Humanae Vitae
Humanae Vitae
Humanae Vitae
III DE TEOLOGIA
HUMANAE VITAE
Presento un esquema o un análisis sintético de la encíclica Humanae vitae (HV) por
su gran interés para todos, que fue dada por el Papa Pablo VI en Roma, a 25 de Julio
de 1968.
Esta encíclica está dirigida a todos los hombres de buena voluntad y trata sobre la
regulación de la natalidad. La transmisión de la vida humana ha sido siempre para
los esposos, como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. Ante los
cambios sociales que transforman la sociedad y las nuevas cuestiones que han
surgido, la Iglesia no ignora esta materia relacionada con la vida y la felicidad de los
hombres ( HV, 1).
Estructura de la encíclica:
Estructura
Nuevos aspectos del problema y competencia del magisterio
La transmisión de la vida
Nuevo enfoque del problema
Competencia del Magisterio
Estudios especiales
La respuesta del Magisterio
Principios doctrinales
Una visión global del hombre
El amor conyugal
Sus características
La paternidad responsable
Respetar la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación
Fidelidad al plan de Dios
Vías ilícitas para la regulación de los nacimientos
Licitud de los medios terapéuticos
Licitud del recurso a los periodos infecundos
Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad
La Iglesia, garantía de los auténticos valores humanos
Directivas pastorales
La Iglesia, Madre y Maestra
Posibilidad de observar la ley divina
Dominio de sí mismo
Crear un ambiente favorable a la castidad
Llamamiento a las autoridades públicas
A los hombres de ciencia
A los esposos cristianos
Apostolado entre los hogares
A los médicos y al personal sanitario
A los sacerdotes
A los obispos
Llamamiento final
ANÁLISIS DE LA LECTURA
Debemos reconocer que, entre nosotros, este documento de Pablo VI, al que se ha
calificado de «profético», no ha sido todavía plena y cordialmente asumido. Surgen
aquí y allá dudas sobre su exacta interpretación y aplicación y también temores de
que la Iglesia, al urgir esa enseñanza, pierda plausibilidad ante la conciencia crítica
del hombre de hoy e incluso ante los creyentes.
La realidad es que, entretanto, la formación de nuestros fieles en todo el campo de la
moral sexual y, en particular, de la moral conyugal es muy deficiente. Es
significativo que, en el sacramento de la Penitencia, se silencie, de una manera muy
generalizada, cuanto se refiere a la moral sexual y a la vida matrimonial. Hay que
unir a esto la ignorancia que muestran los fieles en materias morales fundamentales:
relaciones de conciencia y norma, valoración correcta de las normas éticas, conexión
entre profesión de fe y vida cristiana. Todo ello contribuye a una deformación
amplia y profunda de la conciencia moral cristiana.
El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos,
colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías,
aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias. Los
cambios que se han producido son, en efecto, notables y de diversa índole. El
problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que
considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o
psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y
de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Bajo
esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor
conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Esta encíclica subraya que el matrimonio cristiano es válido solo bajo los
fundamentos de la unión, el amor, la fidelidad y la fecundidad. Por ello, el acto
conyugal no puede separar los dos principios que lo rigen: el unitivo y el
procreativo. De esta forma, la Iglesia católica se opone a todo tipo de
anticoncepción, sea cual sea su naturaleza. Aun así, cuando existen serios motivos,
la encíclica propone como lícito el uso de los métodos naturales para espaciar
temporalmente los nacimientos, limitando las relaciones conyugales a los períodos
naturales de infertilidad de la esposa.
En la encíclica Humanae Vitae se explica el rápido desarrollo demográfico y la
tentación de algunas autoridades de oponer a los peligros medidas radicales. En la
encíclica se hace esta pregunta: ¿No sería indicado revisar las normas éticas hasta
ahora vigentes, como una fecundidad menos exuberante pero más racional y
voluntaria con un control lícito y prudente de los nacimientos? (HV, 2-3).
La ley natural iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios
de la doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para todos
sus fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al comunicar a
Pedro y los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a todas las gentes
sus mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, no solo de la ley evangélica sino también de la ley
natural, como voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es igualmente necesario para
salvarse (HV, 4).
Limitar el problema de la natalidad a perspectivas parciales de orden biológico,
psicológico, demográfico o sociológico no sería correcto, sino que hay que
considerarlo a la luz de una visión integral del hombre y su vocación natural,
terrena, sobrenatural y eterna.
La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan considerando su
fuente suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Juan 4, 8), “el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3, 15). El matrimonio es una sabia
institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Mediante
su recíproca donación personal, propia y exclusiva de los esposos, tienden a la
comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal,
colaborando con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los
bautizados, el matrimonio reviste además la dignidad de signo sacramental de la
gracia que representa la unión de Cristo con su Iglesia (HV, 8).
El amor conyugal es ante todo plenamente humano, sensible y espiritual al mismo
tiempo. Es un amor total, una forma singular de amistad personal en la que los
esposos comparten generosamente todo gozosos de poderse enriquecer con el don de
sí. Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte, asumido libremente, fidelidad que es
siempre posible, noble y meritoria, manantial de felicidad profunda y duradera. Es
un amor fecundo, que además de la comunión de los esposos se prolonga suscitando
nuevas vidas, con la procreación y la educación de la prole, pues los hijos son el don
más excelente del matrimonio y contribuyen al bien de los propios padres.
No es un verdadero acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden
moral el acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de Dios y
su voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso
generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino
más bien administradores del plan establecido por el Creador. La vida humana es
sagrada, desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios
(HV, 13).
Por todo ello, no es vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción
directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o
procurado, aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la
esterilización directa, perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita
toda acción que en previsión del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio hacer
imposible la procreación. No es lícito justificar actos conyugales intencionalmente
infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los
actos fecundos anteriores o que seguirán después. Si bien es lícito alguna vez tolerar
un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien. Un acto conyugal voluntariamente infecundo es deshonesto y no puede
cohonestarse por el conjunto de una vida conyugal fecunda.
La ley natural iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios
de la doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para todos
sus fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al comunicar a
Pedro y los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a todas las gentes
sus mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, no solo de la ley evangélica sino también de la ley
natural, como voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es igualmente necesario para
salvarse (cf. Mateo 7, 21; HV, 4).
Esta doctrina expuesta por el Magisterio está fundada sobre la inseparable conexión
que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre el
significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal. Salvaguardar
ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, y así el acto conyugal conserva
íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero, y su ordenación a la altísima
vocación del hombre a la paternidad (cf. HV, 12).
No es un verdadero acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden
moral el acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de Dios y
su voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso
generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino
más bien administradores del plan establecido por el Creador. La vida humana es
sagrada, desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios
(cf. HV, 13).
Por todo ello, no es vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción
directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o
procurado, aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la
esterilización directa, perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita
toda acción que en previsión del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio hacer
imposible la procreación. No es lícito justificar actos conyugales intencionalmente
infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los
actos fecundos anteriores o que seguirán después. Si bien es lícito alguna vez tolerar
un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien. Un acto conyugal voluntariamente infecundo es deshonesto y no puede
cohonestarse por el conjunto de una vida conyugal fecunda (cf. HV, 14).