Starobinets, Anna - El Vivo
Starobinets, Anna - El Vivo
Starobinets, Anna - El Vivo
billones de habitantes. Nadie muere: al final de sus vidas las personas renacen en algún
otro lugar del globo; un código de encarnación mantiene la información sobre sus vidas
previas. Ya no hay individuos, cada ser humano no es más que un elemento en una
conciencia mayor, El Vivo. Este cerebro central lo decide todo: donde vivirán las
personas, cómo será su trabajo, cuánto tiempo se les permitirá sobrevivir en su
encarnación actual… Hasta que nace un ser humano sin código, y todo el sistema
planetario se ve amenazado.
Esta novela, entre las finalistas de los prestigiosos premios rusos Natsionalni Bestseller y
Strannik, demuestra una vez más el talento y las cualidades literarias de Anna
Starobinets, una de las principales figuras de la nueva generación literaria rusa.
Anna Starobinets
El Vivo
ePub r1.0
eKionh 23.01.14
Título original: Живущий
Anna Starobinets, 2011
Traducción: Raquel Marqués García
Diseño de portada: Zuri Negrín
En una serie de casualidades austerianas, en los días previos a recibir la traducción de El Vivo se
sucedieron en mi vida hechos que incidían en el mismo tema. Por ejemplo, tuve una
conversación con unos jóvenes universitarios acerca de la posibilidad de la inmortalidad. Luego
me encargaron un reportaje sobre la singularidad. Para quien no conozca el concepto, se trata de
la idea de una explosión tecnológica en el futuro cercano (tal vez antes de tres décadas), fruto
probablemente del desarrollo de inteligencias artificiales «fuertes», más desarrolladas que la
humana. Los partidarios de esta idea, los singularistas, consideran que la inmortalidad será uno
de los primeros logros inmediatos de ese desarrollo exponencial de conocimiento.
Finalmente, rebuscando entre documentación para otro trabajo, me encontré con una entrevista
que le hice allá por 1998 al conocido escritor de ciencia ficción Robert J. Sawyer. El titular con
el que se publicó fue: «Los primeros inmortales ya han nacido». Una tesis que, por cierto, le
escuché por primera vez a este escritor canadiense, pero que no debe ser original suya y luego
he visto repetida en numerosos lugares.
Y entonces me llegó El Vivo. Ya ven; igual se está cociendo algo. Con bastante menos, Paul
Auster solía llegar a conclusiones interesantes.
El matiz está en que ese algo en cocción, y de forma paradójica, puesto que la inmortalidad
tal vez sea el sueño más anhelado por la humanidad, no es visto como algo necesariamente
positivo. Recapitulemos: los chavales que discutieron conmigo la posibilidad de ser inmortales
no la encontraban atractiva, puesto que inmediatamente les vinieron a la cabeza problemas
como la superpoblación, la sostenibilidad ecológica o el hastío existencial. Y mientras que la
singularidad tiene defensores, también son numerosos los detractores, que hablan de un sueño
reservado a quien pueda pagárselo, un apocalipsis a medida para los tecnoadictos y adinerados,
que les permitiría llegar más lejos sin el estorbo de tener que preocuparse nunca más por los
menos favorecidos.
Sólo la ciencia ficción se mantiene como firme bastión del optimismo tecnológico. Pero ojo:
la ciencia ficción que se escribe dentro de los límites del género constituido como tal, en
particular la anglosajona. La que ha dado de lado a las distopías, las visiones de un futuro
siniestro en el que se cumplen las tendencias más preocupantes de nuestro presente. Distopías
son 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury,
que se cuentan entre las obras artísticas más influyentes que nos ha dejado el pasado siglo. Se
trata de temática en alza fuera de la ciencia ficción, anidando en campos tan variados como la
literatura juvenil (véase la exitosa Los uegos del hambre, de Suzanne Collins) o las obras de
autores de prestigio (caso de Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro, o La carretera, de Cormac
McCarthy). Este tipo de ciencia ficción, que algunos hemos dado en llamar prospectiva, parece en
los últimos tiempos haberse separado del cuerpo principal del género, totalmente volcado hacia lo
comercial.
Sin tener aún un nombre ni asumir el citado de prospectiva, este tipo de obras están
creciendo también en entornos donde el presente no es ni mucho menos tan reconfortante como
en el todavía acomodado entorno anglosajón. Necesariamente en Rusia, un país en el que el
pesimismo forma parte del carácter nacional y donde el presente, por añadidura, hace muy
dañino el empleo de la herramienta creativa fundamental del distopismo: mirar alrededor y
plantearse «si esto sigue así…».
De hecho, Anna Starobinets habló del tema en una entrevista con motivo de la publicación
en España de su anterior libro, la recopilación de cuentos Una edad difícil. «La Rusia actual
puede ser más aterradora e incomprensible que la Unión Soviética. Como si su realidad no estuviera
formada del todo». Un comentario que, por otra parte, demuestra la razón por la que Starobinets
también desconfía, pongamos por caso, de que algún bienhechor nos diera el regalo de la
inmortalidad. Al fin y al cabo, habla de alguna forma en nombre de un pueblo al que el
cumplimiento de los sueños —tanto el utopismo comunista como el capitalismo redentor— ya
le ha decepcionado repetidamente, y ha desarrollado un encallecido escepticismo. Que ahora,
evidentemente, es algo que empezamos a compartir cada vez más ciudadanos también en la
Europa occidental.
Esa velada distinción entre literatura soviética y literatura rusa mencionada por Starobinets
resulta especialmente útil si hablamos de ciencia ficción. Es como si en el substrato del
desarrollo del género pudieran separarse dos líneas de desarrollo claras con cada uno de los
periodos de la historia del país. Durante largos años, por supuesto, la predominante fue la
ciencia ficción que llamaríamos soviética. Escrita mayoritariamente por científicos, con un
fuerte sustrato didáctico, limitaba su especulación casi de manera íntegra a los desarrollos de la
tecnología y el conocimiento humana en el futuro. El entorno en que se producían esos avances
se da prácticamente por descontado: civilizaciones en las que la razón y el colectivismo han
convertido en obsoleto cualquier debate acerca de la sociedad, situada en una suerte de fin de la
historia pero con un carácter exactamente opuesto al enunciado por Fukuyama.
Este tipo de ciencia ficción fue enormemente popular en el país durante décadas, tanto por
su componente pedagógico como por el lúdico. La ciencia ficción soviética nació incluso antes
que la URSS: en esta misma colección se ha publicado una interesante reedición de Estrella roja,
escrita por un destacado colaborador de Lenin, Alexander Bogdánov, en 1908. Tanto esta obra
como Aelita (1922), el clásico de Alexei Tolstói (también reeditado por Nevsky), comparten
escenario común: la visita a un Marte que resulta ser un «planeta rojo», en el primer caso con
tintes utópicos y en el segundo como consecuencia de la visita de un valeroso explorador
soviético.
Estas dos obras y la otra gran novela de Tolstói, El hiperbólido del ingeniero Garin, dejan
sentada una vía que consolidaría Alexander Beliáev, un Julio Verne ruso que falleció
trágicamente de hambre en el sitio de Leningrado. Tras él, la ciencia ficción soviética dejaría
varios nombres de interés que conocieron frecuentes traducciones a occidente: en particular Iván
Yefrémov, Alexánder Kazántsev y Anatoli Dneprov La nebulosa de Andrómeda (1957), la novela
más destacada del paleontólogo Yefrémov, fue objeto de una adaptación cinematográfica
anunciada a bombo y platillo como «la respuesta soviética a 2001», y es una novela de gran
vuelo imaginativo. Varios cuentos de Dneprov, como «Las ecuaciones de Maxwell» (1963) o
«Los cangrejos andan sobre la isla» (1958), han sido repetidamente reeditados. Todos ellos
llegaron ocasionalmente en los años cincuenta y sesenta a las librerías españolas, como fruto de
la curiosidad de las editoriales especializadas. De alguna manera,
parecía erróneo que solo una de las dos superpotencias pudiera dar su visión del futuro, con lo
que en cada antología de presentación del género en las grandes editoriales aparecía alguno de estos
nombres. Sin embargo, a medida que la Unión Soviética iniciaba su consunción y se alzaban las
voces escépticas, la ciencia ficción pesimista, la prospectiva rusa, recuperaba paulatinamente
terreno. Su santo patrón era un libro escrito en 1921 pero que no pudo publicarse legalmente en
el país hasta 1988, si bien circulaba de forma clandestina: Nosotros, de Eugeni Zamiatin. Un
escritor maldito, bolchevique luego purgado por Stalin, que en esta obra dibujó un futuro cuyas
características son extrapolación directa del estado soviético: opresión,
lenguaje manipulado para facilitarla, uniformidad, eliminación
del individuo… La novela, la primera censurada en la historia de la URSS, consiguió ser
publicada fuera antes de que Zamiatin obtuviera el exilio. El propio George Orwell admitió su
influencia en la redacción de 1984, en rigor, Nosotros, es la primera distopía como tal, definiendo
las características del género mucho más que El talón de hierro de Jack London (1912), y en
consecuencia una obra de una importancia histórica decisiva. Entre otras cosas, establece buena
parte de mecanismos que luego se repetirían en decenas de obras: la invención de un lenguaje
manipulado para convertir en aceptable la situación, el protagonismo para un miembro fiel del
sistema
que progresivamente pasará a cuestionarlo, el amor como elemento de ruptura…
En rigor a medio camino entre la ciencia ficción soviética y la rusa, el eslabón perdido entre
Zamiatin y los escritores contemporáneos es el trabajo de los hermanos Arkadi y Boris
Strugatski, del que esta editorial ofreció un relevante ejemplo con la publicación de El lunes
empieza el sábado (1964), obra de corte puramente fantástico. En el terreno de la ciencia ficción
pura, los Strugatski empezaron a enviar mensajes menos ajustados a la ortodoxia del dirigismo
soviético. En particular en su obra maestra de 1972, Picnic junto al camino. Aquí son los
extraterrestres los que han visitado la Tierra. El lugar en el que se posaron es un incomprensible
y peligroso territorio al que solo algunos avezados exploradores se atreven a acceder. Lo que
los extraterrestres dejaron tras de sí, pequeñas basuras que el protagonista llega a especular que
son los desechos de un picnic improvisado, son objetos de un descomunal valor para la atrasada
tecnología humana. Situada además en un entorno de pobreza, la novela (y su posterior
adaptación cinematográfica de 1979, Stalker, a cargo de Andréi Tarkovski) no tiene nada que
ver con los mensajes triunfalistas al gusto del régimen. Se trata, posiblemente, de la única
auténtica obra maestra de relevancia mundial que dejó tras de sí el periodo soviético en el
campo de la ciencia ficción. Quizá una de las cinco o diez novelas más valiosas del género.
La literatura prospectiva rusa de hoy bebe tanto de esta última fuente como de la tradición
de la ciencia ficción progresivamente escapista procedente del entorno anglosajón, mezclando
los elementos aceptados en el género con esa visión más oscura propia de la realidad de su
entorno. El ejemplo más conocido es por ahora Metro 2033 (2002), de Dimitri Glujóvski, una
novela postatómica en la que los supervivientes de una guerra nuclear deambulan por las ruinas
del suburbano moscovita. En esa misma generación que Glujóvski y Starobinets, el autor con
más obra publicada es Sergéi Lukiánenko, que ha empezado a ser conocido en España gracias a
la adaptación cinematográfica de su novela Guardianes de la noche (1998), rodada en 2006 y que
ha sido uno de los grandes éxitos del cine reciente en ese país.
Anna Starobinets parece marchar por otro camino. «Ningún escritor serio puede definirse por
el
con los que me han querido comparar», afirmó, en particular por las repetidas asimilaciones de
su trabajo inicial, la antología Una edad difícil, con el de Stephen King. Hechas, obviamente, por
personas que bien no habían leído a King, bien no habían leído a Starobinets, o bien no habían
leído nada más de terror que a King y Starobinets y por eso se les asemejaban. En rigor, puestos
a utilizar como método descriptivo la comparación con otros autores, la propia autora aceptaba
más la proximidad de esos cuentos a Kafka, Bulgákov y Gógol, con los que comparte lo que
Starobinets ha explicado como un uso utilitarista de los mecanismos del terror: «Con ellos
consigo producir unos sentimientos concretos en el lector o hacerle reflexionar sobre algo que
me parece importante. Por eso la tradición rusa de la literatura de terror siempre supone un
esfuerzo intelectual».
Sin embargo, como ya anunciaba con su renuncia a definirse en términos de escritora de
género, en este segundo libro que nos llega cambia de territorio, se adentra en el de la distopía y
reconoce, como quedará meridianamente claro a las muy pocas páginas a quien haya
leído Nosotros, que su obra entronca directamente con el Nosotros de Zamiatin. Seguir la senda
de un clásico con tantas implicaciones para la sociedad de su país es un reto admirable, de
primera magnitud, para una escritora tan joven (nació en 1978).
Al igual que ese clásico, El Vivo se desarrolla en un futuro muy lejano, en el que la nueva
sociedad, consecuencia directa de las carencias de la nuestra, es una estructura firme y
asentada. Y, al igual que en esa novela de hace un siglo, la consecuencia directa más visible es
la anulación del individuo. Solo que en este caso el ejecutor de ese proceso no es el socialismo,
sino el desarrollo de nuevas tecnologías, que en muchos casos nos resultan familiares por ser una
proyección evolucionada de algunas que conocemos.
Da la impresión de que Starobinets se ha planteado el desafío de crear una distopía en los
mismos términos con los que definía su trabajo en el territorio de la literatura de terror: llevar a
la reflexión a través del género escogido, del escenario y la acción. Y para ello no duda en
trucar algunos de sus elementos para que el escenario de la novela sea más próximo a las
preocupaciones del lector de lo que debiera cuando se sitúa a miles de años en el futuro. Con el
fin de hablar de cuanto le preocupa, de refinar el contenido de parábola de su relato, Starobinets
añade algunos elementos aparentemente caprichosos y de conexión directa con la actualidad
como las telenovelas, los asesinos en serie o un FrikTube cuyo número de visitas es cuidado
incluso por guardianes carcelarios.
La otra gran diferencia entre El Vivo y la mayor parte de las distopías tradicionales está en
su personaje protagonista. Cero no será el anodino subordinado conducido a la rebelión por las
circunstancias según el patrón creado a partir del D-503 de Nosotros, sino que es más bien un
personaje aglutinador y mesiánico en la línea de la ciencia ficción anglosajona —y como tal
será incluso venerado por «los disconformes», un grupo de rebeldes de esos que tan bien
conocemos, de los que consideran un acto revolucionario el envío de tuits con mucha intención—.
Sabremos que Cero es alguien distinto, una anomalía, desde las primeras páginas de la novela.
Esta, además, resulta también muy distinta en su estructura a sus precursoras, ya que en
lugar de seguir la vivencia del protagonista al detalle, salta sin complejos de punto de vista entre
personajes. Entre ellos, dos que representan también arquetipos característicos de la distopía: el
que podríamos calificar como «el corruptor», en este caso Cracker, y «el perseguidor», aquí Ef.
Starobinets tampoco duda en variar los estilos narrativos, utilizando recursos tipográficos y
formatos alternativos para
reproducir los distintos niveles de realidad en los que se desarrolla una obra que, en este sentido,
también hereda numerosos elementos del ciberpunk de los años ochenta y noventa.
Sin embargo, el esqueleto, la estructura fundamental de El Vivo, se atiene a las normativas de
la distopía clásica: presentación de la sociedad totalitaria y eventual rebelión en su contra.
Starobinets se plantea sumergir en ese mundo futuro al lector sin la ayuda de un narrador en
tercera persona que haga acotaciones contextualizadoras, pese a que el escenario está repleto no
solo de tecnología avanzada, sino en particular de una de las características neolinguas del
género.
En el mundo descrito, como en todos los entornos totalitarios tanto imaginados como
desgraciadamente llevados a la práctica, la manipulación del lenguaje para enmascarar la
realidad es una herramienta básica. «El Vivo es todo amor», se repiten una y otra vez personajes
que se despiden con un «Inmortalidad». Porque en el caso de la sociedad de El Vivo, la mayor
parte de los eufemismos están relacionados con el logro básico que se atribuye esta sociedad
futura: la posibilidad de transmitir las personalidades de un cuerpo a otro, manteniendo fijo el
número de habitantes del planeta. La inmortalidad, el logro definitivo del hombre, resulta no ser
más que el caramelito con el que se busca mantener tranquila a la población. El final de la
muerte resulta ser, también, el de la inquietud y la rebeldía. Por supuesto, todo esto conecta con
esa la línea de pensamiento desconfiado de nuestra época que comentaba al comienzo de este
prólogo, al que Starobinets da forma y pone argumentos.
Si el lenguaje es la herramienta ideológica, la tecnología es la de mayor alcance práctico
para este nuevo estado totalitario que se adivina en el horizonte, siempre oculto bajo un manto
en apariencia benévolo. La más destacada que se presenta en El Vivo es el socio, una suerte de
Facebook con conexión permanente a realidades virtuales, pero que ha convertido la actual
posibilidad de interacción en una obligación continua, salpimentada con entretenimiento y
mecanismos de control. No creo ser el único lector que coincidirá con la autora en la
desconfianza por las consecuencias del uso continuado de este tipo de servicios, tan benévolos
en apariencia como de fácil empleo para propósitos menos amables.
Otro elemento particularmente útil para una dictadura es la posibilidad de acceso a la
información biológica. Cero, por ejemplo, es seguido desde su infancia como una anomalía, y la
predeterminación genética marca el destino de cualquiera en que se adivine el menor síntoma de
rebeldía. Al igual que todos los totalitarismos, El Vivo tiene problemas en particular con el
sexo, pero los ha resuelto de una manera casi definitiva: cuando se practica en el mundo real es
una obligación sucia y lastimosa, pero en el mundo virtual de luxuria es otra forma de
liberación de instintos y, nuevamente, de control.
La estructura social del mundo de El Vivo resulta también interesante. Starobinets concibe
una sociedad matrioshka en varios sentidos: por un lado, en las capas de pensamiento que
enmascaran unas a otras y que solo unos pocos elegidos pueden dominar por completo. Pero
también por la estructura de poder que esconde nuevos niveles de manipulación que no se
detienen en el Consejo de los 8, un conjunto de tontos útiles también muy reconocible para los
lectores de ciencia ficción. En particular resulta significativo que esa estructura social tienda a
conservarse a través de las distintas reencarnaciones de los 3000 millones de habitantes del
mundo de El Vivo: «Todos se mantienen en el mismo nivel o caen», se explica. Al igual que en
el mundo neoliberal real en que vivimos, no en el sueño utópico que nos venden sus defensores,
la posibilidad de ascenso social no está vedada, pero todo ha sido trucado —mediante la
educación y por el mágico poder de los contactos personales— de
alguna, el adoctrinamiento llega desde todas partes, a partir de la infancia.
Además de todo lo dicho, me resulta de especial interés que la lectura de El Vivo tras la de
Una edad difícil muestre que Starobinets, pese a su juventud, ya es una escritora con pautas, y
obsesionada por algunos temas. En particular, parece aborrecer a los insectos, que son el objeto
principal del horror producido en el cuento que da título a su libro previo, y que aquí se
convierten en mascotas, fuentes de imágenes siniestramente evocadoras y también símbolos de esa
sociedad alienada y sometida que nos dibuja.
Otra coincidencia curiosa es la importancia en uno de los cuentos y en esta novela de los
mensajes abandonados, escritos en pequeños papelitos y ocultos en rendijas donde serán
encontrados por un remitente desconocido. Supongo que es la actualización de la idea de los
mensajes en una botella para una moscovita, criada y residente en una ciudad situada a miles de
kilómetros del mar. En cierta forma, esta novela en sí puede corresponderse con uno de esos
papelitos: un texto escrito con un tono muy personal, en el que su autora seguramente ha puesto
buena parte de sus temores sobre el presente, dejado a su suerte para ser encontrado por quienes
compartan esas inquietudes. Que me da la impresión de que en la sociedad occidental de hoy
somos muchos.
JULIÁN DÍEZ
Madrid, octubre de 2012
El banco histórico mundial de datos
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Inmortalidad.
PRIMERA PARTE
Hanna
Septiembre del439 d. N. V.
Primer día de la luna menguante
Al principio, el médico que me hizo los análisis no parecía muy preocupado. Solo dijo que la
conexión había fallado y que había que repetirlo todo, y que sentía haberme hecho esperar. Se
quedó quieto, sin parpadear, y me observó por todos lados; pareció atravesarme con la mirada.
Las pupilas se le hacían grandes y pequeñas de manera convulsiva y desacompasada. Después
se le estabilizaron, y cerró los ojos, como si no pudiera controlar tres capas. Pero tres capas no
son nada para los médicos… Eso quería decir que se hundió más profundamente. ¿Para qué? La
consulta apestaba a sudor, y yo trataba de contener la respiración. Tenía los párpados, la frente
y las aletas de la nariz húmedos, y le brillaban, y pensé: «A este médico le pasa algo, es él
quien falla, la conexión va la mar de bien…».
Cuando volvió a abrir los ojos, su expresión era la misma que si hubiera visto la clave del
Hijo del Carnicero o, para ser más exactos, no la clave, sino al Hijo en persona, con su sonrisa
cansada del buen trabajador y el hacha ensangrentada y maloliente, como en la serie El asesino
inmortal.
—Tengo que repetir el proceso —dijo, y vi que le temblaban las manos.
—¿Otra vez? Esta será la tercera…
No contestó. Se limitó a extraerme el sensor del vientre, y a ponerme otro exactamente igual.
Estuvimos un minuto en silencio; yo, en aquel sillón enorme y frío, y él, enfrente de mí.
Pensé en que si dentro de mí hubiera alguien de la lista negra, algún maniaco como el Hijo del
Carnicero o el Maldito, nunca jamás lo vería, no lo vería ni una sola vez, lo meterían en una
celda del reformatorio, le darían de comer tres veces al día y no le dirigirían la palabra, se
moriría sin que nadie le hubiera dicho nunca ni una sola palabra, y jamás entendería nada de
nada. Pensé en lo hipócrita que era llamar reformatorios a aquellos sitios. Nadie intentaba
reformar a nadie jamás. Los metían allí, y punto. Los tenían con la barriga llena y calladitos.
El sensor emitió un pitido y el médico volvió a mirar el resultado, que al parecer era el
mismo que antes.
—¿Está todo bien? —pregunté, pero no respondió—. ¿Le pasa algo al bebé?
El médico se levantó y se puso a caminar por la consulta.
—El padre… —La voz le temblaba como una lata de cerveza que rueda por el asfalto—.
¿Usted lo conoce?
—No. Es un bebé del festival.
—Vístase. —Miró a mi alrededor—. Espere fuera, en el pasillo. He llamado a un funcionario
del SPO.
—¿No es normal?
—¿Disculpe?
—El bebé. Mi pariente. ¿Mi pariente está en la lista negra?
—Eh… No. —Al fin me miró, pero de forma un poco extraña, como de lejos, como por
unos anteojos, como si yo estuviera en el horizonte, como si estuviera en el Socio, y no allí con
él—. No. Su pariente no está en la lista negra.
—Entonces, ¿para qué ha llamado al planetar? ¿Qué he hecho? ¿Qué infracción he
cometido?
—Eso no es de mi competencia —dijo distraídamente, y dejó de prestarme atención. No
cabía duda de que estaba pendiente de otra conversación en una capa más profunda.
El planetar no se dio demasiada prisa; apareció al cabo de cuarenta minutos. Me pasé todo
aquel rato en el pasillo mirando cómo entraban las hembras tensas e irritadas por las
puertas de las consultas, casi siempre asustadas ante la futura revelación, intentando
prepararse para lo peor, pero aferrándose obstinadamente a lo mejor. La esperanza.
Literalmente irradiaban esperanza. El pasillo entero estaba saturado de ondas tóxicas de
esperanza. A ver si todo sale bien. A ver si no es ahora. A ver si no tengo nada dentro.
Salían transformadas de las consultas. Las vacías, con el andar ágil y vivo de las bailarinas,
como si se hubieran vuelto más esbeltas, más ligeras a causa de su vacuidad etérea. Las otras
caminaban con pesadez, como si de repente les hubieran puesto una carga encima. Dirigían la
mirada hacia su interior; ay, aquella consabida mirada de resignación, reflexiva, que intentaba
comprender por qué les crecía ahí dentro aquella cosa innecesaria.
La resignación, la responsabilidad, el deber, les dirán los psicoterapeutas al día siguiente.
La resignación frente a la naturaleza. La responsabilidad frente al pariente. El deber para con el
Vivo. Sí, era duro. Aquellos tres componentes de la armonía son las causas de su malestar.
Pero encontrará el consuelo en otros tres: el placer, la estabilidad y la inmortalidad. Y ahora
pongámonos todos en círculo, cojámonos de las manos (quien quiera, puede ponerse guantes de
protección, esterilizados) y repitamos a coro: «La armonía del Vivo se basa en seis factores:
resignación, deber, responsabilidad, placer, estabilidad e inmortalidad». Y ahora vamos a decir
todos juntos: «La armonía del Vivo depende de mí, de mi persona».
Mi psicoterapeuta cree que el contacto físico y la repetición a coro son la mejor
preparación. Dolorosa, pero útil. Dice que el corro y la recitación en grupo constituyen una
especie de modelo. En un corro se hace mucho más evidente que en el Socio uno es parte del
Vivo. En un corro, uno se siente más protegido. En un corro ni siquiera se temen los cinco
segundos de oscuridad.
—¡Inmortalidad! —El del Servicio Planetario se desplomó con pesadez en el sillón libre que
había a mi lado, y dejó la cartera negra y cuadrada en el suelo, junto a sus pies. La máscara de
espejo que le cubría la cara estaba un poco sucia, un poco turbia—. Qué calor hace hoy…
—¿Qué infracción he cometido?
—Ninguna.
—Entonces, ¿por qué me quiere interrogar?
—Es mi trabajo. —El tipo me observó atentamente y, por lo poco que podía juzgarse de
la expresión de la máscara, con asco—. Por favor, póngasela.
Me alargó una máscara de espejo que tampoco estaba muy limpia.
—¿Es obligatorio que me ponga el charlatán?
—Debemos seguir el protocolo de gestión de conversaciones. —Impaciente, sacudió la
máscara
que me tendía—. Póngasela. La cara interna está esterilizada. Así, muy bien; gracias, Hanna.
Solo es una conversación. En modo alguno es un interrogatorio.
La máscara estaba fría, fría y pegajosa, como la caricia de una bestia de las
profundidades marinas.
—Voy a conectar su máscara al sistema de gestión de conversaciones. Así… El mío también.
Así.
Es solo para que la conversación quede registrada; no es por nada más.
Su voz se volvió detestable al pasar por la máscara, se convirtió en una especie de
zumbido monótono.
—Cuando termine la conversación, recibirá una copia en taquigrafía. El sistema de
conversación no puede dañarla ni a usted ni al…, eh…, ni al feto; se lleva a cabo con
medidas extremamente ecológicas…
—¿Qué infracción he cometido?
—Ninguna.
—No entiendo qué está pasando.
—Yo tampoco. —Sonrió con su boca de espejo—. Yo tampoco lo entiendo. Precisamente por
eso necesito que me explique todos los detalles relacionados con su…, eh…, feto.
—Es un bebé de festival.
—Le he pedido los detalles.
sí no
Funcionario del SPO: Necesito que me explique todos los detalles relacionados con el
feto.
Interlocutora 3678: Es un bebé de festival.
Funcionario del SPO: Le he pedido los detalles.
Interlocutora 3678: Hoy, primer día de la luna menguante, he venido al centro médico
n.º 1015 en conformidad con la ley del Control Mensual de la Población. Los médicos
me han dicho que estoy embarazada…
Funcionario del SPO: ¿Suele venir al centro con regularidad?
Interlocutora 3678: Sí, claro. Vengo todos los meses.
Funcionario del SPO: ¿Los médicos del centro le habían diagnosticado un embarazo en
alguna otra ocasión?
Interlocutora 3678: No. Es la primera vez.
Funcionario del SPO: ¿Había tenido relaciones sexuales antes?
Interlocutora 3678: Sí.
Funcionario del SPO: ¿Ha tenido alguna vez problemas de fertilidad?
Interlocutora 3678: No.
Funcionario del SPO: Entonces, ¿cómo es que es la primera vez que se queda embarazada?
Interlocutora 3678: Tomaba precauciones.
Funcionario del SPO: Eso está prohibido.
Interlocutora 3678: Tengo permiso.
La interlocutora 3678 rebusca en el bolso. El sensor registra una subida de temperatura corporal de
0,3 grados; un incremento del pulso, que llega a 130 pulsaciones por minuto; el tamaño de sus pupilas
es de 6,3 milímetros, lo que supone 2,8 milímetros más que lo que correspondería al fondo lumínico
existente.
La Interlocutora 3678 le muestra un documento al funcionario del SPO: un permiso para utilizar
anticonceptivos concedido de acuerdo con una valoración médica de un trastorno psíquico leve.
—Venga, ya está, déjalo ya, Ef, acaba de una vez. Vamos a tomarnos una cerveza. En este
banco de mierda hace más calor que en el culo del Vivo. ¡Y esta mierda de máscara me va a
derretir el jeto si no me bebo algo helado ahora mismo!
—Vale, como quieras. —Ef le dio perezosamente a finalizar con la mano vendada—. Vamos
a tomarnos una cerveza.
El sin cara
No hay transeúntes. Todavía no ha anochecido, pero las pequeñas farolas empotradas en las
baldosas del pavimento ya iluminan con su resplandor dorado la niebla vespertina y el mármol
de color rosa suave con delicadísimas vetas blancas.
Las botas de Ef dejan huellas negras de hollín en el mármol, y la limpiadora milagrosa, que
está inmóvil en la acera, en biquini y guantes de goma, se enciende con un suave chasquido, se
pone a gatas y empieza a frotar. Lo persigue arrastrándose deprisa, sacando el culo y soltando
gemiditos monótonos. Se supone que estas cosas deben despertar en los transeúntes el deseo de
reproducirse y multiplicarse.
Cerbero se gira y escupe con regodeo en el mármol rosa. La limpiadora se arrastra por el
suelo, obediente, para limpiarlo con el trapo.
—¡Lárgate! —grazna Cerbero, y le da una patada floja en la cara con la bota de punta aguda.
La limpiadora se queda quieta y, sin abrir los labios de plástico, emite un «Ay» de lo más
libidinoso. Está programada para reaccionar ante el contacto físico.
—El bareto de la esquina con Armonía no está mal —dice Cerbero en voz alta—. ¿No estás
conectado, o qué?
—¿Rompiendo las normas? —lo increpa Cerbero—. ¿Qué palabras son esas?
—¡Oh, él es el principio y el final! —aúlla Mateo—. ¡Su nombre es Cero! ¡Murió por
nosotros!
¡Ardió en el fuego sagrado!
cleo: me preocupa cuando estás mucho rato callado, :)
—¡Murió, murió por nosotros!
—¡Cállate! —le grita Ef—. Tienes suerte de que me apetezca una cerveza. Porque si no, ¡te
mandaba rapidito al reformatorio!
—¡Ah, vosotros, sabuesos sangrientos del infierno! ¡Siervos del diablo! ¡Gentes de rostro de
espejo! ¡Gentes sin rostro! ¡Gentes sin voz! ¡Temblad ante lo que se avecina! ¡Llegará su reino!
¡Se hará su voluntad! ¡Y se os llevarán los demonios! ¡Y seréis destronados! ¡No quedará de
vosotros piedra sobre piedra! ¡Pues él murió por nosotros! ¡Pues él es el Salvador! ¡Y su
nombre es Cero!
La cerveza sabe a hierro. Tal vez sea ese su sabor, o tal vez sea la máscara que le cubre la
nariz y los labios la que le da ese gusto metálico. Ef se toca la parte interior de la mejilla con la
punta de la lengua. No, no es la máscara. Tiene una herida que sangra, y por eso le sabe tan rara
l a cerveza.
Cerbero regresa con la segunda ronda de cervezas. Se deja caer pesadamente en la silla de
enfrente, sorbe un tercio de la jarra y vuelve a mirarlo con los ojos ovalados de espejo,
mórbidos e inexpresivos, abiertos como platos, en los que se reflejan los ojos de espejo de Ef,
en los que se reflejan los ojos de Cerbero, en los que se reflejan… Ef se marea, como si
estuviera en un barco, baja la cabeza y mira al vaso. La espuma de la cerveza no refleja nada.
¡No digas eso, Ef! —Cerbero se ha puesto claramente nervioso, tanto que hasta el zumbido
monótono en el que se convierte su voz tras pasar por el charlatán suena más alto y agudo—. No
hables de la muerte. La muerte no existe.
Por debajo de la mesa, Cerbero señala significativamente el charlatán y se pone un dedo en
la sien, como si dijera: «Todo se graba ahí, imbécil».
ST_197: ¿algún problema con la conexión? Nuestro servicio técnico le ofrece una asistencia rápida, efectiva y de
calidad a cualquier hora del día, ¡y no es necesario un contacto personal!
—Para él sí que existía la muerte —dice Ef, cansado—. Para Cero. Ya sabes que nació sin
clave. Y ayer murió. Hizo estallar un sol milagroso y murió. Ya no hay ningún cero. No tiene
continuación: lo han confirmado todos los centros de control de población del planeta. No era
una pausa. Era la muerte.
cerbero: lo único que no entiendo es cómo pudo hacer estallar un sol milagroso con la mano, eso está más
allá de las fuerzas humanas… o tal vez no era un hombre…
ef: según todos los datos biológicos, sí que lo era.:) supongo que lo que haría es hurgar antes por dentro y
tocar algún tornillo… o quizás el sol estuviera defectuoso.
Parapetados tras la cerveza, Cerbero transforma los húmedos labios de espejo en una
sonrisa y murmura con un zumbido monótono:
—«El número del Vivo es invariable. El Vivo son tres mil millones de vivos. Ni uno
mengua de Él, y ni uno se añade a Él…». Y ya no hay más ceros. ¿Estás contento?
—Sí —dice Ef—. Mucho. Pero estoy muy cansado. Y me duelen las manos. —Ef mueve
levemente los dedos vendados.
—Te has hecho una buena quemadura, ¿eh?
—Se me ha desprendido toda la piel.
—La cara. Estás todo el rato tocándote la mejilla. Igual te la has quemado también.
Quítate la máscara para que lo vea.
Ef se levanta de un salto y vuelve a sentarse.
—Funcionario Cerbero, acaba de proponerme que transgreda las reglas del Servicio Planetario del
Orden. Mi dispositivo de gestión de conversaciones ha grabado sus palabras, y mi sentido de la
responsabilidad me…
Servicio del SPO: acceso de grado 3: procesando el aviso: ¿quiere hacer una denuncia
oficial? ef: aún no.
—Vale, vale, ¿por qué saltas como un gato al que le han pisado la cola? Solo quería
comprobarlo; no tiene más importancia. ¡Era una broma! —El zumbido de Cerbero tiene un
tono conciliador.
—¿Era una broma o una comprobación?
Una de las unidades disponibles se hincha, se abre de par en par, y se convierte toda ella
en una boca ávida.
cleo: ef, sé que estás ahí.
Ef abre los ojos. La máscara de espejo de Cerbero refleja su propia máscara de espejo, que
refleja la máscara de Cerbero… La barbilla desciende; la lengua, también. Se levanta de
un salto.
—¿Qué te pasa?
—Voy a vomitar.
automédico: relájese, aspire profundamente. Expi-i-i-ire. Aspire, expi-i-i-ire. Está usted muy cansado, necesita
dormir, el alcohol no le conviene, debe beber más líquido y pasear al aire libre.
—¿Qué te pasa? ¿Estás flojo? —Cerbero se interesa de corazón—. ¿Quieres otra cerveza?
—Estoy muy cansado —dice Ef—. Necesito dormir. El alcohol no me conviene. Me conviene
pasear al aire libre… ¡Inmortalidad!
Se dirige a la salida.
—Inmortalidad —responde Cerbero, que suelta un eructo discreto, y se tapa los labios de
espejo con la mano. El charlatán transformó el eructo en un aullido corto y desesperado.
Asunto: Carta de la
suerte De: Disconforme
Tienes un trabajo gris, tendrás un trabajo gris hasta que llegue la pausa, y después de la pausa tendrás un
trabajo gris. Pero te gustaría ser guionista o diseñador. Sigue a Cero. Ha llegado para cambiarte la vida.
¡Alerta! Es posible que este mensaje sea spam.
¿Quiere marcar esto como spam?
si no
Asunto: Importante
De: Disconforme con buenas intenciones
No te dejes engañar. El rayo de Leo-Lot puede iluminar en ambas direcciones, hacia delante y hacia atrás…
Ef lee el mensaje hasta el final y siente como se le forma otra capa entre la cara y la
máscara, una película de sudor frío. Marca el mensaje como spam, aunque sabe que no lo es, y
luego lo elimina; se sabe el texto de memoria. El corazón le late en las puntas de los dedos,
en las orejas y en la nuez, como si se hubiera roto en un centenar de corazoncitos enanos y la
sangre los hubiera repartido por todo el cuerpo.
¿acaso tiene miedo?, dice de repente el automédico.
Puede que sí. Pero no es asunto tuyo.
Cuando Ef gira por la avenida Armonía empieza a llover de repente, sin las cuatro gotas de
aviso, como si se hubiera encendido automáticamente una ducha desinfectante a máxima
potencia.
Al mojarse, el mármol de color rosa claro adquiere el color del hígado crudo. Ala luz de los
faroles
empotrados en el pavimento, las gotas de lluvia parecen una bandada de insectos dorados que acuden
revoloteando al percibir el olor de la sangre.
Las gotas les hacen cosquillas a los cuerpos desnudos de plástico de las limpiadoras
milagrosas, que gimen dóciles. Las gotas chocan contra su máscara de espejo, pero no lo
alivian, ni lo refrescan. Si pudiera quitársela… Si pudiera quitársela y sentir el agua fría…
—Temblad ante lo que se avecina… Temblad ante lo que se avecina… Temblad ante lo que
se avecina… —El larguirucho Mateo camina descalzo encima de un farol del suelo que emite un
haz dorado de luz. Chorros dorados se le derraman por la cara, el cuello y las greñas rizadas y
canosas—.
¡Gentes sin voz! —El viejo se reanima al ver a Ef—. ¡Gentes del rostro de espejo!
Ef aminora el paso.
—Inmortalidad, Mateo. Estás mojado de arriba abajo. Vete a casa.
A Ef le gustaría que sus palabras sonaran amables, pero el charlatán las mastica y las escupe
como una orden.
Mateo abre sus nublados ojos azules como platos y suelta una carcajada aguda, enseñando
los dientes podridos y largos como los de un caballo. Gimotea, se pone de cuclillas y pasa
un dedo huesudo por el mármol mojado y brillante.
—¿Ves de qué color es el suelo en realidad? ¿Ves de qué color es en realidad?
—Vete a casa —repite Ef. Pero luego desconecta el charlatán y añade—: Sí, ya lo veo.
Desconectar
¿Está seguro de que desea desconectarse del Socio?
si no
Confírmelo
ef: sí
Atención: si está desconectado, no podrá ver su lista de contactos del Socio, comunicarse en él, obtener
información de él, ni compartirla con otros usuarios. ¿Desea desconectarse?
si no
Atención: si está desconectado, dejará de ser una parte activa del Socio. ¿Desea desconectarse?
si no
si
Usted ya no se encuentra en el Socio.
No se preocupe: en cualquier momento puede restablecer la conexión.
Atención: no se recomienda interrumpir la conexión con el Socio durante más de treinta minutos. Si no reanuda la
conexión por sí mismo, esta se restablecerá automáticamente al cabo de cuarenta minutos.
Cero
Solo quiero ser como los demás. No quiero asumir ninguna carga. Quiero ser como los demás. Si
ahora no puede ser, entonces después. Después de la pausa.
¡Eh, tú! ¡Eh, tú!, ¡el del futuro! Espero que estés ahí. Espero que seas yo. Espero ser. Si tú
eres mi continuación, si yo soy tú, perdóname por esta estúpida clave que has heredado… A mí
me ha fastidiado la vida, pero espero de todo corazón que las cosas te vayan mejor. Que las
cosas me vayan mejor en el futuro. Dentro de ocho años… Porque tienes ocho años, ¿no?
Es cierto: es una cobardía. Es una huida. No es justo. Pero si existes, si estás ahí, perdóname
por lo que estoy a punto de hacer. Perdóname si te he molestado (¿o debería decir «me he
molestado»?). Perdóname si te («me», ja, ja) doy problemas. Me gustaría que me entendieras.
He decidido suicidarme. Sí, sí. Perdóname, perdóname de nuevo; sé que no está permitido
hablar así, debería decirlo de otra manera. He decidido «interrumpir temporalmente mi
existencia», «llevarme a la pausa», pero no soy idiota, ya lo sé: lo de los demás es una pausa,
pero lo mío será un final. Así que, si existes, entonces, glóvipa[4], será una victoria tuya y mía;
es decir, significará que somos como los demás. Que soy como los demás. Que soy una parte
del Vivo.
Pero si tú no llegas a existir, si no existo más, si desaparezco, si muero para siempre, como
sucedía antes del nacimiento del Vivo… Bueno, entonces significará que soy un error de la
naturaleza. Un fallo genético. Una enfermedad. Un forúnculo en el cuerpo del Vivo. Así pues,
sin mí estará mejor. Estará como es debido. Normal, más simple. En definitiva: comoquiera
que acabe todo esto, será mejor que ahora…
Siempre he querido ser como los demás. Pero han hecho de mí un dios. Han hecho de mí un
demonio. Una mosca de laboratorio. Han hecho de mí un ser muy peligroso. No sabían lo que
han hecho.
Me han acorralado contra un rincón. Me han dejado totalmente solo.
Hoy vendrá otra vez. Ef, el hombre de la máscara. A buscarme defectos, a hacerme preguntas
ruines, a hurgarme como si fuera un montón de cacharros abandonados.
Y luego me prenderé fuego. Para que me vean todos, ¡para que vean como arde un sol
milagroso!
Estoy seguro de que quieres entenderlo. Si tú eres yo, seguro que querrás entenderlo… A
mí también me gustaría.
Te escribo todo lo que sé. Porque lo
necesitarás. Porque yo necesito saber.
Necesitaré saberlo todo.
Mi madre se llamaba Hanna. No voy a escribir que ya no está porque no se permite expresarse
de esta manera. Por supuesto, sí que existe. Su vida continúa. Solo voy a escribir que la echo de
menos. La echo de menos como si no estuviera, desde que, en el festival de Ayuda a la
Naturaleza, se fue a la zona de la Pausa.
Hanna era su nombre temporal. El eterno era Mia-31, pero no me gusta. Me suena a marca
de lavadoras. A ella tampoco le gustaba; siempre se presentaba como Hanna. No sé con qué
nombre le
gustará presentarse ahora. Ni quiero saberlo.
Tenía una piel muy blanca. Blanca y limpia, casi t ransparente. Era un tono raro en los
globaloides. Tenía los ojos de terciopelo, como las alas de una mariposa negra.
Por las noches siempre me cantaba una nana, una rara, antigua, de animales, que todavía
formaba parte de la colección del programa La infancia del Vivo. Se instala a los tres años, me
parece. Seguro que te acuerdas:
Duerme el corzo, duerme el carnero,
duerme la oveja y duerme el
lagarto, duermen la vaca, el tigre y
el elefante, sueñan sueños tristes.
Sueñan con aguas oscuras,
sueñan con desdichas
amargas, sueñan con un bote
sin remero, sueñan con
sombras sin cara…
Aunque ya tenía nueve años, siempre pedía que me la cantase. Me negaba a dormir si no
me la cantaba. Hanna decía que no era normal, que a los niños tan mayores no se les cantaban
canciones, que los niños tan mayores no debían vivir con sus madres, sino en el internado, y
que allí sí que no les cantaban nanas.
—Pero yo vivo contigo —decía yo.
—Sí.
—Entonces, cántame.
Y me cantaba. Tenía una voz preciosa.
Aúllan los lobos en la calma,
llora el gato en sueños, en
silencio, ronca el caballo, barrita
el elefante, sueñan sueños
tristes.
Sueñan con aguas oscuras,
sueñan con desdichas
amargas, en una orilla fría
duermen las fieras, corren los días…
El día en que la vi por última vez, el día en que Hanna fue a su último festival, me dijo que
aquella noche tendría que dormir solo. Dijo que volvería muy tarde. Por eso me cantó la
canción más temprano que de costumbre.
Corren los días, llega la
noche, no podemos
ayudarlos,
a los gatos y las ovejas
se les acerca el fin…
Tú eres el único que duerme
tranquilo, mi Vivo, mi pequeño,
sonríes en sueños
porque la muerte no existe.
Ningún lujo. Consideraba que el barracón del funcionario del SPO debía ser estrictamente
funcional.
—Estrictamente funcional —le dijo al decorador—. En estilo minimalista.
El decorador era un chaval espabilado. Lo dejó todo en tonos del Socio: las paredes, a la
invisible, y los muebles, en color disponible y ocupado, inofensivos y pocos (Ef insistió en
ello), solo los imprescindibles. El único lujo estaba en el baño: un terrario enorme para
Mascota. En cambio, el dormitorio estaba vacío: solo había una blanda cama de agua que cubría
el suelo, con la superficie a máxima tensión. Hacía tiempo que Ef prefería la tensión máxima;
igual a otros les gustaba, pero él no soportaba despertarse con la cintura hundida en el suelo.
Sin mencionar que dormir en plano era mucho mejor para la columna…
Se sienta en el suelo, se quita la máscara de espejo, ve que tendría que levantarse, lavarse
con agua fría, cambiarse las vendas de las manos, que se le han mojado con el aguacero, dar de
comer a Mascota… Pero un sueño se le enreda en los brazos y las piernas. No llega a ser un
sueño, sino una especie de germen de un sueño. Sueña con un río. O con algo que había sido un
rí o, o lo sería…
39:50
no hay conexión automática
39:5i
39:52
Junto al río van apareciendo animales, o tal vez sean plantas, algo vivo, pero sin forma
definida, y precisamente él se dispone a dársela…
39:53
39:54
39:55
no hay conexión automática
Piensa que ojalá su sueño fuera como un jardín donde pudiera cultivar hierba mágica…
39:56
Piensa que ojalá su sueño fuera como el limo y la arena donde pudiera construir un castillo…
39:57
Piensa que alguien lo vigila. Pero deja escapar ese pensamiento, que se aleja río abajo…
39:58
39:59
Piensa que tiene poco tiempo, y el río corre deprisa…
Piensa en las algas…
40.00
¡Se está efectuando la conexión automática al Socio!
¡Ya estamos aquí de nuevo!
Igual que si alguien hubiera arrugado y arrojado los pensamientos, las algas, el río. Igual
que si alguien le hubiera arrancado la sábana de un tirón y hubiera dejado al descubierto el
termitero blando. Centenares de unidades ovaladas; una masa porosa y movediza. Y Ef,
allí dentro.
Dentro de una unidad, una unidad que lo rodea por completo, lo envuelve como un capullo,
y Ef se revuelve, tratando instintivamente de romperlo.
ef: socorro:
ef: configuración:
ef: detalles:
la desconexión del Socio comporta el restablecimiento automático de la configuración individual
en este momento está operativa la configuración estándar del Socio: interfaz nula
¿desea volver a la configuración anterior de la unidad de ef?
sí no
Ef se levanta y camina por el suelo blando hasta el baño. Al verlo, la mantis religiosa se
yergue sobre las patas traseras y araña la pared frontal del terrario. Ef tamborilea el cristal,
y la mantis, solemne como si fuera a rezar, coloca las patas delanteras como si mendigara
comida. Tiene una pata torcida y rota.
Se lava. Se lava y bebe agua fría, bebe y bebe… Se moja la cara y bebe con ansiedad, pero
no se siente mejor. El agua le parece tibia, asquerosamente tibia; no la siente. Levanta la
cabeza y se mira al espejo: las gotas turbias corren por la máscara, se reflejan en el espejo, se
reflejan en la máscara, se reflejan en el espejo… ¿Qué diablos pasa? ¿Es que no me he
quitado la máscara?
Tira del extremo blando de la barbilla, pero la máscara no se mueve. Parece estar pegada a
la piel.
Vuelve a tirar.
solicitud no válida
solicitud no válida
probablemente esté intentando realizar una acción no segura
ef: ¡quiero salir de
casa! procesando la
solicitud solicitud no
válida
automédico: a estas horas de la noche no es recomendable despertarse, para restablecer completamente sus
fuerzas aún debe dormir 4,5 horas más.
¿quiere despertarse?
sí no
atención: el Socio sigue activo durante el modo durmiente. Puede ver la lista de sus contactos del Socio,
comunicarse en él, obtener información de él y compartirla con el resto de usuarios, ¿quiere despertarse?
sí no
automédico: se informará al departamento de sanidad del SPO acerca de la interrupción del sueño que se ha
llevado a cabo fuera de horas.
¿quiere despertarse?
sí no
1
mientras estaba ausente del Socio apareció el anuncio
diario atención: el anuncio se está cargando
** Todos los días después de la puesta de sol vemos nuestras series favoritas: El asesino eterno y Pasiones
del festival
en el siguiente capítulo de El asesino eterno: ¡el Hijo del Carnicero vuelve a escaparse! ¡Busca una nueva víctima!
¡Kate, la chica de diecisiete años, no sospecha que la espera una pausa prematura y atroz! Sin embargo,
quién sabe… Pues el perspicaz planetar Pete ya ha dado con la pista del Hijo del Carnicero. ¡Para atrapar al
interno no se detendrá ante nada!
en el siguiente capítulo de Pasiones de festival: Don, el diseñador del Socio, no se presenta en la zona de
Reproducción a la hora acordada. Anne, afligida, decide entregarse a tres desconocidos. Tal vez, quién sabe,
uno de ellos le regalará un mar de sensaciones inolvidables… **
2
mientras estaba ausente del Socio se ha recopilado información en respuesta a su solicitud «cleo»
¿qué desea hacer con esa
información? ver guardar en la
memoria
3
mientras estaba ausente del Socio, el usuario cleo lo invitó a contactar por el Socio
¿qué desea hacer con la invitación?
aceptar rechazar
¿desea contactar ahora con
cleo? sí no
Cero
Desde que tenía cinco años frecuenté el grupo regional de desarrollo natural. Hanna me llevaba
a aquella casa redonda y brillante que parecía una cabeza de queso, cuyas ventanas eran agujeros
ovales. Por supuesto, allí nadie se desarrollaba; de desarrollo solo tiene el nombre. Pero me
gustaba. Me gustaba la casa de queso. Me gustaban los niños lisiados, cuyos circuitos
neuronales presentaban disfunciones desde que nacieron, por lo que no se les pudo instalar el
PED, el Programa Estándar de Desarrollo. Eran feos de cara, tenían la frente muy ancha, la
barbilla muy pequeña, la boca babosa y pústulas en los ojos. Pero me fascinaba su mirada,
directa y fija, tenaz, muy distinta de la del resto de la gente.
Me miraban con asombro. Yo era un niño completamente sano. Podrían haberme instalado el
PED sin ningún problema de no ser por un pequeño «pero».
Yo era peligroso. Por eso no me conectaron al Socio. Nunca. La decisión provino del nivel
más alto.
Era peligroso. Sobraba. Era una incógnita. Podía perturbar algo. A Hanna no le dijeron nada
de esto. Solo le comunicaron que para conectarme al Socio debían crear una unidad más. «Por
desgracia, la existencia de una unidad más puede comportar trastornos en el funcionamiento del
Socio». Recuerdo la cara que puso cuando recibió el mensaje. O igual solo me parece que lo
recuerdo, porque era muy pequeño. En cualquier caso, estoy segura de que puso aquella cara:
petrificada e inexpresiva. La misma que ponía siempre que el departamento de turno le enviaba
un mensaje relacionado conmigo.
Me gustaba hablar con los niños del grupo de desarrollo, porque no sabían quién era yo. Y
aunque lo hubieran sabido, no habrían entendido qué significaba. Me gustaba mentir. Decía que
hacía tiempo que sabía cuál era mi clave, que lo sabía todo sobre mí, que había escuchado las
conversaciones de los mayores. Y me gustaba escuchar como mentían ellos también…
Inventábamos historias sobre la vida que habríamos llevado antes de la pausa, y siempre
habíamos sido héroes y nos habíamos ganado una condecoración del Vivo. Habíamos tenido los
cargos y profesiones más prestigiosos; habíamos sido todos secretarios del Consejo de los
Ocho, arquitectos, entomólogos, granjeros o jardineros.
Yo había sido granjero. Cuando nos repartían las cajas con comida natural (no sé cómo será
ahora, pero en aquel entonces a los niños de menos de nueve años les correspondían cien
gramos diarios de comida animal natural producida en la región por el Granjero de Honor, y era
parte del Programa de Ayuda a la Naturaleza), yo decía que los trozos de carne que había en las
cajas eran precisamente de mi granja, que antes la pausa había tenido una granja de cerdos, sí,
sí, cerdos de verdad, los había visto muy de cerca, y no me tenían miedo…
Adorábamos aquellas cajitas de felicidad con sellos de colores que decían: «Región EA-
8_leche»,
«Región EA 8_huevos_gall», «Región EA-8_carne_cerdo»…
—¡Mentida! —decía un niño envidioso de cara medio deforme y ojos atentos—. ¡Mentida! ¡Todoz
loz animalez tienen miedo del Vivo!
—Vézope —decía yo—. De mí, no. Porque huelen al Granjero de Honor.
Me gustaba nuestra maestra. Era ya mayor; solo le faltaban dos años para la pausa forzada.
Cerraba los ojos y nos contaba historias sobre el Vivo y sobre cómo era el mundo en la
antigüedad, antes de que Él naciera. Nos instalaba los programas de La infancia del Vivo, pero en
versiones no oficiales que ya no están en circulación, y los veíamos en un Cristal-X0, uno de
esos viejos como los que había en las oficinas del Renaissance, pero tres veces más grande. Lo
que más nos ponía era la serie Muñecos de trapo, la de aquellos animales fantásticos y
redondos. Si tienes ocho años, te acordarás… ¿Y te acuerdas del principio? Cuando salían todos
los muñecos, Martish, Misha, Utiash, Ribiosha, Volchunia y los demás, y hacían un corro y
daban vueltas deprisa, cada vez más deprisa, hasta que se fundían y formaban una esfera grande
y de colorines que se llamaba Vivito. Sonreía con su boca rosa y decía: «Inmortalidad».
Siempre, antes de cada capítulo.
Sabíamos que todos los niños normales, todos a los que se les instalaba automáticamente La
infancia del Vivo, hacían corros. Espero que tú hayas tenido más suerte que nosotros. Espero que
a los cinco años dieras vueltas cogido de Utiash y Misha, te fundieras con ellos en una esfera
enorme y resplandeciente… Nosotros, no. Nosotros mirábamos desde un rincón. Éramos unos
marginados. No podíamos sentirnos miembros de la esfera. Miembros del Vivito… Y sin
embargo, la maestra consideraba que Muñecos de trapo era el material que más nos convenía. Y
el más beneficioso. Era sencillo. La forma de la esfera se entiende, incluso si no se tienen
circuitos neuronales. La forma de la esfera. La unidad.
Me acuerdo perfectamente de un capítulo. Se titulaba «La pausa es buena». En él, Volchunia
se come una baya venenosa por error, llega a su casita a trancas y barrancas, y se echa en la
cama. Llegan los amigos a hacerle compañía. Están muy tristes porque Volchunia está muy
enferma. Dice Ribiosh:
«¿Quieres que te ayudemos, Volchunia?». Volchunia asiente, y los amigos se la llevan al lago y
la meten en el agua. Se hunde. Un par de grandes burbujas, y desaparece. Los amigos se ponen
de pie, forman un círculo, sonríen y empiezan a dar palmas. Pero Martish no quiere dar palmas.
Se pone a correr alrededor del lago, gritando: «¿Dónde estás, Volchunia?». Sus amigos le
explican que Volchunia ha dejado de existir temporalmente. Entonces Martish se echa a llorar;
unos lagrimones de color azul claro le saltan hacia todos lados. Los amigos intercambian
miradas, forman un corro y se ponen a dar vueltas y vueltas hasta que se funden en una gran
esfera brillante. Es el Vivito, que le explica a Martish que no está bien llorar por esas cosas.
Está feo y es una tontería. Porque la muerte no existe. Porque no es más que una pausa. Le
promete que Volchunia volverá y que será feliz. Estará sana como si nunca se hubiera comido
la baya verde venenosa. El grupo de amigos regresa a la casita de Volchunia, donde los espera
una sorpresa: Volchunia está viva, pero aún es muy pequeña, y no es azul, sino rosa… Todos se
abrazan y se funden en una gran esfera resplandeciente… La pausa es buena. Entonces me lo
creí.
Es posible que si me hubieran dejado participar en los corros, ser parte de la esfera, me lo
habría creído también después. Pero yo no formaba parte de todo aquello; lo observaba desde fuera.
Y cuando Hanna se marchó a su último festival de Ayuda a la Naturaleza para no volver, me
porté mal. Tuve una reacción fea y tonta. Cuando comprendí que no la vería más, me volví loco,
me convertí en Martish, lloraba y aullaba, me negaba a comer, abrazaba su vestido negro y
mordía a quien intentaba quitármelo… Me tapaba los oídos cuando me decían que solo se
trataba de la pausa, que Mia-31 vivía para siempre, que no había motivo para llorar… No quería
escuchar. Era «antinaturalmente inconsolable». Tuve una reacción patológica.
Al principio me cayó bien. Ef, el hombre de la máscara. No me miraba con esa mezcla de asco
y estupor con que lo hacían los demás. En realidad, nunca he sabido cómo mira. Tampoco he
oído nunca su voz, nunca he oído cómo sonaba en realidad. Solo oigo un zumbido monótono y
mecánico, sin afectación, sin ningún tono en absoluto.
Pensé que a mí también me gustaría esconderme detrás de esa
máscara. Se sentó a mi lado y me dijo:
—Sé que no te gusta escuchar que la muerte no existe, que Hanna no está muerta porque su
clave es eterna, que al cabo de nueve meses volverá a nacer en otro bebé, que en el
renacimiento eterno está encerrado el misterio del Vivo…
Me dijo:
—No tengo la menor intención de repetirte todo
eso. Me dijo:
—Vamos a hablar como personas adultas. Pero para eso tienes que tranquilizarte y dejar de
llorar a moco tendido.
Y dejé de llorar. Por primera vez desde que me dijeron que Hanna no volvería, me lavé y me
peiné. Y estuve dispuesto a escuchar. Pensaba que me diría que no valía la pena tener
esperanza. Que yo tenía razón, que no servía de nada consolarme, que había muerto de verdad…
Quería que me arrancara la esperanza. La esperanza que me habían despertado, la esperanza con
la que me atormentaban todos los días. La esperanza de que volviera. Con otra cara. En otro
cuerpo. Pensaba que diría que la vida seguiría sin ella. Estaba preparado para asumirlo.
Pero me dijo algo totalmente distinto. Me dijo:
—Tienes un VDCC. Lo siento.
—No —le respondí—. Vézope. No tengo clave.
Alargó los labios de espejo en una sonrisa.
—Vézope… Me caes bien, chaval. No tengas miedo. —Las comisuras de los labios le cayeron
lentamente—. Si quieres, puedo leerte el informe de tu historial médico.
Asentí. Empezó a leer sin interrumpirse. Su conexión era perfecta.
—«Emociones negativas vivamente expresadas en relación con la pausa de la madre
biológica. Múltiples episodios de pena paradójica. Brotes de agresividad. Los paroxismos no
cesan con los medios habituales de unitoterapia…».
Hablaba con un zumbido monótono, y pensé que me gustaría saber si cerraba los ojos debajo
de su bozal de espejo. Seguro que no. ¿Por qué iba a cerrarlos? Claro que no. Al fin y al cabo,
era un planetar. Dicen que pueden aguantar hasta cinco capas… ¿O seis? ¿Cuántas, en realidad?
Hanna aguantaba tres sin ningún esfuerzo; tenía una memoria extraordinaria. Podría haberme
sentido orgulloso de ella, pero más bien me ponía triste. Habría preferido que cerrara los ojos
como la gente normal. Los mensajes sobre mí solían llegarle a la tercera capa, y yo habría
preferido no ver su mirada vidriosa. Mejor que hubiera cerrado los ojos. Me gustaría saber si
cerró los ojos antes de… ¿Y cómo es exactamente? ¿Con una pastilla? ¿Una inyección? ¿Un
gas? ¿Una descarga eléctrica? Luego, después de la pausa, después de los cinco segundos de
oscuridad, nadie se acuerda de cómo fue
exactamente… Pero todos están seguros de que no fue doloroso.
No es doloroso. No duele.
No le dolió. Me dijeron que no le dolió.
—«El estado emocional puede considerarse como perturbador del orden, la armonía y la
integridad del Vivo. Probablemente nos encontremos ante un vector destructivo-criminal en la clave
(VDCC). El coeficiente de amenaza potencial (CAP) supuestamente es de 7, el que corresponde
a personas con VDCC observadas a lo largo de más de cinco reproducciones…». —Se
interrumpió. La expresión de mi cara debió de incomodarlo—. Si hay algo que no entiendes,
pregunta. Esto es un galimatías de adultos, y no tienes más que nueve años.
—¿Cómo es exactamente? —pregunté.
—¿Cómo se calcula el coeficiente? Es fácil. Hay que coger…
—No. Cómo es exactamente la… pausa. Usted es un planetar. Tiene que saberlo, ¿no?
—Claro que lo sé. Y tú también: no duele.
Me entraron ganas de rajar aquella máscara de espejo con el primer objeto punzante que
tuviera a mano. Por escuchar el ruido del metal contra el cristal. Y para ver la sangre del corte.
Se puso de pie y se alejó un par de pasos como si me hubiera adivinado el pensamiento.
—Me gustaría oír preguntas relacionadas con el tema —zumbó—. Con el tema de la conversación.
De repente, perdí el interés.
—No tengo ninguna pregunta. Lo he entendido.
—¿Y qué has entendido?
—Que se me considera un criminal.
—No. ¡De ninguna manera! —A juzgar por la manera de gesticular, hablaba con gran fervor;
sin embargo, el zumbido era igual de soporífero—. Tener el vector destructivo-criminal en la
clave no es ningún crimen. Los portadores del VDCC no son criminales. Es muy importante
que lo tengas en cuenta. Y también es muy importante que tengas en cuenta que algunos
portadores del VDCC, la mayoría, seguramente se convertirían en criminales si el Vivo no se
preocupara de sí mismo. Precisamente gracias a esta preocupación incansable te mandarán a un
reformatorio para personas con VDCC.
Sentí un cosquilleo en el estómago, como si una garra pequeña y helada me acariciara por
dentro.
—¿Para siempre? —pregunté, pero sonó más como una afirmación. La garra me acarició de
nuevo
—. ¿Me han condenado a cadena perpetua?
—Una pregunta tan corta, y contiene tres errores. En primer lugar, el VDCC no es una
sentencia; más bien es un diagnóstico. Una señal de peligro. Se puede trabajar en él, y se puede
corregir. Por eso al reformatorio lo llamamos así. Allí no se castiga a nadie; no es una prisión.
Es un lugar donde se reforma. Las personas están allí en condición de inocentes y trabajan para
seguir siéndolo en el futuro. Y, por último, «perpetua»… ¡Eso es sencillamente ridículo! ¿Qué
puede ser perpetuo en una vida eterna? Yo confío en que todo se arreglará después de la
primera pausa.
De la primera… Qué ganas tenía de pegarle. Con todas mis fuerzas, para oír cómo se le
rompían los huesos.
—¿Usted se cree que yo no sé que seguramente mi primera pausa será la última? ¿Por qué me
miente? ¿Qué pasa? ¿Es que no sabe quién soy? —estuve a punto de gritarle. Creo que hasta di
una
—Nadie sabe quién eres —repuso en un zumbido sosegado—. Yo tampoco. Pero sé una cosa: si
no quieres que tu primera pausa sea la última, si quieres quedarte y formar parte del Vivo,
guárdate tu cólera. El Vivo es todo amor, y todas y cada una de Sus partes quieren a las demás
por igual… Tienes quince minutos para preparar tus cosas. Pasarán a recogerte. Iré a verte
una vez a la semana. Inmortalidad.
El sin rostro
ef: inmortalidad.
cleo: glóvipa estás aquí por qué no contestabas estaba
preocupada ef: perdona
cleo: no pasa nada ¿entras?
ya ha aprendido a alegrarse ante los invitados mira qué contento está de que hayas venido ¿te gusta?
ef: no
sé igual
sí.
¿has visto alguna vez un perro de verdad?
cleo: no
está claro que no te gusta…
bueno, no ha servido de nada
es un programa muy
interesante puedes adiestrarlo
puede aprender veinte órdenes
y si por ejemplo le das un hueso y luego se lo quitas, te muerde es muy gracioso
¿quieres darle un hueso?
ef: no
cleo: bueno, pues se lo doy yo
orden ven
orden roe el hueso
cuéntame
ef: ¿el qué?
cleo: ya sabes.
en el Socio salió la nota de que Cero dejó de
vivir tú estabas con él
cuéntame
ef: ¿por qué lo quieres saber?
cleo: venga, por favor tengo
curiosidad ef: se prendió fuego
cleo: pero ¿tú estás bien?
ef: sí, me quemé un poco, pero nada grave
cleo: ¿y es verdad que no va a
reencarnarse? ef: sí
cleo: ¡lap! y entonces ¿se ha cerrado el
caso? ef: eso es información confidencial
cleo: bueno, vale
ef: ¿porqué me preguntas tanto?
cleo: pues es que…
ef, estás un poco raro
¿estás durmiendo?
ef: sí, ¿y tú?
cleo: también ¿y qué
sueñas? ef: tengo una
pesadilla
cleo: ¿de qué?
ef de animales seguro que es por culpa de tu perro una
asociación cleo: ¿qué animales?
ef ¿quieres que te cuente el
sueño? cleo: claro
ef: estoy en una granja
está oscuro, no se ve nada, y yo avanzo a tientas, pero sé que es una
granja porque chillan
tienen miedo, yo siento su miedo yo también tengo miedo
lo que nos da a todos tanto miedo está aquí en la granja un ser vivo tengo que
buscarlo sé que está escondido en una de las jaulas
voy palpando los barrotes de hierro hasta que encuentro la jaula donde
está sé que está ahí, al otro lado de los barrotes
está callado, no chilla
tengo la llave en la
mano tengo que abrir y
entrar ahí dentro
giro la llave en el candado
cleo: no, no entres
ef: tengo que
entrar
cleo: ef, solo es un
sueño no tienes por qué
entrar
seguramente estás durmiendo en mala postura
con el cuello torcido o algo así
por eso estás teniendo una
pesadilla intenta moverte un poco
o decir algo en voz alta, en la primera capa
¿qué tal?
ef: mejor
gracias
cleo: dicen que los sueños son recuerdos del pasado quizás alguna vez buscaste a alguien en una granja en otra
encarnación a algún delincuente
ef: sí puede ser
cleo: ¿has sido planetar
antes? ef: sí
¿y tú qué sueñas?
cleo: contigo un sueño muy raro
como si tú y yo estuviéramos en la primera capa en un
festival en la zona de reproducción…
estamos totalmente desnudos
ni siquiera la ropa de protección ni los
guantes me abrazas por detrás
y me gusta
qué raro,
¿no?
ef: ¿qué tiene de raro?
cleo: que en los sueños este tipo de cosas sean
agradables el roce de la piel con la piel
sin ropa de protección
¡no puedo ni siquiera imaginármelo!
no estoy muy a gusto con estas sábanas
ef: ¿no te gustan los festivales?
cleo: ¡claro que no! ¿a quién le gustan? me refiero a las personas normales es demasiado basto
fisiológico desde luego, hay que soportarlo por la armonía del vivo pero que te guste algo que está tan
cerca de luxuria…
¿a ti te gustan los festivales?
ef: no, claro que no pero es nuestra obligación
cleo: vale, pues vamos a olvidarnos de las obligaciones ahora, :)
tengo otros planes, :)
conectarse a luxuria
invitar al usuario ef a participar en el acto de luxuria
¿desea invitar a otros amigos a participar en este
acto? si no
cleo: ven
me
aburro
ef: el perro… no me gusta que nos
mire cleo: oh, perdona, :(
¡venga, ef!
ef: aceptar la invitación
Cleo
E l perro se queda congelado con una expresión de reproche y sorpresa. Luego desaparece de
la unidad, y con él, todos sus accesorios: las escudillas, los huesos, los juguetes, las mantitas,
los premios, la correa y el collar… Como si nunca hubiera estado aquí. Me digo que, en cuanto
se vaya Ef, volveré a conectarlo con la misma configuración. El perro no se enterará, pensará que
simplemente se ha dormido y se ha despertado otra vez. Pero es un poco feo hacer esto, la
verdad. Ya se había familiarizado con esto. Es como si lo echara…
Pero tengo que ser complaciente. Sobre todo ahora. Ef pierde interés en mí por momentos.
No se pone en contacto conmigo, no me cuenta nada, ya no confía en mí.
Dicen que no hay mejor manera de acercarse a alguien que en el modo
luxuria. Dicen que no hay mejor manera de conocer a alguien.
Su fantasía es tan miserable como él mismo. En la primera fase le gusta perseguirme, le
gusta sentirse un acosador. Para la persecución crea una especie de jungla llena de plantas largas y
húmedas de color invisible. Me pone un vestido corto y vulgar de color estoy-ocupada.
Accedo a ser una víctima, a que me persigan, y huyo de él corriendo por la jungla. Aparto
con las manos los tallos grises, que están fríos y resbaladizos, muertos, pero huelo vida en
ellos. Pinto su jungla gris con colores vivos estoy-de-suerte. Relleno sus plantas de líquido cálido
y pegajoso, las obligo a moverse, a enrollarse alrededor de mis piernas desnudas, a colárseme
por debajo del vestido. Los tallos resbaladizos me acarician mientras corro… Ef se acerca; lo
oigo jadear. Me empuja y me caigo al suelo de bruces. Me da la vuelta, intenta abrirme las
piernas, pero yo las cierro con fuerza, con tanta fuerza que estallan los tallos que se me
deslizan entre las piernas y fluye todo el líquido cálido y pegajoso que hay en su interior.
Se inclina sobre mí, y yo me veo, me observo en su máscara de espejo…
Nunca le veo la cara. No solo en luxuria, sino nunca. En la primera capa está obligado a
llevar la máscara todo el tiempo, pero en realidad no importa, porque casi nunca nos encontramos
en la primera capa. Lo curioso es que no se la quita en ninguna capa. Nunca tiene rostro. En el
Socio también va con máscara. No lo puedo entender. Incluso suponiendo que sea feo, en el
Socio puede escoger el avatar que quiera…
¿Quién hay que ser para llevar la máscara de espejo en todas las capas? ¿Quién hay que
ser para vestir de riguroso invisible no solo en la primera capa, sino también en el Socio? ¿Y
quién hay que ser para convertir su unidad del Socio en algo tan parecido a un barracón de
serie de la primera capa? He estado en su unidad varias veces. Es un sitio triste, tan triste
que ni siquiera parece el Socio… La primera vez incluso intenté beber agua del grifo. Por
si acaso. Ef me vigilaba y parecía ufano.
—Este es mi barracón de la primera capa —me dijo—. Es una copia exacta. —Y añadió
—: La unidad de un verdadero planetar tiene que ser estrictamente funcional.
¿Quién hay que ser para llevarse la pobreza y la desnudez de la primera capa a un mundo
donde no hay nada imposible?
Tenía que ser alguien muy obsesivo.
Nunca le veo la cara, pero en luxuria, glóvipa, puedo escoger qué quiero ver. Y me invento una
cara para él…
Luxuria es uno de los misterios más grandes del Socio y del Vivo: el jardín de las delicias
donde los participantes del acto dan rienda suelta a sus fantasías y las hacen florecer. Las
fantasías se entrelazan, se alimentan mutuamente, y se vuelven una. «La unión perfecta es lo
que nos dará la alegría —se dice en la configuración del Socio—. En el modo luxuria, tienes a tu
disposición tus cinco sentidos, y puedes compartirlos con tus amigos».
En la configuración no se dice que el modo luxuria activa la parte del cerebro llamada el
núcleo accumbens. Pero yo sé algo de eso. Mientras dura el acto, todo lo que ves, oyes, hueles
y tocas con la lengua o la piel excita tu centro de placer.
Me invento su cara, una distinta cada vez; un día, hasta probé con la mía. Él no se ve a sí
mismo, pero se nota transformado. Siente que pierde el control de lo que pasa. Entonces se
quita de encima la cara que yo he inventado y me lleva a empujones a otro sitio. Normalmente,
a una especie de solar desierto o un almacén en un descampado. Cascajos, esqueletos
oxidados de coches, bloques de hormigón… Qué soledad. Yo llamaba a este lugar el Solar de
la Soledad. Me deja allí sola, esperando a que aparezca.
Espero mil días.
En la primera capa (después del acto, siempre consulto en la configuración cuánto tiempo
ha pasado) solo pasan un par de minutos, pero aquí, en luxuria, son exactamente mil días; así
es su fantasía, así es su ritmo, y por mucho que yo haga, por mucho que lo intente, no soy
capaz de acortar ese lapso. Es posible que sea por la tristeza que se apodera de mí en el Solar,
o por otra cosa, no lo sé, pero aquí siempre es más fuerte que yo. Cada vez que intento escaparme,
cambiar la decoración, hacer que el tiempo corra hacia adelante, el resultado siempre es el
mismo: vuelve a llevarme al Solar de la Soledad. Y volvemos a empezar a contar desde el
primer día.
Espero mil días. No tengo ningún sitio adonde ir, ni nada en que pensar, ni nadie con quien
hablar. No puedo invitar a otros amigos reales al Solar; a Ef le gusta luxuria solo para dos.
Tiene los actos en grupo bloqueados en su configuración. A veces creo amigos imaginarios en
el Solar. Ef no los toca, no se queja, pero no tardo en eliminarlos sin que me diga nada. Me
salen sosos y aburridos, con las caras indiferenciadas y estrechas, movimientos torpes y
andares rígidos. Con sus palabras dan voz a mis pensamientos; son espíritus hambrientos,
heraldos de mi locura. Los elimino y espero a E£ Estoy indefensa. La única salida real que
tengo es salir del modo luxuria, interrumpiendo el acto de manera unilateral.
Solo lo hice en una ocasión, una de las primeras veces. Interrumpí el acto. Ef se puso hecho
una furia. Se marchó y tardó varios meses en aparecer otra vez por mi unidad. Dijo que no
soportaba que interrumpieran un acto sin su consentimiento. Le pedí que volviera, intenté
convencerlo con ruegos y promesas. Le juré que de entonces en adelante sería una buena chica.
Que nunca más interrumpiría un
acercarse a alguien. Luxuria es la mejor manera de conocer sus secretos.
Espero mil días. Me pongo de cuclillas, estoy aburridísima; mi aburrimiento es tan profundo
que casi es agradable. Estoy sola. Mis amigos imaginarios me dicen: «Estás aquí sola, Cleo»,
«Ya no puedes más», «Ya no puedes soportarlo más» o «Es una tortura». Cierro los ojos.
Suplico, sueño con que ese monstruo venga cuanto antes. Es mi salvador, mi esperanza, mi
recompensa. Lo espero. No puedo estar más sin él. Llega el milésimo día, y dejo que haga
conmigo todo lo que quiera. Es mi amor. Mi salvador. Ya soy feliz con solo saber que
está conmigo.
Y después, aún en luxuria, pero después del acto, cuando está extenuado, satisfecho y
confiado, cuando está en modo durmiente, en ese momento le hago un par de preguntas, y me
contesta. Apunto sus respuestas en el archivo «Anónimo».
Así es como suele transcurrir el acto, pero en esta ocasión es totalmente distinto. No hay ni
jungla, ni Solar, ni vestido corto. Nos quedamos en mi unidad; se mueve con torpeza, inseguro,
y al final se sienta en el borde del sofá. Su actitud es totalmente pasiva; espera algo de mí.
Intento adivinar qué quiere. Le pregunto:
cleo: ¿quieres que hoy lo haga todo
yo? ef: sí
Por fin lo entiendo. Quiere que nos cambiemos los papeles: quiere ser la víctima, no el
acosador.
Quiere sentirse como yo, una mierda depravada.
Asunto: Carta de la suerte
Quieres un perro. Un perro de verdad, vivo, en la primera capa. Sigue a Cero y los animales te querrán igual que lo
quieren a él, :)
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Sus ojos de chocolate se abren como platos y me miran con asombro, como si acabara de
darse cuenta de que ya no está solo. La cara se le petrifica en una edad entre los ocho y los doce
años, y luego empieza a volverse adulta precipitadamente, y a cubrirse con la costra de espejo.
Me vuelvo invisible debido a la sorpresa. Es casi un acto reflejo, como si fuera una capa
mágica que pudiera protegerme. El sonríe. Alarga la mano y palpa mi cara invisible con
sosiego. Me da un casto beso en la frente con los labios de espejo y, sin decir ni una palabra, sin
despedirse, sale de luxuria. Me quedo sola. Noto como me brota el miedo en forma de chorros
helados del lugar donde me ha rozado con los labios y se me derrama por todo el cuerpo. El haz
de Leo-Lot… Lo sabe. Pues claro que lo sabe. Y me aniquilará. Me condenará a un
reformatorio hasta el fin de los siglos.
Solo en luxuria puede ser el miedo tan adorable. En el pecho, los chorros de terror se
vuelven cálidos y se derraman en olas espesas y calientes hasta el vientre… Decido quedarme
un poco más en luxuria para disfrutar de esta sensación de terror.
Dudo mucho que fuera de luxuria pueda obtener placer de ella.
El científico
Frente al contacto con los animales, algunos internos muestran señales reflejas referenciales.
Suelen ser ideas del Libro de la Vida o de los distintos programas de enseñanza y
desarrollo:
Las señales referenciales no permiten definir con exactitud el tipo de reacción frente al EPA.
Consideramos esta como transicional, y tenemos en cuenta que puede guardar relación tanto
con un tipo negativo como con uno positivo.
Todo lo dicho hasta ahora no es más que una breve digresión profesional. Intento, como
intentaron mis reproducciones en el pasado, prestar cierta atención a los aspectos científicos. Espero
que, cuando tenga ocho años, este tipo de digresiones me sean interesantes y útiles, y me
ayuden a decidir qué especialidad escojo…
Pero volvamos a la visita de ayer a la granja.
Lot y yo llevábamos un grupo de quince internos entre los que estaba Cero. El mismo. El
chico sin clave. No sé qué esperaba, pero resultó ser un chico de once años totalmente normal.
Su aspecto no tenía nada de particular. Por la noche, cuando analicé lo que había sucedido,
intenté recordarlo y no pude. Solo era capaz de rescatar fragmentos de su cara, como pedazos de
imágenes que no se cargan en la tercera capa. Un mechón de pelo sobre la frente. Los ojos
marrones, entornados. Las cejas fruncidas. Era su primera visita a la granja.
Se mantenía aparte del grupo, pero cuando le hablaban, reaccionaba con total amabilidad,
si bien es cierto que muy pocas veces se dirigían a él; estaban todos absortos en los
animales.
Empezamos con las ratas, a modo de calentamiento. Vemos en cuántos internos suscita el EPA
una reacción positiva. Lot y yo registramos una única y débil señal positiva en uno de los
adolescentes («esa cola pelada como una lombriz… Si se la cortamos en trozos, ¿se moverá
por el suelo?»), y el resto de señales fueron normales («las ratas son feas») o referenciales («antes
de que naciera el Vivo, las ratas vivían en las casas de la gente y la contagiaban con toda
clase de enfermedades»).
A varios metros de distancia, el interno Cero miraba las ratas con aparente interés, pero
¿qué conclusiones pueden sacarse de una persona si nos limitamos a examinar la primera
capa? Cero no está conectado al Socio. Como parte del Vivo que soy, lo comprendo, y me
parece bien. Soy consciente del peligro que supondría conectarlo. Pero como científico daría lo
que fuera por tener la posibilidad de observar su comportamiento en capas más profundas. Con
todos mis respetos hacia la decisión del Consejo de los Ocho, el hecho de no conectarlo al
Socio nos niega la posibilidad de
comprenderlo y, por consiguiente, de controlarlo.
Después dejamos que el grupo se acercara a la reja. Como siempre, las ratas retrocedieron a
la pared de atrás, se apelotonaron en un montón enorme, moviéndose, chillando, y mordiéndose
entre sí. Algunas ratas heridas se cayeron del montón al fondo de la jaula, donde se retorcían o
se quedaban quietas, paralizadas por el miedo. Entonces, una sufrió una convulsión, se quedó
inmóvil y dejó de vivir. Por suerte, ninguno de los internos entendió qué pasaba; no registramos
ningún signo de inquietud. En general, todos consideraron que el animal inmóvil estaba
«cansado». Excepto Cero. Si alguno entendió qué le pasó a la rata, fue él. Se la quedó mirando
fijamente, solo a ella, con una mirada carente de expresión. Ni siquiera se movió de allí cuando
el resto del grupo pasó a la jaula de las vacas. Lo llamé, pero ni se giró; tuve que llevármelo de
la mano. No se resistió. Tenía la mano fría y húmeda, y a duras penas conseguí soportar aquel
contacto. Entonces me pasó por la cabeza que se me había escapado algo importante. Había
algo raro, algo no iba como debía cuando estaba allí clavado, solo, mirando la rata. Pasaba algo
raro con las ratas. Me lo llevé de la mano y traté de pensar, pero el asco no me dejaba
concentrarme, y la idea se me escabulló.
No entendí qué sucedía hasta que llegamos a los perros.
¿Qué es un perro? No es la criatura cuya representación aparezca junto con el archivo
«Animales domésticos antiguos» después de instalar La infancia del Vivo. No es un juego del
Socio que pueda descargarme. En ellos, es un ser conmovedor: le cuelga una oreja; la otra la
tiene tiesa; tuerce el hocico con expresión curiosa; la cola peluda describe círculos en el aire…
Pero eso no es más que una reconstrucción. Si damos crédito a los testimonios documentales
anteriores a nosotros, ese, o uno muy parecido, es el aspecto que tenían los perros antes de que
naciera el Vivo. Repito: si les damos crédito. Los perros actuales son distintos. Son unas bestias
que gruñen y enseñan los dientes, con las orejas hacia atrás y el morro arrugado y sucio rodeado
de bolitas de espuma seca. Huelen fatal. No me cabe en la cabeza cómo podían vivir en las
casas, cómo podían respirar el mismo aire que ellos… Antes de visitar la jaula de los perros,
siempre les repartimos máscaras especiales a los internos. Sin embargo,
estas no protegen del todo de la peste. Por eso los internos no se acercan demasiado a la reja.
Pero Cero se acercó. Se acercó hasta los barrotes, y entonces lo entendí por fin.
Recordé la maraña de ratas, dividida y dispersa, cuando el niño se quedó solo junto a ellas.
Recordé las vacas y los cerdos, tranquilos y callados. Nunca había imaginado que los animales
pudieran estar en silencio. Miré los perros… No le tenían miedo.
Los animales no le tenían miedo.
Pero si las ratas, las vacas y los cerdos se limitaron a no prestarle atención en absoluto, los
perros, en cambio, por muy increíble que suene, entraron en contacto con él.
Ayer hacía calor, y el hedor era particularmente repugnante. Los internos se mantenían a
buena distancia de la jaula. Todos, menos Cero. Estaba con la frente apoyada en los barrotes y
miraba a los perros, que gruñían y ladraban, como si quisieran arrancarse de la garganta el
miedo fétido que los desgarra por dentro. Entonces se puso a silbar; debía de ser una nana para
animales, o algo por el estilo. Y entonces lo vi. De repente, un perro se lanzó hacia la reja, hacia
donde estaba Cero, y se quedó quieto a medio metro de él, en una postura muy extraña: con el
lomo arqueado, la parte delantera del cuerpo pegada al suelo, y la parte de atrás levantada, con
las patas de atrás muy estiradas y la cola tiesa. Como si quisiera hacerle una reverencia. Como
si le pidiera clemencia.
volvió con el resto al trote.
Quise llevármelo de nuevo, pero no me vi capaz de tocarle la mano. En la palma
derecha le brillaba baba del perro.
Le tiré del brazo y él, obediente, me siguió.
Lot y yo los llevamos a desinfectar. Después enviamos un informe de la visita al SPO y al
Servicio de Ayuda a la Naturaleza. Solicitamos datos sobre casos análogos, subimos todos los
archivos disponibles a la cuarta capa e incluso a la quinta, pero, tal como esperaba, nunca
jamás se habían observado reacciones semejantes por parte de los animales.
Los animales siempre temen al Vivo. Es un hecho y un axioma.
Los animales no se asustaron del interno Cero. No lo reconocieron como al Vivo. ¿Qué
debemos colegir de esto?
Posibilidad n.º 1: Cero es una formación nueva. Algo así como una célula maligna y ajena en
el organismo del Vivo. En tal caso, debe estar encerrado en un reformatorio. Es la medida más
natural y más sabia. En el cuerpo humano, una célula ajena también se pone en cuarentena; el
sistema inmune la aísla. En un futuro ideal, si la célula no muestra que no es peligrosa, ella
misma efectúa la apoptosis, es decir, se autodestruye para no dañar al organismo. Si esto no
sucede, el «ejército» del sistema inmune deberá eliminarla. Si el sistema inmune es débil, la
célula ajena vence. Se multiplica, afecta a los tejidos sanos, y «trastorna» a los buenos
soldados. En nuestro caso, no hay peligro: el organismo del Vivo es fuerte y sano; el pobre niño
es débil y está confuso. Además, todo esto no es más que una metáfora.
Posibilidad n.º 2: Cero es una mutación reversible beneficiosa. Es posible que sea portador
de un gen recesivo, y que los animales lo reconozcan como un hombre antiguo al que no
temen. La consolidación de esta mutación puede ser muy beneficiosa para el Vivo. (En este caso,
aislar a Cero se presenta como una medida de dudosa utilidad). En primer lugar, se abre la
perspectiva largamente esperada de domesticar a los animales. En segundo lugar, hay que
señalar que el interno Cero posee una extraordinaria memoria de la primera capa. Según los
testimonios que han llegado hasta nosotros, precisamente el hombre antiguo se caracterizaba por
esa memoria. Al estar privado del Socio y, por tanto, de todos los programas educacionales que se
instalan durante el crecimiento, Cero, pese a ello, manifiesta unas aptitudes sorprendentes: sabe
leer y escribir, domina el cálculo, y muestra una maravillosa rapidez de reacción y capacidad de
razonamiento lógico y abstracto. En caso de afianzarse tal mutación, incluso en un futuro no lejano,
podríamos calcular el aumento de inteligencia del Vivo no vinculada al Socio y, en
consecuencia, el aumento de su interés por la primera capa. Este interés se convertiría en un
estímulo natural para el dominio de nuevos territorios, el desarrollo de la construcción de
instrumentos y maquinaria, la transformación y el estudio del medio, los viajes, la preocupación
por el aspecto exterior, el cuidado de la forma física, y la procreación. Una vida activa en la
primera capa nos ayudaría a resolver los problemas de la obesidad precoz, la trombosis, la
apoplejía y el infarto.
Además (¿puedo soñar un poquito más?), esta curiosidad podría reabrir al Vivo el camino hacia
las estrellas. Antes de que naciera el Vivo, el hombre antiguo colonizó el cosmos; es una lástima
que, en nuestros días, esta esfera no esté desarrollada lo más mínimo. Y quién sabe: tal vez el
Vivo no esté solo en el universo…
Pero me he desviado del asunto.
Solicitaré que incluyan a Cero en la lista de internos que participan en nuestro experimento. En
su caso, la retrospección de las reencarnaciones según el método del haz de radiación de Leo-Lot
puede arrojar resultados sorprendentes. Creo que estamos sencillamente obligados a ponerlo
en práctica. Sabremos qué nos trae, si el «mal» o el «bien». Espero de todo corazón que el
chico haya venido a nosotros lleno de dones.
Por lo que sé, el tal Ef, el funcionario del SPO que está a cargo de Cero, está dispuesto a
darnos apoyo en este asunto. Le impresionó mucho nuestro informe sobre la visita a la granja, y
abogó por que incluyeran a su tutelado en la lista.
Cero
Tenía once años cuando el perro de la granja me lamió la mano. El científico que estaba allí
dijo que amás y en ningún sitio había ocurrido nada parecido. El científico se llamaba Leo. No
cabía en sí de placer.
Al parecer, les decepcionó mi reacción: yo no me alegré.
Intentó animarme; probablemente le pareció que me había quedado bloqueado. «Los
animales tienen miedo del Vivo —me explicó, hablando muy despacio, como si yo fuera
deficiente mental—. Estamos intentando cambiar la situación, pero hasta el momento no hemos
conseguido nada. Ese perro… se ha acercado a ti por sí mismo. Es un hecho único. ¿Lo
entiendes? ¡Tu caso es único!».
Sí, ya sabía que mi caso era único. Mucho antes de la conversación con Leo, mucho antes
de visitar la granja. Pero allí, en la granja, entendí que eso era una mierda. Fue como si aquel
perro me hubiera puesto un estigma. Me dejó en la mano la marca pegajosa de la muerte.
Los animales temen al Vivo; así ha sido siempre, desde el Nacimiento. Eso decía la vieja
maestra del grupo de desarrollo natural. Me acuerdo perfectamente de aquella lección.
—Nueve meses antes del Nacimiento, cuando empezó la Gran Reducción, la población
humana empezó a disminuir en picado en todas las comunidades. Epidemias, guerras, desastres
naturales… Cada día se interrumpían mil vidas. Se desató el pánico: la gente no entendía que…
la Reducción no significaba una pérdida, sino lo contrario: presagiaba el nacimiento del Vivo
Eterno. En aquel entonces, los muertos no sabían que no tardarían en… ser una parte de Él…
La maestra hablaba con dificultad; tenía la respiración entrecortada. Como si le faltara el aire,
como si estuviera corriendo mientras pronunciaba las palabras.
—Todo esto ahora lo sabemos bien… ¡Venga, todos a coro! H número del Vivo es invariable.
El Vivo son tres mil millones de vivos. Ni uno…
Cada tanto tosía ligeramente. Estaba nerviosa, pero pretendía aparentar lo contrario. Era su último
día antes de la pausa forzada.
—… ni uno mengua…, ni uno se añade, pues… en la regeneración eterna está encerrado… el
secreto de la vida…
Podría haberse tomado el día libre, pero fue a trabajar. Nos dijo que era su clase de
despedida. Que la trasladaban a otra región.
No contó a los alumnos que le llegaba la pausa: se avergonzaba de haber llegado hasta el
momento de la coerción, y no quería darnos mal ejemplo. Pero nosotros lo sabíamos. En el
último mes se había debilitado mucho, había envejecido de repente, y había empezado a
confundir las capas. Parecía haberle empezado la introverbalia: algunas veces, entre clase y
clase, la habíamos oído hablar en voz alta cuando estaba en capas profundas. Así supimos que
le faltaba poco para la pausa. Se sentaba a su mesa, encorvada, con la cabeza inclinada sobre el
tablero de cristal, que reflejaba su cara pálida, y conversaba con su reflejo.
—Antes de la pausa tiene derecho a pedir de uno a siete días de descanso. ¿Quiere tomarse
unos
días? Sí. No —decía con voz metálica, ajena—. No. —Se respondía con la suya propia—.
¿Está segura? Sí. No. Sí. No necesito un descanso. No es más que la pausa, ¿no? Eso es. No
es más que la pausa. Pero todos los vivos tienen derecho a tomarse unos días de descanso
para dejar en orden las cosas de su actual periodo de vida. Prefiero ir a trabajar. Será menos
duro. Me distraerá. ¿La distraerá de qué? ¿Experimenta usted emociones desagradables en
relación con la pausa? Sí. No. —Guardó silencio unos momentos, y luego dijo, recalcando bien
las palabras—: ¿Experimenta usted miedo en relación a la pausa? Sí. No.
Se irguió y se tapó la cara con las manos. Estuvo un rato ahí sentada, en silencio; después
separó un poco las manos y las volvió a cerrar bruscamente, como si quisiera esconderse.
Como si creyera que podía volverse invisible, como si no quisiera mirar. Pero aquello de lo que
quería esconderse estaba dentro de ella.
—No —respondió con voz apenas audible, sin quitarse las manos de la cara—. Por supuesto
que no. No es más que la pausa.
En aquella clase de despedida nos habló de los animales. Cogía el aire a bocanadas. Sus palabras
se me quedaron grabadas.
—Nueve meses antes de la Gran Reducción, la humanidad aniquiló prácticamente todo su
ganado, mascotas y una buena parte de animales salvajes y aves. Los científicos de entonces se
basaban en la hipótesis, errónea, de que los propagadores de los virus mortales causantes de las
pandemias humanas eran los animales. Con el nacimiento del Vivo, muchas especies de
animales domésticos y pájaros se extinguieron de la faz de la tierra. Las cabezas de ganado
que quedaban se redujeron a un número crítico. Los individuos que sobrevivieron emigraron a
zonas montañosas o forestales no habitadas por los hombres, y se asilvestraron. Los persiguieron,
pero entonces… El Vivo recién nacido interrumpió la aniquilación absurda de los inocentes tan
pronto como tomó conciencia de sí mismo. Tan pronto como quedó claro que el número del
Vivo era invariable desde entonces y para siempre. Ahora, el Vivo es amigo y protector de los
animales. Pero era necesario que Él pagara por el error ajeno y absoluto, cuando Él aún
no existía. El miedo que sintieron los animales ante la gente que los exterminaba era
demasiado intenso y se transmitió por la memoria genética. Por desgracia, los animales no son
capaces de recordar que en lugar de esa gente prehistórica llegó el benévolo Vivo. Por desgracia,
los animales temen al Vivo. Nos temen a nosotros. Pero con el tiempo, sin duda, el Vivo
conseguirá domesticarlos y ganarse su confianza…
Recuerdo que después de clase me acerqué a ella solo para decirle: «Inmortalidad».
—Inmortalidad —me respondió.
Inclinó la cabeza a modo de saludo y entrecerró los ojos, y noté como le temblaban
ligeramente los párpados flácidos. Como mariposas. Como alas arrugadas de una polilla efímera.
Debería haberme ido, pero de repente tuve muchas ganas de animarla, de decirle algo optimista
o esperanzador.
—La pausa es buena —le dije—. Los viejos y los débiles encuentran una nueva vida.
Volverá a ser oven y fuerte…
Soltó una carcajada tan inesperada y estridente que se me puso la carne de gallina.
—¿Sabes por qué las fieras le temen al Vivo? —me preguntó entre risas.
Pensé que quería comprobar por última vez si lo sabía y contesté que sí, porque los animales
no son capaces de recordar que en lugar de esa gente prehistórica llegó el benevolente
Vivo…
monstruo de tres mil millones, eternamente joven y fuerte, que mata a los viejos para poner a
jóvenes en su lugar…
Volvió a reír, pero noté que tenía una mirada extraña. Las pupilas se le contraían y se le
dilataban; pero no las dos a la vez, sino cada una por su cuenta.
—¿Y los insectos? —Elevó la voz—. Las abejas, las avispas, las hormigas y las termitas…,
¿por qué no nos temen?
—Porque el hombre prehistórico no exterminó los insectos…
—¡No, no es por eso! —Las pupilas se le quedaron congeladas, una grande y la otra pequeña,
y añadió con tono tranquilo y dulce—: Probablemente esté intentando realizar una acción no
segura.
¿Desea entrar en modo durmiente? Sí. No… El tránsito a modo durmiente se ejecuta de manera
automática…
Dejó caer la cabeza a un lado y se quedó dormida apaciblemente. Después llegó Hanna, se me
llevó y me dijo que «la anciana estaba cansada».
Me acuerdo perfectamente de aquella clase. Los animales le temen al Vivo.
Allí, en la granja, el perro me lamió la mano, pero yo no me alegré. Me acerqué tanto a la
jaula porque quería que se asustara de mí. Para asustarlos a todos. Porque los animales temen al
Vivo.
Informe
Funcionario del SPO: Eres testigo de un suceso muy importante. Debes contarme
todo lo que viste aquel día en la Terraza Verde. Con absolutamente todos los
detalles.
Zorro: Yo no tengo la culpa. ¡Poclé, no fui yo! No tengo nada que ver.
Funcionario del SPO: Nadie está acusándote de nada. Solo eres un testigo. Al menos,
de momento. Pero de tus palabras depende la armonía y la estabilidad del Vivo.
¿Quieres ayudar al Vivo?
Zorro: Sí. Amo al Vivo con todo mi corazón, y haré lo que sea por él. Poclé.
Funcionario del SPO: Me alegra oírte decir eso. Está bien. Eres un buen interno, y
estoy seguro de que muy pronto estarás totalmente corregido. Además, ¡eres
famoso! Vi tu actuación en FrikTube.
Zorro: ¿En serio?
Funcionario del SPO: Claro. También la han visto otros planetares. Cantaste muy
bien…
¡Venga, cuéntame!
Zorro: Oí gritos desde la Terraza Disponible. Y… me asusté un poco, pero también me
picó la curiosidad, y les pregunté a mis amigos qué pasaba allí…
Funcionario del SPO: Dame más detalles. ¿A qué amigos les preguntaste? ¿Cómo se
lo preguntaste?
Zorro: Se lo pregunté por el Socio, en la segunda capa, por mensaje a todo el grupo.
Funcionario del SPO: ¿Te contestaron?
Zorro: Sí, Tritón y Gerda.
Funcionario del SPO: ¿Tienes el
texto? Zorro: ¿Lo miro en la
memoria?
Funcionario del SPO: Sí.
Zorro: Tritón: «este chalado de o quiere eliminarse a sí mismo y parece que quiere
quemar nuestro termitero el muy pirado». Y Gerda… Gerda escribió… Lo siento, borré
su respuesta.
Funcionario del SPO: ¿Por qué?
Zorro: Ayer nos enfadamos. Porque dijo que el planetar de El asesino eterno era un
idiota y
no podía coger al delincuente, y eso que lo tenía enfrente de las narices, y a mí me
gusta mucho el planetar, y creo que es bueno… Por eso discutimos, y me enfadé y
borré para siempre todo nuestro historial de chat. ¿Está muy mal?
Funcionario del SPO: No pasa nada. Es tu unidad de Socio, es personal, y tienes
derecho a borrar lo que quieras. Pero dime qué te contestó Gerda.
Zorro: No me acuerdo.
Funcionario del SPO: Con tus palabras.
Zorro: De verdad, no me acuerdo. ¡Lap! No sé cómo decirlo con mis palabras. Nunca
me acuerdo de los mensajes porque están en la memoria… Pero no soy culpable,
¿verdad? Los demás tampoco se acuerdan nunca de nada.
Funcionario del SPO: No te preocupes; no eres culpable. Cuéntame qué pasó
después.
Cero
El Hijo del Carnicero estaba en la lista negra. Estaba en el Corpus Especial en régimen severo,
en el segundo piso del sótano, en una celda correccional cónica y transparente. Todo el mundo
podía verlo, pues la celda estaba instalada en el centro de una sala oval intensamente iluminada.
Cracker y yo nos sentábamos en el suelo, mirando al Hijo. El suelo era blanco y estaba limpio,
como también eran blancas las paredes circulares de mica brillante. El techo ovalado era todo él
una lámpara plana. No había ventanas, ni rincones, ni sombras. No había nada que esconder, ni
ningún sitio donde esconderse. Un mediodía artificial. Una luz directa, recta y correctiva.
Era difícil imaginarse un lugar menos íntimo, y sin embargo, precisamente allí solíamos
tener nuestras conversaciones más íntimas. De cuando en cuando, al Corpus Especial llegaban
excursiones organizadas o investigadores, y entonces era imposible entrar en el sótano menos
dos, pero el resto de días, casi ningún interno se acercaba a la celda del Elijo, excepto Cracker y
yo. Tenían tanto miedo que no lo veían a él. Tenían tanto miedo que solo veían su sonrisa.
La sonrisa del miembro de la lista negra se consideraba mala señal, e incluso una maldición.
Al parecer, podía «hechizar» a un interno e interrumpir para siempre el proceso correctivo. Pero
Cracker y yo no éramos supersticiosos. Además, el Hijo del Carnicero no sabía sonreír. Tenía
veintitrés años. La mayor parte del tiempo se chupaba y se roía los dedos, se hurgaba la nariz o
miraba como resplandecía y hacía visos su traje multicolor con la brillante luz. El Hijo se
cambiaba de ropa todos los días. Habían confeccionado para él una colección de siete trajes,
todos ellos del estilo estoy-de-
suerte, con centelleante hilo dorado y adornos de mil colores. Al parecer, esta fiesta de
disfraces formaba parte de la propaganda pública. En cualquier caso, la ropa estoy-de-suerte se
daba de tortas con la desnudez estéril y agresiva del lugar. Con aquellos trajes chillones y
en aquella morada transparente, el Hijo del Carnicero era más bien un animal expuesto en un
terrario. Era como una mariposa de vivos colores dentro de una campana insonorizada de
cristal.
Nos sentábamos en el suelo blanco, mirando al Hijo. Cracker daba vueltas a un papelito
sacado de un escondrijo entre sus dedos de araña. El Hijo se chupaba las yemas de los dedos,
las apoyaba en el cristal y miraba las huellas que dejaban.
—Ya. ¿Así que quieres decir que no lo has escrito tú?
—Mira. —Cracker me puso el papelito en las narices con un gesto tan brusco que el Hijo
del Carnicero se estremeció y retiró la mano babeada del cristal—. Mira, la caligrafía es distinta.
Aparte de que el escondrijo no era mío…
Pero no era la primera vez que decía ese tipo de cosas, lo de la caligrafía y el escondrijo de
otro. Pero yo no acababa de creérmelo. No veía ninguna diferencia entre las caligrafías
(garabatos y garabatos), y Cracker tenía tantos escondrijos que seguro que no se acordaba
ni de la mitad.
—Seguro que no te acuerdas ni de la mitad.
—Pues claro que no. —Le tembló el párpado, o tal vez me guiñó el ojo de verdad—. Es
normal que se me olviden. Debo olvidarlos. Nadie puede acordarse hasta la pausa de dónde ha
escondido todos los papelitos…
Cracker estaba convencido de que había escondido aquellos papelitos en sus
reproducciones anteriores. Encontró el primer papelito en un escondrijo cuando tenía ocho
años. Lo encontró y se puso a hacer lo mismo: continuar con su propia «labor».
—¿De dónde has sacado que has sido tú quien ha dejado los papelitos? Me parece
demasiada coincidencia. Que te hayas reproducido justo en la misma región… Y que hayas
venido a parar al mismo reformatorio…
—No tiene nada de raro —replicaba—. A los cuarenta años, todos los internos van al festival
de Ayuda a la Naturaleza, ¿no? A la zona de la Pausa, ¿no? Es una buena oportunidad de
reproducirse, allí en la zona de Reproducción, ¿no?
Hablaba tan deprisa que casi se atragantaba con las palabras. Vi como se le contraía el ojo.
Y que en la piel blanca como la leche de la garganta se le formaban las manchas rojas. Cuando
explicaba alguna cosa, se tiraba de la piel del cuello todo el rato, como si tuviera el final de las
frases pegado a la garganta y quisiera empujarlo hacia fuera.
—Muchas veces, los que son como yo se quedan en la misma región. Y van a parar al
mismo reformatorio. ¡Para él es muchísimo más fácil! Así nos puede controlar mejor…
—¿Para él? ¿Para quién?
—Para el Vivo. —Cracker volvió a guiñar el ojo—. ¿No, mi niño? —Golpeteó
suavemente la celda transparente del Hijo con los nudillos, y apretó la cara contra el cristal—.
¿No, chiquitín? Así es más fácil meternos en una campana de cristal, ¿verdad?
El Hijo del Carnicero se quedó anonadado mirando a Cracker. Fue solo un instante, pero me
pareció que de verdad había oído lo que decía. Pero no. Más bien parecía sentir un profundo
interés por la nariz de Cracker, chafada contra el cristal. El Hijo arañó el cristal un par de
veces, e intentó
tocar el curioso hocico, pero se aburrió y empezó a mecerse.
El Hijo del Carnicero no nos oía, ni nosotros a él. Aveces veíamos que movía los labios
como si hablara, pero no creo que fuera un discurso coherente. No le habían instalado ni un solo
programa educativo, y no tenía a nadie con quien comunicarse en la primera capa. Tal vez solo
estuviera canturreando o repitiendo trozos de frases que había oído en la segunda capa… Todos
los internos tenían un acceso limitado al Socio, pero en el caso del Hijo del Carnicero era
mínimo: solo en la segunda capa, y solo programas de música y entretenimiento. No sé si lo
desconectaban del Socio durante la transmisión de El asesino eterno en virtud de alguna
consideración ética o pedagógica… Sospecho que no. De todas formas, tampoco entendía qué
sucedía. No sabía que el protagonista de la serie era él.
Como yo no estaba conectado al Socio, no podía ver El asesino eterno, pero Cracker me
contaba todo lo que pasaba. Me gustaba seguir la trama. Pero lo que más me gustaba era la
presentación, un relato breve con el que empezaba cada capítulo. Cracker decía que era una
escena de pocos segundos con una voz en off . Le pedía que me repitiera lo que se decía una y
otra vez. Me lo aprendí de memoria:
«Esta historia ocurrió en la época de la Gran Reducción, cuando las epidemias se llevaban a
millones de personas todos los días. En aquel entonces, la gente todavía no sabía que advenía el
nacimiento del Vivo, y acusaron injustamente al ganado de transmitirles las enfermedades. En
aquel tiempo, en el mundo había un Carnicero. Cuando se declaró una epidemia en su pueblo,
cogió su hacha y en un solo día mató a todas las vacas, las cabras, las ovejas, los conejos, las
gallinas, los perros y los gatos de los alrededores. Después tiró al suelo el hacha ensangrentada
y, cansado, se echó a dormir. Mientas tanto, su hijo cogió el hacha y mató a su padre y a su
madre, después a sus hermanas y sus hermanos, y luego fue a las casas de sus vecinos. El Hijo
del Carnicero estuvo toda la noche matando gente. Vertió la sangre de la aldea; no quedó nadie
vivo, y a la noche siguiente sal ió al camino. El Hijo del Carnicero recorrió pueblos y ciudades,
y todas las noches mataba a cientos de personas con el hacha. No cogieron a aquel demente
hasta después del nacimiento del Vivo. Lo condenaron a pausa pública, en la horca, y cuando
renació, encerraron al bebé en prisión… —En aquel momento, decía Cracker, se hacía la
oscuridad absoluta y se oía el estruendo de un trueno, ¡brrruuum!, y la voz continuaba—:
Nuestros días. El Vivo es benevolente, y por eso ya no existe la cárcel: solo reformatorios. En
uno de ellos vive el cruel Hijo del Carnicero. Una noche consigue escapar…».
Sobre todo por esta frase me encantaba la serie El asesino eterno. «Una noche consigue
escapar». Aquellas palabras me daban esperanza. Al final de cada capítulo siempre cogían al Hijo
del Carnicero, pero la esperanza… lío tenía esperanza.
—¿Por qué el vector destructivo-criminal de la clave no es una condena? —Al fin, Cracker se
separó del cristal y me miró—. ¿Te han explicado por qué tenemos que responder a esta
pregunta todos los días?
—Sí. Para tener carga positiva.
—Bueno, es una manera de decirlo… —Soltó una risita—. ¿Y sabes por qué no tenemos
acceso pleno a las unidades del Renaissance? ¿Sabes por qué nos dejan leer solo las cartas del
predecesor inmediato de clave?
—Ef dice que es porque cada antecesor anterior está un paso más cerca del Criminal
primigenio.
Las cartas de los antecesores más lejanos pueden perjudicar la corrección…
—Tu Ef miente. Aquí nadie pretende corregir a nadie. No nos dejan leer las cartas de los
antecesores lejanos para que no nos volvamos locos. Porque todos nuestros antecesores se
pudrieron en reformatorios. Todos, ¿entiendes? He estado aquí hasta la pausa, y volveré
después, otra vez…
—Calla.
—¡No se puede salir de aquí!
Como si confirmara sus palabras, el Hijo del Carnicero empezó a darse golpes con la frente
contra la pared transparente. Era uno de sus pasatiempos favoritos.
—Sé muchas cosas. Tengo una carta de mi predecesor de clave. —Cracker le dio la espalda
al Hijo. Aquellos golpes silenciosos le crispaban los nervios—. Es muy aburrida. Explica su
rutina diaria, las series, qué tiempo hace, citas del Libro de la Vida, «quince testigos de lo bien
que corrijo mi vector», y cosas parecidas. Pero es un código. Un día me di cuenta de que era un
código. Y Cracker siempre resuelve los códigos, sobre todo si se los ha inventado él…
—Estás como una regadera.
—Cracker revienta cualquier contraseña. A Cracker no se le resiste ningún cortafuegos.
Cracker desarrolla cualquier programa. Mi monstruo debe morir…
—¡Cállate!
—Mi monstruo debe morir…
—Cierra la boca, Cracker. ¿Qué quieres, que te encierren en una celda, como a este? —Señalé
el cristal—. Esa frase está prohibida. ¡Sobre todo para ti! ¡Es del mensaje de Frankenstein!
—El mensaje de Frankenstein —murmuró con aire soñador—. Algún día lo terminaré de
escribir.
Volvió a apretar la nariz contra el cristal de la celda del Hijo. Parecía el morro de un cerdo.
El Hijo dejó de golpearse contra la pared y se quedó inmóvil.
—Sé que no eres culpable, chiquitín —dijo Cracker sin separar la cara de la superficie
transparente—. El te obligó a matar. Te quitó la cordura, y luego te encerró aquí para siempre.
Pero yo cuidaré de ti. Cracker cuidará de todos, ¿verdad, chiquitín? ¡Soy un cerdito! —Arrugó
la nariz y gruñó de broma—. ¡Mira, soy un cerdito!
—Tiene veintitrés años. ¿Por qué lo llamas chiquitín? —le pregunté.
—Así lo llamaba cuando era pequeño. Bueno, la vez anterior. En mi carta dice que le gustaba.
Y esto también: ¡Soy un cerdito, soy un cerdito! ¡Oink, oink!
El Hijo del Carnicero observaba, soñador, la cara chafada de Cracker. Y sonrió.
Tenía una sonrisa tan infantil…
Informe
Unos días después de la visita a la granja nos hicieron un experimento. Eramos cinco: Cracker,
dos internos a quienes no conocía (uno prepáusico y otro del grupo medio), el Elijo del
Carnicero y yo. Al Hijo lo llevaron literalmente atado a una silla de ruedas: unas esposas en las
muñecas y en los tobillos lo unían a los brazos de la silla con cadenas brillantes. Allí, en las
baldosas blancas del pasillo del laboratorio, vimos al Hijo por primera vez de cerca y sin ningún
cristal de por medio. Olía como un bebé del grupo de internos recién reproducidos: a leche, a
toallitas limpiadoras y a orina. Jugueteaba con las cadenas. Parecían gustarle mucho, el brillo y
sobre todo el ruido, porque agitaba los brazos y las piernas, y se quedaba anonadado, quieto,
escuchando el sonido metálico. Llevaba un traje sociomano de tres colores, y cuando estiraba
una pierna, la amplia pernera se le subía un poco y dejaba al descubierto los tobillos,
delgadísimos, como los de alguien que no había caminado jamás. Cracker y yo llegamos
entonces a la conclusión de que las cadenas eran más bien un engaño para los del laboratorio.
Para que vieran que el terrible monstruo estaba controlado y no lo vieran como una amenaza.
Para que no tuvieran miedo de que, de repente, pasara como en la serie El asesino eterno y que el
Hijo del Carnicero aprovechara la situación y huyera. Cracker incluso les preguntó por las
cadenas a los planetares que nos acompañaban (entre los que se contaba E£), pero estos no
contestaron: fingieron no oírnos y estar ocupados en capas más profundas. Con planetares o sin
ellos, estaba claro que el Hijo no podía huir a ningún lado con aquellos tobill os débiles y
flacos.
Poco nos dijeron sobre la esencia y la finalidad del experimento. Corrían los rumores más
diversos. Por ejemplo, el prepáusico que esperaba su turno con nosotros en el pasillo aseguraba
que nos irradiarían con «iones correctivos» especiales con el objetivo de enmendarnos. Aquel
prepáusico era un poco bobo, y no dejaba de repetir que después de la irradiación, ya en la
siguiente reproducción, nuestro CAP se reduciría a la mitad, después otra vez a la mitad, y otra
vez, y otra, y así, después de cada pausa, el coeficiente de amenaza potencial disminuiría a la
mitad…
—Por ejemplo, si mi CAP es de doce, en la siguiente reproducción será de seis; en la
siguiente, de tres; en la siguiente… —Se interrumpió de repente, arrugó la frente, y su cara
reflejó primero un gran esfuerzo de pensamiento, después sorpresa y por fin sufrimiento puro
—. Siempre quedará la mitad de la mitad —concluyó, desesperado.
—No puede ser —dijo el del grupo medio con una risa malévola—. Vuelve a contar.
Aquel, en cambio, se aferraba a la perspectiva de que se disponían a «hacernos un rodaje»
para probar una aplicación nueva del Socio. Esos rodajes tenían lugar de tanto en tanto; sin
embargo, Cracker y yo estábamos totalmente convencidos de que en un experimento de esas
características no nos meterían ni al Hijo del Carnicero ni a mí.
Cracker afirmaba que el experimento, fuera cual fuera su objetivo, nos llevaría a todos a la
pausa. Le pregunté por qué pensaba eso, y él contestó a su manera de siempre.
—El otro día, mientras nos llevaba a la granja, le eché una ojeada a la unidad de ese
barbudo…, bueno, el profesor. Está investigando los cinco segundos de oscuridad. No es difícil
deducir qué quiere.
A menudo, Cracker se refería de cualquier modo, como de paso, a que «le echaba una
ojeada» a la
unidad de alguien. Y por la expresión de su rostro deslucido era imposible saber si hablaba en
serio o quería tomarnos el pelo.
—No es verdad —le dije—. No pudiste ver nada. Os desconectaron a todos del Socio
mientras estábamos en la granja.
—Pero yo soy Cracker. Y Cracker puede reventar cualquier contraseña. A Cracker no se le
resiste ningún cortafuegos…
Me parece que, antes de continuar, debería explicarte quién es Cracker. Lo más seguro es que ya
lo sepas perfectamente sin que yo tenga que decírtelo; pero, por si acaso hay algo que no
entiendes, mis aclaraciones te resultarán útiles. Me resultarán útiles. Tengo que entenderlo
todo. Cracker no es un interno cualquiera. Cracker es un genio.
Cracker inventó el Socio.
Bueno, no lo hizo en el sentido en que existe ahora el Socio. La primera versión era
bastante primitiva, pero lo que hizo Cracker, precisamente, fue desarrollar el programa que permitía
abandonar los bípedos y los cerebrones y ejecutar la conexión B2B[5] sin la ayuda de un
portador externo. Es decir: una instalación cerebral.
Todos se conectaron. La instalación cerebral general se llevó a cabo nueve meses antes del
nacimiento del Vivo.
Mi pobre amigo Cracker podría haber sido una partícula digna y feliz del Vivo. Después
del Nacimiento le propusieron formar parte del Consejo de los Ocho con el nickname eterno de
Fundador. Después del Nacimiento, debió haberse convertido en el orgullo y el sostén del Vivo,
su apóstol, su virrey, su sabio abogado… Pero se negó. La instalación cerebral coincidió con el
comienzo de la Gran Reducción, y aquella coincidencia le quebrantó el juicio, le destruyó la
vida, y le transformó el invector. Cracker se culpó a sí mismo. Sí, se consideró la causa de todas
aquellas guerras, epidemias, crímenes y actos terroristas. Él, y nadie más. Se le metió en la
cabeza que la instalación cerebral que él había desarrollado y que se le había implantado a
todo el mundo fue la responsable del inicio de la Gran Reducción. Y la que llevó al nacimiento
del Vivo.
¿Cómo se relacionan la Gran Reducción y el nacimiento del Vivo? Si estás ahí, esto querrá
decir que tienes ocho años y lo sabrás sin duda alguna: el Vivo es nuestro salvador. Vino al
mundo para dominar a la muerte. Con Su nacimiento estableció el fin de la Gran Reducción.
Con Su nacimiento nos ha donado la vida eterna. Sabrás también que el secreto del nacimiento
del Vivo es el más grande del universo. Sabrás que no necesitamos respuestas ni explicaciones,
sino que solo necesitamos tener fe en que Su nacimiento es el milagro de la resurrección…
Ya sabes todo esto. Lo sabe todo ser vivo. Pero Cracker es un genio, el creador del Socio,
un hereje y un loco. Este Cracker lo vuelve todo del revés. Para él, la relación entre la
Reducción y el Nacimiento estaba clarísima, pero no en el sentido en que lo estaba para el
resto de gente. No consideraba que el Vivo fuera nuestro salvador. Lo veía como un monstruo.
Consideraba, a su manera, que la Gran Reducción fue el periodo embrionario. El periodo en
que se formó el feto… En su opinión, el feto surgió como resultado de una unión, y la unión
(¡ya lo has adivinado!) ocurrió como resultado de la instalación cerebral general. Es decir,
Cracker pensaba que, por culpa de su trabajo, él y nadie más que él trajo a la vida al Vivo.
Y se puso a decirle a todo el mundo que el Hijo del Carnicero no era culpable de sus
crímenes, que
Gran Reducción.
Qué absurdo, ¿verdad? Un disparate. Ni se te ocurra creértelo. Solo quiero que entiendas lo
terco que puede llegar a ser Cracker. Su ridículo sentimiento de culpa, su ridícula interpretación
de lo que fue la Gran Reducción, su irreverencia hacia el Vivo, el convencimiento de que está
en lo cierto…, todo eso lo ha arrastrado durante siglos, pausa tras pausa, resurrección tras
resurrección, cuerpo tras cuerpo… Hasta que ha llegado a mí.
A lo largo de la terapia, compartió sus teorías conmigo en la Terraza Disponible.
¿No te he hablado de la Terraza Disponible? Era nuestro segundo lugar secreto (el primero era
la sala del Hijo del Carnicero). El nombre oficial era la Terraza Verde, a la antigua, pero los
internos no nos acostumbrábamos a ese nombre tan pomposo, y la llamábamos de manera más
simple. Curiosamente, la Terraza Verde no era de color disponible (el suelo era de azulejos rosas
con arabescos negros, y las paredes, de cristal rosado), y el nombre, como nos explicaron los
tutores, se conserva desde los tiempos tan remotos en que los colores disponible y ocupado tenían
significados simbólicos añadidos. El color ocupado se asociaba, no sé por qué, a la atracción
física (la «pasión»), y el disponible, con la naturaleza. En definitiva, la Terraza Disponible se
llamaba así porque allí estaban los terrarios de los animales. Cada interno tenía dos o tres
mascotas favoritas de las que cuidaba: los tutores suponían que la insectoterapia nos ayudaba a
corregirnos. Teníamos que darles de comer, limpiar el terrario, cambiarles el agua, la arena o la
tierra (según el hábitat de cada uno), y además, según una regla tácita, había que hablarles.
No era que hubiera ninguna norma que nos obligara a hablar con ellas, no; simplemente,
algunos internos que se habían encariñado con sus mascotas siempre estaban dispuestos a
arrullarlas. El resto, en cambio, creía que juzgarían su silencio como indiferencia e incluso como
crueldad, y una palabra cariñosa dicha a una libélula o a una oruga eran siempre puntos a
favor… En la Terraza Disponible no había grabación del sonido, y los tutores muy pocas veces
nos miraban por las paredes de cristal, pero sabíamos que si no nos comunicábamos con los
animales, ellos lo sabrían. «Corrígete: cuéntaselo todo al tutor», «Corrígete: ayuda a tu compañero
a corregirse», «Corrígete: no escondas nada», decía Cracker. No dejaban de torturarlos con
esas consignas. Informar al tutor de un comportamiento sospechoso de un compañero era
normal. Toda palabra dicha al tutor siempre era un punto a favor. Y el silencio era considerado
un signo de complicidad.
En fin, que siempre había internos revoloteando por la Terraza Disponible, y sus voces,
monótonas y persuasivas, elevadas a falsete por una ternura sincera o fingida, se trenzaban con los
zumbidos, los chillidos y los crujidos de las mascotas. En la Terraza Disponible era
absolutamente imposible aislarse o estar en silencio, y por ese motivo era nuestro lugar
secreto. Entre tanta gente, todos hablando con sus mascotas, Cracker y yo podíamos conversar a
media voz casi a nuestras anchas sin llamar la atención ni despertar sospechas.
Precisamente allí, en la Terraza Disponible, una semana antes del experimento, Cracker
desenrolló uno de sus papelitos, lo sostuvo en su mano de araña y fingió que le murmuraba algo
a su mascota, no a mí:
—Mira, voy a echar aquí unas cositas…
Cracker tenía una araña enorme, panzuda, de patas finísimas, que confirmaba cuán cierto era
el proverbio «La mascota se parece al amo». Cracker y ella se parecían, se querían, y se
llevaban muy bien. En la terapia, Cracker siempre la cogía y acariciaba su cuerpecillo redondo
y mate, y la araña temblaba de gusto. La segunda mascota de Cracker era un caracol, una
criatura bonita y dulce, con unos cuernecitos enternecedores que no se estaban quietos, pero
Cracker lo desdeñaba y no lo cuidaba bien. Se ponía enfermo muy a menudo, y dejaba un rastro
baboso y turbio en el crist al.
—Esta es la historia de nuestro mundo —dijo Cracker, aparentemente a la araña, que se puso a
pisotear el cuadradito de papel medio roto sin mostrar la menor curiosidad por él, y luego se le
subió por el brazo hasta el codo.
En el papelito había un conjunto de dibujos esquemáticos unidos entre sí con flechas cortas
y curvadas. Lo memoricé bien. Unas cuantas personas (al pie, con caligrafía tosca: «gente
antigua»); flecha; una cabeza con un feo punto negro en la frente (al pie: «instalación
cerebral»); flecha; un garabato pequeño e incomprensible («comienzo de la formación del
feto»); flecha; una especie de huevo con una cría de color no disponible debajo («desarrollo del
feto = gran reducción»); flecha; un monstruo muy gracioso de muchas cabezas y muchos brazos
con un sonajero en uno («nacimiento del monstruo = el número de vivos se vuelve invariable»).
—Tira inmediatamente esa porquería —le dije en voz baja y con dulzura, como si me
dirigiera a la mascota—. Deshazte de este papel, idiota, infeliz. Dáselo a mi termita, que se lo
comerá en un segundo…
Al principio, cuando me metieron en el reformatorio, tenía a mi cargo un mosquito y una
mosca. No me gustaban. La mosca me fastidiaba con su desorden de movimientos y su
incapacidad de concentrarse en un objetivo concreto y decidirse por algo. Después de echarle el
pienso seco, unas bolitas ocres que olían a moho picante, daba vueltas mucho rato por el
terrario, sin ser capaz de decidir por cuál de las idénticas bolitas debía empezar a comer… No
sabía qué decirle, por eso me limitaba a decirle «Qué aproveche», y cuando me iba me despedía
con un «Inmortalidad». Ella tampoco sentía nada hacia mí, y a diferencia de las moscas de otros
internos, nunca se posaba en el cristal de separación cuando me acercaba. El mosquito hembra se
comportaba de otra manera: cuando me veía, siempre se animaba de manera visible. Le gustaba
mi sangre y le gustaba yo, seguro. Nuestro contacto no me producía ningún placer especial,
pero siempre fui amable con ella y hacía lo que ella quería: apoyaba el dorso de la mano o el
cuello en la red lateral del terrario. Ella me trataba con tacto y delicadeza, y no tomaba más de
dos raciones de sangre cada vez. Después de la terapia, en la piel me aparecían unos bultitos
hinchados de color rosado. Me los untaba con una pomada especial que me daba el entomólogo,
y casi no me picaban, y a las t res horas ya habían desaparecido por completo.
Al cabo de un año, Ef dijo que estaba contento de que cuidara tan bien a mis dos mascotas.
Había sido un buen chico y merecía un incentivo: me permitió elegir una tercera mascota.
Cualquier animal que hubiera en la Terraza Disponible, el que yo quisiera.
De todos los animales de la terraza a mí me gustaba, en realidad, solo el ciervo volante, que
era la mascota de uno de los prepáusicos, y yo quería pedirle a Ef si podían darme uno igual o si
podía quedarme con ese cuando su dueño dejara de existir temporalmente… En lugar de eso,
dije que quería
entender por qué pedí una termita. Supongo que por curiosidad. O tal vez para hacerme justicia.
La colonia de termitas era la perla y el orgullo de nuestro reformatorio (era muy raro que
esos insectos se acostumbraran a vivir en cautividad). Por ella nos instalaron un compartimento
separado, contiguo a la Terraza Disponible, con poca iluminación, impregnado de olor de
plástico y madera podrida. Allí, en la penumbra, en aquel terrario gigantesco de poliestireno
oscurecido, lleno de tierra hasta la mitad, se alzaba el termitero. Recordaba un castillo de los de
antes del nacimiento del Vivo, erosionado por el viento e inclinado de tan viejo, poblado por
invisibles espíritus antiguos. Para mi gran decepción, a través del plástico opaco no podían
verse los detalles arquitectónicos de aquel castillo. Los «espíritus» que lo habitaban, las
termitas, nunca se asomaban afuera, siempre se refugiaban dentro de los muros del castillo, y de
todos los internos (cosa que veía injusta), yo era el único a quien no le resultaba posible
observar cómo era su vida. Las termitas nunca habían sido mascotas de nadie; era
exclusivamente el entomólogo titular quien las cuidaba. Dentro del termitero, en todos los
niveles y en todas las secciones, instaló microcámaras con conexión directa al Socio de los
internos. Para que siempre pudieran ver la retransmisión en directo por la segunda capa. Pero yo
no tenía Socio. Es posible que por eso quisiera tener mi propia termita.
—Las termitas son insectos sociales —dijo Ef entonces—. Pero creo que, si te damos una,
puede ser una experiencia muy beneficiosa para ti. Lo consultaré con la dirección del
reformatorio y con el entomólogo.
Lo discutieron en las capas profundas en un abrir y cerrar de ojos, y el entomólogo titular
apareció al cabo de diez minutos y se dirigió a donde estaban las termitas. Al pasar a mi lado,
evitó mirarme. Parecía enfadado, casi enfurecido. Volvió al cabo de poco rato. Llevaba un
pequeño recipiente de plástico y forma cilíndrica con una termita dentro. La dejó en la Terraza
Disponible, al lado del terrario de mi mosquito. Sin mirarme, como antes, y con una mueca de
irritación en la boca, me explicó que la termita se alimentaba de celulosa, que la termita era
ciega y asexuada, que la termita no soportaba la luz del sol y que la termita era un insecto
social. Me dijo todo lo que debía saber de mi nueva mascota. Después, el entomólogo me dio
pienso, un paquete plateado lleno de setas húmedas y olorosas y restos de madera del bosque.
Pregunté por lo de la luz, si no sufriría la termita al estar en la Terraza Disponible en aquel
recipiente transparente, y él me explicó con hostilidad que las paredes del recipiente estaban hechas
de un material especial que protegía de la luz. Luego se fue casi sin decir inmortalidad. Yo estaba
asombrado: el entomólogo siempre me había tratado con amabilidad, y había estado contento con la
salud de mis tutelados.
Recuerdo que, después de que se marchara, una multitud de internos acudió a la terraza y
rodeó el recipiente de mi nueva mascota. Ya entonces pensé que el recipiente se parecía un
poco a la celda transparente del Hijo del Carnicero. Recuerdo que los internos estuvieron
mucho rato allí callados, con los ojos cerrados o intercambiando miradas nerviosas, hablando
por el Socio de mi insecto. El interno de nickname Zorro, que era un poco imbécil y no sabía
manejarse bien en la segunda capa, a menudo decía las réplicas profundas en voz alta.
—¡Qué lástima, soldado! —exclamaba con la voz monótona y estridente de un sordo.
Al cabo de una semana lo entendí todo: las miradas, la frase de Zorro, el enfado del
entomólogo y las palabras de Ef de «una experiencia muy beneficiosa para mí». La termita que
me habían asignado pertenecía a la casta de las guerreras. La parte anterior del cuerpo estaba
cubierta de una dura coraza
de color marrón como la armadura de un caballero. Sus armas eran enormes, del tamaño del
cuerpo: unas mandíbulas en forma de hoz, tan engorrosas que le molestaban para comer.
Estuvo toda la semana en una torpe postura defensiva, volviendo la cabeza ciega y acorazada
hacia mí, y la parte de atrás orientada al termitero, como si tuviera la esperanza de ocultarme el
castillo natal y protegerlo de mí. Dejó de vivir al séptimo día, de hambre, encima de un montón
de aromáticas virutas de comida que le llevaba echando religiosamente todos aquellos días…
Cracker dijo que mi nueva mascota estaba condenada desde el primer momento.
Cracker dijo que, en el termitero, las termitas obreras alimentaban a las guerreras con el
contenido de sus intestinos: con cuidado, les vertían directamente la celulosa ya digerida
en la boca.
Cracker dijo que cualquier interno lo sabía, cualquiera que hubiera visto la
retransmisión en directo siquiera una vez. Cualquiera menos yo.
Solo entonces, mientras miraba al insecto muerto a través del plástico transparente, comprendí
que Ef, por supuesto, sabía desde antes como acabaría el tutelaje de aquella termita. El
entomólogo también lo sabía. Por eso estaba tan enfadado; le daba pena. Ef quería darme una
lección: quien está solo está condenado. No se sobrevive fuera del termitero.
No se sobrevive fuera del Vivo.
Aprendí la lección. Me sentí humillado, miserable e indefenso, como aquella soldado,
incapaz de tragar mi comida. Cuando Ef vino a verme después de la muerte de la termita, no fui
capaz de mirarlo a la cara. No por la ofensa, sino porque me daba vergüenza encontrarme con
mi propia mirada, con mi reflejo. Y cuando Ef, conciliador y casi cariñoso, me propuso que
escogiera una tercera mascota, la que yo quisiera («¿No te gustaba aquel ciervo volador?»),
me horroricé.
—Querría una termita —me oí decir.
—Me parece que no lo has entendido —repuso Ef con aquel zumbido monótono—. Las
termitas son insectos sociales. Más valdría que tutelaras a…
—Quiero una termita. Pero que no sea un soldado. Quiero una termita de otra casta.
Me dieron una ninfa, una criaturita elegante, de tamaño mediano, que recordaba vagamente
una hormiga alada. Las alas se parecían a los pétalos finos de una margarita traslúcida
fantástica. A diferencia de la soldado, tenía sexo (la verdad es que el entomólogo no quiso
decirme cuál, pero estoy seguro de que era una chica) y visión. Las primeras tres horas
revoloteó alegremente por el recipiente, luego se posó en el cristal y se royó las alas hasta
cortárselas; cayeron al fondo del recipiente y dejaron de parecer pétalos de plata, se pusieron
mustias y adquirieron aspecto de vainas. Su cuerpo sin alas recordaba el de la soldado, pero sin
mandíbulas ni coraza. Se negó a comer, y tuve un mal presentimiento. Cracker dijo que, en
el termitero, esas ninfas, como los soldados, también se alimentaban de la celulosa digerida de
las obreras. Pero me empeñé en convencerme y en convencerlo de que aquella vez saldría bien.
No dejaba de repetir que, esa vez, las mandíbulas no le tapaban la boca; nada excepto la
terquedad y la pereza le impedía comer. Si tenía hambre, comería… Dejó de vivir cinco días
después, de hambre, entre un montón de celulosa, como su predecesora la soldado.
Después de sacar el cadáver del recipiente, el entomólogo me dijo que las ninfas no pueden
alimentarse solas, porque en los intestinos no tienen los protozoos Trichonympha
campánula,
Leidyopsis sphaerica, Trichomonas y Streblomastix strix. Sin ellos, la termita no es capaz de
digerir el alimento. Esos protozoos solo viven en los intestinos de las obreras.
—Sí. Perfectamente. Quiero una termita obrera.
Murieron una tras otra. Morían; yo lloraba por ellas y pedía otra. Los internos (todos,
excepto Cracker, que era el único que lo entendía) miraban mis termitas como si fueran
mártires, y a mí, como si fuera un asesino en serie. El entomólogo dejó de dirigirme la palabra.
El psicólogo comprobó mi reacción ante el EPA todos los días (el resultado siempre era
negativo). La dirección del centro le enviaba reclamaciones formales al SPO y pedía que
suspendieran a Ef de su labor de observador (respuesta: «denegada»). Nada cambió. Moría una
termita, yo pedía otra, y Ef obligaba a la dirección a satisfacer mi demanda. ¿Por qué? Era tan
testarudo como yo. Esperaba que yo me quebrara primero.
Fuera del termitero no sobrevivían.
Tuve una termita obrera que el primer día recubrió las paredes transparentes del recipiente
por dentro con una especie de cemento. Era una sustancia que, al parecer, segregaba del
intestino. Cuando terminó con las paredes, tapó el techo que dejaba pasar el aire. Dejó de vivir
por la falta de oxígeno.
Tuve una termita obrera que construyó un curioso tubo muy fino que llevaba desde el fondo
hasta el techo y se emparedó en él.
Tuve una termita obrera que al principio comía bien, pero después intentó roer el
contenedor con furia durante dos días seguidos, se lastimó la piel y murió de las heridas.
Tuve una termita obrera que se escapó mientras le ponía la comida y murió por la luz del sol.
La encontraron muerta en el suelo, al lado de la entrada de la sección del termitero.
Tuve una termita obrera que murió por causas desconocidas, de repente.
Tuve una termita obrera que murió por causas desconocidas tras una larga agonía.
Morían, pero con el tiempo conseguí que algunas duraran un poquito más. Doce días.
Dieciocho.
Veinticuatro. Un mes y un día. Un mes y dos días…
—Echa el papelito en el recipiente —le pedía, zalamero—. Si no, te quedarás solo como el Hijo
del Carnicero.
—¿Quieres que le dé mi esquema a la termita? ¿Para que tenga que hacerlo otra vez? —
Cracker se reía a carcajada limpia—. Igual se atraganta y se muere. ¡Tus termitas no pueden
comer normal!
—¡Idiota! —Me enfadaba—. Ya hace tiempo que solo tengo obreras. Comen de fábula. Pero
esta… —Golpeé suavemente el recipiente con un dedo—. Esta, si deja de vivir, será de vieja.
La termita que era mi mascota de entonces batió todos los récords. La fea obrera vivió en el
recipiente casi medio año. Al principio, como tantas de sus predecesoras, se ponía melancólica.
Pero al cabo de un par de semanas encontró su quehacer. De la arena, las hileras de madera, la
baba y los excrementos, empezó a construir algo parecido a una columna. Cuando terminó, añadió
otra columna encima (que llegaba hasta la mitad del recipiente), como si fuera una parte de un
arco torcido de un palacio, semejante a un fragmento del termitero. Si no me falla la memoria,
en su imaginación era una continuación a distancia del castillo natal. En cualquier caso, aquel
arco áspero y agujereado dividía de través el recipiente y estaba inclinado hacia el termitero. La
cúspide del arco se apoyaba en la pared del recipiente de tal forma que, a través de la Terraza
Disponible, podía dibujarse un arco imaginario desde él hasta la cúpula del termitero. Si la
termita tuviera la posibilidad de continuar su trabajo, el resultado sería esa línea imaginaria.
Cuando terminó el arco, casi volvió a caer en la melancolía; sin
embargo, supe cómo animarla. Me limité a girar un poquito el recipiente en sentido contrario a
las agujas del reloj, para que la parte del arco construida por mi mascota no estuviera orientada
al termitero. La termita, voluntariosa, empezó a destruir su obra y a elaborar un nuevo arco
orientado en la única dirección válida para ella… Así vivió felizmente mes tras mes,
construyendo, destruyendo y volviendo a levantar su pedazo de castillo.
La termita tenía un apetito excelente. No dudaba de que se zamparía un papelito de Cracker
en menos de quince minutos; o si no, lo desmenuzaría y lo usaría como material de
construcción del arco. Pero Cracker se opuso.
—Esta información es importante —musitó—. Mejor lo escondo… en un sitio seguro… En
un escondrijo…
Un escondrijo. Ya he dicho que a Cracker cualquier cosa le servía de escondrijo. Ocultaba
sus anotaciones hasta en los terrarios de los animales. Deslizaba los rollitos de papel en las
grietas de la madera, los enterraba en la arena húmeda… Ni que decir tiene que estaba
prohibido. Estaba en contra de todas las reglas. Pensaba que le llamarían la atención porque se
buscaba los escondrijos con mucho arte. Pero yo sabía que, si hubieran querido, los habrían
encontrado. Si no habían encerrado a Cracker en una celda del Corpus Especial, como al Hijo
del Carnicero, era por un solo motivo: por respeto a su anterior servicio. Al fin y al cabo, había
inventado el Socio. No estaba bien meter al inventor del Socio en un matraz de cristal como si
fuera una termita ciega y asexuada.
Sin embargo, Cracker estaba en la cuerda floja. Su delito era demasiado grave. Es decir, el
primer delito, el pecado original, por el que fue a parar al reformatorio. Porque intentó destruir
el resultado de su trabajo. Un año después del Nacimiento, empezó a escribir el mensaje de
Frankenstein, un virus que debía desinstalar el Socio y destruir al bebé Vivo.
El mensaje empezaba con las siguientes palabras: «Mi monstruo debe morir». Glóvipa, los
administradores del sistema del Socio encontraron a tiempo la pista del origen de la amenaza
potencial a través de la dirección de IP de Cracker. En realidad todavía tenía el otro nick,
Fundador. Pero después del veredicto, cadena perpetua, tomó otro nombre para el Socio.
Cien años después, cuando abolieron las cárceles, trasladaron a Cracker a un reformatorio.
Era muy tozudo. No fue un buen interno. Después de cada pausa aumentaba su CAP, pero a
él le daba lo mismo. Estaba en la cuerda floja. Iba diciéndole a todo el mundo que el Hijo del
Carnicero no era culpable de sus crímenes.
Y su esquema… Recuerdo que, cuando vi exactamente donde lo había escondido, pensé que
aquella vez lo pillarían. Y por desgracia, estaba en lo cierto. Su crimen era demasiado grave.
No se arriesgaron a empeorar la situación. Tenían que reducirle el CAP.
El científico
Cinco segundos de oscuridad. Qué bien suena; pero, en el fondo, significa bien poco. Nadie
sabe qué pasa en realidad: si hay oscuridad, o luz, o invisibilidad. Cuando alguien oye «cinco
segundos de oscuridad», le parece algo funesto, pero en sentido estricto solo es un término
técnico para designar el lapso en el que el operador del Socio no ve la clave de la persona que
ha dejado de existir temporalmente en el sistema de control de la población. En otras palabras,
los cinco segundos de oscuridad son, precisamente, la pausa. Enseguida tiene lugar la
reproducción: el operador del Socio restablece la clave y registra la situación geográfica de la
embarazada, así como sus datos personales.
Los cinco segundos de oscuridad son una región apenas estudiada. Como todo el mundo
sabe, precisamente este «segmento ciego» constituye el mayor obstáculo para realizar una
retrospectiva de la encarnación plenamente válida, una investigación detallada de la condición
prepáusica del individuo. Hasta ahora, en la terapia de inmersiones prepáusicas el único método
que se emplea con profusión es el de descargas fortuitas de Roberts. Nosotros hemos creado un
compuesto especial que hace que un organismo biológico sea más sensible a la radiación de
Roberts. Una inyección puede bastar para convertir una descarga fortuita en un haz de
radiación. De esta manera, tenemos un fundamento para pensar que nuestros estudios quiebran
la presente situación.
Los experimentos de laboratorio con insectos sociales (abejas, hormigas, termitas)
sometidos al haz de radiación de Leo-Lot muestran que:
En el caso del experimento exitoso con gente, el rayo de Leo-Lot permitiría abandonar el
método de descargas fortuitas, abriría unas perspectivas amplísimas en el estudio de la
retrospectiva de la encarnación y proporcionaría una buena penetración en las profundidades.
Nuestro método permitiría realizar una sesión de inmersión simultánea en la zona páusica
tanto del sometido a experimentación como del experimentador.
Teniendo en cuenta todo lo dicho hasta ahora, para participar de manera voluntaria en el
primer
Armonía n.º 3578:
P. S. El pobre Lot está muy nervioso por el experimento. He jugado con él al ajedrez
milagroso. Se ha negado a aprovechar la ventaja y ha decidido perder, y me ha soltado un
montón de cosas feas. Por poco no nos enfadamos. He tenido que proponerle una partida de
revancha y se ha calmado.
Lot se porta a veces como un niño.
Cero
Había una especie de tomógrafos con cabinas cilíndricas. Conocía aquel conjunto: de pequeño
me hicieron muchas tomografías cerebrales. Esperaban encontrarme con algún defecto, alguna
diferencia orgánica con respecto al resto…
Nos dijeron que nos desnudáramos y nos tumbáramos boca arriba en las camillas.
No me acuerdo de casi nada del experimento.
Creo que la camilla era lisa y estaba fría. Creo que nos sujetaron a ella con correas y nos
inyectaron una sustancia. Después solo tengo retazos de recuerdos.
El profesor Leo nos dice que el haz no nos dolerá en absoluto.
Mi amigo Cracker, con el cuello lleno de manchas rojísimas, susurra algo de los cinco
segundos de oscuridad.
La cara de espejo de Ef. Su voz monótona se le quiebra en un rechino ensordecedor. Quiere
quedarse, pero los investigadores se oponen. Parecen tener más autoridad en esta discusión.
El Hijo del Carnicero gimotea: no quiere estar desnudo en la camilla.
El profesor Lot nos da las gracias por la gran aportación que haremos a la ciencia, y dice
inmortalidad.
Las camillas entran en la boca negra de los
tomógrafos. Como en un recipiente…
Soy una termita obrera ciega…
Oscuridad…
El científico
Acabamos de poner fin al primer experimento con el haz de radiación de Leo-Lot. No hemos
conseguido los resultados que esperábamos. El experimento ha sido un error, y por esta razón
hemos anulado las siguientes sesiones planificadas. El haz de radiación no es operativo. Para
las próximas retrospecciones de encarnación hay que encontrar metodologías mejores. La
nuestra nos parece perjudicial. Es necesario prohibirla.
Cero
Más tarde, Ef intentó averiguar qué había pasado durante el experimento, pero yo no me
acordaba de nada. Le dije que había tenido un sueño, pero era mentira. No recordaba nada en
absoluto, ni siquiera los sueños, y solo quería que me dejara en paz. Me dijo que le contara el
sueño, y le relaté un sueño recurrente. Yo era pequeño, y estaba con Hanna, los dos sentados
a la orilla de un río. Yo construía un castillo precioso con arena y piedras para ella. Acababa
el castillo, ella lo miraba y se reía, yo lo echaba abajo, y luego empezaba a levantarlo otra
vez, y volvía a derribarlo. Lo construía, lo derribaba, lo construía, lo derribaba… Era feliz,
estaba dispuesto a construir el castillo y a derribarlo toda la vida, solo para hacer reír a
Hanna…
—¿Y qué más? —me preguntó Ef.
—Ya está. Me desperté y entendí que ya no estaba.
—Sí que está —zumbó Ef—. Pero esto no tiene nada que ver ahora. Y tu sueño tampoco
tiene nada que ver con el asunto. Cuando te despertaste, mientras te vestías y todo eso…, ¿de
qué hablaban los internos y esos Leo y Lot?
—De nada. El único que habló fue Cracker, y dijo que se había equivocado.
—¿A qué se refería?
—Creía que el experimento era para llevarnos a la pausa. Pero no fue así.
Cracker se había equivocado. Creía que el experimento era para llevarnos a la pausa, pero no
fue así.
Lo que pasó fue otra cosa. Lo perdí para siempre.
Nos separaron después del experimento. No nos dejaron cruzar ni siquiera una
palabra, ni despedirnos. Yo estaba tranquilo. En aquel momento todavía no entendía por qué el
planetar cogió a Cracker y se lo llevó en un furgón aparte. Nos habían llevado al
experimento a todos juntos, y yo podría haber sospechado que pasaba algo malo cuando se
llevaron a Cracker por el pasillo blanco. Al prepáusico, que ya no podía dividir el CAP en dos,
también se lo llevaron de inmediato. Al del grupo de mediana edad (que me parece que se
llamaba Joker) también se lo llevaron por otro lado. Así pues, al reformatorio volvimos el Hijo
del Carnicero y yo, y pensé que a saber qué normas e instrucciones tendrían.
En el camino de vuelta, el Hijo del Carnicero ya no jugaba con las cadenas, y tenía aspecto
triste. Un par de veces intenté hacer el cerdito, aplastándome la nariz con el dedo, como hacía
Cracker, pero no reaccionó, así que lo dejé tranquilo.
Nada más volver con el grupo, al pasar lista, me di cuenta de que pasaba algo con Cracker.
La tutora del grupo no dijo su nombre, y yo me asusté, pensé que igual se había enfadado
porque había violado la disciplina, y le dije que Cracker no había vuelto del laboratorio. Ella
me miró como si me hubiera hecho pipí encima, delante de todo el mundo. Y todos se me
quedaron mirando también como si fuera idiota. Se oyó una risita.
—El interno Cracker ya no forma parte de nuestro grupo. —La tutora me miraba y sonreía por
la comisura, como si estuviera aguantándose las ganas de estallar en carcajadas—. Pero bueno, ¿qué
os
pasa? —preguntó, recorriendo con la mirada a los presentes—. ¿Por qué no le explicáis a
vuestro amigo qué ocurre?
Debieron de decir algo en la segunda capa, porque la cara de la tutora adoptó una expresión
severa.
—No está conectado al Socio —dijo—. Pero eso no quiere decir que no sea amigo vuestro.
Ni que sea deficiente. Solo es distinto. Y vuestro deber es manifestar interés y amistad hacia él.
En caso contrario, puedo considerar vuestro comportamiento como cruel.
No hay nada peor para un interno que ser acusado de crueldad. Un comportamiento cruel
siempre comporta medidas correctivas. Está escrito en las «Reglas de Corrección», que están
colgadas en la puerta de cada dormitorio:
«La crueldad de primer grado (una burla oral o social ante un defecto físico de un
amigo interno; grosería verbal con las mascotas) comporta una desconexión puntual del
Socio de cuarenta minutos».
«La crueldad de segundo grado (violencia física hacia un amigo interno) comporta
una desconexión diaria del Socio de cuarenta minutos durante siete días».
Casi nadie manifestaba crueldad de segundo grado; solo los dementes. Tampoco la de
primer grado era tan frecuente: llevaban muy mal que los desconectaran. Lloraban, pedían perdón,
se mecían, se quedaban con la mirada fija en un punto… Aquellos a quienes desconectaban siquiera
una sola vez se volvían afables y atentos como las niñeras del grupo de los bebés.
La crueldad de tercer grado (violencia física hacia las mascotas) era inconcebible. Le
correspondía la reclusión en una celda de aislamiento y un acceso mínimo al Socio de por vida.
Nadie se permitiría amás caer en el tercer grado de crueldad…, menos Cracker.
Mis compañeros me lo contaron todo. Fueron muy buenos conmigo.
Dijeron que fue por el caracol, la mascota de Cracker.
Dijeron que al pobrecillo le había salido un absceso debajo de la concha. Mientras estábamos en el
laboratorio, el caracol dejó de vivir.
Dijeron que el entomólogo le hizo la autopsia al caracol. Debajo de la concha encontró un
objeto extraño: eso era cosa de Cracker.
Dijeron que habían metido al cruel Cracker en una celda de
aislamiento. Dijeron que no sabían qué era ese objeto.
Pero yo sí que lo sabía. Lo sabía muy bien: era un papelito con un esquema. Una semana
antes, Cracker lo había deslizado por debajo de la concha del caracol; lo consideraba un
«escondrijo natural». Ya decía yo que hacía de cualquier cosa un escondrijo… Ya lo
dije.
Lo acusaron de crueldad de tercer grado por violencia contra las mascotas. Pero yo sabía
que no era eso, lo sabía perfectamente. No era una cuestión de crueldad. A la administración
del centro no debió de hacerle mucha gracia el «objeto extraño»:
Yo seguí yendo. Me sentaba y miraba como se aletargaba, miraba la mariposa negra del Hijo
del Carnicero. Yo también empecé a dormir mal. Sin Cracker y sus ronquidos, sin el juego del
émbolo. Necesitaba aquel estruendo, estaba acostumbrado a colarme en el sueño en el intervalo
de silencio. Cuando se llevaron a Cracker al Corpus Especial, empecé a escuchar la respiración
de los otros internos, intentando encontrarles el ritmo y adaptarme a él. Y conseguía oírlo, el
ritmo general, bullicioso y acelerado, arrugado como una madeja de alambre fino y espinoso,
importuno como un zumbido de un enjambre de abejas. Me metía en ella y me enredaba, y me
dormía como si me arañara la piel. Intentaba abstraerme, ahogar el sonido de su respiración con
la mía, tosía, me revolvía, e incluso silbaba suavecito. No servía de nada. Ese ritmo
incoherente…, no podía soportarlo más.
SEGUNDA PARTE
Informe
Tal vez la gota que colmó el vaso fuera la excursión de Hanna al internado; aunque, en realidad,
no tiene ningún sentido que la llame así. Mejor llamarla Mia-31.
Cuando Ef me preguntó si quería algo especial para Navidad, le dije que quería ver a Hanna.
No pensaba que fuera a aceptar, sino que me daría una respuesta sincera. Pero dijo: «¿Y por qué
no, si vas a quedarte más tranquilo?». La administración del centro me dejó ir con él a
regañadientes. No les hacía gracia que un interno se paseara más allá de los límites del
reformatorio. Por lo que sé, Ef fue muy perseverante; incluso creo que los presionó. Nos dieron
tres horas: dos para el camino de ida y vuelta, y una para «la entrevista con la antigua pariente».
Aconsejaban encarecidamente el uso de esposas («Este virus…, quién sabe qué hará»), pero Ef
no me las puso («Confío en el muchacho»). Aquello me conmovió. Yo también estuve a punto
de empezar a confiar en él.
¿Por qué me llevó al internado a verla? ¿Para que me quedara más tranquilo? ¡Ja! Más bien,
su intención había sido provocarme desde el primer momento. Tal vez hasta esperaba que
intentara escaparme. Pero no lo intenté. En cualquier caso, por un motivo u otro, yo me
derrumbé, y eso era lo que él esperaba. Pero bueno, supongo que en cierto sentido lo entiendo.
Todo este lío en torno a mí, todo ese spam, miles de mensajes y correos infectados, que se
envían unos a otros como locos, sin saber por qué, como si fuera un virus peligroso que se
reprodujera infinitamente a sí mismo… Y tal vez algún día descubran que hay alguien que lleva
tiempo haciendo todo esto, por voluntad propia, puede que le guste a alguien, puede que alguien
simpatice con esto, puede que haga tiempo que existen los disconformes. Tal vez al Servicio
Planetario del Orden le parezca demasiado fina la línea divisoria entre un virus del Socio y una
revuelta del Socio. Tenían la esperanza de que, al encerrarme en un reformatorio, la gente se
olvidara de mí. Que escarbarían tranquilamente en mi interior, que me estudiarían como a un
animal extraordinario, que palparían las alitas y me tirarían del bigote… Que me quedaría en
este estado vitalicio invisible, ignorado, y que seguiría siendo la fierecilla inofensiva de un
reformatorio… Así ha sido. Durante muchos años ha sido así. Pero ahora tengo treinta y un
años, y el mundo entero ha recordado de repente que existo. «Amenaza o», así llamaron a aquel
virus que me llevó a la fama. Todavía no existe ningún antivirus; espero que en tu época ya
exista.
Por cierto, lo más gracioso es que yo soy el único que no puede acceder directamente a todo
ese spam. Aunque sí es cierto que me llegan algunos chismes, y he confeccionado una pequeña
lista de cartas de la suerte, en caso de que te interese:
1. «Tienes un trabajo gris. Hasta la pausa tenías un trabajo gris, y después de esta
tendrás un trabajo gris. Pero tú quieres ser guionista o gamewriter… Sigue a Cero. Él
nació para cambiar tu vida, :)».
3. «Eres mujer. El Vivo te exige que te aparees con regularidad, pero tú no quieres un
pariente.
Sigue a Cero. Él te permite usar protección, :)».
4. «Eres mujer. El Vivo te exige que entregues a tus parientes al internado, pero tú
deseas tenerlos cerca. Sigue a Cero. Él no considera tu instinto maternal como una
desviación de la normalidad psíquica».
6. «Lees el Libro de la Vida. El número del Vivo varía, pero no se dice ni una
palabra de esto en el Libro. No te creas todo lo que está escrito en el Libro, :)».
7. «Dicen que no hay ningún Creador, que solo existe el Vivo. Entonces ¿quién ha
creado a Cero? Síguelo, y él te ayudará a recordar las plegarias, : )».
Perdona, creo que me he desviado del tema. Yo quería explicarte qué pasó con Mia-31.
Mia. Hanna. Una niña gorda y mustia de doce años. El segundo individuo heredero de la
clave de mi madre. (El primero, un niño, vivió ocho años; dicen que era un enano). Mia tenía la
frente llena de granos, y los ojos tan apagados y fríos que parecía que dentro de su cabeza
viviera un animal antiquísimo que miraba con indiferencia a todos y a todo a través de unas
ranuritas de aquella cara granujienta, sucia, grasienta y globaloide.
Ef y yo la esperamos durante un cuarto de hora en el despacho del director. Ella apareció
por fin; para ser más exactos, el director la trajo de la mano. En aquel momento estaban
poniendo El asesino eterno, y esa idiota, por lo que me enteré, a duras penas controlaba dos
capas y no sería raro que hubiera tropezado por la escalera de tan abstraída que estaba
con el Hijo del Carnicero.
Parecía un poco enfadada por que la hubieran desconectado de la serie, pero de todos
modos se esforzó por ser educada. Cuando la saludé, me pidió amistad para chatear, y cuando
le dije que yo no estaba conectado al Socio, durante un instante algo parecido al asombro se
encendió y ardió en sus ojos, como una bombilla en el momento de fundirse. No dijo casi nada
durante el encuentro, aparte de que le gustaban las series y que «la segunda capa, en general,
mola». Ni siquiera estoy seguro de si ella entendió quién era yo, ni por qué me habían
llevado a verla.
Yo tampoco decía nada. Me imaginaba que la esperanza con la que había ido allí era un
recipiente de cristal con una mariposa negra dentro que se me resbalaba de las manos y se
rompía en mil pedazos, y la mariposa resultaba estar muerta y seca, y yo llevaba años
convenciéndome de que estaba allí viva, de que solo estaba dormida…
Me imaginaba a Hanna, tan guapa, con sus ojos de terciopelo como alas de una mariposa negra.
Hanna, con aquel rostro tan fino y blanco.
Hanna, que sin esfuerzo dominaba tres
capas. Hanna, a la que perdí para
siempre.
—¿Qué? ¿Estás contento? —me preguntó Ef cuando nuestra silenciosa entrevista llegó a su fin—. ¿Ya
te has convencido de que Hannita está la mar de bien?
«Hannita» y el director se rieron a coro de algo que yo no oí. Al parecer, el planetar de El
asesino eterno había hecho una broma muy graciosa.
—Esta no es Hanna —le respondí a Ef—. No lo ha sido nunca, y nunca lo será.
Ef se levantó y dio un paso hacia mí. Tenía un aire rapaz, pero no en el rostro frío de espejo,
sino en la forma de moverse, en la actitud. El director del internado clavó la mirada en mí,
borboteó indignado y se encogió como si mis palabras le hubieran provocado un ataque de ardor en
el estómago y le hubiera subido el jugo gástrico a la garganta.
—¿Qué quieres decir con eso? —me preguntó Ef—. ¿Qué quiere decir «No es Hanna»?
—Hanna está muerta.
—Oh, pero qué palabra es esa… —susurró Hanna, mirándome como si estuviera en éxtasis
—. Es una palabra fea. Está prohibida.
—Antes de volver al reformatorio, tú y yo vamos a ponernos las esposas, ¿verdad, amiguito?
— zumbó Ef—. Por lo que parece, no tienes respeto por el Vivo. No estás de acuerdo con él.
Acabas de ofenderlo, y todo queda grabado aquí. —Se señaló el charlatán—. Como representante
del Servicio del Orden, estoy obligado a informar de tu comportamiento a la administración
del reformatorio. Y a aconsejar que te trasladen al Corpus Especial.
Es evidente que lo tenía todo pensado desde el principio, y que sabía cómo acabaríamos.
¿Acaso soy un disconforme? Siempre he querido ser como los demás. Sigo queriéndolo. No
ahora, pero sí después, después de la pausa.
¡Eh, tú, el del futuro! Espero que realmente existas. Espero que seas yo. Espero ser, existir.
Si tú eres mi continuación, si tú eres yo, perdóname por esta estúpida clave que has heredado
de mí. A mí me ha fastidiado la vida, pero tengo la esperanza que a ti te vaya mejor. Que no te
metan en el Corpus Especial. Que no me metan en… Que seas una parte del Vivo.
Es cierto: es una cobardía. Es una huida. No es justo. Pero si existes, si estás ahí,
perdóname por lo que estoy a punto de hacer. Ele decidido suicidarme. Sí, sí. Perdóname,
perdóname de nuevo; sé que no está permitido hablar así, debería decirlo de otra manera. Ele
decidido «interrumpir mi existencia temporalmente», «llevarme a la pausa», pero no soy idiota,
ya lo sé: lo de los demás es una pausa, pero lo mío será un final. Así pues, si existes, será una
victoria tuya y mía; esto es, querrá decir que somos como los demás. Que soy como los
demás. Que soy una parte del Vivo.
Siempre he querido ser como los demás. Pero han hecho de mí un dios. Han hecho de
mí un demonio. Una mosca de laboratorio. Han hecho de mí un ser muy peligroso. No saben lo
que han hecho…
Me han acorralado contra un rincón. Me han dejado totalmente solo. Me han quitado a mi
mejor amigo.
Hoy vendrá otra vez. Ef, el hombre de la máscara. A buscarme defectos, a hacerme
preguntas ruines, a hurgarme como si fuera un montón de cacharros abandonados.
Y luego me prenderé fuego. Para que me vean todos, ¡para que vean como arde un sol
milagroso!
Una cosa más. Si existes, por favor, ve a visitar a Cracker de vez en cuando. Está muy solo
allí en la celda. Ha dejado de moverse del todo. Dicen que está sumido en un letargo profundo, y
que no
puede ver ni oír. Pero estoy seguro de que notará tu presencia cuando te sientes a su lado.
Cuando me siente a su lado.
El sin rostro
—Sí, claro que tenemos un regalo para ti. Hoy te caen los sesenta, ¿verdad? Es una
edad importante.
—Sesenta —repite Mateo, y parpadea con un ojo y luego con el otro—. Sesenta. Sesenta.
Sesenta.
Le recomendamos encarecidamente.
—Vaya, vaya. Pero si te acuerdas de que recibiste un aviso… Fiemos venido para hacerte un
regalo muy valioso: una nueva vida.
—Gentes de cara de espejo —empieza a murmurar Mateo—. Gentes sin rostro, gentes sin
voz… Temblad ante lo que se avecina… Se os llevarán los demonios…
De repente, con agilidad inesperada, se echa a un lado, hacia el agujero puntiagudo del
escaparate, y salta con bastante ligereza desde el pabellón hasta el pasillo del centro comercial.
—¡Todos vosotros seréis destronados! ¡Seréis vencidos! ¡Seréis repudiados! —Mateo corre con
el trote desigual de los viejos. Sus pies descalzos dejan gotas oscuras de sangre en el suelo
polvoriento
—. ¡Pues el Salvador murió por nuestros pecados! ¡Y su nombre es Cero! ¡Cero! ¡Murió!
Lo alcanzan en tres saltos, lo echan al suelo boca abajo y le ponen un somnífero en el cuello.
Mateo se desconecta casi de inmediato.
Cerbero se saca unas esposas del bolsillo interior y las arroja al suelo, irritado, junto a Mateo.
Ef se inclina sobre Mateo, se atarea con las esposas y las cierra en las muñecas de Mateo. El
viejo tiene las manos calientes. Qué desagradable. No pega con su inmovilidad, ni con el borde
negro de las uñas.
—¡No funciona! —Enfadado, Ef aprieta varias veces el botón del ascensor—. Tendremos
que llevarlo a cuestas.
Arrastran el cuerpo flácido por la escalera. El viejo está pegajoso de sudor y huele
tremendamente a perfumería rancia y en fermentación.
ef: no sé yo vi el asesino
mi anuncio: **Este mundo… Mi mundo de la primera capa… Es tan bonito, diverso, vivo. La naturaleza
lo alimenta con aire fresco y la luz del sol. Los arquitectos lo llenan de edificios maravillosos; los
diseñadores de
paisajes trazan jardines espléndidos…**
SOLICITUD NO VALIDA
NO ES POSIBLE CERRAR ANUNCIO
mi anuncio: **Los arquitectos lo llenan de edificios maravillosos; los diseñadores de paisajes planifican
jardines espléndidos; los diseñadores espaciales se preocupan del trazo delicioso y seductor de las calles; los
pintores buscan soluciones con colores interesantes. Todo para mí…**
mi anuncio: **Todo para mí. Porque siempre sé valorar la belleza del mundo y nunca me olvido de la
importancia de la primera capa. He elegido el programa Paseemos por la primera capa. Salgo de casa
no menos de dos veces por semana. Me gusta mi mundo. Nos gusta nuestro mundo. Somos el Vivo.
Pausa musical:
Hoy salgo a pasear,
la armonía me llama, me
espera, camino por el paseo
del Acuerdo, y encuentro la
alegría al instante, giro por la
calle del Vivo,
nada de pereza ni tristeza,
Estoy seguro/a de que me
espera una aventura en la
plaza…**
mi anuncio: **¡El bloguero Aelita lo recomienda! La mejor ruta recreativa de la región R-514, en la
provincia EA-8: avenida Armonía - paseo del Acuerdo - calle del Vivo - plaza de la Proporción Áurea.
¡Paseemos por la primera capa!**
—Qué coñazo de anuncio. Venga hacer spam todo el santo día —refunfuña Ef, mirando a la
calle por la ventanilla del furgón.
Da la casualidad de que pasan por la plaza de la Proporción Áurea, que está
completamente desierta. Dejan surcos de las ruedas en la arena dorada. En el centro de la
plaza se yergue un puño de cemento, como si estuviera en un ring esperando a un
adversario acorde a su tamaño.
Dentro del vestíbulo de la zona de la Pausa, la canción se oye cortada y atenuada, peor que
fuera.
Mateo se sosiega. Casi sonríe cuando ve al payaso con un manojo de globos.
—Hoy es mi cumpleaños —le dice Mateo al payaso, e indica los globos—. ¿Es un regalo
para mí? El payaso se pone a dar saltos, da vueltas a la pata coja sin moverse del sitio, se
pellizca la nariz roja con un chiflido, mueve la cabeza con vivacidad y le alarga el manojo
entero de globos. Mateo intenta cogerlo; tintinean las esposas, y se queda helado con la mirada
asombrada y fija en el payaso,
como si por el sonido intentara identificar qué era lo que le impedía coger el regalo.
muévete al ritmo
de nuestro pulso
Los ojos maquillados del payaso se desviaron un instante a los planetares. «Forzada»,
susurra Ef con los labios de espejo. Cerbero asiente, irritado. El payaso se encoge y hunde la
cabeza entre los hombros; es su representación del miedo. Tras el terror exagerado y burlón, en
el fondo de los ojos de colores acecha el miedo real. No se ha dado cuenta de que era un
forzado. No ha visto las esposas. Un profesional está siempre obligado a advertir tales cosas.
Mientras tanto, Mateo empieza a ponerse nervioso de verdad. Por lo que parece, por fin se
acuerda de cómo ha llegado hasta aquí y por qué. Intenta echar a correr hacia la salida, pero
Cerbero y Ef lo cogen de los brazos y lo aprietan por ambos lados.
muévete al ritmo
—¡Perros del infierno! —chilla Mateo—. ¡Gentes de cara de espejo! ¡Gentes sin rostro!
Los prepáusicos que se agolpan como locos para la Foto de Recuerdo y Todo Irá Bien miran
a su alrededor. Arañando con miradas rápidas las máscaras de espejo de los planetares y
explicándose algo a sí mismo, el payaso arruga la cara pintarrajeada en una mueca de dolor. Se
pone a sollozar fuertemente y suelta dos chorritos de lágrimas artificiales. Mateo se interrumpe
a mitad de la frase y mira al payaso con compasión, quien deja de llorar, sonríe con los labios
blancos, vuelve a apretarse la nariz, entrega los globos a Ef, se saca un caramelo del bolsillo y
le quita el papel de plástico. Mateo
observa todos sus movimientos sin respirar.
—¡Vamos a tomar vitaminitas! —exclama, solemne, el payaso.
Obediente, Mateo abre la boca y el payaso le pone en la lengua un caramelo negro irisado.
Después se despide y, como si quisiera dar ejemplo a Mateo, desfila animosamente hacia la
parte más alejada del vestíbulo, la que lleva a la zona. Desde allí agita la mano con alegría
y saluda a Mateo.
escucha mi pulso escucha mi pulso
—No vayas allá, colorinche —susurra Mateo, mirando pasmado al payaso—. No vayas, allí te
van a lavar los colores…
solo sé
que habrá un pariente
escucha mi pulso escucha mi pulso escucha mi pulso escucha mi pulso
Por fin se apaga la música. Cesan las conversaciones. Solo un prepáusico joven, que se ha
ataviado para la ocasión, envuelto de la cabeza a los pies en sus trapitos estoy-de-suerte,
pregona por toda la zona de la Pausa como un sordomudo, con los obscenos ojillos
brillantes:
—En el acompañamiento nunca me ha faltado de nada, todo ha ido como un reloj, y aquí, en
el festival, cuántos parientes se conciben al tiempo debido…
Su interlocutor pone ojos de susto; el joven mira a su alrededor y se calla de golpe,
avergonzado. Se hace un profundo silencio, tanto en la segunda capa como en la primera,
como si algo espeso y viscoso inundara los oídos por dentro y por fuera. Mateo chupa el
caramelo, concentrado. Ya no grita ni se retuerce, y Cerbero y Ef lo sientan en un sofá de
colorines. El viejo se sumerge en el estudio del estampado.
Ef se gira. El payaso está en la otra punta del vestíbulo en compañía de otros cuatro que
van igual de pintarrajeados que él, y lo saluda alegremente con las dos manos. Los otros lo
observan con una sonrisa extraña y juguetona; uno con un gorro de bufón, con campanillas, se
ríe abiertamente. Solo
entonces Ef se da cuenta de que tiene el regalo del payaso en las manos. Un planetar con
máscara de espejo y un manojo de globos en la mano… Desde luego, es para reírse.
Como en la antigüedad. Nadie podía reírse de la guardia del rey menos los bufones del
rey.
Las bromas divierten al Vivo; así no se aburre. Cualquier manera de divertirlo es buena,
incluso burlarse de su propia fuerza.
La cara del payaso se tuerce en una mueca de desencanto. Dos chorritos de lágrimas
artificiales riegan generosamente el vestíbulo.
—¡Queridos invitados! Les recordamos que en nuestro pabellón disponen del servicio Foto
de Recuerdo. Sus fotografías del festival se traspasarán hoy mismo a su unidad del banco
mundial de datos Renaissance junto con los souvenirs. Podrán disponer de todo ello apenas
alcancen la edad de ocho años y vuelvan a tener acceso a la unidad.
ef: de nada
payaso: siempre había querido hacerme amigo de un planetar
—¡Queridos invitados! Les recordamos que en nuestro pabellón tienen a su disposición el
servicio Todo Irá Bien. Si le ha quedado algún asunto por resolver (si ha olvidado dar o regalar
algo a alguien, si no le ha dado tiempo de llevar a su mascota al Asilo Disponible de su región,
si en este momento desea escribir algo para guardarlo en la unidad del banco, o cualquier otra
cosa), no se preocupe. Nuestros administradores aceptarán sus peticiones, tendrán en cuenta sus
deseos y terminaran sus asuntos por usted. ¡Y todo irá bien!
—Quiero transmitir un mensaje —dice Mateo.
payaso: oye, perdona que la haya cagado con vuestro forzado, no he pillado en el momento qué pasaba con él…
¿vas a quejarte de mí?
ef: no si me ayudas
payaso: por supuesto, ¿qué quieres?
—Les darán un juego de toallas y albornoces al entrar en las duchas, que se encuentran en la
zona de la Pausa. Les agradecemos de corazón la ayuda que prestan a la naturaleza.
¡Inmortalidad!
A mí también me gusta estar detrás de un espejo. No solo la cara, sino toda yo. Intento pensar
que estoy a salvo dentro de la cabina. Que soy un caracol dentro de su concha. Que soy la
mascota de alguien y que mi amo me defiende.
No soporto cuando me meten un alfiler por debajo de la concha para que asome la cabeza.
No tenía ninguna duda de que iría a verme en la primera capa. Ef no es de los que no
cumplen sus amenazas. Han traído a un forzado. Los dos llevan las máscaras y el mismo
uniforme, pero, no sé por qué, sé al instante quién de los dos es Ef. Como si los globos fueran
su signo distintivo.
Ef me mira fijo, directamente a los ojos, como si me viera a través de espejo de la cabina. Es
imposible, me digo, pero la sensación de invulnerabilidad desaparece de todos modos. Como si
por debajo de la concha del caracol me hubieran inyectado ácido cítr ico.
El cliente prepáusico sigue insistiendo en lo suyo. Veo en su perfil que mañana cumple
sesenta años. Ha venido solo, pero ha esperado hasta el último momento. Tiempo atrás sentía
compasión hacia este tipo de gente, los desdichados, los que murmuran desesperados intentando
descargar su miedo ante los cinco segundos de oscuridad mediante solicitudes y encargos
ridículos. Ahora ya no siento nada, aparte de irritación. Con mucho esfuerzo me obligo a no
mirar a Ef y concentrarme en las palabras del cliente.
—Es decir, la idea se me acaba de ocurrir, pero siempre he sido una persona así como muy
creativa… He esbozado así como cuatro pensamientos básicos, aquí, en el papel… Y usted
manda mi proyecto a la Asociación de Guionistas… Hoy mismo, para que todo empiece a
moverse justo en el momento en que… Y podré unirme al grupo de creadores…
Bajo la rúbrica «Profesión» figuraba «Soldador eléctrico». Y sé que en la siguiente
reproducción seguirá siendo soldador eléctrico en el mejor de los casos. Este tipo de personas
nunca ingresan en la Asociación de Guionistas después de la pausa, por mucho que se hable de
la libertad del curso del invector. Este tipo de personas no hacen vertiginosos saltos mortales.
Nadie los hace. Todos se mantienen en el mismo nivel, o caen. Como caí yo. Después de todo
lo que llegué a ser antes de la pausa, me convertí en administradora de Todo Irá Bien.
—Todo irá bien —le digo al prepáusico desde mi concha—. Le garantizamos que su
proyecto se le entregará al destinatario.
Por fin, Ef aparta la mirada de mí, se inclina sobre el forzado que han traído y le dice algo al
oído. Este asiente con una sacudida, como si fuera un muñeco de trapo. Esa sumisión no puede
ser otra cosa que fruto del efecto de las trankvitaminas.
—Lo más importante es que llegue al destinatario… Porque la idea, digamos, será un éxito
seguro… Será de interés general…
El forzado se levanta poco a poco. Ef lo sostiene de un brazo.
—Y si es de interés general, entonces también será de interés para el Vivo… Voy a explicarle,
señorita, en dos palabras, en qué consiste…
Se acercan, Ef y su viejo forzado.
—El nombre del trabajo es «Eterno Nadie», pero si la Asociación de Guionistas encuentra
otro, no pondré ninguna objeción. Lo he llamado así porque concebí la idea en el marco del
proyecto de El asesino eterno… El tal Cero, bueno, más exactamente, Nadie, no es una parte del
Vivo, no tiene clave, y así como intenta destruir la armonía del Vivo…
Ef y su forzado se ponen detrás de mi cliente. Esperan su turno, aunque hay otras cabinas
libres. El forzado se balancea con suavidad; tiene el rostro tranquilo y los ojos cerrados. Ef lo
coge de la mano.
Como si fueran novios.
—En el SPO se enteran y lo eliminan… De momento, todo eso se basa así como en
acontecimientos reales… Bueno, Cero, ya sabe… Pero después empiezan los elementos
fantásticos… Así como queda claro que a este Nadie no se lo puede matar tan fácilmente, y en
realidad sobrevive y tiene otros planes… Nadie se esconde en…
—Qué interesante —digo—. No tengo ninguna duda de que su proyecto irá la mar de bien.
—¿En serio?
El rostro del soldador se ilumina con una sonrisa tan feliz que activo la cámara interna para
que le haga un retrato. Para la caseta de propaganda. «Nuestros clientes están satisfechos
porque todo irá bien».
—Sin duda —le digo—. Su proyecto se le entregará a la Asociación de Guionistas hoy
mismo.
—Así pues, usted cree que todo irá…
—Nosotros solo nos responsabilizamos de que los envíos lleguen puntuales.
Desconecto la cámara de fotos.
La sonrisa se escurre de su cara, pero eso ya no se exhibirá en la caseta de propaganda.
—¿Quiere solicitar algo más, o esto es todo?
—Esto es todo.
Me mira con ojos de enfermo. Antes me daba pena la gente como él…
—Muy bien, muchas gracias por utilizar nuestro servicio. Todo irá bien. Hasta la próxima.
Inmortalidad.
—Inmortalidad.
Ahora ya no me dan pena. Buscan a la desesperada algún sitio adonde aferrarse. Para no
caer en la oscuridad ni siquiera cinco segundos. Para estar en un sitio donde todo vaya siempre
bien.
—Y la toalla…
—La toalla y el albornoz se los darán a la entrada de las duchas, que se encuentran ya en la
zona de la Pausa. Si quiere, dispone del bono suplementario Todo Irá Bien con el que puede
elegir ahora mismo el color del albornoz y la toalla.
—¡Cómo no! ¡Claro que quiero escogerlo ahora! —Se echó a temblar de alivio—. ¿Qué
colores hay?
Los buenos administradores llaman a esto el «objetivo albornoz». Con los clientes
desasosegados, esto funciona en el noventa y cinco por ciento de los casos. Es sorprendente
cómo los cobardes como mi soldador se aferran a la oferta de escoger un color… Sí, claro, es la
ilusión de controlar la situación; no saben qué los espera en la zona de la Pausa, pero saben que
llevarán un albornoz de rayas. Me imagino cómo funciona, comprendo cuál es el mecanismo
psicológico, pero no deja de sorprenderme. Un buen día, el abanico de tus posibilidades se
reduce a la posibilidad de escoger el color de una tela. ¿No es humillante?
—Le ofrecemos unos albornoces de un solo tono, en colores del Socio, en libre, no
disponible e invisible, y además, hay otros en azul y en negro con rayas naranja, y también
tenemos los albornoces de cuadros de la gama estoy-de-suerte.
—¡Un estoy-de-suerte! —elige. Todos escogen el mismo.
—¡Inmortalidad! —El soldador se marcha casi contento.
Ef se acerca a la cabina con su forzado.
—Bienvenido al servicio del festival Todo Irá Bien —gorjeo yo.
—Permítame informarle, por favor —digo en voz alta—. Todos nuestros servicios se solicitan
exclusivamente en la primera capa mediante grabaciones de vídeo y audio. ¿En qué puedo ayudarlo?
ef: información
Este es mi amigo Mateo —dice en voz alta—. Le gustaría aprovechar este servicio.
Ef me dice la clave del forzado Mateo. Lo sacude ligeramente, como si fuera un recipiente
con un animalito dormido, y este abre los ojos. Las pupilas, enormes, le ocupan todo el iris;
son dos madrigueras redondas que llevan a la oscuridad del cerebro. Trankvitaminas. En una
dosis doble, tal vez triple. Este hombre es incapaz de aprovechar ningún servicio de la zona de la
Pausa, salvo la pausa propiamente dicha.
Todo irá bien —digo a los dos agujeros negros y vacíos—. ¿En qué puedo ayudarlo?
No espero respuesta, pero Mateo se activa como por milagro.
—Quiero dejar un mensaje.
Muy bien. ¿Una fotografía? ¿Documentos? ¿Algún objeto?
—Un mensaje.
—Si tan solo es un mensaje, puede darlo usted mismo a través del Socio. Ahora mismo.
No me ven, pero por si acaso sonrío con mi sonrisa más radiante, mientras abro su perfil
personal en la tercera capa.
El forzado entorna los ojos vacíos sin decir nada. Es un tipo extraño, demasiado extraño
incluso bajo los efectos de las trankvitaminas. Y su perfil se abre demasiado despacio…
—¿Por qué?
—Mateo no sabe escribir.
cleo: pero ¿esto qué es? ¿qué es esta provocación? todo está registrado, eres tú quien se pone en un
compromiso, no yo.
—Lo siento mucho, pero es inadmisible —digo en la primera capa—. El programa del
festival no contempla el paso de los acompañantes a la zona de la Pausa. ¿Es usted su
acompañante? —Sí…
—No se preocupe, todo estará en orden para su tutelado. Ya he llamado a una camilla
milagrosa.
Tumba a Mateo en la camilla boca arriba. Observa como se cierran las correas milagrosas
con un chasquido, una tras otra. Mateo abre los ojos. Ya no tiene las pupilas tan grandes, y se le
ve el color de los ojos. Son azules. De un azul turbio, como los de un pariente recién nacido.
Todo irá bien —le digo—. La camilla está equipada con los últimos sistemas de
navegación. Lo llevará deprisa y fácilmente a la ducha.
ef: ¡pero míralo! ¿para qué lo llevas a la ducha? no se aguanta de pie. No podrá ni
desnudarse. cleo: eso no es problema
FEST-INFO: La pausa de la tarde ha transcurrido con éxito. Todos los empleados de la zona de la Pausa
están libres por hoy.
La arena brillante cruje bajo mis pies. A diferencia de mucha gente, a mí me gustan las
rutas recreativas: caminar por la primera capa me ayuda a mantenerme en forma. Por lo
menos, no peso ochenta kilos como la mayoría de mujeres que van al festival a menear sus
carnes fofas…
Me sigue desde que hemos salido del recinto del festival. La plaza de la Proporción Aurea
está desierta; solo estamos nosotros y este estúpido puño. No me gusta el arte de
hormigón.
—Para ver hasta qué punto tu respuesta es sincera —responde en voz alta con el
charlatán desconectado. Sin ningún dispositivo de por medio, su voz suena
indecorosamente viva.
Ef guarda silencio. Por su cara no puedo entender nada. Desde luego, me da envidia su
máscara.
cleo: ¿…?
¡Hola, Cleo!
Tiene un nuevo mensaje de un amigo
¿desea abrir el mensaje ahora?
si no
De: ef
Para :
cleo
Asunto: sin asunto
Texto: sin texto
Archivos adjuntos: Cleo.doc; Escarabajo.doc
ef: lo siento
Ef
es posible que sus instintos le avisen de que se encuentra bajo amenaza: se ha registrado un amplio reflejo
pilomotor y un aumento de la adrenalina.
¿Reflejo pilomotor? La Wikipedia, obediente, burbujea decidida: Un reflejo primitivo que
tiene como resultado un erizamiento del vello. En la reacción ante el peligro, el vello erizado hace que los
animales parezcan más grandes y les da una apariencia más espantosa… Se enciende la ilustración:
un animal que parece un globo enfadado de pelo…
Todo ese ruido. Todas esas llamaradas, burbujas, voces, ventanas y unidades. Una fiesta continua
en mi cabeza. Una turba de desconocidos bienintencionados que preguntan y responden,
hablan y enseñan cosas, destrozan y mendigan, invitan a pasear, importunan a los amigos, miran
mis sueños y mis inquietudes, no se separan de mí ni un instante… Lap, ¡cómo me agotan! Y
este tipo que tengo sentado aquí enfrente no puede vivir sin todo eso… ¿Amenaza? ¿Cómo
puede amenazarme este inválido castrado, aunque se le aclare el cerebro de golpe? Así
que no: mi reflejo pilomotor no es producto del miedo. Anda, dime, automédico, ¿puede
producirse un reflejo pilomotor por vergüenza?
¿Por arrepentimiento? ¿Por el sentimiento de culpa y la aversión hacia sí mismo?
Bien, entonces tienes ante ti un caso raro. Un caso extremamente raro. Incluso me atrevería a decir
que único.
Ef tiene la cabeza inclinada de forma extraña y mira de reojo, como si quisiera abalanzarse
sobre mí y cornearme.
—Estoy herido —constata con incomprensible alegría.
De repente entiendo qué significa esa mirada atenta: no está mirándome a mí, sino su reflejo
en mi máscara de espejo. El cardenal, el ojo hinchado y la venda en la cabeza…
Se toca la herida por encima de la venda, se la aprieta con dos dedos varias veces de forma
un poco bruta, y cada vez gime asombrado, como si no entendiera por qué le duele.
—Estoy herido justo en el puerto del Socio. ¿Me lo has hecho tú?
Lo miro a su ojo lacrimoso e imposible, lo miro largamente, intentando entender por qué ha
vuelto a resonar ese extraño regocijo en su voz, pero su ojo no expresa nada, salvo la
impaciencia de quien espera una respuesta. Así que respondo.
—Sí, Ef. He sido yo.
Y ahora, ¿qué? Me preguntará por qué, me jurará que me meterá en la lista negra, se
pondrá hecho una furia, intentará atacarme, me exigirá que lo conecte, querrá un médico y
explicaciones. Y yo le diré que la culpa es toda mía, le diré que lo siento, que lo siento mucho,
pero que no tenía elección, le pediré perdón y después haré lo que me pida. Rematarlo. Un
golpe más en la cabeza. O tal vez dos o tres. No puedo tenerlo aquí eternamente.
Pero no dice nada de eso.
—Eres un tipo duro. ¡Eres el amo! —Y añade, tras una pausa—: Es un juego nuevo. ¡Es
el derrumbamiento de la torre! Bandidos de la primera capa, ¿verdad? ¿Se llama así? ¡Un
sinmuerte real! —Se interrumpe de nuevo—. Hay que felicitar ahora mismo a la Asociación de
Gamewriters.
¡Estupendo, chicos! Me ha costado entender que estoy en la quinta capa… ¡Una ilusión
perfecta de la primera! Lo visual…, el dolor… Cerbero, ¿te das cuenta? La simulación sensorial
es más fuerte que en luxuria, ¿eh? Y sobre todo, la llave del puerto del Socio destrozada… —
Vuelve a apretarse la herida con los dedos y hace una mueca de dolor y asombro—. Podé,
¡estaba segurísimo de que de
veras me había desconectado del Socio! Lo he sabido solo cuando he visto mi reflejo… —Se
ríe y le entra un ataque de tos—. Cuando he visto el reflejo de mi cara destrozada, sin máscara.
No es demasiado verosímil, ¿eh? Pero entonces lo he entendido: ajá, si el puerto del Socio se
corta, ¿por qué el cerebrón no se duplica? Y la nieve… Era una señal muy peculiar… de
alarma… Me he perdido…
¿De qué estaba hablando?
Mira a su alrededor, confuso. Se relame los labios secos. Sus ojos desencajados de molusco
me miran confiados, a la espera de una pista.
¿Quién soy yo para quitarle su último consuelo? ¿Para decirle a una termita que está aislada
en un recipiente? La termita quiere creer que, como antes, sigue construyendo en el termitero.
De modo que le respondo:
—Has dicho que te gusta este juego. Bandidos de la primera capa. Es muy verosímil.
—¡Eso! —Recupera la alegría—. El juego. En fin, que me rindo. Uno a cero a favor tuyo. No
encuentro la salida de ninguna manera… Está muy bien hecho… Venga, remátame. Porque de
aquí no hay otra manera de salir.
—Tienes razón —digo—. No hay otra manera.
Está muy bien hecho.
Cero
La primera vez fue Zorro. Medio año antes de la quema. Estábamos en la Terraza Disponible;
se me acercó y se quedó mirándome mucho rato con sus ojos húmedos de color de patata
podrida. Como no entendía qué me estaba diciendo en la segunda capa, lo mandé a paseo:
—No te mates. Soy totalmente asocial.
Le di la espalda y caminé a lo largo de la hilera de mascotas, pero Zorro me siguió. Cambié
de dirección unas cuantas veces, pero él seguía rondándome como una mosca alrededor del
cubo de la basura, de modo que me volví hacia él.
—¿Qué pasa, Zorro? —le pregunté.
Su mirada era tan inexpresiva y vacía, incluso para ser él, que tuve que cogerlo del hombro y
sacudirlo.
—¡Eh, Zorro! ¿Qué te pasa? ¡Habla en voz alta!
—Hola. Soy. Yo.
Hablaba muy despacio, con evidente esfuerzo.
—Ya sé que eres tú. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—No. Yo. No. Zorro.
—Un momento, voy a llamar al tutor.
—No. No. No. No.
—Eh, tranquilo…
De todas formas, si algo parecía era completamente tranquilo. Demasiado tranquilo.
—No digas nada. Síguelo.
—¿A quién?
—A Zorro —dijo Zorro.
—¿Por qué hablas de ti en tercera persona?
—De mí —susurró de manera apenas audible y se dirigió a la salida de la Terraza
Disponible.
Sus movimientos eran lentos y extraños, líquidos, como si caminara sobre el agua. Todo era
tan raro que lo seguí. Sin decir nada.
Flotamos con lentitud por el pasillo, bajamos al patio, lo atravesamos y entramos en el
Corpus Especial. Nos registraron al entrar; el guarda extrajo un lápiz roído de entre la ropa de
Zorro y lo agitó en sus narices.
—Un objeto para escribir. ¿Para qué lo llevas?
—Para qué.
Zorro posó los ojos de patata podrida en el objeto para escribir, y se quedó como colgado.
Se quedó un rato inmóvil con la boca entreabierta y sin pestañear, completamente sumido en
la contemplación. Parecía estar estudiando las huellas de los dientes en la madera, como si
quisiera captar la esencia intrínseca del lápiz, su destino y su sentido.
—¿Qué le pasa a este? ¿Es monocapa? —El guarda señaló con la cabeza a Zorro—. ¿Es
retrasado, como tú?
—Tiene dotes alternativas —respondí—. Como yo. Le gusta mucho dibujar.
—No se puede entrar en el Corpus Especial con objetos para escribir. Esto… —El guarda
sacudió el lápiz en el aire; las pupilas de Zorro volaban como locas de un lado a otro—. Esto es
una infracción.
¿A quién venís a ver?
—Vamos al menos dos —le comunicó Zorro con una viveza inesperada—. Venimos a ver a
Cracker porque seguro que se aburre mucho nuestro amigo ahí solito déjenos pasar por favor.
—Vuestro amigo Cracker hace ya tiempo que está como un vegetal. No se aburre, no. Y tú
eres un infractor de las normas. Tienes un objeto para escribir. Pero hoy estoy de buen humor.
Os dejaré pasar si… —El guarda empujó a Zorro con un dedo—. Si cantas para mí. Y te grabo.
Y luego lo cuelgo en el FrikTube. Es que me ha bajado el número de visitas… Venga, canta.
—¿Qué canto?
—Algo de Pasiones de festival.
—Tenemos bloqueado Pasiones de festival —repuso Zorro tras meditar un momento.
—Ah, vaya. Pues algo de El asesino eterno.
—«¿Quién custodia siempre tu sueño sereno y apacibleee? —entonó Zorro—. ¡Los plaaanetaaares!
¿Quién tiene siempre presente que la ley es la ley? ¡Los plaaanetaaares! ¿Quién, más que nadie,
está siempre listo para acudir en tu ayuda? ¡Los plaaanetaaares! ¿Quién ve siete capas? ¿Quién
está siempre listo para salvaguardar la estabilidad y la armonía?».
En «armonía», Zorro chilló y soltó un gallo. El guarda aplaudió, satisfecho.
—Bravo, cantas muy bien. Dime: ¿quién eres y cuántos años tienes? Los espectadores del
FrikTube querrán saberlo.
—Soy Zorro. Tengo veintiocho años. Vivo en un reformatorio. Antes era un delincuente, pero
ahora tengo un CAP muy bajo, y dentro de muy poco estaré totalmente corregido.
—Y dime: ¿cuántas capas puedes controlar al mismo tiempo?
—Una —reconoció—. A veces, una y media.
—¡Excelente! —El guarda sonrió—. Podéis pasar. Te devolveré el objeto de escribir cuando
salgáis.
Despacio, como si temiera tropezar, Zorro caminó hacia el ascensor.
Cracker estaba tumbado, inmóvil, con los ojos cerrados, como de costumbre. Llevaba ya mucho
tiempo tumbado así. Tres veces al día, una enfermera lo alimentaba y le cambiaba los pañales.
Dos veces al día lo giraba y lo dejaba tumbado del otro lado. Una vez al día, antes de dormir, le
lavaba la cara y el periné con toallitas húmedas. Una vez a la semana lo bañaba.
El resto del tiempo lo pasaba tumbado.
Dieciséis años atrás, cuando Cracker dejó de moverse y el diagnóstico de «estupor apático»
pasó a
«coma de primer grado», se planteó que le practicaran una pausa artificial. Después de varias
reuniones, la administración del reformatorio decidió someterlo a pausa tan pronto como le
desaparecieran los reflejos primarios y perdiera la capacidad de respirar e ingerir alimentos de
forma natural. Hasta aquel momento lo atenderían, siempre y cuando no sobrecargara al personal
más que un bebé cualquiera del reformatorio. Alimento líquido, pañales y toallitas húmedas.
Nada más. Ni exploraciones, ni medicamentos, ni sistemas de supervivencia artificial.
Ninguna acción
No pensaron que viviría tanto tiempo. Le daban entre uno y seis meses. Antes de medio
año, decían, el interno Cracker se olvidaría de ingerir y respirar. Antes de medio año, el interno
Cracker interrumpiría temporalmente su existencia.
Sin embargo, pasó un año y seguía existiendo. Tranquilo, sin molestar, como un insecto en
su crisálida.
Cracker tenía trece años cuando lo incluyeron en la lista negra y lo llevaron al Corpus
Especial. Tenía dieciséis cuando levantó la cabeza por última vez y me miró a través del cristal;
después se quedó en letargo definitivo, y yo dejé de visitarlo. Tenía treinta y dos años cuando
Zorro cantó aquella canción de los planetares y me llevó a la planta menos dos después de tanto
tiempo.
El primer año que pasó en la celda bajo aquella luz correctiva, Cracker se marchitó, se
acetrinó y se encorvó como un animalito inanimado prendido con alfileres a un cartón y con un
cristal encima. La vejez hincó los dientes en su cuerpo todavía de niño como un hongo
venenoso, impidiendo que su organismo cumpliera su ciclo natural de desarrollo: juventud,
madurez… Cuando fui a visitarlo por última vez, a sus dieciséis años, tenía un aspecto que era
viejo y joven a la vez. Me recordó una de esas ilustraciones cambiantes que nos enseñaban los
psicólogos («Mira: parece una dama con un sombrero con una pluma…, pero ¡chas!, ¡es una
vieja de nariz larga!»).
Recuerdo que la enfermera empezó a llamarlo crisálida. Yo también empecé a llamarlo así.
Para mis adentros.
Era una crisálida anómala y enferma de la que nunca saldría un ser alado.
Cuando Zorro y yo llegamos, Cracker estaba tumbado inmóvil con los ojos cerrados. Estaba
igual que la última vez que lo vi.
Una crisálida durmiente.
Zorro se acercó a la celda y apoyó la cara en el cristal. Se quedó en aquella postura medio
minuto, luego se volvió hacia mí, se puso firme y abrió la boca como si fuera a cantar otra vez.
Hacía dieciséis años que no bajaba a la planta menos dos. En aquel lapso, el Hijo del
Carnicero había llegado a la pausa y se había reencarnado, había aprendido a arrastrarse y hasta
a ponerse de pie sosteniéndose con las manos apretadas contra el cristal. Al vernos, ejecutó su
número y se quedó derecho, medio vacilando, con sus elegantes pantaloncitos estoy-de-suerte,
succionando un sucio chupete amarillo y trasladando la mirada atenta de Zorro a mí y
viceversa. Me apreté la nariz con un dedo hacia arriba, como antes, pero ni siquiera sonrió.
Después de la pausa debió de olvidarse de que el cerdito le hacía gracia. O tal vez ni siquiera
supiera sonreír; más bien, nadie le habría enseñado.
¿Para qué? La sonrisa del de la lista negra era algo espantoso… Me solté la nariz y extendí los
labios en la mueca más bondadosa que supe hacer. El crío se apartó del cristal, se cayó al suelo,
y la cara se le torció en un llanto mudo.
Me arrepentí de haber ido.
—Eh, Zorro. ¿Por qué me has traído aquí?
—No soy Zorro ya te lo he dicho —recitó Zorro con voz monótona. Sus pupilas se dilataron
en el iris, como una mancha de podredumbre en la piel de una patata—. Me aburría y te he
llamado. Hace mucho que no venías a verme. Inmortalidad. Amigo.
—Inmortali… —empecé, pero se me atragantó la palabra.
Algo, no sé si ganas de vomitar o de llorar, me impidió hablar. Se me hizo un nudo en la
garganta.
Algo muy, muy pesado, no sé si alegría o cansancio, me invadió. Sentí un deseo irresistible de
sentarme, y me senté en el suelo, apoyado en la pared transparente. Allí mismo, al otro lado,
estaba mi amigo, a quien hacía tanto que no iba a ver, hecho un ovillo, inmóvil.
—¿Eres tú…? —susurré medio ahogándome al cristal insonorizado—. ¿Cracker?
—Pues claro que soy yo. Quién si no —respondió Zorro, tajante—. Quién sino Cracker
revienta cualquier contraseña. A Cracker no se le resiste ningún cortafuegos. Me alegro de
verte. Amigo. Aunque tengas esta pinta tan idiota. Ja, ja. —Zorro se relamió los labios secos y
siguió hablando, articulando distintamente—: Ji. Jo. Jo. Vaya risa más tonta. Qué pena, aún no
lo he conseguido. Que este idiota se ría con naturalidad.
—Pero ¿cómo…? ¿Y Zorro? ¿Qué has hecho con él?
—Nada de particular. He franqueado su unidad. Su cortafuegos era muy débil.
—Pero tú… Es decir, él… Él eres tú…
—Ji. Ja. No seas ridículo —dijo Zorro con indiferencia—. Él es él. Yo estoy dentro de él,
nada más. He escarbado un poquito. Ele desconectado lo que no me hacía falta. He instalado el
régimen «en voz alta». He elaborado algoritmos elementales. Direcciones. Puntos intermedios.
Objetivo final. Temporalmente. Lo liberaré dentro de poco. Lo borraré todo. No se acordará de
nada.
«Es imposible —pensé—. Imposible. Imposible. Imposible».
—Es posible —respondió Cracker por los labios de Zorro, como si me hubiera leído el
pensamiento—. No es gran cosa. No te puedes ni imaginar. Qué cosas he aprendido.
—¿Puedes oír lo que pienso?
—Claro que no, pero no es difícil adivinarlo. Tu expresión es muy elocuente. Jo. Je. Ji. Pero
bueno, ríete normal, Zorrito, al menos una vez, por tu madre.
Zorro hipó. Tenía una expresión cansada y vacía. Como si quisiera recordar un sueño y no
pudiera.
Miré a Cracker. A la crisálida marchita e inmóvil.
—Abre los ojos —le pedí—. Mírame.
—Te estoy mirando —respondió Zorro con docilidad.
—Así, no. Tú.
—No.
—¿No puedes?
—Es un esfuerzo superfluo. Gasta demasiada energía. Y memoria. Perdería el control sobre
él. Es mejor que no sobrecargue el cerebro con órdenes absurdas.
Me quedé chafado.
—¡Por favor!
—No. Es una tontería. Tenemos poco tiempo. Enseguida encenderán las cámaras de
vigilancia.
—¿Hay cámaras aquí? ¿En nuestro lugar secreto?
—En todas partes hay cámaras. Pero he desconectado estas durante un rato.
—¿Tú? ¿Las has desconectado tú? —Volví los ojos de Zorro al inmóvil Cracker y luego otra
vez a Zorro—. ¿Tú?
—No es gran cosa —repitió Zorro— comparado con lo que soy capaz de hacer ahora.
De manera inesperada, el Hijo del Carnicero (de quien me había olvidado por completo) se
cayó de espaldas y se puso a patalear como un desesperado.
Esos monstruos le conectaron directamente el capítulo cuatrocientos. Sin lo de antes no se
entiende nada.
—¿Y con lo de antes entiende algo?
—Sí. Lo entenderá todo. Le enseñaré. Verá muchas capas.
—Enséñale a sonreír —le pedí.
—No. Es mala señal.
—¿Crees en las señales?
—No, yo no. Pero ellos sí. Y no quiero. Que lo vean como una amenaza.
Zorro guardó silencio largo rato. La cara se le quedó inmóvil y descolorida como un sol
milagroso caducado. Cracker seguía tumbado sin moverse. Durante una fracción de segundo me
pareció que la comisura de sus labios se alargaba de manera casi imperceptible en una promesa de
sonrisa, pero bien fue un espejismo, bien Cracker no cumplió su promesa. En cualquier caso,
no fue más que un espejismo.
El Hijo del Carnicero, con la boca abierta y la baba cayendo, me miraba con los ojos como
platos. Luego me saludó con la mano, pero no a mí, sino como si tuviera a alguien sentado
en mi regazo. Quise devolverle el saludo, pero entonces pensé: tal vez ni siquiera me veía.
Estaba en la segunda capa. Con los Muñecos de trapo y el Vivo. Viendo el primer capítulo.
Me acordé de aquel capítulo. Nos lo pusieron en el grupo de desarrollo natural. Se llamaba
«El encuentro».
¿Quién vive en nuestra casa?
Hola, soy Utiash.
Hola, soy Martish.
¿Y tú quién eres, chiquitín?
El Hijo del Carnicero se señala a sí mismo con el dedo y saluda otra vez.
¡Quien viva en nuestra casa
que se ponga en el corro!
El Hijo del Carnicero alarga las manos hacia sus nuevos e invisibles amigos y empieza
a dar vueltas sobre sí. Supe qué significaba. Debería formar parte de la esfera. Parte del Vivo.
Pero algo fallaba. Pasaba algo. Algo malo: el Hijo del Carnicero giró repentinamente a la
derecha, se cayó como si lo hubieran empujado, se cubrió los ojos con las manos, intentó
apartarse de algo que yo no podía ver, y abrió la boca, llorando.
—Lo he reestructurado un poco —se oyó de manera inopinada la voz de Zorro.
El Hijo del Carnicero gateó hasta la pared más lejana de la celda, se tumbó en el suelo y
encogió una pierna hasta que la rodilla le tocó el mentón. Un fuerte temblor la sacudía.
—He cambiado el aspecto del Vivito. Ahora es un monstruo.
—¡Eso es muy cruel! —Me acerqué a la celda del Hijo, que me miró con los ojos
húmedos y lastimeros—. ¡Es cruel, Cracker! Mira qué asustado está. ¿Por qué lo haces
sufrir así?
—Así tendrá miedo del Monstruo. No querrá ser una parte del Monstruo. Desde pequeño. Estará en
tu bando.
—Pero yo no tengo bando…
—Claro que sí. El Monstruo está en un bando. Tú, en el otro. Solo. Fuera de él. En el futuro.
Necesitarás amigos.
Mi futuro «amigo», hecho un ovillo en el suelo, intentaba dormir entre convulsiones
rítmicas. Antes de la pausa anterior se mecía exactamente de aquella manera. Qué luz. Qué
difícil debía ser conciliar el sueño bajo aquella luz correctiva, estéril y blanca. Por eso era tan
fácil perder el juicio. Me volví. De nuevo me invadió el cansancio, pero no aquel que me
aplastaba contra el suelo y me impedía respirar, sino otro, el que empapa todo tu cuerpo como
una bata invisible, lo intoxica y lo libra del dolor. El que te sumerge en la indiferencia.
—Estás loco —le dije, evitando mirar a Cracker ni a su «rehén»—. Aquí, en el reformatorio,
¿qué futuro puede haber? ¿Qué amigos? Si el Hijo y tú estáis aquí encerrados en un matraz
impenetrable…
—Maraz imenerable… —balbuceó Zorro.
Zorro tenía mala cara. Estaba pálido y sudoroso como una patata lavada. Seguía en posición
de firmes, y le temblaban las piernas.
—Oye, Zorro, ¿por qué no te sientas un momento? ¿O te tumbas?
—No so… Zor… Llev… tumbad… mu… tiem…
—¡Déjalo descansar, Cracker! No se encuentra bien. ¡Suéltalo de una vez!
—Enseguida —dijo Zorro, pronunciando las sílabas por separado y con esfuerzo—. Ayúdalo a
sentarse…
Senté a Zorro en el suelo y le apoyé la espalda en la pared de la celda de Cracker. Se tapó
los ojos y estuvo un rato callado.
—Tienes razón —dijo por fin, en voz baja, pero con bastante claridad—. No hay futuro aquí
dentro. Por eso te he hecho venir. Tienes que salir de aquí.
—¡Estás desvariando!
—No tenemos tiempo. No me interrumpas y escúchame. —Zorro iba escupiendo breves
frases de manera entrecortada—. Vas a salir. No ahora. Más tarde. Te ayudaré. Mientras,
información. Importante saber. Antes que nada. Los charlatanes. Son más complejos. De lo que
parece.
Con la lengua indócil de Zorro, con sus rígidas cuerdas vocales, con sus labios secos,
Cracker me habló de los charlatanes.
Me contó que los charlatanes que cuelgan del cinturón de los planetares no solo son aparatos
para grabar y gestionar las conversaciones.
Me contó que los charlatanes encerraban un secreto extraordinario. En su interior había un
cerebrón diminuto. No invasivo, como los de antes. El último modelo que se usó hasta el
Nacimiento. Me contó que el pequeño cerebrón duplicaba toda la información en el Socio del
planetar; en otras palabras, era una réplica de su unidad. Si en una situación de fuerza mayor se
desconectaba el Socio
del planetar, el cerebrón seguía activado.
Me contó que por lo general, cuando al planetar le sobrevenía la pausa, el Socio se le
desconectaba. En aquellas ocasiones, el cerebrón externo resultaba de gran utilidad: el Servicio
Planetario descargaba toda la información de la unidad del charlatán del planetar que había
dejado de existir temporalmente.
Me contó que en teoría, solo en teoría, era posible que se diera otra situación de fuerza
mayor. Por ejemplo, el planetar estaba vivo, pero su puerto del Socio estaba dañado. Supongamos
que está herido.
Que tenga un traumatismo craneal. Es poco probable, pero podría darse. El planetar saca el
cerebrón del charlatán y, para seguir conectado al Socio, se conecta a él. A través de un
puerto externo… Dentro de Zorro, algo empezó a borbotear.
—… rlatán… erto… xtern… Zor… te dibuja un esq… ma…
Zorro sacó la lengua, cubierta de una capa gris, y vomitó en el suelo impecable.
Cleo.doc
11.07.471
Ningún dato sospechoso.
12.07.471
Solicitud del usuario cleo n.º 108 (¡…!) de comunicarse en el Socio con el usuario oculto lot,
amparándose en el art. 470764, «Del derecho del ciudadano a una última cita en el Socio con un
prepáusico».
13.07.471
9:00
cleo invita al usuario lot a su unidad para comunicarse en el
Socio. No hay respuesta.
11:00
cleo invita al usuario lot a su unidad.
lot acepta la invitación.
Adjunto la transcripción taquigráfica de la conversación, registrada por el Perro:
cleo: buenos días.
lot: ¡hola! ¿quién
eres? cleo: soy leo.
lot: ¿debería sonarme el nombre?
cleo: sí, lot. Tú y yo trabajamos juntos en el pasado, éramos científicos, ¿no te
acuerdas? lot: no… mi médico dice que estoy enfermo, no tengo memoria, :(
cleo: :(
lot: pero lo consulto ahora mismo en el Socio, aquí… leo y lot… ¡oh, hay una fotografía! ¡qué cosa tan
magnífica es el Socio! ¿tú eres el de la barba o el otro?
cleo: sí, antes llevaba barba, el que no tiene barba eres
tú. lot: ¿y qué hacíamos? ¿en qué trabajábamos?
cleo: intentábamos investigar el pasado, superar los cinco segundos de
oscuridad. lot: ¡los cinco segundos de oscuridad! qué bonito suena.
cleo: ¿no te acuerdas de nada en absoluto del haz de radiación de Leo-Lot? ¿de la composición de la
inyección? lot: no. perdona, tengo que ir al comedor, es la hora del segundo desayuno, toca puré de fruta, mi
preferido.
16:00
lot quiere entrar en la unidad de cleo y comunicarse en el Socio.
cleo: ¡hola!
leo: me ha engañado.
cleo: ¿…?
lot: usted no es mi colega, usted no es
leo. cleo: ¿quién te ha dicho eso?
lot: mi médico, me ha contado lo que he olvidado, mi amigo leo ya no está.
cleo: ¡no, no me has entendido! yo soy leo, pero en una reproducción
futura, :) lot: leo murió.
cleo: ¿qué dices? ¡la muerte no
existe! lot: ¿en serio?
cleo: pues claro, ¿has olvidado hasta eso? ¿qué enfermedad tienes? ¿cómo se
llama? lot: el demonio durmiente de Lot, :)
cleo: ¿qué?
lot: mi médico dice que soy la única persona que tiene esta enfermedad, todas las noches, mientras duermo,
se me borra la memoria de las capas profundas, se me borra todo lo que he guardado en la memoria durante
el día. Solo quedan los reflejos primarios y los hábitos.
cleo: ¿y la memoria de la primera capa? ¿también se te
borra? lot: no.
cleo: ¡entonces tienes que acordarte de muchas cosas! parte de nuestro experimento lo hicimos en la primera capa.
lot: la memoria de la primera capa no es sólida, es demasiado vacilante, :(. Sin el sostén de las capas
profundas se bloquea en su mayor parte, intente salir del Socio y recordar los nombres o los datos de
contacto de sus mejores amigos, intente recordar qué hizo ayer, o mejor, hace un mes… es casi imposible,
sin la memoria del Socio, somos todos seniles, :), no solo yo, :)
cleo: qué raro, hablas deforma distinta, no como esta mañana.
lot: ¿cómo? ¿más sensato?,
:) cleo: bueno, algo así, :)
lot: ¡es que han pasado muchas horas desde entonces! intento ocupar la memoria todo lo activamente que
puedo a lo largo del día. Cuanta más memoria de Socio, mejor trabajará la memoria de la primera capa…
espero que por la noche sea casi un sabio, :), y mañana lo habré olvidado todo otra vez, :(. Por cierto, ¿qué
es ese animal tan curioso que tiene ahí?
cleo: es el Perro, un juego, le gustan mucho los invitados.
lot: qué mono, pero es un poco pesadito. No se lo tome a mal. No me gusta que esté todo el rato
olisqueándome, me voy.
cleo: vuelve por la noche, cuando seas sabio, :) y por favor, ¿puedes tratarme de tú? ¿no somos amigos?
lot: leo fue mi amigo, seguro, pero usted es una mujer, y además no la conozco, sería de mala educación
tutearla. cleo: ¡pero yo soy leo! ¡qué más da! ¡es un convencionalismo!
lot: dejemos esta conversación, tengo que irme, de
verdad. cleo: ¿volverás después?
lot: su perro me ha molestado un poco, si quiere, venga a mi unidad, hoy o
mañana. cleo: mañana, no creo…
lot: ¿por qué?
cleo: hombre… mañana es tu pausa, ¿no te lo han dicho?
20:00
cleo quiere entrar en la unidad de lot y comunicarse en el Socio. No hay respuesta.
21:00
cleo quiere entrar en la unidad de lot y comunicarse por el
Socio. No hay respuesta.
22:00
cleo quiere entrar en la unidad de lot y comunicarse por el
Socio. No hay respuesta.
23:00
cleo quiere entrar en la unidad de lot y comunicarse por el
Socio. lot: pase.
(Este diálogo no se conoce, pues el Perro se queda en la unidad de cleo)
El sin rostro
Me voy del zoo a pie. A través del solar en el que se ennegrecen los restos metálicos de una
rueda gigante, un tiovivo, unos columpios, un cohete inclinado, unos extraños vagoncitos…
Entretenimientos ingenuos de los antiguos. Aquí daban vueltas, hasta que los parques de
atracciones, con sus maravillas, sus metamorfosis, sus vuelos, sus batallas y sus estimuladores
sensoriales de primera clase migraron a las capas profundas.
Tres niños envueltos en harapos color invisible, demasiado pequeños para estar en un
internado, deambulan por el solar. Uno destroza perezosamente las alas ya rotas del cohete,
mientras los otros dos intentan sin éxito dar la vuelta a la rueda. Es evidente que eran de las
robochabolas; de lo contrario, no andarían por aquí. O bien no tienen acceso físico a la capa del
Socio donde centellean y vibran los parques de atracciones, o bien tienen acceso, pero carecen
del suficiente sociodinero para la entrada. Entiendo por qué vienen aquí.
Yo también vine aquí cuando era pequeño.
Para mí no había caminos que llevaran al parque de atracciones. De modo que le pedí
permiso a Hanna para montar en los columpios, y ella accedió a regañadientes. No le gustaba
venir cerca de las robochabolas, pero yo le daba pena, pues estaba privado de todo. Pensaba que
llegaría aquí y me subiría en alguno de estos cadáveres oxidados. Pero no: como estos niños,
me puse a romper cosas.
Después del solar empiezan las robochabolas, y mi camino las atraviesa. No es un lugar
peligroso (Hanna se preocupaba en balde); los robots son inofensivos. Casi no reparan en mí,
como no reparan en sí mismos. Uno va envuelto con una cantidad exagerada de harapos
invisibles, demasiados para la época del año; otros están sentados medio desnudos en la puerta
de sus viviendas destartaladas de cartón. Muchas mujeres llevan solo los biquinis de barrendera
electrónica. Unos gritos roncos llegan desde un montón de basura:
—¡Venga, mantis, venga, mantis, venga!
—¡Avispón! ¡Avispón!
—¡Así! ¡Así! ¡Así!
—¡Lap! ¡Lap!
—¡Sujétalo! ¡Sí, mantis! ¡Así, niña!
Acelero el paso, tengo náuseas. Como hace una semana, cuando rebusqué en la memoria
de Ef y tropecé con la carpeta «Violencia». Con los vídeos: una mantis contra un ciempiés, una
mantis contra un ciervo volante…
En la primera capa, los robots se interesan como mucho por las carreras de cucarachas y las
peleas de insectos. Para el resto de cosas no tienen ni memoria ni atención; los robots están
totalmente absorbidos por lo poco que son capaces de ver en la segunda. Pasan de la
mañana a la noche escarbando en su sociobasurero, limpiándolo de trozos de series, restos de
videojuegos de acción, chats absurdos, programas desinstalados… Como los alérgicos que se
rascan con furia la carne irritada, intentan una y otra vez cargar, guardar en la memoria, reinstalar y añadir
a la lista. En vano. Sus unidades son deficientes: hay demasiados errores de instalación y fallos
del sistema. Los fragmentos de los capítulos no toman la forma ordenada que marca el
argumento de la serie. Los videojuegos se cortan nada más empezar. Los chats se bloquean
a la quinta falta de ortografía.
Lo sentimos, la aplicación se cerrará. Para que no se repita este error, debe reinstalar el programa Letras alegres.
Pero los robots son incapaces de cargar el programa Letras alegres, como tampoco el
Cifras alegres..
Por favor, antes de empezar a cargar, introduzca las cifras que tiene ante usted. Esto es necesario para
comprobar que no sea usted un robot.
No tienen suficiente seso para introducir esas cifras. No pueden. Por eso los llaman así.
Desde una pila de cajas y trapos sucios se arroja un tipo a mis pies. Se da golpes con la
frente en la punta de mi bota, rueda por el suelo y se queda tumbado boca arriba, mirándome
de abajo arriba con sus ojos infectados y moviendo ligeramente los dedos, como un
escarabajo panza arriba.
—¿Se encuentra bien? —pregunto de manera maquinal, pero me doy cuenta de que no debe
de haberme visto.
Lo rodeo a distancia para no volver a tropezarme con él, pero se gira boca abajo con
un movimiento vivo, se pone a cuatro patas, se me acerca y me agarra el pantalón con
fuerza.
Tiene treinta años, la cara torcida, asimétrica. Me suena, pero no sé de qué…
—Po favó, po favó, po favó —farfulla y me tira de la pernera—. ¡Señó planetá, no me mate!
—Se pone de rodillas frente a mí—. ¡Po favó!
Ese «po favó»… De golpe, lo reconozco.
—¿Marcos? ¿Eres Marcos?
Mi voz monótona transformada por el charlatán no lo asusta. Se mira en mí, tenso y
meditabundo, como si estuviera probándose el nombre, y luego asintió todo serio.
—Sí, Mavkos.
En el grupo de desarrollo tampoco sabía pronunciar su nombre. No aprendió…
Los robots nunca entran en el modo luxuria. En la mugre, delirando, en el suelo o
encima de
cartones de polietileno, sin salir de sus despojos y su batiburrillo de la segunda capa, esclavos
de sus instintos ciegos, sin ser conscientes de sus actos, se aparean y dan a luz entre
tormentos.
Si los niños tienen suerte y los programas se les instalan bien, el servicio del Socio los dirige
a los internados habituales. Pero no suelen tener suerte. No es de extrañar: en las robochabolas
viven hacinados y con mala salud, y mueren y se aparean casi constantemente; es como una
parodia execrable del festival de Ayuda a la Naturaleza. De esta forma, los robots se
reencarnan en otros robots y se quedan en las chabolas. Si los niños son capaces de dominar
la primera capa, asisten al grupo de desarrollo natural. Como aquel al que fui yo. Y Marcos.
Nuestra profesora decía que el grupo es una oportunidad para salir de las chabolas y convertirse
en un miembro cabal del Vivo. Decía que si aguantábamos la primera capa podríamos aprender
un oficio necesario y útil. Por ejemplo, trabajar en una fosa séptica, en un basurero o en el
abastecimiento, o retirando estiércol en una granja y matando animales. Marcos quería
trabajar en una granja…
Pero hay muy pocos que salen de las chabolas. Las chabolas no te sueltan. Y la primera capa
acaba siendo un pálido recuerdo.
Además, Marcos no dominaba bien la primera capa.
—¡Po favó! ¡No mate a mi madve! ¡Hoy es su cumpleaños! ¡Aún es joven! ¡No se la lleve
al festival!
Me gustaría apagar el dispositivo de grabación del charlatán, pero no: despertaría las sospechas
del SPO. En el zoo no he grabado nada durante una hora. Así que le pregunto con
severidad:
—¿Cuántos años tiene tu madre?
—No me acuerdo.
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo. —Marcos sacude la cabeza—. No me acuerdo. Ella tampoco se
acuerda.
Abro la base de los forzados del día de esta región. Hay cinco, de los cuales tres son
mujeres, pero ninguna figura como la madre biológica de Marcos.
—No es hoy —declaro—. No le toca hoy.
Marcos sonríe, deja al descubierto los dientes sucios, y se pone a sacudir la cabeza
con movimientos extraños, como si me saludara o intentara crear algo en su mermada segunda
capa. Me doy la vuelta y me marcho.
¡atención! el SPAP recomienda encarecidamente a los ciudadanos que informen de estos casos de desviación
psicológica
¿quiere informar de esta desviación al Servicio Psicológico de Ayuda a la
Población? sí no
¡atención! la región de las robochabolas se considera afectada por problemas psicológicos. La información que
pueda proporcionar usted puede ser importante para las estadísticas. ¿Quiere proporcionar esa información?
sí no
¡atención! frecuentemente, las personas con un apego desmesurado hacia el pariente pertenecen al
grupúsculo radical Hogareños. Dicho grupúsculo representa una amenaza para la serenidad y la armonía del
Vivo. Su omisión no es racional. Como funcionario del SPO, está usted obligado a enviar un aviso de alarma
al SPAP.
espere… se está completando el envío automático de la señal de
alarma… envío completado
¡gracias por su vigilancia!
Por supuesto, no tiene la culpa. Lo han obligado. Lo fuerzan a actuar así. Y sin embargo,
es una traición. El Perro está hecho para quererme, divertirme y ser fiel. No para espiarme. Qué
hipocresía tan grande. Qué vileza.
Me obligo a mirarlo; está en modo juego. Encuentra una pelota y corre con ella por la
unidad, pero solo para que la vea. Ni siquiera mira la pelota; me mira a mí. Con esos ojos
traicioneros. Me espía.
Le envío la orden «ven aquí» y se arroja a mis piernas. Se sienta y levanta contento una
oreja. Espera un incentivo. Aparece la ventanita del dueño de perro, que me da a escoger un
premio: hueso, uguetito de goma, queso o salchicha. Cierro la el menú Recompensa. Abro el
menú Castigo y escojo
«pegar al perro».
El perro gimotea y me mira sorprendido. Baja las orejas y sigue
sentado. Aparece una ventanita con una señal roja de aviso:
¡Atención, dueño! Ha escogido una forma incorrecta de tratar a su perro. El perro ha ejecutado correctamente
la orden «ven aquí» y merece un incentivo. El perro no ha cometido ninguna infracción y no merece un
castigo. Ahora debe incentivar alperro. ¿Hueso, juguetito de goma, queso o salchicha? Sugerencia: su perro
prefiere el premio
«salchicha».
Vuelvo a pegarle.
Incorrecto.
Otra vez.
Incorrecto.
Casi me da pena haberlo pegado. No es por los puntos. Claro que no. Es porque el perro no
tiene la culpa. La culpa la tiene Ef, ese cabrón enmascarado cabezacuadrada. «No está
satisfecha con su trabajo». «Carácter delictivo». Por todos los seres vivos, ¿dónde ve el delito?
Es cierto, no estoy conforme. Podríamos decirlo así. No estoy de acuerdo con que esos
monstruos como él, limitados, impersonales, carentes de imaginación, sean los que decidan
humillar y hundir en la miseria a un científico destacado por el único error importante de su
carrera. La gente como él, y no la voluntad del Vivo, es quien me roba mi destino.
Sí, soy científico. Sí, sí, sí, me dedico a la ciencia. Así ha sido siempre. Tengo en mi haber
diez descubrimientos, centenares de artículos, miles de experimentos de laboratorio. ¿Cómo
voy a ser ahora algo distinto, si mi unidad del Renaissance está abarrotada de informes, fórmulas,
ilustraciones de ratones seccionados, hipótesis dudosas y teorías brillantes, notas al margen,
consejos y sugerencias,
preguntas y respuestas, y todos aquellos «recuerda», «ten en cuenta que», «intenta entender»,
«compruébalo»? ¿Quién voy a ser, si llevo cientos de años preparándome solo para
eso? Lo sé, hace tiempo que lo sé. Algo pasó con nuestro experimento. Con los
resultados.
Fue muy extraño. Tantos meses de preparación. Dos especialistas insignes. Experimentos
exitosos con las termitas Heterotermesindicóla: ¡una inmersión consecutiva en las profundidades
de hasta veintiséis reencarnaciones! Y todo quedó en nada. Fue un fracaso. ¿Y ya está? No sé
por qué, pero no me lo creo… Está bien. Admitámoslo. Vale. El experimento falló. Pero ¿por
qué fue «perjudicial»?
¿Por qué «se prohíbe su repetición» si el resultado fue nulo? ¿No habría sido más lógico
continuar con la investigación en ese campo?
Es muy raro. Vimos algo. Algo malo. Algo tan malo que los estudios sobre el experimento
fueron eliminados por completo.
Tan malo que Lot y yo también fuimos eliminados en cierto sentido.
Tan malo que el haz de Leo-Lot fue prohibido por decreto del Consejo de los Ocho. (Eso
quiere decir que tuvimos tiempo de enviar los resultados «arriba», y allí le pareció peligroso a
alguien.).
Tan malo que, casi inmediatamente después del experimento, metieron a mi colega Lot en
una clínica de trastornos mentales y con el Socio restringido al máximo.
Tan malo que, al día siguiente del experimento, yo interrumpí mi existencia temporalmente
por culpa de un «envenenamiento», según rezaba el vago dictamen del patólogo anatómico. Ni una
palabra acerca de cuál fue la sustancia, ni en qué circunstancias. ¿Lúe un trágico accidente o un
asesinato?
Tan malo que en la siguiente reproducción «recomendaron encarecidamente» que no
continuara con actividades científicas.
Así pues, ¿qué era eso tan malo?
No hay ningún registro. Una pausa absurda, tan poco propia de mí, siempre tan meticuloso,
lógico y ordenado, y de repente me sumerjo en la Oscuridad, sin dejarme para el futuro ninguna
pista, indicio, alusión a lo que pasó… Salgo a la superficie en una completa ignorancia y, por si
fuera poco, en forma de mujer. Al menos, como mujer, puedo mandar la lógica a paseo hasta
cierto punto y confiar en la intuición. Hacer preguntas de otra manera. Cambiar el qué por el
quién.
¿Cuál de los cinco participantes en el experimento oculta en sí algo tan malo?
La respuesta es evidente. Cero. El chico sin clave. Vimos algo al iluminar su oscuridad
profunda con nuestro haz. Algo que hace que, en comparación, el peor de los crímenes del Hijo
del Carnicero fuera una chiquillada inofensiva.
Algo que no quise confiarme ni siquiera a mí mismo
(misma). Algo que quitó a Lot el juicio y la memoria.
El perro me mira con carita de pena desde su sitio. Le doy dos raciones de pienso húmedo.
No voy a matarlo de hambre. Al fin y al cabo, no tiene la culpa de llevar este escarabajo.
Seguro que no tiene ni idea ni de lo que es. Le interesa todo lo que está relacionado conmigo,
para él es normal, lo hicieron así. No sabe que me traiciona con su curiosidad…
lot: las blancas, qué bonito es el ajedrez, a pesar de todo, juego todo el día, :) empecé en el nivel de
principiante, ¡y ahora ya juego como maestro! y a ti, ¿te gusta el ajedrez?
cleo: antes de la pausa me encantaba, pero ahora no, es una pérdida de tiempo.
lot: no digas eso, desarrolla el razonamiento lógico y la memoria, precisamente lo que necesito, el último día
de mi vida…
cleo: lot, ¡tu vida no termina! lo que te espera mañana solo es una pausa, supongo que te lo han explicado,
¿verdad?
lot: sí, claro que me lo han explicado, me lo han explicado todo… a los minusválidos como yo ni siquiera nos
llevan al festival, sino que lo hacen todo aquí, en la clínica, dicen que tendré una pausa clemente.
cleo: ¡perfecto! es la mejor pausa, mientras
duermes. lot: me alegro.
cleo: ¿te acuerdas de algo del
en e7
lot: me temo que de nada realmente valioso… nada aparte de que tú…
Lot se quedó callado, distraído, abstraído por lo que pasaba en el «campo». Un tipo
achaparrado con uniforme blanco despedazó a un soldado enemigo, aún un crío, presa de un
arrebato de sadismo, con la bayoneta. De vez en cuando le clavaba la bayoneta en el vientre,
pero nunca hasta el final, y nunca en el mismo sitio, sino cerca. El soldadito se retorcía y
después de cada estocada suplicaba:
«Mátame, mátame». Tal vez Lot estuviera dudando de si había hecho el movimiento correcto, y
por eso se entretenía.
lot:… no fue miedo, fue algo más grande, ¿pena, tal vez? sí, quizá, una especie de pena fatal, tan grande
que no la supe encajar, también recuerdo que lo quise olvidar desesperadamente, olvidar, borrar, expulsar de
mí lo que vi…
Por fin remató al peón negro. En el lugar del cadáver apareció un montículo funerario con la
inscripción «g:h5» y después se abrió una ventana que ocultaba la mitad del campo:
jugador lot, el adversario le previene de un error: su movimiento permite al adversario hacerle jaque en tres
jugadas el adversario le permite rehacer su jugada
¿quiere rehacerla?
sí no
Lot rechazó.
¿se rinde?
sí no
Lot se rindió.
Los caballos muertos, los jinetes y la infantería resucitaron y, con las armas tintineando,
echaron a andar lentamente hacia su posición inicial. Las torres destruidas se reconstruyeron de
golpe. Los
agujeros de las paredes de la fortaleza se taparon.
Las figuras desaparecieron. Quedó el campo, los cerros y las caballerizas en silencio…
cleo: no tenías una mala posición en general, ¿por qué no has querido rehacer la
jugada? lot: no me gusta que él sea indulgente conmigo.
cleo: ¿quién es él? ¿con quién has jugado?
Lot me miró con despreocupación, entornando los ojos hacia un sol inexistente de hace
treinta años.
Lot empieza a moverse agitado de un lado a otro de la unidad, tropezando como un tonto
con los archivos, abriendo y reproduciendo documentos sin nombre, cargando y eliminando
actualizaciones del Socio… Tenía todo el rato los ojos entornados hacia aquel sol lejano, y decía
que estaba harto de las limosnas de Leo. De la generosidad de Leo. Del desprecio de Leo.
Le dije que se calmara.
Le dije que lo había interpretado todo mal.
Le dije que era fruto de su enfermedad, de su terrible enfermedad, que le parecía que se
acordaba, pero era un recuerdo falso, erróneo. Le dije que habíamos sido siempre amigos.
Le dije que qué desprecios ni qué limosnas, que tenía mis cartas en el Renaissance. Mis
cartas, las leí, y lo mencionaba muchas veces, y jamás con una mala palabra…
Y él respondió: Qué típico de Leo. Qué digno él. Qué noble. Ni una mala palabra.
Dijo que siempre había estado a su sombra, a la sombra del gran maestro Leo. El maestro
tenía las ideas, y él solo asentía y lo ayudaba a materializarlas.
cleo: ¡qué disparate! ¿cómo puedes decir eso? ¡¡si no te acuerdas de nada!!
lot: ya es casi medianoche, y llevo todo el día recargando mi memoria, ¡y ahora me acuerdo de muchas
cosas! de mi envidia, de la humi lación…
cleo: ¿y no sería mejor que te acordaras de la fórmula de tu
inyección? lot: ja, ja, ja.
cleo: ¿de qué te ríes?
lot: es verdad, más bien es triste, no me acuerdo de la fórmula porque nunca la supe en la primera capa,
supongo que la inventaría leo…
cleo: ¿y el resultado? lo que viste, ¿de eso sí te acuerdas?
lot: no puedo, todavía no puedo, no me llega la memoria, pero me acuerdo perfectamente del sentimiento terrible de
fatalidad…
00:00
el Socio le recuerda que hoy es el cumpleaños del usuario lot. ¡Ayúdele a celebrarlo!
¿desea regalarle al usuario lot un pastel de
cumpleaños? si no
¿desea encender 60 velas?
sí no
Cogí el primer pastel que vi, uno de chocolate con crema de fresa, y con las prisas me olvidé
de regular el brillo de las velas. Estaban al máximo e inundaron la unidad con un resplandor
venenoso.
—¿Era Cero? —le pregunté—. ¿Era en él donde estaba la fatalidad? ¡Venga, haz
memoria!
Entornó los ojos ante las velas; a su luz, su piel parecía pálida como una hueva de
hormiga.
Primero le desapareció la cara, aquella cara traviesa y jovial de ojos entornados. Se quedó
inmóvil
durante un segundo, y luego fue como si se desintegrara en forma de polvo chispeante.
Después, la figura y la ropa se convirtieron en serrín. Quedó al descubierto otro avatar, una
primitiva cara de anime, tal vez de una configuración anterior, pero también desapareció con
rapidez, y solo dejó la Sombra tras de sí.
Después, la unidad empezó a cambiar. El ajedrez se disolvió hasta convertirse en simple
suelo blanco y negro, y después desapareció por completo. Palidecieron y desaparecieron los
álbumes de fotos, los diarios, los libros, las carpetas…
Me paré un momento en la salida y miré cómo el demonio durmiente devoraba todo lo que
Lot había creado durante el día. Cómo desnudaba su unidad, y la convertía en un capullo
invisible corriente.
la unidad de lot se ha
bloqueado error ku85n789
desconexión forzada del Socio
si este error se repite…
¡atención! el dispositivo de gestión de conversaciones ha grabado la actividad verbal del sujeto que podría ser una
bruja
¿su interlocutor es una
bruja ? sí no
¿quiere comunicar la infracción?
sí no
milagro
Autocarta
Cuando aprendí a respirar de nuevo, me soltó. Se sentó en cuclillas con las cuatro piernas
dobladas por las rodillas.
cracker: por muy profundo que huyas, no te olvides de la superficie, recuerda siempre que esto, aquí dentro,
son las entrañas del Monstruo. Fuera está todo el resto, todo menos Él.
Cracker me enseñó a hablar en las profundidades, y dije:
ef: no me abandones.
cracker: entonces tienes que hacerte amigo mío, :)
Estuvo conmigo cuanto pudo. Casi diez minutos. Era escalofriante imaginar cuánta fuerza
había gastado en imponerle la ilusión de mi muerte en toda la gente del reformatorio y estar
conmigo todo el tiempo o, para ser más exactos, dentro de mí. Ayudándome, apoyándome,
dirigiendo todas mis acciones, protegiéndome como si yo fuera una termita reina descerebrada
y torpe que fuera necesario salvar de los enemigos que sitiaran el termitero.
Cuando me ajusté la máscara de espejo, que apestaba a sangre agria, cuando realmente
pegué fuego a la sección del termitero y el reflejo de las llamas golpeó como mariposas rojas
los ojos de los internos hechizados, cuando Sansón, que se tambaleaba, pálido y con la mirada
vidriosa, el conductor de la furgoneta de comestibles («mi hombre», lo llamó Cracker con tono
de ejecutivo cuando apareció) empezó a sacar a rastras al inconsciente Ef de la terraza, Cracker
dijo:
tienes que irte
Cogí el recipiente con mi termita obrera y seguí a Sansón como si lo viera a través del humo
y sin el contorno turbio de la primera capa. Los amigos de Ef me roían la cabeza; la memoria de
Ef se hinchaba en mi cerebro como un racimo maduro de archivos y carpetas. En la primera
capa me veía parcialmente: un tipo con una máscara de planetar, un funcionario del Servicio
Planetario del Orden. Al parecer fue entonces cuando le tomé el gusto al juego de pensar en mí
en tercera persona. Me gustaba llamarme Ef.
La termita se pegó a la pared del recipiente como si mirara por la ventana. Durante casi todo
el trayecto hasta el viejo parque zoológico, después de cada recodo, caminaba por la pared del
recipiente hasta el punto que se encontrara más cerca de su antigua casa. De repente perdió
interés por las curvas, como si se le hubiera estropeado la brújula invisible, se deslizó hasta el
fondo y se quedó quieta. Pensé que seguramente ya se habría consumido su castillo. Sacudí el
recipiente con el cuerpecito retorcido, que obedeció mis movimientos rodando de un lado a
otro.
mi termita ha muerto
Había salido del Socio sin despedirse siquiera. Se había escabullido sin hacer ruido, como un
ladrón.
Así que no nos despedimos. No pude darle las gracias por el milagro. No volví a verlo, ni en
la primera capa ni en el Socio. No lo veré nunca más. Mi amigo Cracker me había dejado para
siempre, pero allí, en la furgoneta que me llevaba a una nueva vida, todavía no lo sabía. Mi
amigo murió, y yo lloraba por la termita, y no por él…
Pero podría haberlo adivinado. Por la manera en que cambió el comportamiento de «su
hombre»,
el conductor de la furgoneta. Sansón intentó escapar de la sumisión. Conducía nervioso, a
trompicones, yendo de un lado al otro, acelerando y frenando a destiempo, como si alguien le
empujara las piernas y girara el volante por él. Ya en el zoo, me ayudó a descargar a Ef, que
gemía, pero a desgana, como si dudara de si debía ayudarme o no. Antes de irse, Sansón miró
largo rato las aulas vacías y luego a mí. En el rabillo de los ojos tenía perlitas de pus
solidificada, y en el fondo de las pupilas pantanosas floreció una sospecha turbulenta.
—¿Qué… demonios… es este sitio? —silbó Sansón, aunque la pregunta no era necesaria.
Estaba claro que Cracker había perdido el control sobre él, no podía dominarlo, y eso que,
en comparación con el milagro que había obrado, manejar a un médium era pan comido.
Probablemente, en aquellos momentos, mi amigo estaba ya cerca de la agonía. «Perdió la
capacidad de respirar y deglutir por sí mismo —leí después en el informe de su expediente
médico—. Las causas del empeoramiento de su estado no están claras. La conexión al aparato
de respiración artificial no se considera oportuno». Las causas están claras. Gastó demasiada
energía y fuerzas para ponerme en libertad.
Pero consiguió llevar todo el plan a cabo. «Puso» a Sansón al volante de la furgoneta y lo
mandó de vuelta sin que hiciera más preguntas.
No logro imaginar cuánta fuerza de voluntad le costó eso. Lo más probable es que, mientras
se llevaba a Sansón, Cracker ya no respirara.
Cuando estaba llevando al planetar a la jaula de los orangutanes, se despertó un momento.
Tal vez aquella fue la última ocasión en que tuvo plena conciencia. Dijo mi nombre y me dio un
puñetazo en la mejilla con todas sus fuerzas. La máscara atenuó un poco el golpe, pero sentí el
sabor de la sangre en la boca.
Sueño que estoy en la furgoneta de Sansón, y que me lleva de vuelta al reformatorio. Cracker lo
controla; es él quien le ordena que me lleve al Corpus Especial. Porque ahora que Cracker ya no
respira, ya no es mi amigo y da órdenes malas… Sueño que me he caído en la manta de una
bruja, en las robochabolas, y que Sansón me encuentra allí, me ata, me arranca la piel de la cara
y me saca un ojo. Y que luego me mete en la furgoneta y me lleva de vuelta al reformatorio…
Sueño muchas veces con que vuelvo. Tengo muchas pesadillas.
Para librarse de una pesadilla, hay que cambiar de postura.
Me toco la mejilla caliente y pegajosa, sin piel. La pesadilla no ha desaparecido. Me ordeno
despertarme del todo. Pesadamente, despacio, caigo del modo durmiente a la unidad y choco
con las paredes desnudas. La configuración ha desaparecido.
Pasa algo raro con la primera capa. Mi pesadilla continúa: oigo el sonido del motor y siento
un traqueteo.
—No hay manera de que se despierte —dice una voz indiferente pasada por un charlatán—.
Habrá que ayudarlo.
Alguien me da un fuerte revés en la mejilla.
Maquinalmente intento taparme la mejilla con la mano y comprendo que estoy esposado.
Me la palpo con la punta de los dedos. No llevo la máscara de espejo y tengo la piel pegajosa, y
me duele. Despego los ojos con enorme esfuerzo. El derecho me escuece, me pica. Veo la
primera capa. Estoy en
el asiento trasero de un coche patrulla del SPO. Por la ventanilla discurren los fanales dorados
de las calles vacías y las voluminosas figuras de hormigón. Un tenedor gigantesco de hierro,
una silla gigantesca de bronce, una manzana gigantesca, un dedo índice gigantesco…
Los dedos con los que me toco la cara están mojados de sangre. A mi derecha está Cerbero;
la furia de aquellos ojos que no pestañeaban se trasluce incluso a través de la máscara.
—¿No te duele? —murmura solícitamente su charlatán, y vuelve a pegarme en la cara, esta
vez con el puño.
A mi izquierda está Ef. No se desmorona en el asiento porque está fuertemente atado. Tiene
la cabeza echada hacia atrás y la cara inundada de chorros de sudor. Su respiración es irregular
y adeante; podría pensarse que ronca, pero tiene los ojos abiertos como platos. La herida tapada
con la venda sucia huele que apesta.
—Mira, mira, no apartes la vista —me dice Cerbero con un zumbido melancólico—. Mira
qué le has hecho a mi compañero. —Vuelve a pegarme en la cara—. Pegarte es poco.
Desgraciado de mierda. Cabrón.
—Calla, hombre —le ordena desde el asiento delantero, sin volverse, alguien vagamente
conocido
—. Hay que llevarlo sin daños.
El lejano conocido está sentado al volante; solo sentado, pues el coche es automático. No
toca el volante y observa con interés al animalito rígido que lleva en el puño moreno. Al cabo
de un poco deja de estudiarlo y me mira por el espejo retrovisor. Conozco esos ojos, dos
aceitunas podridas. Pero la vez anterior llevaba la boca pintarrajeada, y ahora se le ve la piel
oscura y enferma. Mi amigo Payaso, de la zona de la Pausa.
Abre la mano y veo que no contiene un animalito, sino una lente cerebral, la que me han
arrancado del ojo, seca, con un par de venillas rojas.
—No sabía que los capilares arraigaran en la lente. —Pensativo, Payaso observaba la lente a
la luz
—. Me parece que está rota. Mejor que le saquen la otra en el servicio técnico; yo no entiendo
nada de estos dispositivos viejos… Interno Cero —me dijo con voz cansada—, se le acusa de
una serie de delitos graves y muy graves.
En el panel de instrumentos se iluminan la ruta que llevamos y el punto de destino: el
reformatorio. La pesadilla hecha realidad. Un punto plateado, nuestro coche, se desplaza hacia
arriba por una línea naranja y tortuosa, con seguridad y obstinación, como una hormiga por una
senda abierta por sus congéneres.
Cierro los ojos para no ver cómo la hormiga plateada me lleva de vuelta al hormiguero.
Ahora veo solo la estructura. Las entrañas.
Resulta que con una sola lente cerebral basta para pulular por ahí dentro. Con una sola
lente, las entrañas se ven un poco deformadas, pero sigue siendo útil para pulular.
Pero no quiero pulular. Estoy cansado de fuegos y voces, de música y cine, de spam y
consejos útiles, de bromas y saldos.
Quiero salir del Socio.
… no válida
Tenéis razón, entrañas. De qué poco ha valido todo lo que ha pasado. Pero la mala suerte
también
se termina. Al cabo de treinta minutos me quitan la otra lente cerebral y desapareceréis,
entrañas, como desparramadas por el polvo. Luego desapareceré yo. No creo que el Consejo de
los Ocho me deje seguir viviendo después de lo que he hecho.
Quisiera salir de estas entrañas ahora mismo, pero…
… no me suelta.
Intento recordar el rostro que tenía Hanna la noche que se marchó al festival, pero ante mis
ojos se condensa una sombra afligida que me hace un gesto con la cabeza y pierde su contorno.
Intento imaginarme a Cracker tal como era antes de que lo metieran en el Corpus Especial, pero
en su lugar emerge su avatar con ocho extremidades por una grieta negra de mi memoria y se
escabulle furtivamente en el abismo. Después, sin haber sido invitada, aparece la cara del loco
Mateo, extremamente precisa, mi «apóstol», del que renegué. A quien atrapé, apresé y mandé
en una camilla milagrosa a su último viaje para no despertar sospechas…
¿Era esto lo que esperabas de mí, Cracker, amigo mío, cuando obraste tu milagro, cuando te
ahogó el último espasmo? ¿Qué me convertiría en un cabrón ruin y llevaría la máscara de
espejo durante mis dos semanas de libertad, intentando averiguar qué gran futuro me estaba
predestinado? ¿Y que después me dejaría coger mientras dormía, sin enterarme de nada? Claro
que no. Mi futuro ya no presenta dudas. Una celda en el Corpus Especial. Sentencia de pausa.
Oscuridad.
¿Era así como me veías, amigo mío? ¿Cómo un animal cobarde al que llevan al matadero y
que cierra los ojos de miedo ante la muerte? No. Tú creías en mí. Querías que cambiara el
mundo. Me empujaste a la libertad con una despedida delirante: «Pelea con el Monstruo».
Querías que encontrara las listas de todos los disconformes en la base de datos del Servicio del
Orden. Bajo la implacable luz reeducadora, a través de los labios del que habías subyugado, me
contaste que tú mismo habías creado a los disconformes. Todo ese spam, un virus que se
enviaba a sí mismo, lo lanzaste tú al Socio. Y después, solo después, aparecieron de verdad. Los
disconformes. Tan sol les abonaste el terreno. Ahora, los disconformes envían amenazas y
titulan sus mensajes «cartas de la suerte». Y esperan a que yo llegue… Dijiste que entre los
disconformes estaban incluso los Blogueros. Querías que me hiciera amigo de ellos y los
arrastrara conmigo. Que arrastrara a los Blogueros, y ellos arrastrarían a toda la gente que los
seguía. Dijiste: «Después, por supuesto, te detendrán. Pero ya le habrás causado una herida».
Suponías que daría mi vida por tu idea obsesiva. Perdóname. Mi vida es tan corta en
comparación con la tuya… Perdóname, he sido codicioso. Y ahora la entrego de esta manera…
Si me estuvieras viendo, dejarías de ser amigo mío…
no tengo amigos
Son imbéciles estas entrañas. E insolente. Una tras otra, voy tapando las bocas hambrientas
y ávidas.
Elimino 229 amigos de la lista. Queda uno.
No. Cuando estás esposado y no falta mucho para que dejes de existir, está bien tener al
menos un amigo…
La entrada a su unidad se contraía, soñolienta, pero se abrió al acercarme.
¿Por qué no? Que sea ella mi única y última amiga. Que en la despedida, en luxuria, me
quiera alguien.
Creo la tierra, la hierba, las flores y los matorrales, los árboles y las piedras, los cerros
y los barrancos, las piñas, el musgo y las hojas muertas, las setas podridas debajo, y muchas
cosas más…
Me creo a mí, con forma de lobo de ojos blancos, como uno que vi una vez en la
granja. La creo a ella con forma de loba de ojos blancos, que adora mi olor…
Consigo fecundarla antes de que empiece el fin del mundo.
Antes de que el hombre que está sentado a mi izquierda se ahogue con su propia tos y
sus resoplidos, e interrumpa temporalmente su existencia. Antes de que las entrañas, que creen que
yo soy él, me vomiten con asco a la superficie.
Cleo
No toca la comida en un día entero. Porque ya no juego con él, no lo acaricio y no le tiro
el palo.
su perro está muy triste, tiene que prestarle atención, su nivel de adiestrador está en 0
No puedo. Yo también estoy muy triste. No valgo como dueño de perro. Espero que cuando
le quiten el escarabajo todo vuelva a ser como antes. Pero hasta entonces no puedo jugar con
él como si no pasara nada. Ahora no.
Ahora que estoy leyendo el siguiente documento, redactado gracias a su inestimable ayuda.
14.07.471
Después de la conversación con lot, la cual, por desgracia, ha tenido lugar fuera de la unidad y
no ha podido grabarse, el objeto está nervioso y se encuentra en estado de estrés. Desde las
9:00 hasta las 11:00 realiza una serie de solicitudes, bastante caóticas, sobre los asuntos: «Leo
dijo que…», «Leo piensa que…», «En la opinión de Leo…», «Leo cinco segundos de
oscuridad», «Leo haz de leo-lot». Después crea una carpeta llamada «leo-memories», copia allí
todas las citas encontradas en estilo directo y guarda la carpeta en la memoria.
(Las demandas en sí no constituyen una amenaza e indudablemente no van en contra de la ley.
Con todo, considero necesario incluir automáticamente las «investigaciones científicas» de este
tipo bajo la categoría «sospechosas».)
11:15
Solicitud enviada a la Asociación de Ayudantes de Laboratorio: «Solicito que me envíen
todos los artículos de los que soy autor relacionados con el experimento “El haz de radiación
de Leo-Lot”».
15:50
Recibe una respuesta normal de la Asociación de Ayudantes de Laboratorio: «Por
desgracia, no podemos enviarle los documentos que solicita. El experimento de Leo-Lot fue
calificado de fracaso. Todas las investigaciones fueron eliminadas por los autores o por la
Asociación».
15:52
Nueva solicitud a la Asociación de Ayudantes de Laboratorio. El objeto pide que le envíen sus
investigaciones científicas no relacionadas con el experimento.
17:20
La Asociación de Ayudantes de Laboratorio manda los archivos comprimidos de la colección
completa de artículos científicos de Leo. El objeto descomprime los archivos y los guarda
en la memoria, en la carpeta «leo-memories».
Desde las 17:40 a las 23:57, Cleo copia en un archivo aparte los t extos de todas las cartas
que tiene en el Renaissance de su anterior existencia. Guarda el archivo en la memoria, en la
misma carpeta.
15.07.471
9:15
Cleo se descarga el juego ajedrez milagroso.
Qué raro. No tiene ninguna intención de jugar. ¡Ah, eso es! Entre los jugadores
virtuales se encuentra el maestro Leo. Guarda en la memoria, en la misma carpeta, «leo-
memories», todas las partidas que ha jugado.
12:00
Oh. Qué interesante. El objeto cierra o desactiva de la memoria todo menos «leo-memories».
Los diseñadores de las páginas definen el tamaño de las fuentes y la codificación del texto. Si
la codificación de la página no coincide con lo establecido en el observador, usted ve
… veo fuego
ahora enferm
dimensionar comando fuente
—¡Menudo atraco! —le digo a la veterinaria, pero ella sigue sentada con la redonda boca
abierta, sin salir de la parálisis, ni siquiera para despedirse.
El superprofesional parecía su hermano gemelo, pero en lugar de un tupé negro lucía una
calva ovalada y rosada, y llevaba gafas. A diferencia de su colega menos cualificado,
proyectaba sombra, sus gestos eran más elaborados y su consulta estaba cargada hasta
los topes.
Examina al perro y le hace una radiografía (cien visitas más que se escapan de mi cuenta
del Socio). Cuelga en la pared la serie de imágenes. En ellas hay una cosa que no tiene buen
aspecto: una manchita blanca en el cerebro, muy pequeña, de la que salen unas patitas como
hilos largos y finos en todas direcciones que se enredan con los órganos.
—Malas noticias —dice el superprofesional—. Es peligroso extirpar el escarabajo. ¿Lo ve?
Ha crecido en las zonas vitales más importantes. Colabora en casi todos los procesos vitales…
Pero también hay una buena noticia. El escarabajo no amenaza en absoluto la salud del perro.
Al contrario: en cierto sentido la mejora. Hace que el perro sea más activo y espabilado. Su
perro ha desarrollado de manera extraordinaria aplicaciones como la vista, el olfato, la intuición,
la curiosidad, la capacidad de aprendizaje o la empatia. Júzguelo usted misma: el escarabajo
es un programa amigo.
—Es un programa espía. No lo considero un amigo.
—En nuestro juego velamos por la salud de perros y gatos. No nos ocupamos de los
problemas de los dueños de perros y gatos. Eso lo tratan en el Servicio de Ayuda
Psicológica a la Población.
—¿Podría usted decirme cuándo fue la última vez en que alguien descargó la información del
escarabajo?
—Son trescientas visitas —responde el superprofesional, y en su rostro redondo y definido aparece
una expresión de insolencia propia de la primera capa.
Sin mediar palabra traspaso el dinero, y él se ilumina con una sonrisa radiante.
—La última descarga fue el 15 de julio del 471, a las 12:00.
La hora en que murió Cero. La hora del último registro que envió a Ef… Supongamos
que la quema de Cero en la primera capa distrajo al planetar de vigilarme a mí en la segunda.
¿Por qué no se descargó el resto, que era lo más importante?
—¿Cuánto costaría extirparle el escarabajo?
—No veo motivos para extirpárselo.
—Y por una cantidad adicional…, digamos…, el triple del precio, ¿lo extirparía?
La expresión de su cara es de sentirse profundamente insultado.
—El perro no está para operarlo —replica midiendo sus palabras, con hostilidad—. Pero no
se preocupe: está perfectamente sano. Que le vaya bien, inmortalidad. Vuelva cuando quiera.
La clínica veterinaria nos echa al perro y a mí de un empujón al pegajoso submundo del
Socio. Silencioso, el perro salta, da vueltas sobre sí; le encanta pasear por las profundidades, le
gusta la sensación de ingravidez. Mueve las patas de una manera muy graciosa, invitándome a
jugar.
«Es un espía —me digo—. Mi perro es un espía. No es mi amigo. Es un
topo». Espero a que el perro me dé la espalda y me meto en mi unidad.
Sola, sin él. Lo dejo dando vueltas por el vacío del Socio.
Se da cuenta de que me he ido y se asusta. Empieza a buscarme por las profundidades, pero
no por mucho tiempo.
Por lo menos, no ve cómo lo
pego. Y yo no veo cómo él deja
de vivir.
¿Por qué no se descargó lo más importante? ¿Lo que hice después de salir de la tumba en la que
se convirtió la unidad de Lot? Lo que hice cuando la oscuridad me llenó por dentro y estalló
como un forúnculo apestoso. Cuando me desperté en mi unidad, y el perro lamía el dibujo de mi
cara. Cuando vomité en la primera capa, y el automédico se deshacía en consejos: parece que
ha sido testigo accidental de una pausa en el Socio… La psique y el organismo se le han
sometido a un gran estrés… Debe inscribirse en el grupo de fe de testigos accidentales…
Diríjase a su psicoterapeuta de inmediato… Si las náuseas persisten, llame a urgencias…
No llamé a urgencias, pero sí a un espectro.
Reuní en una carpeta todo lo que quedaba en el Socio de mi existencia anterior, todo lo que
dijo, escribió, pensó Leo, y todo en lo que se equivocó… Pensé: al fin y al cabo, si un espectro
puede jugar conmigo al ajedrez, ¿por qué no podría hablar conmigo como amigos? El espectro
hace movimientos que proceden de la lógica de partidas anteriores. El espectro me dará
respuestas procedentes de la lógica de la vida de entonces. Procedentes del cerebro que inventó
el haz de Leo-Lot.
Desconecté de mi memoria todo excepto las funciones de grabación de vídeo y «leo-
memories», y sentí como perdía la conciencia a trozos. Como si un aluvión de termitas me
corroyera los pensamientos, los recuerdos, las costumbres, y en su lugar quedaran huecos…
Después, carcomida, vacía, con pedazos de memoria ajena en la cabeza, me puse a deambular
sin orden ni concierto por la unidad, sin reconocer ni entender nada, sin sentido alguno de la
orientación.
Mi perro, es decir, aquella parte que se guardaba fuera de mi memoria, caminaba tristón
detrás de mí, intentando gemir. Mi perro volvía a ser un esqueleto con los órganos internos a la
vista. Tenía aquel aspecto cuando lo descargué por primera vez. Hice la piel, el pelo y todo el
exterior a mano, por separado, y toda aquella configuración había volado…
No tenía infancia. No tenía casa. No tenía cuerpo. Mi vida era insignificante, fría y precisa
como
Pero no tenía ni idea de cómo usar nada de todo eso, ni con quién jugar ni por qué.
Incluso ahora, cuando miro los vídeos, siento aquel frío. Como si estuviera en medio de
una corriente de aire, dando la espalda a una ventana abierta. Estoy ahí mirando como por
casualidad. Me adentré sin motivo en el cine de mi propio Socio. La pantalla estaba apagada, y
vi mi cara reflejada en una esquina negra y centelleante. Era la cara de un hombre de
cuarenta años, pálido, medio transparente, como si tuviera la piel de telaraña.
—¿Quién eres? —pregunté con voz de hombre.
—Leo —me respondí yo misma.
—¿Por qué estás aquí?
—Supongo que porque quieres preguntarme algo.
—No recuerdo qué.
—Vamos a ver —dije—. O bien te interesa mi actividad científica, o bien mi vida personal, o
bien mi manera de jugar al ajedrez. Esto es de lo que estoy hecho. Podemos descartar la vida
personal, dado que esos recuerdos no ocupan más de un cinco por ciento de mí, y además son
un poco vagos. Por lo que respecta al ajedrez, si quisieras jugar conmigo, simplemente
empezarías a jugar. De modo que queda la ciencia, pero las grabaciones de las partidas de
ajedrez solo dan cuenta de mi pensamiento lógico. De esto se desprende que debo hacer
algo por ti. ¿El qué, exactamente?
—La composición de la fórmula —dije después de una larga pausa—. La que se usó en
la inyección del experimento del haz de Leo-Lot.
No estoy seguro de quién dijo esas palabras, si fui yo (podría forzar mi memoria de la
primera capa y recordar por qué lo llamé) o si fue él. Lo más seguro es que fueran suyas.
Seguramente dedujo qué esperaba de él con su cerebro muerto de ajedrecista.
Comoquiera que fuese, me quedé colgada durante dos horas y media (ciento cincuenta y
ocho minutos y treinta y siete segundos, según el cronómetro de la grabación). Durante todo
aquel lapso, el esqueleto del perro estuvo dándome golpecitos con el hueso del hocico.
Después volví a moverme, creé un archivo nuevo y apunté la fórmula.
—Lo siento —dije en voz alta a mi reflejo—. La probabilidad de que haya un error en la
fórmula es de entre el cinco y el siete por ciento.
Al cabo de un rato, el Socio me preguntó si quería restablecer la configuración anterior.
Lo guardé.
Ef no se descargó esta información del escarabajo. En cambio, acudió a verme en la primera
capa y me preguntó si conocía la fórmula de Leo-Lot. Y antes me había preguntado si los
empleados del festival ayudarían a su prepáusico después de la ducha. No hay que conocer
cientos de aberturas de ajedrez y medios juegos para entender que el tipo de la máscara que
me interrogó en la plaza de la Proporción Aurea y que no sabía cómo se llevaba a cabo la
pausa no era un planetar.
Era el que de un tiempo a esa parte había cometido demasiados errores.
Era el destinatario del mensaje que el prepáusico había puesto en la cabina del servicio
Todo Irá Bien. El salvador de aquel apóstol.
Era el que en su día me hundió en la
miseria. Era quien yo necesitaba.
Dicen que no hay mejor manera de conocer a alguien que en el modo luxuria. Es mentira. La
mejor manera de conocer a alguien es con el haz de radiación de Leo-Lot. Pero se necesita un
laboratorio. Se necesita ganarse su confianza, establecer contacto, convencerlo…
Dicen que no hay mejor manera de estar cerca de una persona que en el modo luxuria.
Seguramente también es mentira, pero no conozco otros recursos…
Error #47037
su perro no puede encontrar el camino a casa
cleo: panel de control: instalación y desinstalación de programas: eliminar programa Perro
espere… en el transcurso de 6o segundos, el programa se desinstalará… desinstalación en curso… ¡intento
fallido! Error #43048. Ha sido imposible desinstalar el programa Perro: falta el acceso a la aplicación Cuerpo
del Perro
Si este error persiste, diríjase a servicio técnico…
Podría haberlo desinstalado aquí, en la unidad. Pero tenía miedo de mirarle a los ojos
mientras se desvanecían durante un minuto entero. Los amigos de los dueños de perros
contaban que los socioanimales morían de una manera muy… naturalista. No sabía que era así.
El Vivo es testigo: yo no quería alargarle el sufrimiento. Yo quería que todo ocurriera deprisa y
sin dolor.
El perro lloriqueará, buscará el camino a casa, y buscará mi rastro olfateando por todas partes.
Pero en el abismo no hay rastros. No hay ni olores, ni sonidos.
Sin comida, ni agua, ni los cuidados del amo, morirá en dos o tres días.
El escarabajo registrará la crónica de su soledad antes de que ambos desaparezcan.
es imposible llamar al perro a casa, por desgracia, el perro no consigue encontrar el camino a casa
Él crea la tierra, la hierba, las flores y los arbustos, los árboles y las piedras, los cerros y los
barrancos, las pifias, el musgo y las hojas muertas, las setas podridas debajo, las gotas de
lluvia menuda en suspensión, el cielo bajo y plomizo, los pájaros que esconden la cabecita de
serpiente bajo el ala cálida. Él crea los animales: los ratones, los tejones y los mapaches,
las ardillas y las liebres, los ciervos, los zorros y los osos.
Él se crea a sí mismo con forma de perro salvaje, tal vez un
lobo. Me crea a mí con la misma forma que él.
Abro las aletas de la nariz y aspiro su olor, y comprendo que, en este mucho, él y yo
tenemos la misma madre, que él es mi hermano y mi marido, que nacimos juntos y moriremos
juntos, y seremos parte de esta tierra, de la hierba, las flores y los arbustos, de los árboles y las
pifias y las hojas. Y los hijos de nuestros hijos, mientras sigan el rastro de una liebre una noche
lluviosa, percibirán nuestro olor, que rezumará de las plantas y del suelo.
Me lame la lengua, las orejas, los ojos y la nariz, el vientre y el perineo, los pezones y de
nuevo los ojos y las orejas. En la primera capa me daría tanto asco que vomitaría, pero aquí, en
luxuria, sobre la hierba mojada, en un cuerpo de animal, me deleito en cada roce. Me lame, y su
hocico huele a mí, a nuestra madre, y a aquel macho con el que se peleó por mí, y a tierra
húmeda, a sangre y a carne de nuestras presas, a muerte, y un poco a miedo.
Sabemos que allí, al otro lado de los cerros azulados, allí donde acaban las marcas de las
fieras en los troncos, al otro lado de las líneas que unen el cielo y la tierra, allí vive el dios
Muerto.
Nadie entiende cómo nació, pues no tiene ni tuvo madre ni padre.
Su cuerpo no está entero. Sus partes no están unidas entre sí, y cualquiera de ellas puede
alejarse de las demás hasta más allá de la línea del horizonte.
No envejece. No morirá nunca, porque ya está muerto…
Lo tememos.
Nos aparearemos para combatir este miedo.
Él domina por completo este acto. Él ha creado todo ese mundo, nos ha creado a él y a mí;
solo faltan los detalles.
Creo una casa para nosotros, una guarida en la ladera de un cerro. La entrada casi no se
ve, oculta por una maraña espesa de raíces, pero, por si acaso, creo una maleza alta. Por
seguridad. Para que nadie advierta nuestra presencia. Dentro de la guarida, creo un lecho
cálido de ramas y hojas secas.
Entro en la guarida. Él se cuela detrás de mí. Me muerde el cuello sin mucha fuerza,
pero con autoridad. Intento librarme y me revuelvo, pero me rindo casi de inmediato. Pienso en
las crías que olerán como él y como yo. Llega con un gemido suave.
Cuando termina el acto vuelve a lamerme, pero yo le enseño los dientes para que no siga.
Aprieto los dientes con fuerza y gimo, pero sin sonido, para mis adentros, para que no me oiga.
Pienso en las crías que olerán como él y como yo cuando olamos a tierra y a carne podrida.
Pienso en los apareamientos que he tenido hasta ahora, en los cientos de apareamientos
asquerosos con ropa de protección. Pienso en el festival; el dios Muerto lo necesita para
fecundarse a sí mismo. Pienso en el
perro que rueda por el vacío y no puede encontrar mi rastro. Pienso que a mi programa luxuria
le pasa algo: esta melancolía es contraria al «jardín de las delicias».
Nos tumbamos a la entrada de la guarida y miramos afuera. Al mundo que él ha creado para
nuestro acto. La tierra es hermosa, pero el cielo está teñido de un matiz amarillento como la
pus, y no hay luna. Pienso que se le ha olvidado crearla, pero ahora ya no tiene fuerzas para
modificar nada.
Sale de la guarida con sigilo, y se sienta dándome la espalda. Hace cambios en nuestro
mundo: el cielo purulento se deshace, pero no en lluvia, sino en nieve espesa y deslucida.
Pienso en que la nieve protegerá la guarida del frío hasta que llegue la camada.
Echa atrás la cabeza y da un aullido largo y áspero. Y desaparece. Su mundo se convierte en
el solar de la soledad.
Me quedo allí sola.
Cerbero
Con la conciencia tranquila, sin zozobras, sin dudas. Tuvo suerte: ha sido guardián permanente
del orden al menos durante los últimos trescientos veintiséis años. Lo más probable es que lo
haya sido desde el Nacimiento, pero no se conservan testimonios de ello, pues el banco
Renaissance se fundó en el año 145 d. N. Y. Y en la primera sucursal de la región EA, en la
primera carta que se dejó para sí en su unidad privada (a la antigua usanza, en soporte de
papel), en la primera línea, las primeras palabras eran: «Soy planetar. Es un orgullo para mí y
siempre lo será». Tenía un punto de exageración, pero es excusable: al fin y al cabo, es el
Registro Primordial. Eso sí: era sincero. Cerbero siempre se había sentido orgulloso de su
trabajo. Era un gran profesional: en aquellos trescientos veintiséis años no había sido objeto de
ninguna multa ni reprobación seria. Había cometido infracciones leves («se lo ha visto sin
máscara», «les ha dado una paliza a los detenidos», «coacción a la cópula fuera de la zona del
festival»), pero ni una amonestación por cobardía, ni un sociosoborno. Contaba con una larga hilera
de distinciones. Las tres primeras, aún de la primera capa, eran baratijas raras («A la vigilancia
y al valor», «Por los servicios prestados al Socio» y «Héroe de la primera capa») que guardaba
en su unidad del Renaissance. De vez en cuando le gustaba cogerlos y tenerlos un ratito en las
manos (una actitud infantil, por supuesto), pero creía que era mejor para cualquier ser
eternamente vivo tener alma de niño que de cínico consumado. A fin de cuentas, para la gente
como él, el Renaissance pertenecía y seguía perteneciendo a la primera capa. Como un baúl de
juguetes o una cómoda vieja con tesoros palpables de la infancia, del pasado…
En los años sesenta del siglo segundo, las distinciones pasaron a ser virtuales. En su unidad
del Socio, Cerbero tenía la pared entera cubierta con medallas de héroes y a la valentía, y como
símbolo de respeto a sus servicios, el Servicio de Ayuda Técnica le había regalado la
configuración privilegiada Memoria Eterna. La configuración no se borraba después de cada
pausa, y cuando Cerbero renacía y entraba en la unidad vacía, las distinciones y las
condecoraciones ya estaban colocadas en las paredes, esperándolo.
No sufrió pocas pausas. En dos ocasiones lo mataron en arrestos, en 149 y 176; todavía no
se habían construido los reformatorios, y eran tiempos turbulentos. En los años ochenta cesaron
aquellas brutalidades, y trabajar en el SPO ya no era tan peligroso, pero Cerbero se renovaba
con frecuencia y prefería ir a la zona de la Pausa a la primera recomendación suave para estar
siempre en plena forma, y no aguantó hasta los sesenta años más que una vez.
Todo estaba bien. Llevaba una vida ordenada, transparente y precisa, como una pirámide de
cubitos de hielo. Sí, una pirámide de hielo: así se la imaginaba cada vez que volvía a
convertirse en niño, como si la fuera construyendo, cubito, pausa, cubito, pausa, hasta llegar al
cielo. Después, cuando se hacía viejo, le gustaba más la metáfora de la cadena. Su vida era
como una cadena fuerte e infinita que no tenía ni un eslabón débil.
Las cadenas de los demás solían romperse. Los amigos de Cerbero dejaban el puesto tras
acumular cinco amonestaciones, y ocupaban su lugar otros, inexpertos. A lo largo de tres siglos
y pico, todos los compañeros con los que había empezado fueron relevados, incluido el Siervo del
Orden. Todos menos Ef, su compañero de siempre y su mejor amigo: en su cadena, como en la
de Cerbero, no había
eslabones débiles.
A lo largo de tres siglos y pico, Cerbero y Ef vivieron muchas cosas juntos: detenciones,
pausas tempranas, heridas en la primera capa y unidades mutiladas por virus, redadas de
spammers y ataques de piratas informáticos. Seguían la pista de sectarios hogareños que no
entregaban a sus parientes a los internados; registraban unidades de viejos creyentes, herejes
que creían en un antiguo dios de tres cabezas; cogían a escoria disconforme en todas las
capas…
Era una justicia impersonal. El factor humano no afectaba al orden del planetar. La distancia
que establecía el espejo servía para separar al funcionario del SPO del resto de gente, incluso de
los demás funcionarios. Así rezaba el código. Pero durante tres siglos y pico se hicieron amigos
no solo en el Socio, sino también en la primera capa, y a veces hacían pequeñas violaciones al
código, nada grave. El anterior Siervo del Orden siempre les perdonaba las travesuras.
Se veían la cara sin máscara; las distintas caras de los distintos periodos. Se oían la voz real,
sin que la alterara el charlatán. Podían reconocerse de lejos por la manera de andar, y de cerca,
por el olor. Por cómo olía la sobaquera del uniforme de color invisible. En los festivales cogían
mujeres para los dos. Y cuando uno de los dos renacía en forma de mujer (cosa que sucedía de
cuando en cuando), se hacían amantes.
Durante tres siglos y pico se habían acostumbrado el uno al otro; sus cadenas se habían
entrelazado. Por eso, cuando Ef empezó a comportarse de manera extraña, Cerbero lo notó de
inmediato. Después del suicidio de Cero, Ef y él estaban en un bar en la primera capa. Ef no
dejaba de tocarse la mejilla, y Cerbero le dijo que se quitara la máscara y se la enseñara. Y Ef
reaccionó como si apenas se conocieran. Como si no fueran compañeros.
Más tarde, todo fue más sencillo, como en el programa educativo para jóvenes defensores
del Vivo, Atrapa al ladronzuelo, que se instalaba en todos los futuros planetares a los cuatro años
de edad. Cerbero recordó cómo Utiash, con su máscara tornasolada, lo cogió una vez de la
mano y lo llevó a un uncal. Junto al arroyo, Utiash le enseñó cómo esconderse y esperar.
«Sospechas que Ribiosh ha robado algo, ¿verdad, chiquitín?». El pequeño Cerbero asintió con
vehemencia. «Ribiosh es un ladrón. Estoy seguro». Utiash sonrió con su maravilloso pico de
espejo. «Muy bien». «¡Voy a contárselo al Vivo!». Pero Utiash no le soltó la mano. «Todavía
no. Primero tienes que reunir pruebas. Que Ribiosh no sospeche que sabes que él es malo. Que
piense que eres su amigo. Y tú lo vigilas y empiezas a hacer el informe. Cuando el informe esté
listo, me lo das. Mi rango es superior al tuyo. % se lo daré al Vivo y le pediré que te dé un
premio». Había dos palabras, dos conjuros, dos susurros mágicos:
«informe» y «mirangoessuperior». Cerbero no conocía su significado. En la canción de la
cigarra, entre los chasquidos de los juncos, Utiash le explicó qué significaban. A los cuatro
años, Cerbero preparó un informe de Ribiosh y consiguió su primera estrella.
Todo fue sencillo. Compartió sus sospechas con el de rango superior. El Siervo del Orden,
como años antes Utiash, le ordenó que reuniese pruebas. Cerbero preparó un informe del
impostor en varios días. Por supuesto, no mencionó el hecho de que rechazara quitarse la
máscara. Pero sí mencionó:
• Los errores que se habían producido durante la detención del forzado Mateo y su
traslado posterior. (De novato; Ef no los habría hecho jamás, dada su maestría y
experiencia).
• Su comportamiento, deshonroso para un funcionario del SPO, en la zona de la Pausa, en
el
festival regional de Ayuda a la Naturaleza. (Un principiante se habría comportado
mejor).
• Su incapacidad de llevar a término el ejercicio del santo y seña. («Esta virgen ¿se
ha entregado a todos en el festival?». La respuesta correcta debería haber sido: «No, nos
espera a nosotros»).
• El «diagnóstico» realizado por el dispositivo de gestión de conversaciones. (Cerbero
puso su charlatán deliberadamente en modo Interrogatorio mientras charlaba con el falso
Ef al detener al forzado, y también después, en el festival). Las conclusiones del
charlatán fueron sorprendentes: «Según los factores físicos del interlocutor, como
pueden ser la temperatura corporal, la presión arterial, el tamaño de las pupilas, y el
funcionamiento de las glándulas sebáceas, sudoríparas, salivales y lacrimales, el estado del
interlocutor puede describirse como cercano al pánico, con transiciones frecuentes al
miedo, la vergüenza y la compasión».
• El examen comparativo del discurso del Socio del usuario Ef, entre antes y después del
15 de
julio del 471, dice: «El discurso del Socio pertenece a dos personas distintas» con respecto
a ambas fechas.
QED. Quod erat demonstrandum. Había suficientes pruebas para detener al impostor y
abrir el caso del secuestro del funcionario del SPO. Y empezar las pesquisas de inmediato. No había
signos de la pausa de Ef; por tanto, debía estar en prisión. Era un delito sin precedentes
contra el Vivo en nuestros tranquilos tiempos…
La última vez que el Ef real entró en el chat del Socio estaba en el reformatorio.
Faltaban unos minutos para que el interno Cero se suicidase. En un archivo aparte, Cerbero
reunió las declaraciones de los testigos del suicidio. Las declaraciones coincidían. En realidad,
coincidían en exceso. Y había muchísimos testigos. Demasiados. No hubo interno, tutor,
trabajador de la casa ni miembro de la administración que no hubiera sido testigo. Resultó que
en el momento de la quema estaba en la Terraza Disponible absolutamente toda la gente de la
casa. Toda. Pero eso era físicamente imposible: no cabían; era así de simple. El charlatán, que
estudiaba la condición física de los interrogados, llegó a la conclusión de que todos los testigos
fueron totalmente sinceros a la hora de responder las preguntas de Cerbero.
Dejó de hacer hipótesis. Envió el informe y el protocolo de los interrogatorios a su
superior en rango y esperó órdenes.
Estaba seguro de que su superior le encargaría que cogiera al impostor de inmediato. En
cambio, sus órdenes fueron «esperar un poco más». Cerbero se quedó de una pieza.
Resultó que el Siervo del Orden en persona se encargaba del caso. En la primera capa, bajo el
disfraz de Payaso. A cara descubierta.
Cerbero se quedó tan descolocado que se le cortó la respiración. Echó una bocanada cálida,
festiva y ruidosa de aire. Glóvipa, ¡estaba colaborando en un caso de primer grado de
confidencialidad! Su superior le había mostrado su cara. Lo había visto, al Siervo del Orden, el
jefe del SPO, bajo una capa de maquillaje de payaso, era cierto, pero lo había visto. El Siervo y
él serían compañeros en aquel caso. ¿Qué significaba eso? Significaba que confiaban en él. Que
confiaban de verdad. ¿Qué más significaba? Tal vez una condecoración del Vivo estuviera a la
vuelta de la esquina. Pensó que la colgaría en un sitio especial, no en la misma pared donde
estaban las otras condecoraciones, sino encima de la mesa de trabajo.
El Siervo del Orden autorizó el arresto del impostor diez días después. Primero rescataron a Ef;
el muy cabrón lo había encerrado en una jaula como si fuera un carnero enfermo de una granja.
Estaba muy mal. Estaba a más cuarenta de fiebre, gemía y deliraba, pedía nieve.
el estado del interlocutor puede definirse como prepáusico —pronunció el charlatán sin que nadie le
hubiera
preguntado.
Cerbero sintió como las lágrimas le humedecían la cara por debajo de la máscara. La pausa
es buena. La pausa es una tontería. Pero su amigo había pasado mucho tiempo en aquel
estado… Cuánto había sufrido…
Cerbero se guardó la pistola. Eran las reglas del código. Pero no era humano. El Siervo
anterior le habría dejado rematarlo, seguro. Pero este, el nuevo, se aferraba tanto al código…
Vale, era una tontería buscarle los defectos. El Siervo anterior no habría trabajado con Cerbero
en pareja.
Esperamos al impostor en las robochabolas. Fue una captura extraña. El Siervo arrastró a la
bruja barriobajera (literalmente, por el suelo). La sacudió como a un pajarillo medio muerto que
se hubiera caído del cielo (Cerbero había visto uno una vez) y le clavó un dedo en el pecho
mugriento.
—¿Eres una bruja de verdad o un timo?
La mujer borracha entonó su estúpido spam de la primera capa:
—Ay, te echo la buenaventura, así no te equivocarás…
—Muy bien, ¿quién soy yo? —chilló el Siervo.
—Treinta visitas, cariño, tíralas en mi monedero del Socio…
El Siervo le dio una patada con el tacón de la bota en la pierna desnuda y débil. Luego le
apretó la rótula con el tacón. Se oyó un crujido. La bruja aulló.
—Te he preguntado quién soy.
Alargó una mano temblorosa hacia el Siervo y él se agachó. La bruja lo tocó en la frente
con el dedo sucio, y el Siervo se contrajo del asco.
—Lap —susurró la bruja y, arrugando la cara en un gesto de dolor, intentó ponerse de rodillas
—.
Apiádate de mí, pecadora, gran Siervo del Orden.
—Ahora vendrá un amigo nuestro —respondió el Siervo con desdén—, un planetar, con una
máscara de espejo. Queremos darle una sorpresa. Echale la buenaventura y luego ponlo en
modo durmiente…
—¿Que lo hipnotice? —matizó la adivina—. ¿Quieres que lo hipnotice?
—Sí, sí —asintió el Siervo, irritado—. ¿Sabes?
—Pues claro. —La bruja sacudió la sucia melena gris con orgullo.
Siervo le sonrió a Cerbero de una manera apenas perceptible con los ojos, que eran brillantes
y negros como escarabajos africanos.
Mientras Cerbero se ponía los guantes de protección, la bruja gimoteaba bajito, muy triste,
como un animalito de granja. Cerbero se sintió enfermo.
—Inmortalidad —dijo, y se inclinó sobre ella.
La bruja dejó de quejarse y escupió de improviso. Un coágulo amarillo se le quedó pegado a
la máscara de espejo. «Algunas veces no deberíamos cumplir el código», escribió Cerbero en su
blog del Socio, y le retorció el cuello a la bruja. De los contenedores de basura le llegaron
los gemidos de robots que copulaban.
Cargaron al cabrón en el coche y se dirigieron al reformatorio. Cerbero le pegó en la
cara, arrebatado de ira impotente. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Y el castigo? ¡Vivo, eres
demasiado benévolo! Estás lleno de amor, perdonas a tus hijos descarriados, no los castigas, solo
los corriges. Y a este monstruo que ha atormentado a mi amigo durante trece días y trece
noches lo condenas simplemente a pausa. Lo dejas libre en las tinieblas. Y si vuelve a salir de
ellas, tendrás la paciencia
de corregirlo…
El pobre Ef dejó de sufrir durante el trayecto, dejó de vivir temporalmente, y el alma de
Cerbero se alivió. Le sobrevino el cansancio, acogedor, cálido como una bufanda de lana que le
envolvió el cuello y los hombros. La primera capa vibraba de manera agradable a la par que el
coche; en la segunda, Cerbero conectó la banda sonora de El asesino eterno; en la quinta se puso
un vídeo ilegal que guardaba (siempre podía decir que lo había requisado) de la pelea entre un
escorpión y un ciervo volante. Se relajó y se puso a pensar en la condecoración del Vivo. No,
no la colgaría sobre la mesa de trabajo. Quizás hiciera un dibujo de su mesa de trabajo…
Estaría bien saber si la Memoria Eterna guardaría esa configuración…
Cerbero dudó, pero ya tenía los ojos cerrados. No vio como su superior lo apuntaba con la
pistola.
En la quinta capa, el ciervo volante le arrancó la mandíbula izquierda al escorpión, que
intentó picar al ciervo en el vientre.
Segundo marcó el «sí» en abierto. Para que todos vieran que él estaba de acuerdo. ¡Tenía que
salir bien! Contaba con la mayoría. Sería un éxito. El Primero también votó a favor; ya había
dicho que estaba de acuerdo sin pensar, y no iba a perder la reputación, a no ser que fuera un
cretino rematado. Lo más probable era que estuviera a favor solo para librarse de una burla
general. A sus doce años fue tan estúpido de confesar que no podía ver al Buceador, y desde
entonces todos se burlaban de él. El Séptimo y el Quinto no votaban, por suerte; el Sexto y el
Tercero estarían en contra, seguro. Pero la Cuarta tenía que estar de acuerdo, con lo que seríamos
tres. Dos en contra. Somos mayoría. Tal vez Dragón también esté de acuerdo. A fin de cuentas,
es un campesino listo, para qué iba a querer problemas con las ventas en el Socio… Y a mi
cargo están el SPO y SPAP, los reformatorios y los psiquiátricos; ya me las arreglaré con ellos…
Si se ponen en contra, embargo la mitad de suministros…, que, por cierto, ya sería hora. Todo lo
que hacen en sus fábricas, los calzoncillos, las botas, los cepillos de dientes, todo está hecho de
la misma mierda apestosa…
La votación ha terminado.
La propuesta del Sapientísimo ha obtenido la mayoría de votos.
El lobo
Se desliza por la hierba húmeda haciendo eses y desviándose bruscamente de vez en cuando
para confundir el rastro. Por fin llega a la guarida y mete la cabeza. Huele a moho, a tierra y a
setas, y a su propio pelaje podrido. No huele a él. El lobo de ojos blancos, nacido de la misma
madre que ella, no ha ido allí sin ella…
Ella también hacía mucho tiempo que no iba allá. Desde el día en que se la llevaron a la
Residencia y comprendió que él no volvería al hogar de ambos.
Pero mientras le quedara esperanza, volvía a menudo. Lo esperaba día tras día, cazaba y
calentaba la guarida, y escuchaba los latidos de cuatro nuevos corazoncitos dentro de su cuerpo.
Llegó la hora, pero algo no fue bien: no pudo darles la vida. Los lobeznos nacieron muertos, y
eso que luxuria prometía el cumplimiento de las fantasías más excéntricas a todos los usuarios.
Se cortó con los dientes los resbaladizos cordones umbilicales y salió a cavar un hoyo en la
tierra helada. Después llevó los cuatro cuerpecitos fríos y peludos, uno por uno. En la boca le
quedó el sabor agrio de la carroña.
Al terminar, creó en el cielo una luna del color de la pus, mordida por el lado derecho, y aulló.
Esperaba que regresara. Aunque fuera en aquel momento. Para llorar por sus hijos muertos.
Pero no apareció. Desesperada, algunas veces se llevaba a la guarida a algún amigo de su
lista, pero ninguno pudo satisfacerla con un acto como el que le había dado él. Cuando ella
adoptaba aspecto de lobo, su pareja de turno se enfrascaba, pero su fantasía siempre era pobre.
Todo se limitaba a un uego de rol del estilo cazador y presa mezclado con sadomasoquismo.
Unos se transformaban en ratones o liebres estúpidos que se le tiraban a las fauces; otros
agarraban un rifle. Ella interrumpía el acto, volvía a la guarida y aullaba bajito mucho rato.
Lo añoraba. Ella era su hembra. Él la había creado así.
Tal vez por eso aceptó vivir con él en la Residencia. Por aquel acto, y no por ningún
privilegio del estilo de un laboratorio o sociodinero.
Ella crea el ocaso, el sol como una bola de fuego, los pájaros cantando en las copas
centelleantes. Crea una brazada de hojas de colores y se revuelca de espaldas encima de ellas.
Se permite oír los gemidos humanos de la primera capa. Los suyos propios y los de quien nunca
va a verla allí.
Cuando ella está a punto de terminar, cuando está con la lengua fuera y jadeando rápidamente,
se arquea, tensa la cola y sus ocho pezones se endurecen, de repente oye pasos y ve una sombra
alargada a su lado.
La cara del invitado está cubierta de una capa de pintura y polvos como el payaso de un
festival. El Siervo del Orden. Tiene acceso incluso aquí. Ha irrumpido en su fantasía con todo
descaro, como si estuviera en su casa, en su unidad.
Ella levanta el labio superior, mostrando los dientes, y gruñe en tono grave.
Siervo: ¡inmortalidad!
cleo: Vézope.
Siervo: Tengo un mensaje para el Sapientísimo.
cleo: ¿qué pasa, que soy un contestador
automático?
Siervo: no te enfades, perrita mía, :), también te concierne a ti. Cuando terminéis, di al Sapientísimo que os
convoco a los dos al laboratorio.
cleo: tú no puedes convocar al Sapientísimo, solo puedes pedírselo humildemente.
Payaso sonríe y se sienta en el suelo, a su lado. Remueve las hojas de colores con una mano
enfundada en un brillante guante amarillo. Coge una lombriz, se la acerca a la cara y la observa,
apretándola entre el pulgar y el índice.
Siervo: mira, puedo aplastarla con dos dedos, o puedo dejarla libre.
Separa los dedos, y la lombriz cae en las hojas de otoño. Se queda unos segundos inmóvil,
fingiéndose muerta, y luego se zambulle indecisa en la hojarasca.
Siervo: pero hoy voy a ser bueno, presentaos en el laboratorio dentro de una
hora. cleo: ¿para qué?
Siervo: repetir el experimento.
cleo: ¡eso no es posible! todavía es pronto para hacerlo, las hormigas y las termitas no han dado buen
resultado. Siervo: ¿cuántas inmersiones?
Siervo: con eso basta.
El Siervo se levantó y se marchó, maleducado, sin siquiera despedirse. Se quedó sola. Se metió en
la guarida con la cola entre las piernas. Ya no quería terminar el acto.
Quería rescatar de su memoria a aquel espectro arrogante y desgarrarle el cuello muerto
con las zarpas y los colmillos por haberla mentido… Por haberle dado una fórmula «mutilada»
que no servía para nada.
Se hizo un ovillo y gimoteó con suavidad, por la nariz.
—¿Estás bien? Dime, ¿estás bien conmigo? —La voz lejana y dolorida de Cero le llegó desde
la primera capa.
Los tocayos
De: Siervo
Para: Cuarta
Asunto: FW: haz L-L: resultados.
Texto del mensaje:
De:
Cuarta
Para:
Siervo
Asunto: RE: haz L-L: resultados
Que continúe.
(Un resultado negativo también es un resultado.)
Saludos,
4.
P. D. Como ya sabe, el experimento de Leo-Lot del año 441 fue un fracaso y no se conserva
ningún informe.
De: Siervo
Para: Cuarta
Asunto:¿A quién pretende engañar?
Según las noticias que tengo, en aquel entonces, el profesor Lot le envió un informe del
experimento con el haz. ¡Así que haga el favor de compartirlo conmigo!
Saludos,
S.
De:
Cuarta
Para:
Siervo
Asunto: RE: ¿A quién pretende engañar?
El llamado «informe» del profesor Lot puede definirse como los típicos apuntes de un loco. No
entiendo qué sentido tiene que lo comparta con usted.
Saludos,
4.
De: Siervo
Para: Cuarta
Asunto: RE: RE: ¿A quién pretende engañar?
Pues esos apuntes de un loco le sirvieron para prohibir y restringir el acceso a todas las
investigaciones de ese campo.
La remito al asunto del
mensaje. Compártalo.
De: Cuarta
Para: Siervo
Asunto: RE(3): ¿A quién pretende engañar?
Está bien.
«Polvo - 5 segundos de oscuridad - vida - 5 segundos de oscuridad - polvo, todos los
voluntarios dan el mismo resultado, continuidad de la muerte».
De: Siervo
Para: Cuarta
Asunto: RE(4): ¿A quién pretende engañar?
De:
Cuarta
Para:
Siervo
Asunto: RE(5): ¿A quién pretende engañar?
De: Siervo
Para: Cuarta
Asunto: Inform
e
De:
Cuarta Para: Siervo
Asunto: RE: Informe
Marcado como: !
Cuando pasó junto a la celda transparente y azulada del Buceador, Cero se detuvo. El Buceador
estaba sentado en su sillón milagroso de cara a la puerta. Unas algas artificiales se enredaban
detrás de él formando una red de color pardo disponible. Algunas veces, a Cero, el Buceador le
recordaba una araña, como antes Cracker, una araña grande e inmóvil que se escondía a la
sombra de su ingeniosa trampa a la espera de víctimas, y la celda se parecía a la sala de
aislamiento del Corpus Especial. Otras veces espantaba ese pensamiento. No se podía salir de la
celda del Corpus, y allí la puerta estaba abierta. Era cierto que Buceador no podía disfrutar de la
libertad, no podía levantarse e irse. «No: sencillamente no quiere —se corrigió de inmediato el
Sapientísimo—. Considera inútil cualquier movimiento físico».
Una vez, el Siervo explicó que su padre y él pidieron a un diseñador que ultimara los
detalles de la celda en estilo «mundo submarino». Era simbólico: ya que el Buceador
renunciaba a todo lo externo y transitorio para sumergirse en las profundidades y era
inaccesible para cualquiera de los vivos (excepto los ocho moderadores), que viera el mundo
con una mirada límpida y omnividente desde la capa más profunda, que promulgara sus sabios
decretos y que instruyera a los restantes miembros del Consejo de los Ocho cuando descendieran
hasta él en busca de consejo. Al menos, así era antes.
Así fue hasta que el Buceador le dio al moderador su último consejo.
Exactamente hace un mes, el día en que llevaron a Cero a la Residencia (él no sabía
adonde lo llevaban ni por qué, y estaba seguro de que iban a ejecutarlo), el Siervo del Orden le
leyó en voz alta las palabras del Ultimo Precepto del Sapientísimo:
«Queridos amigos: Estoy extremamente cansado. Ha llegado mi hora. Quiero hundirme.
Abandono mis obligaciones y me sumerjo para siempre en la decimotercera capa. No podréis
visitarme allí, porque de allí no vuelve ninguno de los vivos. Pero el lugar del Sapientísimo no
puede quedar vacío, y por ello debéis encontrar un sustituto sin tardanza, pero no lo busquéis entre
mis semejantes. Pasamos por tiempos difíciles, en los que la amenaza acecha ahí fuera, y no es
un buceador quien debe llevar las riendas de la situación, sino aquel que está más familiarizado
con la primera capa, aquel que está orientado hacia fuera tan bien como yo hacia las
profundidades. Por eso, para el lugar del Sapientísimo coged a Cero, el único que vive sin clave,
y perdonadle todos sus pecados, pues es como un niño. Con toda solemnidad, nombro a Cero
mi sucesor en el Consejo de los Ocho. El ve lo que vosotros no veis, vosotros que habéis
vivido tantas vidas. Él os dará sabiduría, y será la sabiduría de un niño».
El Consejo estuvo de acuerdo con la decisión del Buceador, aunque, por primera vez, no de
forma unánime. Votaron cinco: tres a favor y dos en contra.
—Qué suerte tienes, hijo de puta —le dijo entonces el Siervo mientras lo conducía a la
Residencia
—. Una voz en contra más, y no estaría llevándote allí, sino a la pausa. Y ahora, mira… —El
Siervo se sacó un fajo de papeles escritos con una caligrafía redonda y grande de debajo de la
chaqueta—. ¿Lo reconoces?
—Sí. Son mis cartas a mí mismo.
—Te hemos adquirido una unidad en el banco Renaissance. Pondremos allí tu diario, el que
te dejaste en el reformatorio. Y estas cartas. Todas menos… —El Siervo sacó una del fajo—.
Menos esta. «El milagro». —Agitó el papel con irritación, que parecía una mascota escurridiza
que intentara escabullirse de sus dedos—. «Morí y resucité según el plan preciso. Según el plan
de mi amigo Cracker». Tú y yo vamos a destruir esta cartita. En ella no hay más que
explicaciones y detalles superfluos… No le interesa a nadie. Vamos a recortarla. Moriste y
resucitaste. Punto final.
El Siervo rompió la carta en pedacitos. El ruido del papel al desgarrarse ensordeció a Cero.
—Moriste y resucitaste para ocupar el puesto de responsabilidad del Sapientísimo. Repite.
—Morí y resucité para ocupar el puesto del Sapientísimo —dijo Cero, obediente, sin oír su
propia voz. Las palabras fluían de sus labios como susurrantes envoltorios vacíos. No tenían
sentido. No eran nada.
El exterior de la Residencia le pareció que tenía una desagradable semejanza con la granja.
Un muro de hormigón de cuatro metros de altura. La fosforescencia celeste de la valla
electromagnética. Pero dentro, al otro lado del muro, las cosas eran muy distintas. No olía a
miedo, sino a jazmín, a menta y a cítricos del Jardín Disponible. El suntuoso edificio principal
de la Residencia, de ladrillos, cristal y madera multicolor, nadaba en tornasoles.
«Y perdonadle todos sus pecados, porque es como un niño…».
El edificio se parecía al castillo del sueño de su infancia. El castillo que nunca consiguió
construir para Hanna. Cero sonrió y se metió dentro, detrás del Siervo. Como una peonza torpe,
en la cabeza le daban vueltas y le resonaban retazos de frases. Serás un prisionero, pero un
Siervo te ensalzará… Os dará la sabiduría de un niño… El haz mostró tu gran futuro… Giraban
y giraban hasta que no quedó más que una. Moriste y resucitaste; repite. Moriste y resucitaste;
repite. Moriste y resucitaste; repite.
—… de falta de amor a pesar de que decimos que el Vivo está lleno de amor y que cada una de
sus partes quiere a las demás, en la práctica las cosas no son así… No es necesario rep… ¿Qué
palabra es esta? No la entiendo… ¡Ah! Reprimir el cariño instintivo… ¡Hijo, dame una lupa!
El cariño entre parientes biológicos… El amor entre hombre y mujer… Restablecer los antiguos
valores familiares… La institución del matrimonio… ¡Ejem! Bla, bla, bla… Y… ¡Lap! La
renovación de los reformatorios… La responsabilidad de los páusicos ante sus delitos es…,
¡ejem!, dudosa… —El Segundo dejó la lupa y el papel escrito por el Sapientísimo—. Hacía
cien años que no leía en la primera capa. Cuánta vista he perdido… Pero qué puedo
decir… ¡Formidable!
El Segundo se recostó en el sillón. Pareció que iba a romper a reír, pero estalló en una tos
húmeda y escandalosa, como en el pecho alguien le amasara nieve medio derretida cubierta de
corteza marrón.
«Qué viejo es —pensó Cero—. Es casi antinatural. El organismo del Vivo no debe cargar con
semejantes viejos, y menos en la dirección, en lo que llamaríamos el cerebro…».
—Entonces —dijo en voz alta—, ¿le ha gustado mi discurso?
—¡Por supuesto! —El Segundo se apretó una servilleta contra la barba y expectoró fragmentos de
risa y tos—. Es como una sinopsis de una serie de fantasía…
Era la tercera vez en la vida que el Sapientísimo veía al viejo. El primer encuentro tuvo
lugar el mes anterior, el día en que llevaron a Cero a la Residencia. El hombre lo
sorprendió con la combinación de la vejez increíble de su cuerpo (el Segundo no solo parecía
viejo, sino carente de vida) con una absoluta lucidez mental. Lo trataba con afecto paternal,
lo felicitaba de corazón por el nombramiento e incluso se puso un guante de protección en su
mano arrugada y surcada por venas hinchadas para llevar a cabo el antiguo ritual del
apretón de manos. Al enterarse de que al Sapientísimo le gustaba el olor de las flores y la
hierba de la primera capa, el Segundo dispuso de inmediato que le asignaran un piso que
diera al jardín. El segundo encuentro no podía llamarse propiamente encuentro, pues unos
días después el viejo enfermó de pulmonía y Cero fue a verlo. El Segundo estaba en la cama
con los ojos abiertos como platos y respiraba con silbidos y gorjeos, sin darse cuenta de que
tenía invitados; debía de estar descansando de su padecimiento en capas más profundas. «No
saldrá de esta —pensó Cero—. Es cruel que sufra de esta manera; deberían hacerle una pausa
clemente…».
Pero el viejo era testarudo. Y el día de la reunión del Consejo de los Ocho sacó fuerzas de
flaqueza y se levantó y fue a la sala de conferencias. Sin embargo, aquella vez se le
embrollaban las ideas.
—Podría enviar este texto al suplente del Quinto, a ver si echa a esos chicos de la Asociación
de Guionistas, qué gran idea, a ver si les interesa, porque últimamente están un poco
estancados…
«Está desvariando —pensó con tristeza Cero—. La vejez acaba venciendo al final. O igual es
porque tiene fiebre. Como Ef en el zoo…».
El Sapientísimo frunció el ceño y apartó aquel pensamiento de su cabeza. Había muerto y
había resucitado. El planetar que desvariaba en la jaula de los orangutanes era de otra vida.
Ahora todo era distinto. Murió y resucitó. Era un miembro del Consejo de los Ocho. Era
como un niño, y todo se le había perdonado…
—¿Qué tienen que ver los guionistas con esto? —Cero miró con complicidad al Siervo del
Orden como diciendo: «Mal asunto». Pero el Siervo no dijo nada. Había algo raro—. Me parece
que no lo ha entendido del todo. —El Sapientísimo intentó hablar alto y claro para que las
palabras atravesaran la costra de la obnubilación del viejo—. No es una idea para una serie. Es
el texto de mi Primer Discurso para la reunión del Consejo de los Ocho, que empieza dentro de
quince minutos, con transmisión en directo desde aquí de la conferencia de la primera ca…
—Vézope —lo cortó el Segundo, tajante; tras la barba blanca como la nieve, la cara se le
puso roja de tos y cólera—. Ya sé donde y cuando empieza. Eres tú quien no lo entiende,
hijo. Esto… —El Segundo cogió el papel de la mesa y lo agitó en el aire—. Esto solo puede
servir para una cosa a los miembros del Consejo: para limpiarse el culo. Ahora escúchame con
mucha atención. Escúchame bien… —De repente, el Segundo se dio cuenta de que había
perdido el hilo—. Escucha lo que voy a decirte y guárdalo bien en tus circunvoluciones de la
primera capa…
—¡Padre! —El Siervo del Orden meneó la cabeza con reproche.
El Segundo cerró los ojos; los párpados hinchados ocultaron las cortas pestañas grises.
Creó un nuevo documento en la mesa de trabajo. En el Socio le resultaba más fácil formular
ideas que en voz alta. Guardó el documento con nombre «o» y puso allí, punto por punto, todo
lo que quería decir a ese idiota.
—Muy bien —dijo después—. Primero: nunca vas a conectarte al Socio. Te hemos cogido
como
«especialista» de la primera capa, y ahí te vas a quedar para siempre. De modo que no nos
tomes el pelo, por favor, ni a los administradores de sistemas ni a los miembros del Consejo.
Usarás un puerto externo del Socio con un monitor a través del cual podrás enviar y recibir
algunos mensajes. Con eso bastará. Segundo: no te hemos cogido para que compartas tus
ideas delirantes con los miembros del Consejo. —Enfadado, el Segundo puso un dedo nudoso
encima del papel del discurso de Cero—. Como ya ha quedado totalmente claro que no eres
capaz de proponer nada sensato, de ahora en adelante, en las reuniones del Consejo, leerás
los textos que yo te dé…
—Con todos mis respetos… Pero ¿qué está diciendo? ¡¿Cómo se atreve?!
El Sapientísimo sintió físicamente como se le subía la rabia a la cabeza y a la cara en
oleadas ardientes y luego le refluía de golpe junto con la sangre hirviente de furia, dejando tras
de sí solo un vacío ensordecedor.
—Estoy en el Consejo de los Ocho porque Buceador así lo decidió —dijo Cero con los
labios blancos—. Segundo, usted no tiene derecho a hablarme en este tono ni a
apremiarme. Soy Sapientísimo. Y mi parecer…
—¡Tú eres un cero a la izquierda! —exclamó el Segundo, y estalló a toser como una
corneja.
—Soy superior en rango. Debe dirigirse a mí con respeto —masculló Cero, y se estremeció
de repugnancia hacia sí mismo. Su voz sonaba débil y casi pedigüeña, como si mendigara un
plato en un comedor.
El Segundo emitió un gruñido corto; no era ni tos ni risa, pero no replicó.
—Soy el Octavo y el Sapientísimo. —Cero intentaba transmitir firmeza con la voz—. El
Buceador me ha nombrado para que ocupe su lugar.
—Sí, bien cierto. —El Segundo sonrió malévolamente; los turbios ojos negros centellearon
como escarabajos que se arrastraban en la tierra seca—. Estás en el lugar del Buceador…
—Padre, tienes fiebre —dijo el Siervo en voz alta—. Has insultado al Sapientísimo y al
Buceador.
No sabes lo que dices. Me temo que no vas a poder participar en la reunión.
—¿Cómo que un títere? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el Sapientísimo con voz ajena,
casi de mosquito—. Voy a hacer públicas sus palabras en la reunión del Consejo…
—Porque no me parece que la amenaza sea tan terrible. Porque no estoy de acuerdo con
esas medidas tan severas. Ni con esa… Esa hipocresía. Tienen una doble moral. Viven
aquí, en la Residencia, como hogareños. Ustedes dos son antivectorianos. Y usted, Segundo,
es un viejo vivo…
—El Sapientísimo miró con cautela al viejo, a la espera de un estallido de rabia en respuesta,
pero este escuchaba con atención y casi asentía con aprobación, como si estuviera de acuerdo
—. Según su lógica —siguió Cero—, por cada uno de estos delitos, usted debería sufrir la pausa
y la siguiente corrección…
El Segundo acepto aquellas palabras con un «hum», como si de verdad no tuviera nada en
contra de condenarse a un reformatorio por toda la eternidad, y tosió brevemente.
—Casi tienes razón, Sapientísimo —dijo—. En todo, menos en lo más importante…
Siervo: ¡Tres minutos! Voy a cortarlo. No hay tiempo para discusiones filosóficas.
Segundo: Espera un momento. Déjame hablar con él. Este monocapa no es tan tonto como me había parecido al
principio. Capta las cosas deprisa, y habla bien, aunque no tenga memoria. Casi está empezando a gustarme.
—La amenaza es grande —prosiguió el viejo—. No puedes imaginarte hasta qué punto. Y
por lo que respecta a nuestra hipocresía… Yo no utilizaría una palabra tan fuerte. Sí, los
miembros del Consejo y sus…, ejem…, parientes viven de forma ligeramente distinta que el
resto. Pero esto está estipulado por una cuestión de racionalidad práctica…
El Segundo cerró los ojos y hurgó en el archivo de su vida pasada. Tenía allí, guardado
en Favoritos, una famosa anotación sobre aquel tema. Pero ¿cómo se llamaba? Qué cosa tan
absurda… Intentó recordar… El viejo se puso a buscar por palabras clave. De dos palabras sí se
acordaba bien:
«cabeza culo». Enseguida, la búsqueda dio una docena de resultados con la palabra culo, casi
todos fotografías, menos un documento donde estaban los dos órganos. En realidad, el documento
llevaba el confuso nombre, sin relación alguna con el tema, de «Júpiter y el toro». Debía de ser
un código, pero el Segundo no llegó a descifrarlo nunca.
—Entiéndelo, hijo —dijo al Sapientísimo, y se puso a leer casi recitando—: «El Vivo es como
un gran organismo, un único cuerpo compuesto de partes. Es importante comprender que la
cabeza y el culo no pueden vivir en las mismas condiciones. La cabeza manda, y el culo
obedece. La cabeza respira, come, bebe, piensa mucho y se cuida del bienestar del culo. El
culo, agradecido, defeca con regularidad, librando así al organismo de los restos de la
descomposición. Por mucho que entre oxígeno en el culo, no aprenderá a respirar. Por mucho
que se le meta comida, no podrá masticarla. Lo único que harán todos estos bienes es atascarlo e
impedirle que cumpla su función, harán que se ponga enfermo, y en poco tiempo también
enfermaría el organismo entero. Es decir, si el culo tuviera los mismos derechos, estos le
causarían graves daños, a él y al resto de partes del cuerpo…». ¿Me sigues, hijo?
Siervo: Ya no te sigue.
Segundo dejó de leer y enfocó la vista en la primera capa.
El Siervo del Orden sacó a rastras al Sapientísimo fuera de la sala de conferencias cogiéndolo
por las axilas.
Siervo: Ya.
Se oyó el susurro suave de las piernas rígidas del Sapientísimo barriendo el suelo. Tenía los
dedos de las manos muy separados, como si mostrara a un sordo el número diez, y los ojos en
blanco, surcados por venitas rojas, como si los globos oculares se le hubieran dado la vuelta y
mostraran al mundo su lado ciego. El Sapientísimo parecía un enorme muñeco de plástico que
hubieran roto poco después de haberlo comprado sin siquiera haber jugado con él.
¿Un bakugan?
Siervo: Exacto.
No puedo soportar esos bichos.
El viejo se estremeció.
En fin, empecemos… Mantenme al corriente. Y escucha: no te pases con los bakuganes. Intenta convencerlo
por las buenas.
El Primero, moderador de la armonía de la primera capa, saluda al Sapientísimo y al resto de miembros del
Consejo…
Siervo: Ahora ya no creo que vayamos a conseguir nada. Ya has visto lo terco que se ha puesto gracias a ti,
:( Segundo: Pues enséñale el Error.
Siervo: ¿¿¿Quéee???
Segundo: No todo, claro. Solo los congelados… Bueno, me toca.
El ocho tumbado, antiguo signo del infinito, fluctuaba y palpitaba en su entrecejo soltando
grititos de pánico:
—El Segundo, moderador del orden del Vivo en todas las capas, saluda al Sapientísimo y al
resto de miembros del Consejo…
El Error
—Venga, niño —murmuró el Siervo con dulzura, colocando la larva de bakugan blanco en la piel
del Sapientísimo—. Aquí, en el codo, aquí te gustará… Y la grande al lado de la vena…
Una bolita blanca empezó a temblar y a notar el olor cálido del cuerpo y clavó tímidamente
su diminuta trompa en la piel del Sapientísimo. Le inyectó su jugo con delicadeza, muerta de
sed, esperó a que le hiciera efecto, y después absorbió la sangre caliente y mágica.
El Siervo del Orden adoraba los bakuganes, aquellos monstruos tan útiles y formidables, un
prodigio de la selección entomológica. Justo después de alimentarse de sangre llevaban a cabo
una metamorfosis; en un par de segundos pasaban a capullo…
Un escarabajo alado de dos cabezas de color rosado y disponible corrió por el brazo de
Sapientísimo desde el codo hasta la mano, tomando carrerilla para emprender el vuelo. El
Siervo lo cogió y lo espachurró: el bakugan transformado ya no le servía de nada. En los dedos
le quedó sangre impregnada de jugo blanquecino, y la lamió: era vitamina natural. De
inmediato sintió como le latía y se le acaloraba el pecho; las paredes de la sala se volvieron
luminosas y densas como si hubieran aumentado la profundidad del color en la primera capa y
le hubieran puesto un filtro estoy-de-suerte. Al cabo de un momento, sintió una erección
causada por la larva insaciable, y tuvo muchas ganas, urgentes, de llamar a su nueva mujer…
Era un producto natural; de un complejo vitamínico no podían esperarse tales efectos. En un
complejo vitamínico había mezclas nocivas y conservantes…
Leila le abrió una ventana, y él se sobresaltó.
leila: ¡no pasa nada, vézope, vete, corre, vézope, que te llama esa mujer!
Leila cerró la ventana y la volvió a abrir. Zis, zas. Como un bofetón. El Siervo frunció el
ceño; el paso a la histeria de Leila, ya fuera en la primera o en la segunda capa, últimamente era
instantáneo.
«Le he permitido demasiadas cosas —pensó el Siervo, enfadado—. Demasiada rienda suelta…».
Leila: ¡Te he regalado mi juventud! ¡Te he dado parientes! ¡En siete años no he ido a un festival! T tú, cabronazo,
¿ahora vas y te coges otra esposa?
Siervo: ¡Vézope, idiota! ¿Qué es eso de «esposa»? ¿De dónde has sacado esa palabra?
Leila: De una enciclopedia del mundo antiguo.
El Sapientísimo se levantó con esfuerzo del sofá amorfo y nauseabundamente blando. Las
paredes oscilaron aún más deprisa, arrastrando consigo el suelo. Le parecía que estaba en un
columpio en un antiguo parque de atracciones. Se tambaleó, quiso agarrarse al respaldo
del sofá, pero el muy traicionero descendió de pronto y se fundió con la parte del asiento, y el
sofá se convirtió en una torta abultada.
—Le he dicho que no se levante de golpe. —Amable, el Siervo del Orden lo cogió del
brazo y lo volvió a sentar en el sofá—. Ningún miembro del Consejo es capaz de acceder a la
duodécima capa. Ninguno, excepto el Tercero, llega a la undécima. Lo que pasa es que no se
deciden a reconocer que no son capaces de oír las palabras del Buceador. Una vez, el Primero,
tan jovencito él, dijo que no veía al Sapientísimo. A los demás les faltó poco para destrozarlo
cual abejorros a un saltamontes cojo. Se rieron, pero tuvieron miedo. Se reconocieron en él y
se asustaron ante la posibilidad de que los descubrieran, y la vergüenza que pasarían.
Porque el Consejo de los Ocho ve las doce capas: así lo dice el Libro de la Vida. Nadie se
atreve a contradecir al Libro: si así se dice, así debe ser. —El Siervo del Orden quitó como al
descuido unas etiquetas inútiles de la mesa de trabajo; se sentía débil, pues no estaba
acostumbrado a dar discursos tan largos fuera del Socio—. Dicen que antes era así —farfulló
—. Doce capas y buceadores de verdad…
No quería decir eso, pero las palabras le salieron solas, se le resbalaron de los labios como
babosas indefensas y húmedas. «Es por el cansancio y los nervios —pensó el Siervo—, por el
esfuerzo en la primera capa. Solo me falta ahora empezar a sincerarme con este desgraciado.
¡Maldita primera capa! No ves lo que dices, no puedes concentrarte como es debido. En fin, que
se habla de más».
—Pero todo esto es un bombardeo —decidió el Siervo, resolutivo—. No hay buceadores ni
los ha habido. Tampoco hay que tomarse el Libro tan al pie de la letra. Es una alegoría… A mi
modo de ver, lo que quiere decir es que cualquier miembro del Consejo puede ser sapientísimo.
Hay que encontrar al buceador dentro de uno mismo. ¿Es importante? En primer lugar, es
importante «verbalizar» la voluntad del Sapientísimo, y el resto también hacen ver que asisten a
una cita en la duodécima capa. Mi padre lo entendió muy pronto. Pero no es el único. El Sexto
también se ha marcado algún farol. Mi padre sacó adelante el Último Mandato con muchas
dificultades. Ese escarabajo pelotero de ojillos vivos sabe que el Buceador no existe…
El Siervo del Orden calló. El vigor del veneno del bakugan blanco se desvaneció de repente
y le dejó a su paso solo un desagradable temblor en las extremidades y una melancolía
inexplicable como la que sobreviene cuando se interrumpe un acto en modo luxuria.
Algo lo agobia
«No hay buceadores ni los ha habido», escribió con prisas en la pared de la unidad en
tamaño de letra 20; el psicoterapeuta recomendaba ese ejercicio en situaciones de estrés. Pero
ya se le había pasado el buen humor. Como se le pasó las dos veces en que había ido a las
robochabolas a buscar a un estúpido «sapientísimo». «No hay buceadores». Las dos veces llenó
las paredes de su unidad con aquella frase. Pero no sabía por qué no acababa de creérsela. Esa
carta en el Renaissance… Una carta que se escribió a mediados del siglo segundo. Era como
una espina clavada. Cuando la escribió, todavía no se hacía llamar Siervo, ni siquiera Ciborg-
17. A mediados del siglo segundo llevaba el nombre de Goblin y trabajaba como virólogo del
Socio. En aquella carta describía su breve inmersión en la duodécima capa («¡Me he sumergido!
No se puede explicar lo que se siente en la profundidad de las profundidades. La lengua global
es demasiado pobre, no hay palabras adecuadas… ¿Placer, sabiduría, vuelo a una paz infinita? Sí,
pero… ¿Amor? ¿Santidad? No exactamente… ¿Muerte, podría ser?») y se planteó retirarse para
siempre a las robochabolas para sumergirse eternamente. No había más cartas de Goblin de
aquella existencia. Probablemente, a juzgar por que después de la pausa se reprodujo en las
robochabolas y adoptó el nombre de Ciborg-17, sí que llevó a cabo sus planes.
No había manera de comprobar si era cierto o se trataba de una sobrecarga. ¿Era un
buceador auténtico o un mero virus lo que había dañado su memoria y su intelecto (eso les
pasaba a los virólogos cada dos por tres)? Fuera como fuera, al mirar atrás, el Siervo del Orden
se estremecía de aversión. No le gustaba hablar de su pasado; su invector era demasiado
vergonzoso. Durante casi tres siglos, hasta la actual regeneración en el año 430, había sido un
apestoso robot de las chabolas. Lo seguiría siendo si no hubiera sido por la estrella afortunada
de su madre biológica.
Su madre, de ojos grandes y hambrienta como una libélula, era una bruja de las chabolas.
Se llamaba Mara y tenía dieciséis años cuando el Segundo reparó en ella un día en que se dio
una vuelta por las chabolas acompañado por seis guardaespaldas en una «visita
filantrópica por amor y preocupación». La llamó con un gesto y ella se le acercó de rodillas.
«Levántate y échame la buenaventura, chica —le dijo el Segundo—. Hoy te permito
oficialmente que ejerzas». «Mejor que te pongas de rodillas conmigo —respondió Mara— y
descanses un ratito». Sorprendido, el moderador del orden frunció el ceño ante tamaña
desvergüenza. Todos a la vez, los guardaespaldas empuñaron las automáticas. Pero el Segundo
negó con la cabeza, y lentamente se puso de rodillas frente a Mara. Esta se llevó la mano del
Segundo, enfundada en un guante de protección, a la frente morena: «Veo antes de la pausa,
veo después, lo digo todo, no oculto nada… Te veo, moderador del orden de todas las capas…
Y me veo desnuda en tu cama…». El Segundo se rio, se bajó la bragueta y allí mismo, sin
moverse del sitio, realizó el acto con ella en la primera capa. Los guardaespaldas la sujetaban,
aunque ella no se resistió mucho. Después, el Segundo se levantó, le dio una patada a la bruja y
se fue con su escolta.
Al día siguiente la llamó a la Residencia.
La conservó a su lado como mujer permanente. Ya allá, en las chabolas, ella se quedó
embarazada de Ciborg-17. «En la Residencia no se permite dar a luz a robots —le dijo el
moderador del orden—. Mi pariente será un gran hombre». «Será Siervo del Orden», dijo Mara,
poniéndose la mano en el vientre. «¿Y por qué no? —respondió el Segundo, pensativo—.
¿Por qué no…?».
—… me cogieron.
Las palabras del Sapientísimo le llegaron desde muy lejos. El Siervo del Orden descubrió
que se había abstraído de la primera capa y había perdido el hilo. El síndrome de la atención
dispersa era una de las enfermedades crónicas superficiales del Vivo…
—¿Qué ha dicho, Sapientísimo?
—Que, como el Buceador no solo más que una marioneta, decidieron cogerme a mí en su
lugar. Yo, que solo estoy en la primera capa y no tengo acceso al Socio. Asustarme con sus
cucarachas blancas y negras, amaestrarme para que una vez al mes lea el papel que me den
con sus palabras…
¿No es así?
—Bueno, solo en líneas generales…
—«El salvador del apóstol» —dijo Cero con voz inexpresiva—. ¿También lo compuso usted
para
«animarme»? Oh, claro. Allí, en la zona de la Pausa, atiborró a Mateo de trankvitaminas. Y luego
le coló el texto por las capas profundas. «Te capturarán, pero un Siervo te elevará si aceptas
servirlo».
«Increíble —pensó con rabia el Siervo del Orden—. Ha citado el texto de memoria; no
tiene acceso a la memoria…».
El Siervo observó las pupilas dementes del Sapientísimo, que latían por exceso de jugo de
bakugan blanco, y no le pareció aterrador, sino claramente loco. Desagradable, como si sintiera
la mirada de un insecto venenoso fija en la nuca.
—No fui yo —contestó el Siervo, y se sorprendió de sí mismo: sus palabras sonaron como
una disculpa—. Fue tu amiguito Cracker.
—Mi amigo Cracker sabía hacer muy bien esas cosas —respondió el Sapientísimo, desafiante
—,
pero hacía una semana que había dejado de existir temporalmente cuando Mateo dejó su
mensaje.
—Lo sé —dijo el Siervo en voz baja y malévola, pero sincera a la vez—. Entramos en la
unidad de Mateo después de su pausa. Cracker había introducido ese texto en su memoria hacía
tiempo, antes de su propia pausa, incluso antes de que usted escapara. Con la orden de «activar
antes de la pausa».
El Siervo del Orden buscó el mensaje de Mateo en la papelera de su memoria y jugueteó con
él como si se tocara un diente dolorido con la lengua, y varias veces venció el fuerte deseo de
eliminarlo para siempre. Pero no, no podía. Había que guardar aquel documento como
recordatorio de su deshonra, la del Siervo, tanto en el plano humano como profesional. Como
testimonio de que incluso su unidad del Socio era accesible y vulnerable. Que cualquier astuto
malnacido podía penetrar en su unidad y después colarse en su funcionamiento neuronal a
través de una telaraña finísima y confusa, filtrarse en su conciencia, en la del mismísimo Siervo
del Orden… El Siervo frunció el ceño como si alguien le hiciera cosquillas en la nuca con una
varilla metálica y fría. Aquel cabrón de Cracker se las había ingeniado para hurgar no solo en su
memoria del Socio, sino que conocía sus pensamientos. Su intención secreta, no expresada en
capa alguna, de cambiar su invector a cualquier precio…
—¿Así que debo servir al Siervo? —Cero se sorprendió a sí mismo al oírse estallar en una
carcajada inesperada, ajena, quebrada, como si no fuera él quien se riera, sino un viejo malvado
instalado en su esternón.
—Debe servir fielmente al Vivo —contestó el Siervo en tono oficial, como si hubiera
esperado la pregunta y ya tuviera la respuesta preparada—. En especial ahora, en estos tiempos
difíciles en que la estabilidad del Vivo se encuentra en peligro… Sapientísimo… —El Siervo
clavó los ojos en Cero e hizo una larga pausa—. Voy a enseñarle una cosa.
El Siervo se acercó a la mesa y quitó con solemnidad la funda invisible de un objeto
rectangular y voluminoso que se erguía extrañamente en el centro de la sala.
—Un regalo para usted.
El Siervo hizo un gesto amplio. Parecía extraordinariamente satisfecho de sí mismo.
—¿Un Cristal-X0? —Sapientísimo se quedó mirando el regalo—. ¿Quiere sorprenderme con
un Cristal-X0? Pero si es una antigualla que se usa en los grupos de desarrollo natural para que
los hidrocéfalos puedan ver los Muñecos de trapo…
—Disculpe. —Ofendido, el Siervo apretó los labios finos y oscuros—. No había otro para
escoger. El Cristal-X0 de momento es el único monitor para la primera capa. Mire, no hay
demanda. Es posible que más adelante, el Sexto y el Primero elaboren ex profeso para usted
algo un poco más… elegante. Mientras tanto, hemos encargado tres monitores, los tres para
usted. Uno está en la sala de conferencias (no lo habrá visto, con todo este revuelo); otro está
aquí, en esta sala; y el tercero lo montarán en su piso. ¡Y en todos han instalado un puerto
externo del Socio con conexión restringida! Genial, ¿verdad? Tendrá un acceso restringido a
ciertos servicios de la segunda capa. Por ejemplo, los miembros del Consejo podrán enviarle
cartas y mensajes. ¡Y usted podrá ver los anuncios y las series!
—Ya. ¿Y se supone que tengo que dar las gracias?
El Siervo del Orden hizo una mueca de irritación y encendió el Cristal. Algo aulló en las
entrañas de la máquina. Un millón de mosquitos plateados y centelleantes hormiguearon por la
pantalla.
—Debo enseñarle una cosa —dijo el Siervo.
Entornó los ojos e instaló la conexión entre el Socio y el Cristal. La instalación no iba bien;
era un
poco tosca, como si la zurraran en la frente con un garrote. El Siervo se sumergió en la octava
capa y entró en el Sistema, experimentando al entrar, como siempre, una sensación momentánea de
vértigo y asfixia. El Sistema no recibía bien a aquel a quien no elegía personalmente, ante quien
no decidía abrirse por sí mismo. Solo a la Cuarta, la moderadora de la ayuda a la
naturaleza, el Sistema le permitía entrar sin trabas. El Siervo del Orden y el resto de miembros
del Consejo debían contentarse con una reproducción ampliada del Sistema, por otra parte lo
bastante sensible y agresiva para que cada vez que entraban y salían les clavara los dientes
en el cerebro.
¡Atención! El usuario Cristal-X0 puede amenazar la seguridad del funcionamiento del Sistema
anular orden «compartir» seguir con la ejecución de la orden
La cabeza le dolía del esfuerzo; le bailaban manchas no disponibles ante los ojos. Qué lento.
¡Vézope, qué lento! Como si intentara compartir un programa con un amigo que no estuviera
vivo…
«En cierto sentido, así es —advirtió de repente el Siervo—. El puerto del Socio del Cristal no
está vivo, es externo. Mis células nerviosas están volviéndose locas, tratando de establecer
contacto con sus neuronas mecánicas… Venga, por fin… Ya». El Siervo se enjugó el sudor
de la frente.
En el monitor del Cristal, el Sistema se veía raro y casi inofensivo, no como en la octava
capa. Parecía una multiplicación cómica de un hombrecillo semejante a Vivito consistente en
letras y cifras que se agitaban y se desplazaban envueltas en minúsculas espirales. No parecía un
bicho espantoso que te engullera a desgana en sus entrañas oscuras, pegajosas, codiciosas,
calculadoras, previsoras, vivas y en constante renovación.
«El Vivo = 3 000 000 000 vivos», resplandecía la leyenda al pie de la pantalla.
—Observe, Sapientísimo. Observe y tiemble —susurró el Siervo sin sombra de burla—. Tiene ante
usted el Sistema.
Incrédulo, Cero se fijó en el hombrecillo de cifras.
—¿Quiere saber qué es el Sistema? —preguntó el Siervo, desdeñoso, malinterpretando la mirada
de Cero.
—Nadie sabe qué es el Sistema —respondió Sapientísimo, y el Siervo asintió complacido.
Era la respuesta correcta. La contraseña para los que lo sabían.
¿Qué es el
Sistema? El alma
del Vivo.
O el cuerpo del
Vivo. O el intelecto
del Vivo.
¿Qué es el Sistema?
El regalo de los Reyes Magos.
¿Qué es el Sistema?
El fantasma inquieto del Vivo que es el elegido.
Pero ni siquiera los elegidos saben del cierto qué es el Sistema.
—Observa, Sapientísimo.
En la pantalla, el hombrecillo cómico levantó lentamente las manos como si se rindiera ante
un enemigo invisible. Varias espirales de cifras fluían en su cuerpo, en las axilas, las manos y el
ombligo, y acabaron pareciendo cardenales.
—¡Uno, dos, tres…, cinco…, lap! —El Siervo parecía realmente asustado—. Siete, ocho…
Ocho.
¡Más que nunca!
—¿Qué es esto?
El Siervo del Orden acercó un «cardenal»: una mancha diminuta de letras y números se
desplegó en una clave de diez cifras. En la parte inferior de la pantalla se encendió un contador
con un chillido alarmante: 15 segundos, 16 segundos, 17,18…
—Una regeneración interrumpida —respondió suavemente el Siervo—. Esto es el contador
de los segundos de oscuridad. Después de la pausa, como ya sabe, deben ser cinco. Pero aquí,
ya lo ve…
19, 20, 21…
Sapientísimo experimentó una extraña ingravidez. El imago de la esperanza se le abrió en el
estómago y le ascendió hasta la garganta junto con una arcada agria. Los cinco segundos de
oscuridad de alguien resultan ser una eternidad…
—En este momento, ocho vivos no se han reproducido después de la pausa, en el
momento correspondiente. Es mucho. Lo normal es que sean dos o tres…
—¡¿Lo normal?!
—En los últimos tiempos… El error del Sistema fue descubierto hará medio año. Una clave
se reprodujo dos décimas de segundo más tarde, pero el Sistema lo detectó y emitió una señal
de alarma en el Socio. Decidimos que había sido un apartamiento singular y admisible de la
norma, y no le dimos más importancia. Pero una semana después, la situación se repitió, con
la diferencia de que la reproducción se interrumpió dos segundos de más. Más adelante se
interrumpieron dos claves de dos regiones distintas a la vez. Una se reprodujo diez minutos
después, y la otra… veinticuatro horas más tarde. Entonces entendimos que la estabilidad del Vivo
estaba amenazada. Está enfermo. El Vivo está gravemente enfermo.
La clave de la pantalla parpadeó durante ciento ocho segundos, cambió el color de no
disponible a un hierba disponible y se apartó a la derecha.
—¿Qué…? ¿Qué le ha pasado? —se despabiló Cero.
—Por fin se ha reproducido. De momento, todas las reproducciones interrumpidas han
llegado a término tarde o temprano. Usted y yo tenemos un objetivo común, Sapientísimo: no
permitir… —El Siervo bajó la voz de manera enigmática—. No permitir la reducción… Es terrible
imaginarse qué pasaría si una reproducción, simple y llanamente, no llegara a tener lugar. Pues
el número del Vivo es invariable; el Vivo son tres mil millones de vivos. Usted debe protegerlo.
Relacionamos el error del
Sistema con la actividad destructiva de los disconformes. Por eso el Primer Discurso debe centrarse en
el endurecimiento de las medidas y en la imposición del estado de emergencia, ¿comprende?
¿Sapientísimo? ¿Cómo se encuentra?
—Estoy bien.
Las paredes y el suelo dejaron de mecerse. Todo se volvió distinto y asombrosamente
brillante, como estoy-de-suerte.
—Estoy de suerte —dijo Cero, y se levantó.
Sentía una extraña agitación en todo el cuerpo. Le temblaban los brazos y las piernas, pero
no de debilidad, sino con una fuerza confusa y prometedora. Como si se le hubiera puesto en
marcha un potente motor invisible. Podría correr diez kilómetros sin parar. Podría hacer pedazos a
cualquiera que quisiera impedirle el paso. Era como un perro rabioso que se hubiera escapado de
la jaula de la granja. Se defendería a sí mismo y a su territorio. Defendería a su amo.
Precisamente él, Cero, curaría la gravísima enfermedad de su amo, y después, el amo lo
aceptaría en su seno. No tenía miedo, ya no era débil, era el señor de la primera capa. Era más
fuerte que cualquiera de esa gente social, obesa, torpe, e incapaz de expresar sus pensamientos
con coherencia. Era más fuerte que el hombre que tenía al lado, el Siervo del Orden. Que aquel
payaso que torcía el gesto como si le doliera una muela.
—Vézope —dijo Cero con una sonrisa misteriosa. La alegría demente le ensordecía la
cabeza con su martilleo como una bomba enfurecida—. Vézope para el Segundo y para ti, ¿está
claro? El Vivo no tiene bastante amor; esa es la causa del Error. Estoy seguro de eso. Concebí
un bonito Primer Discurso, simple y bueno. No pienso pronunciarte discurso ante el Consejo de
los Ocho…
«Pues al final sí que es estúpido —pensó el Siervo, y se estremeció al salir del Sistema—.
Se mire por donde se mire. Estúpido y testarudo, como una polilla que se da contra el cristal de
la ventana toda la noche…».
—Tú ya has pronunciado nuestro discurso, idiota —repuso el Siervo, cansado.
Sapientísimo clavó los ojos rebosantes de sangre y veneno en la pantalla ya oscura del
Cristal, y luego en el Siervo.
—¿Creías que en la Residencia hay un solo rincón donde no haya cámaras de vigilancia y
grabación? —El Siervo sintió un arrebato atroz de llenarse la boca de saliva y escupírsela a
aquellos ojos necios—. Te hemos grabado mientras leías nuestro discurso. Ha sido una pena
que lo hicieras sin sentimiento, pero los miembros del Consejo se fijan pocas veces en la
entonación en la primera capa… ¿Quieres que le pregunte al Segundo si a alguno le ha
sorprendido que leyeras un papel? No, dice, a nadie. No se les pasa por la cabeza que alguien
sea capaz de recordar tantas palabras seguidas de memoria. Todos se han creído tu «conexión
directa»… Así pues, ¡te felicito por el éxito de la presentación de tu Primer Discurso! Un poco
inesperado… Todos se han quedado boquiabiertos con tus propuestas tan radicales. Pero por
otra parte, los miembros del Consejo ya hace tiempo que habían pensado en dar una vuelta más
de tuerca a la situación… Qué lástima que usted no pueda tomar parte en las discusiones. El
Segundo dice que el Consejo está tremendamente preocupado por su indisposición; ha perdido
la conciencia y he tenido que sacarlo de la sala de conferencias a rastras. Chaval, perdona, pero
teníamos que hacer este pequeño montaje y pasar rápidamente del discurso al desmayo. Pero
ahora todos creen que no es más que producto del estrés. Es normal que esté pasando por una
época de fuerte inquietud. El Primer Discurso es cosa de responsabilidad… Esperan que se
Sapientísimo? ¿Estás mejor? En cierto modo, todo depende de usted…
—Hijo de puta. —Sapientísimo temblaba de rabia y humillación—. ¡Voy a contárselo todo
ahora mismo!
El Siervo del Orden se rio, conmovido, como si hubiera oído que lo amenazaba un niño.
«¡Voy a contárselo todo a mamá!»; sus parientes reaccionaban muchas veces así, cuando los
castigaba encerrándolos en el trastero a oscuras…
El Siervo observó como Cero tiraba con furia del pomo dorado de la puerta cerrada.
—¡Voy a tirar la puerta abajo!
Sapientísimo retrocedió un par de pasos, cogió carrerilla y embistió la puerta.
Los parientes del Siervo a veces también intentaban abrir la puerta. Por algún motivo
inexplicable, tenían un miedo tremendo a la oscuridad de la primera capa. Leila creía que el
castigo no servía para nada, pero al Siervo no le interesaban demasiado las opiniones de Leila.
Si sus pequeños vivos querían conseguir algo en esta vida, tenían que ser fuertes, malvados y
audaces. Como su padre. Tenían que trabajarse a sí mismos para que sus invectores no
destacasen, y nadie sabía cuánto duraría su dolce vita en la Residencia. El, por supuesto, poclé,
intentaría que se quedasen allí para siempre, pero no tenía ninguna garantía. Ni siquiera tenía
garantías para sí mismo, por eso tenía que luchar por su lugar. Al Siervo le gustaba sentarse en
su despacho y escuchar los ruidos del cuarto trastero. Los lloros de los niños y los golpes en la
puerta. Que se desarrolle su fuerza y que triunfen sobre los miedos antiguos. Un día, pronto,
entenderán que la puerta y las bisagras son de madera solo por fuera, que por dentro están
rellenas de acero al carbono y que es imposible derribarla. Un día, pronto, intentarán engañarlo
cuando él los lleve al trastero. Interrumpiéndose el uno al otro, emocionados, le contarán que la
última vez vieron una rata en el trastero, una rata de verdad, viva, con pelo, con los ojos como
botoncitos… En un rincón, padre, poclé, ve a ver, poclé… Y él irá, y cerrarán la puerta cuando
esté dentro, y él se lo permitirá como tiempo atrás se lo permitió su padre a él. Porque no podía
negarles esa lección. Sería su primera vileza de verdad. Saldrían corriendo, riéndose y
chillando, y él abrirá la puerta del trastero con su propia llave. Los encontrará en el jardín, les
daría un bofetón a cada uno y luego los abrazaría fuerte. Como cuando lo abrazó su padre, con
ternura y dolor…
A regañadientes, el Siervo puso en pausa la película «Infancia-parientes-reconciliacion-jardín» de
los archivos familiares.
—Guarda tus energías, Sapientísimo. En primer lugar, es imposible derribar la puerta. En
segundo lugar, un par o tres de golpes como ese, y dejarás de estar vivo. ¿No sientes lo cerca
que está tu pausa, eh, Cero?
Claro que lo sentía. Como si alguien le atravesara el corazón, como a una mariposa de
colección a la que estuvieran manoseando, removiendo la aguja que le habían clavado, y con
cada movimiento sintiese una oleada de sudor frío en la cara y el sabor del hierro en la boca.
El Siervo se agachó, buscó en el suelo con la mirada, cogió el cadáver del escarabajo de la
alfombra y se lo puso al Sapientísimo en las narices.
—Tiene dos cabezas, ¿lo ves? Eso son dos dosis de veneno blanco. La primera… —El Siervo
del Orden arrancó una cabeza del insecto con aire ausente—. La primera neutraliza el veneno del
bakugan negro. La segunda… —Arrancó la otra cabeza, y del cuello salió una gota rosada—. La
segunda te matará. La pausa te llegará dentro de una hora si te tranquilizas y eres bueno, o antes
si sigues furioso.
Cualquier esfuerzo físico, cualquier movimiento brusco, cualquier pensamiento ansioso acelera
el proceso. No sé si te he dicho qué les pasa a los que abusan del veneno del bakugan
blanco… Sufren un shock de adrenalina. Una taquicardia paroxística. Una ruptura del músculo
cardiaco. Una hemorragia cerebral. Tus vasos sanguíneos se hincharán y estallarán como
uvas podridas.
Sapientísimo se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la puerta cerrada. Tenía la
respiración agitada y el cuerpo entero le temblaba ligeramente, como un animal de granja al
que una persona se le acerca demasiado.
El Siervo del Orden se acercó al Sapientísimo y arrugó la nariz al percibir el fuerte olor
que desprendía. Qué asco. Lo cierto era que apestaba como un animal, a miedo y sudor.
—Sí, sí, ya lo sé, son malas noticias… —El Siervo sintió que se le tapaba la nariz ante
aquella peste de granja—. Pero hay una buena. Puedo neutralizar el veneno. ¡Oh, sí! —Con el
gesto de un mago, el Siervo se sacó del bolsillo interior una cápsula transparente en cuyo interior
había un bulto negro palpitante—. Es una larva de bakugan negro. Ya está despierta, calentada
por el calor de mi cuerpo, temblando de impaciencia. Está lista para compartir su jugo milagroso
y calmante… Tú decides. Si quieres, puedes morirte aquí; el Consejo de los Ocho se pondrá muy
triste por esta pausa repentina por culpa del estrés. Pero si quieres, puedes colaborar. Puedes
respirar hondo, volver a la sala de conferencias, participar en el debate. No te preocupes, que estaré
sentado a tu lado haciéndote sugerencias. ¿Te he convencido?
—Puede… Ahora… Negro… —jadeó Cero, y alargó una mano al Siervo, como un robot
hambriento que mendigara comida a los transeúntes en un rincón de las chabolas.
A Cero le pareció que un observador sabio y desconocido lo estudiaba desde dentro y
registraba con indiferencia cada etapa de la agonía y la humillación. Y advirtió sin pasión
que la fuerza y la rabia, la dignidad y la inteligencia, la lealtad al amo, todo había
desaparecido. Solo sentía una melancolía mortal, el viejo miedo infantil de quedarse
encerrado a oscuras.
Otro golpe. Un golpe brusco y agotador de su sangre enfurecida.
—Todavía no. —El Siervo se guardó la cápsula en el bolsillo—. Vas a ser un buen chico
y repetirás conmigo todo lo que debes decir, y dentro de media hora te daré el bakugan negro.
Tú respira hondo, pero despacio, con calma… Lo más importante es que te acuerdes de que
defiendes los intereses del Vivo, si bien ayudado un poco por nosotros… Sabemos lo que
hacemos, Sapientísimo. Algún día entenderás que tenemos razón.
Leila: Muy bien, me voy a otra ala con los niños. No estoy dispuesta a vivir bajo el mismo techo contigo y
con tu furcia.
Siervo: ¡No te atrevas a meter en esto a los niños!
Leila: Vaya, ¿ahora te acuerdas de los niños,
canalla?
Según los resultados del debate, las propuestas del Octavo (Sapientísimo) se aceptan por
mayoría. Los miembros del Consejo consideran el estado de emergencia una medida
adecuada y oportuna.
Los miembros del Consejo consideran el endurecimiento de las penas una medida adecuada y oportuna.
Los miembros del Consejo tienen en alta estima la generosidad y la valentía de su colega Segundo, y aceptan con
gratitud su sacrificio cuando le llegue la hora.
Me permito recordarles a los miembros del Consejo que el asunto de la próxima reunión será «La publicidad
social como una medida de lucha contra los Disconformes».
Segundo
¡Atención!
La unidad de datos solo contiene cartas y documentos privados.
La unidad de datos está alquilada durante ciento veinte años con derecho a
prolongación.
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Gracias,
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Gracias,
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¡Inmortalidad, Segundo!
Ya puede abrir su
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¡Atención!
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Ha puesto una (1) autocarta nueva en su unidad.
¡Atención!
O bien ha olvidado reintroducir las cartas retiradas en su unidad o bien no desea
devolverlas.
¡Atención!
Ahora en su unidad solo hay una (1) autocarta.
¡Hasta la próxima!
Inmortalidad.
Autocarta
Al principio no vemos nada. Está todo oscuro. Solo oímos unos susurros misteriosos y una
respiración silbante y ronca. Estamos intrigados.
[Desde un fundido a negro] Un chasquido brusco y familiar: la luz de un sol milagroso
inunda el supermercado con un resplandor deslumbrante.
(N. B. Primero, brillo en 8y para parpadear en el primer segundo en un acto reflejo;
luego, brillo estándar del Socio.)
Vemos a un hombre viejo y desalmado de cara muy desagradable y furiosa. Tiene la tez
cetrina y de aspecto poco saludable. Está en cuclillas y jadea aceleradamente. Es un viejo
vivo. Mira fijamente con ojos hostiles al funcionario del SPO, que se le acerca con pasos
rápidos y decididos.
El funcionario es alto, joven, guapo. Lleva la máscara de espejo con elegancia en el rostro
hermoso y resuelto.
REMISIÓN AL SOCIO
(N. B. Tarea de montaje: crear una sensación de subjetividad de la transición a una capa
más profunda. La emisión del vídeo se llevará a cabo exclusivamente en la segunda capa.)
EN EL SOCIO
Vemos una sección de un cuerpo humano.
VOZ DEL PLANETAR (en off ): Con el paso de los años, el organismo se desgasta y se
deteriora. Nos envenenamos con productos químicos y cancerígenos. El corazón, los
pulmones, el hígado y los riñones ya no pueden cumplir con sus funciones…
Vemos como se oscurecen los órganos mencionados, como si se pudrieran y los cubriera
una capa de hollín.
Primer plano de un vaso sanguíneo: se acumulan grumos oscuros, y vemos como el vaso se
hincha porque la sangre no puede circular, incapaz de atravesar la barrera.
VOZ DEL PLANETAR (en off ): Las células dejan de regenerarse. La piel se cubre de arrugas, y
pierde la elasticidad y el aspecto saludable…
VOZ DEL PLANETAR (en off ): El sistema inmunitario se debilita y las enfermedades atacan a la
persona.
El cuerpo entero tiembla de tos. Entonces es como si saliéramos del organismo, y vemos
de nuevo al viejo vivo en la primera capa. Está tosiendo con fuerza. Comprendemos que
la excursión que hemos hecho ha sido precisamente por dentro de su organismo.
PRIMERA CAPA
PLANETAR: Lo que acabo de describir se llama «vejez». Una persona puede vivir mucho
tiempo en ese estado, unos cuantos años, pero ¿merece la pena torturarse cuando la
pausa es la solución a todos los problemas? Solo cinco segundos de oscuridad, y el
Vivo insuflará en
ti una vida nueva y joven, llena de salud, estabilidad y descubrimientos
felices. VIEJO VIVO (da una patada al suelo): Pues yo no estoy de acuerdo.
PLANETAR (severo): ¡Pues tu terquedad es perjudicial para la salud del Vivo! Porque eres
una parte del Vivo, y con tu vejez envenenas su organismo. El Vivo quiere que todas
sus partes se renueven al tiempo debido. De lo contrario, el Vivo también
empezará a envejecer.
VIEJO VIVO: ¡Ah, es eso! Bueno, entonces lléveme de inmediato a la zona de la Pausa.
PLANETAR: Como eres un delincuente, te espera la pausa humillante.
VIEJO VIVO: Muy bien, estoy de acuerdo.
PLANETAR: Gracias por tu comprensión. Espero que en el futuro te corrijas y seas una
parte digna del Vivo.
VIEJO VIVO (con una sonrisa llena de esperanza): Prometo corregirme.
—Voy a vomitar —dijo el Segundo, y se estremeció en una tos muda para darle mayor
expresividad a sus palabras—. La sonrisa llena de esperanza, caminando hacia el sol, el grito
de un recién nacido, la máscara de espejo que le queda tan elegante en su hermoso rostro… —
Segundo soltó una risilla ronca, y el Primero y el Tercero lo imitaron.
El honorable sustituto del Quinto, mirando con ojos diligentes y desencajados desde la
ventana de la emisión en directo, también arrugó la inexpresiva cara globaloide en una
risita servil.
—No entiendo de qué se ríen. —El Segundo dejó de reírse en seco—. Su argumento no
encaja. ¿A santo de qué ponen a esos pánfilos? ¿Por qué el planetar trata de convencer al
delincuente, se deshace
en explicaciones y se retuerce como un gusano? ¿Por qué el planetar siquiera habla con él? Los
disconformes son enemigos; hay que hablar lo justo con ellos. Los disconformes van por su
cuenta, y no vale la pena mantener conversaciones edificantes con ellos. A los disconformes
hay que… —El rostro del Segundo se contrajo de repente con una expresión entre el dolor y el
odio religioso—. Hay que… —Apretó la mano en un puño tembloroso—. Aplastar a esos
canallas. Y que sirva de ejemplo a los demás.
—O sea… Si… Si me lo permiten… —balbuceó el suplente del Quinto—. ¿Qué
modificaciones recomiendan los miembros del Consejo?
Segundo: ¡Modificaciones! ¡Dime tú, zoquete, qué modificaciones! ¡Necesito una película dura, punzante y
vital para el Socio, no el diálogo entre dos degenerados que nos has enviado!
—¡En voz alta! —rugió el Segundo—. La conferencia transcurre en la primera capa. ¡Es una
falta de respeto hacia el Sapientísimo!
—Tiene la fotografía en su correo, Segundo —murmuró el sustituto.
—Ah. Ya lo veo. ¿Quién es?
—Es Príncipe G, un actor profesional que trabaja en todas las series… Una cara conocida…
—El sustituto descansó la mirada en el rostro pardo de rabia y sacó el as que guardaba en la
manga—. El actor favorito del Quinto.
—Una cara conocida —baló el Segundo, imitando al sustituto—. El actor favorito… ¡Idiota!
¡La cara de un traidor no puede ser conocida ni favorita de nadie! Y encima, Príncipe tiene solo
cuarenta y cinco años, ¡y el tema son los viejos vivos!
—Va maquillado…
—¡Cállese! —vociferó el Segundo—. Tiene que ser verosímil. Si el tema son los viejos
vivos, el público tiene que ver a un viejo. A un viejo de verdad, apestoso, horrible y podrido. —
El Segundo sufrió un ataque de tos blanda—. ¡Un viejo que todo el mundo identifique que
envenena el cuerpo del Vivo!
Los miembros del Consejo bajaron tímidamente los ojos en sus ventanas de la primera capa.
La cara del Segundo, arrugada, parda y cubierta de sudor, encajaba como nunca con aquellos r
equisitos.
—Para mi gusto es demasiado radical —intervino el Sexto—. ¿Por qué debemos despertar
emociones negativas en el espectador? La publicidad no debe provocarle aversión.
—No es hacia la publicidad en sí hacia lo que debe sentir aversión, sino hacia el criminal —
replicó el Segundo—. Por si alguien no lo recuerda, nos encontramos en estado de emergencia.
Se han acabado los jueguecitos. —Los ojos le centellearon bajo los párpados hinchados—. Eso
es lo que pienso. Hay que hacer un documental. Con delincuentes reales. Con fragmentos reales
de conversaciones. Con sanciones reales. Con pausas humillantes retransmitidas por el Socio.
—Eso es inadmisible —dijo el Tercero—. En el Socio están prohibidas las manifestaciones de
violencia.
—¿Quién ha hablado de violencia? —dijo el Segundo con voz asqueada—. Nadie ha hablado
de violencia. Sapientísimo, ¿cuál es su opinión?
Sapientísimo inclinó la cabeza.
—«Me gusta la propuesta del Segundo» —le susurró el Siervo del Orden.
—Me gusta la propuesta del Segundo.
—«Es una idea sensata».
—Es una idea sensata.
—«Y en la medida en que la culpa de la aparición de los disconformes recae parcialmente
sobre mí…».
Sapientísimo aspiró profundamente y aguantó el aire. Al menos, eso ayudaba a aplacar el
pulso. El Siervo dijo que, si la segunda reunión iba bien, la vez siguiente prescindiría del
veneno…
—Y en la medida en que la culpa de la aparición de los disconformes…
—Lap —gruñó abruptamente Segundo, y Cero se interrumpió a mitad de la frase.
—Sigue —dijo el Siervo sin apenas mover los labios.
—… recae parcialmente sobre mí…
El Segundo soltó una carcajada breve y aguda.
«He dicho algo malo —pensó Cero, aterrorizado, sintiendo que se le aceleraba el pulso—.
¿De qué se ríe?». La sangre le embotó la cabeza de modo insoportable, ensordecedor, violento,
le martilleaba los tímpanos a chorros densos, le nubló la primera capa con grumos
centelleantes… A través de este ruido, a través de la afluencia caliente y nauseabunda, oyó la
risa del viejo, je, ji, una risa asquerosa, artificial, como las de las series, y la voz del Secretario
Automático que decía «Pausa técnica en la reunión», y la voz del Siervo:
—¿Puedo confiar en ti, Sapientísimo? ¿Puedo confiar en ti?
Como si estuviera debajo del agua, lento, borroso, sin comprender, el Sapientísimo asintió. Y
entonces sintió como una bolita resbaladiza se le clavaba en la muñeca.
—Le he puesto el antídoto —susurró el Siervo en algún lugar debajo del agua—. Después de
la pausa, siga usted mismo con el discurso.
—¡Je, ji! —se desternillaba el Segundo.
«¿De qué se ríe?».
Dormir, dormir… El silencio, soñoliento y tenso como una burbuja espesa, le llenó la
cabeza. Y lo arrastró, meciéndolo, corriente abajo…
—¡No te duermas, Sapientísimo!
Tenía tantas ganas alejarse flotando… Con gran esfuerzo, Cero despegó los párpados hinchados
y se incorporó. La sala de conferencias estaba sosegada, en ella reinaba el sueño, y el viejo ya
no reía, sino que dormía con la barba blanca hundida en uno de los incómodos sofás. El Siervo
del Orden estaba sentado junto a él y le acariciaba la espalda.
—¿De qué se reía? —preguntó Cero reprimiendo un bostezo.
—No estaba riéndose, sino muriéndose.
Cero observó la cara gris e inmóvil del
viejo.
—Bueno —dijo el Siervo del Orden mirándose en la pantalla oscura del Cristal como si fuera
un
El Cristal parpadeó, emitió un chasquido y se dividió en ocho cuadrados. Todo por la
comodidad de Sapientísimo. Para que pudiera ver las caras de los miembros del Consejo
durante la conferencia.
En el cuadrado 2 apareció la cara tensa y morena del Siervo.
—El Segundo —dijo tras una pausa—, moderador del orden del Vivo en todas las capas,
saluda a los miembros del Consejo. Hace quince minutos, mi padre ha dejado de existir
temporalmente a la edad de ochenta y dos años. ¡Le deseamos una feliz reproducción! —Los
miembros del Consejo empezaron a murmurar en tono de aprobación en la pantalla del Cristal
—: Con temor y esperanza cojo las riendas del gobierno. ¡Amigos! Estoy dispuesto a continuar
con la reunión y mantengo la misma posición por lo que respecta a la publicidad del Socio. El
Sapientísimo nos expondrá ahora su parecer con todo detalle…
El showman
El Consejo de los Ocho, el Servicio Planetario del Orden y Sapientísimo advierten de que las cartas de la
suerte son tretas de los disconformes. Cada carta de la suerte lleva un virus peligroso. Si recibe ese tipo de
cartas, bórrelas de inmediato sin leerlas para evitar la propagación del virus.
El Consejo de los Ocho, el Servicio Planetario del Orden y Sapientísimo advierten que los disconformes serán
condenados a la pausa humillante y a corrección posterior. Puede descargarse el primer capítulo íntegro del
interrogatorio y la pausa humillante en la segunda capa en disconformes, net-tv.
Sapientísimo tocó el touchpad con suavidad, casi con ternura. Su cara se congeló en la
pantalla en una mueca solemne y un poco torcida.
Le gustaba cuando Cleo veía el programa con él en el Cristal-M.
—Como siempre, estás impecable —le dijo ella, seca—. Cruel, pero imparcial y artístico.
«Cada vez más cruel —pensó Cleo—. Cuando ves ¿Quién más no está conforme? en la
segunda capa, no sé por qué, no es tan impactante. Pero el Cristal… El Cristal, con su imagen
plana, lo hace más rudo y más justo. Es como si se desnudara… —Cleo miró la cara satisfecha
e inmóvil de la pantalla y apartó la vista—. Esta es su manera fría e insensible de conducir un
diálogo. Su indiferencia les parece legítima a los espectadores. Cuanto más tranquilo está, más
“Me gusta” tiene el programa… Y esa sonrisa inesperadamente conmovedora, un poco infantil,
cuando observa desde un lado cómo meten a los disconformes en las celdas de la humillación.
Incluso el Segundo dijo una vez que se le pone la piel de gallina cuando ve esa sonrisa…».
Pero al público le encantaba. «La sonrisa del Sapientísimo nos da a nosotros los vivos
esperanza y fe —murmuraban después de cada capítulo—. Esperanza en la corrección de los
extraviados».
«Creemos en la plena erradicación de los discordantes».
útero
… más claro que el agua. Solo se había quedado embarazada una vez en su vida…
… y dio a luz un pariente enfermo que pronto dejó de existir temporalmente. Después, en el
festival, se había apareado con cientos de hombres, decenas de veces con Cero, y nada. La
infertilidad. El útero vacío, estéril…
¡Únete!
Isóptera es el acto permanente de luxuria creado por más de dos millones de amigos.
Abajo, en el jardín, Bagheera había dejado de cantar. Gemía, sentada en el suelo, acunando a
su pariente, que se lamentaba sin emitir ningún ruido y se ahogaba con una tos muda, y tenía la
lengua azulada fuera. En el cuello tenía unas manchas disponibles…
Y Leila, intentando escapar de las manos de un guarda de seguridad, se reía y se reía. El
Segundo estaba un poco apartado con el rostro pálido y desencajado.
—¡Sapientíiisimo! —lo llamó Leila entre carcajadas al verlo—. ¡Cásate conmigo y te
daré un pariente! Sapientísimo, no pienses mal de mí… ¡Pero si me encantan los niños! Al
único a quien no quiero es a este hijo de puta; ¡a todos los demás, sí! Anda, tómame por
esposa, tómame… ¡Te diré toda la verdad! ¡Sé muchas cosas! Sé lo del error número dos.
Sé que el Vivo se muere. Y que tu Sistema es un fraude, que mienten hace mucho…
El Segundo se acercó a Leila y le dio un puñetazo en la cara. Ella se interrumpió un
momento, pero volvió a reír. Todo el cuerpo se le sacudía y tenía los ojos desorbitados.
—¡Mienten, mienten! Y a quienes no mienten, mi marido les raja la cabeza, por aquí. —Leila
se llevó los dedos a la frente—. La piel y el hueso, todo lo corta, y les arranca la memoria,
¡y los convierte en troles! —El guarda la sacó afuera a rastras—. Entonces, ¿qué, Sapientísimo? ¿Te
casarás conmigo cuando me convierta en trol? Tú también eres un trol, y así los dos seremos
unos troles, ¡y nuestros hijos serán troles!
El médico
me gusta no me gusta
de Médico
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larvaobrerasoldadoninfarey
¡Enhorabuena! Eres un rey. El moderador de Isóptera te enseñará el camino y te explicará las normas.
**¡Hola, rey! Vivirás con la reina y con un millón de reyes en los aposentos reales. Isóptera está
concebida por analogía con un termitero real. ¡Sígueme! Los aposentos reales se encuentran bajo
tierra, en un lugar muy profundo. Bien, vamos. ¿Ves? El suelo está cubierto de hierba podrida y
musgo para que la Reina no tenga frío. Y el techo es muy bajo y abovedado, casi toca la espalda de
la reina, de modo que no puede salir de las dependencias reales y apenas puede moverse, :).
¡Mira qué grande es! Diez veces más grande que tú. ¿Crees que podrás cumplir?:).
Como en la naturaleza real, el cuerpo de nuestra reina es fundamentalmente un vientre, :). Tiene
también unas patas pequeñas, una cabecita y la parte dorsal, pero estas partes no te interesan. Tu
sitio está aquí, debajo del vientre, con los demás reyes. Mientras otro rey fecunda a la reina, tú
puedes hacer otras cosas. Puedes acariciarla, lamerla o morderla, pero intenta no dejarle marcas
profundas; de lo contrario, se te penalizará, :(.
Y cuando te llegue el turno, fecunda a la reina. Si consigues ser el padre de una puesta de huevos,
¡tienes un bono!**
El trol
Se despertó dolorido y de golpe, como si volara y cayera, pero aquella vez desde una altura
mucho mayor de lo habitual. Estaba acurrucado en el suelo mojado, de lado, presa de los
escalofríos. Los bakuganes se le paseaban por la cara y la espalda, arrastrando las alas rígidas
y afiladas por la piel, y uno, el más gordo, se hundió perezosamente en el suelo, a su lado, de
espaldas, en un charco fétido y amarillo.
Agarrándose al borde de la bañera, el Sapientísimo se levantó. Se quitó la toalla de la
cabeza, que cayó encima del escarabajo como un sudario blanco. Se miró al espejo. Tenía la
frente limpia, sin cicatriz alguna. ¿De dónde se había sacado que debía tener una cicatriz? Aunque
después de seis larvas podía ver cualquier cosa…
Se duchó, débil y vacilante. El chorro de agua se llevó a los gordos escarabajos alados, que
se ahogaron en la bañera. Pisó la toalla que ocultaba al que había quedado debajo de ella y lo
tiró por el inodoro. La toalla quedó manchada con un rastro entre negro y marrón.
Tenía la cabeza vacía, pero no tanto como era habitual después de un BN. El vacío no era
aquella bola suave y confortable invisible que se ovillaba dentro del tiovivo, sino un sentimiento
de tristeza que sabía algo importante pero se le había olvidado…
Se puso la misma ropa que llevaba, los trapos estoy-de-suerte apestosos de sudor con los
que presentaba el programa, y salió del baño. Cleo estaba en el salón, tumbada en el suelo,
tensa, con la vista fija en el techo. Debía de estar viendo una serie o escribiendo algo en el
Live Journal. A su alrededor había esparcidos envoltorios arrugados de caramelos, una caja abierta
de trankvitaminas, un bakugan aplastado y traslúcido, muerto en mitad del proceso de la
metamorfosis, una botella vacía de complejo vitamínico… Nunca consiguió cambiarle esa
costumbre estúpida de tirar la basura al suelo, en el mismo sitio donde se tumbaba. «¿Y qué más
da? Todo el mundo lo hace». «Que los demás hagan lo que quieran», se enfadaba el
Sapientísimo. Ni siquiera intentaba entender por qué le molestaba tanto aquella dejadez en
la primera capa. En su capa.
Que los demás hicieran lo que quisieran. Fuera, más allá de las fronteras de la Residencia,
del piso del Sapientísimo. Que se revolcasen en el blando suelo acolchado de sus cuchitriles
aburridos y redondos de la primera capa, entre muebles viscosos, elásticos y seguros, que
engordaran y durmieran, que no se lavasen durante días, sumergidos en el Socio… El
Sapientísimo no era así. Se preocupaba por ciertas cosas. Lo tenía todo como los antiguos:
muebles duros de madera, el suelo duro de parquet. Tenía sillones blandos de colores para sentarse.
Tenía cuadros en las paredes, cuadros auténticos, con trazos secos de pintura al óleo, pintados
por encargo: tres paisajes (un bosque, el mar y las montañas, las bellezas de la primera capa),
representaciones de animales salvajes… Tenía una pianola en la que podía crear música en la
primera capa. Tenía una biblioteca con siete libros de verdad, de papel, que olían a moho y
polvo. Pero a ella todo eso le daba igual. Se tumbaba donde le apetecía, en el suelo duro y se
sentaba en los sillones solo si él se lo recordaba. No tocaba la pianola («¿Para qué? ya tengo el
programa Compositor milagroso»), no miraba los cuadros, y no abría los libros de papel.
No le gustaban los muebles de roble; tenían demasiadas esquinas duras y peligrosas que hacían
morados. («Pero mira por dónde vas, amor». «¿Siempre tengo que mirar?»). De la primera
capa solo le
interesaba el laboratorio. Sus termitas. Con la gente seguía sin funcionar, pero con las termitas
había obtenido unos resultados fantásticos: hasta doce inmersiones…
—¿Qué haces? —le preguntó, aunque sabía perfectamente que la pregunta la molestaba.
El Socio era algo personal. Preguntar eso era como pedir la contraseña del correo. Pero en
aquel momento cualquier cosa le iba bien, hasta su enfado. Cualquier cosa que pudiera acallar
aquella sensación tan triste de haber olvidado algo.
—Veo las pausas humillantes —contestó Cleo de mala gana—. Acaba de dejar de existir la
mujer, Rosa.
—Vamos a verlo juntos. —Despertó el Cristal de su letargo.
—¡No, vézope! —Cleo se sentó en cuclillas y se abrazó las rodillas—. Ya he tenido suficiente.
¿Sabes que ahora tenemos que ver las pausas? Todos los días, durante quince minutos, veo cómo
mué…
—¡Cleo!
—¡Cómo mueren! ¿Qué pasa, no te gusta la palabra? —Su voz se elevó hasta el grito—.
¿Está prohibida? Pues le va muy bien. Porque no hacen otra cosa: morirse. Se ahogan y se
mueren entre esas paredes de cristal. Tú no sabes, no sientes como dejan de existir. Tu maldito
Cristal solo te enseña dibujos. ¡Pero yo estoy allí! —Se tapó los oídos como si no quisiera oír
sus propios gritos—. ¡Todos los días paso quince minutos con ellos! ¡Y me importa un pito el
desarrollo positivo!
—¡No me grites!
Cleo se calló. Estaba sentada en cuclillas, meciéndose con los ojos cerrados y tapándose las
orejas.
—Perdona. He perdido los estribos. Es todo este ruido que me vuelve loca.
—¿Qué ruido?
—No sé, tus escarabajos, tienen un zumbido bajo y horrible… O las obras que has encargado
para un pariente inexistente… O… Pero ¿tú no oyes nada?
Él aguzó el oído.
—Cleo, la habitación está en silencio. Siempre mato los escarabajos después de… Ya sabes.
Y las obras aún no han empezado. Quieres culparme por algo, y no sabes cómo.
Se volvió y se sentó frente al Cristal, dando la espalda a Cleo. Abrió el Sistema. Le
temblaban las manos. Le temblaban los labios. No era justa. Él lo hacía todo bien, con
sabiduría. Cumplía con su deber. Ayudaba al Vivo. Le daban pena todos esos disconformes, pero
eran demasiado peligrosos para que los perdonara. Un desarrollo positivo en la enfermedad del
Vivo solo puede conseguirse con medidas severas… Solo con medidas severas…
Análisis de datos…
EN ESTE MOMENTO HAY 567 CLAVES DOBLES
253 CLAVES TRIPLES
Amigos, nos han mentido. Pero hoy ha llegado el día de la verdad. He visto el Sistema.
¡Lamentaos conmigo! Os hablo con el corazón: he visto como se acerca la Oscuridad. El
número del Vivo cambia y seguirá cambiando día tras día. No todas las claves se reproducen en
el tiempo que les corresponde, y algunas no se reproducen nunca. Y hay algunas que se
duplican o se triplican en la reproducción…
De ahora en adelante, el Sistema se abre solo ante mí. Pero os prometo que todos los días lo
compartiré todo con todos.
Veo el Sistema, y quiero que vosotros también lo veáis.
1. De ahora en adelante, el Sistema será de dominio público. A partir de ahora, el Sistema será
transparente para todos.
2. No habrá más mentiras ni más mentirosos en el poder. En el nombre del Vivo, disuelvo el
Consejo de los Ocho.
3. De ahora en adelante, los vivos no deberán responder de sus predecesores de clave. En el
nombre del Vivo, garantizo la amnistía para todos los internos de los reformatorios.
4. De ahora en adelante, todo el mundo es libre de elegir su propio vector según sus
inclinaciones y aptitudes.
5. De ahora en adelante, todo el mundo es libre de vivir como le dicte su naturaleza.
6. Legalizo la antigua institución del matrimonio. De ahora en adelante, los hombres pueden
tener una mujer permanente y casarse con ella.
7. Les doy a las mujeres el derecho de tomar precauciones, pero también los derechos de dar a
luz, si así lo deciden, y quedarse con los parientes.
8. En todos los núcleos de población levantaré templos al dios de las Tres Cabezas.
Recomiendo suavemente a todos que le recen en dichos templos por la salud del Vivo.
CUARTA PARTE
El profeta Sapientísimo
Autocarta
17.09.479 d. N. V.
Hace mucho que no me escribía una autocarta. Hace mucho. Pensaba que no tenía sentido,
después de la desgracia del Vivo. Pero lo he pensado mejor. Seguramente sí que tiene sentido,
por lo menos, lo tendrá si hago lo que ahora me parece correcto.
Si hago lo que he decidido, te será útil leer todo esto, amigo
mío. Y bueno para mí: en cierto modo, me ordenaré las
ideas…
Hoy ha habido explosiones muy cerca de la Residencia, por la mañana temprano, y hemos
tenido que pasarnos todo el día en el búnker mientras se llevaba a cabo la limpieza. El perro se
ha vuelto loco. Le dan mucho miedo las explosiones y los ruidos fuertes. Tiene miedo de todo y
de todos, menos de mí. Por supuesto, en el búnker lo he puesto en un sitio separado. Me he
quedado un rato con él, sintiendo cómo el aire se espesaba con el olor agrio, fuerte e
insoportable de su miedo, y luego me he ido, y lo he dejado allí encerrado, solo.
También le da miedo la soledad. Cleo, el Hijo y yo nos hemos sentado en el otro extremo
del búnker, pero incluso desde allí se oía como lloraba y se movía. El perro sufre tanto que a
veces pienso que sería mejor que dejara de… En mala hora le hice caso a Cleo y lo saqué de la
granja. Cleo tenía la esperanza que lo podríamos domesticar.
Inmediatamente después de la Revelación, mucha gente tenía la esperanza de domesticar a
los animales de las granjas. Pensaban que si el Vivo moría o estaba enfermo y débil, los
animales dejarían de tenerles miedo. Pero la Gran Domesticación fue un fracaso. Todos los
animales que cogieron de las granjas para domesticarlos murieron en pocos días. La mayoría
dejaron de existir por paradas cardiacas; es decir, por miedo. A otros los mataron porque eran
agresivos. A los cerdos, las vacas, los pollos y los conejos los mataron para carne, me parece…
Seguramente nuestro perro es el único animal que hasta el momento vive en una casa. Porque
yo estoy aquí. Cuando estoy cerca, casi no tiene miedo.
Tal vez sea el único animal de la granja que quede vivo. Ahora que nadie cuida las granjas…
Una vez por semana pongo una fotografía en el Socio: el Sapientísimo y su perro fiel. Qué
optimista. Le da esperanza a la gente.
Pero la gente no oye sus gemidos, no ve lo triste que está ni lo nervioso que se pone cuando
me alejo. No oye como aúlla y ladra cuando se le acerca alguien. Mi Hijo o Cleo. O Leila. O el
General.
La mayor parte del día, mientras tiene lugar la limpieza alrededor de la Residencia, Cleo, el
Hijo y yo jugamos al gesticulador. Lui yo quien se inventó el juego, porque quería crear algo
familiar, que uniera a la familia en la primera capa. El juego no tiene ninguna complicación.
Voy a explicarte cómo funciona, pues tal vez te sea útil. Si las cosas me salen bien y llega la
paz, compartiré las reglas con
todos. Será bonito. Así pues, hay un gesticulador que representa una palabra o una frase
mediante la mímica, los gestos y cualquier tipo de lenguaje corporal. (Por cierto, esto desarrolla
la coordinación de los niños en la primera capa). Los demás tienen que adivinar qué quiere
decir. Es fácil, ¿verdad? Y para ser sincero, el Socio no ayuda a encontrar la respuesta. Hay que
pensar por sí mismo, con la propia cabeza. Es la única manera. Cleo lo probó una vez a modo
de experimento: pasó por el programa analizador una película del Hijo haciendo de
gesticulador. El resultado fue divertido: «El individuo está asustado y/o es agresivo. A juzgar por
los hechos, necesita ayuda del Servicio de Ayuda Psicológica». Pero el Hijo solo estaba
representando la palabra «perro». Cleo y yo nos reímos mucho, y hasta el Hijo se puso a gemir
flojito con nosotros, apretando los labios… Esa es su manera de reír… Hoy gemía también,
pero no tenía nada de divertido. Hoy se ha pasado de la raya. Cuando le ha llegado el turno de
ser gesticulador, se ha tumbado en el suelo de piedra, ha enseñado los dientes, se
ha puesto bizco y se ha quedado inmóvil.
—¿Una crisálida en estado de metamorfosis? —le ha preguntado Cleo, cansada, mirando a
otro lado. El Hijo ha negado con la cabeza.
—¿Un animal muerto? —he dicho yo. Ha vuelto a negar.
—Nos rendimos —le ha dicho Cleo—. ¿Qué es?
Él le ha dicho algo por el Socio. Cleo ha pegado un respingo como si hubiera oído una
explosión cercana y al final lo ha mirado. Con disgusto y casi con repugnancia. Y ha dicho: «Ni
se te ocurra».
Casi nunca mira al Hijo a los ojos. En general, no lo mira casi nunca; parece que mire un
punto detrás de él o al lado. Cuando le pregunto, siempre lo niega, pero a mí me parece que el
problema es que no consigue quererlo. Le tiene miedo.
Porque no sabe alargar los labios en una
sonrisa. Porque no se ríe, sino que gime.
Porque no es un pariente, sino un
adoptado. Porque no puede dormirse sin una
luz potente. Porque era un interno.
Porque cuando lo sacamos del reformatorio y lo trajimos a la Residencia, la primera vez que
vio mi Cristal-M, puso en dedo en la pantalla y balbuceó: «Sistema. Sistema. Sistema».
«¿Cómo lo sabe?», preguntó entonces Cleo directa y tranquilamente, y por primera vez lo miró
de aquella manera. En efecto, en la pantalla estaba abierto el Sistema. El Hijo tenía tres años.
Todavía no podía saberlo.
Cuando lo sacamos de allí tenía tres años. Ahora tiene diez.
Ahora está tumbado en el suelo, inmóvil, enseñando los dientes y con los ojos desencajados.
Y le digo: «Venga, dinos qué es». Inseguro, el Hijo mira de reojo a Cleo. No sabe qué hacer.
Porque mamá acaba de decirle: «Ni se te ocurra». Ella aparta la vista y no dice nada.
—He pensado en la palabra Vivo —contesta el Hijo—. Un monstruo muerto.
—Llama a Leila —susurra Cleo—. Que se lo lleve de aquí…
Viene Leila. Leila quiere a nuestro Hijo. Quiere a todos. Dice: «Vivo o muerto, el Vivo está
lleno de amor, y todas las partes se quieren entre sí». Leila tiene buena mano. Hace tiempo,
desde que volvió de la clínica, quiere a todo el mundo. Y su cicatriz es tan pequeñita, tan
limpia…
No echa de menos a sus parientes; casi ni se acuerda de él. En cambio, paradójicamente, de
vez en
ugaban. Tal vez el Hijo habría aprendido a hacer lo mismo que ellos.
En aquel entonces tuve miedo de que los hijos del Segundo y Leila tuvieran alguna
aspiración: quizá disputar la transición del cargo de Sapientísimo al Hijo cuando yo deje de
existir. Ahora ya no importa nada. El Sapientísimo no será el Hijo, sino tú. Y aquí, en la
Residencia, no se oyen las risas de los niños… Es probable que los parientes de Leila hayan
dejado de existir. Esas cosas pasan. No había necesidad de mandarlos a ningún sitio…
—Ven conmigo, Hijo del Carnicero —dijo Leila, cogiéndolo de la mano—. Vámonos al
templo.
Vamos a rezar al dios de las Tres Cabezas para que se termine la Reducción y el resucite el
Vivo… Tenemos un templo dentro del búnker. Es pequeño, pero apañado…
—Aún está vivo —me dice Cleo cuando nos quedamos solos. Su mirada es la de una loca;
últimamente siempre mira así—. El Vivo aún está vivo… Pero está muy mal. Y) lo oigo aullar
de dolor…
—Es el perro quien aúlla —le respondo.
—El perro también aúlla, pero más bajo. Tú no lo oyes. ¡Eres el único que no oye esos ruidos
horribles!
—El Hijo tampoco los oye.
—Sí, sí que los oye. Pero a él le gustan…
Después llega mi General. Dice que la limpieza ha terminado y que podemos volver arriba. Y
que acaba de enviarme un informe. Un informe malo.
Cleo
¿Te torturan los acúfenos? ¿Tienes una sensación subjetiva de ruido en los oídos en ausencia de estímulos
externos? ¿Estás desesperado? ¿El automédico no puede ayudarte y sueñas con la autopausa?
¡HAY UNA SOLUCIÓN! ¡Escucha la mejor música en el Socio!
¡Nuestra música ensordece los ruidos de cualquier frecuencia!
¡Nuestra música vencerá tu inflamación del nervio auditivo!
13:00
Al cuerno con los programas de edición de música. ¿Por qué mienten? ¿Por qué mentimos
todos?
¿Por qué fingimos que no son más que sonidos acúfenos? «Una sensación subjetiva en
ausencia de estímulos externos». Qué mentira tan descarada.
Claro que hay un estímulo externo.
Estamos oyendo como se muere el Vivo. Sus interminables gritos, sus gemidos, su llanto,
sus aullidos… Hace varios años que oímos cómo muere, cómo morimos. Esa maldita música no
puede ahogar esos sonidos. Me vuelven loca. No me dejan trabajar. Hace meses que no voy al
laboratorio.
Pero mi investigación es extraordinariamente importante para el Vivo… Además, estoy a
punto de efectuar un gran descubrimiento… Con el haz de L-L, las termitas muestran un
resultado de hasta veintisiete inmersiones. ¿Y no son las termitas como mis amigos de
Isóptera? Al fin y al cabo, el cuerpo físico no es importante. Cuando el Vivo muera, podremos
vivir todos en Isóptera y hacer de nosotros un nuevo Vivo…
13:50
Acabo de leer la publicación anterior. Es un auténtico delirio. El ruido lo invade todo.
Vézope,
¡cómo grita hoy!
Pero ahora se ha calmado un momento, y mi cabeza se aclara. Guardo lo siguiente en la
memoria como un recordatorio:
1. Las termitas del experimento no guardan ninguna relación con
Isóptera. 2. Los experimentos con personas siguen sin dar
resultado.
3. No pierdas el juicio, Cleo.
14:20
He consultado al automédico. Mi memoria está parcialmente destruida. Parece ser que he
cogido un virus. De un tiempo a esta parte hay un montón de virus. El ruido es cada vez
más fuerte.
El color de mi pelo no es el adecuado. Tengo que teñirme. Ayudar al Vivo.
15:00
Escapo de sus aullidos en luxuria. Allí también se oyen, pero suenan casi como una
melodía.
Como una banda sonora de fondo que pasa casi desapercibida.
Reina-útero informa de su estado.
Hola, estoy disponible.
El profeta Sapientísimo
17.09.479 d. N. V.
ÚLTIMAS 24 HORAS:
• Atentados terroristas en la primera capa: 1566 (12 456 muertos, 9342 heridos).
• Atentados terroristas y ataques víricos en el Socio: 11 569.
• Autopausas organizadas e ilegales en festivales clandestinos de Ayuda a la Naturaleza:
14 980.
• Autopausas ilegales fuera de las zonas de los festivales: 11 934.
• Asesinatos callejeros: 5750.
• Robos y saqueos: 25 875.
El ejército del dios de Tres Cabezas ha realizado con éxito 4965 limpiezas.
• En el curso de los conflictos armados por el territorio han perecido 16 943 personas (de
ellas, 2570 niños y 5342 mujeres).
• En el marco del programa ¿Quién más nos ha traicionado? se ha condenado a pausa
pública
humillante a 1 persona.
El número del Vivo en el momento presente es de 1 000 476 117 (mil millones
cuatrocientas setenta y seis mil ciento diecisiete) personas.
—Esto es una provocación. —El General parecía estar casi calmado, pero la voz le tembló un
poco
—. Para desencadenar el pánico. Creo que Caballo de Oro está detrás del atentado. ¿Ordena que
lo elimine?
—Alto.
Me mira perplejo, pero confía en mí, como un perro.
—¿Ordena que lo llevemos vivo al programa Quién más nos ha traicionado?
—Alto —repito—. Ya hemos acabado con bastantes vidas.
—Entonces, ¿qué ordena?
Me quedo en silencio largo rato.
—Tu padre y tú teníais razón —digo por fin.
Se frota los ojos inyectados en sangre como un pariente que no ha dormido suficiente. Vuelve
a mirarme, esta vez, suplicante.
—No me acuerdo de mi padre. No le entiendo, Sapientísimo.
El viejo tenía razón. Y el Siervo. Y la Cuarta también. Mi verdad no le hacía falta a nadie. El
mundo entero se apoyaba en su engaño.
Un poquito más, y nos reduciremos del todo, hasta la nada. Ja, ja.
Hasta mí. Pero yo espero que el error aún se arregle.
Hoy resucitaré al Vivo.
Mi sucesor no será el Hijo, sino tú, mi heredero de clave.
No te hagas ilusiones, por favor. Tú no eres mi continuación, de ninguna manera. Pero es la
única salida.
Cierro el Sistema.
Ahora somos… ¿mil millones cuatrocientos y pico? Cogeré un número menor. Mil millones.
Es un número bonito, redondo. Mira: «El Vivo es igual a mil millones de vivos». Suena
bien.
Muy bien, ya está decidido. El Vivo resucitará y su número será de mil millones. El resto
perecerá para lograr la estabilidad. Por su propio bien. Por el bien del Vivo.
No hay otra salida. Haré que se apacigüen, haré que se multipliquen. Si hay de más, los
eliminaré.
Y el Sistema se arreglará y funcionará por sí mismo.
Al menos, la última vez fue así, si creemos lo que dijo la Cuarta. Lo que dijo en el
programa
¿Quién más nos ha traicionado? antes de que la despedazaran.
«—Confiese, Cuarta, moderadora de la ayuda a la naturaleza: ¿cuándo fue la primera vez
que mintió?
»—Mi predecesor de clave mintió por primera vez cuando tuvo lugar la Gran Reducción.
En aquel entonces, modelaron el Vivo con tres mil millones, y trescientos mil pasaron a la
reserva.
«Pero eso lo salvó».
La condené a pausa pública humillante, aunque al cabo de unos días ella misma dejó de existir.
Era como un esqueleto. Como si la misma Muerte se hubiera escapado de una ilustración
antigua y hubiera venido al programa…
—No te preocupes —le digo al Siervo—. No tienes que entenderlo. Ve y trae a la Residencia al
mejor administrador de sistemas que exista.
—¿Para qué, Sapientísimo?
—Si hay que resucitar al Vivo, yo debo ser una parte de Él.
—Ya lo entiendo, Sapientísimo —dijo General con una sonrisa.
Hijo del Carnicero
En el Jardín me encontré con la dueña, y tenía el pelo negro, negrísimo, y manchas negras en
la frente y el cuello. Lleva al perro de la correa. El perro gruñe, tiembla y echa espuma por la
boca, porque nos tiene un miedo terrible; a todos, menos al Sapientísimo.
—Señor de las Tres Cabezas —le dije—. Dueña, pero ¿qué se ha hecho en ese pelo de color
miel tan precioso que tenía?
Y ella se ríe con su risa maravillosa.
—Es que he ardido, y ahora estoy toda negra.
—Y el perro, ¿para qué lo lleva? —le pregunto.
—¿Para qué? Pues para la ciencia. Ven conmigo tú también, Leila. ¿Quieres participar
en el experimento y contribuir a la ciencia?
Así que fui con ella al laboratorio, porque me hace muy feliz serle útil a la ciencia. Y la dueña
nos metió en esas cosas largas de hierro, a mí en una y al perro en otra, y antes nos había
puesto una inyección. Me asusté un poco ahí dentro, porque estaba oscuro y había poco aire, y
los aullidos del perro eran muy tristes, pero al final todo salió bien. La dueña nos sacó
enseguida.
El perro vomitó en el suelo y se escapó.
—No se preocupe, ahora lo limpio —le digo a la dueña—. Dígame, ¿hemos contribuido a
la ciencia?
—¡Por supuesto! —me responde—. Ahora mismo te envío el resultado al
correo. Y me llegó una carta de la dueña, pero no entendí nada.
Decía: «Polvo - 5 segundos de oscuridad - vida - 5 segundos de oscuridad - polvo.
Todos los participantes en el experimento han mostrado el mismo resultado».
Y luego me abrazó sin guantes de protección y me dijo:
—Adiós, Leila.
—¿Adónde va?
—Me voy al festival.
—¿Qué dice? Quédese, dueña. Salir allí fuera es muy peligroso. No vaya al festival, y además
están prohibidos…
Pero la dueña es testaruda.
—¿Qué diferencia hay entre si voy o no voy…? —Cuando llega al umbral se da la vuelta
y me dice—: ¿No oyes, Leila? Ya no se oye el ruido.
Y se va. Yo me quedo a limpiar el vómito del perro. Y, poclé, aguzo el oído, y es cierto:
el ruido ha desaparecido.
Aunque a mí no me molestaba especialmente. Era como el viento.
0
Decenas de gordos escarabajos de dos cabezas vuelan por la habitación y se arrastran por mi
piel. Ya no puedo moverme. No puedo espantarlos.
No he perdido la conciencia. Tengo frío. Tengo tanto frío que no puedo respirar, ni ver, ni
moverme. Está todo en calma. Mi pecho está en calma.
Me parece estar hecho de hielo. Los párpados se me han congelado y se me han adherido a
los ojos, se me han helado los brazos, se me han helado y pegado las piernas.
Me parece que soy de hielo duro, irrompible. Y si sacaran mi cuerpo al sol, se derretiría y se
filtraría en la tierra en forma de icor aguado…
Pero no hay sol.
Mi Hijo está sentado en el otro extremo de la habitación, sorbiéndose los mocos. Espero que
lamente al menos un poco lo que me ha hecho. En algún lugar cercano retumban los disparos.
El perro se acerca. Empuja con el hocico mi cuerpo rígido y gime bajito.
De manera sosegada e imperceptible, dejo de existir temporalmente, y al cabo de cinco
segundos de oscuridad aparezco de nuevo en el Sistema. Con el número cero.
Y entonces aparece un cero más.
Y otro.
Cada vez hay más agujeritos negros en el cuerpo del hombrecillo de cifras…
El perro aúlla junto al cadáver. Los cristales vibran por el estruendo de los disparos, pero el
perro no se mueve de mi lado. Me lame las manos heladas.
Está tan sumido en su dolor que permite que el Hijo se le acerque.
Los dos se sientan junto a mi cuerpo. El perro jadea deprisa, y el aliento cálido le huele a
podrido. Un cristal se rompe por una explosión, y vuelan los pedazos, y el perro se estremece de
miedo. El Elijo alarga la mano con cuidado y le acaricia el pelo erizado. Le enseña los dientes,
pero sin fiereza, y no se mueve del sitio.
Se deja acariciar.
—Inmortalidad —le dice el Hijo y sonríe indeciso.
El perro lo mira y tuerce la cabeza.
Tiene una sonrisa tan infantil…
ANNA STAROBINETS. Nacida en 1978, es la autora más destacada de la nueva generación de
escritores rusos de ficción fantástica, alabada por la crítica desde la publicación de su primer
libro, Una edad difícil (2005). Licenciada en Filología por la Universidad Estatal de Moscú,
Starobinets ha trabajado para algunos de los principales periódicos rusos como crítica, reportera
y editora de cultura. En la actualidad ejerce el periodismo en el prestigioso Russki Reporter. Es
autora de varias colecciones de relato corto, novelas y libros para niños, entre los que se
incluyen El vivo (2011), La tierra de las niñas buenas (2009) y Santuario 3/9 (2006). Starobinets
también ha desarrollado escenarios para el circo, o escrito literatura inspirada en largometrajes
manga, con el presente libro, la autora resultó finalista del prestigioso premio Natsionalni
Bestseller por segunda vez en su carrera…
Notas
[1] Abreviaciónpopular de los chats del Socio: «Lloro antes de la pausa». Se incorporó al léxico
de la primera capa a principios del siglo II d. N. V. ( Nota de la autora)<<
[2]
Abreviación popular de los chats del Socio: «Por la clave eterna». Se incorporó al léxico de
la primera capa a principios del siglo III d. N. V. (N. de la A.)<<
[3] Vézope: abreviación popular de los chats del Socio: «Vete a la zona de la Pausa». Se usa
como
insulto; entre personas que se tienen confianza puede usarse en calidad de broma. Pasó a formar
parte del léxico de la primera capa en el siglo I d. N. V., poco después de la celebración del
primer festival de Ayuda a la Naturaleza. (N. de la A.)<<
[4] Glóvipa:abreviación popular de los chats del Socio: «Gloria al Vivo y a Sus partes». Entró
en el léxico de la primera capa a finales del siglo II d. N. V. (N. de la A)<<
[5] Brain to Brain. (N. de la A)<<
[6] Ese es el significado de oso en el idioma ruso, medved. (Nota de la traductora)<<