Bauman Zygmunt - para Una Sociologia Critica
Bauman Zygmunt - para Una Sociologia Critica
Bauman Zygmunt - para Una Sociologia Critica
sociología
crítica
Maryr
Digitalizado por Alito en el Estero Profundo
PARA UNA SOCIOLOGIA C R ITIC A
Para una
Sociología Crítica
Un ensayo sobre el sentido común
y la emancipación
Ediciones Marymar
Título de la obra original:
T ow ards a C r it ic a l S o c io l o g y
An essay on commonsense and emancipation
Publicada por:
R outledge and K egan P a u l
Londres y Boston
Versión española de
E n r iq u e B u t e l m a n
301
Bauman, Zygmunt
Para una sociología crítica; un ensayo
sobre el sentido común y la emancipación.
Traducción, Enrique Butelman. Buenos Aires,
Marymar, 1977.
228p. 18,5cm. (Col. Biblioteca de ciencias
del Hombre)
1. SOCIOLOGIA I. Título
Capítulo 1
LA CIENCIA DE LA NO-LIBERTAD
(
llenamente garantizado el uso del término natura-
pzn para describir las propiedades humanas. Y pues
to que ciencia es conocimiento de lo que la natura-
1«M no es, una ciencia del hombre y sus asuntos
M factible y, por cierto, necesaria, si ellos quieren
ikanzar libertad —tanto negativa cuanto positiva—
pira determinar sus propias condiciones. Desde lue
go, esto implica que la naturaleza humana, ahora
¿Itntificamente estudiada y puesta al descubierto,
diterminará los límites y el contenido de esa libertad.
El estudio de la naturaleza humana, empero, plan
to* un problema que nunca había surgido cuando
la naturaleza humana era el único objeto de inda-
gaclón. Esa última está siempre en paz consigo
Dtlima; nunca se rebela contra sus leyes; su armonía
y uniformidad han sido preestablecidas e introducidas
en su propio mecanismo. Como Hegel podría haberlo
dicho, la Naturaleza (refiriéndose a la naturaleza
no-humana) no tiene historia; esto es, no conoce
acontecimientos individuales, únicos, descarriados,
fuera-de-lo-ordinario. Este concepto de naturaleza
encontró su expresión más destacada, como hace
poco lo señaló Peter Gay, en la pasión vehemente
con la que los abogados de la Edad Científica lu-
oharon contra el concepto de milagro. Para explicar
un acontecimiento inexplicable, Diderot “buscaría
razones naturalistas: una mala pasada, una conspi
ración, o tal vez su propia locura”. Para Hume, un
milagro habría sido “una violación de las leyes de la
naturaleza, y una violación tal es imposible por defi
nición. Cuando parece ocurrir un milagro, debe ser
considerado producto de una información falsa o
como un acontecimiento natural para el cual por el
momento se carece de una explicación científica”.5
Desde luego, ninguna razón particular impedía que
esa actitud que no admitía compromisos se extendiera
hasta abarcar la totalidad de los hechos humanos.
Y en efecto así ocurrió, pero mucho después, en la
versión conductista de la ciencia del hombre, que
llevó la incredulidad sobria de la ciencia en general,
puesta a prueba con objetos no humanos, a sus lími
tes lógicos. Más aún, el programa conductista, audaz
e iconoclástico como les pareció a quienes lo ela
boraron y también a quienes se opusieron a él, en
modo alguno fue un residente extraño del castillo
de la ciencia. Ningún conductista niega que la
acción humana pueda ser irracional; pero lo que
todo conductista rechazará con énfasis es la posibili
dad de una conducta, racional o irracional, que no
tenga causa, esto es, que pudo haber sido diferente
de lo que fue dadas las condiciones en que ocurrió.
La única diferencia entre los acontecimientos hu
manos y no humanos consiste, por lo tanto, en lo
llguiente : en los asuntos humanos tiende a surgir
Una grieta, peligrosa y ominosa, desconocida en la
naturaleza no humana, entre la conducta humana
i los mandatos de la naturaleza. En el caso de los
I Inómenos no humanos, la propia naturaleza, sin
Intervención del hombre, toma a su cargo la armonía
•ntre lo necesario y lo real, la identidad de lo real
y lo bueno; en el caso humano, sin embargo, la
grieta entre los dos debe ser cruzada con un puente
artificial, y requiere un esfuerzo consciente y soste
nido. (Recordemos que Adán fue la única creación
de Dios de la cual El no dijo a fortiori que era
b u en a...). En su Théorie de l’éducation sociale et
é l l’administration publique, Louis de Bonald dice
a
ue “la Naturaleza crea a la sociedad, los hombres
Irigen el gobierno. Y como la Naturaleza es esencial
mente perfecta, crea, o trata de crear, una sociedad
perfecta; y el hombre, puesto que es depravado por
Mencia, causa estragos con la administración o tiende
constantemente a remendarla”. El conocimiento de
lo# veredictos naturales, seguido y apuntalado por el
reipeto de lo que es conocido, es el material con
«I cual puede y debe construirse el puente que une lo
actual y lo necesario, lo real y lo bueno.
En su egoísmo, avaricia, irracionalidad, insensa
ta*, el hombre está tan determinado por su propia
naturaleza como en sus más gloriosos momentos de
euforia de ciudadano respetuoso de la ley. Lo último
nn está, por lo tanto, automáticamente asegurado.
No He convertirá en la regla si no se hace un es-
flirrzo para inclinar la balanza hacia las leyes que la
Naturaleza ha fijado para la sociedad.
Y así, por primera vez, la naturaleza del individuo
M metida dentro de la naturaleza de la sociedad. Al
•llierger de la “unidad natural” premoderna del
(lumbre con su sociedad corporativa y ser llevados
a una situación fluida, poco determinada que exige
elección y decisión, los hombres formularon su nueva
experiencia como un choque entre el individuo y la
sociedad. De esa manera la sociedad emprendió su
larga carrera de “naturaleza segunda”, carrera que
todavía continúa y en la cual es percibida por la
sabiduría del sentido común como un poder ajeno,
no comprometido, exigente y que llega desde lo alto
—exactamente como 1.a naturaleza no humana. Para
vivir según las reglas de la razón, para comportarse
racionalmente, para alcanzar éxitos, para ser libre,
el hombre tuvo ahora que adaptarse a la “natura
leza segunda” al igual que había tratado de adaptar
se a la primera. Puede, es cierto, resistirse a ello:
muchas veces la gente no quiere ser razonable. Si lo
infringido por la falta del hombre fuera la ley
de la naturaleza no humana, la naturaleza misma
pronto haría que el delincuente entrara en razón.
En cambio, si lo desafiado fuera la ley fijada por la
naturaleza para los humanos, serían éstos los que
deberían cumplir la tarea. “Quien se niegue a obe
decer la voluntad general —dice Jean Jacques
Rousseau en El contrato social— debe ser obligado
a obedecerla por todo el cuerpo de sus conciudada
nos: lo que no es sino decir que puede ser necesario
obligar a un hombre a ser libre.”
¿Pero quién o qué obliga? ¿Y qué poder otorgaría
legitimación a su acto? La respuesta de Rousseau
es precientífica (ciertamente presociológica) y anti
cipa descubrimientos a los que la sociología llegará
después de un siglo o más de cierta preocupación
no muy insistente por la idea de una no problemática
sociedad de carácter natural. Según nuestros están
dares, Rousseau fue en realidad notablemente moder
no al describir la autoridad suprema de la sociedad
como compuesta por la multitud de las voluntades
individuales de los homini socii, y al definir tal auto
ridad, por consiguiente, como voluntad general. Es
solamente la terminología, no la sustancia, lo que
nos parece arcaico cuando examinamos las cosas
más de cerca. Fue precientífico, empero, al espe
rar que mediante la acción política podría alcanzarse
la reconciliación última entre la naturaleza indivi
dual rebelde y las exigencias de la entidad supra-
individual, dejando de lado al estudioso, al educador,
al erudito, o lo que es lo mismo, al conocimiento
específicamente científico. Lo único que realmente
cuenta es la determinación del Soberano, el Go
bernante, el Legislador, para aplastar cualquier re
sistencia que pudiera encontrar en su tarea de
“transformar la sustancia misma de la naturaleza
humana; para transformar a cada individuo. ..
Para despojar a un hombre de sus poderes propios,
y darle a cambio de ellos otros que le son ajenos
como persona, que él puede usar sólo si es ayudado
por el resto de la comunidad”. Lo cual sigue todavía
siendo una exhortación a la sociedad para que se
convierta en un poder supremo e implacable (aun
que benevolente) más que un reconocimiento de que,
en efecto, ha llegado a ser un poder de esa índole
y lo ha sido durante largo tiempo. Y es una expre
sión de la esperanza de que el choque entre las
intenciones humanas y la fuerza hostil y misteriosa
llamada sociedad que la gente sigue experienciando
no sea, o no debiera ser, una condición intemporal.
Tal dhoque puede ser explicado como un choque
entre las intenciones “perjudiciales” y la sociedad
“mal organizada” ; y ese choque, con sus sufrimientos
implícitos, podría muy bien desaparecer si los per
juicios fueran eliminados. La “sociología científica”
rechazará ambas suposiciones. Afirmará, en cambio,
que al ser la sociedad una realidad suprema para los
hombres, no es un asunto de elección humana o
•uprahumana. Y aceptará que la tensión entre el
egoísmo humano insumiso y las necesidades de su
pervivencia de la totalidad social (tensión que Pascal
trató de reconciliar mediante la fe religiosa) está allí
para permanecer. Por último, pero no por ello menos
importante, después de asignar a la “realidad se
gunda” la dignidad de fuente única de razón aban
donará el método para distinguir entre lo bueno y
lo existente y combinará lenta pero firmemente lo
bueno y lo real en una sola cosa, hasta que la idea
de la Verdad como lo cus de la autoridad suprema (y
para la ciencia, La única) afirmará que lo bueno está
fuera de su alcance.
Estará así preparado el camino para el ascenso
triunfante de la ciencia positiva de lo social, la cien
cia que considera a la “sociedad” como naturaleza
por derecho propio, tan ordenada y regular como la
“naturaleza primera” se le aparece al científico y tan
capaz como ésta de legislar para la acción humana.
La generación postrevolucionaria de filósofos abrazó
la nueva fe con la intolerancia impetuosa de los
conversos nuevos. Fue Claude de Saint-Simon quien
formuló el catecismo del nuevo credo:
“La ley suprema del progreso del espíritu humano abar
ca y domina todas las cosas; los hombres no son sino sus
instrumentos. Aunque esta fuerza procede de nosotros, no
podemos resistirnos a su influencia o dominar su acción
más de Jo que nuestra voluntad podría modificar el impulso
primario que hace que nuestro planeta gire alrededor del
sol. Todo lo que podemos hacer es obedecer esa ley y
explicar su curso en lugar de ser ciegamente empujados
por ella; en esto consiste precisamente el gran desarrollo
filosófico reservado para la época presente.” (Uorganisateur).
Capítulo 2
CRITICA DE LA SOCIOLOGIA
La revolución husserliana
Como hemos visto, es la experiencia del sentido co
mún, la experiencia del mundo, lo que le otorga
plausibilidad a la explicación sociológica de la exis
tencia humana. Es gracias a este apoyo poderoso y
ubicuo que la sociología puede dejar de lado la ta
rea de poner a prueba y explorar la legitimidad
de su actividad propia. Su legitimidad se da por
establecida, suponiéndosela sustentada por el flujo
de la experiencia diaria: es sólo la manera de con
servarla así —es decir, el problema técnico de la
exactitud y la precisión en el cumplimiento de una
tarea cuya validez no cabe cuestionar— lo que si
gue siendo un problema.
Por eso los sociólogos rara vez dirigen su mirada
a los cimientos del edificio suntuoso que construyen. Y
en efecto, la actitud que la sociología adopta frente
a su fuente última recuerda de manera notable la
mezcla peculiar de reticencia avergonzada y desprecio
neuróticamente presuntuoso con la que un nuevo
rico de origen humilde trata a menudo a sus pa
rientes. Oficialmente, la sociología es la crítica del
sentido común. En realidad, esta crítica nunca llega
hasta los fundamentos y nunca arroja luz sobre los
supuestos compartidos que vuelven significativos tan
to al sentido común como a la sociología. Quizás
sea precisamente a causa de ese parentesco cercano
e íntimo que la sociología nunca puede alejarse del
sentido común lo suficiente como para que esas pre
misas tácitas se tornen visibles. Desde el punto de
vista práctico, un paso tan largo fuera del terreno
seguro sería imprudente. Cuestionar la confiabilidad
del testimonio ontológico proporcionado por el sen
tido común podría por cierto provocar un terremoto
que con facilidad sacudiría todo el edificio de la
ciencia de la no-libertad. Aun una reflexión ingenua,
filosóficamente poco sutil, sobre la validez de la
experiencia del sentido común, revela cuánta segu
ridad emocional y autoconformidad descansa sobre
una base tan débil. Robert Heilbroner dice al respecto:
“Para la persona común, educada en la tradición
del empirismo occidental, los objetos físicos usua'l-
mente parecen existir “por sí mismos” allí afuera
en el tiempo y el espacio, apareciendo como agru
paciones desiguales de datos sensoriales. Del mismo
modo la mayoría de nosotros percibimos los objetos
sociales como cosas.. . Todas estas categorías de la
realidad con frecuencia se presentan a nuestra con
ciencia como existentes por sí mismas, con límites
definidos que las destacan respecto de otros aspectos
del universo social. Por abstractas que sean, tienden
a ser concebidas con tanta claridad que parecen ob
jetos susceptibles de ser recogidos con las manos”.1
Al igual que en el fragmento citado, el comienzo
mismo de la indagación revela dos cosas que por
lo común la sociología se resiste a discutir. Primero,
nuestro conocimiento ontológico de la “objetividad”
de las categorías de la realidad se basa en última
instancia en el hecho de que ellas se le manifiestan
como tales a la persona común; y esta manifesta
ción nunca es ingenua y pura, sino resultado de un
proceso complejo de educación. Segundo, la supues
tamente inconmovible evidencia de objetividad es
en realidad constantemente producida y reproducida
por un proceso intrínsecamente tautológico. Las
premisas ontológicas del empirismo son prohadas
por percepciones del sentido común que proporcionan
tal prueba sólo por haber sido ellas mismas entre
nadas para esa finalidad por los supuestos que se
afirma deben validar.
Husserl y la fenomenología se esforzaron por li
berar nuestro conocimiento de ese proceso circular
de validación ilusoria. Consideraron que el camino
a seguir estaba en la crítica de los supuestos del
sentido común tolerados, antes que en la de los acep
tados conscientemente. Al concebir el proceso del
conocimiento como un campo cerrado sobre sí mis
mo, herméticamente sellado, que es puesto en movi
miento (y en consecuencia puede ser reformado)
por sí mismo, Husserl identificó la tarea de restaurar
el conocimiento humano sobre un fundamento se
guro e inconmovible con la purificación de la
experiencia nuclear de toda mezcla extraña e inadmi
sible. El primer elemento que había que separar y
eliminar era precisamente la suposición tácita de
existencia, sobre la cual la creencia en la validez del
trabajo sociológico estaba apoyada (al igual que la
de muchos otros trabajos similares).
Más que plantear un problema nuevo, el proyecto
de Husserl resucitó una vieja preocupación de los
filósofos. Su notable impacto obedeció al hecho de
que Husserl volvía a enunciar con fuerza ideas que
no se presentaban a diario en una época en la que el
empirismo estaba demasiado bien establecido para
preocuparse por justificar la autenticidad de sus tí
tulos. Potencialmente, empero, habían continuado
siendo una parte integral de la tradición filosófica
occidental mucho antes de que Husserl las recuperara
en un rincón alejado del almacén intelectual para
volverlas a llevar al foco del análisis filosófico. En
efecto, tales ideas existían ya en los comienzos de
esa tradición, en las obras de Platón y Aristóteles.
Más de dos mil años antes de Husserl, Platón había
dudado de la solidez del conocimiento que cabe de
rivar de la “mera” existencia de un fenómeno; la
verdad real reside en ideas atemporales y puede
ser buscada por la intuición, por una intimidad no
mediada con lo necesario. Por esa misma razón atri
buyó a la existencia de los objetos un status acciden
tal, algo inferior, y sobre todo inestable, proteico; de
lo cual se deducía que el conocimiento verdadero
de ningún modo podía descansar sobre un funda
mento lábil y movedizo. Aristóteles, por su parte,
separó cuidadosamente la esencia de la existencia,
como una categoría por derecho propio y —esto
es lo más importante— autónoma respecto de la
existencia. La información de “que” algo es, arroja
poca luz sobre la cuestión acerca de “qué es” ese algo.
La existencia es un accidente de la esencia y por lo
tanto no la esclarece; por otra parte, la existencia
no está incluida en la esencia de las cosas y en
consecuencia no puede ser derivada de ella. Este
último tema, en particular, fue después ampliamente
discutido por Avicena, por cuya mediación lo co
noció y asimiló la filosofía europea moderna. Con
el advenimiento de una ciencia asociada con intere
ses técnico-instrumentales, ese tema contribuyó al
abandono gradual de las “esencias” por considerárselas
como un terreno estéril sobre el cual no podía germi
nar ninguna información de importancia técnica.
El dilema esencia-existencia siempre surgió ante
la atención de los filósofos en el contexto epistemo
lógico. Su importancia derivaba de la centralidad
de la pregunta acerca de “¿cómo conocemos lo que
pensamos que conocemos?”, o, más específicamente
“¿cómo podemos estar seguros de que nuestro co
nocimiento es verdadero?”. El gran éxito de la cien
cia moderna consistió precisamente en que logró
independizar sus actividades cotidianas y la utilidad
de sus resultados de cualquier respuesta a esas
preguntas, expulsándolas más allá de los límites de
su propio sistema autónomo. Sólo cuando una ciencia
enfrenta una crisis ontológica vuelven esas preguntas
a ser un eslabón integral en su lógica validante.
Pero dado que esas preguntas no se comunican con
las actividades diarias de la ciencia, es muy impro
bable que puedan alguna vez serles impuestas a los
hombres de ciencia por la lógica de su propia investi
gación. En el mejor de los casos, llegarían desde
regiones normalmente consideradas externas a la
ciencia —lo que es también muy poco probable en
vista de la autonomía institucionalizada de la comu
nidad científica. Ahora bien, lo cierto es que las
llamadas ciencias sociales constituyen una excepción
a esa regla, pues a causa de su gran público lego y su
decisión de elegir como tema la experiencia accesible
al sentido común, nunca pueden someter su objeto
a su dominio exclusivo, ni reforzar su autonomía
por el medio habitual del elitismo profesional pro
tegido por autoselección. Sea cual fuere la razón
de ello, las ciencias sociales son las únicas orgánica
mente incapaces de eliminar de una vez y para
siempre la cuestión epistemológica. A diferencia de
las ciencias de la naturaleza, sus descubrimientos
positivos y su significación dependen directamente
de la actitud que adoptan frente a ese problema
central. Pese a todos los esfuerzos que hagan las cien
cias sociales no pueden eliminar los aspectos episte
mológicos del objeto que deciden investigar. Es decir,
que es de esos aspectos que depende en última ins
tancia la confiabilidad de la existencia “obviamente
dada” de los objetos sociales.
San Agustín le dio a esa cuestión una respuesta
virtualmente platónica que después Husserl conver
tiría en la piedra angular de su filosofía:
“—Tú, que quieres saber, ¿sabes lo que tú eres?
—Yo lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé.
—¿Sabes que piensas?
—Lo sé.
—Por lo tanto es verdad que tú piensas.
—Es verdad.” 2
Ninguna certidumbre de existencia le es dada al
pensamiento humano con tanta fuerza como la certi
dumbre del pensamiento mismo que hace redundante
toda pregunta ulterior. El hecho de pensar es la úni
ca realidad incuestionable que es dada tan clara
mente que no requiere prueba alguna. Más de dos
siglos después Descartes dará el paso atrevido que
San Agustín tuvo la prudencia de evitar: en el
famoso cogito ergo sum sugerirá que la existencia
real del sujeto pensante es directamente dada junto
con el acto de pensar en la experiencia inmediata:
de esa manera, la pregunta acerca de si por lo
menos un objeto —el substratum de mi pensar— exis
te, es contestada concluyentemente por el acto mismo
de pensar. De tal manera, el sujeto pensante va
lida simultáneamente la esencia y la existencia. Y se
puede extraer información segura sobre ambos de la
misma fuente y por virtud del mismo acto. Esta
fue en realidad una separación atrevida y funesta
renpecto de la tradición filosófica anterior. Lo que
de heoho lugirió Descarte» fue que la existencia es
tan neceimrin como la verdad de la esencia y que
le impone a if misma con tanta fuerza como ésta.
E«to pudo haber sido un importante incentivo para
ir hacia adelante en tiempos en que las ciencias,
en su infancia todavía, tenían que protegerse cui
dadosamente del clericalismo intolerante, pero lo
forzado de su supuesta reconciliación fue algo que
no pudo permanecer oculto por largo tiempo al ojo
del filósofo. Al igual que antes, después de Des
cartes los filósofos siguieron dividiéndose entre los
que menospreciaban las intuiciones intelectuales en
favor de las impresiones sensoriales, y aquellos que
-—fieles a Platón— deploraban la poca confiabilidad
del “empirismo que se introducía arrastrándose sos-
layadamente” .
El primero que afirmó claramente que la lógica
majestuosa del cogito era falsa fue Moses Hess. Des
tacó que de ningún modo tenía Descartes el derecho,
al basarse únicamente en la claridad y la evidencia,
de saltar desde la conciencia del pensar a la afir
mación de la substantia cogitans, y de ahí a la rea
lidad de las relaciones causales, supuestamente
garantizadas por la misma inmediatez. Hess utilizó
la metáfora del niño que se mira en el espejo y cree
que debe existir otro objeto detrás de su imagen; se
apresura entonces a mirar detrás del espejo y sólo
encuentra, asombrado, una superficie oscura impe
netrable para sus ojos. La conclusión es angustiante:
o bien logramos probar nuestro conocimiento por el
acto mismo de pensar, o permanecerá para siempre
apoyado sobre arenas movedizas. En cierto sentido,
Husserl recogió la tarea donde Hess la había abando
nado después de esbozarla someramente.
Husserl no quería nada menos que establecer,
más allá de toda duda, las condiciones que posibilitan
alcanzar y poseer un conocimiento necesario, es de
cir, independiente de la existencia contingente,
esencial, en el sentido de demostrar lo que las cosas
realmente son y no en qué forma se manifiestan, y
objetivo, en el sentido de ser independiente de cual
quier significado arbitrario que un sujeto psicológico,
objetivable, pudiera querer darle. Para alcanzar esa
finalidad, Husserl propuso que se eliminara la mile
naria separación entre ontología y epistemología: las
dos preguntas, que constituían dos disciplinas filo
sóficas, pueden ser contestadas al mismo tiempo o
no contestadas en absoluto. “¿Cómo conozco?” y
“¿qué son las cosas?”, son en efecto una sola pregun
ta injusta y erróneamente dividida en dos. El único
conocimiento que yo puedo poseer es precisamente
el conocimiento de lo que las cosas son. Conocer es
conocimiento de la esencia, de los atributos insepara
bles de las cosas. Y el conocer es la única manera en
que las esencias “existen”. “Ser” es “Bewusstsein”:
ser conocido; cogito y cogitatum, noesis y noema, son
en realidad conceptos que tratan de apresar el mismo
acto de conciencia, aunque desde lados diferentes.
Noema se refiere al acto de noesis considerado des
de el punto de vista de sus resultados; pero noesis se
refiere a los noemata vistos como sus modos de ser,
de Bewusstsein. La única existencia de las cosas que
conocemos con seguridad, con claridad y sin lugar a
dudas, es precisamente su “dadidad” como esencia
—el tipo de existencia-conocimiento implacablemente
negado o menospreciado por el empirismo que se
centraba sobre las manifestaciones contingentes. Sig
nificado, esencia, Bewusstsein, son creados y mante
nidos juntos en el único acto que es dado directa
mente, obviamente, y sin mediación: el acto de la
conciencia intencional. Los conceptos de sujeto y
objeto, que la filosofía dominante nos enseñó a em
plear para describir nuestro mundo y nuestra manera
de existir en él, son sólo abstracciones que arbitra
riamente tornan rígidos aspectos aislados del Be
wusstsein virtual.
Pero la verdad objetiva, esencial y necesaria está
oculta a nuestra visión por la “actitud natural” —la
manera ingenua y descuidada de contemplar el mun
do, en la cual los objetos se nos presentan simple
mente “por ahí”, independientemente de la noesis.
La actitud natural es por cierto apenas “natural” ;
es un producto complejo de una multitud de su
puestos no verificados e informaciones que son acep
tadas como seguras pero nunca comprobadas. No
cabe adentrarse en el duro camino hacia la verdad
sin antes “perder” ese mundo lleno de apariencias
falsas y creencias erróneas. Lo primero que debe
dejarse atrás es la información que poseemos o
pretendemos poseer sobre la “existencia” de las co
sas. No quiere decir esto que las cosas no existan
“por ahí” ; pero su existencia o no-existencia simple
mente carecen de importancia para la búsqueda de
la verdad, y su existencia objetivada “por ahí”,
de un modo que difiere del Bewusstsein, nada puede
agregar a su esencia.
De ahí toda la serie de “reducciones trascenden
tales” que deben realizarse para hacer accesible a
nuestra intuición la noesis pura, no contaminada por
mezclas externas. La serie comienza “poniendo entre
paréntesis” o “suspendiendo” la cuestión de la exis
tencia. Simplemente impedimos que entren en nuestro
razonamiento todas las consideraciones acerca de la
existencia de las cosas. Pero hay también otras re
ducciones, y una de ellas es la “reducción monádica”,
que tiende a purificar la conciencia de todas las in
fluencias de la cultura, que comparte con la existen
cia su manifestación contingente e inesencial. Al
final del largo proceso de reducción emerge una
subjetividad pura, enteramente limpia de todos los
supuestos erróneos que se refieren a la existencia
“natural!”. Uno de los muchos supuestos que han
sido eliminados por reducción y abandonados en el
proceso, es la noción psicológica de la conciencia
individual considerada como un “objeto” que está
“por ahí” y puede explorarse objetivamente “desde
afuera” y describióse como corresponde en un lenguaje
objetivado. Así, el sedimento que queda en el fondo
de la solución, de la cual todos los cuerpos ajenos
han sido escrupulosamente destilados, no es la psique
individual, sino la “subjetividad trascendental”, que
tiene poco en común con la substantia cogitans car
tesiana. Es puesta en movimiento por la intenciona
lidad, no por la causalidad. El acto de la reducción
múltiple la ha vuelto inaccesible a los nexos causales
con el mundo y describible en términos de relaciones
entre objetos.
La crítica de la sociología puede tomar varias
cosas de la revolución filosófica husserliana. Todas
ellas, es cierto, se relacionan más con la re-evaluación
husserliana de las realidades que con sus hallazgos
específicos y soluciones propuestas. Primero, la restau
ración husserliana de la subjetividad al status de
un objeto válido de conocimiento —en realidad, el
único válido. Ahora puede invocarse la autoridad
de Husserl para criticar los extremismos conductistas.
Segundo y más importante, el significado pecu'liar-
mente activo que Husserl, siguiendo a Brentano,
asignó a su noción de subjetividad: es una entidad
caracterizada sobre todo por su intencionalidad, el
único elemento activo capaz de generar significados
y, en realidad, crear las cosas mismas en su única mo
dalidad segura de Bewusstsein. Los críticos cansados
del hábito irritante de objetivar significados, de
buscarlos en entidades supraindividuales como la
sociedad y la cultura, y de concentrar la atención
sobre los medios por los cuales esos significados son
traídos desde “afuera” hasta “adentro” de la mente
individual, pueden saludar con agrado una filosofía
respetable que ofrece su autoridad en apoyo de una
inversión de la exploración. Ahora puede uno par
tir desde el individuo como origen prístino de su
mundo, mientras se disfruta eil sentimiento intelec
tualmente confortante de que su decisión implica
la emancipación respecto de supuestos a priori mo
lestos, es decir una liberación genuina respecto del
sentido común —ese criterio perpetuo del éxito de la
empresa científica. Tercero, el tratamiento husserlia-
no del significado proporciona el medio anhelado
para otorgar firmeza radical y cohesión a los princi
pios metodológicos de la hermenéutica. El significado
(M einung) no sólo es en mayor grado un derivado
del verbo significar (meinen) que un atributo de los
objetos; proporciona también toda la información
confiable sobre las cosas que razonablemente puede
esperarse. El significado no es algo que en principio
pueda y deba compararse con las cosas “tal como
son” y que por lo tanto se encuentre inmanentemente
estropeado por ese tipo malsano de subjetividad
cuya presencia en las cogitaciones científicas requiere
una excusa continua. Por lo contrario, el significado
es a la vez la única fuente y el único sentido del
Bewusstsein —la única existencia que puede ser exa
minada en forma legítima y sensata por quien desea
alcanzar un conocimiento verdadero de las cosas.
Cuarto, en la emancipación de la validez ( Geltung)
del significado respecto del proceso real del pensar,
cabe percibir el camino para eludir las numerosas
trampas metodológicas con las cuales parecía asociar
se confusamente la exploración tradicional de los
significados. Según Husserl, sólo la existencia depende
del pensar real con el que tratan los psicólogos; no el
significado mismo, situado en la subjetividad tras
cendental. En consecuencia, uno puede explorar vá
lidamente los significados sin provocar la indignación
de los puristas metodológicos que con razón han
condenado los ejercicios introspectivos por su exce
siva confianza en las características personales del
investigador. El significado no es una entidad que
está únicamente en la mente de un individuo em
pírico sino algo que trasciende cada conciencia
individual y es por lo tanto accesible a todos. La
exploración del significado puede realizarse ahora
sin mediación alguna: en ninguna de sus etapas es
necesario penetrar en el dominio científico, materia
de técnicas intersubjetivas de observación científica.
Los difíciles problemas de la verificación intersub
jetiva, que surgen de inmediato cuando (pero sólo
cuando) ocurre tal trasgresión, pueden por lo tanto
evitarse. Mediante el recurso simple de afirmar que
el “referente objetivo” nada tiene que ver con la
cuestión de la validez del significado, se elimina
la posibilidad misma de poner en duda la legitimi
dad de sus exploraciones. Las definiciones esenciales
de la fenomenología circundan su territorio con una
línea de fortines y trincheras que hacen invulnerable
su fortaleza metodológica. Y en realidad puede es
tarse de acuerdo con Fink o Scheler cuando dicen
que no puede entender la fenomenología quien no
es fenomenólogo, y que habiéndose convertido en fe-
nomenólogo puede uno considerar con ecuanimidad
las invasiones que llegan desde afuera: están conde
nadas a desaparecer en el momento en que irrumpen
en la fortaleza. Incluso la objeción obvia de que
muchos fenomenólogos, empleando con fidelidad el
mismo método de reducción pueden llegar (como
en realidad lo hacen) a muy diferentes intuiciones
del significado, tiene sentido sólo dentro de la ac
tividad organizada por las nociones de “realidad
objetiva” o del “ser como es realmente en sí mismo” :
actividad a la cual Husserl le niega explícitamente
cualquier cosa que se parezca a una autoridad última
y en el mejor de los casos concede un status deri
vado y parcial. La diversidad de las intuiciones
significa quizás que la práctica de las reducciones
no es perfecta, pero difícilmente socave la validez del
método en cuanto tal. Husserl nunca dijo que un
sujeto cognoscente posee una actividad otorgadora
de significado; los sujetos cognoscentes sólo tratan
—algunas veces sin éxito— de penetrar en, y refle
xionar sobre, los significados que ya están “dados”
por la subjetividad trascendental de una manera
muy similar a como solían ser dados por el Dios
escolástico.
Prácticamente, todos esos aspectos del proyecto
husserliano pueden inspirar un tipo de investigación
en el cual las técnicas identificadas tradicionalmente
con la actividad empírica son relegadas a un status
más bien subordinado. En lugar de proporcionar toda
la información buscada acerca de la “realidad”, se
rán ahora tratadas como mero mineral en bruto del
cual debe destilarse el metal real. La cadena del ra
zonamiento fue invertida en la actividad empírica.
Husserl solicitó la aplicación de múltiples reducciones
para poner al descubierto la “subjetividad trascen
dental” sepultada bajo muchas capas de abstracciones
objetivadoras. En la investigación empírica que la
posición de Husserl puede generar, la presencia ocul
ta de la subjetividad trascendental tiene que aceptarse
como establecida y preguntarse cómo, en los hechos
reales, esta presencia hace posible el discurso huma
no. El que esta subjetividad trascendental (o como
quiera que se la llame) ya exista y opere, no es algo
que deba demostrarse. Husserl la considera como
probada y por lo tanto la utiliza como un recurso
analítico y organizador de datos, aun cuando no es
té formulada y sea en realidad inexpresable.
Hasta aquí he hablado de la inspiración que cabe
encontrar en el programa de Husserl más que de
su filosofía como fundamento para un sistema de co
nocimiento sociológico. La decisión fue intencional.
Aunque haya pocos límites inmanentes para las in
terpretaciones inspiradas, aunque libres, construir
una sociología sobre fundamentos husserlianos pre
senta problemas difíciles para los cuales nadie ha
ofrecido hasta ahora una solución cabal. La sociolo
gía, es cierto, ha sido un nombre de familia para
una peculiar acumulación de imágenes y activi
dades que a veces apenas se comunican entre sí. Sin
embargo, aun cuando pugnen las unas contra las
otras, esas imágenes y actividades han sido reconoci
das como “sociológicas” a causa de su referencia
común al espacio que se extiende “entre” los indivi
duos humanos. Para ser clasificada como sociológica,
una imagen de una actividad debe relacionarse con
el fenómeno de la interacción humana. Este acto
autodefinitorio trasciende los más vehementes des
acuerdos entre las escuelas, que por lo común se
desenvuelven en torno del método mediante el cual
debe enfocarse ese fenómno y la manera en que
debería ser conceptualizado. Cuanto más desea uno
permanecer fiel a los principios de la fenomenología
husserliana, tanto más difícil encuentra la tarea de
moverse hacia su campo.
Pues, ¿cómo puede explicarse y tenerse en cuenta
el espacio “entre” los individuos sin haber primero
“eliminado los paréntesis” de la pregunta existencial
antes suspendida? Y este “eliminar los paréntesis”,
¿no anulará las ventajas que puede ofrecer la re
ducción trascendental? Estas preguntas constituyen
la valla que hasta ahora la investigación fenomeno-
lógica ha tratado de superar sin éxito, y sin esperan
za de poder lograrlo. La subjetividad trascendental,
tema central de la exploración fenomenológica, es
por cierto una entidad extraindividual, pero tiene
tanto en común con el espacio de interacción entre
los individuos como la conciencia de tipo husserliano
con la conciencia de los psicólogos o de la filosofía
empírica británica —es decir, nada. La subjetividad
trascendental no es una entidad sobre la cual pueda
actuarse, ni ser generada por la acción humana,
orientada hacia algo o modificada por el designio;
en síntesis, no es un objeto-de-la-realidad. Si hace
algo, no es sino preceder, imperturbada e inmutable
toda acción objetivable. Para alcanzarla (y es pre
cisamente alcanzarla la tarea básica de toda la
fenomenología) debe uno comprometerse a muchas
cosas, entre las cuales el “eliminar mediante la pues
ta entre paréntesis” el campo sobre el cual se ha
levantado el conocimiento sociológico es una de las
más importantes.
Es cierto que Husserl, por lo menos en la etapa
posterior de su obra, percibía con agudeza ese punto
débil de su sistema, que no le permitía “comunicarse”
con interrogantes y problemas de vital importancia
procedentes de estudios sobre la cultura y la socie
dad. También es verdad que hizo todo lo posible
para corregir esto. Puede argüirse, empero, que
comprendió mal la naturaleza de la crítica que inevi
tablemente surgía desde la sociología. No hizo casi
nada para demostrar la pertinencia de la reducción
trascendental para el tipo de problemas con los cua
les tiene que llegar a enfrentarse la sociología, la
ciencia cuyo objeto es la interacción humana. Pro
curó en cambio demostrar (y con ello sacrificó buena
parte de su pureza inicial, severa e inflexible) que
una vez alcanzada con éxito la reducción trascen-
tal uno puede todavía legitimar la idea de otro ser
humano y, dando un paso más, de un grupo hu
mano.
Husserl concibió así el problema como la necesi
dad de demostrar que hay un paso legítimo desde
la subjetividad trascendental a una “inter” subjetivi
dad trascendental. En términos husserlianos esa
demostración habría sido válida sólo si fuera posible
demostrar que esa intersubjetividad es dada directa
mente, ingenuamente, pre-predicativamente dentro
del Lebenswelt [mundo vital] —la única fuente de
conocimiento, nuestra vida tal como la vivimos a
diario y la experienciamos antes de cualquier expe
riencia teórica. Todo lo que es parte del Lebenswelt
es dado como un modo de Empfindnis —“estar a la
punta de mis dedos” ; yaciendo al descubierto aquí
y ahora; accesible sin la mediación de construcciones
teóricas que son un producto de la ciencia que lucha
para liberarse del Lebenswelt y por lo tanto oculta
vergonzosamente su origen y extiende una cortina
de conceptos abstractos entre el hombre y el mundo en
el cual él ya vive. ¿Pueden otras subjetividades
ser directamente derivadas de ese Lebenswelt sin re
currir a los datos “existenciales” ofrecidos por la
ciencia? ¿Puede demostrarse que otras subjetividades
están dadas en este único modo pre-predicativo de
Empfindnis?
Lo que sigue es tan ingenioso como poco convin
cente.3 Cierto número de experiencias importantes
son dadas ingenuamente: la experiencia de mi cuer
po (Kórper); la experiencia de mi alma; la expe
riencia de su unidad (es decir la experiencia de que
mi Kórper es un Leib, esto es, un cuerpo viviente,
una entidad animada y activa) ; la experiencia de
la presencia de otros Kórper, que concuerda con la
descripción de mi cuerpo que conozco como Leib
—'los veo activos, se mueven, hacen gestos, etcétera.
Y lo que es más, están ahora exactamente donde yo
estuve un momento antes. Husserl señala que se trata
de una situación similar a la de la memoria: me
recuerdo a mí mismo desde hace un momento y
experiencio mi recuerdo de mí mismo simultánea
mente con mi experiencia de mí mismo ahora—- pero
esta simultaneidad, fundamento de mi experiencia
ingenua de comunidad con mí mismo que trasciende
el tiempo, no logra borrar la distinción entre pasado
y presente. Lo mismo puede decirse de la comunidad
con el otro: “Ichliche Gemeinschaft mit mir selbst
ais Parallele zur Gemeinschaft mit Anderen (“la
comunidad yoica con mí mismo como paralelo de
la comunidad con otros” ).
La experiencia de comunidad con otros sólo es
posible porque yo concibo al Otro como una modi
ficación intencional de mí mismo. Trátase de un
rasgo único del Otro; no hay nada que esté consti
tuido de la misma manera. Es solamente el Otro, a
diferencia de las cosas comunes, que, al ser repre
sentado como una persona empírica es por la misma
razón representado como una subjetividad trascen
dental. Por eso yo extiendo hacia el otro un vínculo
intencional de tipo comunitario; y el vínculo —aquí
aparece la mayor sorpresa— es reciprocado.
Ese es, en realidad, el más frágil de todos los pi
lares sobre los cuales descansa el puente laboriosa
mente edificado para conectar la fenomenología con
la sociología. El razonamiento elegante ha estado
hasta aquí más inspirado por la fenomenología
que por la sociología. Fue construido para mos
trar que uno puede seguir siendo un fenomenólogo
de buena fe y sin embargo exceptuar a “los otros” de
la “epojé”. Hasta aquí todo va bien: la alegoría
mnemónica es un recurso aceptable en la argumen
tación filosófica de esta clase. Pero entonces, de
repente surge de algún lado la reciprocidad, aunque
ciertamente no de la misma línea de argumentación.
Hasta aquí sólo fue “mi” actividad intelectual lo
que llevaba al Bewusstsein del otro; pero ahora tam
bién el otro comienza a actuar. Él puede (pero
también posiblemente no puede) reciprocar mi ofreci
miento de comunidad. La subjetividad trascendental
siempre ha existido desde el comienzo, obstinada
mente, aunque no se la viera. La “inter”-subjetividad,
empero, está constituida de una manera muy di-fe-
sente; puede ser objeto de negociación y tal vez de
controversia entre más de un sujeto autónomo. Como
Erwin Lazslo lo señala convincentemente, el concepto
mismo de “intersubjetividad” es “o insoluble o es
purio” y por lo tanto “ilegítimo”. Lazslo sostiene
que hay dos tipos de discurso muy diferentes: el
realista, al cual pertenece el concepto de “inter”,
y el escéptico, del que la “sujetividad” es una parte.
“El tipo de significado asociado con ‘inter’ presupone
varias entidades y en consecuencia cierto realismo en alguna
medida y en alguna forma. Por otra parte la ‘subjetivi
dad’, tomada en su valor literal, significa que en la
medida en que concierne a cualquier sujeto dado, hay
solamente contenidos de experiencia y no necesariamente
‘otros’ tales como él mismo. Por lo tanto, ‘inter’ presu
pone a muchos, y ‘subjetividad’ connota a uno solo.” 4
El escepticismo radical del que la fenomenología
tanto se enorgullece difícilmente puede engendrar a
“otros” como algo más que contenidos de la expe
riencia. En cuanto agentes autónomos “como yo
mismo”, los otros pueden ser establecidos sólo en el
caso de que se restaure con derechos propios una
argumentación “a partir del ser” —argumentación
que la fenomenología ha rechazado en forma radical.
Pero lo que nos interesa aquí no es el refinamiento
filosófico de la argumentación. Hemos seguido a
Husserl esperando encontrar un fundamento para
una crítica convincente de la sociología. No lo hemos
encontrado. Husserl tiene poco que ofrecer para
poner de manifiesto los errores originales de la
“ciencia de la no-libertad”, pues su preocupación es
demostrar que uno puede purificar su conciencia
moral sociológica sin renunciar a su fe fenomenoló
gica. Este deseo de respetabilidad sociológica es tan
poderoso que lo empuja hacia terrenos en los cuales
pocos sociólogos se atreverían a entrar. Como vimos,
Husserl legitimó la intersubjetividad al postular un
vínculo intencional recíproco entre la subjetividad y
sus contenidos. Por cuestionable que sea, ocurre que
se trata del primer paso hacia la sociologización
—que por cierto no es la mejor de las aptitudes de
Husserl. Y de ese modo aprendemos que el Kultur-
welt [mundo cultural] creado por la intersubjetivi
dad (homólogo del Unwelt [mundo circundante]
engendrado por la subjetividad) tiene, también por
analogía, todas las facultades constitutivas de la sub
jetividad, y así genera la “naturaleza espacio-tempo
ral de la humanidad”. Su último producto es el
Gemeingeist [espíritu común], una copia carbónica
exacta de la mentalité collective y grupos centrales
de valores, netamente dactilografiados ahora con una
máquina de escribir supuestamente fenomenológica.
El Gemeingeist se sedimenta en forma de cultura,
que se manifiesta en la “unidad de objetivos y ac
ción” —el rasgo más prominente y distintivo de la
comunidad ética, la réplica, también por analogía,
de la personalidad ética. Y por fin —aquí encontramos
la falla básica de la fenomenología como intento
fracasado de crítica de la sociología— la sociedad
puede concebirse, sin por ello violar principios fe-
nomenológicos, como una personalidad sintética.
Para probarlo Husserl invoca a los espectros de los
Spencers, Novikovs y Lilicnfdds: así como un cuer
po está constituido por células, la sociedad está
constituida por personalidades (¡sic!).
“La persona en comunidad, la espiritualidad en comu
nidad . . . es real y verdaderamente personal; hay un con
cepto de naturaleza superior, que vincula a la persona
separada e individual con la persona en comunidad; se da
allí una analogía, similar a la que hay entre una célula y
un organismo constituido por células; no se trata de una
mera imagen sino de una comunidad genérica.”
Nos encontramos así enfrentados a un dilema sin
solución viable. Si aceptamos la lógica mediante la
cual Husserl procura legitimar la sociología, termi
namos reinvindicando la menos agradable de aque
llas creencias que la “ciencia de la no-libertad”
querría hacernos adoptar, presentada además en la
más primitiva de las formas posibles. Si seguimos a
Laszlo y destacamos las incoherencias inmanentes
de la lógica de Husserl, nos quedamos sin nada que
pudiéramos considerar importante para nuestro co
metido : nos vemos obligados a volver a nuestra
opinión original de que el programa fenomenológico
no engendra sociología alguna si se lo observa es
crupulosamente. En él mejor de los casos es una
declaración de la ilegitimidad de la especulación
sociológica. Si tomamos seriamente en cuenta la
subjetividad, la concepción de los asociados como
sujetos autónomos se vuelve imposible. El concepto
de espacio interindividuaJl y la comunicación entre
sujetos autónomos no entraña problemas (y cons
tituye un objeto legítimo de estudio) sólo cuando
se afirma axiomáticamente la existencia de “otras
mentes”. Pero entonces volvemos a encontrarnos
con todas las dificultades vinculadas con la subjeti
vidad, demasiado bien conocidas en la historia de la
sociología. Gomo veremos más adelante, el problema
no carece de importancia. La crítica de la sociología
actualmente realizada con el auspicio de la feno
menología, surge en realidad de otra fuente: la
filosofía existencialista.
La restauración existencialista
A diferencia de Husserl, los existencialistas nunca se
preocuparon mucho por la existencia de los otros.
Esta existencia no les pareció un problema con el
cual hay que enfrentarse tejiendo una tram a de
licada de categorías filosóficas sutiles. Por lo contra
rio, la presencia de los otros fue para ellos el hecho
primario de la existencia. La presencia de los otros,
la comunicación con los otros, el estar impregnados
con interacción, todos estos son constituyentes inte
grales de la persona más que atributos que en una
etapa posterior podrían agregarse a la persona ya
establecida y completa. Tal vez la diferencia obedece
a que Husserl y los existencialistas perseguían obje
tivos distintos. La preocupación de Husserl era sobre
todo de tipo noético: las cuestiones ontológicas, el
problema de la “quiddidad”, fue investigado por
él cuando comprendió que sólo podría encontrarse
una solución satisfactoria para las principales dispu
tas ontológicas y epistemológicas cuando se las tratara
conjuntamente, como aspectos de la cuestión cen
tral: “¿cómo puedo yo conocer?”. En el existencia-
lismo, el problema del conocimiento, aunque se lo
considera con seriedad, cumple un papel subordinado.
La búsqueda de la naturaleza auténtica, no distor
sionada del hombre, antes que el conocimiento no
distorsionado que el hombre puede adquirir, cons
tituye el tema orientador de la filosofía existenciailista.
Y el punto de partida de esa búsqueda es, por así
decirlo, el “eliminar mediante su puesta entre pa
réntesis” precisamente aquellas esencias que Husserl
quería colocar en el centro mismo de la empresa
filosófica. La existencia es la más flagrante, inerradi-
cable y “pre-predicativa” realidad del ser-en-el-mun-
do-humano. Y este ser-en-el-mundo implica’ objetos
—cosas y otros seres humanos— desde el comienzo
mismo, como condición previa de todo filosofar. Co
mo en la notoria frase sartreana, “la existencia pre
cede a la esencia”, es la esencia lo que puede ser
considerado como un agregado facticio a la expe
riencia primaria sumergida en el flujo viviente de la
existencia. Lo que en nuestra vida diaria, y como
resultado de un entrenamiento largo y abrumador,
consideramos como esencias, son los productos ac
cesorios de una existencia inauténtica y falsificada;
un testimonio de hombres que no lograron ser ellos
mismos, o a quienes no se les permitió serlo. Dentro
del campo estructurado por la búsqueda de conoci
miento verdadero, la presencia de los otros no podía
darse por establecida. Sin una presencia de los otros
tomada como establecida, no puede emprenderse la
búsqueda de una existencia verdadera.
Y así todo ser es, desde el comienzo, ser-en-el-
mundo, y esto incluye ser-con-otros. Ahora bien:
tanto el “ser-en” como el “ser-con” son definidos
como conciencia de que el “no-yo” existe, inamovi
ble, y que presenta un problema, establece una
relación, una actitud, un modus vivendi que son
inevitables. De donde se infiere que el único ser
que puede ser discutido —el único ser verdadero—
es la condición humana del ser, fundada sobre la
reflexión y que entraña la comprensión de la separa
ción del yo cognoscente. “Hombre” es un concepto
multifacético, que, si bien está condicionado por el
cuerpo humano y sus relaciones, puede abarcar más
que el tipo de ser que los existencialistas conside
rarían específicamente humano. Por eso la tendencia
a introducir otras palabras para designar la manera
de existir específicamente humana (Dasein [estar-
ahí] en Heidegger, pour-soi [para-sí] en Sartre),
palabras que ponen de relieve el modo reflexivo del
ser y simultáneamente eliminan esos significados de
existencia que los hombres pueden compartir con
las cosas animadas o inanimadas. Es sólo para los
humanos que ser-en-el-mundo implica la necesidad
de definirse a sí mismos en relación con este mundo,
trazando líneas divisorias entre ellos y éste, defen
diendo su persona contra las incursiones provenientes
de afuera, distinguiendo entre sus yos verdaderos y
las formas que el mundo externo trata de imprimir
sobre ellos.
Las tensiones entre el yo y el mundo en el cual
aquél está inmerso hállanse por lo tanto contenidas
en la experiencia prepredicativa más elemental y
universal. No son causadas por un tipo específico de
relaciones sociales; tampoco son creadas por un tipo
especial de exigencia formulada contra el mundo
por una personalidad determinada históricamente.
Tales tensiones son un rasgo definí torio de la exis
tencia humana como tal —un factor de la vida hu
mana antropológico-por-definición. Si dejan de ser
experienciadas y sentidas como “el” problema del
ser del hombre en el mundo, ello sólo representa
una emancipación espuria respecto de los senti
mientos inherentes a la condición humana. Sólo
significa perder lo genuinamente humano de la exis
tencia del hombre, un retorno del pour-soi al en-soi
prehumano; una retirada desde ser-en-el-mundo ha
cia una situación en la que el yo autónomo y pre
viamente separado es absorbido y disuelto por el
mundo exterior a él en un grado en el que pierde
su distinción; es decir, pierde su capacidad para
verse como un objeto y considerar como un proble
ma su relación con el mundo. La demarcación entre
el yo y su mundo, por lo tanto, es inevitable dentro
de los límites de la existencia humana. La división no
puede ser trascendida o superada sin destruir el pour-
soi mismo. Dado que d mundo exterior al yo “existe”,
de que está presente como objeto de reflexión, como
un objeto para un sujeto reflexivo sólo en la me
dida en que el yo lo establece en oposición a él
mismo (en este sentido “creando” su propio mun
do) , entonces puede uno, en efecto, ver lo característico
del existencialismo como una variación del tema hege-
liano de la Entausserung [exteriorización]: el mundo
establecido, dotado de significado, es una exteriori
zación del yo. Pero aquí termina la afinidad. La vi
sión hegeliana de la reabsorción final del mundo
exteriorizado por el Espíritu que se reconoce a sí
mismo en los productos de su autoalienación (la
visión que “historicizó” el fenómeno de la alienación
y le proporcionó una dinámica dirigida) es recha
zada con energía por la filosofía existencialista. La
división no es una estación de tránsito por la que
se atraviesa en el camino hacia la restauración de la
unidad: es un sinónimo de ser humano; un episodio
en la historia de la naturaleza, un estado eterno para
los seres humanos: un estado coextensivo con el
ser-en-el-mundo específicamente humano.
Y así como la división es inevitable, también lo
es la relación con los otros. Al igual que la divi
sión es un acontecimiento ineludible (por definición
de la existencia específicamente hum ana), aunque
al mismo tiempo un acto de la voluntad, así tam
bién es inevitable la relación con los otros. El hombre
está condenado a existir físicamente con otros hom
bres, a compartir con ellos el mundo de la naturaleza.
Pero para coexistir con ellos de una manera espe
cíficamente humana tiene que aplicar su propia
voluntad: tiene que elegir activamente la relación
correcta con los demás y rechazar activamente la
deshumanizada y corrupta. Las relaciones correctas
sólo pueden fundarse en la decisión de permanecer
pour-soi por parte de los asociados. Como dice un
eminente psicólogo existencialista, Ludwig Biswan-
ger, los hombres pueden comprenderse los unos a los
otros únicamente en una relación yo-tú, en la inti
midad de los yos antes que mediante un choque de
objetos o el intento de un yo por dominar y manejar
a otro ser humano objetivado. El virtual ser-con-otros
requiere un esfuerzo difícil y agotador para estable
cer contacto en el nivel del pour-soi, un contacto en
el cual el otro ser nunca ha sido cosificado y pro
puesto como un objeto.
En consecuencia, al otro se le asigna un papel
doble e intrínsecamente polémico como palanca ne
cesaria para elevar al en-soi hasta el nivel del pour-soi
auténticamente humano, aunque es al mismo tiempo
el obstáculo y el peligro más serios para tal eleva
ción. El primer papel es un asunto de esfuerzo cons
ciente, de decisión activa. El segundo tiene que ver
con la rutina enviciante y obstructora de la vida
diaria, con el intento de evitar el “vértigo de la li
bertad”, de retroceder cobardemente ante la decisión
de ser un hombre auténtico. El segundo papel lo
conocemos todos demasiado bien. Los otros se nos
aparecen, a primera vista, como un “ellos” anónimo,
una muchedumbre sin rostros que nos despoja de
nuestra singularidad y nos libera de la dolorosa
necesidad de elegir y decidir. La muchedumbre, ese
monstruo odiado por Kierkegaard, Nietzsche y Hei-
degger (das Man [lo impersonal]^, usurpa el dere
cho, antes privilegio de Dios, de decidir sobre la
esencia humana, sobre el papel que uno debe cum
plir y los principios morales que debe obedecer. A
cambio de eso ofrece un consolador sentimiento de
irresponsabilidad, libertad para evitar las consecuen
cias de las propias elecciones y para culparse a sí
mismo por Jas injusticias de la vida. Como podemos
ver, esta muchedumbre de los existencialistas puede
satisfacer las dos necesidades que surgen de la ex
periencia del sentido común: la necesidad de com
prender la naturaleza de la necesidad externa, y el
deseo de transferir la carga de responsabilidad a
agentes respecto de los cuales el hombre puede de
cir, con una conciencia moral limpia, que están más
allá de su poder. ¡Por lo tanto, satisface los mismos
anhelos que la sociedad durksoniana. La sociedad
benévola aunque poderosamente avasalladora del
durksonianismo es el equivalente de la muchedumbre
de Kierkegaard, el rebaño cruel y estúpido de Nietzs
che, el das Man embrutecido de Heidegger, el infier
no humano de Sartre. Pero hay una diferencia
esencial. ¡En oposición con el durksonianismo, para los
existencialistas la sociedad-rebaño no logra dominar
al yo a menos de que se le permita hacerlo, y esto
ocurre con más frecuencia por omisión que por
sometimiento deliberado. Para ejercer su poder dic
tatorial, para disolver el yo potencialmente único
en una muchedumbre homogeneizada de dígitos inter
cambiables, esta sociedad debe primero pasar por el
proceso de cosificación (la Verdinglichung [cosifica-
ción] de Hegel), ser cognitivamente re-moldeada
como una inevitabilidad todopoderosa y formulada
últimamente como el “ellos” omnipotente. En rea
lidad, sólo cuando se la formula de tal manera se
convierte la sociedad en una naturaleza segunda,
Una realidad objetiva. Sólo cuando la conocemos
como el “ellos” que nos lleva a empujones, nos mal
trata y nos obliga a ser lo que no deseamos ser; sólo
cuando se le permite, a cambio de la libertad res
pecto de la responsabilidad, destruir nuestra existen
cia auténtica. Ser esclavizado por la sociedad es así
un asunto de decisión, o más bien un asunto de
abstenerse de decidir. De ningún modo es un destino
inevitable de los seres humanos. Y mucho menos
aún la condición para convertirse en ser humano.
La filosofía existencialista parece ofrecer, de esa
manera, una crítica cabal y muy radical de la socio
logía al enfrentarla en su propio terreno apropián
dose de su lenguaje y de su problemática, y sugiriendo
así un argumento significativo y en ocasiones deci
sivo. Acepta a la sociedad como una realidad. Pero
primero insiste en plantear el importante problema
acerca de cómo la sociedad ha llegado a ser una
realidad (o, más bien, cómo lo está llegando a ser
siempre). Segundo, destaca que la persona es en ese
proceso un factor sumamente útil y activo (aunque
a veces sólo lo es al desistir de la acción). Tercero,
abre la posibilidad de cuestionar y poner a prueba la
realidad social al definirla como una existencia
inauténtica. De ese modo ofrece un horizonte cogni-
tivo más amplio, dentro del cual la realidad social
“aquí y ahora” no puede seguir reclamando el status
privilegiado de fundamento único del conocimiento
válido —de único proveedor de “hechos”—. Como
veremos más adelante, esos tres puntos han bastado
para atraer a muchos pensadores disconformes con
los defectos notorios de la ciencia de la no-libertad.
Sin embargo, el camino propuesto por el existen
cialismo resultó tan escabroso como la alternativa que
trataba de reemplazar. Había resistido con éxito la
reducción de la existencia humana al polo opuesto,
objetivado, pero en cambio la redujo al primero, el
polo subjetivo. Los deseos y los motivos humanos
ya no son los productos finales de una “realidad
social” inmanejable; en cambio, la realidad social se
convierte en la consecuencia de la decisión (o inde
cisión) de la persona. La dirección de la reducción,
es cierto, ha girado ciento ochenta grados, pero si
gue siendo una reducción. Con la misma vehemen
cia con que fos durksonianos combatieron la “noción
misteriosa de libre albedrío”, los sociólogos existen-
cialistas se ven obligados a combatir contra la “no
ción misteriosa de necesidad social”. El cambio de
dirección no les permite esquivar la intensidad de la
cortina de fuego.
Más importante aún: la sociología durksoniana
no podía explicar adecuadamente la indocilidad y
maldad humanas y no concebía la libertad sino
como una desviación resultante del fracaso técnico
de la sociedad; la sociología existencialista, por su
parte, enfrenta la misma dificultad cuando trata
de explicar la persistente experiencia de la sociedad
como una realidad obstruyente e inamovible, y no
puede dejar de percibir ese sentimiento sino como una
desviación producto del fracaso técnico del impulso
hacia la autenticidad. A causa de su unilateralidad
autoprogramada, ambas visiones dejan un residuo
incómodamente amplio de experiencia humana que
se niegan a explicar si no es como anormalidades
raras y desafortunadas susceptibles de ser corregidas
o acaso eliminadas mediante un conocimiento y es
fuerzo adecuados. Al ser orgánicamente incapaz de
explicar de manera coherente la libertad humana,
lo único que puede hacer la sociología durksoniana
es calificarla como una ilusión. Al ser similarmente
incapaz de proporcionar una explicación significativa
de una realidad social que tiene apariencia de na
turaleza, Ja sociología existencialista se ve obligada
a emplear el mismo artificio y afirma que se trata
de un fantasma.
O tra consecuencia del reduccionismo es, por su
puesto, un menosprecio de la 'historia y la necesidad
consiguiente de proyectar el particular procedimien
to analítico elegido al plano ontológico, como di
mensión antropológica de sus referentes postulados.
El durksonianismo puede alcanzar ese efecto al es
tablecer la fórmula de su reduccionismo como requi
sitos lógicos previos de toda comunidad humana
organizada. Gracias a este recurso la categoría cru
cial Iha sido ubicada seguramente sobre un plano
extratemporal y se ha descartado el molesto problema
del “origen” de una sociedad con carácter de na
turaleza [naturlike]. Se lo aleja a una distancia
desde la que no puede perturbar, mediante el pa
réntesis hipotético en el que se mantienen todos los
enunciados substanciales de la sociología durksonia-
na: dada una sociedad humana, debe haber a, b,
c , . . . n. E l mismo efecto es alcanzado por la socio
logía existencialista al presentar la fórmula de su
tipo de reduccionismo como rasgo definitorio de la
existencia auténticamente humana. Una vez más,
el problema de la historia ha sido borrado sin pe
ligro de la agenda. Una vez más, un paréntesis
hipotético previene su interferencia: dada una ma
nera auténticamente humana de ser-en-el-mundo,
debe ¡haber ¡a,, b, c , . . . n.
Parecería entonces que tenemos dos formas de
reduccionismo que se enfrentan entre sí, y que en
última instancia se trata de un problema de elección
arbitraria determinada únicamente por las preferen
cias o la tarea de investigación por realizar. Pero
en un importante respecto la versión centrada-en-la-
sociedad de la sociología tiene una ventaja sobre la
centrada-en-la-persona: pretende ofrecerle al indivi
duo una orientación genuina, mientras que la so
ciología de tendencia existencialista abandona mucho
a su discernimiento. Al escoger a la sociedad como
agente humanizador, la sociología durksoniana es
capaz de discutir el problema de la moralidad como
algo que en principio puede ser estudiado y aprendi
do con certidumbre. Al colocarse en la posición de
una ciencia objetiva, observa, por supuesto, una
neutralidad estricta en cuanto a la decisión personal
de ser o no ser moral. Pero si se adopta la decisión de
ser moral, la sociología durksoniana no tiene difi
cultad en decir “cómo” puede uno ser un ser moral,
y qué es ser moral en condiciones específicas. En el
caso de la sociología existencialista ocurre precisa
mente lo contrario. Dada la ausencia de agentes
humanizadores supraindividuales, ser moral es un
imperativo que el individuo enfrenta directamente
como una tarea que debe cumplir por sí mismo. Aho
ra bien, cuando llega a la cuestión acerca de cómo se
puede estar seguro que su manera de ser-en-el-mundo
es moral, el existencialismo, y también su sociología,
no ofrece ningún sustentáculo confiable. La única
receta es “llevar una vida auténtica”. Pero esto es
un consejo puramente formal. La autenticidad es por
definición un concepto totalmente individualizado y,
también por definición, sólo alcanza contenido des
pués de que la orientación, que puede haber sido
obtenida de fuentes extraindividuales, ha sido consi
derada inauténtica y como tal redhazada. Ninguna
decisión tomada por el individuo, por lo tanto,
alcanza nunca esa contundencia que únicamente
puede proporcionar un agente al que se ve como
inexpugnable e incontrolable. Al afirmar que ese
agente es una ilusión y considerarlo como mero pro
ducto de una cosificación malsana, el existencialismo
no sólo suspende su propio juicio sobre lo que es
bueno o malo; niega también la posibilidad misma
de discutir los problemas morales en términos que
sean válidos no sólo para uno mismo. Parecería que
el existencialismo ha terminado con el manto de
apariencias al que se consideraba como contenido
moral de la existencia humana, pero solamente para.
poner de manifiesto el vacío moral que una vida
auténtica, genuinamente humana no puede eludir.
Hemos visto antes que el tipo durksoniano de
sociología, si bien se dirige a la imaginación de un
miembro lego común de la sociedad, procura llenar
las mismas necesidades que solían ser satisfechas
por Ja religión de los sacerdotes. Similarmente, cabe
comparar la sociología existencialista con la religión
de los profetas. No contiene promesas fáciles de
consuelo para el individuo agobiado por la carga
de su responsabilidad. Más que interpretar el mis
terio de la existencia humana, lo desmistifica. Pero
no es fácil enfrentar la existencia desmistificada. A
pesar de todos los sufrimientos que pueda causar,
el mundo mistificado genera un sentimiento conso
lador de falsa seguridad; cuando los sufrimientos
llegan al punto de desequilibrar la rutina diaria,
el mundo mistificado puede seguir siendo criticado,
rechazado y desafiado sin cuestionar la integridad
y la inocencia del sujeto que lo desafía. “Ellos” no
son solamente los amos de esclavos y los guardacár-
celes. Ellos traen, mediante un ¡trato global peculiar,
la redención junto con la esclavitud, la libertad
respecto de la responsabilidad junto con la no-liber
tad de acción. Por lo tanto, los profetas, a diferencia
de los sacerdotes, ofrecen poco consuelo. Después de
expulsar al fantasma del “ellos”, los profetas apuntan
con sus dedos acusadores a la persona, abandonada
ahora sola sobre un escenario de pronto vacío.
Y ahora es ella el único y último objeto de auto-
investigación y crítica.
Esta es la filosofía existencialista que, con su enor
me potencial desmistificador y limitaciones autoim-
puestas a la crítica práctica del mundo, sirvió de
inspiración real para diversas corrientes de la crítica
de la sociología que tienen raíces comunes en las
obras de Alfred Schütz. La denominación “fenome-
nológica”, que esas comentes escogieron para des
cribir sus rasgos distintivos, puede inducir a error.
Hemos visto que cuando son observados escrupulo
samente, los principios de la fenomenología son
incapaces de producir algún conocimiento descrip
tivo cuyo objeto sea compartido por lo que ¡ha llega
do a ser conocido como sociología. Al tomar como
punto de partida ese ser-en-el-mundo que implica
ser-con-otros, el existencialismo aspira a cubrir un
campo de estudio coextensivo con el de la sociología.
En efecto, ¡Schütz parte de un mundo viviente mucho
más densamente poblado que la austera subjetividad
trascendental de Husserl. La presencia de los otros,
que Husserl consideraba como el problema más
misterioso y complicado, es para Schütz axiomática
mente no-problemática. Para Schütz (y para Kier
kegaard, Heidegger y Sartre) Ja existencia de ese
mundo (la misma existencia que Husserl quería
eliminar poniéndola entre paréntesis y después re
construir con cautela utilizando sólo elementos no-
existenciales) es simplemente dada, en forma di
recta e inmediata. En general, Schütz está dispuesto
a incluir en la “esfera pre-predicativa” muchas más
pertinencias interpretativas” [interpretive relevances]
que Husserl, aunque siempre invoca la autoridad
de éste para legitimar el carácter no-inferencial de
esas pertinencias.5 La categoría central de Schütz
es el miembro, no la subjetividad trascendental; lo
que significa que al ser miembro de una comu
nidad que comparte pertinencias interpretativas se
le asigna una modalidad pre-predicativa y se lo pone
entre las condiciones preliminares del proceso vital
del sujeto. Esta condición de miembro, al igual que
el inventario de conocimiento “al alcance de la ma
no” que puede significar, es por la misma razón con
siderado no-inferencial. Es por lo tanto este “hecho
en bruto”, o “lo-inmediatamente-dado”, que debe
ser inspeccionado con cuidado y descrito con fide
lidad, pero que no tiene un “más allá” significativo
a partir del cual pueda ser factible explicarlo causal
mente. Es cierto que el conocimiento “al alcance
de la mano” tiene un origen social; pero éste es un
supuesto sin mucha consecuencia, dado que nuestra
vida comienza a ser experienciada, convirtiéndose
en un objeto accesible a la exploración y la reflexión,
sólo cuando ese conocimiento ya se -ha “dado social
mente”. Lo vernacular, el conjunto ya listo de tipos
preconstituidos, ha sido ya adquirido. “Desde el
comienzo”, es la expresión favorita de Schütz. Es
“desde el comienzo” que nuestro mundo es un mun
do intersubjetivo de cultura, y no como sostenía
Husserl, algo que para ser conocido debe construirse
laboriosamente. Desde el punto de vista metodo
lógico, el enunciado anterior significa que el pen
samiento sociológico que Schütz permitiría debe
comenzar desde el mundo de la cultura que ya ha
sido apropiado e incorporado por el “miembro” —al
igual que en el caso de la sociología durksoniana
debe comenzar desde una sociedad que ya ha ad
quirido ascendencia sobre el individuo. Ese “mundo
intersubjetivo de la cultura”, que es nuestro “desde
el comienzo”, es un mundo de significación aunque
esencialmente hecho por el hombre. No por com
pleto, desde luego. Hay muchos supuestos y reglas
generadoras que Schütz examina como rasgos estruc
turales antropológicamente universales; lo que él su
giere es que constituyen límites inexpugnables o
condiciones universales de cualquier mundo inter-
subjetivo de la cultura. Schütz comparte con la
sociología durksoniana la tendencia a trepar hasta
alturas extratemporales, antropológicas. Ambos care
cen de herramientas para tratar con lo histórica
mente específico, quizás a causa de su esfuerzo por
establecerlo como universal. Schütz se encuentra
mucho más cómodo en el nivel de la “gramática
generativa” de la experiencia. Aun cuando admite
tomar como punto de partida una acción específica,
localizable geográfica e históricamente, tiende a con
siderar esa especificidad geográfico-histórica como
un velo que esconde las estructuras universales que
realmente interesan. El Refugiado, o el Extranjero,
son elevados al nivel de tipos ahistóricos. Es signifi
cativo que en la forma en que Sohütz lo establece
como objeto de investigación, el “mundo intersubje
tivo de la cultura” carece “desde el comienzo” de
toda dimensión histórica.
El principal papel del mundo intersubjetivo de la
cultura parece consistir en proporcionar principios
generativos que diferencian e individualizan los
mundos subjetivamente concebidos de los miembros.
La mayoría de los patrones culturales examinados
por Schütz se presentan como reglas de estructu
ración cognitiva, lo que lleva inevitablemente a
resultados distintos en cada caso individual. L a cla
sificación de los otros en miembros del Unwelt [mun
do circundante en general; también “mundo de los
congéneres directamente experienciados], Mitwelt,
[mundo de los contemporános], Vorwelt [mundo
de los predecesores], y Folgewelt [mundo de los su
cesores], es una regla universal impuesta por la
graduación natural de familiaridad y accesibilidad.
En dependencia de esos dos factores, el miembro
toma cuatro actitudes diferentes hacia los individuos,
ubicándolos consiguientemente en una de las catego
rías citadas. Los principios formales de esa estruc
turación cognitiva, por lo tanto, siguen siendo los
mismos en cada caso. Pero como cabe esperar, las es
tructuras cognitivas que emerjan serán muy dife
rentes según la situación biográfica del miembro que
estructura. Como dice Schütz, con la substitución
de otro “punto-cero” (es decir, otra situación bio
gráfica), se cambia la referencia-de-significado. Lo
mismo vale para una de las categorías centrales
de la sociología de Schütz: “el mundo alcanzable”. El
mundo alcanzable, la única área en la cual son con
cebibles las relaciones “nosotros” (yo-tú) y la única
área en la cual los motivos “para” pueden aplicarse
razonablemente, constituye el meollo de la realidad
de cada miembro. Pero, una vez más, sus límites
seguramente serán trazados diferentemente por y
para cada miembro, y es casi seguro que los territo
rios de tales mundos circunscriptos por situaciones
biográficas distintas no se superpondrán. El útil
concepto de “provincias finitas de significado” pro
porciona otro ejemplo. Cada miembro vive dentro
de una multitud de realidades. Cada realidad está
cognitivamente constituida de su propia manera
específica, que se caracteriza por un estilo cognitivo
particular, por una coherencia que se alcanza al
desalojar, mediante la aplicación de la epojé a un
sector distinto del mundo vital y una perspectiva
temporal peculiar, algunos elementos específicos ha
cia un fondo “tomado por establecido” . Y ahora
también todos esos rasgos distintivos se combinan
en un número de tipos que son universales, en el
sentido de ser reconociblemente similares en el grupo
de “provincias finitas de significado” de cada miem
bro. Se puede describir válidamente para todos los
miembros posibles y reales, qué tipo de estilo cog
nitivo, epojé, etcétera, constituye la provincia de la
argumentación, o del arte, o del ocio. Pero como
en los casos anteriores, la manera como un miembro
divide el mundo compartido en provincias cuando
traslada su atención de una provincia a otra, no está
de ningún modo necesariamente coordinada. Por lo
contrario, estas actividades de los miembros, aunque
puestas en operación por los mismos principios es
tructurales lleva por fuerza a resultados muy distintos.
El concepto de “referencia apresentaeional”, que
Schütz considera un importante instrumento para
la dotación de significado, provee nuestro ejemplo
final. Cualquier miembro, confrontado con una serie
de experiencias, las dotará de significado combinán
dolas en pares apresentantes-apresentados. El contex
to en el que se efectuará ese apareamiento, y en
consecuencia la selección de pares y la división
de roles dentro de los pares, variará de acuerdo
con la situación biográfica de un miembro dado; los
mismos instrumentos inevitablemente producirán una
amplia variedad de significados aun cuando se los
aplique a objetos de la experiencia “externamente”
similares.
En suma, el mundo intersubjetivo de la cultura
tiende a producir, perpetuar y reforzar la autonomía
y unicidad de cada miembro como entidad cognitiva.
Schütz ha demostrado admirablemente cómo la
unicidad de los miembros es creada y recreada con
tinuamente con la misma inevitabilidad que el durk
sonianismo le asignaba al impacto uniformador de
la cultura. Los dos testimonios incompatibles de la
experiencia han sido por lo tanto reconciliados
en el plano cognitivo: ubicado en un mundo cultural
compartido, imposibilitado de elegirlo por un acto
de voluntad, enfrentando a su mundo cultural como
realidad, el miembro no puede dejar (a causa de
este hecho antes que a pesar de él) de convertirse
y de seguir siendo un individuo único. Es precisa
mente el compartir las mismas reglas culturales de
la percepción del mundo lo que asegura la unicidad
de cada experiencia y de cada mundo individual de
significado.
Ahora bien, si como se ha demostrado, los mun
dos de significado de los miembros individuales son
únicos, la comunicación entre los individuos cons
tituye un problema. Y por cierto, tenemos que pre
guntar cómo es posible tal comunicación. Hasta
aquí, todo lo que hemos aprendido acerca del mundo
intersubjetivo de la cultura ha apuntado unívoca
mente hacia la separación monádica de los mundos
cognitivos individuales. Ahora es necesario demostrar
cómo, dado ese estado monádico, los miembros pue
den seguir formando y manteniendo una comunidad
de significados.
Schütz afirma que algunas condiciones de esa co
munidad son antropológicamente universales. Se
trata de las afirmaciones comunes, hechas de alguna
manera por todos los miembros de todas las comuni
dades en todos los tiempos —tal vez de manera
espontánea, pero de cualquier modo sin que se ha
llen implicados procesos visibles de enseñanza y
aprendizaje. Según parece, son meras elaboraciones
sobre la base de rasgos constantes y primarios de la
experiencia individual aunque universal —aunque
en ningún lugar el mismo Schütz confirma esa su
posición con tantas palabras. Puesto que se carece
de alguna respuesta explícita ;a la cuestión del
origen del “bagaje de conocimientos al alcance de la
mano”, se encuentra uno en libertad para postular
una variedad de interpretaciones, que llegan hasta
la suposición de una tendencia innata, propia de la
especie, a percibir el mundo y a organizar la percep
ción según un conjunto de reglas invariables. En
realidad, la cuestión del origen carece de importancia
para Schütz. Las reglas y los supuestos que se combi
nan en el “bagaje de conocimientos al alcance de
la mano” han sido introducidos en el sistema de la
sociología de Schütz como un elemento notoriamente
kantiano. De hedho, no son sino las condiciones a
priori de toda experiencia significativa, y de toda
comunicación significativa entre sujetos cognitivos.
Veamos algunos ejemplos típicos. Primero, la afir
mación de que el mundo está compuesto de objetos
definidos, que se infiere de la experiencia de resis
tencia y es continuamente refirmada por ésta. Su
forma más elemental es ¡la resistencia de nuestro pro
pio cuerpo, que puede enfermar, debilitarse o resis
tirse a nuestras decisiones. Toda percepción del
mundo como exterior y “real” puede considerarse
como una modificación de esta experiencia funda
mental. Segundo, la expectación de que las experien
cias son típicas; que en principio son susceptibles de
generalizaciones en lugar de ser únicas e irrepeti
bles; que cualquier experiencia es siempre un miem
bro de una clase más amplia de experiencias similares,
y que por lo tanto puede aprenderse de las propias
experiencias previas, esperando razonablemente que
los acontecimientos futuros estén de acuerdo con el
patrón ya conocido. La misma expectación de regula
ridad se extiende después a la esfera directamente
pertinente para el problema de la comunicación
interhumana: uno espera que las perspectivas cog-
nitivas sean reciprocadas por otros miembros, y que
los puntos de vista adoptados por los asociados en la
conversación sean, por lo menos en principio, inter
cambiables. En otras palabras, la comprensión reci
procada de los significados de cada otro es una
condición dada a priori del ser-con-otros. La com
prensión está implicada en cada acto de comunicación
“desde el comienzo” ; no es un producto terminal
de la aplicación de una tecnología complicada que
hay que aprender diligentemente a dominar. La po
sibilidad idealizada de tal comprensión se manifiesta
continuamente en el hecho de que los miembros
asumen, en el proceso de comunicación, las actitudes
de sus asociados y esperan que éstos se comporten de
manera similar. Por último, se espera a priori una
congruencia de puntos de vista. No se trata sólo
de que son intercambiables en el sentido de que
cada miembro puede “ponerse a sí mismo” en cada
punto de vista por turno, sino de que pueden ar
monizar y complementarse entre sí, con el objeto
de que puedan ser mantenidos simultáneamente por
diferentes asociados en la conversación sin volver
incomprensible el discurso o condenarlo al fracaso.
Repitamos: todas esas afirmaciones y otras similares
no se aceptan sobre la base de generalizaciones em
píricas, sino que se deducen del análisis de las con
diciones que deben llenarse para que el “ser-con-
otros”, en el sentido de intercomunicación significa
tiva, pueda ser concebible. Son, por lo tanto, requisitos
previos de la existencia del individuo, en la misma
medida en que, por ejemplo, el “mantenimiento de
patrones” es, para la sociología durksoniana, un re
quisito teórico previo de la supervivencia del sistema.
Siendo esas las condiciones generales del “ser-con-
otros”, para alcanzar genuinas relaciones sujeto-a-
sujeto otros factores más son necesarios. Stíhütz no
está de acuerdo con la opinión desalentadora de
Sartre acerca de la posibilidad de trascender o evitar
la cosificación en las relaciones interhumanas. Para
Sartre, la presencia misma de otros compromete
inevitablemente la unicidad auténtica de la persona.
La mera conciencia de ser mirado crea malestar e
incomodidad y limita la libertad de la persona, que
se experiencia como objetivada por el otro, y es in
capaz de evitar responder de la misma manera. En
consecuencia, sólo son posibles relaciones sujeto-ob
jeto. Schütz tiene más confianza. De los muchos
tipos de relaciones entre miembros elige, como par
ticularmente privilegiados en lo que hace a una
descosificación, relaciones de Wir-Einstellung [orien-
taoión-nosotros] (un equivalente del yo-tú de Buber)
entre consociados, en la cual los miembros pueden
concebirse el uno al otro como sujetos únicos. Su
compromiso biográfico mutuo es la causa de tal posi
bilidad. Parecería que la Wir-Einstellung se desarrolla
en el curso de la conversación prolongada y continua
entre los miembros, durante la cual todos los aspectos
de la subjetividad de cada asociado puede llegar a
ponerse de manifiesto, de tal manera que cada uno
es capaz de llegar a captar en algún momento la
configuración única de los otros. Cada asociado
aprende gradualmente a conocer la subjetividad úni
ca del otro explorando, en el proceso de intercambio
activo, tanto la flexibilidad como los límites íntimos
de aquél. Cuando se desarrollan genuinas relaciones
yo-tú, los muchos velos del anonimato que normal
mente cubren la subjetividad del otro pueden ser
eliminados por completo.
Es esta posibilidad la que, aun en el caso de que no
se realice, establece la diferencia entre consociados
y meros contemporáneos. Estos últimos, aunque en
principio accesibles a la conversación potencial,
no están lo bastante comprometidos en La, biogra
fía de un miembro dado como para manifestarse en
la unicidad de sus subjetividades. Siempre conserva
rán un grado mayor o menor de anonimato; cuanto
mayor sea el anonimato tanto más reducido será el
conjunto de síntomas por medio de los cuales son
aprehendidos. Más que percibidos como sujetos, los
contemporáneos son concebidos como especímenes
de un tipo. Ese tipo se refiere a ellos, los ubica
dentro del mapa cognitivo subjetivo de un miembro,
y pone en acción la unidad pertinente del repertorio
de conductas de ese último, pero nunca es idéntico
a un otro concreto.
Existe en consecuencia una diferencia de clase
entre las relaciones sujeto-a-sujeto y las meramente
tipificadas. Las primeras son un elemento integral
del ser-en-el-mundo de un miembro; son coextensivas
con su existencia misma. Las segundas, en cambio
tienen sólo un carácter objetivo. Cuando hablamos
de relaciones sociales entre meros contemporáneos,
sólo nos referimos a la probabilidad subjetiva de que
los esquemas tipificadores y las expectaciones recí
procamente asignados serán reciprocados, es decir,
usados de manera congruente por los asociados. Esto
subsiste siempre como una probabilidad subjetiva, y
en la medida en que continúan fundadas sobre la
Ihr-Einstellung [orientación-ellos] permanece en el
nivel de mera hipótesis. Sólo ese sector del mundo
que ha sido puesto de relieve por la situación bio
gráfica es constantemente cuestionado por los miem
bros y es objeto de exploración intensiva. A diferencia
de los consociados, los contemporáneos están ubicados
fuera de ese sector. No afectados por los intereses
cognitivos del miembro, y puesto que se les adjudica
reducida o ninguna importancia tópica, se los deja
sin cuestionar, aun cuando en principio sean cues
tionables. El fenómeno mismo del “tipo” consiste en
trazar una línea demarcatoria entre los horizontes
explorados del tópico tratado y el resto de él, que el
miembro deja sin explorar.
Los “tipos personales ideales”, que se refieren a
agregados de contemporáneos (o por la misma ra
zón, de predecesores o sucesores, quienes empero
difieren de los contemporáneos porque no se los
puede convertir en asociados de la conversación),
son tipificaciones del primer y más bajo nivel. Por
supuesto, existen tipificaciones más complejas, pero
son siempre derivadas de las del primer nivel por
analogía o combinación. El estado, el pueblo, la
economía, la clase, son todos ejemplos característicos
de esos tipos complejos que tendemos a tratar como si
fueran tipos personales sui generis. En realidad, son
descripciones abreviadas de sistemas muy complejos
de tipos personales del orden inferior. A causa de su
naturaleza derivada, aumentan la debilidad de la tipi
ficación original y amplían las áreas dejadas en la
sombra y tomadas por establecidas en el proceso
de tipificación. En particular, se hace mucho más
intensa la naturaleza hipotética de esos tipos del segun
do orden. Es tanto lo que se ha tomado por esta
blecido en el proceso de tipificación, que difícilmente
pueda encararse el problema de su verificación. Para
apartarnos por un momento del universo de discurso
propuesto por el vocabulario de Schütz, digamos
que, desde un punto de vista práctico, conceptos
como sociedad o clase entran en el mundo vital del
hombre como mitos, sedimentados durante un pro
ceso largo y tortuoso de abstracción que el miembro
mismo dejó de controlar en una etapa relativamente
temprana (en realidad, con su primer paso más allá
del cómodo dominio de relaciones yo-tú con el
círculo cercano de consociados).
Parece que ésos son los límites últimos de la crí
tica de inspiración existencialista de la sociología.
Esta crítica puede explicar los fenómenos supraindi-
viduales solamente como conceptos mentales. Cual
quier crítica de tales conceptos consistirá en demos
trar que se ha llegado hasta ellos por medio de una
serie de operaciones mentales sujetas a reglas me
ramente cognitivas; en demostrar que, dadas esas
reglas inerradicablemente presentes en el bagaje del
conocimiento al alcance de la mano, la creación
de tipos es inevitable. Los tipos vuelven después al
mundo vital del individuo, donde son admitidos a
base de analogías con relaciones personales ■ —las
únicas que son experieneiadas directa y plenamente.
Los mismos mecanismos mentales, por decirlo así,
descosifican a los consociados y cosifican todo el
resto del mundo del individuo —puesto que la cosi-
ficación es un proceso vital que consiste en suponer
la “existencia objetiva” de lo que en realidad es un
complejo producto conceptual del pasar por el tamiz
la experiencia personal limitada. Schütz —y más
aun sus seguidores— le asignan a esa conducta el
status de hipóstasis: un error lógico común que
surge de atribuir referentes reales a palabras abs
tractas.
La “naturaleza segunda” reivindicada
De tal modo, si bien la sociología durksoniana se
esfuerza por “desmistificar” la libertad individual,
la crítica que de ella hace Schütz evidentemente
procura “desmistificar” la sociedad. Pero hace muy
poco para ayudar al individuo, supuestamente eman
cipado a causa de esa desmistificación, a alcanzar
libertad práctica respecto del producto de su propia
capacidad cosificadora. Por lo contrario, el análisis
de Schütz demuestra convincentemente que la co-
sificación, y los tipos hipotéticos que reemplazan
la íntima experiencia yo-tú de los otros, son parte
integral de la trama misma de la existencia del miem
bro. Quizás puedan ellos ser re-negociados y re-he
chos, pero de una u otra manera están allí para
permanecer para siempre. En un sentido, la cosifica-
ción de la experiencia limitada en conceptos hipoté
ticos aunque todopoderosos que a su vez estructuran
la experiencia del individuo, es tan universal e inevi
table antropológicamente como la conciencia colectiva
de Durkheim o los requisitos previos del sistema
parsoniano. No se ha dejado lugar alguno para la
suposición de que bajo ciertas condiciones podría
evitarse la cosificación, de que en algunas situaciones
la gente podría ser capaz de “ver a través”, de la
totalidad de sus complicaciones sociales, y que en
consecuencia el análisis sutil que hace Schütz del
mundo vital no es más que una descripción ilíci
tamente generalizada de un mundo específico, his
tóricamente generado. Pese a todo su poderoso
potencial crítico dirigido contra la sociología con
cebida como la ciencia de la no-libertad, la alterna
tiva de Schütz se abstiene de ofrecer un punto de
vista conceptual desde el cual podría llevarse a cabo
una crítica de la realidad social (en cuanto opuesta
a la crítica de su im agen). En este respecto se ubica
junto a la sociología durksoniana que tan sutilmente
critica.
El sistema de Schütz, inspirado en el existencialis-
mo, es por lo tanto, específicamente una crítica de
la sociología y no de su objeto. En tal capacidad, sí
ofrece un programa armoniosamente coherente, que
abunda en intuiciones esclarecedoras. Puede entonces
concebírselo como una antropología (antes que como
una sociología) del conocimiento, que apunta pre
cisamente hacia esos sectores del conocimiento que
constituyen el dominio elegido de la sociología. Schütz
ha demostrado convincentemente que la sociología,
lejos de aprehender la así llamada “realidad social
objetiva”, es en realidad una modificación del sen
tido común; que toma como objeto no “fenómenos
objetivos” sino productos de la tipificación, y en
consecuencia perpetúa y reafirma las tendencias co-
sificadoras del sentido común en lugar de ponerlas
de manifiesto tal como son. Al ser meros productos de
la objetivación, los “fenómenos objetivos” son ex
presiones concretas del conocimiento subjetivo de
“acontecimientos de la mundanidad vital”.6 Adjudi
carles cualquier otra modalidad existencial significa
perpetuar esa ilusión cuya eliminación es una tarea
principal de la investigación científica del mundo
vital. El estado, la clase, etcétera —si enfrentan al
individuo como constituyentes no eliminables de su
mundo vital— alcanzan un status tal porque “el es
tablecimiento de objetivaciones por obra de una
persona y su interpretación por obra del Otro ocurren
‘al mismo tiempo’ ”. La tarea de la sociología, en
tonces, consiste en poner al descubierto los meca
nismos ocultos del proceso de objetivación colectiva,
que se manifiesta a los ojos de un miembro común
sólo bajo la forma de sus productos terminales.
Pero la crítica schütziana de la sociología se de
tiene en ese punto. Si todo lo que hacemos es seguir
fielmente su manera de explorar la lógica de la ob
jetivación, la sociología se afirmará otra vez sobre
sus pies. En lugar de intentar vanamente captar la
sociedad real, obraremos con mayor sensatez si vol
vemos nuestra atención a la estructura del proceso
que genera nuestra creencia en esa “realidad” —par
tiendo del único conocimiento cierto que nos es
dado de una manera no problemática, esto es, el
conocimiento que se deriva directamente del mundo
del vivir diario. Esto equivaldría a un volver “a. las
raíces”, y se cumpliría el postulado husserliano zu
den Sachen selbst [a las cosas mismas], Schütz no
pide que la sociología critique su objeto. Sólo la invita
a adoptar un punto de vista crítico de su propio
conocimiento de ese objeto y de la manera en que
llega a tal conocimiento. Al igual que sus oponentes
durksonianos, Schütz excluye a priori, por mera
decisión metodológica, la posibilidad misma de la
crítica dirigida al objeto. Así como, para parafrasear
a Anselm L. Strauss,7 la sociología durksoniana
supone que el observador (el sociólogo) “tiene un
conocimiento del fin para el cual se agrupan las per
sonas”, Schütz pretende conocer “las reglas básicas
de acuerdo con las cuales están compuestas las va
riaciones (de una personalidad)” : conocer, es decir,
en el sentido de excluir la posibilidad de que alguna
vez cambien esas reglas y no sólo sus aplicaciones.
De este modo, con una realidad social dura, se
mejante a la naturaleza, reducida analíticamente a
tipificaciones y sólo a tipificaciones, subsiste el pro
blema acerca de si el hombre puede alguna vez
eludir esa actividad tipificadora. Tal posibilidad no
cabe dentro del sistema de Schütz. Al explicar la
totalidad de la “realidad social” por medio del más
elemental y universal proceso de cosificación de sig
nificados, Schütz describe, primero, la experiencia
de la no-libertad como un rasgo antropológico eterno
del ser-humano-en-el-mundo; y segundo, presenta
toda no-libertad como esencialmente similar y sur
giendo de la misma condición humana esencial. La
afirmación de que algunos elementos de la realidad
experienciada son redundantes y pueden ser dejados
de lado, de que esos elementos derivan de causas
más restringidas (y menos inevitables) que las ten
dencias universales de toda la humanidad, no puede
formularse seriamente dentro de la perspectiva de
Schütz. Pero es sólo mediante tal afirmación que
la crítica de la sociología puede convertirse en una
crítica de la realidad social misma. De la vivisección
devastadora que Schütz hace de la sociología, la
realidad social emerge intacta e invencible, reducida
a una substancia intelectual benigna pero no menos
inevitable y avasallante que el sistema metodológica
mente postulado de Parsons.
Ambas tentativas de explicar la experiencia hu
mana desde un punto de vista monístico parecen,
por lo tanto, igualmente deficientes. Es curioso que
mientras tratan de probar que el otro polo de la
experiencia evidentemente dual sólo es imaginario,
las dos son incapaces de cuestionar la necesidad
implicada en el primero. Ambas son así orgánica
mente no críticas de la sociedad o de la condición
humana que describen. La única ventaja de la so
ciología existencialista sobre la durksoniana consiste
en su capacidad para criticar el conocimiento general
y el conocimiento del sentido común particular —ca
pacidad de la cual carece notoriamente la sociología
durksoniana. Pero se trata de una crítica estéril
del conocimiento puesto que no da, ni puede dar,
un paso decisivo más allá, hacia la crítica de la so
ciedad o de la condición humana misma. Cabe por
cierto suponer que ninguna reducción fundamenta-
lista, sea cual fuere su orientación, puede generar
una crítica de esa clase.
Por esa razón merecen atención particular las
pocas teorías que procuraron eludir las trampas del
reduccionismo unilateral. Una de ellas es la de
George Herbert Mead, que se apoya considerablemen
te en la cosmovisión de John Dewey. El punto de
partida de esa teoría, según la formulación que
de ella hace Horace M. Kallen, fue “el reconoci
miento de que la primera y última realidad es fluen
cia, proceso, duración, acontecer, función, y que
las ideas de substancia inmóvil y formas eternas son
ideales cambiantes basados en interrupciones pasaje
ras, y movimientos de aversión y negación”.8 Es
quizás en la concepción sociológica de Mead donde
la dialéctica ha alcanzado sus mayores dimensiones.
Mead rehusóse a asignar prioridad unilateral a
ninguno de los dos polos del más frecuente de los
dilemas sociológicos. En lugar de ello, destacó el
proceso dialéctico de la lucha y la reconciliación con
tinuas entre aquéllos como el verdadero punto de
partida del análisis sociológico. {Lo que para nosotros
apoya la clasificación de esta solución como existen
cialista, es la ubicación de esa dialéctica dentro del
horizonte subjetivo de la persona, y el tomar la con
dición existencia! del individuo como única fuente
de datos y objeto de análisis.
Para Mead, ninguno de los polos —sí-mismo [self]
(o persona) y sociedad— puede ser reducido al otro.
Por lo contrario, ambos están presentes como factores
parcialmente autónomos y parcialmente cooperati
vos en cada unidad de la experiencia. Aun cuando
aceptemos la regla metodológica de que la informa
ción subjetivamente dada es el único terreno legítimo
para el análisis sociológico, podemos todavía, sin
postular entidades ajenas a la experiencia primaria,
explicar los elementos objetivos, resistentes, de la
existencia, y establecerlos como sus proyecciones. La
realidad social existe en la experiencia más indivi
dual desde su inicio mismo; no es una coerción
facticia, autoimpuesta, o un inaccesible “otro lado”,
como en algunos escritos existencialistas. Es visible
desde la perspectiva subjetiva, como ingrediente or
gánico del sí-mismo actuante. Ambos aspectos del
sí-mismo —los conocidos “mí” y “yo” de Mead—
contienen ya realidad social objetiva, no importa
cuán únicos y subjetivos puedan parecer; por su
puesto, la realidad social entra en cada uno de ellos
de una manera diferente y específica. El “mí” y el
“yo” son dos aspectos del sí-mismo; pero son también
los dos aspectos de la realidad social en la que cada
individuo ha nacido y enfrenta en todos sus actos.
Su “yo” no es más que un sedimento duradero de
todos los actos hasta ese momento, en los cuales el
individuo ha enfrentado la realidad como un límite
situacional, presente inmediatamente, para su liber
tad. El “yo”, en consecuencia, contiene sociedad
aunque en una forma procesada, individualizada, a
diferencia del “mí”, que es realidad evidente, visible,
realidad en este mismo momento, que “sobresale”
como un factor externo y no asimilado de la acción.
La confrontación entre “mí” y “yo” que el individuo
experiencia en cada uno de sus actos no es más que
el reflejo subjetivo de la dialéctica de la “situación”
y su “definición” individual. De cualquier ángulo
que consideremos esto, trátase siempre de lo mismo:
la realidad-ya-asimilada frente a la realidad-todavía-
no-similada, o el sí-mismo ya-realizado frente al que
todavía no lo está. Lo que conceptualizamos como
la “sociedad” o el “sí-mismo” son por consiguiente
dos pantallas enormes sobre las que proyectamos, con
el mismo derecho pero el mismo error, la única rea
lidad existencial que le es directamente dada a la
experiencia del individuo: la tensión dialéctica del
acto social. Ambos, sí-mismo y sociedad, están sub-
sumidos bajo este acto, y sólo desde esa perspectiva
pueden estudiarse adecuadamente.
Es sólo cuando se los considera desde el punto de
vista de un acto particular qu.e el “yo” y el “mí”
se enfrentan entre sí como entidades independientes;
como, respectivamente, sedes de la libertad y de la
no-libertad, el impulso y sus limitaciones, el instinto
de la persona y sus coerciones externas, la unicidad
individual y las presiones uniformadoras de un “rol”
socialmente fundado y protegido. Cuando se los con
sidera como procesos, como aspectos entretejidos de
una biografía, pierden su identidad, se mezclan entre
sí, manifiestan su relatividad y se disuelven por últi
mo en las interminables series de la continua acción-
en-el-mundo del individuo. Es verdad que experien-
ciamos el impulso intrínseco como un componente
programático, no concluido, de la situación, en la
cual el otro componente, que llamamos “realidad
social”, “coerciones estructurales” o “mí”, se parecen
mucho a una jaula cerrada que corta arbitrariamente
la trayectoria de nuestro vuelo. Pero esto es cierto
sólo en la medida en que no se trasciende el horizonte
de un acto singular. Desde una perspectiva más
amplia, por ejemplo, una biografía como proceso
en marcha, ambos parecen notablemente similares. En
realidad son ambos, en igual medida, abiertos y ce
rrados, no terminados y realizados, temporarios y
decisivos. Sea cual fuere la diferencia que percibimos
en su modalidad-para-nosotros, ésta le ha sido otor
gada -por la capacidad estructuradora del acto
cercano, a la mano. Son las situaciones anteriores
las que proyectan las definiciones presentes. Pero en
cuanto a la verdad de la inversión del enunciado
anterior, Mead fue mucho menos explícito. No sa
bemos —de hecho, somos incapaces de saber— si, y
de qué manera, las definiciones de hoy se sedimen
tan en situaciones de mañana. Esta parte de la
dialéctica apenas ha sido considerada. Fue más bien
soslayada que enfrentada en el fácil adagio de
W. I. Thomas de la verdad que emana de la supo
sición de la verdad. Ahora bien; Mead es preciso y
convincente al elucidar el mecanismo real de las
situaciones-que-se-convierten-en-definiciones; pero no
encontramos una descripción similar del otro lado
de la dialéctica del sí-mismo y la sociedad.
No debe sorprendernos esa distribución despareja
de énfasis. Con un temperamento auténticamente
existencialista Mead procura descubrir los misterios
de la existencia del individuo, que es siempre dada,
está ya hecha y se encuentra establecida en el mo
mento cuando el individuo comienza a reflexionar
sobre ella y con eso “se encuentra a sí mismo” en
ella. El proceso que lleva a establecer el “margen
externo” de la existencia no es por lo tanto una
parte de la experiencia individual de esta existencia;
no puede ser examinado “desde adentro”, y no es
susceptible de indagación tan clara e inmediatamente
como la existencia misma. Puede ser reconstruido,
o más bien postulado, teorizando y abstrayendo, pero
nunca experienciado con la misma claridad que el
otro lado: la subjetivación de lo objetivo. La finali
dad de esa teoría es más bien satisfacer la curiosidad
del hombre acerca del “origen” de su mundo que
hacer inteligible el mensaje contenido en la experien
cia. No puede preservarse la pureza del método y al
mismo tiempo asignar al problema del origen de la
realidad objetiva el mismo status epistemológico que
se le da al problema de la apropiación subjetiva de la
objetividad. Partiendo de supuestos existencialistas,
Mead fue tan lejos como es humanamente posible
para trascender la oposición entre el sí-mismo y la
sociedad y alcanzar una explicación unificada de
una experiencia evidentemente polarizada. Pero los
mismos supuestos le ponen un límite insuperable a
su empresa. La dialéctica de Mead es inherente a la
relación entre el sí-mismo en un continuo estado-de-
llegar-a-ser y una sociedad-ya-hecha. Para exponer
la dinámica del sí-mismo Mead dejó en la semi-
oscuridad la dinámica de la sociedad.
Berger y Luckmann,9 si bien admiten su deuda
para con la obra de Mead, dieron un importante pa
so para superar esa limitación. Pero sin duda sacri
ficaron buena parte de la pureza metodológica y la
cohesión de ése. Al igual que Mead, Berger y Luck
mann procuran esclarecer la dialéctica de la libertad
y la no-libertad, el sí-mismo actuante y los límites
de su acción. Pero su atención se dirige en primer
término hacia el problema dejado por Mead en el
fondo de su proyecto central. Berger y Luckmann
(el llamativo título de su libro lo pone de manifiesto)
quieren descubrir el mecanismo de construcción de
la realidad más bien que el del sí-mismo.
Ellos aceptan, como otros críticos existencialistas
de la sociología, que todo lo que le ocurre al hom
bre o en el hombre —en realidad, el proceso mismo
de llegar a ser hombre—- ocurre en presencia del
mundo, en el curso de la interacción del hombre
con su ambiente percibido como la situación de la
acción. Pero introducen varios supuestos adicionales
con el objeto de facilitar la explicación de esa pre
sencia, que otras sociologías existencialistas rara vez
tratan de elevar por encima del status de lo “tomado
por establecido”. Tenemos así el supuesto tácito de
alguna regularidad, la constancia del ambiente, que
de una manera que recuerda a Homans lleva a la
“habituación” de los patrones de conducta, a que
se conviertan en hábitos. La acción repetida con fre
cuencia deja de ser un problema, ya no es un objeto
de ponderación activa y reflexión, y se desliza silencio
samente hacia el campo de lo “tomado por estableci
do”, donde no puede distinguirse de otras realidades
objetivas. Si la habituación de las acciones de A es
reciprocada ahora por una habituación paralela de
la conducta de B, emerge una cualidad nueva: las
acciones “habituadas” se vuelven tipificadas, es decir
se vinculan nómicamente a situaciones típicas. Otro
supuesto más: son las acciones “importantes para to
dos los actores” que comparten una situación dada
las que tienden a ser seleccionadas para la tipifica
ción, es decir, se institucionalizan. Una vez institu
cionalizadas, las acciones tipificadas se reflejan en la
conciencia de los individuos como objetivas, inevita
bles, etcétera. El conocimiento de la “sociedad”
surgido de tal manera es por lo tanto una “realiza
ción” en un sentido doble: es una aprehensión de la
realidad social como “realidad” y al mismo tiempo
la producción de esta realidad, en la medida en
que los individuos, tomando su naturaleza objeti
va por establecida, actúan constantemente tendiendo
a la perpetuación de su objetividad y la re-crean
continuamente. Es este conocimiento lo que les otor
ga a las instituciones su fachada de cohesión y
armonía; el orden del universo está en los ojos del
que lo mira, y en la acción “habituada” del actor.
No cabe duda de que estamos aquí frente a una
concepción de sumo interés. La idea de que sólo
hay tanto orden social cuanto acción humana repe
tida y rutinaria (o “rutinizada” ), y que en ese orden
no existe más “necesidad” que en la acción constante
generada por la acción rutinizada y el conocimiento
que la acompaña, tiene un genuino efecto emanci
pador. Significa un paso decisivo en el camino que
va de la crítica de la sociología a la crítica de la
sociedad. Pone de manifiesto la naturaleza compro
metida, partidista, del conocimiento social, que le
otorga validez cognitiva y dignidad normativa a
la rutina presente (que lo único que puede invocar
en favor de su legitimación no es más que una coin
cidencia histórica). Muestra la naturaleza selectiva
de ese conocimiento: que debe ser selectivo en el
sentido de suprimir información y valores que minan
la seguridad de un universo cerrado. U n complemento
necesario del conocimiento es por lo tanto la “nihi-
lación” —un mecanismo que tiende a liquidar con
ceptualmente lo que está “afuera” del universo: si
el conocimiento socialmente distribuido valida la rea
lidad presente, el mecanismo de nihilación tiende a
negar la validez de realidades alternativas y las in
terpretaciones que pueden relativizar y cuestionar
la existencia. Una vez establecida, la mezcla cono
cimiento-realidad tiende a perpetuarse. Adquiere el
poder de producir realidad. Y por lo tanto no hay
“realidad social” que no sea producida por la con
ducta humana rutinizada; pero no habrá una
rutinización de la conducta a menos de que sea
sustentada por la mezcla conocimiento-realidad:
“Tener una experiencia de conversión no es mucho. Lo
real es ser capaz de seguir tomándola seriamente, conservar
un sentido de plausibilidad. Es aquí donde entra la co
munidad religiosa. Proporciona la indispensable estructura
de plausibilidad para la nueva realidad.” 10
Pero en la forma en que se la introdujo y defen
dió, la idea anterior sólo abre a medias la puerta
hacia la crítica de la sociedad. En primer término,
a todos los miembros les corresponde la misma parte
de “responsabilidad” en la conservación del orden
social. La estabilidad del orden descansa en última
instancia sobre su acuerdo tácito para conducirse de
la manera acostumbrada. En principio, el orden
puede ser reducido —sin residuo— a la rutina ins
titucionalizada de una multitud de individuos. Esa
rutina es su único fundamento: ninguna estructura
se destaca de la llanura del conocimiento parejamente
disperso, como palanca sólida de la estabilidad social.
El drama de la construcción social de la realidad se
representa en un escenario intelectual desde el co
mienzo hasta el final. Los miembros de la sociedad
aparecen sobre ese escenario sólo como entidades
epistemológicas, careciendo de importancia el resto
de sus atributos que, por lo tanto, no son considera
dos factores explicativos. Al ser construidas entera
mente con pensamiento, las instituciones no parecen
poseer más firmeza y solidez de la que tiene por lo
general el pensamiento; o, más bien, el pensamiento
como material de construcción le otorga su flexibili
dad al edificio entero. Si se utiliza este lenguaje
sería difícil probar que en el proceso de construcción
puede haber puntos de los cuales es imposible regre
sar, estructuras que adquieren una cualidad nueva,
sedimentos que no pueden ser disueltos mediante la
mera re-forma de los significados.
Con el primer punto se vincula muy estrechamente
otro: si bien a partir de la observación de que la
existencia de la sociedad consiste en una estructura
ción continua y no en una estructura establecida
de una vez y para siempre, puede derivarse una
crítica demoledora de la sociología, ello sugiere muy
a la manera del Iluminismo la identidad entre la
crítica de la sociología y la crítica de la sociedad.
Reduce la tarea de criticar la realidad social a
la crítica del conocimiento social. Todo lo que hay
y puede haber de “realidad social” depende en cada
momento particular y constantemente de la persis
tencia de los significados que le asignan los miem
bros de la sociedad. Uno se inclinaría a la conclusión
de que, si la conciencia reflexiva de los individuos,
que le otorga aspecto lógico y congruente a las ins
tituciones sociales, de repente se detuviera o se diri
giera por el otro camino, la realidad social misma
se disiparía o cambiaría de contenido. La situación
que un individuo enfrenta como limitación de su
acción no es más que la definición de algún otro,
con un universo simbólico compartido que conecta
a los dos. Para perpetuar un conjunto dado de ins
tituciones no son necesarios otros medios sino la
mitología, la teología, la filosofía, la ciencia —tam
poco otros elementos del mundo social deben ser
re-hechos para reemplazar la realidad social por una
nueva realidad.
Llegamos así al tercero y más importante de los
puntos: la concepción que Berger y Luckmann tienen
de la construcción social de la realidad da por
admitida la cuestión de la pertinencia de las institu
ciones para los intereses de los individuos mediante
la simple afirmación de que precisamente esa per
tinencia es el factor operativo en la tipificación de
las acciones habituales. Pero lo cierto es que no está
claro cuál es el significado que los autores asignan
al último enunciado. La “hipótesis de la tipificación
de lo pertinente” puede ser vista como un “mito de
origen”, en cuyo caso merece la misma medida
de respeto y atención que normalmente se le presta
a otros mitos. Por otro lado, puede considerársela
como una definición oculta de pertinencia. En este
caso no debe uno ser desorientado por su forma
pseudo-empírica, sino tomarla como lo que es: una
tautología conveniente desde el punto de vista me
todológico. Pero entonces sigue sin resolverse el
problema de por qué ciertas acciones habituales y
no otras son eventualmente institucionalizadas. En
cambio, si Berger y Luckmann significan literalmente
lo que en apariencia, dicen, en seguida cabe dudar si
los individuos para quienes ciertas acciones específicas
han sido institucionalizadas, y aquellos otros para
los cuales esas acciones son “pertinentes”, son la
misma gente. Parecería que el problema de la reali
dad social encaja precisamente en el espacio que se
extiende entre esas dos categorías distintas de indivi
duos : por así decir, la experiencia misma de la
realidad social surge del sentimiento de discrepancia
o incongruencia entre instituciones y pertinencia.
Pero este espacio no existe en la concepción de
Berger y Luckmann; desde el comienzo ha sido
eliminado por una afirmación que elimina la posi
bilidad de una crítica de la realidad social como
problema separado y diferente de la crítica del co
nocimiento.
Ahora bien; no obstante lo que venimos de decir
Berger y Luckmann dan un paso audaz y determi
nado hacia un conocimiento social que, a diferencia
de la ciencia durksoniana de la no-libertad, puede
convertirse en una crítica de la sociedad. Una crítica
tal tendrá que abarcar, en cuanto condición y punto
de partida, un análisis cabal del origen social del
conocimiento según lo conciben Berger y Luckmann.
Pero debemos estar seguros de que esa crítica sólo
será incorporada como punto de partida.
Digitalizado por Alito en el Estero Profundo
Capítulo 3
CRITICA DE LA NO-LIBERTAD
Verdad y autenticación
Según Habermas son tres los intereses que crean la
preocupación humana por el conocimiento y cris
talizan en enunciados teóricos acerca de los hechos
y en estrategias cognitivas. Intereses técnicos, prác
ticos y emancipadores. Los dos primeros, aunque
dirigidos a aspectos diferentes de la práctica, com
parten un status común. De la “comunicación” —la
formulación prerreflexiva de la práctica rutinaria,
el reconocimiento de sentido común de los “he
chos”— toman el “discurso”, liberado de las compul
siones inmediatas de la acción, y que está sometido
a sus reglas racionales propias y es capaz de pro
porcionar una justificación razonada de lo que ha
sido simplemente reconocido como fáctico. Es gracias
a la autonomía relativa del discurso que pueden
formularse y justificarse los enunciados teóricos so
bre el dominio fenoménico de las cosas y los aconte
cimientos (en el caso de interés técnico), o de las
personas y las expresiones (en el caso del interés
práctico). La autonomía del discurso nunca es
completa. Es siempre puesto en movimiento por
necesidades y dudas que surgen en la comunicación;
y sus resultados, para poder aplicarse en la práctica
deben ser reintroducidos en la corriente principal
de la acción orientada racionalmente y las orienta-
dones de la comunicación cotidiana. Pero el proceso
de la justificación de los enunciados teóricos, o la
transformación de lo “meramente reconocido” en
lo “conocido efectivamente”, está encerrado por
completo en el reino del discurso, donde puede
ser controlado y regulado consciente e intencional-
mente. En la medida en que la comunicación pueda
ser vista como una condición genérica, antropoló
gica, del hombre, los intereses prácticos y técnicos
surgen inmediatamente de toda comunicación como
intentos inevitables de “clarificar la ‘constitución’
de los hechos acerca de los cuales es posible hacer
enunciados teóricos”.21 Puesto que está gobernado
por su propio conjunto de reglas que —a diferencia
de la materia a la que se aplica y a los productos de su
aplicación—- de ninguna manera son parte ni depen
den de esa comunicación que constituye la textura
de la vida social, el discurso puede reclamar legíti
mamente un status trascendental, que después es
sostenido y expresado concretamente en la autonomía
de quienes lo sostienen (los hombres de ciencia)
como agentes del conocimiento y verificadores de
la validez de la teoría.
Sin embargo, el status del interés emancipador
difiere del tipo de conocimiento que puede resultar
de su acción. Contrariamente a lo que opina Bloch,
el interés emancipador es ante todo y sobre todo no
una característica genérica, extratemporal de la con
dición del hombre como ser comunicante. “Este in
terés sólo puede desarrollarse en la medida en que
la fuerza represiva, en forma de ejercicio normativo
del poder, se presenta permanentemente en estruc
turas de comunicación distorsionada —es decir, en
la medida en que la dominación está institucionali
zada”. La comunicación distorsionada constituye una
situación de desigualdad entre los partícipes de un
diálogo; una situación en que uno de los partícipes
es incapaz, o está incapacitado, hasta el punto de no
poder adoptar una postura simétrica hacia el otro
partícipe que está frente a él, ni de percibir y asu
mir los otros roles operativos en el diálogo. Una
situación de esa índole es promovida, sobre una base
permanente (si es medida por el ámbito vital de los
hombres implicados), por la dominación institu
cionalizada, que despoja a algunos partícipes de los
medios y bienes sin los cuales se hace imposible
adoptar una postura igual en el diálogo. Sólo enton
ces puede emerger el interés emancipador: éste es,
desde el comienzo, un producto de la historia social
y/o individual.
El interés emancipador, por lo tanto, se interesa
por elucidar esta historia. Apremia al actor para que
lleve al nivel de la conciencia (donde puedan ser
manejados críticamente), los acontecimientos y ac
ciones no vistos que han configurado la situación
presente y la sostienen como comunicación distorsio
nada. Cuando procede así el actor se ve ayudado
por las “reconstrucciones racionales” de los sistemas
reguladores, que el discurso científico hace explícitos
y que determinan la manera en que la experiencia
puede ser procesada o justificada. Pero el diálogo
que está al servicio del interés emancipador no es
en sí mismo ese discurso. Tampoco trata de ser una
justificación de la validez del reconocimiento expe
riencia! de los “¡hechos”. A diferencia del discurso
que surge del interés técnico y práctico, el diálogo
promovido por el interés emancipador no puede,
en ninguna de sus etapas, alejarse de su compromiso
práctico con la comunicación, con el proceso de la
vida. No tiene como objetivo único la justificación
razonada; quiere también ponerse a prueba en la
aceptación real de su solución hipotética en la praxis
de los asociados. No sólo trata de validarse a sí
mismo, sino también de “autenticarse”. Por lo tanto
entraña una noción diferente y más amplia de veri
ficación de la verdad. Las hipótesis que trae a la luz
son reivindicadas cuando el asociado en el diálogo
acepta y adopta el rol del cual fue despojado en el
curso de la comunicación distorsionada. Según Ha-
bermas, la terapia psicoanalítica proporciona un
patrón típico para el diálogo promovido por el interés
emancipador:
“En su aceptación de las interpretaciones ‘elaboradas’
que el doctor le sugiere y en su confirmación de que éstas
son aplicables, el paciente reconoce simultáneamente un
autoengaño. Al mismo tiempo, la interpretación verdadera
posibilita la intención auténtica del sujeto con respecto a
esas expresiones, con las cuales hasta entonces se ha enga
ñado a sí mismo (y posiblemente a otros). Las pretensiones
de autenticidad como una regla sólo pueden ser puestas a
prueba en el contexto de la acción. La comunicación par
ticular en que las distorsiones de la estructura comunicativa
pueden ser superadas es la única en la cual las pretensiones
de verdad pueden ser puestas a prueba ‘discursivamente’
juntas y simultáneamente con un reclamo de autenticidad,
o ser rechazadas como injustificadas.”
Por su constitución misma, el conocimiento crítico
que está al servicio del interés emancipador difiere
de los otros tipos de conocimiento por la manera en
que se lo somete a prueba: no puede ser defendido
dentro del marco del discurso institucionalizado, un
dominio de los expertos. En el proceso de su defensa
y justificación los expertos ■ —los propietarios insti
tucionalizados del conocimiento verificado que hace
plausible la “reconstrucción racional” de los hechos—
desempeñan un papel activo y acaso decisivo, pero
no lo controlan monopolísticamente. Tampoco su
veredicto, formulado solamente en términos de dis
curso apropiado, puede considerarse como final y
concluyente, si no es “autenticado”, es decir, confir
mado en el acto de rectificación de las distorsiones
comunicativas. La comprensión de estos hechos
separa a Habermas de todos los sociólogos antes
considerados, que ofrecían soluciones para el proble
ma del conocimiento crítico probado. Como cabe
recordar, todos ellos trataban de deslizar el problema
de la verificación dentro del marco inadecuado del
discurso institucionalizado y operado por el hombre
de ciencia. Dejaban de lado la característica distin
tiva del diálogo en el que tienen que ser justificadas
las hipótesis emancipatorias. Tampoco tomaban en
consideración las diferencias importantes entre la
“justificación razonada”, que es el fin-ideal del
discurso, y la “autenticación”, que es el requisito
del diálogo.
El discurso —el modo de existencia de la ciencia
positiva, que ilumina la constitución de la realidad
en respuesta a intereses técnicos y prácticos— pro
porciona sólo la etapa primera y preliminar del
proceso emancipador, que llega a dominios donde
la ciencia positiva resuelta y justificadamente se
niega a entrar. Es mediante el análisis positivo
de la realidad, que busca su legitimación en la apli
cación cuidadosa de los métodos comunes de esta
blecimiento de hechos de la ciencia social positiva,
que se proponen primero las hipótesis del conoci
miento crítico, que tienden a la restitución de la
comunicación no distorsionada. En esta etapa, su
verdad o falsedad puede ser verificada de una manera
que no difiere en nada de los otros enunciados que
integran el discurso. Pero dado que lo que precisa
mente proponen es que la situación presente impide
que las hipótesis funcionen, la imposibilidad de
descubrir su verdad en tal situación de comunicación
distorsionada, entonces las condiciones de la comu
nicación “normal” (es decir, basada en la igualdad
de los asociados) debe ser establecida primero para
otorgarle a los resultados de la prueba la autoridad
necesaria. El conocimiento crítico afirma que la rea
lidad presente tiene un carácter de comunicación
distorsionada. Esta afirmación sólo puede ser defen
dida si la comunicación llega a corregirse. Pero esto
requiere, a su vez, la eliminación del dominio institu
cionalizado responsable por las distorsiones. En otras
palabras, requiere una acción organizada. La autenti
cación —el-llegar-a-ser-verdadero-en-el-proceso— sólo
puede darse en el reino de la praxis, del cual el
discurso parcial, institucionalizado, de los científicos
profesionales constituye solamente la etapa inicial.
Y así, la cuestión crucial de la autenticación (en
cuanto opuesta a la verificación) es: “¿Cómo puede
organizarse apropiadamente la traducción de la teo
ría a la praxis?”.22
En el caso del diálogo psicoanalítico esa traduc
ción es relativamente simple porque el paciente la
acepta voluntariamente. Aunque el proceso de ningún
modo esté libre de fricciones y una y otra vez se
produzcan conflictos violentos, la buena voluntad
por parte de uno de los partícipes para aceptar el rol
de paciente contribuye a que el diálogo no se detenga.
Pero las cosas de ningún modo son así en la vida
social. Tanto quienes proponen el conocimiento críti
co, como quienes lo reciben, pueden convenir (aun
que no inevitablemente), en la distribución de los
roles de doctor y paciente. Los abogados de la crítica
pueden negarse a entrar en un diálogo significativo
con algunos de sus asociados potenciales afirman
do que son incapaces de mantener un diálogo tal.
Los recipientes posibles del conocimiento crítico
pueden negarse a verse como pacientes, y considerar
en cambio que todos los intentos de redéfinir la
realidad son amenazas dirigidas contra el funda
mento mismo de su existencia rutinaria, que ellos
no experiencian como no-libre. En el caso de que la
hipótesis crítica fracase, por designio o por defecto,
en orientar la reflexión del asociado y con ello en
“demoler las barreras a la comunicación”, se ve for
zada a permanecer en el nivel del discurso y correr
el riesgo de ser transformada en un diálogo. Se
vuelve entonces indistinguible de otros enunciados
teóricos, y, como éstos, sólo puede ser verificada
como lo son otros significados: como una expectación,
cuyo contenido es comparado con el desarrollo real
de procesos en los que el enunciado en cuestión no
es un factor operativo. Hipótesis como la predic
ción de Marx sobre las tendencias futuras de la
acumulación capitalista se convierten en enunciados
verificables mediante los medios corrientes de la
ciencia positiva, en la medida en que permanecen
en el nivel del discurso institucionalizado; estable
cen que los grupos, cuya situación es configurada por
las tendencias citadas, son objetos exteriores al dis
curso; y se rehúsan, o se les impide, entrar en algún
diálogo significativo con esos grupos que pudiera
influir en sus procesos de autorréflexión. No son los
valores elegidos, o un particular escepticismo crítico,
lo que convierte al conocimiento emancipador en un
cuerpo de enunciados cualitativamente distintos del
conocimiento técnico o práctico. La distinción genui-
na, y única, está ubicada en el eje verificación-auten
ticación; en otras palabras, en la relación en la que
prácticamente entran el conocimiento en cuestión
con la rutina diaria y su reflejo en el sentido común.
En la medida en que esta rutina permanece en la
posición de un objeto natural “fuera” del reino
del discurso (de tal manera que sus atributos no son
tocados por el ¡hecho de que ciertas hipótesis han sido
formuladas dentro de ese discurso) no hay razón
para clasificar esas hipótesis por separado, como
pertenecientes a un tipo especial de conocimiento y
al servicio de intereses que no son técnicos y/o prác
ticos. Este es un punto muy importante, aunque
demasiado a menudo mal comprendido por los estu
diosos prisioneros del árido dilema “hecho-valor”. El
conocimiento no se vuelve crítico o emancipador por
manifestar su disgusto por la realidad o condenar
los enunciados de hechos. Tampoco un enunciado
puede reivindicar potencial emancipador si no obser
va diligentemente los hechos, conservando su im
pecabilidad en cuanto enunciado fáctico. Dentro del
marco del discurso científico institucionalizado no
hay ninguna diferencia evidente de contenido, o
de sintaxis, entre los enunciados que eventualmente
permanecerán dentro del ciclo de los intereses téc
nicos y prácticos y su realización, y aquellos que
potencialmente puedan vincularse con el interés
emancipador. Esa diferencia es puesta de relieve sólo
más allá del marco del discurso institucionalizado
propiamente dicho, cuando algunos enunciados co
mienzan a interactuar con los actores que describen,
transplantando la vida rutinaria y su reflejo de sen
tido común, desde el “exterior” hacia el “interior”
de la comunicación, y pasando del discurso profe
sional a un diálogo abierto.
El potencial emancipador del conocimiento es
puesto a prueba —y, en efecto, puede ser actualiza
do— sólo con el comienzo del diálogo, cuando los
“objetos” de los enunciados teóricos se vuelven aso
ciados activos en un incipiente proceso de autentica
ción. El ejemplo que da M arx de este tipo de relación
es la interacción entre la ciencia social —la teoría
científica del capitalismo— y la clase obrera. Marx
pensaba que en la condición objetiva de los obreros
no había nada que pudiera proteger a las barreras
de comunicación contra el impacto corrosivo de la
teoría social verdadera. A diferencia de la burguesía,
los obreros no considerarían que una realidad al
ternativa, donde no existiera la forma de dominación
actual, fuera una amenaza directa contra las condi
ciones que constituyen la única identidad social
concebible y aceptable. Por eso era probable que la ex
posición de las raíces históricas de la dominación y
los determinantes efectivos de la comunicación dis
torsionada pudiera ser muy bien aceptada por los
trabajadores. De ahí que Marx esperaba que los obre
ros adoptaran, voluntaria y entusiastamente, el rol
de “pacientes”, para esclarecer las causas de su con
dición, re-definirlas y luego re-hacerlas en el curso
de una acción práctica racionalmente concebida.
En términos generales, la confirmación genuina
de la crítica “como conocimiento emancipador” no
puede alcanzarse mientras ese diálogo no empiece
a desarrollarse. Esa confirmación “sólo puede lo
grarse en una comunicación del tipo del discurso
‘terapéutico’, esto es, precisamente en procesos exi
tosos de educación en los cuales convienen volunta
riamente los recipientes mismos”. Esta “negociación
de significados”, que los etnometodólogos consideran
el elemento nutritivo común de la rutina ordina
ria, es en realidad un fenómeno raro y precioso que
se da en un plano social más alto que el reino de los
contactos íntimos, de grupo pequeño, cara-a-cara.
Cuando es alcanzada, el proceso de autenticación
—corolario epistemológico de la emancipación— se
pone en movimiento. Con esto, la crítica de la reali
dad entra en su etapa de “esclarecimiento”.
En esa etapa la teoría crítica se aleja del escritorio
del teórico y navega hacia el mar abierto de la re
flexión popular, tratando activamente de reformular
la valoración que el sentido común hace de la ex
periencia histórica y de ayudar a Ja imaginación
para que irrumpa a través de la “resolución” de la
evidencia pasada. Algunas veces el puerto de destino
está escrito con claridad en la teoría, mientras que
algunos otros lugares son explícitamente calificados
como inaccesibles. Pero en otros casos ningún grupo
es excluido a priori como “paciente” potencial afir
mándose que sus particulares trastornos de comuni
cación no tienen remedio. Después (como en el caso
de los principales miembros de la escuela de Franc
fort, desilusionados por la escasa sensibilidad de la
clase obrera a la terapia), lo que en realidad tiene
lugar es “una diseminación difusa de concepciones
individualmente adquiridas al estilo del iluminismo
del siglo xvm”. En conjunto, hay entre los teóricos
críticos una tendencia creciente a aceptar que, como
dice Habermas, “no puede haber ninguna teoría
significativa que de por sí y sin tener en cuenta la
coyuntura, lo obligue a uno a la militancia”.23
La respuesta al problema de si la distorsión de la
comunicación a lo largo de un límite específico
es tan grave como para eliminar la posibilidad de
reparación, no puede enunciarse recurriendo a la
mera comprensión teórica: en realidad es una de esas
hipótesis decisivas que sólo pueden ser verificadas
en el curso del esclarecimiento. Para decirlo con otras
palabras, no hay barreras a la comunicación que
no puedan, por lo menos en principio, ser destruidas.
La prueba de esto la encontramos en la práctica de la
educación.
Conocemos ya cómo la estrategia de la investiga
ción científica define el éxito en términos de des
cubrimiento de hechos y formulación de teorías.
Evidentemente, el esclarecimiento debe tener sus
propios criterios de éxito, que al mismo tiempo sirven
a la finalidad de confirmar la verdad de las hipótesis
críticas. Podemos usar otra vez la analogía del diá
logo psicoanalítico para descubrir esos criterios. Du
rante la terapia el “paciente” debe reconocerse
en las interpretaciones del terapeuta. Cuando lo
hace, el terapeuta reconoce que esas interpretaciones
son verdaderas. La distinción importante entre ese
método de verificación de la verdad y el método
aplicado en la etapa analítica primera, consiste en
que la hipótesis misma actúa creando condiciones
en las cuales puede volverse verdadera. Hay ¡pocas
oportunidades de que el probable paciente pueda
alguna vez llegar a la nueva interpretación por sí
mismo, sin un terapeuta o, en términos más genera
les, sin un agente externo que actúe en el rol de
terapeuta y que esté cerca para ofrecer una interpre
tación distinta de la impuesta al sentido común por
la situación del paciente. Y así la prolongada nego
ciación de la interpretación alternativa puede even
tualmente crear una situación nueva en la cual esta
interpretación se vuelve verdadera por haber sido
asimilada en la conciencia del paciente, y con ello
“autenticada”.
De la misma manera, en el caso de la reinterpre
tación de la experiencia histórica de un grupo y no
de una biografía individual, la autenticación de una
interpretación alternativa requiere la presencia ac
tiva previa de una hipótesis pertinente y un proceso
adecuadamente organizado de su negociación. La
actividad esclarecedora, a diferencia de la actividad
de verificación de la verdad científica, no tiende a
descubrir que el interés que le adscribe a un grupo
es en efecto el “interés real” del grupo en cues
tión, si no que procura alcanzar una situación en
la cual ese grupo adoptará efectivamente él interés
adscripto como suyo propio y “real”. El proceso de
esclarecimiento consiste, por lo tanto, en un diálogo,
en el cual los teóricos críticos tratan de negociar los
significados alternativos que ofrecen y aplican la
persuasión para convencer a sus asociados de la bon
dad de esos significados. El que tengan éxito o no
depende del grado de correspondencia entre las
fórmulas interpretativas contenidas en la teoría crí
tica y el volumen de experiencia acumulado colecti
vamente y asimilado por el sentido común del grupo.
A esta correspondencia debe dársele la oportunidad
de ser examinada con cuidado y valorada escrupulo
samente por todos los partícipes: “En un proceso de
esclarecimiento solamente puede haber partícipes”
—y aun cuando una teoría logre influir exitosamente
sobre la imaginación y la acción humanas ello no
debería ser tomado como prueba de su verdad, a
menos de que el diálogo se haya desarrollado en
condiciones de libertad intelectual no limitada. Por
definición, la autenticidad puede alcanzarse única
mente en una situación de igualdad de los asociados
en el diálogo. El signo de la autenticación consiste
precisamente en que el paciente salga de su posición
subordinada como receptor del diálogo y adopte el
papel de un agente creador, plenamente desarrollado,
de negociación de significados. Un diálogo en con
diciones de desigualdad de los partícipes, o en una
situación en que se suprimen o se hacen inaccesibles
interpretaciones rivales, no prueba nada, sea cuales
fueren sus resultados tangibles. Y por cierto no pue
de llevar a la emancipación. Lo único que puede
hacer es substituir un tipo de no-libertad por otro,
o una fórmula filosófica de no-libertad por otra.
Es evidente que la prueba de autenticación del
proceso de esclarecimiento carece de la elegancia y
el aspecto concluyente que caracteriza a los proce
dimientos verificadores de la ciencia positiva. Es
también cierto que el método científico de verifica
ción de la verdad da lugar a mucha más ambigüedad
de lo que los investigadores querrían tolerar cons
cientemente: si un experimento fracasa, existe siem
pre la posibilidad de por lo menos dos interpretaciones
opuestas (una de ellas es que se haya organizado
en forma incorrecta el experimento), y que entonces
la refutación de la teoría que el experimento estaba
destinado a probar pueda considerarse como no
concluyente. Sin embargo todo esto tiene sus límites,
y iel método contiene (por lo menos teóricamente)
una caución que, si se aplica con rigor, evitará las
manifestaciones de los intereses que surgen de la
adhesión subjetiva a la teoría que se examina. Al
poner al mundo que investiga en la posición de un
objeto “que está por ahí”, y al excluir de sus preo
cupaciones los acontecimientos en que la conducta
del objeto puede ser influida por el conocimiento
de las intenciones o interpretaciones del científico, la
ciencia positiva por lo menos previene que sus prac
ticantes defiendan las teorías que no pueden probar
culpando por el fracaso a la “torpeza” o el “fraude”
del objeto. Los enunciados cuya confirmación o re
futación puede ser rechazada por la acción deliberada
de los objetos de investigación, simplemente no son
considerados como enunciados de la ciencia positiva.
Ahora bien, desde el momento en que opta por la
prueba de autenticación, el conocimiento crítico
no acepta esa autolimitación, y por lo tanto puede
aceptar una cantidad de incertidumbre e indeter
minación que difícilmente puede tolerarse en el
nivel del discurso científico.
El precio que la teoría que se somete a la prueba
de autenticación paga por destruir la barrera que
separa al “experimentador” de sus “objetos”, por di
solver la diferencia de status entre ellos, probable
mente sea considerada exorbitante por una ciencia
que se ocupa más por la certidumbre que por la
significación de sus resultados. En el proceso de escla
recimiento, aquellos a quienes la teoría se dirige
deben poseer las mismas facultades que los teóricos
—en primer término las facultades de razonar, pla
nificar, comportarse para perseguir fines subjetivos,
etcétera. Por lo tanto, el margen de excusas que
pueden invocarse para cuestionar sobre la validez
de la evidencia refutadora es mucho más amplio
que en el acto discursivo de verificación de la verdad.
Pero hay una excusa que se parece a la principal
autodefensa de la teoría científica: los educadores
que no logran que sus mensajes lleguen a destino,
siempre pueden (por lo menos durante un tiempo)
culpar por su falta de éxito a la imperfección técnica
del proceso educacional, y pueden tratar de lograrlo
otra vez después de corregir los auténticos o supuestos
defectos de organización. Esta es una excusa iso-
mórfica al argumento basado en la “impureza
del experimento”, aplicado con frecuencia en el
discurso científico, que suele ser puesto a prueba antes
que se refute finalmente la teoría pertinente. Pero hay
otra excusa característica de la prueba de autenti
cación, puesto que se refiere a la relación específica
y típica del diálogo esclarecedor entre el teórico y
sus objetos. Esa excusa se formulará más o menos de
la siguiente manera: los individuos cuya situación y
probabilidades futuras nuestra teoría trata de rein-
terpretar, ciertamente la aceptarían y aprobarían
calurosamente sus argumentos, si ellos fueran: 1) más
perceptivos y racionales; o 2) menos inclinados a
trocar sus probabilidades futuras por un plato de
comida; o 3) menos completa y desesperanzada-
mente embrutecidos por sus opresores, que los han
despojado de su intelecto. Las tres variaciones del
argumento reconocen a “las gentes” como partícipes
potencialmente iguales en el diálogo; en realidad,
sólo tienen sentido a la luz de ese reconocimiento.
Como supuestos de la autenticación, constituyen hi
pótesis razonables que difícilmente pueden ser refu
tadas del todo. Sin embargo, la mera posibilidad
de que sean invocadas disminuye de manera con
siderable la resolución con que pueden ser puestas
en vigencia las reglas de refutación específicas del
diálogo esclarecedor. De ahí la intrínseca carencia
de determinación final de toda teoría crítica, que
resulta imperfecta cuando se la considera según es
tándares científicos más severos. De ahí también
la posibilidad abstracta de la perpetuación del error
y el posponer indefinidamente la aceptación del
fracaso —cosa inaceptable en el campo del discurso
científico.
Habermas destaca con razón que el proceso de
esclarecimiento:
“meramente apoya las pretensiones a la verdad de la teoría,
sin validarla, puesto que todos los potencialmente impli
cados, a los cuales se refiere la interpretación teórica,
no han tenido la oportunidad de aceptar o refutar la in
terpretación ofrecida en circunstancias adecuadas.” 24
Pero puede verse fácilmente que no es sólo la
verdad de la teoría sino también su falsedad lo que
mantiene en suspenso la estipulación anterior. Par
ticularmente bajo esta luz, la naturaleza no especifi
cada de las “circunstancias adecuadas”, que sólo cuan
do existen pueden llevar finalmente a resultados escla-
recedores, priva a la prueba de autenticación de casi
toda exactitud y especificidad y, en consecuencia,
de una autoridad comparable a la que posee la ve
rificación científica. Parece que este grado de inde
terminación no puede ser eliminado por completo
del conocimiento crítico, que procura desempeñar
un papel emancipador y en consecuencia emprende
la aventura del esclarecimiento sometiéndose a la
prueba de autenticación. En otras palabras, ningún
código de reglas asequible puede liberar al agente
esclarecedor de la responsabilidad subjetiva, privada,
por su interpretación de la historia y la obstina
ción con la que trata de hacerla aceptable para
todos. El designio del esclarecimiento entraña como
constituyente no eliminable un factor de coraje y
riesgo. El esclarecimiento tiende no sólo a la descrip
ción y a la perfección instrumental de la “naturaleza
humana”, sino también a cambiarla. Los límites de
tal posibilidad de cambio únicamente pueden po
nerse a prueba en el ensayo práctico. El aspecto
utópico de la cultura, que durante largo tiempo fue
“irrealista”, de repente puede comenzar a moldear
la praxis humana cuando se enfrenta con necesida
des prácticas generadas por la realidad social misma.
Pero no hay modo alguno de saber por adelantado
si tal enfrentamiento llegará a ocurrir. La emanci
pación es un esfuerzo que tiende hacia el futuro.
Y el futuro, a diferencia del pasado, es intrínseca
mente el reino de la libertad para el hombre actuan
te, así como es el reino de la incertidumbre para el
hombre cognoscente. La presencia del proyecto “utó
pico” es, sin embargo, una condición de su ser
por lo menos posible.
Por más cuidadosamente que hayan sido seleccio
nadas en la primera prueba, de verificación cientí
fica de la verdad, las teorías emergen de la segunda
prueba, la de la autenticación, sin ser confirmadas
o desautorizadas de manera concluyente. Por lo
tanto no hay ningún camino inequívoco que lleve
de la segunda etapa de esclarecimiento a la tercera,
la de la acción práctica tendiente a adaptar la
realidad social al conjunto de significados reciente
mente aceptados. Es en este umbral decisivo donde
el coraje y la decisión de arriesgarse se hacen indis
pensables; y con seguridad es también allí donde
pueden cometerse los errores más graves y costosos
por confundirse con frecuencia la verdadera intención
emancipadora de la acción. De suma importancia
en este contexto es la elección entre la continua
ción del diálogo (apoyada por la esperanza de que
el progreso en la organización de la educación puede
aumentar su probabilidad de éxito final), o su ter
minación, por suponerse que la comunicación se
ha roto de manera definitiva y es imposible resta
blecerla. La decisión crucial, en otras palabras, se
refiere a la clasificación del individuo que está frente
a uno como asociado en el diálogo o enemigo
implacable. Es decir, trátase de una elección entre
la pragmática de la persuasión y la pragmática de la
lucha.
También aquí la analogía terapéutica puede ayu
darnos a elucidar algunas dimensiones del problema.
Cuando ha fracasado repetidas veces en su intento
de llevar al paciente a un diálogo significativo, el
analista se siente tentado de inculparlo. En lugar
de revisar la fórmula que ha tratado de negociar,
afirmará que la capacidad del paciente para dialo
gar se encuentra dañada irreparablemente y lo
clasificará como enfermo incurable. Si se examina
la situación más de cerca, se verá que esa conclusión
parece traducir el fracaso del analista en obtener
comunicación más que cualesquiera atributos objeti
vos del paciente. Esta conclusión sólo tiene sentido
en cuanto condensación de una serie de intentos
repetitivos pero frustrados de iniciar un diálogo y
obligar al asociado a aceptar la fórmula que el ana
lista considera verdadera. Pero dado que un diálogo,
de cualquier tipo que sea, no puede sino confirmar o
desaprobar tentativamente la fórmula discutida, nin
gún diálogo, sea cual fuere su curso, prueba que
la decisión del analista de terminar la comunicación
era “verdadera” ; en otras palabras, que reflejaba
correctamente ciertas cualidades “objetivas” del pa
ciente.
En la práctica, la decisión de un grupo ideológi
camente comprometido, de afirmar que otro grupo
está cerrado orgánicamente a la comunicación y de
clasificarlo como un caso en el cual se justifica la
limitación de la libertad por la fuerza, está aún
menos controlada por los requisitos formales de la
verificación que la decisión del analista de mandar
a su probable asociado al manicomio. Los grupos
empeñados en el proceso de esclarecimiento no dis
frutan de las condiciones de invernáculo del diálogo
puro, ni tampoco pueden invocar la autoridad espe
cial que otorgan las instituciones establecidas o el
sentido común. Aun cuando fueran capaces de con
trolar la racionalidad de su conducta y su juicio,
encontrarían prácticamente imposible aceptar como
definitivo el testimonio de su fracaso. Una vez
tomada, su decisión de culpar al asociado obstinado
por la ruptura del diálogo y de declararlo “incura
blemente enfermo”, actuará como una profecía
autorrealizadora, dándole así un aire espurio de
veracidad a un diagnóstico carente de fundamento
seguro. En realidad, una vez colocado fuera del
diálogo, en una posición subordinada y no libre, el
grupo condenado no será ya capaz de entablar un
diálogo. En vista de la gravedad del peligro, debe
destacarse con la mayor fuerza posible que, sea cual
fuere el curso del diálogo, nunca le proporcionará
pruebas decisivas a la hipótesis de que uno de sus
partícipes es esencialmente incapaz de admitir la
verdad y que en consecuencia la lucha es la única
actitud racional y viable. Se conoce demasiado bien
con cuánta frecuencia este hecho vital suele ser
olvidado en política y hasta qué grado pueden
ser desastrosas las consecuencias de ese olvido.
En vista de que para las decisiones tomadas en
ese umbral no hay reglas que puedan orientar
las decisiones con ninguna exactitud más o menos
algorítmica, debe uno conformarse con orientaciones
heurísticas más imprecisas y equívocas. Estas sólo
pueden apuntar en dirección de la responsabilidad
compartida y la creación de condiciones donde —po
dría esperarse— no se vería obstaculizada la orienta
ción racional de la acción humana. Esa dirección
general ha sido elegida sobre la base del supuesto
de que si se les otorga una libertad real para ejer
cer su juicio y reflexionar sobre todos los aspectos
de su situación, los hombres eventualmente harán la
mejor elección entre las interpretaciones alternativas;
o, para decirlo de una manera algo más cauta, cuanto
más libres sean las condiciones del juicio, tanto más
elevada será la probabilidad de que las interpreta
ciones verdaderas sean adoptadas y las falsas re
chazadas. Por eso, en cada etapa del largo proceso
de verificación del conocimiento crítico, debe eli
minarse con cuidado todo tipo de coerción intelectual
y física sobre el juicio. En el nivel del discurso teórico,
toda información y el procedimiento para verificarla
deben estar abiertos a un examen general, así
como debe considerarse cuidadosamente toda críti
ca antes de afirmar su validez. En la etapa del
diálogo esclarecedor deben hacerse todos los esfuerzos
necesarios para elevar a todos los partícipes al status
de asociados intelectuales en la comunicación, y
para evitar La interferencia de medios no intelec
tuales en el choque entre interpretaciones rivales.
Por último, si se ha tomado la decisión de entrar en
la tercera etapa —la de la lucha— pues se supone
que la comunicación con algún grupo se ha roto
irreparablemente, debe hacerse otra vez que todas
las decisiones dependan del consentimiento de to
dos los partícipes, examinándose antes plena e
imparcialmente los medios de acción alternativos.
Estas orientaciones heurísticas son en realidad ejem
plos del principio general: la liberación del hombre
sólo puede ser promovida en condiciones de libertad.
El concepto de conocimiento crítico al servicio del
interés emancipador del hombre no puede sino
estar de acuerdo con el principio seminal y el
spiritus movens intelectual del Iluminismo: que
la emancipación de la razón es una condición de
toda emancipación material.
Quienes buscan una clase de conocimiento de
cuya veracidad puede tenerse certeza plena en el
momento en que se lo formula, no se encontrarán
muy cómodos con orientaciones heurísticas para la
autenticación tan vagas como las que puede ofrecer
la autorreflexión del conocimiento crítico. Pero en
tonces, lo único de que los hombres pueden estar
seguros más que de cualquier otra cosa, es de que
hasta ahora nunca han alcanzado la clase de libertad
que ellos buscan. Y libertad significa incertidumbre
tanto como certidumbre significa resignación. Pero
antes de que pueda ser un pensador, un hacedor de
símbolos, un homo faber, el hombre tiene que ser
el-que-tiene-esperanza.
NOTAS
Capítulo 1
La ciencia de la no-libertad
Capítulo 2
Crítica de la sociología
1 Robert Heilbroner, “Through the Marxian Maze”,
The New York Review of Books, vol. 18, n. 4.
2 Citado de Gordon Leff, Medieval Thought. Londres,
Penguin, 1970, pág. 39.
3 Sobre el esforzado intento de Husserl por demostrar
la compatibilidad de la fenomenología con el problema so
ciológico, véase el excelente estudio de René Toulemont,
L’essence de la société selon Husserl. París, Presses Uni-
versitaires de France, 1962.
4 Erwin Laszlo, Beyond Scepticism and Realism. La
Haya, Martinus Nijhoff, 1966, pág. 222.
5 Cf. Alfred Schütz en Reflections on the Problem of
Relevance, ed Richard M. Zaner. New Haven, Yale Uni-
versity Press, 1970, pág. 43.
6 Cf. Alfred Schütz y Thomas Luckmann, The Structu-
res of the Life World. Londres, Heinemann, 1974, págs.
271 y sigs. Trad. por Richard M. Zaner y M. Tristram
Engelhardt, (h.).
7 Cf. Anselm L. Strauss, Mirrors and Masks. The Search
for Identity. Nueva York, Free Press, 1959, págs. 91 y sig.
[Hay versión española: Espejos y máscaras. La búsqueda de
la identidad. Buenos Aires, Ediciones Marymar, 1977.]
8 Maurice Natanson, The Social Dynamics of George
H. Mead. Introducción de Horace M. Kallen. La Haya,
Martinus Nijhoff, 1973, pág. VII.
9 Peter L. Berger y Thomas Luckmann, The Social
Construction of Reality. Londres, Penguin, 1967.
10 Ibíd., págs. 177-178.
Capítulo 3
C rítica de la no-libertad
1 Jurgen Habermas, Theory and Practice. Londres, Hei-
nemann, 1974, págs. 256 y sigs. Trad. por John Viertel.
2 Peter L. Berger, “Identity as a Problem in the So
ciology of Knowledge”, en Towards the Sociology of Know-
ledge, ed. Gunther W. Re-mmling. Londres, Routledge and
Kegan Paul, 1973, págs. 275-276.
3 Henry S. Kariel, Open Systems. F. E . Peacock, Itasca,
Illinois, 1971, pág. 86.
4 Habermas, op. cit., págs. 275-276.
5 John R. Seeley, “Thirty Nine Articles: Toward a
Theory of Social Theory”, en The Critical Spirit. Essays
in Honour of Herbert M are use, ed. Kurt H. Wolff y Ba-
rrington Moore, (h.). Boston, Beacon Press, 1967, págs.
168-169.
6 Karl Marx, Grundrisse. Londres, Penguin, 1973, págs.
156 y sigs. Trad. por Martin Nicolaus.
7 Ibíd., págs. 162-163.
8 Ibíd., pág. 162.
9 Ibíd., pág. 164.
10 Habermas, op. cit., pág. 261.
11 Max Horkheimer, “Materialismus und Moral”, en
Kritische Theorie, ed. Alfred Schmidt, vol. I. Francfort,
pág. 85.
12 Manfred Stanley, “The Structures of Doubt”, en
Toward the Sociology of Knowledge, ed. Remmling. op.
cit'., pág. 419.
13 Citado según David McLellan, The Thought of Karl
Marx. Londres, Macmillan, 1971, pág. 33.
14 Marx, op. cit., págs. 461-463.
15 Edgar Morin, “Pour une sociologie de la crise”,
Communications, París, 1968, 12, págs. 2-16.
16 Henry S. Kariel, “Expanding the Political Present”,
American Political Science Review, setiembre de 1969.
17 Stanford M. Lyman y Marvin B. Scott, A Sociology
of the Absurd. Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1970,
pág. 16.
18 Stanley, op cit.
19 Ernst Bloch, On Marx. Nueva York, Herder and
Herder, 1971, pág. 41. Trad. por John Maxwell.
20 Ibíd., págs. 98-100.
21 Habermas, op. cit., págs. 21 y sigs.
22 Ibíd., pág. 25 y sigs.
23 Ibíd., págs. 32 y sigs.
24 Ibíd., págs. 37-38.
Para uso exclusivamente educativo
INDICE
CAPITULO 1
LA CIENCIA DE LA NO-LIBERTAD
Definición de “naturaleza segunda” ............... 5
La deificación de la “naturaleza segunda” . . 30
La “naturaleza segunda” y el sentido común . . 56
CAPITULO 2
C R ITIC A DE LA SOCIOLOGIA
La revolución husserliana ................................. 88
La restauración existencialista .......................... 107
La “naturaleza segunda” reivindicada ........... 128
CAPITULO 3
CRITICA DE LA NO-LIBERTAD
La razón técnica y emancipadora ...................... 142
La “naturaleza segunda” considerada histó
ricamente ........................ ...................................... 162
¿Puede la sociología crítica ser una ciencia? 179
Verdad y autenticación ......................................... 203