Humanae Vitae

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WILLIAM AUGUSTO CASTILLA SALAZAR

III DE TEOLOGIA

HUMANAE VITAE
Presento un esquema o un análisis sintético de la encíclica Humanae vitae (HV) por
su gran interés para todos, que fue dada por el Papa Pablo VI en Roma, a 25 de Julio
de 1968.
Esta encíclica está dirigida a todos los hombres de buena voluntad y trata sobre la
regulación de la natalidad. La transmisión de la vida humana ha sido siempre para
los esposos, como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. Ante los
cambios sociales que transforman la sociedad y las nuevas cuestiones que han
surgido, la Iglesia no ignora esta materia relacionada con la vida y la felicidad de los
hombres ( HV, 1).
Estructura de la encíclica:
Estructura
Nuevos aspectos del problema y competencia del magisterio
La transmisión de la vida
Nuevo enfoque del problema
Competencia del Magisterio
Estudios especiales
La respuesta del Magisterio
Principios doctrinales
Una visión global del hombre
El amor conyugal
Sus características
La paternidad responsable
Respetar la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación
Fidelidad al plan de Dios
Vías ilícitas para la regulación de los nacimientos
Licitud de los medios terapéuticos
Licitud del recurso a los periodos infecundos
Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad
La Iglesia, garantía de los auténticos valores humanos
Directivas pastorales
La Iglesia, Madre y Maestra
Posibilidad de observar la ley divina
Dominio de sí mismo
Crear un ambiente favorable a la castidad
Llamamiento a las autoridades públicas
A los hombres de ciencia
A los esposos cristianos
Apostolado entre los hogares
A los médicos y al personal sanitario
A los sacerdotes
A los obispos
Llamamiento final

ANÁLISIS DE LA LECTURA
Debemos reconocer que, entre nosotros, este documento de Pablo VI, al que se ha
calificado de «profético», no ha sido todavía plena y cordialmente asumido. Surgen
aquí y allá dudas sobre su exacta interpretación y aplicación y también temores de
que la Iglesia, al urgir esa enseñanza, pierda plausibilidad ante la conciencia crítica
del hombre de hoy e incluso ante los creyentes.
La realidad es que, entretanto, la formación de nuestros fieles en todo el campo de la
moral sexual y, en particular, de la moral conyugal es muy deficiente. Es
significativo que, en el sacramento de la Penitencia, se silencie, de una manera muy
generalizada, cuanto se refiere a la moral sexual y a la vida matrimonial. Hay que
unir a esto la ignorancia que muestran los fieles en materias morales fundamentales:
relaciones de conciencia y norma, valoración correcta de las normas éticas, conexión
entre profesión de fe y vida cristiana. Todo ello contribuye a una deformación
amplia y profunda de la conciencia moral cristiana.
El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos,
colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías,
aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias. Los
cambios que se han producido son, en efecto, notables y de diversa índole. El
problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que
considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o
psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y
de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Bajo
esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor
conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Esta encíclica subraya que el matrimonio cristiano es válido solo bajo los
fundamentos de la unión, el amor, la fidelidad y la fecundidad. Por ello, el acto
conyugal no puede separar los dos principios que lo rigen: el unitivo y el
procreativo. De esta forma, la Iglesia católica se opone a todo tipo de
anticoncepción, sea cual sea su naturaleza. Aun así, cuando existen serios motivos,
la encíclica propone como lícito el uso de los métodos naturales para espaciar
temporalmente los nacimientos, limitando las relaciones conyugales a los períodos
naturales de infertilidad de la esposa.
En la encíclica Humanae Vitae se explica el rápido desarrollo demográfico y la
tentación de algunas autoridades de oponer a los peligros medidas radicales. En la
encíclica se hace esta pregunta: ¿No sería indicado revisar las normas éticas hasta
ahora vigentes, como una fecundidad menos exuberante pero más racional y
voluntaria con un control lícito y prudente de los nacimientos? (HV, 2-3).
La ley natural iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios
de la doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para todos
sus fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al comunicar a
Pedro y los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a todas las gentes
sus mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, no solo de la ley evangélica sino también de la ley
natural, como voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es igualmente necesario para
salvarse (HV, 4).
Limitar el problema de la natalidad a perspectivas parciales de orden biológico,
psicológico, demográfico o sociológico no sería correcto, sino que hay que
considerarlo a la luz de una visión integral del hombre y su vocación natural,
terrena, sobrenatural y eterna.
La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan considerando su
fuente suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Juan 4, 8), “el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3, 15). El matrimonio es una sabia
institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Mediante
su recíproca donación personal, propia y exclusiva de los esposos, tienden a la
comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal,
colaborando con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los
bautizados, el matrimonio reviste además la dignidad de signo sacramental de la
gracia que representa la unión de Cristo con su Iglesia (HV, 8).
El amor conyugal es ante todo plenamente humano, sensible y espiritual al mismo
tiempo. Es un amor total, una forma singular de amistad personal en la que los
esposos comparten generosamente todo gozosos de poderse enriquecer con el don de
sí. Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte, asumido libremente, fidelidad que es
siempre posible, noble y meritoria, manantial de felicidad profunda y duradera. Es
un amor fecundo, que además de la comunión de los esposos se prolonga suscitando
nuevas vidas, con la procreación y la educación de la prole, pues los hijos son el don
más excelente del matrimonio y contribuyen al bien de los propios padres.
No es un verdadero acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden
moral el acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de Dios y
su voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso
generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino
más bien administradores del plan establecido por el Creador. La vida humana es
sagrada, desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios
(HV, 13).
Por todo ello, no es vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción
directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o
procurado, aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la
esterilización directa, perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita
toda acción que en previsión del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio hacer
imposible la procreación. No es lícito justificar actos conyugales intencionalmente
infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los
actos fecundos anteriores o que seguirán después. Si bien es lícito alguna vez tolerar
un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien. Un acto conyugal voluntariamente infecundo es deshonesto y no puede
cohonestarse por el conjunto de una vida conyugal fecunda.

Bioética y pastoral de la vida


Magisterio de la Iglesia y la ética de la vida: documentos vaticanos

Una encíclica profética del Beato Pablo VI

Síntesis de la encíclica ‘Humanae vitae’


Resumen sintético de la encíclica Humanae vitae (HV) por su gran interés para
todos, a los casi 50 años en que fue dada por el Papa Pablo VI en Roma, a 25 de
Julio de 1968.

Por: Mariano Ruiz Espejo | Fuente: Catholic.net

Presentamos un resumen sintético de la encíclica Humanae vitae (HV) por su gran


interés para todos, a los casi 50 años en que fue dada por el Papa Pablo VI en Roma,
a 25 de Julio de 1968.
Esta encíclica está dirigida a todos los hombres de buena voluntad y trata sobre la
regulación de la natalidad. La transmisión de la vida humana ha sido siempre para
los esposos, como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. Ante los
cambios sociales que transforman la sociedad y las nuevas cuestiones que han
surgido, la Iglesia no ignora esta materia relacionada con la vida y la felicidad de los
hombres (cf. HV, 1).

En la encíclica HV se explica el rápido desarrollo demográfico y la tentación de


algunas autoridades de oponer a los peligros medidas radicales. En la encíclica se
hace esta pregunta: ¿No sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora
vigentes, como una fecundidad menos exuberante pero más racional y voluntaria
con un control lícito y prudente de los nacimientos? (cf. HV, 2-3).

La ley natural iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios
de la doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para todos
sus fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al comunicar a
Pedro y los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a todas las gentes
sus mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, no solo de la ley evangélica sino también de la ley
natural, como voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es igualmente necesario para
salvarse (cf. Mateo 7, 21; HV, 4).

Limitar el problema de la natalidad a perspectivas parciales de orden biológico,


psicológico, demográfico o sociológico no sería correcto sino que hay que
considerarlo a la luz de una visión integral del hombre y su vocación natural,
terrena, sobrenatural y eterna (cf. HV, 7).

La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan considerando su


fuente suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Juan 4, 8), “el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3, 15). El matrimonio es una sabia
institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Mediante
su recíproca donación personal, propia y exclusiva de los esposos, tienden a la
comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal,
colaborando con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los
bautizados, el matrimonio reviste además la dignidad de signo sacramental de la
gracia que representa la unión de Cristo con su Iglesia (cf. HV, 8).

El amor conyugal es ante todo plenamente humano, sensible y espiritual al mismo


tiempo. Es un amor total, una forma singular de amistad personal en la que los
esposos comparten generosamente todo gozosos de poderse enriquecer con el don de
sí. Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte, asumido libremente, fidelidad que es
siempre posible, noble y meritoria, manantial de felicidad profunda y duradera. Es
un amor fecundo, que además de la comunión de los esposos se prolonga suscitando
nuevas vidas, con la procreación y la educación de la prole, pues los hijos son el don
más excelente del matrimonio y contribuyen al bien de los propios padres (cf. HV,
9).

La paternidad responsable, en cuanto a procesos biológicos, significa conocimiento


inteligente y respeto de las funciones del poder dar vida y las leyes biológicas que
forman parte de la persona humana; en cuanto a tendencias del instinto y de las
pasiones, comporta el dominio necesario sobre aquellas han de ejercer la razón y la
voluntad; en cuanto a condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, se
pone en práctica con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia
numerosa, o con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley
moral, de evitar un nuevo nacimiento durante un tiempo o por tiempo indefinido.
Comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo,
establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. Su ejercicio
responsable exige que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para
con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa
jerarquía de valores. La misión de transmitir la vida no es una tarea autónoma en los
caminos a seguir, sino que los esposos tienen que conformar su conducta a la
intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de
sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia (cf. HV, 10).

En el respeto a la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial, los esposos se unen


en casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, con actos
honestos y dignos, que no dejan de ser legítimos si por causas independientes de la
voluntad de los cónyuges se prevén infecundos, porque continúan ordenados a
expresar y consolidar su unión. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos
naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia,
exigiendo que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada en su
constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la
transmisión de la vida (cf. HV, 11).

Esta doctrina expuesta por el Magisterio está fundada sobre la inseparable conexión
que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre el
significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal. Salvaguardar
ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, y así el acto conyugal conserva
íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero, y su ordenación a la altísima
vocación del hombre a la paternidad (cf. HV, 12).

No es un verdadero acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden
moral el acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de Dios y
su voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso
generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino
más bien administradores del plan establecido por el Creador. La vida humana es
sagrada, desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios
(cf. HV, 13).

Por todo ello, no es vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción
directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o
procurado, aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la
esterilización directa, perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita
toda acción que en previsión del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio hacer
imposible la procreación. No es lícito justificar actos conyugales intencionalmente
infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los
actos fecundos anteriores o que seguirán después. Si bien es lícito alguna vez tolerar
un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien. Un acto conyugal voluntariamente infecundo es deshonesto y no puede
cohonestarse por el conjunto de una vida conyugal fecunda (cf. HV, 14).

Pero es lícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar


enfermedades del organismo, aunque se siguiese un impedimento no querido para la
procreación (cf. HV, 15).

La Iglesia es la primera que en elogiar y en recomendar la intervención de la


inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador,
pero afirma que debe hacerse respetando el orden establecido por Dios. Para
espaciar los nacimientos por serios motivos, derivados de las condiciones físicas o
psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que es
lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes en las funciones generadoras
para usar del matrimonio solo en los periodos infecundos y así regular la natalidad
sin ofender los principios morales que hemos recordado. En el recurso a los periodos
infecundos los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural. En el
uso de los medios ilícitos directamente contrarios a la fecundación se impiden el
desarrollo de los procesos naturales (HV, 16).
Los métodos de regulación artificial de la natalidad abrirían el camino fácil y amplio
a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. Los jóvenes
serían más vulnerables para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer
cualquier medio fácil para burlar su observancia. El hombre que se habituase al uso
de las prácticas anticonceptivas podría acabar perdiendo el respeto a la mujer y, sin
preocuparse de su equilibrio físico o psicológico, podría llegar a considerarla como
simple instrumento de goce egoísta, no como compañera respetada y amada.
También las autoridades públicas podrían llegar a dejar a merced de su criterio
despreocupado de las exigencias morales el sector más personal y más reservado de
la intimidad conyugal.
Estas enseñanzas, en previsión de Pablo VI, no serán quizá fácilmente aceptadas por
todos, pues la Iglesia a semejanza de su divino Fundador es “signo de contradicción”
(Lucas 2, 34), pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley
moral, natural y evangélica como su depositaria e intérprete, sin poder declarar lícito
lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre.
Defendiendo la moral conyugal en su integridad, la Iglesia contribuye a la
instauración de una civilización verdaderamente humana, compromete al hombre a
no “abdicar de la propia responsabilidad sometiéndose a los medios técnicos”,
defendiendo con esto mismo la dignidad de los cónyuges, mostrándose amiga
sincera y desinteresada de todos los hombres a quienes quiere ayudar desde su
camino terreno a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los
hombres.
La Iglesia, como el Redentor, conoce la debilidad y tiene compasión de las
muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que
en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y
conducida por el Espíritu de Dios (Romanos 8). La doctrina de la Iglesia en materia
de regulación de la natalidad, como todas las grandes y beneficiosas realidades,
exige empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. No sería
posible actuarla sin la ayuda de Dios que sostiene y fortalece la buena voluntad de
los hombres, pero estos esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician la comunidad
humana.
Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos
adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y la
familia, y un perfecto dominio de sí mismos. Dominio del instinto mediante la razón
y la voluntad libre según el orden recto y para observar la continencia periódica,
disciplina propia de la pureza de los esposos. Esfuerzo continuo que desarrolla la
personalidad de los esposos, aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de
paz y facilitando la solución de otros problemas, favoreciendo la atención hacia el
otro cónyuge, ayudando a superar el egoísmo como enemigo del verdadero amor, y
enraizando más su sentido de responsabilidad. Así los padres adquieren la capacidad
de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos, y éstos crecen en la justa
estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus
facultades espirituales y sensibles (HV, 21).
Llamada de atención a los educadores y responsables en orden al bien de la
convivencia humana sobre la necesidad de crear un clima favorable a la educación
de la castidad, triunfo de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del
orden moral. Aviso a los medios de comunicación social que conducen a la
excitación de los sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de
pornografía y espectáculos licenciosos, que deben suscitar la franca y unánime
reacción de todas las personas en defensa de los supremos bienes del espíritu
humano, sin buscar justificaciones a estas depravaciones.
La encíclica termina con un llamamiento a las autoridades públicas (pues los
gobernantes son los primeros responsables del bien común y pueden hacer tanto por
salvaguardar las costumbres morales no permitiendo que se degrade la moralidad de
los pueblos ni aceptando que se introduzca legalmente en la familia prácticas
contrarias a la ley natural y divina, y por el desarrollo económico y progreso social
que respeten y promuevan los verdaderos valores humanos, individuales y sociales),
a los esposos cristianos (llamados por Dios a servirlo en el matrimonio, con la ayuda
eficaz de la enseñanza de la Iglesia y de los sacramentos como camino de gracia
correspondiendo en la verdadera libertad al designio del Creador y Salvador, y de
encontrar suave el yugo de Cristo.
Es importante analizar el llamando a los hombres a emprender una gran obra de
educación, de progreso y de amor sabiendo "que el hombre no puede hallar la
verdadera felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el respeto de las
leyes grabadas por Dios en su naturaleza y que debe observar con inteligencia y
amor".

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