ya que casi no
podía ver sus grandes ojos azules salvo teniéndola pegada a su nariz, y le
apetecía declararse a la cara y en un entorno menos hostil que aquel.
Claro que también se asustaba tras la muerte de Javier, no quería que la
chica, Luís o él mismo terminasen del mismo modo que su amigo.
Caminaba muy despacio para no hacer el más mínimo ruido, tratando
de no perder el rumbo en la oscuridad, solo tenían el murmullo del río y
el olor de la chimenea para orientarse, los pasos de sus acompañantes
habían desaparecido a la vez que sus siluetas al alejarse. Pablo por fin
tuvo ante sus ojos, o casi, la pequeña cabaña de madera que los
lugareños llamaban borda, y que para él no era más que una gran caja
negra en un macabro universo denso y gris oscuro; un refugio bien
pensado para evitar la muerte por congelación e hipotermia de los
cazadores y pescadores a los que se les pasaba la hora de volver a casa;
pero un refugio también, por el olor que emanaba en ese momento, para
asesinos que habían matado a innumerables policías y a otros inocentes
en los últimos años por toda Europa. Allí estaban el fantasma y su amiga
asesina, motivación suficiente para Pablo como para arrojarse de cabeza
contra sus puertas. Debía vengar la muerte de Miguel, de Luis y de todos
los que habían caído entre sus manos, incluyendo las inocentes chicas
que había estrangulado en España, pero se contuvo por no arruinar la
operación.
Avanzar cada metro costaba una eternidad. El miedo a perder a Oiana
como había perdido a sus anteriores compañeros le hacía ir más despacio
de lo que debía. La chica se desesperaba por el lento avance pero
cumplía las órdenes de quien ella misma había nombrado jefe de la
misión. Entonces fue cuando Pablo comprendió que Luis habría llegado
al otro extremo de la borda y que podría estar en peligro. Se había
olvidado por completo del teniente que les acompañaba y que podría
perder la vida por no cumplir el plan a rajatabla.
—Agáchate —susurró a la sargento. Luego se tumbó en el suelo sin
hacer ruido y reptó hacia la cabaña.
—Te cubro —se limitó a murmurar ella antes de tumbarse sobre la
grava y apuntar con su arma hacia donde se dirigía él.
Nueve interminable minutos transcurrieron desde que se lanzaron al
suelo hasta que se oyó el primer disparo, que curiosamente no vino del
interior de la borda, sino de unos metros más allá de la puerta. Habían
sido descuidados y acabarían pagándolo muy caro. El estruendo de
muerte regresó a sus oídos como si no hubiesen pasado esas horas de
larga caminata, acompañado del mismo miedo y adrenalina que
entonces. Había aún menos visibilidad y el frío era inhumano, pero
ninguno de ellos invertiría un segundo de tiempo en quejarse o pensar en
otra cosa que no fuese acertar con sus disparos.
Para apuntar, ya que solo podían guiarse por el sonido, trataban de
adivinar la posición en la que se hallaba cada uno de ellos. Toda la zona
se llenó de silbidos de balas perdidas que podrían ser letales si alguno de
ellos no se mantenía a cubierto. Pablo había acordado que se fuesen
moviendo hasta tratar de rodearles, pero Oiana le sacó de su error.
Siendo solo tres policías, se podían disparar entre ellos en un fuego
cruzado. Así que se limitaron a separarse unos siete u ocho metros entre
sí. El miedo a morir se multiplicó al sentir las ráfagas de una
ametralladora desde una pequeña ventana de la cabaña. Toda la
oscuridad se llenó de destellos de terror que barrían la niebla a pocos
centímetros sobre sus cabezas. Pablo sintió que eran ellos los rodeados y
sorprendidos, en lugar de los cazadores que iban a tomar la iniciativa del
ataque, aquel cambio de roles no le transmitió mucha confianza ni
esperanza. Las balas pasaban demasiado cerca de sus cabezas y eso les
obligó a moverse para evitar ser alcanzados. Oiana era la que estaba más
cerca de la borda, así que descargó todo un cargador en la ventana, lo
que les dio tregua a los tres para ponerse a cubierto en lugares diferentes
y así sorprender a sus enemigos.
Davina estaba tumbada en el suelo, comprobando el número de balas
que quedaban en el cargador de su ametralladora mientras la pared y la
ventana eran atravesadas por una decena de proyectiles.
Tras un cruce de disparos indiscriminados y una última ráfaga de
ametralladora, se hizo el silencio. Parecía que todos habían aprovechado
para cargar munición, moverse o descansar de la tensión. Todos menos
Oiana, que alzó la voz para pedir un alto el fuego.
—¿Alfil? Eres Alfil, ¿verdad? ¿Es ese tu nombre?
Nadie respondió.
—Tu amiga y tú estáis acorralados —continuó—, sin comida y con
un frío y humedad que acabará con vosotros si no lo hacemos nosotros
antes. Pronto os habréis quedado sin munición y no sabéis salir de aquí.
El silencio fue de nuevo la respuesta. Pablo entendía lo que ella
pretendía: si se entregaban, no habría más muertes. Era una apuesta
inteligente, aunque después de haber perdido a Javier, deseaba más que
nunca poder matar al asesino.
—Seguro que pensáis en seguir bordeando el río hasta encontrar un
puente o un pueblo, pero esa salida también la hemos cubierto, igual que
os impedimos hace horas el acceso a vuestro coche. Conocemos esta
zona incluso con los ojos cerrados, no saldréis de aquí con vida, salvo
que arrojéis las armas y os entreguéis.
Silencio.
—Lo más cercano a vuestra espalda es Elbete y luego Elizondo, y
desde allí salieron hace dos horas varias docenas de policías con perros
barriendo la zona. Estáis acorralados y lo sabéis. Seguir con esta locura
solo acabará con más muertos.
Justo en ese momento, casi sin poder terminar la frase, una ráfaga de
munición sobrevoló sus cabezas al tiempo que Davina abandonaba la
cabaña y corría hacia Alfil. Los tres policías respondieron con metralla.
La supuesta negociación había terminado y reanudaban el cruce de
disparos.
—Dentro de la cabaña estabas a salvo, no debiste salir —susurró
Alfil cuando la frenó con su propio cuerpo.
—Me quedaba sin munición.
—¿Cómo me has encontrado tan rápido entre la oscuridad?
—Tu olor es inconfundible, lo encontraría a kilómetros.
—¡Vaya! No sé si sentirme halagado u ofendido. Llevo dos días sin
ducharme.
Davina rio mientras comenzaba a registrarle los bolsillos en busca de
más cargadores.
—Yo estoy frito también —dijo Alfil cuando adivinó sus intenciones
—, este juego de disparar al aire no nos interesa, aquí ellos tienen
ventaja. Con más munición y siendo más que nosotros, acabarán por
darnos muerte si no buscamos otra alternativa. Y el tiempo corre en
nuestra contra, pronto la zona se llenará de policías.
—¿Tienes algo pensado?
—Tengo dos opciones, pero ninguna parece agradable ni infalible.
—Ya serán mejores que seguir aquí esperando a que nos maten o que
nos rodeen más policías que lleguen desde el pueblo.
—Podemos usar la maniobra que siguieron ellos para dispararte,
echarnos al suelo hasta estar tan cerca que podamos acertarles con
precisión.
—Pero si dejan de oír nuestros disparos, sabrán que nos hemos
movido y ellos mismos cambiarán sus posiciones.
—Tendría que quedarse uno aquí, disparando a más de metro y
medio de altura para no acertar a quien vaya arrastrándose.
—Iré yo.
—¿Por qué? Eso lo echaremos a suerte.
—Yo llevo el mono antibalas y mi cuerpo es mucho más pequeño;
soy un blanco más difícil de acertar y también disparo mejor que tú.
—Aún no has oído la segunda opción. Podemos lanzarnos al río y
cruzar al otro lado, o dejarnos llevar por la corriente unos kilómetros
hasta que hayamos dejado atrás el cerco policial y luego entrar en alguna
casa del primer pueblo que encontremos.
—Tú no llevas neopreno, y ni siquiera yo misma estoy segura de
poder sobrevivir durante tanto tiempo a la temperatura que llevará el
agua del río; además, lo más seguro es que haya rocas y troncos bajo el
agua con los que nos golpearíamos en la oscuridad. No creo que ese
suicidio sea una opción válida.
No había terminado de hablar cuando, sin que Alfil pudiese
impedírselo, Davina se lanzó al suelo y comenzó a reptar en dirección a
los tres policías. Oía tras de sí cómo el chico disparaba cada pocos
segundos, y por la forma de economizar las balas, debía estar
quedándose sin munición. El ejercicio y la tensión del momento la
hicieron entrar en calor, pero el suelo estaba tan mojado y frío que lo
sentía como si fuese una afilada y cruel lima de hielo. Al menos, el sueño
que había logrado conciliar en la cabaña y el calor de la estufa habían
cargado sus energías, y el Diazepam que tomó en cuanto oyó las
primeras balas estaba empezando a surtir efecto, se sentía fuerte y
relajada. Tardó solo dos minutos en estar lo suficientemente cerca como
para poder acertar con precisión, contenía la respiración para no delatar
lo más mínimo su posición. Sabía que estaría al descubierto en cuanto
disparase la primera bala, así que debía acertar y permanecer pegada al
suelo para evitar que los demás policías la viesen. Cogió su pistola con la
mano derecha y apoyó la culata sobre la palma de la izquierda, notó un
leve temblor en el pulso pero desapareció en menos de un segundo, y
estaba demasiado cerca como para fallar. Ante ella, en lo que sería el
noroeste o las diez en punto si estuviese en el centro de la esfera de un
reloj, oía los disparos con claridad y veía la pequeña llama que algunas
veces escupía el arma, iluminando la niebla y creando una pequeña
sombra negra que delataba la silueta tumbada de quien estaría muerto en
menos de un segundo.
Respiró hondo y despacio una última vez antes de volver a contener
su respiración y convertirse en una inmóvil y letal estatua. Y…
El disparo, por la cercanía desde la que se había oído, cogió a los tres
policías por sorpresa. Un silencio sepulcral lo invadió todo. Davina
esperó un eterno segundo y comenzó a arrastrarse de vuelta hacia donde
estaba Alfil, aunque su objetivo principal era distanciarse unos pocos
metros para salir de la zona comprometida en la que ahora le dispararían.
—¿Luis? ¿Oiana? —gritó Pablo.
—Estoy bien —respondió Luis.
Y luego el silencio.
—¿Oiana? ¡Responde! ¿Estás herida?
Silencio de nuevo.
El corazón estaba a punto de explotarle en el pecho, se sentía aterido
pero la adrenalina fluyó como nunca antes en su vida, ocultando a sus
sentidos todo lo que le rodeaba salvo el temblor que sacudía sus manos y
la sensación de no poder controlar el llanto que empezaba a fluir. Se
levantó de un salto y corrió hacia donde estaba la sargento, sin
importarle que le pudieran disparar. Daba pasos torpes en círculo y en la
oscuridad más absoluta. No lograba encontrarla. No respondía y no oía
nada a su alrededor, eso era muy mala señal. Corrió de nuevo por la
zona, no pararía hasta localizarla. Sus pensamientos sonaban tan fuerte
en su cabeza como sentía el pulso en el cuello, parecía que iba a estallar.
«Es imposible…, debería estar aquí…, hace un rato estaba aquí».
«No, nada…, solo musgo y helechos».
«Que no esté muerta, por favor, que no esté muerta».
«Tal vez aquí…».
«Oí su voz por última vez por esta zona… Nada».
«Dios mío, que siga viva… ¿Dónde estás, por Dios?».
«Por favor…, que solo esté inconsciente y no…».
«Que no esté muerta, por favor, que no esté muerta».
«¿Oiana? Di algo, por lo que más quieras… di algo…».
«No debe de andar lejos, quizá más a mi derecha…».
«Nada, solo un estúpido árbol con el que he tropezado ya tres veces».
«Te encontraré, aunque sea lo último que haga…, te lo prometo».
«Que no esté muerta, por favor, que no esté muerta».
«A ver por este otro lado…».
Pablo tropezó y cayó al suelo; estaba seguro de haber pisado algo
blando, se giró y notó el cuerpo inmóvil a su lado.
«No, no, no, no, no, no, por favor, no, no… a mí, llévame a mí, pero
a ella no. No, no, no…».
Sintió el frío veneno del pánico inyectarse con furia en sus venas,
logrando ralentizar tanto sus pensamientos como el movimiento de sus
articulaciones. Encontró a tientas la cara de la chica y la acarició con un
temblor de manos que no podía controlar; notó que estaba muy fría y
completamente empapada, también notaba en las yemas de sus dedos los
pequeños arañazos y trozos de hojas que tenía la chica por todo el rostro.
Lo que más le dolía era no poder verla a pesar de tenerla a escasos
centímetros. Aparte de haberla metido en aquel infierno que había
acabado con su vida.
Entonces lloró. No pudo hacer otra cosa.
Acunó su cuerpo con cuidado, tomando su cabeza y acariciando su
pelo y cara. Tenía entre sus brazos el producto final de sus errores, el
cuerpo sin vida de quien lo había significado todo para él durante
aquellos días, de quién más le importaba. Una risa nerviosa brotó de su
mandíbula mientras sentía el calor de las lágrimas recorriendo su cara.
Volvía a tener a un compañero muerto en sus brazos y bajo el frío y el
agua, aquello se había convertido en una maldición. No, no era una
maldición, era un infierno que le castigaba por sus pecados, «¿qué
pecados? Yo nunca he hecho daño a nadie. No merezco este castigo»,
pensaba entre convulsiones de su cuerpo.
—No, tú no. Por favor…, tú no… Teníamos tantas cosas pendientes,
me quedaba tanto por decirte y confesarte… —susurraba en un hilo de
voz mientras acariciaba su cara—. No puede ser que te vayas tan pronto
y de esta forma.
»Siento no haber sido sincero y decirte quién era en realidad. Ya sé
que es tarde para eso, pero necesitaba decírtelo, necesitaba confesarlo. —
Pablo no podía controlar el llanto ni el temblor—. Cuando una persona te
importa de verdad, solo piensas en ser sincero con ella, pero a medida
que fuiste siendo importante para mí, a medida que fuiste acaparando lo
que antes solo era trabajo y soledad, la verdad se antojaba cada vez más
difícil y distante; me alejaba de ti cada día que pasábamos juntos, como
si un puente de mentiras creciese metros y más metros entre nosotros a
medida que me iba enamorando de ti.
»¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tú y no yo? No es justo. ¡Dios, no es
justo!
La rabia comenzaba a apoderarse de él, notaba la furia creciendo en
su estómago y canalizándose hacia sus manos. Necesitaba sacarlo todo
de dentro.
—Joder, qué hijos de puta. Esto no puede estar pasando. —Y gritó,
gritó hasta donde le llegó la voz.
Davina, que aún iba a mitad de camino hacia el árbol donde se
parapetaba Alfil, se giró y alzó la voz.
—¡Ahora somos nosotros los que os ofrecemos una salida a esta
situación! ¡Ya somos dos contra dos y pronto estaremos en ventaja!
¡Soltad las armas y marchaos, no tiene por qué morir nadie más!
Pablo gritó como si desease expulsar un demonio que se hubiese
aferrado a su alma para disfrutar y alimentarse de su dolor. Mal asunto
para el demonio y para Davina, no era momento de molestar a quien
cargaba con ese pesar y furia en su interior. Luego volvió al cuerpo de
Oiana, que seguía acunando, la besó en los labios y le susurró al oído.
—No temas, no estarás mucho tiempo sola, no tendrás que esperarme
mucho.
Se levantó del suelo, tiró el cargador de la pistola para meter otro
lleno y comenzó a caminar mientras disparaba sin parar al suelo, por la
zona en la que sabía que estaría la asesina que le había arrebatado todo lo
que amaba.
Davina sintió las balas impactar a escasos centímetros de su cuerpo.
El policía disparaba sin cesar y acabaría acertándola tarde o temprano.
Solo le quedaba una salida y lo apostó todo a su suerte. Se levantó de un
salto, usando toda la energía que le quedaba y, mientras gritaba: «¡Alfil,
no dispares, soy yo!», corrió con todas sus fuerzas hacia el árbol. El
sonido de sus pisadas la delató y Pablo siguió disparando hasta quedarse
sin munición, luego sacó el rifle que llevaba a su espalda y agotó las
cinco balas del cargador.
Davina llegó hasta Alfil y se desplomó sobre él, venía exhausta y él
impidió que cayese al suelo. También la ayudó a sentarse con cuidado,
recostando su espalda sobre el tronco del árbol. Alfil sentía que no solo
la había recibido a ella, notaba un incómodo cambio en su situación, en
sus sentidos. Se llevó la mano derecha a su hombro izquierdo y percibió
que el dolor provenía de un disparo que le había atravesado el hombro.
Quien fuese que había vaciado el cargador de su pistola, había acertado
en él de forma accidental. Por suerte, la bala había entrado y salido sin
dañar el hueso, pero perdería mucha sangre si no cerraba la herida
pronto. La otra mano se la llevó a la cara, algo ardía en su piel y sus ojos,
y tenía un desagradable y familiar sabor metálico. Lo comprendió
enseguida. La chica le había escupido una gran cantidad de sangre al
llegar a él. Estaba herida. Durante un instante permaneció allí de pie,
aturdido por mil pensamientos, tratando de mirar fijamente en la
oscuridad, como lo haría alguien que sabe que se encuentra en un sueño
pero no logra despertarse.
Y por fin reaccionó.
—¿Qué ha pasado? ¿Te han disparado?
—Ese sonido —musitó ella con un hilo de voz gutural—, ese sonido
era el del rifle, tienen mi rifle. El mono no ha podido frenarlo, creo que
me ha dado en el hígado.
Alfil tocó su abdomen y notó que estaba muy caliente. El agua que
empapaba su coraza, que lo empapaba todo, había dejado paso a la
sangre que abandonaba su cuerpo demasiado deprisa. La situación no
podía complicarse más.
O sí.
A su espalda, comenzó a oír los ladridos de los ansiosos perros
policías que habían llegado desde el pueblo siguiendo la orilla del río.
Estaban completamente acorralados y Davina estaba malherida,
posiblemente le quedasen solo unos minutos de vida.
«No, esto no puede estar pasando. Davina es perra vieja, sobrevivirá
a esto con la fuerza con que lo ha hecho a cosas mucho peores».
—Ni se te ocurra hacer lo que estás pensando —susurró.
—¿Cómo dices?
—No te entregues.
—Es la única salida que tienes, quizás llegues al hospital y te puedan
salvar.
—No sería una salvación si tengo que pasar el resto de mi vida en
una cárcel y no poder verte en veinte años.
—No pienses en eso, ahora lo más importante es sobrevivir. Debimos
entregarnos hace un rato, cuando esa policía nos lo sugirió.
«No, no puede acabar todo aquí, aún debe de haber una salida.
Encontrarás una solución como lo haces siempre. Eres un superviviente,
ambos lo somos, nuestra historia no puede terminar aquí. Al menos, tú
puedes salvarte aún».
—No —respondía ella—. Debimos saltar al río; pero aún estamos a
tiempo, aún estás a tiempo. Salva tu vida, salta al río. Eres fuerte y
podrás aguantar varios minutos. Yo seguiré aquí disparando para tenerles
entretenidos, cuando sepan que no estás, ya habrás llegado a algún
pueblo donde habrás podido secarte y conseguir ropa y un coche.
—No te dejaré aquí.
—No digas tonterías. Se nos agota el tiempo, Alfil, debes marcharte.
Maldita suerte la mía, pensé que este paraje y la niebla serían una trampa
mortal para ellos y ha acabado siéndolo para nosotros.
«No, pequeña, no pienses en eso. Podremos salir de esta. Confía en
mí. Eres fuerte y necesitas recuperar la confianza en tus posibilidades».
—Yo no lo habría hecho mejor, no te mortifiques. Me has rescatado
arriesgando tu vida y eso es lo que importa.
—Te he rescatado para hacer que te maten o te vuelvan a encarcelar a
las pocas horas. Si lo hubieras planificado tú, iríamos ahora en un avión
hacia el Caribe.
Las pisadas de los policías se oían tan cerca que en menos de un
minuto ya les tendrían a dos metros de distancia, y los perros ladraban
con furia al saber que sus presas estaban a pocos metros de sus colmillos.
Alfil besó a la chica y la abrazó con cuidado, ella le sonrió y acarició su
cara.
—No tienes otra salida, vete.
—No sin ti. Nunca sin ti.
—No puedo cargar con tu muerte.
—No digas tonterías, nadie va a morir.
—No me hagas esto. Sería un ancla en tu huida.
—No sé si me has escuchado durante todo este tiempo, pero ya te he
dicho que pesas como una almohada.
No. No hubo más conversación, Alfil la levantó en brazos y entró en
el helado río, despacio para no hacer ruido. Cuando el agua llegaba a su
cadera, y la chica tapó su boca para evitar la exclamación, se dejó llevar
por una corriente que avanzaba deprisa, tanto que sintió los pasos de los
policías y los ladridos de los perros alejarse a su espalda hasta
desaparecer en pocos segundos. Millones de cuchillos afilados se
clavaban en cada milímetro de su cuerpo (y lo estarían haciendo con más
saña en el de ella). El agua estaba tan fría que olvidó por completo que
tenía piernas, debían de estar chocando contra las rocas del fondo aunque
él no sentía dolor alguno. En el acto comprendió que si permanecía allí
más de un minuto, morirían los dos.
La oscuridad era tan intensa que parpadeaba cada cierto tiempo para
saber si tenía los ojos abiertos o cerrados. Llegó a ser tal, que dudaba si
seguía vivo o había entrado en algún infierno en el que fuese ciego y
tuviese que vivir eternamente con ese frío, sin sentir las extremidades y
arrastrando por aquel cruel río el cuerpo moribundo de Davina sobre sus
brazos.
Sujetándola a ella con una mano, trató de nadar hacia la orilla
contraria usando el otro brazo como remo. Tardó mucho en lograrlo y
poder aferrarse a unas ramas que sobresalían del agua. Allí notó que ella
gemía de dolor. La chica estaba en las últimas.
«No, no me dejes, aún nos queda mucho, no te marches. No sabría
qué hacer si me dejas solo».
La tumbó en la orilla y la besó, estaba aún más fría que él mismo.
Pensó que había muerto, pero oyó de nuevo su voz.
—No te veo, ¿dónde estás?
—La niebla no deja pasar la luz de la luna ni de las estrellas, yo
tampoco veo nada.
—Te he oído quejarte al bracear en el agua. ¿Estás herido?
—Solo es un rasguño en el hombro.
—No te quejarías por un rasguño. Deberías dejarme aquí, tienes que
buscar un refugio donde curarte, secarte y entrar en calor. El pueblo debe
de estar muy cerca.
—Lo conseguiremos juntos.
—A mí ya no me queda nada, noto el frío y cómo me entra un sueño
que no puedo controlar.
«No, por favor, no sigas a mi lado, déjame aquí. Déjame morir y
sigue tu camino. Cumple nuestro sueño y recuérdame cuando veas
estorninos y cuando disfrutes de una playa en el Caribe. Déjame, por
favor, déjame morir y sálvate».
—Dormirás en una cama caliente muy pronto. Solo faltan unos
metros. Confía en mí, debemos continuar.
—No, no me muevas, prefiero que me hables. Cuéntame las cosas
que haremos en el Caribe, dime cómo son las playas, cuéntame otra vez
los manjares que comeremos y cómo haremos el amor a todas horas.
Miénteme y dime cosas bonitas. Este frío me recuerda las noches en
Istria, sin calefacción, sin mantas, sin comida… Quiero un último
recuerdo agradable y no el de aquellos días. No dejes que el frío de Istria
me lleve.
—No lo permitiré.
—No dejes que me lleven a la casa de chicas.
—Nadie te llevará a ningún sitio.
El temblor de su cuerpo y el sonido de su voz presagiaban lo
inevitable.
—Esta noche soñé que volvía a Istria, pero tú venías conmigo y no
me soltabas de la mano, era feliz y volvía a ser Andreea de nuevo.
Reíamos, el tiempo no pasaba y el destino me devolvía lo que era mío.
—¿Andreea?
—Es mi nombre… Davina me lo pusieron en la casa de chicas. No
dejes que vuelva a ser Davina… Tú has traído a Andreea de vuelta,
gracias por todo, gracias por…
Silencio.
Silencio, frío y muerte. Eso es todo lo que quedó entre los brazos de
Alfil. No recordaba cuándo había llorado por última vez, pero estaba
seguro que pocas veces en su vida lo había hecho para honrar a alguien a
quien debía tanto. Davina, Andreea, se marchó para siempre, llevándose
consigo al monstruo y los miedos. Había llegado a su vida para
redimirle, para cargar con sus pecados, para sacrificarse y traer al
pequeño Alfil que era feliz junto a sus padres al mismo tiempo que él
había sacado a la pequeña Andreea de la cárcel que el burdel de su
infancia edificó en su mente.
Silencio, frío y muerte. Eso es todo lo que le quedaba en ese instante.
Casi no sentía las piernas, dudaba de si podría caminar, no tenía fuerzas
y tampoco ganas para seguir huyendo. Permaneció abrazado a la chica y
llorando por un futuro que ya no tendría.
Silencio, frío y muerte.
Capítulo 29

Una decena de focos con generadores de gasolina trataban de iluminar la


zona exterior de la borda donde se había efectuado el tiroteo, aunque
cada punto de luz no lograba emitir más que un tétrico espectro en forma
de esfera de humo blanco, como una gigantesca bola de niebla que a
duras penas servía para poder orientar a los policías. En aquel perímetro
se encontraban varias dotaciones, tanto del Cuerpo Nacional como del
Foral, cuatro ambulancias con técnicos sanitarios, médicos y un forense
que, tras hacer su trabajo, esperaba al juez de instrucción para el
levantamiento de los cadáveres de los dos policías y así regresar a su
casa.
Dentro de una de las ambulancias estaba Luis Irurzun, envuelto en
innumerables capas de mantas térmicas que no lograban quitarle el frío
de los huesos ni el temblor de la mandíbula. Frente a él había dos
oficiales tomándole declaración. No sabía si hablar sobre Pablo, aunque
los de balística, que recogían casquillos, y los de la científica, que
analizaban todo el suelo, descubrirían pronto que había un cuarto tirador
en el grupo. Luis pensaba que el sevillano había salido en busca de los
asesinos cuando estos se arrojaron al río. Esa era la única lógica
aplicable a la desaparición de los tres; ya que, tras el último tiroteo,
apareció una docena de policías donde debían estar Alfil y la chica, y no
pudieron esfumarse por arte de magia.
Al menos Luis salvó su vida de milagro, ya que la dotación policial
arremetió contra él con una lluvia de balas infernal, suerte que
permanecía tumbado. Tuvo que gritar sin parar su nombre hasta que unos
compañeros de la Foral reconocieron su voz y dieron el alto el fuego.
Hacía cuarenta minutos que todo un dispositivo de rastreo, incluidos
perros y lanchas motoras con buzos, analizaba cada metro del cauce del
Baztán. No pararían hasta encontrar a los dos fugados, aunque sabían
que al menos uno de ellos no llegaría muy lejos por la sangre que había
perdido en la base del árbol donde dejaron las armas. Informaron por
radio en ese momento (y Luis pudo oírlo) que habían encontrado al
teniente sevillano que buscaban.
—Estaba con nosotros, él fue el que acorraló a los asesinos —dijo
Luis a los compañeros que llevaban el caso.
—No nos dijiste eso antes.
—No lo preguntasteis. Pablo está perseguido por los crímenes de
Chueca, pero él no lo hizo, si no permaneció allí para recibir a las
patrullas no fue para huir, sino para no perder la pista de los asesinos.
—Eso lo tendrá que demostrar él.
—Sin Pablo no nos hubiéramos acercado. Tratadlo bien, es un
excelente policía.
—Espera… —El oficial le interrumpió cuando la comunicación por
radio informó que el teniente Aguilar se encontraba junto al cadáver de
una mujer joven. Aparentemente se trataba de la mujer de los noticiarios
alemanes.
—¿Solo un cuerpo? —preguntó Luis al oírlo.
El oficial repitió la pregunta por radio. Desde el otro lado la
respuesta fue clara y todos pudieron oírla. Solo estaba el cuerpo de la
chica; y, aunque había huellas en la zona que se adentraban de nuevo en
el río, no aparecía ninguna que saliese del cauce en más de cien metros
de distancia río abajo.

La cara de Pablo estaba completamente desencajada, y no era por el


frío que había sufrido al arrojarse al agua, a la desesperada, tras los dos
asesinos. Un halo de tristeza e impotencia lo rodeaba y se fundía con el
mutismo que le acompañaba desde que había aparecido tras la
persecución. En ese momento se encontraba en una sala de la comisaría
de Elizondo, se había duchado y puesto ropa seca, pero sus ojos aún
estaban inmersos en aquel infierno de humedad y barro, de frío y niebla.
Luis no se separó de él, especialmente cuando aparecieron llorando los
padres y la hermana de Oiana para reconocer el cadáver.
La comisaría es grande y suele parecer vacía casi siempre, como
mucho son cuatro o cinco los policías que suelen coincidir allí a diario,
pero aquella noche albergaba a más de cuarenta, algunos con equipos
informáticos portátiles y otros llevando un sinfín de cajas y mochilas que
contenían equipos autónomos de iluminación y soporte técnico para
operaciones a gran escala. Luis nunca había sentido tanto calor en aquel
lugar, tantos ordenadores y personas de un sitio para otro provocaban un
incómodo bullicio que le recordaba la tensión vivida bajo el estruendo de
los disparos unas horas antes. Aún sentía espasmos incontrolados cuando
recordaba el olor a sangre, el barro en la cara, el frío en los huesos, las
balas silbando sobre su cabeza, el rumor imperturbable del río.
No le importó que los oficiales y el comisario venidos desde
Pamplona tomasen el mando y control de unas instalaciones que él
dirigía desde hacía años. Lo que menos le apetecía en esos momentos era
estar organizando aquel circo y tener que pelear con los de la nacional,
que habían traído una orden ministerial autorizándoles a dirigir el
operativo (y asegurarse de que las medallas caerían de su lado luego).
—¿Adónde vas? —preguntó a Pablo cuando vio que este se
levantaba de la silla.
—Quisiera hablar con los padres y la hermana de Oiana.
—¿Estás loco? ¿En tu estado? Eres capaz de decirles que su muerte
fue culpa tuya.
—Y lo fue.
—Me importa un carajo lo que pienses. Ella era mayor de edad, y
una buena policía que sabía lo que hacía y dónde se metía; y aparte de
eso, ¿crees que esas dos personas necesitan oír eso ahora? ¿Qué bien les
hará? Ya sabes que el mayor (o el único) consuelo de los familiares de un
policía caído en acto de servicio es pensar en él o ella como un héroe que
se ha sacrificado por su trabajo. No necesitan que les fastidien esos
pensamientos con declaraciones de culpabilidad. Así que no me jodas y
siéntate. Ya tendrás tiempo de disculparte o hacer lo que te salga de los
cojones.
Pablo seguía en ese estado velado, como un zombi que no supiese
dónde se encontraba. Luis iba a traerle otro café, pero en lugar de eso le
pidió que se fuese a dormir, o, al menos, tratase de tumbarse a descansar.
—¿Descansar? No descansaré hasta que vea a ese hijo de puta
muerto.
—Encontrarán su cuerpo en unas horas, el río no deja heridos, se
lleva por delante a todo lo que cae en él en las noches de invierno.
—No, ese cabrón es mucho más duro de lo que pudieras imaginar,
saldrá de esta, ya lo verás. Cuando encontré el cadáver de la asesina en la
orilla del río, sola, pude comprobar que nada puede detener o matar a ese
tipo.
—Ningún ser humano sobreviviría a algo así, y menos aún herido y
sin comida, y desorientado en la oscuridad de una zona que desconoce.
Pablo no contestó, un brillo en sus ojos mostraba la fe ciega en sus
pensamientos. El fantasma no moriría en una situación así.
—No puede morir, es un fantasma, nunca podremos acabar con él —
musitó en lo que parecía un murmulló para sí mismo.
—Debes descansar, ya no sabes lo que dices. Me preocupas. Por
favor, hazlo por mí, vete a descansar.
—Ella me lo dijo, el cadáver de esa asesina me lo dijo cuando le
pregunté por Alfil. «No está muerto». —Y la voz de Pablo se apagó.
Ninguno de los dos se movió de allí en toda la noche, lo hicieron
para saber si se había encontrado el cuerpo de Alfil y también para velar
y guardar respeto por los dos amigos y policías caídos. El amanecer los
descubrió en la misma silla y con las miradas perdidas a través de los
ventanales, observando la bruma que levantaba de nuevo el río.
El cadáver no había aparecido.
Capítulo 30

El televisor del bar-restaurante Casa Manolo, frente a la Comisaría


Central-1 de Sevilla, mostraba el informativo de la tarde. La
presentadora comenzaba con la noticia de la decisión policial de detener
la búsqueda del cuerpo del asesino de Chueca, como apodaban a Alfil.
Las autoridades le daban por fallecido y sumergido en algún punto del
río entre las localidades navarras de Elizondo y Arraioz; quizá apareciese
flotando tarde o temprano, pero no podían invertir más recursos en la
tarea. Allí sentados y completamente ajenos a la noticia, dos policías de
uniforme almorzaban cuando uno de ellos golpeó con el codo en las
costillas al otro, haciéndole protestar por haber hecho que se manchase la
camisa. A través de la ventana pudieron ver al teniente Pablo Aguilar
entrando en la Comisaría. Era su primer día de trabajo tras haber
quedado libre y sin cargos por el caso de Chueca y haber sido readmitido
en su puesto de la brigada de homicidios, con una medalla al valor por el
enfrentamiento en Navarra incluida. Casi todos los policías de la
comisaría estaban esperando para verle y ellos dos se perderían el
momento del recibimiento por estar comiendo. Parecía que el teniente
hubiese elegido esa hora para evitar mirar a la cara a sus antiguos
compañeros, y a los amigos de Miguel Carabías.
Al entrar por la puerta, Pablo percibió el olor característico del que
consideraba su hogar; al parecer, seguían usando el mismo ambientador
y el mismo detergente para fregar. Fue una sensación extraña, ya que no
hacía mucho más de un mes que se había marchado pero se sentía como
si volviese tras años de exilio.
Los presentes en la comisaría se giraron para mirarle y se hizo un
silencio más que incómodo, aunque eso no le afectó, estaba
completamente decidido en todo cuanto concernía a su futuro. Se
encaminó hacia su despacho, entró y cerró la puerta. Dentro le esperaba
el comisario.
—Llevo horas esperándote, espero que no te moleste que me haya
sentado en tu silla.
—Es toda suya, puede quedársela.
—Veo que sigues empeñado en dejarlo. ¿No hay nada que pueda
hacer para que cambies de idea? Lo que sea…
—Ya no tengo motivaciones, nada me impulsa a seguir viniendo a
trabajar.
—Piensa en el dinero, lo necesitas para vivir.
—Trabajaré en cualquier otra cosa. No necesito mucho y ya tengo
bastantes ahorros.
—Piensa en las familias de las víctimas, ellas necesitan a un policía
como tú para atrapar a los asesinos de sus seres queridos.
—Hay muchos policías aquí, y más aún en la academia, ellos harán
mi trabajo.
—Entiendo. Veo que no hay forma de convencerte. Podrías hacerlo
por mí, haría cualquier cosa por retenerte, eres el mejor policía que he
conocido. —Una mirada bastó para que el comisario comprendiese que
había perdido todas sus opciones—. Al menos, espero que vuelvas
alguna vez a visitarnos, aún tienes amigos aquí.
Pablo no respondió, ni siquiera mantuvo la mirada con el que había
sido su superior. Permaneció observando al resto de policías que
trabajaban al otro lado del cristal, las persianas venecianas no estaban
giradas y podía ver a través de ellas cómo cuchicheaban lanzando
miradas furtivas hacia su despacho. No echaría de menos aquel lugar, es
lo que tenía más claro en ese momento. El comisario se marchó y él
comenzó a meter algunos recuerdos personales en la mochila que había
traído a la espalda. Cuando hubo terminado, abrió la puerta del despacho
y se giró para observarlo por última vez. Se despedía de él cuando:
—¡Oh, dios mío! Teniente, qué susto me has dado. —Era Mayte, la
recepcionista, estaba a su espalda justo cuando se giró para salir.
—Lo siento, Mayte, no era mi intención.
—No sabía si te quedarías mucho tiempo hoy, así que te he traído un
sobre que un repartidor acaba de dejar para ti.
—Gracias Mayte.
La mujer sonrió y volvió a su puesto de trabajo. Pablo abrió el sobre,
que no tenía remite, y observó el interior. Sintió el vello de su nuca
erizarse y un temblor frío recorrió su espalda. Una parte de su mente
viajó de nuevo hacia la niebla del Baztán, incluso creyó oír aquel
infierno de disparos a su alrededor. Salió corriendo como alma que lleva
el diablo y, como ya no tenía su arma, cogió una de la cintura de un
policía de uniforme, varios agentes le siguieron al comprobar su
reacción. Salió a la calle con el arma en la mano, asustando a algunos
viandantes que paseaban, miró en todas direcciones y no pudo ver nada
más que paisanos y turistas, ninguno se parecía a quien buscaba. Entró
de nuevo en la comisaría y fue a la recepción, ignorando las preguntas de
los alterados agentes que continuaban a su lado.
—¿Quién lo ha dejado? ¿Le has visto? —Estaba muy alterado, con la
mirada completamente ida.
—¿Cómo dices? ¿Me estás asustando?
Pablo aún llevaba la pistola en la mano. Al ser consciente de ello y
del susto que provocaba en la mujer, la devolvió a uno de los agentes a
su espalda.
—El tipo que ha traído este sobre, es de vital importancia que me
digas cómo era y en qué dirección se marchó.
—La dirección no la sé. En cuanto me lo entregó, pensé que debía
llevártelo en el acto. No tenía mucho trabajo y nadie esperando aquí en la
sala, así que el repartidor quedó a mi espalda al salir de la comisaría.
—Al menos, ¿pudiste verlo bien?
—Bueno… estaba tremendo, guapo, alto, fuerte, voz ronca pero con
tono seguro…, iba con uniforme de repartidor y con una gorra muy
calada en la cabeza.
—¡Joder, joder, joder! —gritó como un poseso por toda la sala, ante
la mirada atónita de los policías—. ¡Quiero las grabaciones de las
cámaras de la comisaría y las de todas las calles de los alrededores en
menos de media hora!
—La calle es muy larga, teniente —protestó un agente.
—Pues corre como si te fuera la vida en ello.
—¿Algo más, señor? —preguntó otro.
—Quiero una lista de coches alquilados y robados en las últimas
cuarenta y ocho horas, buscad berlinas de tamaño medio y color gris o
coches pequeños con mucha potencia. Quiero una lista de pasajeros de
avión, metro y bus que hayan entrado en Sevilla en estos dos últimos
días. Quiero hombres en el aeropuerto, en Santa Justa, en la estación de
Plaza de Armas y controles en la salida por carretera hacia Madrid.
Retened a cualquiera que tenga el perfil físico que Mayte os dará, y me
importa una mierda sin son quinientos o cinco mil. Quiero un menú del
Casa Manolo sobre mi mesa en diez minutos. Y quiero que os mováis de
una puta vez, no quiero ver a nadie que no esté partiéndose el culo
realizando alguna de esas tareas.
Todos en la comisaría pasaron de la incredulidad y el silencio a
comenzar a correr y hacer llamadas de teléfono o consultas por internet.
El comisario, desde el fondo de la sala, sonreía al ver que su mejor
policía había vuelto; no se podía permitir perder a su mejor hombre.
Pablo recorrió toda la sala hasta su despacho con la mirada fija en el
infinito, su mente estaba haciendo miles de cálculos por segundo. No
podía… no quería estar allí. Necesitaba ir a casa y comenzar un mural
nuevo, partir desde cero. Aún llevaba el sobre amarillo en la mano, entró
en su despacho y lo dejó encima de la mesa. Se sentó en su sillón y metió
la mano dentro, despacio y con miedo; sintió el pequeño objeto entre las
yemas de sus dedos, parecía que le quemase al tacto, pero estaba frío. Lo
sacó con cuidado y lo colocó sobre el centro de la mesa. Allí permaneció
unos interminables minutos, en silencio, solo observando la pequeña
figura de madera negra sobre su escritorio, hasta susurrar.
—Hijo de puta.
«Nueve de los diez mandamientos son negativos. Si a lo
largo de su vida uno se abstiene de matar, robar, fornicar,
decir falsos testimonios, blasfemar y de faltar al respecto a
sus padres, a su iglesia, a su rey, convencionalmente se le
considerará digno de admiración moral aunque nunca
haya realizado ni una sola acción amable, generosa o útil.»
Bertrand Russell
Epílogo

Mientras Pablo volvía a tener un motivo para seguir en la Policía, los


noticiarios de la televisión en el restaurante Casa Manolo pasaban a dar
las noticias internacionales, informando sobre la muerte del filántropo
empresario Hans Schäfer en extrañas circunstancias en su hogar. La
figura del anciano se había hecho muy conocida cuando su casa fue
asaltada semanas antes por dos asesinos que habían tenido en jaque a
toda la policía europea y habían dejado tras de sí un reguero de muertes.
Sobre las causas del fallecimiento se especulaba con un infarto, pero la
familia y sus doctores confirmaban que no padecía ninguna dolencia
cardíaca, lo que tenía desconcertadas a las autoridades alemanas, que
seguirían informando sobre el acontecimiento.

FIN DE ALFIL ROJO


Agradecimientos

A mis padres y a Cris por su apoyo constante.


A Paco Jiménez por ser el primero en comenzar a pulir esto que yo
llamo estilo propio.
A Lalín Lanz por su trabajo en mis primeras portadas.
A Ramón Portalés por su paciencia libro tras libro.
A Lebasi por la primera reseña recibida, de Alfil nada menos.
A Pere, primer fan declarado de esta saga.
A Carmelo, a Yuna Gea y a Mario Casas, por darme conceptos y
rasgos de los personajes.
A Puri Gonzalez y a Ros Rotxi, qué aburridas serían las redes
sociales sin nuestras charlas sobre literatura.
A todos los lectores, sin vosotros no sería posible.
A Viveca Sten, Camilla Läckberg, Asa Larsson y Frédérique Molay
por vuestras fantásticas obras y ser quienes guiais el camino.
FRAN BARRERO (Huelva, España, 1976) estudió Ciencias
Empresariales en su ciudad natal para trasladarse a Madrid en 2003, allí
trabajó en departamentos contables y financieros de varias empresas.
Abandonó en 2006 la empresa privada para establecerse como autónomo
desarrollando las actividades de fotógrafo y de profesor de fotografía y
retoque digital. En busca de realización personal.
Es un autor independiente que inicia su carrera literaria en 2012 con su
primer libro didáctico sobre fotografía. Tras doce manuales publicados
sobre esa especialidad, emprende el desafío de probar suerte en la
narrativa de ficción con su primera novela Alfil: Alfil Negro, primera
entrega de la Trilogía de Alfil, una idea que lleva años rondando por su
cabeza, y para la cual usa sus conocimientos del sector moda para
documentar la vida y trabajo del protagonista.
Notas
[1]
Bill Murray es uno de los actores protagonistas de la película Los
Cazafantasmas (Ghostbusters, 1984). <<
[2] Neo y Trinity, protagonistas de Matrix (1999). <<
[3] Dorință: significa Lujuria en Rumano. <<
Índice
Alfil Rojo 2
Cita 6
Dedicatoria 7
A modo de prólogo 8
Capítulo 0 10
Capítulo 1 21
Capítulo 2 39
Capítulo 3 56
Capítulo 4 66
Capítulo 5 74
Capítulo 6 88
Capítulo 7 105
Capítulo 8 115
Capítulo 9 118
Capítulo 10 130
Capítulo 11 137
Capítulo 12 145
Capítulo 13 157
Capítulo 14 163
Capítulo 15 175
Capítulo 16 187
Capítulo 17 192
Capítulo 18 203
Capítulo 19 211
Capítulo 20 218
Capítulo 21 225
Capítulo 22 236
Capítulo 23 242
Capítulo 24 251
Capítulo 25 259
Capítulo 26 275
Capítulo 27 284
Capítulo 28 286
Capítulo 29 300
Capítulo 30 304
Epílogo 309
Agradecimientos 310
Sobre el autor 311
Notas 312

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