Acerca de La Alteridad de Skliar
Acerca de La Alteridad de Skliar
Acerca de La Alteridad de Skliar
Tabla de contenidos
Introducción
Alteridad
Normalidad / Anormalidad
Diferencia
Diversidad
Discapacidad
Gestos mínimos
Referencias bibliográficas
Nota sobre las imágenes
Introducción
Carlos Skliar*
Esta clase contiene, por así decirlo, un ejercicio de pronunciación de algunas palabras que
habitan el lenguaje de la pedagogía. Como ejercicio no puede ser sino un gesto de libertad, de
una expresividad que no busca dar cuenta de temas y sus actualidades, si no de intentar
escribir a partir de mi propia voz, de lo que a mí me pasan con esas palabras, tanto cuando las
digo como cuando las escucho decir.
Tengo, como otras personas, algunas palabras preferidas; palabras a las cuales quiero
particularmente y por eso tiendo a soltarlas a su libre albedrío para no apresarlas o amarrarlas
en definiciones toscas o torpes, para no limitarlas a la soberbia y a la altura del saber, para no
someterlas a la hostilidad moralizante del saber. Pero también hay palabras que no me gustan
tanto, palabras que por lo general se presentan como máscaras de la retórica, que confunden
su semblante con el rostro limpio que pretenden para sí.
Sé, como dice Nietzsche, que las palabras dependen de las bocas que las pronuncian, pero
hay algunas palabras recubiertas de una suerte de pronunciación unánime algo sospechosa,
voces impostadas y demasiado enfáticas, altisonantes; palabras que se dicen sin un cuerpo
que las enuncie y sin que se hagan presentes a la hora de su enunciación, en fin, una
anegación de las palabras: “Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades
ingentes de palabras y de imágenes.(…) El problema no consiste en conseguir que la gente se
exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales
podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no impiden expresarse a nadie, al
contrario, nos fuerzan a expresarnos (…) Lo desolador de nuestro tiempo no son las
interferencias, sino la inflación de preposiciones sin interés alguno (Ref:
GillesDeleuze. Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 1996, pág. 206.) (Ref:
GillesDeleuze. Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 1996, pág. 206.)”.
Decir una palabra es ponerle voz, darle voz. Hacerla escuchar. Y la voz está en el cuerpo, está
encarnada. Decir una palabra y hurgar por dentro de lo dicho es el único modo que disponemos
para impedir que una palabra se nos imponga como lo que ‘debería ser’, se volatilice en el
frenesí voraz de estos tiempos y se pierda, irremediablemente, pues ya nadie puede o desea
pronunciarlas. Hay muchas palabras que se han caído al suelo. Y las pisoteamos o
disimulamos que no están allí o las escondemos impunemente debajo de la alfombra de la
voracidad del ‘progreso’ hasta abandonarlas, polvorientas, en nombre de la ‘razón creciente y
progresiva’. Tal vez no hemos advertido que somos nosotros mismos quienes estamos caídos,
quienes nos escondemos detrás de las palabras caídas, quienes nos abandonamos en la
pronunciación demasiado fugaz o quienes formamos parte de ese lenguaje que no conversa,
un lenguaje deshabitado, despoblado como dice José Luis Pardo: un lenguaje sin voz y sin
nadie dentro.
Tiene razón el poeta Roberto Juarroz: las palabras están por el suelo y habría que hacer un
lenguaje con las palabras caídas: “También las palabras caen al suelo / Como pájaros
repentinamente enloquecidos / Por sus propios movimientos (…) Entonces desde el suelo / Las
propias palabras construyen una escala / Para ascender de nuevo al discurso del hombro / A
su balbuceo / O a su frase final. / Pero hay algunas que permanecen caídas / Y a veces uno las
encuentra / En un casi larvado mimetismo. / Como si supieran que alguien va a ir a recogerlas /
Para construir con ellas un nuevo lenguaje / Un lenguaje hecho solamente con palabras caídas
(Ref: Roberto Juarroz. Octava Poesía Vertical. Buenos Aires: Emecé, 2005, pág. 401
(fragmento). ) (Ref: Roberto Juarroz. Octava Poesía Vertical. Buenos Aires: Emecé, 2005, pág.
401 (fragmento). )”.
Jens Hesse - woman (asian) 2011
Alteridad
‘Otro’ es sólo una palabra, no más que una palabra, de acuerdo, pero no cualquier palabra. En
realidad ninguna palabra es cualquier palabra. Pero, en el caso de la palabra ‘otro’, parece
irremediable que la pronunciación se cargue de toda su historia filosófica, cultural, política,
psicológica y pedagógica. Es decir: quisiéramos que fuese apenas una palabra, pero por
alguna razón es imposible y cada vez que se escribe o se dice ‘otro’, reaccionan
inmediatamente las filosofías del ser, las psicologías del ‘yo’, las políticas de la confrontación
vacía, las pedagogías que pretenden a toda costa hacer equivalente la diversidad a la
alteridad.
Ocurre, al fin de cuentas, como si la palabra ‘otro’ no pudiera ni dejar de decir, ni pudiera
desdecirse.
Tal vez habría que intentar que esa palabra no dijera más de lo que dice, esto es, tratar que la
palabra ‘otro’ renunciara, se despojara, se desvistiera, estuviera desprovista de esos
travestismos discursivos que, pese a su espectacularidad, no acaban sino por ser vanas
fijaciones, tipificaciones, encuadramientos de un otro específico, singular, material. Se
pronuncia ‘otro’ pero en una ideología del ser que es, básicamente, una ideología de la
separación, de la exclusión, de la expulsión, centrípeta; pero también se pronuncia al ‘otro’
dentro de una ideología de la excesiva junción, de la inclusión, de la asimilación, centrífuga.
Ignoramos al otro, ignoramos lo otro. De algún modo la ignorancia acerca del otro sobrevive a
veces por demasiada proximidad, demasiado saber y otras veces, claro está, por exceso de
sospecha, por sospechar de la existencia del ‘otro’ en términos equivalentes a la existencia del
‘uno’. Pero también puede haber una ignorancia voluntaria, deseable, es decir, renunciar a
querer conocer al otro –en los términos en que la palabra ‘conocer’ se echa rodar en lo político
y en lo educativo, claro- para comenzar a estar con el otro.
Hay la creencia que educar deviene de la adopción crucial de un conocimiento acerca de otro,
de la infancia, o de la juventud, o de ciertas comunidades, o de ciertos sujetos en determinadas
y particulares condiciones de existencia. Y se ha pensado que lo esencial del educar resulta en
una práctica derivada directamente de ese conocimiento que, en buena medida, se adquiere
en ausencia de los demás e, inclusive, muchas veces, fuera del mundo. Las preguntas:
‘quiénes somos’ o ‘quiénes son’, pero también: ‘cómo somos’ o ‘cómo son’, pretenden ocupar
todo el espacio educativo como una suerte de juego de azar donde la respuesta atinada sería,
finalmente, la respuesta perfecta para la pregunta educativa. Así puestas las cosas, no cabe la
menor duda que la pregunta menos interesante en educación es la pregunta identitaria.
Lo que dice sobre los desconocidos García Molina no sólo parece trascendente sino que,
además, puede ser conmovedor: ¿no será que tanta previsión y tanta planificación, que tantos
motes de designación, nos hacen perder lo infinitamente atractivo que resulta iniciar una
conversación inédita con alguien desconocido?
Al desconocido, a ese desconocido que es cualquiera, se le ofrece algo. Y eso ‘que le ofrezco
al desconocido’ debería estar en el corazón mismo de la idea de educar. El educar entendido
como la donación a un desconocido: “El donador no se preocupa por saber a quién dona, sino
por el valor de su don. El donador –el educador- podría estar más ocupado en los contenidos y
formas de la donación, de la transmisión (…). La educación, al fin y al cabo, es un arte ético
antes que una ciencia técnica” (GARCÍA MOLINA, 2008: 202).
Por eso, lo que sigue no es conocer al desconocido desde una ciencia técnica. Lo que sigue es
seguir donando a desconocidos, es decir, educando. Entre desconocidos. La inclusión bien
podría ser una bienvenida al desconocido. El recibimiento dado de un desconocido a otro
desconocido: “(…) la práctica habitual del mutuo desconocimiento de sí y del otro; del mutuo
desconocimiento entre hombres y mujeres, del mutuo desconocimiento entre sordos y oyentes,
entre capacitados y discapacitados, entre los de aquí y los de allá (…) ¿Puede haber otro
modo de incluir? ¿Podemos pensar la inclusión de las diferencias de un modo que no
signifique des-conocimiento?” (PÉREZ DE LARA, 2009: 7).
Normalidad / Anormalidad
Es tarea ciclópea la de intentar desentrañar la naturaleza del binomio normalidad/anormalidad
en educación. El problema que aquí se plantea es el de la búsqueda, a veces desesperada, de
la singularidad de un cierto tipo de individuo que parece estar perdido, omitido o suprimido, en
las telarañas de los conceptos, las instituciones, las reformas educativas, el desprecio, el temor
y, porqué no, también en el remolino de la indiferencia y el olvido. Lo diré de otro modo: frente
a los infinitos y aparentemente refinados aparatos de control y normalización, de regulación y
visibilidad-invisibilidad, de exclusión e inclusión, de sujeción y aprisionamiento, hay siempre
una repetición que incomoda y una diferencia que asusta. La repetición insistente es la de las
instituciones. La diferencia, convulsionante, perturbadora, es la de ese individuo pensado y
‘ejecutado’ como anormal, siempre ubicado al pie del cadalso. La repetición que promete dejar
de serlo es la del control y el disciplinamiento. La diferencia, que siempre indica una relación
pero no una esencia contenida al interior del sujeto, es la del individuo juzgado sin causa
aparente, sacrificado, excluido, integrado, incluido y, la mayoría de las veces, vuelto a apartar.
Sí que ha pasado. Lo hemos indagado. Pero sobre todo nos lo han dicho, de formas diferentes,
las personas apresadas -literal y metafóricamente- en la fuerza gravitacional de la normalidad.
Sí que ha pasado. Se ha vuelto experiencia en el relato que, aún tímido, viene a recordarnos
las formas violentas, desmedidas y desmesuradas, por encausar inútilmente cuerpos, mentes,
lenguas, que no se habían desviado de ningún camino. El camino es, por ello, el problema. O
la falta de caminos. Y es que el sendero fue y es -¿será?- demasiado estrecho, demasiado
abismado, desértico. La noción de camino que elijo no es azarosa: en el Diccionario Latino-
Español (1950, 147) el término ‘diverso’, asume la forma del desviarse, del apartarse del
camino, algo que habita en distintos sentidos, algo que se dirige hacia diversas y opuestas
partes, alguna cosa a ser albergada, hospedada.
Pensar en ello no conduce, ahora, al acto de sentar en el banquillo de los acusados a la ‘razón-
irracional’ de otras épocas donde se sometían y juzgaba -y encerraba y escondía y mataba- a
los locos, los degenerados, los defectuosos, los corregibles incorregibles, los delincuentes, los
atrasados, los retrasados, en fin, a los anormales.
La tentación por una historia propedéutica de ideas equivocadas a ideas correctas sobre la
normalidad y la anormalidad está al alcance de la mano, pero también se escurre como agua
entre los dedos. Esa tentación nos ha hecho caer en la trampa de creer que todo se soluciona
con sucesivos recambios de nombrar al sujeto -sin que el sujeto estuviera ahí-, de llamarlo sin
‘llamarlo’; la trampa de la iteración de axiologías, clasificaciones, etiquetamientos,
agrupaciones sin grupos, des-agrupaciones de grupos; la trampa de reemplazar la ‘anacrónica’
educación especial por la ‘novedosa y triunfante’ atención a la diversidad; la trampa, al fin, de
pensar que toda experiencia, que todo padecimiento y todo sufrimiento del individuo no es otra
cosa que aquello que compone su propia y auto-referida y auto-provocada anormalidad.
Es típico de estos tiempos ver cómo la educación especial está denostada, caricaturizada,
vituperada, despreciada, etiquetada como anacrónica y a la espera de un relato que la fije a su
pasado. Por eso a muchos les ha resultado tarea por demás fácil intercambiarla por nuevos
nombres disciplinares y omitiendo por completo una historia crítica profunda y veraz. El
procedimiento ha sido tan falaz como efectivo: infantilizando la educación especial se ha
infantilizado a sus poblaciones y hemos hecho mutis por el foro. Sin embargo, habría que tener
algo más de sensibilidad y lucidez para hacer exactamente lo contrario: darle positividad a la
educación especial y que ése sea el punto de partida para ponerla de pies a cabeza; para
revisar y revisitar institución por institución; discutir formación tras formación, práctica tras
práctica, prédica tras más prédica. Además, se pretende cauterizar esta cuestión por el lugar
más ambiguo en los tiempos que corren: el de la integración educativa o inclusión. Concluir por
ese sitio puede llamar a engaños. Puede que se crea que ahí está la solución a los intensos e
inmensos problemas apenas planteados en este mínimo texto. Puede que se piense, además,
que la integración/inclusión es la salida a siglos de sujeción al par normalidad/anormalidad.
Puede que uno se imagine, inclusive, que la integración/inclusión es la respuesta afirmativa a
una pregunta negativa. No es esto lo que se encontrará. Afortunadamente. Quizá tenga razón
aquella profesora que preguntaba insistentemente: “¿Por qué no se ponen de acuerdo si son
iguales o diferentes (Ref: Testimonio citado en Gilda Carola Román Pérez. Evaluación de la
Política de Educación Especial: juicios de valor y representaciones discursivas de estudiantes
con discapacidad y docentes sobre el proceso de integración educativa. Pontificia Universidad
Católica de Chile, Tesis de Doctorado en Ciencias de la Educación, 2010. ) (Ref: Testimonio
citado en Gilda Carola Román Pérez. Evaluación de la Política de Educación Especial: juicios
de valor y representaciones discursivas de estudiantes con discapacidad y docentes sobre el
proceso de integración educativa. Pontificia Universidad Católica de Chile, Tesis de Doctorado
en Ciencias de la Educación, 2010. )?”1; tal vez lo único sensato sea escuchar aquello que
decía una anciana mujer recicladora de basura: “Antes nadie me veía, ahora me miran
demasiado”, conversando sobre su aparente exclusión y su aparente inclusión; quizá nadie
podrá decirlo como aquel hombre de mediana edad, con el cuerpo tomado por una paraplejía:
“Lo que más hubiera deseado es que me trataran y me educaran como a cualquiera ”.
La normalidad no es nada, ni es nadie el normal. Y habrá que combatir ese par nefasto,
asumiendo la interioridad de una diferencia que pide un gesto de reconciliación. Así lo escribe
Fernando Bárcena (2009: 5): “¿Qué es la normalidad?: nada. ¿Quién es normal?: nadie.
Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción es negarla. ¿Cómo combatir la
imposición de la distinción normalidad-anormalidad?: habitando en el interior de la diferencia,
ser íntimo con ella. Con un gesto cotidiano -quizá poético, en parte épico- de reconciliación,
pues la reconciliación es parte del ejercicio de la comprensión, el único modo de sentirse en
paz en el mundo. No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la norma”.
Diferencia
Hay una indecisión o una confusión habitual en los escenarios educativos, querida o no,
voluntaria o no, admitida o no, que se origina en el preciso momento en que la diferencia, las
diferencias, se hacen presentes y son nombradas. Ocurre que en el acto mismo de enunciar la
diferencia, sobreviene en verdad una derivación hacia otra pronunciación totalmente diferente:
los ´diferentes’, haciendo alusión a todos aquellos que no pueden ser vistos, ni pensados, ni
sentidos, ni al fin educados, por culpa de la curiosa y vanidosa percepción de lo homogéneo
-homogeneidad de lenguas, de aprendizajes, de cuerpos, de comportamientos, de lenguas y,
así, hasta el infinito-. En suma: lo que hay por lo general dentro de la palabra diferencia es un
conjunto siempre indetermenido, siempre impreciso, de sujetos definidos como diferentes.
Puede ser necesaria la pregunta: ¿qué es la diferencia? Pero a poco que entramos en ella,
aparece una doble cornisa: la respuesta ya mencionada y tipificada: ‘son los diferentes’ o, en
otro sentido, la derivación hacia una contestación por la identidad.
Alfredo Veiga-Neto da a entender que cualquier pregunta ‘directa’ sobre la diferencia es mucho
menos interesante de lo que aparenta ser: “En primer lugar, una pregunta como "¿cuál es la
diferencia?" remite a la vieja pregunta "¿qué es eso?", revelando así el encantamiento en que
nos dejamos aprisionar por el propio lenguaje con que lidiamos y contestamos preguntas. En
segundo lugar, por ser radicalmente contingentes, las formas de vida no se repiten y están
cambiando constantemente, de modo que tal vez lo máximo que se pueda decir sea
simplemente: la diferencia es el nombre que damos a la relación entre dos o más entidades –
cosas, fenómenos, conceptos, etc.– en un mundo cuya disposición es radicalmente
anisotrópica. De este modo, la diferencia está ahí" (VEIGA-NETO, 2009: 124).
La diferencia está ahí. Entre. No ‘en’ –en una cosa, en un fenónemo, en un concepto, en un
sujeto particular-. La traducción que traiciona el sentido no esencial sino relacional de la
diferencia a alguien definido como sujeto diferente puede ser llamada de diferencialismo. No
tiene que ver con la cosa o persona vista sino con quien ve y nombra. Sugiere una relación con
otro y con lo otro, sí, pero es una relación fantasmagórica y violenta. Violenta porque se reduce
en el otro la incapacidad de mirar entre; porque disimula lo que el uno no es capaz de mirar en
sí mismo y se omite; porque, al fin de cuentas, impide que el otro sea visto como cualquiera y,
de ese modo, inicia una marcha hacia la separación, el abandono, la puesta bajo sospecha de
cuánto el otro es tan humano como el uno.
Sin el otro como estructura no habría mundo, no habría palabra, no habría amor. Pero con el
otro apenas sentido como diferente no ha habido otra cosa que expulsión del paraíso, diluvio
universal y caída de la torre de la conversación. La decisión acerca de cómo nos encontramos
con otros, siendo otros, entre otros, es educativa, política y éticamente educativa. En ese
encuentro la diferencia es lo que reúne no lo que distingue, no lo que confina, no lo que domina
despóticamente. En el encuentro con alguien, ése alguien nunca es igual, siempre difiere, no
de algo en particular sino de todo. No hay arquetipo ni homogeneidad ni semblante único: “No
sólo toda la gente es diferente, sino que todos difieren –no de nada, sino de otros-. No difieren
de un arquetipo o de una generalidad (…) En cuanto a las diferencias singulares, no son sólo
‘individuales’, sino infra-individuales: nunca es a Pedro o a María a quienes encuentro, sino a
uno o a otra en tal ‘forma’, en tal ‘estado’, en tal ‘humor’, etc.” (NANCY, 2006: 24).
El encuentro es, siempre, con lo inesperado que se mueve hacia otra parte. Con lo que difiere
de uno y de sí. La diferencia entre la planificación y la conmoción. El espacio indefinible donde
todo ocurre.
Diversidad
Cuatro conjunto de preguntas respetuosas para hacerle a la diversidad: 1. ¿En qué sentido es
posible afirmar que la diversidad configura por sí misma y en sí misma un discurso más o
menos completo, más o menos esclarecedor y más o menos revelador acerca del otro, de la
alteridad? O dicho de otro modo: ¿diversidad está, acaso, en el lugar de alteridad, ocupa -y por
lo tanto desocupa- su sentido?; 2. ¿Qué sugiere esa identificación recurrente, insistente, que
se produce entre diversidad y pobreza, desigualdad, marginación, (cierto tipo de) sexualidad,
(cierto tipo de) extranjería, generación, raza, clases sociales, y, un poco más recientemente, su
notorio apego a la discapacidad?; 3. ¿Qué grado de sinonimia o antinomia puede pensarse
entre la diversidad con la diferencia? 4. Y, por último: ¿En qué medida el anuncio y el
enunciado de diversidad ofrece una perspectiva de cambio pedagógico? ¿Cambia la educación
en ese pasaje tan ‘publicitado’ que va desde la supuesta homogeneidad hacia la supuesta
diversidad? ¿Se transforma la educación, justamente, en la travesía misma de ese pasaje? Y
además: ¿se esfumaría, de ese modo, la separación radical entre lo común y lo especial, no
solo desde el punto de vista de las instituciones, los programas y las poblaciones, sino sobre
todo en su dimensión más simbólica?
La diversidad ha entrado en la escena educativa muy recientemente. Por eso no es tarea fácil,
todavía, comprender y juzgar qué es lo que haremos con ella y qué es lo que ella hará con
nosotros. De más antigua data era su pertenencia al mundo de la antropología y su utilización,
más o menos coherente, más o menos eficaz, como categoría meramente descriptiva de las
razas, las culturas y los pueblos humanos. Su entrada al terreno educativo tuvo que ver, sobre
todo, con un dispositivo que pretendía transformar las imágenes demasiado homogéneas de
los grupos escolares en otras algo más ‘coloridas’, tal vez un poco más ‘folklóricas’, o bien
decididamente ‘multiculturales’, y que intentaba desterrar la inveterada figura de exclusión por
la más seductora y políticamente correcta noción de integración y, luego, de inclusión.
La diversidad provoca una inclinación hacia la desigualdad y la mirada hacia el otro se torna
especialmente problemática: el otro diverso acaba por ser un otro desigual. Ocurre con la
diversidad aquello que antes había sucedido con otros eufemismos que suelen surgir en
contextos de reformas y contra-reformas educativas.
El abuso del término diversidad podría promover la presencia de un concepto no sólo vacío,
sino fundamentalmente vaciado de experiencia. Como aquella profesora que afirmó, decidida:
“yo tengo cuatro diversos en mi clase” –haciendo referencia, luego, a aquellos que siempre se
le escapaban al patio-; o como aquel profesor que insistía en establecer tipologías de alumnos
diversos según su capacidad de escribir o copiar su escritura.
A propósito: dejo a continuación una rápida puntuación acerca de lo que ‘hay’ por lo general en
la literatura de la diversidad: la diversidad es presentada como alguna cosa reciente, de
reciente data; hay una cierta continuidad discursiva entre educación especial y atención a la
diversidad, como si se tratara de un eufemismo en un nuevo contexto educativo; hay una cierta
continuidad discursiva entre atención a la diversidad e integración escolar de los alumnos
llamados con ‘necesidades educativas especiales’; hay una cierta continuidad discursiva entre
diversidad y heterogeneidad; diversidad es siempre el otro, un otro que asume diferentes
rostros, nombres, colores, cuerpos, etc.; diversidad es todo y, a la vez, no es nada, ya que en
muchos momentos se define tautológicamente como ‘todo es diversidad’ o ‘todos somos
diversos’; diversidad está muchas veces asociada a deficiencia, patología, problemas de
aprendizaje y de comportamiento; hay una continuidad discursiva entre diversidad y
deficiencia; diversidad, también, está fuertemente vinculada a inmigración en los países
europeos; diversidad hace referencia muchas veces al no dominio de la lengua nacional; la
diversidad es considerada, por lo general, un problema; la atención a la diversidad resulta en
un tipo de atención individualizada, aunque esté definida en relación a una pluralidad; la
atención a la diversidad es vista como la necesidad de una modificación en los ambientes
escolares de aprendizaje; las cuestiones que más se reiteran en el discurso de la atención a la
diversidad son las de tolerancia, diálogo, respeto, aceptación, reconocimiento del otro; esas
cuestiones se tornan contenidos curriculares, en tanto son abordadas como temáticas o
tópicos a ser desarrollados y evaluados programáticamente; la tolerancia, por ejemplo, es vista
y reducida como el resultado de un conjunto de técnicas de adaptación a la comunicación o
bien de consciencia del acto comunicativo; las expectativas vuelven a centrarse en la mejora
del rendimiento escolar, esto es, en el avance en el dominio del conocimiento curricularizado;
supone a la vez un cambio de actitud, un cambio curricular, un cambio de sistema educativo,
un cambio en los profesores, un cambio en las modalidades de evaluación; .el cambio
anunciado es sobre todo textual y de cambio de códigos escolares, en tanto se somete a una
anacrónica táctica de planificación, puesta en actividad y evaluación (Ref: Detalle del informe
de investigación: “Los sentidos implicados en la atención a la diversidad”. En el marco del
proyecto realizado en la Univesidad de Barcelona en 2001-2002 en colaboración con Nuria
Pérez de Lara, José Contreras Domingo, Caterina Lloret y Virigina Ferrer. Departamento de
Ddácatica y Organización Educativa, DOE, Universidad de Barcelona. Inédito. ) (Ref: Detalle
del informe de investigación: “Los sentidos implicados en la atención a la diversidad”. En el
marco del proyecto realizado en la Univesidad de Barcelona en 2001-2002 en colaboración
con Nuria Pérez de Lara, José Contreras Domingo, Caterina Lloret y Virigina Ferrer.
Departamento de Ddácatica y Organización Educativa, DOE, Universidad de Barcelona.
Inédito. ).
La otra opción es menos atractiva, más publicable pero mucho más decepcionante: la
fabricación, la invención de una hipotética lista que ejemplifique y tipifique la diversidad en
todas sus versiones y variaciones. En ese caso habrá siempre seis, siete u ocho ejemplos para
dar: diversidad de raza, sexo, generación, edad, género, religión, aprendizaje, lenguas, y
enseguida, como un bostezo, como una exhalación desanimada y extenuada, ese profundo,
solitario y salvador etcétera que ya no puede ni sabe cómo seguir enumerando la diversidad.
Tal vez el etcétera sea el límite último de la diversidad y a partir de allí comience la alteridad
incognoscible, la alteridad per se, el nacimiento de ese otro que, como decía Lévinas, se retira
en su misterio. Con su misterio.
Jens Hesse - man in the box, 2010
Discapacidad
Todo ha sido demasiado lento o nulo para algunos y demasiado rápido para otros. Todo ha
estado demasiado claro y lleno de luminosidad para algunos, todo ha estado atravesado por
piedras sobre piedras para otros. Todo fue visto apenas como fatalidad para algunos; todo fue
padecido hasta la muerte para otros. Alguien sube una montaña y eso es llamado de proeza.
Alguien es arrojado desde una montaña hacia el vacío y eso es considerado religión o derecho.
Alguien recibe toda su herencia y ni siquiera le importa. Alguien es nombrado incapaz de
heredar y a nadie parece importunarle. Todo ha sido medianía de la normalidad para unos,
todo sigue siendo extrema fragilidad para otros. Todo fue trazado, en cierto sentido, bajo la
severa división y fractura entre el ‘hay normalidad’ y el ‘hay discapacidad’.
La batalla entre Narciso y Hefesto aún pervive. Narciso, ya se sabe, es la expresión máxima
del ideal de lo normal asociado a la belleza y con resultados que sólo ofenden y desprecian a
los demás. Hefesto, en cambio, simboliza la ardua tarea que supone ser acogido ‘así como uno
es’ y ni siquiera poder conseguirlo. Se cuenta que Hefesto, el dios herrero, era tan feo, tan
malhumorado y débil, que su madre Hera dejó que se cayera del Olimpo. Sobreviviente de la
vergüenza materna, dedicó su vida a la herrería, oculto, escondido en una grieta. Si bien la
reconciliación con Hera sobrevino gracias al descubrimiento de sus preciosas joyas fue Zeus
quien, furioso ante el reproche del herrero, volvió a arrojarlo desde el Olimpo: “Estuvo todo un
día cayendo. Cuando dio contra la tierra en la isla de Lemmos se rompió las dos piernas, y
aunque era inmortal le quedaba poca vida en el cuerpo cuando los habitantes de la isa lo
encontraron. Después, una vez perdonado y de regreso en el Olimpo, sólo pudo andar con la
ayuda de unos soportes de oro” (GRAVES, 1984:37).
La discapacidad fue alterizada sin remordimientos y su alteridad fue puesta bajo el violento
microscopio de un proceso estadístico y eugenésico, matemático y moral, físico y social. Ese
otro fue alterizado y con ello gran parte de su cuerpo quedó pulverizado, anatomizado,
deshumanizado. Ese otro fue el otro de una norma de la mismísima mismidad. Norma, que por
provenir de una cierta altura inventada y afirmadas por especialistas, estableció discursos y
prácticas, espacialidades y temporalidades, que determinaron la configuración de lo que puede
llamarse discapacidad.
Lo normal está es un grupo que se atribuye una medida común de acuerdo con su propia
mismidad, con mirarse hacia sí mismo, con la rigurosidad y exactitud de quien se sabe y se
cree normal. Lo normal es la exacerbación de la permanencia interna, sin dejar que nada ni
nadie se relacione con alguna exterioridad.
Y el grupo erige e institucionaliza un lenguaje que produce una mismidad que sólo se entiende
a sí misma; un lenguaje común que es monolingüe. La institucionalización de un espejo
común; de un espejo que sólo refleja el hombre-medio; de un espejo que sólo sabe y puede
reflejar imágenes normativas, integracionistas, inclusionistas, sin que nada ni nadie pueda
reclamar otra imagen, otro reflejo y, menos aún, otros espejos. Y la discapacidad ya no puede
entrar en una relación de diferencias, pues la norma todo lo captura, todo lo nombra, lo hace
suyo, lo hace únicamente alteridad vaciada de alteridad.
Ahora bien: si lo normal es lo preferible, lo deseable, aquello que está revestido de valores
positivos, su contrario deberá ser inevitablemente aquello que habrá que considerar como
detestable, aquello que hay que “repeler” o “enclaustrar” para repeler. Desde el momento en
que todo valor supone un dis-valor, deberemos afirmar que entre normalidad y anormalidad no
existe exterioridad sino polaridad. Una se reconoce y se afirma por la mediación del otro.
¿Y donde está el otro que no se encuadra, que no es escuadra? ¿Aquel otro que se aleja de la
presión de la norma o que, inclusive, ignora tal presión y tal norma? Allí y aquí está el otro. No
es un otro que sólo cuestiona las normas y las necesidades sociales, sino un otro que se
vuelve antagónico, dual, irreductible a la interioridad de lo normal. Es, sobre todo, el quiebre de
la totalidad, la totalidad hecha añicos, la normalidad traicionada, la totalidad desvanecida.
Por eso lo normal insiste en atraer hacia sí todas las identidades y a todos los que considera
como diferentes. La norma quiere ser el centro de la gravedad. El eje divino a partir del cual
todo se ordena y organiza, todo se cataloga y clasifica, todo se nombra y define, todo se
ampara del diluvio que provocaría el dar lugar, el hacer lugar a la ambigüedad y la
ambivalencia. Lo normal es, al fin y al cabo, una mirada tan insistente como impiadosa.
Pero la discapacidad no es su resultado sino, quizá, aquello que comienza cuando esa mirada
ya no pueda ver, de tanto creer que ya lo ha visto todo.
Gestos mínimos
Habría que dar algunas vueltas en torno de una idea no del todo confesable o quizá no
totalmente expresable, relacionada con la posibilidad de hablar acerca de una gestualidad
mínima para pensar la educación, para pensar en el interior mismo de la educación. Se trata,
quizá, de un pensamiento que iría en dirección opuesta, o en una dirección diferente a buena
parte de esos lenguajes apocalípticos, o heroicos, o híper-trágicos, o redentorios, o
salvacionistas, o benéficos, que configuran una significativa parte del relato pedagógico
contemporáneo.
Puede decirse, en principio, que esa ‘gestualidad mínima’ dice algo sobre el lenguaje en que
formulamos lo educativo, pero también dice algo sobre los modos en que se produce lo
educativo, es decir, abre la posibilidad hacia una cierta forma de pensar sobre ‘eso qué pasa’,
‘eso que nos pasa’ en la educación a diario.
Voy a servirme de tres sensaciones diferentes para intentar hilar más fino en esa idea de
gestualidad mínima, esa suerte de secreto sobre lo pequeño que a toda hora quiere
expresarse.
La primera de esas sensaciones surge a partir de una lectura al margen del texto de Nietzsche:
‘De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud’. En ese texto el filósofo alemán se pregunta
una y otra vez cómo sería posible esbozar el retrato de vida de una persona con justicia.
Piensa, en un primer instante, que todo procede igual como si fuera el esbozo de un paisaje
que hemos ya visitado, esto es, recordando y describiendo sus formas, sus colores, sus olores,
pero evitando a la vez toda tentación por las primeras impresiones, por aquellas impresiones
que él mismo llama de ‘fisonómicas’. Enseguida hace una fuerte apelación a no dejarse atrapar
por los dones de la fortuna o por los giros caprichosos del destino de una persona, sino más
bien incorporando aquellas experiencias mínimas, aquellos acontecimientos interiores a los
que por lo general no se les da importancia y que son, para el filósofo alemán, los que con más
claridad muestran la totalidad del carácter de un individuo. Nietzsche pone en juego aquí una
suerte de oposición entre el gran relato, el relato elocuente, exacerbado, exagerado, incluso
hiperbólico y aboga por una detención más bien suave, nada altanera, de lo pequeño, de
aquello que puede ser confundido con lo intrascendente, con lo fugaz y que, sin embargo,
resulta decisorio, se vuelve enfático por su tibieza, esclarecedor, en cierto modo, cuando se
trata de alguien que quiere decir algo de alguien o algo de ‘algo’.
Tengo la sensación que ha habido un exceso, una desmedida, en la interpretación de una Ley
mayúscula de hospitalidad, esto es, en aquello de dar un lugar, una acogida, un espacio al
otro, a cualquier otro, sin imponerle ningún tipo de condiciones. Como si esa hospitalidad
expresara un matiz casi religioso, casi mítico, para recibir a alguien inclusive más allá de las
posibilidades y capacidades del ‘yo’, del “uno mismo”. Pero si en la bienvenida al otro se le
exigen condiciones: ¿hay hospitalidad? ¿Es hospitalidad? Por eso es que siento una
desmesura, una acentuación excesiva. Como si todo acto de hospitalidad tuviera que
recubrirse de un halo de bondad inmenso, de un virtuosismo excelso, de una acción casi
inhumana.
Es notorio que en este breve párrafo el pasaje de ser-hostil a ser-hospedado se resuelva bajo
la forma de gestos sencillos: saludar, acompañar, posibilitar, dar entrada, habilitar, conversar,
callarse, respirar, dar, ser paciente, estar allí, decir, callar, etc. En otras palabras: ser
hospitalario tal vez consista en ser comedido y no desmedido, en ser austero, en no subrayar
ni enfatizar la propia gestualidad.
Me quito aquí de la necesidad de ciertos actos heroicos para incluir al diferente, al diverso, al
excluido; no hablo de la necesidad de las grandes transformaciones reformistas; no sugiero la
regeneración de currículum, de didácticas, programas, capacitaciones, manuales, etc. Digo, de
nuevo, una vez más: dar la bienvenida, saludar, acompañar, permitir, ser paciente, posibilitar,
dejar, ceder, dar, mirar, leer, jugar, habilitar, atender, escuchar.
Así, quizá, sería posible educar no ya a todos, en sentido abstracto, sino a cualquiera y a cada
uno. La cualquieridad y la cada-unicidad con las que venimos al mundo. Y con las que nos
marchamos de él.
Referencias bibliográficas
Bárcena, Fernando (2009). Diario de un aprendiz. Barcelona: Páginas Centrales, La Central.
Cornu, Laurence (2007). Lugares y compañías. En Jorge Larrosa (ed.) Entre nosotros. Sobre
la convivencia entre generaciones (pp. 51-65). Barcelona: FundacióViure i Conviure, 2007.
Graves, Robert (1984). Los mitos griegos. Barcelona: Editorial Ariel. Nancy, Jean-Luc (2006).
Ser singular plural, Madrid: Arena Libros.
Pérez de Lara, Nuria (2009). De la primera diferencia a las diferencias otras. Clase virtual del
Curso: Pedagogías de las diferencias. Buenos Aires: FLACSO.
Román Pérez, Gilda Carola (2010). Evaluación de la Política de Educación Especial: juicios
de valor y representaciones discursivas de estudiantes con discapacidad y docentes sobre el
proceso de integración educativa. Pontificia Universidad Católica de Chile, Tesis de Doctorado
en Ciencias de la Educación.
Tal vez resulte un poco extraño comenzar el recorrido visual del curso con este tipo de
imágenes, pero quería comenzar con algo que pudiera disparar una reflexión sobre la mirada,
la alteridad y las diferencias desde un lugar diferente al de la representación de la alteridad
deficiente. Las imágenes publicadas junto con esta clase fueron tomadas de la página web del
artista Jens Hesse. Su trabajo consiste en pinturas basadas en imágenes distorsionadas de
televisión satelital, video, entre otros. No hay, sin embargo, en su página ningún texto que
intente justificar su producción artística pero, desde mi punto de vista, hay algo que tiene
mucho que ver con una crítica a la creación de imágenes estereotipadas de la belleza, la
mismidad, la alteridad, la normalidad y la anormalidad.
Interesante esta idea de distorsión en las imágenes, en la mirada. Podríamos pensar que la
forma como se han desplegado, desde la mismidad, formas estereotipadas de mirar,
representar, visibilizar e invisibilizar la alteridad deficiente, se constituye en sí misma como un
tipo de distorsión normalizada, es decir, una manera de imponer imágenes y formas de mirar
que antes que representar la realidad la someten a filtros que trastocan la experiencia de la
mirada. Pero, al mismo tiempo, me parece interesante pensar que ejercer una nueva distorsión
de estas imágenes estereotipadas podría permitirnos llevar a cabo una suerte de subversión de
la mirada, demostrando que las imágenes de lo normal y lo bello no están hechas más que de
fragmentos, y no de la captura de instantes de realidad, como nos han querido hacer creer.