Greg Pence - La Teoría de La Virtud

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21 LA TEORÍA DE LA

VIRTUD

Greg Pence

1. Introducción

En su novela Middlemarch, George Eliot escribe de su heroína Dorotea


Brooke que «su mente era teórica, y por naturaleza anhelaba una concepción
elevada del mundo que pudiera dar cabida a la parroquia de Tipton y a su
propia norma de conducta; estaba embargada de sentimientos intensos y
sublimes, y dispuesta a abrazar todo lo que le pareciera tener ese aspecto».
Dorotea se casa con el Reverendo Casaubon, para descubrir pronto que es una
persona sosa e insegura. Casaubon llega a depender tanto de Dorotea que si
ella le revelase su verdadera opinión, éste se suicidaría. Presa de un mal
matrimonio por elección propia, Dorotea se resigna a pequeños momentos
privados de felicidad. Cuando conoce a Will Ladislav y encuentra el amor,
piensa en abandonar a su marido. Durante la mayor parte de la novela, Dorotea
se debate interiormente y agoniza con interrogantes como «¿qué tipo de
persona sería si le abandono?; ¿y si sigo con él?».
Son precisamente cuestiones relativas a cómo debe vivir cada cual para
configurar su propio carácter las que ha abordado recientemente la filosofía
moral. Algunos filósofos morales han empezado a sentirse frustrados por la
forma estrecha e impersonal de las teorías morales hasta ahora dominantes del
utilitarismo y el kantismo y han recuperado la olvidada tradición de la «teoría de
la virtud». Anteriormente, la teoría ética tenía dos núcleos de interés. En primer
lugar tendió a centrarse en la guerra de exterminio entre el utilitarismo y la
deontología. En segundo lugar, a menudo abandonó sin más la teoría ética,
bien por «descender» a las cuestiones éticas sin referencia a base teórica
alguna o bien por «ascender» a las descripciones de términos y conceptos sin
atender a las implicaciones para la acción. En semejan-

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348 ¿Cómo debo vivir?

tes teorías estaban virtualmente ausentes las consideraciones relativas al ca-


rácter. Como dice Lawrence Blum, «es especialmente chocante que el utili-
tarismo, que parece defender que cada persona dedique toda su vida a con-
seguir el mayor bien o felicidad posible para todas las personas apenas haya
intentado ofrecer una descripción convincente de cómo sería vivir semejante
tipo de vida» (Blum, 1988). Lo que pretende la teoría de la virtud es
precisamente esto, describir tipos de carácter que podemos admirar.
Aunque el término «virtud» suena anticuado (los no filósofos utilizarían
términos como «integridad» o «carácter»), sin duda las cuestiones relativas al
carácter personal ocupan un lugar central en la ética. Estas cuestiones atañen
a lo que haría una «buena persona» en situaciones de la vida real. Los
campeones de la virtud, sin necesariamente rechazar el utilitarismo o las
teorías basadas en los derechos, creen que esas tradiciones ignoran los rasgos
centrales de la vida moral común relativos al carácter. La respuesta de Dorotea
a la pregunta de qué debe hacer —afirman— no tiene nada que ver con los
cálculos de utilidad, el equilibrio de intereses o la resolución de los conflictos de
derechos. Su problema se refiere al tipo de persona que es.
Los utilitaristas responden a menudo a la defensiva que su teoría implica
que uno debe esforzarse por desarrollar un buen carácter porque la posesión
de buenos rasgos morales por la mayoría de las personas maxi-miza la utilidad
general. Pero semejante respuesta pasa por alto la cuestión. Pensemos en
alguien a quien casi todo el mundo considera que tiene un carácter moral
admirable. A continuación busquemos una explicación de por qué el tipo de
vida de esa persona debe considerarse un modelo para los demás. La
respuesta no es nunca que la persona tiene una meta personal de maximizar la
utilidad. Si el utilitarista conviene en ello, se plantea entonces esta cuestión:
¿de qué manera la utilidad es relevante para la formación del carácter? Las
consideraciones de la utilidad rara vez entran en el pensamiento de los
«santos» o los «héroes». Aunque el utilitarismo tiene importantes respuestas a
cuestiones, por ejemplo, como la salud pública o la elección de médico, no
explica los «datos» de la vida del carácter y las cuestiones relativas al valor, la
compasión, la lealtad personal y el vicio.
La situación de Dorotea ilustra otros dos aspectos de la teoría de la virtud.
En primer lugar, podemos centrarnos en la cuestión general de la naturaleza de
la virtud. ¿Existe alguna cualidad nuclear que Dorotea comparta con otras
personas buenas?, ¿alguna virtud maestra? A menudo el cristianismo sostuvo
que semejante virtud maestra era la humildad (y el orgullo el mayor de los
vicios).
En segundo lugar, podemos considerar virtudes o rasgos específicos, en
especial cuando entran en conflicto. Dorotea se ve atraída en una dirección por
lo que en la Edad Media se denominaba «fidelidad», «constancia» en la época
victoriana y hoy podría denominarse «lealtad». Esta virtud choca
La teoría de la virtud 349

con algo que tira de Dorotea en sentido opuesto, su deseo de autonomía.


Considerados aisladamente, ambos rasgos son buenos: la lealtad puede mi-
tigar a Dorotea los inevitables aspectos difíciles de su matrimonio, y la au-
tonomía puede evitar que llegue a ser un felpudo.
Cuestiones de este tipo preguntarían si una persona puede divorciarse
simplemente por incompatibilidad, especialmente en un matrimonio sin malos
tratos o abusos. Además, la situación de Dorotea se complica (como es
habitual en los dilemas de la vida moral) porque si Dorotea se va, su marido
sufrirá un daño irremediable —quizás fatal. Normalmente, también los hijos
saldrán perjudicados. La resolución de su dilema depende en parte de la forma
en que responde a la cuestión de cómo debe ordenar una persona buena en su
situación las virtudes de lealtad y autonomía.

2. Anscombe y Maclntyre

El resurgir del interés por la virtud en los años ochenta fue estimulado por la
obra anterior de dos filósofos, Elizabeth Anscombe y Alasdair Maclntyre. En
1958, Anscombe afirmó que las nociones históricas de la moralidad —del deber
y la obligación moral, del «debe» en general— eran hoy día ininteligibles. Las
cosmovisiones en que anteriormente tenían sentido estas nociones habían ya
caducado, y sin embargo su descendencia ética persistía. Estos «hijos»
desvinculados se han incorporado a doctrinas como la de «obra no para
satisfacer un deseo propio sino simplemente porque es moralmente correcto
hacerlo». Para Anscombe, semejantes doctrinas no sólo no son buenas, sino
que en realidad son nocivas. La virtud se convierte perniciosamente en un fin
en sí mismo, desvinculada de las necesidades o deseos humanos.
Alasdair Maclntyre coincidió con Anscombe y llevó más lejos su análisis. En
su opinión, las sociedades modernas no han heredado del pasado una única
tradición ética, sino fragmentos de tradiciones en conflicto: somos
perfeccionistas platónicos al elogiar a los atletas con medalla de oro en las
Olimpiadas; utilitaristas al aplicar el principio de clasificación a los heridos en la
guerra; lockeanos al afirmar los derechos de propiedad; cristianos al idealizar la
caridad, la compasión y el valor moral igual, y seguidores de Kant y de Mili al
afirmar la autonomía personal. No es de extrañar que en la filosofía moral las
intuiciones entren en conflicto. No es de extrañar que las personas se sientan
confusas.
En vez de este revoltijo, Maclntyre resucitaría una versión neoaristoté-lica
del bien humano como fundamento y sostén de un conjunto de virtudes.
Semejante versión también proporcionaría una concepción de una vida con
sentido. La interrogación común «¿cuál es el sentido de la vida?» es
350 ¿Cómo debo vivir?

casi siempre una pregunta sobre la forma en que quienes la plantean pueden
sentir que tienen un lugar en la vida en el que se encuentran comprometidos
emocionalmente con quienes les rodean, en que su trabajo expresa su
naturaleza y en el que el bien individual se vincula a un proyecto más amplio
que comenzó antes de nuestra vida y seguirá después de ella. La respuesta de
Maclntyre es que semejante sentido surge —como las excelencias que son las
virtudes, que sustentan el fomento de sociedades racionales— cuando una
persona pertenece a una tradición moral que permite un orden narrativo de una
vida individual, y cuya existencia depende de normas de excelencia en
determinadas prácticas.
Por ejemplo, la medicina tiene una tradición moral que se remonta al menos
a Hipócrates y Galeno. Esta tradición establece lo que se supone tiene que
hacer un médico cuando llega un paciente sangrando a la sala de urgencias o
cuando se desata una epidemia. En esta tradición, la vida del médico puede
alcanzar una determinada unidad o «narrativa». Éste puede mirar hacia atrás (y
hacia delante) y ver cómo su vida ha sido (o es) relevante. Además, la medicina
tiene sus «prácticas» internas que producen un placer intrínseco más allá de
sus recompensas extrínsecas: la hábil mano quirúrgica, el diagnóstico sagaz de
la enfermedad esotérica, la estima de un gran maestro por los estudiantes.
Compárese esta vida con la de un trabajador de una cadena de montaje que
fabrica tuercas de plástico, y que de repente ve cerrar su fábrica. Maclntyre
afirma que las virtudes sólo pueden prosperar en determinados tipos de
sociedades, igual que en determinados tipos de ocupaciones.

3. El fundamento histórico de la teoría de la virtud

Es imposible comprender la teoría moderna de la virtud sin comprender


algo de la historia de la ética. Los griegos de la antigüedad (principalmente
Sócrates, Platón y Aristóteles) realizaron tres tipos de aportaciones. En primer
lugar se centraron en las virtudes (rasgos de carácter) como materia de la ética.
Por ejemplo, la República de Platón describe las virtudes que fomenta la
democracia, la oligarquía, la tiranía y la meritocracia. En segundo lugar,
analizaron virtudes específicas como las virtudes «cardinales» (mayores) del
valor, la templanza, la sabiduría y la justicia (más tarde examinaremos las
nociones antiguas del coraje). En tercer lugar, clasificaron los tipos de carácter:
por ejemplo, Aristóteles clasificó el carácter humano en cinco tipos, que iban
desde el hombre magnánimo al monstruo moral.
En el siglo XIII, Tomás de Aquino sintetizó el aristotelismo y la teología
cristiana. Santo Tomás añadió a las virtudes cardinales las «virtudes teológi-
cas» de la fe, esperanza y caridad. Sin embargo, la ética griega antigua era
La teoría de la virtud 351

laica, mientras que en última instancia Santo Tomás ofreció una justificación teológica de
las virtudes. Santo Tomás se encuentra en un punto intermedio entre la concepción
naturalista del carácter de los griegos de la antigüedad y la hostilidad de Kant al
naturalismo.
Durante la Ilustración, Kant intentó deducir la moralidad de la propia razón pura.
Aunque Santo Tomás afirmaba que las verdades de la moralidad podían ser conocidas
por la sola razón, en ocasiones se vio obligado a apelar a la existencia y naturaleza de
Dios. Posteriormente Kant intentó evitar esta apelación y descubrir una esencia del
carácter moral —de la virtud o del buen carácter— que iba más allá de cualquier conjunto
particular de virtudes o de cualquier sociedad histórica concreta.
Kant decidió que las personas virtuosas actúan precisamente por —y en razón del—
respeto a la ley moral que es «universalizable» (véase el artículo 14, «La ética kantiana»).
Según Kant —al menos de acuerdo con una interpretación— la persona obra en su
máxima capacidad como agente racional puro cuando no actúa por deseos comunes, ni
siquiera por los deseos propios de una persona buena, o porque le hace sentir bien
aplacar el sufrimiento. Según esta concepción, Kant deseaba una noción del carácter
moral más allá de los deseos contingentes de las sociedades particulares de épocas
concretas de la historia. Con ello se quedó con una posición muy abstracta pero también
muy vacía.
Los teóricos modernos de la virtud piensan que Kant se equivocó aquí y que la
filosofía moral moderna ha seguido inadvertidamente su senda. En vez de ver a Kant
como el inicio de una tradición ética, le consideran su re-ductio ad absurdum. El
utilitarismo comete un error por exceso, identificando el deber abstracto de Kant con el
mayor bien para el mayor número, e ignoró el problema de cómo se relaciona el ejercicio
de este deber con los problemas del carácter, como por ejemplo una deficiencia de los
sentimientos de compasión. Como dice Joel Kupperman «a pesar de la oposición entre
kantianos y consecuencialistas, alguien que lea algunas de las obras de cualquiera de
estas escuelas puede obtener fácilmente la imagen de un agente ético esencialmente sin
rostro, al que la teoría le dota de recursos para realizar elecciones morales que carecen
de vinculación psicológica con el pasado o futuro del agente» (Kupperman, 1988).
En un artículo influyente Susan Wolf fue más allá aún, diciendo que el utilitarismo
meramente omite la referencia al carácter. Wolf afirmaba que en realidad supone un
carácter ideal al que no sería bueno ni racional aspirar. Un santo utilitarista que dedicase
el máximo tiempo y dinero a salvar a quienes pasan hambre sería una persona aburrida y
unidimensional que se perdería los bienes no morales de la vida como el participar en
deportes o leer historia. Estos santos, en su esfuerzo por maximizar la ayuda a la hu-
manidad, dedicarían todo su tiempo libre a actos altruistas, sin dejar tiempo
6 ¿Cómo debo vivir?

para los muchos actos de provecho personal que normalmente hacen la vida
plena y satisfactoria.

4. El eliminacionismo

Anscombe y Maclntyre hablaban en ocasiones como si tuviese que


abandonarse sin más la ética basada en principios y como si esto pudiera
conseguirlo una teoría correcta de la virtud. Semejante «eliminacionismo» sigue
teniendo el apoyo de quienes creen que pueden resucitar en la vida moderna
las virtudes de la polis aristotélica o el código del aristócrata del siglo XVIII.
Esta forma de pensar ignora a menudo, entre muchos otros problemas, el
hecho de que las sociedades aristotélica y aristocrática no eran democracias.
En realidad, la concepción de las virtudes ofrecida por aristócratas como
Aristóteles y Hume eran idealizaciones de la conducta de su época, y no
descripciones. Quienes deseen «volver» a la polis o a la Ilustración escocesa
no están volviendo a sociedades reales, sino a libros antiguos.
Con todo, algunos afirman que es posible una teoría de las virtudes
compatible con la democracia y que pueda prescindir de toda referencia a
derechos y principios en ética. En su lugar hablaríamos sólo acerca de lo que
es noble, bueno, honorable, «apropiado» y de gusto. ¿No es esto posible?
Para mostrar que no es posible, examinaremos el ejemplo del coraje o valor.

5. El coraje

Cualquier concepción de cómo se debe vivir tiene que considerar en algún


punto la importancia del coraje en la vida. Aquí se plantean dos cuestiones
interesantes. En primer lugar, ¿puede uno intentar ser valeroso sin conocer lo
que es el coraje? En segundo lugar, ¿cómo se vincula el coraje a otras cosas,
como otras virtudes y conocimientos?
La exposición filosófica del coraje puede rastrearse hasta el diálogo Laques
de Platón, en el cual Sócrates discute con los generales atenienses Laques y
Nicias acerca de la definición correcta de coraje. Sin duda la virtud del coraje
era estimada antes de Sócrates, por ejemplo entre los guerreros de Homero,
pero en el siglo V BCE su naturaleza se había tornado problemática. Cuando la
armada ateniense introdujo en el país ideas y usos extraños del resto del
mundo, los sofistas empezaron a enseñar que los estándares del valor variaban
de una sociedad a otra y de un siglo a otro.
La teoría de la virtud 353

Contra ellos, Sócrates, Platón y Aristóteles afirman que el coraje es un


rasgo de valor intemporal. En el Laques, Sócrates puso en apuros a los ge-
nerales atenienses, que al principio lo identifican incorrectamente con la
conducta estereotipada asociada al valor (salvar a niños de casas que se que-
man) y luego no pueden apreciar la diferencia entre enfrentarse a cualquier
temor y enfrentarse a temores valiosos. Para Sócrates, el coraje exige sabi-
duría y por lo tanto no puede estar ordenado a metas malas.
Sócrates también defiende la controvertida tesis de que el coraje sirve al
autointerés de un individuo. Como ha indicado John Mackie en su libro Ethics:
inventing right and wrong, si uno desarrollase la disposición a calcular cuándo
el coraje sirve su propio interés y cuándo no, esta disposición no sería un
verdadero coraje ni serviría los verdaderos intereses de uno (Philip Pettit
también examina este problema de cálculo en el artículo 19, «El
consecuencialismo»).
Repárese que de lo que aquí se trata no es de la diferencia entre el coraje y
la osadía. La diferencia entre ambos es precisamente que el coraje supone
actuar en aras de un ideal ético, mientras que la osadía del astuto ladrón de
joyas no. La controvertida cuestión sobre el coraje y los ideales valiosos es en
realidad la cuestión de si el coraje es coraje cuando sirve a ideales «malos».

6. El eliminacionismo, de nuevo

Volvemos así a la cuestión del eliminacionismo, es decir la cuestión de si


una teoría ética totalmente basada en el carácter puede ser el centro de toda la
ética. Enfoquemos esta cuestión preguntándonos si un oficial de la Confe-
deración pudo ser valeroso durante la guerra civil americana. Según este
análisis del coraje neutro respecto a los ideales, pudo serlo. Aquí el coraje no
es más que enfrentarse a los riesgos por algún ideal, no necesariamente el
correcto.
La mayoría de las personas considerarían que el oficial lucha por un ideal
malo porque la Confederación defendía la esclavitud. Así pues, presu-
miblemente, Sócrates diría que el oficial confederado no era verdaderamente
valeroso. Pero —¡ay!— esto es precisamente lo que no diría Sócrates. Pues
todos los grandes filósofos de la antigüedad pensaban que la esclavitud era
natural y correcta. En realidad, el estilo de vida de las virtudes de los
aristócratas de la polis dependía en parte de su existencia. Los griegos de la
antigüedad tenían un principio moral incorrecto sobre las relaciones entre los
humanos, y no parece haber un camino fácil de desarrollar su teoría del
carácter hasta sustituir este principio.
Cuando leemos a los griegos de la antigüedad nos impresiona su sensa-
354
¿Cómo debo vivir?

ción de desarrollarse según los ideales de belleza, coraje y nobleza. La ética


griega antigua era perfeccionista al subrayar la perfección de la polis, del in-
dividuo y del futuro del hombre. Este perfeccionismo desdeña la igualdad de las
democracias. Sencillamente no hay forma de emular los ideales de carácter de
la Grecia antigua y además seguir los principios de igualdad moral entre los
humanos (y menos aún entre los humanos y los animales). El filósofo alemán
Friedrich Nietzsche también escribió sobre el intento de formar nuestro carácter
con el orgullo y el estilo. Una vez más encontramos aquí un ideal perfeccionista
de carácter incompatible con la igualdad moral. En realidad, el ideal de
Nietzsche es más notable por lo que rechazaba (la ética judeo-cristiana) que
por lo que postulaba. Pero incluso Nietzsche no parecía consciente del aspecto
que había de tener un ideal de carácter cabalmente anticristiano. Nietzsche es
consciente de que su Übermensch («Superhombre») carecería de lo que Hume
denominaba las «virtudes monacales» como la humildad y la castidad, pero no
parece apreciar que la compasión es una virtud históricamente originada en las
tradiciones «monacales» como el judaismo, el cristianismo y el budismo. Desde
su altura zoroastrina, en ocasiones el hombre magnánimo puede ayudar al
insignificante pobre por su poder y magnanimidad, simplemente porque le gusta
hacerlo. Pero lo más probable es que piense que su forma de sentir y pensar
no son moralmente relevantes y las considerará prescindibles. Así pues, los
ideales del carácter exclusivamente no pueden realizar toda la labor de la ética.

Por otra parte, si estuviésemos dispuestos a definir el coraje de forma no-


socrática, como susceptible de servir a cualquier ideal o meta, entonces el
problema desaparece. Este problema sólo se plantea si virtudes como el coraje
y la sabiduría deben hacer toda la labor de la ética.
Esto también podría comprobarse pensando en el papel de los derechos de
privacidad y libertad en las sociedades modernas. Son necesarios algunos
derechos de no interferencia y algunas libertades para un funcionamiento
mínimamente normal de la sociedad moderna que conocemos. La razón de que
es malo robar la propiedad o imponer la histerectomía a las mujeres sin su
conocimiento no puede explicarse totalmente examinando los vicios de los
delincuentes. Hay que decir algo sobre por qué estas acciones violan los
derechos de las víctimas. Así, el eliminacionismo fracasa en la teoría de la
virtud, aunque esto deja bastante margen de actuación para esta última.

7. El esencialismo

Una cuestión relacionada es la de si todas las virtudes son excelencias en


razón de su vinculación con un único telos (meta) dominante de la humani-
La teoría de la virtud 355

dad. Esta cuestión surge de los intentos por resucitar teorías neoaristotéli-cas de las
virtudes que postulan una meta verdadera de una vida perfectamente buena. Una forma
de abordar esta cuestión es preguntar, como hicieron Sócrates y Aristóteles, si todas las
virtudes comparten una «virtud maestra». Alternativamente, todas las virtudes podrían
compartir no necesariamente una virtud, sino una esencia común, como el sentido común.
Aristóteles pensó que un necio no podía en realidad tener virtud, y esto lo diferencia de la
concepción cristiana.
En la época reciente, Edmund Pincoffs ha defendido una concepción «funcionalista»
de las virtudes. Según ésta, las virtudes verdaderas son aquellas necesarias para vivir
bien en cualquiera de varias formas de «vida común». De acuerdo con su concepción,
existe un núcleo de virtudes necesarias para el progreso de cualquier forma de sociedad
en cualquier época de la historia.
No obstante, no parece más plausible defender que todas las virtudes deben
compartir una cualidad que defender que todos los bienes deben compartir una cualidad.
Las virtudes pueden concebirse como formas de aptitud sobresaliente, y hay
innumerables cosas en las que uno puede sobresalir. La idea de que «tenga que» haber
un núcleo de toda virtud en realidad supone de manera encubierta que sólo existe una
buena forma de vivir o una forma correcta de desarrollo de la sociedad. Pero hay muchos
mundos posibles para el futuro. Cada uno tendría diferentes mezclas de instituciones y
prácticas, cada uno necesitaría diferentes tipos de virtudes para su desarrollo ideal.
Por ejemplo, en las sociedades de frontera, los grandes héroes fueron a menudo
personas muy inteligentes que se comportaron muy bien fuera de los estrechos límites de
las ciudades civilizadas con sus iglesias, bodas, escuelas, abogados, almacenes, policía
y fábricas. Estos héroes de frontera siguieron un código sencillo y duro (hay que colgar y
matar a los ladrones de caballos, los «salvajes» son el enemigo, que cada cual se las
componga como pueda, etc.). Cuando se civilizaron estas fronteras, estos héroes cons-
tataron a menudo que su carácter no encajaba en la sociedad que habían contribuido a
crear. La sociedad había precisado de tipos de carácter semejante, y posteriormente se
había desplazado.

8. Sentimientos morales, anhelos y deseos

Los teóricos de la virtud examinan a menudo la motivación de las acciones morales


en tipos de deseos y sentimientos. En un ensayo pionero, Jo-nathan Bennett examina el
papel de los sentimientos o la empatia en la vida ética. Bennett examina el conflicto entre
la compasión y el deber moral de
356 ¿Cómo debo vivir?

Huckleberry Finn y del líder nazi Heinrich Himmler. La moralidad de la época de


Huck le obligaba a devolver al esclavo huido Jim, con quien había hecho
amistad. En cambio, Himmler instó a los generales de las SS a superar su
aversión humana a matar judíos por su superior deber para con la Patria.
Bennett defiende la conclusión antikantiana de que Huck atendió correctamente
a su afecto por Jim, y no a su moralidad, mientras que los generales de
Himmler deberían haber atendido más a sus sentimientos. Una teoría moral
que sólo explica este problema como un error cognitivo (Huck debería haber ido
más allá de su época y haber «visto» sencillamente que la esclavitud era mala)
no aborda la cuestión que plantea Bennett.
Bennett también considera al teólogo catastrofista americano Jonathan
Edwards, quien escribió que parte de los placeres especiales de los salvados
en el cielo será contemplar los tormentos de los condenados («la contempla-
ción de las calamidades de los demás tiende a aumentar el sentido de nuestro
propio goce»). Bennett escribe que Edwards no parece haber tenido sensibi-
lidad alguna hacia el sufrimiento eterno de los condenados. Para Bennett,
Edwards es inferior a Himmler porque al menos éste sintió algo.
Este tema conduce a un defecto común de las teorías ajenas a la virtud.
Según las teorías del deber o de los principios, es teóricamente posible que
una persona pudiese obedecer, como un robot, toda norma moral y llevar una
vida perfectamente moral. En este escenario, uno sería como un ordenador
perfectamente programado (quizás existan personas así, y sean producto de
una educación moral perfecta). En cambio, en la teoría de la virtud, tenemos
que conocer mucho más que el aspecto exterior de la conducta para realizar
juicios así, es decir que tenemos que conocer de qué tipo de persona se trata,
qué piensa esta persona de los demás, qué piensa de su propio carácter, qué
opina de sus acciones pasadas y qué piensa sobre lo que no llegó a hacer.
Por ejemplo, casi todo el mundo pasa por la vida sin llegar a ser asesino
(«el caparazón exterior»), pero los tipos de carácter de los no asesinos difieren
considerablemente. La persona que frecuentemente tiene la tentación de
asesinar debido a un apasionamiento, pero se abstiene de hacerlo por razones
morales no parece un tipo moral elevado. Es muy superior no querer matar
nunca a alguien simplemente a causa de ofensas menores. Y mejor aún es la
persona que nunca mataría y que muestra su condolencia ante la muerte de
inocentes.

9. Carácter, individuo y sociedad

La acción no tiene lugar en un vacío político. La teoría de la virtud también


estudia cómo los diferentes tipos de sociedades estimulan diferentes
La teoría de la virtud 357

virtudes y vicios. Podríamos enfocar el dilema de Dorotea en términos muchos


más globales preguntándonos si eran justas las limitadas opciones que le
ofrecía la sociedad victoriana. Algunas filósofas feministas modernas des-
arrollan temas similares examinando si son elogiables las virtudes y vicios
tradicionales de las mujeres. En el pasado, las feministas han defendido ide-
ales andróginos y fomentado sólo virtudes humanas, y no virtudes masculinas
o femeninas. Más recientemente algunas feministas han rechazado los ideales
andróginos y vuelto a la idea de que algunas virtudes (asistencia, compasión)
pueden ser más propias de las mujeres que de los hombres (véase el artículo
43, «La idea de una ética femenina»).
En la reflexión sobre el carácter, la actitud «filosófica» puede consistir en
considerar globalmente las sociedades o bien en adoptar una perspectiva
personal y considerar el carácter «interior». ¿En qué medida puede una
persona configurar su propio carácter?
Resulta claro que esta discusión presupone que algunas personas tienen
cierta capacidad de modelar su propio carácter. Algunos filósofos lo discuten,
afirmando que si bien los actos individuales pueden ser libres, el carácter es un
aspecto fijo de las personas. Puede replicarse que no todo el mundo tiene la
capacidad de cambiar, o incluso de modificar el carácter. Sin embargo, si el
crítico admite que un acto puede ser libre, queda abierta la posibilidad de que
este acto pueda desencadenar un cambio de carácter.
Además, nuestros sistemas de elogio y censura moral, nuestro desarrollo
de modales y nuestras suposiciones sobre el libre arbitrio parten del supuesto
de que las personas pueden configurar deliberadamente o corromper su propio
carácter. Está fuera del alcance de este ensayo la cuestión de hasta qué punto
puede una persona cambiar sus rasgos y su carácter, pero para ofrecer un
esbozo de respuesta puede decirse que a menudo las situaciones de crisis
obligan a las personas a reexaminar sus valores básicos, como debe hacer la
señora Brooke en su matrimonio fallido cuando se enamora de Will. Cuando
están felices, las personas obtienen a veces una comprensión de sus
problemas y tienen el apoyo de recursos para el cambio (éste es un valor de la
psicoterapia). Y de hecho las personas cambian —dejan de beber, se vuelven
más compasivas o se vuelven mezquinas. Parece pues que es posible el
cambio (véase también el artículo 47, «Las implicaciones del determinismo»).
Un profundo error de las teorías que no consideran las virtudes es que
prestan poca o ninguna atención a los ámbitos de la vida que forman el ca-
rácter. Quizás las decisiones más importantes en estos ámbitos sean las re-
lativas a casarse o no, tener o no hijos, ser amigos y a dónde trabajar. Los
escritores que operan en tradiciones éticas basadas en los derechos, la utilidad
o la universalización kantiana, han considerado mayoritariamente que estas
áreas suponen elecciones no morales. Pero como la ética trata sobre
358 ¿Cómo debo vivir?

cómo debemos vivir, y como estas áreas ocupan una parte tan importante de nuestra
forma de vida, ¿no es éste un colosal defecto?
Los filósofos modernos están estudiando muchas cuestiones acerca de la virtud,
como la medida de nuestra responsabilidad por nuestro carácter la vinculación entre el
carácter y los modales, las vinculaciones entre el carácter y la amistad y el análisis de
rasgos específicos, como el perdón, la lealtad, la vergüenza, la culpa y el remordimiento.
Incluso están volviendo al análisis de vicios tradicionales como los deseos desmedidos
de drogas, dinero, comida y conquista sexual, es decir, los vicios tradicionales de la in-
temperancia, la codicia, la gula y la lascivia. La próxima década conocerá la aparición de
muchas obras importantes sobre la virtud.

Bibliografía

Anscombe, G. E. M.: «Modern moral philosophy», Philosophy, 33 (1958), 1-19. Aquino,


Sto. Tomás de: Summa Theologiae, Trad. esp.: Suma teológica, Madrid,
BAC, 1954. Bennett, J.: «The conscience of Huckleberry Finn», Philosophy, 49 (1974),
323-33. Blum, L.: «Moral exemplars: reflections on Schindler, the Trocmes, and others»,
Midwest Studies in Philosophy, 13 (1988), 196-221. Eliot, G.: Middlemarch (Londres:
1871-2). Trad. esp.: Middlemarch, Madrid, Ed.
Nacional, 1984. Kupperman, J.: «Character and ethical theory», Midwest Studies in
Philosophy, 13
(1988), 115-25. Maclntyre, A.: After Virtue(South Bend, Ind.: University of Notre
Dame Press,
1981). Trad. esp.: Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987. Mackie, J.: Ethics:
Inventing Right and Wrong (Harmondsworth: Penguin, 1971). Pincoffs, E.: Quandaries
and Virtues (Lawrence, Kans.: University of Kansas Press,
1986). Platón, Repúbiica, Madrid, Gredos, 1986. —: Laques,
Madrid, Gredos, 1981. Wolf, S.: «Moral saints» Journal of Philosophy,
79 (1982), 419-39.

Otras lecturas

Puede encontrarse una excelente bibliografía, que incluye cientos de artículos y libros y
organizada en subáreas, detrás de los artículos reunidos en: The Virtues:
Contemporary Essays on Moral Character, ed. R. Kruschwitz y R. Roberts (Belmont:
Wadsworth, 1987, pp. 237-63.
French, P., Uehling T. y Wettstein, H., eds., Ethical Theory: Character and Vrrtue -Volume
XIII, Midwest Studies in Philosophy (South Bend: University of Notre Dame Press,
1988).

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