Tema 4 Éticas Contemporáneas
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RECONOCIMIENTO Y COSMOPOLITISMO
Como vemos, las tres autoras suponen que la democracia es el mejor medio político para defender
y desarrollar los DDHH, sea a nivel nacional o transnacional. Pero los DDHH no son un catálogo de
libertades uniforme, sino una amalgama de derechos que, en la práctica, entran en colisión de
modo constante. En caso de conflicto, ¿qué derechos son prioritarios, los individuales (libertad de
expresión, religiosa, igualdad de género, derecho a la propiedad privada…), los Estatales-
comunitarios-culturales (libertad lingüística, reconocimiento político), los supranacionales que
persiguen la reducción de la pobreza o la libertad de fronteras? ¿Es la libertad individual el bien
político por excelencia? Y si la respuesta es afirmativa, ¿deben los individuos ser protegidos de
toda injerencia del Estado o de su comunidad de origen? En otras palabras: ¿son los derechos
individuales (1ª generación) más valiosos que los colectivos o culturales (2ª generación) o bien,
como defienden otros, es únicamente a través de las comunidades étnicas, religiosas o culturales
como puede el individuo llevar a cabo sus proyectos personales? Si la respuesta es positiva, si bien
el Estado lo requiere, los derechos individuales pueden y deben ponerse entre paréntesis, por un
bien cultural y social mayor: la comunidad de referencia. Cuando los derechos de las culturas
chocan con los derechos de los individuos ¿qué derechos son prioritarios?
La diversidad cultural es un hecho incontrovertible. Ahora bien, el que esa diversidad cultural deba
ser reconocida como un valor a defender, promover y respetar por los poderes públicos, supone un
proyecto político conocido como multiculturalismo. No hay una sóla fórmula teórica para
defender este tipo de ideas y recorrerlas todas no es el objetivo de este trabajo. Daremos cuenta
de dos de las más relevantes en la actualidad.
Es éste un ideal común, pero que en mi opinión subestima gravemente el lugar de lo dialógico en
la vida humana. Quiere todavía confinarlo tanto como sea posible a la génesis. Olvida cómo puede
transformarse nuestra comprensión de las cosas buenas de la vida por medio de nuestro disfrute
en común de las mismas con las personas que amamos, cómo algunos bienes se nos hacen
accesibles solamente por medio de ese disfrute común. Debido a ello, nos costaría un gran
esfuerzo, y probablemente muchas rupturas desgarradoras, impedir que formen nuestra identidad
aquellos a quienes amamos [...]. Si algunas de las cosas a las que doy más valor me son
accesibles sólo en relación a la persona que amo, entonces esa persona se convierte en algo
interior a mi identidad.
Ciertamente, para algunos este hecho es considerado una limitación de la capacidad personal
pero, para Taylor, al margen de cómo uno se sienta, la construcción de la identidad personal sigue
siendo dialógica. Por esa razón, el reconocimiento del otro como igual es la base desde la cual se
deben construir las democracias. En su opinión, la forma de política del respeto igualitario propia
del liberalismo no tolera la diferencia, puesto que insiste en aplicar las reglas comunes del mismo
modo y sin excepción a todo el mundo, además de desconfiar de polçiticas que definen objetivos
colectivos (religiosos, lingüísticos o culturales). Para el liberalismo, el ámbito público debe estar
desprovisto de contenido político o moral, debe ser neutral, un mero garante de la igualdad de los
individuos. Pero ¿qué ocurre cuando un ciudadano reclama normas que son ajenas o
contradictorias con las normas mayoritarias del Estado en el que vive? ¿Acaso no tiene derecho a
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reivindicar y a ver reconocidos el valor de sus tradiciones y creencias, a pesar de que no sean
compartidas por la mayoría?
En las democracias liberales, la esfera pública del reconocimiento del otro como un igual se refleja
en la universidad de los derechos, haciendo tabula rasa de sus diferencias particulares: igualdad
en derechos y deberes sin importar sexo, etnia, orientación sexual, grupo cultural, edad… Para
Taylor, se trata de un reconocimiento insuficiente y abstracto, puesto que no recoge la unicidad
que un grupo o individuo posee. Las políticas de la diferencia reclaman que se reconozca en los
individuos y grupos su particularidad, lo que les hace únicos y diferentes al resto. Y es que, según
este autor, son estas diferencias las que dotan de identidad al individuo que, sin embargo, se
pasan por alto, se ignoran o se aniquilan, en beneficio de la identidad mayoritariamente existente
o la igualdad formal (derechos iguales y aplicación idéntica para todos). La política de
reconocimiento de la diferencia sería, por lo tanto, una fórmula para defender a las minorías
de las mayorías, para evitar la creación de ciudadanos de segunda clase, eliminar la discriminación
histórica de determinados colectivos.
Una respuesta diferente sobre cómo conjugar los DDHH con el multiculturalismo, lo universal con
lo local, es la de Kwame Anthony Appiah (filósofo Ghanés, educado en Cambridge y profesor en
Princeton). El problema de la política del reconocimiento que propone Taylor es visto por Appiah
del siguiente modo: es cierto que, como dice Taylor, elaboramos nuestra identidad mediante
opciones que se presentan en nuestra cultura y sociedad, pero no dejan de ser opciones que ya
vienen determinadas de antemano por lo que no se crean de modo dialógico o consensuado,
como se afirma. Y lo más delicado, éticamente hablando: la propuesta de que las culturas o
tradiciones deben sobrevivir a través de indefinidas generaciones futuras para dar sentido a las
vidas de los individuos, es una exigencia que no respeta la autonomía y libertad de las futuras
generaciones. Imaginemos el caso de los matrimonios concertados en la India o por ejemplo, la
educación de un niño en el judaísmo ortodoxo. Al fin y al cabo, el valor de la autonomía es el
respeto por las concepciones del otro, lo que debería incluir a los niños, y no presuponer que
deben adquirir los valores, creencias y costumbres de sus padres, educadores o comunidades
religiosas, con el fin de mantener su cultura.
Más aún, según Appiah, no deberían imponerse modelos de identidad en absoluto, por muy
positivos que nos parezcan. ¿En qué sentido el hecho de ser negro y gay -según Appiah- me
obligaría a organizar mi identidad en torno a la “raza” o a la sexualidad, a pesar de la imagen
positiva que me ofrezcan esos modelos? Cambiar el mundo del armario por el mundo de la
liberación, o elegir la Cabaña del tío Tom y el Black Power, no sería más que cambiar una tiranía
por otra, si se trata de identidades impuestas y no elegidas libremente. No sólo ha de tomarse en
serio el valor de la vida humana en abstracto, sino de las vidas humanas particulares, lo que exige
interés y respeto por las prácticas culturales que les dan sentido, pero siempre teniendo en cuenta
que las culturas no son herméticas, cambian, evolucionan, se empapan de valores y costumbres
ajenos… Y es la autonomía individual lo que lo hace posible.
El diálogo es, efectivamente, el medio que permite que sea efectivo ese respeto y conocimiento del
otro. Ciertamente, no hay garantía alguna de que podamos convencer a los demás de que los
valores que defendemos sean los mejores, pero se trata de un límite que nos afecta a todos por
igual, un hecho que debemos aceptar, pues es la existencia de ese límite lo que permite y
promueve la negociación. Ni siquiera nos debemos proponer tener el mismo vocabulario para
iniciar ese diálogo, puesto que el disenso surge en cuanto nos pongamos a discutir sobre su
aplicación. Por mucho que estemos de acuerdo en que es preciso defender la vida, si un paciente
racista se está desangrando y la única forma de recuperarse es recibir sangre de una persona de
color, ¿Deberíamos salvarlo contra su propia voluntad? El caso del aborto es similar, los anti-
abortistas como los pro-abortistas defienden la vida pero no comparten el sentido y la aplicación
de ese valor porque, para unos ya está presente en el momento de la concepción y, para otros,
sólo en una determinada fase del desarrollo fetal. Alcanzar un consenso sobre lo que debería ser
universalizable y lo que debería ser exclusivamente local, no es sencillo, pero en esa conversación
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está el reto y el valor moral del cosmopolitismo. Por tanto, el objetivo de un cosmopolita no es
ponerse de acuerdo en valores -la batalla está en qué significado y puesta en práctica atribuimos a
dichos valores-, sino en la tolerancia y empatía que implica ponerse en el lugar del otro, a pesar
de no compartir sus valores o creencias. No se trata de aceptar las creencias o valores ajenos, sino
de conocerlos y distanciarnos de los propios, acostumbrándonos a la presencia mutua, con el fin
de respetarnos a la hora de negociar soluciones comunes.
Los elementos esenciales de ese cosmopolitismo que reivindica Appiah, puede resumirse, por
tanto, del modo siguiente. En primer lugar, todos tienen derecho a la salud, alimentación,
vivienda, educación, a buscar la satisfacción sexual consensuada, a tener hijos si así lo desean…
Todos debemos contribuir, en tanto ciudadanos, a que esos derechos se apliquen y respeten. Y el
mecanismo que asegure estos derechos no puede dejar de ser el Estado nación. En segundo lugar,
dicha contribución personal no debería ser excesivamente exigente, aunque no resulta fácil definir
en qué consiste particularmente esas obligaciones básicas. En tercer lugar, las obligaciones básicas
que hayamos definidos, no impide que seamos más propicios a ponerlas en práctica con nuestros
círculos más cercanos. La solidaridad con los que están más alejados de nosotros nunca puede ser
tan grande que supere la que se siente para con mis amigos, familia y con-ciudadanos. Por lo
tanto, para Appiah, no es necesario crear un gobierno mundial para cumplir con este ideal ético
cosmopolita, sino vivir juntos como una tribu global:
Cuando la idea del cosmopolitismo fue retomada por la Ilustración europea, su esencia era la
misma: interés global por la humanidad sin el deseo de que existiera un gobierno mundial.
Entonces, el cosmopolitismo moderno creció con el nacionalismo, no como alternativa sino como
complemento. Y en el centro no estaba sólo la idea de universalidad -interés y preocupación por
toda la humanidad, es decir, por todos los conciudadanos-, sino también el valor que comportan
las diferentes formas humanas de seguir adelante. Es por ello que esta idea no se condice con un
gobierno mundial. Porque las diversas comunidades tienen derecho a vivir de acuerdo con sus
propias normas. Porque los seres humanos pueden prosperar en muchas formas diferentes de
sociedad. Porque hay numerosísimos valores según los cuales vale la pena vivir, y nadie, ni
ninguna sociedad individual, está en condiciones de explorarlos a todos.
Según Charlotte Bunch, toda institución política debe remitir a los DDHH, por cuanto vienen
reflejados en tratados internacionales, donde la perspectiva de género adquiere nueva dimensión e
importancia. El Convenio de Derechos civiles y políticos, así como el Convenio internacional
de Derechos económicos, sociales y culturales, recogen en su artículo 2 y 3,
respectivamente, la no discriminación por sexo. Por otra parte, los derechos de las mujeres han
sido ampliados y desarrollados en la Convención para la eliminación de toda forma de
discriminación contra las mujeres (CEDAW), adoptada por la Asamblea General en 1979 y
puesta en marcha en 1981. Asimismo, incluye un Comité que vigila su cumplimiento y se ocupa de
las quejas particulares de los ciudadanos que forman parte de los Estados que lo han ratificado.
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CEDAW protege los derechos laborales de las mujeres, el derecho a su educación, cubre derechos
relativos a la vida pública y política, derechos económicos y sanitarios, e interviene en problemas
ligados a la maternidad y al cuidado de los hijos.
No existen tratados similares en relación a la libertad religiosa, puesto que la Declaración para la
eliminación de toda forma de discriminación de religión o creencias de 1981, no tiene la
misma fuerza de ley que un Convenio. Por tanto, aunque la libertad religiosa está protegida en los
DDHH, su ejercicio tienen como límite la libertad del otro, e incluso puede revisarse con la finalidad
de proteger el orden público o la salud. Asimismo, los padres y tutores tienen el derecho de educar
a sus hijos de acuerdo con sus creencias, siempre que no sean perjudiciales física o mentalmente
para el niño. Como vemos, los derechos de las mujeres gozan de mayor protección que las
religiones. No obstante, se trata de un reconocimiento meramente formal, ya que la práctica nos
muestra algo muy diferente.
Por poner un ejemplo no occidental, en Tailandia, los papeles de mujer más respetados son el de
esposa y madre, ocupando prostitutas y monjas los roles más negativos. En el budismo tailandés
(budismo theravada), se describe a la mujer como una tentación constante del hombre virtuoso y
casto, de modo muy semejante a como se describe en la cultura cristiana: la mujer está atada a
este mundo material de sufrimiento y emociones, mientras que el hombre es el más apto para
recorrer el camino espiritual, renunciando, y oponiéndose a lo que representa lo femenino:
naturaleza, materia, emociones, sensualidad… No es de extrañar que para los budistas tailandeses
nacer mujer sea equivalente a nacer con mal karma y que, para evitar renacer de nuevo con sexo
femenino, haya de hacer méritos en esta vida. Uno de los procesos que suponen méritos y ayudan
en la limpieza del karma, es convertirse temporalmente en moje, cosa que únicamente pueden
hacer los hombres, las mujeres están excluidas.
Son los familiares de las mujeres los únicos que pueden limpiar el mal karma que presupone el
sexo de aquéllas pero, al mismo tiempo, es su sexo el que las convierte en sostén económico de
sus familias, a través de la prostitución. Paradójicamente, en esa función de sostén familiar
(conseguido mediante la prostitución), el que posibilita que estas mujeres obtengan algún tipo de
mérito religioso por sí mismas, disminuyendo el desprecio que originariamente se tiene por lo
femenino en el budismo tailandés. La esclavitud sexual de las niñas y mujeres es moneda de
cambio de la supervivencia económica de la familia tailandesa y, por medio del turismo sexual
internacional, el Estado se provee de una fuente constante de ingresos, que le reporta una
ganancia de unos 15 billones de dólares anuales. Como puede verse, es la religión la que perpetúa
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los roles de género y la inferioridad de las mujeres tailandesas, y el Estado el que le imprime
carácter legal. Ambas instituciones sacan buen provecho de la desigualdad de género.
Pero no hay que irse a Asia para ejemplificar la influencia de la religión sobre la merma de los
derechos de las mujeres. Sólo hay que pensar en la discusión sobre el derecho a la interrupción
del embarazo, presidente español Mariano Rajoy se apoyó, no sólo en su electorado y en la Iglesia
católica española, sino en el Parlamento europeo que, ese mismo año, había rechazado el informe
de la Comisión por los derechos de la mujer y la igualdad de género (informe Estrela), en el que se
defendía la libertad de elección de la mujer, en lo tocante a la reproducción. Se pretendía hacer el
derecho a la interrupción del embarazo un derecho europeo, pero Naciones Unidas decidió no
incluirlo en la Declaración de Rio en 2012, lo que fue interpretado como un éxito de las
organizaciones pro-vida (anti-elección) y, por lo tanto, constituyó el respaldo que el gobierno
español necesitaba. Se decía que la eliminación del supuesto permitía abortar cuando existen
anomalías en el feto, suponía una reforma progresista, puesto que protegía al más débil, el feto.
Como es sabido, el gobierno dio marcha atrás y retiró el proyecto de ley de Ruíz Gallardón, motivo
último de su dimisión. Actualmente, se han fijado los 18 años como mayoría de edad para
interrumpir el embarazo, de modo que las menores tendrán que tener permiso de sus padres o
tutores. No será necesario informar a los progenitores si se alega coacción, violencia familiar,
malos tratos o desamparo. Curiosamente, una adolescente de 16 años tiene derecho a tener
relaciones sexuales y a contraer matrimonio, pero no tiene derecho a interrumpir su embarazo.
No obstante, y a pesar de ser el cristianismo la religión que más se ha opuesto a los avances
feministas de Europa desde siempre, es el Islam el que ha acaparado los debates de los últimos
quince años debido, por una parte, a la influencia de la inmigración musulmana en países como UK
o Francia y, por otro, al impacto de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en NYC,
y del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Sólo hay que recordar el debate francés en torno al pañuelo
islámico, que tuvo lugar en Francia en 2003. A raíz de la petición de una niña musulmana (Fátima)
que deseaba ir al Instituto con un hijab, comenzó una polémica sobre la introducción de signos
religiosos en la escuela pública. Pero la tradición de cubrirse el pelo, por considerarse éste un
atributo erótico que solo puede ser mostrado ante el marido, no es originaria de la confesión
musulmana, sino que proviene de Asiria, y data de mil años antes del nacimiento de Cristo. Por
entonces, existía la costumbre de distinguir a las mujeres casadas de las esclavas y prostitutas
mediante el pañuelo, ya que éstas no tenían derecho a cubrirse la cabeza. Esta tradición fue
retomada en el Antiguo Testamento, y enseguida por la ortodoxia judía que, a su vez, influye en la
tradición cristiana. Es a través del padre de la Iglesia Tertuliano, que el Corán recogerá esta
tradición, según la cual, se exige a la mujer que lleve en su cabeza la marca de la potestas de su
marido, que no es otra que el pañuelo, añadiendo a dicha exigencia, la recomendación de taparse
el rostro mediante el hiyab.
A pesar de que Fátima Mernissi abandera una lectura de la tradición musulmana en la que puede
dar cuenta de mujeres que se negaron a aceptar el papel que les otorgó la tradición
(convirtiéndose así en rebeldes y dando lugar a una historia alternativa feminista del Islam), lo
cierto es que puede afirmarse que tanto pañuelo que cubre el pelo, como el velo que cubre el
rostro, son símbolos religiosos y no meramente adornos relativos a la vestimenta. Por ello, el
informe elaborado por la llamada Comisión Stasi (creada por el presidente de la República
francesa), consideró la laicidad como la única respuesta viable al problema identitario religioso
creado, según ellos, por el Islam en Francia. El velo o el pañuelo islámicos son interpretados como
símbolos ostentosos que deben ser retirados del espacio público y de la escuela, ya que ésta se
concibe como un lugar de encuentro común y de formación de futuros ciudadanos ajena a toda la
ideología religiosa. Según los franceses, solo desvinculando ciudadanía y religión puede ser
efectiva la separación de Iglesia y Estado, por lo que la prohibición de símbolos confesionales en el
espacio público es la única respuesta que cabe ofrecer a las demandas religiosas.
Ahora bien, ¿es la laicidad la forma de evitar la contradicción entre derechos de las mujeres y la
libertad religiosa?
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LAICIDAD E IGUALDAD DE GÉNERO
Ciertamente, si las religiones son definidas como campos de cultivo del patriarcado más
recalcitrante, no es de extrañar que la laicidad sea presentada como condición para el feminismo.
Al mismo tiempo, se afirma que ha sido el feminismo el que ha contribuido a la aparición y
desarrollo de la laicidad. El feminismo presupone una igualdad política y moral entre sexos que,
según Teresa López Pardina, sólo puede darse en un Estado laico:
El feminismo es una planta que no puede crecer sino en el bancal de la laicidad. Sin laicidad no
hay auténtica libertad ni igualdad entre hombres y mujeres. No puede haber laicidad sin
feminismo; y no es posible una sociedad plenamente feminista sin laicidad. Desde el punto de
vista lógico podemos pensar la laicidad como una clase más amplia en la que la clase del
feminismo estaría incluida.
Ahora bien, en la III República francesa, la laicidad se impuso al mismo tiempo que se negaba el
voto a las mujeres y se posponía la reforma del código civil que seguía definiéndolas como
menores de edad. Efectivamente, la educación femenina se consideraba indispensable, pero
comportaba la educación liberal de las mujeres, no profesional, orientada exclusivamente a
satisfacer las necesidades intelectuales y morales de la vida en pareja. Solo en casos
excepcionales, como el Ferdinand Buisson (uno de los padres de la ley de 1905 que instaura la
separación de Iglesia y Estado de Francia), se defiende el sufragio femenino. En general, los
republicanos estaban convencidos de que las ideas femeninas estaban tan irremediablemente
determinadas por la religiosidad, que pensar en dar voz política a las mujeres suponía dotar al
enemigo de una fuerza política inusitada. Se consideraba que el cuerpo de la mujer pertenecía al
hombre republicano, pero que su alma competía aún al sacerdote. Por ello, Jules Ferry mantenía
que para que fuera consideradas sujeto político pleno, la mujer debería antes demostrar que
pertenecía a la ciencia y no a la Iglesia. De modo semejante, durante las Cortes Constituyentes de
1931 de la II República española, Victoria Kent, de Izquierda Republicana, propuso que se
aplazara la concesión del voto a la mujer, no por incapacidad, sino por una cuestión de
oportunidad política.
La defensora del sufragismo español, Clara Campoamor, consideraba que lo único que esos
argumentos demostraban, era miedo democrático y una sospechosa extensión de la vida privada
particular a la vida pública. El sufragio femenino no debería depender de la religiosidad de las
mujeres o de su irreligiosidad, ni de los resultados políticos que se podían prever a corto plazo,
sino que debía ser la puerta a la igualdad política efectiva. Sus palabras son elocuentes:
Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo
error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en
vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será
indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a
que siga su camino. No dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en
la dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está
en el comunismo.
La III República francesa promovió la ley de separación de Iglesia y Estado en 1905, pero no
apoyó el voto de las mujeres. Laicidad y feminismo no parecen que vayan tan claramente de la
mano, después de todo. Tampoco la pareja funciona aplicándola en la actualidad y cambiando de
continente. Ciertamente, la India no goza de la homogeneidad cultural de la III República
francesa, es una amalgama de culturas y religiones que fue colonia británica hasta 1947. No
obstante, es un estado laico, puesto que no hay ningún tipo de religión de Estado reconocida
oficialmente en su Constitución. Aún así, la mujer sigue estando bajo el yugo de la religión en todo
lo tocante al derecho de familia: matrimonio, divorcio, adopción, tutela y sucesión. La Constitución
india tiene, según esto, dos tipos de artículos diferentes: unos, se aplican a todos los ciudadanos y
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se refieren a las libertades individuales básicas; otros, se aplican a las comunidades y remiten a la
libertad religiosa, a la educación y a la protección de minorías. Este hecho supone, de facto, que a
pesar de haber separación entre la Iglesia y el Estado, exista la subordinación de los derechos de
las mujeres al código de la familia confesional. No obstante, la elaboración de un código civil único
es problemática en un país dividido entre hinduistas y musulmanes. Como algunas veces se ha
denunciado, la uniformidad de la ley parece buscar la imposición de una comunidad religiosa sobre
la otra, no la creación de un código de familia laico e igualitario.
Tal vez, para que el reconocimiento de los derechos de la mujer sea efectivo, sea necesario no solo
que el estado sea laico, sino de un tipo de laicidad concreta. ¿Es ese el caso?
Un ejemplo paradigmático de cómo articular la laicidad francesa actual con los derechos de las
mujeres, se encuentre en la discusión sobre el velo integral: la prohibición del burka ¿debe tener
por fundamento motivos laicos o feministas o ambos al mismo tiempo? Para unos, República y
laicidad se identifican en la versión del presidente de la Comisión sobre el velo integral, Gerin: el
velo integral supone, según él, un problema político puesto que el integrismo y el
fundamentalismo que representa, llevan implícito un objetivo político, que no es otro que
desestabilizar la República francesa y sus valores. Para otros, como Marc Blondel, presidente de la
Fédération nacional de la libre pensée, la laicidad no es una filosofía sino un modo de organización
política que incumbe a las instituciones, no a los individuos. Implica una separación entre las
iglesias y el Estado que supone la no injerencia de las concepciones metafísicas en el dominio
público, y es garantía de la libertad de opinión. Según esto, la laicidad permite prohibir todo signo
de pertenencia religiosa en la escuela pública, pero no se ve cómo puede dictar la vestimenta en el
dominio privado o de la sociedad civil, a excepción de que implique un ataque a la vida del otro, lo
que ya está contemplado en el código penal, y para lo que no se necesita otra ley. Según Philippe
Foussier, del Comité Laïcité République, la laicidad no es el problema central al que remite el
burka, sino la igualdad entre hombres y mujeres. La aparición del burka indica que estamos ante
un problema comunitarista (primacía de los derechos de las comunidades sobre los individuos), e
ilustra una regresión en los derechos de las mujeres y de su dignidad. Por último, para Marie
Perret de la UFAL (Union des familles laïques) no debe prohibirse el burka en nombre del principio
de laicidad, pero sí en nombre de la igualdad puesto que el velo integral es mucho más que un
signo religioso, es el emblema de un proyecto político separatista y símbolo de la sumisión de las
mujeres: debe ser prohibido porque atenta contra las instituciones republicanas y la igualdad de
género.
Como puede verse, la mayoría abogan por una prohibición en nombre de los principios
republicanos, pero no de la laicidad. No obstante, al interpretar el uso del burka como un símbolo
de sumisión e indignidad de la mujer y condenándolo en nombre de la República, hacen de la
defensa de la igualdad de género un principio de la República francesa. Ahora bien, ¿es del todo
cierta esta identificación? Podríamos pensar que si se trata de un atuendo religioso que debe ser
prohibido porque simboliza la desigualdad ¿por qué insistir en los símbolos islámicos más que en
otros? ¿No supone el hábito de las monjas católicas el mismo atentado a la igualdad de género del
burka? Ciertamente, las monjas de clausura cartujas de la Provenza tienen un hábito similar al de
los monjes, pero en lugar de capucha, llevan toca con velo. Además, toda monja o abadesa, según
el derecho canónico, está supeditada siempre a la potestad masculina de un superior. Tal vez, se
pueda responder que, al estar aisladas del espacio público o de la sociedad civil no suponen
problema alguno pero, entonces, ¿la mujer musulmana que lleva burka, atenta a la igualdad de
género porque se hace invisible en el espacio público? Afirmar algo semejante sería, cuanto
menos, problemático, tanto desde un punto de vista de teoría feminista como de teoría de la
laicidad, como de principios políticos republicanos.
En base a este tipo de justificaciones de prohibición de signos religiosos en el espacio público, las
críticas norteamericanas han acusado a la laicidad francesa de ser antirreligiosa. Según los
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norteamericanos, el Estado debería mantenerse al margen de las opciones de vida buena que
hagan sus ciudadanos, sean éstas las que sean. Por eso, cuando hablan de eliminar de la escuela
los signos religiosos ostensibles, los franceses deberían pensar que la neutralidad del Estado obliga
a éste a no reconocer políticamente ninguna confesión como religión oficial, pero no implica que
los ciudadanos deban esconder en público sus filiaciones religiosas. No debería prohibirse a las
alumnas lucir el hiyab no siquiera en las escuelas.
De hecho, a mediados de los años 90 del siglo pasado, Quebec adoptó la resolución contraria a la
francesa, aceptando que las niñas usaran el pañuelo en las escuelas públicas, con el fin de evitar
su marginalización y promover su socialización.. El caso de los funcionarios del Estado sería
diferente, puesto que ejercitan sus funciones en representación de la comunidad en su conjunto.
No obstante, ni siquiera en estos ámbitos debería aceptarse la prohibición, puesto de lo que se
trata es de que el Estado permanezca neutral, pero lo que se espera de sus funcionarios es que
sean imparciales en sus funciones, que no impliquen sus creencias en sus decisiones como
maestro, juez o policía. Según esto, los funcionarios deberían ser evaluados por sus actos, no por
sus creencias o los símbolos externos de éstas, puesto que, según esta interpretación, un signo
religioso no es por sí mismo un acto de proselitismo. La verdadera imparcialidad, como señala un
decreto del Tribunal Supremo de Canadá: “... no exige que el juez tenga ni simpatías ni opiniones.
Lo que exige es que sea libre de albergar y de utilizar distintos puntos de vista manteniendo una
mentalidad abierta”.
Ciertamente, la doctrina del acomodo razonable que practican los canadienses, presupone una
idea de laicidad muy diferente a la francesa, según la cual, más que expulsar a la religión de lo
público, se acepta la importancia de la dimensión espiritual del individuo y su necesidad de
expresión social. El acomodo razonable es un procedimiento, según el cual, se intentan paliar las
desigualdades en el reconocimiento de derechos otorgados históricamente a las comunidades
religiosas y a sus fieles. Es una aplicación de la política del reconocimiento, que hemos visto
defendida por Taylor, en el ámbito religioso. Parte de un principio básico: la historia no es neutral
y ha favorecido a unas religiones frente a otras, según el contexto. Cuando se reconoce el derecho
de un judío a descansar en sábado, se acepta que el domingo no es un día neutral sino que ha sido
aceptado en nuestras sociedades, debido a la influencia de la tradición cristiana.
Del mismo modo, cuando cambiamos normas alimentarias al tratar con personas vegetarianas,
adaptando el menú general a sus necesidades, estamos apelando el mismo derecho. Con esa
adaptación, aceptamos el hecho de que algunas normas comunes pueden ser discriminatorias con
las minorías. Por supuesto, se trata de un acomodo razonable, lo que implica que la obligación de
adaptar la ley general a las minorías para evitar la discriminación, no es absoluta: la petición debe
ser sincera, es decir, el solicitante debe demostrar que cree que su fe le obliga a determinada
conducta, sin tener obligación de remitirse a la ortodoxia de su comunidad religiosa o ningún
precepto objetivo.
El Estado no juzga sobre el contenido de la petición sino sobre la sinceridad de la misma. Pero
añade otra condición: la petición ha de ser razonada: debe mostrar la importancia que tiene dicha
demanda en su vida y las causas por las que considera que ha de modificarse la leya su favor.
Dicho lo cual, los tribunales pueden denegarla aludiendo a que pone en peligro una institución
concreta (educación, cuidado, servicios públicos), porque atenta contra los derechos de los demás,
o porque supone un gasto excesivo, o dificultades graves de funcionamiento. En el primer caso
podrían limitarse los derechos de los padres religiosos que pretendan no educar a sus hijos en
asuntos comunes, como la educación sexual, la educación cívica o la ética, poniendo en peligro la
virtud de la tolerancia. En el segundo caso, estarían recogidas peticiones como las de los Testigos
de Jehová, que niegan la transfusión sanguínea a un hijo y ponen en peligro su vida. En último
caso, podríamos incluir peticiones de comida especial en comedores públicos, cuando el coste de
implantarlas es excesivo para los medios de que dispone el colegio en cuestión. Algunos han
bautizado a esta laicidad como laicidad positiva.
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En España, según varias sentencias del Tribunal Constitucional, la laicidad a la que remite el
Estado es también laicidad positiva. Así aparece mencionada en la sentencia sobre la inscripción
de la Iglesia de la Unificación en el Registro de Entidades Religiosas; en otra sentencia sobre la
inhabilitación eclesiástica y despido de una profesora por vivir en concubinato; y en una tercera,
sobre el recurso de amparo promovido por un sacerdote secularizado, ante su despido como
profesor de religión. Si leemos las diferentes sentencias vemos que el Tribunal señala que el
principio de neutralidad exige que el Estado no se inmiscuya en sus decisiones confesionales, de
modo similar a la sentencia canadiense.
Ahora bien, este argumento se utiliza tanto para justificar el nombramiento de profesores de
religión de modo unilateral, por parte del obispo, como para despedirlos, cuando la jerarquía
eclesial considera que no representan la doctrina católica correctamente. Si los motivos para
retirar la idoneidad necesaria para impartir clases son religiosas el TC avala las decisiones de la
curia.
Según Michael Walzer, las religiones deben ser toleradas en las democracias liberales, siempre que
queden relegadas a la esfera civil: pueden congregarse, escribir y predicar, pero no pueden tomar
el poder político. Y nosotros añadiríamos, y siempre que no socaven los fundamentos que hacen
posible la convivencia. La tolerancia tiene sus límites:
La marginación es una de las maneras en las que se puede tratar a los grupos totalizadores. Si
ésta tiene éxito, no se les pedirá que se den leyes (puesto que creen que ya lo hacen), y lo que es
más importante, no se les permitirá que legislen sobre otros ciudadanos. Vivirán en un rincón del
Estado democrático igual que si vivieran en un vasto imperio. (...) si lo que nos jugamos es el
poder político debemos inclinar la balanza, decididamente, contra los grupos totalizadores. La
razón es simplemente que su concepción de los “otros” es mucho más dura que la concepción que
tienen el Estado democrático de los miembros de los grupos. Sin duda, el conflicto hará aflorar
cosas feas en los dos lados, pero la tolerancia liberal democrática, incluso si finalmente es
intolerante respecto a las religiones y las etnias totalizadoras, es más amable, menos humillante,
menos terrorífica, que su alternativa.
Walzer nos alerta sobre la imprudencia de dejar que las religiones se conviertan en programas
políticos, lo que no implica negarles visibilidad en el espacio civil. La religiones tienen contenidos
que son irremediablemente públicos. El culto, su dogmática… no son elementos que puedan ser
reducidos a la esfera privada, si por ésta entendemos individual. Al margen de nuestros deseos,
las religiones se mueven en el espacio público, de la sociedad civil. Por eso, estamos de acuerdo
con Jünger Habermas cuando señala que, entre el espacio privado y el público-estatal, debe
reconocerse un espacio público cívico común, en el que actúan los individuos de forma conjunta,
sea a través de movimiento sociales, asociaciones de vecinos o grupos religiosos. Por eso, en
nuestra opinión, los republicanos franceses llevan demasiado lejos la definición de los público.
Ahora bien, los canadienses extienden excesivamente los límites de la libertad individual. Si
aceptamos que la religión tienen una dimensión pública, es complicado suponer que lo que se
acepte para un individuo no vaya a influir en su comunidad religiosa a la que pertenece,
otorgándole derechos suplementarios. Ciertamente, proteger a los heterodoxos de sus
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comunidades, por la vía del acomodo razonable, es algo que deberíamos suscribir en algún grado
puesto que, en esto, los canadienses protegen mucho mejor la libertad de conciencia de sus
ciudadanos que los europeos. Pensemos que en Europa, la libertad religiosa está íntimamente
relacionada con la libertad de culto, es decir, está organizada en torno a confesiones religiosas, por
lo que son éstas las únicas que pueden dialogar con el Estado. Más aún, la libertad religiosa suele
interpretarse jerárquicamente superior a la de conciencia, dejando fuera toda creencia no religiosa.
No obstante, el reconocimiento individual de libertades mediante excepciones a la ley, es también
una vía por la que los derechos de las comunidades pueden verse enormemente sobreprotegidos y
ampliados, por el simple hecho de aceptar excepciones a sus miembros. No hay que olvidar que
muchas de estas excepciones pueden buscarse en relación al código familiar que afecta, sobre
todo, a las mujeres, haciéndolas más dependientes y aumentando la desigualdad de base
existente en el seno de dichos grupos religiosos. ¿Qué ocurriría cuando lo que se pide es que no
haya hombres en un parto en un hospital público de provincias con pocos facultativos? ¿Sería
posible aceptar la petición de un hombre a casarse con varias mujeres o de una mujer a contraer
matrimonio con varios hombres? ¿Qué pasaría si se pretende ejercer la medicina o la abogacía con
un burka?
No se puede decir que Temple carezca de sentimientos, ni que exista una carencia fundamental de
simpatía en ella. Por el contrario, su percepción de los estados de ánimo y sentimientos de los
animales es tan fuerte que éstos casi toman posesión de ella, abrumándola a veces. Temple cree
que pueden sentir simpatía por lo que es físico o fisiológico - por el dolor o terror de un animal -
pero carece de empatía para los estados de ánimo y puntos de vista de la gente.
Al margen de que el hábito se haya adquirido por presión o por voluntad propia (no negamos la
importancia de la diferencia, evidentemente), el burka imposibilita la convivencia y el trato de
igual a igual con los demás, negándonos el acceso a una parte importante de la información
necesaria en toda convivencia: la expresión facial y corporal de las emociones. Es la carencia de
empatía debida a su enfermedad lo que le impide a Temple relacionarse normalmente con los
demás, porque no sabe interpretar sus emociones. En nuestro caso, la empatia se bloquea debido
al uso del velo integral.
Es sabido que Habermas ha propuesto en los últimos tiempos, no solo favorecer un entendimiento
de la filosofía con las religiones, sino la traducción de sus éticas en un lenguaje laico y político que
pueda ser aprovechado por las democracias actuales, como fuentes de un sentido que no terminan
de encontrar por sí mismas. Pero, pedirnos que aceptemos como ciudadanas en igualdad de
condiciones a mujeres que impiden cualquier tipo de relación emocional-social mínima con los
demás, es tanto como pedirnos que nos comportemos voluntariamente como autistas. Nadie
puede pedir tal cosa, aunque sea en aras del respeto a la libertad religiosa, pues pone en
entredicho nuestro compromiso cívico básico.
Tal vez debamos pensar con Celia Amorós que, en este tipo de conflictos, el objetivo de perseguir
no es tanto como el consenso, como hacer de la discusión sobre desigualdades algo público y
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permanente, mostrando las contradicciones que supone el patriarcado en diferentes culturas.
Debemos esforzarnos por desvelar las contradicciones de las culturas ajenas y aceptar que, del
mismo modo, nos hagan conscientes de las contradicciones presentes en la cultura propia: hay
que discutir todas las reglas de todas las tribus, señala Amorós.
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