Bauman Zygmunt - para Una Sociologia Critica

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 227

m u una

sociología
crítica
Maryr
Digitalizado por Alito en el Estero Profundo
PARA UNA SOCIOLOGIA C R ITIC A

Si una sociedad decente ¡ha sido una posibili­


dad desde hace mucho tiempo, el problema
real consiste en explicar por qué la huma­
nidad nunca la quiso o tal vez no pudo
quererla.
Barrington Moore (h.)
Zygmunt Bauman

Para una
Sociología Crítica
Un ensayo sobre el sentido común
y la emancipación

Ediciones Marymar
Título de la obra original:
T ow ards a C r it ic a l S o c io l o g y
An essay on commonsense and emancipation
Publicada por:
R outledge and K egan P a u l
Londres y Boston
Versión española de
E n r iq u e B u t e l m a n

301
Bauman, Zygmunt
Para una sociología crítica; un ensayo
sobre el sentido común y la emancipación.
Traducción, Enrique Butelman. Buenos Aires,
Marymar, 1977.
228p. 18,5cm. (Col. Biblioteca de ciencias
del Hombre)
1. SOCIOLOGIA I. Título

© Zygmunt Bauman 1976


Copyright de todas las ediciones en español
© Marymar Ediciones, S. A.
Chile 1432 - Buenos Aires
Primera edición en castellano: 1977
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723
Todos los derechos reservados
Impreso en Argentina
Printed in Argentina
Para uso exclusivamente educativo

Capítulo 1

LA CIENCIA DE LA NO-LIBERTAD

Definición de “naturaleza segunda”


No obstante cuanto se ha dicho y se sigue diciendo
acerca de lo que debería ser la sociología, esta dis­
ciplina, tal como la conocemos y ha sido conocida
desde que se le dio ese nombre, nació del descubri­
miento de la “naturaleza segunda”.
"Naturaleza” es un concepto cultural. Designa un
componente no eliminable de la experiencia humana
que desafía la voluntad del hombre y le pone límites
Impenetrables a su acción. La naturaleza es por lo
Unto un producto accesorio del impulso hacia la li­
bertad. Sólo cuando los hombres emprenden auto-
conscientemente la tarea de hacer que su condición
lea diferente de lo que ellos experiencian, necesitan
un nombre para designar la resistencia que encuen­
tran. En este sentido, como concepto, la naturaleza
es un producto de la práctica humana que trasciende
la rutina y lo habitual, y parte hacia dominios
inexplorados guiada por una imagen de lo-que-toda-
vía-no-es-pero-debería-ser.
El reino de la no-libertad es el único significado
inmutable de “naturaleza” que tiene raíces en la
experiencia humana. Todas las otras características
que se predican del concepto son una o más veces
eliminadas de lo “directamente dado”, pues son re­
sultados del procesamiento teórico de la experiencia
elemental. Por ejemplo, naturaleza es el opuesto de
cultura, en la medida en que la cultura es la esfera
de la creatividad y el designio humanos; la natu­
raleza es inhumana, en la medida en que “ser humano”
implica establecer objetivos y estándares ideales; la
naturaleza no tiene significado, en la medida en que
otorgar significados es un acto de la voluntad y de
la constitución de la libertad; la naturaleza es deter­
minada en la medida en que la libertad consiste en
superar la determinación.
Ni las imágenes ni los modelos de la naturaleza
prevalecientes en cualquier momento determinado
pueden considerarse atributos necesarios del concepto.
El “contenido temático” del concepto (como diría
Gerald Holton) 1 ha cambiado tanto en el siglo úl­
timo que se hace difícil reconocerlo. El orden intrín­
seco y la armonía del cosmos regido por leyes han sido
reemplazados por un laberinto impenetrable en el
cual sólo puede transitarse gracias a las señales
orientadoras puestas por el hombre de ciencia; el
descubrimiento del “orden objetivo” ha sido susti­
tuido por la imposición de orden inteligible sobre la
diversidad carente de significado. El único elemento
que ha sobrevivido y, por cierto, emergido incólume
de todas esas revoluciones ontológicas, es la expe­
riencia de la coerción sobre la acción y la imagina­
ción humanas. Y es ésta quizás la única “esencia”
de naturaleza, adherida al esqueleto de la experiencia
prístina no procesada teóricamente.
Pero hay todavía otro sentido en el que la natu­
raleza puede concebirse como un producto accesorio
de la práctica humana. La naturaleza le es dada a la
experiencia del hombre como el único medio sobre
el cual se apoya su, acción. Está presente en la
acción (humana desde su comienzo, desde su primera
concepción como intención de una forma que todavía
debe ser objetivada por la acción; la naturaleza es
lo que media entre el designio ideal y su réplica
objetivada. La acción humana no seria posible sin
la presencia de la naturaleza. La naturaleza es expe-
rienciada como locus de la acción humana al mismo
tiempo que percibida como su límite último. Los
hombres experiencian la naturaleza de la misma
manera dual y equívoca en que el escultor encuentra
su trozo informe de piedra: está frente a él, com­
placiente e invitadora, esperando absorber y encarnar
sus ideas creadoras; pero su buena voluntad para
servir es altamente selectiva. En realidad la piedra
ha hecho su propia elección antes de que el escultor
tome su cincel. Podría decirse que la piedra ha cla­
sificado las ideas del escultor en realizables e irreali­
zables, razonables e insensatas. Para poder ser libre
en su acción el escultor debe aprender los límites de su
libertad: debe aprender cómo leer el m apa de su li­
bertad dibujado sobre las vetas de la roca.
Los dos elementos de la experiencia que se com­
binan en la idea de naturaleza se encuentran, de he­
cho, en una unidad dialéctica. No podrían descubrirse
coerciones si no existiera una acción guiada por
imágenes que trascienden esas coerciones; pero no
existiría una acción tal si la condición humana no
fuera experienciada como encerrada en un marco
hermético de esa índole. Los dos elementos se condi­
cionan entre sí; más aún, pueden presentarse juntos
a los hombres o no presentarse en absoluto. La coer­
ción y la libertad están casadas para bien o para mal,
y su matrimonio sólo podría romperse si fuera conce­
bible una vuelta a la ingenua unidad primitiva del
hombre y su condición (haciendo que la naturaleza
volviera a ser “no-problemática.” ). Por otra parte,
los dos elementos pueden ser, y en efecto así ocurre,
percibidos por separado y de ahí formulados indepen­
dientemente, cuando no en oposición entre sí. Desde
un punto de vista no dialéctico, cada éxito le pro­
porciona apoyo epistemológico a la noción de libertad
sin coerción y también, desde ese mismo punto de
vista, cada fracaso le otorga plausibilidad a la idea
de una coerción que existe sin ser probada y puesta en
relieve experiencial por una acción humana obstina­
da. Cuando fue procesado teóricamente, este error
originario constituyó muchas veces un dilema falso.
El dilema mismo subsiste al par de la propia ex­
periencia existencial aunque sus nombres varían según
el código cultural. H a sido llamado individuo y socie­
dad, voluntarismo y determinismo, control y sistema,
y de muchas otras maneras. Sean cuales hayan sido
sus nombres lleva siempre hacia el árido suelo de
la no-dialéctica sobre el cual el árbol viviente de la
experiencia humana está destinado a morir.
Han pasado casi cuatro siglos desde que Francis
Bacon captó agudamente la manera en que parece
actuar sobre los hombres la dialéctica evasiva de la
naturaleza: la Naturaleza solamente es sometida por
el sometimiento. Cuando Bacon escribió eso la afir­
mación de que la naturaleza era algo que debía ser
conquistado y dominado, no necesitaba tal vez más
defensa que otras creencias del sentido común. Por
ese tiempo, los lectores de Bacon se habían liberado
de esa no-problemática “unidad de la humanidad
viviente y activa con las condiciones inorgánicas
de su intercambio metabólico con la naturaleza, y de
ahí su apropiación de la naturaleza”, que “no re­
quería explicación”, puesto que no era resultado
de “un proceso histórico”.2 Se habían encontrado
a sí mismos como resultado de una historia pro­
ducto de su propio hacer (aunque no de su propio
conocimiento), cara a cara con las condiciones de
SU metabolismo y las habían enfrentado como “algo
ajeno y objetivo” .3 Ellos mismos habían ya estable­
cido objetivos individuales que trascendían sus con­
diciones sociales y con ello puesto a prueba la
flexibilidad de esas condiciones. Durante el proceso
descubrieron esa resistencia obstinada y rígida a
partir de la cual acuñaron la imagen de la naturale­
za como socio de su condición, un socio activo,
autogobernado y autosustentado. La naturaleza llegó
Mí a ser “directamente dada” en su experiencia. A
Bacon le pertenece la aceptación resignada de que
U naturaleza estaba allí para permanecer y que su
presencia no debía cuestionarse. No se comprendieron
pi se consideraron problemáticas las condiciones de
esa presencia: la situación en la que el individuo
•igue solo su camino por el mundo social, abandonado
a sí mismo y obligado a ser autónomo. Bacon com­
binó un llamado a la rendición con un consejo
acerca de cómo aprovechar de la mejor manera la
situación que se seguiría. Sugirió que la servidumbre
podía ser convertida en dominación; y al conoci­
miento se le asignó el papel de varita mágica para
lograr tal transformación. La estructura de la piedra
no es obra del escultor; puede él hacer que la
piedra acepte sus intenciones, pero solamente apren­
diendo lo que la piedra no aceptará. Sólo tenemos
míe ampliar esta metáfora lo suficiente para que
Mtfirque la totalidad de la condición humana. La
vida se convierte entonces en el arte de lo posible,
jf,, el conocimiento está allí para enseñarnos cómo
flüstinguir entre lo posible y los sueños estériles.
P 'Desde Bacon por lo menos, el conocimiento ha
d&ñgido el proceso de mediación entre la libertad y
lis limitaciones de la acción humana. El tipo más
prestigioso de conocimiento (a veces descrito, en
efecto, como único conocimiento válido), la ciencia,
le estableció en nuestra cultura como el estudio de
los límites de la libertad humana, cumplido con el
fin de aumentar el valor de la explotación del campo
restante de acción. Y lo cierto es que la ciencia ha sido
construida en mayor medida por la eliminación de
lo imposible, la supresión de lo no realista y la exclu­
sión de las preguntas mórbidas, que por el contenido
variado y cambiante de sus preocupaciones positivas.
Tal como la conocemos, la ciencia puede ser de­
finida como el conocimiento de la no-libertad.
La celebrada definición que da Hegel de la liber­
tad como necesidad comprendida, sintetiza correc­
tamente la evolución sutil de la idea de Bacon en
el proceso de su absorción por el saber tradicional
del sentido común. Ser libre significa conocer la
propia potencialidad; conocer la potencialidad es un
conocimiento negativo, esto es, conocimiento de lo
que uno no debe hacer. El conocimiento correcto
y adecuado puede asegurar que un hombre nunca
sentirá sus coerciones como opresión; es la necesidad
desconocida, no sospechada, lo que se enfrenta como
sufrimiento, frustración y derrota humillante. Pero
es sólo la acción no ilustrada lo que muestra a la
necesidad como una fuerza ajena, hostil y radical­
mente negativa. Por lo contrario, una acción ilustra­
da, requiere la necesidad como su fundamento
positivo. Si no existiera la necesidad una acción
genuinamente libre no sería posible: actuar con
libertad significa alcanzar los fines perseguidos me­
diante una cadena de actos apropiados; pero son
las leyes necesarias que relacionan los actos con sus
efectos, lo que los hace apropiados para los fines
perseguidos. Así, la dependencia mutua entre libertad
y necesidad tiene dos aspectos complementarios. El
aspecto negativo es revelado por la acción ignorante;
un ejemplo muy claro es la polilla ciega que dhoca
contra el vidrio de la ventana. Pero para una acción
ilustrada lo necesario ya no es una fuerza negativa;
por lo contrario, pertenece a la acción misma co­
mo una condición indispensable de su éxito. Tan
pronto como ha llegado a ser calculable —conoci­
do— lo necesario es una condición positiva de la
libertad.
Para Weber lo necesario era la condición de la
racionalidad. En efecto, la acción racional necesita
la no-libertad para ser posible de algún modo. Son las
reglas, que enfrentan a cada engranaje individual
de la máquina burocrática con todo el poder cruel
e indomable de la naturaleza —las reglas que con­
vierten los muros externos de la acción en algo
leguro y predeciblemente estable— las que hacen ra­
cional a la burocracia, que permiten que los buró­
cratas elijan cuidadosamente los medios para los
fines, confiados en el conocimiento de que los medios
alcanzarán los objetivos que quieren realizar o se
les dice que realicen. La acción racional comienza
cuando las reglas “ya están allí” ; no explica los
orígenes de las reglas, explica por qué éstas siguen
siendo fuertes o toman la forma que poseen. El
problema de los orígenes de las reglas, de los orí­
genes de la necesidad ambiental de acción burocrá­
tica, no puede ser formulado en el lenguaje de la
racionalidad. Si se procura hacerlo dará lugar a una
respuesta similar a la que se propone para la pregun­
ta paralela “¿por qué está ahí la naturaleza?”.
Inevitablemente apuntará a lo irracional en la mis­
ma medida en que la última pregunta apunta a
Dios. “Si la racionalidad está expresada concreta­
mente en la administración . . . , la fuerza legislativa
debe ser irracional”.4 Así como la ciencia elimina
preguntas que conducen a Dios, la acción científica­
mente esclarecida elimina actos que llevan a la
irracionalidad. Ambas emplean como palanca a
la naturaleza o a la necesidad de carácter natural. El
precio que de buena gana pagan por la ganancia
en eficiencia es un acuerdo para no cuestionar
nunca su legitimidad. Y ciertamente esta legitimidad
no puede ser cuestionada por la ciencia, ni tampoco
desafiada por una acción racional. Ambas son lo
que son en la medida en que la naturaleza sigue
siendo el reino de la necesidad omnipotente e in-
desafiable.
La libertad se reduce así, para toda finalidad
práctica, a la posibilidad de actuar racionalmente.
La acción racional abarca tanto los aspectos nega­
tivos como los positivos de la libertad. Sólo mediante
un actuar racional pueden mantenerse las coerciones
penosas a una distancia segura desde la cual no pue­
den provocar dolor ni cólera; simultáneamente, el
hombre apoya sus esperanzas y cálculos sobre los
fundamentos seguros de leyes inmutables y por lo
tanto consoladoramente predecibles. El conocimiento
es el factor decisivo en ambos aspectos de esta liber­
tad-racionalidad^ El conocimiento significa emancipa­
ción. Transforma cadenas en herramientas de acción,
muros de prisión en horizontes de libertad, miedo en
curiosidad, odio en amor. El conocimiento de los
propios límites significa reconciliación. Nada hay
aquí que pueda asustar, y la naturaleza antes temida
y penosa por ser desconocida, puede ser entusiasta­
mente recibida como la mansión de la libertad. Así,
es la naturaleza, la huésped, quien pone las reglas de
juego y quien define esa libertad.
“Todo lo que puede ser, es”, proclamó Buffon en
su Histoire Naturelle. “Opuesto a la naturaleza, con­
trario a la razón”, fue la conclusión lógica de Dide-
rot en su Voyage de Bougainville, para quien lo
natural no es sólo lo inevitable e irrevocable: es
lo adecuado, lo adaptado, lo bueno, lo sagrado. La
naturaleza establece no solamente los límites de la ac­
ción y el pensamiento razonables: proporciona la
razón misma. Todo conocimiento válido es un reflejo
de la naturaleza. El poder del hombre consiste en su
capacidad para “saber” lo que no puede hacer.
La ciencia existe para enseñarle precisamente eso. Es
ésta la única manera en que la ciencia “es” poder.
Muy poco había que avanzar para instituir ese
Conocimiento reflexivo ya establecido en el papel
da custodio de la libertad, como patrón para la so-
lución de los asuntos humanos. La naturaleza es “un
feoder viviente, inmenso, que abarca todo, anima
lodo", exclama panegíricamente Buffon; y también al
hombre mismo, agrega Hume como toque final.
|n lu Tratado de la naturaleza humana nos dice este
tltimo que la única ciencia del hombre es la Na­
turaleza Humana. Y en la Investigación sobre el
M ttndimiento humano se llega a conclusiones que
•quivalen a una declaración unilateral de indepen­
dencia proclamada en nombre de la sociología, la
nueva ciencia futura que ha de coronar el edificio,
M rápida construcción, del conocimiento humano:
“Hay una gran uniformidad entre las acciones de
IM hombres en todas las naciones y épocas” ; “la na­
turaleza humana sigue siendo la misma en sus prin­
cipios y operaciones” ; “la humanidad es tan igual
•n todos los tiempos y lugares que la historia nada
noi informa de nuevo o extraño al respecto”. Con una
uniformidad tan obstinada e inflexible, que se ex­
tiende a través de todo tiempo y espacio, queda

(
llenamente garantizado el uso del término natura-
pzn para describir las propiedades humanas. Y pues­
to que ciencia es conocimiento de lo que la natura-
1«M no es, una ciencia del hombre y sus asuntos
M factible y, por cierto, necesaria, si ellos quieren
ikanzar libertad —tanto negativa cuanto positiva—
pira determinar sus propias condiciones. Desde lue­
go, esto implica que la naturaleza humana, ahora
¿Itntificamente estudiada y puesta al descubierto,
diterminará los límites y el contenido de esa libertad.
El estudio de la naturaleza humana, empero, plan­
to* un problema que nunca había surgido cuando
la naturaleza humana era el único objeto de inda-
gaclón. Esa última está siempre en paz consigo
Dtlima; nunca se rebela contra sus leyes; su armonía
y uniformidad han sido preestablecidas e introducidas
en su propio mecanismo. Como Hegel podría haberlo
dicho, la Naturaleza (refiriéndose a la naturaleza
no-humana) no tiene historia; esto es, no conoce
acontecimientos individuales, únicos, descarriados,
fuera-de-lo-ordinario. Este concepto de naturaleza
encontró su expresión más destacada, como hace
poco lo señaló Peter Gay, en la pasión vehemente
con la que los abogados de la Edad Científica lu-
oharon contra el concepto de milagro. Para explicar
un acontecimiento inexplicable, Diderot “buscaría
razones naturalistas: una mala pasada, una conspi­
ración, o tal vez su propia locura”. Para Hume, un
milagro habría sido “una violación de las leyes de la
naturaleza, y una violación tal es imposible por defi­
nición. Cuando parece ocurrir un milagro, debe ser
considerado producto de una información falsa o
como un acontecimiento natural para el cual por el
momento se carece de una explicación científica”.5
Desde luego, ninguna razón particular impedía que
esa actitud que no admitía compromisos se extendiera
hasta abarcar la totalidad de los hechos humanos.
Y en efecto así ocurrió, pero mucho después, en la
versión conductista de la ciencia del hombre, que
llevó la incredulidad sobria de la ciencia en general,
puesta a prueba con objetos no humanos, a sus lími­
tes lógicos. Más aún, el programa conductista, audaz
e iconoclástico como les pareció a quienes lo ela­
boraron y también a quienes se opusieron a él, en
modo alguno fue un residente extraño del castillo
de la ciencia. Ningún conductista niega que la
acción humana pueda ser irracional; pero lo que
todo conductista rechazará con énfasis es la posibili­
dad de una conducta, racional o irracional, que no
tenga causa, esto es, que pudo haber sido diferente
de lo que fue dadas las condiciones en que ocurrió.
La única diferencia entre los acontecimientos hu­
manos y no humanos consiste, por lo tanto, en lo
llguiente : en los asuntos humanos tiende a surgir
Una grieta, peligrosa y ominosa, desconocida en la
naturaleza no humana, entre la conducta humana
i los mandatos de la naturaleza. En el caso de los
I Inómenos no humanos, la propia naturaleza, sin
Intervención del hombre, toma a su cargo la armonía
•ntre lo necesario y lo real, la identidad de lo real
y lo bueno; en el caso humano, sin embargo, la
grieta entre los dos debe ser cruzada con un puente
artificial, y requiere un esfuerzo consciente y soste­
nido. (Recordemos que Adán fue la única creación
de Dios de la cual El no dijo a fortiori que era
b u en a...). En su Théorie de l’éducation sociale et
é l l’administration publique, Louis de Bonald dice

a
ue “la Naturaleza crea a la sociedad, los hombres
Irigen el gobierno. Y como la Naturaleza es esencial­
mente perfecta, crea, o trata de crear, una sociedad
perfecta; y el hombre, puesto que es depravado por
Mencia, causa estragos con la administración o tiende
constantemente a remendarla”. El conocimiento de
lo# veredictos naturales, seguido y apuntalado por el
reipeto de lo que es conocido, es el material con
«I cual puede y debe construirse el puente que une lo
actual y lo necesario, lo real y lo bueno.
En su egoísmo, avaricia, irracionalidad, insensa­
ta*, el hombre está tan determinado por su propia
naturaleza como en sus más gloriosos momentos de
euforia de ciudadano respetuoso de la ley. Lo último
nn está, por lo tanto, automáticamente asegurado.
No He convertirá en la regla si no se hace un es-
flirrzo para inclinar la balanza hacia las leyes que la
Naturaleza ha fijado para la sociedad.
Y así, por primera vez, la naturaleza del individuo
M metida dentro de la naturaleza de la sociedad. Al
•llierger de la “unidad natural” premoderna del
(lumbre con su sociedad corporativa y ser llevados
a una situación fluida, poco determinada que exige
elección y decisión, los hombres formularon su nueva
experiencia como un choque entre el individuo y la
sociedad. De esa manera la sociedad emprendió su
larga carrera de “naturaleza segunda”, carrera que
todavía continúa y en la cual es percibida por la
sabiduría del sentido común como un poder ajeno,
no comprometido, exigente y que llega desde lo alto
—exactamente como 1.a naturaleza no humana. Para
vivir según las reglas de la razón, para comportarse
racionalmente, para alcanzar éxitos, para ser libre,
el hombre tuvo ahora que adaptarse a la “natura­
leza segunda” al igual que había tratado de adaptar­
se a la primera. Puede, es cierto, resistirse a ello:
muchas veces la gente no quiere ser razonable. Si lo
infringido por la falta del hombre fuera la ley
de la naturaleza no humana, la naturaleza misma
pronto haría que el delincuente entrara en razón.
En cambio, si lo desafiado fuera la ley fijada por la
naturaleza para los humanos, serían éstos los que
deberían cumplir la tarea. “Quien se niegue a obe­
decer la voluntad general —dice Jean Jacques
Rousseau en El contrato social— debe ser obligado
a obedecerla por todo el cuerpo de sus conciudada­
nos: lo que no es sino decir que puede ser necesario
obligar a un hombre a ser libre.”
¿Pero quién o qué obliga? ¿Y qué poder otorgaría
legitimación a su acto? La respuesta de Rousseau
es precientífica (ciertamente presociológica) y anti­
cipa descubrimientos a los que la sociología llegará
después de un siglo o más de cierta preocupación
no muy insistente por la idea de una no problemática
sociedad de carácter natural. Según nuestros están­
dares, Rousseau fue en realidad notablemente moder­
no al describir la autoridad suprema de la sociedad
como compuesta por la multitud de las voluntades
individuales de los homini socii, y al definir tal auto­
ridad, por consiguiente, como voluntad general. Es
solamente la terminología, no la sustancia, lo que
nos parece arcaico cuando examinamos las cosas
más de cerca. Fue precientífico, empero, al espe­
rar que mediante la acción política podría alcanzarse
la reconciliación última entre la naturaleza indivi­
dual rebelde y las exigencias de la entidad supra-
individual, dejando de lado al estudioso, al educador,
al erudito, o lo que es lo mismo, al conocimiento
específicamente científico. Lo único que realmente
cuenta es la determinación del Soberano, el Go­
bernante, el Legislador, para aplastar cualquier re­
sistencia que pudiera encontrar en su tarea de
“transformar la sustancia misma de la naturaleza
humana; para transformar a cada individuo. ..
Para despojar a un hombre de sus poderes propios,
y darle a cambio de ellos otros que le son ajenos
como persona, que él puede usar sólo si es ayudado
por el resto de la comunidad”. Lo cual sigue todavía
siendo una exhortación a la sociedad para que se
convierta en un poder supremo e implacable (aun­
que benevolente) más que un reconocimiento de que,
en efecto, ha llegado a ser un poder de esa índole
y lo ha sido durante largo tiempo. Y es una expre­
sión de la esperanza de que el choque entre las
intenciones humanas y la fuerza hostil y misteriosa
llamada sociedad que la gente sigue experienciando
no sea, o no debiera ser, una condición intemporal.
Tal dhoque puede ser explicado como un choque
entre las intenciones “perjudiciales” y la sociedad
“mal organizada” ; y ese choque, con sus sufrimientos
implícitos, podría muy bien desaparecer si los per­
juicios fueran eliminados. La “sociología científica”
rechazará ambas suposiciones. Afirmará, en cambio,
que al ser la sociedad una realidad suprema para los
hombres, no es un asunto de elección humana o
•uprahumana. Y aceptará que la tensión entre el
egoísmo humano insumiso y las necesidades de su­
pervivencia de la totalidad social (tensión que Pascal
trató de reconciliar mediante la fe religiosa) está allí
para permanecer. Por último, pero no por ello menos
importante, después de asignar a la “realidad se­
gunda” la dignidad de fuente única de razón aban­
donará el método para distinguir entre lo bueno y
lo existente y combinará lenta pero firmemente lo
bueno y lo real en una sola cosa, hasta que la idea
de la Verdad como lo cus de la autoridad suprema (y
para la ciencia, La única) afirmará que lo bueno está
fuera de su alcance.
Estará así preparado el camino para el ascenso
triunfante de la ciencia positiva de lo social, la cien­
cia que considera a la “sociedad” como naturaleza
por derecho propio, tan ordenada y regular como la
“naturaleza primera” se le aparece al científico y tan
capaz como ésta de legislar para la acción humana.
La generación postrevolucionaria de filósofos abrazó
la nueva fe con la intolerancia impetuosa de los
conversos nuevos. Fue Claude de Saint-Simon quien
formuló el catecismo del nuevo credo:
“La ley suprema del progreso del espíritu humano abar­
ca y domina todas las cosas; los hombres no son sino sus
instrumentos. Aunque esta fuerza procede de nosotros, no
podemos resistirnos a su influencia o dominar su acción
más de Jo que nuestra voluntad podría modificar el impulso
primario que hace que nuestro planeta gire alrededor del
sol. Todo lo que podemos hacer es obedecer esa ley y
explicar su curso en lugar de ser ciegamente empujados
por ella; en esto consiste precisamente el gran desarrollo
filosófico reservado para la época presente.” (Uorganisateur).

La época presente será una época de descubrimientos


más que de invención espuria. “La naturaleza les
sugiere a los hombres, en cada período, la forma
de gobierno más adecuada . . . El curso natural de
las cosas crea las instituciones necesarias para cada
edad del cuerpo social” (Psychologie sociale), Y de
este modo se llega a la conclusión más importante:
“'No se crea un sistema de organización social. Se
percibe la nueva cadena de ideas e intereses que
íe ha formado y se la señala, eso es todo”. (L ’orga-
nisateur). Casi un siglo después, consciente de la
tremenda explosión de ciencia social provocada por
esas ideas, Emile Durkheim preguntará:
“¿Pensar científicamente, no es pensar objetivamente,
e* decir sacar de nuestras nociones todo cuanto es exclu-
«ivamente humano en ellas para convertirlas en un reflejo,
lo más exacto posible, de las cosas tal como son? ¿No se
trata, en una palabra, de hacer que la inteligencia humana
le incline ante los hechos?”.6
Aquí corresponden dos observaciones. Desde el co­
mienzo la “naturaleza segunda” fue introducida en
el discurso intelectual no como un fenómeno histó­
rico o un enigma para explicar, sino como una
afirmación a priori. Para expresar la supremacía de
las revoluciones de la sociedad sobre la voluntad
humana, Saint-Simon emplea una metáfora impo­
nente: las revoluciones de los cuerpos celestes, que
en esa época parecían encontrarse completamente
más allá del alcance de la praxis humana. Se había
aceptado sin discutir que su mundo social enfrentaba
al hombre de la misma manera que la naturaleza
—como algo con lo cual ellos podían vivir, y a veces
incluso aprovechar, pero sólo si se sometían incon­
dicionalmente a su mandato. Por eso la curiosidad
intelectual de los sociólogos procuró descubrir el
mecanismo de esa supremacía y las reglas que esta­
blecía. Cuando la práctica humana fue llevada
al centro de su atención la mantuvieron consistente­
mente dentro del campo analítico ya limitado por
la premisa previamente aceptada. Esta decisión me­
todológica significaba, como veremos más adelante,
muchas ventajas. Le proporcionaba al estudioso cri­
terios claros e inequívocos para distinguir entre lo
normal y lo extraño e irregular, lo no problemático
y lo problemático, lo realista y lo utópico, lo funcio­
nal y lo perturbado o desviado, lo racional y lo
irracional. En síntesis, les proporcionó a los sociólogos
la totalidad de conceptos y modelos analíticos que
constituyeron su disciplina como un discurso intelec­
tual autónomo. Dentro de esa disciplina, a la ac­
tividad humana práctica se le asignaba irrevocable­
mente el papel de variable dependiente. Por otra
parte, el supuesto antes mencionado les ofreció a
quienes ponían en práctica tal discurso un territorio
relativamente amplio de exploración y desacuerdo
teóricos que mantuvo la versatilidad intelectual de
la disciplina sin provocar alguna perturbación de la
comunicación, que habría podido llevar a un cuestio-
namiento retrospectivo del supuesto inicial. Las que­
rellas más vehementes rara vez fueron más allá del
límite de la discusión legítima establecido por la
afirmación de la “naturaleza segunda” . Los sociólo­
gos discutieron acerca de cuál era la contestación
correcta a una pregunta cuya propiedad rara vez
pusieron en duda: ¿qué es esta naturaleza segunda,
que pone entre paréntesis la actividad vital humana
al mismo tiempo que le proporciona una estruc­
tura?
En segundo lugar, el programa esbozado por Saint-
Simon y posteriormente aceptado en la práctica, si
no en sus palabras, por generaciones sucesivas de
sociólogos, estaba fundado lógicamente en dos actos
de combinación de problemas, cuya identidad de
ningún modo es evidente por sí misma y por lo tanto
debe demostrarse para ser aceptada. Primero, se
afirmaba que el status del “nosotros” u “hombres”
no es sino el status del “yo” u “hombre” . El pro­
ducto de la multiplicación puede ser mayor que sus
factores, pero corresponde al mismo conjunto de nú­
meros que ésos; el acto de la multiplicación no le
otorga al producto atributos que no puedan descu­
brirse y adscribirse a los factores mismos. En el
desarrollo posterior de la sociología, la corriente po­
derosa del pluralismo conductista (término correcto
acuñado por Don Martindale) aceptó literalmente
ese modo de expresarse. La mayoría de los “bolistas”,
cuyo defensor y líder más prominente fue Durkheim,
después de fijar la “naturaleza segunda” al “grupo”
se apresuró a destacar que el grupo “no es reduci-
ble” a sus miembros por más numerosos que éstos
sean. En la práctica, estaban dispuestos a aceptar la
reducibilidad del grupo en todos los aspectos me­
nos uno; ninguna cantidad de individuos, por eleva­
da que sea, puede resistir o igualar el poder del grupo
y desaliar su supremacía. En suma, el “grupo” es
naturaleza, y sus leyes, aun cuando de alguna ma­
nera complicada son hechas por los hombres, no están
sujetas a la deliberada manipulación humana. Am­
bas corrientes, por lo tanto, convinieron en combinar
el “nosotros” con el “yo” y en consecuencia se sin­
tieron en libertad para razonar desde él uno al
otro. Saint-Simon, por ejemplo, en una versión algo
burda de ejercicios posteriores más sutiles, considera
que la experiencia que el individuo tiene de su
impotencia frente a la sociedad es idéntica a la
supuesta impotencia de la sociedad (“hombres” )
frente a sus propias “leyes supremas del progreso”
(“el grupo” ), y se explica al mismo tiempo que ésa.
Ese algo que nos hace a nosotros y a mí semejantes
en la experiencia de nuestra y mi impotencia, se
encuentra en un sentido por encima del reino de la
acción, sea individual o colectiva. Las leyes son
lo que son, y adscribir su contenido a la actividad
intencional de alguien equivaldría a revivir subrep­
ticiamente el pensamiento mágico con el disfraz de la
erudición. Contrariamente a las esperanzas de Comte
la “conciencia positiva” no eliminó a Dios del uni­
verso humano y sus condiciones de inteligibilidad.
Sólo le dio a Dios un nombre nuevo.
Por otra parte, la tarea que se le plantea al es­
tudioso de los asuntos humanos se combina de cierta
manera con lo que se denomina status existencial
del hombre en la sociedad. Resumiendo el progra­
m a de Saint-Simon, Durkheim aconsejó a esos es­
tudiosos que se “inclinaran ante los hechos”. Estos
hechos, en el vocabulario de Durkheim, son manda­
tos morales, constitutivos de la “conciencia colec­
tiva” de “el grupo”. Y esto es precisamente lo que
todo hombre, según opina Durkheim (y la mayoría
de los sociólogos) está condenado a ser durante
toda su vida. La “naturaleza segunda” trasciende la
inteligencia humana, cuya culminación se alcanza
en la actividad de los estudiosos, tan inflexible e
inexorablemente como el potencial práctico del in­
dividuo. Por más fieles que sigan los sociólogos a
la advertencia de K ant de que no se debe extraer
normas a partir de los hechos, es precisamente lo
que hacen en el caso que estamos examinando: “el
hecho” es que la sociedad es para los hombres una
“naturaleza segunda”, es decir, que se halla tan
fuera de su control como la naturaleza no-humana;
por lo tanto la “norma” para el estudioso es tratar
a la sociedad como tal, a saber, no intentar alcanzar
otra cosa que un “reflejo, lo más exacto posible, de
las cosas tal como son”. Los criterios de realismo y
racionalidad son idénticos en ambos casos; los estu­
diosos deben sufrir las mismas limitaciones que to­
dos los demás seres humanos, sea que ejerciten o
no sus capacidades intelectuales reflexionando so­
bre su díficil situación. El pensamiento no engendra
una situación cualitativamente distinta. No hace
más que ayudar a la “naturaleza segunda” a actua­
lizar sus tendencias intrínsecas con más facilidad y
menos sufrimiento que si las cosas hubieran sido
distintas. Hace a los hombres (¿nosotros?, ¿yo?)
más libres al reconciliarlos con las necesidades im­
plícitas en su situación social.
Tal vez nadie hizo más que Comte para defender
la “naturaleza segunda” así entendida. El discípulo
de Saint-Simon se consagró a la tarea de aclarar las
ideas de su maestro y sus consecuencias con un en­
tusiasmo puro y valiente que sólo puede compren­
derse realmente cuando se toman en consideración
los muy difíciles obstáculos con que se enfrentaba.
A Comte le corresponde más que a nadie el mérito de
Calificar “lo social” como una dimensión separada,
autónoma y crucial de la situación humana. La idea
de una regularidad sin concesiones que marca los
Asuntos humanos, que trasciende el destino del indivi­
duo y es bastante poderosa para confundir muchos
esquemas ingeniosos, no era nueva cuando Comte
entró en la liza. Un siglo antes por lo menos, en El
espíritu de las leyes, Montesquieu formuló muchas
yeces la pregunta crucial a partir de la cual de-
bía construirse la sociología como ciencia positiva:
*'¿ Quién puede ser protegido contra los aconteci-
mientos que surgen incesantemente de la naturaleza
de las cosas?”. Para él era claro, como también
para el resto de les ph.ilosoph.es, “que en medio de una
diversidad tan infinita de leyes y costumbres” los
hombres “no estaban dirigidos solamente por los ca­
prichos de la fantasía”. Más aún, los diversos elemen­
tos de la idea, de regularidad, que después habrían
de individualizarse y analizarse por separado, es­
taban todavía tan entremezclados que resultaba muy
difícil poder llevar a cabo lo que desde una perspec­
tiva moderna consideraríamos un reexamen signi­
ficativo. Aunque distinguió entre los problemas, Mon-
tosquieu no pudo decidir si la regularidad que él
percibía consistía en la eliminación virtual de los
•Ctos caprichosos e inexplicables de una imaginación
»in límites —en la determinación esencial de toda
Conducta humana por excéntrica que le pueda pa-
TOcer a una mente sin información; o en la presencia
de una fuerza inexorable de lógica suprahumana
que los individuos y las naciones suelen desafiar de
Vez en cuando pero sólo para lamer después sus
heridas, siempre que sean lo bastante afortunados
como para no perecer en la lutiha. Sin embargo,
sea cual fuera el significado implicado, la regularidad
percibida intuitivamente era situada, con claridad
y justicia, en el nivel que describiríamos hoy como
acción política. Esto tuvo dos consecuencias im­
portantes. Primero, el carácter específico de la ac­
ción política era el de una acción humana motivada,
organizada en orden a fines, empeñada por alcan­
zar situaciones determinadas. Sea que describamos los
motivos en términos de rasgos de la personalidad,
como avaricia, envidia, arrogancia, o en términos
de intereses objetivados, como la unidad de la na­
ción o la alabanza de su gloria, los motivos como
tales permanecen en el centro de nuestra atención,
puesto que son simultáneamente el objeto de la
investigación y la herramienta de la explicación. Por
eso es sumamente difícil eliminar del examen de los
fenómenos políticos los conceptos de voluntad, inten­
ciones, objetivos, que para ser concebidos como re­
gulares de una manera que trascienda la idiosincracia
individual deben ser referidos a fenómenos localiza­
dos en algún lugar más allá de la esfera política pro­
piamente dicha. Segundo, de las observaciones que
acabamos de hacer cabe deducir que mientras la
percepción de los asuntos humanos siga siendo dis­
torsionada por el lenguaje de la acción política, la
denominación de las regularidades presenta obs­
táculos casi insuperables. La analogía histórica, los
ejemplos de los que pueden extrarse lecciones, eran
de hecho la aproximación más cercana a la idea de
irregularidad que alcanzó el examen presociológico
de los asuntos humanos. Llegó a alturas insupe­
rables en la obra de Maquiavelo, con la visión de
la historia como un juego cuyo resultado está esen­
cialmente indeterminado por adelantado; un juego,
no obstante, en el cual algunas estratagemas son
“más adecuadas a la lógica de la situación” que otras
y por lo tanto pueden y deben ser aprendidas y
aplicadas escrupulosamente por los que quieran do­
minar la necesidad. La repetibilidad de los aconteci­
mientos históricos fue de ese modo vista como la
eficacia perpetua de movimientos específicos que sin
embargo podían todavía ser empleados a voluntad.
En el contexto de las expresiones políticas, tomadas
aisladamente respecto de los alcances más amplios
de la situación humana, el modelo de juego es
quizás la aproximación más cercana concebible a la
idea de una regularidad “objetivada”, implantada.
Cualquier desarrollo ulterior de la idea requiere la
introducción de dimensiones analíticas adicionales.
Le tocó a Comte iniciar el proceso largo y aún
no terminado de “pelar la cebolla” de la condición
humana en busca del situs de la “naturaleza segun­
da”. Como Ronald Fletcher lo ha observado muy
bien hace poco:
“Comte no se oponía a la función constitutiva o a la
clarificación de ideales morales, pero creía que en la so­
ciedad actuaban muchas más dimensiones: actividades
prácticas económicas, conflictos de intereses de clase, in­
vestigación científica, cambios en la creencia religiosa y
en la conducta, etcétera, y que sólo con un conocimiento
cabal de todos esos procesos sociales podía alcanzarse un
gobierno sano. Para él, por lo tanto, un estudio cabal
de los ‘órdenes políticos’ debía ser un estudio completo de
los sistemas sociales.” 7
Comte postuló la existencia de un “segundo es­
trato” por debajo de la superficie de los aconteci­
mientos políticos: la “naturaleza segunda” se ex­
tiende por debajo del nivel de la historia política,
en el cual se había concentrado la mirada de sus
precursores. A ese estrato le pertenece el nivel “so­
cial”, el locus de la regularidad y permanencia ocul­
tos detrás de la serie de acontecimientos políticos
aparentemente casuales. La elección, evitada aún o
inadvertida por la generación de Montesquieu, se
hizo finalmente: esa “naturaleza social” oculta llega
a la superficie, entra en el reino de la conducta
humana no necesariamente como un factor de*
terminante de ésta (los actos individuales muy bien
pueden ser, en la medida de lo que le interesa al
investigador, “indeterminados” en el sentido de ser
causados por factores no adecuados para el trata­
miento científico, que siempre busca leyes), sino co­
mo limitación última de toda libertad humana de
acción y juez supremo del “realismo”, es decir,
de la viabilidad de todas las intenciones humanas. La
“naturaleza social” es simplemente esa fuerza supre­
ma que siempre ganará pese a cuán corruptamente
traten de usufructuarla los individuos o grupos hu­
manos.
Toda la obra de Comte puede interpretarse
como un intento coherente para establecer la existen­
cia de una “naturaleza social” que se abre camino
a través de las convulsiones y los estremecimientos
de la historia política; los sociólogos serían los únicos
intérpretes de esa naturaleza y por lo tanto los men­
sajeros indispensables de sus órdenes. Comte concebía
los hechos humanos como eslabones de la “gran ca­
dena del ser”, que comienza con el desenvolvimiento
ciego y automático de las fuerzas naturales. Sólo
algunas acciones humanas pueden unirse a esa ca­
dena, y la condición para ello es su conformidad
con las “tendencias naturales” ; los actos desviados,
insólitos, refractarios, terminarán inevitablemente en
el cementerio de las especulaciones abortivas, mal
concebidas, ignorantes en el reino de lo imposible.
Comte insistió en que se considerara “el orden vo­
luntario y artificial como una prolongación del orden
natural e involuntario hacia él cual todas las socie­
dades humanas tienden naturalmente en todos sus
aspectos, de manera que cualquier institución políti­
ca racional, para poder tener una eficiencia social
real y duradera, debe basarse en un cuidadoso
análisis preliminar de las tendencias naturales, las
únicas que pueden proporcionar raíces firmes a su
autoridad; en una palabra, el orden debe conside­
rarse como algo que ha de proyectarse, no crearse,
pues esto sería imposible”. Los hombres pueden crear
su orden artificial sólo cuando comprenden el orden
natural (la alternativa sería presumiblemente el
costoso y penoso método del ensayo y el error). Para
expresarlo de una manera hegeliana, los hombres
son libres cuando conocen y aceptan lo necesario.
De no ser así sufren amargas frustraciones:
“El principio de la limitación de la acción política es­
tablece el único verdadero y exacto punto de contacto
entre la teoría social y la práctica social. . . La intervención
política nada puede hacer en favor dél orden o del pro­
greso si no se basa en las tendencias de la vida política
del organismo, para poder cooperar con medios bien ele­
gidos a su desarrollo espontáneo .. .”.8
Esta concepción fue carne y uña y a veces el rasgo
distintivo más prominente del Zeitgeist genuino,
compartido a través de las fronteras por pensadores
de todo tipo de tendencia política. Con su usual
estilo cáustico y sucinto Joseph de Maistre afirma
en sus Quatre Chapitres sur la Russie que “lo lla­
mado Naturaleza es algo a lo que uno no puede
oponerse sin arriesgar su propia perdición”. Louis
de Bonald está de acuerdo: “más temprano o más
tarde la Naturaleza reclamará su propiedad” (Théo-
rie du pouvoir politique et religieux dans la société
civile). La contribución de Comte, aparte de insistir
obsesiva y repetitivamente sobre el tema que en ese
momento preocupaba a todos, fue considerar a esa
“Naturaleza” como un “Poder Espiritual” suprain-
dividual dotado de una lógica evolutiva propia: “el
poder temporal no puede ser reemplazado por un po­
der de naturaleza diferente sin una transformación
análoga en el poder espiritual, y viceversa”.9
Comte estaba tan preocupado por la tarea de de­
mostrar que la “naturaleza segunda” debía ser toma­
da en cuenta cuando se elaboraran esquemas fáciles
para transformar la vida humana promulgando leyes
nuevas o llevando a hombres nuevos a posiciones
de poder, que no tuvo tiempo ni intención de ir más
allá de ese vago “poder espiritual”. Para él se tra­
taba de una noción simple que apenas requería
ulteriores elaboraciones o depuraciones. Los éxitos
espectaculares de los descubrimientos científicos de
la época les parecieron a los miembros de la micro-
comunidad intelectual una fuerza suficientemente
convincente y poderosa como para basar en ella
nuevos esfuerzos en beneficio de la humanidad; por
eso el “poder espiritual” pareció capaz de penetrar
directamente hasta las condiciones de la vida social.
Ese proceso de “penetrar” no lo consideró Comte
un problema difícil en sí mismo. Quizás continuaba
siendo un discípulo fiel del Iluminismo, contra el
cual una y otra vez reaccionó encolerizado y cuyo
atrevido celo reformador fustigó tan agudamente.
Seguía viendo el drama del progreso humano como
la lucha del conocimiento contra la ignorancia, de la
verdad contra el prejuicio. La verdad, una vez
difundida, fácilmente ganaría la partida, así como
en su ausencia las imágenes falsas y defectuosas del
mundo preconizadas por las iglesias establecidas ha­
bían dominado el edificio social. Esta opinión con­
cordaba bien con otro tema de los escritos de Comte:
hacer que los savants, conocedores del papel que
debían desempeñar los nuevos líderes espirituales
de la sociología, arrebataran el poder social (que se
diferencia de'l secundario poder político) de las ma­
nos temblorosas del clero que había sobrevivido a su
edad teológica. Sobre la próxima era “positiva”
de la historia humana Comte escribió:
“Solamente los hombres de ciencia pueden construir
este sistema, 'puesto que debe surgir de su conocimiento
positivo de las relaciones que subsisten entre el mundo ex­
terno y el hombre. Esta gran operación es indispensable
para convertir a la clase de los ingenieros en una corpo­
ración distinta, que sirva como nexo de comunicación
permanente y regular entre los Sabios y los Industriales.”
Un conocimiento más eficiente, mejor, más ver­
dadero, derrotará y expulsará sus menos perfectas
versiones con tanta facilidad como una roca más
dura rompe una más blanda. “Cuando la experien­
cia haya convencido por fin a la sociedad de que el
único camino a la riqueza pasa por la actividad
pacífica o por las obras de la industria, la dirección
de los negocios se transferirá a la capacidad in­
dustrial”. La consagración de los savants será una
consecuencia natural simple de las nuevas alturas
alcanzadas por el “espíritu social” :
“Cuando la política haya alcanzado el rango de ciencia
positiva, el público deberá confiar en los políticos de la
misma manera en que hoy confía en los astrónomos en
materia de astronomía, en los médicos en tuanto a medi­
cina, etcétera; con la única diferencia de que el público será
el único facultado para señalar la terminación y el ob­
jetivo del trabajo.” 10
En este respecto también fue Comte un heredero
leal del Iluminismo. El homo dúplex de Pascal, la
bestia egoísta domesticada y enjaulada por un poder
suprahumano, era ciertamente un axioma para les
philosophes, que nunca dejaban pasar una oportu­
nidad para manifestar su desprecio por las masas
ignorantes y mentalmente ineptas. Por importante y
amplia que sea una verdad una vez proclamada,
su descubrimiento pertenece a una élite. La multitud
egoísta, dominada por la pasión miope, no puede
acercarse a la verdad si no es ayudada. Para poner
a descubierto las pasiones humanas enceguecedoras
hay que renunciar primero a las propias (recuérdese
las palabras de E. Durkheim: “sacar de nuestras
nociones lo que hay de exclusivamente humano en
ellas” ) y purificarse de lealtades embarazosas. Es
necesario un poder suprahumano para percibir
un reflejo de la Verdad. Rousseau esbozó sus notas
esenciales:
“Para descubrir qué reglas sociales son las que convie­
nen mejor a las naciones se necesitaría una inteligencia
superior que viera todas las pasiones de los hombres pero
que no sintiera ninguna; que no tuviera contacto con
nuestra naturaleza y la conociera a fondo; cuya felicidad
fuera independiente de nosotros pero que accediera a
interesarse por la nuestra.” 11
Estas palabras las proponía Rousseau como una
descripción de Dios. Imperceptiblemente, los savants
se deslizaron hacia el molde esculpido para el Ser
Supremo. La purificación de las pasiones ha sido
siempre un componente vital de cualquier rito de
consagración. Para aproximarse a lo Absoluto los
seres humanos debían lavarse el polvo terrenal que
cubría sus cuerpos y sus almas. “El renunciamiento
al contacto con la propia naturaleza” tiene signifi­
cación sagrada y poder santificador. Al colocarlos
en la posición de jueces supremos, muy por encima
del valle de las pasiones insanas, Comte consagró
a los savants.

La deificación de la “naturaleza segunda”


Le correspondió a Durkheim deificar a la sociedad.
Comenzó la tarea donde Comte la había abandona­
do. Aun cuando aceptó plenamente, como probado,
que el “poder espiritual” es la “naturaleza segun­
da” que la gente experiencia como límite de su
libertad, intentó plantear el problema —y tal vez
resolverlo— que Comte no había considerado impor­
tante: ¿cuál es la “substancia” de la “naturaleza
segunda” y por qué es tan efectiva su influencia
sobre la conducta humana?
Las ideas de Durkheim sobre la realidad social
fueron concebidas en una situación de rápida aun­
que firme secularización de la vida social y política
francesa, en momentos en que comenzaban a de­
bilitarse y a perder influencia la religión institucio­
nalizada y la poderosa legitimación “imperial” del
poder estatal. El problema de cómo puede sobrevivir
la sociedad como una unidad integrada y solidaria,
sin su elemento adhesivo tradicional, se convirtió en
una cuestión central e inquietante. La orden patrióti­
ca del día era restaurar la deteriorada autoconfianza
descubriendo una nueva respuesta convincente al
quod iuris de la sociedad nacional. Fue Durkheim
quien con más seriedad y atención procuró resolver
el problema.
En este respecto, Durkheim puso de manifiesto y
trató de demostrar la “naturaleza social de Dios”,
señalando que en todos los tiempos, aun en las
épocas más devotamente religiosas, Dios no fue sino
la sociedad disfrazada, y que por eso los mandatos
de la sociedad adquirieron un carácter sagrado, ins­
pirador de reverencia y miedo. La desaparición de
Dios y su caudal de excomuniones pudo por lo tanto
ser considerada como un irritante de poca signi­
ficación. La sociedad eventualmente no sólo sobrevi­
virá sana y salva al supuesto desastre sino también
rejuvenecida y más fuerte, capaz de enfrentar a sus
miembros directamente y dictar sentencias en su
propio nombre. Pero el mismo razonamiento aparece
bajo una luz diferente cuando se lo mira desde otra
perspectiva, esto es, cuando se pregunta cómo podrá
lograrse que los decretos seculares simples de la so­
ciedad humana sean obedecidos con la misma hu­
mildad y renunciamiento que los mandamientos
sagrados. En lugar de secularizar a Dios, Durkheim
deificó a la sociedad. Una y otra vez él ve y admite
esto: “Kant postuló a Dios, dado que sin esta
hipótesis la moral es ininteligible. Nosotros postula­
mos una sociedad específicamente distinta de los
individuos, puesto que de otro modo la moral carece
de objeto y el deber no tiene raíces”.12 Para
Durkheim “hay que elegir entre Dios y la sociedad”.
Puesto que la elección tiene que ser hecha para
que e‘1 orden social moral sea salvado del naufragio
del régimen religioso, “yo veo en la Divinidad sola­
mente a la sociedad transfigurada y expresada
simbólicamente”. En el otro extremo del canal de
comunicación el contenido del mensaje se modifica
de cierta manera; no es necesario darle a la sociedad
nombres artificiales; puede y debe ser divinizada con
su propio nombre. La voluntad de la sociedad es
ratio suficiente para los mandatos morales y ahora,
cuando nos mira a rostro descubierto, se le debe
el mismo respeto y obediencia que siempre recibió
cuando llevaba su máscara ritual.
Aunque la descripción que hace Durkheim de la
“naturaleza segunda” es incomparablemente más
rica y densa que la de Comte, de hecho no va mu­
cho más allá que la predicación teológica cristiana
de Dios, y particularmente de la judía. La sociedad
“se impone a sí misma desde afuera sobre el indi­
viduo”, con “fuerza irresistible” ; “supera al indivi­
duo” y es “buena y deseable para éste, quien no
puede existir sin ella o negarla sin negarse a sí mis­
mo” ; es “una personalidad cualitativamente diferente
de las personalidades individuales que la compo­
nen” ; es “la autoridad que aun la razón debe
respetar. Sentimos que domina no sólo nuestra sensi­
bilidad sino toda nuestra naturaleza, incluso nuestra
naturaleza racional”. La sociedad de Durkheim com­
parte con el Dios de los teólogos su predicación
negativa (más poderosa que los hombres, infalible a
diferencia de los hombres, buena a diferencia de
los individuos malos, etcétera) y su “subdetermina-
ción” específica: una resistencia característica a la
atribución de rasgos que le podrían dar a El, o a
ella, cierto grado de tangibilidad sensorial. En oca­
siones el estilo de Durkheim suena genuinamente
teológico, lo que confirma, aunque de una manera
paradójica, que Dios y su sociedad sólo difieren en
sus nombres:
“La sociedad nos domina porque es exterior y superior
a nosotros; la distancia moral entre ella y nosotros la
convierte en una autoridad ante la cual nuestra voluntad
cede. Pero como también está dentro de nosotros y “es”
nosotros, la amamamos y deseamos aunque se trate de un
deseo sui generis puesto que, hagamos lo que hagamos,
la sociedad nunca puede ser nuestra más que parcial­
mente y nos domina infinitamente. . . Si se analiza la
constitución del hombre no se encontrará huella alguna
de ese carácter sagrado con el cual está investido. . . Este
rasgo le lia sido agregado por la sociedad.”
Y por fin, con una humildad verdaderamente mís­
tica, expresa:
“El individuo se somete a la sociedad y esta sumisión
es la condición de su liberación. . . Al ponerse bajo el
ala de la sociedad, también se hace en cierta medida
dependiente de ella. Pero ésta es una experiencia libe­
radora.” 13
No obstante la gran diferencia que existe entre la
sobriedad de Durkheim y el fervor religioso de
Pascal, en ocasiones el sociólogo tiene expresiones
que suenan a arrebatos de santimonía. Y lo cierto
es que tomada en su conjunto la obra de Durkheim
podría considerarse como un intento de darle un
nombre nuevo al viejo dilema pascaliano del homo
dúplex en momentos en que el dominio de la igle­
sia sobre las mentes humanas se debilitaba rápida­
mente. Pues en realidad el dilema de Pascal inspira
y configura la totalidad de las investigaciones de
Durkheim. Algunas de las nociones más difíciles
de aceptar de Durkheim (incluyendo la más irri­
tante de todas, el alma, mentalidad o conciencia
colectivas) sólo parecen extrañas cuando no se las
contempla dentro del contexto de la continua tra­
dición pascaliana en la vida intelectual francesa.
Hay, nos dice Pascal, dos verdades constantes e
inviolables:
“Una es que el hombre en el estado de su creación, o
en el estado de gracia, es elevado por sobre toda la na­
turaleza, hecho igual a Dios y participando de Su divinidad.
La otra es que en el estado de corrupción y pecado ha
caído de ese primer estado y se ha vuelto como las bes­
tias . . . Pensemos que la condición del hombre es doble . . .
a menos que comprendamos la dualidad de la naturaleza
humana seguiremos desconociendo irremediablemente la ver­
dad sobre nosotros mismos.”
Para evitar esta dualidad de la existencia, fuente de
sufrimientos permanentes, y el agobiante choque
entre los instintos bestiales y la conciencia moral, el
hombre tiene que aferrarse a Dios: someterse, vo­
luntaria y fervorosamente, a Su gracia divina.
“La conversión verdadera consiste en aniquilarse ante
ese Ser universal al que tantas veces se ha irritado, y que
os puede perder legitimamente en cualquier momento; en
reconocer que nada se puede sin él, y que nada se ha me­
recido de él sino su disfavor. . . ‘El que se junta con
el Señor, un espíritu es’. Nos amamos porque somos
miembros de Jesús Cristo. Amamos a Jesús Cristo porque
es el cuerpo del que somos miembros. Todo es uno,
uno es en el otro . . .14
Durkheim “secularizará” a Pascal: “Amar a la
sociedad es amar al mismo tiempo algo que está más
allá de nosotros y algo que está en nosotros. No
podemos desear ser libres de la sociedad sin desear
terminar nuestra existencia como hombres” .15 En
Pascal, la sociedad era personificada. En Durkheim
fue cosificada. En ambos casos permaneció deificada.
Durkheim introdujo el concepto de sociedad so­
bre la base de su definición. Con su esencia rota en
trozos que no puede reconciliar por sí mismo, el
hombre sólo se humaniza cuando se somete a la so­
ciedad. La única manera de definir “ser humano”
es refiriéndose a la definición actualmente impuesta
por una sociedad dada. La afirmación “ésta es una
sociedad mala” no es expresable con la lógica de
Durkheim; la sociedad puede ser ineficiente, defec­
tuosamente organizada, como ocurre en el caso de
la anomia. Pero la sociedad no puede ser mala;
cómo podría serlo si es el fundamento, medida y
autoridad únicos en que se basa la moral, el conoci­
miento del bien y del mal. “Es imposible desear una
moral que no sea avalada por la condición de la so­
ciedad en un momento dado. Desear una moral que
no sea la indicada por la naturaleza de la sociedad es
negar a ésta y, por consiguiente, a sí mismo”. No
existe una escala de valores separada, independiente,
con la cual la moral sancionada por una sociedad
pueda ser medida y evaluada, y por lo tanto carece
de toda lógica la afirmación “esta sociedad es mala”.
El hombre entonces sólo es un ser moral como re­
sultado de su obediencia a su sociedad. La confor­
midad social y la humanidad se combinan.
La alternativa no es una “sociedad mejor” (esto
no tendría significado) sino una involución hacia la
vida animal.
“Imagínese a un ser liberado de toda coerción externa,
un déspota más absoluto aún que aquellos de los que nos
habla la historia, un déspota que ningún poder externo
es capaz de restringir o influir. Los deseos de ese ser son
irresistibles por definición. ¿Deberemos entonces decir que
es todopoderoso? Por cierto que no, puesto que él mis­
mo no puede resistir sus deseos. Son sus señores, como
lo son de todos los demás. El se somete a ellos, no los
domina.”
La elección es entonces entre dos clases de no-
libertad: la animal y la humana. Este es el signifi­
cado de la “sumisión liberadora” al dominio de la
sociedad. Al someterse, los hombres sacrifican sólo
la parte inferior, la libertad animal, lo corrupto
—como diría Pascal— de su personalidad. En lugar
de ello se les da la oportunidad de desarrollar su
parte humana en la única forma asequible de hu­
manidad, la forjada por el grupo particular en el
cual es adquirida.
Ahora bien; hacerse humanos no es necesariamen­
te un deseo inherente a los hombres. Es un asunto
demasiado serio para ser dejado a la elección libre
de los individuos. Como lo diría Rousseau, los
hombres “deben ser obligados a ser humanos”, o
con las palabras de Durkheim, “una sociedad no
puede crearse ni re-crearse sin crear al mismo tiem­
po un ideal”. Y el hombre “no podría ser un ser
social, esto es, no podría ser un hombre, si no hubiera
adquirido” ese ideal.16 Al ser coextensiva con la
moral, la sociedad es el bien encamado y simultá­
neamente su juez supremo, y tiene el derecho (el
derecho moral, podríamos decir) de obligar a sus
miembros a una existencia moral, ergo humana,
haciéndolos vivir de acuerdo con sus normas mora­
les, lo deseen o no los individuos particulares. En
Odiseo y los cerdos, o el malestar en la cultura, León
Feuchtwanger hace una profunda reflexión sobre
la posibilidad aterradora de que los marineros de
Odiseo, transformados en cerdos por la traicionera
Circe, se encontraran a gusto en su nueva situación
y se negaran a volver a la forma humana. Según el
pensamiento de Durkheim las cosas podrían fácil­
mente haber sido de esa manera sin que ello soca­
vara para nada la “necesidad” de la sociedad o
cuestionara su legitimidad moral. Lejos de ser un
bastardo del prejuicio humano y un carcelero de la
mente del hombre, la religión proporciona el mejor
modelo del ejercicio correcto de esta incuestionable
legitimidad moral. Toda vez que la “intervención
del grupo”, cuyo resultado consiste en imponer
“uniformemente a las voluntades e inteligencias par­
ticulares” un tipo de pensamiento y acción, toma
forma de ritual religioso, “no se trata ya de una
cuestión de ejercer una coerción física sobre fuerzas
ciegas y, por otra parte, imaginarias, sino más bien
de llegar hasta las conciencias individuales, tonifi­
carlas y disciplinarlas”.17 Según Irving Hallowell, en
una sociedad técnicamente sana que funcionara ideal­
mente, los hombres “querrán actuar como tienen
que actuar y al mismo tiempo encontrarán gratifi­
cación al actuar de acuerdo con los requerimientos
de la cultura”.18 O como dice Fromm, las necesi­
dades sociales se transmitirían a los rasgos caracte-
rológicos.19
Por una curiosa distorsión de perspectiva, se llegó
a aceptar universalmente, en las versiones folklorís-
ticas de Durkheim, que su principal postulado me­
todológico era que las ideas son cosas y deben
explorarse como tales. Formulado de tal manera,
extraído literalmente pero fuera del contexto de
los escritos de Durkheim, ese postulado suena como
cualquier otra profesión de fe positivista: un lla­
mado para estudiar lo social del mismo modo en
que el naturalista investiga la naturaleza. Pero no
es ése el significado que le otorga la lógica de la
preocupación teórica de Durkheim. Antes de pre­
guntarse cómo debían ser estudiadas las cosas hu­
manas, Durkheim había explorado su naturaleza.
La inspiración original, el trampolín de todo el sis­
tema teórico de Durkheim, surge del problema que
Comte había dejado de lado por considerarlo obvio
y sin dificultades: ¿qué es ese algo, que no existe
en la naturaleza no humana pero que enfrenta a los
seres humanos con el poder avasallador característico
de las cosas naturales? ¿Qué es ese algo, que es
experienciado con la firmeza y resistencia de las cosas
y sin embargo carece de las características que so­
lemos predicar de las “cosas ordinarias” ? La respues­
ta —una respuesta realmente importante— fue:
las ideas. Las ideas están frente a nosotros como si
fueran cosas. Este postulado, que se presentaba como
revolucionario, de que las ideas deben ser tratadas
como cosas en el curso de la investigación científica,
se infería con una automaticidad virtualmente tau­
tológica: las cosas, por supuesto, debían ser estudia­
das como cosas; y como se ha visto que existe una
subclase de cosas que consiste en ideas socialmente
fundamentadas, el más simple de los silogismos
lleva a la conclusión: las ideas debían ser estudiadas
como cosas. Durkheim no se preocupó por probar
la premisa mayor (el sentido común le otorga un
status axiomático), ni tampoco la conclusión (que
no requiere prueba alguna dado que se deduce de
sus premisas de acuerdo con las reglas de la ló­
gica) . Su atención, en cambio, se centró en la
premisa misma: algunas cosas son ideas, y trabajó
duramente para probario. La característica distinti­
va de la sociología de Durkheim —que fue adoptada
y absorbida por la mayor parte de la sociología del
siglo veinte—, consistió en descodificar la experiencia
de la “naturaleza segunda” como un conjunto de
ideas comúnmente sostenidas que se imponen a sí
mismas con fuerza invencible en virtud de que defi­
nen el significado de ser humano, moral y bueno.
Esta idea central de la sociología de Durkheim
fue más tarde presentada (en lo que quizás sea una
versión modernizada pero susceptible de inducir a
confusión) como una concepción según la cual lo que
integra la sociedad en un sistema que enfrenta
al individuo, sistema que se manifiesta como una
fuerza superior y autónoma, es la lealtad universal
al denominado “agregado central de valores” —un
tipo higiénico y desinflado de “conciencia colectiva”.
Reducida a su mera esencia y purificada de la jerga
que oscurece tal esencia, la idea se vuelve notable­
mente simple (al par que pone de manifiesto su
autolimitación, que de otro modo permanecía es­
condida) : la sociedad, al ser así el único marco para
la existencia humana del homo sapiens, es por lo
tanto la conformidad de sus miembros con esos idea­
les centrales anclados en la sociedad. Por ende, es a
causa de esa conformidad que la sociedad no
desaparece. Y esto es bueno y deseable. (Tomemos
en cuenta, anticipándonos a'l examen posterior, dos de
las autolimitaciones de ese razonamiento. Primero, la
existencia de la sociedad está al servicio de las nece­
sidades antropológicas, las necesidades de los hom­
bres como miembros de la especie humana; de ahí
que, por definición, es extra-histórica y extra-par­
tidaria. Segundo, la necesidad justificada de “una”
sociedad ha sido tácitamente identificada con la
necesidad de “la” sociedad, esa sociedad que define
en el momento el significado de ser humano. Por
supuesto, esta sociedad específica es un fenómeno
histórico. Ahora bien, por haberlo relacionado con
una necesidad antropológica, extra-histórica, esta
perspectiva teórica presenta lo histórico como lo na­
tural. No tanto mediante una afirmación explícita
a propósito, sino negando la posibilidad de definir
el significado de “ser humano” en términos no pro­
porcionados y legitimados por la sociedad que existe
contemporáneamente).
La historia de gran parte de la sociología post-
durkheimiana se redujo a una crítica inmanente de
esta respuesta simple, quizás simplista, a la cuestión
acerca de la naturaleza del poder coercitivo de la
sociedad. Los sucesores de Durkheim no podían se­
guir satisfechos durante mucho tiempo con la gene­
ralidad de la respuesta de Durkheim, del mismo
modo en que éste no pudo por cierto aceptar la
generalidad de la de Comte. Por eso trataron de
disecar, cortar y dividir el “agregado central” en sus
partes constituyentes, inexploradas por Durkheim,
y de poner al descubierto la morfología de la as­
cendencia de los ideales centrales sobre los individuos
humanos. Esta crítica era inmanente, pues ni una
vez fue cuestionado el pilar central de la sociología
de Durkheim: lo que es “como cosas” en la “socie­
dad” moldeada por la experiencia son las ideas, y
en consecuencia la sociedad que subsiste como tal
es en primer término algo que ocurre en el espacio
que se extiende entre las mentes. Tampoco se pre­
guntó nunca cuál era el precio de “ser humano”
definido de esa manera.
Para dar sólo los ejemplos más originales y so­
fisticados de la crítica inmanente, consideremos las
modificaciones del tema central introducidas por
Shils, Parsons y Goffman.
Shils no niega el papel de los ideales centrales
(valores) en la sustentación y mantenimiento del
todo social; pero postula que para que sea efectivo
su impacto coercitivo sobre la conducta de los indi­
viduos deben intervenir otros factores a los que
Durkheim prestó poca o ninguna atención. Sugiere,
por lo tanto, que el dominio mental de la sociedad
sobre los individuos posee una estructura que restrin­
ge en dos sentidos, y esto lo expresa con propiedad en
el concepto de centro y periferia. El sistema central
de creencias de una sociedad —dice Shils— es una
abstracción de alto nivel a la que sólo cabe llegar
mediante un análisis filosófico muy exigente. Pero
las personas comunes no son filósofos; y en conse­
cuencia la presencia inmediata de valores centrales
sólo les es dada en ocasión de ceremonias relativa­
mente escasas. Mientras esos acontecimientos duran,
la adhesión emocional masiva a los valores centrales
alcanza un grado alto, la lealtad se ve renovada,
consolidada y reforzada, pero no se traduce necesa­
riamente en preceptos mundanos aplicables a la
rutina diaria y por lo tanto capaces de proteger
la continuidad cotidiana. Son los lazos personales,
los vínculos primordiales (como el parentesco o las
lealtades de casi-parentesco) y las responsabilidades
parciales de los diversos cuerpos colectivos, lo que
asegura el mantenimiento de los valores centrales
por la actividad institucionalizada y rutinaria de la
multitud de los hombres, en mayor grado que las
creencias evocadas ceremonialmente. En efecto, es
la trama densa de las relaciones estrechas (cara a
cara o formalizadas y vinculadas con roles) y las
tareas que deben realizarse de inmediato, lo que
canaliza la conducta humana rutinaria de manera
que concuerde con los valores centrales, mientras
éstos siguen en sí mismos no evidentes y aun invisi­
bles desde las perspectivas de los hombres comunes.
De esta manera la imagen de la integración social,
que para Durkheim debía abarcar toda la sociedad,
es condensada por Shils en el núcleo central del sis­
tema social. Es sólo esta esfera central lo que cons­
ciente y claramente sostiene los ideales básicos de la
sociedad y es sostenida por éstos. La esfera periférica
no está amarrada con fuerza al núcleo central por la
lealtad ideológica, sino unida frágilmente a éste por
numerosos vínculos personales y no-tan-personales.
Los lazos que mantienen unida a la sociedad en
sus diversos aspectos son en consecuencia diferentes,
pero todos son producto del mismo tejido de ideas.
Shils destaca que el concepto de “ideales centrales”
es una explicación insuficiente de la persistencia de
la “realidad social”. Pero los otros conceptos que él
introduce para apoyar y complementar el legado
de Durkheim están hechos con el mismo material,
y el postulado “algunas cosas son ideas” sigue en
plena vigencia. Para que la sociedad pueda sobre­
vivir basta con que sean absorbidos pequeños frag­
mentos de los ideales centrales; pero deben ser
apuntalados por muchos otros ideales, como la leal­
tad familiar u organizacional (todos los cuales son,
por supuesto, ideas que actúan como cosas), para
poder cumplir sus funciones.
El cuadro de la estructura de múltiples vínculos
de la superioridad-basada-en-el-valor de la sociedad
(que Shils encontró en el estudio que hizo de los
prisioneros alemanes durante la guerra, publicado
en 1957 en el British Journal of Sociology) fue tra­
zado con mayores detalles por Talcott Parsons en su
teoría de los niveles de organización de la estructura
social.20 Como sabemos, toda la teoría parsoniana
de la sociedad está organizada en tomo del con­
cepto de patrones normativos obligatorios, cuya in­
fluencia coercitiva sobre la conducta individual es
lograda y sustentada continuamente por el esfuerzo
conjunto del “mantenimiento del patrón y manejo
de la tensión” (acción preventiva y penal contra la
desviación e inducción positiva de conducta adap­
tada) y la “integración” (sobre todo procesos común­
mente descriptos bajo él rubro de socialización). Los
patrones normativos, al igual que en Durkheim, re­
flejan las exigencias del todo social; se refieren
específicamente a esos aspectos de la conducta indi­
vidual que son importantes para el bien común y
que deben ser cuidados para que la sociedad sobre­
viva. Sólo cuando logra subordinar las acciones in­
dividuales a los patrones normativos, puede la so­
ciedad crear un ambiente viable en el cual es posible
la acción social. Podría decirse que los patrones
normativos especifican las condiciones necesarias y
más generales de la existencia social. En su teoría
de la organización jerárquica de la estructura social
Parsons formula la diferencia esencial entre su no­
ción de patrones normativos y los ideales durk'hei-
mianos incorporados en el “alma colectiva” . Los
patrones normativos no necesariamente se refieren
a los objetivos colectivos, sociales, a la necesidad
de mantener la cohesión, la cooperación comunitaria,
etcétera. Su estructura jerárquica los lleva precisa­
mente a apuntar en último término en esa dirección;
pero sobre todo en sus ramificaciones más bajas, más
específicas y particularistas, pueden muy bien es­
conder ese blanco final, visible solamente cuando
se lo mira desde arriba.
“Los valores más generales del nivel superior están ar­
ticulados en niveles sucesivamente más bajos, de modo
tal que las normas que gobiernan las acciones específicas en
el nivel más bajo puedan ser formuladas. . . En los ni­
veles más bajos, las normas y los valores sólo se aplican
a categorías especiales de unidades de la estructura social, a
menos que se trate de las normas más generales para todos
los ‘buenos ciudadanos’ y por lo tanto estén principal­
mente incluidas en términos de una referencia a la per­
sonalidad.”
De este modo las normas más generales y decisi­
vas, que importan directamente para la supervi­
vencia de la sociedad, son enunciadas sucintamente
de una manera secular y mundana. La estructura
imponente del sistema social puede sostenerse sin
apelar explícitamente a sanciones sagradas. Está
apuntalada por la observancia rutinaria y habitual
de costumbres comunes más que por la internaliza-
ción universal de más elevadas y abstractas articula­
ciones del núcleo central de valores y la lealtad hacia
éste. En efecto, el individuo bien puede no tener
conciencia de las consecuencias sistemáticas, más
remotas, de su conducta diaria. Desde su situación
poco ventajosa sólo una o dos ramas y una docena
de vástagos pueden ser visibles, mientras que el res­
to del árbol escapa a su visión sin perturbar d des­
envolvimiento fácil de su rutina cotidiana. Le co­
rresponde al analista social reproducir teóricamente
el tejido de las pautas normativas ensambladas, hacer
explícita su función implícita, demostrar cuán indis­
pensables son para la acción social y la existencia
social de los seres humanos. Reconocemos aquí el
papel tradicional del sacerdote: el intérprete de la
intrínseca aunque escondida sabiduría de la Crea­
ción, el predicador de que el bien consiste en el
sometimiento y la alegría que cabe derivar de
la necesidad aceptada con entusiasmo. El principio
escolástico ens et bonum convertuntur suministra el
adhesivo para los eslabones más débiles de la teoría:
no se puede concebir la existencia sin la sociedad,
y por lo tanto es bueno que la sociedad sobreviva; y
sólo puede sobrevivir cuando se asegura el consenso.
Este consenso es trabajosamente logrado reuniendo
trivialidades aparentemente insignificantes. Debemos
entonces aprender a ver a través de ellas, a perci­
bir razones elevadas en rutinas inferiores, funciones
vitales en comezones molestas, lo noble en lo servil.
El efecto de la “jerarquización del consenso” par-
soniana —su vinculación de los preceptos más estre­
chos con la supervivencia de la sociedad, su firme
suposición de que puede demostrarse en principio
que cualquier demanda específica proveniente desde
“afuera” de los motivos y fines del actor, por difícil
e increíble que pueda parecer deriva de las exi­
gencias más cruciales para la supervivencia de la
sociedad— equivale a una gran consagración y enno­
blecimiento, de una manera verdaderamente leibni-
ziana, de todo lo que se experiencia como real en la
vida social, aun sus aspectos más desagradables.
El supuesto común a Durkheim y Parsons es que
para que pueda ser posible de algún modo una ac­
ción significativa (humana, en el caso de Durkheim;
efectiva, en el caso de Parsons) los mismos patrones
normativos o ideales deben motivar y limitar la
conducta de todos los individuos que participan de
la acción. Para decirlo con las palabras de W. I.
Thomas, con quien muchas veces reconoce Parsons
su deuda intelectual, lo necesario es “una organiza­
ción grupal incorporada en un esquema socialmente
sistematizado de conducta impuesto como reglas so­
bre los individuos” (The Polish Peasant in Europe
and America). La acción humana ordenada, plani­
ficada, organizada, efectiva —y por cierto libre—,
se funda en la imposición exitosa de patrones ins­
titucionalizados (aun cuando se materialicen a tra­
vés de la psique de los factores individuales siguen
constituyendo una realidad externa, una “naturale­
za segunda” desde el punto de vista de los actores)
que son, en efecto, imperativos, e inevitables dentro
de los límites de la acción deseada. Es esta “natu­
raleza segunda” indomable lo que protege la com-
plementaridad de las expectaciones, condición fun­
damental de la acción humana.
“En la interacción hay una doble contingencia inheren­
te. Por una parte, las gratificaciones del ego son contin­
gentes respecto de la selección del ego entre las alter­
nativas asequibles. Pero a su vez la reacción del alter será
contingente respecto de la selección del ego y resultará
de una selección complementaria por parte del alter. A
causa de esta contingencia doble, la comunicación, que
es la condición previa de los patrones culturales, no podría
existir sin la generalización a partir de la particularidad
de las situaciones específicas (que nunca son idénticas
para el ego y el alter), y sin la estabilidad de significado
que sólo puede conseguirse mediante “convenciones” ob­
servadas por ambas partes.” 21
A través de toda su obra Parsons recurre al mie­
do pan-humano de la incertidumbre, la impredeci-
bilidad, lo extraño, lo extraordinario y lo asombroso.
Este miedo, en gran medida un fenómeno antro­
pológico (puesto que se encuentra asociado inexo­
rablemente con todas las acciones del hombre),
tiene dos vertientes: el terror de que las “cosas”
enloquezcan y respondan al manejo rutinario y dies­
tro de una manera inusual e impredecible, y el ho­
rror de las “personas” que siembran confusión en
todas las expectaciones al utilizar un código simbólico
ilegible o atribuir significados inescrutables a signos
conocidos. La sociedad articulada coherentemente
promete que ese miedo habrá de desaparecer. Ofrece
libertad del miedo a cambio de conformidad con
“las convenciones”.
Una de esas convenciones y en este sentido de
gran importancia, es la división de roles y su tra­
tamiento diferencial. Los requerimientos de un rol
son por lo general evidentes. Ponen de manifiesto
las respuestas esperadas a estímulos ordinarios. Cuan­
do son conocidas por ambos protagonistas de una
interacción, proveerán la “estabilidad de significado”
buscada durante el intercambio. Los protagonistas
inician su interacción “prefabricada”, procesada por
la sociedad, con los significados de sus actos firme­
mente unidos de antemano a sus acciones posibles,
como pertenencias del rol asumido. Los significados
no son negociables, están dados desde el comienzo
o algún tiempo antes dtíl comienzo, y el único re­
sultado de una desviación será una distorsión de la
comunicación. Pero entonces inmediatamente volve­
rán los temibles espectros de un mundo desordenado
e impredecible. Esos espectros son mantenidos a una
distancia segura sólo en la medida en que cada cual
se atiene al rol que le ha tocado en suerte; y la
aceptación total de la parte de uno en la distribu­
ción esencialmente desigual de las recompensas que
la sociedad es capaz de ofrecer, es la conditio sine
qua non de un mundo ordenado.
Este atractivo de la versión parsoniana de Durk­
heim puede atribuirse a la solución sobremanera
fácil que le proporciona al incómodo sentimiento de
incertidumbre provocado por la opacidad de la con­
dición humana. La docilidad es efl único precio que
el hombre debe pagar por la seguridad; y las mercan­
cías (sólo si todos los demás respetan sus deudas) serán
seguramente entregadas contra pago. Al mismo tiem­
po los costos de la insolvencia han sido elevados a
alturas nebulosas; la elección es ahora entre orden
y caos, seguridad y pandemónium, puerto tranquilo e
inexploradas aguas tempestuosas. Frente a tal op­
ción es más fácil permanecer dócil y aceptar la par­
te que le corresponde por inferior e injusta que pueda
parecer. No parece existir alternativa alguna. El mo­
delo parsoniano de la “naturaleza social” suprime
la alternativa, que es la función distintiva más
importante de todas las ideologías conservadoras do­
minantes. Al presentar esta supresión como esencial­
mente un asunto de valores que la gente respeta y
obedece, Parsons les da fuerza lógica y convincente
a las atracciones ideológicas: la idea es armonizada
con la fórmula establecida de sabiduría y legiti­
midad.
La coerción es necesaria —éste es el mensaje cen­
tral de la teoría parsoniana. Posee, sin duda, cierta
cualidad de seguridad, como inevitablemente lo tie­
ne cualquier enunciado apoyado por la ciencia que
reafirma conjeturas intuitivas del sentido común. La
línea sociológica Durkheim-Parsons es una elabora­
ción de los temas principales de la experiencia del
sentido común, y la única elaboración inteligible
dentro del marco de tal experiencia. Cuando la si­
tuación vital de los hombres está constituida por el
intercambio mercantil considerado como único me­
canismo mediante el cual pueden alcanzarse condi­
ciones de supervivencia individual, el individuo no
puede sino continuar tratando de reorganizar su
ambiente social de acuerdo con sus intereses y de­
seos consiguientes; pero de la misma manera pro­
cederán todos los demás. El mundo que resulta de
ello será en el mejor de los casos técnicamente
indefendible, en el peor un infierno pintado por un
surrealista, si no fuera por alguna u otra forma de
coerción. Podría decirse que esta libertad de tipo
mercantil requiere la coerción como complemento
necesario; sin ella, nunca proporcionaría condiciones
suficientes para la supervivencia de la sociedad o del
individuo. El mensaje de Parsons no es por lo tanto
una mentira. Por lo contrario, parece ser una des­
cripción fiel y escrupulosa de la sociedad tal como
es y la conocemos. En el grado en que vivimos y
queremos seguir vivos en una sociedad organizada,
“una estructura-de-oportunidades para la realización
de un individualismo egoísta”,22 vemos como una pe­
sadilla (y llamamos “ley de la jungla” ) la ausencia
de un poder suficientemente coercitivo para dominar
el mismo egoísmo individualista que nos esforzamos
por satisfacer. Si existe una contradicción entre esos
deseos, de ningún modo es causada por las fragilida­
des de la razón humana y no puede ser corregida
mejorando la lógica humana. En realidad es el
reflejo de una incompatibilidad genuina entre man­
datos igualmente poderosos de la situación existencia!
—una situación para la cual no ihay una salida bue­
na o carente de ambigüedad. Y entonces la coer­
ción es inevitable. La única elección posible dentro
del contexto del mercado institucionalizado será
entre la coerción “dura” y la “blanda”. Por lo me­
nos desde Kant hemos sido muy escrupulosos en la
distinción entre la compulsión que viene “desde afue­
ra” y la que viene “desde adentro”, y en evaluarlas
diferentemente. Preferimos la coerción internalizada
a la brutalmente externa que apela a la fuerza fí­
sica donde fracasa el adoctrinamiento. En tal sentido,
Parsons nos ha dado una descripción de la sociedad
buena: una descripción que cabe considerar realista
porque no trasciende los horizontes del presente, pero
que nos presenta la sociedad tal como podría ser
más que la sociedad que es. La sociedad de Durkheim-
Parsons se funda por entero en la coerción “blanda” ;
es una sociedad exitosa que gracias al triunfo de su
poder moral puede renunciar a su fuerza, física. Esta
sociedad puede considerarse como la proyección utó­
pica del principio del mercado liberal. Por esa razón,
aun cuando elimina las alternativas de ese principio
del margen de las opciones consideradas como fac­
tibles y susceptibles de defenderse de una manera
ilustrada, podría desempeñar un papel crítico im­
pulsando hasta sus límites accesibles la humanización
de una condición esencialmente inhumana. Trá­
tase en consecuencia de una actitud “reformadora
dentro de un marco conservador”, incrustada y
codificada en una visión de la realidad social que
propone cierta coerción como inevitable, pero como
superfluas otras formas de coerción más desagrada­
bles. Su aspecto utópico puede ponerse de relieve
cuando la gente enfrenta la más desagradable al­
ternativa luchando por la realización; de ahí el elogio
del “durksonianismo” * provocado por el descu­
brimiento de los horrores nazis y stalinistas; y la
aceptación del “durksonianismo” por el movimiento
intelectual intermedio, moderadamente crítico, mo­
deradamente conservador, en los países comunistas
de Europa oriental.
Pero hay otra versión del lenguaje propio de
Durkheim que lleva hasta sus límites la crítica in­
manente de la “conciencia colectiva” al poner de
manifiesto la opresividad que contiene aun la forma
“blanda” de coerción. Fue Goffman quien atacó
abiertamente el “modelo del escolar” que ciñe por
debajo la imagen de la sociedad como una institución
de enseñanza-aprendizaje con una modesta capa de
medidas correctivas. Goffman pone en ridículo ese
modelo describiéndolo así:
“Si una persona desea mantener una particular ima­
gen de sí misma y basar en ella sus sentimientos, deberá
trabajar duramente para alcanzar los créditos con los
cuales podrá comprar esa autoestima; pero si procura lograr
objetivos recurriendo a medios inadecuados, engañando
o robando, será castigada, descalificada de la carrera, o
por lo menos se la obligará a volver a empezar todo desde
el comienzo.”

* El autor emplea los términos “durksonianismo” o teo­


ría “durksoniana” para referirse a una posición sociológica
que combina las que según él son las tesis básicas de las
teorías de Durkheim y de Parsons. [T.]
Cabe discernir con facilidad detrás de esta des­
cripción la noble concepción de la sociedad como
una fuerza moral, principalmente humanizadora, que
tanto la poesía de Durkheim como la prosa de Par­
sons promovieron. En el durksonianismo, la confianza
mutua basada en la integridad y la veracidad es el
“limen” hacia el cual la sociedad se esfuerza por
llegar y sus instituciones procuran alcanzar. Si algo
es suprimido en el camino, son los instintos animales
y el egoísmo asocial de los individuos, que son trai­
cioneros e indignos de confianza hasta que no hayan
sido objeto de un tratamiento social reformador. Sin
la sociedad los hombres son rudos, crueles y desho­
nestos; el poder coercitivo de la “conciencia colectiva”
(o conjunto de valores centrales) los convierte en
seres morales.
No es así, dice Erving Goffman. Apenas destruido
el manicomio del maccarthysmo, Goffman se apresu­
ró a formular el inquietante descubrimiento de su
generación: hasta qué punto puede desequilibrarse
una sociedad cuando es avasallada por el celo de su
misión moralizadora. Este descubrimiento le propor­
cionó a Goffman su principal y tal vez único tema,
al cual volvió obsesivamente una y otra vez en toda
su obra. La nueva experiencia estaba allí, lista para
ser traducida a palabras. Pero de acuerdo con el
viejo hábito de sociologizar olvidando a la historia,
Goffman hizo algo más: promovió los descubrimien­
tos intuitivos de una generación al grado de modelo
general de sociedad. Lo que había sido hecho por
seres humanos remendando su historia, fue pulido co­
mo otra faz de la “naturaleza segunda” .
Goffman nos dice que la libertad que el individuo
puede poseer no se obtiene gracias a la sociedad, sino
a pesar de la dominación obstruyente de ésta. El
punto central de la relación individuo-sociedad no
es, como el durksonianismo querría hacernos creer, la
feliz y compensadora, aunque controlada por la so­
ciedad, inmersión de la persona en las refrescantes
y purificadoras aguas humanizantes de ideales y
consejos socialmente sustentados. Es más bien el pre­
cario y riesgoso arte de someterse, o pretender so­
meterse, a un reducido modicum de obligaciones
sociales, tan reducido como sea humanamente posi­
ble, para que se le permita a uno aprovechar su
existencia virtual y siempre solitaria. O tra vez en
marcada oposición con el durksonianismo, la sociali­
zación es el precio que se paga por una emancipación
temporaria de una vigilancia social insoportable, an­
tes que el camino hacia una existencia humana plena
y auténtica. La sociedad y el individuo, lejos de imi­
tar al maestro bondadoso y su alumno aplicado, se
parecen mucho a dos comerciantes astutos y male­
volentes que sospechan el uno dél otro. Sin embargo,
ellos no llegarán al punto de aniquilar al otro o
clausurar su propiedad; lo necesitan en la medida
en que tratan de estafarlo para despojarlo de lo
mejor. Entrelazados para siempre en su equívoco
odio-amor, se conformarán ciertamente con un arre­
glo que mantenga a la otra parte a una distancia
segura, y aceptarán gustosamente como condiciones
de armisticio la promesa del otro de comportarse
como “conviene comportarse”.
“Si la persona está dispuesta a someterse al control
social informal —si está dispuesta a descubrir a base de
sugerencias, miradas y señales tácticas, cuál es su lugar y
mantenerlo— no cabe hacer objeción alguna a que arregle
su lugar a su gusto, con todo el confort, la elegancia y la
dignidad que le permita su ingenio. . . La vida social
es una cosa ordenada y coordinada porque la persona
voluntariamente se mantiene alejada de lugares, temas y
momentos en los cuales no se la desea, y que podrían
desacreditarla si se acercara a ellos.” 23
Y así la sociedad sigue siendo la “dura realidad”
que confronta al individuo con da obstinación e im­
permeabilidad de las cosas, pero más que una rea­
lidad de principios éticos imponentes se trata de una
pila de convenciones y excusas, falsos pretextos y
mentiras piadosas. La sociedad que nos presenta
Gofíman es como una estafa gigantesca, compuesta
por una multitud de imposturas enfermizas y juegos
secretos. Es un sistema seudo-moral en el cual la
mayoría de los individuos están atados con las cuer­
das de devociones vergonzosas y actos ficticios. En
ella cada uno pretende hacer algo que no hace ni
quiere hacer. La sociedad es de esta manera rebaja­
da al nivel inferior desde el cual se esforzaron por
elevarla Durkheim y Parsons. Se la reduce una vez
más a mera coerción, a la negatividad eo ipso, a un
conjunto de carteles indicadores de fronteras y no
de indicadores de caminos, que tiende a imponer
voluntad para desistir de la acción antes que volun­
tad para actuar. El poder de la sociedad es man­
tenido por la conformidad masiva de los individuos
—y nada hay aquí que se aparte del axioma del
durksonianismo. Para Goffman la sociedad funciona
porque la multitud de seres humanos permanece
obedientemente en el lugar al que se les ha dicho
que pertenecen, usan con agrado la máscara que les
ha ofrecido la sociedad y de vez en cuando emiten
ruidos correctos que indican que aman la máscara
y no la cambiarían por nada. “Quizás el principio
básico del orden ritual no es 'la justicia sino la cara”.
En efecto, poco queda del romance lírico de la
bestia ennoblecida o de la e p o p e y a del monstruo
afectivo que se vuelve racional. Lo que queda de
la realidad social, lo que el individuo debe todavía
escrupulosamente aprender y observar, lo que aún
se le prohíbe desafiar, lo que se le presenta como
una realidad no infringible, dura y objetiva, es un
conjunto particular de reglas que rigen las negocia­
ciones para lograr una cara y establecer las fronteras
del dominio privado. Esas reglas se refieren a la
comunicación interhumana, a la manera en que
se la hace significativa y efectiva, pero no al conte­
nido del mensaje. Son las reglas del juego, no las
creencias, el elemento adhesivo del sistema social
de Goffman.
Lo que se intercambia en los encuentros humanos
y se combina en un proceso llamado “sociedad”, son
impresiones antes que mercancías. Los asociados se
dan entre sí claves que ayudan al alter a localizar
a su protagonista sobre el mapa cognitivo. La locali­
zación parece ser lo importante, y no los otros be­
neficios más tangibles que pueden derivarse de la
interacción. Aunque Goffman nunca lo dice con
tantas palabras, cabe suponer que lo que los hombres
buscan sobre todo es certidumbre cognitiva y la
seguridad emocional que la acompaña. El infierno
es el Otro, podría decirse con Sartre; la mera pre­
sencia del Otro vuelve problemática mi propia
“quiddidad” [“whatness”], cuestiona la consoladora
cualidad de obvio y dado de mi existencia, y me
compromete, elimina cosas que yo más bien conser­
varía para mí mismo. El sentimiento de una vi­
gilancia constante por el Otro, de mi ser vigilado,
espiado, evaluado, es una fuente de miedo constante.
La sociedad nos ayuda: abre un gran almacén de
máscaras y disfraces protectores, de atavíos engaño­
sos detrás de los cuales podemos escondernos, ha­
ciendo de ese modo que nuestra propia quiddidad
le resulte opaca e impenetrable al ojo indeseable.
Desde el espacio abierto de la verdad y la autentici­
dad huimos a la segura tienda del circo, donde cada
uno pretende ser otro, y sabe que los otros no son
lo que parecen ser, pero nadie se preocupa ya por lo
que ellos “realmente” son. Una vez que se ha puesto
la máscara del payaso, la gente está decidida a ob­
tener el mayor placer posible de la simulación.
Si tenemos que jugar el juego, juguémoslo a lo
grande.
Lo que el individuo ofrece así en la interacción
son expresiones. De las dos clases de expresión —la
expresión que él da y la expresión que “emana” de
él— la segunda, que “implica un amplio ámbito de
acción que los otros pueden considerar como sin­
tomática del actor, pues se espera que la acción fue
ejecutada por razones diferentes a la información
transmitida de esa manera”,24 llegó a desempeñar
en los escritos de Goffman un papel cada vez más
importante —como lo hace, en su opinión, en la
vida social misma. No es suficiente ser X y com­
portarse del modo en que la gente espera que X
se comporte; también tiene uno que convencer a los
otros que él ciertamente se comporta como un X,
que él “es” X . La segunda necesidad llega a super­
ponerse a la primera; de hecho parece que la eli­
mina o que por lo menos se independiza de ella. La
opinión de que la segunda ha sido construida sobre
el fundamento sano de la primera (transmitir y
difundir esa opinión es la verdadera intención de
la segunda categoría de expresiones) refleja, una vez
más, designios fingidos antes que una conexión nece­
saria. En realidad, sobresalir en la primera expresión
no es una condición suficiente de éxito cabal; más
aún, ni siquiera es la condición necesaria de ése. La
ostentación es un arte particular en los encuentros
sociales y tal vez el único arte que mantiene en equi­
librio la delicada trama social. (Como resultado, lo
llamado “realidad social” se le manifiesta al indivi­
duo no sólo como inmanejable sino también im­
penetrable. Es cierto que él procura entrar a través
de las máscaras que cubren las caras de sus asocia­
dos en el drama de la vida, pero las simulaciones
se han ido acumulando unas sobre otras formando
columnas; entonces, por más que se esfuerze por
llegar a lo “más profundo”, descubre, como lo
descubrió dolorosamente Peer Gynt de Ibsen, que la
cebolla no tiene un “núcleo duro” sino sólo una ca­
pa tras la otra. Las imágenes de Goffman tratan de
explicar no sólo por qué experienciamos a la “socie­
dad” como una realidad, sino también por qué esta
realidad es opaca e impenetrable para nuestros ojos.
Nos quedamos con la impresión de que la sociedad
tiene que seguir siendo así para poder sobrevivir. El
juego de las simulaciones es la esencia de todas
y cada una de las relaciones sociales. El esfuerzo
por despejar la niebla sólo producirá, en el mejor
de los casos, una interminable cadena de aproxima­
ciones.
Según Durkheim, para ser humano el individuo
tiene que aceptar la moral que la sociedad propone
y sustenta. Según Goiffman, para ser él mismo el in­
dividuo tiene que defenderse contra la sociedad usan­
do como herramientas disfraces socialmente produci­
dos. De este modo la imagen de la “naturaleza se­
gunda” ha cerrado el círculo. Había surgido, al co­
menzar los tiempos modernos, como un tejido de
relaciones de poder legisladas por el hombre, que en
principio pueden violar las “leyes de la naturaleza”.
Mediante una “negación de la negación” verdadera­
mente dialéctica, emergió, con Goffman, como un “de­
ber” [must], en cuya creación y mantenimiento con
vida todos participan, aunque difícilmente en forma
deliberada y sin ver nunca toda la estructura. Es
ahora el individuo humano quien establece los es­
tándares de la naturaleza humana. In interiore ho-
mine habitat veritas. La sociedad es otra vez sentida
como un cuello demasiado apretado. Tiende a os­
curecer y confundir la verdad humana. Cría in­
moralidad y se alimenta de inmoralidad. La sociedad
es ahora percibida como negatividad pura. El in­
dividuo debe luchar contra ella durante toda su
vida. Puede, y de hecho así lo hace, adaptarse a esas
condiciones de combate perpetuo, pero el resultado
de la adaptación difícilmente sea la “humanización”
durksoniana. La sociedad está degradada; había sido
el locus natural y lógicamente indispensable de la
vida humana ha sido reducida a un ambiente in­
hóspito y exigente.
Este giro de ciento ochenta grados en la percep­
ción de la “naturaleza segunda”, ejemplificado por
Goffman, también puede ser descrito como un más
prolongado “pelar la cebolla” de la realidad social.
Al comienzo la experiencia de la coerción fue atri­
buida a las instituciones políticas defectuosas. La
sociología —como ciencia de la sociedad— fue en­
gendrada por el descubrimiento de otra realidad
más profunda y fuerte debajo del reino de la po­
lítica; éste era por lo general concebido como hecho
de una substancia ideacional, pero de alguna manera
sedimentada y fortalecida al punto de poder en­
frentar a cada individuo o grupo de individuos con
la fuerza de las “cosas” genuinas. El análisis intensivo
de la textura de esos sedimentos, así como del pro­
ceso de sedimentación, llevó después más allá del
estrato de las instituciones sociales, hacia los indivi­
duos mismos, quienes son la fuente última de todas
y de cada una de las instituciones sociales y de la
“realidad social”. Lo que hoy se proclama con un
tono algo pretencioso como crisis actual de la sociolo­
gía, es el intento de seguir pelando la cebolla de la
realidad social.

La “naturaleza segunda” y el sentido común


La sociología, tal como la conocemos, nació de la
investigación de lo regular, lo invariable y lo in­
manejable de la condición humana. En sus momentos
más vehementes y pietistas tiende a concebir su
propia actividad en términos de una cruzada de la
ciencia contra la “noción mística de libre albedrío”.25
En momentos más sobrios y seculares le concede al
individuo sus idiosincracias, pero afirma que carecen
de interés científico: el campo de la investigación
científica comienza donde terminan los fines únicos,
irrepetibles e irreemplazables. No niega la voluntad
humana, meramente la expulsa más allá de las fron­
teras de la exploración científica. Esta última sólo
tiene sentido cuando se ocupa de la no-libertad de
la uniformidad.
La sociología, tal como la conocemos, explora las
“condiciones” de lo normal pero las “causas” de lo
anormal. En su significado prepredicativo “lo nor­
mal” es todo lo que es recurrente, repetible, rutina,
y que se espera que ocurra siempre dentro del terri­
torio delineado por d ojo humano interesado. Lo
anormal es, eo ipso, todo lo que no debería ocurrir
pero ocurre en ciertas condiciones dadas.
Nada es extraño en sí mismo. La rareza de un fe­
nómeno nunca es un atributo que le pertenezca
—aunque eso es lo que la metáfora del lenguaje
común querría hacernos creer. Percibimos un acon­
tecimiento o un objeto como extraño cuando “se
destaca” del fondo árido e incoloro de la monotonía.
Pero el fondo es a su vez un producto de la per­
cepción selectiva; es el acto de sembrar semilla co­
mún lo que convierte otras flores en hierbas nocivas.
No se justifica, por ende, condenar a los sociólogos
por ignorar o disminuir el papel de los factores
individuales (irregulares por definición). Esta “ne­
gligencia” es tan “orgánica” en la actividad socioló­
gica como su interés esencial por la naturaleza de
la realidad social; en cierto sentido la primera es
consecuencia de lo segundo.
La dificultad notoria que experimentan los soció­
logos bona fide cuando tratan de explicar (en sus
propios términos y no en los de su marginalidad,
desde la perspectiva de un todo supraobjetivo) lo
único, lo subjetivo y lo espontáneo, constituye una
característica inmanente de la sociología y es poco
probable que sea alguna vez superada dentro del
contexto de este proyecto intelectual. Todo conoci­
miento sistematizado de los procesos de la vida
humana, la sociología incluso, constituye un intento
de darle inteligibilidad y cohesión a la experiencia
discorde del sentido común; es una elaboración sofis­
ticada del burdo sentido común, un refinamiento
teórico de la materia prima de lo “directamente
dado”. Este conocimiento puede ser escéptico y
crítico de las creencias ingenuas del sentido común
—actitud esta de la cual se enorgullece por cierto
la sociología establecida. Pero la experiencia del
sentido común siempre seguirá siendo el locus donde
se gestan las preguntas y conceptos sociológicos, y el
cordón umbilical que lo une con el conocimiento
de los asuntos humanos nunca será cortado. El sen­
tido común es el objeto último de la exploración
sociológica tan inevitablemente como la naturaleza
es el objeto último de la ciencia natural. Aun su
confianza desprejuiciada en la “realidad objetiva”
de lo social se lo debe la sociología a la experiencia
prepredicativa de la no-libertad, confirmada por el
sentido común. Es esta experiencia que provee el
fundamento último, y único, de la realidad social,
y por lo tanto para la sociología como actividad
intelectual con un tema legítimo y “objetivo”.
Pero la evidencia del sentido común presenta di­
ficultades : es equívoca. No contiene información
acerca de la determinación externa de la conducta
y el destino humanos. Por lo contrario, la evidencia
que proporciona de la resistencia obstinada, similar
a la de la naturaleza, a la voluntad humana, sólo
puede surgir como corolario de una manifestación
de esa, voluntad. La experiencia de libertad es po­
sible sólo como un sentimiento de someter una fuerza
exterior que a causa de su resistencia es percibida
como “real”. Del mismo modo, el sentimiento de
no-libertad, en cuanto percepción de una realidad,
sólo se manifiesta cuando un proyecto de la voluntad
humana se desbarata. Los aspectos de la experiencia
que pueden ser formulados, respectivamente, como
libertad y no-libertad, aparecen en conjunción o no
aparecen. El conocimiento de la no-libertad (coer­
ciones, naturaleza, realidad, toda esa familia de
conceptos que carecen de significado si no se los
vinculan con la misma fuente prepredicativa) sin
intuición de la libertad es tan absurdo y, en efecto
inconcebible, como una experiencia de la libertad
no acompañada por el conocimiento de sus limi­
taciones potenciales y reales.
Por eso cualquier sistema de conocimiento (la so­
ciología incluida) que describa solamente la estruc­
tura de la no-libertad es una explicación unilateral
de la experiencia humana, y necesita construcciones
adicionales para excluir sus componentes no ex­
plicados.
Queda por explicar, ahora en desacuerdo con el
sentido común, que lo que aparece en la experiencia
prepredicativa, prístina, como un acto libre que
surge del razonamiento y la elección, es una inevi-
tabilidad escondida e invisible para el ojo desnudo.
Gran parte del desprecio por el sentido común que
cabe descubrir en el proyecto de la ciencia tiene
su fuente en la supuesta incapacidad de la expe­
riencia lisa y llana para descubrir lo necesario y
lo legal detrás de la fachada del libre albedrío. Esta
ineptitud del sentido común para poner por sí solo
de manifiesto el orden rigurosamente determinista del
mundo y explicar sus propias causas ocultas, pro­
porciona también el material con el cual se ha forja­
do la distinción entre “esencia” y “existencia”. La
impresión usual del conocimiento científico como
enemigo implacable del sentido común (cuando
en realidad sigue siendo su asociado simbiótico)
obedece sobre todo a esta circunstancia. De la cien­
cia sólo se espera que “explique” cómo la necesidad
del mundo externo —ya experienciada como pose­
yendo carácter de naturaleza— llega a existir; pero
debe “probar”, desafiando la experiencia precientífi-
ca, que el reino de la necesidad abarca la totalidad
de los procesos de la vida humana. La segunda
tarea, por supuesto, requiere mucho más esfuerzo
y en consecuencia provoca mucho más fervor. Por lo
tanto, es en la segunda línea de batalla donde
se concentra la artillería más pesada de la ciencia
y estallan los combates más tenaces. La guerra se ha
declarado entre el “orden real de las cosas” y las
apariencias erróneas —la “noción mística de libre
albedrío”.
Ambas tareas, es cierto, surgen de la necesidad
acuciante constantemente generada por la experien­
cia humana vivida. Los hombres sienten que la re­
sistencia llega desde un reino nebuloso que no es
como esas cosas impenetrables, tangibles y duras que
ellos conciben como objetos. Y como cabría esperar,
preguntan cómo puede ser que ese “algo”, carente
de todos los atributos familiares de los objetos ma­
teriales, se comporte sin embargo como éstos ponién­
dole límites al movimiento humano. La metáfora
intuitiva requiere una justificación inteligible, y el
enigma pone en acción todo el poder imaginativo
de teorización y construcción de modelos. Esta es la
curiosidad cognitiva provocada por lo desconocido
y lo incomprensible. Los conceptos que surgen como
respuesta procuran introducir sentido y orden en la
experiencia ininteligible. El mensaje transmitido por
esta experiencia es claro; pero su estructura no lo es.
Pero la otra tarea es apoyada con igual fuerza por
el proceso de la vida,. La experiencia del libre al­
bedrío de ningún modo es un sentimiento placentero.
Y en un mundo que se presenta como un conjunto
de oportunidades susceptibles de ser aprovechadas
pero que pueden ser perdidas, suele resultar muy a
menudo psicológicamente insoportable. En ese mun­
do el libre albedrío se experiencia como una “carga
agotadora”,26 como un “vértigo” que “aparece cuan­
do la libertad contempla su propia posibilidad”.27 Un
hombre no puede tolerar fácilmente saber que él
mismo ha elegido su difícil situación, que es respon­
sable de su propio fracaso. Libertad significa elección,
y la elección es la agonía que más temen los hom­
bres cuando enfrentan una elección real que tiene
que ver con encrucijadas genuinas y opciones im­
portantes. Hay algo de irrevocable en cada acto
de elección: por cada camino elegido hay muchos
que se abandonan para siempre. La elección, por lo
tanto, es el corredor por el cual la finalidad entra
en la existencia humana plena de esperanzas y ob­
jetivos; la elección es el punto en el cual el pasado
innegociable se apodera del futuro dócil. La expe­
riencia de libertad es así una fuente inexhaustible
de miedo. Si bien la experiencia de la naturaleza
suscita curiosidad y energía creadora (“sólo en nom­
bre de algo que no es creado por mí puedo yo
usurpar la necesidad de creación” ),28 esta otra expe­
riencia provoca un avasallante apremio de escapar.
Lo que se busca no es el conocimiento, que allana el
camino para la acción libre, sino por lo contrario
una autoridad poderosa que contradiga el testimonio
de la experiencia poniendo de manifiesto su fragi­
lidad e inseguridad. Lo que se desea por sobre todas
las cosas es la eliminación de la carga de responsa­
bilidad. En sí mismo, el libre albedrío es una fuente
inagotable de angustia. Y se lo vive como una pe­
sadilla cuando se lo concibe como la causa única
de lá coerción, irrevocabilidad y finalidad en el
destino humano.
De ese modo Dios es generado en ambos polos de
la experiencia humana. En el “polo de la realidad”,
como El que pone en marcha al mundo. En el polo
del “libre albedrío”, como El que predetermina la
conducta y el destino humanos al rehusar a las cria­
turas humanas la capacidad para discernir lo inevita­
ble por detrás de la apariencia de sus decisiones
libres. En el primer polo El no es más que un nom­
bre para lo conocido obviamente; añade muy poco al
contenido de la experiencia humana. En el segundo
polo, en cambio, es una fuerza ajena y poderosa,
que suprime y remoldea los datos de la experiencia.
Es aquí donde El es particularmente deseado y re­
verenciado con mayor intensidad. Su presencia aquí
no implica su propia prueba y necesita toda la
emoción y el poder de la creencia para echar raíces.
Ingenua e intuitivamente, los hombres conocen su
responsabilidad, fiero temen el conocimiento y quie­
ren suprimirlo. Si viven su relación con el mundo
como un antagonismo se sienten mucho más tran­
quilos cuando el drama en el que actúan es puesto
en escena y dirigido por un director despótico y
perentorio. Quizás no sea la frustración misma, sino
el conocimiento de la propia culpa lo que provoca la
mayoría de los sufrimientos y es lo más difícil de to­
lerar.
La religión siempre ha construido su poder espi­
ritual sobre la base de la necesidad esencial que
surge de la confrontación de los hombres con su
mundo. Todos los tipos de sacerdotes, se trate de los
“formuladores religiosos” de Radin o los “chama­
nes” de Eliade, siempre han funcionado como
mediadores entre el Director y el actor a quien El
mueve sobre el escenario sin divulgar Sus intenciones
o el desenlace de la trama. Cada actor conocía úni­
camente sus pocas líneas propias, y sólo podía conje­
turar que su papel se entrecruzaba de alguna manera
y en algún lugar con los papeles de los demás
miembros del elenco combinándose con ellos en un
todo significativo. De las líneas que él conocía
no podía inferir ninguna prueba concluyente de
que las cosas eran efectivamente así. En lo más
hondo de su ser una sospecha aterrorizadora soca­
vaba su propia capacidad para participar en el
espectáculo: La vida no era sino una sombra ambu­
lante; era un cuento relatado por un idiota, lleno
de sonido y furia, que nada significaba. . . Pero
admitirse esto a sí mismo, expresar ese miedo in­
tolerable era negarse a actuar, rechazar la vida y
elegir la muerte. El trabajo de los sacerdotes consis­
tía en cuidar de que tal sospecha nunca asomara a la
superficie; cooperaban en esto con la estructura del
proceso vital hecha por el hombre, diseñada como
para no dar nunca oportunidad para preguntas
últimas y elecciones finales. Los sacerdotes tenían
que defender convincentemente la existencia del Di­
rector. Y debían interpretar Su designio, nunca
revelado por el Autor mismo en presencia de los
no iniciados. Tenían que demostrar que por detrás
del absurdo había un significado, un plan que es­
tructuraba la trama casual de acontecimientos inco­
nexos, la lógica suprema que se manifestaba a través
de la cadena interminable de derrotas personales. La
creencia de que uno no es más que un peón movido
por las manos del jugador superior elimina la in­
felicidad que hay en la mala suerte. Es una creencia
caritativa y benigna.
Su antagonista es la doctrina del libre albedrío.
Es Ja idea del libre albedrío, sugerida continuamente
por la experiencia diaria, lo que en primer lugar
debe ser suprimido para que Dios libere a los hombres
del cumplimiento abrumador de su tarea inmensa.
El trabajo terapéutico de Dios, reconciliar a los
hombres con su destino, no podía completarse mien­
tras subsistieran en la conciencia humana los más
pequeños restos de libre albedrío. Por eso el pelagia-
nismo fue la más traicionera y subversiva entre todas
las herejías contra las que la religión tuvo que
combatir. Para Pelagio la gracia de Dios es una
recompensa para el mérito humano más que su
condición. Esta opinión podía derrumbar con facili­
dad la finalidad sutilmente terapéutica de la iglesia.
Si se la aceptaba, los hombres tenían que luchar
por la gracia de Dios y culparse a sí mismos si no la
alcanzaban —a saber, sufrir todas las agonías que
procuraron eludir mediante su creencia en Dios.
Por eso fue contra Pelagio que San Agustín arrojó
sus dardos más venenosos. Al proceder de ese modo
formuló la teoría original de la desviación, que des­
pués debía ser adoptada y vuelta a expresar por el
durksonianismo: la gracia de Dios precede a todo
mérito y es la condición preliminar necesaria de
la virtud humana. Esta última es inconcebible sin la
intervención activa de Dios. Si el hombre sueltá
sus frenos, si desafía el mandato de Dios, si trata dé
pararse sobre sus propios pies, el pecado es el único
resultado posible. Ningún mérito encontrará el hom­
bre en su camino hacia la independencia. La dis­
tancia que adopta en relación con Dios es la medida
de su desviación. Entre los restos tambaleantes y en
descomposición de la civilización más grandiosa que
la humanidad ha conocido, Agustín evocó a Dios
como último refugio firme en medio del terremoto:
“Con un aguijón oculto me apremiaste, para que
no pudiera alcanzar yo reposo hasta que los ojos de
mi alma te vieran como indiscutible” .29 El bien está en
la aceptación de Dios. Desde la caída del hombre, el
libre albedrío sólo puede llevar al pecado morboso
si no es protegido por Dios. Solamente la gracia
divina le otorga a la voluntad el deseo de hacer el
bien. Anticipando las futuras extravagancias del
antipelagianismo de Agustín, podría decirse: es la
fuerza poderosa “que está allí” lo que hace del hom­
bre un ser moral. Para escapar a las perversiones que
están al acecho en el desierto en que se encuentra
la voluntad que se considera a sí misma libre, el
hombre debe “entregarse a El que lo hizo”, tiene
que adaptarse a su condición, recibirla con buena
voluntad y agradecimiento.
La sociedad deificada durksoniana heredará más
tarde esos potenciales redentores de Dios. La concep­
ción durksoniana adoptará el desprecio de Agustín
por la carne bestial y pecadora y la localización
de la moralmente ennoblecedora reunión con Dios en
las regiones más elevadas del 'Espíritu —el situs de la
creencia, la confianza y la autocoerción; y también
adoptará la función tradicional del sacerdote: la in­
terpretación del orden supraindividual, que hace
inteligible lo inescrutable, impone una lógica férrea
sobre acontecimientos casuales aparentemente irracio­
nales, otorga significado a un destino humano que pa­
rece no tener sentido. Nietzsohe estaba equivocado:
Dios no ha muerto del todo. La desmistificación de
la comunidad humana ha tomado la forma de una
deificación de las fuentes comunitarias de la no-
libertad individual. El esfuerzo perpetuo por satis­
facer las necesidades cognitivas y emocionales fo­
mentadas por la experiencia diaria, no se ha detenido.
Y parece poco probable que alguna vez se detenga.
Sea cual fuere la veracidad de los modelos socio­
lógicos y la confiabilidad de su verificación, le deben
mucho de su credibilidad al grado de inteligibilidad
que le otorgan a la proteica experiencia humana,
y a la medida en que proporcionan los criterios de
aceptabilidad establecidos por necesidades determi­
nadas por la experiencia. En otras palabras, cuanto
mayor sea la chance que tiene un modelo sociológico
de ser absorbido por la sabiduría del sentido común
y, con el tiempo, de ser percibido como obvio, tanto
más firme es su afirmación de la inevitabilidad del
marco de la vida humana y tanto más protege
del “vértigo de la libertad”. Las principales con-
ceptualizaciones sociológicas de la experiencia pre­
predicativa siempre se distinguieron por demostrar
el determinismo de la acción humana y revelar el
sentido oculto de fenómenos cuya utilidad no era
de inmediato evidente.
Esa era, en efecto, la tendencia ubicua del tipo
prevaleciente de sociología, un ejemplo de la cual
es el durksonianismo. Críticas como las realizadas
por Wrong contra el concepto supuestamente “so-
bresocializado” del hombre proclamado por esa socio­
logía, no estaban bien dirigidas, puesto que el
concepto de socialización no era una descripción
empírica de la conducta del hombre sino un postu­
lado analítico equivalente a la gracia de Dios y
que tendía al mismo objetivo de hacer inteligible
y soportable el destino humano. Lejos de representar
un error fácilmente corregible en beneficio del pa­
radigma dominante, fue su atributo sine qua non
y fuente principal de fuerza. No parece existir ningu­
na otra forma secular adecuada para promover la
idea del carácter esencialmente determinado de
la conducta humana. Si la sociedad reemplazó a
Dios en el papel de fuente de la necesidad, la socia­
lización es un substituto natural para los resortes
activados por Dios de los hechos humanos.
La socialización es por cierto un substituto muy
apropiado. Enfrenta al mismo tiempo los alegatos
cognitivos y emocionales presentados por ambos po­
los de la experiencia humana: vincula un polo con el
otro creando una situación en la cual las fórmulas
explicativas relacionadas con uno y otro se confir­
man y refuerzan entre sí. A la pregunta: “¿qué es
como-la-naturaleza en el marco humano?”, contesta:
“las ideas morales socialmente sustentadas que ponen
al hombre frente a la realidad obstinada de las co­
sas”. A la ansiedad emocional que surge de la expe­
riencia de libertad y elección, se le da una respuesta
derivada y complementaria de la primera: el libre
albedrío es una ilusión, puesto que todo lo que uno
hace es un producto de las ideas que se han absorbido
del ambiente social; precisamente las mismas ideas
morales (culturales, normativas) que la sociedad ha
estado inculcando en el individuo desde su nacimien­
to. Es por lo tanto la sociedad la que simultáneamente
hace del hombre lo que es y es responsable por él.
La sociología combatió contra la “ilusión del libre
albedrío” con la tenacidad y el celo que antes se
ponían de manifiesto en la doctrina religiosa de la
providencia. El hecho de que la religión combatiera
el libre albedrío como herejía, mientras que la so­
ciología lo hiciera calificándolo de noción “mística”,
esto es, no científica, no puede ocultar la notable
afinidad de actitudes y proyectos intelectuales.
En la sociología fundamentalista, y también en
la religión fundamentalista, el determinismo prin­
cipal, “noble” de la conducta humana, siempre tuvo,
sin embargo, un competidor: un tipo diferente de
determinismo, por lo general considerado como algo
inferior, de menos valor, del que convenía liberarse
aunque nunca podía eliminarse por completo. Este
determinismo dual, estas fuentes dobles de inevita-
bilidad en la conducta humana, quizás deben su
persistencia también a la experiencia del sentido
común. Pero lo que refleja es un aspecto diferente
de la experiencia. No se trata ahora de la división
esencial de la experiencia en coerciones como las
que ejerce la naturaleza e intuición de la elección
libre, sino de la percepción de actos diferencialmente
evaluados, divididos en recomendables y condena­
bles, permitidos y prohibidos por un poder superior
—algo sentido como situado a veces “adentro” del
individuo que actúa, a veces como proveniente de
afuera. Todo sistema es una limitación, una exclu­
sión de algunos acontecimientos en beneficio de
algunos otros, y los sistemas sociales, que delinean
el marco externo de la vida humana no son una
excepción a esta regla. Por eso encontramos matices
maniqueos en casi toda experiencia intuitiva, lo que
implica siempre un problema perturbador para las
concepciones fundamentalistas del mundo. Para ser
completa y coherente, una concepción fundamenta-
lista del mundo tiene que explicar el hecho de que
pese a la presencia de un poder superior (Dios,
sociedad) y en esencia benévolo (bueno, humaniza-
dor), ocurren de una manera más o menos per­
manente actos que no pueden ser tolerados y deben
evaluarse como negativos (pecado, m aldad). Las res­
puestas a este problema ocuparon todo el continuo
que va desde la solución radicalmente maniquea
hasta aquella que se esforzó por mantenerse alejada
de tentaciones maníqueas y que terminó cuestio­
nando la omnipotencia del poder central. Como
sabemos, la doctrina oficial de la iglesia cristiana
fue radicalmente antimaniquea. Desde San Agustín
se aceptaba que el mal es un fenómeno puramente
negativo y no otra “substancia” : el mal es la no-
posesión de la gracia y proviene de la incapacidad
de la imperfecta y débil criatura humana para
cumplir el deber prescripto para ella en la mente
de Dios. Se consideraba inaceptable la posibilidad de
que Dios pudiera ser algo menos omnipotente, o
—lo que hubiera sido peor aún— que pudiera ser
fuente del mal al par que fuente del bien. Pero
no ocurrió asi en la sociología. Tomadas en su
conjunto sus soluciones fueron similares a las de la
tradición cristiana porque nunca permitieron dudar
de que los actos desviados ocurren a pesar de la
tendencia dominante de la sociedad antes que como
resultado de tal tendencia. Pero en todos los otros
aspectos la tradición sociológica fue mucho más tole­
rante para con las ideas maniqueas. Por un lado, el
hecho de que ocurrieran actos desviados y por de­
finición perturbadores, se atribuyó a la imperfección
técnica de los muchos recursos utilizados por la so­
ciedad para mantener bajo control a sus miembros
■—una sociedad que no estaba a la altura de su tarea.
Por otra parte, sobre todo en la tradición Adam
Smith-Max Weber, las desviaciones respecto del pa­
trón “normal” establecido por la sociedad fueron
atribuidas a la irracionalidad intrínseca o residual
de la acción humana, en particular a las esferas
emocionales, no intelectuales de la personalidad.
Prácticamente ningún sociólogo ponía en duda la
incompatibilidad esencial entre lo afectivo y lo ra­
cional, la emoción y la razón; la superioridad de la
segunda respecto de la primera se aceptaba como
algo establecido aunque variaban los términos para
expresarlo. Tanto para Comte como para Weber,
tal superioridad estaba organizada históricamente, el
sistema racional invalidaba el sistema fundado en
los afectos y era propuesto como eje del progreso
social. Por lo general los sociólogos se pusieron del
lado de la práctica social que tiende a denigrar,
condenar y eliminar las tendencias definidas como
“biológicas”, señalando su origen en la infraestruc­
tura animal del hombre y contraponiéndolas a las
tendencias inspiradas y legitimadas por la sociedad.
Por lo tanto enunciaban su propia fórmula de ob­
jetividad y búsqueda de la verdad como la tendencia
histórica del mundo humano propiamente dicho.
Este tema no sólo se presenta en la entusiasta bien­
venida que le da Comte a la era industrial que estaba
por surgir, una era positiva que sólo podía ir
acompañada por una ciencia similarmente positiva
de los asuntos humanos. El mismo tema, aunque
presentado de una manera muy refinada, puede en­
contrarse en el diagnóstico weberiano de la tendencia
hacia la sociedad legal-racional, en la cual los
hombres son cada vez más urgidos para actuar con­
forme con las reglas de la racionalidad instrumental,
que le da la sanción última a la plausibilidad de una
ciencia social objetiva: los tipos sociales, que estable­
cen la conducta de un actor racional en determi­
nadas circunstancias, se aproximarán más a la con­
ducta real en condiciones en que otras bases de la
acción social, sobre todo de índole tradicional y
afectiva, se alejan hacia los márgenes de la vida
social. El triunfo final del conocimiento objetivo so­
bre lo emocional, subjetivo, presocial, corre paralelo
con Ja tendencia histórica hacia la institucionali-
zación de objetivaciones racionales de patrones de
conducta seleccionados socialmente. La poca aten­
ción prestada por los sociólogos a los aspectos no
racionales de la experiencia humana es cada vez
más justificada por la eliminación consistente de tales
aspectos, o su importancia social en disminución
como un resultado del desarrollo social mismo.
El razonamiento anterior concuerda bien con otra
tendencia de la sociología: buscar el significado que
los acontecimientos derivan de su relación con el
todo social y no de las intenciones de los actores.
Kingsley Davis tenía en cierto sentido razón cuando
afirmaba que un “método funcional” separado era
un mito, y que el concepto de función era un ele­
mento constitutivo de la sociología. Es cierto que el
pensar en términos de “función” es algo mucho
más difundido que cualquier escuela particular que
se identifica con él. Después de haber establecido
para siempre que es la sociedad lo que define
las condiciones de la vida humana y configura la
“naturaleza” humana, los sociólogos podían pasar
directamente a decir que el significado de un aconte­
cimiento social único o repetido era el papel que
desempeñaba en el mantenimiento y la continuación
de esa misma actividad de la sociedad. Es el cálcu­
lo de la función, por consiguiente, más que cualquier
otro cálculo lógico ordinario, lo que decide acerca
de la significación de las costumbres, ritos, institu­
ciones y usos. Ya no es la razón individual de les
philosophes sino la razón impersonal e invisible
de la sociedad lo que decide si un fenómeno social
tiene sentido. Lo que le parece absurdo y menos­
preciable a la razón individual puede ser sin em­
bargo muy “lógico” desde el punto de vista más
amplio y más objetivo de la sociedad, desde el cual
su función se torna evidente. La razón de les philo-
sophes era protestante en espíritu: cada individuo
lee la Biblia, cada uno tiene derecho a interpretar
su significado. Los sociólogos, en cambio, tomaron el
camino seguido por la estrategia católica de la co­
municación con Dios por medio de sacerdotes
profesionales, los únicos que poseen la capacidad y
el derecho de descubrir el significado y el sentido
ocultos en los veredictos inescrutables de Dios.
La gran realización de una sociología que se de­
sarrolló como ciencia de la no-libertad fue la unidad
de su ontología, metodología y función cognitiva.
Las vallas que la sociología logró imponer con
éxito a la imaginación humana se vieron reforzadas
por el hecho de que están “basadas sobre esas ob­
jetivaciones de la realidad que enfrentamos todos
los días”, que “meramente extienden el procedi­
miento cotidiano de objetivar la realidad”, como lo
observa muy bien Habermas.30 Están apuntaladas
por la experiencia prepredicativa del proceso vital,
esencialmente no-libre, y de la libertad como una
situación productora de miedo, y proporcionan ade­
cuadas salidas cognitivas y emocionales a ambas
instituciones. No hacen sino reforzar la intuición de
no-libertad y la supremacía de la condición externa
respecto de las exigencias individuales. Hacen que
esa no-libertad sea menos intolerable afirmando su
sabiduría y coherencia inherentes. Ayudan al indivi­
duo en su esfuerzo espontáneo por utilizar la
excesiva y por lo tanto angustiosa libertad de elec­
ción, sea afirmando que esa libertad es una ilusión,
sea advirtiéndole que es sustentada por una razón
que ha sido delimitada y definida de antemano por
la sociedad, cuya capacidad de juicio él no puede
cuestionar. No sólo a causa de su fuerza superior,
sino precisamente porque la distinción entre razón
y no-razón es sinónimo de la división entre sociedad y
vida no social, es decir animal.
La sociología, por lo tanto, como ciencia de la
no-libertad, contesta al llamado del individuo per­
plejo en busca de una experiencia cuyo significado
le sea aceptable. Tranquiliza la experiencia que es
perturbada por la incompatibilidad entre la liber­
tad individual y la realidad de un proceso vital que
está más allá de su opción. Protege al individuo
de los tormentos de la indecisión y de una responsa­
bilidad demasiado fuerte para él al reducir el ámbito
de opciones aceptables a la magnitud de su potencial
“real”. El precio que paga, sin embargo, para cum­
plir esa función benigna y caritativa es su impacto
esencialmente conservador sobre la sociedad.
Cada vez se ha hecho más común, sobre todo
por parte de sectores motivados políticamente, acusar
a la sociología establecida de ser una vulgar “dis­
torsión de la verdad”, de unirse con los poderosos
en el elogio de su orden y en el esfuerzo por con­
vencer de su virtud intrínseca a los oprimidos y los
engañados. Los críticos que quieren poner de mani­
fiesto el papel verdadero de la sociología en la lucha
entre los grupos y sus ideas, tienden a mirar en una
dirección equivocada. Parecen identificar la función
ideológica partidista con la propaganda en favor
de las cualidades superiores de un tipo específico de
sistema social. Por eso suponen que su caso estará
ganado si pueden demostrar que los sociólogos, mien­
tras pretenden ser imparciales y objetivos, en realidad
esconden en descripciones que afirman no ser par­
tidistas actitudes fuertemente cargadas de valores
partidistas. De ahí que el análisis del papel cultural
de la sociología asuma con frecuencia la forma de
una peculiar “caza del valor”. Lo que los cazadores
persiguen es la prueba de que la sociología es “ideo­
logía burguesa”, y esta prueba adoptará la forma
de una demostración que explícita o implícitamente
la sociología magnifica las virtudes de una sociedad
burguesa e inspira o trata de inspirar simpatía po­
pular por sus atributos.
Los cazadores están sobre una pista falsa. Repe­
tidas veces se ha defendido la “libertad respecto de
los valores” alcanzada por la sociología o a la que
trata de llegar con algún éxito. Los sociólogos están
de acuerdo con Comte en su protesta contra el
“pensamiento metafísico”, que exageró “ridiculamen­
te la influencia del espíritu humano sobre el curso
de los asuntos humanos”, y en su llamado para
que se diera a la naturaleza del hombre “un carácter
solemne de autoridad que debe siempre ser respetado
por la legislación racional” —en suma, para que se
“acepte la base de realidades observadas”.31 En la
medida en que esta realidad observable está muy
por encima del nivel de las mediocres capacidades
individuales, la verdad de los sociólogos es muy su­
perior a las verdades parciales y limitadas de los
individuos o grupos de individuos. La sociología
no contiene más valores partidistas que los incor­
porados e incrustados en la realidad que describe.
Pero los sociólogos adoptan una decisión en verdad
funesta: permanecen enteramente sobre la base de
esa realidad, sin trascenderla, y aceptan como co­
nocimiento valedero y valioso sólo la información
que puede ser verificada en esa realidad aquí y ahora.
Las alternativas que tal realidad vuelve irrealistas,
improbables, fantásticas, la sociología en seguida las
considera utópicas y sin interés para la ciencia. En
esto, y quizás sólo en esto, reside el papel intrínseca­
mente conservador de la sociología como ciencia de
la no-libertad. La sociología funciona sobre el su­
puesto de que la realidad social es regular y está
sujeta a uniformidades monótonas y recurrentes; al
hacer tal suposición establece una realidad social
que concuerda en la mayor medida posible con esa
descripción. Al establecerla de esa manera, los soció­
logos perpetúan la creencia en el carácter “natural”
de los órdenes sociales más que su carácter histórico.
Con otras palabras, no es cierto que los sociólogos
adopten actitudes conservadoras con el objeto de
apoyar y aplaudir las virtudes burguesas; pueden,
inadvertidamente, prestar tal apoyo cuando la rea­
lidad que ellos “naturalizan” institucionaliza esas
virtudes; pero procederían del mismo modo si el
objeto de la institucionalización fueran otros prin­
cipios.
La actitud de la tekhne (en oposición a los actos
caprichosos y casuales) sólo puede aplicarse a ob­
jetos cuyo comportamiento es esencialmente constan­
te y por lo tanto predecible. Por eso el considerar al
mundo social como naturaleza, sujeto a una ciclica-
lidad repetible descrita como leyes, es una necesidad
para todo conocimiento que trate de servir a los
intereses técnicos de los hombres. Y la sociología que
conocemos se halla al servicio de tales intereses. Para
que las instituciones humanas puedan ser tratadas
como objetos de una manipulación tecnológicamente
informada, deben ser vistas como unidades regidas
por las leyes de una realidad que tiene carácter-de-
naturaleza. Sea como fuere, aquéllas interesan a la
sociología sólo en la medida en que concuerdan con
ese modelo. Como una vez lo dijo sinceramente
Bernard Berelson: “La finalidad última es compren­
der, explicar y predecir la conducta humana en el
mismo sentido en que los hombres de ciencia com­
prenden, explican y predicen la conducta de las
fuerzas físicas o de las entidades biológicas o, para
referirnos a cosas más familiares, la conducta de las
mercancías y de los precios en el mercado econó­
mico”.32 Es muy natural que esa finalidad sea vista
y presentada como imparcial y libre de compromisos
terrenales, salvo el deseo humano universal de saber
para poder actuar. Dentro de los límites de una so­
ciedad dada cualquier conocimiento producto de esa
finalidad es, en un sentido, imparcial. Por cierto,
nada hay en el conocimiento mismo (aunque sí mu­
cho en las condiciones sociales que lo rodean) que
predetermine su utilización exclusiva por una parte
de la sociedad más que por la otra. La propensión
intrínseca de ese conocimiento está en otra parte
-—en su obstinada (aunque prudente si consideramos
sus objetivos) negación a trascender el horizonte fi­
jado por los requisitos previos del mero interés
técnico. Pero esto difícilmente puede ser defendido
frente a un conocimiento que acepta con franque­
za su compromiso con una utilización técnico-instru­
mental. Para estar en paz consigo misma, para
permanecer fiel a lo que se ha propuesto y entregar
las mercancías que ha prometido, la sociología debe
resistir tenazmente la tentación de ir más allá de las
fronteras de la realidad aquí y ahora, que es el obje­
to único de una acción técnicamente sana y efectiva.
George Lundberg, el intérprete más destacado del
programa de la sociología positiva, se sentía con
razón indignado cuando consideraba las exigencias
(o acusaciones) de que la sociología debía ser (o es)
una empresa comprometida políticamente: “Me
opongo a hacer de la ciencia la cola de ningún
barrilete político.. . He afirmado con énfasis que
quienes estudian científicamente la política son in­
dispensables para todo régimen político. Los soció­
logos científicos deberían esforzarse por alcanzar el
status que les corresponde. . . Las ciencias sociales
del futuro no pretenderán dictarle al hombre los
fines de su existencia o los objetivos de su empeño.
Meramente describirán las alternativas posibles, las
consecuencias de cada una de las técnicas más efi­
cientes para llegar a cualesquiera objetivos cuya
realización el hombre considerará valiosa en un de­
terminado momento . . . Ningún régimen puede pres­
cindir de eso.” 33 En verdad, una sociología wertfrei
[libre de valores] no podría eludir el molesto pro­
blema de la responsabilidad social de los hombres
de ciencia más de lo que lo han hecho los científicos
naturales, wertfrei a satisfacción de todos. Pero lo
que se sostiene es que el hecho de que los seres huma­
nos son objetos que la sociología ayuda a manejar, no
pone la cuestión de la responsabilidad y el com­
promiso bajo una luz cualitativamente diferente.
Lo que dice Lundberg es, en efecto, casi una ver­
dad trivial. Ningún tipo de grieta ideológica entre
los regímenes parece ser muy importante (no obs­
tante variaciones teóricas antojadizas) para su
interés siempre acentuado —a veces no reconocido
pero siempre objetivamente presente— en el tipo
de servicio técnico expuesto con tanta convicción en
el programa de Lundberg. Pocas dudas hay de que
este programa es realmente “neutral” en términos
de divisiones ideológicas, es decir en términos de
esos modelos específicos de organización social que
los administradores virtuales o probables de los pro­
cesos sociales querrían que la gente amara, o, sea
como fuere, pusiera en ejecución y perpetuara,
mediante su conducta ordenada. El compromiso par­
tidista que sensatamente podría imputársele a este
programa es de una índola por entero diferente y
elude los campos políticos existentes (al igual que
cualesquiera otros campos posibles y concebibles).
La ciencia social, lógicamente, puede influir en la
conducta humana —cumplir una función de “inge­
niería”— de dos modos diferentes. Si la ingeniería
consiste, por definición, en moldear y re-moldear un
objeto mediante factores externos a él, entonces la
distinción entre esos dos modos está determinada
por la estructura misma de la acción humana. Esto
puede representarse con el siguiente esquema:
Cultura

Motivos ' Coerciones


------ Estructurales
Acción
Aun cuando aceptemos que los motivos del individuo
permanecen (si no son procesados culturalmente)
fuera del alcance de los factores con que trata la cien­
cia social (sobre esos motivos puede influirse direc­
tamente mediante drogas, cirugía cerebral, etcétera),
subsisten dos aberturas por las cuales una influencia
externa puede penetrar en el curso de la acción y
movilizarlo. En términos generales, la primera es la
abertura “cultural” . Por ella se trasmiten las afirma­
ciones cognitivas y los preceptos normativos que el
individuo utiliza para evaluar la situación que en­
frenta y elegir el curso de acción “correcto” (es decir
recomendable en alguno de sus muchos sentidos, por
ejemplo, por ser efectivo o moralmente elevado).
Los motivos del individuo procesados por esos fac­
tores naturales y aplicados para estimar el valor
relativo de los diferentes cursos de acción constituyen
el significado del ampliamente utilizado concepto de
“definición de la situación”. Los factores que entran
en la acción por la abertura cultural precisamente
contribuyen y tienden a la definición de la situación.
Al proporcionar al actor nueva información sobre el
ambiente, sobre él mismo y sobre sus relaciones recí­
procas, al proporcionarle conocimiento de maneras
de actuar nuevas o la imagen de posibles fines de su
acción, estos factores pueden hacer que el actor
modifique su opinión sobre la situación y sus conse­
cuencias eventuales, o, por lo contrario, refuercen
su adhesión a la definición anterior. Por ejemplo, al
poner de manifiesto vínculos internos entre los lími­
tes de la gratificación individual y la libertad de
acción, por un lado, y por otro las redes sociales de
poder y riqueza (comúnmente invisibles para el ojo
individual no auxiliado), la experiencia privada
del sufrimiento y la frustración individuales puede ser
trasplantada desde un esquema intelectual de “priva­
ción del consumidor” a un esquema de “explotación
clasista”. De acuerdo con eso, la acción subsiguiente
puede ser vuelta a dirigir desde un contexto industrial,
orientado comercialmente, al contexto social total. O,
al relacionar los diversos componentes de los esfuerzos
y logros individuales dentro de la unidad comunal a
la que se da el nombre de nación, pueden verse re­
forzadas tanto la tendencia a considerar la nación
como el objeto principal de lealtad cuanto la propen­
sión consiguiente a la conducta etnocéntrica.
Los factores “culturales” apelan, por esa razón,
a la conciencia individual. Tienden a ampliar la vi­
sión individual, a indicar horizontes nuevos e insos­
pechados desde los cuales cabe revisar y evaluar la
experiencia individual “cruda”. Para ser aceptados,
y por lo tanto remoldear efectivamente la conducta
del individuo, deben adaptarse en cierto sentido a la
demanda individual: deben percibirse como adecua­
dos a la experiencia personal hasta entonces acu­
mulada y sedimentada en la memoria privada y grupal
del individuo. Esta aceptación (o, por ese mismo
motivo, rechazo) está sujeta a las reglas de la lógica
(aunque no necesariamente a la verdad del mensaje,
dado que las reglas de la lógica son formales). Es
probable que sean apropiadas si “tienen sentido”,
es decir, si hacen significativo e inteligible el conoci­
miento asequible de la situación individual y otorgan
coherencia visible a las particularidades y objetivos
desiguales de la experiencia anterior del individuo.
La probabilidad de su aceptación aumentará si,
además, logran señalar un camino confiable para
resolver una tarea prevista como displacentera o
estabilizar una situación percibida como satisfacto­
ria. Por otro lado, su rechazo no será de ningún
modo inevitable, salvo que se manifiesten en una
contradicción contundente con el conocimiento pre­
viamente acumulado, sustentado por la experiencia.
Para concluir, los factores culturales, pueden dirigir
y re-dirigir la acción humana al ofrecer perspectivas
nuevas (proporcionando conocimientos fácticos nue­
vos), o “al estimular la conciencia moral” (propor­
cionando valores nuevos). En ambos casos amplían
el ámbito de las cosas que le son accesibles cognitiva
y moralmente al individuo. En consecuencia, le dan
más libertad a la acción del hombre.
Ahora bien: cualquier cantidad de experiencia
individual o grupal permite más de una interpreta­
ción significativa. La “adecuación” es, primero, un
asunto de grado; segundo, es difícil poder establecer­
la de manera concluyente si no se la somete a Ir.
prueba de la práctica. Por lo tanto puede haber
más de un esquema intelectual susceptible de hacer
inteligible la experiencia y promover su aceptación.
Y la aceptación o el rechazo son, en su totalidad, un
asunto de competencia y ensayo práctico. Durante
el proceso se poner, de manifiesto los aspectos de la
interacción entre la experiencia, las fórmulas cultu­
rales y la acción que han sido, de diversas maneras,
subsumidos bajo el nombre de ideología. De cual­
quier manera que el término “ideología” se defina,
se refiere a un fenómeno cuya esencia no es una
relación distorsionada entre un mensaje y la “reali­
dad” que procura transmitir, ni una actitud partidis­
ta, no científica, que supuestamente impone alguna
acción por parte del autor. La atribución del término
“ideológico” en realidad se refiere a la manera es­
pecífica en que las ideas en cuestión —las ideas que
influyen sobre las definiciones individuales de la si­
tuación— son adoptadas o rechazadas como interpre­
taciones de la realidad y guías para la acción. Su
partidismo evidente y su incapacidad endémica para
adecuarse a las estipulaciones exigentes del consensus
omnii no procede tanto de sus inconsistencias intrín­
secas y defectos formales cuanto de la persistente
diversidad de la condición y experiencia del individuo
y del grupo, que son las que manejan esencialmente
la llave de la praxis social.
La presencia simultánea de diversas fórmulas cul­
turales en competencia, unida a la imposibilidad de
estimar por adelantado su adecuación en términos
de múltiples y diferentes experiencias individuales y
grupales —para determinar su posible aplicación—
produce una “ingeniería cultural” que tiene la for­
ma de un discurso continuo en el cual intercambios
verbales alternan con pruebas prácticas. La asimila­
ción de la fórmula cultural requiere una actitud
activa de la persona o grupo cuya definición de la
situación debe reformarse. En el proceso de esclareci­
miento la iniciativa se encuentra quizás distribuida
en forma despareja, pero a medida que el proceso se
desenvuelve la distinción entre sujetos y objetos
de la acción tiende a oscurecerse. Tanto teórica
cuanto prácticamente, la influencia cultural urge la
actividad del actor; pone al actor en una actitud
de elección activa y lo obliga a reanalizar su propia
conducta y su relación con el marco social en el
que tal conducta ocurre. Fórmulas culturales nuevas
y alternativas permiten que el actor adopte una
postura desinteresada frente a su propia actividad,
que la vea como un objeto que puede ser indagado
de manera objetiva y evaluado con seguridad. Al
poner al actor fuera de su propia rutina vital puede
liberarlo de las ataduras del hábito, que no son eli-
minables mientras no se reflexione sobre ellas. En
suma, el influir sobre la acción humana mediante
él proceso de esclarecimiento y el discurso cultural
constituye un factor de libertad.
A diferencia del constituyente cultural de la ac­
ción humana, la estructura “objetiva” de la acción
del actor, que se presenta por lo común como “coer­
ciones estructurales”, tiene poco que ver los fines
y significados de la praxis individual o del grupo;
su único papel en el esquema general de la acción
consiste en poner los límites últimos a la sensibilidad
del actor —en clasificar acciones posibles en realistas
e inútiles. Decidirá qué cursos de acción entre los
que puede tomar e'1 individuo o el grupo, pueden
realizarse con éxito y cuáles son inapropiados desde
el comienzo. En otras palabras, las coerciones cul­
turales trazan las fronteras de la libertad del indivi­
duo o del grupo. El ámbito de libertad puede ser
vasto o estrecho, según el grado en que se halle
estructurada la situación. Desde el punto de vista
teórico es posible hacerlo suficientemente estrecho
para que la persecución de un objetivo específico
se vuelva tan improbable como lo requiera un caso
específico; sea porque un individuo racional retroce­
dería frente a un esfuerzo evidentemente irrealista,
o porque tal esfuerzo, aun cuando lo realizara por
carecer de información pertinente o por no com­
prenderlo no lo llevaría a ninguna parte. Esta cua­
lidad notable de las coerciones estructurales puede
ser en principio explotada por cualquiera que desee
que un individuo o grupo adopte o abandone un
determinado curso de acción. Pero en este caso la
influencia se ejercerá directamente sobre la estruc­
tura de la situación y no sobre su definición (es
decir, sobre el marco externo en el cual ocurre la
acción y no sobre la conciencia de los actores).
La efectividad de esa influencia no dependerá de la
buena voluntad para aceptar el objetivo como ver­
dadero o moralmente justificado; por cierto no inclu­
ye un raciocinio y elimina la posibilidad de un in­
tercambio de roles entre los partícipes en el proceso.
Por lo contrario, supone la desigualdad permanente
de status y la separación entre el sujeto y el objeto de
la influencia. De ahí que el conocimiento que el
agente de la influencia emplea es efectivo o inefec­
tivo, sin que intervenga para nada la experiencia
de los objetos humanos cuya conducta desea moldear.
Esta experiencia es por lo tanto de poca importancia
y puede ser dejada de lado en el proceso de verifi­
cación (o falsificación) del conocimiento en cuestión;
y —en tanto se mantengan tales condiciones— esos
objetos humanos pueden ser considerados como
“cosas” que no se diferencian de los objetos maneja­
dos con ayuda de las ciencias de la naturaleza. En
este sentido se justifica la insistencia de Lundberg
en el carácter no ideológico del conocimiento que él
desea alcanzar. El manejo técnico-instrumental de
los objetos humanos es por cierto un fundamento
sobre el cual puede erigirse con seguridad una cien­
cia empírico-analítica bona fide de los asuntos del
hombre.
La aplicación práctica de la ciencia que Lundberg
propone puede describirse como una ingeniería-me­
diante-la-situación, que cabe distinguir de la antes
examinada de la ingeniería-mediante-la-definición-
de-la-situación. Para ilustrar el tipo lundbergiano de
ingeniería consideremos una situación típica reduci­
da a su forma diádica más simple. En este caso el
esquema de la influencia adoptará la forma siguiente:
I ) A enfrenta las acciones alternativas X o Y;
II) B quiere que A realice la acción X ;
III) B puede entonces utilizar bienes disponibles
sea para aumentar las recompensas vinculadas con
X o para incrementar al máximo los castigos vincu­
lados con Y.
IV) De III se infiere que ahora es más probable
que antes que A realice la acción X.
Si ocurren todos esos acontecimientos, podemos
decir que B le ha “aplicado un procedimiento de
ingeniería” [engineered] a la acción de A, con la
importante restricción de que en una situación del tipo
antes descripto, aquello a lo que se ha aplicado un
procedimiento de ingeniería es la probabilidad de una
acción específica y no la acción misma. Por inmensos
que sean los fondos de B nunca alcanzará un domi­
nio tan completo sobre la conducta de A como para
excluir todas las alternativas posibles. La definición
que tiene A de la situación es un eslabón no elimi-
nable de la cadena de acontecimientos que llevan
a la decisión final. Más aún, puede llegarse muy
cerca de una situación prácticamente indistinguible
de la “inevitabilidad” si B logra elevar bastante el
precio de las alternativas. B lo hace manejando di­
rectamente las coerciones estructurales que limitan
la libertad de elección y acción de A.
De tal modo, A ha sido un objeto indirecto de la
acción de B, y la situación de A el objeto directo
de ésa. El conocimiento que B ha necesitado para
inducir en A la clase de movimiento que él deseaba
es la información de la probabilidad estadística de
una acción específica, probabilidad que aumenta o
disminuye según el reordenamiento de los elementos
de la situación del actor. Si las imágenes y defini­
ciones proporcionadas por una sociología de tipo
durksoniano —que tiende sobre todo a satisfacer la
necesidad de inteligibilidad— pueden cumplir un
papel técnico-instrumental sólo a través de la con­
ciencia de los actores, la clase de conocimiento re­
querido por el segundo tipo de ingeniería ha sido
desarrollado en las llamadas ciencias de la conducta
(behavioural sciences). Para decirlo con las palabras
de B. F. Skinner, ese conocimiento se alcanza me-
diante la introducción de “un fragmento repetible
de conducta” en una “cadena causal constituida
por tres eslabones: 1) una acción realizada desde
afuera sobre el organismo — por ejemplo, privación
de agua; 2) una condición interna —por ejemplo,
sed fisiológica o psíquica; 3) un tipo de conducta
—por ejemplo, beber”. El segundo eslabón, sin
embargo, es “inútil para el control de la conducta
si no lo podemos manejar”.34 Podemos entonces no
tomar en consideración ese eslabón, all igual que
lo hacemos con la “noción misteriosa de libre albe­
drío”, como un elemento que no contribuye a nues­
tros resultados. Analíticamente, se argumenta, la
conducta humana no plantea problemas esencial­
mente distintos de los que cabe hallar, por ejemplo,
en la exploración de la conducta de las moscas. Y en
cuanto a esto último, “si nunca se calculó la órbita
de una mosca es sólo porque nadie estuvo lo bas­
tante interesado para hacerlo”. Pero hay otra di­
ferencia más: cualquier conocimiento, si es asequible
para todos, puede en el caso de los hombres (aunque
no en el caso de las moscas) convertirse en una pro­
fecía autodestructiva. Skinner responde con firmeza
a esa objeción: “Pueden haber existido razones
prácticas que hicieron que los resultados de la en­
cuesta no fueran conocidos hasta después de la elec­
ción, pero esto no ocurriría en el caso de una empresa
puramente científica”.35 El tipo de intereses técnico-
instrumentales que las ciencias de la conducta aspi­
ran a servir no son útiles para la conciencia de
actores controlados. Si aparece en argumentos cone­
xos es sólo porque cuando desempeña un papel
irritante es fácil eliminarlo por completo.
El conocimiento buscado en el caso anterior, por
lo tanto, cuando es aplicado efectivamente puede
ser mantenido lejos de los individuos o grupos cuya
conducta está por influir. Lejos de ser un mero
recurso técnico, es un rasgo integral del conocimiento
en cuestión. No puede dejar de polarizar a los hom­
bres en los que piensan y actúan y aquellos sobre
los que se actúa, en sujetos y objetos de la acción. No
es cierto que tal conocimiento no tome en conside­
ración a la conciencia, los valores, los objetivos —es
decir, todo lo “subjetivo”. Lo que ese conocimiento
expulsa hacia el campo de lo no pertinente son sólo
las motivaciones, las preferencias, las normas y las
creencias de los objetos del eontrol-mediante-el-re-
fuerzo. Naturalmente, no existe intención alguna de
comunicarse con ellos o de reformarlos; ningún tipo
de conocimiento en forma de diálogo puede siquiera
ser planteado dentro del universo de discurso defi­
nido por el programa de las ciencias de la conducta.
En este sentido, el producto de las ciencias de la
conducta es ideológicamente neutral en el mismo
sentido en que lo es la burocracia, cuyo punto de
mira emplea para percibir el mundo como manipula-
ble sin comprometerse con ningún fin de mani­
pulación específica —con lo cuál establece la ma­
nipulación como un problema técnico.
Pero la herramienta técnica del conocimiento de
la conducta, ¿está al alcance de todos los que deseen
emplearla para realizar los fines que se proponen?
Skinner, es cierto, tiene conciencia del problema:
“Podemos controlar la conducta sólo en la medida
en que podemos controlar los factores responsables
por ella. Lo que un estudio científico hace es ca­
pacitarnos para hacer un uso óptimo del control
que poseemos . . . ”. Obviamente, “nos” significa aquí
gente que tiene ya el control de los recursos necesa­
rios para la aplicación de los descubrimientos de las
ciencias de la conducta. El tipo de conocimiento que
esas ciencias intentan proporcionar no interfiere
con la distribución de capitales, existente; a lo sumo
tendrá un efecto de “embudo”, destacando las des­
igualdades presentes y polarizándolas aún más. El
“nos”, por lo tanto, más que universalizar el status
humano en relación con los beneficios que la ciencia
puede ofrecer, separa más netamente a los hombres
en dos grupos muy desiguales. Las maravillas de la
“tecnología neutral” probablemente serán más útiles
para el director de una cárcel que para el prisione­
ro, para el jefe militar que para el soldado raso,
para el gerente que para el empleado, para el líder
de un partido que para el miembro común. La
clase de ingeniería que proveen las ciencias de la
conducta es en consecuencia partidista y está com­
prometida desde el comienzo —aunque no de la
manera ideológica usual—, en el sentido de que
refuerza la división ya existente entre sujetos y obje­
tos de la acción, los controladores y los controlados,
los superiores y los subordinados— y hace que el
eliminar esa división se vuelva más difícil todavía.
Pero no debe menospreciarse a la ligera el im­
pacto esclarecedor que todavía ejercen las ciencias
de la conducta, aunque sin advertirlo. La imagen de
los hombres y del mecanismo de acción proclamada
por esas ciencias puede suscitar una tendencia a
percibir el mundo como un conjunto de objetos
manipulables, y el proceso vital como un conjunto
de problemas técnicos, antes que como cuestiones
cuya solución requiere comunicación y razonamiento.
El deseo de saber degenerará entonces en una de­
manda de instrucción técnica del tipo “hágalo usted
mismo”, y el problema de la vida significativa será
falsificado a través de la pregunta acerca de cómo
“ganar amigos e influir sobre la gente” y otras
maneras de engañar al prójimo.
De las dos clases de sociología, que actúa pro­
gramáticamente como ciencia de la no-libertad, una,
por consiguiente, tiende a reforzar las desagradables
realidades con las cuales la segunda procura que los
hombres se reconcilien. A su propia manera, cada
una desempeña en la cultura un papel esencialmente
conservador. Cada una tiende a suprimir, a su pro­
pia manera, formas alternativas de existencia social
y a identificar la situación creada por la historia,
sea conceptualmente o en la práctica, con una rea­
lidad “similar a la naturaleza” [nature-like reality].
Por mejor que esa sociología pueda contribuir a
la perpetuación de la vida diaria, configurando la
rutina mundana cotidiana (en su papel de ingenie-
ría-mediante-la-definición) y exaltando la eficiencia
de la red de poder (en su papel de ingeniería-me­
diante-la-situación), su incapacidad para explicar la
experiencia persistente de la libertad humana y con­
tribuir a su promoción provoca una y otra vez
disensión y rebeldía.
Digitalizado por Alito en el Estero Profundo

Capítulo 2

CRITICA DE LA SOCIOLOGIA

La revolución husserliana
Como hemos visto, es la experiencia del sentido co­
mún, la experiencia del mundo, lo que le otorga
plausibilidad a la explicación sociológica de la exis­
tencia humana. Es gracias a este apoyo poderoso y
ubicuo que la sociología puede dejar de lado la ta­
rea de poner a prueba y explorar la legitimidad
de su actividad propia. Su legitimidad se da por
establecida, suponiéndosela sustentada por el flujo
de la experiencia diaria: es sólo la manera de con­
servarla así —es decir, el problema técnico de la
exactitud y la precisión en el cumplimiento de una
tarea cuya validez no cabe cuestionar— lo que si­
gue siendo un problema.
Por eso los sociólogos rara vez dirigen su mirada
a los cimientos del edificio suntuoso que construyen. Y
en efecto, la actitud que la sociología adopta frente
a su fuente última recuerda de manera notable la
mezcla peculiar de reticencia avergonzada y desprecio
neuróticamente presuntuoso con la que un nuevo
rico de origen humilde trata a menudo a sus pa­
rientes. Oficialmente, la sociología es la crítica del
sentido común. En realidad, esta crítica nunca llega
hasta los fundamentos y nunca arroja luz sobre los
supuestos compartidos que vuelven significativos tan­
to al sentido común como a la sociología. Quizás
sea precisamente a causa de ese parentesco cercano
e íntimo que la sociología nunca puede alejarse del
sentido común lo suficiente como para que esas pre­
misas tácitas se tornen visibles. Desde el punto de
vista práctico, un paso tan largo fuera del terreno
seguro sería imprudente. Cuestionar la confiabilidad
del testimonio ontológico proporcionado por el sen­
tido común podría por cierto provocar un terremoto
que con facilidad sacudiría todo el edificio de la
ciencia de la no-libertad. Aun una reflexión ingenua,
filosóficamente poco sutil, sobre la validez de la
experiencia del sentido común, revela cuánta segu­
ridad emocional y autoconformidad descansa sobre
una base tan débil. Robert Heilbroner dice al respecto:
“Para la persona común, educada en la tradición
del empirismo occidental, los objetos físicos usua'l-
mente parecen existir “por sí mismos” allí afuera
en el tiempo y el espacio, apareciendo como agru­
paciones desiguales de datos sensoriales. Del mismo
modo la mayoría de nosotros percibimos los objetos
sociales como cosas.. . Todas estas categorías de la
realidad con frecuencia se presentan a nuestra con­
ciencia como existentes por sí mismas, con límites
definidos que las destacan respecto de otros aspectos
del universo social. Por abstractas que sean, tienden
a ser concebidas con tanta claridad que parecen ob­
jetos susceptibles de ser recogidos con las manos”.1
Al igual que en el fragmento citado, el comienzo
mismo de la indagación revela dos cosas que por
lo común la sociología se resiste a discutir. Primero,
nuestro conocimiento ontológico de la “objetividad”
de las categorías de la realidad se basa en última
instancia en el hecho de que ellas se le manifiestan
como tales a la persona común; y esta manifesta­
ción nunca es ingenua y pura, sino resultado de un
proceso complejo de educación. Segundo, la supues­
tamente inconmovible evidencia de objetividad es
en realidad constantemente producida y reproducida
por un proceso intrínsecamente tautológico. Las
premisas ontológicas del empirismo son prohadas
por percepciones del sentido común que proporcionan
tal prueba sólo por haber sido ellas mismas entre­
nadas para esa finalidad por los supuestos que se
afirma deben validar.
Husserl y la fenomenología se esforzaron por li­
berar nuestro conocimiento de ese proceso circular
de validación ilusoria. Consideraron que el camino
a seguir estaba en la crítica de los supuestos del
sentido común tolerados, antes que en la de los acep­
tados conscientemente. Al concebir el proceso del
conocimiento como un campo cerrado sobre sí mis­
mo, herméticamente sellado, que es puesto en movi­
miento (y en consecuencia puede ser reformado)
por sí mismo, Husserl identificó la tarea de restaurar
el conocimiento humano sobre un fundamento se­
guro e inconmovible con la purificación de la
experiencia nuclear de toda mezcla extraña e inadmi­
sible. El primer elemento que había que separar y
eliminar era precisamente la suposición tácita de
existencia, sobre la cual la creencia en la validez del
trabajo sociológico estaba apoyada (al igual que la
de muchos otros trabajos similares).
Más que plantear un problema nuevo, el proyecto
de Husserl resucitó una vieja preocupación de los
filósofos. Su notable impacto obedeció al hecho de
que Husserl volvía a enunciar con fuerza ideas que
no se presentaban a diario en una época en la que el
empirismo estaba demasiado bien establecido para
preocuparse por justificar la autenticidad de sus tí­
tulos. Potencialmente, empero, habían continuado
siendo una parte integral de la tradición filosófica
occidental mucho antes de que Husserl las recuperara
en un rincón alejado del almacén intelectual para
volverlas a llevar al foco del análisis filosófico. En
efecto, tales ideas existían ya en los comienzos de
esa tradición, en las obras de Platón y Aristóteles.
Más de dos mil años antes de Husserl, Platón había
dudado de la solidez del conocimiento que cabe de­
rivar de la “mera” existencia de un fenómeno; la
verdad real reside en ideas atemporales y puede
ser buscada por la intuición, por una intimidad no
mediada con lo necesario. Por esa misma razón atri­
buyó a la existencia de los objetos un status acciden­
tal, algo inferior, y sobre todo inestable, proteico; de
lo cual se deducía que el conocimiento verdadero
de ningún modo podía descansar sobre un funda­
mento lábil y movedizo. Aristóteles, por su parte,
separó cuidadosamente la esencia de la existencia,
como una categoría por derecho propio y —esto
es lo más importante— autónoma respecto de la
existencia. La información de “que” algo es, arroja
poca luz sobre la cuestión acerca de “qué es” ese algo.
La existencia es un accidente de la esencia y por lo
tanto no la esclarece; por otra parte, la existencia
no está incluida en la esencia de las cosas y en
consecuencia no puede ser derivada de ella. Este
último tema, en particular, fue después ampliamente
discutido por Avicena, por cuya mediación lo co­
noció y asimiló la filosofía europea moderna. Con
el advenimiento de una ciencia asociada con intere­
ses técnico-instrumentales, ese tema contribuyó al
abandono gradual de las “esencias” por considerárselas
como un terreno estéril sobre el cual no podía germi­
nar ninguna información de importancia técnica.
El dilema esencia-existencia siempre surgió ante
la atención de los filósofos en el contexto epistemo­
lógico. Su importancia derivaba de la centralidad
de la pregunta acerca de “¿cómo conocemos lo que
pensamos que conocemos?”, o, más específicamente
“¿cómo podemos estar seguros de que nuestro co­
nocimiento es verdadero?”. El gran éxito de la cien­
cia moderna consistió precisamente en que logró
independizar sus actividades cotidianas y la utilidad
de sus resultados de cualquier respuesta a esas
preguntas, expulsándolas más allá de los límites de
su propio sistema autónomo. Sólo cuando una ciencia
enfrenta una crisis ontológica vuelven esas preguntas
a ser un eslabón integral en su lógica validante.
Pero dado que esas preguntas no se comunican con
las actividades diarias de la ciencia, es muy impro­
bable que puedan alguna vez serles impuestas a los
hombres de ciencia por la lógica de su propia investi­
gación. En el mejor de los casos, llegarían desde
regiones normalmente consideradas externas a la
ciencia —lo que es también muy poco probable en
vista de la autonomía institucionalizada de la comu­
nidad científica. Ahora bien, lo cierto es que las
llamadas ciencias sociales constituyen una excepción
a esa regla, pues a causa de su gran público lego y su
decisión de elegir como tema la experiencia accesible
al sentido común, nunca pueden someter su objeto
a su dominio exclusivo, ni reforzar su autonomía
por el medio habitual del elitismo profesional pro­
tegido por autoselección. Sea cual fuere la razón
de ello, las ciencias sociales son las únicas orgánica­
mente incapaces de eliminar de una vez y para
siempre la cuestión epistemológica. A diferencia de
las ciencias de la naturaleza, sus descubrimientos
positivos y su significación dependen directamente
de la actitud que adoptan frente a ese problema
central. Pese a todos los esfuerzos que hagan las cien­
cias sociales no pueden eliminar los aspectos episte­
mológicos del objeto que deciden investigar. Es decir,
que es de esos aspectos que depende en última ins­
tancia la confiabilidad de la existencia “obviamente
dada” de los objetos sociales.
San Agustín le dio a esa cuestión una respuesta
virtualmente platónica que después Husserl conver­
tiría en la piedra angular de su filosofía:
“—Tú, que quieres saber, ¿sabes lo que tú eres?
—Yo lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé.
—¿Sabes que piensas?
—Lo sé.
—Por lo tanto es verdad que tú piensas.
—Es verdad.” 2
Ninguna certidumbre de existencia le es dada al
pensamiento humano con tanta fuerza como la certi­
dumbre del pensamiento mismo que hace redundante
toda pregunta ulterior. El hecho de pensar es la úni­
ca realidad incuestionable que es dada tan clara­
mente que no requiere prueba alguna. Más de dos
siglos después Descartes dará el paso atrevido que
San Agustín tuvo la prudencia de evitar: en el
famoso cogito ergo sum sugerirá que la existencia
real del sujeto pensante es directamente dada junto
con el acto de pensar en la experiencia inmediata:
de esa manera, la pregunta acerca de si por lo
menos un objeto —el substratum de mi pensar— exis­
te, es contestada concluyentemente por el acto mismo
de pensar. De tal manera, el sujeto pensante va­
lida simultáneamente la esencia y la existencia. Y se
puede extraer información segura sobre ambos de la
misma fuente y por virtud del mismo acto. Esta
fue en realidad una separación atrevida y funesta
renpecto de la tradición filosófica anterior. Lo que
de heoho lugirió Descarte» fue que la existencia es
tan neceimrin como la verdad de la esencia y que
le impone a if misma con tanta fuerza como ésta.
E«to pudo haber sido un importante incentivo para
ir hacia adelante en tiempos en que las ciencias,
en su infancia todavía, tenían que protegerse cui­
dadosamente del clericalismo intolerante, pero lo
forzado de su supuesta reconciliación fue algo que
no pudo permanecer oculto por largo tiempo al ojo
del filósofo. Al igual que antes, después de Des­
cartes los filósofos siguieron dividiéndose entre los
que menospreciaban las intuiciones intelectuales en
favor de las impresiones sensoriales, y aquellos que
-—fieles a Platón— deploraban la poca confiabilidad
del “empirismo que se introducía arrastrándose sos-
layadamente” .
El primero que afirmó claramente que la lógica
majestuosa del cogito era falsa fue Moses Hess. Des­
tacó que de ningún modo tenía Descartes el derecho,
al basarse únicamente en la claridad y la evidencia,
de saltar desde la conciencia del pensar a la afir­
mación de la substantia cogitans, y de ahí a la rea­
lidad de las relaciones causales, supuestamente
garantizadas por la misma inmediatez. Hess utilizó
la metáfora del niño que se mira en el espejo y cree
que debe existir otro objeto detrás de su imagen; se
apresura entonces a mirar detrás del espejo y sólo
encuentra, asombrado, una superficie oscura impe­
netrable para sus ojos. La conclusión es angustiante:
o bien logramos probar nuestro conocimiento por el
acto mismo de pensar, o permanecerá para siempre
apoyado sobre arenas movedizas. En cierto sentido,
Husserl recogió la tarea donde Hess la había abando­
nado después de esbozarla someramente.
Husserl no quería nada menos que establecer,
más allá de toda duda, las condiciones que posibilitan
alcanzar y poseer un conocimiento necesario, es de­
cir, independiente de la existencia contingente,
esencial, en el sentido de demostrar lo que las cosas
realmente son y no en qué forma se manifiestan, y
objetivo, en el sentido de ser independiente de cual­
quier significado arbitrario que un sujeto psicológico,
objetivable, pudiera querer darle. Para alcanzar esa
finalidad, Husserl propuso que se eliminara la mile­
naria separación entre ontología y epistemología: las
dos preguntas, que constituían dos disciplinas filo­
sóficas, pueden ser contestadas al mismo tiempo o
no contestadas en absoluto. “¿Cómo conozco?” y
“¿qué son las cosas?”, son en efecto una sola pregun­
ta injusta y erróneamente dividida en dos. El único
conocimiento que yo puedo poseer es precisamente
el conocimiento de lo que las cosas son. Conocer es
conocimiento de la esencia, de los atributos insepara­
bles de las cosas. Y el conocer es la única manera en
que las esencias “existen”. “Ser” es “Bewusstsein”:
ser conocido; cogito y cogitatum, noesis y noema, son
en realidad conceptos que tratan de apresar el mismo
acto de conciencia, aunque desde lados diferentes.
Noema se refiere al acto de noesis considerado des­
de el punto de vista de sus resultados; pero noesis se
refiere a los noemata vistos como sus modos de ser,
de Bewusstsein. La única existencia de las cosas que
conocemos con seguridad, con claridad y sin lugar a
dudas, es precisamente su “dadidad” como esencia
—el tipo de existencia-conocimiento implacablemente
negado o menospreciado por el empirismo que se
centraba sobre las manifestaciones contingentes. Sig­
nificado, esencia, Bewusstsein, son creados y mante­
nidos juntos en el único acto que es dado directa­
mente, obviamente, y sin mediación: el acto de la
conciencia intencional. Los conceptos de sujeto y
objeto, que la filosofía dominante nos enseñó a em­
plear para describir nuestro mundo y nuestra manera
de existir en él, son sólo abstracciones que arbitra­
riamente tornan rígidos aspectos aislados del Be­
wusstsein virtual.
Pero la verdad objetiva, esencial y necesaria está
oculta a nuestra visión por la “actitud natural” —la
manera ingenua y descuidada de contemplar el mun­
do, en la cual los objetos se nos presentan simple­
mente “por ahí”, independientemente de la noesis.
La actitud natural es por cierto apenas “natural” ;
es un producto complejo de una multitud de su­
puestos no verificados e informaciones que son acep­
tadas como seguras pero nunca comprobadas. No
cabe adentrarse en el duro camino hacia la verdad
sin antes “perder” ese mundo lleno de apariencias
falsas y creencias erróneas. Lo primero que debe
dejarse atrás es la información que poseemos o
pretendemos poseer sobre la “existencia” de las co­
sas. No quiere decir esto que las cosas no existan
“por ahí” ; pero su existencia o no-existencia simple­
mente carecen de importancia para la búsqueda de
la verdad, y su existencia objetivada “por ahí”,
de un modo que difiere del Bewusstsein, nada puede
agregar a su esencia.
De ahí toda la serie de “reducciones trascenden­
tales” que deben realizarse para hacer accesible a
nuestra intuición la noesis pura, no contaminada por
mezclas externas. La serie comienza “poniendo entre
paréntesis” o “suspendiendo” la cuestión de la exis­
tencia. Simplemente impedimos que entren en nuestro
razonamiento todas las consideraciones acerca de la
existencia de las cosas. Pero hay también otras re­
ducciones, y una de ellas es la “reducción monádica”,
que tiende a purificar la conciencia de todas las in­
fluencias de la cultura, que comparte con la existen­
cia su manifestación contingente e inesencial. Al
final del largo proceso de reducción emerge una
subjetividad pura, enteramente limpia de todos los
supuestos erróneos que se refieren a la existencia
“natural!”. Uno de los muchos supuestos que han
sido eliminados por reducción y abandonados en el
proceso, es la noción psicológica de la conciencia
individual considerada como un “objeto” que está
“por ahí” y puede explorarse objetivamente “desde
afuera” y describióse como corresponde en un lenguaje
objetivado. Así, el sedimento que queda en el fondo
de la solución, de la cual todos los cuerpos ajenos
han sido escrupulosamente destilados, no es la psique
individual, sino la “subjetividad trascendental”, que
tiene poco en común con la substantia cogitans car­
tesiana. Es puesta en movimiento por la intenciona­
lidad, no por la causalidad. El acto de la reducción
múltiple la ha vuelto inaccesible a los nexos causales
con el mundo y describible en términos de relaciones
entre objetos.
La crítica de la sociología puede tomar varias
cosas de la revolución filosófica husserliana. Todas
ellas, es cierto, se relacionan más con la re-evaluación
husserliana de las realidades que con sus hallazgos
específicos y soluciones propuestas. Primero, la restau­
ración husserliana de la subjetividad al status de
un objeto válido de conocimiento —en realidad, el
único válido. Ahora puede invocarse la autoridad
de Husserl para criticar los extremismos conductistas.
Segundo y más importante, el significado pecu'liar-
mente activo que Husserl, siguiendo a Brentano,
asignó a su noción de subjetividad: es una entidad
caracterizada sobre todo por su intencionalidad, el
único elemento activo capaz de generar significados
y, en realidad, crear las cosas mismas en su única mo­
dalidad segura de Bewusstsein. Los críticos cansados
del hábito irritante de objetivar significados, de
buscarlos en entidades supraindividuales como la
sociedad y la cultura, y de concentrar la atención
sobre los medios por los cuales esos significados son
traídos desde “afuera” hasta “adentro” de la mente
individual, pueden saludar con agrado una filosofía
respetable que ofrece su autoridad en apoyo de una
inversión de la exploración. Ahora puede uno par­
tir desde el individuo como origen prístino de su
mundo, mientras se disfruta eil sentimiento intelec­
tualmente confortante de que su decisión implica
la emancipación respecto de supuestos a priori mo­
lestos, es decir una liberación genuina respecto del
sentido común —ese criterio perpetuo del éxito de la
empresa científica. Tercero, el tratamiento husserlia-
no del significado proporciona el medio anhelado
para otorgar firmeza radical y cohesión a los princi­
pios metodológicos de la hermenéutica. El significado
(M einung) no sólo es en mayor grado un derivado
del verbo significar (meinen) que un atributo de los
objetos; proporciona también toda la información
confiable sobre las cosas que razonablemente puede
esperarse. El significado no es algo que en principio
pueda y deba compararse con las cosas “tal como
son” y que por lo tanto se encuentre inmanentemente
estropeado por ese tipo malsano de subjetividad
cuya presencia en las cogitaciones científicas requiere
una excusa continua. Por lo contrario, el significado
es a la vez la única fuente y el único sentido del
Bewusstsein —la única existencia que puede ser exa­
minada en forma legítima y sensata por quien desea
alcanzar un conocimiento verdadero de las cosas.
Cuarto, en la emancipación de la validez ( Geltung)
del significado respecto del proceso real del pensar,
cabe percibir el camino para eludir las numerosas
trampas metodológicas con las cuales parecía asociar­
se confusamente la exploración tradicional de los
significados. Según Husserl, sólo la existencia depende
del pensar real con el que tratan los psicólogos; no el
significado mismo, situado en la subjetividad tras­
cendental. En consecuencia, uno puede explorar vá­
lidamente los significados sin provocar la indignación
de los puristas metodológicos que con razón han
condenado los ejercicios introspectivos por su exce­
siva confianza en las características personales del
investigador. El significado no es una entidad que
está únicamente en la mente de un individuo em­
pírico sino algo que trasciende cada conciencia
individual y es por lo tanto accesible a todos. La
exploración del significado puede realizarse ahora
sin mediación alguna: en ninguna de sus etapas es
necesario penetrar en el dominio científico, materia
de técnicas intersubjetivas de observación científica.
Los difíciles problemas de la verificación intersub­
jetiva, que surgen de inmediato cuando (pero sólo
cuando) ocurre tal trasgresión, pueden por lo tanto
evitarse. Mediante el recurso simple de afirmar que
el “referente objetivo” nada tiene que ver con la
cuestión de la validez del significado, se elimina
la posibilidad misma de poner en duda la legitimi­
dad de sus exploraciones. Las definiciones esenciales
de la fenomenología circundan su territorio con una
línea de fortines y trincheras que hacen invulnerable
su fortaleza metodológica. Y en realidad puede es­
tarse de acuerdo con Fink o Scheler cuando dicen
que no puede entender la fenomenología quien no
es fenomenólogo, y que habiéndose convertido en fe-
nomenólogo puede uno considerar con ecuanimidad
las invasiones que llegan desde afuera: están conde­
nadas a desaparecer en el momento en que irrumpen
en la fortaleza. Incluso la objeción obvia de que
muchos fenomenólogos, empleando con fidelidad el
mismo método de reducción pueden llegar (como
en realidad lo hacen) a muy diferentes intuiciones
del significado, tiene sentido sólo dentro de la ac­
tividad organizada por las nociones de “realidad
objetiva” o del “ser como es realmente en sí mismo” :
actividad a la cual Husserl le niega explícitamente
cualquier cosa que se parezca a una autoridad última
y en el mejor de los casos concede un status deri­
vado y parcial. La diversidad de las intuiciones
significa quizás que la práctica de las reducciones
no es perfecta, pero difícilmente socave la validez del
método en cuanto tal. Husserl nunca dijo que un
sujeto cognoscente posee una actividad otorgadora
de significado; los sujetos cognoscentes sólo tratan
—algunas veces sin éxito— de penetrar en, y refle­
xionar sobre, los significados que ya están “dados”
por la subjetividad trascendental de una manera
muy similar a como solían ser dados por el Dios
escolástico.
Prácticamente, todos esos aspectos del proyecto
husserliano pueden inspirar un tipo de investigación
en el cual las técnicas identificadas tradicionalmente
con la actividad empírica son relegadas a un status
más bien subordinado. En lugar de proporcionar toda
la información buscada acerca de la “realidad”, se­
rán ahora tratadas como mero mineral en bruto del
cual debe destilarse el metal real. La cadena del ra­
zonamiento fue invertida en la actividad empírica.
Husserl solicitó la aplicación de múltiples reducciones
para poner al descubierto la “subjetividad trascen­
dental” sepultada bajo muchas capas de abstracciones
objetivadoras. En la investigación empírica que la
posición de Husserl puede generar, la presencia ocul­
ta de la subjetividad trascendental tiene que aceptarse
como establecida y preguntarse cómo, en los hechos
reales, esta presencia hace posible el discurso huma­
no. El que esta subjetividad trascendental (o como
quiera que se la llame) ya exista y opere, no es algo
que deba demostrarse. Husserl la considera como
probada y por lo tanto la utiliza como un recurso
analítico y organizador de datos, aun cuando no es­
té formulada y sea en realidad inexpresable.
Hasta aquí he hablado de la inspiración que cabe
encontrar en el programa de Husserl más que de
su filosofía como fundamento para un sistema de co­
nocimiento sociológico. La decisión fue intencional.
Aunque haya pocos límites inmanentes para las in­
terpretaciones inspiradas, aunque libres, construir
una sociología sobre fundamentos husserlianos pre­
senta problemas difíciles para los cuales nadie ha
ofrecido hasta ahora una solución cabal. La sociolo­
gía, es cierto, ha sido un nombre de familia para
una peculiar acumulación de imágenes y activi­
dades que a veces apenas se comunican entre sí. Sin
embargo, aun cuando pugnen las unas contra las
otras, esas imágenes y actividades han sido reconoci­
das como “sociológicas” a causa de su referencia
común al espacio que se extiende “entre” los indivi­
duos humanos. Para ser clasificada como sociológica,
una imagen de una actividad debe relacionarse con
el fenómeno de la interacción humana. Este acto
autodefinitorio trasciende los más vehementes des­
acuerdos entre las escuelas, que por lo común se
desenvuelven en torno del método mediante el cual
debe enfocarse ese fenómno y la manera en que
debería ser conceptualizado. Cuanto más desea uno
permanecer fiel a los principios de la fenomenología
husserliana, tanto más difícil encuentra la tarea de
moverse hacia su campo.
Pues, ¿cómo puede explicarse y tenerse en cuenta
el espacio “entre” los individuos sin haber primero
“eliminado los paréntesis” de la pregunta existencial
antes suspendida? Y este “eliminar los paréntesis”,
¿no anulará las ventajas que puede ofrecer la re­
ducción trascendental? Estas preguntas constituyen
la valla que hasta ahora la investigación fenomeno-
lógica ha tratado de superar sin éxito, y sin esperan­
za de poder lograrlo. La subjetividad trascendental,
tema central de la exploración fenomenológica, es
por cierto una entidad extraindividual, pero tiene
tanto en común con el espacio de interacción entre
los individuos como la conciencia de tipo husserliano
con la conciencia de los psicólogos o de la filosofía
empírica británica —es decir, nada. La subjetividad
trascendental no es una entidad sobre la cual pueda
actuarse, ni ser generada por la acción humana,
orientada hacia algo o modificada por el designio;
en síntesis, no es un objeto-de-la-realidad. Si hace
algo, no es sino preceder, imperturbada e inmutable
toda acción objetivable. Para alcanzarla (y es pre­
cisamente alcanzarla la tarea básica de toda la
fenomenología) debe uno comprometerse a muchas
cosas, entre las cuales el “eliminar mediante la pues­
ta entre paréntesis” el campo sobre el cual se ha
levantado el conocimiento sociológico es una de las
más importantes.
Es cierto que Husserl, por lo menos en la etapa
posterior de su obra, percibía con agudeza ese punto
débil de su sistema, que no le permitía “comunicarse”
con interrogantes y problemas de vital importancia
procedentes de estudios sobre la cultura y la socie­
dad. También es verdad que hizo todo lo posible
para corregir esto. Puede argüirse, empero, que
comprendió mal la naturaleza de la crítica que inevi­
tablemente surgía desde la sociología. No hizo casi
nada para demostrar la pertinencia de la reducción
trascendental para el tipo de problemas con los cua­
les tiene que llegar a enfrentarse la sociología, la
ciencia cuyo objeto es la interacción humana. Pro­
curó en cambio demostrar (y con ello sacrificó buena
parte de su pureza inicial, severa e inflexible) que
una vez alcanzada con éxito la reducción trascen-
tal uno puede todavía legitimar la idea de otro ser
humano y, dando un paso más, de un grupo hu­
mano.
Husserl concibió así el problema como la necesi­
dad de demostrar que hay un paso legítimo desde
la subjetividad trascendental a una “inter” subjetivi­
dad trascendental. En términos husserlianos esa
demostración habría sido válida sólo si fuera posible
demostrar que esa intersubjetividad es dada directa­
mente, ingenuamente, pre-predicativamente dentro
del Lebenswelt [mundo vital] —la única fuente de
conocimiento, nuestra vida tal como la vivimos a
diario y la experienciamos antes de cualquier expe­
riencia teórica. Todo lo que es parte del Lebenswelt
es dado como un modo de Empfindnis —“estar a la
punta de mis dedos” ; yaciendo al descubierto aquí
y ahora; accesible sin la mediación de construcciones
teóricas que son un producto de la ciencia que lucha
para liberarse del Lebenswelt y por lo tanto oculta
vergonzosamente su origen y extiende una cortina
de conceptos abstractos entre el hombre y el mundo en
el cual él ya vive. ¿Pueden otras subjetividades
ser directamente derivadas de ese Lebenswelt sin re­
currir a los datos “existenciales” ofrecidos por la
ciencia? ¿Puede demostrarse que otras subjetividades
están dadas en este único modo pre-predicativo de
Empfindnis?
Lo que sigue es tan ingenioso como poco convin­
cente.3 Cierto número de experiencias importantes
son dadas ingenuamente: la experiencia de mi cuer­
po (Kórper); la experiencia de mi alma; la expe­
riencia de su unidad (es decir la experiencia de que
mi Kórper es un Leib, esto es, un cuerpo viviente,
una entidad animada y activa) ; la experiencia de
la presencia de otros Kórper, que concuerda con la
descripción de mi cuerpo que conozco como Leib
—'los veo activos, se mueven, hacen gestos, etcétera.
Y lo que es más, están ahora exactamente donde yo
estuve un momento antes. Husserl señala que se trata
de una situación similar a la de la memoria: me
recuerdo a mí mismo desde hace un momento y
experiencio mi recuerdo de mí mismo simultánea­
mente con mi experiencia de mí mismo ahora—- pero
esta simultaneidad, fundamento de mi experiencia
ingenua de comunidad con mí mismo que trasciende
el tiempo, no logra borrar la distinción entre pasado
y presente. Lo mismo puede decirse de la comunidad
con el otro: “Ichliche Gemeinschaft mit mir selbst
ais Parallele zur Gemeinschaft mit Anderen (“la
comunidad yoica con mí mismo como paralelo de
la comunidad con otros” ).
La experiencia de comunidad con otros sólo es
posible porque yo concibo al Otro como una modi­
ficación intencional de mí mismo. Trátase de un
rasgo único del Otro; no hay nada que esté consti­
tuido de la misma manera. Es solamente el Otro, a
diferencia de las cosas comunes, que, al ser repre­
sentado como una persona empírica es por la misma
razón representado como una subjetividad trascen­
dental. Por eso yo extiendo hacia el otro un vínculo
intencional de tipo comunitario; y el vínculo —aquí
aparece la mayor sorpresa— es reciprocado.
Ese es, en realidad, el más frágil de todos los pi­
lares sobre los cuales descansa el puente laboriosa­
mente edificado para conectar la fenomenología con
la sociología. El razonamiento elegante ha estado
hasta aquí más inspirado por la fenomenología
que por la sociología. Fue construido para mos­
trar que uno puede seguir siendo un fenomenólogo
de buena fe y sin embargo exceptuar a “los otros” de
la “epojé”. Hasta aquí todo va bien: la alegoría
mnemónica es un recurso aceptable en la argumen­
tación filosófica de esta clase. Pero entonces, de
repente surge de algún lado la reciprocidad, aunque
ciertamente no de la misma línea de argumentación.
Hasta aquí sólo fue “mi” actividad intelectual lo
que llevaba al Bewusstsein del otro; pero ahora tam­
bién el otro comienza a actuar. Él puede (pero
también posiblemente no puede) reciprocar mi ofreci­
miento de comunidad. La subjetividad trascendental
siempre ha existido desde el comienzo, obstinada­
mente, aunque no se la viera. La “inter”-subjetividad,
empero, está constituida de una manera muy di-fe-
sente; puede ser objeto de negociación y tal vez de
controversia entre más de un sujeto autónomo. Como
Erwin Lazslo lo señala convincentemente, el concepto
mismo de “intersubjetividad” es “o insoluble o es­
purio” y por lo tanto “ilegítimo”. Lazslo sostiene
que hay dos tipos de discurso muy diferentes: el
realista, al cual pertenece el concepto de “inter”,
y el escéptico, del que la “sujetividad” es una parte.
“El tipo de significado asociado con ‘inter’ presupone
varias entidades y en consecuencia cierto realismo en alguna
medida y en alguna forma. Por otra parte la ‘subjetivi­
dad’, tomada en su valor literal, significa que en la
medida en que concierne a cualquier sujeto dado, hay
solamente contenidos de experiencia y no necesariamente
‘otros’ tales como él mismo. Por lo tanto, ‘inter’ presu­
pone a muchos, y ‘subjetividad’ connota a uno solo.” 4
El escepticismo radical del que la fenomenología
tanto se enorgullece difícilmente puede engendrar a
“otros” como algo más que contenidos de la expe­
riencia. En cuanto agentes autónomos “como yo
mismo”, los otros pueden ser establecidos sólo en el
caso de que se restaure con derechos propios una
argumentación “a partir del ser” —argumentación
que la fenomenología ha rechazado en forma radical.
Pero lo que nos interesa aquí no es el refinamiento
filosófico de la argumentación. Hemos seguido a
Husserl esperando encontrar un fundamento para
una crítica convincente de la sociología. No lo hemos
encontrado. Husserl tiene poco que ofrecer para
poner de manifiesto los errores originales de la
“ciencia de la no-libertad”, pues su preocupación es
demostrar que uno puede purificar su conciencia
moral sociológica sin renunciar a su fe fenomenoló­
gica. Este deseo de respetabilidad sociológica es tan
poderoso que lo empuja hacia terrenos en los cuales
pocos sociólogos se atreverían a entrar. Como vimos,
Husserl legitimó la intersubjetividad al postular un
vínculo intencional recíproco entre la subjetividad y
sus contenidos. Por cuestionable que sea, ocurre que
se trata del primer paso hacia la sociologización
—que por cierto no es la mejor de las aptitudes de
Husserl. Y de ese modo aprendemos que el Kultur-
welt [mundo cultural] creado por la intersubjetivi­
dad (homólogo del Unwelt [mundo circundante]
engendrado por la subjetividad) tiene, también por
analogía, todas las facultades constitutivas de la sub­
jetividad, y así genera la “naturaleza espacio-tempo­
ral de la humanidad”. Su último producto es el
Gemeingeist [espíritu común], una copia carbónica
exacta de la mentalité collective y grupos centrales
de valores, netamente dactilografiados ahora con una
máquina de escribir supuestamente fenomenológica.
El Gemeingeist se sedimenta en forma de cultura,
que se manifiesta en la “unidad de objetivos y ac­
ción” —el rasgo más prominente y distintivo de la
comunidad ética, la réplica, también por analogía,
de la personalidad ética. Y por fin —aquí encontramos
la falla básica de la fenomenología como intento
fracasado de crítica de la sociología— la sociedad
puede concebirse, sin por ello violar principios fe-
nomenológicos, como una personalidad sintética.
Para probarlo Husserl invoca a los espectros de los
Spencers, Novikovs y Lilicnfdds: así como un cuer­
po está constituido por células, la sociedad está
constituida por personalidades (¡sic!).
“La persona en comunidad, la espiritualidad en comu­
nidad . . . es real y verdaderamente personal; hay un con­
cepto de naturaleza superior, que vincula a la persona
separada e individual con la persona en comunidad; se da
allí una analogía, similar a la que hay entre una célula y
un organismo constituido por células; no se trata de una
mera imagen sino de una comunidad genérica.”
Nos encontramos así enfrentados a un dilema sin
solución viable. Si aceptamos la lógica mediante la
cual Husserl procura legitimar la sociología, termi­
namos reinvindicando la menos agradable de aque­
llas creencias que la “ciencia de la no-libertad”
querría hacernos adoptar, presentada además en la
más primitiva de las formas posibles. Si seguimos a
Laszlo y destacamos las incoherencias inmanentes
de la lógica de Husserl, nos quedamos sin nada que
pudiéramos considerar importante para nuestro co­
metido : nos vemos obligados a volver a nuestra
opinión original de que el programa fenomenológico
no engendra sociología alguna si se lo observa es­
crupulosamente. En él mejor de los casos es una
declaración de la ilegitimidad de la especulación
sociológica. Si tomamos seriamente en cuenta la
subjetividad, la concepción de los asociados como
sujetos autónomos se vuelve imposible. El concepto
de espacio interindividuaJl y la comunicación entre
sujetos autónomos no entraña problemas (y cons­
tituye un objeto legítimo de estudio) sólo cuando
se afirma axiomáticamente la existencia de “otras
mentes”. Pero entonces volvemos a encontrarnos
con todas las dificultades vinculadas con la subjeti­
vidad, demasiado bien conocidas en la historia de la
sociología. Gomo veremos más adelante, el problema
no carece de importancia. La crítica de la sociología
actualmente realizada con el auspicio de la feno­
menología, surge en realidad de otra fuente: la
filosofía existencialista.

La restauración existencialista
A diferencia de Husserl, los existencialistas nunca se
preocuparon mucho por la existencia de los otros.
Esta existencia no les pareció un problema con el
cual hay que enfrentarse tejiendo una tram a de­
licada de categorías filosóficas sutiles. Por lo contra­
rio, la presencia de los otros fue para ellos el hecho
primario de la existencia. La presencia de los otros,
la comunicación con los otros, el estar impregnados
con interacción, todos estos son constituyentes inte­
grales de la persona más que atributos que en una
etapa posterior podrían agregarse a la persona ya
establecida y completa. Tal vez la diferencia obedece
a que Husserl y los existencialistas perseguían obje­
tivos distintos. La preocupación de Husserl era sobre
todo de tipo noético: las cuestiones ontológicas, el
problema de la “quiddidad”, fue investigado por
él cuando comprendió que sólo podría encontrarse
una solución satisfactoria para las principales dispu­
tas ontológicas y epistemológicas cuando se las tratara
conjuntamente, como aspectos de la cuestión cen­
tral: “¿cómo puedo yo conocer?”. En el existencia-
lismo, el problema del conocimiento, aunque se lo
considera con seriedad, cumple un papel subordinado.
La búsqueda de la naturaleza auténtica, no distor­
sionada del hombre, antes que el conocimiento no
distorsionado que el hombre puede adquirir, cons­
tituye el tema orientador de la filosofía existenciailista.
Y el punto de partida de esa búsqueda es, por así
decirlo, el “eliminar mediante su puesta entre pa­
réntesis” precisamente aquellas esencias que Husserl
quería colocar en el centro mismo de la empresa
filosófica. La existencia es la más flagrante, inerradi-
cable y “pre-predicativa” realidad del ser-en-el-mun-
do-humano. Y este ser-en-el-mundo implica’ objetos
—cosas y otros seres humanos— desde el comienzo
mismo, como condición previa de todo filosofar. Co­
mo en la notoria frase sartreana, “la existencia pre­
cede a la esencia”, es la esencia lo que puede ser
considerado como un agregado facticio a la expe­
riencia primaria sumergida en el flujo viviente de la
existencia. Lo que en nuestra vida diaria, y como
resultado de un entrenamiento largo y abrumador,
consideramos como esencias, son los productos ac­
cesorios de una existencia inauténtica y falsificada;
un testimonio de hombres que no lograron ser ellos
mismos, o a quienes no se les permitió serlo. Dentro
del campo estructurado por la búsqueda de conoci­
miento verdadero, la presencia de los otros no podía
darse por establecida. Sin una presencia de los otros
tomada como establecida, no puede emprenderse la
búsqueda de una existencia verdadera.
Y así todo ser es, desde el comienzo, ser-en-el-
mundo, y esto incluye ser-con-otros. Ahora bien:
tanto el “ser-en” como el “ser-con” son definidos
como conciencia de que el “no-yo” existe, inamovi­
ble, y que presenta un problema, establece una
relación, una actitud, un modus vivendi que son
inevitables. De donde se infiere que el único ser
que puede ser discutido —el único ser verdadero—
es la condición humana del ser, fundada sobre la
reflexión y que entraña la comprensión de la separa­
ción del yo cognoscente. “Hombre” es un concepto
multifacético, que, si bien está condicionado por el
cuerpo humano y sus relaciones, puede abarcar más
que el tipo de ser que los existencialistas conside­
rarían específicamente humano. Por eso la tendencia
a introducir otras palabras para designar la manera
de existir específicamente humana (Dasein [estar-
ahí] en Heidegger, pour-soi [para-sí] en Sartre),
palabras que ponen de relieve el modo reflexivo del
ser y simultáneamente eliminan esos significados de
existencia que los hombres pueden compartir con
las cosas animadas o inanimadas. Es sólo para los
humanos que ser-en-el-mundo implica la necesidad
de definirse a sí mismos en relación con este mundo,
trazando líneas divisorias entre ellos y éste, defen­
diendo su persona contra las incursiones provenientes
de afuera, distinguiendo entre sus yos verdaderos y
las formas que el mundo externo trata de imprimir
sobre ellos.
Las tensiones entre el yo y el mundo en el cual
aquél está inmerso hállanse por lo tanto contenidas
en la experiencia prepredicativa más elemental y
universal. No son causadas por un tipo específico de
relaciones sociales; tampoco son creadas por un tipo
especial de exigencia formulada contra el mundo
por una personalidad determinada históricamente.
Tales tensiones son un rasgo definí torio de la exis­
tencia humana como tal —un factor de la vida hu­
mana antropológico-por-definición. Si dejan de ser
experienciadas y sentidas como “el” problema del
ser del hombre en el mundo, ello sólo representa
una emancipación espuria respecto de los senti­
mientos inherentes a la condición humana. Sólo
significa perder lo genuinamente humano de la exis­
tencia del hombre, un retorno del pour-soi al en-soi
prehumano; una retirada desde ser-en-el-mundo ha­
cia una situación en la que el yo autónomo y pre­
viamente separado es absorbido y disuelto por el
mundo exterior a él en un grado en el que pierde
su distinción; es decir, pierde su capacidad para
verse como un objeto y considerar como un proble­
ma su relación con el mundo. La demarcación entre
el yo y su mundo, por lo tanto, es inevitable dentro
de los límites de la existencia humana. La división no
puede ser trascendida o superada sin destruir el pour-
soi mismo. Dado que d mundo exterior al yo “existe”,
de que está presente como objeto de reflexión, como
un objeto para un sujeto reflexivo sólo en la me­
dida en que el yo lo establece en oposición a él
mismo (en este sentido “creando” su propio mun­
do) , entonces puede uno, en efecto, ver lo característico
del existencialismo como una variación del tema hege-
liano de la Entausserung [exteriorización]: el mundo
establecido, dotado de significado, es una exteriori­
zación del yo. Pero aquí termina la afinidad. La vi­
sión hegeliana de la reabsorción final del mundo
exteriorizado por el Espíritu que se reconoce a sí
mismo en los productos de su autoalienación (la
visión que “historicizó” el fenómeno de la alienación
y le proporcionó una dinámica dirigida) es recha­
zada con energía por la filosofía existencialista. La
división no es una estación de tránsito por la que
se atraviesa en el camino hacia la restauración de la
unidad: es un sinónimo de ser humano; un episodio
en la historia de la naturaleza, un estado eterno para
los seres humanos: un estado coextensivo con el
ser-en-el-mundo específicamente humano.
Y así como la división es inevitable, también lo
es la relación con los otros. Al igual que la divi­
sión es un acontecimiento ineludible (por definición
de la existencia específicamente hum ana), aunque
al mismo tiempo un acto de la voluntad, así tam­
bién es inevitable la relación con los otros. El hombre
está condenado a existir físicamente con otros hom­
bres, a compartir con ellos el mundo de la naturaleza.
Pero para coexistir con ellos de una manera espe­
cíficamente humana tiene que aplicar su propia
voluntad: tiene que elegir activamente la relación
correcta con los demás y rechazar activamente la
deshumanizada y corrupta. Las relaciones correctas
sólo pueden fundarse en la decisión de permanecer
pour-soi por parte de los asociados. Como dice un
eminente psicólogo existencialista, Ludwig Biswan-
ger, los hombres pueden comprenderse los unos a los
otros únicamente en una relación yo-tú, en la inti­
midad de los yos antes que mediante un choque de
objetos o el intento de un yo por dominar y manejar
a otro ser humano objetivado. El virtual ser-con-otros
requiere un esfuerzo difícil y agotador para estable­
cer contacto en el nivel del pour-soi, un contacto en
el cual el otro ser nunca ha sido cosificado y pro­
puesto como un objeto.
En consecuencia, al otro se le asigna un papel
doble e intrínsecamente polémico como palanca ne­
cesaria para elevar al en-soi hasta el nivel del pour-soi
auténticamente humano, aunque es al mismo tiempo
el obstáculo y el peligro más serios para tal eleva­
ción. El primer papel es un asunto de esfuerzo cons­
ciente, de decisión activa. El segundo tiene que ver
con la rutina enviciante y obstructora de la vida
diaria, con el intento de evitar el “vértigo de la li­
bertad”, de retroceder cobardemente ante la decisión
de ser un hombre auténtico. El segundo papel lo
conocemos todos demasiado bien. Los otros se nos
aparecen, a primera vista, como un “ellos” anónimo,
una muchedumbre sin rostros que nos despoja de
nuestra singularidad y nos libera de la dolorosa
necesidad de elegir y decidir. La muchedumbre, ese
monstruo odiado por Kierkegaard, Nietzsche y Hei-
degger (das Man [lo impersonal]^, usurpa el dere­
cho, antes privilegio de Dios, de decidir sobre la
esencia humana, sobre el papel que uno debe cum­
plir y los principios morales que debe obedecer. A
cambio de eso ofrece un consolador sentimiento de
irresponsabilidad, libertad para evitar las consecuen­
cias de las propias elecciones y para culparse a sí
mismo por Jas injusticias de la vida. Como podemos
ver, esta muchedumbre de los existencialistas puede
satisfacer las dos necesidades que surgen de la ex­
periencia del sentido común: la necesidad de com­
prender la naturaleza de la necesidad externa, y el
deseo de transferir la carga de responsabilidad a
agentes respecto de los cuales el hombre puede de­
cir, con una conciencia moral limpia, que están más
allá de su poder. ¡Por lo tanto, satisface los mismos
anhelos que la sociedad durksoniana. La sociedad
benévola aunque poderosamente avasalladora del
durksonianismo es el equivalente de la muchedumbre
de Kierkegaard, el rebaño cruel y estúpido de Nietzs­
che, el das Man embrutecido de Heidegger, el infier­
no humano de Sartre. Pero hay una diferencia
esencial. ¡En oposición con el durksonianismo, para los
existencialistas la sociedad-rebaño no logra dominar
al yo a menos de que se le permita hacerlo, y esto
ocurre con más frecuencia por omisión que por
sometimiento deliberado. Para ejercer su poder dic­
tatorial, para disolver el yo potencialmente único
en una muchedumbre homogeneizada de dígitos inter­
cambiables, esta sociedad debe primero pasar por el
proceso de cosificación (la Verdinglichung [cosifica-
ción] de Hegel), ser cognitivamente re-moldeada
como una inevitabilidad todopoderosa y formulada
últimamente como el “ellos” omnipotente. En rea­
lidad, sólo cuando se la formula de tal manera se
convierte la sociedad en una naturaleza segunda,
Una realidad objetiva. Sólo cuando la conocemos
como el “ellos” que nos lleva a empujones, nos mal­
trata y nos obliga a ser lo que no deseamos ser; sólo
cuando se le permite, a cambio de la libertad res­
pecto de la responsabilidad, destruir nuestra existen­
cia auténtica. Ser esclavizado por la sociedad es así
un asunto de decisión, o más bien un asunto de
abstenerse de decidir. De ningún modo es un destino
inevitable de los seres humanos. Y mucho menos
aún la condición para convertirse en ser humano.
La filosofía existencialista parece ofrecer, de esa
manera, una crítica cabal y muy radical de la socio­
logía al enfrentarla en su propio terreno apropián­
dose de su lenguaje y de su problemática, y sugiriendo
así un argumento significativo y en ocasiones deci­
sivo. Acepta a la sociedad como una realidad. Pero
primero insiste en plantear el importante problema
acerca de cómo la sociedad ha llegado a ser una
realidad (o, más bien, cómo lo está llegando a ser
siempre). Segundo, destaca que la persona es en ese
proceso un factor sumamente útil y activo (aunque
a veces sólo lo es al desistir de la acción). Tercero,
abre la posibilidad de cuestionar y poner a prueba la
realidad social al definirla como una existencia
inauténtica. De ese modo ofrece un horizonte cogni-
tivo más amplio, dentro del cual la realidad social
“aquí y ahora” no puede seguir reclamando el status
privilegiado de fundamento único del conocimiento
válido —de único proveedor de “hechos”—. Como
veremos más adelante, esos tres puntos han bastado
para atraer a muchos pensadores disconformes con
los defectos notorios de la ciencia de la no-libertad.
Sin embargo, el camino propuesto por el existen­
cialismo resultó tan escabroso como la alternativa que
trataba de reemplazar. Había resistido con éxito la
reducción de la existencia humana al polo opuesto,
objetivado, pero en cambio la redujo al primero, el
polo subjetivo. Los deseos y los motivos humanos
ya no son los productos finales de una “realidad
social” inmanejable; en cambio, la realidad social se
convierte en la consecuencia de la decisión (o inde­
cisión) de la persona. La dirección de la reducción,
es cierto, ha girado ciento ochenta grados, pero si­
gue siendo una reducción. Con la misma vehemen­
cia con que fos durksonianos combatieron la “noción
misteriosa de libre albedrío”, los sociólogos existen-
cialistas se ven obligados a combatir contra la “no­
ción misteriosa de necesidad social”. El cambio de
dirección no les permite esquivar la intensidad de la
cortina de fuego.
Más importante aún: la sociología durksoniana
no podía explicar adecuadamente la indocilidad y
maldad humanas y no concebía la libertad sino
como una desviación resultante del fracaso técnico
de la sociedad; la sociología existencialista, por su
parte, enfrenta la misma dificultad cuando trata
de explicar la persistente experiencia de la sociedad
como una realidad obstruyente e inamovible, y no
puede dejar de percibir ese sentimiento sino como una
desviación producto del fracaso técnico del impulso
hacia la autenticidad. A causa de su unilateralidad
autoprogramada, ambas visiones dejan un residuo
incómodamente amplio de experiencia humana que
se niegan a explicar si no es como anormalidades
raras y desafortunadas susceptibles de ser corregidas
o acaso eliminadas mediante un conocimiento y es­
fuerzo adecuados. Al ser orgánicamente incapaz de
explicar de manera coherente la libertad humana,
lo único que puede hacer la sociología durksoniana
es calificarla como una ilusión. Al ser similarmente
incapaz de proporcionar una explicación significativa
de una realidad social que tiene apariencia de na­
turaleza, Ja sociología existencialista se ve obligada
a emplear el mismo artificio y afirma que se trata
de un fantasma.
O tra consecuencia del reduccionismo es, por su­
puesto, un menosprecio de la 'historia y la necesidad
consiguiente de proyectar el particular procedimien­
to analítico elegido al plano ontológico, como di­
mensión antropológica de sus referentes postulados.
El durksonianismo puede alcanzar ese efecto al es­
tablecer la fórmula de su reduccionismo como requi­
sitos lógicos previos de toda comunidad humana
organizada. Gracias a este recurso la categoría cru­
cial Iha sido ubicada seguramente sobre un plano
extratemporal y se ha descartado el molesto problema
del “origen” de una sociedad con carácter de na­
turaleza [naturlike]. Se lo aleja a una distancia
desde la que no puede perturbar, mediante el pa­
réntesis hipotético en el que se mantienen todos los
enunciados substanciales de la sociología durksonia-
na: dada una sociedad humana, debe haber a, b,
c , . . . n. E l mismo efecto es alcanzado por la socio­
logía existencialista al presentar la fórmula de su
tipo de reduccionismo como rasgo definitorio de la
existencia auténticamente humana. Una vez más,
el problema de la historia ha sido borrado sin pe­
ligro de la agenda. Una vez más, un paréntesis
hipotético previene su interferencia: dada una ma­
nera auténticamente humana de ser-en-el-mundo,
debe ¡haber ¡a,, b, c , . . . n.
Parecería entonces que tenemos dos formas de
reduccionismo que se enfrentan entre sí, y que en
última instancia se trata de un problema de elección
arbitraria determinada únicamente por las preferen­
cias o la tarea de investigación por realizar. Pero
en un importante respecto la versión centrada-en-la-
sociedad de la sociología tiene una ventaja sobre la
centrada-en-la-persona: pretende ofrecerle al indivi­
duo una orientación genuina, mientras que la so­
ciología de tendencia existencialista abandona mucho
a su discernimiento. Al escoger a la sociedad como
agente humanizador, la sociología durksoniana es
capaz de discutir el problema de la moralidad como
algo que en principio puede ser estudiado y aprendi­
do con certidumbre. Al colocarse en la posición de
una ciencia objetiva, observa, por supuesto, una
neutralidad estricta en cuanto a la decisión personal
de ser o no ser moral. Pero si se adopta la decisión de
ser moral, la sociología durksoniana no tiene difi­
cultad en decir “cómo” puede uno ser un ser moral,
y qué es ser moral en condiciones específicas. En el
caso de la sociología existencialista ocurre precisa­
mente lo contrario. Dada la ausencia de agentes
humanizadores supraindividuales, ser moral es un
imperativo que el individuo enfrenta directamente
como una tarea que debe cumplir por sí mismo. Aho­
ra bien, cuando llega a la cuestión acerca de cómo se
puede estar seguro que su manera de ser-en-el-mundo
es moral, el existencialismo, y también su sociología,
no ofrece ningún sustentáculo confiable. La única
receta es “llevar una vida auténtica”. Pero esto es
un consejo puramente formal. La autenticidad es por
definición un concepto totalmente individualizado y,
también por definición, sólo alcanza contenido des­
pués de que la orientación, que puede haber sido
obtenida de fuentes extraindividuales, ha sido consi­
derada inauténtica y como tal redhazada. Ninguna
decisión tomada por el individuo, por lo tanto,
alcanza nunca esa contundencia que únicamente
puede proporcionar un agente al que se ve como
inexpugnable e incontrolable. Al afirmar que ese
agente es una ilusión y considerarlo como mero pro­
ducto de una cosificación malsana, el existencialismo
no sólo suspende su propio juicio sobre lo que es
bueno o malo; niega también la posibilidad misma
de discutir los problemas morales en términos que
sean válidos no sólo para uno mismo. Parecería que
el existencialismo ha terminado con el manto de
apariencias al que se consideraba como contenido
moral de la existencia humana, pero solamente para.
poner de manifiesto el vacío moral que una vida
auténtica, genuinamente humana no puede eludir.
Hemos visto antes que el tipo durksoniano de
sociología, si bien se dirige a la imaginación de un
miembro lego común de la sociedad, procura llenar
las mismas necesidades que solían ser satisfechas
por Ja religión de los sacerdotes. Similarmente, cabe
comparar la sociología existencialista con la religión
de los profetas. No contiene promesas fáciles de
consuelo para el individuo agobiado por la carga
de su responsabilidad. Más que interpretar el mis­
terio de la existencia humana, lo desmistifica. Pero
no es fácil enfrentar la existencia desmistificada. A
pesar de todos los sufrimientos que pueda causar,
el mundo mistificado genera un sentimiento conso­
lador de falsa seguridad; cuando los sufrimientos
llegan al punto de desequilibrar la rutina diaria,
el mundo mistificado puede seguir siendo criticado,
rechazado y desafiado sin cuestionar la integridad
y la inocencia del sujeto que lo desafía. “Ellos” no
son solamente los amos de esclavos y los guardacár-
celes. Ellos traen, mediante un ¡trato global peculiar,
la redención junto con la esclavitud, la libertad
respecto de la responsabilidad junto con la no-liber­
tad de acción. Por lo tanto, los profetas, a diferencia
de los sacerdotes, ofrecen poco consuelo. Después de
expulsar al fantasma del “ellos”, los profetas apuntan
con sus dedos acusadores a la persona, abandonada
ahora sola sobre un escenario de pronto vacío.
Y ahora es ella el único y último objeto de auto-
investigación y crítica.
Esta es la filosofía existencialista que, con su enor­
me potencial desmistificador y limitaciones autoim-
puestas a la crítica práctica del mundo, sirvió de
inspiración real para diversas corrientes de la crítica
de la sociología que tienen raíces comunes en las
obras de Alfred Schütz. La denominación “fenome-
nológica”, que esas comentes escogieron para des­
cribir sus rasgos distintivos, puede inducir a error.
Hemos visto que cuando son observados escrupulo­
samente, los principios de la fenomenología son
incapaces de producir algún conocimiento descrip­
tivo cuyo objeto sea compartido por lo que ¡ha llega­
do a ser conocido como sociología. Al tomar como
punto de partida ese ser-en-el-mundo que implica
ser-con-otros, el existencialismo aspira a cubrir un
campo de estudio coextensivo con el de la sociología.
En efecto, ¡Schütz parte de un mundo viviente mucho
más densamente poblado que la austera subjetividad
trascendental de Husserl. La presencia de los otros,
que Husserl consideraba como el problema más
misterioso y complicado, es para Schütz axiomática­
mente no-problemática. Para Schütz (y para Kier­
kegaard, Heidegger y Sartre) Ja existencia de ese
mundo (la misma existencia que Husserl quería
eliminar poniéndola entre paréntesis y después re­
construir con cautela utilizando sólo elementos no-
existenciales) es simplemente dada, en forma di­
recta e inmediata. En general, Schütz está dispuesto
a incluir en la “esfera pre-predicativa” muchas más
pertinencias interpretativas” [interpretive relevances]
que Husserl, aunque siempre invoca la autoridad
de éste para legitimar el carácter no-inferencial de
esas pertinencias.5 La categoría central de Schütz
es el miembro, no la subjetividad trascendental; lo
que significa que al ser miembro de una comu­
nidad que comparte pertinencias interpretativas se
le asigna una modalidad pre-predicativa y se lo pone
entre las condiciones preliminares del proceso vital
del sujeto. Esta condición de miembro, al igual que
el inventario de conocimiento “al alcance de la ma­
no” que puede significar, es por la misma razón con­
siderado no-inferencial. Es por lo tanto este “hecho
en bruto”, o “lo-inmediatamente-dado”, que debe
ser inspeccionado con cuidado y descrito con fide­
lidad, pero que no tiene un “más allá” significativo
a partir del cual pueda ser factible explicarlo causal­
mente. Es cierto que el conocimiento “al alcance
de la mano” tiene un origen social; pero éste es un
supuesto sin mucha consecuencia, dado que nuestra
vida comienza a ser experienciada, convirtiéndose
en un objeto accesible a la exploración y la reflexión,
sólo cuando ese conocimiento ya se -ha “dado social­
mente”. Lo vernacular, el conjunto ya listo de tipos
preconstituidos, ha sido ya adquirido. “Desde el
comienzo”, es la expresión favorita de Schütz. Es
“desde el comienzo” que nuestro mundo es un mun­
do intersubjetivo de cultura, y no como sostenía
Husserl, algo que para ser conocido debe construirse
laboriosamente. Desde el punto de vista metodo­
lógico, el enunciado anterior significa que el pen­
samiento sociológico que Schütz permitiría debe
comenzar desde el mundo de la cultura que ya ha
sido apropiado e incorporado por el “miembro” —al
igual que en el caso de la sociología durksoniana
debe comenzar desde una sociedad que ya ha ad­
quirido ascendencia sobre el individuo. Ese “mundo
intersubjetivo de la cultura”, que es nuestro “desde
el comienzo”, es un mundo de significación aunque
esencialmente hecho por el hombre. No por com­
pleto, desde luego. Hay muchos supuestos y reglas
generadoras que Schütz examina como rasgos estruc­
turales antropológicamente universales; lo que él su­
giere es que constituyen límites inexpugnables o
condiciones universales de cualquier mundo inter-
subjetivo de la cultura. Schütz comparte con la
sociología durksoniana la tendencia a trepar hasta
alturas extratemporales, antropológicas. Ambos care­
cen de herramientas para tratar con lo histórica­
mente específico, quizás a causa de su esfuerzo por
establecerlo como universal. Schütz se encuentra
mucho más cómodo en el nivel de la “gramática
generativa” de la experiencia. Aun cuando admite
tomar como punto de partida una acción específica,
localizable geográfica e históricamente, tiende a con­
siderar esa especificidad geográfico-histórica como
un velo que esconde las estructuras universales que
realmente interesan. El Refugiado, o el Extranjero,
son elevados al nivel de tipos ahistóricos. Es signifi­
cativo que en la forma en que Sohütz lo establece
como objeto de investigación, el “mundo intersubje­
tivo de la cultura” carece “desde el comienzo” de
toda dimensión histórica.
El principal papel del mundo intersubjetivo de la
cultura parece consistir en proporcionar principios
generativos que diferencian e individualizan los
mundos subjetivamente concebidos de los miembros.
La mayoría de los patrones culturales examinados
por Schütz se presentan como reglas de estructu­
ración cognitiva, lo que lleva inevitablemente a
resultados distintos en cada caso individual. L a cla­
sificación de los otros en miembros del Unwelt [mun­
do circundante en general; también “mundo de los
congéneres directamente experienciados], Mitwelt,
[mundo de los contemporános], Vorwelt [mundo
de los predecesores], y Folgewelt [mundo de los su­
cesores], es una regla universal impuesta por la
graduación natural de familiaridad y accesibilidad.
En dependencia de esos dos factores, el miembro
toma cuatro actitudes diferentes hacia los individuos,
ubicándolos consiguientemente en una de las catego­
rías citadas. Los principios formales de esa estruc­
turación cognitiva, por lo tanto, siguen siendo los
mismos en cada caso. Pero como cabe esperar, las es­
tructuras cognitivas que emerjan serán muy dife­
rentes según la situación biográfica del miembro que
estructura. Como dice Schütz, con la substitución
de otro “punto-cero” (es decir, otra situación bio­
gráfica), se cambia la referencia-de-significado. Lo
mismo vale para una de las categorías centrales
de la sociología de Schütz: “el mundo alcanzable”. El
mundo alcanzable, la única área en la cual son con­
cebibles las relaciones “nosotros” (yo-tú) y la única
área en la cual los motivos “para” pueden aplicarse
razonablemente, constituye el meollo de la realidad
de cada miembro. Pero, una vez más, sus límites
seguramente serán trazados diferentemente por y
para cada miembro, y es casi seguro que los territo­
rios de tales mundos circunscriptos por situaciones
biográficas distintas no se superpondrán. El útil
concepto de “provincias finitas de significado” pro­
porciona otro ejemplo. Cada miembro vive dentro
de una multitud de realidades. Cada realidad está
cognitivamente constituida de su propia manera
específica, que se caracteriza por un estilo cognitivo
particular, por una coherencia que se alcanza al
desalojar, mediante la aplicación de la epojé a un
sector distinto del mundo vital y una perspectiva
temporal peculiar, algunos elementos específicos ha­
cia un fondo “tomado por establecido” . Y ahora
también todos esos rasgos distintivos se combinan
en un número de tipos que son universales, en el
sentido de ser reconociblemente similares en el grupo
de “provincias finitas de significado” de cada miem­
bro. Se puede describir válidamente para todos los
miembros posibles y reales, qué tipo de estilo cog­
nitivo, epojé, etcétera, constituye la provincia de la
argumentación, o del arte, o del ocio. Pero como
en los casos anteriores, la manera como un miembro
divide el mundo compartido en provincias cuando
traslada su atención de una provincia a otra, no está
de ningún modo necesariamente coordinada. Por lo
contrario, estas actividades de los miembros, aunque
puestas en operación por los mismos principios es­
tructurales lleva por fuerza a resultados muy distintos.
El concepto de “referencia apresentaeional”, que
Schütz considera un importante instrumento para
la dotación de significado, provee nuestro ejemplo
final. Cualquier miembro, confrontado con una serie
de experiencias, las dotará de significado combinán­
dolas en pares apresentantes-apresentados. El contex­
to en el que se efectuará ese apareamiento, y en
consecuencia la selección de pares y la división
de roles dentro de los pares, variará de acuerdo
con la situación biográfica de un miembro dado; los
mismos instrumentos inevitablemente producirán una
amplia variedad de significados aun cuando se los
aplique a objetos de la experiencia “externamente”
similares.
En suma, el mundo intersubjetivo de la cultura
tiende a producir, perpetuar y reforzar la autonomía
y unicidad de cada miembro como entidad cognitiva.
Schütz ha demostrado admirablemente cómo la
unicidad de los miembros es creada y recreada con­
tinuamente con la misma inevitabilidad que el durk­
sonianismo le asignaba al impacto uniformador de
la cultura. Los dos testimonios incompatibles de la
experiencia han sido por lo tanto reconciliados
en el plano cognitivo: ubicado en un mundo cultural
compartido, imposibilitado de elegirlo por un acto
de voluntad, enfrentando a su mundo cultural como
realidad, el miembro no puede dejar (a causa de
este hecho antes que a pesar de él) de convertirse
y de seguir siendo un individuo único. Es precisa­
mente el compartir las mismas reglas culturales de
la percepción del mundo lo que asegura la unicidad
de cada experiencia y de cada mundo individual de
significado.
Ahora bien, si como se ha demostrado, los mun­
dos de significado de los miembros individuales son
únicos, la comunicación entre los individuos cons­
tituye un problema. Y por cierto, tenemos que pre­
guntar cómo es posible tal comunicación. Hasta
aquí, todo lo que hemos aprendido acerca del mundo
intersubjetivo de la cultura ha apuntado unívoca­
mente hacia la separación monádica de los mundos
cognitivos individuales. Ahora es necesario demostrar
cómo, dado ese estado monádico, los miembros pue­
den seguir formando y manteniendo una comunidad
de significados.
Schütz afirma que algunas condiciones de esa co­
munidad son antropológicamente universales. Se
trata de las afirmaciones comunes, hechas de alguna
manera por todos los miembros de todas las comuni­
dades en todos los tiempos —tal vez de manera
espontánea, pero de cualquier modo sin que se ha­
llen implicados procesos visibles de enseñanza y
aprendizaje. Según parece, son meras elaboraciones
sobre la base de rasgos constantes y primarios de la
experiencia individual aunque universal —aunque
en ningún lugar el mismo Schütz confirma esa su­
posición con tantas palabras. Puesto que se carece
de alguna respuesta explícita ;a la cuestión del
origen del “bagaje de conocimientos al alcance de la
mano”, se encuentra uno en libertad para postular
una variedad de interpretaciones, que llegan hasta
la suposición de una tendencia innata, propia de la
especie, a percibir el mundo y a organizar la percep­
ción según un conjunto de reglas invariables. En
realidad, la cuestión del origen carece de importancia
para Schütz. Las reglas y los supuestos que se combi­
nan en el “bagaje de conocimientos al alcance de
la mano” han sido introducidos en el sistema de la
sociología de Schütz como un elemento notoriamente
kantiano. De hedho, no son sino las condiciones a
priori de toda experiencia significativa, y de toda
comunicación significativa entre sujetos cognitivos.
Veamos algunos ejemplos típicos. Primero, la afir­
mación de que el mundo está compuesto de objetos
definidos, que se infiere de la experiencia de resis­
tencia y es continuamente refirmada por ésta. Su
forma más elemental es ¡la resistencia de nuestro pro­
pio cuerpo, que puede enfermar, debilitarse o resis­
tirse a nuestras decisiones. Toda percepción del
mundo como exterior y “real” puede considerarse
como una modificación de esta experiencia funda­
mental. Segundo, la expectación de que las experien­
cias son típicas; que en principio son susceptibles de
generalizaciones en lugar de ser únicas e irrepeti­
bles; que cualquier experiencia es siempre un miem­
bro de una clase más amplia de experiencias similares,
y que por lo tanto puede aprenderse de las propias
experiencias previas, esperando razonablemente que
los acontecimientos futuros estén de acuerdo con el
patrón ya conocido. La misma expectación de regula­
ridad se extiende después a la esfera directamente
pertinente para el problema de la comunicación
interhumana: uno espera que las perspectivas cog-
nitivas sean reciprocadas por otros miembros, y que
los puntos de vista adoptados por los asociados en la
conversación sean, por lo menos en principio, inter­
cambiables. En otras palabras, la comprensión reci­
procada de los significados de cada otro es una
condición dada a priori del ser-con-otros. La com­
prensión está implicada en cada acto de comunicación
“desde el comienzo” ; no es un producto terminal
de la aplicación de una tecnología complicada que
hay que aprender diligentemente a dominar. La po­
sibilidad idealizada de tal comprensión se manifiesta
continuamente en el hecho de que los miembros
asumen, en el proceso de comunicación, las actitudes
de sus asociados y esperan que éstos se comporten de
manera similar. Por último, se espera a priori una
congruencia de puntos de vista. No se trata sólo
de que son intercambiables en el sentido de que
cada miembro puede “ponerse a sí mismo” en cada
punto de vista por turno, sino de que pueden ar­
monizar y complementarse entre sí, con el objeto
de que puedan ser mantenidos simultáneamente por
diferentes asociados en la conversación sin volver
incomprensible el discurso o condenarlo al fracaso.
Repitamos: todas esas afirmaciones y otras similares
no se aceptan sobre la base de generalizaciones em­
píricas, sino que se deducen del análisis de las con­
diciones que deben llenarse para que el “ser-con-
otros”, en el sentido de intercomunicación significa­
tiva, pueda ser concebible. Son, por lo tanto, requisitos
previos de la existencia del individuo, en la misma
medida en que, por ejemplo, el “mantenimiento de
patrones” es, para la sociología durksoniana, un re­
quisito teórico previo de la supervivencia del sistema.
Siendo esas las condiciones generales del “ser-con-
otros”, para alcanzar genuinas relaciones sujeto-a-
sujeto otros factores más son necesarios. Stíhütz no
está de acuerdo con la opinión desalentadora de
Sartre acerca de la posibilidad de trascender o evitar
la cosificación en las relaciones interhumanas. Para
Sartre, la presencia misma de otros compromete
inevitablemente la unicidad auténtica de la persona.
La mera conciencia de ser mirado crea malestar e
incomodidad y limita la libertad de la persona, que
se experiencia como objetivada por el otro, y es in­
capaz de evitar responder de la misma manera. En
consecuencia, sólo son posibles relaciones sujeto-ob­
jeto. Schütz tiene más confianza. De los muchos
tipos de relaciones entre miembros elige, como par­
ticularmente privilegiados en lo que hace a una
descosificación, relaciones de Wir-Einstellung [orien-
taoión-nosotros] (un equivalente del yo-tú de Buber)
entre consociados, en la cual los miembros pueden
concebirse el uno al otro como sujetos únicos. Su
compromiso biográfico mutuo es la causa de tal posi­
bilidad. Parecería que la Wir-Einstellung se desarrolla
en el curso de la conversación prolongada y continua
entre los miembros, durante la cual todos los aspectos
de la subjetividad de cada asociado puede llegar a
ponerse de manifiesto, de tal manera que cada uno
es capaz de llegar a captar en algún momento la
configuración única de los otros. Cada asociado
aprende gradualmente a conocer la subjetividad úni­
ca del otro explorando, en el proceso de intercambio
activo, tanto la flexibilidad como los límites íntimos
de aquél. Cuando se desarrollan genuinas relaciones
yo-tú, los muchos velos del anonimato que normal­
mente cubren la subjetividad del otro pueden ser
eliminados por completo.
Es esta posibilidad la que, aun en el caso de que no
se realice, establece la diferencia entre consociados
y meros contemporáneos. Estos últimos, aunque en
principio accesibles a la conversación potencial,
no están lo bastante comprometidos en La, biogra­
fía de un miembro dado como para manifestarse en
la unicidad de sus subjetividades. Siempre conserva­
rán un grado mayor o menor de anonimato; cuanto
mayor sea el anonimato tanto más reducido será el
conjunto de síntomas por medio de los cuales son
aprehendidos. Más que percibidos como sujetos, los
contemporáneos son concebidos como especímenes
de un tipo. Ese tipo se refiere a ellos, los ubica
dentro del mapa cognitivo subjetivo de un miembro,
y pone en acción la unidad pertinente del repertorio
de conductas de ese último, pero nunca es idéntico
a un otro concreto.
Existe en consecuencia una diferencia de clase
entre las relaciones sujeto-a-sujeto y las meramente
tipificadas. Las primeras son un elemento integral
del ser-en-el-mundo de un miembro; son coextensivas
con su existencia misma. Las segundas, en cambio
tienen sólo un carácter objetivo. Cuando hablamos
de relaciones sociales entre meros contemporáneos,
sólo nos referimos a la probabilidad subjetiva de que
los esquemas tipificadores y las expectaciones recí­
procamente asignados serán reciprocados, es decir,
usados de manera congruente por los asociados. Esto
subsiste siempre como una probabilidad subjetiva, y
en la medida en que continúan fundadas sobre la
Ihr-Einstellung [orientación-ellos] permanece en el
nivel de mera hipótesis. Sólo ese sector del mundo
que ha sido puesto de relieve por la situación bio­
gráfica es constantemente cuestionado por los miem­
bros y es objeto de exploración intensiva. A diferencia
de los consociados, los contemporáneos están ubicados
fuera de ese sector. No afectados por los intereses
cognitivos del miembro, y puesto que se les adjudica
reducida o ninguna importancia tópica, se los deja
sin cuestionar, aun cuando en principio sean cues­
tionables. El fenómeno mismo del “tipo” consiste en
trazar una línea demarcatoria entre los horizontes
explorados del tópico tratado y el resto de él, que el
miembro deja sin explorar.
Los “tipos personales ideales”, que se refieren a
agregados de contemporáneos (o por la misma ra­
zón, de predecesores o sucesores, quienes empero
difieren de los contemporáneos porque no se los
puede convertir en asociados de la conversación),
son tipificaciones del primer y más bajo nivel. Por
supuesto, existen tipificaciones más complejas, pero
son siempre derivadas de las del primer nivel por
analogía o combinación. El estado, el pueblo, la
economía, la clase, son todos ejemplos característicos
de esos tipos complejos que tendemos a tratar como si
fueran tipos personales sui generis. En realidad, son
descripciones abreviadas de sistemas muy complejos
de tipos personales del orden inferior. A causa de su
naturaleza derivada, aumentan la debilidad de la tipi­
ficación original y amplían las áreas dejadas en la
sombra y tomadas por establecidas en el proceso
de tipificación. En particular, se hace mucho más
intensa la naturaleza hipotética de esos tipos del segun­
do orden. Es tanto lo que se ha tomado por esta­
blecido en el proceso de tipificación, que difícilmente
pueda encararse el problema de su verificación. Para
apartarnos por un momento del universo de discurso
propuesto por el vocabulario de Schütz, digamos
que, desde un punto de vista práctico, conceptos
como sociedad o clase entran en el mundo vital del
hombre como mitos, sedimentados durante un pro­
ceso largo y tortuoso de abstracción que el miembro
mismo dejó de controlar en una etapa relativamente
temprana (en realidad, con su primer paso más allá
del cómodo dominio de relaciones yo-tú con el
círculo cercano de consociados).
Parece que ésos son los límites últimos de la crí­
tica de inspiración existencialista de la sociología.
Esta crítica puede explicar los fenómenos supraindi-
viduales solamente como conceptos mentales. Cual­
quier crítica de tales conceptos consistirá en demos­
trar que se ha llegado hasta ellos por medio de una
serie de operaciones mentales sujetas a reglas me­
ramente cognitivas; en demostrar que, dadas esas
reglas inerradicablemente presentes en el bagaje del
conocimiento al alcance de la mano, la creación
de tipos es inevitable. Los tipos vuelven después al
mundo vital del individuo, donde son admitidos a
base de analogías con relaciones personales ■ —las
únicas que son experieneiadas directa y plenamente.
Los mismos mecanismos mentales, por decirlo así,
descosifican a los consociados y cosifican todo el
resto del mundo del individuo —puesto que la cosi-
ficación es un proceso vital que consiste en suponer
la “existencia objetiva” de lo que en realidad es un
complejo producto conceptual del pasar por el tamiz
la experiencia personal limitada. Schütz —y más
aun sus seguidores— le asignan a esa conducta el
status de hipóstasis: un error lógico común que
surge de atribuir referentes reales a palabras abs­
tractas.
La “naturaleza segunda” reivindicada
De tal modo, si bien la sociología durksoniana se
esfuerza por “desmistificar” la libertad individual,
la crítica que de ella hace Schütz evidentemente
procura “desmistificar” la sociedad. Pero hace muy
poco para ayudar al individuo, supuestamente eman­
cipado a causa de esa desmistificación, a alcanzar
libertad práctica respecto del producto de su propia
capacidad cosificadora. Por lo contrario, el análisis
de Schütz demuestra convincentemente que la co-
sificación, y los tipos hipotéticos que reemplazan
la íntima experiencia yo-tú de los otros, son parte
integral de la trama misma de la existencia del miem­
bro. Quizás puedan ellos ser re-negociados y re-he­
chos, pero de una u otra manera están allí para
permanecer para siempre. En un sentido, la cosifica-
ción de la experiencia limitada en conceptos hipoté­
ticos aunque todopoderosos que a su vez estructuran
la experiencia del individuo, es tan universal e inevi­
table antropológicamente como la conciencia colectiva
de Durkheim o los requisitos previos del sistema
parsoniano. No se ha dejado lugar alguno para la
suposición de que bajo ciertas condiciones podría
evitarse la cosificación, de que en algunas situaciones
la gente podría ser capaz de “ver a través”, de la
totalidad de sus complicaciones sociales, y que en
consecuencia el análisis sutil que hace Schütz del
mundo vital no es más que una descripción ilíci­
tamente generalizada de un mundo específico, his­
tóricamente generado. Pese a todo su poderoso
potencial crítico dirigido contra la sociología con­
cebida como la ciencia de la no-libertad, la alterna­
tiva de Schütz se abstiene de ofrecer un punto de
vista conceptual desde el cual podría llevarse a cabo
una crítica de la realidad social (en cuanto opuesta
a la crítica de su im agen). En este respecto se ubica
junto a la sociología durksoniana que tan sutilmente
critica.
El sistema de Schütz, inspirado en el existencialis-
mo, es por lo tanto, específicamente una crítica de
la sociología y no de su objeto. En tal capacidad, sí
ofrece un programa armoniosamente coherente, que
abunda en intuiciones esclarecedoras. Puede entonces
concebírselo como una antropología (antes que como
una sociología) del conocimiento, que apunta pre­
cisamente hacia esos sectores del conocimiento que
constituyen el dominio elegido de la sociología. Schütz
ha demostrado convincentemente que la sociología,
lejos de aprehender la así llamada “realidad social
objetiva”, es en realidad una modificación del sen­
tido común; que toma como objeto no “fenómenos
objetivos” sino productos de la tipificación, y en
consecuencia perpetúa y reafirma las tendencias co-
sificadoras del sentido común en lugar de ponerlas
de manifiesto tal como son. Al ser meros productos de
la objetivación, los “fenómenos objetivos” son ex­
presiones concretas del conocimiento subjetivo de
“acontecimientos de la mundanidad vital”.6 Adjudi­
carles cualquier otra modalidad existencial significa
perpetuar esa ilusión cuya eliminación es una tarea
principal de la investigación científica del mundo
vital. El estado, la clase, etcétera —si enfrentan al
individuo como constituyentes no eliminables de su
mundo vital— alcanzan un status tal porque “el es­
tablecimiento de objetivaciones por obra de una
persona y su interpretación por obra del Otro ocurren
‘al mismo tiempo’ ”. La tarea de la sociología, en­
tonces, consiste en poner al descubierto los meca­
nismos ocultos del proceso de objetivación colectiva,
que se manifiesta a los ojos de un miembro común
sólo bajo la forma de sus productos terminales.
Pero la crítica schütziana de la sociología se de­
tiene en ese punto. Si todo lo que hacemos es seguir
fielmente su manera de explorar la lógica de la ob­
jetivación, la sociología se afirmará otra vez sobre
sus pies. En lugar de intentar vanamente captar la
sociedad real, obraremos con mayor sensatez si vol­
vemos nuestra atención a la estructura del proceso
que genera nuestra creencia en esa “realidad” —par­
tiendo del único conocimiento cierto que nos es
dado de una manera no problemática, esto es, el
conocimiento que se deriva directamente del mundo
del vivir diario. Esto equivaldría a un volver “a. las
raíces”, y se cumpliría el postulado husserliano zu
den Sachen selbst [a las cosas mismas], Schütz no
pide que la sociología critique su objeto. Sólo la invita
a adoptar un punto de vista crítico de su propio
conocimiento de ese objeto y de la manera en que
llega a tal conocimiento. Al igual que sus oponentes
durksonianos, Schütz excluye a priori, por mera
decisión metodológica, la posibilidad misma de la
crítica dirigida al objeto. Así como, para parafrasear
a Anselm L. Strauss,7 la sociología durksoniana
supone que el observador (el sociólogo) “tiene un
conocimiento del fin para el cual se agrupan las per­
sonas”, Schütz pretende conocer “las reglas básicas
de acuerdo con las cuales están compuestas las va­
riaciones (de una personalidad)” : conocer, es decir,
en el sentido de excluir la posibilidad de que alguna
vez cambien esas reglas y no sólo sus aplicaciones.
De este modo, con una realidad social dura, se­
mejante a la naturaleza, reducida analíticamente a
tipificaciones y sólo a tipificaciones, subsiste el pro­
blema acerca de si el hombre puede alguna vez
eludir esa actividad tipificadora. Tal posibilidad no
cabe dentro del sistema de Schütz. Al explicar la
totalidad de la “realidad social” por medio del más
elemental y universal proceso de cosificación de sig­
nificados, Schütz describe, primero, la experiencia
de la no-libertad como un rasgo antropológico eterno
del ser-humano-en-el-mundo; y segundo, presenta
toda no-libertad como esencialmente similar y sur­
giendo de la misma condición humana esencial. La
afirmación de que algunos elementos de la realidad
experienciada son redundantes y pueden ser dejados
de lado, de que esos elementos derivan de causas
más restringidas (y menos inevitables) que las ten­
dencias universales de toda la humanidad, no puede
formularse seriamente dentro de la perspectiva de
Schütz. Pero es sólo mediante tal afirmación que
la crítica de la sociología puede convertirse en una
crítica de la realidad social misma. De la vivisección
devastadora que Schütz hace de la sociología, la
realidad social emerge intacta e invencible, reducida
a una substancia intelectual benigna pero no menos
inevitable y avasallante que el sistema metodológica­
mente postulado de Parsons.
Ambas tentativas de explicar la experiencia hu­
mana desde un punto de vista monístico parecen,
por lo tanto, igualmente deficientes. Es curioso que
mientras tratan de probar que el otro polo de la
experiencia evidentemente dual sólo es imaginario,
las dos son incapaces de cuestionar la necesidad
implicada en el primero. Ambas son así orgánica­
mente no críticas de la sociedad o de la condición
humana que describen. La única ventaja de la so­
ciología existencialista sobre la durksoniana consiste
en su capacidad para criticar el conocimiento general
y el conocimiento del sentido común particular —ca­
pacidad de la cual carece notoriamente la sociología
durksoniana. Pero se trata de una crítica estéril
del conocimiento puesto que no da, ni puede dar,
un paso decisivo más allá, hacia la crítica de la so­
ciedad o de la condición humana misma. Cabe por
cierto suponer que ninguna reducción fundamenta-
lista, sea cual fuere su orientación, puede generar
una crítica de esa clase.
Por esa razón merecen atención particular las
pocas teorías que procuraron eludir las trampas del
reduccionismo unilateral. Una de ellas es la de
George Herbert Mead, que se apoya considerablemen­
te en la cosmovisión de John Dewey. El punto de
partida de esa teoría, según la formulación que
de ella hace Horace M. Kallen, fue “el reconoci­
miento de que la primera y última realidad es fluen­
cia, proceso, duración, acontecer, función, y que
las ideas de substancia inmóvil y formas eternas son
ideales cambiantes basados en interrupciones pasaje­
ras, y movimientos de aversión y negación”.8 Es
quizás en la concepción sociológica de Mead donde
la dialéctica ha alcanzado sus mayores dimensiones.
Mead rehusóse a asignar prioridad unilateral a
ninguno de los dos polos del más frecuente de los
dilemas sociológicos. En lugar de ello, destacó el
proceso dialéctico de la lucha y la reconciliación con­
tinuas entre aquéllos como el verdadero punto de
partida del análisis sociológico. {Lo que para nosotros
apoya la clasificación de esta solución como existen­
cialista, es la ubicación de esa dialéctica dentro del
horizonte subjetivo de la persona, y el tomar la con­
dición existencia! del individuo como única fuente
de datos y objeto de análisis.
Para Mead, ninguno de los polos —sí-mismo [self]
(o persona) y sociedad— puede ser reducido al otro.
Por lo contrario, ambos están presentes como factores
parcialmente autónomos y parcialmente cooperati­
vos en cada unidad de la experiencia. Aun cuando
aceptemos la regla metodológica de que la informa­
ción subjetivamente dada es el único terreno legítimo
para el análisis sociológico, podemos todavía, sin
postular entidades ajenas a la experiencia primaria,
explicar los elementos objetivos, resistentes, de la
existencia, y establecerlos como sus proyecciones. La
realidad social existe en la experiencia más indivi­
dual desde su inicio mismo; no es una coerción
facticia, autoimpuesta, o un inaccesible “otro lado”,
como en algunos escritos existencialistas. Es visible
desde la perspectiva subjetiva, como ingrediente or­
gánico del sí-mismo actuante. Ambos aspectos del
sí-mismo —los conocidos “mí” y “yo” de Mead—
contienen ya realidad social objetiva, no importa
cuán únicos y subjetivos puedan parecer; por su­
puesto, la realidad social entra en cada uno de ellos
de una manera diferente y específica. El “mí” y el
“yo” son dos aspectos del sí-mismo; pero son también
los dos aspectos de la realidad social en la que cada
individuo ha nacido y enfrenta en todos sus actos.
Su “yo” no es más que un sedimento duradero de
todos los actos hasta ese momento, en los cuales el
individuo ha enfrentado la realidad como un límite
situacional, presente inmediatamente, para su liber­
tad. El “yo”, en consecuencia, contiene sociedad
aunque en una forma procesada, individualizada, a
diferencia del “mí”, que es realidad evidente, visible,
realidad en este mismo momento, que “sobresale”
como un factor externo y no asimilado de la acción.
La confrontación entre “mí” y “yo” que el individuo
experiencia en cada uno de sus actos no es más que
el reflejo subjetivo de la dialéctica de la “situación”
y su “definición” individual. De cualquier ángulo
que consideremos esto, trátase siempre de lo mismo:
la realidad-ya-asimilada frente a la realidad-todavía-
no-similada, o el sí-mismo ya-realizado frente al que
todavía no lo está. Lo que conceptualizamos como
la “sociedad” o el “sí-mismo” son por consiguiente
dos pantallas enormes sobre las que proyectamos, con
el mismo derecho pero el mismo error, la única rea­
lidad existencial que le es directamente dada a la
experiencia del individuo: la tensión dialéctica del
acto social. Ambos, sí-mismo y sociedad, están sub-
sumidos bajo este acto, y sólo desde esa perspectiva
pueden estudiarse adecuadamente.
Es sólo cuando se los considera desde el punto de
vista de un acto particular qu.e el “yo” y el “mí”
se enfrentan entre sí como entidades independientes;
como, respectivamente, sedes de la libertad y de la
no-libertad, el impulso y sus limitaciones, el instinto
de la persona y sus coerciones externas, la unicidad
individual y las presiones uniformadoras de un “rol”
socialmente fundado y protegido. Cuando se los con­
sidera como procesos, como aspectos entretejidos de
una biografía, pierden su identidad, se mezclan entre
sí, manifiestan su relatividad y se disuelven por últi­
mo en las interminables series de la continua acción-
en-el-mundo del individuo. Es verdad que experien-
ciamos el impulso intrínseco como un componente
programático, no concluido, de la situación, en la
cual el otro componente, que llamamos “realidad
social”, “coerciones estructurales” o “mí”, se parecen
mucho a una jaula cerrada que corta arbitrariamente
la trayectoria de nuestro vuelo. Pero esto es cierto
sólo en la medida en que no se trasciende el horizonte
de un acto singular. Desde una perspectiva más
amplia, por ejemplo, una biografía como proceso
en marcha, ambos parecen notablemente similares. En
realidad son ambos, en igual medida, abiertos y ce­
rrados, no terminados y realizados, temporarios y
decisivos. Sea cual fuere la diferencia que percibimos
en su modalidad-para-nosotros, ésta le ha sido otor­
gada -por la capacidad estructuradora del acto
cercano, a la mano. Son las situaciones anteriores
las que proyectan las definiciones presentes. Pero en
cuanto a la verdad de la inversión del enunciado
anterior, Mead fue mucho menos explícito. No sa­
bemos —de hecho, somos incapaces de saber— si, y
de qué manera, las definiciones de hoy se sedimen­
tan en situaciones de mañana. Esta parte de la
dialéctica apenas ha sido considerada. Fue más bien
soslayada que enfrentada en el fácil adagio de
W. I. Thomas de la verdad que emana de la supo­
sición de la verdad. Ahora bien; Mead es preciso y
convincente al elucidar el mecanismo real de las
situaciones-que-se-convierten-en-definiciones; pero no
encontramos una descripción similar del otro lado
de la dialéctica del sí-mismo y la sociedad.
No debe sorprendernos esa distribución despareja
de énfasis. Con un temperamento auténticamente
existencialista Mead procura descubrir los misterios
de la existencia del individuo, que es siempre dada,
está ya hecha y se encuentra establecida en el mo­
mento cuando el individuo comienza a reflexionar
sobre ella y con eso “se encuentra a sí mismo” en
ella. El proceso que lleva a establecer el “margen
externo” de la existencia no es por lo tanto una
parte de la experiencia individual de esta existencia;
no puede ser examinado “desde adentro”, y no es
susceptible de indagación tan clara e inmediatamente
como la existencia misma. Puede ser reconstruido,
o más bien postulado, teorizando y abstrayendo, pero
nunca experienciado con la misma claridad que el
otro lado: la subjetivación de lo objetivo. La finali­
dad de esa teoría es más bien satisfacer la curiosidad
del hombre acerca del “origen” de su mundo que
hacer inteligible el mensaje contenido en la experien­
cia. No puede preservarse la pureza del método y al
mismo tiempo asignar al problema del origen de la
realidad objetiva el mismo status epistemológico que
se le da al problema de la apropiación subjetiva de la
objetividad. Partiendo de supuestos existencialistas,
Mead fue tan lejos como es humanamente posible
para trascender la oposición entre el sí-mismo y la
sociedad y alcanzar una explicación unificada de
una experiencia evidentemente polarizada. Pero los
mismos supuestos le ponen un límite insuperable a
su empresa. La dialéctica de Mead es inherente a la
relación entre el sí-mismo en un continuo estado-de-
llegar-a-ser y una sociedad-ya-hecha. Para exponer
la dinámica del sí-mismo Mead dejó en la semi-
oscuridad la dinámica de la sociedad.
Berger y Luckmann,9 si bien admiten su deuda
para con la obra de Mead, dieron un importante pa­
so para superar esa limitación. Pero sin duda sacri­
ficaron buena parte de la pureza metodológica y la
cohesión de ése. Al igual que Mead, Berger y Luck­
mann procuran esclarecer la dialéctica de la libertad
y la no-libertad, el sí-mismo actuante y los límites
de su acción. Pero su atención se dirige en primer
término hacia el problema dejado por Mead en el
fondo de su proyecto central. Berger y Luckmann
(el llamativo título de su libro lo pone de manifiesto)
quieren descubrir el mecanismo de construcción de
la realidad más bien que el del sí-mismo.
Ellos aceptan, como otros críticos existencialistas
de la sociología, que todo lo que le ocurre al hom­
bre o en el hombre —en realidad, el proceso mismo
de llegar a ser hombre—- ocurre en presencia del
mundo, en el curso de la interacción del hombre
con su ambiente percibido como la situación de la
acción. Pero introducen varios supuestos adicionales
con el objeto de facilitar la explicación de esa pre­
sencia, que otras sociologías existencialistas rara vez
tratan de elevar por encima del status de lo “tomado
por establecido”. Tenemos así el supuesto tácito de
alguna regularidad, la constancia del ambiente, que
de una manera que recuerda a Homans lleva a la
“habituación” de los patrones de conducta, a que
se conviertan en hábitos. La acción repetida con fre­
cuencia deja de ser un problema, ya no es un objeto
de ponderación activa y reflexión, y se desliza silencio­
samente hacia el campo de lo “tomado por estableci­
do”, donde no puede distinguirse de otras realidades
objetivas. Si la habituación de las acciones de A es
reciprocada ahora por una habituación paralela de
la conducta de B, emerge una cualidad nueva: las
acciones “habituadas” se vuelven tipificadas, es decir
se vinculan nómicamente a situaciones típicas. Otro
supuesto más: son las acciones “importantes para to­
dos los actores” que comparten una situación dada
las que tienden a ser seleccionadas para la tipifica­
ción, es decir, se institucionalizan. Una vez institu­
cionalizadas, las acciones tipificadas se reflejan en la
conciencia de los individuos como objetivas, inevita­
bles, etcétera. El conocimiento de la “sociedad”
surgido de tal manera es por lo tanto una “realiza­
ción” en un sentido doble: es una aprehensión de la
realidad social como “realidad” y al mismo tiempo
la producción de esta realidad, en la medida en
que los individuos, tomando su naturaleza objeti­
va por establecida, actúan constantemente tendiendo
a la perpetuación de su objetividad y la re-crean
continuamente. Es este conocimiento lo que les otor­
ga a las instituciones su fachada de cohesión y
armonía; el orden del universo está en los ojos del
que lo mira, y en la acción “habituada” del actor.
No cabe duda de que estamos aquí frente a una
concepción de sumo interés. La idea de que sólo
hay tanto orden social cuanto acción humana repe­
tida y rutinaria (o “rutinizada” ), y que en ese orden
no existe más “necesidad” que en la acción constante
generada por la acción rutinizada y el conocimiento
que la acompaña, tiene un genuino efecto emanci­
pador. Significa un paso decisivo en el camino que
va de la crítica de la sociología a la crítica de la
sociedad. Pone de manifiesto la naturaleza compro­
metida, partidista, del conocimiento social, que le
otorga validez cognitiva y dignidad normativa a
la rutina presente (que lo único que puede invocar
en favor de su legitimación no es más que una coin­
cidencia histórica). Muestra la naturaleza selectiva
de ese conocimiento: que debe ser selectivo en el
sentido de suprimir información y valores que minan
la seguridad de un universo cerrado. U n complemento
necesario del conocimiento es por lo tanto la “nihi-
lación” —un mecanismo que tiende a liquidar con­
ceptualmente lo que está “afuera” del universo: si
el conocimiento socialmente distribuido valida la rea­
lidad presente, el mecanismo de nihilación tiende a
negar la validez de realidades alternativas y las in­
terpretaciones que pueden relativizar y cuestionar
la existencia. Una vez establecida, la mezcla cono­
cimiento-realidad tiende a perpetuarse. Adquiere el
poder de producir realidad. Y por lo tanto no hay
“realidad social” que no sea producida por la con­
ducta humana rutinizada; pero no habrá una
rutinización de la conducta a menos de que sea
sustentada por la mezcla conocimiento-realidad:
“Tener una experiencia de conversión no es mucho. Lo
real es ser capaz de seguir tomándola seriamente, conservar
un sentido de plausibilidad. Es aquí donde entra la co­
munidad religiosa. Proporciona la indispensable estructura
de plausibilidad para la nueva realidad.” 10
Pero en la forma en que se la introdujo y defen­
dió, la idea anterior sólo abre a medias la puerta
hacia la crítica de la sociedad. En primer término,
a todos los miembros les corresponde la misma parte
de “responsabilidad” en la conservación del orden
social. La estabilidad del orden descansa en última
instancia sobre su acuerdo tácito para conducirse de
la manera acostumbrada. En principio, el orden
puede ser reducido —sin residuo— a la rutina ins­
titucionalizada de una multitud de individuos. Esa
rutina es su único fundamento: ninguna estructura
se destaca de la llanura del conocimiento parejamente
disperso, como palanca sólida de la estabilidad social.
El drama de la construcción social de la realidad se
representa en un escenario intelectual desde el co­
mienzo hasta el final. Los miembros de la sociedad
aparecen sobre ese escenario sólo como entidades
epistemológicas, careciendo de importancia el resto
de sus atributos que, por lo tanto, no son considera­
dos factores explicativos. Al ser construidas entera­
mente con pensamiento, las instituciones no parecen
poseer más firmeza y solidez de la que tiene por lo
general el pensamiento; o, más bien, el pensamiento
como material de construcción le otorga su flexibili­
dad al edificio entero. Si se utiliza este lenguaje
sería difícil probar que en el proceso de construcción
puede haber puntos de los cuales es imposible regre­
sar, estructuras que adquieren una cualidad nueva,
sedimentos que no pueden ser disueltos mediante la
mera re-forma de los significados.
Con el primer punto se vincula muy estrechamente
otro: si bien a partir de la observación de que la
existencia de la sociedad consiste en una estructura­
ción continua y no en una estructura establecida
de una vez y para siempre, puede derivarse una
crítica demoledora de la sociología, ello sugiere muy
a la manera del Iluminismo la identidad entre la
crítica de la sociología y la crítica de la sociedad.
Reduce la tarea de criticar la realidad social a
la crítica del conocimiento social. Todo lo que hay
y puede haber de “realidad social” depende en cada
momento particular y constantemente de la persis­
tencia de los significados que le asignan los miem­
bros de la sociedad. Uno se inclinaría a la conclusión
de que, si la conciencia reflexiva de los individuos,
que le otorga aspecto lógico y congruente a las ins­
tituciones sociales, de repente se detuviera o se diri­
giera por el otro camino, la realidad social misma
se disiparía o cambiaría de contenido. La situación
que un individuo enfrenta como limitación de su
acción no es más que la definición de algún otro,
con un universo simbólico compartido que conecta
a los dos. Para perpetuar un conjunto dado de ins­
tituciones no son necesarios otros medios sino la
mitología, la teología, la filosofía, la ciencia —tam­
poco otros elementos del mundo social deben ser
re-hechos para reemplazar la realidad social por una
nueva realidad.
Llegamos así al tercero y más importante de los
puntos: la concepción que Berger y Luckmann tienen
de la construcción social de la realidad da por
admitida la cuestión de la pertinencia de las institu­
ciones para los intereses de los individuos mediante
la simple afirmación de que precisamente esa per­
tinencia es el factor operativo en la tipificación de
las acciones habituales. Pero lo cierto es que no está
claro cuál es el significado que los autores asignan
al último enunciado. La “hipótesis de la tipificación
de lo pertinente” puede ser vista como un “mito de
origen”, en cuyo caso merece la misma medida
de respeto y atención que normalmente se le presta
a otros mitos. Por otro lado, puede considerársela
como una definición oculta de pertinencia. En este
caso no debe uno ser desorientado por su forma
pseudo-empírica, sino tomarla como lo que es: una
tautología conveniente desde el punto de vista me­
todológico. Pero entonces sigue sin resolverse el
problema de por qué ciertas acciones habituales y
no otras son eventualmente institucionalizadas. En
cambio, si Berger y Luckmann significan literalmente
lo que en apariencia, dicen, en seguida cabe dudar si
los individuos para quienes ciertas acciones específicas
han sido institucionalizadas, y aquellos otros para
los cuales esas acciones son “pertinentes”, son la
misma gente. Parecería que el problema de la reali­
dad social encaja precisamente en el espacio que se
extiende entre esas dos categorías distintas de indivi­
duos : por así decir, la experiencia misma de la
realidad social surge del sentimiento de discrepancia
o incongruencia entre instituciones y pertinencia.
Pero este espacio no existe en la concepción de
Berger y Luckmann; desde el comienzo ha sido
eliminado por una afirmación que elimina la posi­
bilidad de una crítica de la realidad social como
problema separado y diferente de la crítica del co­
nocimiento.
Ahora bien; no obstante lo que venimos de decir
Berger y Luckmann dan un paso audaz y determi­
nado hacia un conocimiento social que, a diferencia
de la ciencia durksoniana de la no-libertad, puede
convertirse en una crítica de la sociedad. Una crítica
tal tendrá que abarcar, en cuanto condición y punto
de partida, un análisis cabal del origen social del
conocimiento según lo conciben Berger y Luckmann.
Pero debemos estar seguros de que esa crítica sólo
será incorporada como punto de partida.
Digitalizado por Alito en el Estero Profundo
Capítulo 3

CRITICA DE LA NO-LIBERTAD

La razón técnica y emancipatoria


La sociología y su crítica, como las hemos descrito en
el último capítulo, admiten un sólo compromiso:
un compromiso con la verdad, entendida a grandes
rasgos como la tarea de describir las cosas “como
realmente son”, proporcionando así una base firme
para la acción. Cualesquiera otros compromisos que
la sociología o su crítica puedan contraer (y hemos
descubierto muchos), no son parte de su finalidad
y por cierto no se les permite, conscientemente, in­
terferir con la estrategia del conocimiento. A esos
compromisos se llega sin saberlo, iluminando selecti­
vamente uno u otro aspecto de la multifacética
condición humana. No se los busca conscientemente;
cuando se los descubre (y sólo se los descubre cuan­
do se adopta una postura crítica) se los considera
como prueba de inmadurez o falla del conocimiento
o como un signo de que éste ha sido mal utilizado.
Aun entonces son presentados como meras desvia­
ciones respecto de la verdad; en la mayoría de los
casos, los compromisos extra-científicos son evitados
con cuidado aun cuando hayan sido ya descubiertos
y criticados. Hay un acuerdo tácito entre la crítica
de la sociología y el objeto de esta crítica —un
acuerdo que ambas partes procuran no violar— para
asignar a la “descripción verdadera de los hechos”
no sólo la función de árbitro supremo sino también
único de su debate. En lugar de poner de manifiesto
los muchos compromisos virtuales del conocimiento
social, el debate, aunque vehemente, refuerza la
dedicación de los sociólogos científicos a la búsqueda
de una verdad no comprometida; y ellos sostienen
que esa verdad será accesible sólo cuando el método
para alcanzarla esté suficientemente purificado de
contaminaciones terrenales.
Con un programa tal de conocimiento no com­
prometido se ha vinculado la denominación de posi­
tivismo en uno de sus muchos significados (la
“purificación extática de las pasiones” —Habermas).
Así como el programa de la ciencia positiva simple­
mente exige investigar los hechos de una manera
imparcial —como realmente son y no como deberían
ser o como podrían ser si no se lo impidiera— el
programa del positivismo sostiene que, primero,
la clase de conocimientos que puede obtenerse me­
diante la ciencia positiva organizada de ese modo
es el único válido, y, lo que es más importante, que
ese conocimiento será, de una manera inevitable y no
problemática, tan imparcial y no partidista como
la actitud del científico que lo produce. Como lo se­
ñala Habermas,1 la posibilidad de ese programa
estaba contenida, aunque sólo in nuce, en la con­
sagración iluminista de la razón como valor y guía
supremos de la práctica humana en el mundo. La
razón era propuesta por les ph.ilosoph.es como el
conquistador del prejuicio dogmático, al que se cul­
paba de la opresiva esclavitud física y espiritual
sufrida por los hombres durante casi toda su historia.
Para les philosophes tratábase claramente de una
razón comprometida, preparada para la batalla, to*
talmente al servicio de los deseos humanos más vehe­
mentes y apremiantes. La causa de la emancipación
humana fue la base del caso en favor del progreso
de la Razón. El triunfo de la Razón sobre el pre­
juicio fue equiparado con la emancipación misma:
la adquisición de conocimientos, así lo esperaban les
philosophes, dará a los hombres control sobre sus
vidas y destinos: no habrá mediación alguna entre
el conocimiento de propiedad privada y el control
privado, ni productos accesorios, ni pouvoirs inter­
mediarles cognitivos, ni surgirán como barreras ins­
titucionalizadas insuperables y opacas entre él hombre
y su destino. Les philosophes no sabían, ni podían
saber, que el progreso del conocimiento técnicamente
experto e instrumentalmente eficiente tarde o tem­
prano ataría a los hombres a un enorme mundo
artificial del cual ellos dependerán materialmente,
pero que es en sí mismo independiente de la capaci­
dad de ellos para comprenderlo y abarcarlo espiri­
tualmente. Les philosophes no sospechaban que la
Razón por ellos defendida coagularía en una nueva
servidumbre que la ciencia técnicamente orientada
sólo podría reforzar, y que habría de proponer una
reconsideración fundamental del tipo de conocimiento
que los hombres necesitan para controlar su destino.
No cabe hacer a les philosophes culpables por esta
falla en su previsión. Formularon el programa de
emancipación en los únicos términos que les propor­
cionaba la experiencia de su época. La ciencia positiva*,
que había emprendido una batalla mortal contra
el prejuicio dogmático, era en ese momento el único
nombre adecuado para la Razón comprometida en
la tarea de la emancipación humana.
El positivismo se nutrió precisamente de lo que
había sido la forma transitoria, temporaria y limi­
tada históricamente, del llamado a las armas por
parte del Iluminismo. Separó la forma del contenido
que estaba destinada a servir. Los medios fueron
promovidos al rango de fines autotélicos. Al com­
promiso con la emancipación, la motivación práctica
que había proporcionado el combustible con el cual
se ubicó a la Razón en su órbita espectacular, se le
permitió retraerse lentamente a un plano posterior,
donde se lo podía examinar sólo en ocasiones cere­
moniales, pero donde rara vez se lo miraba en la
rutina diaria. Imperceptible pero inevitablemente
llegó a identificarse como una desviación malsana
del sendero que se creía habría de llevar a la única
verdad digna de su nombre; renació así el mismo
prejuicio dogmático que la búsqueda de la verdad
positiva debía eliminar. Entre los compromisos ex­
tra-científicos amontonados en el campo condenado,
pronto se encontró lugar para cualquier compromiso
con la emancipación humana que, más allá de la
ciencia positiva orientada instrumentalmente, tendie­
ra a sustentar con más fuerza la libertad del hombre.
La diferencia entre la Razón del Iluminismo y la
positivista era entre una razón “abierta” y una ra­
zón “cerrada”, entre el postulado esperanzado y la
descripción conservadora. Para les philosophes la Ra­
zón era —para parafrasear a Santayana— un cuchi­
llo con su filo apoyado contra el futuro: un programa
de la lucha por venir, dirigida contra el prejuicio, la
ignorancia, el dogmatismo encarnado en obediencia
servil para con el presente y a través del presente
para con el pasado del que descendía. Vieron en la
Razón un caballero errante de la virtud que había
desaifiado con osadía, tal vez precipitadamente, los
poderes irresistibles de la no-razón encarnados en la
servidumbre y el terror humanos. Era la no-razón
la que se había fortificado en las trincheras de la
realidad humana “aquí y ahora”. Para expulsarla
de allí la Razón tenía que criticar la realidad hu­
mana, considerarla desde una perspectiva autónoma,
adoptar el punto de vista de una mejor realidad
todavía-por-llegar; estar, en otras palabras, compro*
metida voluntaria y conscientemente con un ideal,
ser utópica, iconoclasta. La Razón positivista con­
virtió en invectivas todas esas orgullosas autodesig-
naciones. Desde su punto de mira se convirtieron
en atributos de la no-razón que la Razón tenía que
destruir. Si la modalidad del futuro se caracteriza
por la libertad asociada con la ineertidumbre, mien­
tras que la modalidad del pasado lo está por la
mezcla de la servidumbre con la no-razón, cabe
decir que la Razón, fundida por el Iluminismo en el
molde del “futuro”, fue re-fundida en el molde del
pasado por sus herederos positivistas.
La sorprendente transformación de la Razón en
su camino desde el Iluminismo hasta sus herederos
positivistas no es en realidad misteriosa. Fue sólo
un caso más de la regla demasiado conocida cuyas
manifestaciones pueden ser observadas con facilidad
toda vez que una utopía “se desarrolla y convierte
en realidad” : lo que pierde de manera irrecupera­
ble en el proceso es su agudeza crítica. Sin mayores
escrúpulos Holbach pudo subtitular Leyes del mundo
físico y del mundo moral su principal obra, no por­
que desconociera la distinción entre hechos y normas,
sino porque (circunstancia que algunos querrían
Olvidar) el denominador común que invocó para
legitimar la conjunción fue la razón y no la “reali­
dad objetiva”. La razón justificaba que se expresaran
juntas las leyes físicas y las leyes morales. En parte
—en el mundo físico— la razón se había ya identifi­
cado con la realidad gracias al heoho de que la
naturaleza no requería ninguna mediación humana
inteligente para “ser una consigo misma”, para
combinar su potencialidad y su actualidad. Al ha­
berse disuelto a sí misma en las operaciones de la
Naturaleza, la Razón podía leerse precisamente en
éstas. El enaltecer la Razón y el aprender los hechos
de la Naturaleza se consideraban como una sola
actividad. Pero en el mundo moral la Razón residía
sólo como una potencialidad, un postulado, un pro­
grama utópico para el futuro, que esperaba que los
hombres esclarecidos lo aceptaran y convirtieran en
realidad. La práctica comprometida, movida por
los valores, en el dominio ético, era por consiguiente
el compañero y el equivalente naturales del estudio
imparcial y desprejuiciado de la Razón encarnada
en la Naturaleza no-humana. Si un positivista le
hubiera puesto a su libro el subtítulo utilizado por
Holbach, ciertamente le hubiera adjudicado otro
significado a la misma conjunción. Para él, el mundo
físico y el moral pertenecerían a la misma clase, no
porque ambos están o deben estar sometidos a la
Razón, sino porque ambos son realidad, una realidad
que espera ser estudiada de la misma manera im­
parcial y desinteresada. Pero ocurre que en su en­
camación positivista la Razón declara no tener
interés en las potencialidades humanas no realizadas
y ser incapaz de examinarlas y discutirlas: es sólo a
partir de este momento que los hechos y los valores
separan sus caminos de una vez y para siempre.
Puesto que la Razón se ve obligada a abdicar de
sus derechos para criticar y relativizar la realidad
humana, los hombres se ven obligados, quiéranlo o
no, a buscar en otra parte apoyo para su emancipa­
ción. Pero esa “otra parte” ha sido condenada desde
el comienzo como el dominio del error y el prejuicio,
y llamada según el caso partidismo, ideología, uto­
pía. La Razón, antes arma de la emancipación, ha
sido convertida en su oponente. Pero cuanto más
desconoce y desaprueba los esfuerzos de emancipa­
ción, menos cuestionada es la influencia de charla­
tanes y brujos sobre la tenaz búsqueda de un mundo
mejor por parte de los hombres. El problema, por
lo tanto, es si la Razón iluminista contiene aún un
mensaje susceptible de reouperarse para coadyuvar
en la tarea de emancipación humana en una edad
configurada —material y espiritualmente— por la
civilización científica; en otras palabras, si la Razón
y la Emancipación, divorciadas desde mucho tiempo
atrás, pueden volver a reunirse; si la Razón, enrique­
cida pero transformada por dos siglos de explosión
científica puede ahora reivindicar su poder crítico
y su potencia para contribuir a la emancipación hu­
mana.
El éxito mismo de las ciencias positivas, el tre­
mendo desarrollo de la capacidad técnico-instrumen­
tal de la humanidad, se manifestó en la emergencia
de una civilización tecnológica que, construida de
unidades autónomas y altamente especializadas, se
separó de su fuente: de la actividad esclarecida y
orientada-hacia-objetivos de los hombres. Una civi­
lización que para su supervivencia y crecimiento no
necesita ser comprendida en su totalidad por la
conciencia humana y reflejada en conocimiento dis­
tribuido universalmente. Es decir, que se ha vuelto
“como” la naturaleza, en el sentido de ser indepen­
diente del conocimiento y la conciencia moral hu­
manos —al menos ese conocimiento y esa conciencia
que se reflejan sobre ella como una totalidad, para
guiar su actividad. La ciencia positiva, al contribuir
a la capacidad técnico-instrumental, sólo puede
agregar más ladrillos al muro cognitivo que separa
el sistema autónomo de la civilización, de los hombres
que cada vez más dependen de él para poder existir.
El positivismo, al luchar por otorgarle a una ciencia
tal la posición de conocimiento monopolizador, refuer­
za aun más la dependencia humana, infamando toda
tentativa de hacer que el muro sea penetrable para
el ojo del hombre. Parecería así que el interés de la
emancipación humana, el deseo de controlar cons­
cientemente el curso de la historia humana, no puede
ser impulsado adecuadamente si la actitud cognitiva
positivista conserva su monopolio. Habermas dice
al respecto:
“Esto puede ser sólo modificado por un cambio en el
estado de la conciencia misma, por el efecto práctico de
una teoría no destinada a lograr un mejor manejo de las
cosas y de las cosificaciones, pero que en cambio defienda
y propugne el interés de la razón por alcanzar mayoría de
edad, autonomía en la acción y liberación del dogmatis­
mo. Esto lo logra por medio de las ideas penetrantes
de una crítica persistente.”
Ahora bien, el problema que surge es cómo una
crítica de esa índole puede legitimarse a sí misma
en el ámbito de una civilización configurada por
un poderoso lenguaje positivista.
Una vez más, como en los tiempos del Iluminismo,
la razón que se esfuerza por ser crítica y de ese modo
contribuir al proceso de emancipación, encuentra su
más poderoso adversario en el sentido común. Dado
que éste refleja la falta de autonomía que define
la existencia diaria, al aspirar a la responsabilidad
adulta y a la liberación de la acción humana, la
razón puede ser ridiculizada y refutada a base de
pruebas. En la experiencia del sentido común hay
poco que pueda garantizar alguna esperanza. Por lo
contrario, la totalidad de la rutina cotidiana parece
poner de manifiesto su ingenuidad y desacreditar
sus promesas. La razón emancipadora desde el co­
mienzo se ve privada del beneficio de una evidencia
no organizada, espontánea, comparable a la usufruc­
tuada por el sentido común. Aparece por lo tanto
sin fundamento, sin raíces, perjudicada por todos
aquellos defectos que según el sentido común po­
sitivista constituyen los peores pecados que puede
cometer el conocimiento: fantasía, utopía, irrealis-
mo. Por ello, para legitimar sus redamos, esta razón
debe ir más allá del sentido común y criticar la
misma existencia diaria que lo hace tan plácida y
petulantemente seguro de su corrección y justicia.
La razón emancipadora no sólo compite con otras
teorías que, al igual que la ciencia de la no-libertad
o su crítica, únicamente tratan de expresar la infor­
mación que de cualquier manera la experiencia del
sentido común le proporciona al hombre; también
se atreve a negar la validez misma de la información,
describiéndola como ambigua, parcial, limitada his­
tóricamente y mero reflejo de una existencia trunca
y mutilada. Su combate no es contra el sentido
común, sino contra la práctica, llamada realidad
social, sobre la cual aquél se apoya. La razón
proclama que la realidad misma no es verdadera. Su
alegato contra el sentido común, por lo tanto, no
es que el sentido común se equivoque (el sentido
común no se resiste a ser corregido; también él se
esfuerza por ser coherente y disfruta el sentimiento
de estar de acuerdo con la lógica), pero en realidad
informa sobre una experiencia en sí misma falsa
por haber nacido de la supresión del potencial
humano. Así considerada la conciencia del sentido
común no es falsa; refleja con fidelidad una existen­
cia que falsifica el potencial humano auténtico. Por
eso la razón emancipadora va más allá de la mera
crítica epistemológica del sentido común.
La razón emancipadora apunta hacia regiones que
su opuesto positivista afirma son ilegales. Se esfuerza
por descubrir los factores responsables de la unilate-
ralidad, la selectividad de la experiencia humana y
los “hechos” que proporciona. Afirma que el “pre­
juicio” combatido por les philosophes no arraiga en
las deficiencias de las facultades cognitivas de los
hombres. Sus raíces van mucho más hondo, hasta
la estructura misma de las condiciones humanas. La
razón positivista se enfrenta con el sentido común
sobre el campo de batalla cognitivo, lo menosprecia
por no ser bastante metódico y por extraer conclu­
siones erróneas a partir de elementos de juicio
correctos. La razón emancipadora no le imputa
errores de juicio, pero sí, y esto es mucho más grave,
cuestiona la admisibilidad de la propia evidencia
sobre cuya base se hacen los juicios del sentido co­
mún. Es la realidad social misma la que hace que el
conocimiento del sentido común sea falso aun cuando
surja de una reflexión correcta.
Una actitud iconoclasta de esa clase no puede
dejar de provocar una resistencia muy tenaz. Si se
la acepta, seguramente hará dudar de las virtudes
del sentido común, identificado a menudo con la
sabiduría y desacreditará la fuerza y el atractivo
de las creencias sustentadas en él. Deberá “desna­
turalizar” lo que el sentido común considera na­
turaleza, convertir lo inevitable en asunto de elección,
transformar la necesidad suprahumana en un objeto
de responsabilidad moral, y obligar a los hombres a
dudar acerca de lo que irreflexiva y a menudo con­
venientemente aceptaron como hechos en bruto,
inmutables. Deberá romper la coraza confortable­
mente hermética que deja tan poco al alcance de
la decisión y responsabilidad del hombre. Hará inso­
portable la misma condición humana que el sentido
común se esfuerza duramente “y con éxito” por
hacer tolerable.
Es gracias al sentido común que el hombre:
“Sabe quién es. El percibe de acuerdo con el sentido co­
mún. Puede comportarse ‘espontáneamente’ porque la
estructura emocional y cognitiva firmemente internalizada
hace que para él sea innecesario o aun imposible reflexio­
nar sobre la posibilidad de conductas alternativas . . . Las
definiciones socialmente asequibles de ese mundo son así
consideradas como ‘conocimiento’ sobre éste, y le son con­
firmadas continuamente al individuo por situaciones sociales
en las que ese ‘conocimiento’ es tomado por establecido. El
mundo socialmente construido se convierte en el mundo
tout court —el único mundo real, el único mundo que se
puede concebir seriamente. El individuo se ve así liberado
de la necesidad de reflexionar de nuevo acerca del signi­
ficado de cada paso de su experiencia continua. Sim­
plemente puede acudir al ‘sentido común’ en busca de tal
interpretación . . . ” 2
Lo que el hombre pierde en amplitud de sus hori­
zontes cognitivos y en el grado en que sus potencia­
lidades internas pueden realizarse, ciertamente lo
gana en seguridad emocional. Alcanza una impresión
ilusoria pero tranquilizante de la significación de
su mundo al limitar la parte que él espera que posea
significado. Adquiere habilidad para enfrentarse con
las realidades duras del mundo público porque cree,
puesto que así se le dice, que es sólo responsable
por su estrecho mundo privado. Su creencia no es
errónea; su conciencia sólo es falsa “por procura­
ción” en la medida en que su condición actual falsi­
fica sus verdaderas potencialidades. Existe, de hecho,
una correspondencia en doble sentido entre la situa­
ción humana y su reflejo de sentido común, gracias a
la cual este último es cognitivamente satisfactorio
y pragmáticamente efectivo; estas últimas caracterís­
ticas son confirmadas y reforzadas por esa clase de
ciencia social que codifica y formula la renuncia con­
veniente. 'Como lo expresa Henry S. Kariel:
“Así como el sueño de un témpano de hielo que flota
cercano nos mantiene dormidos cuando nuestra cobija se
ha deslizado cayéndose de la cama, el informe de la ciencia
política que nos dice que la apatía es una función de un
sistema político sano nos lleva a que aceptemos ser explo­
tados por parte del cuerpo político. Los politicólogos, para
consolarnos, dicen que todo lo que ocurre no es ‘realmente’
ningún accidente. Descubren la existencia de patrones sub­
yacentes —patrones que se supone están en la naturaleza,
impuestos por el Destino, la Historia, la Racionalidad o
la Lógica de los Acontecimientos. Apoyándose sobre los
sentimientos metafísicos de Einstein afirman que Dios
no juega a los dados. Al igual que las grandes obras de la
teología y el arte, sus racionalizaciones satisfacen una nece­
sidad humana: hacen que nuestra existencia sea tolerable.
Y al igual que los grandes éxitos de la teología, contri­
buyen a formar lo que según los poderosos es el consenso.” 3
En la lucha contra la realidad protegida por el sen­
tido común, la razón emancipadora comienza desde
una posición desventajosa, pues se ve obligada a
revivir las ansiedades y la aterrorizadora incertidum-
bre del destino humano, que el sentido común in­
moviliza consoladoramente o encierra en comparti­
mientos herméticos.
A diferencia del conocimiento instrumentalmente
motivado, la razón emancipadora no promete facili­
tar las tareas que el sentido común pugna por cum­
plir: 1a tarea de hacer lo mejor que se pueda hacer
con el mundo “dado” en la experiencia más ele­
mental. No le ofrece ayuda al sentido común en su
esfuerzo por procesar y sistematizar adecuadamente
la información aparentemente no errónea que la
experiencia proporciona. En lugar de ello, da un
consejo que, de ser aceptado con seriedad, puede
pulverizar las sólidas murallas del cómodo mundo
cotidiano: propone, con toda seriedad, adoptar una
actitud irónica frente a la experiencia misma y to­
dos sus hechos supuestamente inconmovibles. Si el
sentido común les pide a los hombres que crean en
“leyes de la naturaleza” que la razón emancipadora
encuentra difícil de aceptar, la reacción no se limita
a volver a controlar el método de recopilación de
hechos del sentido común y la lógica de su razona­
miento. Es inevitable que ataque la “experiencia”
que proporciona esos hechos y estimula ese razona­
miento. Pone en duda el carácter “natural” de la
“naturaleza” putativa. El desinterés irónico por
el sentido común, que propone y cultiva la razón
emancipadora, dirije sus flechas contra la realidad
social y no contra las facultades cognitivas y mora­
les del hombre.
Por esa razón la crítica que tiende a la emanci­
pación tiene que considerar el sentido común como
un obstáculo. Ese sólo puede cumplir sus funciones
cognitivas y emocionales en la medida en que logra
no ver las “realidades alternativas” . Todo el poder de
convicción del sentido común descansa en última
instancia sobre el supuesto de que la realidad trans­
mitida por él es la única realidad, y que él es el
único canal mediante el cual puede obtenerse infor­
mación sobre aquélla: la realidad es una, y el sen­
tido común es quien habla en su nombre. Auxiliado
por una ciencia orientada técnicamente que trans­
forma sus hallazgos en conocimiento utilitario, el
sentido común no athorra esfuerzos para descubrir
y desenmascarar a los “falsos profetas” de realidades
alternativas. Como hemos visto, el lenguaje técnico-
científico ofrece diversas categorías que se han ela­
borado con tail finalidad. Una “realidad posible” que
no puede lograr un certificado de viabilidad aprobado
por la experiencia es menospreciada como irrealista,
irracional o utópica, según el contexto en que se da.
Por lo contrario, la razón emancipadora puede
pretender legitimidad a condición de que esa única
realidad sobre la cual nos informa la experiencia
del sentido común no tenga más fundamento que el
que puele otorgar una coincidencia histórica, y de
ningún modo pueda considerarse como la única
posible y concebible. En particular, percibe que la
limitación del ámbito de posibilidades, tal cual la
establece el sentido común, es un mero reflejo de
las limitaciones impuestas a la acción humana por
una práctica histórica cambiante. Ninguna de las
dos es definitiva e irreparable. Para descubrir clases
alternativas de prácticas que han sido suprimidas
y eliminadas temporalmente por el curso único de la
historia hecha por el hombre, primero hay que
aceptarlas como posibilidades; y esto requiere una
refutación hipotética de la finalidad del sentido
común.
La razón emancipadora se encuentra en pugna
con el sentido común (y con d conocimiento técnico-
instrumentaJ que comparte su punto de vista filo­
sófico) en otro aspecto decisivo. Habiendo aceptado
la realidad históricamente cumplida como fuente
única de conocimiento legitimo, sólo acepta elecciones
limitadas a lo que está establecido como “consenti­
mientos decisionales” en un proceso determinista. El
positivismo niega que la ciencia tenga el derecho
de discutir y examinar “los fines” ; en efecto, esta
abstención voluntaria de ir más allá del reino de
los medios, de ver la discusión acerca de los valores
como su objetivo, de hacer preguntas sobre los “fines
de la historia” o el “significado de la existencia hu­
mana” —todos estos aspectos de una modestia auto-
impuesta definen la ciencia que el positivismo re­
conoce como la forma única de conocimiento válido.
Pero la distinción entre fines y medios, que establece
los límites de la empresa científica, no es más que un
reflejo de la línea que separa a las cosas controladas
de las cosas fuera de control, línea trazada por la
realidad social que se ha dado históricamente. En
la vida social los “medios” se refieren a actividades
o a aspectos de éstas a los que se les ha otorgado
flexibilidad y pueden y deben ser dirigidos por las
elecciones del hombre. Por otro lado, los “fines”
son situaciones o cambios amplios que no consti­
tuyen, por lo menos no de una manera directa, un
objeto de las decisiones deliberadas tomadas por
personas específicas. Están localizados en un nivel
de esa totalidad social, que se ha independizado de
la actividad humana consciente e intencional. Si
ocurre que los hombres se convierten en los objetos
de esas decisiones, la ciencia, como en el caso de los
supraseñores carismáticos de la burocracia orientada-
por-los-medios de que habla Weber, no puede interfe­
rir o ayudar. En cuanto al proceso histórico como un
todo, sus fines pueden ser descritos teóricamente como
consecuencias remotas de decisiones parciales y limita­
das. Pero no figuran en esas decisiones como motivos
“para” . Siguen a tales decisiones de una manera ines­
crutable a fortiori, cuya lógica sólo puede compren­
derse de manera retrospectiva.
El conocimiento orientado hacia intereses técnicos
e instrumentales carece de herramientas para anali­
zar y eilegir “fines mejores” . En lugar de ello, pone
a los fines dentro de la realidad que toma por es­
tablecida, como dada, como punto de partida de
toda investigación. Por la misma razón, ese conoci­
miento sigue al sentido común al asignar implícita­
mente a dos fines un status próximo a la inevitabilidad.
No se los considera objetos de elección; son, en el
mejor de los casos, el criterio supremo de todas
las otras elecciones más limitadas, más pequeñas. La
realidad social está construida históricamente de una
manera que impide que algunos de los problemas
de mayor importancia puedan llegar a ser alguna
vez objeto de la consideración deliberada y la de­
cisión de los hombres. El sentido común refleja esta
estructura de la realidad social no permitiendo que
los hombres enfrenten esos problemas como objetos
de su responsabilidad y decisión. El proceso vital y
sus reflejos intelectuales son en cambio divididos en
una multitud de decisiones pequeñas y relativa­
mente sin consecuencias, ninguna de las cuales se
reílaciona directamente, de manera práctica o inte­
lectual, con los grandes dilemas de la condición
humana. Así, el sentido común presenta como una
necesidad suprahuinana lo que la realidad social ya
ha puesto fuera del reino del control del hombre. En
este respecto, como en tantos otros, la realidad social
y el sentido común se apoyan y refuerzan entre sí.
El hombre no se rebela, y a cambio de ello la rea­
lidad social hace que no enfrente situaciones suscep­
tibles de provocar un atormentador y desagradable
sentimiento de incertidumbre. Como diría el Martín
de Voltaire: Travaillons sans raisonner. . . C’est le
seul moyen de rendre la vie supportable.
Por lo tanto, el conocimiento técnico-instrumental
no tiene ninguna de las herramientas necesarias
para evaluar los fines con el mismo grado de certeza
y precisión con que evalúa las acciones definidas
como medios. El conocimiento técnico-instrumental
admite voluntariamente su incompetencia al respec­
to. Pero al mismo tiempo niega la posibilidad de
cualquier otro tipo de conocimiento capaz de decidir
con autoridad sobre los asuntos cuyo examen él elude.
Puesto que se le niega una metodología más sofisti­
cada, y se le advierte contra las ideas que pudieran
forzar su imaginación más aillá de los límites de la
realidad-al-alcance-de-la-mano, el sentido común op­
tará obviamente por los únicos fines que pueden
producir testimonios de su “realidad” —vale decir,
esos fines que están tejidos en la realidad social
misma y que por lo tanto el individuo percibe como
necesidad externa. La ciencia convendrá entonces
con el sentido común en que la “satisfacción de las
necesidades humanas” proporciona el límite último
y efectivamente no partidista para el campo de los
asuntos humanos susceptibles de ser instrumentali-
zados y por lo tanto juzgados, asistidos y perfecciona­
dos por la ciencia. Pero no las necesidades humanas
mismas, que son sólo dadas; además, cabría esperar
que nos recordaran monótonamente su obstinada
presencia no obstante lo que ocurriera en la esfera
instrumental. Lo que no se ha dicho es que esas
necesidades mismas son en definitiva un producto
cultural, es decir no natural (excepto en lo que hace
a las pocas necesidades orgánicas, “fisiológicas”, cuya
discusión carece empero de importancia puesto que
en todas las culturas conocidas más bien son concebi­
das teóricamente y no se manifiestan en su forma
pura y sin adornos).
Es verdad que hasta hace muy poco las necesida­
des entraban en las relaciones humanas como puntos
de partida indiscutibles más que como objetos de
manipulación intencional. De cualquier modo cons­
tituían resultados de la acción humana, aunque de
una acción no controlada por el entendimiento y
carente de la información susceptible de ser pro­
porcionada por el conocimiento anticipatorio. Una
vez establecidas, entran en forma de expectaciones
y demandas en una relación de realimentación con
la realidad social, que a su vez les otorga algo de su
apariencia de inevitabilidad. La actitud del sentido
común que resulta de tomarlas por establecidas con­
tribuye a su atrincheramiento y oscurece aun más el
hecho de su origen humano, históricamente con­
tingente. En la práctica eso significa que la probabi­
lidad de someterlas a un control humano consciente
se hace todavía más remota, y es el lenguaje positi­
vista nutrido por d sentido común, que niega que
la razón crítica tenga el derecho de valorar las ne­
cesidades humanas, al que hay que cullpar en parte
por la perpetuación de esta situación. Al aprobar
el recurso de dividir los problemas existenciales en
una multitud de decisiones cotidianas de corto
alcance, estrechamente circunscriptas, la ciencia orien­
tada por intereses técnicos y supuestamente tendiente
a la racionalización de la acción humana, sin que­
rerlo propaga la irracionalidad del proceso histórico
—aunque sólo fuera por omisión. Citemos otra vez
a Habermas:
“la raíz de la irracionalidad de la historia está en que
nosotros la ‘hacemos’ sin haber sido hasta ahora capaces
de hacerla conscientemente. Una racionalización de la his­
toria no puede por lo tanto ser promovida por un más
amplio poder de control en manos de hombres manipula­
dores, sino sólo por una etapa superior de reflexión, una
conciencia de seres humanos actuantes que se mueven hacia
la emancipación.” 4
Para resumir: la razón emancipadora entra en con­
flicto con el sentido común en tres frentes decisi­
vos: tiende a “desnaturalizar” lo que según el sentido
común es la naturaleza humana “o social” ; pone de
manifiesto y condena el rechazo de las realidades
alternativas por parte del sentido común; y procura
restaurar la legitimidad de cuestiones existenciales
que el sentido común, de acuerdo con la condición
histórica humana, pulveriza en una multitud de
mini-problemas susceptibles de enunciarse en térmi­
nos puramente instrumentales. En vista de estos
desacuerdos, la razón emancipadora no puede con­
formarse, como lo hace la sociología durksoniana,
con corregir él sentido común y encarecer su sofis­
ticación teórica; tampoco puede bastarle el volver
su atención hacia el sentido común mismo con el
fin de explorar la gramática generativa de las creen­
cias que ése presenta como trivialmente obvias, al
igual que la crítica de la sociología inspirada por
él existenciailismo. No puede dejar de cuestionar la
misma realidad que el sentido común se esfuerza
por reflejar, y por lo tanto socava la propia base de
la autoridad del sentido común como fuente fide­
digna de conocimiento verdadero.
Puede señalarse un denominador común en los
tres puntos principales de controversia entre la razón
emancipadora y el sentido común: el conflicto entre
la perspectiva histórica y la natural. La razón eman­
cipadora puede mantener su posición sólo si logra
reordenar el conocimiento experiencia! en función
de su verdadera estructura histórica. Y es precisa­
mente una tendencia intrínseca a establecer lo histó­
rico como natural (esto es, intemporal), lo que le
proporciona al sentido común sus principios cogniti-
vos más importantes. En efecto, no es sólo el primer
punto de desacuerdo el único pertinente cuando se
lo contempla contra el fondo de este conflicto fun­
damental; lo mismo vale para los otros dos puntos
en discusión. La defensa de una realidad social
específica indesafiable e incambiable en uno u otro
de sus aspectos no podría mantenerse con seriedad
si se consideraba esa realidad como históricamente
contingente. Y la multitud de mini-problemas tiende
a congelarse en grandes problemas existenciales de
manera inmediata cuando (y sólo cuando) las cues­
tiones relativas a su origen histórico se plantean con
seriedad y, en consecuencia, tiene bases sólidas la
sospecha de su transitoriedad histórica.
Esta perspectiva histórica nos permite superar la
oposición entre los dos polos de la experiencia pre-
predicativa humana (definición y situación, motivos
y coerciones, control y sistema) sobre la cual se
basa la controversia supuestamente fundamental en­
tre la sociología durksoniana y sus críticos existen­
cialistas. En efecto, los polos de acción del actor y
la situación se contraponen como agentes mutua­
mente independientes y fuerzas disonantes sólo cuan­
do se los examina dentro del marco de un acto
singular o un conjunto de actos idénticos. Pero la
autonomía de líos polos desaparece si se traspasan
los estrechos horizontes cognitivos, y el acto comienza
a verse como un eslabón de una cadena histórica. Y
lo que emerge entonces es el hecho de que los polos
están vinculados complicadamente entre sí y en
realidad se constituyen el uno al otro.
De lo que se trata aquí es de la constitución como
proceso histórico, no de la constitución “cognitiv,a”,
que la sociología que deja de lado la historicidad
acepta fácilmente: la última es la verdad trivial de
que la situación y su definición son inconcebibles
aisladas la una de la otra. El reconocimiento de esta
verdad trivial de ningún modo se relaciona con
el querer o el no querer mirar más allá de los lí­
mites de un acontecimiento singular, hacia los hom­
bres como agentes históricos. Requiere sólo que se
acepte al actor como un agente epistemológico, quien
se apropia del segmento de realidad —o lo esta­
blece— puesto de relieve por sus intenciones, motivos
o tareas intelectuales. Como hemos visto, la única
forma en que él tiempo y el proceso son admitidos
dentro de esa imagen es el pasado biográfico del
actor. Pero una historia individualizada de esa clase
es una palanca demasiado débil para levantar la
barrera que separa los dos polos de la acción-estruc­
tura; el otro polo, centrado-en-ia-situación, es tan
autónomo respecto de la biografía del actor como lo
es en relación con las intenciones momentáneas de
éste.
Pero no ocurre así en el caso de una constitución
verdaderamente histórica. La yuxtaposición del ac­
tor y su situación es llevada aquí a su status adecuado
—una fotografía instantánea de un proceso en el
que los hombres desempeñan los dos papeles tan
claramente distinguidos en un acto singular, el de
fujeto y objeto de la historia. Esta unidad dialéctica
fie ambos lados de la experiencia humana ha sido
muy bien expresada por John R. Seeley:
"Lo que se pierde de vista cuando se habla de esta ma­
nera es que el principio de inclusión no es ‘dado’ (como
la relación de una célula hepática con el hígado y con el
cuerpo donde el hígado vive), sino ‘decretado’; que lo que
eitá implicado es una lealtad, no un locus; de que si bien
hay consecuencias en dos direcciones, de modo que ni los
toldados ni el ejército son conceptual o prácticamente inde­
pendientes, las relaciones no son de implicancia lógica (como
en las partes de los triángulos), ni de necesidad (como en
la célula corporal), ni siquiera de conveniente perdurable.” 5
Pero si por casualidad se trata de relaciones histó­
ricas, entonces la oposición entre el actor y su si­
tuación, en lugar de presentarse como la realidad
preteórica y última de la cual debe partir toda
investigación, se convierte en un acontecimiento que
debe ser explicado y, sobre todo, cuestionado. Por
insuperables que sean las coerciones implicadas en
la situación aquí-y-ahora, revelarán entonces su ver­
dadera naturaleza de sedimentos de acciones y elec­
ciones del pasado.
La “naturaleza segunda” considerada históricamente
Hasta hoy ninguna teoría ha ido más lejos que la
sociología marxista para elucidar la contingencia
histórica de las condiciones supuestamente naturales
de la existencia humana. Para la sociología marxista
la ciencia de la no-libertad y sus críticas existencia-
listas son partes de las mismas condiciones limitadas
históricamente; con esto abre la posibilidad de su
trascendencia creadora.
La argumentación de Marx contra Adam Smith 6
puede considerarse como un ejemplo típico del mé­
todo de crítica. De una manera muy parecida a la
de la sociología durksoniana y sus críticos, Smith
“naturaliza” las condiciones históricas de la existen­
cia humana. El capital, los precios, el interés privado,
el comercio, etcétera, a todos los ve como condi­
ciones previas del proceso vital, como “hechos ob­
jetivos” en los cua'les se basa todo proceso vital y a
partir de los cuales debe comenzarse su estudio.
Marx, pone en duda esa aseveración:
“La reducción de todos los productos y actividades
a valores de cambio presupone la disolución de todas
las rígidas relaciones personales [históricas] de de­
pendencia en la producción, y también de la depen­
dencia recíproca general de los productores. La
producción de cada individuo depende de la produc­
ción de todos los demás; y la transformación de su
producto en medios de vida personales depende
[similarmente] del consumo de todos los demás. Lós
precios son viejos; el intercambio también; pero la
determinación cada vez mayor de los precios por los
costos de la producción sólo se desarrolla plenamente
y continúa desarrollándose aun más completamente
en la sociedad burguesa, la sociedad de la libre com­
petencia. Lo que Adam Smith, muy a la manera
del siglo dieciocho, sitúa en el período prehistórico,
el período que precede a la historia, es sobre todo un
producto de la historia.”
• Es la dependencia del individuo respecto de la mul­
titud anónima de los otros miembros de la sociedad
lo que se le manifiesta a él como “necesidad social”,
como la “situación objetiva”, en relación con la cual
él se ve obligado a medir sus propios motivos e
intenciones, y que le proporciona los únicos criterios
“objetivos” de racionalidad de esos motivos. Pero
todo eso es en sí mismo una creación ¡histórica. Surge
en algún momento de la historia cuando la sociabi­
lidad humana, el “ser-con-los-otros”, deja de ma­
nifestarse como relaciones que —al igual que las
relaciones personales— podrían en su totalidad
ser apropiadas cognitivamente por los individuos
involucrados. Con la ampliación de las relaciones
de intercambio la red de dependencias trascendió el
campo estrecho que el individuo podía controlar
conscientemente como individuo, en encuentros cara-
a-cara, persona-a-persona. Esos encuentros se con­
vierten ahora en pequeños sectores de grandes totali­
dades que se extienden hasta disolverse en la
oscuridad de dependencias desconocidas e invisibles.
Para comprenderlas adecuadamente, tienen ahora
que ser ensambladas cognitivamente en una gama
amplia de relaciones: hecho intelectual que no podía
realizarse sin construir teóricamente un modelo que
hiciera inteligible lo que no era empíricamente ac­
cesible. Su control requiere hombres que trasciendan
su situación como individuos —la situación en que
permanecen en su rutina cotidiana— y reivindiquen
conscientemente su vida grupal, coextensiva con el
campo de sus dependencias. Y así se crea una grieta
entre las actividades creadoras y de apropiación del
individuo, entre ser-para-los otros y ser-para-sí mismo,
entre el impulso autorrealizador del individuo y las
condiciones de su supervivencia. La grieta se percibe
como un choque permanente entre el interés privado
y la realidad social. Esa grieta debe ser llenada cog­
nitivamente por una ideología —‘q ue al igual que el
campo de dependencias que procura hacer com­
presible— debe trascender los datos inmediatamente
dados en la experiencia cotidiana del individuo.
Por eso, a diferencia de sus primeros seguidores
y también de sus igualmente primitivos y superfi­
ciales críticos, Marx no redujo la vida social a lo
económico, con lo cual hubiera ofrecido otra versión
de una “ciencia de la no-libertad”. Por lo contrario,
redujo Jo económico a su contenido social; reescribió
la economía política como sociología, y la sociología
como historia. Fue sólo como resultado de un de­
sarrollo específico y tal vez único que las depen­
dencias económicas adquirieron ascendiente sobre
todas las otras relaciones humanas; que llegaron a
aparecer como condiciones objetivas e inflexibles
de la existencia del hombre y límites últimos de su
libertad; que se congelaron, en otras palabras, en una
“realidad social objetiva”, una “naturaleza segunda”.
Sólo porque para poder existir tiene que moverse
en una trama de dependencias que no puede escu­
driñar o controlar, el individuo se ha “privatizado”
(“privado” es un antónimo de “público” ), y ve su
propio interés por sobrevivir amenazado y condicio­
nado por otros individuos sin rostro que están frente
a él como una “realidad objetiva” inescrutable y
temible.
“El interés privado ya es en sí un interés socialmente de­
terminado, que sólo puede satisfacerse de acuerdo con
las condiciones fijadas por la sociedad y con los medios
provistos por ésta; por eso está obligado a reproducir
esas condiciones y medios.”
Y lo que es más importante aún:
“El carácter social de la actividad, al igual que la forma
social del producto y la participación de los individuos
en la producción, aparecen aquí como algo ajeno y obje­
tivo que enfrenta a los individuos no como su relación
entre sí, sino como su subordinación a relaciones que
subsisten independientemente de ellos y que surgen de
colisiones entre individuos recíprocamente indiferentes.”
La opacidad de las instituciones sociales, la ilusión
óptica de su autonomía, corren parejas con su ale­
jamiento más allá del alcance de la experiencia
del sentido común. Las modalidades de productor y
consumidor del individuo son todavía visibles desde
la perspectiva del sentido común, pero no así el
vínculo que las conecta. Todo el vasto espacio social
que se extiende y media entre el esfuerzo productivo
y la satisfacción del consumidor entra en el reino
de la experiencia del sentido común sólo en forma de
“valor de cambio” y “dinero” —el primero represen­
ta y esconde la intrincada trama de la dependencia
del individuo de las actividades de otros, el segundo
compendia el poder que el individuo pueda tener
sobre esas actividades. La única información que en
tales circunstancias el sentido común ofrece consiste
en que si tuviera más dinero el individuo podría
apropiarse de más valores de cambio. El único
consejo que puede dar el sentido común es que el
individuo debería poner toda su capacidad ai ser­
vicio de obtener más poder (dinero) para obtener
más libertad (valores de cambio que están a su dis­
posición). Las relaciones de producción, intercambio
y apropiación alcanzaron el papel de tipo natural,
decisivo y determinante que tienen en la sociedad
mercantil no a causa de alguna “primacía” de la
economía sobre el resto de las relaciones sociales,
sino porque en primer ¡lugar fueron separadas del
control humano consciente, inmediato, y de ese modo
se independizaron de aquellos individuos cuyas ac­
tividades constituyen su única substancia. No son
aun más que la suma total de una multitud de inter­
acciones 'humanas. Pero al hombre que interviene en
esas interacciones se le presentan como “algo ajeno
y objetivo” —de una manera no muy diferente de
como la cola del gato se le aparece a éste como
un objeto ajeno. Las otras relaciones sociales no
económicas cristalizan en poder, es decir, en una
“realidad” dura, constructiva y presionante, sólo co­
mo derivados de estructuras ya petrificadas por
dependencias económicas (idea expresada en la metá­
fora del carácter “superestructural” de los poderes
políticos, sociales y culturales). Y viceversa: un tipo
o un sector de relaciones humanas puede ser eman­
cipado de las “leyes de hierro de la realidad social”
y recuperado por individuos humanos como agentes
conscientes de control sólo en la medida en que son
independientes de la economía y están situados más
allá del alcance del molino de rueda de los valores
de cambio del dinero. De ahí el descubrimiento, por
parte de los críticos de la sociología durksoniana,
de los encuentros cara-a-cara, los estrechos encla­
ves de las relaciones interpersonales, como palanca
para apoyar la libertad humana de negociación de
significados. De ahí también su tendencia a encerrar
su universo cognitivo en la antesala de un psiquia­
tra, el dormitorio de una pareja o un seminario
universitario. Si la libertad para negociar significa­
dos y para realizar la propia autodefinición puede
sin embargo encontrarse en esos lugares cerrados, es
sólo porque, y en la medida en que, esos lugares y
las actividades que ocurren en ellos han sido expul­
sados y no reconocidos por —y luego aislados de—
la esfera “pública” gobernada por necesidades anó­
nimas que representan la trama de las dependencias
económicas.
La esfera “pública” entra en la experiencia del
sentido común del individuo como una realidad su­
perior similar a la naturaleza, en la medida en que
ha sido eliminada de una relación inmediata con el
individuo. Un dominio nuevo se ha extendido entre
el esfuerzo creador del individuo (la producción de
objetos útiles mediante la transformación de objetos
naturales) y las actividades que sustentan la vida
humana (que pueden seguir siendo consideradas
como relacionadas directamente con la voluntad hu-
mana, como el dominio, por lo menos parcial, de
la libertad individual). En realidad ese dominio
conecta las dos mitades desiguales del ciclo existen-
cial, aunque desde la perspectiva de la experiencia
individual esas mitades parezcan estar conectadas
por el dinero y el valor de cambio. En lo que hace
al saber del sentido común del individuo, el dinero
y los valores de cambio representan el reino impene­
trable y misterioso en el cual los productos del
individuo desaparecen y del cual surgen sus artículos
de consumo. Pero el dinero y los valores de cambio
más bien obscurecen que determinan (y mucho
menos iluminan) el carácter social virtual de ese
dominio: presentan las relaciones sociales como
económicas. La tarea de la sociología crítica es rei­
vindicar la substancia social del mundo social.
En ese sentido, la sociología crítica difiere tanto
de la sociología durksoniana cuanto de sus críticos
existencialistas. La primera toma las manifestaciones
del sentido común en su valor nominal; dado que
se las ve inevitables e inamovibles, se afirma que son
así y se procede a proporcionarnos su. descripción
amplia y precisa. Sus críticos existencialistas se nie­
gan a reconocer la realidad de las apariencias, pero
primero investigan el proceso mental que las establece
como “realidad” y, segundo, se abstienen de investi­
gar otras realidades que quizás están detrás de esas
apariencias. En cambio, procuran explorar la libertad
dtíl individuo en la periferia del mundo social —exac­
tamente en el lugar del que esa libertad fue expulsada
por las realidades que las apariencias rechazadas dis­
torsionan y ocultan. Tratan de describir esa periferia
como un mundo cognitiva y moralmente autóno­
mo, y como el centro mismo del mundo vital desde
el cual surgen todos los otros componentes de este
mundo. Procuran así aproximar y vincular mitades
separadas de la existencia humana, en forma muy
parecida a como lo hacen el dinero y las mercancías,
pero empleando el lenguaje para el trabajo realizado
en el mundo social por el dinero (a lo cual Marx
replicaría: ‘^Comparar el dinero con el lenguaje
es .. . erróneo. El lenguaje no transforma ideas, de
modo que ia peculiaridad de las ideas se disuelve
y su carácter social se mueve junto a ellas como una
entidad separada.. ,”.7 La sociología crítica consi­
dera que ambas estrategias están bien fundadas en
el sentido común desarrollado históricamente de la
sociedad mercantil: en un sentido común que ha
aceptado tácitamente sus limitaciones históricas y por
lo tanto las percibe como insuperables. Ambas
estrategias tratan de iluminar el sentido común sin
cuestionar su autodeterminación. Al proceder así
ambas reiteran las limitaciones del sentido común
a cuyo servicio están.
El conflicto entre la sociología crítica y las dos
estrategias alternativas no es sencillamente un pro­
blema de preferencia en última instancia arbitraria,
sobre la cual, al igual que como sobre el gusto, no
vale la pena discutir. La sociología crítica muestra
que las estrategias alternativas fracasan, y tienen que
fracasar, en sus intentos de esclarecer la existencia
humana de una manera que pueda hacer posible
la emancipación, puesto que aceptan como inamovi­
bles precisamente aquellos aspectos de la realidad
históricamente contingente que hacen inaccesible tal
emancipación. La idea de que cabe enlazar aspectos
pour les autres y pour soi de la propia existencia
mediante el mero esfuerzo intelectual y moral, sólo
puede despertar esperanzas falsas de emancipación
ilusoria. Esa idea llevará a que la grieta —y la no-
libertad resultante— se vuelva aun más inmune
a los esfuerzos emancipadores.
Tal idea es una ilusión, puesto que en la sociedad
mercantil el proceso vital del individuo no puede
ser contenido dentro del campo estrecho del Um welt:
el sector de “los otros” con quienes el individuo tiene
probabilidad de entrar en comunicación lingüística
—encontrarse cara a cara, estimular a la acción y
responder a la acción, convenir acerca de definicio­
nes de la situación y asignación de status, negociar
significados, etcétera. En una sociedad premoderna,
tecnológicamente rudimentaria, donde la circulación
de la totalidad de los bienes está limitada a un re­
ducido círculo de personas que pertenecen al grupo
de parentesco cognitivamente accesible o local, el
itinerario de todos los items incluidos en el inventario
del proceso vital permanecían a la vista del individuo
desde el comienzo hasta el fin. La trama de las
dependencias y la trama de las relaciones personales
se superponían entre sí; las dependencias se consi­
deraban como obligaciones y eran definidas por el
parentesco o la categoría del rango a los cuales
pertenecía el individuo. Fue entonces cuando las
dependencias económicas, en un sentido directo y
literal, se fundaron culturalmente; eran coextensivas
con las definiciones de status y los significados unidos
a éstas. Por más privado de libertad o dependiente
que en tales condiciones se encontrara un individuo,
las fuentes de su no-libertad no eran misteriosas,
sino que podían atribuirse con facilidad a los indi­
viduos específicos que dominaban la situación. En
consecuencia, una iglesia poderosa y una temible
voluntad divina eran necesarias para compensar las
deficiencias de vínculos sociales demasiado tenues
para asegurar su propia perpetuación y poder mane­
jar a los grupos subordinados. La dependencia y
la no-autonomía de la vida individual eran visibles
desde la experiencia del sentido común en su verda­
dera naturaleza —como servidumbre personal— y
por lo tanto requerían, para poder mantenerse, san­
ciones culturales suprahumanas en forma de una
escatología institucionalizada. La reproducción del
sistema económico dependía en efecto de la repro­
ducción de una red imperfecta pero fácilmente
asimilable de definiciones culturales.
La desintegración de los vínculos locales y de pa­
rentesco, el debilitamiento de las definiciones de
status inmutables y sus sanciones suprahumanas,
coincidieron con la emergencia de esa conjunción
peculiar de independencia personal y servidumbre
impersonal que es típica de la sociedad mercantil.
Es aquí donde el ihéroe de Steinbeck, expulsado de
la tierra de sus padres, se desespera al comprender
que para su desgracia no hay allí “nadie contra
quien disparar”. La culpa no puede atribuirse a nin­
gún individuo en particular: él complejo tejido de
causas va más allá del horizonte cognitivo del indivi­
duo, y no podría ciertamente tejerse con responsa­
bilidades y culpas personales. Al perder su naturaleza
humana la trama de la dependencia, las sanciones
suprahumanas no son ya necesarias para mantenerla
intacta. El sistema de dependencias puede existir por
sí mismo, como resultado de su opacidad, su imper­
sonalidad, su naturaleza recóndita e inescrutable.
Aparece ahora, sólo alhora, como una “realidad social”
misteriosa, como una objetividad con carácter de
naturaleza, que debe ser obedecida. Desde luego,
la obediencia no es ahora un acto moral sino un
asunto que se relaciona con la razón y la personali­
dad. Al individuo se le advierte que no debe ex­
tenderse más allá de sí mismo, ni embarcarse en una
lucha inútil, ni desafiar la naturaleza social —no
porque ello sería un acto moralmente enfermo, una
rebelión contra el poder moral supremo, sino porque
tal acto de desobediencia iría contra sus propios
intereses. Por eso la sociedad mercantil, vista re­
trospectivamente, parece ser un equivalente de la
liberación personal. El sometimiento antes soportado
por miedo y una ficción ideológica es ahora escogido
voluntaria y “libremente” en aras del interés per­
sonal bien entendido y racionalmente evaluado. En
la edad de la razón y la elección esclarecida, el
conocimiento de los requisitos previos funcionales
de la “naturaleza segunda” es un sustituto apropiado
y buscado para el miedo a la venganza de Dios.
Supone que el individuo es un agente libre; recurre
a su razón e inteligencia y no a su prejuicio y
miedo.
En una sociedad mercantil, “la dependencia recí­
proca y multifacética de individuos que son indi­
ferentes entre sí forma su conexión social”. Son
indiferentes los unos para los otros, en el sentido
que no se encuentran como personas, ni interactúan
conscientemente y pueden por cierto ignorar la exis­
tencia del otro: pero dependen entre sí por la
sencilla razón de que la forma precisa del producto
de la actividad de un individuo, que vuelve a él
transformada en algún artículo terminado para
su consumo, dependerá de las actividades de mul­
titud de otros individuos de los cuales el individuo
en cuestión no tiene conocimiento intelectual ni
control práctico. La falta de vínculo personal existe,
desde luego, en ambas direcciones. De ahí la ex­
periencia de libertad personal, que surge del hecho
de que ninguna otra persona (un individuo lo bas­
tante cercano desde el punto de vista físico, cognitivo
y emocional para ser percibido como una persona)
guía al individuo en cuestión en sus elecciones y
mudho menos se las impone. Las coerciones que los
individuos experiencian al hacer elecciones y poner­
las a pruebas, son demasiado inflexibles y tan inac­
cesibles a la persuasión para ser eliminadas como
obra de personas específicas. “Los individuos están
subsumidos bajo la producción social; la producción
social existe fuera de ellos como su destino; pero
la producción social no está subsumida bajo los in­
dividuos ni es manejable por ellos como riqueza
común”. Las dependencias económicas existentes
preceden y estructuran todas las otras clases de rela-
ciones interhumanas; se manifiestan desde el comien­
zo como condiciones inexorables de toda acción
humana y límites insuperables para la libertad de
elección. Pero, insiste Marx, “es absurdo concebir
ese nexo meramente ‘objetivo’ como un atributo
natural y espontáneo inherente a los individuos e
inseparable de su naturaleza (a diferencia de su
conocimiento y voluntad consciente). Es un produc­
to histórico. Pertenece a una fase específica del
desarrollo de los hombres”.8
La escisión de la experiencia humana elemental
entre sujeto volitivo y ambiente coercitivo (esci­
sión sobre la cual está construida toda sociología),
es por lo tanto un resultado del desarrollo histórico
y de la condición humana. Esto requiere explica­
ción, y la explicación por fuerza debe ser histórica.
Para ser honestos, debemos admitir que en sus
más inspirados momentos los sociólogos juegan con
la idea de Ja mutabilidad histórica de la condición
humana. Pero lo que con majyor frecuencia ocurre
es que en su argumentación la historia se reduce a
tipología, o más bien a una división dicotómica
de tipos conocidos de organización social y por
ende de acción humana. L a idea aparece bajo nom­
bres diferentes, aunque con tantas diferencias de
énfasis que (los pares descritos de maneras muy
diferentes traicionan una gama sorprendentemente
amplia de similitudes. Gemeinschaft [comunidad] y
Gesellschaft [sociedad], sociedad militar e industrial,
era teológica y positiva, solidaridad mecánica y
orgánica, sociedades no industriales e industriales
—todos esos conceptos, por rico que pueda ser su
contenido, representan la misma concepción de la
antítesis entre la 'libertad personal prisionera en la red
de dependencias impersonales (típica de la sociedad
mercantil) y la falta de elección personal combi­
nada con la naturaleza evidentemente personal de
las dependencias (típica de una sociedad mercantil
no desarrollada). La única alternativa a la realidad
inmediatamente accesible que la actitud positiva
puede tolerar, es ese estado de cosas que ha sido
eliminado, como alternativa viable, por la llegada
de las condiciones presentes. Por eso la historia se
toma en consideración sólo en la forma de una
elección entre dos tipos. El desagrado por el tipo
que predomina en el presente tiene automáticamente
como resultado las idealizaciones del otro tipo. Se
buscan remedios para la parcialidad e inautenticidad
de la existencia individual, en la supuesta persona­
lidad plenamente “desarrollada” de una sociedad
premoderna. A esto Marx respondería diciendo que
“es tan ridículo anhelar un retorno a esa plenitud
original como lo es creer que con esta vaciedad total
la historia se ha detenido”.
Alternativamente, la misma tendencia se mani­
fiesta en persistentes intentos por establecer depen­
dencias recíprocas como personales, y por lo tanto
manejables, en condiciones en que éstas son definida-
mente no susceptibles de un manejo humano cons­
ciente. De manera paradójica, esta “humanización”
ideacional de la servidumbre impersonal pertenece
a 'la misma categoría que ciertos intentos opuestos
de asignar status suprahumano a lo que podía ser
una esclavitud personal lisa y llana. En sus esfuerzos
prácticos ambos intentos tratan de excluir o desviar
los esfuerzos actuales o potenciales de emancipación,
pues solicitan una acción inadecuada o dirigida
hacia objetivos mal ubicados. Una manera de perci­
bir en cuanto personales las dependencias recíprocas
es describirlas como si surgieran de significados
inadecuados impuestos por “los otros” y que distor­
sionan la existencia auténtica del individuo. Esta es
la concepción existencialista de las raíces de la servi­
dumbre humana, según la cual la presencia de los
otros compromete, restringe y confunde al individuo
en su búsqueda del pour-soi, de la existencia autén­
tica. Algunas derivaciones sociológicas de la filosofía
existencialista, de las cuales la etnometodología al
estilo de Garfinkel es un ejemplo destacado, presen­
tan las dependencias y las coerciones como sedi­
mentos de la negociación de significados, como una
realización constante del “trabajo”, que consiste en
“hablar”. La manifestación de la realidad social,
de coerciones externas sobre la libertad humana, es
formulada entonces como un fenómeno cultural,
en condiciones históricas distinguidas precisamente
para la liberación de la estructura social respecto
de su dependencia anterior de factores culturales.
Por extraño que ello parezca en vista de su animo­
sidad extra-científica, no hay mucha diferencia entre
esos intentos y la tendencia del marxismo “folklórico”
a personalizar las raíces de la no-libertad humana
culpando por ella a los capitalistas, los partidos,
los gobiernos, etcétera. ¡El error consiste aquí en pre­
sentar la trama impersonal de dependencias como
un problema político que puede controlarse por
medios que por lo general son definidos como po­
líticos. Con su intuición habitual Marx anticipó
que ambas ilusiones enraizaban epistemológicamente
en la estructura opaca y recóndita de la dependencia
humana. Las relaciones de dependencia objetiva:
“se manifiestan, en antítesis con las de dependencia per­
sonal . . . de tal manera que los individuos están ahora
dominados por abstracciones, mientras que antes dependían
el uno del otro . . . Las relaciones pueden expresarse, por
supuesto, sólo en forma de ideas, y así los filósofos de­
terminaron que el reino de las ideas es la peculiaridad de la
nueva época, e identificaron la creación de la individuali­
dad libre con el derrocamiento de ese reino.” 9
Ningún tipo de relaciones sociales —se funden en
la independencia personal o impersonal— puede
operar sin alejar a la imaginación humana de los
caminos auténticos de la emancipación. El sistema
basado en la dependencia personal tiene que reposar
en la ilusión de un anclaje extrapersonal, supra-
humano, de la definición personal de status. Lo
opuesto es verdad con respecto al sistema de de­
pendencia impersonal; éste es sostenido y perpetuado
por la ilusión de la libertad personal, por la posibi­
lidad de dominar mediante el esfuerzo individual
las relaciones externas que la limitan. ¡Es precisa­
mente cuando la multitud sucumbe al atractivo de
esa ilusión y se comporta de acuerdo con ello, que
la trama de dependencias impersonales es continua­
mente re-establecida y mantenida viva. Las con­
diciones de la emancipación individual coinciden
con las condiciones que perpetúan la no-libertad de
los individuos en masse. Un individuo particular,
qua individuo, puede ciertamente llegar a la cúspide
de las relaciones sociales y someterlas a su voluntad;
también pueden hacerlo una cantidad de individuos
que actúen como un agregado en un “tipo mecá­
nico” de solidaridad. Pero al proceder de esa manera
los individuos no hacen más que fortalecer las con­
diciones universales de dependencia y no-libertad.
Esta situación objetiva pone a los individuos los unos
contra los otros; trátase de una situación en Ja cual
la competencia, la persecución del interés individual
en detrimento del interés de los otros, es la única
conducta racional y efectiva. Más aún, el tratamiento
de que hace objeto el individuo a otros seres hu­
manos, como un “ambiente objetivo” que debe
dominarse, es de por sí una expresión del hecho de
que al individuo se le ha negado el control de su
propio destino. Habermas lo expresa muy bien: “los
intereses que atan a la conciencia al yugo impuesto
por Ja dominación de cosas y relaciones cosificadas
están, en cuanto intereses materiales, anclados en
configuraciones históricamente específicas de trabajo
enajenado, satisfacciones denegadas y libertad su­
primida”.10
Por lo tanto, la perdurabilidad de cualquier sis­
tema de interacción social que presenta los fines y
motivos de esa interacción como fijos e inmutables
(dentro del marco de los mandamientos de Dios
o las exigencias de la Razón), debe apoyarse en la
autoridad de la experiencia diaria. Es a causa de que
el aspecto práctico de la experiencia humana es
tomado por establecido y no cuestionado, y no con­
templado en su perspectiva histórica relativizante,
que los problemas fundamentales de la libertad
individual, la autenticidad de la vida, etcétera, sólo
pueden plantearse como cuestiones epistemológicas,
susceptibles de ser solucionadas por el hombre per­
cibido como una entidad epistemológica; en realidad,
pueden ser vistos como parte de un plan que desde
el comienzo hasta el fin se representa en el escenario
del intelecto y del significado. No se trata de que esa
concepción deje de lado el vínculo íntimo entre la
vida práctica e intelectual del hombre, entre la teoría
y la práctica sociales. Por lo contrario, la evidencia
acumulada e intelectualmente procesada de práctica
social es considerada como el fundamento apropiado
de la infalibilidad de las soluciones que esa concep­
ción ofrece para la búsqueda de una “vida plena”
por parte del hombre. La diferencia esencial entre una
concepción de ese tipo y la sociología crítica consiste
en que la primera considera que el testimonio de la
práctica históricamente limitada es decisivo y, en los
hechos reales, final, mientras que la última se niega
a ello. Como en 1933 lo afirmó enfáticamente Hork-
heimer: “la antropología no puede ofrecer ninguna
objeción válida a la superación de las relaciones
sociales malas”.11 La única antropología (que trata
de ser un conocimiento de las cualidades humanas
universales) aceptable para la sociología crítica
sería, para decirlo con las palabras de Leo Kofler,
una ciencia “de las premisas inmutables de la mu­
tabilidad humana”. El principio fundamental de la
sociología crítica debe ser un rechazo a priori
de la posibilidad de una dotación invariable —sea
trascendental o natural— que caracterice a la especie
humana de una vez y para siempre. El único atri­
buto invariable de la especie humana que la sociolo­
gía crítica estará dispuesta a aceptar es el mecanismo
por el cual la especie se convierte, siempre de nuevo
y siempre en una forma nueva, en la especie humana.
En la Ideología alemana Marx definió la produc­
ción de necesidades nuevas como primer acto
histórico. La producción de necesidades nuevas, que
re-moldea y re-dasifica el ambiente humano, llevan­
do a una nueva posición la línea fronteriza establecida
entre lo subjetivo y lo objetivo, siempre fue y seguirá
siendo la substancia de la historia humana. La línea
divisoria entre lo que el hombre puede ser y no
puede ser, solamente es factible de ser trazada
con claridad haciendo referencia a la práctica pa­
sada; pero su extrapolación en el futuro requerirá
una suposición adicional que la sociología crítica
considera no susceptible de fundamentación: que
el pasado contiene evidencias que limitan conclu­
yentemente el futuro.
Esa suposición, sin embargo, está cimentada en la
rutina cotidiana. Gracias a ella la experiencia del
sentido común puede proporcionarle una orienta­
ción confiable a la conducta humana. La naturaleza
les otorga a los organismos humanos memoria y
capacidad para aprender, y únicamente pueden
progresar en un ambiente que se caracteriza por la
regularidad y patrones recurrentes de acontecimien­
tos. La incertidumbre que surge a raíz de una in­
terrupción subitánea de la monotonía es una fuente
de terror:
"Esto es lo que nos produce tanto miedo frente a un fe­
nómeno como la ‘inflación incontrolada’. En una economía
monetarista experienciamos la inestabilidad del valor del
dinero en el mundo social casi de la misma manera que
un terremoto en el mundo físico. Cuando los cimientos
tiemblan, todo puede ocurrir.”12
Es así como la actividad histórica, al par que
engendra siempre nuevas necesidades y en conse­
cuencia. formas novedosas de relaciones humanas,
manifiesta una tendencia hacia la coherencia y el
orden. Es verdad que esta actividad revela poten­
cialidades. La esencia de cualquier orden está en el
aumento de la probabilidad de algunos aconteci­
mientos y, por la misma razón, en hacer que otros
sean altamente improbables. Al adoptar la poten­
cialidad ilimitada del hombre como hipótesis or­
ganizadora, la sociología crítica tiene que considerar
como su mayor interés empírico la manera en que
los sistemas sociales reales limitan esas potencia­
lidades.
El sentido común y ’la rutina diaria se ayudan y
refuerzan entre sí al apoyar y perpetuar el orden
establecido de la interacción humana y la creencia
universal en que ese orden es inevitable. La rutina
diaria se encuentra estructurada de tal manera que
pocas veces los hombres se ven enfrentados con la
elección fundamental entre formas actuales y .poten­
ciales de interacción, dado que su proceso vital está
escindido en una multitud de decisiones parciales
y aparentemente sin consecuencias. En realidad, cada
eslabón sucesivo en la cadena de sus acciones está en
cierta medida limitado por las acciones anteriores,
y la limitación aumenta progresivamente en el de­
curso de la biografía del individuo haciendo siempre
menos realista el problema de la elección. Por otra
parte, puesto que es un reflejo de la experiencia
histórica y biográficamente determinada, el sentido
común confirma la validez universal de esta lección
individual, y encarece la necesidad de trazar una
línea rígida entre “racional” y “razonable” por
una parte, e “irracional” e “irrealista” por la otra.
Para la rutina diaria, el sentido común es la fuerza
impulsora principal. Para el sentido común, la rutina
diaria es la fuente última de certidumbre cognitiva.
La verdad de las creencias del sentido común así
como las de la sociología, se mide con el metro
de la rutina diaria. Y puesto que el sentido común
y la rutina diaria están entretejidos en forma muy
compleja, no interesa mucho el que una sociología
tome como objeto la rutina diaria (como lo hace
la sociología durksoniana), o el sentido común (el
caso de la crítica existencialista del durksonianismo);
en ambas instancias la sociología corta la verdad
que busca a la medida de la realidad históricamente
restringida. Por la misma razón la sociología, cons­
cientemente o sin saberlo, coincide con esa realidad
en una presentación unilateral del potencial humano.
¿Puede la sociología critica ser una ciencia?
Como hemos visto, la sociología crítica procura li­
berarse del sentido común y la rutina diaria como
fuente de información y medida última de la verdad.
Esta intención, que es ineludible para poder conce­
der al potencial humano no realizado el status de
objeto legítimo de estudio, plantea, empero, el pro­
blema de la naturaleza científica del proyecto.
¿En qué sentido la sociología crítica puede pretender
status científico? Si la sociología crítica conviene
en que el único conocimiento válido es el conoci­
miento verdadero, ¿cuáles son sus criterios de verdad
una vez que la experiencia pasada y la rutina diaria
presente han sido descartadas en lo que hace a tal
función?
El concepto de “verdad-proceso” es la respuesta
de la sociología crítica a esa objeción crucial. La
¡dea esencial de la verdad como proceso histórico
está implícita en el siguiente enunciado de Marx:
“El problema acerca de si el pensar humano puede alcan­
zar la verdad objetiva no es teórico sino práctico. En la
práctica el hombre debe probar la verdad, es decir,
la efectividad y el poder de su pensar. La discusión
acerca de la efectividad o no-efectividad del pensar •—el
pensar aislado de la práctica— es una cuestión meramente
escolástica.” 13
Ahora bien: ese enunciado no implica de por sí
una ruptura decisiva con la idea positivista de
verdad. Tanto la sociología durksoniana como sus
críticos existencialistas de buena gana convendrían
en que la suposición de que los hombres son capa­
ces de alcanzar la verdad objetiva quizás nunca será
probada de manera concluyente, pero que constituye
una cómoda hipótesis de trabajo que uno se siente
constantemente tentado de refutar sometiéndola a
una prueba práctica interminable. ¿Qué es, después
de todo, la investigación científica en su sentido
positivista más ortodoxo, sino una serie de pruebas
prácticas de esa hipótesis? Sin embargo, hay una
grieta amplia y tal vez infranqueable entre la idea de
verdad contenida en el enunciado citado y la clase
de verdad que busca la sociología positiva. Esa
grieta, empero, no ha sido creada por la mera
vinculación de la verdad con el proceso de verifica­
ción práctica, sino por una comprensión radicalmente
distinta de la práctica.
La práctica a la que recurriría la sociología posi­
tiva para verificar sus enunciados y posiblemente
para su refutación, es la práctica de los científicos
-—o la práctica de un individuo común, pero dota­
do, con respecto a la finalidad que persigue, de
atributos que lo hacen “parecido” a un científico.
Esta práctica se distingue por una rígida e inmutable
división de status entre la .persona que ejecuta la
verificación y el objeto sobre el cual esa verificación
se realiza. Una característica sine qua non de esta
división es que el agente de verificación sólo percibe
lo que se está verificando o poniendo a prueba. Esta
situación es normal en el caso de las ciencias na­
turales. Pero en las ciencias sociales debe ser casi
siempre creada artificialmente —sea mediante la
compilación de datos sobre la conducta de objetos
sin conocerlos (como en la mayoría de los estudios
estadísticos), o transfiriendo a los objetos informa­
ción deliberadamente incorrecta acerca de la hipótesis
que debe ser puesta a prueba (como en la mayoría
de los experimentos en psicología social). Se hace de
tal manera un esfuerzo para asegurarse de que el
contenido de la hipótesis no influirá sobre el proceso
y el resultado de la prueba, es decir, Ja conducta de
los objetos de estudio. Aun así, en el caso de las
ciencias sociales, los objetos de estudio, seres huma­
nos conscientes, dotados del potencial de conocer,
comprender y captar significados, son deliberada­
mente colocados, en beneficio de la pureza del
procedimiento, en 'La posición de objetos que, al
igual que los de la ciencia natural, no poseen esas
facultades. Sólo entonces pueden los criterios de
verificación tal como los formulan las ciencias natu­
rales aplicarse a enunciados sobre la conducta de los
seres humanos: se formula una expectación, se
selecciona o construye un conjunto adecuado de va­
riables independientes, y la conducta resultante es
comparada con las expectaciones iniciales. Hay que
tener en cuenta que la totalidad del procedimiento
consiste en actos y acontecimientos que permanecen
por completo bajo el control del investigador, que
durante el procedimiento es el único agente “cog-
noscente” ; la única persona que conoce el significado
específico de los acontecimientos asignado por la
hipótesis sometida a prueba. El concepto de prueba,
el significado de verificación o falsificación, todo
esto se elabora para poder conservar el procedi­
miento como campo exclusivo de estudiosos profesio­
nales. La verdad podría casi definirse como el conjun­
to de enunciados sustentados por científicos profe­
sionales. Pragmáticamente, las actividades de los
científicos profesionales son definidas como búsqueda-
de-la-verdad y descubrimiento-de-la-verdad; institu­
cionalmente, se cree que los científicos como grupo
aseguran que las personas aprobadas por ellos se
comprometerán en esas actividades. El concepto de
prueba de la verdad, que la ciencia apoya, propor­
ciona la base para el status de la ciencia positiva como
conocimiento genuino y privilegiado.
Cuando las reglas de verificación se aplican a la
investigación de los asuntos humanos, los especialistas
se ven obligados a evitar cualquier diálogo significa­
tivo con los objetos de su estudio. El sociólogo
científico querría mantenerse en la sombra tanto
como le fuera humanamente posible (el conocido
espejo de visión unilateral de los psicólogos sociales
es una materialización admirable de esa tendencia),
y estar seguro de que su presencia física, y muoho
más su presencia como un agente que establece
significados, de ningún modo “distorsiona” el curso
“natural” de los acontecimientos bajo observación.
Lo que puede encontrar, por lo tanto, y probar con
el grado de certeza permitido por el procedimiento, es
cómo sus objetos se comportarían en condiciones
rutinarias, suponiendo que sus definiciones de sen­
tido común sigan en vigencia. De una manera
artificial y con gran cuidado e ingenio, los objetos
humanos de la exploración sociológica son manteni­
dos o ubicados en situaciones en las que' ellos no
pueden ni podrían ejercer sus capacidades de com­
prender y decidir; y todavía en mayor medida se
procurará no poner en peligro la “validez” de
la investigación. El mantener a los hombres dentro
de los lazos de su existencia diaria no-libre, por lo
tanto, es inherente a la definición misma de la inves­
tigación científica y la verificación-de-la-verdad le­
gítimas.
Como vimos, el pacto, rutina-sentido común posee
una tendencia implícita a la autoperpetuación y
asume la apariencia de su propia intemporalidad.
El pacto rutina-sentido común de la sociedad mer­
cantil está estructurado, en el proceso vital de los
hombres, por la separación fundamental entre la
capacidad subjetiva para trabajar, crear y hacer
auténtica la propia existencia, y las condiciones ob­
jetivas de ese trabajo, creatividad y autenticidad.
Una vez escindido de esa manera el proceso vital
mismo, “en y por sí mismo” establece las “condicio­
nes objetivas reales del trabajo vivo” (material,
instrumentos, etcétera), como existencias indepen­
dientes y extrañas”.
“Las condiciones objetivas del trabajo vivo se presentan
como valores independientes y separados frente a la ca­
pacidad viva de trabajo como existencia subjetiva.. . Una
vez dada esa separación, el proceso de producción sólo
puede producirla de nuevo, reproducirla, y volver a produ­
cirla en una escala más amplia.”
El material al cual se aplica el trabajo vivo subjetivo:
“es material ‘ajeno’; también el instrumento es un instru­
mento ‘ajeno’; su trabajo aparece como un mero accesorio
de su substancia y por lo tanto se objetiva en cosas que no
‘le pertenecen’ ”.
En esta descripción sucinta de la estructura esen­
cial del proceso vital en una sociedad mercantil que
separa los objetos del trabajo vital de la fuente viva,
subjetiva, del trabajo mismo, encontramos el marco
para la actividad rutinaria y las raíces epistemológi­
cas del modo en que se la experiencia según el
sentido común. La rutina y el sentido común asocia­
dos forman un círculo vicioso, que si no es cortado
en algún punto tiende a reproducirse en una “escala
más amplia”. U n corte capaz de quebrar el proceso
interminable de autorreproducción debe ser un acto
que trascienda la reflexión del sentido común, un
acto que avance, aunque al comienzo sólo idealmente,
más allá del sentido común:
“El reconocimiento de que los productos le perte­
necen, y el juicio condenatorio de su separación de
las condiciones de su realización —separación im­
puesta por la ¡fuerza— constituye un enorme progreso
de la conciencia, ésta última producto también del
modo de producción fundado en el capital. Esa
conciencia anuncia, al igual que campanas que tocan
a muerto, su perdición; del mismo modo que cuando
el esclavo toma conciencia de que ‘no puede ser
propiedad de otro’, y se hace consciente de sí mismo
como persona, la existencia de la esclavitud se
convierte en una existencia vegetativa meramente
artificial y no puede ya prevalecer como base de la
producción”.14
El tañido fúnebre del pacto rutina-sentido co­
mún, supuestamente invulnerable, suena cuando la
división habitual se ve de repente a la luz de otra
posibilidad. Entonces, y sólo en ese momento, lo
natural comienza a percibirse como artificial, lo ha­
bitual como forzado, do normal como insoportable.
Una vez que la armonía entre las condiciones ru­
tinarias y el conocimiento del sentido común ha sido
distorsionada, toda la trama de las relaciones sociales
es puesta en movimiento y las leyes férreas de la
“conducta normal” dejan de tener vigencia y quedan
a la expectativa. Los atributos de los hombres y de
su vida social que se consideran invariables revelan
su historicidad.
Por lo tanto, parecería que se contradicen entre
sí los intereses de la emancipación y los intereses
del dominio técnico a cuyo servicio está la ciencia
positiva. Como vimos, la ciencia carece de medios
para romper el pacto rutina-sentido común, y
además se niega a aceptarlo, señalando como obje­
ción insuperable sus impecables reglas de verificación
de la verdad. Estas reglas exigen que la ciencia
investigue sólo los objetos que permanecen por com­
pleto bajo el control cognitivo del científico; la
ciencia continúa proporcionando conocimiento con­
fiable, es decir información que cabe tomar como
garantía, sólo en la medida en que los hombres
cuya conducta describe siguen siendo objetos, es de­
cir, como cosas, a causa de la persistencia de condi­
ciones de vida rutinarias y reforzadoras de hábitos
sobre las cuales carecen de control. Pero la emancipa­
ción comienza cuando esas condiciones dejan de ser
vistas “como en realidad son”, y cuando son postula­
das de una manera que por ser todavía-no-real,
elude la metodología científica y la verificación de
la verdad. Surge por lo tanto el problema de si la
brecha entre ciencia positiva y conocimiento eman­
cipador es tan infranqueable cual parece serlo a
primera vista, como los extremistas y puristas de am­
bos lados insisten. El problema es decisivo para la
ciencia social y para las perspectivas de la eman­
cipación humana. Si la grieta es realmente infran­
queable, las ciencias sociales pueden muy bien ser
condenadas a desempeñar el papel de uno de los
agentes que registran o incluso fortalecen la división
ya existente de los hombres en sujetos y objetos de la
acción, mientras que los intereses en la emancipa­
ción pueden ser condenados a deambular sin rumbo
por los terrenos de la fantasía incontrolada. La
respuesta depende, según parece, de la posibilidad
de un reajuste del concepto científico de verifica­
ción de la verdad.
No debe asombrar el que en los últimos años se
hayan hecho numerosos intentos para abrir caminos
que llevaran a la ciencia más allá del círculo en­
cantado de la rutina y el sentido común. El motivo
de todos esos intentos fue la búsqueda de un cono­
cimiento confiable y verificable de fenómenos no
semejantes a los explorados confiablemente por la
ciencia social positiva: a saber, los fenómenos no or­
dinarios, no rutinarios e irregulares, observables o
sólo concebibles, que en cierto sentido podían consi­
derarse como una vislumbre del futuro o de una
realidad alternativa. Examinemos ahora brevemente
algunos de esos intentos.
Desanimado por la espectacular bancarrota de la
sociología académica francesa que no pudo prever
el estallido de la rebelión estudiantil y el conflicto de
clases en un país supuestamente pacificado y sujeto
al consenso, en 1968 Edgar Morin propuso la idea
de una “sociología del presente”,15 como una alter­
nativa para la sociología centrada tradicionalmente
en la regularidad intemporal (es decir, una regula­
ridad descrita sin hacer referencia a variables que
representan tiempo cualitativamente cambiable). Co­
mo cabía esperar, la unidad central de la sociología
alternativa consistía en representar (en oposición a
la “acción” o al “rol”, unidades básicas del análisis
sociológico tradicional) la intención de aprehender
lo irregular y lo único. Para Morin esa unidad cen­
tral era el acontecimiento — “el acontecimiento, que
significa la irrupción simultánea de lo vivido, del
accidente, de la irreversibilidad, de lo singular con­
creto, en el tejido de la vida social”—, y que preci­
samente por eso “es el monstruo de la sociología”.
No obstante ser escarnecido y evitado por la socio­
logía académica, el acontecimiento tiene muchos
atributos que lo hacen idealmente adecuado para
funcionar como una atalaya desde la cual puede
escudriñarse el reino de lo posible.
“Desde el punto de vista sociológico el acontecimiento
es algo que no puede comprimirse dentro de regularidades
estadísticas. Por eso un crimen o un suicidio no son aconte­
cimientos, puesto que pueden ser incluidos en alguna
regularidad estadística, mientras que una ‘ola’ de crimina­
lidad o una epidemia de suicidios sí lo son, al igual que
la muerte del presidente Kennedy o el suicidio de Marilyn
Monroe.”
El acontecimiento es “noticia” ; contiene informa­
ción, en la medida en que la información es la parte
del mensaje que transmite novedades. El aconteci­
miento es, así, un factor desestructurante por defini­
ción. Por su propia presencia —o más bien por el
hecho de ser percibido como acontecimiento— per­
turba los sistemas de racionalización, que le imponen
inteligibilidad a las relaciones entre el espíritu y su
mundo cotidiano. El acontecimiento cuestiona, esa
inteligibilidad, y al ¡hacerlo suscita un escepticismo
crítico con respecto a las ilusiones racionalizadoras.
Pone de manifiesto, en cambio, la necesidad de una
teoría que elige como fundamento las situaciones
extremas, los paroxismos de la historia, los fenómenos
“patológicos”, antes que las uniformidades estadís­
ticas.
La crisis es precisamente un acontecimiento de
esa clase. A causa de la concentración inusual de ca­
racterísticas fuera de lo ordinario, de la inestabilidad
intrínseca que desafía la descripción determinista y
ordenada, y de su extrema flexibilidad evolutiva,
la crisis actúa como una revelación subitánea de
“realidades subterráneas, latentes” que permanecen
invisibles en épocas definidas como “normales”. Si­
guiendo la estrategia marxista-freudiana, podría uno
considerar la crisis como una ocasión única para ver
a través del velo de la rutina, directamente, la
realidad “genuina” o por lo menos genuinamente
importante —que está sumergida—, es inconsciente o
infraestructural. Esta concepción de la crisis, desde
luego, se diferencia de manera radical de su planteo
por la sociología académica que la deja de lado
aprensivamente como un acontecimiento a la vez
marginal y epifenoménico: un caso de momentánea
falla técnica del tejido social, que no puede for­
mularse en el vocabulario empleado para expresar
el tema principal de la ciencia social. “Finalmente la
crisis une en ella, de manera perturbada y pertur­
badora, repulsiva y atractiva, el carácter accidental
(contingente, “de acontecimiento” "*) el carácter de
necesidad (por la puesta en acción de las realidades
más profundas, menos conscientes y más determi­
nantes) y el carácter conflictual”. El argumento
decisivo en favor de la crisis como objeto verdadero
del análisis sociológico es, por lo tanto, que la
crisis es una fuente más rica de información que
la vida ordinaria sobre 'la cual los sociólogos han
centrado su atención. Aceptando que la ciencia
positiva está establecida sobre la descripción precisa
y verdadera de la “realidad que está allí”, hay aquí
una apertura que permite realizar mejor su tarea,
puesto que a través de aquélla cabe discernir par­
tes de la realidad de otra manera herméticamente
cerradas. Lo que en realidad propone Morin es una
extensión de la estrategia y el método sociológicos
para abarcar vastas tierras hasta aquí no cultiva­
das pero que prometen una cosecha sumamente rica.
Morin aboga por un nuevo objeto de exploración
hasta entonces dejado de lado o indebidamente sub­
estimado. Espera que éste nuevo objeto de investi­
gación tendrá, gracias a sus características únicas,
un efecto de realimentación sobre el status del
sociólogo en el curso de su labor. En este importante
respecto Morin va más allá de la modesta reforma
propuesta por Coser y otros seguidores norteameri­
canos de Simmel, que después de sugerir que el
conflicto podría ser un objeto más adecuado de in­
dagación sociológica que el consenso, procedieron
a analizarlo en términos funcionalistas tradicionales.
Morin opina que la crisis, concebida como un pro­
ceso espontáneo que se desarrolla a sí mismo antes
que como otro “prerrequisito funcional” de un
sistema rígido, obligará al estudioso a una permanen­
* Morin utiliza el término événementiel, neologismo con
el que se califica a un tipo de historia que no procura
establecer la causa de los acontecimientos (événements) sino
que se limita meramente a relatarlos. [T.]
te autocrítica. Esto significaría un notable progreso
en la sociología académica, donde “la pretensión
ridicula del marxista-leninista alt'husseriano de mo­
nopolizar la ciencia y rechazar como ideología todo
lo que no concuerda con la doctrina, sólo puede
equipararse con la del gran empresario de encuestas
que rechaza como ideología todo lo que pone en
duda y critica la sociología oficial”. La autocrítica,
la revisión permanente de las opiniones del estu­
dioso, el comprender que ningún conjunto de técni­
cas de investigación puede de por sí descubrir la
veta de la verdad entre el manto de las apariencias,
proporcionará la relación dialéctica adecuada entre
el observador y el fenómeno observado. Morin se
encuentra tan entusiasmado por las brillantes pro­
mesas del análisis de la crisis que no vacila en
describir el papel desempeñado por el sociólogo
como actor en los acontecimientos que se examinan.
El ejemplifica su predicción recordando la expe­
riencia de Nanterre, cuando los futuros sociólogos a
medio hornear rechazaban el plato recocido de truis­
mos académicos anticuados.
Pero el concepto de actor sobre el cual Morin
apoya sus esperanzas es muy limitado. Al haber sido
transformado en actor de una manera más bien fácil,
por el mero hecho de ser escéptico, el sociólogo
sigue siendo un ser epistemológico muy parecido
a sus precursores más tradicionales. Su única ga­
nancia está en su propia autocrítica (una mejora
que, por supuesto, no debe dejar de tenerse en cuenta);
él sigue encerrado en un universo de puros signi­
ficados; cuando se lo examina de cerca, se ve que
el sentimiento embriagador de transformar el mundo
surge del transformar únicamente el mundo de sus
ideas. Su praxis está cortada a la medida de la
teoría académica; su diálogo es entre pares, un diá­
logo entre estudiosos de la realidad antes que con la
realidad misma. La receta de Morin sirve para que
el sociólogo se libere de las anteojeras del sentido
común, do cual es algo muy deseable, pero como
paso preliminar y no como una alternativa eman­
cipadora decisiva para la sociología. Y no encontra­
mos ningún paso ulterior en el itinerario de Morin.
Nos deja con la esperanza de una liberación feliz
de la imaginación de los sociólogos. Pero no sabemos
todavía cómo la libertad preciosa de los eruditos
se vinculará ■ —toda vez que pueda vincularse—
con los proyectos para la emancipación del hombre.
En síntesis, lo que Morin propone es que se cumpla
mejor, con más comprensión y agudeza, lo que es
esencialmente el papel tradicional de la sociología
positiva, enfrentando al mundo humano como un
objeto “que está allí” y puede ser descrito, pero con
el cual no es factible comunicarse.
Como veremos ahora, también otro intento por
llegar hasta la realidad superando las trabas del
sentido común —realizado por Henry S. Kariel en
1969—16 no alcanza a desafiar francamente la estra­
tegia de la sociología positiva. Al no haber vivido
la experiencia rejuvenecedora de la primavera de
París, y quizás tan desanimado como estimulado
por los aspectos complicados de la inquietud social
de la década del 60, Kariel se preocupa todavía
más que Morin por circunscribir su programa para
un exclusivo “uso profesional”. Al igual que Morin,
localiza el remedio en el campo de la selección del
objeto y el esquema analítico. Diferentes terminolo­
gías esconden una identidad estructural de programas.
El ideal de Morin consiste en convertir a la ciencia
social en una sociología del presente; Kariel, en
cambio, considera que la preocupación por el pre­
sente derrumbará la sociología clásica. “La constitu­
ción del presente, afirman, es válida, o por lo menos
dada. Para ellos el presente no es tanto un concep­
to como un estado benigno del ser”. El pecado
original de la ciencia social positiva consiste preci-
sámente en su incapacidad, o falta de voluntad, para
trascender el horizonte del presente. Incluso los
futurólogos, que reivindican la bola de cristal de
los utopistas
“comienzan por el presente, con lo que ‘es’. Perciben lo
que diversas formas de análisis de sistemas han demos­
trado que existe: el hombre como utilidad egotística y
utilizador al máximo del poder, el manejo de los asuntos
públicos al servicio de los ingresos de grupos interesados,
él sector económico como principal productor de bienes
comunitarios, las estructuras gubernamentales como orga­
nizaciones jerárquicas, la política como sacrificio de los va­
lores personales, la escasez de recursos psicológicos y
económicos, y el desarrollo como cualquier cosa que lleva
a la realización de esta visión empíricamente confirmada.”
Ahora bien, el problema consiste en que el pre­
sente es de por sí un producto complejo de batallas
pasadas, y por lo tanto partir desde él como si se
tratara de una base firme y confiable —objetiva y
tan razonable como se nos ha hecho creer— en
realidad significa “estar de acuerdo con los planes
de acción de quienes en la sociedad tienen poder
para crear realidad y libertad suficiente para es­
tructurar la conciencia de espacio y tiempo del
hombre”. Ese “acuerdo” es consecuencia de presentar
lo irreal como imposible; y presentarlo como tal es
una consecuencia necesaria de la decisión de servir
a intereses técnicos e instrumentales, y por ende con­
tribuir a la ciencia positiva, que no pueden ser
alcanzados de otra manera.
¿Y qué pasa ahora con la alternativa? Al igual
que Morin, Kariel la concibe como una operación
intelectual. Si se le diera una oportunidad, proba­
blemente suscribiría de buena gana la declaración
de principios de la “sociología de lo absurdo” de
Lyman y iScott: '
“Puede estudiarse el mundo social desde el punto de vista
del superior o el subordinado, del amante o de su amada, del
burgués o del proletario; del empresario o del obrero,
del desviado o de la persona que lo califica como tal,
y así siguiendo. Lo que importa es que debe tenerse
una perspectiva, pero la particular perspectiva empleada
no influye sobre la corrección de la teoría. Cabe hacer
enunciados verdaderos desde cualquier perspectiva, in-
cluyedo los que no concuerdan con ninguna ideología
disponible.” 17
El problema de la verdad es fácil porque hay mu­
chas verdades, ninguna mejor que la otra, y cada
una de ellas verdadera sólo dentro del marco de una
ideología. La desigualdad de las ideologías en cuanto
a su posibilidad práctica de ordenar la realidad so­
cial y de modificar estructuras objetivas y rígidas,
debe ser compensada de una manera fácil: pro­
clamando su igualdad intelectual. El sociólogo puede
entonces aceptar los criterios positivos de verifica­
ción de la verdad (“bondad de la teorización” )
despreocupándose de ilas coerciones impuestas sobre
la selección de la verdad por el pacto rutina-sentido
común, en cuya configuración diversas ideologías
(existentes y concebibles) desempeñan un papel
muy desigual.
Kariel nos invita a considerar la política, o en
realidad la vida social, como un juego cuyos prota­
gonistas poseen perspectivas particulares; ninguna
de éstas puede ser legítimamente elegida, sobre una
base meramente intelectual, como privilegiada o más
“verdadera” que el resto.
“Para percibir este aspecto expresivo de la experiencia
debemos seguir las indicaciones de Hannah Arendt y con-
ceptualizar la acción política como una forma de juego,
como un acto característico de ejecución. . . Y si quere­
mos comprender la manera en que la acción implica la
presencia de estructuras por lo ordinario no realizadas del
ser, no podemos considerarla como si significara conclu­
yentemente alguna otra cosa, por ejemplo, significando
‘realmente’ alguna intención predefinida o ser ‘realmente’
funcional para alguna estructura predefinida. Debemos ver-
la como una forma de juego: completa en sí misma.”
Kariel parece desembarazarse del difícil problema
de verificar la verdad de los enunciados que desafían
los “hechos duros” del sentido común, mediante el
simple recurso de negar la presencia de esos hechos
recurriendo solamente al poder de las palabras. No
hay “estructuras predefinidas” forzosamente vincu­
ladas con las posiciones desde las cuales los jugadores
individuales inician su juego. El juego es “completo
en sí mismo”, de modo que no sigamos preocupán­
donos por liberarlo de las ataduras de la rutina
inerte. Es sólo la ciencia social equivocada suscepti­
ble de inducir a error lo que nos ha llevado a pensar
de ese modo. Lo que necesitamos para otorgarle a
nuestros productos poder emancipador, es simple­
mente desviar nuestra attention á la vie hacia regio­
nes nuevas y m irar con simpatía desde las perspec­
tivas cognitivas de todos los asociados. “Al valorizar
más las necesidades del niño que Las de la escuela
existente o . . . las del obrero que las de las organiza­
ción, ellos [los sociólogos que siguen ese consejo
—Z. B.] introducen opciones. Al establecer valores
opuestos, amplían la comprensión.” Y también aquí,
como en el caso de Morin, el resto es silencio: no
sabemos cómo esa “comprensión ampliada” adquiri­
da por los sociólogos puede aumentar la libertad del
hombre. Es probable, en efecto, que sólo el sociólogo
aumente su emancipación intelectual al visitar di­
versos puntos de observación, puesto que los jugadores
mismos ya se han atrincherado, acaso demasiado
bien, en sus propios puntos de observación. Al igual
que Morin, y tai vez sin darse cuenta, Kariel parece
preocuparse más por liberar la imaginación de los
sociólogos que por los hombres que ellos imaginan.
Todas las verdades son relativas, parciales y unila­
terales; cada cual conoce su verdad parcial de alguna
manera; permitamos entonces que los sociólogos
disfruten de la comprensión de todas las verdades
en lugar de caer en la trampa conservadora de
perseguir inútilmente la verdad única, real y genui-
na. Lo que aquí separa a los sociólogos y define su
particular rol profesional no es la verificación de la
verdad, sino un distanciarse irónico de la verdad.
Sólo los sociólogos saben lo que otros son demasiado
miopes para percibir: que las verdades son muchas
y todas defectuosas. En esto reside la diferencia
decisiva entre Kariel y Morin. El primero niega la
existencia de esa “profundidad” de la realidad que
el último querría que penetrásemos. Kariel propone
explícitamente que se analice la vida social como
un juego. En los hechos reales su programa se reduce
a una invitación a un juego intelectual exclusivo
para sociólogos.
También Manfred Stanley18 estudia cómo las
ciencias sociales pueden superar el sentido común,
pero plantea el problema de una manera algo di­
ferente, negándose a retirarse de la posición de que
la verdad —una e indivisible— puede en principio
ser establecida, que el establecerla constituye una
tarea valiosa, y que esta tarea es el dominio de la
ciencia. Sin embargo, señala que la realidad más
empírica y claramente dada y obvia para el sentido
común no es el único marco dentro del cual pueda
medirse la verdad. Si existen otros marcos también
deben ser empíricamente accesibles, aun cuando de
una manera mucho más tediosa y complicada. Stan­
ley quiere demostrar que se puede, aun cuando se
proceda de acuerdo con las reglas de la ciencia po­
sitiva y empíricamente fundada, hacer legítima y
válida la discusión erudita de las realidades po­
tenciales.
La esperanza que Morin ponía en el fenómeno
de la crisis, Stanley la vincula más específicamente
con el proceso de “deslegitimación”. Stanley está de
acuerdo con el paradigma durksoniano prevaleciente
en que la “normalidad” de un orden social está
fundado sobre la legitimación exitosa, a saber, la
aceptación amplia de normas, valores y significados
que sostienen la clase de conducta que en última
instancia establece y re-establece la trama de relacio­
nes percibidas como el orden en cuestión. Por eso
“deslegitimación” designa toda perturbación del or­
den —todos los casos en que sectores importantes
de la población o fragmentos de conducta pública­
mente pertinentes son desviados respecto de la pauta
rutinaria de conducta. Sobre la base del paradigma
tácitamente aceptado, la conducta debe vincularse,
en aras de la explicación, con algún conjunto de
procesos mentales. Stanley llama a tales procesos
“privación experienciada”. Contrariamente a la opi­
nión habitual de la mayoría de los sociólogos, la
deslegitimación no es un evento episódico, un aleja­
miento del “estado natural” causado por ininteligi­
bilidad moral, ignorancia o una desviación motivada
psicológicamente. Por lo contrario, es un fenómeno
constante y regular que le proporciona a un sociólogo
bien dispuesto la oportunidad permanente de captar
una vislumbre de realidad limpia de las interpreta­
ciones unilaterales del sentido común. Es constante
porque la experiencia de la privación es un producto
de la escasez, que es a su vez un rasgo permanente
del orden social. Por lo menos desde los tiempos de
Durkheim sabemos que cualquier sociedad va tan
lejos para inspirar respeto y deseo por sus valores
que más tarde o más temprano encuentra difícil
cumplir con sus compromisos: normalmente hay
más personas atraídas por los valores sustentados
por la sociedad, que valores para ser ofrecidos, dis­
tribuidos y apropiados. Casi podría decirse que la
desealbilidad y la escasez de valores se encuentran
intrincadamente vinculadas entre sí. Por lo tanto, la
escasez es un fenómeno “normal” —y dada la nor­
malidad de la escasez cabe esperar que la experiencia
de privación sea muy común. Por último, las gentes
que experiencian su situación como privación tarde
o temprano tendrán necesidad de actuar en forma
de minimizar esa experiencia displacentera, y como
resultado de ello ocurrirá un cambio en el orden
social.
Hasta aquí estamos todavía dentro del habitual
universo de discurso de la corriente principal de la
sociología académica. El intento de Stanley, por
lo tanto, es interesante porque trata de desarrollar
una estrategia para verificar el conocimiento acerca
de realidades alternativas no rutinarias, empleando
medios considerados legítimos por el conocimiento
social durksoniano y susceptibles de adaptarse al
paradigma dominante. La estrategia de Stanley con­
siste en esencia en lo que cabría llamar “experi­
mentación mental”, aunque nunca se aleja de las
características empíricamente accesibles de la realidad
presente o pasada. Es mediante una cuidadosa ex­
ploración de la realidad presente y de la lógica
de los acontecimientos pasados, que pueden formu­
larse respuestas correctas a las preguntas siguientes:
“Primero, ¿de qué maneras específicas puede una sociedad
dada (considerada como una estructura de significados)
ser concebida como un campo de escaseces potenciales?
Segundo, ¿en qué condiciones esas potencialidades se con­
cretan selectivamente en patrones experienciados de pri­
vación entre sectores particulares de la población? Tercero,
¿en qué condiciones esas privaciones experienciales pueden
vincularse con una acción social reparadora?”
Stanley, como vemos, supone la regularidad de la
conducta “irregular” ; partiendo de ese supuesto
puede predecirse con seguridad perturbaciones del
orden presente de la misma manera en que uno,
alentado o absu’elto por el paradigma durksoniano
(y en buena medida por sus críticos), predice su
continuidad y perpetuación. De ahí que, en principio
sea posible investigar empíricamente, y predecir
sobre bases empíricas, las condiciones en que puede
tener-lugar una perturbación del orden presente que
eventualmente llevaría a la emancipación del hom­
bre —al establecimiento de la libertad humana.
Como podría esperarse también la emancipación
es definida en términos de significados. Libertad,
“significa que cada persona es un intérprete de los signifi­
cados que comprende el mundo social, es decir, un agente
hermenéutico. En efecto, el control social es en esencia el
particular proceso socio-cultural mediante el cual el hecho
de la intervención moral de cada persona es ocultado con
éxito a ciertas categorías de la población y delegado dife­
rencialmente a otros sectores.”
En otras palabras, la falta de libertad ocurre por­
que una parte de la sociedad es privada de su fa­
cultad para establecer significados objetivos y normas
y reposa en estos aspectos vitales en el arbitrio de
otras. Similarmente, en la sociedad el poder consiste
en el monopolio o privilegio en el campo de la in­
terpretación del significado y dura mientras ésta
subsista. En el fenómeno del poder así definido ve
Stanley la fuente permanente de la repetición cons­
tante de las experiencias de privación. El poder, para
expresarlo así, engendra resistencia a sí mismo, la
que a su vez lleva hacia su limitación progresiva.
Este progreso se sitúa enteramente en la esfera de
los significados: la liberación es un asunto de ilumi­
nación y por lo tanto, casi por definición, coextensiva
con la actividad de la ciencia social. La relación
íntima entre la emancipación y la ciencias sociales
está asegurada por la naturaleza de la primera.
Vemos así con satisfacción que la ciencia social pue­
de tratar con realidades alternativas sin violar sus
propias reglas de verificación de la verdad; vemos
también entonces cómo puede evitarse, utilizando
medios sociológicos, una revolución en la sociedad
sin revolucionar la sociología misma.
• El sociólogo de Stanley es también un analista
desinteresado y un observador. Es cierto que su in-
teres se centra más en las realidades alternativas
que en la realidad alcanzada. Pero sean cuales fueran
sus objetivos cognitivos, el presente —el único campo
accesible a la investigación empírica— sigue siendo
el único objeto de su investigación. En realidad
Stanley propone aplicar principios que los sociólogos
siempre custodiaron celosamente, a problemas que
nunca se atrevieron a atacar. Los sociólogos se limi­
taron siempre a escoger, entre las interpretaciones
de la realidad presente, las reales y las realistas.
Stanley desea ampliar el campo de esa elección para
abarcar realidades posibles que todavía están en
el futuro. Si Stanley tuviera razón, el sociólogo po­
dría entonces escoger por adelantado, apoyado por
la evidencia disponible y verificable, las verdaderas
extrapolaciones del presente entre un conjunto de
posibilidades mucho más grande que el que cual­
quier sociólogo actual podría tener en cuenta. Las
extrapolaciones que Stanley explora incluyen aquellas
que —lejos de suponer una continuación sin varia­
ciones de las tendencias presentes— presagian una
inversión drástica de la rutina actual y las interpre­
taciones de significado del sentido común. Si se
mira con cuidado, en el universo de los hechos co­
múnmente cubiertos por la investigación cabe discer­
nir signos de escasez emergente (una falta de
comunidad que se expresa en una nostalgia cada
vez más de moda: la “percepción del pasado en
términos de la fenomenología de las escaseces del
presente” es un ejemplo característico); si también
se conoce, sobre la base de elementos de juicio veri-
ficables, la condición en la cual esa escasez puede
engendrar la experiencia de privación y cuándo
esa experiencia es capaz de llevar a una acción
recuperadora, uno puede descubrir, de una manera
legitimada por la ciencia positiva, la verdad de una
predicción que en apariencia contradice las realida­
des de hoy. Pero Stanley no dice nada acerca del
principal estimulante de todos los buscadores de
conocimiento verdadero sobre el futuro: el efecto
realimentador de la predicción. La presencia de éste
último inevitablemente provocará alguna acción que
hará más o menos probable el contenido de la pre*
dicción, más o menos “verdadero” : la realidad
será “alimentada” por la predicción, y en consecuen­
cia diferirá de lo que era antes. Stanley, de acuerdo
con la tendencia general de la sociología positiva, se
esfuerza por incluir la totalidad del proceso de veri­
ficación, con todos sus hallazgos concluyentes e
irreversibles, dentro del área directamente controlada
*—y, por cierto, estructurada— por el investigador
mismo. De ese modo preserva los derechos exclusivos
de la profesión sociológica para validar el conoci­
miento que los hombres tienen de sus asuntos, sólo
que ahora también se incluye el futuro de éstos.
Hemos considerado hasta aquí tres propuestas muy
típicas de solución del molesto dilema de trascender
el sentido común mientras se conserva la posibilidad
de poner a prueba la verdad de las interpretaciones
alternativas. Ninguna de las tres parece enteramente
satisfactoria. Dejando de lado sus similitudes esencia­
les, cada una apunta en una dirección algo diferente,
y cada una está preparada para sacrificar otra par­
cela de los hábitos institucionalizados de la ciencia
social positiva. El sacrificio de Kariel parece ser el
más radical de los tres, pero luego traspasa límites
aceptables, y en realidad da por admitido el punto
que se discute al negar el concepto mismo de verifi­
cación de la verdad y, de hecho, de la verdad como
tal. Por eso es muy escasa la ayuda que puede pro­
porcionarnos en nuestra búsqueda. Por una razón
similar es poco lo que podemos tomar de otra so­
lución radical propuesta hace medio siglo por Ernst
Bloch en su libro Geist der Utopie [El espíritu de
la utopía], que en los últimos tiempos se hizo muy
popular. Desde el comienzo Bloch acepta la natura*
leza ahistórica y verdaderamente antropológica del
Prinzip Hoffnung [El principio de la esperanza] *
trampolín genuino de la perpetua búsqueda de eman­
cipación por parte del hombre. El impulso hacia la
emancipación, así como el progreso efectivamente
alcanzado en la historia, se asigna a una evasiva
facultad de la tendencia hacia el regnum humanum,
hacia la perfección todavía-no-alcanzada: un telos
genuino inherente a la especie (humana, más duradero
que su historia y más poderoso que toda barrera
históricamente construida en el camino hacia la
autoperfección del hombre. Si las cosas fueran así,
las investigaciones concretas de las condiciones histó­
ricas específicas poco podrían hacer entonces para
iluminar el potencial humano de creación de reali­
dades alternativas. El impulso hacia el Reino de la
Razón es en sí mismo irracional y no puede ser
presentado como un proceso ordenado, determinista
o regular. De una manera muy parecida a como
Munc'hhausen se levantaba tirando de sus cabellos,
el hombre puede elevarse por encima de su condición
histórica mediante un reconocimiento subitáneo de
qué ser auténtico puede él ser. La esencia del hombre
está siempre frente a él, perseguida pero no apri­
sionada, y sólo puede encontrársela en lo hondo de
las esperanzas del hombre pero no en algo ya cris­
talizado en su existencia.
“La naturaleza real de la esencia no es algo que ya se
encuentre en una forma terminada, como el agua, el aire,
el fuego, o una idea universal invisible, o cualquier nú­
mero que pueda usarse para absolutizar o hipostasiar estos
cuantos reales. Lo real o la esencia es lo que no existe to­
davía, que está en busca de sí mismo en lo profundo de
las cosas, y que se halla a la espera de su génesis en la
tendencia latente del proceso... Por supuesto, el No-To-
davía no debe ser concebido como algo ya existente, por
* También es el título del que para muchos es el prin­
cipal libro de Bloch, publicado en tres volúmenes por
Suhrkamp Verlag, Francfort, 1959. [T.]
ejemplo en el átomo o en los ‘diferenciales’ subatómicos
de la materia, como alguna cosa que podría surgir después,
pero ya presente y encapsulada en forma minúscula como
disposición inherente.” 19
Por lo tanto nada hay en la realidad efectiva,
sensiblemente accesible, que pueda arrojar luz sobre
el vasto ámbito del potencial humano no realizado. Al
escoger el punto de mira para la crítica de la reali­
dad, el apoyo más firme con que podemos contar
es nuestra capacidad para postular el que hemos
escogido. Es la conciencia moral, en la cual “se re­
fleja la totalidad todavía lejana”, y la filosofía que
“en última instancia emerge en el horizonte del
futuro”, lo que constituye el verdadero “punto de
Arquímedes”, que le presta a la acción humana
apoyo suficiente para invertir el curso de la historia.20
Blooh es ciertamente un hombre del Iluminismo en
su llamado al coraje y a la autoconfianza: cono­
cer es atreverse, la búsqueda de conocimiento y la
búsqueda de certidumbre transitan por caminos dife­
rentes, pues para avanzar hacia el conocimiento
verdaderamente emancipador el hombre cierra sus
ojos a cosas establecidas como indudables por la
realidad-al-alcance-de-la-mano. En ninguna parte la
esperanza del hombre ha alcanzado victorias de­
cisivas, pero tampoco ha sido nunca radicalmente
frustrada. Los hombres siempre seguirán teniendo es­
peranzas, puesto que desear la esencia todavía-no-al-
canzada es la verdadera existencia humana.
Potencialidad, alternativa, futuro, esperanza -—to­
dos son para Bloch categorías descriptivas de la
realidad humana y no preceptos metodológicos para
la sociología. El interés de Bloch en la emancipación
surge de la misma preocupación que el interés de
Heidegger en la hermenéutica. Al igual que Gada-
mer, lo que busca Blooh es la elucidación de la
existencia humana más que la construcción de una
ciencia objetiva de esta existencia. Y el sociólogo
que procure encontrar en la lectura de Bloch reglas
metodológicas estrictas para una “ciencia emanci­
padora” se sentirá tan frustrado como el historiador
que busque en Heidegger reglas precisas para “com­
prender la historia”.
Todas las otras ideas que hemos examinado aquí
procuran darle un consejo práctico a los sociólogos.
En ese sentido todas convienen en que la verificación
del conocimiento emancipador, si de alguna manera
es concebible, es asunto de los científicos sociales;
para ser admitido como alcanzable, debe construirse
de tal modo que pueda ser realizado, en todas sus
etapas, por la comunidad de los estudiosos de los
asuntos humanos (sociólogos o filósofos). Para todos
los autores que examinamos, así como para sus
colegas más ortodoxos, el significado genuino de la
pregunta “¿cómo puede verificarse el conocimiento
de las realidades alternativas?”, se reduce, aunque a
menudo implícitamente, a la pregunta “¿cómo el co­
nocimiento de las realidades alternativas puede ser
verificado por los hombres de ciencia y con los medios
que sólo ellos emplean?”. El fracaso en alcanzar
una solución satisfactoria tiene su origen en esa su­
posición común aunque tácita. Hay un sacrificio
que ninguno de los autores que hemos visto hasta
ahora querría aceptar: el sacrificio del punto de
mira privilegiado y único de los científicos sociales
y su autosuficiencia como jueces de lo verdadero y
falso.
Este paso último pero decisivo ha sido dado por
Jürgen Habermas —tal vez sólo por él— en su re­
ciente reinterpretación de la concepción marxista
de la relación entre conocimiento social y realidad
social. Al formular la tradición de Gramsci del
marxismo en el lenguaje vernacular de la ciencia
social moderna, Habermas podría lograr que su
mensaje llegara hasta ese público que ha considerado
con ecuanimidad ofrecimientos presentados en un
vocabulario no familiar. En conversación directa
con la sociología moderna y sus problemas más
centrales, Habermas vuelve a enunciar la posición
marxista de la verdad-proceso, para que el curso de
la verificación de la verdad pueda extenderse más
allá del campo del laboratorio administrado por cien­
tíficos profesionales y ser así transformado en proceso
de autenticación.

Verdad y autenticación
Según Habermas son tres los intereses que crean la
preocupación humana por el conocimiento y cris­
talizan en enunciados teóricos acerca de los hechos
y en estrategias cognitivas. Intereses técnicos, prác­
ticos y emancipadores. Los dos primeros, aunque
dirigidos a aspectos diferentes de la práctica, com­
parten un status común. De la “comunicación” —la
formulación prerreflexiva de la práctica rutinaria,
el reconocimiento de sentido común de los “he­
chos”— toman el “discurso”, liberado de las compul­
siones inmediatas de la acción, y que está sometido
a sus reglas racionales propias y es capaz de pro­
porcionar una justificación razonada de lo que ha
sido simplemente reconocido como fáctico. Es gracias
a la autonomía relativa del discurso que pueden
formularse y justificarse los enunciados teóricos so­
bre el dominio fenoménico de las cosas y los aconte­
cimientos (en el caso de interés técnico), o de las
personas y las expresiones (en el caso del interés
práctico). La autonomía del discurso nunca es
completa. Es siempre puesto en movimiento por
necesidades y dudas que surgen en la comunicación;
y sus resultados, para poder aplicarse en la práctica
deben ser reintroducidos en la corriente principal
de la acción orientada racionalmente y las orienta-
dones de la comunicación cotidiana. Pero el proceso
de la justificación de los enunciados teóricos, o la
transformación de lo “meramente reconocido” en
lo “conocido efectivamente”, está encerrado por
completo en el reino del discurso, donde puede
ser controlado y regulado consciente e intencional-
mente. En la medida en que la comunicación pueda
ser vista como una condición genérica, antropoló­
gica, del hombre, los intereses prácticos y técnicos
surgen inmediatamente de toda comunicación como
intentos inevitables de “clarificar la ‘constitución’
de los hechos acerca de los cuales es posible hacer
enunciados teóricos”.21 Puesto que está gobernado
por su propio conjunto de reglas que —a diferencia
de la materia a la que se aplica y a los productos de su
aplicación—- de ninguna manera son parte ni depen­
den de esa comunicación que constituye la textura
de la vida social, el discurso puede reclamar legíti­
mamente un status trascendental, que después es
sostenido y expresado concretamente en la autonomía
de quienes lo sostienen (los hombres de ciencia)
como agentes del conocimiento y verificadores de
la validez de la teoría.
Sin embargo, el status del interés emancipador
difiere del tipo de conocimiento que puede resultar
de su acción. Contrariamente a lo que opina Bloch,
el interés emancipador es ante todo y sobre todo no
una característica genérica, extratemporal de la con­
dición del hombre como ser comunicante. “Este in­
terés sólo puede desarrollarse en la medida en que
la fuerza represiva, en forma de ejercicio normativo
del poder, se presenta permanentemente en estruc­
turas de comunicación distorsionada —es decir, en
la medida en que la dominación está institucionali­
zada”. La comunicación distorsionada constituye una
situación de desigualdad entre los partícipes de un
diálogo; una situación en que uno de los partícipes
es incapaz, o está incapacitado, hasta el punto de no
poder adoptar una postura simétrica hacia el otro
partícipe que está frente a él, ni de percibir y asu­
mir los otros roles operativos en el diálogo. Una
situación de esa índole es promovida, sobre una base
permanente (si es medida por el ámbito vital de los
hombres implicados), por la dominación institu­
cionalizada, que despoja a algunos partícipes de los
medios y bienes sin los cuales se hace imposible
adoptar una postura igual en el diálogo. Sólo enton­
ces puede emerger el interés emancipador: éste es,
desde el comienzo, un producto de la historia social
y/o individual.
El interés emancipador, por lo tanto, se interesa
por elucidar esta historia. Apremia al actor para que
lleve al nivel de la conciencia (donde puedan ser
manejados críticamente), los acontecimientos y ac­
ciones no vistos que han configurado la situación
presente y la sostienen como comunicación distorsio­
nada. Cuando procede así el actor se ve ayudado
por las “reconstrucciones racionales” de los sistemas
reguladores, que el discurso científico hace explícitos
y que determinan la manera en que la experiencia
puede ser procesada o justificada. Pero el diálogo
que está al servicio del interés emancipador no es
en sí mismo ese discurso. Tampoco trata de ser una
justificación de la validez del reconocimiento expe­
riencia! de los “¡hechos”. A diferencia del discurso
que surge del interés técnico y práctico, el diálogo
promovido por el interés emancipador no puede,
en ninguna de sus etapas, alejarse de su compromiso
práctico con la comunicación, con el proceso de la
vida. No tiene como objetivo único la justificación
razonada; quiere también ponerse a prueba en la
aceptación real de su solución hipotética en la praxis
de los asociados. No sólo trata de validarse a sí
mismo, sino también de “autenticarse”. Por lo tanto
entraña una noción diferente y más amplia de veri­
ficación de la verdad. Las hipótesis que trae a la luz
son reivindicadas cuando el asociado en el diálogo
acepta y adopta el rol del cual fue despojado en el
curso de la comunicación distorsionada. Según Ha-
bermas, la terapia psicoanalítica proporciona un
patrón típico para el diálogo promovido por el interés
emancipador:
“En su aceptación de las interpretaciones ‘elaboradas’
que el doctor le sugiere y en su confirmación de que éstas
son aplicables, el paciente reconoce simultáneamente un
autoengaño. Al mismo tiempo, la interpretación verdadera
posibilita la intención auténtica del sujeto con respecto a
esas expresiones, con las cuales hasta entonces se ha enga­
ñado a sí mismo (y posiblemente a otros). Las pretensiones
de autenticidad como una regla sólo pueden ser puestas a
prueba en el contexto de la acción. La comunicación par­
ticular en que las distorsiones de la estructura comunicativa
pueden ser superadas es la única en la cual las pretensiones
de verdad pueden ser puestas a prueba ‘discursivamente’
juntas y simultáneamente con un reclamo de autenticidad,
o ser rechazadas como injustificadas.”
Por su constitución misma, el conocimiento crítico
que está al servicio del interés emancipador difiere
de los otros tipos de conocimiento por la manera en
que se lo somete a prueba: no puede ser defendido
dentro del marco del discurso institucionalizado, un
dominio de los expertos. En el proceso de su defensa
y justificación los expertos ■ —los propietarios insti­
tucionalizados del conocimiento verificado que hace
plausible la “reconstrucción racional” de los hechos—
desempeñan un papel activo y acaso decisivo, pero
no lo controlan monopolísticamente. Tampoco su
veredicto, formulado solamente en términos de dis­
curso apropiado, puede considerarse como final y
concluyente, si no es “autenticado”, es decir, confir­
mado en el acto de rectificación de las distorsiones
comunicativas. La comprensión de estos hechos
separa a Habermas de todos los sociólogos antes
considerados, que ofrecían soluciones para el proble­
ma del conocimiento crítico probado. Como cabe
recordar, todos ellos trataban de deslizar el problema
de la verificación dentro del marco inadecuado del
discurso institucionalizado y operado por el hombre
de ciencia. Dejaban de lado la característica distin­
tiva del diálogo en el que tienen que ser justificadas
las hipótesis emancipatorias. Tampoco tomaban en
consideración las diferencias importantes entre la
“justificación razonada”, que es el fin-ideal del
discurso, y la “autenticación”, que es el requisito
del diálogo.
El discurso —el modo de existencia de la ciencia
positiva, que ilumina la constitución de la realidad
en respuesta a intereses técnicos y prácticos— pro­
porciona sólo la etapa primera y preliminar del
proceso emancipador, que llega a dominios donde
la ciencia positiva resuelta y justificadamente se
niega a entrar. Es mediante el análisis positivo
de la realidad, que busca su legitimación en la apli­
cación cuidadosa de los métodos comunes de esta­
blecimiento de hechos de la ciencia social positiva,
que se proponen primero las hipótesis del conoci­
miento crítico, que tienden a la restitución de la
comunicación no distorsionada. En esta etapa, su
verdad o falsedad puede ser verificada de una manera
que no difiere en nada de los otros enunciados que
integran el discurso. Pero dado que lo que precisa­
mente proponen es que la situación presente impide
que las hipótesis funcionen, la imposibilidad de
descubrir su verdad en tal situación de comunicación
distorsionada, entonces las condiciones de la comu­
nicación “normal” (es decir, basada en la igualdad
de los asociados) debe ser establecida primero para
otorgarle a los resultados de la prueba la autoridad
necesaria. El conocimiento crítico afirma que la rea­
lidad presente tiene un carácter de comunicación
distorsionada. Esta afirmación sólo puede ser defen­
dida si la comunicación llega a corregirse. Pero esto
requiere, a su vez, la eliminación del dominio institu­
cionalizado responsable por las distorsiones. En otras
palabras, requiere una acción organizada. La autenti­
cación —el-llegar-a-ser-verdadero-en-el-proceso— sólo
puede darse en el reino de la praxis, del cual el
discurso parcial, institucionalizado, de los científicos
profesionales constituye solamente la etapa inicial.
Y así, la cuestión crucial de la autenticación (en
cuanto opuesta a la verificación) es: “¿Cómo puede
organizarse apropiadamente la traducción de la teo­
ría a la praxis?”.22
En el caso del diálogo psicoanalítico esa traduc­
ción es relativamente simple porque el paciente la
acepta voluntariamente. Aunque el proceso de ningún
modo esté libre de fricciones y una y otra vez se
produzcan conflictos violentos, la buena voluntad
por parte de uno de los partícipes para aceptar el rol
de paciente contribuye a que el diálogo no se detenga.
Pero las cosas de ningún modo son así en la vida
social. Tanto quienes proponen el conocimiento críti­
co, como quienes lo reciben, pueden convenir (aun­
que no inevitablemente), en la distribución de los
roles de doctor y paciente. Los abogados de la crítica
pueden negarse a entrar en un diálogo significativo
con algunos de sus asociados potenciales afirman­
do que son incapaces de mantener un diálogo tal.
Los recipientes posibles del conocimiento crítico
pueden negarse a verse como pacientes, y considerar
en cambio que todos los intentos de redéfinir la
realidad son amenazas dirigidas contra el funda­
mento mismo de su existencia rutinaria, que ellos
no experiencian como no-libre. En el caso de que la
hipótesis crítica fracase, por designio o por defecto,
en orientar la reflexión del asociado y con ello en
“demoler las barreras a la comunicación”, se ve for­
zada a permanecer en el nivel del discurso y correr
el riesgo de ser transformada en un diálogo. Se
vuelve entonces indistinguible de otros enunciados
teóricos, y, como éstos, sólo puede ser verificada
como lo son otros significados: como una expectación,
cuyo contenido es comparado con el desarrollo real
de procesos en los que el enunciado en cuestión no
es un factor operativo. Hipótesis como la predic­
ción de Marx sobre las tendencias futuras de la
acumulación capitalista se convierten en enunciados
verificables mediante los medios corrientes de la
ciencia positiva, en la medida en que permanecen
en el nivel del discurso institucionalizado; estable­
cen que los grupos, cuya situación es configurada por
las tendencias citadas, son objetos exteriores al dis­
curso; y se rehúsan, o se les impide, entrar en algún
diálogo significativo con esos grupos que pudiera
influir en sus procesos de autorréflexión. No son los
valores elegidos, o un particular escepticismo crítico,
lo que convierte al conocimiento emancipador en un
cuerpo de enunciados cualitativamente distintos del
conocimiento técnico o práctico. La distinción genui-
na, y única, está ubicada en el eje verificación-auten­
ticación; en otras palabras, en la relación en la que
prácticamente entran el conocimiento en cuestión
con la rutina diaria y su reflejo en el sentido común.
En la medida en que esta rutina permanece en la
posición de un objeto natural “fuera” del reino
del discurso (de tal manera que sus atributos no son
tocados por el ¡hecho de que ciertas hipótesis han sido
formuladas dentro de ese discurso) no hay razón
para clasificar esas hipótesis por separado, como
pertenecientes a un tipo especial de conocimiento y
al servicio de intereses que no son técnicos y/o prác­
ticos. Este es un punto muy importante, aunque
demasiado a menudo mal comprendido por los estu­
diosos prisioneros del árido dilema “hecho-valor”. El
conocimiento no se vuelve crítico o emancipador por
manifestar su disgusto por la realidad o condenar
los enunciados de hechos. Tampoco un enunciado
puede reivindicar potencial emancipador si no obser­
va diligentemente los hechos, conservando su im­
pecabilidad en cuanto enunciado fáctico. Dentro del
marco del discurso científico institucionalizado no
hay ninguna diferencia evidente de contenido, o
de sintaxis, entre los enunciados que eventualmente
permanecerán dentro del ciclo de los intereses téc­
nicos y prácticos y su realización, y aquellos que
potencialmente puedan vincularse con el interés
emancipador. Esa diferencia es puesta de relieve sólo
más allá del marco del discurso institucionalizado
propiamente dicho, cuando algunos enunciados co­
mienzan a interactuar con los actores que describen,
transplantando la vida rutinaria y su reflejo de sen­
tido común, desde el “exterior” hacia el “interior”
de la comunicación, y pasando del discurso profe­
sional a un diálogo abierto.
El potencial emancipador del conocimiento es
puesto a prueba —y, en efecto, puede ser actualiza­
do— sólo con el comienzo del diálogo, cuando los
“objetos” de los enunciados teóricos se vuelven aso­
ciados activos en un incipiente proceso de autentica­
ción. El ejemplo que da M arx de este tipo de relación
es la interacción entre la ciencia social —la teoría
científica del capitalismo— y la clase obrera. Marx
pensaba que en la condición objetiva de los obreros
no había nada que pudiera proteger a las barreras
de comunicación contra el impacto corrosivo de la
teoría social verdadera. A diferencia de la burguesía,
los obreros no considerarían que una realidad al­
ternativa, donde no existiera la forma de dominación
actual, fuera una amenaza directa contra las condi­
ciones que constituyen la única identidad social
concebible y aceptable. Por eso era probable que la ex­
posición de las raíces históricas de la dominación y
los determinantes efectivos de la comunicación dis­
torsionada pudiera ser muy bien aceptada por los
trabajadores. De ahí que Marx esperaba que los obre­
ros adoptaran, voluntaria y entusiastamente, el rol
de “pacientes”, para esclarecer las causas de su con­
dición, re-definirlas y luego re-hacerlas en el curso
de una acción práctica racionalmente concebida.
En términos generales, la confirmación genuina
de la crítica “como conocimiento emancipador” no
puede alcanzarse mientras ese diálogo no empiece
a desarrollarse. Esa confirmación “sólo puede lo­
grarse en una comunicación del tipo del discurso
‘terapéutico’, esto es, precisamente en procesos exi­
tosos de educación en los cuales convienen volunta­
riamente los recipientes mismos”. Esta “negociación
de significados”, que los etnometodólogos consideran
el elemento nutritivo común de la rutina ordina­
ria, es en realidad un fenómeno raro y precioso que
se da en un plano social más alto que el reino de los
contactos íntimos, de grupo pequeño, cara-a-cara.
Cuando es alcanzada, el proceso de autenticación
—corolario epistemológico de la emancipación— se
pone en movimiento. Con esto, la crítica de la reali­
dad entra en su etapa de “esclarecimiento”.
En esa etapa la teoría crítica se aleja del escritorio
del teórico y navega hacia el mar abierto de la re­
flexión popular, tratando activamente de reformular
la valoración que el sentido común hace de la ex­
periencia histórica y de ayudar a Ja imaginación
para que irrumpa a través de la “resolución” de la
evidencia pasada. Algunas veces el puerto de destino
está escrito con claridad en la teoría, mientras que
algunos otros lugares son explícitamente calificados
como inaccesibles. Pero en otros casos ningún grupo
es excluido a priori como “paciente” potencial afir­
mándose que sus particulares trastornos de comuni­
cación no tienen remedio. Después (como en el caso
de los principales miembros de la escuela de Franc­
fort, desilusionados por la escasa sensibilidad de la
clase obrera a la terapia), lo que en realidad tiene
lugar es “una diseminación difusa de concepciones
individualmente adquiridas al estilo del iluminismo
del siglo xvm”. En conjunto, hay entre los teóricos
críticos una tendencia creciente a aceptar que, como
dice Habermas, “no puede haber ninguna teoría
significativa que de por sí y sin tener en cuenta la
coyuntura, lo obligue a uno a la militancia”.23
La respuesta al problema de si la distorsión de la
comunicación a lo largo de un límite específico
es tan grave como para eliminar la posibilidad de
reparación, no puede enunciarse recurriendo a la
mera comprensión teórica: en realidad es una de esas
hipótesis decisivas que sólo pueden ser verificadas
en el curso del esclarecimiento. Para decirlo con otras
palabras, no hay barreras a la comunicación que
no puedan, por lo menos en principio, ser destruidas.
La prueba de esto la encontramos en la práctica de la
educación.
Conocemos ya cómo la estrategia de la investiga­
ción científica define el éxito en términos de des­
cubrimiento de hechos y formulación de teorías.
Evidentemente, el esclarecimiento debe tener sus
propios criterios de éxito, que al mismo tiempo sirven
a la finalidad de confirmar la verdad de las hipótesis
críticas. Podemos usar otra vez la analogía del diá­
logo psicoanalítico para descubrir esos criterios. Du­
rante la terapia el “paciente” debe reconocerse
en las interpretaciones del terapeuta. Cuando lo
hace, el terapeuta reconoce que esas interpretaciones
son verdaderas. La distinción importante entre ese
método de verificación de la verdad y el método
aplicado en la etapa analítica primera, consiste en
que la hipótesis misma actúa creando condiciones
en las cuales puede volverse verdadera. Hay ¡pocas
oportunidades de que el probable paciente pueda
alguna vez llegar a la nueva interpretación por sí
mismo, sin un terapeuta o, en términos más genera­
les, sin un agente externo que actúe en el rol de
terapeuta y que esté cerca para ofrecer una interpre­
tación distinta de la impuesta al sentido común por
la situación del paciente. Y así la prolongada nego­
ciación de la interpretación alternativa puede even­
tualmente crear una situación nueva en la cual esta
interpretación se vuelve verdadera por haber sido
asimilada en la conciencia del paciente, y con ello
“autenticada”.
De la misma manera, en el caso de la reinterpre­
tación de la experiencia histórica de un grupo y no
de una biografía individual, la autenticación de una
interpretación alternativa requiere la presencia ac­
tiva previa de una hipótesis pertinente y un proceso
adecuadamente organizado de su negociación. La
actividad esclarecedora, a diferencia de la actividad
de verificación de la verdad científica, no tiende a
descubrir que el interés que le adscribe a un grupo
es en efecto el “interés real” del grupo en cues­
tión, si no que procura alcanzar una situación en
la cual ese grupo adoptará efectivamente él interés
adscripto como suyo propio y “real”. El proceso de
esclarecimiento consiste, por lo tanto, en un diálogo,
en el cual los teóricos críticos tratan de negociar los
significados alternativos que ofrecen y aplican la
persuasión para convencer a sus asociados de la bon­
dad de esos significados. El que tengan éxito o no
depende del grado de correspondencia entre las
fórmulas interpretativas contenidas en la teoría crí­
tica y el volumen de experiencia acumulado colecti­
vamente y asimilado por el sentido común del grupo.
A esta correspondencia debe dársele la oportunidad
de ser examinada con cuidado y valorada escrupulo­
samente por todos los partícipes: “En un proceso de
esclarecimiento solamente puede haber partícipes”
—y aun cuando una teoría logre influir exitosamente
sobre la imaginación y la acción humanas ello no
debería ser tomado como prueba de su verdad, a
menos de que el diálogo se haya desarrollado en
condiciones de libertad intelectual no limitada. Por
definición, la autenticidad puede alcanzarse única­
mente en una situación de igualdad de los asociados
en el diálogo. El signo de la autenticación consiste
precisamente en que el paciente salga de su posición
subordinada como receptor del diálogo y adopte el
papel de un agente creador, plenamente desarrollado,
de negociación de significados. Un diálogo en con­
diciones de desigualdad de los partícipes, o en una
situación en que se suprimen o se hacen inaccesibles
interpretaciones rivales, no prueba nada, sea cuales
fueren sus resultados tangibles. Y por cierto no pue­
de llevar a la emancipación. Lo único que puede
hacer es substituir un tipo de no-libertad por otro,
o una fórmula filosófica de no-libertad por otra.
Es evidente que la prueba de autenticación del
proceso de esclarecimiento carece de la elegancia y
el aspecto concluyente que caracteriza a los proce­
dimientos verificadores de la ciencia positiva. Es
también cierto que el método científico de verifica­
ción de la verdad da lugar a mucha más ambigüedad
de lo que los investigadores querrían tolerar cons­
cientemente: si un experimento fracasa, existe siem­
pre la posibilidad de por lo menos dos interpretaciones
opuestas (una de ellas es que se haya organizado
en forma incorrecta el experimento), y que entonces
la refutación de la teoría que el experimento estaba
destinado a probar pueda considerarse como no
concluyente. Sin embargo todo esto tiene sus límites,
y iel método contiene (por lo menos teóricamente)
una caución que, si se aplica con rigor, evitará las
manifestaciones de los intereses que surgen de la
adhesión subjetiva a la teoría que se examina. Al
poner al mundo que investiga en la posición de un
objeto “que está por ahí”, y al excluir de sus preo­
cupaciones los acontecimientos en que la conducta
del objeto puede ser influida por el conocimiento
de las intenciones o interpretaciones del científico, la
ciencia positiva por lo menos previene que sus prac­
ticantes defiendan las teorías que no pueden probar
culpando por el fracaso a la “torpeza” o el “fraude”
del objeto. Los enunciados cuya confirmación o re­
futación puede ser rechazada por la acción deliberada
de los objetos de investigación, simplemente no son
considerados como enunciados de la ciencia positiva.
Ahora bien, desde el momento en que opta por la
prueba de autenticación, el conocimiento crítico
no acepta esa autolimitación, y por lo tanto puede
aceptar una cantidad de incertidumbre e indeter­
minación que difícilmente puede tolerarse en el
nivel del discurso científico.
El precio que la teoría que se somete a la prueba
de autenticación paga por destruir la barrera que
separa al “experimentador” de sus “objetos”, por di­
solver la diferencia de status entre ellos, probable­
mente sea considerada exorbitante por una ciencia
que se ocupa más por la certidumbre que por la
significación de sus resultados. En el proceso de escla­
recimiento, aquellos a quienes la teoría se dirige
deben poseer las mismas facultades que los teóricos
—en primer término las facultades de razonar, pla­
nificar, comportarse para perseguir fines subjetivos,
etcétera. Por lo tanto, el margen de excusas que
pueden invocarse para cuestionar sobre la validez
de la evidencia refutadora es mucho más amplio
que en el acto discursivo de verificación de la verdad.
Pero hay una excusa que se parece a la principal
autodefensa de la teoría científica: los educadores
que no logran que sus mensajes lleguen a destino,
siempre pueden (por lo menos durante un tiempo)
culpar por su falta de éxito a la imperfección técnica
del proceso educacional, y pueden tratar de lograrlo
otra vez después de corregir los auténticos o supuestos
defectos de organización. Esta es una excusa iso-
mórfica al argumento basado en la “impureza
del experimento”, aplicado con frecuencia en el
discurso científico, que suele ser puesto a prueba antes
que se refute finalmente la teoría pertinente. Pero hay
otra excusa característica de la prueba de autenti­
cación, puesto que se refiere a la relación específica
y típica del diálogo esclarecedor entre el teórico y
sus objetos. Esa excusa se formulará más o menos de
la siguiente manera: los individuos cuya situación y
probabilidades futuras nuestra teoría trata de rein-
terpretar, ciertamente la aceptarían y aprobarían
calurosamente sus argumentos, si ellos fueran: 1) más
perceptivos y racionales; o 2) menos inclinados a
trocar sus probabilidades futuras por un plato de
comida; o 3) menos completa y desesperanzada-
mente embrutecidos por sus opresores, que los han
despojado de su intelecto. Las tres variaciones del
argumento reconocen a “las gentes” como partícipes
potencialmente iguales en el diálogo; en realidad,
sólo tienen sentido a la luz de ese reconocimiento.
Como supuestos de la autenticación, constituyen hi­
pótesis razonables que difícilmente pueden ser refu­
tadas del todo. Sin embargo, la mera posibilidad
de que sean invocadas disminuye de manera con­
siderable la resolución con que pueden ser puestas
en vigencia las reglas de refutación específicas del
diálogo esclarecedor. De ahí la intrínseca carencia
de determinación final de toda teoría crítica, que
resulta imperfecta cuando se la considera según es­
tándares científicos más severos. De ahí también
la posibilidad abstracta de la perpetuación del error
y el posponer indefinidamente la aceptación del
fracaso —cosa inaceptable en el campo del discurso
científico.
Habermas destaca con razón que el proceso de
esclarecimiento:
“meramente apoya las pretensiones a la verdad de la teoría,
sin validarla, puesto que todos los potencialmente impli­
cados, a los cuales se refiere la interpretación teórica,
no han tenido la oportunidad de aceptar o refutar la in­
terpretación ofrecida en circunstancias adecuadas.” 24
Pero puede verse fácilmente que no es sólo la
verdad de la teoría sino también su falsedad lo que
mantiene en suspenso la estipulación anterior. Par­
ticularmente bajo esta luz, la naturaleza no especifi­
cada de las “circunstancias adecuadas”, que sólo cuan­
do existen pueden llevar finalmente a resultados escla-
recedores, priva a la prueba de autenticación de casi
toda exactitud y especificidad y, en consecuencia,
de una autoridad comparable a la que posee la ve­
rificación científica. Parece que este grado de inde­
terminación no puede ser eliminado por completo
del conocimiento crítico, que procura desempeñar
un papel emancipador y en consecuencia emprende
la aventura del esclarecimiento sometiéndose a la
prueba de autenticación. En otras palabras, ningún
código de reglas asequible puede liberar al agente
esclarecedor de la responsabilidad subjetiva, privada,
por su interpretación de la historia y la obstina­
ción con la que trata de hacerla aceptable para
todos. El designio del esclarecimiento entraña como
constituyente no eliminable un factor de coraje y
riesgo. El esclarecimiento tiende no sólo a la descrip­
ción y a la perfección instrumental de la “naturaleza
humana”, sino también a cambiarla. Los límites de
tal posibilidad de cambio únicamente pueden po­
nerse a prueba en el ensayo práctico. El aspecto
utópico de la cultura, que durante largo tiempo fue
“irrealista”, de repente puede comenzar a moldear
la praxis humana cuando se enfrenta con necesida­
des prácticas generadas por la realidad social misma.
Pero no hay modo alguno de saber por adelantado
si tal enfrentamiento llegará a ocurrir. La emanci­
pación es un esfuerzo que tiende hacia el futuro.
Y el futuro, a diferencia del pasado, es intrínseca­
mente el reino de la libertad para el hombre actuan­
te, así como es el reino de la incertidumbre para el
hombre cognoscente. La presencia del proyecto “utó­
pico” es, sin embargo, una condición de su ser
por lo menos posible.
Por más cuidadosamente que hayan sido seleccio­
nadas en la primera prueba, de verificación cientí­
fica de la verdad, las teorías emergen de la segunda
prueba, la de la autenticación, sin ser confirmadas
o desautorizadas de manera concluyente. Por lo
tanto no hay ningún camino inequívoco que lleve
de la segunda etapa de esclarecimiento a la tercera,
la de la acción práctica tendiente a adaptar la
realidad social al conjunto de significados reciente­
mente aceptados. Es en este umbral decisivo donde
el coraje y la decisión de arriesgarse se hacen indis­
pensables; y con seguridad es también allí donde
pueden cometerse los errores más graves y costosos
por confundirse con frecuencia la verdadera intención
emancipadora de la acción. De suma importancia
en este contexto es la elección entre la continua­
ción del diálogo (apoyada por la esperanza de que
el progreso en la organización de la educación puede
aumentar su probabilidad de éxito final), o su ter­
minación, por suponerse que la comunicación se
ha roto de manera definitiva y es imposible resta­
blecerla. La decisión crucial, en otras palabras, se
refiere a la clasificación del individuo que está frente
a uno como asociado en el diálogo o enemigo
implacable. Es decir, trátase de una elección entre
la pragmática de la persuasión y la pragmática de la
lucha.
También aquí la analogía terapéutica puede ayu­
darnos a elucidar algunas dimensiones del problema.
Cuando ha fracasado repetidas veces en su intento
de llevar al paciente a un diálogo significativo, el
analista se siente tentado de inculparlo. En lugar
de revisar la fórmula que ha tratado de negociar,
afirmará que la capacidad del paciente para dialo­
gar se encuentra dañada irreparablemente y lo
clasificará como enfermo incurable. Si se examina
la situación más de cerca, se verá que esa conclusión
parece traducir el fracaso del analista en obtener
comunicación más que cualesquiera atributos objeti­
vos del paciente. Esta conclusión sólo tiene sentido
en cuanto condensación de una serie de intentos
repetitivos pero frustrados de iniciar un diálogo y
obligar al asociado a aceptar la fórmula que el ana­
lista considera verdadera. Pero dado que un diálogo,
de cualquier tipo que sea, no puede sino confirmar o
desaprobar tentativamente la fórmula discutida, nin­
gún diálogo, sea cual fuere su curso, prueba que
la decisión del analista de terminar la comunicación
era “verdadera” ; en otras palabras, que reflejaba
correctamente ciertas cualidades “objetivas” del pa­
ciente.
En la práctica, la decisión de un grupo ideológi­
camente comprometido, de afirmar que otro grupo
está cerrado orgánicamente a la comunicación y de
clasificarlo como un caso en el cual se justifica la
limitación de la libertad por la fuerza, está aún
menos controlada por los requisitos formales de la
verificación que la decisión del analista de mandar
a su probable asociado al manicomio. Los grupos
empeñados en el proceso de esclarecimiento no dis­
frutan de las condiciones de invernáculo del diálogo
puro, ni tampoco pueden invocar la autoridad espe­
cial que otorgan las instituciones establecidas o el
sentido común. Aun cuando fueran capaces de con­
trolar la racionalidad de su conducta y su juicio,
encontrarían prácticamente imposible aceptar como
definitivo el testimonio de su fracaso. Una vez
tomada, su decisión de culpar al asociado obstinado
por la ruptura del diálogo y de declararlo “incura­
blemente enfermo”, actuará como una profecía
autorrealizadora, dándole así un aire espurio de
veracidad a un diagnóstico carente de fundamento
seguro. En realidad, una vez colocado fuera del
diálogo, en una posición subordinada y no libre, el
grupo condenado no será ya capaz de entablar un
diálogo. En vista de la gravedad del peligro, debe
destacarse con la mayor fuerza posible que, sea cual
fuere el curso del diálogo, nunca le proporcionará
pruebas decisivas a la hipótesis de que uno de sus
partícipes es esencialmente incapaz de admitir la
verdad y que en consecuencia la lucha es la única
actitud racional y viable. Se conoce demasiado bien
con cuánta frecuencia este hecho vital suele ser
olvidado en política y hasta qué grado pueden
ser desastrosas las consecuencias de ese olvido.
En vista de que para las decisiones tomadas en
ese umbral no hay reglas que puedan orientar
las decisiones con ninguna exactitud más o menos
algorítmica, debe uno conformarse con orientaciones
heurísticas más imprecisas y equívocas. Estas sólo
pueden apuntar en dirección de la responsabilidad
compartida y la creación de condiciones donde —po­
dría esperarse— no se vería obstaculizada la orienta­
ción racional de la acción humana. Esa dirección
general ha sido elegida sobre la base del supuesto
de que si se les otorga una libertad real para ejer­
cer su juicio y reflexionar sobre todos los aspectos
de su situación, los hombres eventualmente harán la
mejor elección entre las interpretaciones alternativas;
o, para decirlo de una manera algo más cauta, cuanto
más libres sean las condiciones del juicio, tanto más
elevada será la probabilidad de que las interpreta­
ciones verdaderas sean adoptadas y las falsas re­
chazadas. Por eso, en cada etapa del largo proceso
de verificación del conocimiento crítico, debe eli­
minarse con cuidado todo tipo de coerción intelectual
y física sobre el juicio. En el nivel del discurso teórico,
toda información y el procedimiento para verificarla
deben estar abiertos a un examen general, así
como debe considerarse cuidadosamente toda críti­
ca antes de afirmar su validez. En la etapa del
diálogo esclarecedor deben hacerse todos los esfuerzos
necesarios para elevar a todos los partícipes al status
de asociados intelectuales en la comunicación, y
para evitar La interferencia de medios no intelec­
tuales en el choque entre interpretaciones rivales.
Por último, si se ha tomado la decisión de entrar en
la tercera etapa —la de la lucha— pues se supone
que la comunicación con algún grupo se ha roto
irreparablemente, debe hacerse otra vez que todas
las decisiones dependan del consentimiento de to­
dos los partícipes, examinándose antes plena e
imparcialmente los medios de acción alternativos.
Estas orientaciones heurísticas son en realidad ejem­
plos del principio general: la liberación del hombre
sólo puede ser promovida en condiciones de libertad.
El concepto de conocimiento crítico al servicio del
interés emancipador del hombre no puede sino
estar de acuerdo con el principio seminal y el
spiritus movens intelectual del Iluminismo: que
la emancipación de la razón es una condición de
toda emancipación material.
Quienes buscan una clase de conocimiento de
cuya veracidad puede tenerse certeza plena en el
momento en que se lo formula, no se encontrarán
muy cómodos con orientaciones heurísticas para la
autenticación tan vagas como las que puede ofrecer
la autorreflexión del conocimiento crítico. Pero en­
tonces, lo único de que los hombres pueden estar
seguros más que de cualquier otra cosa, es de que
hasta ahora nunca han alcanzado la clase de libertad
que ellos buscan. Y libertad significa incertidumbre
tanto como certidumbre significa resignación. Pero
antes de que pueda ser un pensador, un hacedor de
símbolos, un homo faber, el hombre tiene que ser
el-que-tiene-esperanza.
NOTAS
Capítulo 1
La ciencia de la no-libertad

1 Cf. Gerald Holton, The Thematic Origins of Scien-


tific Thought. Cambridge, Harvard University Press, 1973,
págs. 35-36.
2 Karl Marx, Grundrisse. Londres, Penguin (Pelican),
1973, pág. 489. Trad. por Martin Nicolaus.
3 Ibíd., pág. 157.
4 Herbert Marcuse, “Industrialization and Capitalism”,
en Max Weber and Sociology Today, ed. Otto Stammer.
Oxford, Basil Blackwell, 1971, pág. 145.
5 Peter Gay, “The Enlightenment, An Interpretation”,
vol. 1, The Rise of Modern Paganism. Londres, Wildwood
House, 1970, pág. 148.
6 Emile Durkheim, Socialism and Saint-Simon. Londres,
Routledge & Kegan Paul, 1959, pág. 113. Trad. por Char­
lotte Sattler.
7 The Crisis of Industrial Civilization, the early essays
of August Comte. Introducción de Ronald Fletcher. Lon­
dres, Heinemann, 1974, pág. 28.
8 Citado de Essential Comte, ed. S. Andreski. Londres,
Groom Helm, 1974, págs. 159, 176. Trad. por Margaret
Clarke.
8 Citado de The C risis..., op. cit., pág. 80.
10 Ibíd., págs. 211, 80, 78.
11 Social Contract, Locke, Hume, and Rousseau. Lon­
dres, Oxford University Press, 1966, pág. 290.
12 Emile Durkheim, Sociology and philosophy. Londres,
Cohén & West, 1965, págs. 51-52. Trad. por D. F. Pocock.
13 Ibíd., págs. 57, 72.
14 Pascal, Pensées. Londres, Penguin, 1966, págs. 66,
65, 137, 136. Trad. por A. J. Krailsheimer.
15 Emile Durkheim, Sociologyv and Fhilosophy, op. cit.,
pág. 55.
16 Emile Durkheim, The Elementary Forms of the Re-
ligious Life. Londres, Alien & Unwin, 1968, págs. 422-
423. Trad. por J. W. Swain.
17 Ibíd., págs. 436, 419.
18 “Culture, Personality and Society”, en Anthropology
Today, ed. Sol Tax. Chicago, University of Chicago Press,
1962, pág. 365.
19 “Psychoanalytic Characterology”, en Culture and Per­
sonality, ed. S. S. Sargeant y W. M. Smith, Nueva York,
1949, pág. 10.
20 Cf. “General Theory in Sociology”, en Sociology
Today, ed. Robert K. Merton y otros. Nueva York, Ba­
sic Bboks, 1959.
21 Toward a General Theory of Action, ed. Talcott
Parsons y Edward A. Shils. Nueva York, Harper and Row,
1962, pág. 16.
22 Manfred Stanley, “The Structures of Doubt” en
Toward the Sociology of Knowledge, ed. Gunther W. Rem-
mling. Londres, Routledge & Kegan Paul, 1973, pág. 430.
23 Erving Goffman, “On Face Work”, en Interaction
Ritual. Londres, Penguin, 1967, págs. 42-43.
24 Erving Goffman, The Presentation of Self in Every-
day Life. Nueva York, Doubleday, 1959, pág. 3.
25 Como recientemente Barry Hindess, con una vehe­
mencia digna de un Skinner, lo demostró en su nota crítica
sobre Homo Sociologicus, de Dahrendorf, THES, N. 143,
12 de julio de 1974.
26 Rollo May, en Existential Psychology, ed. Rollo May.
Nueva York, Random House, 1969, pág. 90.
27 Soeren Kierkegaard, The Concept of Dread, Prince-
ton University Press, 1944, pág. 55. Trad. por Walter
Lowrie.
28 Leszek Kolakowski, Obecnosc Mitu. París, Instytut
Literacki, 1972, pág. 29.
29 Cf. An Augustine Synthesis, ed. G. E. Przywara.
Nueva York, 1958, pág. 75.
30 Jurgen Habermas, Theory and Practice. Londres,
Heinemann, 1974, pág. 8. Trad. por John Viertel.
31 “From the Positive Philosophy”, citado de Classical
Statements. ed. Marcello Truzzi. Nueva York, Random
House, 1971, págs. 40-41.
32 Bemard Berelson, “Introduction to the Behavioural
Sciences”, Voice of America Forum Lectures, Behaviou­
ral Sciences Series, pág. 2.
33 George Lundberg, “The Future of the Social Scien­
ces”, Scientific Monthly, octubre de 1941.
34 B. F. Skinner, “The Scheme of Behaviour Explana-
tion”, en Philosophical Problems of the Social Sciences, ed.
David Braybrooke. Londres, Macmillan, 1965, pág. 44.
35 B. F. Skinner, “Is a Science of Human Behaviour
Possible?”, en ib id., págs. 24-25

Capítulo 2
Crítica de la sociología
1 Robert Heilbroner, “Through the Marxian Maze”,
The New York Review of Books, vol. 18, n. 4.
2 Citado de Gordon Leff, Medieval Thought. Londres,
Penguin, 1970, pág. 39.
3 Sobre el esforzado intento de Husserl por demostrar
la compatibilidad de la fenomenología con el problema so­
ciológico, véase el excelente estudio de René Toulemont,
L’essence de la société selon Husserl. París, Presses Uni-
versitaires de France, 1962.
4 Erwin Laszlo, Beyond Scepticism and Realism. La
Haya, Martinus Nijhoff, 1966, pág. 222.
5 Cf. Alfred Schütz en Reflections on the Problem of
Relevance, ed Richard M. Zaner. New Haven, Yale Uni-
versity Press, 1970, pág. 43.
6 Cf. Alfred Schütz y Thomas Luckmann, The Structu-
res of the Life World. Londres, Heinemann, 1974, págs.
271 y sigs. Trad. por Richard M. Zaner y M. Tristram
Engelhardt, (h.).
7 Cf. Anselm L. Strauss, Mirrors and Masks. The Search
for Identity. Nueva York, Free Press, 1959, págs. 91 y sig.
[Hay versión española: Espejos y máscaras. La búsqueda de
la identidad. Buenos Aires, Ediciones Marymar, 1977.]
8 Maurice Natanson, The Social Dynamics of George
H. Mead. Introducción de Horace M. Kallen. La Haya,
Martinus Nijhoff, 1973, pág. VII.
9 Peter L. Berger y Thomas Luckmann, The Social
Construction of Reality. Londres, Penguin, 1967.
10 Ibíd., págs. 177-178.

Capítulo 3
C rítica de la no-libertad
1 Jurgen Habermas, Theory and Practice. Londres, Hei-
nemann, 1974, págs. 256 y sigs. Trad. por John Viertel.
2 Peter L. Berger, “Identity as a Problem in the So­
ciology of Knowledge”, en Towards the Sociology of Know-
ledge, ed. Gunther W. Re-mmling. Londres, Routledge and
Kegan Paul, 1973, págs. 275-276.
3 Henry S. Kariel, Open Systems. F. E . Peacock, Itasca,
Illinois, 1971, pág. 86.
4 Habermas, op. cit., págs. 275-276.
5 John R. Seeley, “Thirty Nine Articles: Toward a
Theory of Social Theory”, en The Critical Spirit. Essays
in Honour of Herbert M are use, ed. Kurt H. Wolff y Ba-
rrington Moore, (h.). Boston, Beacon Press, 1967, págs.
168-169.
6 Karl Marx, Grundrisse. Londres, Penguin, 1973, págs.
156 y sigs. Trad. por Martin Nicolaus.
7 Ibíd., págs. 162-163.
8 Ibíd., pág. 162.
9 Ibíd., pág. 164.
10 Habermas, op. cit., pág. 261.
11 Max Horkheimer, “Materialismus und Moral”, en
Kritische Theorie, ed. Alfred Schmidt, vol. I. Francfort,
pág. 85.
12 Manfred Stanley, “The Structures of Doubt”, en
Toward the Sociology of Knowledge, ed. Remmling. op.
cit'., pág. 419.
13 Citado según David McLellan, The Thought of Karl
Marx. Londres, Macmillan, 1971, pág. 33.
14 Marx, op. cit., págs. 461-463.
15 Edgar Morin, “Pour une sociologie de la crise”,
Communications, París, 1968, 12, págs. 2-16.
16 Henry S. Kariel, “Expanding the Political Present”,
American Political Science Review, setiembre de 1969.
17 Stanford M. Lyman y Marvin B. Scott, A Sociology
of the Absurd. Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1970,
pág. 16.
18 Stanley, op cit.
19 Ernst Bloch, On Marx. Nueva York, Herder and
Herder, 1971, pág. 41. Trad. por John Maxwell.
20 Ibíd., págs. 98-100.
21 Habermas, op. cit., págs. 21 y sigs.
22 Ibíd., pág. 25 y sigs.
23 Ibíd., págs. 32 y sigs.
24 Ibíd., págs. 37-38.
Para uso exclusivamente educativo

INDICE

CAPITULO 1
LA CIENCIA DE LA NO-LIBERTAD
Definición de “naturaleza segunda” ............... 5
La deificación de la “naturaleza segunda” . . 30
La “naturaleza segunda” y el sentido común . . 56
CAPITULO 2
C R ITIC A DE LA SOCIOLOGIA
La revolución husserliana ................................. 88
La restauración existencialista .......................... 107
La “naturaleza segunda” reivindicada ........... 128
CAPITULO 3
CRITICA DE LA NO-LIBERTAD
La razón técnica y emancipadora ...................... 142
La “naturaleza segunda” considerada histó­
ricamente ........................ ...................................... 162
¿Puede la sociología crítica ser una ciencia? 179
Verdad y autenticación ......................................... 203

También podría gustarte