Lo Mejor de Efe Gmez
Lo Mejor de Efe Gmez
Lo Mejor de Efe Gmez
Efe Gómez se formó durante la última parte del siglo pasado y su actividad de
escritor se desarrolló, hasta donde puede establecerse, sobre todo entre 1897 y
1925. Su adolescencia y la entrada al mundo adulto coinciden con un período de
reordenamiento político en el país, cuando se establecen las líneas dominantes
del período de la regeneración. En Antioquia los grupos de la élite se transforman
aceleradamente durante esos años. De la sociedad rural inculta, con poco
contacto con el mundo exterior de mediados de siglo, descrita con gracia y desdén
por Emiro Kastos, se pasa a unos años de febril actividad. La vida social de
Medellín se hace más activa y compleja, y los grupos de donde se extraen los
dirigentes económicos y políticos manifiestan de múltiples formas su interés por
colocar a Antioquia y ante todo a Medellín en contacto con la cultura universal. La
efervescencia se advierte en la proliferación de revistas culturales, como |La
Miscelánea (1894-95), de Carlos E. Molina: |El Movimiento (1893) de Camilo
Botero Guerra: |El Repertorio (1896-97) de Luis de Greiff y Horacio Rodríguez, |El
Cirirí (1897) de Jesús del Corral y Jesús Velásquez García y sobre todo |El
Montañés (1897-98) de Gabriel Latorre y Mariano Ospina Vásquez, en el cual se
publican algunos de los primeros textos de Efe.
La guerra de los mil días apenas interrumpe brevemente este afán literario, y
recuperada la paz, aparecen |Vida Nueva (1904-05), |Lectura Amena ( 1904-
1905), de Luis Cano, |Alpha (1906-12) de Mariano Ospina Vásquez, |Panida(1914)
de León de Greiff y Félix Mejía, |Colombia (1916-22) de Carlos E.
Restrepo, |Studio (1918) de César Uribe Piedrahita, |El Intelectual (1919) de
Alfonso Mora Naranjo, |Sábado (1921-22) de Francisco Villa (Quico
Villa), |Cyrano(1921), |Lecturas Breves (1923), también de Quico Villa, donde se
publicó |Guayabo Negro, La Pluma Semanal (1922-23) y muchas más. Tan en
serio se tomaban estas revistas literarias, que algunas como |Alpha |, donde se
publicó |Un Zaratustra Maicero, hasta pagaban a sus colaboradores: en 1906 Don
Tomás Carrasquilla se quejaba de que escribía "¡para publicar! ¡Que horror! Lo
hago por vil lucro". La fascinación con la literatura se prestaba ya a la ironía: Efe
Gómez en un cuento de 1896 hace decir a su personaje: "Aquí todos quieren ser
artistas, y a no hay quién cargue la herramienta", frase que retomó Carrasquilla en
1906: "Aquí ya no hay quién cargue la herramienta: todos somos genios y almas
enfermas".
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antioqueña era antes de 1890 casi inexistente, el consumo de novelas era para
entonces ya muy amplio.
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de sus cuentos tiene un título alusivo al filósofo del superhombre: |Un Zaratustra
Maicero.
En Colombia, los últimos años del siglo son testigos de una creciente producción
narrativa. Las tres novelas de Marroquín se publican entre 1896 y 1899 (y una de
ellas será parodiada en una serie de textos de Efe en 1903), así como la primera
novela de Carrasquilla, |Frutos de mi Tierra. Ya en 1890 había publicado su primer
cuento, |Simón el Mago, y antes de fin de siglo narró esa pequeña obra maestra
de la literatura popular, |En la Diestra de Dios Padre. José María Vargas Vila
publicaría, entre otras obras, |Flor de Fango en 1895, y Eduardo Zuleta, en
Antioquia, daría a conocer |Tierra Virgen (1896).
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mediados de los treinta. Casi todos se refieren a su personalidad, a sus salidas, a
sus gestos algo excéntricos. Pero también se refieren a su obra con similar ánimo
laudatorio.
Son muchos los elementos de la vida de Efe que se reflejan en lo que escribió.
Pero conocemos tan poco de aquella, en particular para los años anteriores de su
matrimonio, que tuvo lugar cuando ya había alcanzado la edad madura, que no
tendría nada de raro que parte de los que hoy creemos que vivió lo imaginemos a
partir de sus cuentos. Sus personajes tienen la generosidad, la imprevisión, la
actitud aristocrática que desprecia el dinero, lo mezquino, el llevar cuentas. No se
amoldan con las exigencias de vida práctica y rutinaria, y por desesperanza o
bohemia, se entregan a al "aguardientico de mi Dios", como parece que lo hizo
Efe, sobre todo en su juventud. Sus protagonistas urbanos son cultos, han
estudiado ingeniería, pero los atrae la vida en la selva, en las minas y rechazan la
hipocresía de las ciudades. Sin embargo, existe un contraste violento entre vida y
literatura: los testimonios, los recuerdos de quienes lo conocieron nos lo dibujan
optimista, alegre, vital, lleno de humorismo, de confianza y amor por la vida. Y su
obra es, sobre todo, una descripción de los horrores de la vida, de las fuerzas que
impiden la felicidad, de la poco confiable condición humana, del valor de la muerte,
liberadora.
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que tradicionalmente se llama la forma, que son ante todo los procedimientos
retóricos, el manejo de las figuras expresivas, del lenguaje, del estilo.
Lo anterior tiene probablemente que ver con una característica del autor, que no
se dedicó en forma continua y disciplinada a la escritura: su escasa ambición de
gloria literaria, que hizo que escribiera impulsado más bien por el placer de la
escritura misma, sin preocuparse por guardar o editar sus trabajos. Y si en
algunos años de su vida pudo ser la literatura una ambición profunda, entró en
competencia evidente con las necesidades de la vida cotidiana, con la práctica de
la ingeniería, con el trabajo en las minas, con el goce de la conversación, de la
amistad, de vida misma; más que inventar una obra de arte quiso ser un artista de
su propia vida.
Es difícil seguir la secuencia de su producción literaria, pues son pocos los relatos
cuyas fechas se reportan en las ediciones de sus libros. Por los pocos datos que
he podido reunir, la mayoría de los cuentos fueron publicados en tres períodos
relativamente concentrados: hacia 1897-99, hacia 1906, y entre 1919-23. Existen
algunos textos de las épocas intermedias, años que pasó probablemente en las
minas y en los que quizás elaboró varios cuentos publicados a partir de 1919.
Después de 1923 aparecieron dos novelas frustradas: |Jesusito y Dientedioro,
publicada en 1928 con una carta de remisión irónica y quizá algo amarga, en la
que subraya que lo tiene sin cuidado lo que está escribiendo. Y en 1937,
publicó |Mi Gente, supuestamente por presión de sus amigos, o por ganarse
algunos pesos, como dice en el prólogo.
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comunes - el mismo dominio del idioma, la misma riqueza descriptiva- sólo los
cuentos breves, quizás aquellos que podía escribir de una sola vez, tienen el
acabamiento que los hace impecables, mientras que los textos extensos tienden a
diluirse, a llenarse de digresiones, de debates discursivos, de comentarios intrusos
del narrador, y sobre todo, pierden la energía de su concepción en una
organización que no da fuerza a la narración sino que se apoya fundamentalmente
en la capacidad retórica y descriptiva del autor. Esto puede deberse a que éste no
utiliza argumentos complejos, a que la mayoría de sus cuentos se apartan del
modelo clásico (como muchos cuentos clásicos, por lo demás) narrativo, a que
están formados sobre todo por un incidente de una carga emocional muy fuerte,
cuyos antecedentes no se desarrollan, no se traman, y que se resuelve en un acto
de violencia o -en los cuentos irónicos y humorísticos-, en una frase afortunada
que da salida a las tensiones esbozadas. Uno de los cuentos que en forma
excepcional tienen un desarrollo amplio y sin embargo mantiene toda su enérgica
unidad es |Guayabo Negro.
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Lo anterior conduce a una visión muy crítica de la sociedad que entonces surgía
en Medellín, dominada por los valores de la riqueza y el éxito económico. En este
mundo el triunfador es ante todo un explorador, que ha abandonado lo que tiene
un valor genuinamente humano para recorrer tras el becerro de oro. Sin embargo,
Efe presenta con algo de simpatía irónica a algunos de los triunfadores en la
guerra antioqueña por la plata: aquellos que parecen continuar la tradición del
pícaro español, los que explotaban a sus prójimos son un desparpajo y un ingenio
burlón. Los derrotados son los indios, los negros, los proletarios, víctimas de los
mentirosos, los venales, los triunfadores. Pero por otra parte hay un arquetipo de
vencido: el hombre inteligente, orgulloso y sensible que no acepta contaminarse,
el poeta, que afirma lo bello y lo auténtico, la honestidad y el coraje real: es este
personaje el que descubre, por ejemplo en |Retorno, la inutilidad de la vida, el
incremento del dolor a medida que la conciencia aumenta, y acaba derrotado,
entregado al alcohol o la autodestrucción.
Raras veces tienen estos cuentos un final feliz, y cuando lo tienes es sobre la base
de la aceptación del crimen: en un cuento los personajes pueden amarse porque
el protagonista ha dado muerte bruta a su rival, en otro el final se apoya en ver a la
muerte cono liberadora de los horrores y tristezas de la vida. En muchos relatos se
nos presenta simplemente el triunfo de los malvados y corruptos, y quizá sólo hay
uno, |Lorenzo, en el que el protagonista, son su valentía genuina, gana el afecto
de su amada, mientras el farsante, el militarcito vanidoso que estaba
conquistándola, resulta derrotado. El cuento, de argumento algo convencional,
está escrito con maestría, sobre todo el incidente central en el socavón de la mina;
a pesar de ello no tiene el poder de convicción de aquellos cuentos en los que la
tragedia parece cebarse ante todo en los inocentes.
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la cual tiene contra el dolor los estados febriles, el sueño, el delirio, el llanto, el
delito, la locura, la blasfemia... La dulce amnesia, precursora de la total, la celeste
amnesia de la muerte".
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desorden, donde el personaje mira un porvenir de sol "barrido de las inmundicias
que para asegurar sus éxitos de la librería, vomitaran en él los Schopenhauers de
a cincuenta centavos la docena", | es, pese a la calidad sostenida de la escritura,
un cuento moralista, ingenuo y plano. En |Inofensivo, a una perorata pesimista del
personaje, se contrapone la "vida inagotable", que tiene "tristezas y consuelos
para todos": si no fracasa completamente como narración es por el tono ligero del
final, por la ironía de que la vida se manifieste en los pasos "airosos de una moza
liviana", en contra de la moralidad convencional provinciana.
Sin embargo, Efe se encuentra lejos de admitir las caracterizaciones usuales del
costumbrismo sobre Antioquia, y rechaza expresamente varios de los mitos
usuales sobre el antioqueño. En |Un Zaratustra Maicero o en |El Paisano Alvarez
Gaviria, las virtudes antioqueñas resultan ser sobre todo la capacidad de
explotación y engaño. Y "el hacha que sus abuelos dejaron por herencia" al
antioqueño no es motivo de elogios: "El hacha del antioqueño y el casco del
caballo de Atila serán en la historia, los símbolos definitivos de la desolación, con
la sola diferencia de que Atila asolaba para saquear y los antioqueños para
sembrar maíz. Y saquear ha continuado siendo un magnífico negocio, en tanto
que sembrar maíz no ha dado nunca los gastos".
La imagen de la sociedad que nos presenta el autor se completa con una visión de
injusticia social y de opresión de los de abajo: "Qué podemos nosotros, los
infelices habitantes de los campos contra ustedes, los que saben, los que tienen la
plata, los que viven en los pueblos grandes. Yo no digo que ustedes no se hagan
justicia unos a otros, sobre todo si son igualmente ricos. ¡Pero a nosotros! El
poderoso puede matar al pobre: ¡Él es rico, él saldrá libre!", reflexiona un
personaje de |En las Minas.
Y lo vaciaron todo en una gran cuyabra. Más o menos tres almudes de sancocho:
nadando en un caldo celestial, tajadas blancas de una yuca de tierra caliente,
caponeada, docilitas; papas del páramo, del tamaño de pamplemusas; huevos de
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arracacha como pantorrillas de muchacha bonita; chócolos de perla; cebollas de
cabeza; repollo, y las presas de cinco gallinas.
Deben estar patentados para comer yucas estos místeres, pensó Pedro.
Hace a un lado la cuyabra vacía y le hecha mano a una totuma grande, en donde
los maiceros le han vaciado tres kilos de conserva de frutas, con cuatro quesitos
migados: se la manda. Después se agarró a un litro de café tinto y... ¡trán!, adentro
con él. Encendió la pipa, se tendió cobre un troje de maíz y se quedó quietecito.
-¿Qué opinás?
Ya ven: tanta bulla con los místeres y son hasta muy fáciles de manejar. Con tal
de que todo sea para ellos, no dan ni lidia.
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En resumen exhibe Efe una concepción de la sociedad y la vida profundamente
pesimista, según la cual las pocas cosas dignes no logran afirmarse ni imponerse
en un medio entregado a la venalidad y la corrupción. Quien adquiere esa
conciencia superior que le impide entregarse a la mediocre acumulación de
riquezas, acaba derrotado por una sociedad que no lo alienta ni le permite realizar
sus ideales. Todo esto se encuentra expresado en forma consciente y explícita, en
múltiples variantes, en un conjunto de cuentos en los que los textos declarativos,
las exposiciones y debates de opinión se sobreponen sobre el desarrollo
dramático: en algunos de ellos, la mínima elaboración argumental ha impedido
encarnar el drama, hacer que en vez de surgir en la conciencia y en el discurso del
personaje, resulte del proceso ineluctable de la vida. Esta es su debilidad, a pesar
de la riqueza de la descripción, de la complejidad ocasional de los matices
psicológicos de los personajes, de la cuidadosa composición literaria de la frase y
de la búsqueda del lenguaje vigoroso y justo.
"y antes de rodar muerto en la hojarasca, articuló con voz fiera; que se abra el
infierno y que venga el Maldito. ¡Tú estás aquí, Maldito! ¿No me haces la vida?
¡Llévate mi alma!"
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el personaje, que va a morir, asesinó hace años a un noble español y lo suplantó,
y ha vivido de su nombre y su riqueza. El sacerdote trata de que se arrepienta,
pero él prefiere la honestidad del infierno al compromiso de un arrepentimiento
que no tiene: mató para darle posición y riqueza a sus hijos, y el mismo Jesucristo,
si en vez de "redimir a la humanidad hedionda" hubiera tenido hijos de la carne,
"habría muerto por esos pedazos de su alma; habría, como yo, desafiados por
ellos el infierno, habría, por ellos, renunciado a la diestra de su Padre". Entre
revelar el crimen, con el consiguiente deshonor para los hijos, y el infierno para él,
escoge esto último: "Por mis hijos he sacrificado mi vida, por ellos sacrificaré mi
eternidad". El autor lo denomina héroe, y concluye, en frases sobrias que
contrastan con la demasía desafiante y casi truculenta del personaje: "Aflojáronse
sus miembros. Cayósele la espalda. Puso la muerte en sus facciones paz augusta.
Quedó de cara al cielo".
En varios de los cuentos que concluyen con un crimen los celos son el motivo
esencial de aquél. En |La selva nos cuenta la historia de la rivalidad entre dos
negros por Victoria. El novio verdadero, el bueno, el que ella ama, triunfa en una
lucha final en la que da muerte a su rival rompiéndole a mordiscos la yugular: El
amor de Mareño y Victoria, a pesar de asentarse sobre una muerte, puede
realizarse, y el autor da a esto tono de final feliz. Que el autor pueda dar su
simpatía al homicida y presentar como un final feliz la muerte de su rival depende
en parte de colocar la historia en la selva, entre hombres primitivos, donde la vida
se impone sobre la moral convencional. Podría también pensarse que el torneo de
los caballeros medioevales, incongruente en las ciudades antioqueñas entregadas
al afán del lucro, puede existir entre una población negra cuyos valores primitivos
se encuentran más cerca de los de la aristocracia caballeresca.
En |Colonial son las mujeres de los indios las que tienen celos de la hija de un
español, la consideran una bruja y la queman. Los indios encarnan la vida
mientras que un sacerdote que trata de cristianizarlos, representa los valores de la
cultura y la civilización: es un personaje formalista, vacío e hipócrita, y los indios
desenmascaran fácilmente su falso puritanismo.
|Corazón de Mujer y |En las Minas son cuentos en los que las diferencias
argumentales no ocultan ciertos temas comunes. En el segundo cuento un minero
se rebela contra las provocaciones de un blanco, que quiere quitarle su novia. El
tema del conflicto es eminentemente social, aunque se apoya sobre la inseguridad
del protagonista acerca del amor de su prometida: lo que el autor subraya es la
oposición de ricos y pobres, la injusticia de la justicia y en general la opresión de
los pobres. El minero termina volando, en una explosión tremenda, al accionista
de la mina que provoca sus celos y él mismo muere en ella.
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violencia de los deseos primarios y el decoro aparente de la vida consciente.
Aunque no parece que Efe haya tenido un gran interés por la obra de Freud,
sabemos que la conocía. Sin embargo, es probable que las ideas de este cuento,
y en general las de varias narraciones en las que se capta la fuerza del
inconsciente, hayan surgido sin influencia alguna del creador del psicoanálisis.
Sea como sea, |Corazón de Mujer tiene una conformación simétrica, en la que la
protagonista es causa de la muerte de su abuela, simbólicamente, cuando es niña,
y luego provoca, inconscientemente, la muerte de un enamorado. La niña juega,
mientras agoniza la abuela, con una mariposa negra, a la que hace representar el
papel de aquella; cuando no logra alimentarla y darle las drogas, usando una
astilla de madera, se impacienta y la atraviesa con ella. La abuela muere en ese
momento y la niña se aterroriza: "sus ojos se clavaron asustados en la mariposa
muerta por ella, y el pensamiento de que era la causa de la muerte de la abuela,
de que la había matado, se apoderaba irremediablemente de su ánimo".
Mientras tanto Julia, que como niña había jugado con "azorada alegría" con la
mariposa que agitaba sus alas, ahora, se recuesta en su marido, mientras salta su
corazón "con azorada alegría, bajo su seno virgen, sin que la más leve sombre de
remordimiento batiera sus alas". El usar los mismos adjetivos para calificar la
alegría nerviosa de la niña y de la mujer cruel, el retorno a la imagen de batir las
alas, muestra que Efe quería subrayar la identidad de los dos actos de la
protagonista: aquel por el cual asume la culpa de la muerte de su abuela, pues en
su inconsciente le está dando muerte bajo la forma de mariposa, y aquel por el
cual crea en Miguel, con su juego cruel, el estado de ánimo que hace que busque
más o menos conscientemente la muerte. El uso del alcohol por Miguel lo
emparienta con otros personajes de Efe, y la niña que trata de alimentar a la
mariposa y la mata cuando no puede hacerlo, recuerda al personaje de |Guayabo
Negro, que da muerte a su mejor amigo después de tratar de hacerle beber a la
fuerza aguardiente.
Hemos visto ya dos relatos en los que el protagonista busca la muerte a causa de
los celos: el minero que vuela con su rival y Miguel, que provoca a un mulato para
que lo acuchille. También el personaje de |Un Padre de la Patria busca la muerte.
Se trata de un joven lleno de cualidades que, mientras se recupera de una herida
adquirida en la guerra, se enamora y es protegido por el padre de su novia. Este
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es un político débil y oportunista que termina como gobernador, permitiendo que
su futuro yerno sea acusado y destituido injustamente, y además le impide ver a
su hija. El héroe, en medio de la guerra civil, va a la batalla, y su valor convierte la
derrota en victoria, pero a costa de su vida. El relato sugiere que se trata de un
suicidio, única afirmación posible del héroe frente a los ambiciosos e hipócritas
que son siempre los que triunfan, los "padres de la patria". Estos tres cuentos
tienen en común la incapacidad de sus héroes para enfrentar lo que los aleja de
su amada, a pesar de que la narración no presenta los obstáculos como
definitivamente insuperables: el minero confiesa su derrota de antemano,
sabiendo que su rival tiene todo el poder social, y por eso su afirmación es la
explosión de dinamita en la que muere; el militar ni siquiera trata de ver a su novia
y va más bien a morir en la batalla; el protagonista de |Corazón Salvaje se da
cuenta, cuando se entera de que su antigua novia va a casarse, de que nunca
hizo nada para retenerla. Los celos son también el núcleo de |Carne, un cuento en
el que el personaje, que ha fracasado en sus negocios y debe huir para no
enfrentar las consecuencias de sus fraudes, corta la cara de su amante, la
desfigura para que nadie más se enamore de ella.
La |Tragedia del Minero tiene un argumento sencillo pero eficaz: un minero que ha
entrado difícilmente en un organal, por entre las estrechas hendiduras de las
rocas, queda apresado cuando estas se mueven. Sus compañeros lo alimentan
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con tubos durante varios días, pero después lo abandonan en esa especie de
útero, la madre tierra, a la que ha entrado. Aunque los compañeros del minero
presentan abandono de aquél como inevitable, no lo entiende así la viuda, que los
juzga culpables y los acusa de cobardía.
|Un Crimen es el título de otro cuento que trata de romper los juicios sociales
convencionales sobre asesinos y homicidas. El personaje había adquirido
alegremente en las bodegas de Nare alguna enfermedad venérea, que explica la
muerte temprana de una hija enfermiza y amada, y su debilitamiento mental. En
los ataques de locura, revive la muerte de su hija y la cacería de un tigre que lo
sacudió violentamente. En el delirio mezcla los dos incidentes, y se ve a sí mismo
dando muerte a la hija al dispararle al tigre. Sin posibilidad de defensa, paralizado,
siente el tigre que le parte el cráneo; enloquecido se lanza a correr y tropieza con
una niñita que va por la calle y "agarrándola por las gargantas de los pies,
blandióla en el aire y le estrelló la cabeza contra un peñasco". El cuento, a primera
vista, tiene una violencia excesiva. Pero pronto se advierte la compleja estructura
que le da verosimilitud literaria y psicológica. Claudio siente que es el culpable de
la muerte de su hija, por sus alegrías juveniles. La violación de las normas
sexuales represivas le trae el castigo, por partida doble, pero el personaje continúa
buscando la explicación: sus ataques comenzaron el día de la muerte de su hija, y
la revive periódicamente. Esta "compulsión de repetición" se expresa, en otro
plano de la narración, al repetir en la realidad, pero inconscientemente, el crimen
que su inconsciente se atribuye: la muerte de su hija, encarnada en esa otra niñita
que carga agua (agua que es en casi toda la obra de Efe signo de vida). Esta
cuento se escribe en un momento en el que la literatura descubre en todas partes
el inconsciente, al tiempo que Freud: ya antes Dostoievski y otros habían
presentado en la literatura esos personajes cuyo sentimiento de culpa los lleva
inexorablemente al crimen, pero a un crimen sin culpa moral. Efe no duda en
terminar el cuento contraponiendo el juicio social que lo llama asesino, con la
inocencia real de Claudio Maloca, víctima de fuerzas que no puede controlar.
Como puede verse, los cuentos anteriores tienen una gran audacia y sus
contenidos violan las convenciones morales y sociales vigentes en su época. En
este sentido, la obra de Efe resultaba profundamente desafiante y provocadora, y
se oponía al fácil optimismo social de otros escritores; sin embargo, no sobra
señalar que la actitud de rechazo a una sociedad mercantilista e hipócrita era
compartida por otros autores como León de Greiff. Algunos de los cuentos
señalados son muy bien logrados en términos literarios, y en todos ellos aparecen
las cualidades retóricas de Efe, sus descripciones magistrales, breves y
contundentes. Sin embargo, varios de ellos tienen un escaso desarrollo
argumental o argumentos arquetípicos. Esto lleva en algunos casos a desarrollar
las ideas del cuento en forma de discursos directos del personaje, de diálogos que
debaten ideas y opiniones. Esto, y el apego a algunas convenciones retóricas que
se sienten hoy artificiales, ha hecho perder fuerza y atractivo a algunos de estos
cuentos, aunque otros mantienen todo su impacto y vigor.
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Existe otro grupo de cuentos en los que la crítica a las ideas dominantes se hace
más bien mediante la caricatura, la ironía o la sátira. Varios de estos cuentos
muestran el dominio que tenía Efe del humor, pues están entre ellos los cuentos
más satisfactorios del autor. En ellos, aunque no desaparece la intención crítica ni
la visión pesimista de los hombres que permea toda la obra de Efe, ésta se
expresa a través de la burla y no de la tragedia o el crimen.
|Un Zaratustra Maicero, un cuento algo difuso y que había ganado mucho con una
poda severa, a pesar de lo cual sigue teniendo interés, relata la historia de otros
de esos pícaros desenfadados que logran, al menos en sus términos, triunfar;
cuenta cómo mientras los estudiantes y sabios ingenieros no logran nunca
encontrar el oro, éste resulta mica, el aventurero paisa traído por unos negros para
dirigirles una mina, acaba apoderándose de ella, y finalmente se apodera de la
mujer misma del dueño, al que echa río arriba después de un breve
enfrentamiento a machetazos. El pícaro triunfa, y parte de su triunfo está en haber
agarrado su negra y abandonado su noviecita paisa. Efe hace entonces el elogio -
irónico- de la raza antioqueña, "la más audaz del Universo", la que "será Colombia
entera, como la ya olvidada, tesonera, Prusia, es hoy Germania imperial y
victoriosa. Viva Antioquia".
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El anecdotario de Efe subraya su ingenio, su arte mágico de conversador, su
agudeza humorística. En cuatro o cinco cuentos es el humor el mecanismo que
permite hacer la crítica de lo aceptado, y estos cuentos están entre sus mejores
producciones: se nota que allí se mueve a gusto. También la tradición sobre su
personalidad subraya, con todo y su defensa literaria de unos personajes cuyos
valores desafían violenta, agresivamente los valores de la sociedad, una
moralidad a toda prueba, un super yo muy rígido, como dice la jerga del oficio. El
humor le permitía seguramente, como permitía a Carrasquilla y como en general
permitió a los antioqueños, hasta los años recientes del "despelote", soportar una
moralidad muy represiva, sobre todo en lo que esencialmente reprime la moral: el
sexo. Y digo esto, pese a que el humor de Efe, en sus cuentos sobrevivientes, casi
nunca se aplica a asuntos sexuales, -en |Mi Gente sí- sino más bien a la crítica
social. Pero en esto adopta un mecanismo socialmente desarrollado, el
humorismo paisa, con su fascinación escatológica, su desafío de las
convenciones, su defensa de lo natural y burdo; |El Monito Fleis tuvo una
continuación, una segunda parte inédita, con ribetes más escatológicos, y si pudo
ir al cielo, allí debía pagar para respirar un aire compuesto de flatulencias
angelicales.
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1. Las interpolaciones discursivas. En muchos de los cuentos los personajes, y a
veces el narrador, se lanzan a largas disquisiciones sobre la vida, la moral, la
sociedad antioqueña, el alcohol, la familia, la pureza de la mujer, etc. La
convención narrativa del cuento ha rechazado más y más este procedimiento en
nuestro siglo. Lo usaron muchos de los mejores cuentistas del siglo XIX, de Poe
en adelante. Pero ya a fines del siglo Maupassant, Chejov y otros estaban
afirmando un modelo para la narración breve que iba a imponerse en el siglo XX.
No hay que olvidar que Efe Gómez, al escribir sus primeros cuentos, es casi
contemporáneo del surgimiento del cuento en Hispanoamérica.
2. El manejo muy especial del diálogo. Los personajes principales casi siempre
son seres urbanos y cultos, metidos en los dramas de la vida y orientados en esos
dramas por una cultura literaria y hasta filosófica. No resulta extraño que a veces
hablen en forma muy culterana y elaborada. Pero, con excepción de los cuentos
humorísticos, tales personajes hablan casi siempre así. Incluso personajes cuya
condición no autorizaría tal lenguaje: el misionero de |Colonial trata de adoctrinar
al indígena con discursos en los que dice "si la lujuria llega a aposentarse en
nuestro ser, como es monstruo insaciable que tiene sed hidrópica y hambre de
chacal ayuno, beberá nuestra sangre, devorará nuestras carnes, triturará nuestros
huesos, hasta chupar su postrimer médula". Las convenciones del diálogo realista
son diferentes, y son las que se han impuesto: Efe lo usa cuando hablan los niños,
los mendigos, los negros y las mujeres, y muestra entonces que puede hacerlo en
forma muy convincente.
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inmensurable, de las desiertas terrazas, se extendía"; "nubes doradas de semillas
de trigo"; "alcanzó a ver sobre el suelo cubierto de charcas, fango y guijarros
alisados, desparramándose como un esputo de luz, la claridad que se escapaba
por la puerta de una tenducha"; "el torcido sendero tallado en la carne viva de ese
suelo estéril que alcanzaba apenas a cubrirse a veces con una crin de paja
retostada, que se quedaba otras descubierto en terrenos como úlceras resecas".
"de su cuerpo oscuro y lanudo salió, pura y radiosa, su abuela", donde los dos
sustantivos reciben, en distribución simétrica, dos adjetivos;
"Todo arde, vegeta luz; los retazos de río que se ven correr entre sauzales son luz
líquida", donde además de la repetición vemos el uso insistente de la aliteración:
retazos de río, luz líquida.
"Un momento asomóse la luna por entre unos nubarrones, y sus rayos, al herir el
río, formaron en la masa de sus aguas una columna fosforescente, cuya superficie
temblaba con estremecimientos de ser vivo... Llovía grueso. De improviso un
latigazo de luz recorría el espacio vapulando las pupilas".
"Ve Lezama pasar ante sus ojos como relámpagos blancos los techos de los
toldos enemigos: siente un golpe terrible, se detiene, vacila, cae de espaldas, y
por sus facciones se difunde la paz sublime de la muerte".
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"Un camino atroz, imposible. Camino de las montañas antioqueñas en invierno.
Fangales hondos, blandos, sin orillas, como de purgante. Espinazos
estrechísimos: un abismo a la izquierda, otro a la derecha".
En las obras literarias de mayor violencia, en la tragedia, son los núcleos centrales
de los contenidos inconscientes, el incesto, la muerte del padre, los que con
frecuencia aparecen como tema central del texto literario. Pero el mensaje literario
no puede tener, como el sueño, una organización secundaria que impida
reconocer su sentido: cuando alguien nos cuenta un sueño, sólo raras veces
podemos sentir ese reconocimiento mínimo de que se trata de algo que también a
nosotros nos atañe. Los productos del compromiso entre el inconsciente y la
censura son ininteligibles, y su sentido sólo puede reconstruirse por un trabajo de
interpretación muy especial.
En la literatura, los conflictos dramáticos del argumento tienen que ser captados
en forma directa por el lector, el contenido de la obra debe ser reconocible y
asumible por el lector sin el recurso de una reorganización del material como la
que se da en la interpretación del sueño. Esta es una diferencia esencial entre la
literatura y las demás formas de en las que se busca expresión del inconsciente, y
una que con frecuencia olvidan quienes tratan de analizar los contenidos
profundos de la obra literaria. Al tratar el cuento o el poema como un sueño
olvidan que la forma del sueño tiende a ocultar el sentido, y que la forma de la
literatura debe permitir la comunicación del sentido: por eso es importante la forma
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del relato, la estructura de la narración, la concatenación de incidentes, y
finalmente la retórica que se use. Del vigor de los contenidos profundos que se
comunican, de la complejidad y riqueza de la forma de la narración y de las
estructuras de la retórica depende finalmente el impacto y la calidad literaria de la
obra, busque ésta el retorno de lo reprimido a través del drama y la tragedia o
evada la censura por medio del humor, y logre el goce del lector en la
identificación con el destino de los personajes o en el revivir los placeres formales
del juego con el lenguaje mismo.
Los dos hombres, despedidas las mujeres, siguen a beber, con todo el afecto de la
borrachera de amigos cercanos: "¡sus frases se entrelazan como las trepadoras
en la selva, sus ojos se humedecen dulcemente, se juran amistad eterna, filial
amor, se cuentan todo, van a ser felices en el futuro, marchando juntos a la
conquista de la vida!, ¡y caía cada uno en los brazos del otro, y sus corazones se
juntaban cálidos, viriles!". La borrachera progresa, y la narración regresa al
despertar de Zabala, que ve el amanecer la invasión de la luz, pintada con un
placer casi excesivo. Zabala recuerda a su mujer, "la fragancia de ese cuerpo
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esbelto, firme, mórbido y divino", a su hijo, y se hace propósitos de enmienda, se
alegra y espera salir de donde está, la cárcel, a donde seguramente lo llevaron por
algún asunto menor.
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Vemos pues que la estructura consciente y manifiesta del cuento la subyace una
estructura edípica, en la cual Pedro, atraído por su hermana en cuanto ésta
representa a su madre, da muerte a su rival, que representa a su vez el padre. El
hecho de que el padre esté representado por un amigo cercano, por alguien que
puede asumir el papel de hermano (y no, por ejemplo, por el amante de la madre,
o el tío, como en el mito griego o en Hamlet) facilita la colocación del rival en el
papel de recipiente de libido afectuosa, permite representar la contradicción amor-
odio que rige la relación con el padre, incluso son sugerencias sexuales más
audaces que en las versiones clásicas. Y esto, a pesar de la ideología consciente
de Efe Gómez, probablemente tan rígida y restrictiva en asuntos sexuales como la
de Pedro Zabala. En toda su obra, la mujer aparece como objeto de idealización,
como madre o hermana. Se advierte y expresa en muchas ocasiones el rechazo a
que la mujer asuma las actividades productivas tradicionalmente masculinas, y se
quiere verla sólo en la relación con el afecto y el amor de los hombres, y dentro de
una ética casi de la antigua caballería aristocrática. Esta idealización de la mujer
es por supuesto congruente con la mentalidad antioqueña, hasta donde podemos
conocerla -ver, por ejemplo, los estudios de Doña Virginia Gutiérrez de Pineda-, y
con un alto grado de represión sexual, que convierte a la mujer en la virgen
intocable. En los cuentos de Efe las mujeres son vírgenes hermosas, o madres
castas, y cuando son amantes, o compañeras (y Efe, evidentemente, no comparte
el puritanismo que sólo reconoce una relación casta en el matrimonio), sus rasgos
son muy similares a los de la joven virginal: la mujer de |Carne hace un juego de
coquetería inocente con su amante, borda con manos finas, tiene la faz dulce y
severa, el pie "atrevido y donoso" y cuando le cortan el rostro, es porque su
amante no quiere que la sapotee la golosa piara de la honorable humanidad. Las
descripciones de las mujeres, raras veces apuntan a una sexualidad explícita, sus
formas y redondeces se describen en forma abstracta: el pie y los ojos parecen
haber recibido el desplazamiento del interés. En particular los pies: no hay mujer
atractiva cuya descripción no incluya un elogio al pie. "Tiende los pies desnudos,
blancos como gajos de azucenas": "Desnudo el pie divino": "El pie desnudo sobre
el suelo, tan nítido y goloso: el delgado talón y el tobillo perfecto, asumen un gesto
intrépido. . . aquel andar divino fluye de la forma del hermoso cuerpo, que es el
propio cuerpo idealizado por el milagro del movimiento. . .".
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A partir de este análisis se podría regresar a los demás cuentos, para identificar
también en ello los contenidos inconscientes, los elementos que conformaban la
visión del mundo que Efe Gómez trata de comunicar en sus textos. Pero esto
exigiría una exposición demasiado extensa. Lo dicho hasta acá, espero, debe
haber ayudado algo a aclarar las características literarias y los contenidos
profundos de una obra en parte desconocida y con frecuencia malinterpretada,
cuyos momentos culminantes, en medio de muchos trabajos inacabados, tienen
una grandeza, una energía, un vigor literario inolvidables.
Clarita Gómez
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ALMAS RUDAS
Efe Gómez
Pedro el Barcino, tan madrugador en otro tiempo, aguardaba ahora que el sol
viniera a despertarle y se echaba fuera del lecho perezoso y tardíamente. El viejo
no estaba rendido por la edad; era que una dolencia, una mordedura tenaz
hincada en el vientre, agotaba su vigor, se llevaba la vida de Pedro el Barcino. Y el
viejo no pensaba en morir. Tumbando robles desde la mañana hasta la tarde;
viendo medrar en torno los becerros saltones y los hijos robustos, la muerte es
una imagen lejana, un polvillo inconsciente que se deshace entre las manos.
Un día, después de otros muchos en el lecho, sintió algo como un prurito de salud
a lo largo de los brazos y el Barcino saltó alborozado para ir a descolgar la
cantimplora.
-La tierra no es ingrata para el Barcino; el Señor bendice el trabajo de mis manos-
pensaba el labriego; y hería el suelo con los desnudos pies, quebrantando los
rastrojos marchitos, como para cerciorarse mejor de que sus miembros habían
reconquistado la pujanza nativa.
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Una bandada de loros salvajes cruzó charloteando sobre su cabeza y fue a
posarse en los más tiernos renuevos de un surco. Pedro los contempló en silencio
y no tuvo cólera de los pájaros merodeadores. Por un atajo apenas marcado entre
los arbustos, penetró en el bosque. El ruido de las aguas, del viento, del valle
sonoro fue borrándose a medida que Pedro avanzaba en la espesura. Su paso era
menos seguro desde que entró en el bosque; la mordedura hincada en el vientre
había venido despertando sordamente y ahora estaba allí, viva, rabiosa, como en
los primeros días de la enfermedad. El Barcino caminaba siempre e iba de pláticas
con su pensamiento. Recordaba que el cura le había dicho: -Pedro, no andes
descuidado; el Señor puede llamarte a cuentas y las tuyas no van a la justa. Otro
día el boticario le había llenado de ungüentos, atosigándole con feas y amargas
bebidas. ¿Estaría enfermo de veras; iba él a morir como todo el mundo; como sus
vecinos; lo mismo que sus viejos perros de caza? -No, dijo rechinando los dientes,
mientras descargaba con brío, hasta hundirla en el musgo, el hacha cortante. No,
tornó a repetir, siempre hiriendo el suelo, mirando rencoroso la hambrienta tierra
que lo quería devorar.
Cuando llegó al claro del bosque, donde tenía costumbre de cortar y hacinar la
leña, un sudor que no era el ardiente sudor de otro tiempo, le mojaba las sienes.
Sentado en un tronco se puso a remover con el hacha las desprendidas ramas,
donde brotaban los renuevos. De las entrañas de las rocas saltaba un manantial,
cuyas ondas limpias corrían sin ruido debajo de los helechos. Contemplándolas,
se acordó Pedro de las aguas vivas en que la Virgen María pone virtudes de
salud. Si bebiera estas aguas, pensó.
Algo como una ternura religiosa alboreaba en su corazón. ¿Por qué no había de
sanar cuando bebiera en el claro arroyo? ¡Ah!, un cirio para la Virgen bendita; una
romería, acompañado de su mujer y de sus hijos. ¿Cómo, hasta en ese instante
no pensaba en ella? El Señor ponía la medicina cerca de su boca y él era tan
borrico que no alargaba la mano para recibirla. Quiso beber, mas cuando iba a
inclinarse, la punzada mortal le retuvo sin fuerzas ni alientos apenas. Vibrándole,
vibrándole en el vientre, subió hasta su garganta un vapor amargo, una congoja de
muerte. -¡Virgen María, socórreme!- clamó el viejo, tratando de juntar las manos,
buscando después sobre el pecho las cuentas del rosario. El dolor se alejaba,
pero un frío intenso le invadía las rodillas, subía hasta su pecho. Miraba,
esforzándose en ver, y las cosas le aparecían como envueltas en humo ligero.
Dios le abandonaba; el Barcino tuvo un impulso de rebeldía.
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CARNE
Efe Gómez
Era la noche fría y destemplada.
Sobre esa cuchilla estéril y reseca, parecían las casas del pueblo, así agrupadas
bajo el jirón de bruma que se disolvía en lluvia menuda sobre ellas, como
apretadas unas contra otras, ateridas, buscando calor para dormirse.
Pedro, envuelto en su amplia ruana, recostado a un pilar del corredor de una casa
abandonada, se dejaba calar por la llovizna, indiferente a todo, sumido en sus
tristezas.
-Dice que él nada puede hacer. Que ta abandona a tu suerte. Que harto ha hecho
ya por ti.
-Están calientísimos. Hablé con uno de ellos esta tarde, y me dijo que el alcance
que tienes pasa de cinco mil pesos; que lo que has hecho es un abuso de
confianza, y que te van a calentar.
-¡Nada! Los bancos no sueltan un medio ni con firmas, ni con hipotecas. Dicen que
no tienen dinero... Aquí no hay más remedio que largarte.
-No hay de otra. Puede que esta misma noche reciba el Alcalde de aquí la orden
de prenderte. Aquí está mi caballo; huye en él -dijo, apeándose-. Te llevará hasta
los infiernos.
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-Ojalá no hicieras tal -dijo el amigo de Pedro, en tanto que se zafaba las espuelas-
. En fin; haz lo que quieras. ¡Qué diablo! ¡Mundo este!...
Y no dijo más.
Él había amado. Él amaba todavía con una pasión inmensa y loca. Y su error era
no haber comprendido que en nuestras sociedades son imposibles las pasiones
grandes; que el secreto para vivir en ellas consiste en hacer creer que se ama
mucho, aun cuando no se ame; que se ha gozado mucho, aun cuando no se goce;
que se sufre hondo, aun cuando uno sea incapaz de sufrir. Esa jactancia pueril de
hacer creer que se ha sentido la existencia en todos sus matices; de exhibirse
como desengañado de todo. Prurito que lleva a insultar la vida en estrofas infelices
a gentes que no merecen ni vivirla.
Debatíase en una red que cedía sin romperse, embotando sus esfuerzos, sin que
por ninguna parte le presentase resistencias en qué ejercitar las energías de su
voluntad viril; fatigado, anhelante, acribillado de sufrimientos voluptuosos.
Paladeaba a diario esos placeres crueles en que el llanto y la risa se confunden;
en que la sensibilidad se afina hasta lo espiritual, y el placer hace vibrar los
nervios hasta los confines del dolor; en que se besa con tristeza y se goza entre
amarguras. Él conocía esas fiebres, esas locuras, esos apegos morbosos e
imbéciles a una criatura de carne, que nos hacen impotentes ante el impulso que
nos lleva a palpar unas manos, a besar unos ojos, a sollozar ente un regazo.
Gravitaba en esos limbos en que uno quizá no es responsable al anudar un
eslabón más a la cadena que lo ata, aunque sí lo fue cuando empezaba a
forjársela. Y acontecióle muchas veces, cuando vagaba solitario por la población,
maldiciendo de su debilidad, sorprenderse a sí mismo golpeando a la misma
puerta.
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rebasando apenas el borde del vestido; en el regazo un tambor que bordaba;
inclinada, atenta sobre la labor, la faz dulce y severa.
Mil veces se había dicho que no entraría, que la miraría en silencio, que huiría
cuando se hubiese saciado de mirarla.
-Mira: comencé a bordar este racimito de uvas, y me decía: si cuando él llegue voy
en número par, es que me quiere... Y ve: cuenta y lo verás: ¡voy en la octava!...
Pero ¿por qué no contestas? ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo, crespecito
mío?...¡Eh... se embobó! No sabe hablar... A ver: saque la lengua... ¡Eh!... ¡no
puede! Tiene el frenillo el muchachito.
-Es que le ha pesado haberme regalado el anillo que me trajo hoy, y viene a
hacerse el bravo para que se lo vuelva, ¡el cicatero! Tome su anillo: no quiero
nada de gente que pone trompa, como para cobrar lo que regala.
Y llevando a la altura del pecho sus manos breves, elásticas, blancas, en las
cuales el trabajo delicado de su sexo había cincelado las líneas enérgicas,
batalladoras, de las manos que no son un órgano útil, ciñó el anular izquierdo con
los dedos de la diestra, recogidos, y, atrancándolos en una sortija de oro que lo
rodeaba, cerró los ojos, mordió el labio inferior en ademán de hacer un grande
esfuerzo y.. luego, sonriendo, con los ojos a medio cerrar, claros, grandes,
acariciadores, desde allá del sedoso enrejado de las crespas pestañas:
Pedro sintió ante esa mirada crepitar todo su ser y partírsele en pedazos; y
tendiendo la diestra abierta sobre aquellos ojos, los tapó, mientras con la izquierda
cerrada se oprimía la frente, dando un vagido doloroso.
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No pudo contenerse, y, del umbral, dedicóle una última mirada.
Volvió a su lado y se inclinó sobre ella a contemplar, así de cerca, ese rostro,
único para él; ese rostro que hacía nacer en su alma los temblores irremediables y
crueles del amor.
Y ¿por qué abandonarla? -pensó-. ¿Por qué no arrostrarlo todo y escaparse con
ella? ¿No había ya quemado en la hoguera de esa pasión su caudal, y su
juventud, y hasta el jirón último de su honra?
Y pasándole un brazo dulcemente por debajo del cuello, fue a levantarle en vilo.
Rebullóse ella, y dejó caer la cabeza desmayada sobre el hombro de su amante,
sonriendo dulcemente en medio de su sueño.
Faltáronle a Pedro entrañas para turbar ese reposo tranquilo con la realidad
desnuda y espantosa; y, dejándola reclinar de nuevo sobre el lecho, fue a sentarse
en un rincón, exasperado, las sienes en los puños.
Allí, alcance su mano, sobre una mesa, brillaba la hoja limpia de su navaja de
afeitar. Sintióse atraído por su filo frío y sutil; y con la velocidad brutal de la
tentación, empuñó el arma en la diestra, colocóse de un salto al laso de su amada,
y marcóle la faz con herida ancha y larga.
-¡Ahora ya nadie la querrá para sí! -dijo casi alegre, espantoso de verse, arrojando
la navaja
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CORAZÓN DE MUJER
Efe Gómez
La abuelita, anciana, se moría. Las personas mayores, pálidas por el insomnio,
preocupadas y tristes, se deslizaban silenciosas por los corredores y aposentos
del caserón de la familia. En los rostros se pintaba el recogimiento doloroso, el
soplo frío que encoge el corazón cuando se contempla de cerca ese negro agujero
de la muerte que se entreabre para tragarse un ser querido.
Julia, la nietecilla de seis años, vagaba, abriendo sus grandes ojos llenos de
curiosidad a esa escena, nueva completamente para ella y que apenas entendía.
Por la mañana, después de que hubo salido el viático, a cuyo paso deshojara
flores, había visto entrar, lentamente, avanzando con su vuelo incierto, vacilante,
de copo que el viento lleva y mece, una mariposa negra y grande, que recorrió los
corredores y fue a posarse sobre el dintel del aposento en que la anciana
agonizaba. Al entrar una tía suya, nerviosa y debilitada por las vigilias y el dolor, al
cuarto de la enferma, distinguió la mancha oscura de la mariposa que se
destacaba sobre lo blanco de la pared. La pobre señora, herida por
presentimientos angustiosos, llevóse las manos a los ojos para cubrírselos, y
entróse precipitadamente, dejándose caer sobre un sofá del interior, en donde
Julia la viera desde entonces, escondida la cabeza entre los brazos, vuelta un lío
de ropas que se adivinaba cubrían a una persona porque a cada momento se
agitaban con hipidos de sollozos.
Julia salió al corredor. Aún estaba en el dintel la mariposa. Sobre un sillón vio un
chal abandonado, recogiólo y lo disparó sobre el bicho. Este, cogido debajo, cayó
dando atontadas palpitaciones anhelantes con las alas. La niña se arrodilló en el
suelo, y con azorada alegría, temblándole las manitas, agarróla de las
extremidades de las alas, se incorporó y púsose a observarla y a soplarle el
lanudo buchecito, para empezar en seguida a pasearse por toda la casa,
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llevándola así cogida. De golpe se tropezó con su tía, la que sollozaba en el sofá:
la cual se incorporó sobrecogida, y al ver el para ella pavoroso animal en manos
de la niña, no pudo contenerse y dio un grito. Acudieron todos. El papá, que
conversaba en voz baja por allí cerca con otros caballeros, vino también, levantó a
la niña en brazos, llevóla al jardín, púsola en el suelo y se volvió en silencio,
cerrando tras sí la puerta. Echóse Julia a llorar, llena de despecho. En una mano
tenía un pedazo roto de una ala: en la otra, la mariposa, pegada del muñón del ala
opuesta. La arrojó al suelo con ira, y se tumbó en el césped a llorar inconsolable.
Pero pronto cambió de humor y se entregó a un vivo monólogo, del cual resultó
que la mariposa era la abuelita moribunda, y que ella la cuidaba y le encomendaba
el ánima.
Con una astilla de madera, que ella decía ser una cuchara, le administraba
alimentos y drogas, como había visto practicarlo con la enferma. Al fin se
impacientó: esa enferma no tragaba nada. Púsole la astilla de punta en la cabeza
y empezó a hundírsela lentamente. El pobre animalito azotaba la tierra con sus
alas destrozadas, retorciendo su cuerpo de gusano: luego empezó a temblar
débilmente, hasta que, al cabo, se quedó muerta. En ese mismo instante se elevó
allá adentro un gran grito, formado de sollozos y gemidos. Julia corrió al agujero
de la cerradura, y vio pasar por el corredor del frente a Juana, la criada vieja, con
las manos en la cabeza, gritando con voz enronquecida y entre lágrimas: "¡ay, que
se ha muerto mi señora!" Julia sintió un terror súbito, sobrenatural, desconocido.
32
brazos de Juana, la criada vieja. "Yo no fui", gritaba con desesperación. Sólo
cuando su madre la recibió en su regazo, comenzó a tranquilizarse.
***
"Pero, ¿habrá ella adivinado mi amor?", se preguntaba al oír con qué cierto infinito
hería las fibras escondidas de su alma. Aquello era más elocuente, más íntimo
que lo han sido jamás labios humanos. Parecíale que no era el piano lo que las
manos de la joven estrujaban, sino su corazón mismo, fibra a fibra. ¡Ah!, debe de
haber un místico y arcano parentesco entre la música y la palabra soberana que
hizo brotar del caos a la vida los mundos y la luz, y es profundamente humana la
creencia de que cuando todo yazga en el silencio: cuando, como sepulcro
inmenso de la humanidad, surque la tierra los espacios fríos y tenebrosos del
futuro: al retumbar las notas poderosas de la trompeta final, la superficie del globo
se conmueva y arroje a la humanidad de nuevo a la vida, como arroja sus
recuerdos un cerebro adormecido. Tal le sucedía en ese momento a Miguel.
Porque, ¿en qué punto de su memoria dormía la escena que surgía ahora íntegra,
con todos sus detalles, al influjo de la música de Julia?
¡Hacía eso tanto tiempo! … Su prima Elvira le exigió que fuera por ella esa noche
a casa de Julia. Cuando entró, ésta tocaba: sin interrumpirse, volvióse y lo saludó.
Sentóse él en el borde de una silla a darle vueltas al sombrero entre las manos.
-Oye, Elvira: -dijo Julia volviéndose de nuevo- podías ensayar los lanceros con tu
primo.
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Colocáronse de frente y empezaron a danzar, avanzando el uno hacia el otro.
Miguel se sentía cohibido: al llegar cerca a su prima, no supo hacer cortesía y se
enredo en la vuelta: se puso colorado, embarazábalo la vergüenza, y perdió el
compás.
-Es que Elvira no da la vuelta como es -observó Julia, dejando de tocar y viniendo
a ellos-. Vé, toca tú ahora: verás.
Elvira obedeció.
Así había comenzado esa intimidad fomentada por una temporada en el campo
que vino en seguida, con lecturas en las tardes apacibles, largos paseos,
conversaciones íntimas, en que sus vidas se habían mezclado como las hebras de
una misma urdimbre. Poco después, la separación. Ausentóse él: el egoísmo de
los hombres sus bajezas, los dolores de la vida, la muerte de seres queridos, todo
eso había ido poco a poco reduciendo el círculo de sus afectos, héchole perder el
gusto de vivir. Empezaba a paladear esa soledad que va formando la Providencia
en torno a nuestro corazón al agostar a nuestro lado lo que más amamos, como
para orientarnos hacia otra vida futura y hacernos menos triste el abandono de la
presente.
Vuelto a su tierra hacía pocos días, habíase encontrado extraño en ella: cada cual
vivaqueaba al lado de su hogar para no helarse: otros se morían de frío y de
tristeza, contemplando de lejos el chisporroteo del hogar ajeno. Tan solo Julia era
la misma. La misma tontuela alegre que había caído mala cuando niña porque se
imaginó haber dado muerte a su abuela: la que le enseñara los lanceros en ese
mismo salón: la que en seguido se hizo adorar, y que ahora evocaba para él ese
mundo ya olvidado de las profundidades del recuerdo. La miraba encantado
pasear sus manos por el piano, y la adoraba. Qué bien había hecho en venir.
Cuando entró al salón se quedó frío: no conoció a ninguna de las personas allí
reunidas: pero ella había suplido todo. La madre de la joven lo presentó en
seguida como a un viejo amigo de la casa, y la velada siguió su curso ordinario.
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-Me ha hecho usted soñar despierto -díjole Miguel.
-¿Cómo así?
-Ahora, cuando usted tocaba, me vi entrando por vez primera a esta casa,
recibiendo de usted una lección de baile… ¡Tiempo feliz ese!
-¡Fue ese un tiempo tan grato! -contestó Miguel, y luego continuó, exaltándose:
puede uno olvidarlo todo: pero lo que nos sucede en la época en que nuestro
corazón inició su despertar a la vida del amor no se olvida nunca, por insignificante
que sea.
"¿Pero este pobre Miguel no sabrá que me caso?", pensó. "No debe saberlo.
¿Quién había de decírselo? Su madre murió: Elvira vive lejos. Ninguno de sus
amigos actuales conoció nuestra intimidad de otros días". Y sintiendo una
curiosidad loca por conocer esa pasión que ella había adivinado en otro tiempo,
empezó fríamente a hacer descender la sonda en el alma del joven.
-¡Qué mal amigo es usted! -murmuró-. Conque amaba entonces y, sin embargo,
nada me contó. ¡Y yo que me creía su amiga!
-¿Para qué? Francamente ignoro para qué se cuentan esas cosas: pero lo cierto
es que se necesita ser bien frío, bien excéntrico para ocultarlas a sus amigos.
-Veo que jamás me ha tenido usted confianza, y que su amistad ha sido sólo de
nombre.
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Reinó en seguida un silencio largo, embarazoso, durante el cual las miradas
tenían miedo de encontrarse: uno de esos silencios vengadores que son como la
sanción de frases que no debieron jamás haber sido proferidas. Sonó,
afortunadamente, el preludio de un valse.
-Si no llego tarde, ¿tendría usted la amabilidad de concederme esta pieza? -dijo
un caballero, acercándose a Julia.
***
36
-La novia -dijeron en los grupos de curiosos, empinándose para mirar hacía
adentro. Miguel miró también. Envuelta en los esbeltos pliegues de su traje de
reina, la negra cabellera tocada con blancos azahares, radiando los ojos grandes
sobre la faz pálida y dulce, cruzó Julia por los cuadros luminosos de las ventanas.
-¡Qué linda está! ¡Álzame para verla! -exclamó una niña de diez años, dirigiéndose
a una criada con quien se había detenido al pasar, levantándose en las puntas de
sus botinas diminutas.
"¡Ah!, ¡la cachorra de pantera!", se dijo Miguel al mirarla. "¡Cómo observa y estudia
para preparar sus caricias! ¿A qué corazón de hombre honrado… ¡de hombre
imbécil!, ¿irá a dar el salto esta chica deliciosa, para clavar en él sus afiladas
uñitas y sus dientecillos blancos, hasta chupar toda su sangre, para después de
harta pisotearlo e ir a enlazar el brazo al de algún vividor, como le está haciendo
en este momento su modelo de allá arriba?"
Se quedó mirando a la chica, que se alojaba por la acera con taconeo airoso y
limpio, dirigiendo a la criada preguntas candorosas.
"Así era ella", se dijo. "Así empecé yo a amarla. Luego se vistió de largo, y cayó el
telón sobre todos esos encantos que dejaba a la vista la niña inocente, y que ya
no habrán de volver a manifestarse sino en las intimidades escondidas del amor…
¡y del amor de otro!"
Miguel se abrió paso por entre ellos con alegría brutal, y saltó al mostrador, se
acomodó encima, cruzó las piernas y gritó a la tendera:
-¿De qué? -dijo está, abarcando con la derecha el cuello de una botella, la
izquierda en la cintura.
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-De aguardiente. ¡Pero más, más, llénelo usted! -decía mientras le iban sirviendo
el líquido en un vaso. Alzóse en seguida y se lo echó al cuerpo de un golpe. Luego
se puso a hacer cajón con los nudillos sobre la tabla del mostrador y a pasear
miradas burlonas y despreciativas por la multitud, en la cual se notaban
movimientos de hostilidad hacía él, ademanes agresivos, voces de amenaza. Un
mulato de ojos audaces, la cara cruzada por una ancha cicatriz, pasó junto él, se
rebujo en la ruana y le metió el hombro con insolencia, diciendo entre dientes:
Miguel miró de un modo feroz. Tendió la mano y cogió una botella llena, la llevó a
los labios y empezó a tragar aguardiente. Cuando la hubo agotado, arrojóla sobre
los vasos y las copas que estaban en el otro extremo, los cuales fueron
arrastrados al suelo con fragor. Un murmullo de protesta se elevó de todas las
bocas "No hay cuidado", exclamó Miguel son su misma cínica carcajada,
arrojando a la ventera un grueso billete blanco. Y volviéndose al mulato de la
cicatriz, dióle una palmadita en la espalda y le dijo: "mira, hombre: recoge aquella
guitarra y canta. Cántame una canción de amores. ¡Soy tan feliz!, ¡tan feliz!" Y
continuó su risa extraña. Cerró después los ojos un instante, se comprimió las
sienes con los puños y apretó los dientes. "¡Eh!, ¡acabemos de una vez!",
prorrumpió incorporándose. Y, alzando la mano abierta, cruzó la cara del mulato
con una sonora bofetada.
***
En ese mismo instante dejaba Julia reclinar su sien purísima sobre el pecho de su
marido, mientras se apagaban en la escalera los pasos de los últimos convidados
que se retiraban, y su corazón saltaba con azorada alegría bajo su seno virgen,
sin que la más leve sombra de remordimiento batiera sus alas sobre esas santas y
supremas emociones.
UN CRIMEN
Aquella atmósfera caldeada era un lago de luz móvil, sofocante. Las briznas de los
aleros pajizos de las casas crepitaban y se volvían carrujos abrasados: sobre las
superficies desnudas y áridas de los pedrejones de la rambla en que estaba
edificado el exiguo caserío, reverberaba el calor como un enjambre. Allá, debajo
de ese reguero de peñascos, de muy hondo, ascendía el mugido sordo, cual
huracán lejano, de un torrente que retorcía oprimido por esas enormes piedras
que él mismo quizá, cuando se cavaba su cauce, había arrastrado entre sus olas
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crespas y rugientes. ¡Ay!, asimismo agobia nuestras almas, convertido en
obstáculos y complicaciones cuando ya el raudal de nuestro entusiasmo juvenil
declina, todo eso que fue placer malsano y goces cálidos. Ciñendo por todas
partes el pedregal desnudo y yermo, se extendía el bosque oscuro, por donde
vaga el Magdalena en llanuras inmensas, que se van empinando en comba suave
hasta coordinarse a la mole gigantesca de los Andes de Santander, que
desenvuelven en vaivenes dulces y untuosos las superficies verdes de su
escultura soberana, y alejándose, alejándose blandamente, van a derretir su azul
sobre el azul del cielo.
Desde ese día -él, cazador apasionado y famoso- no volvió a cazar. Su escopeta
se corroía de orín en un rincón de su cuarto. En vano le decían los mineros,
cuando regresaban de sus labores, que allá, a la sombra del bosque, erraban en
manadas las tatabras: en vano salían los venados, tímidos, a reventar los tiernos
retoños de las batatillas a la luz moribunda del crepúsculo: en vano veía él mismo,
cuando vagaba distraído, los ojos en el suelo, el rastro sospechoso de tigres
merodeadores grabado sobre la arena húmeda. Nada le sacaba de su indiferencia
mórbida: todo le era igual, y se le veía casi constantemente sentado sobre el
umbral de la casa, mirando hacia ese cementerio que se había tragado a su hija.
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desmesuradamente abiertos a la inmensidad los globos de sus ojos. Luego, a
manera de una tela que se rasga, sintió en el fondo de su cerebro una pequeña
explosión luminosa y sonora, que siguió extendiéndose en hipidos de luz roja,
hasta llenarlo todo: y allá, en el seno de esa lumbre vibrante, empezaron a
cuajarse los contornos de la visión apocalíptica que lo torturaba en los accesos de
su mal, y que en vano trataba de rehacer cuando tornaba a la vida, no obstante el
serle tan conocida, tan familiar en esos mundos anormales del delirio en que se
atascaban los sucios rodajes de su cerebro carcomido por el gálico.
Entre reflejos de luz vacilante, como los reflejos de muchas hogueras, vio una
multitud inmensa, todo el vecindario, coronando las crestas de los pedrejones.
Debajo, como un huracán en cueva, rechinaba el latir de todos los perros de los
alrededores que luchaban con el tigre. A cada instante un chillido lastimero venía
hasta él. "Ese maldito gato está acabando con los perros".
¿Y Coronel y Clavellina, sus perros queridos? Metíase los dedos a la boca, y
silbaba: " ¡fohí!, ¡fohí!, ¡fohí!"… ¡Nada! ¡Qué iban a oír en medio de esa bulla! Y se
paseaba febril. "¿No hay entre tanta gente un hombre que quiera entrar a
alumbrarme, yo bajo a matar ese gatico?", clamó con rabia, pero como a su pesar,
porque el corazón le dio un vuelco doloroso. Todos se miraron e inclinaron en
silencio la cabeza. "Bajaré solo", dijo con despecho. Y tomando un candil entró en
la cueva. Y comenzó a internarse en ese dédalo negro, en la derecha la escopeta,
la luz en la otra mano: arrastrándose a veces como un reptil entre angosturas
imposibles, irguiéndose otras en salones enormes, cuyos techos altísimos de
bloques sueltos parecían derrocarse sobre su cabeza.
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Calláronse los perros al estallido: y sentados sobre las patas, lo miraban desde
sus asientos de piedra, como esfinges, mudos, los ojos encendidos. El tigre se
acercaba más cada vez, y él, hipnotizado, no podía moverse. De la voluminosa
cabeza de la fiera partían estremecimientos de onda límpida, que recorrían su
lomo terso y manchado, hasta morir en su trasera grácil: de la armada boca salía
la lengua, plegándose sobre la quijada hirsuta con felino saboreo. Y avanzaba,
avanzaba siempre: con cruelísima lentitud, con calculada pausa, como gozándose
en la horrorosa expectativa de su víctima. Ya llegaba. El desdichado cazador
quiso huir, y se sintió de nuevo paralizado por el espanto. Sopló su cara un vaho
hediondo: la armada boca se abrió sobre su cráneo, y los agudos colmillos
penetraron en él, produciendo un chasquido como de pasta frágil triturada entre
las muelas: sintió unas garras clavarse en sus carnes palpitantes…
En su carrera tropezó con una niña que traía agua, y, agarrándola por las
gargantas de los pies, blandióla en el aire y le estrelló la cabeza contra un
peñasco…
CORAZÓN DE MUJER
Julia, la nietecilla de seis años, vagaba, abriendo sus grandes ojos llenos de
curiosidad a esa escena, nueva completamente para ella y que apenas entendía.
Por la mañana, después de que hubo salido el viático, a cuyo paso deshojara
flores, había visto entrar, lentamente, avanzando con su vuelo incierto, vacilante,
de copo que el viento lleva y mece, una mariposa negra y grande, que recorrió los
corredores y fue a posarse sobre el dintel del aposento en que la anciana
agonizaba. Al entrar una tía suya, nerviosa y debilitada por las vigilias y el dolor, al
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cuarto de la enferma, distinguió la mancha oscura de la mariposa que se
destacaba sobre lo blanco de la pared. La pobre señora, herida por
presentimientos angustiosos, llevóse las manos a los ojos para cubrírselos, y
entróse precipitadamente, dejándose caer sobre un sofá del interior, en donde
Julia la viera desde entonces, escondida la cabeza entre los brazos, vuelta un lío
de ropas que se adivinaba cubrían a una persona porque a cada momento se
agitaban con hipidos de sollozos.
Julia salió al corredor. Aún estaba en el dintel la mariposa. Sobre un sillón vio un
chal abandonado, recogiólo y lo disparó sobre el bicho. Este, cogido debajo, cayó
dando atontadas palpitaciones anhelantes con las alas. La niña se arrodilló en el
suelo, y con azorada alegría, temblándole las manitas, agarróla de las
extremidades de las alas, se incorporó y púsose a observarla y a soplarle el
lanudo buchecito, para empezar en seguida a pasearse por toda la casa,
llevándola así cogida. De golpe se tropezó con su tía, la que sollozaba en el sofá:
la cual se incorporó sobrecogida, y al ver el para ella pavoroso animal en manos
de la niña, no pudo contenerse y dio un grito. Acudieron todos. El papá, que
conversaba en voz baja por allí cerca con otros caballeros, vino también, levantó a
la niña en brazos, llevóla al jardín, púsola en el suelo y se volvió en silencio,
cerrando tras sí la puerta. Echóse Julia a llorar, llena de despecho. En una mano
tenía un pedazo roto de una ala: en la otra, la mariposa, pegada del muñón del ala
opuesta. La arrojó al suelo con ira, y se tumbó en el césped a llorar inconsolable.
Pero pronto cambió de humor y se entregó a un vivo monólogo, del cual resultó
que la mariposa era la abuelita moribunda, y que ella la cuidaba y le encomendaba
el ánima. Con una astilla de madera, que ella decía ser una cuchara, le
administraba alimentos y drogas, como había visto practicarlo con la enferma. Al
fin se impacientó: esa enferma no tragaba nada. Púsole la astilla de punta en la
cabeza y empezó a hundírsela lentamente. El pobre animalito azotaba la tierra con
sus alas destrozadas, retorciendo su cuerpo de gusano: luego empezó a temblar
débilmente, hasta que, al cabo, se quedó muerta. En ese mismo instante se elevó
allá adentro un gran grito, formado de sollozos y gemidos. Julia corrió al agujero
de la cerradura, y vio pasar por el corredor del frente a Juana, la criada vieja, con
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las manos en la cabeza, gritando con voz enronquecida y entre lágrimas: "¡ay, que
se ha muerto mi señora!" Julia sintió un terror súbito, sobrenatural, desconocido.
Sus ojos se clavaron asustados en la mariposa muerta por ella, y el pensamiento
de que era la causa de la muerte de la abuela, de que ella la había matado, se
apoderaba irremisiblemente de su ánimo. Oyó que los gritos redoblaban, que se
acercaban a la puerta del jardín. El pánico la invadió, y corrió a esconderse en lo
más enmarañado, bajo una enredadera. Allí se ocultó completamente, tapándose
los oídos para no oír los gritos que venían del interior de la casa. Su corazoncito
temblaba como el de una corza perseguida, sus ojos grandes escrutaban,
espantados, por entre los claros del follaje, reprimiendo medrosa la respiración.
Creyó sentir pasos por allí cerca: sin duda la perseguían. Dióle el corazón un
chapaleo, cerró los ojos como para ocultarse mejor y se volvió un ovillo. Poco a
poco fue abriéndolos con mañita, como si temiese hacer ruido con los párpados.
No veía a nadie. Comenzó entonces a pensar que, si la cogían, lo negaría todo:
diría que ella no había sido. "¡No: yo no fui, yo no fui!", repetía meneando la
cabecita. Y, así diciendo, y mirando hacia el cielo, donde nadaban nubes
blanquísimas y enormes en el azul inmenso, se fue quedando dormida. Cuando, a
la oración, tras larga pesquisa, la hallaron dormida, soñaba que su tía y su mamá
lloraban junto a una mariposa que agonizaba con un chuzo atravesado en la
cabeza. De repente la mariposa se murió, y de su cuerpo oscuro y lanudo salió,
pura y radiosa, su abuela, que fue ascendiendo por el aire hasta ir a recostarse,
como sobre almohadones, en las nubes blanquísimas del cielo. Se recostó en los
brazos de Juana, la criada vieja. "Yo no fui", gritaba con desesperación. Sólo
cuando su madre la recibió en su regazo, comenzó a tranquilizarse.
***
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vida los mundos y la luz, y es profundamente humana la creencia de que cuando
todo yazga en el silencio: cuando, como sepulcro inmenso de la humanidad,
surque la tierra los espacios fríos y tenebrosos del futuro: al retumbar las notas
poderosas de la trompeta final, la superficie del globo se conmueva y arroje a la
humanidad de nuevo a la vida, como arroja sus recuerdos un cerebro adormecido.
Tal le sucedía en ese momento a Miguel. Porque, ¿en qué punto de su memoria
dormía la escena que surgía ahora íntegra, con todos sus detalles, al influjo de la
música de Julia?
¡Hacía eso tanto tiempo! … Su prima Elvira le exigió que fuera por ella esa noche
a casa de Julia. Cuando entró, ésta tocaba: sin interrumpirse, volvióse y lo saludó.
Sentóse él en el borde de una silla a darle vueltas al sombrero entre las manos.
-Oye, Elvira: -dijo Julia volviéndose de nuevo- podías ensayar los lanceros con tu
primo.
-Es que Elvira no da la vuelta como es -observó Julia, dejando de tocar y viniendo
a ellos-. Vé, toca tú ahora: verás.
Elvira obedeció.
Así había comenzado esa intimidad fomentada por una temporada en el campo
que vino en seguida, con lecturas en las tardes apacibles, largos paseos,
conversaciones íntimas, en que sus vidas se habían mezclado como las hebras de
una misma urdimbre. Poco después, la separación. Ausentóse él: el egoísmo de
los hombres sus bajezas, los dolores de la vida, la muerte de seres queridos, todo
eso había ido poco a poco reduciendo el círculo de sus afectos, héchole perder el
gusto de vivir. Empezaba a paladear esa soledad que va formando la Providencia
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en torno a nuestro corazón al agostar a nuestro lado lo que más amamos, como
para orientarnos hacia otra vida futura y hacernos menos triste el abandono de la
presente. Vuelto a su tierra hacía pocos días, habíase encontrado extraño en ella:
cada cual vivaqueaba al lado de su hogar para no helarse: otros se morían de frío
y de tristeza, contemplando de lejos el chisporroteo del hogar ajeno. Tan solo Julia
era la misma. La misma tontuela alegre que había caído mala cuando niña porque
se imaginó haber dado muerte a su abuela: la que le enseñara los lanceros en ese
mismo salón: la que en seguido se hizo adorar, y que ahora evocaba para él ese
mundo ya olvidado de las profundidades del recuerdo. La miraba encantado
pasear sus manos por el piano, y la adoraba. Qué bien había hecho en venir.
Cuando entró al salón se quedó frío: no conoció a ninguna de las personas allí
reunidas: pero ella había suplido todo. La madre de la joven lo presentó en
seguida como a un viejo amigo de la casa, y la velada siguió su curso ordinario.
-¿Cómo así?
-Ahora, cuando usted tocaba, me vi entrando por vez primera a esta casa,
recibiendo de usted una lección de baile… ¡Tiempo feliz ese!
-¡Fue ese un tiempo tan grato! -contestó Miguel, y luego continuó, exaltándose:
puede uno olvidarlo todo: pero lo que nos sucede en la época en que nuestro
corazón inició su despertar a la vida del amor no se olvida nunca, por insignificante
que sea.
"¿Pero este pobre Miguel no sabrá que me caso?", pensó. "No debe saberlo.
¿Quién había de decírselo? Su madre murió: Elvira vive lejos. Ninguno de sus
amigos actuales conoció nuestra intimidad de otros días". Y sintiendo una
curiosidad loca por conocer esa pasión que ella había adivinado en otro tiempo,
empezó fríamente a hacer descender la sonda en el alma del joven.
-¡Qué mal amigo es usted! -murmuró-. Conque amaba entonces y, sin embargo,
nada me contó. ¡Y yo que me creía su amiga!
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-¿Y para qué había de contárselo? -repuso Miguel emocionado.
-¿Para qué? Francamente ignoro para qué se cuentan esas cosas: pero lo cierto
es que se necesita ser bien frío, bien excéntrico para ocultarlas a sus amigos.
-Veo que jamás me ha tenido usted confianza, y que su amistad ha sido sólo de
nombre.
-Si no llego tarde, ¿tendría usted la amabilidad de concederme esta pieza? -dijo
un caballero, acercándose a Julia.
***
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había preguntado. ¡Ah! para ser delicado, para ser correcto, para conservar lo que
las gentes formales llaman tacto social, se necesita cierto grado de ventura: pero
cuando el dolor hiere brutalmente, cuando el dolor hunde hasta el puño su espada
en el corazón indefenso de su víctima, ésta se revuelve cínica, y quisiera arrojar
bocanadas de lodo sobre los dichosos, encontrando hondamente injusto, irritante
en grado altísimo, que los demás puedan ostentarse magnánimos, solamente
porque están libres de cuidados y una gran desgracia no ha pasado como ráfaga
de huracán sobre sus almas, barriendo todas esas vanidades.
-La novia -dijeron en los grupos de curiosos, empinándose para mirar hacía
adentro. Miguel miró también. Envuelta en los esbeltos pliegues de su traje de
reina, la negra cabellera tocada con blancos azahares, radiando los ojos grandes
sobre la faz pálida y dulce, cruzó Julia por los cuadros luminosos de las ventanas.
-¡Qué linda está! ¡Álzame para verla! -exclamó una niña de diez años, dirigiéndose
a una criada con quien se había detenido al pasar, levantándose en las puntas de
sus botinas diminutas.
"¡Ah!, ¡la cachorra de pantera!", se dijo Miguel al mirarla. "¡Cómo observa y estudia
para preparar sus caricias! ¿A qué corazón de hombre honrado… ¡de hombre
imbécil!, ¿irá a dar el salto esta chica deliciosa, para clavar en él sus afiladas
uñitas y sus dientecillos blancos, hasta chupar toda su sangre, para después de
harta pisotearlo e ir a enlazar el brazo al de algún vividor, como le está haciendo
en este momento su modelo de allá arriba?"
Se quedó mirando a la chica, que se alojaba por la acera con taconeo airoso y
limpio, dirigiendo a la criada preguntas candorosas.
"Así era ella", se dijo. "Así empecé yo a amarla. Luego se vistió de largo, y cayó el
telón sobre todos esos encantos que dejaba a la vista la niña inocente, y que ya
no habrán de volver a manifestarse sino en las intimidades escondidas del amor…
¡y del amor de otro!"
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desparramándose como un esputo de luz, la claridad que se escapaba por la
puerta de una tenducha. Se dirigió allá. Llegó al boquete luminoso y miró hacia
adentro. Un vaho tibio y nauseabundo le azotó la cara, pero se zampó
resueltamente.
Miguel se abrió paso por entre ellos con alegría brutal, y saltó al mostrador, se
acomodó encima, cruzó las piernas y gritó a la tendera:
-¿De qué? -dijo está, abarcando con la derecha el cuello de una botella, la
izquierda en la cintura.
-De aguardiente. ¡Pero más, más, llénelo usted! -decía mientras le iban sirviendo
el líquido en un vaso. Alzóse en seguida y se lo echó al cuerpo de un golpe. Luego
se puso a hacer cajón con los nudillos sobre la tabla del mostrador y a pasear
miradas burlonas y despreciativas por la multitud, en la cual se notaban
movimientos de hostilidad hacía él, ademanes agresivos, voces de amenaza. Un
mulato de ojos audaces, la cara cruzada por una ancha cicatriz, pasó junto él, se
rebujo en la ruana y le metió el hombro con insolencia, diciendo entre dientes:
Miguel miró de un modo feroz. Tendió la mano y cogió una botella llena, la llevó a
los labios y empezó a tragar aguardiente. Cuando la hubo agotado, arrojóla sobre
los vasos y las copas que estaban en el otro extremo, los cuales fueron
arrastrados al suelo con fragor. Un murmullo de protesta se elevó de todas las
bocas "No hay cuidado", exclamó Miguel son su misma cínica carcajada,
arrojando a la ventera un grueso billete blanco. Y volviéndose al mulato de la
cicatriz, dióle una palmadita en la espalda y le dijo: "mira, hombre: recoge aquella
guitarra y canta. Cántame una canción de amores. ¡Soy tan feliz!, ¡tan feliz!" Y
continuó su risa extraña. Cerró después los ojos un instante, se comprimió las
sienes con los puños y apretó los dientes. "¡Eh!, ¡acabemos de una vez!",
prorrumpió incorporándose. Y, alzando la mano abierta, cruzó la cara del mulato
con una sonora bofetada.
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***
En ese mismo instante dejaba Julia reclinar su sien purísima sobre el pecho de su
marido, mientras se apagaban en la escalera los pasos de los últimos convidados
que se retiraban, y su corazón saltaba con azorada alegría bajo su seno virgen,
sin que la más leve sombra de remordimiento batiera sus alas sobre esas santas y
supremas emociones.
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EL ALCALDE DE RIOLIMPIO
Efe Gómez
Primero me arrancaban la mano -dijo la vieja Chana-. Y apretaba la diestra en que
empuñaba el billete del banco, hasta tornar, por el esfuerzo, blancos los nudillos
de la mano, mientras Jenaro, el comisario, forcejeaba por abrírsela.
-Déjala, Jenaro; deja eso -dijo el secretario, levantando la cabeza de los papeles
donde escribía, y paseando por el despacho la mirada turbia de sus ojillos garetas.
Y dirigiéndose a Jenaro:
-¡Ay, señor! -exclamó el alcalde, entrando-. Sube uno aquí con la lengua de
corbata.
-¡Ladrona!
-¡Alcahueta!
-La cosa fue -dijo Jenaro- que una señora que iba de paso dio de limosna a estas
viejas...
-¡La tuya!
-¡Mugroso!
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-... dio la limosna a estas "apreciabilísimas damas" un billete de a peso. La Chana,
que lo recibió, lo empuñó y dice que a ella sola se lo dieron. La Santoslarga dice
que fue a las dos. Y se han tirado del pelo, y se han arañado, y se han dicho
bellezas. Y aquí las traigo. Tienen el pueblo en guerra.
Unidas las cabezas, sonrientes ya, se pusieron a pegar las dos porciones del
billete.
-Mírelas usted. Están amigas ya. Es usted un Salomón, señor alcalde -dijo el
secretario.
Los dos pasaban en ese preciso momento por enfrente a la tienda. El alcalde con
un aguacate a la diestra y el bastón en la izquierda; el secretario jugando a dos
manos con una llave (la del despacho) del tamaño de una barra de grillos.
El alcalde callaba.
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-¡Hum! Hice coincidir sus intereses un momento. Eso fue todo. Es lo solo que une
a los humanos. Pero cuando acaben con el billete, volverán a reñir esas viejas.
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EL PAISANO ALVAREZ GAVIRIA
Efe Gómez
Tas, tas… tas, tas…tas, tas… resonaba el trotar de mi macho Mojojoy en el
silencio de las calles solitarias.
Desemboqué en la plaza. Una plaza engramada, enorme: una plaza sin pueblo,
como definiera un arriero envigadeño el caserío ese.
Eché pie a tierra. Quité el freno a Mojojoy para que paciera a sus anchas, y me
tendí en la grama, cuan largo, a la sombra de una ceiba.
Por el tronco de la ceiba, una avispa enorme ascendía arrastrando una araña, a
quien con estocada magistral, paralizara de antemano.
Con vuelo aleve, silencioso, como el andar de los gatos cuando cazan, vuela un
gavilán del ramaje de la ceiba que me da su sombra al de otra que se eleve como
veinte metros de distancia. De la cual surgen, volando con estrépito, dos mirlos.
Saltan de una rama en otra, pían, gimen, dolientes, lastimeros.
…¡Ah!, su nido, ha sido robado. Allá se alza, volando siniestro, el gavilán. Los
pichones penden de su pico y de sus garras. Y los mirlos pían, gritan, lloran.
-El universo -pienso- está admirablemente calculado para que los fuertes devoren
a los débiles. La supervivencia de estos, reposa sólo en su capacidad inmensa de
reproducción. Están ellos más cercanos a la especia, están adheridos a la
especie. Brotan de las nupcias fatales, lamentables, del amor y del dolor, viviendo
siempre en desgarradora promiscuidad con la vida y con la muerte, fugaces,
desamparados, dulces.
Pienso, luego, por contraste, en mis acreedores, en los hombres y en las hembras
fuertes, implacables, duros, crueles.
Abro los ojos al paisaje rodeante. Miro, escruto… Allá por la acera de la izquierda,
veo una puerta que se va entreabriendo… Y asomando, cautelosa, una cabeza.
Me alzo de la grama y, presuroso, voy allá.
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-Buenas tardes.
-Prosiga usted, añade, abriendo de par en par la puerta. La cual lo era de una
tienda. Me zampo, y, de un salto, me acomodo sobre el mostrador. Mientras, mi
huésped abre cuan anchas, puertas… puertas… Por las del fondo se cuela un
golpe toda la claridad exterior. Vense a través de ellas, cultivos, pastales,
arboledas. Más allá la selva, la selva interminable, espléndida, inundada de sol y
de misterio, y cuyos tonos van cambiando, van viajando hacia el azul del cielo
hasta fundirse en él.
-Antioqueño, de Medellín, del puro plan de la villa… Alonso Alvarez Gaviria, para
servir a usted… Nací en la Quebrada Arriba entre el Puente de Mejía y el Puente
de La Toma.
-Desde que vine. Soy el único que trabaja aquí. Me lo trabajo todo: soy el alcalde,
la Sociedad de Mejoras Públicas, la Liga Patriótica de Antioquia por Colombia, el
Concejo Municipal, la Prensa Unida, el Cuerpo de Bomberos, la Banda Marcial, la
Escuela de Música, el Instituto de Bellas Artes… ¿Una cervecita? -díjome
vaciando una botella de cerveza Zapa legítima, en un vaso enorme, en cuyo cristal
limpidísimo ardía la luz de todo ese mediodía deslumbrante.
-Gracias.
-¿Qué opina usted del surtido de mi tienda? -dijo, al ver que yo, paseándome por
el interior, el vaso en la mano mientras bebía lentamente, hacía ademán de ir
examinando los objetos de los estantes-. En Medellín no lo hay igual… ¿Qué no? -
dijo cuadrándoseme, al ver que yo, abriendo mucho los ojos, lo miraba
interrogador-. ¿Qué me mira usted con esos ojos? ¿Cree que son cañas? No
solamente no hay en Medellín un surtido igual sino que no lo conseguirían
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semejante reuniendo en un solo, el Almacén Británico, la Droguería Restrepo y
Peláez, el almacén de don Alejandro Echavarría, La Bastilla, la Cacharrería
Mundial, el almacén de abarrote de los Piedrahitas, el almacén de la Buena
Prensa… Así es paisano, así es. Usted no sabe de esas cosas. Esté seguro de
que así es.
-¿Que para qué? Mire usted -dijo sacándome a la puerta del fondo y tendiendo la
diestra-. Bajo esa selva, invisibles, dispersos, hay más de siete mil negros
sacando oro en los cauces de los ríos, en los aluviones de sus orillas, en los
aventaderos y en los cerros: extrayendo caucho, chicle, tagua… Pues bien, esos
siete u ocho mil negros trabajan para mí, exclusivamente para mí.
-¿Para usted?
-Para mí.
-No diga pendejadas paisano. Esclavos hay en todas partes. En todas partes el
pobre es esclavo del rico, del poderoso.
-Viera usted, paisano, en los eneros y en los julios, cuando el verano merma las
aguas de los ríos y permite a los mineros trabajar los cauces, y no caen aguaceros
que laven de los troncos la goma de los perillos y los cauchos, cómo se cuaja este
puerto de canoas, cómo hormiguean estas calles y estas plazas de negros y de
negras… Y con qué trapaos de oro, y con qué cargamentos de goma y de tagua…
Y salimos a recibirlos mi mujer y yo. Ella se encarga de las negras. Les corta las
melenas, secas como yesca, a lo garçon: les mete las piernas y las patas negras
en medias de seda de color de carnes blancas, tiernas: las enguanta todas: les
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zampa el busto y las caderas en uno de esos chalecos con que salen ahora las
señoras a la calle, porque las señoras salen ahora en puro chaleco, paisano: las
encarama en zapatillas de veinte centímetros de tacón: les mete en la cabeza
unos sombreritos que parecen tarralíes boca abajo: las unta de colorete, las
empolva, las perfuma y las cuelga del brazo de los negros a quienes yo he puesto
un traje de ceremonia con los smokings y los fracs que me vienen por
cargamentos de las prenderías de Bogotá… ¡Y a bailar! Debajo de aquella ceiba
les instalo una pianola. ¡Cómo bailan, paisano! Secan la yerba de la plaza: hunden
el piso: tuercen los tacones: se mascan las medias… y bailan, bailan, bailan.
Bailan y fuman, y beben. Se beben todo lo que hay: el whisky, el brandy, el
aguardiente, el vino, el petróleo, el aceite, las tinturas medicinales… Se fuman
hasta las garras tiesas y hediondas en donde viene empacado el tabaco de Santa
Bárbara y de Palmira… Y el orito de los trapos va pasando a mi caja… Y el dinero
que les di en cambio, va pasando a mi caja… Y los cargamentos de caucho y
chicle van entrando a mis depósitos…
-Y cuando les ha quitado -interrumpíle- lo que trajeron en oro y otros valores, tiene
usted que darles de beber al fiado… Y, o no le pagan… o pagan parte no más… Y
se pierde el dinero, y se pierde el cliente y… no me diga paisano, esas cuentas no
salen.
-De suerte que me va a decir usted ahora que a los seis mil o más negros a
quienes usted les ha sacado el dinero de su trabajo en cambio de juerga, y que se
despiertan enguayabados, jartos, hediéndoles la vida a cobre, les va a decir muy
fresco, echándose las llaves al bolsillo y dándoles la espalda: hasta luego
muchachos, no les fío, no soben, friéguense… ¡Eh! Conozca paisano. ¡Conozca!
-Y ai verá paisano. Ai verá… Y lo curioso es que después de que los pelo, les sigo
sacando… ¿Y se ríe? ¿Cree que son cañas? No sabe usted con quién zampa.
Mire: cuando ya el dinero se les va acabando le hago una señal al inspector -aquí
todos son míos- y el inspector va cogiendo a los más percudidos, a los más
pobres, y así, blanditos, tambaleándose, los pone en la cárcel. Mire: allí, en aquel
edificio del frente. ¡Tiene un salón! Hasta que no quedan aquí sino los ricos, los
formales. A esos sí los mimo. Los meto a dormir adentro. Cuando vuelven de la
mona, les brego el guayabo, los caldeo con caldos de espinazo de puerco y de
cola de novillos, los refresco con tisanas, les compongo el cuerpo con traguitos de
anisao… Luego van llegando poco a poco, uno a uno, los que estaban en la
cárcel, avergonzados, retraídos, tímidos, silenciosos. Vienen ya en el traje de las
selvas: desnudos, sin más vestido que un pañuelo de yerbas en la cintura, y un
sombrero de caña de anchas alas en la cabeza. Me llaman a palabra con mucho
misterio. Y cogiendo el lío que traen debajo del brazo con el frac y las otras
prendas de sus vestimentas de etiqueta, me proponen que se los empeñe, en
cambio de unos centavos para volverse a las selvas y de un trago con qué calmar.
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-¡Exactamente lo que pasa en los centros civilizados!
-Tiene razón el paisano: al fin los civiliza. Es el método usado por los civilizadores:
robar, corromper, envenenar…
-Mírelos, paisano, allá vienen por media plaza -interrumpió el paisano saliendo
presuroso.
-Son -continuó-, mi mujer y mi muchacho, la parentela que vive con nosotros y los
negros que nos sirven… Me habían dejado solo desde esta mañana. Estaban
visitando a unos compadres.
-¿Qué tal? -preguntó a los que venían-. ¿Los cuidaron mucho los compadres?
-Mire, paisano, qué muchacho tan bien jalao… ¡Pero, es que no es gracia
tampoco! Qué le parece: con toda la sangre que tiene este angelito. Por el abuelo
es levantino, griego: por la abuela, maicero, envigadeño… mientras que por los
abuelos paternos, por mí… pues nada menos que de los Alvarez del Pino y los
Gaviria del Cañón… ¡Figúrese la fierita que irá a salir este cachorro!-. Y mirando al
niño, arrobado, diole un beso resonante, unió al niño su rostro viril, barbudo, y le
mordió entrambas mejillas. Espabiló el niño los ojos espléndidos, dio un grito de
protesta y, con ira súbita, con fuerza, las dos manos empuñando las barbas del
padre, apartólo de sí. Quedaron mirándose, y las facciones de entrambos se
encendieron con sonrisa inefable de amor mutuo.
Y a mí:
La joven me tendió la mano y puso en mí los ojos en silencio. Unos ojos de esos
que encadenan los destinos de los hombres: que apaciguan los corazones
turbulentos. Quedé un instante aislado del mundo. Y comprendí, sentí que había
un alma de hombre y un hogar feliz para quienes esos ojos eran lo que es el sol al
mundo.
-Y usted no debe seguirse, paisano. Desde aquí puede estudiar las minas que le
faltan. Con que záfese esas espuelas: no ha de ser usted de peor condición que
su macho, que ya está comiendo en la pesebrera.
-¡Un encanto esos diez días pasados en casa del paisano! -pienso, acodado al
barandal que rodea por este lado los aposentos que me fueron destinados.
-¿Pero cómo ha hecho el paisano -me pregunto- para plantar en estas soledades
el hogar dulce en donde imperan la paz, la abundancia, la alegría? Porque
estamos en la línea que limita por este lado el sector por donde avanza la
expansión de nuestra raza por el territorio de la Patria. Y lugares como este, son,
en donde quiera que los he visitado, la línea de fuego, como si dijéramos, en que
radica lo más intenso de la lucha. Aquí, el reo prófugo, la mujerzuela, el mozo
reacio a toda disciplina que abandonó el hogar paterno, el tahúr, el pendenciero.
En el equilibrio móvil de la vida de la raza, es este lugar que corresponde a lo más
anormal, a lo más desligado, a lo más explosivo de un pueblo que compacta sus
filas, hierve y vive en el núcleo central de donde irradia. ¡Y qué mano de hierro,
qué prestigio, qué valor, qué tino ha necesitado este valiente para hacer que se le
respete, se le quiera y se le tema! Habíamos dicho que no tenía que manejar más
que negros tímidos. Y yo he podido ver en las excursiones que con él he hecho,
trabajando en sus minas, el ganado más bravo de nuestros centros mineros más
famosos. Y esas gentes no respetan sino lo respetable: el valor, la probidad en los
varones: la virtud clara, sin mancha en las mujeres. Todo lo demás desata,
irrestañables, sus burlas crueles, sus sarcasmos. Y yo he visto las olas de este
agitado mar humano romperse, tenderse mansas, tácitas, en los umbrales del
hogar de esta familia. ¡Y no haber logrado que me cuente la peripecia última del
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éxodo que le arrimó al abrigado puerto! Entre bromas y entre risas, rehuye
siempre relatármela. Es, por otra parte, ésta, una modalidad de nuestra raza. El
antioqueño, oculta siempre tenazmente sus íntimos sentires. Por eso -en otro
orden de actividades- son tan escasos aquí los poetas líricos. Nos falta la
ingenuidad que se necesita para mostrar desnuda el alma: la vanidad adorable
que precisa para creer que pueda interesar a los demás la expresión de nuestros
propios dolores y de nuestras propias alegrías. El poeta de Aures compara la
dicha de la vida a la flor de batatilla que se abre a la sombra y que la luz del sol
marchita. Abel Farina, el gran desdeñoso, cuando canta su dolor ante la vida, ante
el misterio, parece sentir una amargura más desgarradora por la fatalidad que le
obliga, irremediablemente, a exponer las interioridades de su adusto corazón a las
miradas de las gentes, que por el dolor mismo que lo tortura, que lo roe. Y entre
los vivos, nuestro escritor cimero, nuestra más alta gloria literaria, ¡cómo rescata
su ser íntimo! Cómo desconcierta a los hombres de las generaciones nuevas que
se acercan a él para sondear, para bucear, curiosos, en el prismal, extenso y
hondo mar de su cultura. Oyen ellos, de sus labios, las más desconcertantes
paradojas, móvil cortina tras la cual esconde su viejo corazón de oro. Refractario a
la confidencia íntima, la ternura de su alma corre, señera, en recatados cauces,
para fluir luego por los picos de su pluma a las páginas de sus novelas
portentosas…
Las pisadas del paisano, que ascienden la escalera, me arrancan a mis pensares.
-Perdone paisano, que lo haya dejado tanto tiempo solo -dice entrando.
-No lo merezco.
-Es decir, pensaba en… diga una cosa… ¿Cuánto tiempo hace que vino aquí, a
esta población, usted, por vez primera?
-Y cuando usted vino -me decían la otra tarde- era dueño de esto, del negocio que
usted explota ahora, su suegro… es decir, el que, corriendo el tiempo, habría de
llegar a ser su suegro.
-Pero si no estaba él aquí cuando usted vino, si había ya muerto, entonces ¿cómo
se explica su amistad con él, cómo se explica? …
-Mire paisano. Usted trueca los frenos, se enreda todo… Tendré que contarle en
orden todo eso… No sé qué empeño tenga usted en ello… No vale la pena.
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-Pues le cojo la palabra -dije tomando asiento.
Hasta que un día, una tarde, después de haber hablado dos horas, yendo para la
posada, fatigado, en una mano el cajón de la serpiente, en la otra, en una valija, el
saldo de específicos, emparejó conmigo un señor. El cual caminó a mi lado largo
trecho y en silencio.
-Lo he estado oyendo hablar toda la tarde, me dijo sin mirarme, andando
siempre…
-Muchas gracias.
-Más gracias.
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-Yo creo lo mismo.
-Cuando me conviene.
Y nos entendimos.
Se trataba de un contrabando que había que recibir en cierto puerto, y había que
hacer llegar aquí, a esta población, a través de guerrillas, de caños, de selvas, de
lagunas.
Más de cien leguas llevaríamos andadas, cuando una noche… una noche muy
oscura, subíamos un río. El patrón y yo íbamos detrás, dirigiendo la expedición.
Delante iban once canoas cargadas. Porque la cosa era en grande. De repente
sonó un tiro allá… adelante, entre las sombras. Luego otro, y otros.
Di orden de voltear proas, y por la mitad de la corriente, huir río abajo. El tiroteo,
cada vez más intenso, se acercaba. Detuvimos en la orilla nuestra canoa, y ante
nosotros, huyendo río abajo, iban desfilando las canoas que antes iban adelante
río arriba, negras, silenciosas… Una… dos… nueve… once. Detrás de la
undécima botamos la nuestra a la corriente. Yo iba sentado en la popa. El patrón a
mi lado, en pie, escrutaba los fogonazos de los disparos, a cada instante más
lejanos. No se veía gota… Oigo un golpe seco… En seguida el batacazo húmedo
de un cuerpo que cae al agua, al mismo tiempo que los remeros nos gritaban:
¡agáchense patrones! Miro a todos lados. ¡El patrón no estaba! Habíamos pasado
por debajo de un tronco de un árbol tendido sobre la corriente, y fue lanzado al
agua. Era un hombre excelente el patrón. Aquí lo llamaban "El Turco". Según me
contó, era griego, de Atenas. Persona distinguida, que después de una
conspiración abortada en que tomó parte, tuvo que emigrar para salvar la vida.
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Cuando me convencí, al día siguiente, de que el patrón había muerto, me hice
reconocer por jefe. Y a los diez días completos, entraba aquí con el cargamento
íntegro.
-Y dio buenas cuentas, y se casó con la niña heredera del tesoro, y fueron felices,
y en eso me vino yo... -díjele riendo.
-No me crea tan... chiquito, paisano. No olvide que soy un héroe. Y eso que acaba
de decir... eso cualquiera lo hace. En Antioquia no conozco una, una sola persona
que no sea capaz de hacerlo. ¡Dar buenas cuentas! En Antioquia todos estamos
convencidos de que lo único que no se puede hacer son pendejadas. Y la
pendejada más grande que uno puede hacer en la vida es no ser honrado en esos
asuntos. Y continúo paisano. Usted va a ver muy pronto cuando llegue a lo de mi
heroísmo, que yo tal vez sí soy un héroe...
Como le iba contando, llegué aquí con mi cargamento. Y pensé, por le momento,
que todos mis esfuerzos habían sido vanos. Porque no encontré con quién
entenderme. La viuda del patrón no quería oír hablar de negocios; estaba
desolada. ¿Qué iba yo a hacer? Ya pensaba en largarme, cuando una tarde me
envían a llamar de la casa de "El Turco". Y me encuentro con Zoraida, con la hija.
Empezamos a hablar y me quedé pasmado. ¡Qué inteligencia, qué discreción! Me
tomó cuentas de todo, absolutamente de todo, y se hizo cargo de la situación
hasta en los últimos detalles.
-Se ha portado usted como un hombre -me dijo-. Pero su labor apenas comienza.
La mayor parte de este cargamento -añadió- no debe ser realizada aquí. Y exhibió
informes de precios en los diversos mercados del interior.
-Estúdiese esto -me dijo, entregándome un legajo-. Ahí se informará usted del
valor de los fletes, del valor del cambio, de los agentes con quienes tiene que
entenderse. Y arregle viaje para que salga mañana.
Tenía un amo a quién obedecer. ¡Y qué amo! Era una mezcla de adoración, de
amor, de respeto lo que sentí por ella.
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Destino, hasta cinco jóvenes, gentes de verdá, procedentes de las oficialidades de
los ejércitos, dispersos, disueltos, capitulados. Y todos ellos ¡todos!, andaban
locos de amor por Zoraida. Ella atendíalos a todos por igual, discreta, sencilla. Y
había entre todos uno: un bogotano, de educación esmeradísima, que llevaba
dignamente un apellido ilustre en nuestra historia, caballeroso, gallardo... que me
tenía aterrado. Y vino a agravar más la situación, el que uno de los pretendientes,
un costeño, el más fatuo quizá, o el más enamorado, se declaró a la joven. Y
recibió uno nones tan redondos, que no pudo soportar la situación en que
quedara... y se voló.
Nos mirábamos unos a otros recelosos. Nos huíamos. Nos odiábamos. Cómo
sufrí, paisano. Yo que me había acostumbrado a la idea de que esa mujer era mía,
¡mía! verme relegado a segundo plano, eclipsado por gentes socialmente,
económicamente, intelectualmente superiores a mí.
De improviso sacudió la población íntegra una nueva terrible que puso pánico en
todos los corazones, que hizo palidecer de horror a todas las caras: bajando el río
había sido vista una banda de forajidos sin partido político, la hez de todos los
presidios y de todos los campamentos, que a órdenes de un bandido famoso,
venían robando, violando, incendiando, asesinando. Esa noche llegarían al puerto.
Al día siguiente muy temprano, entrarían al pueblo. En mi cabeza fulguró un plan.
Y temblando de gozo, corrí a ponerlo en obra.
Estuve ausente todo el día. Por la tarde volví al pueblo. Fuime a casa de Zoraida.
Todos sus pretendientes estaban allí reunidos.
-Sé más aún. Sé que dentro de dos o tres horas llegarán al puerto y que mañana
estarán aquí.
-Claro: debemos, escoltando a estas señoras, echarnos río abajo. Las canoas nos
esperan. Y si no lo hemos hecho es porque Zoraida se ha empeñado en esperarlo
a usted.
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Sentí ímpetus de arrojarme a los pies de ella y besar el polvo que pisaba.
-Si a los caballeros les da miedo, pueden irse río abajo. Yo espero aquí.
-¡Miedo! -gritó el bogotano dando a mí dos pasos, crispados los puños, temblando
de ira... -No fuera por estas damas y habría castigado ya tu insolencia.
-¿Y es que piensas resistir aquí, baladrón? Pues entiende que mi ordenanza que
los vio, que los contó desde un escondite, dice que son cuatrocientos y tantos,
armados de máuser, y gentes valerosas y aguerridas; ¿cómo esperas tú...?
-Saque a estos señores de aquí, Maturana. Los hace conducir al puerto de abajo.
Los hace embarcar con orden de navegar toda la noche y mañana todo el día.
-¿Y ahora? -me dijo mirándome, con ojos ansiosos, infinitamente bellos.
-A obrar señora.
-Tienen sus machetes. Nos hemos hecho esta tarde una trocha que nos permitirá,
dando un rodeo por la selva, llegar sin ser vistos... Ellos acamparán esta noche en
el puerto. A las tres de la mañana estaremos a quince metros de sus centinelas,
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esperando el momento de caerles. Cogidos de sorpresa, en medio al sueño, en un
combate cuerpo a cuerpo, estoy seguro de aniquilarlos.
-Qué horror... Pero y así... entre las sombras... confundidos entre las sombras los
unos con los otros... ¿no corren el riesgo de degollarse mutuamente?
-Sí.
Continué paseándome.
Me tendí en el suelo, sobre una estera, boca arriba. Cerré los ojos y traté de
dormir... Me iba quedando dormido cuando ¡tran!, brinqué como una pelota de
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caucho. Las manos cruzadas, los ojos anchos de terror, el pelo parado sobre la
frente, me sorprendí a mí mismo cuando hube despertado bien.
Y pensé en la escena última. Ella que me vio como a un héroe, que oyó de mis
labios esa frase trágica que la hizo temblar toda, que me oyó decir con entonación
que envidiaría al actor Calvo: "no hay riesgo de que en el asalto que vamos a dar,
entre la sombra, nos degollemos los unos a los otros: mis negros irán desnudos y
palparán antes de herir..." ¡Y palparán antes de herir! ¡El farsante soy yo! Si ella
me viera en este momento tiritando de miedo...
Saqué el reló. Faltaban cinco minutos para las tres. No hay tiempo que perder. Es
preciso dar la orden de marcha...
Abriéndose paso a viva fuerza, entran al salón, uno... dos... la mar de hombres. Y
uno de ellos, cayendo de rodillas en medio de la sala, alza al cielo los brazos y
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exclama: -Alabemos a Dios y bendigámosle para siempre. ¡Que el nombre del
Señor sea glorificado por los siglos de los siglos!
-¡Digan, digan!
-¡Que los bandidos se han ido río abajo. Que dos batallones de fuerzas regulares
que los siguen han llegado al puerto!
-Ni uno queda ya. Yo los he visto. Yo que había sido puesto por el jefe, de
avanzada.
Y usted no lo creerá, paisano. Pero cuando oí decir eso, sentí que la sangre corría
libre, generosa en mis arterias. Sentí que un león rugía en mis entrañas. Y
sacando mi machete salté a media sala.
-¡Cobardes! ¡Miserables! -exclamé. ¡No, no se han ido por eso que están ahí
diciendo. Han huido porque supieron que yo iba a atacarlos. ¡Porque sabían que
iba a caer sobre ellos como un rayo el coronel Alonso Alvarez Gaviria!
Me hicieron campo. Y ahí fulgurante como Aquiles, hacía vibrar mi acero sobre
todas aquellas cabezas conturbadas.
Con la esquina de un ojo, vi, sin volverme, que Zoraida, radiante de alegría,
entraba al salón seguida de su madre.
-Lo que quieren esos cobardes -grité esta vez con todas mis fuerzas- es
arrebatarme la gloria de morir por ella, de verter hasta la última gota de mi sangre
por Zoraida, por la mujer a quien adoro. Y salté al umbral vibrando en alto mi
acero formidable.
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Me volví.
-¿Y para qué había de quererte muerto? ¡Vivo, vivo te quiero yo, querido mío!
¡Valiente mío! ¡Héroe mío!
Y como a los héroes nos está permitido todo, absolutamente todo, me volví a ella,
estrechéla entre mis brazos, su cabeza se dobló sobre mi pecho y mis labios se
posaron en su frente.
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EL MONITO FLEIS
Efe Gómez
El éxito en la vida tiene un nombre: yo quiero; -dijo Gerardo Rivas, heredero
opulento, que había derrochado parte de su inmensa fortuna en empresas
utópicas, para hacer creer que lo que había heredado, conseguido había sido por
él, trabajando, bregándose la vida; para hacer creer que are, como él a sí propio
se llamaba, un self-made man.
-Déjalo, -dijeron los demás de la tertulia- déjalo; cada uno elige su manera de
expresarse.
-Oíd pues: en aquel tiempo había en la región un agricultor que plantó dos rosales
en su huerto. El uno en un suelo abonado cuidadosamente, en un arenal reseco el
otro. Creció el primero hermoso, sus tallos llenos de jugo, erizados de espinas
sonrosadas, cuajáronse de frondas verdes, consteláronse de rosas magníficas,
tan magníficas que merecían morir dulcemente sobre el seno de jazmines de
Noemí, la morena más bizarra que el pulgar de la raza logró jamás modelar en
carnes firmes en las montañas de mi tierra, en tanto que el rosal sembrado sobre
arena, retorcía sus tallos desmedrados, de hojas escasas, amarillentas y resecas.
-Es cierto. Nada de raro tiene eso -dijo Perucho- como no lo tiene tampoco lo que
sigue. Pues aconteció que el rosal sembrado sobre abonos, escribió un libro en
cuatro volúmenes, a la manera de los Smiles, de Silvan Roudes y de Marden:
cuajado de sentencias profundas, de máximas y de filosofías, sobre la influencia
de la voluntad en el éxito de los negocios de la vida. Libro en el cual, entre otros
muchos ejemplos de individuos que han triunfado por su esfuerzo, contaba cómo
había hecho él -el rosal- para hacerse tan frondoso y producir tantas rosas
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sobreponiéndose a la hostilidad del medio, y a fuerza de disciplina interior y de
voluntad tesonera. De paso, y como para contraste de su actuación brillante,
citaba el caso del rosal que crecía sobre arena, el cual -decía- por pereza, por
indolencia y por desgreño, no lleva jamás flores. Según he logrado averiguarlo, al
rosal moralista se dio la sentencia aquella que tú nos citabas: "el éxito tiene un
nombre: yo quiero". Porque como todos los que la fortuna plantó sobre las arterias
por donde la vida universal circula intensamente, nuestro rosal estaba convencido
de que a su personalidad moral se debía su floración magnífica.
-El rosal era sincero al creer eso: afirmaba un acto de conciencia íntima -dijo el
director de la mina, hombre docto, quien ironizaba con el mismo aire de inocencia
con que otros dicen tonterías.
-¿Y los que nacieron desvalidos, y por esfuerzo propio triunfaron: un Rockefeller,
un Carnegie, un...? -replicó fogosamente Gerardo.
-Pero para llegar a esas capas ricas necesitaron del esfuerzo heroico de su
voluntad.
-Era diligente, era honrado. Oigan pues: hace de ello mucho tiempo, antes de la
guerra última, hubo cierto mes en que estas minas de Echandía pasaron por una
crisis formidable. En la cantina de Manuel Antonio Taborda se comentaba el
asunto.
-Sí Señor -decía Cusuco-; se berrió Echandía. ¿Qué no?, miren: el filón de
Boquejoyo no ha dado más que jumos de oro en los molinos; en la Amalgamación
de la Línea, dos o tres barritas de plata aurífera... y esa es toda la remesa de este
mes.
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-No puede ser.
-Y los molineros.
-Y los químicos.
-¿Tiene algún mandadito qué hacerle, don Manuel Antonio? -dijo Fleis entrando.
Nadie lo miró siquiera. Silencio burlón. Profundo. Luego uno aquí, más allá otro:
-¡Qué hacer!
Quedóse Fleis parado. Debo de haber dado una lora madre -pensó-... Y salió, se
escurrió de la tienda, pasitico, vergonzoso.
-Yo debo ser un animal -se iba diciendo-. Salir con esas cuando la remesa... (Y se
quedó parado mirando a la distancia, estático, abstraído, lelo).
-Y haber amanecido en casa sin qué desayunar, un día como hoy en que la
remesa... ¡Qué imprudencia!
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Y pensando en sus doce hijos a quienes dejara esa mañana berreando de
hambre, en cuclillas al lado del fogón puesto en el suelo y apagado, doce hijos,
¡doce!, doce monos flacos, tuntunientos, pecosos como él y como la Mona Dávila
su mujer:
-Tal vez en Marmato encuentre un inglés a quién poder ganarle algún jediondo
peso con qué desayunar a esos flacuchentos.
Los místeres se miraron entre sí. Miraron a Fleis de abajo a arriba. Tornaron a
mirarse unos a otros. Y rompieron a reír.
-Soy bien animal, de veras -dijo Fleis, tomando el camino del Boquerón.
Era ya la una del día y Fleis, sin hallar en qué ocuparse, vagaba por caminos y
veredas. Paróse de repente. Vio que allá venía un hombre rubio, bello; vestía larga
túnica ceñida a la cintura; la partida barba y los cabellos, como mies, dorados; los
ojos grandes, mansos.
Puso el Señor sus dos manos divinas sobre los hombros de Fleis. Puso luego sus
ojos absolutos en los de Fleis hambrientos, desteñidos, y... apartándolos a un
lado, dispúsose a proseguir el camino que traía. Levantóse Fleis, y, rápido, tornó a
cerrarle el paso:
Tornó el Señor a evitar a Fleis y a seguir su camino, los ojos puestos en el suelo
como si buscase algo perdido.
-Pero hombre Fleis, tienes tamañas ocurrencias: ¡Qué te parece! Yo con harto
afán buscando la manera de completar la remesa a don Bartolomé Chaves y tú,
¡dale! con la simpleza de que ¡en tu casa no amanece con qué desayunar!
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-Tengo yo, de veras, unas ocurrencias -dijo Fleis monologando, mientras Cristo se
alejaba-; ¡unas ocurrencias! Salir con que mis hijos lloran de hambre cuando la
remesa...
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EL TÍO TOMÁ
Efe Gómez
Prudencia: -Los yanquis también son ayudaos, ¿cierto Tío Tomá?
Coloca la batea sobre el pretil del canalón. Tantea en la mochila. Extrae de ella el
eslabón, el pedernal, la mecha. Da lumbre. Se quita el sombrero; escoge del
interior de la copa de este una colilla: chupa y puja... chupa y puja... los otros
negros abandonan las herramientas (que su oráculo va a hablar) y se van
acomodando alrededor de Tío Tomá, atentos a escucharlo. El cual continúa:
-Sí seño: Mucha electricidá p’al oro. Oigan, verán, les cuento un sucedido: cuando
yo trabajé abajo, en las Minas de Remedios; fundieron un montón de "moles"
ricas, y el Diretó, un señó mú sabio y mú ingenioso, quiso ensayá a vé si convenía
má copelá las barras para apartá el oro y la plata der plomo, o exportarlas así. Y
como yo, cuando mozo, trabajé en las Fundiciones de Titiribí, fui encargao para
hacé el ensaye.
Conque mi amo e mi vida, cojo un par de albañiles y, trabajá... trabajá... hasta que
armé el horno e copelación con su ventilaró y su chimenea e toro: No me fartaba
más que la copela. Conque voy y le digo a Juan Pablo Cuzco, un viejito que había
allá, medio limosnero él.
-Ole Juan Pablos: conseguíme un tercio e güesos, yo te los pago bien. Conque al
otro día, se aparece el diablo der viejo con su "cataca" retaquiaá de calambombos
y de paletas, y de costillas.
-Esto ya debe estar próisimo a dar colores; véngase pa que saquemos la torta de
oro y plata.
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Conque, mi amo e mi vida, se viene el Diretó y er Químico y toda la Mayoría a vé
sacá la torta. Y comienza ese baño e metal a mermá, a mermá... y todos asomaos
viendo a vé cuándo se fijaba, ¡y ni señas! Ya no había sino tanto un charquito así
de metal en el asiento de la copela... y ni colores ni náa. Todos esos blancos se
voltiaban a vé, unos a otros asustaos, sin sabé qué pensá, hasta que de golpe,
¡fú!... se acabó er metal y se quedó la copela vacía.
Que eso debe tener tantos gramos de oro y tantos de plata, decía er Químico y
mostraba los boletos de ensaye. Que alguna grieta en la copela. Que esto. Que lo
otro. Que lo de más allá. Desbaratamos el horno... nada: ni una grieta. Ni señas de
oro no de chorreaduras de metal por parte alguna. Todos estábamos confusos sin
saber qué pensá. Hasta que de golpe dice el Diretó:
-Dígame una cosa Tío Tomá: ¿dónde consiguió usted el güeso para fabricar la
copela?
-¿De dónde trajo, Juan Pablos, el güeso para fabricar esta copela?
-Diga. No le dé miedo.
-Pues del dueño de los güesos, del míster que se murió en una perra y lo
enterraron a orillas de la acequia... yo lo desenterré y me traje el esqueleto y...
pero por Dios mis amos, que yo no lo hice por mal hacé, porque como creí...
-Pues claro, dijo: Si la cosa está clarísima. Más clara no sirve: él fue el que se
llevó el oro. Si yanqui no se puede ajuntá con oro, ni muerto, ni en esqueleto,
porque alza con él, se lo chupa, se lo chorrea...
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FINANZAS
Efe Gómez
a Luis de Greiff
La muchacha
El viejo, de su asiento
músico, peluquero,
abogado y minero
necesitan verano
Sabiamente se mueve
de la ceñida falda
finalmente esculpido
en el marfil viviente,
Federico García
Lorca.
No
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"Los muslos de amapola" -iba diciendo:
blanquísima y redonda,
el pelo recogido
(tinieblas luminosas)
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que palpita y que ondea
-¿Y el amor?
-¡A pereza!
¡y muchachos…! ¡Muchachos!
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El viejo se levanta. Se pasea
Se pasea y se calla,
se calla y se pasea)
tesonero y audaz:
-Bella Gertrudis,
tú… eso,
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GUAYABO NEGRO
Efe Gómez
Sobre ese caos flotaba un dolor de cabeza.
Luego, dentro de esa nebulosa de dolor, pero con nexos apenas perceptibles en
ella, comenzó a esbozarse la personalidad consciente de Pedro Zabala.
¿Era aquello un dolor enorme a que él, Pedro Zabala, iba uncido, del cual su ser
fluía: o, al contrario, todo ese dolor, toda esa angustia, toda esa tortura informe
emanaban de él, procedían de él?
Abrió los ojos: los luceros brillaban sobre el cielo negro. Frotóse los ojos con los
dorsos de las manos: bostezó. Con un esfuerzo largo, apoyando las palmas en el
suelo, incorporóse. Paseó en derredor los ojos extraviados. Se alzó, luego,
dolorido: dio unos pasos, vacilante: la cabeza se le abría. Apretóse las sienes con
las palmas y apoyó la frente contra el muro. Su cerebro era el centro de un
zumbido que, en espiral, se alejaba, se alejaba hasta extinguirse casi y luego
volvía, se acercaba hasta hincarse en el propio centro de la cabeza con el silbido
de un hierro al rojo vivo que se sumerge rápidamente en el seno fresco de las
aguas. Tortura inefable, silencio… y otra vez el zumbido empieza a alejarse, pero
ahora en línea ondeada, retorcida, vibrante, trepidante, que chispeaba, que
estallaba en frases airadas, cínicas, contumeliosas… El ruido del surtidor del patio
entretejía su charla al grito de las células cerebrales, y era esa una vocería
apocalíptica como el ruido de muchas cataratas… Y rostros congestionados de ira,
de amenaza: rostros odiados, rostros temidos, rostros despreciados se le venían
encima amenazadores, gesticulantes… Y él se encogía, se anonadaba: y
tapándose las orejas con fuerza y apretándose los párpados para no oír, para no
ver, para eliminarse, se dobló, fláccido como un trapo, al pie del muro, en colapso
irremediable. "¡Orgías estúpidas! Acabarán por…". Y su cerebro desplomóse en la
nada a ese esfuerzo de ideación consciente: y un dolor fulgurante enroscándose a
su cuerpo torturado llevó a los centros nerviosos la alucinación de qué él era un
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gusano destripado sobre el pavimento. Y veía sus vértebras, sus anillos
retorciéndose en una linfa espesa: y se veía allí pudriéndose eternamente: y
bandadas de moscas abatían su vuelo zumbador sobre él: y las agudas trompas
de los asquerosos insectos penetraban sus carnes deshechas, pero infinitamente
sensitivas: y quería huir, correr, desaparecer, anonadarse…
Una rata hizo ruido en un rincón. Pedro Zabala saltó como una pelota y púsose en
pie. Miró a todas partes, los ojos brotados de las órbitas.
-¿Quién, quién es? -clamó en los lindes del horror de cerval miedo. El corazón
chapaleábale en el pecho, corríale de la cabeza a los talones el temblor del
pánico. Repitióse el ruido más intenso ahora. Los cabellos erizáronsele y huyó en
furiosos escape. Topetó con estrépito contra el muro de enfrente. Volvióse
atontado, jadeante. En el surtidor rielaba la luz de las estrellas, y a él figurósele el
fulgor suave, indeciso, fríos ojos de espectros: y el ruido manso de las aguas
airado vocerío, el surtidor un monstruo apocalíptico de algún negro apocalipsis de
taberna y borrachera, el cual vertía para él, de manera misteriosa, frases que
hacían explosión en la mitad de su cabeza dolorida.
Y la voz continuaba:
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fruición, con delicia… Sintió arcada y reversó ondas amargas, detersivas, que
ardían sus fauces, y tornó a beber, a beber… Invadióle un dulce desaliento,
tumbóse sobre el húmedo brocal. Y empezó la rebusca. Esa horrible incursión de
la memoria por entre los recuerdos borrosos, fragmentarios, de una orgía de la
víspera.
-¿Qué habré hecho yo? ¿A qué amigo habré insultado?… ¡Horror! ¿Pero cómo
sucedió -pensaba- que yo me emborrachara ayer? A ver: por la mañana, a las
seis, había salido de casa con su mujer y con su hermana. Una mañana fresca,
limpia, luminosa: ¡una cosa linda!
En el camino se les juntó Manuel, su cuñado, y siguieron los cuatro juntos a oír
misa. Terminada ésta, propuso él que dieran un paseo por el Morro. Se bañarían
en la quebrada del Juncal. Luego almorzarían huevos con chocolate donde Úrsula,
la viuda de Anselmo.
-Que el niño está llorando, que tiene hambre, dice Matilde, porque… (Aquí ella le
tapó la boca con las manos adoradas)… porque… (Y él forcejeaba por decirlo, y
sus palabras salían truncas, ahogadas)… porque, dice ella, de sus pechos está
derramándose la leche.
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-¡Bobo!, ¡bobo!, ¡indiscreto! Ven, Inés, dejemos a esos… y vámonos. Y los ojos de
Matilde miraban a Pedro Zabala con rencor acariciante.
"Esos ojos -decía él- cuya arcana lumbre he tratado de apagar en vano con mis
besos…" Y sentía un deseo loco, irresistible, de estrecharla ahí mismo entre sus
brazos y ¡besarla!, ¡besarla!…
-Y es bella Inés -pensó Pedro Zabala-: tiene una hermosura que se impone: la
belleza augusta y santa de mi madre.
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esgrimida por sus manos tenaces, ¡el acero aún más tenaz! En veinte leguas a la
redonda no señalaba en torre alguna, las horas, un reloj que no fuese obra de
ellos: no hería el aire, danzando alegre, una campana que no hubiera sido fundida
por ellos: no estrujaba el tallo dulce de las cañas, trapiche alguno que de sus
talleres no saliera… Y hablaban de esas cosas fraternalmente, férvidos,
entrelazando sus frases como se enlazan las trepadoras en la selva: y sentían que
el alcohol era luz que el penetrar en sus cerebros crepitaba, y al circular en su
corazón era afectos férvidos: y sus ojos se humedecían dulcemente. Ya no
dialogaban: cada cual seguía su monólogo sembrado de protestas de amistad
eterna, de filial amor, contándoselo todo: sus secretos proyectos, sus anhelos
escondidos. ¡Cuán felices iban a ser en el futuro, marchando unidos a la conquista
de la vida! Y caía cada uno en los brazos del otro, y sus corazones se juntaban
cálidos, viriles.
Cada una de las adquisiciones más altas de psiquis del hombre culto iba, al influjo
del alcohol, exaltándose hasta el paroxismo, hasta la parálisis definitiva: flotaba un
instante, rígida, y luego se hundía en el océano de lo inconsciente.
Pero cuando nos turba la embriaguez, entonces por la brecha abierta en nuestra
personalidad, irrumpe la procesión de los fantasmas del pasado, se sustituyen a
nosotros, empuñan el cetro de la vida, mandan, ordenan: y su dureza resucitan en
nosotros, y oímos entrechocarse lanzas y macanas, espadas y broqueles, gritos
de guerra y relinchos de caballo: y el olor de la sangre nos embriaga, y nuestras
manos se cierran como garras, y las mandíbulas se aprietan como mandíbulas de
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tigre, y el brazo homicida avanza, hiere. ¿Y quién es el que hiere? ¿Qué juez, qué
tribunal osará decirlo?
Y entrecerrados los párpados, los labios caídos, inconscientes ya, pero aún en pie
si vacilantes, Pedro Zabala y Manuel prosiguen apurando vasos de alcohol en
serie interminable.
-¿Pero hasta qué horas bebimos? ¿Qué ha pasado allí? -se preguntaba Pedro
Zabala acurrucado sobre el brocal del surtidor. Sus recuerdos iban hasta cierto
punto: después, nada recordaba. Eso de que lo hubieran traído a la cárcel, nada
significaba: muchas veces le había acontecido. Porque en la cárcel estaba: hacia
rato que lo comprendiera. Pero él recordaba que don Lucas Zapata había estado
con ellos, con él y con Manuel. También recordaba que Jaime García y su primo
Tomás habíanse mezclado a su orgía bulliciosa. ¿Y luego? Debió de ser que él no
quiso retirarse, que no quiso irse a casa de ningún amigo, que se empeñó en que
lo trajeran allí. Él era terco. Y como lo era muchas veces pasárale otro tanto.
Desde allí veía Pedro Zabala todo el paisaje del oriente, que desde la altura en
donde está su pueblo edificado alcanza a dominarse, como una masa informe,
negra, limitada hacia lo alto por el contorno gracioso de la cordillera, dibujándose
enérgico sobre el cielo azul pálido. A cada instante el cielo era más luminoso y era
más claro el paisaje. Como chispas lucían, aquí y allá, los fogones de los hogares
campesinos. Ascendía como un himno la batalladora clarinada de los gallos. El
cielo tornóse suavemente róseo, y al beso de la luz que desde él llovía
dulcemente, por la faz del paisaje, espectral antes, comenzaron a circular los
colores de la vida. Y del fondo de las frondas resucitadas ya y vivientes, surgió
polífono, rítmico y divino, el canto de los turpiales y los mirlos, de los cucaracheros
y sinsontes. Murió disuelta sobre la lumbre de los cielos la estrella de la mañana.
El linde de la cordillera con el cielo lució como el interior de los caracoles de la mar
remota: era la aurora.
Y el fulgor inefable fue creciendo hasta cubrir todo el cielo desde ahí visible. Y no
hubo jirón de tenue nube que no fuera de oro y rosa, de múrice y de fuego…
86
Y parecía que lo que ascendía lentamente por detrás de la distante cordillera
desde las profundidades del espacio, lo que el mundo esperaba palpitante, lo que
iba a aparecer sobre el oriente, no fuese el globo ígneo del sol sino todas las flores
de los jardines de Granada y de Ecbatana, de Bagdad y Babilonia: los cálices
todos que brotan, lujuriosos, Ganges y Amazonas: las orquídeas todas de los
Andes portentosos, pero vivientes, con vivir supraterreno, con luz propia, unidos
en ramilletes desbordantes y abarcados por los brazos redondos de una mujer
rósea y blanca en desnudez gloriosa, Venus tal vez, Venus Uriana, la celeste
Venus que naciendo esta vez, no del seno de las aguas sino del fondo de los
cielos, iba a surgir sobre las cordilleras del oriente.
Y pensó con angustia: -Insomne me ha esperado allá tras esas tapias mi mujer la
noche entera. Ahora se levanta: ahora, alzando al cielo las manos y ojos bellos,
reza ferviente y por mí reza. Puesta ahora a la ventana explora la distancia.
¡Cuántas veces en las horas eternas del que espera, habrá creído oír mis pasos
en la sombra! … Y sintió, al imaginársela, el temblor inconfundible, la sacudida
torturante a la vez y voluptuosa que determinaba siempre en él la evocación de
esa mujer para él única en la vida. Jamás había logrado permanecer sereno ante
su presencia o su recuerdo. Mirábala siempre como si la viese en el seno de
limpia onda removida, o como a través del aire diáfano que ondea y vibra pulsado
por las lenguas de una llama. Y sintió el deseo imperioso de ir a ella. ¡Ah!, el grito
cálido: ¡ah!, la alegría de su llegada brillando en esos ojos, y la fragancia de ese
cuerpo esbelto, firme, mórbido y divino, y sobre esa boca en llama su beso
penetrante, detenido por la firmeza súbita de los dientes deslumbradores y
perfectos, cuyos bordes tienen diafanidades azulinas… Y su hijo luego: ¡su hijo!,
ese rollo de alegría y carnes duras…
Y arrojadas luego esas ropas infectas con alcohol vertido, sumir el ardoroso
cuerpo entre las frías linfas del baño pavimentado con baldosas esmaltadas. Y,
después, vestidas limpias telas olorosas a retama, bajar a la colmena de los
talleres resonantes, y embriagado con la acción, empuñar él y Manuel sendos
martillos de a diez kilos, y alternadamente, sobre el chispeante hierro que un
obrero hace danzar sobre el yunque, tin tan, tin tan… hasta sentir por la frente, por
el pecho, por la espalda, por los brazos, correr en sondas el sudor benéfico que
aliviara el organismo de este alcohol oxidado y pestilente que lo asfixia, que lo roe.
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-Mira, Jesusito -gritóle.
-Mira: vas al Alcalde: ¿oyes? Y le dices que no sea dormilón. Que estas no son
horas de tenerme aquí: ¿oyes? Que venga él o envíe pronto a sacarme de aquí.
-Y mira.
-Vas también a Manuel, mi cuñado. Por ahí lo encuentras en casa de algún amigo:
debe estar durmiendo: lo buscas, lo haces despertar, yo te pago, y me le dices
que se venga, que no sea sinvergüenza: que estas no son horas de estarse
dormido un hombre de pelo en pecho como él: que recuerde que tenemos la mar
de cosas que hacer hoy.
Sintió en el exterior ruido de voces. Luego oyó que abrían, inquieto, alegre, como
si fuese un niño espiando, feliz, la hora de llevar a cabo inocente travesura.
Las dos hojas del carcomido portalón se abrieron con estrépito, y, lentamente,
pesadamente, andando de lado en dos filas paralelas, de frente a él la una, la otra
dándole la espalda, llevando en medio un objeto pesado, un arcón, un… -desde el
lugar donde estaba él no veía lo que fuese- penetraron hasta diez hombres. Tras
ellos entró un grupo de gendarmes: reconociólos. "Son, se dijo, los que vigilan la
sección del presidio que construye el puente sobre le río". Luego, llevando un rollo
de papeles, el secretario del Alcalde del lugar, acompañado del Cojo Cárdenas, el
tinterillo recién establecido en el lugar, los cuales se instalaron ante una mesa que
de un rincón trajeron dos agentes. Los que llevaban el objeto pesado detuviéronse
al frente de ellos. Entonces vio Pedro Zabala lo que era: tendido sobre una tarima
desnuda, estaba un hombre. El no podía verle la cara, se lo impedía uno de los
conductores, pero en la inerte quietud de aquel reposo se adivinaba en él a un
moribundo, quizás un muerto.
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-Que traigan el reo -dijo solemne el Cojo Cárdenas.
-Ya sé lo que es -pensó Pedro Zabala-: algún muerto en riña que hubo anoche en
las minas del Saltillo. Esos mineros son el diablo… Sí: eso debe ser, pues en esos
casos semejantes mi tío Antonio, el Alcalde, se hace reemplazar por el suplente,
por este Cojo facineroso. Es el desquite que el buen tío se toma de este tipo, que
la minoría del Concejo nos impone, que nos odia cordialmente: que sería capaz de
ahorcarnos a todos… si pudiese. Nada tengo que hacer yo aquí, y Matilde me
espera.
Y dirigióse a paso vivo a la puerta. Al salir a la calle, sintióse cogido de golpe por
la espalda y detenido: sintió que dos, diez, veinte manos férreas hacían presa en
él, y sin darse de sí cuenta, estaba en pie, delante de la mesa en cuyo extremo
opuesto, erguido en su asiento, mirábale insolente el Cojo Cárdenas: en tanto que
dos esbirros sujetaban sus muñecas con cadenas en los extremos de garrotes
policíacos puestas. Las cuales retorcían lentamente, con rabia muda, con crueldad
inicua.
-¿Conoció usted, Zabala, al hombre cuyo cadáver reposa ahí, mire, ahí, tras
usted, en esa camilla?
Los esbirros, con un movimiento lento, cruel, calculadamente cruel, hicieron dar a
Pedro Zabala media vuelta, hasta colocarle frente por frente del cadáver.
No quiso mirarlo y permaneció largo espacio desafiando altanero con los ojos a
toda esa muchedumbre miserable que siempre viera con él solícita, obsequiosa,
abyecta, y que ahora, sin saber por qué, tornábase siniestra. Improviso sus ojos
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tropezaron con el cadáver y se quedaron fijos, inmóviles, desmesuradamente
abiertos, trágicamente abiertos. ¿Pero era verdad lo que veía? ¿No era una
pesadilla? ¿Esa cabeza que caía con laxitud definitiva de la muerte, ese rostro
exangüe, bello, que estaba ahí viendo: ese pecho que la camisa desgarrada
dejaba al descubierto, ese pecho marcado virilmente con negro islote de vello
corto, suave…? ¡Sí: era él, Manuel, su amigo de la infancia y de la vida, su
compañero, su hermano, la mitad de su existencia!
-¿Conoce usted -continuó el Cojo Cárdenas- conoce usted, Zabala , este cuchillo?
Mire, este. -Y un agente colocó bajo sus ojos el arma mencionada.
-¿Pero qué es esto? -pensó-. ¿No es este el cuchillo que trajera él la mañana
anterior, envuelto en unos periódicos y que -ahora lo recordaba claramente- había
colocado sobre una mesita de la cantina de "El León de Bronce", para ser enviado
a uno de sus agentes como regalo: el cuchillo que Manuel mismo forjara de acero
selecto y cuyo mango de plata él repujó con bellísimos relieves?
Mirólo atentamente.
-Ni una gota de sangre debió verter la herida -pensaba, contemplando los pliegues
de la blanca camisa sobre el aún más blanco pecho rebujada-. La sangre de las
rotas arterias debió derramarse al interior en coágulo asesino, produciendo una
muerte instantánea.
Se miró las manos. ¿Pero por qué esa pesquisa? Se miró los puños, la pechera.
¿Qué vio, qué descubrió, qué recelo penetró su alma?
Tornóse aún más pálido y comenzó a temblar como azogue rebullido. Y en él iba
penetrando el terror que en los horizontes de la tragedia griega procede en las
almas de los Orestes y de los Edipos, de los marcados por los decretos del
Destino a la llegada de las Erinias vengadoras. ¿Fue que en su ser agitado hasta
los cimientos subió de lo inconsciente hasta los campos de la conciencia el
recuerdo de la tremenda noche precedente, recuerdos fragmentarios de la lucha
salvaje, de ira delirante?
90
Y las Furias tomaron posesión de su ser íntegro: y agitando sus teas fulgurantes
alumbraron el fondo total de su memoria. Y lo vio todo. Se vio a sí mismo tratando
entre locas carcajadas de hacer apurar a Manuel, que desfallecido yace en un
sofá, una botella de brandy. Manuel forcejea, se debate, protesta, ahogándose, sin
poder arrancarse la botella que él con los presentes, borrachos como ellos,
mantenía fija como una mordaza. Levántase Manuel y en los paroxismos de la
asfixia, con sacudida enérgica, logra desasirse y, colérico, ciego de alcohol, de
dolor, de ira, azota su rostro con sonora bofetada. Luego, relámpagos sangrientos,
lumbraradas de infierno arman su brazo, y su cuchillo va a clavarse en el pecho de
su hermano… Después… ¡nada! La sacudida debió ser tan formidable, que una
parálisis cerebral absoluta poseyólo hasta el instante en que despertara esa
mañana, entre las visiones y los dolores de pesadillas lacerantes.
¿Por qué al despertar no recordó nada? ¿Por qué su imaginación en las horas
precedentes se había complacido, irónica, en fingirle la próxima dicha del amor y
de la vida?
¿Pero por qué vendrían? ¿Sabíanlo acaso ellas? ¿Dijéronles que el médico oficial
procedería dentro de poco a la autopsia, y querían verlo, ver a su Manuel, antes
que eso, que ese horror, deshiciese en repugnantes guiñapos la divina armonía de
ese pedazo de almas? Querían… pero, ¿qué tienen que ver los corazones a
quienes el dolor estruja, estriega, con lógicas mezquinas?
Pedro sintió sus entrañas desgarrarse: y como se sacude una montaña cuando un
volcán en su interior revienta, sacudióse. Los eslabones de la cadena que
sujetaban sus muñecas, volaron hechos trizas. Y arrancando de manos de un
91
agente el puñal homicida, dirigiólo a su corazón, a ese pobre corazón ha poco
dulce y caliente nido de ilusiones y ventura, y ahora ventregada de víboras
voraces.
Veinte manos agarraron sus muñecas, y entre el tumulto de la brega sus ojos se
cruzaron con los de Inés y de Matilde que, desoladas, anhelantes, le miraban…
¿Qué pasó en el instante de ese choque fugaz por las almas de esos tres
infelices, de esos tres crucificados del Destino?
¡Vindicta!
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HONNI SOIT QUI MAL PENSE
Efe Gómez
Es un antro, obscuro como una catacumba. En medio una mesa. Encima de ella
una bujía de parafina, cuya flama dormita ahora, ahora se mece, proyecta,
inmóviles, o hace danzar, fantásticas, sobre las paredes bajas y obscuras, las
sombras de hasta diez personas sentadas en rededor.
Un terror súbito recorre el cuerpo de Sorel, las manos golpean la madera sonora
de la mesa en donde descansan, extendidas.
Y el coro:
Las conmociones de Sorel son cada vez más frecuentes. Improviso sobreviene el
trance. La faz de Sorel se transfigura. La boca, entreabierta, sonríe beatífica.
Lucen los ojos, húmedos, los cuales fíjanse extáticos sobre un rincón del muro
colgado de negro... Desfilando van, visibles para él solo, espíritus amigos de la
casa, protectores del centro, con los cuales dialoga, a los cuales describe, de
cuyos labios oye consejos sapientísimos...
-¡El general Rafael Uribe Uribe! -clama-. Y sus manos se alzan señalándolo.
Todos los que rodean la mesa se levantan, escrutando el lugar indicado por Sorel.
El cual continúa:
-Diga usted, Sorel, al general Uribe Uribe, que por tanto como en su vida le
quisimos, le rogamos que nos diga algo, que nos consuele. Dígale que nos
aconseje lo que hacer debemos en esta hora negra en que el partido se
desmorona, se disgrega. El partido que vio su mano firme...
93
Sorel, fijos los ojos en lo negro del muro, parece dialogar, absorto, en diálogos
abscónditos, con el espíritu.
.......................................................................
-¿Qué hubo?
-¡A ver!
.......................................................................
Sorel, lleno de estupor, mira la muro colgado de negro; mira a los que le
interrogaron, sin verlos. Expectación larga en que hasta la llama de la bujía de
parafina del centro de la mesa, erecta, alargada, quieta, escucha atenta. Sorel, en
éxtasis, va a traer de lo incognoscido la palabra de que están todos pendientes; va
a revelar el mensaje del general; el gesto de ese magnánimo ante su obra
disgregada, muriente...
-Oremos porque el espíritu del general se digne hablarnos: Padre nuestro que
estás en los cielos...
El coro:
Sorel se retuerce como si, empapado hasta los tuétanos de alcohol, ardiera
incendiado.
.......................................................................
-¡Va a hablar!
-¡Ya!
-¡Oh!
-¡Valor Sorel!
94
.......................................................................
-El ge... el ge... gene... A... a... a... a... a... a; a a a... ¡apenas se ríe!
95
LA TRAGEDIA DEL MINERO
Efe Gómez
Es de noche. La luz de una vela de sebo del altar de los retablos lucha con la
sombra. Están terminando de rezar el rosario de la Virgen santísima. Todos se
han puesto de rodillas. Doña Luz recita, con voz mojada en la emoción de todos
los dolores, de todas las esperanzas, de las decepciones todas de su alma
augusta crucificada por la vida, la oración que pone bajo el amparo de Jesucristo a
su familia, a los viajeros, a los agonizantes, a los amigos y a los enemigos: a la
humanidad entera.
Silencio.
-No, señora.
-¿Y entonces?
Silencio nuevo.
-¿Pero qué pasa? Su mujer lo espera por instantes. Quiere -naturalmente- que
esté con ella en el trance que se le acerca.
-Mire, señora. Eso fue horrible. Ya casi terminaba el verano... Y ni un jumo de oro.
Cuando una mañanita cateamos una cinta a la entrada de un organal... y
empezamos a sacar amarillo... y la cinta a meterse por debajo del organal... La
señora no sabe lo que es un organal... Son pedrones sueltos, redondeados,
grandísimos... amontonados cuando el diluvio, pero pedrones. Como catedrales,
96
como cerros... ¡Y qué montones! Con decirle que el río, que es poco menos que el
Cauca, se mete por debajo de un montón de esos... Y se pierde. Se le oye mugir
allá... hondo. Uno pasa por encima, de piedra en piedra. El otro día, por tantear
qué tan hondo pasa el río, dejé ir por una grieta el eslabón de mi avío de sacar
candela. Y empezó a caer de piedra en piedra... a caer de piedra en piedra... a
chilinear: tirín, tirín... Allá estará chilineando todavía.
Por entre las junturas de las piedras íbamos arrastrándonos desnudos, de barriga,
como culebras, detrás de la cinta, que era un canal angosto. Llegamos a un punto
en que no cabíamos... Ni untándonos de sebo pasaba el cuerpo por aquellas
estrechuras. Manuel dio con una gatera por donde le pasaba la cabeza. Y él, que
era más que menudo, pasó, sobándose la espalda y la barriga. Taqueamos en
seguida las piedras, como pudimos, con tacos de guayacán.
Le echamos una batea de las chiquitas: las grandes no cabían. La llenó con arena
de la cinta.
-¿Qué opinás viejo? -me dijo cuando me la devolvió por el agujero, por donde
había pasado, llena de material.
-Mirá: se ven, así en seco, los pedazos de oro. En este güeco está el oro pendejo.
Pa educar a mis muchachos. Pa dale gusto a Dolores...
Y pegó un grito de los que él pegaba cuando estaba alegre, que retumbó en todo
el organal, como un trueno encuevao.
Los compañeros salieron a lavar afuera, a bocas del socavón, la batea que
Manuel acababa de alargarnos. Yo me puse a prender mi pipa y a chuparla, y a
chuparla... Cuando de golpe, ¡tran! Cimbró el organal y tembló el mundo. De susto
me tragué la pipa que tenían entre los dientes. La vela se me cayó, o también me
la tragaría. Me quedé a oscuras... ¡Y las prendo! Tendido de barriga, corría,
arrastrándome, como se me hubiera vuelto agua y rodara por una cañería abajo.
No me acordé de Manuel... pa qué sino la verdá.
-¡Bendita se la Virgen! -dijeron los que estaban afuera, lavando el oro, cuando me
vieron llegar-. Creímos que no había quedado de ustedes, mano Juan, ni el pegao.
-¿Y Manuel?
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-Por ai vendrá atrás.
Nos pusimos a clarear el cernidor. Era tanto el oro, que nos embelesamos más de
dos horas viéndolo correr, sin reparar que Manuel no llegaba.
-Allá estará, como nosotros, embobao con todo el amarillo que hay en ese güeco.
-Vamos a ver.
-Pero qué sustico el tuyo, Juan. Mirá donde dejaste la pipa -dijo Quin Restrepo,
con una carcajada.
-¡Y la vela!
-¡A ver!
-¡Manuel...! -grité.
-Nada.
-¡Manuel!
-Nada.
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Volví a gritar, arrimando la boca a una grieta por donde cabía apenas la mano de
canto:
-¡Manuel!
-¡Oooh!... -respondieron al mucho rato, por allá, desde muy hondo. Desde muy
hondo...
-A mí déjenme quieto.
-He buscado ya por todas partes... Los pedrones, juntos, apretados... ¡Y qué
pedrones!... Tengo una sed...
Así nos estuvimos ocho días: callaos, mano sobre mano, como en un velorio.
-Váyanse muchachos.. ya hay agua aquí. Con el invierno ha brotado entre las
piedras... Déjenme los tabacos que puedan, fósforos y mecha, y... váyanse...
¿Qué se suplen con estarse ai...? Váyanse, les digo. Déjenme a mí el alma quieta:
ya yo estoy resignao a mi suerte. Lo único que siento es no conocer el hijo que me
va a nacer, o que me habrá nacido ya. ¡Pobrecito güerfano!... Me le dicen a doña
Luz que ai se los dejo.. a él y a Dolores. Que los cuide como propios... y no me
llamen más, porque no les contesto...
99
¿Qué hacíamos, pues, nosotros? Venirnos. Venirnos y dejarlo: ¡Cosa más
berrionda!
Y entra Dolores, pálida, la piel del rostro bello pegada a los huesos, los ojos
enormes, extraviados, trágicos.
-Todas son patrañas. Todo lo he oído... Me voy por Manuel. ¡Ya! ¡Cobardes, que
dejan a un compañero abandonado! ¡Quien oye al viejo Juan! ¡Viejo infeliz! Traeré
a Manuel. Lo que cinco hombres no pudieron, lo haré yo... ¡Y ustedes
sinvergüenzas, tiren esos pantalones y pónganse unas fundas! ¡Maricos...!
Abre los brazos, da un grito y cae al suelo, retorciéndose entre los dolores del
parto.
Se laza doña Luz, severa, enérgica, bella, y hace salir a los hombres y a los niños.
100
LORENZO
Efe Gómez
Era a sesenta metros verticales de la superficie, en el fondo único, sin
prolongaciones laterales, de un pozo, de la mina. De un pozo de exploración, en
busca de una capa profunda.
Y en ese negro caos, agujereado a trechos por las claridades moribundas de las
bujías que entre el ambiente espeso, irrespirable, se asfixiaban, se morían, bullen
los mineros esgrimiendo a dos manos los pesados martillos de diez kilos. Al
esfuerzo los músculos se amontonan en los hombros, se retuercen en los brazos y
en los torsos; y a compás, rebotando elásticos contra la cabeza de los taladros:
tin, tan, tin, tan, cantan los martillos en sonoro tintineo. Y ese chocar metálico es
un himno entonado a la energía y al trabajo por esos titanes victoriosos.
Y esos titanes son titanes buenos. Buenos y alegres. su vigor es el vigor del
guayacán de nuestras selvas tórridas, que se aprieta y se retuerce en los nudosos
troncos, y se expande y ríe y perfuma en las ramas florecidas.
Y están gozosos; una ráfaga de alegría sopla en cada corazón: es que es sábado,
sábado en la tarde; el trabajo va a terminarse y allá arriba los esperan la luz, el
aire puro, el jornal de la semana y las muchachas de bellos ojos. ¡Ah!, ¡la visión
del cielo abierto, el éter luminoso, adorado desde los fondos negros de las minas!
-Más querida...
101
que usa uniformes flamantes, que lleva las manos cuajadas de sortijas, que ha
estado no se sabe en cuántas batallas, y de cuyo valor cuentan proezas que no
acaban?
¿Y qué ha de hacer él, pobre muchacho jornalero? ¿Qué otra cosa sino callarse y
paladear en silencio su derrota?
¡Ah!, buscarlo a solas, a ese tenientillo pisaverde, provocarlo pie con pie, pecho
con pecho, acero con acero... Pero... ¿Y su madre? ¿Y su padre, ciego, a quien
una mina, al estallar, sacó los ojos? ¿Y su hermana, viuda y llena de hijos?...
Y Adelaida cree -piensa- que yo soy un cobarde. Y ese... cree otro tanto. Y
también estos... Y sonríe amargo a esta sospecha torturante.
-Y sin modo.
-¡Oigan!
-Allá vienen.
-Por fin.
-A cargar.
102
Y alegres van ensartando las cápsulas de fulminante en las extremidades de las
mechas, preparando los cartuchos de dinamita, introduciéndolos en los agujeros
de los taladros.
-Gracias Rivas.
-¿De qué?
A Lorenzo se le cae de las manos el cartucho que prepara, y tiene que apoyarse,
vacilante, contra una salida de la roca.
-¿No ve usted, mi teniente? -dice a Rivas el patrón-. ¿No ve? Ese es el fulminante.
La mecha se le pone aquí, así. ¿No ve? Pero, eso sí, teniendo mucha cuenta de
no apretarla de a mucho contra el fondo, porque es muy fácil que de pronto...
¡plum!
-Buena usted, señora -dice Rivas, el teniente Rivas, con sonrisa protectora- para
asistir a un combate. Ese día que les venía contando, dos divisiones que habían
tratado de echar al enemigo de las trincheras que ocupaban, habían sido
rechazadas, vueltas trizas.
-Eso es una vergüenza -grita el general-. A ver, Batallón Terrible, los valientes
entre los valientes, desalójeme de ahí esos patojos. Y cojo yo esa bandera y
adelante, adelante. Sonaban las balas en el trapo de la bandera como un
aguacero en el techo de una tolda; y yo, ¡adelante...! ¡adelante...!
103
-Figúrate, niña -dice a Adelaida la señora gorda- cómo estaría de hermoso este
ángel.
Y volviéndose a Rivas:
-¿No ve? Hacemos encender las mechas, saltamos al ascensor, damos la señal
para que nos suban, y como las mechas dan suficiente, nos apeamos a la salida
de la galería de El Siete al pozo, que está a unos cuarenta metros de altura,
dejamos seguir el ascensor solo, y allí, bien resguardaditos, asistimos a la
detonación de las minas. Es muy bonito; ¿no ve? En medio al fogonazo se ven
saltar las rocas, trituradas; parece, a la explosión, que se viniera abajo todo el
cerro, y el ruido va retumbando, va perdiéndose hasta extinguirse en la red de los
socavones.
-¡Oh, soberbio, magnífico! -exclamó Rivas, el teniente Rivas-. ¡Ah!, el fragor de las
descargas, el olor a pólvora... mi sueño... mi elemento.
Y volviéndose a Adelaida:
-Sólo tú, reina, eres capaz de aprisionar en cárcel amorosa este corazón mío,
hecho para palpitar, sereno, entre el horror de las matanzas.
-Vamos, pues -grita el patrón-. ¡Al ascensor todos! Dé usted, Rivas, la mano a las
señoras, mientras dispongo yo la encendida de las mechas. Vamos, Moscoso,
cada uno encienda dos mechas rápidamente, a ver si logramos que revienten a un
tiempo todos los cartuchos. Eso es... Eso es. ¡Muy bien! Ahora, al ascensor todos.
¿Todos están ya? ¡Bien! Ahora, la señal... Una, dos y tres campanadas. Ya la
máquina empieza a funcionar arriba. Subamos, subamos. Asómense, señoras, por
los agujeros del fondo, y verán cómo arden abajo las doce mechas de las doce
minas, como doce chorritos de chispas. ¿Pero qué es esto?...
104
Desencajados los rostros, los ojos saliéndose de las órbitas, se miran unos a
otros, silenciosos, anhelantes.
¿Qué va a suceder allí? Doce minas, todas ellas con cartuchos dobles, van a
estallar bajo sus pies dentro de pocos segundos, y esas nueve personas cogidas
en medio, levantadas en alto, estrelladas contra las paredes del pozo, trituradas,
serán pronto manchones de sangre en las salientes rocas, restos sin nombre
revueltos en el fango. Y las doce mechas, como doce antorchas fúnebres, siguen
ardiendo. Y la luz roja de sus siniestro chisporroteo no alcanza a colorear la
palidez agónica de esos rostros desolados.
¿Pero qué sucede inaudito, qué de insólito acaece de repente que ha logrado
orientar en una sola dirección todas las miradas dementes de ese grupo
enloquecido, cambiando los gestos de terror en anhelo de esperanza?
Es que, audaz, temerario, hermoso, ha saltado Lorenzo al fondo del pozo, y con
mano firma y rápida arranca una mecha chisporroteante de su agujero de roca.
Luego arranca otra... y otra. Un fulminante no resiste; lo arranca con los dientes,
sin temor a que le estalle entre la boca. Angustiosa expectación distiende los
semblantes. ¿Acabará a tiempo? ¿Arrancará todas las mechas antes de que el
fuego llegue a alguno de los fulminantes? Una sola mina, estallando, podría
hacerlas desflagrar a todas y tornar estéril tanto heroísmo. Y es tal el estupor, tal
el asombro, tal el aplanamiento de todos estos seres, que nadie se adelanta a
ayudar a Lorenzo, que a ninguno se le ocurre que podría hacer otro tanto y
salvarse, salvándolos a todos.
Ya sólo arden dos mechas, y arden alto, en la cornisa de una roca. Vuela allá
Lorenzo. Nadie respira. Ni un sólo corazón late. Las fracciones de segundo son
eternidades. ¡Horror! Al ir a trepar resbala y cae. Un grito, grito informe, no oído,
grito de animalidad en pánico, salido de las profundidades de lo inconsciente, grito
ronco de protesta, de desamparo, de impotencia, se escapa de todas las
gargantas. Luego un segundo de terror que fueron siglos, y en seguida,
germinante, jubiloso, inmenso, reborbollante, surge otro grito de alegría. Lorenzo
ha logrado apagar la última mina.
105
A oscuras y en silencio.
¿Qué pasa en cada uno de los seres, al ir tornando a cada una de esas psiquis
disociadas por el terror, las series de sensaciones conscientes que integran
normalmente el monstruo humano? ¿Qué mundo de sentimientos, acordes con los
personales caracteres, irán naciendo, creciendo, tornándose despóticos?
¿Cómo pudo ella, cruel, volver la espalda a ese nido que él, como el gorrión,
mullera con el pulmón de más suave de su pecho? No sabía que allí la esperaba
cada día, hora tras hora, mientras corría ella tras un amor que no era el de su
alma, amor de trapos, de galones, de ademanes, mientras que él, tan leal, tan
constante, tan paciente, tan heroico...
Una mano busca las suyas en la sombra. Sí: es él. Es su mano, son sus manos
que el trabajo endureció. ¡Manos queridas!
-¡Lorenzo!
-¡Adelaida!
Tal los dos ramales de una misma corriente cristalina que árido islote erguido en
su cauce dividiera, tornan a unir sus líquidos cristales para correr, ya, y para
siempre, unidos.
106
OPINIÓN CINCO CON SETENTA DEL ABATE
JERÓNIMO COIGNARD
Efe Gómez
Almorzaba ese día en el convento
en su amplio refectorio.
107
el temor de perderla, lo acibara.
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PSICOLOGÍAS
Efe Gómez
I
Que Lorenzo había comprado su macho a un desconocido, era notorio.
Por las tardes, suelto ya en la posada, después de revolcarse en tres amagos, sin
lograr jamás dar la vuelta, salía sacudiéndose; y luego de resoplar dos o tres
veces, olía la yerba de los mogotes engramados, hasta elegir uno de que mordía
con displicencia, sin mirar siquiera a las flacuchas mulas de los arrieros que lo
veían pasar con la boca abierta, admiradas de su buen pelo; dejaba en seguida de
comer, y parado en un altico, estribando sólidamente en los cuatro cabos, bajaba
las orejas grandes y entornaba los párpados enormes.
Por supuesto que eso le acarreaba acerbas críticas. Pero en cambio -sobre todo
entre las mulas- eran de oírse en esos momentos circular a flor de césped, entre
mordisco y mordisco a la jugosa grama, historias misteriosas con respecto al
Mayor -que a ese nombre respondía- mezcladas de cierto terror curioso, de cierta
atracción malsana hacia el enigmático personaje.
Y hasta fomentaría, sin quererlo, los decires. Porque jamás trataba de los altos
personajes de todos los órdenes sociales sino como de amigos íntimos, y hasta
con cierta risita burlona muchas veces. Relataba otras, vagamente, grandes
batallas, recepciones suntuosas, viajes lejanos, regios amores, especulaciones
por cientos de miles de dólares.
Hasta llegó a decirse por La Capul, una mula puertera muy ladina, que podía muy
bien ser, ese señor tan raro, el hijo de Luis XVI, el Delfín perdido.
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Se habló mucho, mucho.
Fuese, pues, a ellos, mordiendo grama... mordiendo grama, como quien no quiere
cosa. Cuando se les hubo acercado, pastaba... pastaba, y no les perdía palabra ni
movimiento: era un observador formidable el tal Garitero. Cuando los examinó a
su antojo volvióse a sus compañeros que lo esperaban reunidos. Al llegar a ellos
rizaba su jeta con una sonrisa burlona.
-Ya vienes con las tuyas- dijo La Capul, que era muy agresiva y muy apegada a su
parecer.
-Pues demás.
-Nada de eso.
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-Ni príncipe, ni nihilista, ni nada... Es un enfermo.
-¿Un qué?
-Un pobre diablo atacado del delirio de grandezas, una enfermedad muy común en
las democracias pobres.
-¿De suerte que quieres decirnos que es un loco? Pero si a él no le ha dado por
ser Papa, ni rey, ni aún general. Si ni siquiera ha tratado de resolver el problema
del papel moneda.
II
En fin de fines: tantas así era la Gómez que le tenía metida el Mayor a la buena.
Pisca, una criatura candorosa que se había venido voluntaria de su dehesa nativa,
de allá de la Altiplanicie, en la brigada de un Estado Mayor. La cual Pisca iba esa
tarde de mal modo, tascando el freno y guiñando la oreja derecha.
-¿Conque muy enamorada? -le dijo el Mayor, con esa sonrisa de compasión
dulcísima con que a los pequeños nos sonríen los que están seguros de todo lo
que valen.
-¡Ay, señor! Y qué cosa tan amarga es amor de mula -contestó dando un suspiro.
-Amor sin esperanza, nada menos. ¡Pobrecita! Cuando te vi tan prendada de ese
caballo blanco por quien ahora suspiras, que encontramos allá en la manga del
hotel, pensé aconsejarte que no pusieras amor en ese tunante; pero temí que lo
tomaras en mala parte y creyeras que yo tenía intereses en ti. ¡Es una alhaja el
objeto de tu amor! Y al tal le viene de raza lo embaucador y enamorado, pues
según informes, viene siendo nada menos que nieto del caballo aquél de Ña
Teresona. Al cual, viejo ya y achacoso, cuando veía pasar una potranca se le
brotaban los lagrimones.
-Esa sí es gente.
-¡Hombre Pisca! Después de las que te hizo, salir con esos elogios, no tiene
perdón, francamente.
-El amor sí que es sinvergüenza, de veras, ¿no? A veces creo que me voy a morir
de tanto pensar y pensar. Me propongo olvidarlo, aborrecerlo... ¡y no puedo, no
puedo!
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-¿Pero qué le viste a ese holgazán, que así te puso?
-¡Yo qué sé! Es tan hermoso, tan querido. Y mientras más me hace sufrir, más lo
quiero. ¡Ay! ¡Y cómo me ha hecho padecer! Hacía cuatro días que nos habíamos
conocido -¡los días más felices de mi vida!- cuando una mañana en que
estábamos los dos solitos mordiendo carretón tierno al borde de una corriente de
agua fresca y dulce, oímos chirriar la puerta de la manga y vimos entrar a un
muchacho con una yegua negra que soltó a pastar. La miré y me brincó con
violencia el corazón: era una hembra soberbia. Sentí miedo de ella, comprendí
que me iba a robar mi ventura. Torné a mirar a mi compañero, y vi que la miraba y
se me emparamó el corazón. Observé un estremecimiento involuntario recorrer su
piel; se le avivó el ojo, la dilatada nariz se ensanchó más aún, y un relincho
poderoso, retumbante, apasionado, reclamo irresistible de amor auténtico y
fecundo, atronó los ecos. La hembra contestó al llamamiento con otro relincho,
femenil, de modulaciones cadenciosas. Y partieron con gallardo trote el uno para
el otro. Llegados cerca, enarcaron las crinadas nucas, confundieron sus alientos
tibios y se mordieron con delicia. Yo estaba desolada. Y cosa rara: no sentía rabia;
sentía una tristeza... porque, ¿qué era, qué podía hacer yo ante esa criatura llena
de gracia, cuyos ijares fecundos se estremecían deliciosamente, con
estremecimientos de flor recién abierta que aspira la bocanada de aire tibio que le
trae en su seno el polen fecundante, yo, criatura estéril, yo, la hija de un pollino?
Llena de humillación y de vergüenza me escondí en un matorral, baja la cabeza y
desmayadas las orejas. Y en esa posición, pensando en lo triste de mi suerte, me
sentía morirme. A poco, pasaron por allí, en tropel bullicioso, los dos enamorados,
me descubrieron, se hablaron al oído y se alejaron riéndose de mí.
-¡Los sinvergüenzas!
-No los llame usted así, Mayor. Que aun cuando a veces excedan los límites del
decoro, ellos tienen derecho: su amor enriquece el mundo de nuevos seres, bellos
y felices. ¡Cuánto los envidio!, yo, criatura infecunda que no llegaré a ver jamás,
con amoroso sombro, un ser retozón y adorable, nacido de mis flancos, hollar el
césped con sus cascos diminutos.
-Poesía, pura poesía. Uno a tu edad es muy poeta. Pero cuando se ha visto tanto
mundo como yo he visto, yo que he rodado más que una mala noticia; cuando
hemos palpado lo fugaz de los placeres de los sentidos, entonces -por mis
blasones te juro- todas nuestras pasiones se resumen en una sola: la ambición del
mando. Reinar sobre los demás, obligarlos a tener nuestro nombre en la memoria,
no importa que sea como símbolo de odio y de desprecio; eso nos resarce de
nuestros días de oscuridad, de los desaires devorados, de las humillaciones
tascadas en silencio, de la insolencia del orgullo ajeno que nos hería con solo
pasar junto a nosotros sin mirarnos. Toda la hiel secretada en la carrera larga de
nuestras luchas en la vida, se trueca en miel dulcísima cuando nos hacemos
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hombres grandes... Pero tú no puedes no comprendes esto, pobre Pisquita; tu
alma inocente...
-Ea, pues, Pisquita. Ahí se te presenta ocasión de concluir con la pesada carga de
tu infeliz y enamorada existencia. Lánzate y acaba de una vez.
-Tírate, tírate, sin pensarlo siquiera, como dicen que habla y escribe un muisca
paisano tuyo.
-Es bueno que se baje -gritó a Lorenzo su amigo, puesto ya en salvo-: el macho se
cae, lo conozco mucho, es demasiado sublime. Y por pasar con las piernas
estiradas y la cabeza en posición es muy capaz de darse una embarrada. Siguió
aquél la advertencia y echó pie a tierra.
-Pero yo sí: primero se cae un dado falso. Y tú también eres fina, eres una
muchacha de esperanza.
En esas se le fueron al Mayor las manos en un hoyo, y por más que batalló y
mordió el freno, no pudo tenerse y besó al fin el suelo con la jeta. Hincháronsele a
Pisca de risa los carrillos, no por mal corazón, sino porque es un movimiento
natural, al ver caer al otro, el reír, cosa que, entre otras muchas, prueba nuestro
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origen altísimo. Alzóse el Mayor y volviéndose a la Pisca que, al fin mujer, cambió
su risa en seriedad, exclamó:
-Cómo se hunde el terreno bajo mis pies. ¡Ya no puede la tierra conmigo!
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EUTANASIA
Efe Gómez
Paró el carruaje enfrente al blasonado pórtico. Saltó Isabel, aérea, ingrávida. Sus
pies nerviosos, combos ente la estrecha punta y el tacón esbelto de la charolada
zapatilla, hirieron, en tropel sonoro, el marmóreo pavimento.
Unida toda, ceñida totalmente a Isabel, sostén, amparo, corazón, ojos, universo
íntegro de la anciana ciega y frágil, fueron ascendiendo, lentas, la monumental
escalera que desde el umbral mismo empinábase magnífica.
-Aquí, abuelita, descansa aquí un momento -dijo Isabel en voz muy queda.
Llevóse Isabel el índice a los labios. Pero al recordar que los ojos de la anciana
cegados estaban para siempre, moduló un ¡chit!, tan suave, que ni una arruga rizó
el océano de silencio que por los ámbitos de los muertos salones, del patio
inmensurable, de las desiertas terrazas, se extendía. Alzó la anciana los hombros
con un gesto de niño dócil en los labios. Difundióse por el rostro divino de Isabel
sonrisa de piedad que erró por aquel rostro infinitamente hermoso hasta
extinguirse en las pupilas vueltas trágicas de súbito.
-Te vieron entrar, abuelita, y se han callado... Allí están todos... casi todos...
-Mira... allí están en aquellos palcos de la derecha, casi todos tus amigos
porteños... Ahora te saludan...
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recuerdos... Se veía joven, bella, espléndida, en sus jiras triunfales, resonantes,
por las urbes que bordean el Atlántico, ese mar heredero del mar sagrado de los
griegos; de todo el Tirreno, mar divino, desde el día en que la humanidad se
derramó a través de las columnas de Hércules hacia el incógnito Occidente.
-Muerta la Duse -continuó Isabel- la Sara muerta... de cuyas tumbas vienen esos,
en peregrinación... esos los supervivientes de tu edad... congregados están ahí, a
tu vera... Eres tú ya la sola que resta de la pléyade gloriosa... Vienen a pedirte una
limosna de arte... a pedirte que te dejes oír... ya te lo he dicho: quieren que te
dignes crear para ellos una escena... la que tú prefieras del repertorio de los
autores de tus tiempos. Luego que te hayan oído, se dispersarán otra vez por el
mundo, felices de llevar en sus memorias el tesoro de tu voz, antes de hundirse en
el silencio eterno.
En voz débil comenzó la anciana. Creaba una escena de amor, de uno de sus
autores preferidos. La Maga Ilusión fuela poseyendo. Y se veía llena de vida y de
belleza, frente a los públicos predilectos de su alma, haciendo vibrar los corazones
hastiados de los vividores, dando vida a los sueños imprecisos de los corazones
de las vírgenes; prisionera entre esa red divina, inextricable, de vibraciones que se
tiende, fluye, refluye, del público al artista y del artista al público. Su milagrosa voz
-su corazón mismo hecho sonoro- era oleadas de perlas que rodaran sobre placas
de argento, que rebotaran sobre cajas de guerra, que se deslizaran sobre sedas,
que se apagaran sobre armiños, para surgir de nuevo en surtidores polífonos,
divinos.
Con el vuelo de las aves de rapiña, mudo como el andar de los felinos, fueron a
posarse al barandal y clavaron sobre las palomas miradas de acero frías, duras.
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Abatieron los halcones el vuelo sobre el patio: un huracán helado y seco soplando
sobre un reguero de nieve...
Era el momento en que la anciana arrancaba las notas más sublimes a su corazón
y a su garganta...
El batir de las alas azotando los pechos de las palomas espantadas, levantó un
ruido como de aplausos desbordantes. Fue como si la humanidad entera, puesta
en pie ante la anciana, le batiera las palmas.
-Bendita seas, Virgen Santa -clamó Isabel, piadosa, sin saber lo que decía...
Y sobre el azul glorioso de los cielos íbase ensanchando el cándido aplauso de las
alas.
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UN HÉROE DE LA DURA CERVIZ
Efe Gómez
Eran cuatro los caballeros que transitaban ese camino. Un camino atroz,
imposible. Camino de las montañas antioqueñas en invierno. Fangales hondos,
blandos, sin orillas, como de purgante. Espinazos estrechísimos: un abismo a la
izquierda, otro a la derecha... y las bestias trababan las patas y estiraban los
pescuezos, y los jinetes, conteniendo el resuello, vacilando y llenos de angustia,
se fruncían. ¡Oh!, ¡qué fruncideros aquellos! En esos momentos iban más
preocupados por sus huesos los malandantes viajadores, que lo estuvo nunca por
los suyos -ni en vida, ni a la hora de la muerte- el autor de María.
Y cuando don Pedrón decía una cosa, la cumplía. Era el primer cabeciduro, el
dura-cerviz número uno. Una vez se le propuso averiguar la edad de todas las
mulas que pasaban por el frente de su casa, una posada del camino de Medellín a
Manizales. Instalóse en un taburete, en el corredor. Toda recua que pasaba la
detenía, y mula a mula, quieras que no, les abría la boca y les veía el postrero.
Pues tanto hizo y perseveró que las mulas acabaron por conocerlo, y al llegar
junto a él se detenían, alzaban la cabeza, y arremangando la trompa, le
enseñaban los dientes y luego seguían.
Y sus compañeros temblaban por él. Que bien podía atascarse, desnucarse en
ese camino infernal, pero lo que es apearse, una vez que había dicho que no lo
haría, no había ni riesgo, pues.
Más de diez veces había pasado, los dientes apretados y los ojos fulminando, por
fruncideros y fangales, tieso sobre su mula -una trotona blanca, alta, huesuda,
barrigona, a la cual la gente llamaba La Vaca- mientras sus compañeros, echando
pie a tierra, dejaban ir por delante sus caballerías.
Los compañeros lo miraban desde la orilla, sin poderlo valer. El pobre señor
batallaba atascado. Al querer afirmar una pierna, pisaba el zamarro de la otra y se
iba de costado. Tendía entonces la mano correspondiente para apoyarse, y se le
iba el brazo hasta el hombro. Y a todas estas, la mula, que estaba en las mismas,
le echaba encima una lluvia de pringues. Al fin logró, prendido de una raíz, salir a
un barranco. Tenía barro en el seno, en la nuca, en los bolsillos, en la barba, entre
las orejas, entre la boca, en la cabeza, en los ojos, hasta en la hiel.
Empezó por limpiarse una mano contra la otra, haciendo pelotas; luego, a botar
lodo de la boca, con grandes muecas semejantes a cuando se abre, para
limpiarla, una molleja de gallina; luego, a escupir pequeños fragmentos de tierra, y
después saliva sucia. ¿Qué iba a salir en seguida por esa boca?
Los compañeros estaban consternados. Sabían que de todo era capaz ese
hombre violento: de matar la mula, de matarse él mismo, de cualquier barbaridad.
Y el gran peligro estaba en que, llevado por la ira en ese momento de arrebato, lo
dijera, pues ya no habría modo de hacerlo volver atrás.
Uno de ellos, que llevaba uno al cinto, se volteó con mañita para ocultarlo.
-Pero, por Dios, don Pedrito -se atrevió a decir uno con voz suplicante-; ¿usted
cuchillo para qué?
Entonces él, sacudiéndose como un león, y con voz que parecía un rugido
contestó:
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