Casanova Julian - Morir Matar Sobrevivir
Casanova Julian - Morir Matar Sobrevivir
Casanova Julian - Morir Matar Sobrevivir
Si se repasa la historia, y los conflictos que perduran en la actualidad, podrá comprobarse que las victorias
militares en las guerras civiles van casi siempre acompañadas de masacres, genocidios, abusos
impunes de los derechos humanos y otras mil atrocidades.
Asimismo, en las posguerras lo más común es que los vencedores traten de liquidar al adversario vencido,
incluidos amplios sectores de la población civil que nunca fueron al frente.
La guerra civil española no fue, ni mucho menos, la única que tuvo lugar en Europa, desde 1914 a 1945.
Finlandia, Rusia, Irlanda y Grecia sufrieron las atrocidades asociadas a la guerra civil y otros países, como
Hungría, pasaron también por períodos cortos de confrontación militar interna.
En todas esas guerras civiles hubo un conflicto profundo en torno a cómo estabilizar el orden social en
tiempos difíciles. Fueron, sobre todo, crisis sociales con rasgos manifiestos de conflictos de clase,
nacionalistas, étnicos y religiosos.
No existe una fórmula exacta, por lo tanto, para averiguar por qué algunas sociedades se ven abocadas a la
guerra civil y otros países solucionan sus profundos conflictos internos por medios pacíficos. Además,
ninguna de aquellas guerras civiles europeas se produjo sólo por causas “internas”. Las presiones
internacionales y la dependencia exterior fueron factores primordiales en Finlandia y Grecia. Tuvieron
menos relevancia en España, donde la guerra civil fue la consecuencia rápida e inmediata de un golpe de
Estado fallido, pero, aun así, una vez que el conflicto estalló, su continuación y la solución final
dependieron cada vez más de la ayuda extranjera. Las condiciones internacionales determinaron, en suma,
el destino de esos países en guerra.
1. LA ESPAÑA DIFERENTE
La dictadura de Franco fue la única en Europa que emergió de una guerra civil, estableció un Estado
represivo sobre las cenizas de esa guerra, persiguió sin respiro a sus oponentes y administró un cruel y
amargo castigo a los vencidos hasta el final. Hubo otras dictaduras, fascistas o no, pero ninguna salió de
una guerra civil. Y hubo otras guerras civiles, pero ninguna resultó de un golpe de Estado y ninguna
provocó una salida reaccionaria tan violenta y duradera
En la larga y sangrienta dictadura reside la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo
XX si se compara con los otros países europeos capitalistas.
Conviene destacar por encima de cualquier otra consideración el compromiso de los vencedores con la
venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último
momento posible el poder que les otorgó las armas. Los militares, la Iglesia católica y Franco pusieron
bastante difícil durante décadas la convivencia.
A la guerra civil española le siguió una larga paz incivil. Ésa es la diferencia más relevante entre la guerra
civil española y otras guerras civiles del mismo período que desembocaron también en la victoria de las
fuerzas del orden y de la reacción.
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En Finlandia, como pasó después en España y en Grecia, la revolución salió derrotada frente a la
contrarrevolución. El terror blanco (así se llamó a la represión ilegal y matanza de los vencidos) se desató
sobre la clase obrera después de la victoria.
Según Anthony F. Upton, el terror blanco se manifestó de tres formas diferentes, muy comunes a partir
de ese momento en todos los escenarios posbélicos: «Las represalias extralegales emprendidas contra los
vencidos, la represión legal llevada a cabo bajo el amparo de la ley, y el sufrimiento y mortalidad
experimentados por los prisioneros rojos»
En Grecia, la derecha vencedora en la guerra civil tenía la intención de establecer allí un régimen político
democrático. Durante las últimas etapas de la guerra, alrededor de 140.000 personas tuvieron que
marcharse al exilio. Unos 12.000 ciudadanos murieron en el bando de la izquierda durante los combates de
1946-1950, aunque no existen cifras exactas de los asesinatos perpetrados por el terror derechista. A finales
de 1949, el gobierno admitía que había 50.000 prisioneros en cárceles y campos de concentración en
un país que no llegaba a los ocho millones de habitantes
En España, en 1939, derrotada la República, la adversa situación internacional, muy favorable a los
fascismos, contribuyó a consolidar la violenta contrarrevolución iniciada ya con la ayuda inestimable de
esos mismos fascismos desde el golpe de julio de 1936. Muertos Hitler y Mussolini, a las potencias
democráticas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial les importó muy poco que allá por el sur de
Europa, en un país de segunda fila que nada contaba en la política exterior de aquellos años, se perpetuara
un dictador sembrando el terror e incumpliendo las normas más elementales del llamado «derecho
internacional. Como dijo un alto diplomático británico, la España de Franco «sólo es un peligro y una
desgracia para ella misma».
Hasta junio de 1977, casi dos años después de la muerte de Franco, no hubo elecciones libres. No
menos de 50.000 personas fueron ejecutadas en los diez años que siguieron al final oficial de la guerra el 1
de abril de 1939, después de haber asesinado ya alrededor de 100.000 “rojos” durante la contienda. Medio
millón de presos se amontonaban en las prisiones y campos de concentración en 1939. La tragedia y el
éxodo dejaron huella. “La retirada”, como se conoció a ese gran exilio de 1939, llevó a Francia a unos
450.000 refugiados en el primer trimestre de ese año, de los cuales 170.000 eran mujeres, niños y ancianos.
Unos 200.000 volvieron en los meses siguientes para continuar su calvario en las cárceles de la dictadura
franquista.
La violencia se convirtió, en suma, en una parte integral de la formación del Estado franquista, que
inició ese recorrido con una toma del poder por las armas. Los asesinatos arbitrarios, los “paseos” y la ley
de fugas se mezclaron con la violencia institucionalizada y «legalizada. por el nuevo Estado.
Algunas leyes que se usaron para la represión:
La Ley de Responsabilidades Políticas (febrero de 1939)
Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo (marzo de 1940)
Ley de Seguridad del Estado (marzo de 1941)
Ley de Orden Público (junio de 1959)
Todas fueron concebidas para seguir asesinando, para mantener en las cárceles a miles de presos, para
torturarlos y humillarlos hasta la muerte.
Franco logró en la guerra lo que se proponía: una guerra de exterminio y de terror en la que se asesinaba a
miles en la retaguardia para que no pudieran levantar cabeza en décadas. Forjado en el africanismo, la
contrarrevolución y el anticomunismo, nunca concedió el más mínimo respiro a los vencidos o a sus
oponentes. De palabra y de obra. *No sacrificaron nuestros muertos sus preciosas vidas para que nosotros
podamos descansar», declaraba en la inauguración del Valle de los Caídos en abril de 1959.
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Franco también manejó magistralmente el culto a su persona, trató de demostrar, como Hitler también
lo había hecho, que él estaba más allá de los conflictos cotidianos y muy alejado de los aspectos más
“impopulares” de su dictadura, empezando por el terror. Sin tapujos ni rodeos.
Franco se cuidó (desde su proclamación el primero de octubre de 1936 como «Jefe de Gobierno del
Estado Español») de pregonar su religiosidad. Había captado, como la mayoría de sus compañeros de
armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y fundirse con el «pueblo» en
solemnes actos religiosos.
Una vez establecido como jefe de Estado, cuenta Paul Preston, sus propagandistas moldearon una imagen
de “gran cruzado católico” y su religiosidad pública experimentó una notable transformación.
Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner
orden en la «ciudad terrenal» y Franco acabó creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con
la divina providencia. El cardenal primado de España, Isidro Gomá, se derretía en halagos cada vez que
mencionaba su nombre.
Caudillo y santo. El mito funcionó con eficacia: había librado a España del comunismo, había evitado
que España entrara en la Segunda Guerra Mundial, era el artífice de una paz duradera y generosa, frente a
la violencia y división de España acarreadas por la guerra.
Como se decía en el primer NODO (el noticiero de la dictadura franquista), exhibido en los cines en enero
de 1943, «dedica su inteligencia y su esfuerzo, su sabiduría y prudencia de gobernante a mantener
nuestra patria dentro de los límites de una paz vigilante y honrosa».
Franco murió en 1975, bendecido por la Iglesia, sacralizado, rodeado de una aureola heroico-
mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la historia.
2. FASCISMO Y CATOLICISMO
El papel decisivo de una parte del ejército en el asalto a la Segunda República, la inestimable bendición y
adhesión de la Iglesia católica a esa guerra calificada de Cruzada y la preeminencia de esas dos
burocracias, la armada y la eclesiástica, han permitido a un buen número de historiadores, sociólogos y
politólogos desvincular al franquismo de los fascismos históricos.
No parece que haya muchas dudas sobre lo que fue el franquismo hasta 1945, hasta la derrota de las
potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial. La intervención fascista fue decisiva para la victoria
del ejército de Franco en la guerra civil y la impunidad con la que la dictadura de Franco continuó en
esos años la operación de limpieza iniciada con el golpe de Estado de julio de 1936 sólo es posible
entenderla en el marco de esa Europa dominada por los fascismos y la quiebra de las democracias.
La España que levantaron los vencedores de la guerra era un territorio especialmente apto para esa
«armonización» de la moderna corriente autoritaria con la “gloriosa tradición”. El sentimiento de
incertidumbre y temor provocados por los proyectos reformistas de la República, el anticlericalismo y la
revolución expropiadora y destructiva que siguieron al golpe militar fueron utilizadas por los militares, la
Iglesia y las fuerzas de la reacción para movilizar y conseguir una base social dispuesta a responder frente a
lo que se interpretaba como claros síntomas de descristianización y de “desintegración nacional”.
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El ejército, la Falange y la Iglesia representaban a esos vencedores y de ellos salieron el alto personal
dirigente, el sistema de poder local y los fieles siervos de la administración.
Detrás de Franco, los militares, la falange y la Iglesia había una base social amplia, que había
apoyado el golpe militar de julio de 1936 y, endurecida todavía más por la guerra, se adhirió al
franquismo hasta sus últimas consecuencias. Ahí estaban la mayoría de los pequeños propietarios de la
mitad norte de España y los grandes latifundistas del sur; los industriales, los grandes comerciantes y las
clases medias urbanas vinculadas al catolicismo, horrorizadas, especialmente en Cataluña y el País
Valenciano, por la revolución y la persecución religiosa.
Ni Hitler ni Mussolini llegaron al poder por medio de una guerra civil. Esa fue una gran ventaja que, desde
el punto de vista de la política interior, sólo Franco pudo gozar. La guerra actuó como punto de unión entre
todos quienes prestaron su apoyo al Estado franquista. Los vencedores nunca tuvieron que buscar ningún
«consenso», ese término que siempre se aplica a los fascismos para intentar demostrar que no sólo vivían
de la represión. La idea era que en muchos años no se levantara nadie.
El terror no fue la única seña de identidad de los fascismos y, por supuesto, no es el terror lo que convierte
al franquismo en un fascismo. El golpe de Estado y la guerra civil hicieron correr mucha más sangre que la
violencia fascista en Italia y de las SS en Alemania.
Cayeron los fascismos y Franco siguió. Siguió porque así lo quisieron las potencias democráticas. Siguió
también porque la Iglesia católica, feliz con sus privilegios y la paz de Franco, no quiso dar señal alguna de
disidencia, de perdón y de reconciliación. Y siguió también porque hubo cientos de miles de personas que
aceptaron la legitimidad de esa dictadura forjada en un pacto de sangre, que adoraban al Generalísimo por
haberles librado de los revolucionarios y que consideraron, día tras día, la muerte y la prisión como un
castigo adecuado para los rojos.
En esa España de penuria, hambre, cartillas de racionamiento, estraperlo (contrabando) y altas tasas de
mortandad por enfermedades, la militarización, el orden y la disciplina se adueñaron del mundo
laboral.
Los militantes del movimiento obrero, colectivistas, revolucionarios y rojos perdieron sus trabajos y
tuvieron que implorar de rodillas su readmisión. La prohibición del derecho de asociación y de huelga
llevaron a las catacumbas a lo poco o nada que quedaba de esas organizaciones sindicales. Ya no tenían
dirigentes, muertos o en la cárcel como estaban, ni locales para reunirse, ni espacio para la protesta.
El franquismo también creó su propio aparato sindical, a efectos de someter a la clase obrera y eliminar la
lucha de clases.
Los fusilamientos en los cementerios, las cárceles, los campos de concentración y el exilio dejaron fuera de
la lucha a los más activos. La violencia cotidiana, el hambre, la necesidad de subsistir y el control sindical
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hicieron el resto. El movimiento obrero quedó muerto, aletargado, dividido por los ecos, que todavía
resonaban, de las profundas disputas que habían marcado la política en la zona republicana.
El escenario comenzó a transformarse a finales de los años cincuenta, con el plan de estabilización, las
políticas desarrollistas, los cambios en la organización del trabajo y la introducción de los convenios.
El crecimiento industrial, la crisis de la agricultura tradicional y la emigración del campo a las ciudades
tuvieron importantes repercusiones en la estructura de clases y en los movimientos sociales. Emergió una
nueva clase obrera, que tuvo que subsistir al principio en condiciones miserables y con bajos salarios,
controlada por falangistas y los sindicatos verticales, sometida a una intensa represión, pero que pudo
utilizar desde comienzos de los años sesenta la nueva legislación sobre convenios colectivos para mejorar
sus contratos.
Esos cambios económicos y sociales en la España del «desarrollismo» y la larga duración de la dictadura
complican muchísimo su caracterización, sobre todo si lo que se busca es una etiqueta única que pueda
abarcar momentos tan diferentes como los años de la Segunda Guerra Mundial y los de la agonía final. Hay
diferencias notables entre el discurso de la guerra, de la criminalización de los rojos, presente en toda la
década de los cuarenta, y el discurso de los «veinticinco años de paz», mucho menos exclusivo y más
integrador. Todos parecían cambiar, y eso es lo que cuentan muchos ilustres franquistas en sus memorias.
Cambiaban la Falange y la Iglesia, cambiaban los monárquicos.
El Estado de «bienestar» tardó demasiado en sustituir al Estado «de guerra» y cuando lo hizo, bien entrados
ya los años sesenta, poco se parecía al establecido dos décadas antes en los restantes Estados de Europa
occidental, identificado por los logros en seguridad social, sanidad, vivienda, educación y redistribución
de la renta.
La Guerra terminó el 1 de abril de 1939. La eliminación de los vencidos abría amplias posibilidades
políticas y sociales para los vencedores y les otorgó enormes beneficios. Sobre las ruinas de los vencidos y
sobre los beneficios que otorgó la victoria en la guerra y en la paz fundó el franquismo su hegemonía y
erigieron Franco y los vencedores su particular cortijo.
La destrucción del vencido se convirtió en prioridad absoluta, especialmente en las últimas provincias
conquistadas por el ejército de Franco. La muerte se apoderó del escenario con total impunidad, la misma
impunidad que había guiado la masacre emprendida por los militares sublevados desde julio de 1936.
Al menos 50.000 personas habían sido ejecutadas en la década posterior al final de la guerra, sin contar
esos millares de muertes causadas por el hambre y las enfermedades en los diferentes centros
penitenciarios.
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1. EL MONOPOLIO DE LA VIOLENCIA
La primera característica del terror que se impuso en la posguerra es que estaba organizado desde
arriba, basado en la jurisdicción militar, en juicios y consejos de guerra.
La farsa de los juicios, la inexistencia de abogados defensores y el cinismo de los fiscales se lo contaban
con pelos y señales los condenados a muerte al cura que los auxiliaba espiritualmente en la cárcel. Nada
había cambiado, pese al final de la guerra: el mismo ritual de la muerte, la misma desesperación de los
presos, indefensos ante la justicia de Franco.
Muchos familiares removían Roma con Santiago para salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban
eran largas, falsas promesas, macabros engaños.
El primer asalto de la violencia vengadora sobre la que se asentó el franquismo empezó en febrero de 1939.
La Ley de Responsabilidades Políticas declaraba la responsabilidad política de las personas, tanto
jurídicas como físicas., que desde el primero de octubre de 1934 «contribuyeron a crear o a agravar la
subversión de todo orden de que se hizo víctima a España» y a partir del 18 de julio de 1936 que “se hayan
opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave».
Todos los partidos y «agrupaciones políticas y sociales» que habían integrado el Frente Popular, sus
“aliados, las organizaciones separatistas y a todas aquellas que se han opuesto al triunfo del Movimiento
Nacional”, quedaban fuera de la Ley y sufrirían la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la
pérdida total de sus bienes que pasarían “íntegramente a ser propiedad del Estado”.
Cientos de presos, significados por su pasado izquierdista o conocidos por sus ideas, como el poeta Miguel
Hernández, fueron torturados y apaleados. Algunos prefirieron el suicidio. A otros, destrozados hasta la
muerte, les aplicaron la «ley de fugas». Eso es lo que las versiones oficiales decían: habían muerto al
intentar escaparse de las fuerzas armadas que los conducían.
En 1943 había todavía más de 100.000 presos. El 87 por ciento de los presos con penas más altas, entre 12
y 30 años, eran po1íticos.
Entre las mujeres hubo también vencedoras y vencidas. En 1940 había en España más de veinte mil
presas políticas. A comienzos de ese año, la cárcel de mujeres de Las Ventas de Madrid, construida para
albergar a quinientas presas, tenía entre seis mil y ocho mil.
Los niños formaban parte del mundo interno de las cárceles de mujeres. Muchos de los que
sobrevivieron a la cárcel, tras cumplir los cuatro años de edad, fueron separados de sus madres e ingresados
en centros de asistencia y escuelas religiosas.
La mayoría de las presas comunes se dedicaban a la prostitución, una actividad que había tomado tras la
guerra un «vuelo vertiginoso”.
Las familias de los condenados rojos debían saber cargar con el estigma de los vencidos. Rojas y
mujeres de rojos eran lo mismo. Las podían violar, confiscarles sus bienes. Para eso habían nacido las
mujeres, pensaban los franquistas, los militares y los clérigos: para sufrir, sacrificarse y purgar por sus
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pecados o por no haber sabido llevar a sus maridos por el camino del bien. Había que vigilarlas,
reeducarlas y purificarlas, con aceite de ricino si era necesario, para que arrojaran los demonios de su
cuerpo.
Como puede observarse, los vencedores en la guerra decidieron durante años y años la suerte de los
vencidos a través de diferentes mecanismos y manifestaciones del terror. En primer lugar, con la
violencia física, arbitraria y vengativa, con asesinatos in situ, sin juicio previo. Se trataba de una
continuación del «terror caliente que había dominado la retaguardia franquista durante toda la guerra y
desapareció pronto, aunque hay todavía abundantes muestras de él en los años 1940 a 1943.
Luego dejó paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un
terror institucionalizado y amparado por la legislación represiva del nuevo Estado. Ese Estado de
terror, continuación del Estado de guerra, transformó la sociedad española, destruyó familias enteras e
inundó la vida cotidiana de prácticas coercitivas y de castigo.
Quedarían, por último, los efectos “no contables» de la represión, el miedo, la vigilancia, la necesidad
de avales y buenos informes, la humillación y la marginación. Así se levantó el Estado franquista y así
continuó, evolucionando, mostrando caras más amables, selectivas e integradoras, hasta el final.
Esa maquinaria de terror organizado desde arriba requería, sin embargo, una amplia participación
“popular”, de informantes, denunciantes, delatores, entre los que no sólo se encontraban los beneficiarios
naturales de la victoria, la Iglesia, los militares, la Falange y la derecha de siempre. La purga era, por
supuesto, tanto social como política y los poderosos de la comunidad, la gente de orden, las autoridades,
aprovecharon la oportunidad para deshacerse de los «indeseables., «animales» y revoltosos.
Tiempo de odios personales, de denuncias y de silencio. Esto se repitió en todas las ciudades y pueblos de
España. El terror exigía también romper los lazos de amistad y de solidaridad social, impedir cualquier
germen de resistencia
Denunciar «delitos», señalar a los “delincuentes”, era cosa de los “buenos patriotas”, de quienes estaban
forjando la Nueva España. La denuncia se convirtió así en el primer eslabón de la justicia de Franco.
Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los
asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e
instituciones provinciales y locales.
Un porcentaje elevadísimo de las vacantes, hasta el 80%, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos,
familiares de los mártires de la cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a
los principios de los vencedores.
Así era esa España patriótica y religiosa, limpia ya de “delincuentes comunes”. Los vencidos que pudieron
seguir vivos tuvieron que adaptarse a las nuevas formas de convivencia.
En la represión de los vencidos participaron de forma destacada los familiares de las víctimas del «terror
rojo. Declarar, delatar, se convirtió para muchos en el primer acto político de compromiso con la dictadura.
El terror ajustó cuentas, generó la cohesión en torno a esa dictadura forjada en un pacto de sangre. Los
vencidos quedaron paralizados, asustados, sin capacidad de respuesta.
Las escasas voces que desde dentro pidieron la reconciliación y el perdón fueron silenciadas. Durante las
dos primeras décadas después de la guerra, no hubo ninguna posibilidad de cerrar las heridas y de que
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cesara el castigo y la violencia vengadora. Eso es algo que tenían muy claro desde Franco hasta el último
cura de la Iglesia católica.
La Iglesia, su jerarquía, el clero y cientos de miles de católicos, estuvieron ahí todos esos años en primera
1ínea, para proporcionar el cuerpo doctrinal y legitimador a la represión, para ayudar a la gente a llevar
mejor las penas, para controlar y monopolizar la educación, para mantener a raya a todos esos pobres rojos
y ateos que se habían atrevido a desafiar el orden social y a abandonar la religión.
3. FUNDAMENTALISO RELIGIOSO
No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo XX (y los ha habido de diferentes colores e
intensidad) en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan evidente en el control
social de los ciudadanos. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida con tanta crueldad y
violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en
vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa.
La Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 brindó la oportunidad a la Iglesia, por medio de
los párrocos, de convertirse en una agencia de investigación parapolicial.
No era nada nuevo que los curas redactaran informes, denunciaran, delataran y persiguieran a los malvados
hasta la tumba. Como ha quedado demostrado en recientes investigaciones, lo hicieron durante toda la
guerra en la zona ocupada por los militares sublevados. La novedad residía en que esa misión policial se la
atribuía ahora una ley y que la guerra había acabado.
A los asesinatos de religiosos en la guerra se respondía con crímenes políticos en tiempos de paz. Todo un
síntoma del ambiente que se respiraba en la España católica.
Lo que hicieron los capellanes de las cárceles fue vender e imponer moral católica, obediencia y sumisión a
los condenados a muerte o a largos años de prisión. Ejercieron una labor de censura política e ideológica,
mercadearon con la confesión y la comunión a cambio de “pequeños favores” que ellos podían otorgar y
castigaron con sus informes a todos aquellos que resistieron la evangelización. Fueron poderosos, dentro y
fuera de las cárceles, con los presos y sus familias. El poder que les daba la ley, la sotana y la capacidad de
decidir, con criterios religiosos, quiénes debían purgar sus pecados y vivir de rodillas.
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En materia educativa también hubo «una cuidadosa y concienzuda depuración -sin venganzas, pero
sin flaquezas- de los maestros y del profesorado de las escuelas normales.
Entre unos y otros echaron de sus puestos y sancionaron a miles de maestros, la flor y nata del Magisterio
progresista y laico, y convirtieron a las escuelas españolas en un botín de guerra repartido entre las familias
católicas, falangistas y ex combatientes.
La inhabilitación y las sanciones afectaron también de lleno a los profesores de Universidad, cuyos puestos
se los distribuyeron los propagandistas católicos y el Opus Dei.
La Iglesia era el alma del Nuevo Estado, resucitada después de la muerte a la que le había sometido el
anticlericalismo. La Iglesia y la religión católica lo inundaron todo: la enseñanza, las costumbres, la
administración y los centros de poder.
Nada se movió en la Iglesia en esos primeros veinticinco años de la paz de Franco. La sumisa
identificación de la Iglesia católica española con Franco alcanzó cotas elevadísimas. Había empezado esa
profunda sumisión con una rebelión militar, se selló con un pacto de sangre y la simbiosis entre Religión,
Patria y Caudillo cayó como agua de mayo durante el período crucial para la supervivencia de la dictadura
después de la Segunda Guerra Mundial.
El catolicismo y el clero no permanecieron inmunes a los cambios socioeconómicos que desde comienzos
de los años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo que
adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas por
varios autores. En opinión de José Casanova, la «aguda secularización de la sociedad española que
acompañó a los rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio por
la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más concienciados del catolicismo español
empezaron a hablar de España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser
reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe católica no podía ser forzada desde arriba;
tenía que ser adaptada voluntariamente a través de un proceso de conversión individual».
Cuando murió el “Caudillo» el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque
monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le
quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en los aparatos
de propaganda y en los medios de comunicación.
A la Iglesia le gusta recordar lo mucho que perdió y sufrió durante esa guerra y no le gusta nada recordar
cómo, durante esa misma guerra y en la todavía más larga posguerra, fue cómplice, y de qué forma, del
terror militar y fascista. Ya lo percibió el escritor George Orwell en medio del fragor de aquella batalla:
“Todos creen en las atrocidades del enemigo y no en las de su bando”.
La dictadura impidió durante mucho tiempo enfrentarse al pasado, que era sólo uno, el de las glorias
nacionales y el de los crímenes de los “rojos”. Los últimos veinte años han dado un vuelco completo a esa
mirada.
E N LAS DOS ÚLTIMAS DÉCADAS se han producido cambios profundos en el conocimiento histórico
de la dictadura de Franco. Una de las consecuencias más claras de esa renovación historiográfica ha sido el
abandono de las ideas que sustentaron el edificio propagandístico de la dictadura.
La mayoría de los historiadores sabemos, y hemos demostrado, que la guerra civil no la provocó la
República, ni sus gobernantes, ni los rojos que querían destruir la civilización cristiana. Fueron grupos
militares bien identificados quienes, en vez de mantener el juramento de lealtad a la República,
iniciaron un asalto al poder en toda regla en aquellos días de julio de 1936.
Sin esa sublevación, no se hubiera producido una guerra civil. Habrían pasado otras cosas, pero nunca
aquella guerra de exterminio. Fue, por lo tanto, el golpe de Estado el que enterró las soluciones
políticas y dejó paso a los procedimientos armados. Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que
intentaba frenar la supuesta revolución, acabó finalmente desencadenándola. Y una vez puesto en marcha
ese engranaje de rebelión militar y de respuesta revolucionaria, las armas fueron ya las únicas con derecho
a hablar.
Esa guerra desembocó en una larga posguerra, mucho más larga que la que siguió a cualquier otra guerra
civil del período, donde los vencedores tuvieron la firme voluntad de aniquilar a los vencidos. El plan de
exterminio existió, se ejecutó y no paró después de la guerra civil.
Las iglesias se llenaron de placas conmemorativas de los caídos por Dios y la Patria. Por el contrario, miles
de asesinados por el terror militar y fascista nunca fueron inscritos ni recordados con una mísera lápida.
Los vencidos temían incluso reclamar a sus muertos.
Desenterrar ese pasado y volver a enterrar a esos muertos con dignidad resultó una labor ardua y costosa.
Los cincuentenarios de la proclamación de la República y del inicio de la guerra civil (1981 y 1986)
sirvieron para recuperar en parte el tiempo perdido.
Las primeras investigaciones serias sobre la represión en la guerra y la posguerra comenzaron a aparecer en
la segunda mitad de los años ochenta.
La última década del siglo XX, sesenta años después de la guerra civil y más de veinte desde la muerte de
Franco, ha servido, por lo tanto, para dar varias vueltas de tuerca a la historia, a la memoria y al olvido de
la guerra y de la dictadura. El pasado está ahora menos oculto. En los últimos años han aparecido varias
biografías de Franco, muchos libros sobre la guerra civil y el franquismo y una buena cantidad de trabajos
sobre la violencia y la represión en las dos zonas en que quedó dividida España durante la guerra civil (la
España de los rojos/ la España de los nacionales).
Hemos conquistado notables espacios de diálogo y discusión, a través de monografías, investigaciones
subvencionadas y decenas de publicaciones. Pero no todos lo perciben de esa forma. En primer lugar,
porque la memoria y los lugares de la memoria de los vencedores ocupan todavía un lugar preeminente en
comparación con la de los vencidos. En segundo lugar, porque la derecha mediática., poderosa y
omnipresente, elige a menudo el tema de la guerra civil y del franquismo para descargar su resentimiento
universal contra la izquierda en general y el PSOE (Partido Socialista Español) en particular.
La Iglesia católica es hoy, ya en el siglo XXI, la única institución que mantiene viva la memoria de la
guerra civil, la única que sigue perpetuando la memoria de sus mártires con algo más que ceremonias
conmemorativas y monumentos.
Los estragos ocasionados por la persecución anticlerical, la constatación de los sacrilegios y de los
asesinatos del clero cometidos por los “rojos”, multiplicaron el impacto emocional que causaba el recuerdo
constante de los mártires asesinados. El ritual y la mitología montados en torno a esos mártires le dieron a
la Iglesia todavía más poder y presencia entre quienes iban a ser los vencedores de la guerra, anularon
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cualquier atisbo de sensibilidad hacia los vencidos y atizaron las pasiones vengativas del clero, que no
cesaron durante largos años.
La Iglesia católica española, pese a los cambios que se han producido en la sociedad y en su propio seno, es
todavía una institución atrincherada en sus privilegios, un poder terrenal que no asume la ceguera que
mantuvo durante casi todo el siglo XX en el terreno social, su fracaso para comprender los problemas de
las clases sociales desposeídas, que se resistió a perder sus posiciones tradicionales y combatió contra esa
multitud de españoles a los que consideraba sus enemigos y que también la consideraban a ella su enemiga.
Pasó a la ofensiva, convirtió a la religión en política y a la política en religión, y recatolizó con la fuerza de
las armas a quienes no había podido convencer con la prédica de su mensaje.
Forma parte del oficio de historiadores, impedir que los herederos de la victoria franquista blanqueen
todavía más su pasado, el pasado más violento y represivo que ha conocido nuestra historia
contemporánea.
Sabemos también que la derrota, la persecución, la propaganda franquista y el miedo impidieron a los
vencidos recuperar su memoria, la República y sus sueños de libertad e igualdad, abrumados por el peso
aplastante del recuerdo de lo negativo, la revolución y sus terrores. El franquismo tiene todavía sus lugares
de memoria, calles, monumentos, mártires, y la derecha políticamente centrada se niega a condenar en las
Cortes a los sublevados de 1936, precisamente a aquellos que las cerraron a cal y canto a los representantes
legítimos de los ciudadanos durante más de cuatro décadas. Blanquean su pasado, beatifican a sus mártires
y son incapaces de tener un gesto de dignidad frente a la barbarie golpista. Poco podemos hacer los
historiadores frente a eso. Salvo investigar, escribir y rodear de rigor y de credibilidad nuestras enseñanzas.