Alfil03 Rojo PDF
Alfil03 Rojo PDF
Alfil03 Rojo PDF
Alfil Rojo
Alfil - 3
ePub r1.1
Titivillus 22.02.2020
Título original: Alfil Rojo
Fran Barrero, 2017
Diseño de cubierta: Fran Barrero
Cubierta
Alfil Rojo
Cita
Dedicatoria
A modo de prólogo
Capítulo 0
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Agradecimientos
Sobre el autor
Notas
«No hay alivio más grande que comenzar a ser lo que se
es.»
Alejandro Jodorowsky
El autor
Capítulo 0
Paris, 2017
Aún quedaban unos pocos turistas y enamorados, rezagados y reacios a
abandonar la magia del lugar, paseando por la zona más visitada de la
capital parisina: la Isla de la Ciudad. Eran las nueve de la noche y los
aledaños de la catedral de Notre Dame comenzaban a sumirse en una
calma que, junto a la iluminación producida por los focos, transportaba
aquel bello lugar a épocas más civilizadas. A su lado, testigo mudo
durante siglos, el río Sena, en su lento serpentear por la Ciudad de la
Luz, inundaba sus calles con una brisa demasiado fresca para esa noche
de Marzo, como si el temporal que acababa de azotar casi toda Europa se
resistiese a marchar. Y a solo unos metros de la catedral, justo en el otro
margen del río, una de las librerías más famosas del mundo, Shakespeare
and Company, permanecía sumida en la oscuridad. Ante su verde
fachada, en el número treinta y siete de la calle Bûcherie, ya no se
agolpaban turistas haciéndose selfies, ni amantes de la literatura dentro
del establecimiento buscando alguna rareza; hacía unos minutos que
habían apagado las luces del exterior y al otro lado del cristal de la puerta
colgaba el cartel que invitaba a volver otro día.
La figura de un hombre vestido de negro surgió de entre las sombras,
caminó con paso firme desde la esquina de la calle Saint-Julien le Pauvre
hasta llegar a la puerta de la librería y llamó de forma incesante durante
varios minutos. Tuvo suerte. Desde el otro lado, una mirada huraña y
desconfiada a partes iguales escrutó en silencio al inoportuno visitante.
—Está cerrado, ¿no sabe leer? —dijo por fin, sin abrir la puerta.
—Busco una primera edición de Les Misérables de Victor Hugo —se
limitó a responder el desconocido.
—Mire en Amazon y en Ebay.
—No me ha entendido. Quiero la «primera», la edición cero.
El anciano propietario dudó unos instantes.
—Eso es imposible, no queda a la venta ninguno de los tres
ejemplares de esa edición.
—Siento tener que insistir. El dinero no sería un problema.
—Un libro así, de haber uno, que no lo estoy confirmando, costaría
mucho más de lo que imagina, monsieur.
—Podría imaginar hasta doscientos cincuenta mil euros, aquí y
ahora, en efectivo. ¿Sería suficiente?
El librero no habló, estaba analizando al posible cliente a través del
cristal. Aunque no se centró en su estatura de metro ochenta y cinco ni
en su cabello castaño oscuro o su mentón afilado, lo que le interesaba
realmente, y que pudo apreciar a pesar de la penumbra del momento, era
la edición clásica y exclusiva de un reloj Hublot casi extinta en su
muñeca derecha, y adivinaba ropa hecha a medida, posiblemente Gucci.
Era joven pero ya podía haber pasado los treinta años, bien formado,
educado y culto. No parecía un niño rico heredero y caprichoso, más
bien era un joven rico hecho a sí mismo, quizá un amante del
coleccionismo. Su instinto no solía fallarle, así que le dio una
oportunidad.
—¿Para qué busca ese libro?
—Mi padre siempre deseó adquirirlo pero no tuvo tiempo para
buscarlo, y ahora quiero incorporarlo a mi biblioteca. Será un bonito
homenaje para el día de mi cumpleaños, y que también conmemora el
aniversario de su muerte.
—Entre —dijo el librero, después de dudar unos segundos y de
escudriñar con desconfianza los alrededores de la calle.
Un tibio y familiar olor llegó al chico, el de los miles de libros que
allí reposaban con la esperanza de viajar a la librería o biblioteca de
algún turista o coleccionista que los atesorase. Aunque esa vez era
diferente, no se trataba del mismo aroma que había experimentado en
anteriores ocasiones que había visitado el establecimiento durante su
horario comercial; en ese instante no se contaminaba con la extraña
mezcla de perfumes de los turistas. Esa ausencia de público y de ruido
también lograba aumentar las dimensiones de un lugar que, con esa
suave luz azafranada y su decoración rocambolesca y clásica, parecía
sacado de una película de Harry Potter. Cualquiera, estando allí a solas y
en silencio, se sentiría como en una biblioteca del Callejón Diagon.
El anciano y orondo dueño del local tendría unos sesenta y cinco
años y no debía medir más de metro sesenta de estatura, vestía ropa que
debió ser prohibitiva cuando la compró, quizás décadas antes de la
publicación de la mayoría de los libros que allí llenaban las estanterías, y
bajo esos oscuros, pequeños y redondos ojos de topo, parecía esconder
una calculadora con la que no paraba de evaluar y medir el valor de todo
lo que tenía delante. En un silencio solo roto por el sonido de su
respiración profunda, dirigió al chico por el laberinto de pasillos y
escaleras de un establecimiento que parecía pequeño desde la calle, pero
que sorprendía por su tamaño una vez atravesada la puerta de la entrada.
Llegaron hasta una escalera de madera que hacía las funciones de
estantería, como todo lo que había en aquel lugar; bajo ella reposaba un
polvoriento sillón tapizado en terciopelo azul con decenas de libros
apilados sobre él.
—Siempre los coloco encima para que la gente no se siente. Hay más
turistas que entran para hacerse fotos que para comprar, y no quiero que
usen mi butaca —refunfuñó mientras apartaba los libros para poder
sentarse. Luego sacó un pañuelo del bolsillo interior de su chaqueta y se
limpió el sudor que perlaba su frente. Una vez sentado y descansando,
observó al cliente para tratar de averiguar dónde podría llevar tanto
dinero en metálico. Suponía que podría hacerlo en la discreta mochila
negra que cargaba a su espalda y que pasaba desapercibida en la
oscuridad de la noche.
El chico le observaba en silencio, sin querer mencionar, aunque era
consciente de ello, que se encontraban en la zona de la tienda donde se
exponían los libros de menor valor; allí solo había ediciones nuevas de
libros populares, perfectos para que los turistas se lleven un recuerdo sin
que suponga un esfuerzo económico.
—¿Por qué no has concertado una cita por teléfono o e-mail? —
preguntó el librero con visible desconfianza.
—Acabo de llegar a la ciudad y parto a primera hora para Ginebra,
no dispongo de mucho tiempo. Además, no hablamos de un libro
cualquiera, ni de una cifra cualquiera, no deseo dejar un rastro que el
Ministerio de Hacienda de mi país pudiera investigar.
—Entiendo… Ahora quiero ver el dinero —añadió sin inmutarse y
con un gesto aún más huraño en su mirada.
—Me parece correcto. —El chico sacó una bolsa de terciopelo negro
del bolsillo interior de su chaqueta—. Aquí tiene.
—¡Diamantes! —exclamó el anciano al ver el brillo de los cristales
que salían de la bolsita para caer sobre la palma de la mano del joven.
—La mejor forma de poder llevar y esconder una gran cantidad de
dinero.
—¿Cómo conoces mi lema? ¿Quién te habló de mí? —El librero le
miró con intriga y más desconfianza aún. Se advertía en su interior la
lucha entre suspender la transacción o seguir adelante y conseguir esos
diamantes cuyo brillo ya le tenían atrapado.
—Eso no importa, ahora quiero ver el libro —respondió
tajantemente, y apartó el pequeño tesoro de la cara del avaro.
Con un gruñido de malestar que emanó de su aguileña y peluda nariz,
como si se tratase de una asustadiza comadreja, el anciano, que seguía
sin fiarse del todo pero no quería dejar escapar esa docena de enormes
diamantes que acababa de ver, se levantó y apartó con esfuerzo la butaca
hacia atrás, hasta dejarla pegada a la librería de su espalda. Entre el
cliente y él, solo quedó la sucia, vieja y deshilachada alfombra que antes
había estado bajo el asiento; se arrodilló y la apartó con desdén para
dejar al descubierto el suelo de oscura madera de la librería. Allí mismo,
entre el denso polvo en suspensión que había provocado al quitar la
alfombra y bajo una tabla suelta que apartó con sumo cuidado, apareció
un escondrijo del que sacó algo envuelto en un tejido tosco y raído.
Volvió a colocar la tapa, la alfombra y la butaca en su lugar, se sentó con
el resuello de quien ha trabajado ocho horas seguidas a pleno sol (y el
mismo olor corporal) y depositó el pesado objeto sobre su regazo.
—Aquí lo tenemos. —Su cara volvía a brillar tras el esfuerzo,
acompañada esta vez de una respiración entrecortada que seguía el ritmo
del repiqueteo de sus dedos sobre el paquete.
Comenzó a desenvolverlo con cuidado, descubriendo de su interior
un gran libro encuadernado en piel ya ennegrecida por el paso del
tiempo; sobre la tapa se observaba, grabados a mano, el título y su autor.
El librero lo miró como si se tratase de un hijo del que se sintiese
orgulloso y luego lo acarició con cuidado con las ásperas yemas de sus
dedos.
—Poca gente sabe que hubo una edición anterior a la primera oficial
de imprenta. El propio Victor Hugo realizó de su puño y letra tres copias
que encuadernó uno de sus mejores amigos.
—Las hizo —añadió el cliente— para regalar a su esposa Adele
Foucher, a su mejor amiga y escritora Judith Gautier y a Jaques Boucher
de Perther, un escritor que documentaba la existencia del hombre en la
prehistoria.
—Y que antes había sido agente de aduanas en Italia, ya veo que está
usted muy bien documentado, señor…
—¿Cuál de las tres es la que sostiene como si se tratase de un hijo?
—desvió la conversación el chico.
—Esta de aquí es la de Judith Gautier, la única que queda en
paradero conocido, las demás se han perdido —dijo con pesar—; seguro
que algún árabe analfabeto las tiene dentro de una vitrina de cristal y al
lado de un horrendo Ferrari rojo.
Tras esas palabras, susurradas más para sí mismo, y como despedida,
que para el cliente que le observaba en silencio, extendió el libro hacia
este último y quedó a la espera, anhelante y codicioso, de la pequeña
bolsa de terciopelo. El chico examinó las amarillentas páginas escritas a
mano, llegando incluso a olerlas, asintió levemente con la cabeza y
volvió a envolverlo en la tela, para finalmente introducirlo en su
mochila. Mientras se colgaba esta de nuevo a su espalda, como si de un
estudiante universitario se tratase, entregó el pago al ya desesperado
librero.
—Un libro así debería estar en la Biblioteca Nacional —añadió el
joven.
—¿Esos presuntuosos engreídos? Siempre mirando por encima del
hombro y presumiendo de tener más y mejores volúmenes que yo…
Ardería en el Infierno antes de ver mi más preciado tesoro entre sus
vitrinas.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted. Que pase una buena
noche —fue lo último que dijo el cliente antes de girarse rápidamente y
encaminarse hacia la puerta del local.
El anciano quedó sentado en la butaca, examinando los diamantes
uno a uno con una lupa de joyero que había sacado del bolsillo de su
pantalón. Ahora, excitado y a solas, sudaba más que nunca y se relamía
las secas comisuras de sus labios temblorosos. Ni siquiera prestó
atención al sonido de la puerta al cerrarse.
No había pasado tanto tiempo como para hacerle olvidar los pasillos,
despachos y la sala de espera, así como tampoco el olor a detergente
perfumado de pino que invadía la segunda planta de la comisaría. La
última y única vez que había estado allí no se encontraba en las mejores
condiciones intelectuales, pero aún recordaba esa austeridad que parece
ser la seña de identidad, con pocas variaciones, en todos los edificios y
dependencias oficiales de la Policía. Esa mañana no había el revuelo y el
bullicio de la vez anterior, los teléfonos no parecían a punto de explotar
ni los agentes decididos a pedirse una baja por estrés, eso era buena
señal, quizá no le hiciesen esperar tanto como aquel día. Se sentó en la
misma silla de plástico, al lado de una fuente de agua de metal, y poco
más de quince minutos después estaba entrando en el despacho de
Balmaseda.
—Te dije que no vinieras a verme, joder. Tendré que aguantar
miradas e insinuaciones durante semanas por culpa tuya.
—Gracias, yo también me alegro de verte. Además, te dije que
podríamos tomarnos un café en el Starbucks que hay al otro lado de la
calle.
Pablo se sorprendió al ver que Javier había empeorado físicamente en
los últimos meses, estaba algo más gordo y las canas habían conquistado
su cabellera, al menos, lo que quedaba tras las incipientes entradas que
anunciaban que los cuarenta años se le escapaban para dar la bienvenida
a los cincuenta. Su sentido del humor, en cambio, seguía siendo tan
pésimo como de costumbre.
—Sí, claro, como si allí no nos fuera a ver ningún policía.
—¿Hubieras preferido una visita de tu exmujer?
—No menciones a esa bruja, cada vez que viene es para quejarse de
que no le ha llegado la pensión el día uno. Parece que no puede estar un
solo día sin gastarse mi dinero en el puto bingo o en las tragaperras.
—Si le cogieras el teléfono no vendría a verte en persona.
—Sí, claro…
—Hablando de exmujeres, te comentaré un chiste típico de mi tierra
—Javier suspiró con paciencia, sin poder arruinar un ápice el entusiasmo
del sevillano—. En los cuentos de princesas, ¿sabes qué diferencia hay
entre una preciosa hada y una bruja malvada?
—Sorpréndeme.
—Veinte años de matrimonio.
Pablo reía a carcajadas ante la cara de asombro de Javier, aunque un
destello iluminaba los ojos de este último y se notaba cómo estaba
haciendo un esfuerzo titánico por no acompañarle con las risas.
—Bueno, ve al grano. Estamos muy ocupados tratando de encontrar
a un hijoputa que ha empujado a una niña a las vías del metro. La prensa
está que echa chispas pidiendo detalles morbosos sobre su muerte.
—Ya imagino.
—Venga, coño, suéltalo ya. Esa sonrisa estúpida te está delatando.
Dime lo que te ha contado o has averiguado con la entrevista; eso sí, ni
se te ocurra decirme que el preso te ha dicho el nombre y apellido del
verdadero asesino, o te juro que tendré que contenerme para no darte una
hostia.
—No exactamente, pero me ha confesado que no es el fantasma.
Aunque no hacía falta, no imaginas lo que ha cambiado, se ve que la
cárcel no le está sentando muy bien, o que no era lo que él esperaba.
—Esos miserables son todos iguales, confiesan sus crímenes
pensando que acabarán de plató en plató de televisión, ganando una
fortuna por contar su historia o escribir un libro, pero cuando se ven
encerrados durante años, se aferran a lo que sea por salir de allí.
Pablo no contestó, se limitó a mirarle con una sonrisa de
superioridad, de esas que lanzas cuando sabes de sobra que todo lo que
se hable sobre el tema está de más porque tú ya lo sabes; y también sabes
que tu interlocutor sabe que lo sabes.
A Javier le reventaba ese aire de intelectual sabelotodo que tenía su
colega, y más aún porque era consciente de que cualquier conversación
con él estaba iniciada, dirigida y ganada por él, desde antes siquiera de
saber que se produciría.
—Da igual lo que tengas o la confesión que hayas grabado, no te
servirá de nada ante un juez si no tienes otro culpable que se declare
como tal o pruebas que le incriminen.
—No tengo nada.
—¿Cómo dices?
—Que no tengo nada. Me quitaron la grabación y se llevaron al
recluso en cuanto mencionamos el Ministerio y el trato que le
dispensaban allí. Luego me echaron como a un borracho de una
discoteca.
—Pero…
—Pero me bastó mirarle a los ojos para saber que ese mierda no ha
matado a una mosca en su vida. No necesitó gritarme, mientras se lo
llevaban a rastras, que no era el fantasma para que le creyese. Se le ve
nada más tenerlo delante.
—¿Sabes que podemos meternos en un lío solo por mantener esta
conversación? En el Ministerio tienen enterrado este caso y rezando para
que nadie vuelva a hablar de él, incluso han coaccionado a la prensa y a
la televisión para asegurarse que ellos hacen lo mismo. Y esto último que
quede entre tú y yo.
—Descuida. Pero eso no quita que invierta mi tiempo libre en buscar
al verdadero culpable.
—Haz lo que te salga de los cojones, pero lárgate de aquí y no
vuelvas. No quiero que la mierda me salpique, ¿entendido?
No hizo falta una cordial despedida, Pablo tampoco la esperaba. Se
marchó de la comisaría después de haber hecho tiempo para dirigirse a
Atocha y esperar el tren de vuelta a la capital andaluza. Una cafetería en
la zona del jardín botánico de la estación le sirvió para escribir en su
ordenador toda la conversación, palabra por palabra, mantenida con
Manuel. A pesar del estruendo formado por las miles de personas que
paseaban o esperaban por el lugar, recordaba con claridad cada detalle de
aquella mañana. Montó en el tren satisfecho por su tesón y confiado en
sus posibilidades. Necesitaba ese golpe de efecto, esa palmada en la
espalda que, a falta de un superior para hacerlo, se había dado a sí
mismo. Durante el trayecto de regreso sí pudo dormir, aunque dos horas
supieran a poco. Ese estado de relajación, único desde hacía meses,
invitaba a un homenaje con vistas a estar lúcido para recuperar trabajo en
casa durante la noche. El viaje había acabado con un resultado muy
diferente con respecto al anterior. En ambos volvió con la completa
seguridad de que el asesino seguía suelto y dándole la oportunidad de ser
él quien le atrapase, pero ahora tenía la confirmación directa del propio
condenado y la indirecta de la policía en la central de Madrid y del
Ministerio.
Al margen de órdenes y de oficialidad en la cadena de mando,
pensaba reabrir el caso y dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda y
captura del verdadero asesino. No pararía hasta encontrarlo y llevarlo
ante las autoridades. Dedicaría su vida entera, si fuese necesario, para
lograr su objetivo.
El alba dibujaba con su luz magenta una fina línea que separaba el mar
del cielo; en pocos minutos habría desparecido el frío y oscuro semblante
de la noche y los destellos cobrizos del sol naciente barrerían las calles
desiertas de la isla de Mykonos, sembrando de un falso calor invernal los
estrechos pasadizos por los que corría Alfil, como cada mañana.
Pensamientos confusos invadían su mente, testigos de la pugna entre los
instintos primarios que atacaban sus noches, como mortecinos impulsos
que se revelaban en la soledad de sus miedos y remordimientos, y la
búsqueda de una estabilidad emocional para la que cada vez tenía menos
esperanzas.
Recorría el entramado de callejuelas ascendentes del pueblo griego
como si la vida le fuese en ello, como si desease que un infarto acabase
con su sufrimiento y sus debates internos. Cada día era más difícil
mitigar los impulsos que le arrastraban a su vida anterior, a volver a los
estudios de fotografía y pelear por ser el mejor, aunque aquello le
empujase de nuevo a matar para lograr esa meta. La monotonía y la falta
de objetivos en su vida estaban acabando con sus nervios y con su
paciencia. Las noches anteriores las había pasado nadando en el frío mar
que aún era mecido por las corrientes de febrero, jugando a la ruleta y al
póker en el casino de la ciudad, evitando a mujeres de una sola noche y
ahogando el recuerdo de su pasado en botellas de vodka mientras veía
llover sobre la cubierta de su barco, deseando que su alma también
quedase purificada como la reluciente madera de teca del velero.
Esa noche sería diferente, había acordado jugar una partida de
ajedrez con Nicolai Notto, un magnate del petróleo que anclaba su barco
muy cerca del suyo, un tipo de unos setenta años que aparentaba estar
más cansado de la vida que él mismo. Había rehusado en varias
ocasiones, pero los años que llevaba sin ponerse a prueba en una buena
partida y el recuerdo de su anciano abuelo en las facciones del millonario
le hicieron cambiar de idea. Después de todo, era una forma como
cualquier otra de salir de la rutina.
—¿Qué nos jugamos? —preguntó Alfil tras agotar de un trago una
copa de Martini seco con ginebra.
—¿Qué quiere apostar? —respondió el anciano.
—El barco.
El magnate le miró con un gesto de preocupación y sorpresa. Pensó
que estaba bromeando.
—No lo dice usted en serio.
—¿Por qué no? ¿De qué sirve vivir si uno no puede sentirse vivo?
Sin altos estímulos no nos podemos poner a prueba. Este yate suyo es
más grande y caro que mi velero, pero apuesto a que usted tiene más
experiencia que yo jugando al ajedrez. Y después de llevar semanas
insistiendo en esta partida, doy por sentado que debe ser un jugador
consumado. ¿No es así?
—Bueno, no se me da mal —un brillo de falsa modestia iluminó sus
cansados ojos—. Aunque no imaginaba que tendría que poner en juego
mi preciado barco. Pensaba que lo apañaríamos con algo simbólico entre
amigos, como diez euros o pagar una cena en el pueblo.
Alfil le miró con una media sonrisa y esperó en silencio para ver si el
desafío era aceptado por el roñoso millonario. Ganase o perdiese la
partida, aquello suponía un reto para él; y si perdía su barco, tendría un
motivo para moverse a otro punto del mundo a buscar otros incentivos, o
incluso regresar a Madrid. «¿Quién sabe? —pensó—. Quizás esta noche
llegue ese punto de inflexión que necesito». Pidió otro cóctel al sirviente
y volvió a beberlo de un trago, esa actitud acabó por convencer a
Nicolai, que seguro calculaba en esos instantes el tiempo que tardaría el
chico en estar borracho como una cuba.
—Sergei, procura que a mi invitado no le falte cualquier cosa que
necesite —ordenó el magnate sin dejar de mirar a Alfil.
—¿Eso significa que aceptas la apuesta?
—Veamos lo que sabes hacer, hijo.
Sergei acercó un maletín de madera que Nicolai tomó y colocó sobre
su regazo. La mesa que le separaba de su invitado, con un tablero de
ajedrez grabado sobre su fina y pulida madera, acogió las figuras de
ébano y marfil que trajo gratos y casi olvidados recuerdos al muchacho.
Una vez colocadas todas las piezas, y tras insistir en varias ocasiones
para que se siguiesen las normas de protocolo y caballerosidad, el
anfitrión acabó cediendo ante su invitado y comenzó la partida moviendo
uno de sus peones blancos.
—Nunca había visto a alguien tan supersticioso. Conocía esa manía
de jugar siempre con las fichas negras, pero no hasta ese punto obsesivo.
—Es una costumbre desde niño.
—Eso es bueno, amigo mío, las tradiciones no deben olvidarse.
La partida se desarrollaba más rápido de lo que hubiese esperado
ninguno de los dos, más aún si tenían en cuenta la importancia de lo que
habían apostado. Nicolai sabía lo que hacía, incluso movía las fichas
como un profesional con años de experiencia en competición; a veces
llevaba su mano hacia la derecha en un acto reflejo, como si estuviese
acostumbrado a jugar con el reloj. Alfil, por su parte, parecía casi no
prestar atención, reaccionaba rápido a los movimientos de su rival, como
si moviese las fichas sin pensar mucho en las consecuencias, por
momentos daba la impresión de querer perder y abandonar aquella
misma noche el lugar. Los cócteles de Martini con ginebra se fueron
sucediendo para regocijo del ruso.
Al cabo de veinte minutos de juego, cuando ya habían caído más de
la mitad de las fichas, Nicolai anunció un jaque con su torre. La sonrisa
del magnate apareció en su rostro ante la seriedad del semblante de Alfil,
que le miraba fijamente sin prestar atención a la mesa; así permaneció
durante unos largos segundos. El anciano disfrutaba del momento, casi
podía ver que esa seriedad y frialdad de los ojos de su joven rival se
debían a estar arrepentido por haber apostado su barco tan a la ligera. El
silencio creaba una tensión palpable aunque el chico no le apartó la
mirada, solo extendió la mano muy despacio para colocarla a un
centímetro sobre su rey, pero en lugar de tumbar la ficha, dando por
terminada la partida, siguió avanzando hasta llegar a su alfil negro, lo
tomó y recorrió una mortal diagonal que acabó arrollando a la figura del
rey blanco.
—Imposible… es… imposible. Me has vencido con un alfil y sin que
lo haya visto siquiera. Es imposible. En los últimos treinta años no he
perdido más de cinco partidas y tú ni siquiera has estado prestando
atención.
—Cuidado Basil, te está traicionando el acento búlgaro.
El anciano se levantó más rápido de lo que se hubiese adivinado por
su aspecto, pero no pudo sacar a tiempo el pequeño revólver que
escondía en la parte de atrás de su cinturón. Dos disparos ahogados en un
silenciador silbaron en la oscuridad de la noche. El primero de ellos
atravesó la frente del anciano y el segundo el estómago de su sirviente,
que permanecía escondido tras la puerta que separaba el salón principal
del yate de la terraza semicubierta en la que habían jugado la partida.
Alfil se levantó y pasó con cuidado sobre el cadáver de su anfitrión,
llegó hasta donde gimoteaba Sergei y apartó de una patada el arma de
este, que reposaba en el suelo a un metro de distancia de su mano. Cogió
una silla del interior del salón y la colocó al lado del herido para sentarse
sin prisas.
—¿Sabes que subestimar a un rival es el primer y mayor paso hacia
la derrota? —susurró al supuesto sirviente.
—Ese estúpido te ha subestimado durante la partida —gimoteó el
herido con un marcado acento ruso, mientras taponaba con ambas manos
la herida del estómago.
—¿Basil? No, me refiero a ti, me refiero a toda esta operación que
habéis montado de un modo tan chapucero. Demasiados errores para
haberlos cometido un asesino a sueldo con recursos suficientes como
para alquilar este yate y los servicios del viejo. ¿Cuál es tu verdadero
nombre?
Sergei le miraba con intriga y fascinación. Parecía preguntarse cómo
había descubierto su plan.
—¿Cómo has sabido…?
—Te delataba constantemente tu mirada, nadie tolera que un
sirviente le mire a uno como tú lo hacías cada vez que Basil te daba una
orden. Y si él no era tu jefe, entonces todo lo demás también era falso,
una pantomima mal ensayada y peor ejecutada. Se hizo demasiado
evidente que tú eras el patrón aquí. Además, Basil Ivanov fue un
competidor de nivel internacional, cualquier amante del ajedrez le
hubiese reconocido a pesar del paso de los años. No tiene ningún sentido
que se haya hecho pasar por un magnate ruso; y los torneos que ganó
hace décadas no dan para alquilar o comprar un yate como este. Vosotros
tenéis mucho presupuesto y yo quiero saber quién financia esta
operación y por qué.
Sergei miraba en todas direcciones, como si esperase algo o a
alguien, pero la mueca de derrota de su rostro anunciaba de un modo
evidente su desesperación al verse en las últimas.
—Siempre recibimos los encargos por correos electrónicos cifrados,
y la única información que teníamos sobre ti decía que eras un cabo
suelto, nada más que eso. Nos pasaron fotos tuyas y del barco,
encontrarte no fue fácil, pero convencerte para que subieras a nuestro
barco fue peor, nos ha costado semanas.
—Debes tener algún modo de comunicarte con tu cliente, quiero
saber todo lo que sabes: las direcciones de correo electrónico, las claves
para desencriptar los mensajes…
—Esta herida tiene un aspecto feo, no llegaré vivo a ningún hospital
ni tú me dejarás salir de aquí con vida, así que los dos sabemos que no
hay más que hablar.
—Vaya, un sicario con principios hasta el fin. Muy bien.
Alfil respiró hondo, sabía que aquello se había terminado. Se levantó
de la silla y disparó en la cabeza al asesino antes de adentrarse para
buscar la sala de máquinas del barco.
Veinte minutos después llegaba a su velero, a unos doscientos metros
de distancia del yate. Había usado la lancha a motor con la que Sergei, el
falso sirviente del magnate, le había ido a recoger dos horas antes.
Cuatro disparos al suelo de la zódiac la hicieron hundirse despacio
mientras él, apoyado en la barandilla del Deseos, observaba el resplandor
que emitía el enorme yate ardiendo en la distancia. En pocos minutos no
quedaría rastro alguno del barco, ni de sus ocupantes ni de él mismo, que
ya habría partido hacia la costa italiana. Siendo asesinos a sueldo, nadie
les echaría de menos ni habría registro alguno de su yate en el puerto. Y
antes de que las lanchas de salvamento marítimo y del guardacostas
llegasen alertadas por el resplandor del fuego, el barco ya reposaría a
setenta metros de profundidad con los dos cuerpos calcinados.
Entró en el camarote y se dirigió rápido hacia el baño, se lavó a
conciencia las manos y la cara para despejarse por completo de los
efectos del alcohol que aún sentía amordazando su cabeza y sus reflejos.
Se quitó la camisa mientras volvía a cruzar el salón del velero para salir a
la superficie, arrojó la prenda sobre una encimera y entonces lo vio.
El cuerpo yacía boca abajo en la zona de la cocina y la posición de su
pierna derecha no dejaba lugar a dudas, estaba muerto. Una mancha
oscura y viscosa se extendía despacio bajo el cadáver y Alfil se preguntó
cómo no había notado el olor característico de la sangre al entrar;
después de la experiencia vivida minutos antes, debería estar más alerta.
Dos preguntas activaron sus sentidos en una milésima de segundo:
¿Quién le había matado? Y, ¿seguía el asesino aún en el barco? La
respuesta surgió rápido a su espalda.
—No hagas ningún movimiento o le acompañarás en el suelo.
Alfil notó que era una voz dulce de mujer. No había notado perfume
en el ambiente ni ningún otro olor que la delatase, y no había emitido el
más mínimo sonido mientras estaba allí, así que era una profesional y
posiblemente mejor que el tal Sergei del yate, sin duda alguna mejor
también que el tipo que yacía muerto sobre el suelo. El chico sacó
lentamente su arma, sujetándola por la culata con los dedos pulgar e
índice de su mano derecha, luego lo dejó caer al suelo.
—¿Vas a matarme?
—¿Por qué habría de hacerlo? Apuesto a que tú gobiernas este barco
mejor que yo, y debemos salir a toda prisa antes de que la zona se llene
de barcos de salvamento marítimo. Esa fogata que has montado habrá
alertado incluso a varios satélites.
—¿Entonces?
—¿Te refieres al cadáver? Es evidente, estaba aquí esperándote para
matarte y no me vio llegar, error suyo.
—Eso no explica que le mataras, y tampoco me has dicho que haces
aquí.
—Las explicaciones vendrán luego, puedes contentarte con que no te
haya matado cuando tengo toda la ventaja para hacerlo. Ahora sal fuera y
pongamos unas millas de distancia lo antes posible.
Alfil obedeció, se enfundó la camiseta y un grueso abrigo y salió a la
cubierta. Izó el ancla y desplegó las velas para poner en marcha el
velero, beneficiándose de la brisa y el sigilo de la noche, y
desaparecieron de la zona en unos pocos minutos. Mientras tanto, daba
vueltas a su cabeza para tratar de buscar la forma de deshacerse de la
asesina que permanecía en el camarote, además de intentar buscar algún
sentido a lo que ocurría. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué había matado al
sicario que yacía en el suelo? ¿Por qué continuaba en el interior, en lugar
de estar allí fuera vigilándole o apuntándole con el arma? Quizás había
registrado el barco y sabía que no había más armas escondidas. Era una
profesional, de eso no cabía duda, así que sabría mantener la calma y
beneficiarse de su ventaja para evitar que él la matase. ¿Y por qué no le
había matado ya? Si hubiera querido hacerlo, solo tendría que haber
apretado el gatillo y volver a tierra en la pequeña zódiac del velero. En
ese momento ya estaban en alta mar y sería más complicado su regreso
al continente o a las islas. Las dudas y preguntas le estaban volviendo
loco, así que aprovechó que el viento era constante y el oleaje muy suave
para entrar de nuevo en el camarote y tratar de conseguir respuestas.
—¡Voy a entrar! Voy desarmado y caminaré despacio con las manos
en alto.
—Tranquilo, no estamos en una película —respondió ella desde el
interior.
Alfil la encontró sentada a la mesa del salón, tal como la había
dejado cuando salió a la cubierta, tenía el televisor encendido pero sin
audio y el canal de noticias que veía no llegaba con buena recepción,
quizá la chica no sabía que con un velero no se puede usar un
electrodoméstico como la televisión durante mucho tiempo o las baterías
se quedarían sin corriente para el frigorífico y los equipos electrónicos de
navegación, pero no le dijo nada. Vio que tomaba un sándwich, que se
había preparado sobre la propia mesa, y bebía de una lata de cola. Alfil
calculó que tendría entre veinticinco y veintiocho años y, a pesar de estar
sentada, mediría algo más de metro setenta, con una figura delgada pero
atlética. Pelo castaño y largo, piel bronceada, nariz y mandíbula con
personalidad latinas y vestía un discreto pantalón vaquero negro con un
jersey gris de lana trenzada.
—¿Qué quieres saber? ¿Empezamos por quién soy? ¿Qué hago aquí?
¿Por qué no te he matado? —sugirió tras apagar el televisor.
—Es un comienzo. ¿Te importa que me siente y coma algo? Llevo
varias horas con cinco martinis con ginebra en el estómago y sin cenar.
—Mejor siéntate lejos, en aquella silla de allí —ordenó señalando la
zona de la cocina—. Por ahora basta con eso. Después de la charla ya
veremos si me fio de ti como para dejar que te acerques a comer algo.
—Vaya, eres tú la que debe confiar en mí…, eso es más que
interesante.
—Te conozco lo suficiente como para mantenerte a una distancia
prudente. Conseguí el dossier de Cristina y estoy al tanto de tus
habilidades y artimañas; así que, por lo pronto, permanece en esa silla.
Nombrar a Cristina le descolocó por completo, aparte de ponerle en
alerta máxima. Cristina (o Lucía, como dijo llamarse en un principio)
trabajaba para una agencia internacional contratada para localizarle y
servirle en bandeja de plata a un cliente que buscaba vengar la muerte de
su hija. La cosa se torció cuando Cristina se enamoró de él y dio un giro
a su contrato, permitiéndole escapar y planificar su desaparición. Lo que
acababa de oír le dejaba claras dos cosas, que esta asesina pertenecía a la
misma agencia (o era una sicario contratada por ella) y que Cristina
había detallado todos sus pasos para cubrirse las espaldas en caso de que
todo saliese mal, como acabó sucediendo.
—Está bien, ya me ha quedado claro que tienes el control, entonces
empieza por donde quieras.
La chica mostró una leve mueca de sonrisa, era consciente de la
seguridad en sí mismo del chico y de cómo trataba en todo momento de
seducir a su rival, era, sin duda, su arma más letal. La información del
dossier de Cristina le hacía justicia.
—Mi nombre es Davina, o puedes llamarme así, si lo prefieres.
Trabajaba para la misma agencia que Cristina aunque no nos conocíamos
en persona, comprenderás que no es el tipo de empresa en la que los
empleados se relacionan como en una oficina convencional. El motivo
de que esté aquí ahora y de conocer tu caso es algo más largo de explicar,
así que mejor salgamos fuera, no vayamos a tener algún accidente. No
creo que este velero tenga piloto automático.
Alfil notó que bajo aquella seguridad y autocontrol se escondía un
miedo atroz, pero, ¿qué podía asustarla tanto cuando tenía el control y
era una agente experimentada? No había mucho allí en lo que pensar
salvo… el mar. Davina tenía pánico a navegar y eso provocaba nuevas
dudas, ¿qué hacía allí? ¿Por qué no trató de matarle en la isla?
Salieron a la cubierta y él se puso al timón. Ella se posicionó a su
espalda, aferrada a la baranda de estribor del puente de mando. No
parecía acusar el frío y la humedad de la noche, como si el miedo a caer
por la borda y el mareo monopolizasen todos sus pensamientos. Alfil lo
apostó todo a esa carta.
—El mar está en calma, pero todo indica que en menos de una hora
habrá una fuerte marejada, esta noche será movida… Quizás tengas que
ayudarme a recoger las velas. Pareces en forma, eso irá bien para que
trepes por el mástil.
Davina miró durante un segundo hacia arriba, donde las velas
pugnaban contra el viento de la noche, y volvió a fijar su mirada
desconfiada en el chico, luego no movió un músculo de la cara pero su
piel se tornó tan pálida que Alfil calculó menos de un minuto para que se
desplomase en el suelo. Hizo un intento por tragar saliva pero no lo
logró.
—Yo tendría cuidado con el arma, si me disparas accidentalmente,
tendrás que gobernar el barco de vuelta al puerto —añadió el chico—. Y
ya estamos bastante lejos de la isla.
—Parece que no ha sido buena idea venir a alta mar. Pero era mi
única salida —musitó en un hilo de voz mientras miraba el horizonte.
Sevilla no veía mejorar el clima. Las vistas que ofrecían las ventanas
del piso de Pablo mostraban una noche eterna, regocijada por tener
secuestrada la débil luz de un sol que apenas aparecía para saludar.
Parecía que la ciudad, carente de su luz y calor habituales, no quedaría
liberada hasta que aquella tempestad, sumida en una tiniebla de pecados,
descargase toda su rabia y dolor. El teniente no podía permanecer un
minuto más entre aquellas paredes, necesitaba avanzar en su
investigación y salió del piso a toda prisa tras haber escrito en sus notas
la detallada información que el agente de la Interpol le había
proporcionado, sin creer una sola palabra. Necesitaba una conversación
que activase sus células grises y le inundase de lógica.
—Buenas tardes, teniente. —Miguel Carabías estaba extrañado,
mirando en todas direcciones, ante la insistencia de su jefe por quedar en
un restaurante que no era el habitual donde almorzaban cuando estaban
de servicio, y que solían elegir casi todos los policías de la comisaría.
También estaba confuso porque había recibido la orden de encontrarse
con quien le había dicho que permanecería todo el día trabajando desde
su casa. Más aún por el tono urgente que había notado en la voz de su
jefe al recibir aquella extraña llamada.
Pablo llevaba quince minutos esperándole desde una mesa al fondo
del restaurante, meditando y decidiendo cuánta información debía dar a
su ayudante de confianza. Al final decidió contar todo lo sucedido,
después de todo, Jack Hollow (o como se llamase) había mentido sobre
la investigación y las pruebas. Aquello era muy extraño y necesitaba una
opinión lo más meditada posible por parte de Miguel, así que este debía
conocer todos los detalles. Después de todo, el caso estaba cerrado y no
habría nada nuevo que contar; y sabía que Miguel nunca filtraría nada, ni
siquiera a los propios compañeros de la comisaría. Tras la espera, por fin
le tenía frente a él. Necesitaba con urgencia su apoyo, opinión y consejo.
—Siéntate y pide un menú, hoy invito yo.
—Ya le notaba raro por teléfono, pero ahora ya es una pasada, jefe.
Usted invitando a comer y en un sitio más caro que el habitual, y además
sentado al fondo en vez de al lado de la ventana. Ha pasado algo,
¿verdad?
—Necesito tu palabra de que nada de lo que hablemos aquí saldrá
por la puerta del restaurante.
El semblante sombrío del teniente bastó para hacerle enmudecer y
asentir con la cabeza. Pablo comenzó a detallar a su ayudante todo lo que
había ocurrido en las horas previas: la conversación privada con el
agente de la Interpol y la información clasificada que había obtenido,
aparte de la propuesta de colaboración; dejando de hablar cuando se
acercaba alguno de los camareros, hasta que terminó su argumento y
quedó a la espera de conocer la opinión de Miguel.
—Eso no hay quien se lo trague —respondió el agente tras meditar
unos segundos la información.
—Eso mismo pensé yo. Aquí huele a perro mojado y yo quiero saber
por qué.
—Ese fantasma es demasiado listo para cometer tantos errores de
repente, no hay agente infiltrado que haya podido sacar de él una
confesión, eso es imposible.
—¿Y…?
—Lo de la colaboración no tiene sentido, ellos tienen a los mejores,
sin ofender, jefe, como para buscar apoyo en un policía de Sevilla.
—¿Por qué crees que me han contactado entonces?
—No lo sé, quizá quieran tener un comodín.
—¿Crees que quieren usarme como cabeza de turco?
—Es posible, ¿quién sabe? Tal vez necesiten ayuda de verdad, pero
les viene bien tener a alguien cerca que cargue con el muerto si todo sale
mal y hay tiroteos, crímenes, ya sabe.
—No lo había pensado, lo reconozco. Con esa posibilidad la cosa se
complica.
—¿Entonces, le seguirá el juego a ese tipo?
—Por el momento sí, quizá pueda acercarme al fantasma
aprovechando la información y los recursos que ese tipo tenga a su
disposición.
Los policías almorzaron, cambiando de tema hacia cuestiones más
distendidas, aunque Pablo permanecía algo asustado ante la posibilidad
de que todo saliese mal y se hundiese un poco más en el fango. Ninguno
de los dos sabía en ese instante que el supuesto agente de la Interpol
estaba oyendo esa conversación desde la distancia gracias a un
micrófono minúsculo oculto en la solapa del abrigo del teniente. Y algo
aún peor, con su confesión acababa de involucrar a su ayudante y eso le
iba a condenar a muerte. A Miguel le quedaba menos de una semana de
vida.
ALFIL – MADRID
Capítulo 6
El rugido de los motores casi era eclipsado por los vítores de las docenas
de entusiastas que se habían acercado al polígono industrial de Leganés,
y también por el de los altavoces de una furgoneta verde tuneada que
martilleaba los oídos con música tecno a todo volumen. Solo hacía unos
instantes que había finalizado una carrera ilegal que había hecho merecer
la pena a todos los asistentes por acercarse un día de intensa lluvia como
aquel. Y aún olía a goma quemada tras la brutal frenada que los cuatro
participantes habían protagonizado tras rebasar la línea de meta, a pesar
de que tres de ellos no habían tenido opción de victoria y habían entrado
minutos después que el vencedor. El coche estrella de la ciudad, el que
llamaban ahora el Desaparecido, había vuelto. Duquesa y su anónimo
piloto habían vencido una vez más en su feudo. Todos allí se
preguntaban dónde podría haber estado durante esos meses y si su
regreso significaba que volverían a ver al invicto Audi TT-RS de nuevo
por Madrid.
—¿Qué tal todo, hermano? —Willy, el organizador, saludaba a través
de un dedo de cristal abierto en la ventanilla del conductor.
—Me alegro de verte, todo va perfecto. Y veo que por aquí todo
sigue igual —contestó Alfil tras entregarle su porcentaje por la
organización de la carrera.
—Si llego a saber que venías, te hubiese conseguido coches y pilotos
de tu talla. En la ciudad hay muchos que te esperan desde hace meses
para retarte y pagarán lo que sea por correr contra ti, aunque el dinero no
te haya importado nunca. Si me das tiempo puedo organizarte algo muy
grande, hermano.
—Tal vez en otra ocasión.
—¿Pronto?
—¿Quién sabe? Es posible que sí.
Tras una sonrisa, el cristal volvió a subir y el coche salió del lugar
para perderse entre la lluvia y la oscuridad de la noche.
Jamás habían pensado que se podía pasar tanto frío en España. Esa
madrugada el termómetro mostraba doce grados bajo cero, toda una
tortura que hacía desear a los dos policías sevillanos volver cuanto antes
a su cálida Andalucía. Pablo Aguilar y su ayudante Miguel permanecían
ateridos en el interior del taxi que usaban de tapadera desde hacía tres
días; pasaban la noche con sus dos conversaciones habituales, las ganas
de volver a casa y padecer lo que días antes habían llamado frío
insoportable, pero que no pasaba de primavera tibia y paraíso celestial en
comparación con el calvario que su misión les obligaba a sufrir; y el
hambre que asolaba constantemente a Miguel, que era incapaz de
permanecer más de dos horas sin llevarse algo a la boca.
La parada de metro de Tribunal, por donde transcurrían las líneas uno
y diez, ya cerrada y abandonada desde hacía horas por sus usuarios, era
testigo de su impaciencia y desesperación. Pablo observaba, cada vez
que lanzaba una mirada al retrovisor de su izquierda, la antigua discoteca
Pacha (hoy teatro Barceló), y su mente trataba de eliminar cualquier
pensamiento o meditación sobre lo poco que había salido de fiesta en los
últimos cinco años, debía mantenerse alerta ante una posible señal o
comunicación con su socio Jack, que se mantenía oculto en la entrada de
un portal frente al inmueble donde residían Alfil y Davina. Quizá el
agente fuese nórdico y estuviese acostumbrado a temperaturas más
gélidas, pero sin duda le había tocado la peor parte del plan. El operativo
había sido complejo pero había merecido la pena. Disponían de un taxi
conducido por Pablo y con información falsa, después de todo era su
corazonada tras leer el informe de Jack: «El fantasma, ese tal Alfil, no se
resistirá a hacer algunas carreras ilegales». Solo había que esperar a que
algún seguidor de esas carreras subiera un tweet o foto a Facebook o
Instagram con los hastags adecuados (que vigilaba el teniente cada cinco
minutos). En caso de conseguir su objetivo, debía interceptar a Alfil,
para lo cual necesitaba anticiparse a sus movimientos. Pablo sabía que si
el asesino corría siempre en la zona sur de la ciudad, guardaría su
preciado coche, y es posible que también tuviese su vivienda, en la otra
punta para alejar a los curiosos y a la policía. Así que no tuvo más que
circular por la zona de Plaza de Castilla, Bravo Murillo y Avenida de
Burgos el tiempo necesario para ver el bólido negro y seguirlo desde la
distancia.
Su tesón en la vigilancia dio resultado el tercer día. Encendió la luz
verde de la señal luminosa en el techo y circuló despacio mientras se
acercaba al tipo atlético y vestido de negro que salía del callejón en el
que, dos minutos antes, se había sumergido un Audi TT que se
correspondía con la descripción. Así que no tardó en llevar en el asiento
trasero de su taxi falso, con las pulsaciones a ciento ochenta por minuto,
al supuesto asesino al que tanto tiempo había estado buscando, o, al
menos, a su máximo sospechoso. Un tipo que podría acabar con su vida,
en cuestión de segundos y sin poder hacer nada por evitarlo, si no
permanecía atento a sus manos, perdidas en la oscuridad del coche y del
espejo retrovisor central. Quizás aquel tipo alto, guapo y con voz grave
hubiese burlado a todos los cuerpos de policía del Estado, pero no le
había convencido a él. Pablo sabía que podría ser disparado, acuchillado
o estrangulado en cuestión de segundos y sin que pudiese hacer nada por
defenderse, por eso sopesó con cuidado su arma bajo la cazadora en
cuanto recibió a su cliente (y volvía a hacerlo cada dos minutos de
trayecto), tratando de mantener la calma y contener sus impulsos,
mientras le llevaba a Chueca y luchaba por sacar una conversación típica
de taxista aburrido de la que su pasajero intentara escabullirse como
pudiera; si se trataba del asesino, sería demasiado listo como para
descubrirle si su actitud no se asemejaba a la de un taxista real.
—Menuda noche para salir de fiesta, amigo.
—¿Cómo dice?
—Va usted al centro, ¿no? A esta hora suele estar bien, pero con este
tiempo, no sé, no sé… Menuda está cayendo.
—Gracias por el aviso.
—Es usted de pocas palabras, amigo. Le entiendo, es tarde para
aguantar al taxista pesado de turno. Es un defecto de la profesión, pero
ya me callo, no se preocupe.
Cada minuto y kilómetro que pasaba, Pablo estaba más seguro de que
el tipo era el que había estado buscando de forma enfermiza, su objetivo
primordial en la vida, su némesis, pero durante todo el trayecto no hizo
nada por detenerlo o arrestarle. Permaneció bloqueado ante la situación
sin saber el motivo. Tal vez fuese el aura sombrío que intuía en él, denso
y oscuro, a la par que sigiloso hasta hacerle desaparecer. El falso taxista
llegó a pensar en varias ocasiones que no llevaba pasajero, en otras creyó
tener un espectro sentado en el asiento trasero.
—¿Estás seguro de eso? ¿Estás completamente seguro de que era él?
—le preguntó Jack minutos después, en cuanto llegó con Miguel a la
parada de Tribunal en la que habían acordado montar el operativo de
vigilancia.
—¡Joder! No soy gay y aún así me gustaba y todo. Ese tipo tiene
algo; entre el rollo sombrío y el físico que calza, hay algo que te
enciende todas las alertas cuando estás cerca de él o le oyes hablar. Y no
me cabe duda de que era el que conducía el Audi negro de la carrera de
Leganés.
—Entonces, si estás tan seguro de que es el asesino que buscamos, le
vigilaremos durante toda la noche.
—Podríamos irrumpir en su casa.
—No, es demasiado peligroso, no sabemos si está acompañado o las
armas con las que cuenta, es mejor abordarle en la calle, cuando menos
se lo espere.
Jack permanecía frente a la puerta del edificio por donde había
entrado el sospechoso mientras Pablo y Miguel aguardaban dentro del
falso taxi unos cien metros más arriba de la calle, justo en la zona donde
estaba el punto de fuga principal: la estación de metro de Tribunal y el
punto más cercano en que se podía aparcar un coche sin resultar
sospechoso. Claro que durante la madrugada eliminaban la opción del
metro.
—¿Por qué no encendemos el motor y ponemos la calefacción? —
preguntó Miguel.
—Porque llamaremos la atención toda la noche aquí metidos con el
motor en marcha. Para eso trajimos los plumas.
Miguel, ataviado también con gorro de lana y guantes, se
desesperaba por el frío, el hambre y el aburrimiento. Cada pocos
segundos suspiraba y volvía a frotar los cristales para quitar el vaho.
—¿Nos hacemos unas pajillas?
Pablo miró a su ayudante con cara de pocos amigos.
—No me puedo creer —añadió Miguel— que seas el único policía
español que no hace esa broma cuando está de vigilancia, y el único al
que no le hace gracia. No pareces sevillano, cojones.
—Quizá no me haga gracia porque lo llevas diciendo cada noche
desde que hemos venido a Madrid.
—Es lo que tiene el aburrimiento.
—Pues si te aburres, conversemos. Elige un tema de conversación.
No, mejor lo elijo yo, hablemos de Torrente.
Miguel le miró asombrado, no creía que Pablo hubiese dicho eso en
serio.
—¿Sabías —continuaba— que Torrente es un personaje quijotesco?
Basado fielmente, además, en la novela de Cervantes.
—¿Me estás vacilando?
—En absoluto, solo tienes que analizar sus películas. Es un tipo que
se cree policía (como el quijote se creía caballero); va tratando de
solucionar problemas del mundo, pero lo cierto es que solo busca su
beneficio (del mismo modo que el quijote trataba de disfrutar de las
aventuras que su monótona vida le había privado); siempre va
acompañado de algún retrasado o desecho social (su fiel Sancho Panza
particular); en todas las películas verás que hay una Dulcinea (chicas que
suelen tener mala vida pero que el protagonista ve como princesas); y en
todas acaba fracasando en sus misiones, aunque al planificarlas en su
mente saliesen a la perfección. Torrente no es más que un quijote
moderno, un personaje algo perturbado y desfasado para su época que
trata de vivir unas aventuras creadas a partir de su mente y sus deseos de
libertad.
—Madre mía.
—¿Te ha sorprendido ese análisis?
—No, lo que me ha dejado a cuadros es tu capacidad para
transformar una saga de películas divertidas y trochas en algo académico
y aburrido.
—¡Vete a la mierda!
Mientras el falso inspector de la Interpol esperaba a tener una
confirmación visual de Alfil o de Davina, e ideaba la forma de abordarle
para entablar contacto o dispararle directamente, el portal del edificio
recibió una visita que no esperaba. Eran las cinco de la madrugada
cuando vio llegar a un viejo conocido, un agente llamado Emmanuel,
exmilitar de Nigeria, con el que había trabajado dos años atrás en una
misión y que sabía con seguridad que pertenecía, al igual que él mismo,
a la agencia Trouver. Podría haberle llamado para ofrecerle un acuerdo
en el que repartir los beneficios de la recompensa por la eliminación del
«paquete», podría haberle liquidado por entrometerse en una misión que
tenía más avanzada que él. Podría haber hecho muchas cosas pero
decidió, quizá movido por el consejo de la experiencia o quizá por estar
agarrotado por el frío, dejarle actuar y observar lo que ocurría. Su sexto
sentido le gritaba a voces que era una temeridad lo que estaba haciendo
su viejo compañero, que no sería eficaz un ataque directo como ese
contra un hueso duro como el tal Alfil. Informó a Pablo y a Miguel sobre
la visita de un desconocido, para cubrir sus espaldas en previsión de que
hubiese un tiroteo, y quedó a la espera de lo que tuviera que suceder. Los
minutos pasaron y tuvo la certeza de haber obrado bien. Había pasado
demasiado tiempo como para saber que su excompañero estaba muerto,
veinte minutos eran demasiados para una rápida incursión como aquella.
Pero, ¿y si Emmanuel había liquidado a Alfil? ¿Y si le pisaba el
contrato y la recompensa después de tanto trabajo? Jack lo tenía claro,
acabaría con el agente y le haría desaparecer; luego acapararía el mérito
de la captura. Lo que estaba claro es que el tiempo invertido en ir a
buscar al policía de Sevilla había merecido la pena, había logrado
localizar a la presa en poco más de cuarenta y ocho horas con solo haber
estudiado sus costumbres. ¿Qué haría con Pablo y con Miguel cuando
hubiese liquidado a Alfil y Davina, o lo hubiese hecho Emmanuel por él?
Los sevillanos estaban allí para ayudar y para comerse el marrón con la
justicia en caso de surgir problemas, también como tapadera para desviar
la atención de su huida cuando todo terminase. Tendría que liquidarles,
no le gustaba la idea de que esos dos policías hubiesen visto su cara.
Hacía dos días que ya tenía decidido cómo hacerlo. Les llevaría a un piso
que acababa de alquilar con nombre falso: Pablo Aguilar, en pleno barrio
de Chueca y donde había colocado gran cantidad de revistas y películas
porno gay, aparte de juguetes y trajes varios de látex. Les convencería
para ir allí a examinar las pruebas de un piso abandonado por Alfil y, una
vez dentro, dispararía en la boca a Pablo y en el pecho a Miguel, luego
les colocaría en la posición adecuada para que la policía y los forenses
atasen cabos en el informe preliminar de la escena: claro crimen pasional
y suicidio posterior. Burdo, terriblemente cutre, pero distraería durante
unos días, quizás una semana, a la policía y él tendría vía libre para salir
del país sin prisas.
—¡Joder! Menos mal que dijiste catorce minutos exactos. ¿Qué has
estado haciendo? Un Golf se roba en veinte segundos.
—Ya te lo contaré, sube de una vez.
La chica metió una bolsa de deportes y dos maletas con las
pertenencias de ambos en el maletero y se montó en el asiento del
copiloto. Subió unos grados el climatizador y encendió la radio, pero no
fue música lo que oyó, sino el estruendo y estallido del cristal delantero
tras un disparo sin silenciador.
—¡Alto, Policía! —El grito de Miguel Carabías resonó en el silencio
de la noche casi más fuerte y comprometedor que el estrépito del
disparo. El joven, todo un atleta, había llegado en tiempo récord al lugar.
Alfil y Davina le vieron llegar corriendo calle abajo y abandonaron el
coche de un salto al unísono, refugiándose en los umbrales de la calle
que tuvieron más a mano, a ambos flancos del vehículo. Cuando sacaban
sus armas para defenderse, las mortecinas ventanas de los edificios
comenzaron a cobrar vida, anunciando que los vecinos de la calle
estaban ya despiertos y alarmados ante el grito y el disparo del policía;
era el presagio de su inminente detención. El aporte extra de luz ayudaba
a ver con claridad al chico joven vestido de paisano que bajaba corriendo
y en solitario por la calle Fuencarral. Dos balas acabaron con la carrera y
con la propia vida del policía, dos siseos amortiguados que le hicieron
caer de bruces contra el mojado y frío suelo ante la sorpresa de Alfil. El
sonido de su cuerpo al desplomarse y golpear con la cabeza la calzada en
el silencio de la noche fue tal, que Alfil supo que perduraría en su mente
como un eco que se resiste a desaparecer.
La incertidumbre y el miedo repentino ante la situación solo duraron
un segundo, el tiempo que tardó Davina en volver al coche y gritar a
Alfil un: «¡Sube, rápido!». Este no necesitó otro aviso, saltó al interior
del vehículo y, aprovechando el motor ya encendido, hizo protestar a los
neumáticos para salir a toda velocidad mientras trataba de mantener la
calma por la escena que había contemplado. Dos disparos desde el
exterior les anunciaron que había, al menos, otro policía o agente más en
la calle; una de las balas hizo estallar el parabrisas trasero mientras el
coche tomaba la curva hacia la calle Augusto Figueroa.
—¡Para, tenemos otra sombra! —gritó la chica.
—Nada de eso, no sabemos desde dónde dispara, podría estar
apostado en un balcón y matarnos sin que le veamos siquiera.
—¡Joder! Nos han encontrado en un santiamén, y ni siquiera los
hemos visto venir. No podemos permanecer en esta ciudad ni un día más,
y olvídate de tus aficiones nocturnas.
—Está bien, lo entiendo, pero ahora cállate. Estoy tratando de
encontrar otro coche fácil de robar antes de salir a la Gran Vía o la calle
Alcalá. La policía nos detectará en el acto si vamos sin parabrisas
delantero ni trasero, eso si no morimos antes de una pulmonía.
—Podemos estar en Barcelona antes de las once de la mañana —
sugirió Davina.
—No, nada de Barcelona. Cruzaremos a Francia por el País Vasco o
Navarra y allí desapareceremos unas semanas en algún pueblo pequeño.
—¿Y el dinero?
—Ya lo solucionaré, pero hay demasiada gente tras nosotros como
para permanecer más tiempo en España.
2
Tres cucarachas parecían frotarse las manos ante el festín que acababan
de obtener. Pablo les había colocado, cerca del rincón donde se
ocultaban, unas migas sobrantes de su bocadillo. La pensión en la que
descansaba y ponía en orden sus prioridades era poco más lujosa que el
sótano de un orfanato descrito por Dickens. El camastro tenía muelles
que provocarían la mayor de las sonrisas a cualquier quiropráctico en un
futuro inmediato y el olor a humedad quedaba disimulado por el del
moho y restos de comida en descomposición. Y el sonido que las
tuberías le obsequiaban al trepar desde la taza del váter hacia una planta
que no sabía que tuviese el edificio, monopolizaba la que ahora era la
banda sonora de su vida.
Una bombilla pequeña y polvorienta, colgando de un cable en el
centro de la habitación, oscilaba creando sombras tenebrosas en la pared
de papel pintado en la que, sentado ante una mesita destartalada, Pablo
consultaba su ordenador portátil. Se había desconectado de sus cuentas
de correo y usaba un sistema de navegación segura para no ser rastreado,
conocía la forma de trabajar de sus compañeros y debía ser cauto para
evitar que le atrapasen en cuestión de horas y diesen al traste con la
mayor investigación de su vida. Más ahora que había dado el paso
definitivo hacia el abismo o la gloria.
Acababa de ducharse en el baño común para toda la planta, ya que en
la habitación solo disponía de una taza de váter, pero el agua caliente no
le había hecho recuperar la temperatura tras la noche de pesadilla que
acababa de vivir. Aún sentía el temblor en cada una de sus articulaciones
y sabía que ya no podría achacarlo al frío; la única parte de su cuerpo
que parecía mantener la serenidad eran sus ojos, en ese momento fijos en
la pantalla del ordenador. Su mirada desalmada y algo distante marcaba
el rastro de su objetivo, como un perro de presa queda inmóvil, usando
cada hueso y músculo de su cuerpo, ante el camino hacia su inminente
víctima.
—¿Adónde has ido, hijo de puta? No importa lo rápido que vayas o
los medios que tengas, te acabaré encontrando y terminaré contigo.
Aunque fijaba la vista en las dos ventanas abiertas de la pantalla, a la
derecha un mapa de la península y a la izquierda un bloc de notas donde
apuntaba cada pensamiento e idea que surcaba por su mente, su cerebro
solo veía al tipo que había llevado como pasajero en su taxi-tapadera. El
sonido de las cisternas de los otros inquilinos o sus discusiones maritales,
que solían acabar igual a golpes que tras gemidos, no le impedían seguir
almacenando la imagen del asesino que había estado a medio metro de
distancia en el taxi. Si le hubiese disparado en ese momento, o tratado de
detener, ahora su ayudante estaría vivo y él recibiendo felicitaciones; o
quizá encarcelado por homicidio. Aquella posibilidad fue lo que le
detuvo, lo que impidió que siguiese su instinto, lo que le mostró, aún a
sabiendas de que definía su cobardía, el límite de su capacidad como
policía. Tomó una decisión y salió mal. Desde que el fantasma había
vuelto a su vida, todo había salido mal. Su presencia, su mera existencia,
implicaba poner de manifiesto las carencias del teniente. Por eso Pablo lo
odiaba. Por eso lo encontraría y le mataría.
En el bloc apuntó cuatro palabras: España, Portugal, Marruecos y
Francia. Luego permaneció pensando durante un largo rato.
—No, no te quedarás en España, eso significaría que te escondes y
los dos sabemos que tú no te esconderás de nadie. Sea lo que sea que
estés haciendo ahora, lo que has hecho en Chueca, seguirá su rumbo. Y
si debes salir del país sin pasar por un aeropuerto, la mayoría cerrados
por el temporal, ni por un puerto marítimo, todos cerrados por el mismo
motivo, estás obligado a hacerlo en coche o tren, ese último demasiado
vigilado. Pero para llegar a Marruecos hay que pasar por la frontera,
donde habrá policías que te esperen a ambos lados del estrecho, aparte de
soportar una cola infernal de vehículos parados en un atasco sin
posibilidad de huida. Descartado. En Portugal no hay nada,
absolutamente nada, salvo que tengas un objetivo allí. Le doy un quince
por ciento de posibilidades, demasiado pocas como para jugármela.
Debes de estar camino de Francia, donde es fácil cruzar por algún
pequeño pueblo navarro o vasco, allí solo encontrarás alguna patrulla
ante la que pasarás desapercibido o que podrás eliminar sin el mayor
esfuerzo ni consecuencias para ti. Una vez en Francia, tendrás todo el
continente para moverte, desaparecer, actuar, volver a matar… Sí,
apostaré por Francia.
Pablo apartó la vista de la pantalla del ordenador y la giró hacia ti, sí,
hacia quien lee estas palabras ahora.
—Todo sería más fácil con tu ayuda. Tú sigues los pasos de Alfil
desde que mataba chicas inocentes en hoteles. Tú has leído sus
intenciones y sabes hacia dónde se dirige, sus próximos pasos. Sería tan
valioso contar con apoyo en este momento.
»Echo de menos a Miguel. Cuando uno se acostumbra a tener
compañero en el trabajo, es difícil acostumbrarse a la soledad y a no
tener con quien consultar opiniones. Claro que no soy tan egoísta como
para pensar en él solo para obtener su ayuda, pero me hace sentir menos
culpable por su muerte y quizá logre olvidar la imagen de su cuerpo aún
cálido entre mis brazos. No merecía un final así, ninguna buena persona
lo merece.
»¿Sabes que el método para seguir y encontrar a un asesino pasa por
estudiar el comportamiento de los anteriores en la base de datos, además
de usar la intuición al ponernos en la piel de ellos? Así es, la forma de
pensar de un asesino no es diferente a la de un policía o un
administrativo de banca. Simplemente, ellos han cruzado la línea
psíquica que les hace cometer un crimen. De hecho, cualquier de
nosotros podría cometerlo, incluso tú, si los estímulos son lo
suficientemente fuertes como para provocar semejante respuesta.
»No sé qué habrá llevado a ese tal Alfil a cometer sus asesinatos,
pero ese no es mi trabajo. Yo me limito a tratar de entender cómo
funciona su mente para adelantarme a sus pasos y poder capturarlo. Si es
que el estímulo de la muerte de Miguel no produce en mí la respuesta
necesaria para meterle dos balas en el pecho, además de otras dos a su
compañera.
Pablo se levantó de la silla y arrojó el abrigo que llevaba sobre los
hombros a la cama, estaba desnudo bajo la prenda. Se vistió y salió a la
calle, allí buscó una cabina de teléfonos de las que pudieran quedar aún
por Madrid. Tras entrar y comprobar que no estaba rota ni trucada por
algún mendigo, introdujo una moneda de un euro y esperó a recibir el
tono, carraspeó mientras marcaba el primero de los dos números que
había apuntado con un boli en su mano y esperó la respuesta. Trataba de
recordar la habilidad que le hizo muy popular en su instituto, la de imitar
la voz de personajes famosos de la política, televisión o farándula. No se
le daba nada mal en aquel entonces imitar voces y ahora necesitaba
recuperar esa destreza.
—Comisaría central de San Sebastián, departamento de homicidios.
¿En qué puedo atenderle?
—Buenas tarde, mi nombre es Javier Balmaseda, teniente de
homicidios en la central de Madrid. No sé si habrán visto las noticias.
—Sí, señor, conocemos el caso. En el barrio de Chueca, ¿verdad? Un
agente del cuerpo, lamentamos…
—Gracias, nosotros también —le cortó con impaciencia—. Les
llamo porque necesitamos con urgencia su ayuda. Sospechamos que los
asesinos puedan huir por la antigua frontera de algún pueblo del Pirineo.
—Le costaba disimular su acento andaluz pero no le importó demasiado,
posiblemente aquel agente con el que hablaba no había conversado
nunca con Javier (ni con muchos andaluces).
—Ya recibimos un aviso hace horas, las patrullas de la zona están
prevenidas por si ven a alguna pareja joven tratando de cruzar a Francia.
También hemos lanzado un aviso a los compañeros del otro lado, ya
sabe, a la gendarmería francesa.
—Sí, ya lo imaginaba. Pero les llamo para ampliar la información
sobre los sospechosos. Son una pareja, el chico tendrá entre treinta y
treinta y cinco años, metro ochenta y cinco de estatura, complexión
atlética, pelo corto castaño y ojos oscuros, bien parecido y bien vestido.
La chica tiene pelo largo y castaño, delgada, metro setenta y dos
aproximadamente y ojos oscuros. Viajarán en algún vehículo habilitado
para los puertos de montaña y la nieve, algún todoterreno o todocaminos;
seguramente grande y de alta gama pero de color neutro. Ah, y por
cierto, apostaría a que tratan de cruzar durante la noche.
—Gracias Teniente, apunto la nueva información y la envío a los
puestos de las localidades de la zona.
—Recuerde que son muy peligrosos y que van armados. Dispararán
si se ven en una encerrona.
—Descuide, por esta zona sabemos cuidarnos.
—Espero que sea así y les sepáis dar una buena bienvenida, porque
se trata de dos asesinos como no habíamos visto en mucho tiempo —
Pablo sintió que se extralimitaba en sus funciones al tiempo de decirlo—,
ya me entiendes, esa gentuza…
—Si les vemos, le daremos una recepción que no olvidarán,
descuide.
—Una cosa más, sé que puede parecer algo poco ortodoxo pero le
daré un número de móvil al que me gustaría que me llamase cualquier
policía, ertzaina o guardia que pudiera verles. O mandarme un simple
mensaje, eso sería de gran valor para mí. Estoy fuera de la central y de
ese modo tendré una conexión más rápida con cualquier movimiento o
información que surja con respecto a los fugitivos.
Pablo le dio el número de una tarjeta prepago que había comprado.
Sabía que podrían rastrearla en cuanto llegase ese mensaje o llamada,
pero se arriesgaría y tendría tiempo de sobra para salir del país antes de
ser arrestado. Colgó el teléfono y volvió a llamar, esta vez al segundo
número, la Policía Foral de Navarra, para repetir la misma conversación.
Volvió a la pensión y recogió sus cosas, pensaba partir hacia el norte en
un coche robado, así el suyo, en caso de que lo estuvieran buscando, no
sería interceptado en un control. Permanecería a la espera hasta
conseguir noticias de los fugados. Estaba decidido a que nada le
detuviera en su camino.
Los días avanzaban y Le Conn seguía sin tener atados los dos cabos
sueltos que necesitaba solucionar por el bien de su agencia. Las últimas
noticias procedían de dos agentes por separado, cada uno de ellos
confirmaba el dato demoledor que le había hecho perder el sueño durante
esos días: los dos fugitivos que buscaba se habían aliado y no parecía
que estuviesen huyendo. Eso dejaba claras sus intenciones, estaban
colaborando para lanzar un ataque contra la agencia. Por mucho que
aquello significase una lucha desigual y suicida contra Trouver, al menos
desde el punto de vista de sus colaboradores y agentes, los datos que
pudiese conocer Davina podrían darles una ventaja, una oportunidad en
un enfrentamiento contra él. Por ese motivo (y porque no se fiaba nunca
de las estadísticas) había llamado a todos sus agentes y contratado a los
sicarios externos que solían colaborar con ellos puntualmente.
Necesitaba acabar lo antes posible con la amenaza.
Las noticias del canal internacional hablaban de la aparición de dos
hombres asesinados en Madrid, un policía y otro hombre sin identificar.
Le Conn sabía que ese segundo cadáver correspondía a uno de los dos
agentes que habían informado aquella noche sobre sus avances positivos
en la localización de las dos presas. La ausencia de comunicaciones con
ellos era señal inequívoca de que habían fracasado y estaban muertos.
Posiblemente, el segundo agente hubiese sido «limpiado» como ellos
mismos hacían en sus misiones con los cadáveres. La mano de Davina se
adivinaba tras ese hecho. Dos agentes habían fallecido ese día y otros
dos sicarios en la operación de Grecia. La situación se tensaba
demasiado. Las comunicaciones se habían reducido al mínimo y se
encriptaba cada mensaje con códigos nuevos para evitar que la chica
pudiese interceptarlas, aunque Le Conn dudaba de la efectividad de ese
sistema. Los fugitivos estaban en paradero desconocido y eso les podía
situar demasiado cerca de él.
—¿Qué sabemos de las dos mascotas para el regalo de cumpleaños
de mi nieta? —preguntó por teléfono a uno de sus dos lugartenientes.
—Aún no las han traído a casa, son algo agresivas y puede que
tengan la rabia. Así que he enviado a todos los veterinarios con los que
contamos para que solucionen el problema.
—Un asunto desagradable, los perros con rabia deben ser
sacrificados por el bien de sus amos. Debemos proteger a la familia.
—En eso estoy, le informaré cuando sepa algo más.
Colgó el auricular del teléfono con una mueca de desagrado, no tanto
por la información como por el hecho de tener que usar un medio de
comunicación tan poco seguro. Le Conn se encontraba en su casa, donde
también mantenía de cara a su familia la tapadera de librero y
especulador de libros exclusivos y raras ediciones. Permanecía sentado
en el sillón del despacho que tenía en la biblioteca de la vivienda (que no
se diferenciaba demasiado del que tenía en la sede de Trouver), con
paredes forradas de roble y estanterías repletas de libros, una gran
chimenea siempre encendida, con dos butacas frente a ella, y su mesa de
trabajo a un lado de la estancia.
Después de dos semanas de pesadilla por culpa de Davina y del cabo
suelto de Alfil, sus rasgos afilados, que le daban el aspecto de una astuta
comadreja, se estaban suavizando bajo el semblante agotado que lucía en
la actualidad. Trató de recomponerse antes de salir del despacho, forzó
una sonrisa que no engañaba a nadie y se dirigió al salón, donde le
esperaban para cenar su mujer y su nieto.
Capítulo 10
Los faros del vehículo solo lograban atravesar unos pocos metros entre la
espesa nevada que caía sobre la carretera N-121-B antes del cruce de
Elizondo. La noche sumía en la oscuridad todo a su alrededor y
aconsejaba mantener un ritmo prudente a la conductora del Seat León
rojo que avanzaba por un tramo desierto a esas horas de la madrugada, a
pesar de conocer la zona mejor incluso que los actuales pensamientos de
su acompañante. Solo en algunas curvas cerradas, en la que se había
formado una capa de hielo sobre la calzada, se veía obligada a poner a
prueba sus habilidades al volante. A su izquierda, el rumor del río
Baztán, que abraza todo aquel valle como un férreo cinturón negro,
quedaba amortiguado hasta desaparecer bajo la conversación que se
producía en el interior del coche.
—Menudo día de perros.
—Menuda semana de perros.
—No entiendo por qué debemos patrullar si no hay un solo vehículo
a estas horas por la carretera. ¿Quién estaría tan loco de atreverse a
conducir ahora por aquí?
—Son órdenes de la central de Pamplona. Creen que los asesinos de
Madrid pueden tratar de salir por esta carretera hacia Francia.
—Eso son suposiciones, pueden estar en cualquier sitio escondidos, o
salir por mar desde la costa, o…
—Son órdenes, Mikel, así que nos jodemos y las cumplimos.
El agente no discutió más y acató tanto la orden como la posición de
mando de la sargento, limitándose a maldecir en sus pensamientos, por
enésima vez en los últimos meses, la mala suerte que le había llevado a
ser destinado como compañero de la que consideraba una trepa con
influencias en la central; y que, con un poco de suerte, ascendería a
teniente en pocos años, consiguiendo mejor destino lejos de él. Sería
maravilloso librarse de semejante inconsciente. No podría definir de otro
modo a quien patrulla a la una de la madrugada por un lugar tan
peligroso cuando las posibilidades de cruzarse con el BMW X5 que
informaban en el parte oficial eran inferiores a las de encontrar una aguja
en un pajar.
En momentos como aquel, siempre recordaba la incontenida y
estúpida sonrisa que brotó de él al conocer en persona a la sargento el día
que le notificaron su destino. Una belleza rubia de grandes ojos azules,
cuerpo pequeño pero apretado y con las curvas justas, sonrisa de ángel…
Todo lo que percibió en ella, y que nunca olvidaría, se disipó en cuanto
observó su frialdad, sus modales, su autoridad (aunque, después de todo,
era su superior) y sus enfermizas ansias de conseguir un caso importante.
En esos momentos regresaban de la antigua frontera de Dantxarinea,
recorriendo el camino, pueblo a pueblo, por el que se cruzarían con los
asesinos en caso de que estos hubieran elegido aquella ruta de escape. El
agente Mikel Orturro iba tocando madera para tener una noche tranquila
y que los fugitivos circulasen por otra carretera, o estuviesen ya en otro
país. A su lado, muy a su pesar, la sargento Oiana Antón estaría rezando
por todo lo contrario. Es lo que detestaba Mikel de ella, la ansiedad por
tener un caso de esos que solo salen en las películas.
Un destello anaranjado apareció ante ellos para sacarles de sus
pensamientos, pero no se trataba de ningún vehículo, sino de las farolas
que alumbraban las calles de Elizondo.
—Podríamos parar en el Sobrino y tomar unos cafés.
—Para entrar en el pueblo hay que salir de esta carretera, no me
arriesgaré.
—Es poco probable que los asesinos pasen por esta ruta, menos aún
que lo hagan esta noche y casi imposible que dé la casualidad de que lo
hagan justo cuando nos tomamos un café. Además, ¿nos pasaremos toda
la noche circulando arriba y abajo sin descansar? ¿Ni siquiera unos
minutos?
—¡Joder, Mikel, vas sentado en un coche en el que ni siquiera
conduces y con la calefacción a toda potencia! ¡Deja de quejarte de una
puta vez! El próximo día te traes un termo de café con magdalenas.
La sargento Antón puso rumbo a Lecároz, dejando a su izquierda la
rotonda de entrada a Elizondo y a su derecha el mal humor del inútil
compañero que le habían asignado, por desgracia, hacía unos meses.
Aún recordaba, especialmente en noches y misiones como aquella, el
fatídico momento en que le habían notificado quién sería su compañero
en el destino asignado. Aquel niñato de sonrisa fácil, acostumbrado a
hacer babear a las chicas de su pueblo con un machismo y verborrea
ridículos, estaba frente a ella con cara de pensar: «Has tenido suerte,
princesa, aquí está tu príncipe azul para solucionarte la vida». Odiaba a
los patéticos machitos que presumían de las muescas de sus revólveres,
aquellos que frenaban las posibilidades de mérito y ascenso de las
mujeres en el cuerpo gracias a la simpatía que despertaban en sus
superiores atocinados, aquellos que veían en esas nuevas generaciones a
los policías que creían haber sido ellos en el pasado.
Al recuperar la consciencia, vio que uno de los faros del Seat León
parecía seguir encendido, como un rayo de luz que tratara de resistirse a
la oscuridad, cortando la noche e iluminando los copos que caían
lentamente sobre el agua del río, ahora bajo un silencio sepulcral. El otro
faro había desaparecido dentro del amasijo de metal del capó cuando este
había abrazado al árbol que consiguió detener en seco el vehículo. Oiana
se frotó los ojos y notó el intenso frío que llegaba a ella a través de los
cristales rotos, al igual que el pitido de sus oídos tras el estruendo del
accidente, un dolor agudo en su nariz y lo más desagradable: esa saliva
espesa que se forma en la boca cuando estamos muy nerviosos o alerta
ante (o después de) un suceso importante. Poco a poco, a medida que iba
recuperando la consciencia de lo que acababa de ocurrir y el rumor del
Baztán activaba sus sentidos cantando de forma monótona a menos de
dos metros, logró hacer balance de su situación y comprobar que no tenía
ningún hueso roto, solo cientos de pequeños cristales en el pelo y dentro
de la ropa. Observó ante ella, a pesar de la oscuridad, el volante abierto y
con la bolsa blanca desinflada y manchada de sangre que había salvado
su vida. Aturdida aún, miró a su compañero, que sangraba por la nariz
pero parecía respirar sin dificultad. Ella se tocó la cara y comprobó que
la sangre de su airbag también era de procedencia nasal. Llamó a Mikel
por su nombre varias veces mientras le zarandeaba con golpes cada vez
más fuertes, el agente gruñó sin parecer que estuviese aún despierto del
todo. Ya sabiendo que su compañero estaba vivo y que recobraría la
conciencia en unos pocos minutos, Oiana trató de salir del coche, aunque
le costó mucho abrir su puerta, deformada por el impacto. Al instante, en
cuanto puso los pies fuera del vehículo, supo que no había sido una
buena idea. Resbaló en la pendiente de hierba mojada y aterrizó con el
trasero a menos de un metro de la orilla, había estado a punto de cometer
un error que le hubiese costado la vida; el agua estaría poco menos fría
que el hielo. Sin levantarse del suelo, a pesar del frío y la humedad que
le calaba el pantalón del uniforme, sacó su teléfono móvil y buscó en las
últimas llamadas al comisario; pero no llamó. Recordó en ese instante
que había recibido un número de móvil del oficial al mando del caso en
Madrid. Se levantó y caminó con cuidado los seis pasos que le separaban
del coche, entró y buscó en la guantera el trozo de papel donde lo había
apuntado. Su compañero ya parecía estar consciente del todo y la miraba
extrañado.
—¿Qué haces?
—Informar de lo ocurrido. ¿Estás bien?
—He tenido mejores días.
—Dame un minuto.
—Los que quieras.
Oiana apenas veía los números apuntados a bolígrafo, pero aún así
logró marcarlos y hacer la llamada. Desde el otro lado se oyó el sonido
hueco y residual de un manos libres dentro de un coche.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Sargento Oiana Antón de la Policía Foral de Navarra. ¿Hablo con
el Teniente Balmaseda?
—… Sí…, soy todo oídos.
—Estamos de servicio en la nacional N-121-B a tres kilómetros
pasado Legasa en dirección Francia. Un todocaminos de marca BMW se
ha cruzado con nosotros a gran velocidad y sin bajar las luces largas,
hemos tenido que apartarnos para no ser embestidos. Sospechamos que
podrían ser los fugados de los asesinatos de Chueca.
—¿Han visto modelo y color?
—Solo la forma de los faros y el frontal antes de esquivarlos, ahora
mismo estamos accidentados y vivos de milagro.
—Vaya, espero que las asistencias aparezcan pronto, lamento su
situación.
—Gracias, teniente.
—¿Antes ha dicho Legasa? ¿Eso es País Vasco?
—Casi, es Navarra. Con este clima podrían llegar en treinta minutos
a la antigua frontera y desaparecer.
—Deben impedírselo, usen el dispositivo policial que sea necesario
pero corten su avance como sea.
—Me temo que eso será difícil, señor. Nosotros tenemos el coche
destrozado contra un árbol y no hay más patrullas que la nuestra por esta
zona, solo puedo dar un aviso a la gendarmería del pueblo francés más
cercano, Ainhoa.
Pablo pensaba todo lo rápido que podía ante ese contratiempo. El
silencio incómodo de varios segundos hizo impacientarse a su
interlocutora.
—¿Sigue ahí?
—Sí, disculpe. Avise a la policía francesa y luego llamen para pedir
auxilio, no será agradable estar una noche como esta dentro de un coche
accidentado.
Pablo colgó antes de recibir respuesta alguna, bajó la ventanilla a
media altura y sintió en la cara el frío de la nieve golpeando con furia,
arrojó el móvil a la cuneta y volvió a subir el cristal para refugiarse en la
calefacción del coche que había robado. Ahora sus perseguidores, la
Policía Nacional, ya sabían que iba camino del norte, como también
sabrían en pocos minutos que la Policía Foral de Navarra había detectado
el coche de los fugados de Chueca. Iba tan concentrado en la conducción
de noche por la carretera nevada que había olvidado disimular con
eficacia el acento andaluz, pero no le importaba, sabía que esa sargento
que había llamado no habría hablado en su vida con el teniente
Balmaseda, y era frecuente que muchos policías nacionales acabasen
destinados en zonas muy lejanas a su lugar de nacimiento.
A riesgo de sufrir un accidente, pisó el acelerador y concentró los
cinco sentidos en llegar lo antes posible al Pirineo Navarro. Acababa de
pasar Burgos en su ruta hacia San Sebastián y ahora debía desviarse
hacía Navarra, pero antes de llegar a Miranda de Ebro necesitaba
cambiar de coche o no tardarían en interceptarle en algún control de
carreteras.
Capítulo 11
No necesitó más de diez minutos para lavarse la cara con agua fría que lo
despejase del todo y ponerse ropa de abrigo. Cogió las llaves de su casa
y las del coche, su cartera y su arma reglamentaria, haciéndose una
súplica a sí mismo para no tener que usarla. Miró el paquete de tabaco
sobre la repisa de la entrada e hizo un chasquido con la lengua de
desaprobación por haber sucumbido a fumar después de ocho años de
abstinencia. Cuando abrió la puerta, un guiño familiar frenó sus pasos.
Desde el espejo de la entrada le observaba el policía que le hubiese
gustado ser, le observaba el reflejo perdido de los ideales a los que
renunció por un ascenso y un leve aumento de sueldo. Ese reflejo le
resultaba familiar, pero no era el de costumbre; allí, frente a él,
exhibiendo una sonrisa burlona, ya no estaba su propia imagen, sino
Pablo Aguilar, mostrándole al policía que debió haber sido esos últimos
años y el que debía ser ahora para poder solucionar el caso.
Javier Balmaseda aceptó el reto.
Su reloj de pulsera marcaba las dos de la madrugada cuando
abandonaba Madrid en su Suzuki Vitara con destino a Navarra, los
aeropuertos permanecían cerrados por la tempestad de nieve y Javier
solo pudo pensar que deberían haber cerrado también las carreteras, ya
que su todoterreno apenas podía avanzar con seguridad a más de ochenta
por hora sobre la autopista; ráfagas de viento racheado, cargado de nieve,
empujaban constantemente el coche y le obligaban a estar alerta para no
salirse de la carretera. Ese estado de concentración para no tener un
accidente en la noche no le impidió hacer balance de las noticias que
acababa de recibir desde la Policía Foral: «Tenemos la sospecha de que
el vehículo de los fugados tras los crímenes de Chueca ha provocado el
accidente de uno de nuestros coches patrulla a tres kilómetros de
Elizondo, en dirección hacia Ainhoa, Francia. Hemos notificado también
por mensaje de móvil al teniente Balmaseda como él mismo nos pidió
unas horas antes».
La noticia supuso un despertar equivalente a recibir un cubo de agua
helada sobre la cara. Estaba dormido y no podía creer que le llamasen a
esas horas al móvil del trabajo, hasta que recordó que esperaba noticias
importantes del caso. Lo que no imaginó es que le informarían de
movimientos que supuestamente había realizado él mismo a cientos de
kilómetros de su casa y mientras dormía. No cabía duda de que Pablo
estaba haciéndose pasar por él para tener apoyo logístico de otros
cuerpos de Policía, y además les había adelantado trabajo al descubrir
por ellos el lugar por el que estaban huyendo los homicidas del caso Bill
Murray[1]. Odiaba pensar en el nombre con que el comisario había
bautizado el caso en cuanto supo de la implicación del teniente sevillano.
Parece que la burla hacia él continuaría con más fuerza tras los últimos
acontecimientos, a pesar de ser el único que parecía estar haciendo los
deberes.
A una velocidad convencional, le quedarían más de seis horas para
llegar a la antigua frontera navarra, pero en esas condiciones no sabría
precisar si llegaría antes de diez; así que tenía tiempo de sobra para
pensar en los pasos que daría y las decisiones que tomaría con respecto a
Aguilar. Se debatía entre cumplir las órdenes y arrestarlo, si lograba
acercarse lo suficiente, o hacer lo que le sugería su instinto de policía,
que creía dormido o muerto desde hacía años, y seguirle la pista para que
el mejor policía que había conocido le llevase ante el verdadero asesino
de las chicas de los hoteles. Meditar en la noche siempre le hacía patinar
sus pensamientos hacia su lado sentimental, eso le daría más opciones y
un buen margen de tiempo a Pablo.
El reloj del móvil de Oiana marcaba las cinco menos diez cuando el
Toyota Land Cruiser negro entró en la plaza frente a la entrada de la
comisaría. Los faros del vehículo iluminaron la sala en la que aún
descansaba con su compañero y la curiosidad hizo que se acercase a los
ventanales. La sargento se extrañó de que nadie bajara del coche. Tras
unos segundos, el vehículo comenzó a maniobrar torpemente en aquel
estrecho lugar y sobre una capa de más de un metro de nieve. Un
impulso empujó a la chica a coger el abrigo, observar a su compañero
dormido en una butaca al fondo de la sala y salir corriendo para bajar las
escaleras y salir del edificio. Saltando torpemente sobre la nieve blanda,
que le llegaba hasta la cadera, logró acercarse a la ventanilla del coche,
que estaba a punto de salir del lugar, sentía sus pulsaciones al máximo.
Golpeó el cristal cubierto de vaho con la mano y una cara borrosa
apareció observándola con asombro desde el otro lado.
Pablo Aguilar bajó la ventanilla con su mano izquierda mientras
sostenía su arma reglamentaria con la derecha. No sabía quién era
aquella chica, seguramente una policía que había salido de la comisaría;
no pensaba dispararle, pero sí usar el arma como medida disuasoria si
pretendía detenerle.
—¿Quién es? ¿Puedo ayudarle?
—Soy el teniente Javier Balmaseda. —Ni siquiera sabía por qué
había dicho eso, pero era un buen salvoconducto que merecía la pena
tratar de usar.
—¿Teniente? Llevo toda la noche esperándole. Llamé hace dos horas
de nuevo a su móvil pero me respondió la señal de ocupado o fuera de
cobertura.
—Mi teléfono sufrió un accidente y ahora estoy algo incomunicado
de la central.
—¿Por qué no ha entrado en la comisaría? Tome un café y podrá usar
el teléfono para informar a Madrid.
Pablo dudó unos instantes, miró por el espejo hacia el moderno
edificio que quedaba a su espalda, desentonando cruelmente con el resto
de construcciones del pueblo, y respondió lo primero que se le ocurrió.
—Vi las luces apagadas y pensé que no había nada más que algún
agente en labores administrativas. Pensé que estaban todos los agentes de
campo persiguiendo al todocaminos de los sospechosos. ¿Lo están?
—Ojalá, con el temporal y las pocas opciones de atraparles antes de
perder la jurisdicción, mi superior ha decidido que se encarguen los
franceses.
Pablo hizo una mueca de desagrado, luego quedó pensativo mientras
la chica seguía temblando bajo la nieve y esperando su reacción.
Hace frío aquí fuera —dijo mientras se abrazaba con fuerza el pecho
—, podemos pasar dentro.
—Creo que seguiré hasta la frontera. Quizá los del todocaminos
hayan tenido un accidente, pueden haber patinado con la nieve. Tal vez
hayan hecho una parada en algún pueblo para esperar el paso del
temporal; o incluso puede que se haya cortado la carretera y no puedan
pasar. Si existe una posibilidad de atraparles, no quiero estar
calentándome las manos en una sala de espera tomando café, no se
ofenda.
—No me ofende, en absoluto. Es más, le acompañaré.
Pablo se alteró al verla cruzar por delante del vehículo y entrar por la
puerta del acompañante. Por suerte, guardó su arma antes de que Oiana
pudiera verla; la sargento se puso el cinturón y quedó a la espera de que
el supuesto teniente Balmaseda partiese.
—¿A qué espera?
—Sí, claro… Es por la izquierda, ¿verdad?
—Sí, gire al final de la calle, justo donde el puente de piedra sobre el
río, así saldremos a la 121 de nuevo.
Pablo temblaba ante la posibilidad de tener que disparar a un policía
inocente para defenderse de un arresto. Más aún cuando vio que la chica
sacó su arma y comprobó el cargador, luego sacó el móvil y envió un
mensaje a su compañero para que supiese que se había marchado con el
policía nacional, al terminar lo dejó sobre el salpicadero. Pablo debía
deshacerse del móvil de Oiana antes de que le enviasen una foto del
tercer fugado, él mismo.
Mikel no necesitó leer el mensaje para saber que la sargento se había
marchado, ya no dormía. Se había levantado del sillón y acercado a los
ventanales de la sala, desde allí observó el coche negro cruzando un
paisaje blanco que comenzaba a inundarse de los tonos púrpura con los
que el alba empujaba la noche hacia su fin. Permanecía serio mientras el
vehículo se perdía en la distancia. Ya estaba despierto cuando su jefa
salió de la sala pero no pensó ni por un instante acompañarla en su loca e
inútil cruzada.
—Al final acabarás con un balazo en la frente, es lo que buscas y es
lo que encontrarás —murmuró.
Capítulo 12
La humedad del mar, algo lejana pero aún así presente, entraba por
los balcones, altos y mucho mejor engalanados que los del hotel que
recordaba vagamente durante su misión en Amberes. El olor a flores y el
murmullo del paso de barcas por algún río cercano la reconfortó. Estiró
brazos y piernas como una niña pequeña que se despierta tarde tras una
siesta de domingo en el sofá y junto a sus seres queridos. Se incorporó y
entonces le vio de nuevo, seguía sentado a su lado como si velase por
ella, como si expiara su culpa.
—Ya no estamos en Amberes —susurró como si no quisiera
despertar a quienes durmiesen cerca.
—Cerca, muy cerca —respondió Alfil.
—Dame pistas —pidió con una sonrisa en los ojos.
—Una ciudad cercana a Amberes y Bruselas, pequeña pero
suficientemente conocida, con canales más hermosos que Venecia y más
tulipanes que Holanda; y me temo que con demasiados turistas…
—No caigo, pero creo que huele igual que la última vez que visité
Brujas.
—¡Sabías dónde estábamos desde el principio y no lo has dicho! —
Alfil se lanzó a la cama y la abrazó, ella le correspondió con un sonoro
beso.
—Hace unos días, cuando desperté tras el accidente, sentí un
sonido… como de agua y de gente riendo y divirtiéndose.
—¿Sí?
—Sí, y lo más curioso es que vuelvo a sentirlo ahora, exactamente el
mismo sonido, como un déjà vu extraño.
—¿Por qué extraño?
—Porque recuerdo haberlo oído hace demasiado poco… En mi país
hay un dicho: «Si los déjà vu vienen muy de seguido, es que tu muerte
está cercana, y por eso los ecos entre tu pasado y tu futuro se acercan
hasta casi encontrarse».
—No hagas caso a las habladurías de las viejas. Y esos sonidos no
son más que los enamorados que pasean en barca por los canales. Luego
lo haremos nosotros.
—¿Oyes eso que suena ahora? —interrumpió ella, cerrando los ojos
para evocar con más claridad recuerdos casi perdidos en su memoria.
—Sí, son palomas en la plaza de ahí al lado.
—No, son estorninos. Nunca podría olvidar ese sonido. Lo oía a
menudo desde la casa de mis padres en Istria, los veía volar y hacer
extrañas y hermosas formas en el aire desde la ventana de la habitación
que compartía con mis hermanos; podía estar horas y horas viendo el
baile hipnótico que creía que me dedicaban a mí cada atardecer. Pero
llegaba el otoño y siempre desaparecían, así que un año pregunté a mi
madre dónde se metían los estorninos en los meses en los que no los
veíamos por el pueblo, ella respondió que volaban muy lejos, hacia el
sur, cuando sentían que se acercaba el frío invierno y así podrían estar en
un lugar más cálido. Desde entonces, cada día de mi vida soñé y deseé ir
con ellos al sur, rezaba para lograrlo, marcharme de aquel infierno, volar
lejos con los estorninos. Aún no se ha cumplido aquel deseo.
Un incómodo silencio invadió la habitación. Alfil la abrazó y así
permaneció, acariciando su cabello, durante más de media hora. Davina
parecía recuperada por completo de las magulladuras del accidente de
coche y del encontronazo posterior con el chico. Esa era la parte positiva
de su situación, la negativa era que habían perdido el factor sorpresa y su
siguiente y último objetivo conocería el fallecimiento de sus socios y
estaría preparado y armado, esperándoles para su defensa o con un plan
trazado de ataque.
Debían comenzar desde cero y tocar madera para que sus rivales, los
pocos o muchos integrantes de la agencia Trouver que quedasen vivos y
no hubiesen desertado al verse sin patrón y atacados por una fuerza
exterior, siguieran usando aquellos canales de comunicación que tan bien
descifraba Davina; porque Alfil no logró descodificar ningún mensaje en
los dos días que llevaban descansando en Brujas.
Capítulo 16
El tiempo deja de tener importancia para aquellos que son felices, para
esas personas que cuentan con todo lo que necesitan en su vida. Del
mismo modo que se hace eterno, hasta llegar a sentir que se detiene,
cuando el que lo percibe o mide se encuentra en una situación tan
embarazosa como la que vivía Pablo Aguilar. El fantasma le había
burlado por enésima vez, se encontraba detenido, expulsado del cuerpo,
implicado en un caso de homicidio y abandono de un compañero y… y
lo único que conseguía ver en ese momento, como una cruel proyección
fijada en su mente, eran los ojos llorosos de Oiana a través de la ventana
de la puerta. El hambre, la sed, el sueño, las ganas de venganza, de huir
de allí, la vergüenza ante el fracaso, todo… todo había desaparecido tras
la conexión casi eléctrica que sintió atravesar su cuerpo desde los ojos
hasta los dedos de los pies, como una descarga que le hubiese privado de
alma. En ese momento era un mero espectro, no llegaba a sentirse ni una
sombra de lo que había sido.
Los segundos pesaban como horas, los minutos como días, las dos
horas que estuvo allí a solas como una eternidad en el purgatorio.
Entonces la puerta se abrió de nuevo y entraron el mismo oficial de la
policía belga que le había interrogado, que seguía con la misma cara
poco amigable, y Javier Balmaseda. Se alegró de ver una cara conocida,
más aún la de quien le había estado encubriendo a riesgo de perder su
empleo. ¿Lo habría perdido? Se preguntó Pablo mientras Javier decía
algo al oído del belga, es lo único que le faltaba por oír ese día. Javier se
acercó a él y, en silencio y con cara de pocos amigos, le agarró por una
axila y tiró hasta levantarle y encararse con él, luego le miró fijamente a
los ojos y susurró en un hilo de voz:
—Cuando lleguemos a la puerta donde está el belga, di que tienes
que ir al baño. —Ni siquiera le miró, solo pronunció esas palabras.
Pablo, muy desconcertado ante la petición de Javier, se levantó
frotándose las muñecas, los grilletes le estaban haciendo unas marcas
que pronto comenzarían a sangrar. Nunca imaginó lo molestos que
podrían llegar a ser cuando los llevaban otros, sobre todo cuando están
apretados y se sufren durante varias horas. Siguió a Javier hacia la puerta
y cumplió con su cometido.
—¿Otra vez? Has ido al baño hace un rato. ¿Tienes incontinencia? —
respondió de malos modos el belga.
—No importa —interrumpió Javier—, yo también debo ir, así que le
escoltaré.
Los dos tenientes cruzaron el pasillo en silencio, cruzándose con
varios agentes hasta entrar en una sala ya familiar para Pablo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el andaluz.
—Espera. —Javier entró en uno de los cubículos y cerró la puerta,
luego orinó.
—No me jodas que me has traído aquí, susurro confidencial en la
celda incluido, porque te estabas meando.
—No, joder, es que me han entrado ganas de repente. Espera que
ahora te cuento.
—Por cierto… ¿Sabes si la sargento Oiana…?
—Eso en otro momento. Ahora sígueme, tenemos poco tiempo.
Camina a mi espalda y con naturalidad.
Javier salió por la puerta del aseo y tomó un camino distinto al que
habían seguido para llegar hasta allí. Pablo le seguía en silencio,
ocultándose tras su espalda y aún sin saber con seguridad lo que se
proponía hacer su colega. Pasaron por varios pasillos donde se podían
ver a los agentes y oficiales belgas trabajando al otro lado de paredes de
cristal como la de su propia comisaría en Sevilla, del mismo modo se
cruzaron con agentes que charlaban en francés sobre el caso que
estuviesen investigando o sobre temas personales. Llegaron a una puerta
de emergencia que Javier abrió después de asegurarse de que no había
nadie observándoles en el pasillo. En un gesto rápido, que tomó por
sorpresa al sevillano, sacó una pequeña llave de su bolsillo y le quitó las
esposas.
—¿También le has robado las llaves a…?
—¡Corre, joder, corre! —gritó el madrileño.
Pablo no necesitó que se lo repitiesen. El brusco azote de la noche,
con un frío y humedad inusitados, le puso alerta hasta comprender que
estaban a unos metros de un parking en plena calle, con coches patrulla y
también de incógnito y particulares. Javier entró en el suyo propio y, tras
sumarse a él su compañero, arrancó para salir de allí a toda prisa. Por los
retrovisores pudo comprobar cómo salían en estampida una docena de
agentes que se dirigían a toda prisa a sus coches patrullas para
interceptarles.
—¿Te la estás jugando de nuevo por mí? ¿Estás loco? Después de
esta no habrá quién te libre de perder la placa, y lo más seguro es que
acabemos en una cárcel belga.
—Sí, estoy como una regadera. Quiero atrapar al fantasma y a la que
le acompaña al precio que sea, y tú eres el único que puede ayudarme a
hacerlo.
—¿Y qué haremos luego si les atrapamos?
—Bueno, supongo que buscaré a algún socio que quiera montar una
agencia de investigación privada. ¿Conoces a algún expolicía que
quisiera apuntarse? —dijo con una sonrisa.
—Tú lo has dicho… como una regadera. Por cierto, necesitaremos
cambiar de coche en menos de dos minutos o nos atraparán.
—¿Sabes puentear un coche?
—Depende del modelo, métete en ese callejón y ve apagando las
luces.
Menos de dos minutos después, tras agenciarse un Skoda Fabia
verde, partían hacia una salida comarcal que había encontrado Pablo
entrando en Google Maps con el teléfono móvil de Javier, poco más que
un camino de barro que salía de un barrio cercano para cortar la extensa
pradera en dirección al sudeste. Tardarían una eternidad en salir de la
ciudad y del país, pero por esas carreteras no habría controles ni
buscarían ese coche hasta que por la mañana denunciasen su robo, para
entonces ya irían en otro. Lo único que les preocupaba era que el
teléfono de Javier pudiera estar intervenido por la policía belga, pero no
lo usarían más durante el trayecto para no delatar su posición.
—Qué fácil se cruza la barrera —murmuró Javier con una amarga
mueca de sonrisa.
—¿Cómo dices?
—Acabo de recordar algo que creía olvidado desde hacía muchos
años. El padre de mi mejor amigo, cuando yo no era más que un
adolescente, un crápula con dos docenas de antecedentes penales, se
cruzó conmigo a las pocas semanas de conseguir la plaza de agente de
policía y aún vestía, obviamente, de uniforme. No sabes lo orgulloso que
me sentía con él, pero qué te voy a contar a ti… El caso es que hacía
siglos que no le veía y tampoco es que les guardase mucho cariño a él y a
su hijo, pero me acerqué a saludarle y obtuve una frase similar a esa
cuando le tuve frente a mí. Me miró de arriba abajo con la misma cara
con la que olería un balde de pescado podrido; a punto de vomitar
parecía, pero se limitó a escupir al suelo, ante mis pies, para luego
añadir: «fíjate que fácil se cruza la barrera que marca la ley».
—¿Por qué te dijo eso?
—Aquello venía por algo sucedido unos años atrás, cuando yo aún
era un adolescente. Su hijo Daniel y yo siempre nos metíamos en líos,
aunque Dani era un caso extremo.
—¿Gamberradas de críos?
—Casi siempre sí. Pero una vez, tendríamos unos catorce años,
entramos a hacer una trastada en el taller del barrio, donde siempre nos
gruñía el mecánico al pasar, un capullo que nunca nos inflaba el balón ni
las ruedas de las bicicletas. Mientras yo tiraba todas las herramientas del
taller al suelo para que el tipo tuviese que recogerlas y ordenarlas al día
siguiente, Dani se entretuvo en cortar los cables de la presión hidráulica
de los bancos de trabajo, luego forzó la caja de caudales y se llevó unos
doscientos euros (en pesetas de entonces). Nos detuvieron a los dos
minutos de salir por la puerta y nos llevaron a comisaría, donde yo
confesé lo que había hecho pero no lo que hizo mi amigo, encubriéndole.
Él, en cambio, me delató como autor de todos los destrozos y del robo.
Luego supimos que había una cámara de seguridad que lo había grabado
todo y el juez del tribunal de menores me castigó a un arresto
domiciliario de un mes mientras metían seis meses en el reformatorio a
Dani. Tanto él como su padre nunca volvieron a dirigirme la palabra, me
culpaban de lo ocurrido.
—No jodas. No te imaginaba como delincuente o gamberro juvenil.
Pero me impacta más el rechazo y acusación de tu amigo a pesar de
haberte delatado como un chivato y de haber sido el culpable del robo y
los destrozos.
—No me crie en un barrio fácil, pero conseguí estudiar la carrera de
empresariales y opositar a la policía. Ahora comprendo al padre de Dani.
Esa fina barrera que diferencia lo legal de lo ilegal es tan fácil de cruzar
como hemos visto esta noche.
—A veces lo legal no es lo justo, aunque aquel tipo no creo que lo
dijese por ese motivo.
—No, sin duda.
Se hizo un largo silencio, solo roto por el sonido de rodadura del
vehículo en el camino de tierra y piedras, como si estuviesen bajo una
intensa granizada.
—No tenemos —añadía Javier— más que una salida si queremos
salir de esta con alguna posibilidad de evitar la cárcel.
—Atrapar a los asesinos fugados de Madrid y Amberes.
—Exacto.
Alfil oía las lejanas sirenas de la policía y sabía que había llegado el
momento de dar la vuelta a la situación. Solo quedaban unos metros para
llegar a la azotea en la que Davina debía tenerlo todo dispuesto. Saltó
desde la cornisa los más de cinco metros que le distanciaban de su
objetivo y cayó sobre una mullida colchoneta colocada estratégicamente
para evitar que se rompiese las piernas. La chica estaba cumpliendo con
su cometido. Se incorporó lo más rápidamente posible, quitó el colchón
y se ocultó entre las sombras de las torres de ventilación y chimeneas del
edificio. Había anochecido y Davina se había encargado de disparar a las
farolas de la calle y a las bombillas de la azotea en la que estaban para
sumir la zona en una tiniebla de dolor y muerte. Era el momento
decisivo, el de saber si el plan daría resultado o, por el contrario,
acabarían muertos.
Sus cuatro perseguidores llegaron tras él y se lanzaron a través del
abismo de seis plantas de altura para caer sobre la boca del lobo. Tras
quitar Alfil la colchoneta, arrojó un cubo lleno de erizos de metal y
cristales rotos, sobre los que cayeron los cuatro agentes. Los gritos
fueron desgarradores tras los cortes y varias piernas rotas. Desde la
oscuridad surgieron dos sombras y, con tres silbidos de silenciador,
acabaron con tres de ellos. El que más se lamentaba por los daños fue el
elegido para someterle a un interrogatorio.
Davina no había podido conseguir una dosis de tiopentato sódico, un
derivado del pentotal algo más refinado, así que trataba de mantener la
mirada y el estómago ante la paliza que Alfil estaba propinando al sicario
enviado por Schäfer contra ellos. La chica sabía que el entrenamiento al
que se sometían esos tipos era bastante duro, tanto como para resistir
durante horas, aunque perdiesen dientes o acabasen con la nariz y la
mandíbula rotas. Solo contaban con unos pocos minutos antes de que la
zona se llenase de policías, por ese motivo Alfil se empleaba a fondo, no
llevaba ni un minuto y ya le había roto la nariz y hecho saltar tres dientes
al asesino. Ella trató de acelerar el proceso con algo de disuasión
psicológica.
—Eres un agente muy duro, sabemos que no sacaremos nada de ti a
golpes, pero puedes darnos la información que queremos a cambio de
salvar tu vida. Luego podrás desaparecer, estás entrenado para hacerlo.
Tu cliente morirá esta noche, nadie te reclamará el contrato no finalizado
ni sabrá que le has vendido. Nosotros estamos fuera de este sector y
también desapareceremos en cuanto hayamos cumplido esta misión.
El sicario conocía esas estrategias para hacerle hablar, como también
sabía que la situación de los dos fugitivos era límite. Tanto su patrón
como toda la policía europea les perseguía. Quizá tuvieran razón, es
posible, tal vez hubiese una oportunidad de salir con vida de allí. El
sicario decidió aceptar el trato que le ofrecían. Las sirenas de la policía
sonaban ya demasiado cerca, estarían entrando en el edificio en pocos
minutos; si no hablaba pronto, estaría muerto; así que sería mejor
responder a sus preguntas y ahorrarse el resto de la paliza. Si existía una
posibilidad de salir con vida de allí, debía aferrarse a ella.
—Está bien, está bien, hablaré. —Escupió bastante sangre al suelo y
luego les dijo lo que querían oír.
Un minuto después Davina le disparó en la cabeza.
Ataviado con un traje de seda gris claro y un batín sobre él, Hans
Schäfer deambulaba visiblemente nervioso de un lado a otro de la
mansión, no paraba de dar órdenes y de esperar a que su jefe de
seguridad le confirmase que todo iba bien cada diez minutos. Salir a dar
sus paseos por el jardín de la propiedad se había convertido en un lujo
que ya no podía permitirse y eso le enfadaba sobremanera; aquel miedo
al asesino de sus socios estaba mermando considerablemente su calidad
de vida y no se sentía más que malhumorado en los últimos días.
Caminaba inmerso en mil pensamientos por un pasillo de la primera
planta cuando su nieto de cuatro años apareció tras una puerta,
propinándole un susto de muerte. Maldijo para sus adentros en varios
idiomas para suavizar sus palabras antes de regañar al niño, luego siguió
su camino tratando de recordar lo que estaba pensando antes de ser
interrumpido. Acabó por acordarse, se decía a sí mismo que llevaba más
de treinta años en aquella casa y nunca se había sentido tan extraño en
ella como esa noche. El recuerdo de su longevidad le hizo sonreír al
comprobar que a sus setenta y ocho años conservaba la mente en mejor
estado que cuando era un chaval. Otra puerta se abrió ante él y su esposa
apareció para darle otro susto tremendo.
—¡Maldita sea, no puede uno pasear tranquilamente por la casa sin
que le provoquen un infarto!
—Llevaba un rato buscándote. El cocinero se retira a su habitación,
así que tendrás que recalentar algo si tienes hambre.
—¡A la mierda la cena! ¡He dicho mil veces que no quiero comer,
solo que me dejéis en paz!
—¡Qué hombre! Nunca te había visto tan alterado, no comprendo ese
humor que llevas esta semana, casi ni comes ni pasas un minuto en
compañía de tu familia. Y no comprendo que tengamos tantos
guardaespaldas solo porque se acerquen las elecciones presidenciales de
Estados Unidos.
—Toda Europa está en alerta terrorista. ¿Acaso no ves las noticas?
Vete a dormir y déjame en paz.
La anciana se marchó murmurando algo casi inaudible y Hans quedó
a solas en el silencio de la noche, un silencio amortiguado aún más por
las paredes forradas de madera, suelos enmoquetados y alfombras que
había hecho colocar hacía más de tres décadas sobre un palacete
reformado que perteneció a algún antiguo pez gordo nazi. Aquel silencio
iba a acabar con su paciencia. Su mente funcionaba a las mil maravillas,
pero su corazón… su corazón estallaría si no le comunicaban de una vez
el fallecimiento de esos dos asesinos que habían estado aniquilando a sus
socios de la agencia.
La penumbra producida por los cálidos apliques que salpicaban las
paredes, imitando la luz de los pasillos del Ritz París que había visitado y
envidiado en su juventud, daba la sensación, mientras paseaba por el
corredor circular que recorría toda la planta de los dormitorios, que todo
permanecía en calma, que no pasaría nada aquella noche. Pero él sabía
que los cuatro cadáveres encontrados en la azotea dos horas antes eran
los cuatro sicarios que había enviado a eliminar a esos dos miserables
que estaban acabando con su salud y sus nervios con la misma facilidad
que había terminado con sus dos socios.
«No entiendo cómo fuiste siempre tan estúpido, Le Conn, tenías tanta
confianza en tu tapadera que nunca usaste guardaespaldas. Menudo
imbécil. Claro que Robert fue aún más inútil y confiado que tú. Sabiendo
que irían a por él, solo contaba con una dotación mínima de defensa.
Ahora solo quedo yo y estoy dispuesto a salir de esta, la agencia tendrá
por fin el líder fuerte que siempre ha necesitado. Cuando acabe con esos
dos molestos insectos, cambiaré toda la estructura y jerarquía. No habrá
más fallos».
Capítulo 20
El siguiente paso de Pablo fue pedir todos los datos sobre el Abarth, que
era su primera opción. Había sido alquilado a una empresa especializada
en vehículos de competición para apasionados del motor que deseaban
ponerlos a prueba en la Autobahn, la red de autopistas sin límite de
velocidad de Alemania. Llamó al número de teléfono de la empresa y
tocó madera para que el recepcionista hablase castellano.
—Guten Morgen. Racing Cars. Was kann ich helfen?
—Buenos días, ¿hablan castellano?
—¿Español? ¿Es usted español?
—Bendito turismo…
—¿Cómo ha dicho, señor?
—Nada, olvídelo. Le llamo desde la oficina central de la Interpol en
España y necesitamos hacerle unas preguntas con respecto a un coche
que han alquilado ustedes esta semana. Más bien necesito información
sobre el cliente que lo alquiló.
—Me temo que esa información es confidencial. Yo solo le informo
del procedimiento legal. Claro que si nos mostrase alguna credencial
aquí en persona…
—Yo estoy a varios miles de kilómetros, pero puedo enviar a un
compañero alemán de la agencia. El caso es que estamos contra reloj, ya
habrá oído las noticias sobre los asesinatos de Madrid, Amberes y Berlín;
si el tiempo que perdiésemos con usted resultase vital para la detención
de los asesinos, y estos cometen más crímenes, abriríamos un expediente
a su empresa por posible complicidad en los asesinatos. Yo solo le
informo del procedimiento legal.
—Está bien, no sabía que era relacionado con algo tan horrible.
Dígame en qué puedo ayudarle.
—Se trata de un Abarth 695 Biposto negro mate. Según mi informe
fue alquilado hace dos días a las once cuarenta y cinco de la mañana…
—No sabes lo fría que sale el agua aquí, casi me da un infarto en la
ducha. —Javier entraba por la puerta y quedaba mudo ante la cara, a
mitad de camino entre sorpresa, complicidad y «te mataré luego» que le
lanzó Pablo.
—Sí, ese coche es una maravilla —su interlocutor no parecía haber
oído a Javier—, parece poco potente por llevar solo ciento noventa
caballos y ser tan pequeño, pero es una bala en circuito, ese juguete pesa
menos de mil kilos y lleva un chasis tan rígido que…
—Lo siento pero esos datos no me interesan. Querría saber las
características físicas del cliente y cualquier cosa que recuerde de ese
momento, quizás un comportamiento que le llamase la atención.
—Le puedo decir el nombre con el que registró el vehículo.
—No, me temo que sería un nombre falso y ese dato no me serviría.
Cuénteme cualquier otro dato sobre el cliente.
—Fue hace poco, así que recuerdo bien que era un tipo alto, fuerte y
moreno de piel y cabello. Vestía y se comportaba elegante, y sabía lo que
quería. Pidió expresamente ese modelo. Intenté que alquilase un
Porsche 911 turbo o un M4, que son los que nos dan más beneficios y los
favoritos para ir a la autopista. Pero ese tipo los rechazó en el acto, dijo
que quería un coche más manejable, más racing, ya me entiende. Fue
raro.
—¿Raro? Explíquese.
—Los coches racing no son para entrar en la Autovahn, sino para
circuito, en cambio, no preguntó por ningún circuito cercano y eso que se
notaba que no era alemán, su acento le delataba. Pensé que era algún
piloto amateur que quería disfrutar de pasar el rato con la conducción
extrema y que ya había corrido en los circuitos de la zona en otras visitas
anteriores a la ciudad. Espero que lo devuelva en buen estado, el coche
lleva pocos meses en la empresa. Perdone… ¿Ha dicho usted que ese
tipo podría estar relacionado con los asesinatos del centro?
—Es posible. —Pablo no pudo evitar una sonrisa malvada al pensar
en el estado en que había quedado el Mini de Amberes. Si Alfil usaba el
Abarth para el mismo fin, en la empresa de alquileres no volverían a
verlo nunca más.
—Mein Gott…
—No se preocupe, es más probable que el vehículo haya sido
alquilado por cualquier usuario convencional y no el criminal que
buscamos. Seguro que lo devuelven en perfecto estado —mintió Pablo.
—Eso espero. ¿Podría ayudarle en algo más?
—Nada, ha sido usted muy amable.
Colgó el teléfono y puso al corriente de sus investigaciones a Javier,
que permanecía expectante a las noticias. A continuación debían
localizar el coche, nada sencillo en una ciudad tan grande. Pero antes,
Pablo tuvo que ducharse tras oír por segunda vez que empezaba a oler
como una cuadra. El agua estaba helada, pero no parpadeó siquiera,
volvía a tener una pista de su objetivo y no permitiría que escapase tras
una tercera oportunidad. Le dispararía en cuanto volviese a tenerle
delante, sin dudarlo ni importarle las consecuencias, como tampoco
temía fallar y que le mataran. Que le condenasen luego por asesinato era
un precio que pagaría gustoso.
Lo que Pablo no sabía es que solo faltaban cinco días para cumplir su
tan ansiado deseo. En cinco días dispararía mortalmente a Alfil. Aunque
no lo celebrase por muchos años que recordaría aquella noche.
Capítulo 21
El rumor del Baztán quedó eclipsado por primera vez desde que
Davina llegó a aquel inhóspito paraje blanco, denso, húmedo y frío.
Varios motores potentes, pero a poca velocidad, se aproximaban
veinticuatro minutos después de su hora prevista inicialmente. El dedo
sobre el disparador esperaba la orden de su cerebro, aún quedaban unos
metros para llegar al lugar exacto de la carretera, como también
quedaban unos segundos para comprobar si su plan era perfecto y podría
rescatar a su compañero.
Tres… dos… uno…
Pablo y Javier perseguían al furgón y a sus dos coches patrulla desde
una distancia de diez metros, casi adivinando las luces rojas de posición
del último coche. Ya había pasado la hora vaticinada por el sevillano y
ambos se mostraban expectantes y nerviosos ante cada curva, como un
niño ante la explosión de un petardo que ha encendido hace ya
demasiado tiempo. Los minutos avanzaban lentamente, mientras su
coche engullía metros en aquel valle que parecía sacado del mal sueño de
un psicópata. La conversación entre ellos había cesado tres pueblos atrás
y las armas descansaban sobre sus regazos con ansias de ser usadas.
Pablo parecía calmado, parecía… pero su instinto le tenía tenso ante el
destino que saldría a su encuentro en pocos minutos.
¡¡¡Boooooom!!!