CAMPAGNO M - GordonChilde en Egipto

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GORDON CHILDE EN EGIPTO

La Revolución Urbana en la Civilización sin Ciudades

Marcelo Campagno *

Resumen: El concepto de Revolución Urbana, de Vere Gordon Childe, ha constituido uno de

los más importantes dispositivos elaborados en el siglo XX para pensar la aparición de las

sociedades complejas. Medio siglo después de su formulación más sistemática, este artículo

intenta reconsiderar el análisis childeano del surgimiento de la civilización egipcia a la luz de

los conocimientos actuales, no disponibles en tiempos de la intervención del arqueólogo

australiano.

Abstract: Gordon Childe’s concept of Urban Revolution was one of the most important

theoretical frameworks elaborated in the XX Century to think the emergence of complex

societies. Half a century after its best formulation, this article aims to reconsider Childe’s

analysis of the emergence of Ancient Egyptian civilization at the light of the present data, not

available during the epoch of the works of the Australian archaeologist.

Ha pasado ya más de medio siglo desde la publicación, en la revista

The Town Planning Review, de un artículo llamado “The Urban Revolution”

cuyo autor era uno de los más importantes arqueólogos del siglo XX: Vere

Gordon Childe. Si bien el concepto de Revolución Urbana había sido acuñado

por Childe en los años ’30, el artículo de 1950 –que proporcionaba la

posteriormente célebre lista de diez indicadores que debían caracterizar a tal

proceso revolucionario– marcaría el momento en el que aquel concepto

quedaría definitivamente explicitado. El presente artículo –medio siglo


1
después– pretende revisitar una de las situaciones históricas que Childe había

considerado más detenidamente a propósito del proceso que él denominaba

Revolución Urbana, a pesar de los obstáculos que esa situación parecía oponer

–a primera vista– a su identificación bajo tal concepto. Se trata del surgimiento

de la antigua civilización egipcia. Al mismo tiempo, este artículo intenta

constituir un módico homenaje a uno de los conceptos que más fuertemente

han incidido en el pensamiento sobre la aparición de las civilizaciones antiguas

en la segunda mitad del pasado siglo.

La intervención de Vere Gordon Childe en el debate arqueológico de su

época implicó una significativa serie de aportes no tan sólo en materia de

nuevos datos sino, principalmente, en relación con la renovación de los marcos

teórico-metodológicos en vigencia en aquella disciplina. El propio Childe

parece haber sido consciente de esto último cuando, en un notable artículo

retrospectivo señala: “la más original y útil contribución que pude haber

hecho a la prehistoria no son, por cierto, datos novedosos rescatados

mediante excavaciones brillantes o por pacientes investigaciones en las

polvorientas cajas de los museos, ni aun esquemas cronológicos bien

fundados, o culturas recientemente definidas, sino más bien conceptos

interpretativos y métodos de explicación” 1. En efecto, al lado de sus

consideraciones acerca de los orígenes de los pueblos indoeuropeos o de las

culturas de la prehistoria de Europa, aparece todo un conjunto de trabajos

dedicados especialmente a re-evaluar antiguas perspectivas de estudio de las

sociedades prehistóricas, a proponer nuevos conceptos y métodos de análisis, a


2
discutir el concepto de evolución social, a puntualizar las relaciones entre

arqueología e historia o –dicho en otros términos– a sostener la idea “de que es

posible extraer historia de los materiales arqueológicos”2.

En ese marco, uno de los conceptos acuñados por Childe que, sin duda,

resultó crucial para el establecimiento de nuevos nexos entre arqueología e

historia, fue el de Revolución Urbana, toda vez que su presentación ofrecía la

posibilidad de redimensionar la utilidad de los análisis arqueológicos en

relación con la problemática de la diferenciación social y el surgimiento del

Estado. A partir de 1934, con la publicación de New Light on the Most Ancient

East, el arqueólogo australiano centraría su atención en tres regiones del Viejo

Mundo en las que tal revolución habría tenido lugar: Egipto, Mesopotamia y el

valle del Indo. Así, el desembarco de Childe en el análisis de esas

civilizaciones no tenía por objeto la aportación de algún nuevo testimonio

marginal a la masa de datos disponibles sino la puesta al alcance de los

especialistas de un conjunto de herramientas alternativo, de esos nuevos

conceptos interpretativos y métodos de explicación tan caros a la propia

estrategia childeana, que podrían permitir extraer historia a ese cúmulo de

documentos de otro modo destinados a ocupar lugar en las vitrinas o en las

polvorientas cajas de los museos.

Ahora bien, ¿cuál fue el impacto de la tesis de la Revolución Urbana en

los análisis de las situaciones históricas indicadas por Childe? En el resto del

presente trabajo, intentaremos concentrarnos sobre uno de los ámbitos

señalados por el investigador como escenario de aquella revolución: el valle

del Nilo egipcio. Nos interesa considerar de qué modo era abordado el proceso
3
del surgimiento del Estado egipcio por parte de los egiptólogos en tiempos de

la intervención de Childe y cuál fue la eficacia específica del marco conceptual

propuesto por el autor para el análisis de tal proceso. Al mismo tiempo, y en

función de la propia especificidad de la situación egipcia, nos interesa destacar

los elementos que –a nuestro criterio– singularizan la propuesta de Childe y la

sitúan más allá de las propias concepciones evolucionistas del investigador, en

un terreno teórico en el que –al margen de las continuidades exhibidas por el

registro material– puede ser privilegiado el estudio del cambio, de las

transformaciones, de todo aquello que, en una palabra, puede englobarse bajo

el rótulo de Revolución.

“Antes de 1895 –señala Emery– nuestro conocimiento de la historia de

Egipto no se extendía hacia atrás más allá del reinado del faraón Snefru, primer

rey de la Cuarta Dinastía”3 y los sucesos ocurridos con anterioridad a tal época

solamente podían ser reconstruidos a partir de los relatos de los autores clásicos.

Frente a semejante panorama, la intensa actividad arqueológica llevada a cabo

en el sur de Egipto hace poco más de un siglo cambiaría la situación

radicalmente. Por una parte, a partir del descubrimiento del cementerio real de

Abidos, sería posible remontar arqueológicamente la historia egipcia hasta la

mismísima Primera Dinastía. Pero, por otra parte, una serie de hallazgos en

Nagada, en Hieracómpolis, en Abadiya, en Hu, conduciría aún más lejos. En

efecto, esas pequeñas tumbas ovales y rectangulares, esos cadáveres en posición

embrionaria, esos extraños ajuares funerarios no encajaban bien dentro de la

evidencia conocida acerca de la sociedad faraónica. Con una gran intuición


4
primero, y con un gran trabajo de interpretación después, la incógnita comenzó a

ser despejada: esos objetos eran testimonios de una época previa a la de los

faraones, una época pre-dinástica, o si se quiere, una época prehistórica.

Habida cuenta de las sensibles diferencias que distinguían la evidencia

recientemente descubierta de la perteneciente a tiempos dinásticos, la pregunta

por el cambio, por las razones de la transformación de aquella sociedad

prehistórica, en definitiva, la pregunta por las razones de la aparición de la

sociedad faraónica no podía dejar de ser planteada entre los especialistas. Ahora

bien, ¿qué tipo de respuestas fueron ofrecidas por los egiptólogos? Si bien ya

existía, para aquella época, una considerable serie de recursos teóricos provistos

por la sociología para abordar tal problema4, la egiptología como disciplina se

hallaba –y continuaría hallándose por larguísimo tiempo– demasiado

encapsulada como para oír con claridad las voces exteriores de los

investigadores ajenos al propio campo. A pesar de ello, los egiptólogos no

ignorarían totalmente aquella pregunta. Básicamente, y a lo largo de las siete

décadas que siguieron a los descubrimientos, dos grandes tipos de respuestas

fueron ensayadas para dar cuenta de los comienzos del Egipto faraónico.

La primera de tales respuestas fue formulada inicialmente por uno de los

principales protagonistas de los hallazgos, el mismísimo Flinders Petrie. El

planteo era simple: los enormes cambios que inauguraron la sociedad dinástica

no habían sido llevados a cabo por los primitivos habitantes del Nilo –esos que

el propio Petrie había contribuido a descubrir– sino por unos recién llegados, una

raza dinástica proveniente de alguna lejana región y portadora de todos los

atributos que caracterizarían a la civilización egipcia. En palabras del


5
arqueólogo, “las condiciones del país en tiempos de la invasión del pueblo

dinástico eran las de la una civilización decadente de la prehistoria”. Con

posterioridad, y luego del ingreso de otras “razas” en la región, “arribó una raza

enteramente diferente [...] Esta raza, comenzando desde el Alto Egipto,

gradualmente dominó el país, y selló su conquista por medio de la fundación de

Menfis bajo Menes”5.

Así planteada, la posición de Petrie combinaba viejas ideas sobre el

predominio de unos grupos raciales sobre otros en función de diferentes rasgos

culturales, con viejas ideas difusionistas, que prescribían que toda novedad

inherente a lo social debía tener una cuna exterior, en alguna otra sociedad lejana

y más “avanzada”. Por lo demás, más allá de la postulada proveniencia externa,

la teoría de la raza dinástica no se detenía en mayores precisiones acerca del

modo específico en que las características de los nuevos pobladores habrían

predominado sobre las de los antiguos habitantes de modo de instalar allí una

civilización de tipo estatal. Simplemente, parecería haberse tratado de un

proceso en el que las características culturales “superiores” necesariamente se

imponen sobre las “inferiores”6.

El otro modo de reconstruir los acontecimientos que desembocarían en la

entronización de los faraones de la Primera Dinastía sería propuesto, en 1930,

por el egiptólogo alemán Kurt Sethe. En este caso, se trataba de una

interpretación en clave histórica de las narraciones religiosas que componen los

Textos de las Pirámides, a la cual se buscaba adecuar la evidencia arqueológica

disponible. Para Sethe, los nomos de tiempos históricos debían tener

antecedentes más o menos similares en las épocas anteriores, aunque entonces


6
constituirían unidades políticamente independientes. En ese marco, el

predominio de determinados dioses en los posteriores relatos religiosos debía

reflejar la preponderancia política de la ciudad o la región que había sido su

principal centro de adoración. A partir de este expediente, la teoría proponía:

1) Durante el V milenio a.C., los nomos tenderían a agruparse en

confederaciones o en diversos reinos. En el delta, inicialmente se formarían

dos reinos, uno en la región occidental, con capital en Behedet y cuyo dios

principal era Horus, y otro en el área oriental, centrado en Busiris y en el culto

a Andyeti y luego a Osiris. Estos reinos se unificarían posteriormente,

estableciendo una nueva capital en Sais y un nuevo culto principal a la diosa

Neith.

2) Paralelo a este proceso, se produciría la formación de un reino en el sur, que

tenía a Ombos por capital y a Seth por dios principal.

3) Una primera guerra entre los reinos del norte y del sur implicaría la victoria

del norte y el establecimiento de un primer reino unificado con centro en

Busiris y en el culto a Osiris.

4) Una primera escisión restablecería los dos antiguos reinos y el del norte

repondría a Behedet como capital y a Horus como principal dios adorado.

5) Una nueva guerra entre los seguidores de Seth y de Horus desembocaría en el

triunfo de estos últimos y la instauración de un nuevo reino unido en torno de

Heliópolis y del culto de Atum-Re.

6) Una nueva secesión del sur volvería la situación política al punto previo, pero,

ahora, el reino meridional establecería una nueva capital en Hieracómpolis y

colocaría como nuevo dios principal a Horus, al igual que en el Bajo Egipto.

7
7) Finalmente, sería Menes quien, como rey del Alto Egipto y adorador de

Horus, conquistaría el norte, instaurando así el reino unificado de tiempos

dinásticos.

Ahora bien, la hipótesis de los reinos predinásticos –como la de la raza

dinástica– no hacía sino trasladar el problema planteado por la vieja pregunta. A

primera vista, parecería como si tal hipótesis asignara un rol importante a las

guerras de conquista en la formación de la sociedad estatal egipcia. Sin embargo,

la imagen se revela falsa en cuanto se la considera con detenimiento: esas

guerras –según se indica– habían sido emprendidas por reinos, o aun por

confederaciones de nomos. Ahora bien, nada se nos dice acerca del status

político de esas entidades. Esos reinos, esas confederaciones, ¿ya eran Estados o

se trataba de jefaturas, como en determinadas sociedades africanas

contemporáneas? Si ya eran Estados, ¿cómo surgieron? Ninguno de los autores

que respaldaban esta teoría nos daría demasiadas pistas al respecto. Por cierto –

puede argumentarse– no tenían por qué hacerlo, en tanto el surgimiento del

Estado no era el problema al que tales autores apuntaban. Nada puede ser más

cierto. Pero, entonces, la conclusión se torna obvia: durante mucho tiempo, los

egiptólogos consideraron que una raza civilizadora o unos reinos predinásticos

desprovistos de todo estatuto teórico eran suficientes respuestas para aquella

pregunta por los comienzos de la sociedad de los faraones7.

¿Por qué ocurrió semejante situación? ¿Se trataba de cierta miopía, de

parte de los egiptólogos? Más bien, de las condiciones de producción del

discurso egiptológico. En especial, el ya mencionado encapsulamiento de la

disciplina impedía todo diálogo con otros ámbitos de investigación que pudieran
8
instalar en el seno de la egiptología una nueva problemática o una nueva

metodología. Precisamente por ello, las teorías de la raza civilizadora y de los

reinos predinásticos habían mantenido su predominio. Porque no salían de los

límites de la disciplina. La teoría de la raza dinástica situaba todas las

controversias en torno a las distintas capacidades craneanas de los restos óseos

detectados y en la atribución, a tal o a cual tipo de esqueletos, de tales o cuales

características culturales dictadas por el registro arqueológico. La teoría de los

reinos predinásticos se basaba en una interpretación historicista de los propios

Textos de las Pirámides, de modo que la propuesta parecía surgir de los

mismísimos jeroglíficos. De tal forma, las posturas descentradas de este tipo de

análisis estaban condenadas al olvido o, en el mejor de los casos, a una posición

notablemente periférica respecto de los análisis dominantes en la egiptología.

Pero, como generalmente sucede, los cambios emergen desde la periferia.

Cuando, a fines de los años ’70, el proceso del surgimiento del Estado en Egipto

comenzaría a instalarse como problema digno de análisis, ya hacía más de

cuarenta años que Gordon Childe había hecho escuchar su voz periférica y

pionera.

Childe intervino en las discusiones en torno del problema del

surgimiento del Estado en Egipto a partir de una doble vía de acción. Por un

lado, se opuso a las posiciones espontáneas de los egiptólogos sobre la base de

una examen de la base documental existente para sostenerlas. En efecto, tanto la

teoría de la Raza Dinástica como la de los reinos predinásticos carecía de una

base testimonial fiable. En cuanto a la posibilidad de una invasión civilizadora,


9
si bien existía cierta evidencia de contactos con el extranjero, nada permitía

suponer que alguna sociedad entre las que circundaban al Egipto prehistórico

dispusiera de una “civilización superior” que pudiera haber sido exportada al

Nilo. En este sentido, de acuerdo con Childe, “no podemos dirigirnos a ninguna

cultura fuera de Egipto que estuviese técnica y económicamente a la par con el

Guerzeense o el Maadiense, y que al mismo tiempo estuviese cargada con las

potencialidades que llegaron a realizarse bajo la I Dinastía”8. Pero, además, el

autor señalaba la ausencia de una discontinuidad en el registro arqueológico que

pudiera ser atribuible a los invasores: “la documentación arqueológica no deja

espacio para un período entre el Guerzeense y la Dinastía 0, entre la tumba

pintada de Hieracómpolis y la de Ka, o entre las necrópolis de Maadi y Tura

[...] Tampoco puede identificarse una cultura que ya no sea guerzeense ni

maadiense, ni tampoco aun faraónica”9. Así pues, denunciando la ausencia de

evidencia documental, Childe había dejado al descubierto la posición racista e

hiperdifusionista que constituía el único de sostén de la teoría de la Raza

Dinástica10.

Del mismo modo, en relación con la posibilidad de los mentados “reinos

predinásticos” que habrían precedido al reino unificado de los faraones de la

Dinastía I, Childe sostendría que “de ningún modo se puede afirmar por más

tiempo que la expansión de la cultura guerzeense documenta la conquista del

Alto Egipto por los «Adoradores de Horus» del Delta y su incorporación a un

«reino heliopolitano». En efecto, de acuerdo con el autor, en el Bajo Egipto, “la

cultura guerzeense es desconocida”11. Si bien es cierto que, en función de cierta

evidencia muy temprana (una suerte de cetro hallado en El-Omari y la

iconografía amratiense de una corona similar a la usada muy posteriormente por


10
los faraones), Childe aún creía en 1934 en la posibilidad de “un antiguo reino

del Bajo Egipto”, en 1942 ya no refiere a la existencia de tal reino septentrional;

en efecto, para entonces señala: “«Menes» [el rey del Estado surgido en el sur]

ha conquistado el resto del valle y del Delta, uniendo las aldeas y clanes

independientes en un solo estado”12. De tal modo, habida cuenta de la falta de

testimonios fiables, Childe había terminado por descartar la validez de la teoría

de unos reinos predinásticos, cuya historicidad misma sería poco después negada

definitivamente por Henri Frankfort13.

De esta manera, quizá por su posición periférica, Childe había podido

indicar aquello que los egiptólogos no atinaban a plantearse: tanto la teoría de la

Raza Dinástica como la de los reinos predinásticos presentaban notables

debilidades desde el punto de vista de la propia evidencia que podía ser ofrecida

como sostén empírico de cada posición. Ahora bien, el principal aporte que

ofrecería Childe para el análisis del surgimiento de la sociedad estatal en el valle

del Nilo se situaría más allá de este tipo de cuestionamientos, en la interpretación

de tal proceso en los términos de un nuevo concepto que el autor estaba

acuñando: el de Revolución Urbana.

La segunda vía de acción de Childe sería, pues, la de proponer una nueva

conceptualización del proceso en el que emerge el Estado egipcio, a partir de su

tesis sobre la Revolución Urbana. ¿En que consistía tal acontecimiento? Lejos de

significar un hecho súbito, la Revolución Urbana de Childe era el corolario de

un largo proceso de cambio de la estructura económica de las sociedades


11
iniciado con otra revolución –la Revolución Neolítica– y cuyo efecto más visible

habría sido un notable crecimiento poblacional y una concentración de buena

parte de esa población en espacios acotados, vale decir, urbanos. En palabras del

propio Childe, “las peores contradicciones de la economía neolítica –esto es, las

generadas por los trastornos naturales que podían hacer fracasar el ciclo

agrícola– fueron superadas cuando los agricultores fueron persuadidos u

obligados a arrancar del suelo un excedente superior a sus necesidades

domésticas, y cuando este excedente pudo aprovecharse para mantener a

nuevas clases económicas que no intervenían directamente en la producción de

alimentos. La posibilidad de producir el excedente requerido era inherente a la

naturaleza misma de la economía neolítica. Su logro, sin embargo, requirió de

la ampliación de la ciencia de que disponían los bárbaros, y también una

modificación en las relaciones sociales y económicas. El milenio que precedió

al año 3000 a. C. fue quizá más fecundo en invenciones y descubrimientos

fructíferos que cualquier período de la historia humana anterior al siglo XVI de

nuestra era. Sus realizaciones posibilitaron esa reorganización económica de la

sociedad que yo llamo revolución urbana”14.

Elemento clave para que sucediera la Revolución Urbana, la posibilidad

de extracción de un excedente de producción había proporcionado –en

determinadas regiones– la aparición de dos grandes tipos de especialistas

separados del proceso productivo primario: por una parte, un conjunto de

artesanos capaces de elaborar nuevas herramientas y objetos artísticos a partir de

las nuevas tecnologías (es decir, la metalurgia del cobre) y de las más amplias

posibilidades de intercambio, pero carentes de autonomía respecto de su

sociedad; por otra, un conjunto de administradores que concentrarían las


12
funciones de coordinación de las actividades sociales, así como las relativas a la

protección militar y al vínculo con las divinidades, y que se constituirían en élite

dominante de un nuevo tipo de sociedad, una sociedad estatal.

Más allá, sin embargo, de estas características comunes a todas las

situaciones donde acaeció la Revolución Urbana, cada una de ellas presentaría

sus propias especificidades locales. En relación con la situación egipcia, Childe

pondría especial énfasis en el lugar ocupado por lo ideológico y por el conflicto.

Así, en primer lugar, “en los poblados prehistóricos, las comunidades

autosuficientes de clanes productores de alimentos, cuyos cementerios se

alinean en el valle del Nilo, deben haber caído bajo el dominio de una clase de

hechiceros”. Estos líderes habrían dirigido las actividades productivas pero, por

sí mismos, no habrían podido estimular la producción para obtener grandes

excedentes. De este modo, “debemos admitir que la realización de la segunda

revolución [la Urbana] exigió una acumulación de capital, principalmente en la

forma de artículos alimenticios; que dicha acumulación tuvo que concentrarse,

en cierta medida, para hacerla aprovechable efectivamente para fines sociales;

y que, en Egipto, la primera acumulación de este tipo, y su correspondiente

concentración, fueron, al parecer, resultado de una conquista”. A fin de

cuentas, entonces, “la monarquía egipcia debía su poder, por un lado, a las

victorias materiales –al haber vencido a los caudillos y reyezuelos rivales– de

las cuales fue la última la conquista del Delta; y, por otra parte, debía su

autoridad a las ideas [...] acerca de la inmortalidad del rey [su condición de

divinidad]”15.

13
5

Ahora bien, la interpretación del proceso del surgimiento del Estado

egipcio en clave de Revolución Urbana mereció, a poco de andar, una objeción

central. En efecto, el Antiguo Egipto había sido caracterizado básicamente como

una “civilización sin ciudades”16. ¿Cómo era posible, entonces, hablar allí de

una Revolución Urbana? Autoridades como Henri Frankfort, a pesar de

reconocer los méritos del análisis childeano, habían señalado que “en lo relativo

al término «revolución urbana», no puede ser aplicado de ninguna manera a

Egipto”17. Aún en nuestros días, si bien se ha señalado la existencia de cierta

nucleación poblacional en tiempos del surgimiento del Estado18, ninguna de las

concentraciones alcanza las dimensiones de las aglomeraciones urbanas de la

contemporánea Mesopotamia; tampoco puede suponerse que se concentrara en

ella a la mayor parte de la población, la cual parece haber permanecido asentada

en las antiguas comunidades de aldea. De hecho, de las dos únicas

aglomeraciones egipcias que stricto sensu parecen haber merecido el término

“ciudad”, esto es, Tebas y Menfis, la primera es muy posterior a la emergencia

del Estado, de modo que, en el mejor de los casos, la “módica” Revolución

Urbana egipcia habría consistido en la fundación de sólo una gran ciudad para

todo el valle y el delta del Nilo 19. Incluso el propio Childe había reconocido esta

situación en apariencia contradictoria, aun cuando, al menos en parte, podía

atribuirla a la poca fortuna en las excavaciones: “En el valle del Nilo, la

revolución urbana sólo puede ser estudiada después de su culminación. [...]

Desde el punto de vista arqueológico, la respuesta no se conoce; los primeros

poblados se hallan enterrados en el sedimento del Nilo, debajo de las

poblaciones modernas y campos cultivados”20.


14
¿Por qué insistir con la existencia de una Revolución Urbana, aun en

ausencia de evidencia acerca de un temprano “urbanismo” egipcio? La

Revolución Urbana, según decíamos, no era para Childe un acontecimiento

repentino sino el resultado de un largo proceso. Volcado abiertamente a la

detección de los cambios por sobre las continuidades, Childe había establecido

en 1950, cuáles eran los elementos que, a su criterio, caracterizarían aquél

proceso en su especificidad. Básicamente, se trataba de diez indicadores para

testimoniar la novedad de la situación resultante. Enumerados aquí en forma

sintética, tales indicadores serían: 1) la aparición de las primeras ciudades,

diferenciables de los poblados previos por extensión y densidad; 2) la división

del trabajo, con la aparición de especialistas a tiempo completo; 3) la

canalización del excedente de producción como tributo impuesto a los

productores; 4) la construcción de edificaciones públicas monumentales; 5) la

división de la sociedad en clases, con una “clase gobernante” concentradora de

la mayor parte del excedente; 6) la aparición de la escritura como sistema de

registro; 7) la elaboración de ciencias exactas y predictivas, tales como la

aritmética, la geometría o la astronomía; 8) la elaboración y expansión de nuevos

y más homogéneos estilos artísticos; 9) la importación de materias primas no

accesibles localmente; y 10) una organización social basada más en la residencia

que en el parentesco21.

Reconsiderados tales indicadores en relación con las analogías

específicas que podían ser establecidas entre las situaciones egipcia y

mesopotámica, en 1952 Childe los reagruparía para rescatar seis características

comunes: 1) un crecimiento sin precedentes en la población total tanto como en


15
el tamaño de las unidades locales; 2) la construcción de enormes edificios

relacionados con el mundo de lo divino (templos o tumbas reales); 3) un cambio

sensible en la composición de la sociedad, con la aparición de especialistas full-

time; 4) una división de la sociedad en clases económicas, con la concentración

de un gran excedente en manos del aparato de Estado; 5) la aparición de la

escritura; y 6) una “revolución artística”, con el advenimiento de un nuevo estilo

naturalista al servicio de la élite estatal22. Ahora bien, ¿pueden mantenerse

actualmente estos criterios como indicadores de la temprana sociedad estatal en

el valle del Nilo?

El primer indicador, esto es, el crecimiento demográfico global y de los

asentamientos, resulta seguramente el más problemático. Es que, los

conocimientos actualmente disponibles sobre la demografía egipcia de este

período son mínimos y las opiniones de los investigadores suelen ser

notablemente divergentes. Así, por ejemplo, mientras Butzer ha propuesto para

Egipto una población total de 350.000 habitantes hacia el 4000 a.C., que

aumentaría a 870.000 un milenio después, Trigger indica que “no es

inconcebible que uno a dos millones de personas puedan haber vivido en el

Predinástico tardío”, en tanto que Mortensen estima, para la misma época, una

cifra de tan sólo 100.000 - 200.000 habitantes23. Si bien es cierto que existe un

acuerdo más o menos general a la hora de reconocer la existencia de cierto

aumento poblacional durante el transcurso del Predinástico, huelga decirlo, la

influencia que el crecimiento demográfico pudiera haber ejercido sobre el

proceso en el que adviene el Estado no podría haber sido la misma si la


16
situación de análisis comprende una sociedad de 100.000 habitantes o si el

mismo espacio abarca una cifra de pobladores veinte veces superior.

Más allá de este punto, lo que parece innegable es el comienzo de un

proceso de concentración poblacional en algunas regiones del sur

(Hieracómpolis, Nagada), estimulado por la creciente aridización que iba

limitando las posibilidades de aprovechamiento de las regiones aledañas al

valle, así como por la mayor estrechez de la llanura aluvial en el sur 24. En tal

sentido, se ha referido que la región de Hieracómpolis habría experimentado

una notable “explosión demográfica –a partir de 3800 a.C.– que proveyó las

bases para su futuro poder político y económico”25. En efecto, la

concentración de un grupo poblacional de entre 5000 y 10.000 habitantes

generaba las condiciones para los inicios de una compleja división del trabajo,

así como para la aparición de una élite encargada de comandar las actividades

económicas y políticas de esa sociedad. Por lo demás, en tiempos de la

Dinastía I, el Estado parece haber iniciado una política de fundación de núcleos

urbanos, vinculada tanto a la búsqueda de aprovechamiento productivo de

nuevas regiones como a la voluntad estatal de establecer centros

administrativos para potenciar la capacidad de intervención del Estado en todas

las regiones bajo su control26. De tal modo, las fundaciones reales constituirían

una suerte de cabeceras de la acción del Estado, dispuestas para asegurar su

dominio en el Nilo –tanto de los bienes como de las personas–. Es cierto que,

con la probable excepción de la mencionada Menfis, puede no tratarse

estrictamente de ciudades. Pero es cierto también que tanto el proceso

inmediatamente previo a la emergencia del Estado como la posterior política

estatal implicaban cierta concentración poblacional.


17
El segundo indicador –la construcción de grandes edificios públicos

relacionados con la esfera de lo divino– se halla, en cambio, bien atestiguado

desde el comienzo mismo de los tiempos estatales. En efecto, en el delta,

grandes construcciones que se remontan a la época estatal inicial (Nagada III)

han aparecido en Tel Ibrahim Awad tanto como en Buto: al menos el complejo

de este último sitio, parece haber revestido características sagradas “tal vez en

conexión con un culto o con cierto carácter consagrado del rey”27. En la

región de Hieracómpolis, durante el mismo período, se ha constatado la

presencia de tempranos palacios y templos, mientras que, para el período

Dinástico Temprano, tanto este sitio como Abidos, Coptos y Elefantina

presentan restos que también sugieren la existencia de templos 28. Por lo demás,

la iconografía del período presenta una serie de motivos que asimismo han sido

interpretados como representativos de edificaciones destinadas al culto de los

dioses o a la protección del monarca 29.

Sin embargo, es en el terreno de la arquitectura funeraria donde mejor

pueden ser advertidas las espectaculares transformaciones que induce la

intervención estatal en materia de construcciones. En efecto, a partir de las

últimas fases de Nagada II, comienzan a aparecer nuevos modos de

enterramiento, de una notable complejidad arquitectónica. La tumba decorada

de Hieracómpolis y los enterramientos del cementerio T de Nagada inauguran

esta serie, que luego continúan los sepulcros de las primeras necrópolis reales,

en Abidos y Saqqara; en estos últimos sobresalen las grandes dimensiones de

las tumbas, el recurso al ladrillo y la madera, la construcción de subestructuras

y superestructuras compartimentadas, el acceso por escaleras, la decoración


18
exterior y la existencia de tumbas menores circundando a las pertenecientes a

los primeros reyes de Egipto30. A todo ello, aún debe agregarse la edificación,

a partir del período Dinástico Temprano, de grandes palacios funerarios,

dedicados al culto mortuorio de los reyes 31. De este modo, existen suficientes

testimonios que acreditan la potencia estatal inicial en materia de grandes

construcciones.

El tercer indicador, es decir, la aparición de especialistas de tiempo

completo, presenta en Egipto una doble vertiente. Por una parte, la existencia

de un artesanado full-time (y tal vez, de algún tipo de mercaderes itinerantes)

se presenta con anterioridad al advenimiento del Estado. La intervención

estatal sobre tales prácticas generaría, sin embargo, un escenario nuevo, con la

monopolización de las prácticas de intercambio de larga distancia y la

concentración de la mayor parte de los productos artesanales. La élite estatal se

transformaría en receptora exclusiva de los bienes de prestigio (o las materias

primas para su elaboración local) procedentes de regiones tan distantes como

Nubia, Palestina, Siria y Mesopotamia 32. En cuanto al trabajo artesanal, el

Estado pondría a su servicio un vasto conjunto de especialistas, efectuando una

concentración sin precedentes de sus productos, de modo de poder ostentar –

sin competición– su lugar de privilegio en la sociedad. En efecto, “con la

formación de la realeza y el Estado, los materiales de prestigio fueron

progresivamente restringidos, en la medida en que la sociedad se tornaba

extremadamente desigual”33. De este modo, la intervención estatal sobre la

práctica artesanal generaba dos tipos de efectos. Por un lado, acaparamiento

sin par de bienes de prestigio, tan útiles para exhibir superioridad como para

garantizar lealtades por medio de una adecuada redistribución de tales


19
objetos34. Por otro lado, inicio de una “codificación de tradiciones” que

implicaría una reducción de la pluralidad estilística que caracterizaba a la

época pre-estatal en beneficio de una ortodoxia iconográfica establecida

directamente a partir del Estado emergente35.

Sin embargo, lo que, en materia de especialistas, resulta decisivo con la

emergencia de la práctica estatal es la aparición de una nueva clase de

especialistas, provistos de una nueva condición social. En efecto, el sacerdote

de un culto estatal, como el jefe militar de un ejército o el funcionario

encargado de la recaudación del tributo, encarnaba un nuevo tipo de actor

social, el actor principal de una flamante práctica burocrática36. Y la

delimitación de un cuadro administrativo independiente del parentesco y

exclusivamente dedicado a la labor burocrática constituye un hecho no sin

consecuencias para la sociedad. El burócrata no era un miembro de la

comunidad, no era un pariente, y sin embargo, era el representante más

cotidiano de una fuerza tan nueva como poderosa, capaz de imponer su

voluntad sobre el resto de la sociedad. A través de esa burocracia, el Estado

podía ejercer su estrategia más capilar de dominación. “Un sistema

burocrático –señala Kemp– es una manera pasiva y ordenada de ejercer el

poder en contraste con la coerción directa” 37. Es que, efectivamente, por

medio de sus funcionarios, el Estado podía extraer tributo, movilizar mano de

obra, conducir ejércitos, acarrear materias primas, transmitir información, es

decir, podía intervenir en todo aquél ámbito de la sociedad egipcia en donde lo

considerase indicado. La práctica burocrática constituía, pues, un mecanismo

clave para el accionar de un Estado cada vez más omnipresente.

20
El cuarto indicador, la división de la sociedad en clases económicas y la

concentración del excedente, quizá constituye el elemento más rápidamente

inferible a partir de los testimonios de la temprana sociedad estatal. En efecto,

esas enormes tumbas, esos templos funerarios, esa concentración de los bienes

de prestigio producidos por el artesanado remiten directamente a la

polarización propia de la sociedad naciente tanto como a la inusitada capacidad

de gestión con que contaba el Estado emergente. Por una parte, tal capacidad

de gestión se basaba en la extracción continuada del excedente generado en las

comunidades campesinas en la forma de tributo en especie. Para un tiempo

cercanamente posterior a la aparición del Estado, Trigger refiere: “En el Reino

Antiguo, los impuestos eran extraídos en grano y en ganado en pie producidos

por las fincas y las comunidades campesinas. Esos impuestos eran fijados por

un censo bianual, que en tiempos tempranos probablemente involucraba al rey

y su corte, viajando por todo el país y consumiendo parte de lo que les era

debido en cada lugar. Posteriormente, tales ingresos fueron acumulados en las

capitales provinciales, desde las que se remitía a la corte real en Menfis los

ingresos no requeridos para la administración local”38. Y, por otra parte, esos

ingresos estatales se complementaban con la extracción de un tributo en trabajo

que implicaba la movilización de una gran cantidad de contingentes

campesinos para la ejecución de tareas estatales, las cuales –de acuerdo con

Kemp– “eran característicamente arduas: un ejército ocasional para servir en

el extranjero u oleadas de actividad en las canteras o en la construcción” 39.

De tal manera, el ejercicio de la práctica tributaria constituía el principal modo

de vinculación entre los dos polos de la nueva sociedad, a la vez que

proporcionaba el canal para la captación del excedente social por parte de la

élite estatal.
21
El quinto indicador, la aparición de la escritura, implicaría la puesta a

disposición del Estado naciente de un eficaz sistema de registro y

comunicación cuyos efectos se harían sentir de múltiples modos. De acuerdo

con Vernus, en Egipto, “la escritura es utilizada en dos usos esenciales: a) el

control y la gestión de los bienes centrados en torno de la persona del faraón;

b) la perennización monumental de las interpretaciones, en los términos de la

ideología dominante, de los eventos que atraviesan los reinados de los

monarcas de la época” 40. Como se advierte de inmediato, se trata de dos usos

íntimamente ligados al Estado: uno, vinculado con actividades principalmente

administrativas; el otro, conectado con las prácticas político-rituales llevadas a

cabo por el Estado naciente. En relación con las prácticas administrativas, la

aptitud de la escritura para potenciar el poderío estatal viene dada por su

condición misma de dispositivo técnico burocrático, que permite un control

mucho más sistemático y detallado de todas las operaciones que es necesario

llevar a cabo y que, por ende, fortalece la capacidad de penetración estatal en

la sociedad41. En relación con las prácticas político-rituales, en cambio, la

utilización de la escritura constituía uno de los modos para la afirmación

explícita del poder estatal. En efecto, si bien al principio la escritura sólo

ocupaba un lugar complementario respecto de las representaciones gráficas,

esa modalidad combinada de iconografía y escritura42 transmitía un mensaje

inequívoco: el poderío del Estado, la fuerza omnímoda del monarca siempre

victorioso. Posteriormente, a medida que la escritura iba ganando terreno,

continuaría siendo empleada, principalmente, para predicar esas mismas

cualidades acerca de la potencia inigualable del Estado, o más precisamente, de

su máxima expresión, el faraón43.


22
Ahora bien, habida cuenta del hecho de que las posibilidades de

acceder al aprendizaje de la escritura alcanzarían, cuando mucho, al 1% de la

población44, se torna evidente que la propia élite era la única capacitada para

interpretar el contenido de los mensajes escritos. ¿Implica esto que la práctica

de la escritura no producía ningún efecto hacia el polo sometido, hacia ese

99% restante de la población? Por cierto que sí los producía. Porque la

escritura trazaba una escisión en la sociedad egipcia: por un lado, los que

dominaban el nuevo sistema, los que sabían leer –es decir, los burócratas, el

Estado–; por el otro, los que no comprendían –es decir, el resto de la sociedad–

. En este sentido, el conocimiento o el desconocimiento de la escritura

constituye otro parámetro que marca la pertenencia –aun desde una posición

subordinada– o la exclusión respecto del nuevo polo dominante de la sociedad.

Porque la escisión se implanta sobre la misma división polar que la práctica

estatal había introducido en la sociedad. Así, para aquellos que desconocían la

escritura, la sola materialidad jeroglífica inducía un efecto ideológico preciso.

Porque esos jeroglíficos significaban algo, pero solamente los poderosos lo

sabían. Cuando los recaudadores tomaban nota del tributo obtenido ante los

ojos de las comunidades o cuando –incidentalmente– algún campesino divisara

las inscripciones de una estela, la escritura estaría produciendo otro efecto,

distinto del mensaje captado por la élite. Ese efecto es, pues, el de sumisión a

quienes no sólo controlaban la fuerza sino también la capacidad de penetrar los

secretos encerrados en esos signos misteriosos e inescrutables.

Por último, el sexto indicador –el advenimiento de un estilo artístico

propiamente estatal– se verificaría crecientemente en la iconografía de la época


23
estatal temprana. En efecto, si para la época que antecede al Estado existe una

pluralidad de motivos artísticos sin que ninguno predomine por sobre los

demás, la irrupción de la práctica estatal dejará una profunda huella sobre el

arte egipcio a partir de un motivo que, a todas luces, será la representación

iconográfica dominante. En palabras de Gautier, de lo que se trata es de “la

emergencia del discurso sobre el ser, paralelo a la emergencia sociopolítica

primero del jefe, después del rey, organizando en torno de este centro, y

subordinándole, el discurso sobre la interacción, en el cual se subsume lo

colectivo”45. En efecto, en la nueva situación, la realeza, a través de la figura

del monarca y de los actos que éste lleva a cabo, se constituiría en el tema

excluyente de la producción artística egipcia: el faraón sería,

incuestionablemente, el sujeto de esa nueva iconografía46. De tal modo, esa

centralidad que el faraón detentaba en la sociedad naciente se presentaba

también en el arte de la época, a partir del lugar primordial que aquél ocupaba

en tanto motivo iconográfico. Por otro lado, la huella del Estado emergente en

la producción iconográfica se imprimiría también a partir del acaparamiento de

determinados motivos como atributos excluyentemente estatales 47. Así, un

procedimiento de exclusión iconográfica dejaba al faraón en un lugar único,

caracterizado por atributos que nadie más que el rey podía detentar. De esta

forma, intervención y exclusión serían los expedientes básicos a partir de los

cuales la práctica estatal se extendería sobre el campo de la iconografía, para

sentar allí su propio sistema normativo y establecer, por medio de unas

“constricciones de decoro sistemáticas, que limitaban tanto lo que podía ser

representado como el contexto [de las representaciones]”48, los cánones del

nuevo arte estatal.

24
7

Llegados a este punto, es posible advertir algo: si bien la aparición de

ciudades no parece constituir una característica que defina el proceso en el que

emerge el Estado egipcio (aun cuando no estamos ante una ausencia absoluta de

nucleamientos poblacionales), los otros cinco indicadores señalados en su época

por Gordon Childe se verifican plenamente en aquella situación histórica. De

este modo, si a pesar de la falta de evidencia plena acerca de un temprano

“urbanismo” egipcio, el autor insistía con su tesis de la Revolución Urbana en el

Antiguo Egipto, esto era así porque detectaba en el Nilo la presencia de todos los

otros elementos que confieren su especificidad al proceso. Y esa detección de las

singularidades de una situación de análisis en el marco de las características

específicas de un proceso histórico49 es lo que, quizá, constituya el punto clave

en el que Childe se distanciaba tanto de los egiptólogos empiristas como de los

teóricos evolucionistas unilineales e –incluso– de sus propias concepciones

evolucionistas.

En efecto, frente a las teorías “espontáneas” de los egiptólogos, frente a

sus posiciones basadas en el hiperdifusionismo y aun en la idea de “raza” o en

nociones sin ningún rigor analítico, Childe no sólo opondría una serie de

cuestionamientos empíricos sino la solidez de una conceptualización que

intentaba plantear el problema del advenimiento de la civilización faraónica en

términos teóricos rigurosos. Y frente al fatalismo generalizante de los

evolucionistas que suponían la existencia de leyes universales de evolución

cultural como continuación del proceso de evolución biológica del hombre,

Childe opondría su hincapié en la especificidad de los procesos históricos. Por


25
cierto, el investigador australiano había adherido también a las tesis del

evolucionismo y fue siempre un creyente de la idea de “progreso”. Por ende, se

esforzó en enmarcar permanentemente su producción teórica dentro del esquema

evolutivo. Así, su Revolución Urbana podía ser considerada en términos

cuantificables de aumento poblacional, como el pasaje entre dos etapas de la

evolución humana: barbarie y civilización. Sin embargo, al margen de su

profesión de fe, Childe había establecido los indicadores que, a su criterio,

señalaban una radical diferencia entre la sociedad urbana y su antecedente. En

lugar de buscar las continuidades permanentes, el “crecimiento” gradual de lo

que ya estaba en potencia en el orden anterior, Childe había preferido poner el

énfasis en los elementos específicos que indicaban el cambio. Y al resultado de

ese proceso de cambio le postuló un nombre contrario a los cánones de la

tradición evolucionista: lo denominó Revolución. El término Revolución Urbana

era, pues, el nombre genérico para un profundo proceso de cambio, aquél del

advenimiento de la sociedad estatal. En tales condiciones, sin duda, Childe podía

aplicar lícitamente ese nombre para el proceso en el que emerge el Estado en el

valle del Nilo. Así, sin ningún contrasentido, hasta la mismísima civilización sin

ciudades había tenido su propia Revolución Urbana.

***

*
Instituto de Historia Antigua Oriental, Universidad de Buenos Aires
1
Vere Gordon Childe, “Retrospección” , en José A. Pérez, Presencia de Vere Gordon Childe,

México, INAH, 1981 [1958], 351.


2
José A. Pérez, op. cit., 1981, 34.
3
Walter Emery, Archaic Egypt, Harmondsworth, Penguin Books, 1961, 21. La traducción es

nuestra.

26
4
En efecto, desde el ámbito de la sociología, ya existían importantes consideraciones respecto de

la problemática del surgimiento del Estado. Por un lado, la tesis de la formación de la sociedad

estatal como concomitante de un proceso de diferenciación socioeconómica que había

establecido la división de la sociedad en clases, había sido sostenida por Engels en El origen de

la Familia, la Propiedad Privada y el Estado (1884). Por otro, la teoría del establecimiento de la

relación dominador-dominado como resultado de la conquista de pueblos agricultores por parte

de pueblos nómades ya había sido planteada por Gumplowicz en 1899. De tal modo, para la

época en que comienza a plantearse esa pregunta por el modo en que emerge la sociedad de los

faraones, existía –al menos– la posibilidad de plantear el problema en tales términos teóricos.
5
William Flinders Petrie, A History of Egypt, London, Methuen & Co., 1912, 3-4. La traducción

es nuestra.
6
En relación con la teoría de la Raza Dinástica, cf., entre otros, Flinders Petrie, op. cit., 1912, 4;

D. E. Derry, “The Dynastic Race in Egypt”, en Journal of Egyptian Archaeology, 1956, 85;

Walter Emery, op. cit., 1961, 38-42; I. E. S. Edwards, “The Early Dynastic Period in Egypt”, en

Cambridge Ancient History, vol. II, Cambridge, 1971, 40-41.


7
En relación con la teoría de los reinos predinásticos, cf., entre otros, Kurt Sethe, Urgeschichte

und älteste Religion der Ägypter, Leipzig, Deutsche Morgenländische Gessellschaft, 1930; Emile

Massoulard, Préhistoire et Protohistoire d'Egypte, Paris, Institut d’Ethnologie, 1947, 430-438;

W. Hayes, The Scepter of Egypt, New York, Harper & Bros., 1953, 25-31; Jacques Pirenne,

Histoire de la Civilisation de l'Egypte Ancienne, Neuchatel, Editions de la Baconnière, 1961, 49-

86.
8
Vere Gordon Childe, Nacimiento de las Civilizaciones Orientales, Barcelona, Planeta-De

Agostini, 1986 [1934], 122.


9
Vere Gordon Childe, op. cit., 1986 [1934], 122.
10
Sobre el rechazo de Childe a las teorías raciales e hiperdifusionistas, cf. Bruce Trigger,

Gordon Childe. Revolutions in Archaeology, New York, Columbia University Press, 1980, 91-

92; José A. Pérez, op. cit., 1981, 36-38.


11
Vere Gordon Childe, op. cit., 1986 [1934], 91-92.
12
Vere Gordon Childe, Qué sucedió en la Historia, Buenos Aires, La Pléyade, 1981 [1942],

128.

27
13
De acuerdo con Frankfort, las referencias de los relatos egipcios posteriores acerca de un reino

del Bajo Egipto en una relación de simetría directa con un reino del Alto Egipto sólo eran el

resultado de la concepción dual del Universo que era propia del pensamiento egipcio. En

palabras del autor, “las formas duales de la monarquía egipcia no fueron el resultado de

acontecimientos históricos; representaban la idea egipcia característica de que un todo se

compone de dos partes contrarias”. Cf. Henri Frankfort, Reyes y Dioses, México, Biblioteca de

la Revista de Occidente, 1976 [1948], 43.


14
Vere Gordon Childe, op. cit., 1981 [1942], 81.
15
Vere Gordon Childe, Los orígenes de la civilización, México, Fondo de Cultura Económica,

1989 [1936]. Las citas proceden, respectivamente, de las pp. 193, 164 y 195.
16
John Wilson, “Egypt through the New Kingdom, Civilization without cities”, en C. Kraeling

y R. Mc C. Adams (eds.), City Invincible, Chicago, University of Chicago Press, 1960, 124.
17
Henri Frankfort, The Birth of Civilization in the Near East, Bloomington, Indiana University

Press, 1959, 57, nota 2. La traducción es nuestra.


18
Cf., entre otros, Barry Kemp, “The early development of towns in Egypt”, en Antiquity 51,

1977, 185-200; Manfred Bietak, “La naissance de la notion de ville dans l’Egypte Ancienne:

un acte politique?”, en Cahiers de Recherches de l’Institute de Papyrologie et d’Egyptologie

de Lille 8, 1986, 29-34; Fekri Hassan, “Town and village in Ancient Egypt: ecology, society

and urbanization”, en Th. Shaw et al. (eds.), Archaeology of Africa. Food, Metals and Towns,

London, Routledge, 1993, 551-558.


19
En relación con Tebas y Menfis como ciudades, cf. David O’Connor, “The Geography of

Settlement in Ancient Egypt”, en P. Ucko et al. (eds.), Men, Settlement and Urbanism,

London, Duckworth, 1972, 683; Fekri Hassan, op. cit., 1993, 552.
20
Vere Gordon Childe, op. cit., 1981 [1942], 125.
21
Cf. Vere Gordon Childe, “La Revolución Urbana”, en José A. Pérez, op. cit., 1981 [1950],

272-275.
22
Cf. Vere Gordon Childe, “The birth of civilization”, en Morton Fried (ed.), Readings in

Anthropology, 2 vol., New York, Th. Cromwell Company, 1968 [1952], 631-634.
23
Cf. Karl Butzer, Early Hydraulic Civilization in Egypt, Chicago, University of Chicago

Press, 1976, 83; Bruce Trigger, “Egypt: A Fledgling Nation”, en Journal of the Society for the

28
Study of Egyptian Antiquities 17, 1987, 59; Bodil Mortensen, “Change in Settlement Pattern of

Population in the Beginning of the Historical Period”, en Ägypten und Levante 2, 1991, 29.
24
Cf. Karl Butzer, op. cit., 1976, 102-103; Fekri Hassan, op. cit., 1993, 551-558.
25
Michael Hoffman et al., “A model of urban development for the Hierakonpolis region from

Predynastic through Old Kingdom times”, en Journal of the American Research Center in

Egypt 23, 1986, 181-183. La traducción es nuestra.


26
La creación de nuevos nucleamientos urbanos durante el Dinástico Temprano puede apreciarse

a partir de evidencias arqueológicas (Hieracómpolis, Abidos, Buto, Mendes) así como también a

partir de los relatos de los autores clásicos (fundación de Menfis por Menes). Cf. Barry Kemp,

op. cit., 1977, 196-199; Manfred Bietak, op. cit., 1986, 29-34; Toby Wilkinson, Early Dynastic

Egypt, London, Routledge, 1999, 323-343.


27
Thomas von der Way, “Excavations at Tell el-Fara’in/Buto in 1987/1989” en Edwin van den

Brink (ed.), The Nile Delta in Transition. 4th-3rd Millenium, Tel Aviv, van den Brink publisher,

1992, 7. Cf. pp.1-10. Para la evidencia proveniente de Tel Ibrahim Awad, cf. Edwin van den

Brink, “Preliminary Report on the Excavations at Tell Ibrahim Awad” en Edwin van den Brink

(ed.), op. cit., 1992, 52.


28
En relación con los testimonios sobre construcciones de Nagada III en Hieracómpolis, cf.

Hoffman et al., op. cit., 1986, 184-185. En relación con los templos del Dinástico Temprano, cf.

Barry Kemp, El Antiguo Egipto. Anatomía de una civilización, Barcelona, Crítica, 1992 [1989],

89-107.
29
En relación con la evidencia iconográfica de santuarios y palacios reales en el período

Dinástico Temprano, cf. John Baines, “Origins of Egyptian Kingship” en D. O'Connor y D.

Silverman (eds.), Ancient Egyptian Kingship, Leiden, E. J. Brill, 1995, 112, 121-124.
30
Para la tumba 100 de Hieracómpolis, cf. Barry Kemp, op. cit., 1992 [1989], 51-53. Para el

cementerio T de Nagada, cf. Kathryn Bard, From Farmers to Pharaohs, Sheffield, Sheffield

Academic Press, 1994, 77-109. Para las tumbas reales de Abidos y Saqqara, Walter Emery, op.

cit., 1961, 48-104.


31
Abidos es el sitio que presenta mayor concentración de palacios funerarios, pero otras zonas

(Saqqara, Hieracómpolis) también parecen presentar evidencia en este sentido. Al respecto, cf.

Kemp, op. cit., 1992 [1989], 69-71; John Baines, op. cit., 1995, 139-140.

29
32
En relación con los contactos entre Egipto y el área siriopalestinense, cf. William Ward,

“Early Contacts Between Egypt, Canaan and Sinai: Remarks on the Paper by Amnon Ben-Tor”

en Bulletin of the American School of Oriental Research 281, 1991, 11-26; Baruch Brandl,

“Evidence for Egyptian Colonization of the Southern Coastal Plain and Lowlands of Canaan

during the Early Bronze Age I Period”, en Edwin van den Brink, op. cit., 1992, 443-477. En

relación con el flujo de bienes de prestigio proveniente de Mesopotamia, cf. Marcelo Campagno,

“Egipto en contacto: las tempranas conexiones con Mesopotamia”, en Orientalia Argentina 10,

1993, 81-97; Samuel Mark, From Egypt to Mesopotamia, London, Chatman Publishing, 1997.

En cuanto a los vínculos con Nubia, cf. William Adams, Nubia. Corridor to Africa, Princeton,

Princeton University Press, 1977, 137-141; David O’Connor, Ancient Nubia. Egypt’s Rival in

Africa, Philadelphia, The University Museum, 1993, 10-23.


33
John Baines, op. cit., 1995, 107. La traducción es nuestra.
34
Cf. Bruce Trigger, op. cit., 1987, 64.
35
Acerca de la codificación de tradiciones, cf. Kemp, op. cit., 1992 [1989], 61. Cf. también John

Baines, “Communication and display: the integration of early Egyptian art and writing”, en

Antiquity 63, 1989, 476-477; Whitney Davis, The Canonical Tradition in Ancient Egyptian

Art, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, 190-191.


36
No estamos negando la existencia de ciertas formas de gestión administrativa en las sociedades

no-estatales. Toda sociedad posee algún modo de canalizar las decisiones que atañen a su

funcionamiento global, y que, en las jefaturas más grandes, adopta incluso ciertas jerarquías (jefe

supremo / jefes de distrito / jefes de comunidades locales). La cuestión es que sólo en las

sociedades con Estado existe un cuerpo encargado de la administración que no se vincula con la

sociedad a través de relaciones de parentesco sino que establece con ésta vínculos impersonales –

vínculos burocráticos–.
37
Barry Kemp, op. cit., 1992 [1989], 141. Cf. también pp. 141-171. Para una presentación de

lo que se conoce acerca de la estructura administrativa durante el período Dinástico Temprano,

cf. Toby Wilkinson, op. cit., London, 1999, 109-149.


38
Bruce Trigger, Early Civilizations, Cairo, The American University in Cairo Press, 1993, 44.
39
Barry Kemp, op. cit., 1992 [1989], 164.

30
40
Pascal Vernus, “La naissance de l’écriture dans l’Égypte Ancienne”, en Archéo-Nil 3, 1993,

92. La traducción es nuestra. Cf. también John Baines, op. cit., 1989, 472.
41
Cf. Kathryn Bard, “Origins of Egyptian Writing”, en R. Friedman y B. Adams (eds.),

Followers of Horus, Oxford, Oxbow Books, 1992, 299-300; Pascal Vernus, op. cit., 1993, 89.
42
Lo que John Baines (op. cit., 1989, 474) denomina modo emblemático de representación.
43
Los Textos de las Pirámides son, sin duda, los mejores exponentes tempranos del poder sin par

del faraón, pero ya desde los primeros testimonios escritos se hace referencia tanto a la fuerza del

monarca como a su carácter sobrenatural. Cf. John Baines, op. cit., 1989, 478-479; Kathryn Bard,

op. cit., 1992, 301-304.


44
Cf. John Baines y Chris Eyre, “Four notes on literacy”, en Göttinger Miszellen 61, 1983, 65-

67.
45
Patrick Gautier, “Analyse de l’espace figuratif par dipôles. La tombe decorée No. 100 de

Hierakónpolis”, en Archéo-Nil 3, 1993, 43. La traducción es nuestra.


46
De acuerdo con Roland Tefnin (“Discours et iconicité dans l’art égyptien”, en Göttinger

Miszellen 79, 1984, 63), la imagen que transmite el arte egipcio puede interpretarse como una

relación Sujeto-Objeto, cada uno de los cuales reviste características bien definidas: “un polo

Sujeto unitario, nominado, magnificado, oponiéndose a un polo Objeto desmultiplicado,

anónimo y miniaturizado” (la traducción es nuestra).


47
Tal parece haber sido el caso del motivo conocido como “desfile de los animales” que

reconoce antecedentes pre-estatales y que posteriormente habría sido vinculado a la realeza.

Cf. K. Cialowicz, “La composition , le sens et la symbolique des scènes zoomorphes

prédynastiques en relief. Les manches de couteaux”, en R. Friedman et B. Adams, op. cit.,

1992, 254.
48
John Baines, op. cit., 1989, 473. Sobre el establecimiento de un nuevo canon artístico

egipcio a partir de la emergencia del Estado, cf. Whitney Davis, op. cit., 1989, 190-191.
49
Esto es, precisamente, lo que Childe hace en el mencionado artículo de 1952. Comparando

el “nacimiento de la civilización” en Egipto y en Mesopotamia, el autor establece la serie de

contrastes que diferencian una situación de otra, al mismo tiempo que establece los criterios

para considerar la “mismidad” (sameness) del proceso en ambas regiones.


***

31