El Marco Incompleto. Ticio Escobar

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EL MARCO INCOMPLETO1

INTRODUCCIÓN

Este texto considera el lugar del arte en el contexto de los escenarios globales. Allí,
la autonomía de lo artístico, aparece súbitamente en entredicho: la subsistencia de un
territorio propio zozobra ante el avance de dos frentes invasores empujados,
respectivamente, por contenidos y formas extra-artísticos. Superpuestos, ambos
trastornan el concepto de arte y remiten a la pregunta acerca de las posibilidades críticas
que tiene hoy el quehacer artístico en medio de un escenario sobredeterminado
estéticamente por las lógicas comunicativas, mercantiles y políticas de la cultura de
masas.

RETORNOS

Luego del largo predominio moderno del significante, se produce una


contraofensiva fuerte de los contenidos temáticos, discursivos y contextuales del arte. De
golpe, las dimensiones semánticas y pragmáticas adquieren una presencia irrefutable, que
ocurre en detrimento de la hegemonía del lenguaje: tanto las preguntas relativas a lo real
de las cosas (el retorno ontológico) como a las condiciones de enunciación y recepción de
la obra, a sus efectos sociales (el tema de la performatividad), colapsan la esfera del arte.
En este sentido deben ser considerados la vuelta de las narrativas, las mezclas
transdisciplinales, la irrupción de los contextos sociales, la presencia asediante de
realidades, o de espectros de realidades, que rondan los cotos, anteriormente fortificados,
del arte y se filtran en su interior promoviendo la implosión del baluarte.
Cuando el arte deja de basar sus argumentos en los puros valores de la forma y
logra desencastrar la circularidad de su propio lenguaje y abrirlo a la intemperie de la
historia, de sus vientos oscuros y sus turbios flujos, entonces sus pulcros recintos se ven
saludablemente contaminados por figuras y discursos, textos, cuestiones y estadísticas
provenientes de extramuros. Otros sistemas de expresión y sensibilidad, signos de
culturas remotas –subalternas, advenedizas–, se instalan en los claustros asépticos
reservados al arte ilustrado. E ingresan los temas políticos, interdictos por la
posmodernidad. En un primer momento, aparecen ellos en formato menor y perfil bajo,
como temas micro-políticos, más relacionados con las demandas movidas por identidades
que por las grandes causas globales (o antiglobales); pero, progresivamente, se proyectan
al espacio público y se vinculan con debates más amplios que incluyen la propia vocación
transgresora del arte y la redefinición de conceptos que parecían ya extinguidos, como los
de utopía y emancipación.
También ingresan reflexiones correspondientes a ámbitos extranjeros: la
antropología, la sociología y el sicoanálisis y, cada vez más, la mismísima filosofía. Y, por

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Este artículo se basa en el texto curatorial de Ticio Escobar correspondiente a la V. Bienal del Mercosur,
Porto Alegre, Brasil.

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último, se apresura en colarse la preocupación acerca de los propios circuitos del arte, sus
dispositivos institucionales, la economía de su distribución y consumo.
Todos estos contenidos tienen un sentido discursivo y se mueven en el horizonte
del concepto, levantado por el proyecto ilustrado y cumplido en clave moderna. La
modernidad del arte culmina en el arte conceptual: en el punto más alto de un largo
proceso autorreferencial a lo largo del cual la producción artística opera en circuito
cerrado, impulsándose en el análisis de sus propios lenguajes. El retorno de lo conceptual,
lo llamado pos-conceptual, se ubica ya en otro lado, fuera del círculo de la representación.
El concepto ya no busca identificar el dispositivo analítico puro, el mecanismo último de la
forma –el que logra hacer el clic, producir el flash del significado–, sino que atañe a
pensamientos, documentos y relatos referidos a acontecimientos que ocurren en otro
lado y exigen ser inscriptos en éste. Ahora bien, este lado se encuentra indefinido con
respecto a aquel otro, y mal podría servir de espacio de inscripción si carece de espesor y
contornos, si no puede marcar pausas ni establecer diferencias en medio del
maremágnum que sostiene y el tráfico atropellado que cruza su suelo. El revoltijo de los
contenidos revela una paradoja central del arte contemporáneo. Si se han borrado los
límites, entonces ya no existe afuera ni adentro y resulta difícil registrar algo que sucede
ahí mismo, sin distancia; es decir: desmontada la escena de la representación, todo se
vuelve inmediato y presente y no resta margen para la mirada.
Cancelada esa distancia –el cerco que impone la forma–, las imágenes del arte
desbordan el círculo de la escena y se acercan democráticamente a otras formas
culturales, al acontecer de las prosaicas realidades, al discurrir concreto de la vida y a las
gestiones de la escena pública. Pero las cosas no son tan fáciles, claro. Si el arte sacrifica
los contornos de su espacio, éste se disuelve en la llanura infinita de los paisajes globales.
Pero también puede deshacer sus perfiles dentro del perímetro de las propias
instituciones del arte: especialmente durante los últimos años noventa, hubo exposiciones
en las cuales resultaba muy difícil distinguir la obra de los discursos que la completaban o
suplantaban. La re-emergencia de lo conceptual promueve no sólo la hegemonía de
textos, discursos y narrativas, de contenidos que sobrepasan los linderos trazados por la
forma, sino, también la reflexión acerca del alcance de esos límites; es decir, la discusión
acerca del estatuto contingente de lo artístico: una obra puede recibir el título de “arte”
no desde la investidura de la forma, sino según su inscripción en un texto específico, un
lugar, una posición de enunciación determinada. Y este hecho vuelve inestable el espacio
del arte: lo hace depender de una construcción histórica y pragmática; de una decisión
que tiene efectos performativos no sólo en la dimensión de lo estético sino en la de las
prácticas sociales.

EL ASALTO DE LAS FORMAS

Aliado al primero, el segundo frente avanza empujado por formas, por un raudal
de formas, y corresponde al llamado esteticismo difuso de la cultura actual: el ancho
paisaje de la experiencia (pública y privada) se encuentra hoy tibiamente diseñado en
clave de belleza publicitaria y mediática. Una belleza blanda que, formateada por las
industrias culturales y concertada por slogans, logos y marcas, ocurre por encima de los

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brutales conflictos que desgarran el lado oscuro de la globalización (y que, estilizados,


sirven como insumos melodramático de la industria del entretenimiento y el espectáculo).
La belleza es comprendida acá en su sentido clásico de conciliación y armonía: no se trata
de desconocer el infortunio, sino de formatearlo para su mejor consumo; se trata de alisar
los pliegues, descifrar los enigmas, aclarar, explicar, volver obvio el acontecimiento de
modo que devenga evento. Que lo inexplicable despierte la curiosidad y lo brutal excite,
que escandalice un poco sin levantar cuestiones nuevas. No se esconden los desastres de
la guerra: se muestra su detrás imposible. Esa operación, que ecualiza las disonancias y
transparenta el sentido, constituye un obstáculo serio para la vocación transgresora del
arte.

Agenda indócil

Las tradicionales estrategias vanguardísticas, basadas en el impacto, la provocación


y la innovación constante, son asumidas suavemente por un sistema económico cultural
omnívoro, capaz no sólo de neutralizar la desobediencia, sino de nutrirse de ella, de
promoverla y demandarla, de pagar muy bien por sus gestos. Por eso, no es sólo que la
“perversión deja de ser subversiva”, como señala Zizek2, sino que – hecho más grave aún–
la subversión pasa a ser productiva. Es que la moderna utopía de acercar el arte a las
masas, de estetizar la vida, se ha cumplido, pero no como logro ético y político de las
vanguardias, sino como conquista del capital triunfante. La mercantilización de la cultura,
tanto como la culturalización del mercado, ha provocado un mundo de imágenes
conciliadas. Y esta metástasis de la bella forma significa otro agravio al espacio del arte,
que aparece hoy desfondado, que ya no puede desmarcar sus signos de lo expuesto en las
vitrinas, las pasarelas y las pantallas.
Podría sostenerse que debemos simplemente aceptar un cambio de paradigma
epocal (epistémico, en el sentido de Foucault): el modelo de arte concebido en términos
vanguardísticos e ilustrados, basado en la autonomía de la forma y en el encuentro
intenso con la obra, habría sido, por fin, relevado por las modalidades de recepción
masiva y liviana del diseño, la publicidad y la comunicación. Nuestro presente encomienda
al arte ministerios nuevos que dependen, ahora, de las necesidades del pancapitalismo; lo
decía crudamente Heinrich Füseli ya a fines del S. XVIII: “En una estirpe religiosa el arte
produce reliquias; en una militar, trofeos; en una comercial, artículos de comercio”3. Así,
la época del arte crítico, exclusivista y minoritario, se habría cancelado en aras de la
democratización del consumo estético. Según este supuesto, el pronóstico de Benjamin, la
muerte del aura, se ha cumplido y ha sido anulada la distancia que aislaba la obra de arte
y apelaba dramática, profundamente, a la subjetividad del receptor.
Pero, una vez más, las cosas no son tan simples. La hiperestetización no puede
cubrir ciertas zonas de experiencia que la cultura actual mantiene, empecinadamente,
habilitadas. Más que zonas, sean quizá bordes y márgenes, extremos, que constituyen
líneas de conflicto y negociación, trincheras a veces, en torno a las cuales se litigan

2
Zizek, Slavoj. El frágil absoluto, Pre-textos, Valencia, 2002, pág. 38.
3
Cit. en José Jiménez, Teoría del arte, Tecnos/Alianza, Madrid, 2002, pág. 191.

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puestos y se acuerdan convenios, treguas o acomodos. Está claro que, por diversos
motivos impulsados por posiciones diferentes, contrapuestas a veces, la cultura
occidental no se encuentra dispuesta a tirar por la borda su tradición crítica e ilustrada.
Una herencia venerable que asegura para algunos la continuidad de un horizonte
emancipatorio y significa, para muchos, la vigencia de un material rentable para las
industrias culturales, así como la persistencia de sectores que siguen consumiendo
obstinadamente sus productos y, aun, la emergencia de nuevos targets, usuarios de
sofisticaciones y extravagancias. De hecho, el arte de filiación ilustrada continúa. Y lo hace
tanto en sus versiones vanguardistas y experimentales como academicistas (el bel canto,
el ballet clásico, las bellas artes en general).

Elogio de la vanguardia
Únete al grupo más pequeño
Goethe

Esta sobrevivencia expresa sin duda el carácter promiscuo de un escenario propicio


a mezclar registros pluriculturales. El paisaje actual, híbrido, definitivamente impuro, se
constituye mediante matrices que mezclan configuraciones premodernas, modernas y
contemporáneas: figuras, imágenes y conceptos provenientes de la cultura popular
(indígena, mestiza-campesina, popular-masiva), la ilustrada, la tecnomediática y la
aplicada al diseño industrial y la publicidad. Los impulsos críticos de la cultura –aquellos
que discuten los límites del sentido establecido y desafían la estabilidad de las
representaciones sociales– pueden manifestarse en el interior de cualquiera de estas
configuraciones, repercutir sobre las otras y alterar, así, aunque fuere mínimamente, el
intrincado y provisional mapa de toda situación cultural.
Sin embargo, algunas formaciones podrían contar con mejores oportunidades que
otras para asumir esos impulsos. La retórica de la publicidad y los medios masivos se
encuentra demasiado limitada por la lógica instrumental que condiciona cada jugada suya
y sustrae todo margen a lo gratuito, lo excesivo y lo inexplicable. El diseño, la moda y, en
general, las artes aplicadas, indiscutibles proveedores de insumos artísticos en cualquier
cultura, han olvidado en ésta las razones de vínculos rituales y oscuros significados
sociales, ajenos a la lógica de lo rentable; determinados por los designios del consumo,
sólo parecen tener derecho al lado suave de la belleza: parecen tener clausurado el
momento de la pregunta. Entonces, el desvarío deviene extravagancia, capricho
glamoroso que coquetea con el borde sin cruzarlo. Es posible que existan en este ámbito
posibilidades de transgredir el código. Quizá en los ámbitos hegemonizados por el nuevo
capitalismo avanzado puedan ciertos creadores operar en un margen de autonomía con
respecto a las industrias de la comunicación, el diseño y la publicidad; un intersticio donde
la oposición forma/función obedezca a los impulsos del deseo o asuma la inquietud de la
belleza, su otro costado, el que pliega la última cifra. Pero estas situaciones constituirían
casos raros: como señala Perniola, en los terrenos vaporosos, seductores, de la publicidad,
la información y la moda, lo imaginario opaca el llamado radical de lo real 4.

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Mario Perniola. El arte y su sombra, Cátedra, Colección Teorema, Madrid, 2002, pág. 26 y sgtes.

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Por eso, aunque se encuentre seriamente comprometido con el devenir triunfal de


la cultura masiva, el viejo modelo moderno vanguardístico parece encontrarse, si no
menos expuesto, sí mejor posicionado para refugiar principios de resistencia en el
contexto de ese mapa complicado. Su propia historia le ha dotado de experiencia
contestataria: ha surgido precisamente tras la misión de ocupar el lugar diferente, de
trabajar el momento de la alteridad, sospechar de sus propios dispositivos de
representación e imaginar otros porvenires. Revelaría no sólo inocencia, sino mala fe
sostener que esa misión se ha cumplido, pero el empeño en llevarla a cabo dotó a muchas
prácticas del arte de cierta destreza disidente y, en sus mejores casos, logró precipitar
algunas producciones densas y marcar puntos agudos que señalan posibles líneas de fuga,
derroteros alternativos.
Por otra parte, a pesar de que el arte vea progresivamente copados sus circuitos
por la lógica del espectáculo masivo, su tradición minoritaria no sólo le ha llevado a
exclusivismos aristocratizantes, sino que le ha permitido cautelar zonas oscuras de la
experiencia colectiva, movilizar los imaginarios históricos y complejizar las matrices de la
sensibilidad social. Por eso, a la par que denunciar el elitismo de las vanguardias, su
autoritarismo y su vocación redentorista, debería rescatarse su momento fecundo y
recuperar su aporte valioso. Esta operación restauradora podría invocar el carácter
minoritario y particular del arte amparándose en el reconocimiento de las diferencias que
proclama nuestro presente.
En la misma dirección en que se admiten trabajos diversos de significación en los
campos disparejos de la cultura actual, las “minorías productoras de cultura”, en el decir
de Juan Acha, deberían ser consideradas no como poseedoras de la clave final,
representantes de la totalidad social y guías del camino correcto, sino como sectores
alternativos que actúan paralelamente, a los muchos otros que animan la escena de la
cultura, y a las fuerzas hegemónicas que la comandan. Desde sus lugares dispersos y sus
inventivas plurales pueden, una vez más, lanzarse apuestas anticipadoras, aunque éstas
no pretendan ya salvar la historia ni señalar su rumbo verdadero, sino mantener abiertos
espacios de pregunta y de suspenso que promuevan jugadas (contingentes) de sentido.
La reconsideración de lo vanguardístico lleva a dos cuestiones. La primera recuerda
que las minorías críticas del arte deben asumir los desafíos de toda minoría: romper el
enclaustramiento sectario y buscar articulaciones con otros sectores sobre el horizonte
del espacio público. La segunda, demanda la deconstrucción de ciertas figuras
altisonantes, como vanguardia, emancipación y utopía. Para que puedan ellas justificar
sus presencias interdictas por la posmodernidad, deben abjurar de sus orígenes
sustancialistas y ser encaradas como azarosos productos históricos. Entonces podrán
seguir habilitando cierto necesario momento de suspenso, cierto dispositivo de prórroga,
que estorbe la figura de conciliación propuesta por el esteticismo ubicuo de los
transmercados.

Las vanguardias del Sur

De hecho, a pesar de que se proclame – con nostalgia o entusiasmo– la mescolanza


de todas las formas estéticas, es indudable que sobreviven modalidades eruditas,

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fiduciarias del gran arte. Y aunque muchas de ellas transiten canales mediáticos y circuitos
masivos, el sistema tradicional del arte continúa codo a codo o enredado con las otras
conformaciones que se imponen en el panorama de la cultura contemporánea (el diseño
industrial, la publicidad, las industrias culturales, las tecnologías de la información y la
comunicación, las nuevas formas de cultura masivo-popular: figuras todas éstas
entremezcladas y poco diferenciables entre sí). Es obvio que, para sobrevivir, aquel
sistema ha debido reacomodar sus instituciones a los libretos de la lógica cultural
hegemónica y, en consecuencia, compartir cuotas con el mercado y retroceder a veces
hasta el límite de su disolución. Pero, a un costado, o en medio, de la espectacularización
de los megamuseos (el efecto Guggenheim), la ferialización de las bienales y la
mediatización de las imágenes, subsisten instancias alternativas o prácticas orilleras
posicionadas a contramano del sentido concertado.
En las regiones periféricas el arte local no es lo suficientemente rentable en
términos de mercado trasnacional, por lo que su producción ocurre con cierta autonomía
con respecto a las instancias de poder (contra el costo de la precariedad y la falta de
apoyo institucional). Aunque toda figura de incontaminación identitaria resulte hoy
insostenible, no conviene pasar por alto ciertas características específicas que adquiere el
tradicional sistema especializado de las artes (galerías, museos, crítica, publicaciones) en
cuanto inmediatamente desvinculado de las redes trasnacionales.
Fuera de toda tentación de saludar las penurias del aislamiento y condenar la
masificación, y más allá de cualquier fantasía que aspire a un afuera de la hegemonía del
mercado, es indudable que esta marginalidad, al mismo tiempo que pospone
conveniencias, abre posibilidades de prácticas alternativas. Necesariamente, los bajísimos
presupuestos de los museos, muestras y ediciones acarrean restricciones graves, así como
lo hacen el desinterés de los medios de comunicación en la producción local y la falta de
apoyo que sufre ésta con respecto a los sectores empresariales y el Estado. Pero,
paralelamente, estos efectos perniciosos provocan ciertos beneficios secundarios, no
solamente derivados de la mayor independencia en relación a la lógica productivista que
actúa sobre la institución-arte global, sino provenientes del plus de ingenio e inventiva
que requiere la escasez de medios (“las ventajas de la adversidad”, diría Toynbee). Este
hecho determina otra característica propia del hacer cultural desarrollado en las
periferias: la necesidad de construir trama institucional, así como la de demandar al
Estado el cumplimiento de sus obligaciones en el plano de la cultura. La gestión estatal
debe no sólo garantizar la vigencia de los derechos culturales, sino desarrollar políticas
públicas que aseguren la continuidad de minorías productoras de cultura local ante la
expansión avasallante de modelos comunicativos y mercantiles de la cultura trasnacional
de masas.
La situación recién descrita tiene dos consecuencias básicas sobre el derrotero del
arte crítico desarrollado en las periferias latinoamericanas. En primer lugar, involucra a
aquél en la tarea de construcción de esfera pública (local, pero también regional y, en
principio, global) y, consecuentemente, lo fuerza a vincularse con la constitución de un
espacio ciudadano efectivo (haceres fundamentales para la consolidación democrática en
el Cono Sur, ante los cuales el arte contemporáneo no puede permanecer ajeno). En
segundo lugar, lo aparta de cierta tendencia euronorteamericana a basar las estrategias

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críticas del arte en la agresión a las propias instituciones que lo canalizan. Es que la
impugnación del sistema del arte no tiene mucho sentido en regiones carentes de una
institucionalidad bien arraigada en ese terreno; una institucionalidad que, en parte,
requiere más bien ser apuntalada y, aun construida, que desmontada. Por eso, parte de la
contestación levantada desde lugares periféricos, antes que recusar las instituciones
locales del arte –carentes de poder y de solvencia– se adscribe a las direcciones que
buscan desmarcarse del esteticismo fláccido generalizado y recuperar la tensión
conceptual y el nervio poético que podrían diferenciarlas.

EL ARTE BAJO SOSPECHA

La inundación de formas livianas, tanto como las de contenidos extranjeros, que


sufre el ámbito del arte es condición o consecuencia de la pérdida de su autonomía. La
producción artística ya no se encuentra separada de los complicados quehaceres que
traman lo social y esta confusión trastorna gravemente el concepto de arte, basado en la
disyunción fatal entre el contenido y la forma y el predominio final de ésta. Liberados en
sus fuerzas, cruzados en su acción, el contenidismo del arte contemporáneo y el
formalismo esteticista que lo invade atacan este concepto por ambos flancos y dislocan el
equilibrio de las notas básicas desde las que se constituye.
En términos lógicos, cualquier concepto se define por el juego entre su
comprensión (las notas que constituyen su contenido) y su extensión (su alcance, la
cantidad de objetos referidos por él). Ambos momentos se relacionan en forma inversa: a
mayor comprensión, menor extensión; es decir, cuanto más notas tiene un concepto, se
condensa y se restringe y se aplica a menos objetos: decrece en su extensión. Y viceversa.
Sucede que cuando la extensión del arte se hace infinita, los requisitos que lo definen (su
comprensión) tienden a desaparecer para que puedan entrar todos los objetos. (En
términos hegelianos, el ser universal abstracto corresponde a la nada).
Según cierta anécdota, poco seria en sus fuentes, pero verosímil y sugestiva, una
dama cursi comentó ante Oscar Wilde que el mundo sería maravilloso si fuera todo él
poesía. “Sería horrible”, contestó el escritor, “no tendría poesía”. Si todo fuese arte, nada
alcanzaría a diferenciarse como para serlo realmente. El esteticismo desaloja el espacio
del arte y lo deja sin lugar. Las notas del arte, basadas en la distancia que impone la forma,
se diluyen cuando ésta permite que todo se acerque demasiado. Ésta es la aporía de los
espacios del arte. El desafío que debe enfrentar la producción artística contemporánea en
cuanto no acepta la muerte del arte. Porque ésta podría haber sido una salida: de hecho,
viene siendo propuesta desde Hegel como una posibilidad para nombrar el cambio radical
que viene incubando ya la modernidad a partir de Kant. Pero no, el arte continúa y hay
que darle un nombre.
Una reacción razonable es el antiesteticismo contemporáneo. Un medio de
asegurar un espacio propio para el arte podría consistir en la instauración de un terreno
paralelo, diferente al regido por la forma estética. Esta opción constituye una de las
tendencias dominantes. Es cierto que el arte moderno cuestionó un concepto de belleza
basado en los cánones del gusto, el estilo y la armonía, pero nunca (o casi nunca,
pensemos en el camino de Duchamp) abandonó la perspectiva privilegiada de la estética,

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basada en la jerarquía de las disciplinas, la percepción retiniana y la conciliación formal.


Hoy se tiende a considerar el valor de una obra más por su performatividad social, su
orientación hacia lo real y su espesor narrativo y conceptual antes que por sus cualidades
técnicas o compositivas, o bien por su adscripción a géneros o tendencias. El problema es
que el antiesteticismo más radical termina coincidiendo de nuevo con el contenidismo: el
déficit de forma produce un incremento abusivo de los contenidos, una desbandada que
significa la inversión refleja del formalismo. En este caso, vuelven las notas del arte a
diluirse, y vuelve él a perder sus fueros: sin la distancia de la forma, que contornea un
espacio mínimo, las obras se disuelven en ideas, en documentos, en biografías personales,
en protesta política, en remedo de rituales exóticos o texto literario.
En el contexto del pensamiento contemporáneo, se podría, si no resolver una
cuestión que será encarada justamente como irresoluble, sí movilizarla y promover
emplazamientos provisionales desde donde considerar el concepto de arte no como una
esencia, sino como un constructo histórico. No se trata de anular la oposición
forma/contenido, sino de plantearla como una tensión contingente, zafada del guión de
conceptos a priori y destinos forzosos. Al desconectar ambos términos entre sí y soltarlos
fuera del cuadro de una disyunción fatal, uno y otro quedan oscilando, librados a la
eventualidad de juegos imprevisibles: los litigios, alianzas y desencuentros que promueven
movimientos azarosos y proyectos dispares.
Si ninguna postura se encuentra predeterminada en los ámbitos inciertos de la
cultura, menos lo estará en los descampados del arte. Derrida trabaja un concepto
potente que puede impulsar el curso de esta reflexión, como el de tantas otras que
transitan el pensamiento actual: el de párergon. Esta figura pone en entredicho la
concepción de marco como ventana de la representación, como umbral infranqueable del
espacio del arte, límite que separa, tajante, la imagen de su contexto, lo interior y lo
exterior: lo que pertenece al dominio intrínseco de la obra y lo que le resulta ajeno,
contextual o accesorio. El párergon es un indecidible: “mitad obra, mitad fuera-de-obra; ni
obra ni fuera-de-obra”5, no busca una síntesis entre el adentro y el afuera, sino que se
ubica en el lugar del entre ambos y habilita, así, una zona de oscilación, un pliegue que
posterga la presencia plena e impide la plena clausura. El lugar –el deslugar– donde nos
ubica la figura de párergon permite desestabilizar no sólo el encierro del encuadre físico
de la obra y la fijeza del espacio de la representación, sino también las formas
institucionales de enmarcado: los circuitos y discursos que sustentan el sistema del arte y
amurallan su espacio. Y esta posición resulta adecuada para discutir el concepto de arte
basado en la oposición entre un adentro incontaminado suyo y un afuera amenazante;
para deconstruir la disyunción instalada entre el afán de borrar totalmente el marco (el
esteticismo difuso) y el de sellarlo definitivamente (la autonomía del arte). Desde esta
postura aporética, fluctuante, puede postularse la construcción de espacios propios del
arte, espacios de disputa, nunca definitivamente conquistados, traspasados siempre por
figuras y discursos oriundos del otro lado, proyectados a los terrenos fortuitos de la
historia, asomados a la intemperie umbría de lo real.

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Jacques Derrida. La verdad en pintura, Paidos, 2001, pág. 130.

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El concepto de arte basado en la antinomia forma/contenido ya no puede


sostenerse. Por un lado, la forma ha dejado de constituir la rúbrica del sentido; por otro,
el contenido ha perdido la función de avalar la presencia, convocar la verdad. Disuelto el
pacto esencial, ambos momentos se deslizan de sus puestos y se enfrentan en pugnas que
deberán ser asumidas mediante jugadas coyunturales. Y que nunca podrán ser
cabalmente dirimidas. En el remanente que deja abierto ese pleito nunca zanjado pueden
abrirse espacios nuevos, provisorios siempre, donde tramite el arte sus expedientes.
Espacios que actúan más como emplazamientos y parapetos precarios que como feudos o
enclaves. Espacios sin lindes claros, no acotadas por murallas, sino puntuados por
tránsitos, por pasos apurados, por posiciones rápidas de las vanguardias nuevas (de las
vanguardias de siempre) que saben, que deberían saber, que si ya no hay ni adentro ni
afuera, todo es intemperie o todo es cripta, y que cada tramo a ser ganado en pos del
sentido se juega a ciegas, sin norte prefijado y sobre un límite que no cierra nada.

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