Evolución Linea de Tiempo

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1. El inicio de la teoría de la evolución


2. La teoría de la evolución de Darwin/Wallace
3. Debate en torno a la teoría de Darwin
4. Los principios de la genética
5. La teoría sintética
6. Biología molecular y genética
7. Algunas cuestiones científicas debatidas en torno a la teoría de la evolución
1. Seleccionismo frente a neutralismo
2. Puntuacionismo frente a gradualismo
3. Noción de especie
4. Importancia de la selección natural en la evolución
5. Más sabemos, más debates
8. Reflexión filosófica y teoría de la evolución
1. Teoría de la evolución y evolucionismo
2. Evolución y finalidad
9. Bibliografía

1. El inicio de la teoría de la evolución

Durante el siglo XVIII un grupo de investigadores, que fueron llamados naturalistas,


consiguieron reunir una gran cantidad de información sobre la fauna y la flora en muy diversas
zonas de nuestro planeta. Un problema que planteó la acumulación de tan notable volumen de
información fue su organización. La clasificación de los seres vivos se realizó, en un primer
momento, mediante amplias descripciones de la morfología y procedencia de los distintos
individuos encontrados. Este tipo de descripciones no constituían una verdadera ayuda para
conseguir clasificaciones que fueran suficientemente unívocas [ Velázquez 2007: 131-142].

El sistema ideado y desarrollado por Linneo (1707-1778) supuso una importante mejora en la
organización de la información disponible. Consistió en proponer una serie de reglas para asignar
a todos los seres vivos conocidos una etiqueta de género y especie. Esta clasificación, cuya
primera edición fue publicada en 1735, se llamó Sistema Naturae. Lógicamente, en ese
momento, eran las propiedades morfológicas de los distintos seres vivos las que permitían
asignar género y especie a un individuo concreto. Aunque no está exento de arbitrariedades, el
trabajo realizado por Linneo simplificó enormemente la tarea de clasificar animales y plantas. En
líneas generales, la estructura arborescente que desarrolló sigue vigente en nuestros días, a
pesar de los cambios experimentados por la biología desde entonces.
Para Linneo las especies identificadas constituían grupos de seres bien diferenciados y sin
ninguna relación de procedencia. El criterio de parentesco, como hemos indicado, era
meramente morfológico. Esta perspectiva llamada fijista consideraba que cada una de las
especies estaba creada tal y como era, y sus individuos no experimentaban cambios a lo largo
del tiempo.

No obstante, la acumulación de datos proporcionados por los naturalistas, y los avances


experimentados en su organización, propiciaron la adopción de otros enfoques bien diferentes al
fijista. Pronto se fue abriendo paso la idea de que unas especies provenían de otras y que, por
tanto, había que conseguir una clasificación que reflejara las afinidades entre los distintos seres
vivos desde otras perspectivas: había que conseguir lo que se llamó una clasificación natural.

Buffon (1707-1788) puso ya en entredicho el fijismo linneano pero, propiamente, el primero en


proponer una hipótesis sobre el modo en que unas especies podían provenir de otras fue el
francés Jean Baptiste de Monet, caballero de Lamarck, conocido sencillamente como Lamarck
(1744-1829). En su Filosofía zoológica, escrita en 1809, expuso una descripción sistemática de
la evolución de los seres vivos.

Para Lamarck, las especies provienen unas de otras, de las más simples a las más complejas.
Los órganos de cada especie se desarrollarían como consecuencia de la reacción y adaptación al
ambiente. Los cambios por tanto serían paulatinos y se producirían a lo largo de grandes
periodos de tiempo. Lamarck pensaba que el fijismo era absurdo porque los animales no
hubieran podido sobrevivir, sin evolucionar, a las cambiantes condiciones climáticas que en
algunos períodos de tiempo fueron muy agresivas.

La originalidad de la propuesta de Lamarck consiste en defender que los cambios se producen


por medio de la adaptación al ambiente. Ciertos órganos se refuerzan con el uso que el animal
hace de ellos condicionado por el ambiente y, por otra parte, otros órganos se atrofian y acaban
eliminándose por el desuso. Lamarck consideraba que dichas modificaciones en los diversos
órganos son trasmitidas por herencia a los descendientes. Esto último es lo que se ha llamado
“herencia de los caracteres adquiridos”. En realidad la idea que Lamarck estaba defendiendo era
una versión de “la función crea al órgano”. Una consecuencia importante de la propuesta
lamarckiana era que la transformación de los organismos debía ser necesaria, gradual,
ascendente y continua. Es decir, de los gusanos, por ejemplo, con el tiempo llegaríamos a tener
otra vez hombres.

Se puede decir, por tanto, que fue Lamarck el primero en formular una hipótesis evolucionista
en estricto sentido, aunque entonces se reservaba la palabra evolución al desarrollo del embrión,
y su propuesta fuera denominada como transformista. A diferencia de la propuesta de Darwin, el
sujeto de la evolución Lamarckiana es el individuo: es el individuo el que experimenta la
transformación por uso o desuso adaptativo y dicha transformación es la que después se
trasmite a su descendencia.

La propuesta de Lamarck, aunque cosechó muchas adhesiones y parecía explicar de una manera
natural el aumento de complejidad y la diversidad observada en la naturaleza, también se
encontró con la oposición de científicos de la talla de Cuvier (1792-1832), profesor de anatomía
comparada, que empleando lo que Brentano llamó más tarde el principio teleológico [ Brentano
1979: 244], dio las pautas para deducir unas formas animales a partir de otras del mismo
animal. Estas pautas han sido desarrolladas después por la paleontología moderna.

Ciertamente, en los seres vivos, en particular en los animales superiores, se pueden observar
ligeras modificaciones de algunos órganos como consecuencia de su uso y, sobre todo, es más
fácil de constatar la atrofia de aquellos órganos que no se usan. Esto no permite afirmar que la
función crea el órgano, más bien se podría decir que la funcionalidad del órgano puede verse
reforzada por su uso. Lo que la ciencia ha rechazado contundentemente hasta el momento es la
herencia de caracteres adquiridos. No se ha encontrado ni la evidencia experimental ni ningún
mecanismo por el que los individuos puedan transmitir las supuestas mejoras adquiridas en el
curso de su vida. Los principios que rigen la transformación de los caracteres individuales, que
son hoy comúnmente aceptados por la ciencia, los establecieron por vez primera Darwin y
Wallace. Por otra parte, los principios que rigen la trasmisión o herencia de dichos caracteres
fueron establecidos en primer lugar por Mendel.

2. La teoría de la evolución de Darwin/Wallace

Como es bien conocido, Charles R. Darwin (1809-1882) participó como naturalista en la


expedición del Beagle por América del sur y el Pacífico en el año 1831. El viaje que comenzó
cuando él tenía sólo 22 años terminó cinco años más tarde. Durante ese período Darwin tuvo
tiempo para realizar muchas observaciones, compilar información y reflexionar sobre los datos
que iba recopilando y sobre algunos textos como el que lleva el nombre de Principios de
Geología de Charles Lyell, donde encontró buenas síntesis de argumentos evolucionistas como
los defendidos por Lamarck. Todo esto le fue llevando a abrazar una perspectiva transformista
de la naturaleza. En los años sucesivos a su viaje Darwin fue elaborando sus propias ideas y
recogiendo nuevos datos con los que realizar un trabajo en el que quería exponer, de una
manera ordenada, su visión de la naturaleza. Quizá uno de los textos que más influjo ejerció en
la elaboración de sus tesis fue el libro de Thomas R. Malthus (1766-1834) publicado por primera
vez en 1798: An Essay on the Principle of Population. En este libro Malthus defendía la tesis de
que era necesaria la lucha por la supervivencia como consecuencia de que la población tiende a
crecer siguiendo una progresión geométrica mientras que los alimentos lo hacen siguiendo una
progresión aritmética.
En el año 1858 Darwin recibió un paquete por correo enviado desde una alejada isla del
archipiélago Malayo, la actual Indonesia. El paquete contenía un texto que resumía los
resultados de la investigación llevada a cabo por Alfred Russel Wallace (1823-1913). El escrito
contenía una extraordinaria exposición de “la teoría de la evolución por selección natural”. Su
claridad expositiva hace que todavía hoy ese texto conserve gran valor pedagógico. Darwin
llevaba dos décadas elaborando una teoría equivalente a la de ese escrito y estuvo a punto de
abandonar su proyecto al leer el trabajo. Fue precisamente Charles Lyell y el botánico Joseph
Dalton Hooker quienes intervinieron en favor de los intereses de su amigo Darwin. El escrito de
Wallace fue publicado en los “Proceedings” de la prestigiosa Sociedad Linneana, precedido de
otra contribución de Darwin que contenía algunos fragmentos de un ensayo de 1844 no
publicado y una carta escrita al botánico Asa Gray. Los escritos fueron publicados en agosto de
1858 salvando así el derecho de Darwin a reclamar la originalidad del trabajo que llevaba
preparando durante tanto tiempo y que todavía no había visto la luz. Fue en el año siguiente,
1859, cuando Darwin publicó los resultados del trabajo que había realizado durante los años
precedentes en un libro titulado “On the Origin of Species by Means of Natural Selection”. El
éxito de este libro permite afirmar que fue en este momento cuando nació la “teoría de la
evolución por medio de la selección natural”.

La estructura de la teoría de la evolución por selección natural [Lewontin 1970; Sarkar 2007]


tal como Darwin y Wallace la expusieron en sus escritos se apoya en tres puntos básicos:

1) Los descendientes heredan los caracteres de los progenitores de generación en generación.


Darwin, sin embargo, no conocía las leyes de la herencia sobre las que se estaba trabajando
precisamente en los años en los que dio a conocer su teoría. Las leyes de la herencia que hoy
son aceptadas científicamente y que fueron descubiertas por Mendel no se conocieron hasta el
comienzo del siglo XX. Las explicaciones propuestas por Darwin para la herencia de los
caracteres resultaron erróneas y fueron pronto rechazadas. Estas explicaciones, no obstante, no
formaban parte del contenido del “Origen de las especies”.

2) En el proceso de la herencia ocurren variaciones espontáneas que son por azar o ciegas. Se
habla de variaciones por azar o ciegas en un doble sentido. Por una parte no se pueden
determinar sus causas. Por otra parte, dichas variaciones no están orientadas a una mejor
adaptación del organismo al medio, es decir, no hay ninguna orientación a priori en ellas. En la
primera edición del “Origen de las especies” Darwin rechazaba explícitamente la herencia de los
caracteres adquiridos defendida por Lamarck. Más tarde, sin embargo, matizó dicho rechazo.

3) Existe reproducción diferenciada en los individuos de una población. El motivo es doble: o


bien algunos individuos poseen mayor fertilidad que otros, o bien están mejor adaptados al
medio. Mejor adaptación al entorno se traducirá en una mayor supervivencia y,
consiguientemente, en una mayor descendencia.
El impacto de las ideas de Darwin/Wallace fue enorme. Muy poco después de la publicación del
“Origen de las especies”, ya en la década de los 60, la evolución basada en la selección natural
defendida por Darwin era, en la práctica, universalmente aceptada. No obstante, muy pronto
empezaron a plantearse las primeras objeciones a su propuesta. Las objeciones a partir de los
60 no iban dirigidas contra el hecho de que hubiera evolución, es decir, que las diversas especies
descendieran de otras comunes y anteriores en el tiempo, sino que se dirigían directamente
contra lo que hacía original su propuesta, es decir, que el motor de la evolución fuera las
variaciones al azar y la selección natural.

En relación con el desarrollo de la propuesta de Darwin en los años sucesivos, y de las críticas
que ha recibido hasta nuestros días, hay que decir que Darwin prestó gran atención a la
posibilidad de explicar el desarrollo de estructuras complejas sobre la base de las variaciones por
azar y la selección natural como causa principal de dicho desarrollo. De hecho, aunque para
Darwin dicha teoría explicaba muchos aspectos de la evolución de los seres vivos, incluido el
origen de las especies, esto no llegó a implicar que la evolución de los organismos pudiera ser
explicada únicamente por medio de la selección natural. Darwin aceptaba la existencia de otros
mecanismos causantes del cambio evolutivo. Las razones que Darwin tenía entonces para
mantener su visión plural de las causas de la evolución eran, no obstante, muy pobres o
erróneas si consideramos las cosas desde la perspectiva actual.

Darwin se enfrentó personalmente con buena parte de las objeciones que se han puesto hasta
nuestros días a su teoría de la evolución. Sus puntos de vista fueron expuestos en sucesivas
ediciones del “Origen de las especies” [Darwin 2002: 183]. No solamente se centró en el
problema del origen y el incremento de la complejidad de los seres vivos, sino también, por
ejemplo, abordó problemas como el de la escasez de registro fósil disponible de los supuestos
seres vivos que debían haber existido como consecuencia de una evolución gradual como la
defendida en su propuesta [Darwin 2002: 349].

3. Debate en torno a la teoría de Darwin

El peso de las objeciones puestas a su teoría, junto con el desconocimiento de las leyes de la
genética llevaron a Darwin, después de 1959, a restar importancia al mecanismo de la selección
natural e incluso a aceptar la existencia de mecanismos de tipo lamarkiano como explicación de
las transformaciones en los seres vivos.

Una de las principales objeciones a la teoría de Darwin en estos años fue puesta por William
Thomson (Lord Kelvin). Kelvin compartía con Darwin un modo de entender la transmisión de los
caracteres hereditarios que le llevaba a concebir el proceso de evolución por selección natural de
una manera extraordinariamente lenta. No solamente los cambios que servían de materia para
la selección natural eran diminutos y graduales sino que para transmitir los caracteres a la
descendencia sin ninguna perdida de variación era necesario que la novedad apareciera en dos
individuos y que estos se aparearan entre sí. La probabilidad de que ocurrieran las cosas de esta
manera era tan pequeña que para poder explicar la evolución y variedad de la vida en la Tierra
tal como se presenta a nuestra experiencia era necesario que el proceso hubiera durado billones
de años.

El problema era que el tiempo estimado para la tierra era mucho menor. Por entonces se
pensaba que la energía que recibimos del Sol procedía exclusivamente de la gravedad. Se podía
calcular la masa aproximada del Sol y la energía que emitía. Con estos presupuestos los cálculos
de Kelvin predecían para el Sol un tiempo de vida que no superaba unos cientos de millones de
años. Lógicamente la vida en la tierra no podía exceder ese tiempo que era muy inferior al
tiempo necesario estimado para el desarrollo de la vida tal como la conocemos. La
radioactividad, verdadera fuente de la energía que recibimos del Sol, fue descubierta en la
década que comenzó en 1890. Estas consideraciones debieron influir notablemente en los
planteamientos de Darwin que, como hemos señalado, quitó importancia en sucesivas ediciones
del Origen de las Especies a las variaciones ciegas y se la dio a otros mecanismos como la
herencia de caracteres adquiridos inducidos por el ambiente.

A pesar de admitir una pluralidad de mecanismos como motor de la evolución, para Darwin
había una continuidad evolutiva entre todas las especies, incluida la humana. Sin embargo,
Darwin no defendió que las facultades superiores humanas fueran el resultado de la selección
natural. Puede decirse que Wallace era más estricto que Darwin en la defensa del mecanismo de
la selección natural. Su panseleccionismo le llevaba a considerar a las variaciones aleatorias y a
la selección natural como la única fuerza de la evolución biológica. No obstante, Wallace admitía
el influjo de otra fuerza distinta, de carácter “espiritual”, cuando se trataba de explicar el origen
de la vida, la emergencia de la conciencia propia de los animales y, principalmente, las
facultades superiores humanas como, por ejemplo, su capacidad para hacer matemáticas o sus
habilidades artísticas. Para Wallace el mundo de la materia estaba claramente subordinado a ese
otro mundo del espíritu en el que no encajaba como explicación la selección natural. Wallace era
más estricto en la defensa de la selección natural en la evolución orgánica que Darwin, y
también más neto en su defensa de un ámbito “espiritual” para el que la selección natural no era
una explicación [Sarkar 2007: 31-32].

Otro biólogo muy importante en el siglo XIX fue el alemán August Weismann (1834-1914).
Weismann, también panseleccionista, rechazó completamente la posibilidad admitida por Darwin
de la existencia de mecanismos de tipo lamarkiano. La distinción que estableció entre las células
germinales, aisladas de las influencias del entorno, y las células somáticas, apunta hacía lo que
sería más tarde el marco general de la moderna teoría de la evolución.

A pesar del éxito inicial de la teoría de Darwin, y de los esfuerzos de biólogos como Weismann
por defender la selección natural y por restar crédito al lamarkismo, en los años 90 se abre un
período en el que el mecanismo “variación ciega más selección” pierde popularidad a favor de
otros mecanismos de tipo lamarkianos o los que también podrían encuadrarse dentro de la
denominada ortogénesis (evolución con una dirección determinada). Uno de los defensores del
neolamarkismo de estos años, Herbert Spencer, fue el que acuñó la expresión de “supervivencia
del más adaptado”, que muchas veces se ha traducido como la “supervivencia del más fuerte”, y
que ha ayudado tan poco en la recta comprensión de la teoría propuesta por Darwin/Wallace.

Los motivos para que se produjera esa regresión de la propuesta darwiniana son variados. Ya
hemos mencionado las serias dificultades que se derivaban de las consideraciones hechas por
Kelvin. Los argumentos probabilísticos no parecían dar apoyo a la teoría inicialmente propuesta
por Darwin. Fue creciendo un cierto escepticismo acerca de la posibilidad de que la selección
natural, por sí sola, fuera capaz de explicar la aparición de la diversidad de las especies. Este
escepticismo estaba alimentado por el desconocimiento de los mecanismos de la genética y,
también, por la falta de datos experimentales cuantitativos que apoyaran las tesis del “Origen de
las especies”.

Por otra parte, ya en la filosofía clásica se habían formulado argumentos que se basaban en la
finalidad para defender la existencia de un ser superior del que depende el mundo. Hablar de un
mecanismo que parecía robar la finalidad a la naturaleza suscitaba y sigue suscitando los más
vivos debates.

Los recelos con respecto a la nueva teoría de la evolución se agudizaban cuando lo que se
destacaba era la continuidad entre los animales y el hombre. Darwin defendía explícitamente
dicha continuidad en un libro publicado en 1871 que llevaba por título “The Descent of Man”. La
gradualidad en las facultades superiores humanas (inteligencia y capacidad lingüística, por
ejemplo) respecto a las animales sí chocaba abiertamente, por ejemplo, con la doctrina
sostenida por todas las confesiones cristianas sobre el modo de ser peculiar del ser humano.
Darwin propuso una explicación selectiva para ciertas cualidades morales que se encuentran en
el hombre y también, a su manera, en los animales: cooperación grupal, defensa en común,
transmisión de conocimientos de padres a hijos, por ejemplo. Pero las dificultades para apoyar la
evolución desde los animales de facultades como la inteligencia o la capacidad lingüística
humana obligó a Darwin a recurrir al uso-herencia propio del lamarkismo y a otras hipótesis que
hoy son completamente insostenibles. A lo que no renunció en ningún momento Darwin fue a la
continuidad entre los animales y el hombre, lo que supuso reducir las dimensiones culturales
humanas a pura biología.

Tanto el neolamarkismo como la ortogénesis sirvieron en la última década del siglo XIX como
alternativa, o al menos como complemento, a la teoría de Darwin y Wallace en el modo de
explicar lo que, ya en esos años, era admitido por los científicos como un hecho cierto e
incontrovertible: el hecho de la evolución o descendencia de todos los seres vivos de
antecesores comunes, incluyendo las características orgánicas humanas. Lo que se cuestionaba
en estos años, o incluso se negaba rotundamente, era la capacidad de la selección natural, por sí
sola, para generar la diversidad de las especies y el grado de complejidad alcanzado por los
seres vivos.

El debate se situaría en un nuevo marco con el desarrollo experimentado por la genética en los
comienzos del siglo XX.

4. Los principios de la genética

En el recorrido que estamos haciendo de las ideas que conforman la moderna teoría de la
evolución hemos examinado uno de los pilares que sirven de soporte a dicha teoría: las ideas
expuestas en el “Origen de las especies” sobre las pequeñas variaciones y la selección natural. El
otro importante pilar son las ideas publicadas en 1866 por el monje agustino nacido en
Heinzendorf (entonces en territorio austriaco y actualmente perteneciente a la republica Checa),
Gregor Johann Mendel (1822-1884). Aunque en su trabajo exponía los principios fundamentales
de la moderna genética, la importancia de su contenido no se reconoció hasta principios del siglo
XX.

Mendel obtuvo los principios de la herencia experimentando con determinadas plantas de


guisantes que mostraban una serie de caracteres bien determinados: tamaño y color de la flor,
forma y color de la semilla, etc. Realizó cruces entre plantas con diferentes caracteres y
cuantificó e interpretó los resultados obtenidos en el cruce de varias generaciones de plantas.
Llegó a una serie de conclusiones que fueron conocidas más tarde como las leyes de Mendel y
que mantienen hoy su vigencia.

Mendel distinguió entre carácter y factor. Los caracteres eran las propiedades visibles que
manifestaban las plantas: color, forma, etc. La manifestación de los diversos “caracteres”
dependía de un conjunto de “factores” independientes y discretos que estaban presentes en las
plantas [Curtis-Barnes 1996: 207 y ss.].

La primera ley de Mendel lleva por nombre “principio de segregación” y establece la hipótesis de
que cada individuo lleva pares de factores para cada carácter, y que los factores de cada pareja
se segregan o separan el uno del otro cuando se forman los gametos (las células germinales o
reproductoras). De esta manera, en la descendencia, al unirse los gametos paterno y materno,
un factor de la nueva pareja es heredado de la planta padre y el otro de la planta madre. Más
tarde, estos factores fueron llamados genes, las unidades de la herencia, y las variedades que
presentaban dichos factores o genes se llamaron alelos.

El resultado de los experimentos realizados por Mendel le llevó a concluir que uno de los dos
factores del par es siempre “dominante” respecto del otro, que entonces se llama recesivo. Es
decir, cuando en la planta estaban presentes el factor dominante y el recesivo, el carácter
presentado por la planta era siempre el de la variante del factor o alelo dominante.

La segunda ley de Mendel se llama “principio de transmisión independiente”. Dicho principio


establece que cuando se forman los gametos, los alelos de un gen se segregan
independientemente de los alelos de otro gen. Por tanto, las combinaciones posibles de los
distintos caracteres al cruzar diversas plantas debían ser también independientes. Es decir, el
carácter color, por ejemplo, no estaba vinculado al carácter tamaño sino que en la reproducción
se podían combinar independientemente tamaños y colores.

Estas leyes eran la interpretación de la distribución de caracteres que Mendel obtuvo al cruzar
experimentalmente las distintas plantas de guisantes. Dicha interpretación conseguía cuantificar
perfectamente los resultados de las proporciones de caracteres obtenidos en los experimentos.

Para algunos, el esquema propuesto por Mendel constituía un logro para la Biología incluso de
mayor importancia que la misma propuesta de Darwin. Se puede decir que dicho esquema
introducía a la Biología en el ámbito de la cuantificación, que constituye el ideal al que aspira
toda ciencia que pretende apoyarse en la experimentación.

Como hemos indicado, el trabajo de Mendel paso desapercibido hasta que en el año 1900 fue
redescubierto simultáneamente por tres botánicos. Los tres reconocieron la propuesta de Mendel
como predecesora de sus propios trabajos. En el comienzo de siglo el zoólogo William Bateson
(1861-1926) se erigió como el mayor defensor de las leyes de Mendel. Bateson protagonizó una
nueva polémica que le enfrentó a evolucionistas darwinianos del momento como Karl Pearson y,
en especial, al zoólogo Walter Frank Raphael Weldon (1860-1906).

Bateson pensaba que se ajustaba más al descubrimiento de Mendel que las variaciones que
daban lugar a la evolución fueran discontinuas y no pequeñas variaciones como hipotizaba la
teoría darwinista. De hecho no creía que la evolución tuviera lugar siguiendo el esquema
presentado por Darwin. Por otro lado Pearson y Weldon pensaban que las leyes de Mendel sólo
funcionaban en casos muy excepcionales. También rechazaron la distinción entre carácter y
factor mendeliano y formularon un conjunto de leyes que omitían esta distinción y se basaban
sólo en los caracteres externos presentados por los individuos. Weldon intentó la construcción de
una teoría estadística de la evolución que se ajustara a las ideas de Darwin. El enfrentamiento
entre Bateson y Weldon terminó con la muerte de Weldon en 1906, pero no acabó la disputa
entre los mendelianos y los llamados “biometristas”. Los primeros destacaban, en contra de la
teoría de Darwin, la importancia de la discontinuidad en los cambios transmitidos por herencia.
Los segundos eran fieles a la evolución de tipo darwinista que destacaba la gradualidad en los
cambios de los caracteres. Mendel contribuyó, por tanto, a debilitar más aún la confianza en las
tesis darwinistas en los primeros años del siglo XX.
5. La teoría sintética

El muro que separaba las posiciones de mendelianos y biometristas comenzó a desmoronarse a


partir de 1918. En este año R. A. Fisher (1890-1962) pudo mostrar que las leyes formuladas por
los últimos podían ser explicadas dentro del marco establecido por las leyes de Mendel. Esta
contribución junto con el trabajo de otros autores como John Burdon
Sanderson Haldane (1892-1964), permitió construir una teoría de la selección natural basada
en el modelo mendeliano de la herencia. La teoría moderna de la evolución tuvo su inicio en los
trabajos de estos años, que alcanzaron su madurez al principio de los años 30.

En la construcción del nuevo marco teórico fue muy importante la distinción acuñada por
Wilhelm Johannsen (1857-1927) en 1909 entre la noción de genotipo y fenotipo. Este último
está constituido por el conjunto de características detectables en un organismo (estructurales,
fisiológicas o conductuales) que están determinadas por la expresión en el ser vivo del genotipo
y por su interacción con el medio. Dicha distinción actualizaba la que había sido propuesta
originalmente por Mendel entre carácter y factor. La noción de gen, también acuñada por
Johannsen, era entonces postulada para conseguir una teoría consistente con la experiencia
pero, aunque ya se sabía bastante sobre cómo participaban los genes en la herencia de los
caracteres, en realidad no se sabía en ese momento qué era o en que consistía el material
genético.

Un punto que es clave en la unión de las dos perspectivas competidoras de estos primeros años
de siglo consistió en asumir que el desarrollo de cada ser vivo, desde el embrión hasta su edad
adulta, es como una caja negra, es decir, se omitía cualquier consideración sobre cómo
interaccionan los genes con el organismo y su entorno. Esto es sin duda una simplificación muy
importante, pero hizo abordable dicha síntesis. En el nuevo esquema se asumía que la selección
natural podía ser modelada en base a los cambios que se producían únicamente en el genoma.
Dicho de otra manera, solamente las modificaciones en el genoma son las responsables del
cambio evolutivo, y dichas modificaciones no están condicionadas en su producción ni por el
fenotipo ni por el entorno, sino que son modificaciones al azar, de acuerdo con las ideas de
Darwin y Wallace. La no influencia del fenotipo sobre el genotipo está relacionada y puede
considerarse equivalente a lo que más tarde se llamó el dogma central de la biología.

En los años 20, Haldane, Fisher y Wright ejercieron gran influencia en el desarrollo de la Teoría
de la Evolución. Haldane publicó varios artículos en los que hacía un tratamiento de la selección
natural desde la genética: analizaba una gran variedad de modelos genéticos y, también,
distintas formas en las que podía darse la selección natural: débil o intensa, constante, cíclica,
etc. Una de las conclusiones a las que llegó fue que el proceso de selección natural actuando
sobre variaciones ciegas era más rápido de lo que se pensaba. El temor de que no hubiera
tiempo suficiente para que la selección natural diera lugar a modificaciones evolutivas
importantes no parecía estar justificado a la luz de estos trabajos. Las teorías que competían con
la selección natural en los primeros años del siglo —las que defendían la ortogénesis y las de
tipo neolamarkista— recibían con estos trabajos un duro golpe. Estos tres autores son
considerados hoy como los padres de la genética de poblaciones, que sigue siendo el
fundamento para la actual teoría de la evolución.

Haldane se centró en el estudio de las consecuencias que para la evolución tienen los diversos
modelos genéticos. Fisher y Wright trataron de ofrecer teorías de carácter general que
explicaran la historia de la vida sobre la Tierra. Ambos mantuvieron algunas diferencias en
relación con el papel de la selección natural en la evolución. Fisher era partidario de que la mejor
explicación de la evolución la proporciona la selección natural actuando sobre pequeñas
variaciones que se producen en grandes poblaciones en las que sus individuos se aparean de
manera aleatoria. En cambio, Wright pensaba que en la explicación de los cambios eran más
importantes las pequeñas poblaciones aisladas en las que se podían producir importantes
fluctuaciones debidas, precisamente, al pequeño número de los individuos que las componen.
Esta hipótesis después ha sido conocida como la “deriva genética”. El debate entre estas dos
posiciones ha sido relevante en el desarrollo de la moderna teoría de la evolución.

La integración de los trabajos anteriores con el resto de la biología fue tarea de Theodosius
Grygorovych Dobzhansky (1900-1975), que consiguió unificar los resultados empíricos de
poblaciones naturales con los modelos teóricos de Haldane, Fisher y Wright. Su libro más
importante fue publicado en 1937 y llevó por título “Genética y el Origen de las Especies”. Uno
de los temas que centró su interés fue el de la especiación: la aparición de nuevas especies a
partir de otras ya existentes. Este es el problema que aparecía en el título del famoso libro de
Darwin y que, en realidad, él no llegó a aclarar. Dobzhansky destacó la importancia del
aislamiento geográfico como una de las causas más importantes para la aparición de una nueva
especie. Este tipo de especiación fue llamada especiación alopátrida. Su estudio y, en general, el
estudio de la especiación, ha sido desarrollado posteriormente, entre otros, por Ernst Mayr
(1904-2005). Hoy en día no se considera este tipo de especiación más importante que la
especiación simpátrida, en la que la formación de especies no requiere el aislamiento geográfico.
Julian Huxley (1887-1975) popularizó en 1942 el nuevo marco teórico alcanzado por los autores
citados en un libro que tuvo una gran difusión y en cuyo título llamaba a la nueva teoría de la
evolución la “síntesis moderna” [Huxley 1946]. Desde entonces dicha teoría ha sido conocida
como la “teoría sintética de la evolución”.

6. Biología molecular y genética

Otro hito importante en la configuración de la teoría de la evolución tuvo lugar con el diseño de
Watson y Crick en 1953 del modelo en doble hélice de la molécula de ADN. Desde los años 40
se sabía que en las moléculas de ADN (Acido desoxirribonucleico) estaba contenida la
información genética. En 1953 se determinó la estructura de dicha información. Se descubrió
que las moléculas de ADN codifican la información genética a lo largo de secuencias lineales de 4
bases nitrogenadas o nucleótidos llamados Adenina, Citosina, Guanina y Timina. Estas bases
constituyen las cuatro letras de un alfabeto con el que se escribe en el genoma la información
que es expresada en el desarrollo del ser vivo.

La distinción entre genotipo y fenotipo quedaba sólidamente establecida de esta manera. El nivel
más básico del fenotipo serían las proteínas: macromoléculas compuestas por aminoácidos que
constituyen la parte estructural fundamental de los diversos organismos vivos. Se conoce la
correspondencia entre las distintas secuencias de bases del ADN con cada uno de los 20 tipos de
aminoácidos distintos existentes. Concretamente cada uno de los aminoácidos es codificado por
tres de las letras básicas del código genético. Cada grupo de tres letras que codifica un
aminoácido se denomina “codón”. No todo el ADN es codificante. Además hay aminoácidos que
están asociados con codones distintos. Por esto se dice que el código genético es degenerado. A
su vez, los 20 aminoácidos dan lugar por composición a una gran variedad de proteínas que
desempeñan multitud de funciones en el organismo a muy distintos niveles y formando parte de
una gran diversidad de sistemas orgánicos.

Exponemos a continuación de una forma breve algunas de las nociones más importantes que
quedaron establecidas por la genética que se desarrolló a partir de los años 50 y que son
determinantes en el modo en que se entiende hoy en día la Evolución [ Ayala 2006a: 223 y
ss.].

El ADN es, como hemos indicado, la molécula donde se encuentra codificada la información


genética. Se trata de una molécula larga en forma de hélice y que puede representarse como
dos largos filamentos moleculares enrollados y unidos por las bases o nucleótidos. Hay cuatro
tipos de bases y cada filamento está unido al otro por las bases complementarias del otro.

Las moléculas de ADN se encuentran empaquetadas asociadas a proteínas en unos cuerpos


densos que se llaman cromosomas. Cada especie tiene un número determinado de
cromosomas. La especie humana tiene concretamente 46. En este caso, que es de reproducción
sexuada, 23 cromosomas corresponden al padre y los otros 23 a la madre. Tenemos 23 parejas
de cromosomas homólogos.

El gen es la unidad discreta de herencia que fue identificada por primera vez por Mendel. En el
paradigma actual cada gen se corresponde con una característica morfológica del organismo, por
ejemplo, el color de alguna parte del cuerpo como el pelo o los ojos. El gen es un segmento del
cromosoma que está en un lugar concreto que se llama locus. Cada cromosoma puede tener
muchos miles de loci génicos. Los loci están en ambos cromosomas homólogos. Cada gen en un
locus concreto puede presentar formas variantes que se llaman alelos. Eso significa que genes
alelos varían en una o varias partes de su secuencia de nucleótidos. Los genes se presentan por
tanto en parejas uno en un cromosoma materno y el otro en el correspondiente paterno o
cromosoma homólogo. Los dos genes homólogos ocupan un locus en cada uno de los
cromosomas homólogos. La existencia de alelos es el prerrequisito para que pueda haber
evolución. Se ha comprobado que existe una gran diversidad genética, es decir, una gran
diversidad de alelos dentro de las diferentes poblaciones. La selección artificial es una muestra
de que existe una amplia variabilidad genética en las poblaciones naturales.

Una noción clave en la teoría de la evolución es la de especie. En la “síntesis moderna” la


noción de especie biológica fue caracterizada por Dobzhansky y por Mayr, para los organismos
de reproducción sexual, como «grupos de poblaciones naturales interfértiles que están aislados
reproductivamente de otros grupos» [Ayala 2006b: 258]. Esta noción es la que cuenta con
mayor aceptación en la actualidad a pesar de sus evidentes limitaciones como, por ejemplo, el
hecho de que sea valida sólo para grupos que se reproducen sexualmente o, también, que su
aplicación no sea posible para especies que ya están extinguidas. La noción es importante, entre
otras razones, porque definida de esta manera, cada especie constituye una unidad evolutiva
discreta e independiente (no hay intercambios de genes entre especies diferentes). Se ha escrito
mucho sobre los mecanismos que llevan a la formación de una especie. En todo lo escrito se
destaca la importancia que tienen los mecanismos de aislamiento reproductor de los que hay
identificados varios tipos.

Los descubrimientos de los años 50 en genética y bioquímica han dado lugar a innumerables
estudios e investigaciones realizadas desde el nuevo marco teórico y se han cosechado ya
resultados prácticos concretos. Estos estudios han dado como fruto, por ejemplo, la culminación
del Proyecto Genoma Humano en el año 2003. Durante los 13 años que duró el proyecto se
consiguieron identificar los aproximadamente 20.000-25.000 genes que posee nuestro ADN y se
determinó la secuencia de los tres mil millones de bases que componen el ADN. Además, la
teoría de la evolución se ha podido refinar notablemente. Actualmente, por ejemplo, se pueden
abordar taxonomías de los seres vivos basadas en el patrimonio genético de cada especie y no
en aspectos morfológicos externos que resultan más arbitrarios. Ahora se sabe, entre otras
cosas, lo que no se conocía cuando se formuló por primera vez la teoría sintética: en qué
consiste el material genético. Se van comprendiendo poco a poco, es una tarea para años que
está apenas comenzada, el significado mismo de la información genética, lo cual tiene que ver
con su expresión en el organismo vivo. Todos estos conocimientos han abierto muchas
expectativas, por ejemplo, dentro de la medicina y, también, en la biología teórica en general.
Pero, por otra parte, también se ha puesto de manifiesto la extraordinaria complejidad que se
esconde en los seres vivos. En cuanto al proceso de la evolución, los avances señalados han
resuelto antiguos interrogantes, pero también han abierto otros nuevos que se erigen como
desafíos para la ciencia que son aún más arduos que los antiguos.
Se puede decir en definitiva que existe un marco común aceptado por la mayoría de los
científicos en el que están incluidos, entre otros, los ingredientes que hemos ido describiendo
anteriormente. El núcleo esencial sobre el que existe común acuerdo entre toda la comunidad
científica se podría resumir diciendo que «la evolución se produce mediante la actuación de
mecanismos como la selección natural sobre, primariamente, pequeñas variaciones ciegas que
ocurren en el nivel genético» [Sarkar 2007: 69]. Pero dentro de ese marco hay cuestiones que
siguen siendo objeto de vivos debates. Se mantienen también cuestiones ya planteadas en los
inicios de la formulación de las teorías evolucionistas pero ahora vistas desde la nueva
perspectiva y, por tanto, desde una mejor comprensión de su complejidad.

También hemos visto que, desde su inicio, la teoría de la evolución que nació y se ha
desarrollado a partir de las ideas de Darwin no ha tenido una aceptación pacífica. Se han
mencionado ya algunas de las controversias suscitadas en los años finales del siglo XIX y sus
raíces. Fuera del ámbito científico las controversias no han sido menores. Uno de los
movimientos que más resistencia ha ofrecido a las ideas de Darwin ha sido el Creacionismo. Los
enfrentamientos con la teoría de la evolución, que llegan hasta nuestros días, dan la posibilidad
de trazar una historia de la que incluso un simple esbozo queda fuera del alcance de esta voz
[véase la voz Diseño inteligente].

A continuación se indican brevemente algunas de las cuestiones científicas más importantes que
han sido objeto de controversia en los últimos años en relación con la teoría de la evolución. Se
recogen aquí porque entenderlas permite también comprender mejor la teoría de la evolución y
su alcance. Por otra parte el debate filosófico, al que se dedica la última parte de esta voz, no es
ajeno al debate científico.

7. Algunas cuestiones científicas debatidas en torno a la teoría de la evolución

7.1. Seleccionismo frente a neutralismo

En los años 60 se comenzó a utilizar una nueva técnica, la electroforesis en gel, con la que se
pudo comprobar con bastante precisión el grado de variación genética de las poblaciones. Los
estudios realizados con esta técnica, y otras también sencillas de realizar en el laboratorio,
llevaron a determinar que la proporción de loci heterocigóticos, es decir, aquellos que presentan
alelos distintos en los cromosomas homólogos, oscila entre el 5 y el 20 por ciento. Teniendo en
cuenta que la técnica empleada detecta las variaciones en las proteínas y que la codificación de
las mismas por el ADN es degenerada, era razonable pensar que el grado de variación genética
era aún mayor que esos porcentajes [Ayala 2006c: 280].

El grado de variación que resultaba de dichos experimentos era muy superior al que se
esperaba. Una explicación de este fenómeno fue propuesta por el genetista japonés Motoo
Kimura en 1968. Para este científico, y los que como él defienden la llamada “teoría neutralista”,
la mayoría de las diferencias genéticas ni favorecen ni dificultan la supervivencia de los
organismos lo cual les lleva a concluir que el hecho de que sobrevivan o sean eliminados de una
población es simplemente un problema de azar. Los neutralistas dicen que si la mayoría de las
diferencias genéticas estuvieran sometidas a selección natural, la variación sería mucho más
reducida y, por tanto, la selección natural no tendría la incidencia en la evolución que sugiere la
teoría sintética.

Otro de los fenómenos esgrimidos por los neutralistas para defender su propuesta es la
constancia del ritmo de cambio genético experimentado a lo largo de las generaciones. Se han
realizado diferentes estudios que relacionan la historia evolutiva común a varias especies y el
número de las diferencias en las respectivas secuencias de ADN. Los resultados sugieren que los
genes pueden considerarse como relojes moleculares ya que el ritmo de cambio experimentado
es relativamente constante durante largos períodos de tiempo y, además, esos valores son
semejantes en diferentes especies. Si la selección natural actuase como propone la teoría
sintética, dicen los neutralistas, los ritmos en los cambios serían más variables como
consecuencia de las diferentes presiones selectivas que se suceden en el tiempo y en las
distintas especies.

Esta propuesta ha sido quizá la que ha suscitado en el mundo de la biología más ásperos
debates desde que se formuló la teoría sintética hasta nuestros días. De hecho, en 1969 los
neutralistas King y Jukes anunciaron, de una manera algo provocativa, el nacimiento de un
modelo de evolución en el que la deriva según alelos neutrales había reemplazado a la selección
como fuerza evolutiva.

En realidad los debates en torno al neutralismo-seleccionismo no han cesado todavía. Autores


como Ayala o Sarkar piensan que, actualmente, en dicho debate no se trata de determinar el
éxito de una de las propuestas y la exclusión de la otra. Se trataría más bien de determinar en
que medida actúa la selección y en qué medida es valido y ayuda a entender la evolución el
neutralismo. De hecho, el mismo Kimura aceptó que la selección natural es la fuerza evolutiva
determinante a escala morfológica y que el neutralismo en el nivel molecular presenta
problemas cuando se tratan de explicar las diferencias adaptativas que se ponen de manifiesto
en niveles superiores de organización. Ayala afirma, además, que la teoría sintética no obliga a
que el ritmo de evolución sea tan irregular como suponen los neutralistas. Los enormes
intervalos de tiempo a lo largo de los cuales se produce la evolución molecular hacen que las
fluctuaciones se compensen entre sí dando la impresión de que ocurren a un ritmo constante. Se
han formulado incluso modelos matemáticos en los que se hace compatible el reloj molecular
con la evolución regida por selección natural.

También se ha propuesto la llamada teoría “casi neutral” en la que se trata de mantener la


consistencia de las tesis neutralistas con muchos datos que indican la actuación de la selección
natural. La mayoría de los biólogos todavía creen en la importancia de la selección natural como
uno de los motores de la evolución, pero este debate sigue vivo y muchos confían en que los
datos que se están obteniendo de los proyectos de secuenciación de diferentes genomas
ayudará a determinar el peso que las aportaciones de ambas propuestas tiene en el marco
general de la teoría de la evolución [Sarkar 2007: 65-67].

7.2. Puntuacionismo frente a gradualismo

Una de las distinciones clásicas que subyace en algunos de los debates en torno a la evolución
ha sido la de microevolución frente a macroevolución. La genética actual ha introducido una
equivocidad en estos términos que conviene tener presente. Se puede entender la
microevolución como la evolución que ocurre como consecuencia de pequeñas variaciones
observables dentro de la misma especie. La macroevolución sería, en cambio, la que lleva
consigo grandes cambios como la diversificación de especies en largos periodos de tiempo. El
nuevo marco teórico lleva a entender estas nociones con un sentido distinto, aunque
relacionado. La microevolución es ahora la que podemos constatar a nivel bioquímico: una
modificación en un par de bases de un gen, una mutación, sería el hecho más elemental de la
microevolución. Este tipo de modificaciones a nivel genético, con su repercusión a nivel del
fenotipo, nadie las pone en duda: se pueden provocar, observar y experimentar directamente
con ellas.

Como consecuencia de la influencia de las tesis gradualistas defendidas por el darwinismo, se


suele defender que la diferencia entre la microevolución y la macroevolución es sólo una
cuestión de tiempo: la macroevolución no sería otra cosa que la acumulación de cambios
microevolutivos. Este supuesto ha sido objeto de matices y discusiones incluso entre los mismos
darwinistas. No se pone en duda que en la base de los cambios macroevolutivos están los
microevolutivos. Lo que se discute es la reductibilidad de unos a los otros, es decir, que la
explicación de las leyes y mecanismos de la microevolución lleve a una explicación completa de
los propios de la macroevolución. Dicho de otra manera, se pone en duda o se niega que las
leyes de la macroevolución que podemos llegar a establecer sean derivables de las establecidas
para la microevolución. Ayala, por ejemplo, afirma lo siguiente: «la macroevolución es un campo
autónomo del estudio evolutivo y, en este importante sentido epistemológico, la macroevolución
está desacoplada de la microevolución» [Ayala 2006b: 268].

Estrechamente relacionado con la diferencia entre micro y macroevolución discurre uno de los
debates más importantes surgidos en el seno de la comunidad científica y que, inicialmente,
parecía romper con los mismos fundamentos del marco teórico de la síntesis moderna. Se trata
del enfrentamiento entre el gradualismo propio de la teoría sintética con lo que se ha llamado
puntuacionismo o saltacionismo. Este nombre deriva del recibido por la teoría propuesta por
Niels Elredge (1943-) y Stephen Jay Gould (1941-2002) en 1972 a la que este último denominó
“Equilibrio puntado”.

El problema que está detrás del origen de esta propuesta es el contraste entre el gradualismo
que parece derivarse de la teoría sintética y los saltos existentes en el registro fósil existente,
que distan mucho de ser una continuidad gradual. Hasta que el equilibrio puntuado vio la luz, la
manera más común, aunque no la única, de justificar la existencia de esos agujeros del registro
fósil era la más fácil y directa: no han quedado fosilizados todos los vivientes que han existido, o
bien, todavía no hemos descubierto muchos de los fósiles que nos permitirán ir llenando los
huecos existentes. Mayr, en cambio, se adelantó en cierta manera al saltacionismo en 1954
defendiendo que la existencia de los huecos en el registro fósil era consecuencia de que «las
poblaciones fundadoras en proceso de especiación están muy restringidas en el espacio y en el
tiempo y, por lo tanto, es muy improbable que lleguen a aparecer nunca en el registro fósil»
[Mayr 2005: 212]. El hecho es que la acumulación de nuevos fósiles no parecía respaldar la
solución fácil, y que había motivos para dudar de la compatibilidad de la ortodoxia gradualista
con los datos aportados por la paleontología.

Gould y Eldredge sostuvieron en sus trabajos que el registro fósil mostraba positivamente que
en la evolución había cortos periodos en los que los cambios evolutivos se producían muy
rápidamente, y que estos eran seguidos por otros largos periodos de estasis en los que las
distintas formas permanecían estables. Dicho de otra manera, la evolución parecía dar saltos de
unas especies a otras sin que hubiera especies intermedias. No es que no tuviéramos los fósiles
de los eslabones intermedios –eslabones perdidos- sino que, sencillamente, dichos eslabones no
habían existido.

Inicialmente el equilibrio puntuado pareció a algunos una teoría alternativa a la síntesis


moderna, recibió muchas críticas y suscitó un debate muy vivo. Pronto se vio que el esquema
puntuacionista o saltacionista no era una dificultad real para seguir sosteniendo los principios de
la síntesis darwinista moderna. Los mismos autores de la teoría explicaron que el problema
radica en que se está jugando con dos escalas de tiempo diversas. Por una parte hemos de
considerar el tiempo en el que se produce la evolución siguiendo un modelo de cambios
pequeños y graduales y, por otra parte, el tiempo que es relevante para el registro fósil
denominado tiempo geológico, cuya escala es mucho mayor que la del primero. Con palabras de
Gould: « Lo que intenta explicar la teoría del equilibrio puntuado es el papel macroevolutivo de
las especies y la especiación tal como se expresa en el tiempo geológico. Sus enunciados sobre
rapidez y estabilidad describen la historia de las especies individuales, y sus afirmaciones sobre
ritmos y estilos de cambio tratan del trazado de estas historias individuales en el dominio no
familiar del tiempo geológico, donde la duración de una vida humana está por debajo de
cualquier posible apreciación, y la historia entera de la civilización humana es a la duración de la
filogenia primate como un parpadeo a una vida humana» [ Gould 2004: 797].
Muchos biólogos han señalado que los patrones macroevolutivos de estasis y saltos podrían ser
producidos por modelos basados en la microevolución. También parece haberse mostrado en las
últimas décadas que se pueden producir rápidos cambios morfológicos en poblaciones naturales.
Parece pues confirmarse que aunque el saltacionismo fuera el patrón predominante del cambio
macroevolutivo, los procesos implicados permanecen dentro del marco de la síntesis moderna.

El mismo Gould ha defendido la compatibilidad de su propuesta con las tesis de la teoría


sintética actual: «El equilibrio puntuado tampoco intenta redefinir o criticar los mecanismos
microevolutivos convencionales en absoluto (porque surge como la expresión anticipada, tras
cambio de escala, de las teorías microevolutivas sobre la especiación en el dominio radicalmente
distinto del tiempo geológico)» [Gould 2004: 812]. No obstante Gould defiende que su
propuesta es original, y dicha originalidad radica en el cambio de perspectiva con la que se
observa la evolución. Para Gould, en la escala de tiempo geológico, el sujeto de la selección
evolutiva no sería ya el individuo de una población sino que sería la misma especie. Así lo
expresa Gould: «Pero el meollo de la novedad potencial del equilibrio puntuado para la teoría
biológica es que estos mecanismos microevolutivos clásicos no tienen la exclusiva de la
explicación evolucionista, y que su dominio de acción debe restringirse (o al menos compartirse)
al nivel de la pauta macroevolutiva a escala geológica, porque el equilibrio puntuado ratifica una
mecánica macroevolutiva efectiva basada en el reconocimiento de las especies como individuos
darwinianos. En otras palabras, la principal contribución del equilibrio puntuado a la teoría
macroevolutiva no es la revisión de la mecánica microevolutiva, sino la individuación de las
especies (lo que establece la base para un dominio teórico macroevolutivo independiente)
[Gould 2004: 812].

Por tanto, según este autor, se podría ver el saltacionismo como una ampliación de la teoría
sintética en la que se reafirman sus principios pero en un dominio teórico diferente. Estas
afirmaciones señalan, como también hemos visto que hace Ayala, un cierto nivel de
independencia entre la macro y la microevolución, pero siempre dentro del marco común de la
teoría sintética.

Esta discusión sirve para aludir a un debate que tiene también resonancias en los estudios
filosóficos sobre la evolución: la determinación de cual es la unidad de selección. Se han
propuesto como unidades selectivas el gen, el individuo y otros grupos poblacionales como son
la especie. Los genetistas, y más en concreto los neutralistas, son más proclives a considerar al
gen como unidad o blanco de la selección. Mayr considera que «dado que ningún gen está
directamente expuesto a la selección, sino sólo en el contexto del genotipo completo, y dado que
un gen puede tener diferentes valores selectivos en diferentes genotipos, no parece nada
adecuado considerarlo el blanco de la selección» [ Mayr 2005: 218]. Este autor piensa que es el
individuo el blanco principal de la selección, aunque también admite la posibilidad de que exista
la llamada selección de grupo como, por ejemplo, la selección de especies.
7.3. Noción de especie

Ya se ha mencionado que una noción clave, como se desprende de todo lo visto hasta ahora, es
la noción de especie. En cualquier trabajo sobre la teoría de la evolución, como éste por
ejemplo, es una de las palabras más empleadas. La noción ha sido objeto de importantes
debates desde el inicio de la teoría de la evolución. El debate sobre esta noción tiene además
especiales connotaciones filosóficas y por esto es también importante tratarlo aquí aunque sea
de una manera muy breve.

El problema debatido se podría expresar de una manera sencilla como una alternativa: ¿tienen
las especies una existencia real o son por el contrario un producto de nuestra mente que
simplemente nos facilita la organización de nuestros conocimientos sobre la naturaleza? El
gradualismo darwinista difumina sus contornos se opone a una noción de especie concebida
como algo perfectamente determinado morfológica y temporalmente. Si una especie deriva de
otra por evolución gradual ¿dónde poner el límite entre las dos especies? O bien, ¿qué
diferencias tiene que haber entre dos individuos para ser considerados como pertenecientes a
distintas especies? Darwin, por ejemplo, afirmó: «considero el término especie como dado
arbitrariamente, por razón de conveniencia, a un grupo de individuos muy semejantes y que no
difiere esencialmente del término variedad, que se da a formas menos precisas y más
fluctuantes» [Darwin 2002: 104]. Para Haldane el concepto de especie era una concesión a
nuestros hábitos lingüísticos y mecanismos neurológicos [ Sarkar 2007: 70].

Las dificultades para dar una definición de especie que no presente algún problema o limitación
parecen respaldar estas opiniones y restar realidad, o más bien realismo, a la noción de especie.
No obstante, a pesar de sus limitaciones, sí se ha concedido mucha importancia a la ya definida
anteriormente noción de especie biológica. En realidad dicha noción es útil dentro del esquema
conceptual que sirve para explicar la misma evolución y, como hemos visto, en algunos autores
como Gould, incluso se convierte en blanco de la selección darwiniana, es decir, en sujeto
darwinista. Esta noción de especie biológica es clara y define con nitidez lo que es una especie,
pero no evita por completo el problema general de la falta de delimitación entre especies cuando
se acepta la gradualidad en la evolución.

Actualmente este debate sigue abierto. La definición de especie biológica es vista por algunos
como insuficiente. Por ejemplo, el ámbito de la microbiología ofrece una diversidad mayor que el
que estamos acostumbrados a contemplar ordinariamente y que ha sido el objeto de las
propuestas taxonómicas más usuales. En dicho ámbito la definición de especie biología es inútil
puesto que el tipo de reproducción mayoritaria no es sexual. A pesar de las dificultades se
siguen buscando criterios taxonómicos que sean útiles para hacer clasificaciones y reduzcan todo
lo posible las insuficiencias de los ya existentes. Lo que parece claro para todos los biólogos es la
necesidad de contar con un criterio para diferenciar especies, aunque no siempre se pongan de
acuerdo para establecer el más adecuado. Por encima de los desacuerdos, en lo que sí parece
haber coincidencia es en que la realidad de la especie está relacionada con la existencia de
unidades poblacionales agrupadas en nichos ecológicos en las que la selección natural evita que
haya confusión entre ellas. Se admite también que puede que no haya una caracterización única
y óptima para la especie, sino que habría que emplear una u otra según el nivel o la rama en el
árbol de la naturaleza que se esté estudiando [Zimmer 2008: 72-73].

En realidad, las mayores dificultades en este punto surgen, sobre todo, para los que defienden
propuestas de tipo creacionista o de tipo fijista. En realidad, dicha fijación pertenece sólo a
nuestro modo de pensar los seres naturales, es decir, pertenece a la objetivación que nosotros
hacemos de ellos. No es fácil pensar objetivamente el movimiento propio de la vida. Un
movimiento que, como ocurre en el caso de la evolución, implica periodos de tiempo que
escapan completamente a las magnitudes que captan nuestro conocimiento ordinario.

7.4. Importancia de la selección natural en la evolución

El grado de intervención de la selección natural en el proceso evolutivo ha sido también un


constante objeto de debate desde la formulación de la teoría de Darwin. La controversia sigue
abierta en el ámbito puramente científico. Hay que tener en cuenta que a este mecanismo se le
ha dado siempre un papel central dentro de la ortodoxia de la teoría sintética. En él se apoya
gran parte de la originalidad de la propuesta de Darwin.

No obstante, actualmente se aducen razones para atenuar su importancia en la evolución, como


las que presentan los ya mencionados neutralistas. También siguen ofreciéndose importantes
razones para destacar su importancia. Un argumento empleado con frecuencia en su defensa
consiste en la constatación, sobre todo en el ámbito de la macroevolución, de la existencia de la
“evolución convergente”: hay seres vivos muy alejados desde el punto de vista filético, o que
han evolucionado de una manera aislada, pero que han desarrollado organismos similares y han
alcanzado soluciones funcionales extraordinariamente parecidas.

El problema de la importancia de la selección natural es paralelo al problema del grado de


contingencia de la evolución. La dificultad que se plantea es el siguiente: si la historia evolutiva
comenzara de nuevo ¿tendríamos un panorama en la naturaleza semejante al que nos
encontramos en la actualidad? Si se admite que lo que genera variedad son las mutaciones, y
que estas son ciegas, la respuesta a la pregunta tiene que ver con lo fuerte o débil que sea el
papel de la selección natural en la evolución. La respuesta a la pregunta ha enfrentado a
diversos científicos. Gould, por ejemplo, ha hecho de la contingencia uno de los puntos centrales
de sus tesis. Simon Conway Morris, por el contrario, ha enfatizado de una manera especial la
convergencia. En general parece que entre los biólogos hay acuerdo en que existe tanto una
como la otra, y dan cabida a la contingencia y a la convergencia dentro de la moderna teoría
sintética. Algunos científicos incluso han formulado la acción de la selección natural en forma de
teorema, precisando cuales son las premisas necesarias que deben cumplirse para que la
selección natural actúe o no [Meléndez-Hevia 2001: 18]. Estas formulaciones tratan de
explicar el por qué de los contrastes señalados dentro del marco de la teoría sintética y ofrecer
una perspectiva lo más ajustada posible de la importancia de la acción de la selección natural en
la evolución.

7.5. Más sabemos, más debates

No son las anteriores, ni mucho menos, las únicas cuestiones debatidas. En cualquier caso,
ninguno de los autores importantes del siglo XX que han contribuido en el asentamiento de la
teoría sintética piensa que este gran número de controversias ponga en peligro por el momento
la validez de la teoría sintética moderna. Mayr dice a este respecto: «para muchos problemas
evolutivos existen múltiples soluciones posibles. Aunque todas ellas son compatibles con el
paradigma darwiniano. La lección que nos enseña este pluralismo es que, en biología evolutiva,
las generalizaciones casi nunca son correctas. Incluso cuando algo ocurre “por lo general”, esto
no quiere decir que tenga que ocurrir siempre» [ Mayr 2005: 223].

La realidad es que hay muchas cuestiones en debate. El pluralismo al que se refiere Mayr puede
parecer excesivo para algunos que se plantean la necesidad de alcanzar una mayor unidad y
simplicidad, quizá con la formulación de una nueva síntesis. Esta nueva síntesis “postmoderna”,
como es calificada con cierta aprensión en un artículo de Nature [Whitfield 2008], debería
poder explicar lo que ocurre en ámbitos de la biología que todavía no se han conseguido integrar
satisfactoriamente con la teoría sintética. Uno de estos ámbitos es, por ejemplo, la biología del
desarrollo, sobre la que la genética está aportando en nuestros días gran cantidad de
información. La disciplina emergente llamada “evo-devo” (evolución y desarrollo) trata
precisamente de unir estos dos ámbitos de la biología, pero se encuentra todavía lejos de la
madurez. En este ámbito de la biología hay muchos misterios que desvelar, y los datos que se
van acumulando llevan a plantearse, por ejemplo, la necesidad de asumir una relación más rica
que la aceptada por la teoría sintética entre genotipo y fenotipo. Dicha relación no debería ser,
por ejemplo, tan unidireccional como establece el mencionado dogma central de la biología. O, al
menos, debería admitir una influencia del ambiente que no se redujera exclusivamente a una
función selectiva.

Todo lo dicho hasta el momento puede llevar a pensar que el marco conceptual de la moderna
teoría sintética explica mucho, pero que todavía es insuficiente para dar verdadera unidad a
todos los fenómenos de los que somos testigos en el mundo biológico. En cualquier caso, lo que
si ponen claramente de manifiesto estos debates es que la vida, en su aparente simplicidad y
sencillez, presenta una gran complejidad cuando se la analiza desde el punto de vista científico.
La biología no es física y no parece que se deje atrapar por las redes de un método
perfectamente unificado, definido y terminado. En realidad la física, aunque sea más dócil a las
matemáticas, tampoco parece que lo permita. En cualquier caso, la gran cantidad de
conocimiento científico que tenemos sobre la biología, y en particular sobre la evolución, hace
posible y a la vez invita enérgicamente a hacer una reflexión de carácter filosófico.

8. Reflexión filosófica y teoría de la evolución

La filosofía es una disciplina que busca alcanzar una perspectiva global frente a la realidad. No
hay nada que pueda escapar a la mirada de la filosofía en su intento de encontrar la síntesis o
conexión con la globalidad de lo real, es decir, cómo cada porción de lo real encaja en el amplio
paisaje de la realidad [Polo 1995: 21].

Por este motivo, la filosofía trasciende siempre el ámbito de la parcela sobre la cual detiene su
atención. Su vocación es enfrentarse con las preguntas más radicales. La filosofía es una
disciplina que busca los principios o causas primeras de la realidad. Esta es la manera más
exigente de adoptar una perspectiva global. Decir que la filosofía trata de alcanzar los principios
de la realidad de la que se ocupa equivale a decir que lo que se espera de la filosofía es que
ofrezca respuestas últimas sobre los problemas que se plantea, que no es lo mismo que decir
que se espera de ella respuestas definitivas.

Lo anterior no significa que la filosofía sea una especie de disciplina independiente o al margen
de lo que el conocimiento ordinario o científico ofrecen a nuestro entendimiento. No existe una
filosofía pura e incontaminada con cuestiones que son consideradas de menor importancia o
superficiales. Toda filosofía auténtica debe estar bien enraizada en lo que se sabe, sea cual sea
el método o la vía por la que se nos ha hecho presente dicho saber.

Por tanto, la peculiaridad y también dificultad del conocimiento filosófico consiste en su


aspiración a conseguir una perspectiva global. Dicha aspiración hace que la filosofía no siempre
se pueda discernir con facilidad de doctrinas a las que podríamos llamar pseudofilosofías.
También se podría hablar de la existencia de pseudociencias. Dichas pseudo-doctrinas tienen
como verdadero punto de apoyo y se alimentan en gran parte de ideologías a las que sirven de
portavoz. Es normal que la pseudofilosofía y la pseudociencia aprovechen las limitaciones
propias del conocimiento científico para tratar de llenar sus huecos con consideraciones que, con
frecuencia, encierran una componente ideológica. La biología, con su complejidad, sus temas y
su grado actual de desarrollo, es un campo abonado para este tipo de pseudodoctrinas.

Por otra parte, no hace falta justificar la necesidad de hacer una filosofía de la biología. Es
suficiente constatar que dicha filosofía es inevitable, como lo prueban las numerosas
publicaciones y los trabajos realizados en esta disciplina.

Aquí no se va a tratar el problema fundamental de la filosofía de la biología, que es la vida.


Solamente se abordarán, y de manera muy breve, algunas de las cuestiones filosóficas que ha
suscitado la teoría de la evolución. Algunas de ellas comparecen de manera implícita, o a veces
explícitamente, sustentando los debates a los que se ha hecho referencia anteriormente.

8.1. Teoría de la evolución y evolucionismo

Es importante distinguir entre Teoría de la evolución, que aquí hemos presentado como una
teoría de carácter estrictamente científico, y el Evolucionismo.

Toda ciencia se encuentra asociada a un método que puede ser más o menos explícito o
definido. El método no consiste simplemente en un conjunto de reglas operativas sino que
incluye elementos de muy distinto tipo y alcanza una gran complejidad en la ciencia real. En
todos los casos, el uso de un método siempre comporta una reducción en el ámbito abarcado de
la realidad estudiada. Esta reducción es especialmente necesaria si se quiere alcanzar uno de los
objetivos que persigue la ciencia empírica y que consiste en controlar, de alguna manera, la
realidad: ciencia empírica es «aquella actividad humana en la que se busca un conocimiento de
la naturaleza que permita obtener un dominio controlado de la misma» [ Artigas 1999: 15].

La reducción metódica que determina el modo en que contemplamos con esa ciencia la realidad,
lo que observamos y lo que dejamos fuera de nuestra consideración, es completamente
necesaria para alcanzar los objetivos de la actividad científica. Los problemas surgen cuando se
olvida que emplear un método implica reducción o, simplemente, se afirma de una manera
positiva que sólo es real aquello que se hace presente a través de un método particular, por muy
complejo que sea. Esa afirmación, en realidad, lo que hace es otorgar un carácter global, que es
propio de la filosofía, a una ciencia particular. El problema radica en que este modo de proceder
deja fuera de la realidad, de una manera arbitraria, aspectos que son reales pero no capturables
por dicho método. Como esos aspectos omitidos o negados pertenecen a la realidad, antes o
después reclamarán su presencia en nuestro conocimiento y, entonces, se ofrecerán para ellos
explicaciones inadecuadas por que no se ajustan al método con el que se explican. También se
creará una situación propicia para que se ofrezcan respuestas ideológicas a los problemas que
surgen como consecuencia del mencionado desajuste. La disciplina que trata de abarcar la
totalidad desde su método particular se desliza por la pendiente del reduccionismo y, entonces,
con propiedad se le puede añadir al nombre de dicha disciplina el sufijo “ismo”.

Evolucionismo significaría, en este contexto, una cosmovisión en la cual el mundo natural se


contempla y explica en su totalidad a través del método desarrollado por la teoría de la
evolución. Esta pretensión, que puede constatarse en algunos autores actuales, no es en
absoluto legítima [Artigas-Giberson 2007]. La situación es paralela, aunque con sus propias
características, a la que se derivó del nacimiento de la mecánica. La física del siglo XVII
constituyó una verdadera novedad en el modo de entender la realidad natural y trajo consigo
multitud de beneficios para la humanidad. Pero junto con la disciplina científica también se
desarrolló un modo de pensar globalizante, y por tanto de carácter filosófico, que recibió el
nombre de mecanicismo o filosofía mecánica. El nacimiento de una nueva ciencia en la que se
ofrecen resultados satisfactorios y respuestas a problemas antes no resueltos, y en la que se
abren perspectivas de alcanzar nuevos e importantes conocimientos, constituye siempre una
ocasión para incurrir en un reduccionismo. La ocasión será tanto más tentadora cuanto más
poderoso sea el método y más espectaculares sean los resultados alcanzados con la nueva
ciencia.

El mecanicismo ejerció una gran influencia en el pensamiento durante tres largos siglos. Entró
en crisis como consecuencia del avance de la misma ciencia física. El evolucionismo, como
reduccionismo, también ejerce en la actualidad gran influencia en muy diversos ámbitos y está
presente en los escritos de algunos divulgadores científicos que han conseguido hoy en día gran
audiencia.

Incurriría en un reduccionismo evolucionista, por tanto, el que quisiera explicar toda la realidad
desde los elementos metódicos que emplea la teoría de la evolución. Pretender explicar con la
teoría de la evolución todos los fenómenos de nuestra experiencia, incluyendo realidades tan
humanas como el amor, por ejemplo, la realidad de Dios, la moral, etc., sería constituir a dicha
teoría en una especie de filosofía en la que necesariamente habría que introducir elementos
ajenos a la misma. La experiencia de la mecánica es muy ilustrativa de lo que entraña la
pretensión de abarcar toda la realidad con un método científico. En el caso de la mecánica no
sólo se vio que era insuficiente para asumir un papel que es propio de la filosofía, sino que ni
siquiera sirvió para explicar toda la realidad de su propio tema: la del movimiento físico.

La confusión de la teoría de la evolución con el evolucionismo es frecuente y ha dado lugar a


controversias como la que ha enfrentado el darwinismo con el creacionismo o, más
recientemente, con el “Diseño Inteligente”. Las pugnas de este tipo no llegan nunca a ningún
puerto porque, ordinariamente, la discusión se centra en aspectos de ámbito filosófico. Este es
precisamente el ámbito que los contendientes no pueden alcanzar al pretender mantenerse
dentro de la ciencia. El recurso a ideologías, al menos implícito, hace el acuerdo imposible.

La distinción anterior guarda relación con la acusación dirigida por algunos contra la teoría de la
evolución de que no es propiamente ciencia sino filosofía. Esta acusación no equivale a lo que
señalan autores como Artigas cuando dicen que toda ciencia tiene una serie de presupuestos
filosóficos. Lo que en realidad dicen es que las afirmaciones que caen dentro del tema de dicha
ciencia son de ámbito filosófico y no están sustentadas por un método propiamente científico. En
la base de esta acusación está el no tener suficientemente en cuenta la distinción que estamos
comentando y entender por teoría de la evolución alguna de las formas de evolucionismo.

Los problemas con los que se tuvo que enfrentar la filosofía, especialmente durante la primera
mitad del siglo XX, en relación con el llamado “problema de la demarcación”, es decir, el
problema de la determinación de si algo es ciencia o no lo es, ha llevado a adoptar criterios más
bien amplios y llenos de matices en la delimitación de lo que constituye a una disciplina como
ciencia. Si se exigiera por ejemplo que una teoría, para que fuera científica, tuviera que poseer
capacidad predictiva, como ocurre con la Física, entonces efectivamente habría que poner entre
paréntesis o negar la cientificidad de la teoría de la evolución. El mismo Dobzhansky afirma:
«Los que pretenden que la predicibilidad es esencial para una teoría científica pueden burlarse
de la teoría de la evolución por considerarla anticientífica» [ Dobzhansky 1983: 405-406]. Hoy
se pone más bien el énfasis en la sistematicidad como peculiaridad de la ciencia [ Hoyningen-
Huene 2008], y no se pretende establecer una demarcación de sus límites tan precisa que se
niegue la consideración científica a disciplinas que sí lo son, aunque su método no responda a un
paradigma tan neto y bien establecido como el de las matemáticas o la física, por ejemplo.

El debate sobre el naturalismo surge también en este contexto. El naturalismo, en su acepción


más común y fuerte, defiende que toda la realidad se resuelve y se explica por leyes naturales:
naturalismo ontológico. Algunos críticos de la teoría de la evolución la han acusado de ser
naturalista. También en este caso parece que es mas justo acusar de naturalismo, en este
sentido fuerte, al evolucionismo. Por otra parte parece justificado defender que sólo se puede
recurrir a leyes naturales cuando se quieren explicar fenómenos que no se salen del ámbito de la
naturaleza material. Defender esto último sería defender lo que podría llamarse naturalismo
metodológico. La ciencia es legítimamente naturalista en este último sentido, es decir, cuando
no se erige a sí misma como un conocimiento de carácter global, lo cual es específico de la
filosofía.

8.2. Evolución y finalidad

La teoría de la evolución ha sido un incentivo poderoso para la reflexión filosófica desde sus
primeras formulaciones. Hoy en día se publican numerosos estudios que llevan la etiqueta de
filosóficos y que se centran en el ámbito de la biología. Gran parte de ellos, directa o
indirectamente, abordan temas relacionados con la evolución. Por una parte están los problemas
epistemológicos relacionados con la teoría, de los que ya se ha hecho mención en el apartado
anterior y que tienen que ver con la consideración de su estatuto científico. También en el
ámbito epistemológico comparece el problema de la reductibiliad de la teoría de la evolución, y
de la biología en general, a otras disciplinas como la física. Este tema también tiene
implicaciones ontológicas. La adaptación, el papel de la selección natural y su legitimidad como
noción no tautológica, el azar, la noción de función, cuáles son las unidades de selección, la
emergencia de propiedades, el concepto de progreso en biología y la continuidad evolutiva del
hombre respecto al resto de los animales, son algunas de las otras muchas cuestiones
relacionadas con la evolución que son objeto de la reflexión filosófica en la actualidad. No nos es
posible abordarlas en este escrito de carácter enciclopédico. Sí es oportuno considerar aquí,
aunque sea brevemente, el hecho que el trasfondo de la mayoría de las cuestiones planteadas
gira en torno a la reflexión sobre las causas de la evolución.

La reflexión sobre las causas, especialmente cuando se centra en las causas más radicales o
primeras de cualquier realidad, es genuinamente filosófica y obliga a adoptar un enfoque que es
global, el propio de la filosofía. Un peligro que, directa o indirectamente, está presente en la
consideración de las causas de la evolución es pretender ofrecer soluciones que deben darse
desde una perspectiva global, esto es filosófica, con elementos propios del método científico y
que, por tanto, no tienen ese alcance. Por ejemplo, la afirmación del azar como principio motor
de la evolución, en la manera en que lo propone Monod [ Monod 1987], por ejemplo, incurre en
una reducción de este tipo. En realidad, el azar forma parte de un mecanismo que, por sí sólo,
no es capaz de dar explicación de la evolución desde un enfoque global.

Este tipo de reduccionismos son con frecuencia contestados desde la misma ciencia. El mismo
Dobzhansky afirma: «No pienso que la teoría biológica moderna de la evolución se base en el
“azar” hasta el grado que lo teme Auden o que lo afirma Monod. Lo conocido y lo desconocido de
esta cuestión merecen una consideración detallada» [ Dobzhansky 1983: 394-395]. En el
mismo documento afirma lo siguiente: «La adaptabilidad mediante la cultura y el lenguaje
simbólico transmitido de forma extragénica se ha desarrollado en una única especie —el
hombre. Llamar a esto “azar” es una solución sin sentido. El atribuirlo a la predestinación es
incompatible con todo lo que se conoce acerca de las causas que producen la evolución. La
analogía con la creatividad artística es, por lo menos descriptivamente, más adecuada, ya que
no se oponen diferencias obvias a lo contrario» [ Dobzhansky 1983: 422-423]. La búsqueda de
las causas más profundas conduce la reflexión que lleva a Dobzhansky a ver la analogía con la
creatividad artística la mejor manera de expresar sus ideas sobre las causas de la evolución.
Pero la misma noción de creatividad que él emplea tiene grandes limitaciones y presenta
problemas cuando se atribuye a la selección natural. La sinceridad que mueve su reflexión queda
patente en las siguientes palabras: «Ni aparecimos por azar ni estábamos predestinados a
aparecer. En evolución, el azar y el destino no son alternativas. Tenemos aquí una ocasión en la
teoría científica, en la que debemos invocar algún tipo de dialéctica hegeliana o marxista.
Precisamos de una síntesis de la «tesis» del azar y de la «antitesis» de la predestinación. Mi
competencia filosófica es insuficiente para esta tarea. Imploro la ayuda de colegas filósofos»
[Dobzhansky 1983: 419].

El debate sobre las causas en la naturaleza es tan antiguo como la filosofía. Las reflexiones
acerca del movimiento centran las reflexiones de los primeros filósofos griegos. Los frutos más
maduros de esta reflexión se encuentran en la doctrina Aristotélica de las cuatro causas:
material, formal, eficiente y final. La evolución del pensamiento posterior a Aristóteles incide de
una manera u otra en el modo en que dichas causas son entendidas. La ciencia experimental,
desde su nacimiento, ha tenido una importante repercusión en esta comprensión. En el ámbito
de la biología tiene una importancia particular el modo en que se ha entendido la causa final. La
finalidad, su modo peculiar de causar o su inexistencia como causa es una constante en la
reflexión filosófica. El nacimiento de la mecánica, por ejemplo, modificó de una manera
sustancial el modo de entender las cuatro causas y, de una manera particular, la causa final. El
efecto de esta modificación es importante tenerlo en cuenta para entender la orientación que
han seguido muchos de los debates de carácter filosófico en torno a la teoría de la evolución.

El cambio más importante introducido por la mecánica respecto de la causa final radica en que
se empezó a contemplarla como causa externa a la naturaleza. Para Aristóteles la finalidad está
en la naturaleza de las cosas, lo cual era para él especialmente patente en los seres vivos. Esta
perspectiva se mantiene en los grandes maestros medievales que ven en la finalidad una vía
para acceder a la existencia de Dios: el argumento de la finalidad. El cambio de perspectiva
introducido por la mecánica llevó también a una reformulación apenas perceptible del argumento
de la finalidad. El argumento de la quinta vía de Santo Tomás, el de la finalidad, ya no es el
argumento teleológico empleado por Paley (1743-1805) para demostrar la existencia de Dios.
Ambos entienden de manera distinta la naturaleza y sus causas. El argumento de Paley lleva a
afirmar la existencia de un Dios que es la explicación de la complejidad de los seres vivos, pero
que causa desde fuera. El ejemplo que emplea de complejidad es la que ostenta un reloj: el
orden que manifiestan sus piezas no puede ser explicado por “causas naturales”. Las causas del
argumento de Paley ya no son las causas aristotélicas. En particular es distinta la causa final. La
finalidad del reloj es externa o extrínseca al mismo reloj: una concepción diferente de la
entendida por Aristóteles y la tradición tomista para la complejidad que presenta cualquier ser
vivo. En ella es muy importante la noción de naturaleza, en la cual se da una unidad, que
podríamos llamar intrínseca, entre la causa formal y la final.

Antes de Darwin el argumento de Paley parecía ser convincente como argumento para acceder a
Dios. La filosofía mecánica cumplía de esta manera un papel apologético. Los problemas surgen
con Darwin porque su propuesta parece dejar sin fundamento el argumento de la finalidad. Lo
que se debe destacar es que el argumento que directamente se ve afectado por la propuesta de
Darwin es el sostenido desde la filosofía mecánica. La teoría de la evolución parece ofrecer un
modo de explicar la complejidad sin necesidad de recurrir a agentes externos que tengan que
diseñar u ordenar los diversos organismos. Esto es inmediatamente interpretado por muchos
como una eliminación de la finalidad como causa de la naturaleza. La mecánica pareció borrar la
finalidad del mundo inanimado y Darwin, para muchos, consiguió hacer lo mismo en el mundo
vivo. Pero eliminar la finalidad es dejar sin base uno de los argumentos más importantes de
acceso a Dios. La ciencia, se afirma desde estas posiciones, ha ido arrebatando el papel causal
de agentes sobrenaturales a favor de la ciencia. Ayala, por ejemplo, afirma: «Los avances
científicos de los siglos XVI y XVII habían llevado los fenómenos de la materia inanimada —los
movimientos de los planetas en el cielo y de los objetos físicos sobre la Tierra— al terreno de la
ciencia: explicación por medio de leyes naturales. Del mismo modo la selección natural
proporcionaba una explicación científica del diseño y la diversidad de los organismos, algo que
había sido omitido por la revolución copernicana. Con Darwin, todos los fenómenos naturales,
inanimados o vivos, se convirtieron en tema de investigación científica» [ Ayala 2007: 24-25].

Las palabras de Ayala no presuponen explícitamente la expulsión de Dios de la racionalidad pero


pueden dar pie a pensar que Dios queda recluido al mundo de lo subjetivo y que, por tanto, en
el mejor de los casos, no hay incompatibilidad entre Dios y la ciencia porque pertenecen a
ámbitos que no tienen puntos en común: la tesis del doble magisterio que defiende Ayala y
también Gould, por ejemplo.

Estos peligros se derivan de una visión finalista pasada por el filtro del mecanicismo. Es
suficiente leer un texto de Tomás de Aquino para constatar que en su propuesta la finalidad no
explica la complejidad de una manera externa sino desde la propia naturaleza y, por tanto, a
través de las leyes naturales: «La naturaleza es, precisamente, el plan de un cierto arte
(concretamente, el arte divino), impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven
hacia un fin determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños
que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave» [S. Tomás de
Aquino, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, lectio 14, n.8]. Tomás de Aquino no se
opone a un naturalismo metodológico.

El pluralismo causal de la tradición realista es más rico que el que se deriva de la filosofía
mecánica y sobre el que se apoyan todavía muchos de los debates que tienen que ver con la
finalidad y las causas en general. El pluralismo causal se enfrenta a los monismos de diverso
signo que han sido propuestos como explicación causal de la evolución, los más importantes de
tipo materialista. La propuesta de la tradición realista no se enfrenta a un naturalismo
metodológico como el que es patente en las palabras de Ayala citadas anteriormente. La filosofía
de la tradición realista asume todo lo que la ciencia puede decir en su ámbito, pero encuadra la
finalidad, como causa, en un contexto más amplio del que corresponde al método científico. Esto
implica que el tema de Dios no deja de ser un tema plenamente racional y que el ámbito
científico contribuye necesariamente a la reflexión filosófica: la ciencia, a la que pertenece la
teoría de la evolución, a través de la filosofía, tiene que ver con Dios.

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