Grau Jacinto - El Señor de Pigmalion (Teatro)

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JACINTO GRAU

El Señor de Pigmalión (1921)


Ed. Biblioteca Nueva, 2009

PERSONAS DEL PRÓLOGO

Doña Hortensia
Teresita
Pigmalión
El Duque de Aldurcara
Ponzano
-- Empresarios consocios:
Don Lucio
Don Javier
Don Olegario
Don Agustín
--
Un portero

PERSONAS Y MUÑECOS DE LA FARSA

La bella Pomponina
- Muñecas al servicio de Pomponina:
Lucinda
Corina
Marilonda
Dondinela
Julia
--
Juan el Tonto
Don Lindo (paje de Pomponina)
Pedro Urdemalas
El Capitán Araña
El viejo Mingo Revulgo
El Tío Paco
Pero Grullo
Bernardo el de la Espada
Ambrosio el de la Carabina
El Enano de la Venta
Periquito entre Ellas
Lucas Gómez
Pigmalión
El Duque de Aldurcara
Don Lucio
Don Javier
Un conserje

PRÓLOGO

(En el teatro de Aldurcara. Despacho de la empresa. Una sola puerta en el fondo, practicable, forrada de
cuero rojo, con mirilla ovalada de cristal en lo alto. Escritorio norteamericano, cerrado. Dos mesillas con
máquina de escribir. Divanes y sillones de cuero. En las paredes, carteles colgados y superpuestos, retratos de
artistas y un cartel enorme anunciando a PIGMALIÓN y sus muñecos como sigue: «¡Éxito mundial! ¡Prodigio
nunca visto de mecánica! ¡Acontecimiento único, sensa-cionalísimo y maravilloso de los tiempos modernos!».
Dos carteles más, grandísimos, reproduciendo cada uno un retrato distinto de PIGMALIÓN y varias tiras
sueltas y anchas con el nombre del retratado, en gruesas letras de colores. Son las dos de la tarde. Desierta
la estancia.)

ESCENA PRIMERA

(PORTERO, con gorra galoneada, abriendo la puerta y precediendo a PONZANO.)

PORTERO.—Pase, pase usted.


PONZANO (Un actor cómico en boga, con mucho empaque y un gran contento de sí mismo, claramente
visible. Entra tras del portero, hablando autoritario.).—¡No me miente usted más a Pigmalión! ¡Tengo
un empacho de Pigmalión! He llegado a soñarlo, ¿sabe?
PORTERO.—Sí, señor, sí.
PONZANO.—Avise usted a don Olegario.
PORTERO.—Don Olegario no ha llegado aún. A don Lucio y a don Javier sí los he visto.
PONZANO.—Pues dígales usted, a cualquiera de ellos, que deseo hablarle enseguida. Enseguida, ¿eh?
PORTERO.—Sí, señor, enseguida.
PONZANO.—Dígales usted que Ponzano, Ponzano, ¿eh?, Ponzano.
PORTERO.—Sí, señor, sí. Ponzano...
PONZANO.—Que Ponzano aguarda aquí. Cosa urgente.
PORTERO.—Sí, señor, sí, voy. (Retírase, cerrando tras de sí la puerta. PONZANO se repantiga en su sillín, se
quita el sombrero, que deja de malísimo humor en el diván cercano, dando un golpetazo; mira la hora en
su reloj, pega unapa-tadita de raoia en el suelo y saca un pitillo, que enciende. Una pausa. Silencio
absoluto. PONZANO echa bocanadas de humo.)
PONZANO (Cansado de silencio y de estar a solas consigo mismo, levántase, paseando de extremo a
extremo, hablándose a sí propio.).—Como vuelvan a decirme algo de Pigmalión, les suelto una fresca.
Si creerán que porque viene el tío ful ese los demás no somos nada. (Volviendo a mirar el reloj.) ¡Y no
viene nadie! ¡Peor para ellos! ¡Más bilis criaré! (Va hacia el diván, en el que se deja caer, dándole a las
piernas un tembleque de ira.) ¡Lo toman con calma...! ¡Qué gente! ¡No saben ser empresarios! (Se
tiende en el diván, apartando el sombrero y abriendo mucho las piernas.) ¡Groseros siempre!

ESCENA SEGUNDA

(Ábrese rápidamente la puerta y entra DOÑA HORTENSIA con TERESITA. DOÑA HORTENSIA viene un
poco amoscada y muy digna. TERESITA, acicaladísima)
DOÑA HORTENSIA (A PONZANO).— ¡Hombre! Está usted ahí. PONZANO (En un tono protector, sin levantarse
ni corregir la postura sobrado familiar.).—Así parece. Hola, Teresita. ¿Qué hay?

DOÑA HORTENSIA (Sin dar tiempo a que conteste TERESITA.).—Pues hay que desean hablar con
ésta (Señalando a su sobrina.) para ver si quiere hacer el papel dramático de La mano colgante,
y la niña, la verdad, por dos noches, no me parece bien que se moleste en hacer un papel. Y
luego han venido a contratarla a última hora. He recibido el recado esta mañana.
PONZANO (Desde su diván.).—Siempre lo mismo. Yo que usted, Teresita, les decía que no.
TERESITA (Con aires candorosos de chiquilla inocente.).—Yo lo que la tía diga, lo que la tía quiera.
PONZANO.—Que le den morcilla a la empresa. Que le haga el papel su abuela o Pigmalión. Bolos
no, niña, aunque sea en Madrid.
DOÑA HORTENSIA.—Total por dos noches. El jueves debuta Pigmalión.
PONZANO.—¡Qué lata! ¡Un mes hablando a todas horas del tío camama ese, que será un
ventrílocuo más! Nada, tres noches de lleno y sanseacabó, y eso si llega. No saben ser
empresarios.
DOÑA HORTENSIA.—¡Y qué reclamo, hijo! ¡Ni que viniese Dios a trabajar aquí!1
TERESITA.—¡El dinero que se han gastado en anuncios!
PONZANO.—Estoy de Pigmalión ya hasta la coronilla.
DOÑA HORTENSIA.—A lo mejor será un camelo el tío ese.
PONZANO (Consultando de nuevo su reloj.).—¡Seguro! ¡Un camelo seguro! ¡Vaya! Abur. No espero
más. (Levantándose pronto, cogiendo el sombrero y encasquetándoselo hasta el cogote.) Háganme
ustedes el favor de decirle a la empresa, cuando venga, que he esperado más de media hora, y
que no aguardo más. Que no ensayo esta tarde. A mí no se me remonta nadie, no señor.
DOÑA HORTENSIA (Llena de interés.).—¿Qué le pasa a usted, Ponzano?
TERESITA (LO mismo.).—¿Qué le pasa a usted, Ponzano?
PONZANO.—Nada, que a mí no se me remonta nadie, ¿sabe? Aunque no sea yo Pigmalión.
DOÑA HORTENSIA.—Pero ¿qué le ocurre a usted?
PONZANO.—Ese fantoche de Miranda será un gran actor, un trágico, pero no viene nadie a verlo. En
cambio yo, cuando pongo una obra mía, lleno el teatro, ¿sabe?
DOÑA HORTENSIA.—Qué duda cabe, el solo nombre de usted...
PONZANO (Excitándose progresivamente y sin atender a DOÑA HORTENSIA.,).—Ellos serán muy actores
y muy geniales y muy dramáticos, pero andan años y años por provincias dando tumbos, y cuando
vienen aquí, el drama de verdad es el de la taquilla: ¡ni una perra chica! Yo seré muy malo y un actor
bruto, pero llevo ya años y años en Madrid, ¿sabe?..., y ahí están los periódicos. Cinco contratos me
han salido aquí ya y aún no he hablado de despedirme de la compañía.
TERESITA.—Sí, ayer leímos en el Heraldo2...
PONZANO.—En el Heraldo y en todas partes es público que se me solicita.
DOÑA HORTENSIA.—¡Qué duda cabe!
PONZANO.—Cuando pregunten por mí, dígale usted a la empresa que ni ensayo ahora ni voy con la
compañía a provincias. ¡Que se lleven a Miranda solo!
DOÑA HORTENSIA.—Se van a poner furiosos.
PONZANO.—Que se pongan. Yo seré muy mal cómico, ¿sabe?, pero los cuartos los doy yo, y a mí no se
me remonta nadie, ¿sabe?, ni me dejo pisar de nadie, ¿sabe?
DOÑA HORTENSIA.—Hace usted muy bien.
PONZANO.—¡Natural! ¡O Miranda o yo! Si quieren algo ya saben dónde vivo. Para esperar, que esperen
ellos o su mamá. Para algo me llamo Ponzano. ¡Adiós, doña Hortensia! ¡Adiós, niña! ¡Y créame usted a
mí! ¡Bolos, no! ¡Bolos, pal gato! (Vase airado, dando un portazo.)

ESCENA TERCERA (DOÑA HORTENSIA y TERESITA, solas.)

DOÑA HORTENSIA.—¡Qué tupé!3 ¡Cualquier día doy yo el recadito! Que lo dé su mamá, como dice
él.
TERESITA.—Está engreído. Claro, lo aplauden tanto, gana tanto, y todos los días hablan de él los
periódicos. Pon-zano por aquí, Ponzano por allá. ¿Qué hace Ponzano, qué piensa Ponzano, qué
dice Ponzano?
DOÑA HORTENSIA (Dándose aire con el pañuelo.).—Está el teatro que es una vergüenza... ¡Uf!
(Echándose en un sillón.) Déjame descansar, hija. Con el frío que hace y se me sube el pavo
siempre después del almuerzo..., y en verano me ahogo. Un día me da un patatús y te quedas sin
tía.
TERESITA.—Es que come demasiado.
DOÑA HORTENSIA.—Mujer, no digas tonterías. Como lo preciso. Hay que sostener este cuerpo.
TERESITA (Distraída viendo los retratos de las paredes.).—Sí, tía, sí.
DOÑA HORTENSIA (Dándose otra vez aire unos momentos.).— Cuando venga la empresa, le vas a
decir que no puedes hacer el papel de ninguna manera en tan poco tiempo.
TERESITA.—Pero no me ha dicho usted que es una ocasión ésta, y que debo agarrarme a ella.
DOÑA HORTENSIA.—Sí, hija, sí, qué duda cabe, pero debes negarte al principio. Así te lo
agradecerán más. Tú no sabes de esas cosas todavía. Eres un crío. Fortuna que estoy a tu lado
con mi experiencia.
TERESITA.—Sí, tía, sí.
DOÑA HORTENSIA.—A mí me han salido las muelas en el teatro, y la del juicio representando una
comedia; la última que representé.
TERESITA.—Se convenció usted de que no servía.

DOÑA HORTENSIA.—¡Qué disparate! Al contrario, que servía de sobra. ¡Qué imbécil eres! ¿No sabes tú que yo era
una barbaridad de actriz? ¡Vamos! ¡Mira que no servir yo!
TERESITA.—Como ha dicho usted que...
DOÑA HORTENSIA.—¿Qué hubieran sido más de cuatro si yo continúo? ¡Nada! Y tú, sin mí, tampoco serías nada,
para que te enteres.
TERESITA (Contemplando el cartel de Pigmalión.).—Sí, tía, sí.
DOÑA HORTENSIA.—Claro que sí.
TERESITA.—Qué buena facha tiene ese Pigmalión. Creo que viaja como un príncipe y tira el dinero.
DOÑA HORTENSIA.—Ya parará, ya parará.
TERESITA.—Y parece todavía un hombre joven y de muchas campanillas.
DOÑA HORTENSIA.—Las campanillas se caen; por bien puestas que estén, se caen. Ya ves tú esa, la Villalobos, la
célebre Villalobos, mujer; yo le serví de madre, la ayudé a sufrir, y cuando llegó a célebre, me trató como a una
pobre de solenidá, y ahora ya ves, vieja, y en la miseria otra vez. Las campanillas se caen, hija, se caen por bien
puestas que estén.
TERESITA.—Sí, tía, sí.
DOÑA HORTENSIA.—No sé por qué me parece a mí que ese Pigmalión va a ser como la barbería de José María, poco
jabón y mucha bacía.
TERESITA.—Pero, tía, si es una celebridad mundial.
DOÑA HORTENSIA.—Esas son las que dan el batacazo más fuerte.
ESCENA CUARTA

(LAS MISMAS y DON AGUSTÍN, el representante. Entra empujando la puerta suavemente y, al verlas, se quita
el sombrero con mucha finura. Es un señor muy ceremonioso y muy gestero.)
DON AGUSTÍN.—¡Ustedes aquí! ¡Perdonen ustedes! ¿Saben los empresarios que esperan ustedes?
DOÑA HORTENSIA (Levantándose.).—Sí, les hemos mandado recado.
DON AGUSTÍN.—¡Dispensen ustedes! Están ahora hablando con Pérez, el traductor de La mano
colgante, y está hecho una furia el buen señor. Con la llegada de Pigmalión, todo el mundo anda
aquí de cabeza.
DOÑA HORTENSIA.—Ah, pero ¿ha llegado Pigmalión...?
TERESITA (Llena de curiosidad.).—¿Ha llegado Pigmalión?
DON AGUSTÍN.—Sí, ha llegado esta mañana.
TERESITA.—¿Se parece al retrato del cartel?
DON AGUSTÍN.—No lo he visto. Lo ha recibido en la estación el señor Duque. Dicen que tiene una
gran presencia. Ahora, que él no trabaja. Sólo trabajan sus muñecos.
DOÑA HORTENSIA.—Ya veremos esos famosos muñecos.
DON AGUSTÍN.—Poco hemos de vivir si no los vemos.
DOÑA HORTENSIA.—Pues nosotras hemos venido, como usted sabe...
DON AGUSTÍN.—¡Cuánto siento que se hayan ustedes molestado en balde! ¡Mil perdones en
nombre de la empresa!
DOÑA HORTENSIA.—Pero ¿qué pasa?...
DON AGUSTÍN.—Pues nada, que a última hora se ha resuelto no dar esas dos funciones de
despedida de la compañía.
DOÑA HORTENSIA.—Ahora salimos con ésas...
DON AGUSTÍN.—Ya ve usted. Pigmalión quiere ensayar él solo con sus muñecos en el escenario,
tarde y noche. Hasta ahora no lo ha sabido la empresa. Fuerza mayor. Ustedes perdonarán,
¿verdad? ,
DOÑA HORTENSIA.—¡Conste que por la niña no hubiera quedado! ¡Tiene mi sangre! Hubiese
hecho el papel en dos días. No lo duden ustedes.
DON AGUSTÍN.—¡Qué hemos de dudarlo! La prueba está que recurrimos a ella. Yo mismo se lo
indiqué a la empresa.
DOÑA HORTENSIA.—¡Hizo usted bien! Ésta sale a mí. Cuando yo cogía un papel, me lo comía.
DON AGUSTÍN.—Caramba, doña Hortensia, saldría usted a indigestión diaria.
DOÑA HORTENSIA.—No sea usted pelma. Ya me entiende usted. Si continúo yo en el teatro, hubiera sido
una barbaridad de actriz. ¡Y lo sería aún! ¡Si usted me llega a ver! ¡Tenía yo un alma!
DON AGUSTÍN.—Esa la conserva usted todavía. Bien se nota...
DOÑA HORTENSIA.—¡Ay, sí, a Dios gracias! Es lo que yo le digo a la niña. Tú que eres jovencilla aún y
tan guapa, espanta a la mosconería y estudia. Con dos trapitos estás elegante. Ya ve usted, el otra día la
vestí yo de negro, con una tontería de nada en la cabeza, un sombrerillo cualquiera, y había que verla.
DON AGUSTÍN.—Siempre hay que verla. Está monísima. Cuenta con ella la empresa para la excursión de
provincias. ¿Irá usted, verdad, Teresita?
TERESITA.—Yo, lo que mi tía diga, lo que mi tía quiera.
DOÑA HORTENSIA.—Ya veremos. ¿Por qué no ha de ir? Y diga usted, ¿piensa la empresa tirar sólo aquí con
ese Pigmalión hasta el verano?
DON AGUSTÍN.—Y más tiempo que hubiera.
DOÑA HORTENSIA.—Pero ese hombre se agotará en quince días.
DON AGUSTÍN.—No, señora. Viaja con muchos muñecos. Todos maravillosos, que representan más de
doscientas farsas, todas de un éxito loco y de una novedad perfecta. ¡Una maravilla! ¡Cosa nunca vista
aquí! Ya ve usted que hay tela cortada para rato.
TERESITA.—¿Es verdad que hablan esos muñecos?
DON AGUSTÍN.—Mejor que usted y que yo.
DOÑA HORTENSIA.—Mejor que los actores no es posible.
DON AGUSTÍN.—¡Señora, hay cada actor por ahí! ¡Está muy rebajado el oficio! ¡Y cada autor! Ya ve
usted, Pérez, el traductor de La mano colgante, todavía dice pusilánime y examine y cuala, y cobra sus
buenos miles de duros de derechos4. Así está el hombre, de tonto y ensoberbecido, chillándole ahora a
la empresa. Pide una indemnización si no le estrenan aquí enseguida La mano colgante. Dice que se la
ha negado a varios teatros para dársela a éste, y que se cisca en Pigmalión y en todos los muñecos del
mundo.
DOÑA HORTENSIA.—Pues hay que hablar con ese hombre enseguida, Teresita. Que te conozca, que
te vea, que te dé el primer papel dramático de la obra en provincias, para que la traigas ya hecha
aquí. Con el permiso de usted, don Agustín, y usted perdone que...
DON AGUSTÍN.—Usted es la que ha de perdonar que la hayamos molestado en balde. Adiós,
Teresita, hermosura...
TERESITA.—Adiós, don Agustín...
DON AGUSTÍN.—Y mucho cuidado con la mosconería...
DOÑA HORTENSIA (Impetuosa.).—¡No hay cuidado! Me basto y sobro yo sola para ahuyentarla. En
cuanto me ven se asustan, y no vuelven.
DON AGUSTÍN.—Ya se nota, ya, que es usted una mujer de carácter.
DOÑA HORTENSIA.—¿Que si lo soy...? No lo sabe usted bien; que se lo pregunten a mi marido, que
está en América. Yo, don Agustín, no le temo ni al hombre cañón 5 y, cuando llega el caso, me
crezco más que un toro bravo.
DON AGUSTÍN.—Se ve, señora, se ve.
DOÑA HORTENSIA (Tomando a TERESITA por un brazo.).— Vamos, niña, vamos aprisa, antes que
se vaya ese hombre... Que te conozca Pérez, que te vea Pérez...
TERESITA.—Voy, tía, voy.
DOÑA HORTENSIA (Empujando 0{ la sobrina hacia la puerta.).—Vamos corriendo. Hay que tener
iniciativa. Que te conozca, que te vea. Abur, don Agustín.
TERESITA.—Adiós, don Agustín.
DON AGUSTÍN (Inclinándose.).—A los pies de ustedes. Ustedes lo pasen bien.
DOÑA HORTENSIA.—Que te conozca, que te vea, que te vea... (Vanse ambas. DOÑA HORTENSIA sale la
última, dando un portazo.)

ESCENA QUINTA (DON AGUSTÍN, solo. Después PORTERO.)

DON AGUSTÍN.—¡Qué ciclón! ¡Cuidado con la tía! Es toda una tía. (Va a una mesita, ante la que se
sienta, preparando papel para escribir a máquina. Llaman a la puerta.) Adelante.
PORTERO (Entreabriendo la puerta, quitándose la gorra y mostrando un paquete de papeles.).—Los
retratos, programas y anuncios de mano de Pigmalión.
DON AGUSTÍN.—Déjelos ahí, en la mesa.
PORTERO (Entrando y obedeciendo.).—Está el de la cartelera.
DON AGUSTÍN.—Que espere.
PORTERO.—Muy bien.
DON AGUSTÍN.—¿Ha venido don Olegario?
PORTERO.—Aún no. ¿Quiere usted algo?
DON AGUSTÍN.—Nada. (Vase el PORTERO. DON AGUSTÍN sigue arreglando el papel de la máquina. Otro
silencio. Ábrese de nuevo la puerta y entran DON LUCIO y DON JAVIER.)

ESCENA SEXTA (DON AGUSTÍN y los dos empresario^?

DON JAVIER.—¡Hola!
DON LUCIO.—¿Qué está usted haciendo?
DON AGUSTÍN (Levantándose.)'.—Iba a escribir las cartas que me encargaron ustedes.
DON JAVIER.—Déjelo usted todo, vaya a Contaduría y telefonee al de los anuncios luminosos.
Queremos, desde mañana, cuatro intermitentes y continuos en la Puerta del Sol, cinco en las
Cuatro Calles, dos más en la calle Mayor, y otros dos en la de Carretas, y aquí, en la plaza del
teatro, tres cintas luminosas en la fachada y otra enfrente7.
DON AGUSTÍN.—Nunca se ha hecho un reclamo así. Va a subir el presupuesto una enormidad.
DON JAVIER.—¡No importa! Pigmalión es una mina. En Boston solo ha dado una millonada. En
San Francisco de California, otra...
DON AGUSTÍN.—Ya saben ustedes lo que es Madrid. A las cincuenta noches ha visto ya todo el
mundo ese espectáculo, y a precios caros, no sé si...
DON LUCIO.—Se trata de un acontecimiento mundial y hasta científico.
DON JAVIER.—Una cosa nunca vista. Pigmalión ha hecho el hombre artificial 8. Telefonee usted lo
dicho.
DON AGUSTÍN.—Lo que ustedes quieran. He visto a Ponzano y...
DON JAVIER.—Sí, sí, ya sabemos, ya. ¡Nada! Entre Ponzano y Miranda, Ponzano. Damos preferencia al
género cómico, de acuerdo con los de provincias.
DON LUCIO.—Sólo que Ponzano pasa ya de lo cómico.
DON AGUSTÍN.—Abusa de las toninadas9.
DON LUCIO (A DON JAVIER.).—Ya verá usted cómo Miranda nos pone en ridículo en la Prensa. Tiene
muchos amigos, un gran nombre...
DON JAVIER.—Me importa un comino a mí el ridículo y el nombre de Miranda. ¡Pesetas, pesetas!
DON LUCIO.—A eso estamos.
DON JAVIER.—Además, después de traer a Pigmalión, nuestro nombre de empresarios queda a gran
altura. (Volviéndose hacia DON AGUSTÍN.) ¿Y don Olegario?
DON AGUSTÍN.—No lo he visto. Es raro que no esté aquí ya.
DON LUCIO.—-¡Un día como hoy! ¡También lo toma con calma! Telefonee usted lo convenido. Ultimo
precio. Que venga uno de la casa.
DON AGUSTÍN.—Sí, señor... Ah, se me olvidaba. La Gómez Pintado, que se va de la compañía porque no
está conforme con el repertorio de provincias. Ella quiere hacer arte.
DON LUCIO.—Que se vaya, hombre. ¡Buen viaje!
DON JAVIER.—Sí, hombre. Actriz dramática; guapa, pero dramática. No perdemos nada con que se vaya.
DON LUCIO .—También tiene gracia que la Pintado quiera hacer arte, con dos niños, marido con botica
abierta, y el cuarto hecho siempre una prendería.
DON AGUSTÍN.—Toma, y se pasa las horas haciendo crochet, zurciendo los calcetines de sus crios, y
hasta citando aquí a la lavandera para apuntarle la ropa, y al mayorcito para repasarle las lecciones.

DON JAVIER.—Le digo a usted que...


DON LUCIO (A DON AGUSTÍN.).—Vaya usted, vaya y telefonee. Hábleles de rebaja. Que venga uno de
casa.
DON AGUSTÍN.—Voy al momento. (Sale rápido.)

ESCENA SÉPTIMA (DON LUCIO y DON JAVIER.)

DON LUCIO (Sentándose ante el escritorio americano, abriéndolo y poniéndose a revolver cartas y
papeles.).—Hay una gran expectación.
DON JAVIER.—Sobre todo, es un tío, ese Pigmalión, que ha dado un dineral en todas partes.
DON LUCIO (Ordenando unos legajos.).—En todas partes, no. En los Estados Unidos nada más.
DON JAVIER (Sentándose en una butaca, después de acercarla al escritorio.).—Hombre, donde ha
actuado. Allí empezó. Créame usted, de allí nos vienen ahora los grandes adelantos.
DON LUCIO (Atando un manojo de cartas.).—Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad,
como cantan en la Verbena10.
DON JAVIER.—¡Qué tiempos aquellos de la Verbena! Entonces sí que se hacían negocios en el teatro.
DON LUCIO.—Y ahora se harían también, si no fuera por lo que nosotros nos sabemos.
DON JAVIER.—Y tal, hombre, y tal. Ya está decidido: el año que viene otro teatro. Este no nos conviene. Muy bo-
nito, muy caro de alquiler, buen sitio, el mejor de Madrid. Un brillante, pero no nos conviene.
DON LUCIO.—Si no tenemos la suerte de dar con ese Pigmalión y de que, por lo que sea, tenga interés en empezar su
excursión por España, salimos mal este año.
DON JAVIER.—Con las manos en la cabeza. Necesitamos un teatro completamente libre.
DON LUCIO.—Naturalmente. Sin un propietario como el duque, que nos imponga el tono del espectáculo.
DON JAVIER.—También es desgracia, hombre, que con lo arrimados a la cola que suelen ser los señoritos, y más los
aristócratas, el duque este, propietario del teatro, haya salido con gustos y aficiones artísticas, y nos dé la lata con
el buen nombre del teatro y el arte dramático y demás zarandajas por el estilo.
DON LUCIO.—Que se haga él empresario y no arriende el local.
DON JAVIER.—De todos modos hay que aguantar al duque ahora, porque puede hacernos un préstamo gordo, si llega
el caso.
DON LUCIO.—Por eso lo soporto. ¡Pues anda, que cuando se entere que nos quedamos con Ponzano y dejamos a
Miranda!
DON JAVIER.—¡Qué tiene él ya que ver en eso! De nuestra compañía en provincias podemos hacer lo que nos dé la
gana, no faltaba más.
DON LUCIO.—Y aquí lo mismo, para eso le pagamos el teatro.
DON JAVIER.—¡Claro, hombre, claro! Esto es un negocio como otro cualquiera.
DON LUCIO.—El decoro artístico está en las pesetas.
DON JAVIER.—Todo está en las pesetas.
DON LUCIO (Accionando con un paquete de cartas en la mano.).—¡Todo! La misma salud no vale nada sin dinero.
DON JAVIER.—Y ese duque, tanto abogar por Pigmalión, y tanto querer ir a recibirlo y mangonear él solo, y aún no
ha venido a darnos cuenta de la llegada. Y don Olegario, también sin venir.
DON LUCIO.—Lo de don Olegario es inexplicable; ése no tenía que ir a recibir a nadie. Ahora, ¡lo del
Duque, no! Toma estas cosas como un pretexto para divertirse.
DON JAVIER.—Claro, con cien mil duros de renta se ven las cosas de otra manera que las vemos
nosotros.
DON LUCIO (Dejando su asiento.).—Si tarda más el Duque nos vamos a ver a Pigmalión al Palace.
DON JAVIER (Poniéndose también en pie.).—Eso estaba pensando. Voy a pedir un coche.

ESCENA OCTAVA

(Los MISMOS y el DUQUE. Entra alborozado, abriendo precipitadamente la puerta del despacho.
Gran presencia, flor en el ojal.)
DUQUE (Descubriéndose. Los empresarios le imitan.).—Buenas tardes, señores.
DON LUCIO.—¡Por fin, duque, por fin!
DON JAVIER.—Nos íbamos ya a ver a Pigmalión.
DUQUE.—Vengo entusiasmado. Desde que llegó Pigmalión esta mañana hasta ahora, salvo el rato que se
separó de mí para quitarse el polvo del viaje, no me he apartado de él. ¡Qué hombre más
extraordinario! Ya verán ustedes, ya. Es un nueVtp Cagliostro11.
DON JAVIER.—¿Un nuevo Ca... qué?
DUQUE.—Un nuevo Cagliostro.
DON JAVIER.—¿Cagliostro? No me suena el nombre.
DON LUCIO.—Ese Cagliostro ¿hizo también muñecos?
DUQUE.—Pero, hombre, no tienen ustedes idea de nada.
DON JAVIER.—Ni falta que nos hace, créame usted.
DON LUCIO.—Díganos, díganos usted de Pigmalión, de éste, del de ahora, que es el que nos importa.
DON JAVIER.—¿Cuándo podremos verlo?
DUQUE.—Viene enseguida. En cuanto vea él mismo cargar sus cajas en la estación y sacar el carro-
automóvil de los muñecos.
DON LUCIO.—¿Y qué? ¿Es un hombre listo, eh?
DUQUE.—¿Cómo listo? Es un portento. Y he tenido una sorpresa agradable; es español.
DON JAVIER.—¿Español?
DON LUCIO.—¡Malo! Interesará menos al público. No conviene que se diga.
DON JAVIER.—Es mejor que sea francés, o alemán, o sueco, lo que sea.
DUQUE.—Habla español con algún acento inglés; poco, y el inglés, lo mismo que un yanqui.
DON JAVIER.—Muy bien. Que no diga que es español hasta último de temporada.
DON LUCIO.—Sí, sí. Estos detalles tienen importancia en nuestro negocio.
DON JAVIER.—Mucha, mucha importancia. Mejor sería que pasara por belga o ruso12
DUQUE.—Por mí, que pase por chino. Salió de aquí muy niño para buscarse la vida, y él sólito ha
realizado el mayor prodigio que se ha hecho en el mundo: crear la criatura humana artificial. Sus muñecos
viven como nosotros. Un portento. ¡Ya verán ustedes!
DON JAVIER.—Sí que es interesante eso.
DUQUE.—Menos mal que le interesa a usted algo fuera de las pesetas.
DON JAVIER.—Es que es desde el punto de vista de las pesetas, precisamente, que me interesa.
DON LUCIO.—Naturalmente.
DON JAVIER.—Usted, duque, como es muy rico no sabe nada de la vida.
DON LUCIO.—¿Ha visto usted algún muñeco de Pigmalión?
DUQUE.—He visto sólo fotografías y escenas de las farsas en muchos periódicos ilustrados
norteamericanos13, pero se me hacían minutos las horas oyendo a Pigmalión, que me dejó embelesado. Es
un verdadero artista, de los pocos que hay; un artista de raza. Un asombro de artista.
DON LUCIO (Con la cara súbitamente alargada por el pánico.).—¡Recontra!
DON JAVIER (Con una desesperación sincera y cómica, yendo a sentarse abatido en un sillón.).—¡Pues nos
hemos lucido!
DON LUCIO (Yendo a sentarse en el sillón cercano.).—¡Anda salero! ¡Nuestro gozo en un pozo!
DUQUE (Que permanece de pie ante ambos.).—Pero ¿están ustedes locos?
DON LUCIO.—No, señor, muy cuerdos.
DON JAVIER.—¿Usted sabe lo que quiere decir un artista?
DUQUE.—Pero, hombre...
DON JAVIER (Desde su sillón, con acento tristísimo.).—Los he sufrido, por desgracia. Me los sé de
memoria, por experiencia. Un artista es siempre un loco o un chiflado, que cree que todo el mundo es
imbécil menos él. Y, si ese artista tiene fama mundial, como Pigmalión, se con vierte en un ser
intratable. La primera vez que se presenta al público, todos los literatos, pintores, músicos y demás
gentecilla sin un real, que son el tifus y el engorro de los teatros, la nube de langosta del negocio, to-
dos esos señores se apoderan del escenario y rodean al debutante, y chillan y alejan a todo el mundo
con sus voces. Y, a los tres días, no viene nadie al teatro, ni ellos mismos, aunque no les cueste nada el
espectáculo. Se contentan con chillar en los cafés, hablando de lo que han visto, y nosotros, los
empresarios, pagamos muy caro, carísimo, al artista y a su arte.
DON LUCIO (Al que se puede ahorcar con un cabello.).—¡Y tan caro! A veces nos cuesta cerrar el teatro.
DON JAVIER.—Es lo que nos faltaba, después de la temporada reciente de Miranda y los dramas de
Bermúdez.
DUQUE.—Bermúdez es de las dos o tres glorias nacionales, verdad, que tenemos en todo el país.
DON LUCIO.—Sí, señor, sí; una gloria grandísima; pero, con la gloria nacional, no pagamos lo que
nos cuesta subir el telón.
DON JAVIER.—No admiten gloria en el pago de las facturas.
DON LUCIO.—El viejo ese, Bermúdez, con toda su gloria, nos cuesta más de cien mil pesetas en lo
que va de temporada.
DUQUE (Yendo al diván, en el que se sienta.).—¡Son ustedes dos hombres magníficos!
ESCENA NOVENA

(Los MISMOS y DON OLEGARIO, un señor ordinariote, viejo, con cara simpática y de buena
persona. Después PORTERO.)

DON OLEGARIO (Empujando la puerta y descubriéndose pausadamente.).—Buenas tardes, señores.


¡Quietos! No se levante nadie.
DON JAVIER.—¡A buena hora!
DON LUCIO.—¡Lo ha tomado usted con tiempo!
DUQUE.—Viene usted oportunamente.
DON OLEGARIO.—¿Ha llegado Pigmalión?
DON LUCIO.—Sí, señor. Ha^Jlegado, por desgracia.
DON OLEGARIO (Alarmadisimo y lleno de sorpresa, fijándose en la cara de sus dos consocios.).—
¿Cómo por desgracia? ¿Qué pasa?
DON LUCIO (Levantándose con aire mustio, yendo despacio hacia DON OLEGARIO y habiéndole
cerca del oído.).— Pasa..., pasa, que Pigmalión es un artista.
DON OLEGARIO (Con súbito sobresalto.).—¡Rediós!
DON JAVIER (Desde su butaca, con acento de melancolía.)-— Por lo menos el señor duque nos los
asegura.
DUQUE (Desde el diván, con voz tonante.).—¡Sí, señor, lo aseguro!
DON LUCIO.—Ya lo oye usted, don Olegario. (Vuelve contristado a su sillón.)
DON JAVIER (Dejando a su vez el asiento, yendo a DON OLEGARIO, en actitud desesperada.).—¡Entérese
usted, hombre! ¡Y usted sin venir! ¡Vaya tomando estas cosas con calma! (Torna a su butaca, con aire
tristísimo.)
DON OLEGARIO.—¡Demonio! (Queda él solo, en pie, en medio de la estancia. Todo su rostro parece
escurrírsele y caérsele flácido. El DUQUE, desde el diván, lo observa regocijado. Reina un silencio trágico.
Rompiendo el silencio en un tono desolado.) ¡Cuando se entere mi Chichita! ¡Ella, que esperaba un gran
negocio con Pigmalión, y hacer un viaje de seis meses, tirando el dinero!
DON LUCIO.—Pues ya puede usted ir dando el disgusto a Chichita; que se despida del viaje.
DON JAVIER.—El que va a viajar pronto, como no guste aquí, es Pigmalión.
DON OLEGARIO.—Me planta Chichita.
DUQUE.—¡Mejor, hombre! En la variedad está el gusto, don Olegario.
DON LUCIO.—La sustituye usted por otra.
DUQUE.—Eso. Lleva usted ya dos años de Chichita. Demasiada Chichita14. Sustituyala usted.
DON OLEGARIO.—Es una chica insustituible para mí, y haciendo negocios como el último que hemos
hecho con Miranda, menos sustituible aún. Por supuesto que ese Bermúdez tiene su parte. En cuanto
llega una obra suya me pongo a temblar. ¡Adiós mi dinero!
DON LUCIO.—Ese Bermúdez es iettatore, y trae la mala pata para toda la temporada15.
DON OLEGARIO.—Lagarto, lagarto.
DUQUE.—Todo esto es delicioso. Ustedes, los empresarios al uso, son los únicos negociantes que
desconocen la mercancía que negocian: el arte.
DON JAVIER.—No nos hable usted ya más del arte, por Dios.
DON OLEGARIO.—Chichita es la única amiga artista de veras que he tenido, y me está costando un
ojo de la cara.
DUQUE.—Sí que es la más cara de todas.
DON JAVIER (Irritadísimo.).—Chistes no, por todos los clavos de Cristo, y en esta ocasión, menos.
DON OLEGARIO.—También podía haberse hundido el barco que traía a Pigmalión con él, con todo
el pasaje, y con todos los pajoleros muñecos de la porra.
PORTERO (Abriendo la puerta.).—El señor de Pigmalión.
DUQUE (Poniéndose en pie.).—Que pase, que pase inmediatamente.
DON OLEGARIO, DON LUCIO y DON JAVIER (A una.).—¡Pigmalión! (Levantándose también los
dos.)
DUQUE.—Que entre, que entre enseguida.
PORTERO.—Está bien. (Vase.)

ESCENA DÉCIMA

(Los MISMOS y PIGMALIÓN. ES un hombre de mediana edad, de aspecto aún joven; cara
afeitada, interesantísima. Ojos escrutadores y vivos. Viste traje oscuro y usa monóculo grande, con
circulo de concha.)

PIGMALIÓN (Entra saludando, quitándose el flexible16.


Avanza unos pasos. Gran soltura de ademanes. Castellano
corriente, con un ligerísimo acento exótico.).—Señores,
muy buenas tardes.
DUQUE (Efusivo, yendo hacia él.).—¡Admirable, Pigmalión! Le debo a usted unas horas inolvidables.
PIGMALIÓN.—Muy amable, es usted muy amable.
DUQUE.—Aquí tiene usted a los empresarios. No han ido a recibirle por culpa mía. Deseaba verle a
usted yo solo, primero.
PIGMALIÓN (Inclinándose ante los tres consocios.).—Tanto gusto, señores.
DUQUE (Presentando.).—Don Olegario Andrade, don Lucio Ibáñez, don Javier Talavera.
DON JAVIER (Yendo hacia PIGMALIÓN y alargándole la mano.).—¿Qué tal está usted?
PIGMALIÓN (Estrechando la mano.).—Bien, bien, muchas gracias.
DON LUCIO (Acercándose también a PIGMALIÓN, con la mano extendida y con esa amabilidad
campechana, bastante ordinaria, muy al uso entre ciertas gentes.).—¿Y la familia?
PIGMALIÓN.—No tengo más familia que mis muñecos.
DON OLEGARIO (Dándole también la mano.).—Celebro mucho conocer a usted.
PIGMALIÓN.—Igualmente, señor.
DUQUE.—Aquí los tiene usted, Pigmalión, contrista-dísimos desde que les he dicho que es usted un ar-
tista.
PIGMALIÓN (Con cierta ligera zumba en el tono.).—Es natural, no lo habrán creído. Hay tan pocos
verdaderos artistas.
DON LUCIO.—A Dios gracias, y perdónenos usted la franqueza.
DON JAVIER.—El negocio es el negocio.
DON OLEGARIO.—¡Y tal! Si hubiese muchos artistas habría muy pocos empresarios.
DON LUCIO (Precipitadamente.).—Vamos ahora a lo más importante. ¿Cuándo podremos ver sus
muñecos?
DON JAVIER.—¿Qué calcula usted, hablando en comercio, que pueden dar de sí, en un teatro como éste,
sus muñecos?
DON OLEGARIO (Quitando la palabra a su consocio.).— ¿Cuántas representaciones de éxito han resistido
en otros teatros?
DUQUE.—Nos aturden ustedes, señores. Calma, calma.
PIGMALIÓN.—Señores, el dinero que den mis muñecos me tiene muy sin cuidado.
DON JAVIER (Tragando saliva.).—¿Sin cuidado, dice usted?
PIGMALIÓN.—Absolutamente sin cuidado. (Unapausa. Caras de angustia en los tres empresarios, que se
miran mohínos y cariacontecidos.)
DON LUCIO (Bajo, a DON JAVIER, como si le barrenasen dentro las entrañas.).—¡Tenía razón el
Duque! ¡Es un artista!
DON JAVIER (En el mismo tono, a DON LUCIO.).—¡Ay, sí! ¡Sólo un artista puede decir necedades
semejantes!
DON OLEGARIO (Rápido y aparte a sus dos compañeros.).— ¡Nos han clavado!
PIGMALIÓN (Mirando al DUQUE maliciosamente, y dándose perfecta cuenta de la que sucede.).—Lo que
me importa de mis muñecos, señores, ya se lo he dicho al Duque, son ellos mismos, su vida, única
hasta ahora entre muñecos, más interesante que la de muchos hombres. Ya se convencerán ustedes.
DON LUCIO.—Si no ganase usted dinero, no podría usted viajar, ni perfeccionar sus muñecos, ni
cultivar su reclamo, ni llevar esa vida de príncipe que usted lleva.
DON OLEGARIO.—Eso; sin dinero, no tendría usted ni muñecos.
DUQUE.—Como no tendría usted a Chichita.
PIGMALIÓN.—Señores, desde luego les puedo asegurar a ustedes que cuando, hace años, construí el
primer muñeco, con el auxilio de un pobre obrero mecánico, yo estaba en la más negra de las
miserias, y ni entonces ni ahora, que gano sumas fabulosas sin darme cuenta, tuvo para mí
ningún valor el dinero; la riqueza, sí, pero el dinero, créanme ustedes, de todas las cosas que ha
hecho el mundo es la que vale menos.
DON JAVIER (Quedo a DON LUCIO, mirándole como un carnero cuando lo degüellan.).—¡Está loco!
DON LUCIO.—¡Y tanto! ¡Es un gran artista, indudablemente! (A PIGMALIÓN.) En resumidas
cuentas, señor de Pigmalión, ¿cuándo se fija el debut?
PIGMALIÓN.—Pasado mañana.
DON OLEGARIO.—¿Cuándo podemos nosotros ver funcionar los muñecos?
PIGMALIÓN.—Mañana por la noche.
DON OLEGARIO.—Perfectamente.
DUQUE.—Pero estamos todos de pie. Sentémonos. (Torna a su diván.)
DON LUCIO.—Perdone usted, señor de Pigmalión, si no le hemos dicho...
DON JAVIER.—El natural interés del negocio.
PIGMALIÓN.—Yo, si ustedes me lo permiten, prefiero estar de pie.
DON LUCIO.—Como usted guste. Está usted en su casa. Sentémonos nosotros. (Va otra vez a sentarse ante
el escritorio. DON JAVIER y DON OLEGARIO se acomodan en su correspondiente sillón.)
DON JAVIER.—De modo que pasado mañana sin falta...
PIGMALIÓN.—O el otro...
DON LUCIO.—¿Qué es eso del otro? Necesitamos saberlo con fijeza absoluta.
PIGMALIÓN.—No se preocupen ustedes de eso ni del negocio.
DON LUCIO (Levantándose alarmado.).—¿Cómo que no nos preocupemos...?
DON JAVIER (Poniéndose también en pie).—¿Quién se va a preocupar si no?
DON OLEGARIO (Imitándoles.).—Estas son cosas muy serias, señor de Pigmalión.
DUQUE (Recostándose más en el diván.).—¡Buena la ha hecho usted diciéndoles eso!
PIGMALIÓN.—Sosiégúense ustedes, señores, y siéntense. Yo me comprometo, desde ahora, a ser yo solo
empresario a todo evento, y les subarriendo a ustedes el teatro con prima, si ustedes quieren.
DON LUCIO (Radiante, dejándose caer en su silla.).—Ve usted, eso ya es interesante. Así se tratan los
negocios, poniéndose en terreno firme.
DON JAVIER (Tornando a sentarse, también satisfecho.).—De ese modo puede usted debutar cuando guste.
DON OLEGARIO (Sentándose con idéntica satisfacción.).— Antes de decidir nada, hay que pensarlo un
poco.
DUQUE.—Si arrienda usted el teatro a estos señores, yo quiero ser empresario con usted.
PIGMALIÓN.—Como usted quiera. La utilidad ya no me importa. El dinero es una cosa tan tonta que hasta
se deja ganar muy fácilmente por unos muñecos. ¡Cuantos hombres, menos inteligentes que mis
fantoches, han conseguido fortunas grandes! Lo que se da tan fácilmente a necios y a muñecos no puede
valer mucho.
DON LUCIO.—Pero, ¿tanto han dado los muñecos de usted?
PIGMALIÓN.—En los pocos años que los paseo por el mundo, me han hecho varias veces
millonario.
DON LUCIO (Con los ojos muy abiertos, escapándosele, a su pesar, la palabra.).—¡Jinojo!
DON JAVIER.—Pero, ¿tanto tienen esos muñecos de particular?
DUQUE.—Sí, Pigmalión, dígales usted.
PIGMALIÓN.—Con mucho gusto. Es de lo que prefiero hablar. Lo que más me interesa de todo en el
mundo son mis muñecos. Yo los inventé entre anhelos y fiebres, y ahora que viven y asombran
cual un prodigio desconocido hasta el presente ellos me poseen a mí, a su creador, y en lugar del
amo, he pasado a ser el esclavo de mis juguetes.
DON JAVIER.—¿Cómo le da usted solo cuerda a tanto muñeco?
PIGMALIÓN.—Mis muñecos, como nosotros, tienen cuerda perpetua hasta que se deshagan del
todo.
DON LUCIO.—¿Cómo? ¿No se estropean esos muñecos?
PIGMALIÓN.—Se estropean como nosotros nos ponemos enfermos. Yo los arreglo, pero cuando la
compostura es grave hay que destruir el muñeco y hacer otro. Se acaban como los seres vivos.
DON OLEGARIO.—Es increíble.
PIGMALIÓN.—Logré infundirles tal vida que necesito sujetarlos, vigilarlos y conducirlos bien.
Sospecho que, a veces, en la soledad, salen de sus cajas y viven a mis espaldas, tramando
diabluras. Además me odian, sobre todo Pomponina; la he construido bellísima, como esas
imaginarias princesas de los cuentos, y tan ligera y vana como una quimera. No es nada y se ha
apoderado de mi vida. Como se enamoró el famoso rey de Chipre, cuyo nombre he tomado, de
la estatua que esculpió, me he enamorado yo de Pomponina. Imposible idear nada más hermoso
ni más frágil.
DON OLEGARIO.—Como mi Chichita.
PIGMALIÓN.—¿Su Chichita es una niña?
DON OLEGARIO (Suspirando.).—¡Ay, no! Es una mujercita que tiene lo suyo, créame usted, tiene lo suyo.
DUQUE.—Y se lleva lo ajeno que es un gusto, ¿verdad, don Olegario?
PIGMALIÓN.—Su Chichita de usted y toda mujer, por hermosa que sea, no puede resistir comparación con
Pom-ponina. Para construirla escogí y reuní las más puras formas que imaginaron los hombres, y es
toda ella de un hechizo tal que una mujer a su lado resulta algo grosero.
DON OLEGARIO.—¡Caray, caray!
DUQUE.—Hay que ver al momento esa Pomponina.
DON LUCIO.—A ver si nos resulta usted, con sus muñecos, un guasa de ésos de marca, y usted perdone la
expresión.
PIGMALIÓN.—Ustedes juzgarán. Me siguen muchos enamorados, como yo, de Pomponina. La escolta de
excéntricos que va detrás de mis muñecos en sus viajes es tanta que ella sola llenará este teatro y todos
los teatros donde yo vaya, y no cabrá toda. Yo mismo, pues, sin quererlo, traigo el público a mis
empresarios de Europa.
DON LUCIO.—¡Rejinojo!17
DON JAVIER.—Por ahí debía usted haber empezado.
DON OLEGARIO.—De esa manera, llenando los teatros, se puede ser lo que se quiera, incluso artista.
PIGMALIÓN.—Yo no puedo suplicar a Venus 18, como el auténtico Pigmalión, que anime a Pomponina,
cual animó a la famosa estatua, porque mis muñecos y todos sus compañeros son ya seres animados,
vivos, y pasarían por personas verdaderas si no fueran conmigo.
DON LUCIO.—¿Y qué representan los muñecos de usted?
PIGMALIÓN.—Farsas cómicas19, la mayor parte.
DON LUCIO (Entusiasmado.).—¿Cómicas? Pero, ¿cómicas de verdad?
DON JAVIER.—¿Verdaderamente cómicas?
PIGMALIÓN.—Completamente cómicas.
DON OLEGARIO.—¡Vuelve a salir el Sol para nosotros!
DON JAVIER.—Como que en lo cómico está el dinero.
DON OLEGARIO.—¡Claro! Al teatro va la gente a divertirse, no a llorar.
DUQUE.—Desde que ando por el mundo, vengo oyendo esa frase a todos los tontos que he
encontrado por ahí.
DON OLEGARIO.—Yo no me incomodo porque me llame usted tonto.
PIGMALIÓN.—Mis muñecos son, en su mayoría, grotescos. Tipos populares españoles. Alguno de
ellos, de cuidado, se me creció entre las manos cuando lo hacía, pero Pomponina, sobre todo, y
las otras muñecas de su acompañamiento, luego, son el trasunto más acabado de la hermosura
femenina y terrenal.
DON LUCIO.—Que lleva usted un harén consigo, vamos.
PIGMALIÓN.—Con la ventaja de que no hay que mantenerlo.
DON JAVIER.—Al contrario, le mantiene a usted su harén.
DON OLEGARIO.—Caray con el tío lo que lleva.
PIGMALIÓN.—Lo que llevo es una gran tristeza conmigo mismo. Estoy locamente enamorado de
una muñeca, como tantos hombres, sólo que ellos no saben que adoran una muñeca, y yo sí lo
sé.
DON JAVIER.—Si no supiésemos quién es usted, creeríamos que estaba usted loco.
PIGMALIÓN.—Voy camino de estarlo. Dios me castiga por haber querido meterme en su oficio.
Idolatro a Pompo-nina. Muchos de mis muñecos la codician.
DUQUE.—¿Cuándo veremos a esa Pomponina?
PIGMAÜÓN.—Pronto la verá, desgraciadamente para usted, y, en cuanto la vea, la simpatía que me tiene
se trocará en odio.
DUQUE.—Demontre, Pigmalión...
PIGMALIÓN.—Ya sabe usted cómo hice mis muñecos.
DON LUCIO.—Hombre, cuéntenos usted a nosotros...
DUQUE.—Sí, cuénteles usted, es interesantísimo. Verán ustedes...
DON JAVIER.—Somos todo oídos. (Escúchanle atentos.)
PIGMALIÓN.—Cuando niño vi aquí, en Madrid, casualmente, en la colección particular de un inglés muy
rico, unos muñecos antiguos de palo, maravillosos, construidos por aquel célebre Juanelo20, relojero de
Carlos V, y por Vaucanson21. Esos autómatas se movían y andaban de un modo perfecto. Me
impresionaron hondamente. Luego, como si fuese mi destino que me los pusiese delante, tuve ocasión de
ver muñecos japoneses y chinos, carátulas prodigiosas y dos muñecas hechas por Lafitte Daussat 22 que
eran una acabada imitación de la mujer. Salí de España, y en Nuremberg, esa Jauja infantil donden se
crean tantos juguetes23, me interesé por la fabricación de los fantoches; pero un día, viendo en un museo
caretas de Debureau, caras descoloridas de Pierrot24, con las ventanas de la nariz dilatadas; caretas de
bronce del Japon y de madera laqueada; máscaras de la comedia italiana25, unas de cera pintada, otras de
seda, y algunas de gasa extendida sobre hilos de alambre; caretas de Vene-cia, con expresión enigmática;
un verdadero compendio, en fin, de histrionismo hiriente y heterogéneo, un mundo de muecas, de
geniales deformaciones plásticas... Viendo todo eso, nació en mí la idea de crear artificialmente el actor
ideal, mecánico, sin vanidad, sin rebeldías, sumiso al poeta creador, como la masa en los dedos de los
escultores...
DUQUE.—Estupenda ocurrencia. Se cambiaría el teatro completamente.
PIGMALIÓN.—Luego, leyendo la Enciclopedia de Edimburgo, fui más lejos en mi propósito, y me tentó el
deseo de sobrepujar a la mecánica y producir muñecos-criaturas, de un barro sensible y complicado
como el humano.
DUQUE (Con la mirada fija sólo en PIGMALIÓN, pendiente de sus palabras.).—¡Atrevida idea!
PIGMALIÓN.—Muchos la han tenido; yo sólo la he realizado, y pienso llegar a más: crear algo mejor que
el hombre26.
DUQUE.—¡Demonio!
PIGMALIÓN.—Me anima a ello el resultado de mi primer ensayo. Mis muñecos tienen por dentro arterias,
nervios, visceras y hasta un jugo que hace las veces de sangre. (Los tres empresarios vanse quedando
beatíficamente inmóviles, acariciados por un sopor incipiente.) Ante el cadáver, penetrándolo con los ojos ávidos,
años y años bosquejé mi plan. He buscado las materias mejor combinadas para mi objeto, las más dináminas,
algunas rarísimas y desconocidas aún, y empecé a crear mis figuras. Todas ellas tienen radium21, láminas
imantadas de un acero especial, combinado y sensibilizado por mí. (Los empresarios comienzan a dormitar,
cabeceando ligeramente.^ Todas ellas tienen red complicadísima de fibras textiles, elaboradas en años de
rebusca y angustia; corazones vivos, contráctiles, auténticos, sacados de animales y puestos de modo que...
(Se oye un ronquido fuerte de DON OLEGARIO, ya completamente dormido.)
PIGMALIÓN (Mira a los empresarios, interrumpe instantáneamente su discurso y dice al DUQUE,
bajando la voz.).— ¡Se han dormido!
DUQUE (Levantándose, va de puntillas a PIGMALIÓN, y le dice también quedamente.).—Psss...
Venga usted conmigo. Me lo seguirá usted contando fuera. Me interesa tanto lo que usted dice
que me da fiebre.
PIGMALIÓN.—Yo hace años que tengo fiebre continua. (Percíbanse ya los ronquidos secos y mezclados de
los tres empresarios que, dormidos completamente, dan cabezadas tremendas, como si compitiesen para ver
quién las da mejor y más rápidas.)
DUQUE (Sigue hablando en tono bajo.).—Ya lo ve usted, en cuanto se humaniza y les dice algo de
verdadero interés, se duermen.
PIGMALIÓN (También con voz apagada.).—Es natural.
DUQUE.—Del mundo vario, de toda la obra del universo entero, no les preocupa más que el libro de caja,
las pesetas y su taquilla.
PIGMALIÓN.—¿Qué quiere usted que les preocupe? De su taquilla viven. Son como mis actuales
muñecos. Dan de sí aquello que tienen. Cada hombre no puede ser más que como lo forjaron.
DUQUE (Cogiendo del brazo a PIGMALIÓN y conduciéndolo despacio a la puerta, andando con cuidado para
no hacer el menor ruido.).—Convendrá usted en que éstos son muy brutos.
PIGMALIÓN (Dejándose conducir.).—Están dentro de su papel. En todas partes, salvo alguna rara
excepción, suelen ser igual sus colegas.
DUQUE.—¿Tan brutos como éstos?
PIGMALIÓN.—O más. Cada oficio tiene su fatalidad. (Salen ambos calladamente. DON LUCIO, DON
JAVIER y DON OLEGARIO prosiguen durmiendo, roncando y cabeceando furiosamente. Cae despacio el
telón.)

FIN DEL PRÓLOGO

ACTO PRIMERO
(En el fondo y a los lados, cortinas de entonaciones oscuras, caídas en pliegues amplios. Por techo, también tela
plisada, del mismo color. Arrimadas a las cortinas del centro, nueve cajas altas, pintadas de un crema claro, lo
bastante anchas para dar cabida a un muñeco del tamaño de una persona de estatura corriente. A cada lado,
arrimadas también a las telas, cuatro cajas más, iguales. Todas ellas muy cuidadas, parecen nuevas, resaltan en lo
oscuro de las telas y llevan en medio de la tapadera (que es como una puerta practicable), y en un sitio muy visible,
dos letreros grandes, que pueden leerse fácilmente. Arriba, uno que dice: «¡Ojo! ¡Frágil!», y más abajo, casi en el
centro, el nombre del muñeco que encierra la caja. En la de POMPONINA, en lugar de «¡Ojo!» se leerá: «¡Mucho
ojo!» y, en vez de «¡Frágil!», «¡Fragilísima!», y en la de las cuatro muñecas, en lugar de «¡Frágil!», se pondrá:
«¡Muy frágil!». Las cajas llevarán este orden: centro, POMPONINA; derecha de la caja de POMPONINA, caja de
LUCINDA, MARILONDA, DON LINDO y PERIQUITO ENTRE ELLAS; izquierda de la caja de POMPO-NINA, cajas de
CORINA, DONDINELA, BERNARDO, EL DE LA ESPADA, y AMBROSIO, EL DE LA CARABINA. Lado derecho, primer
término, caja de JUAN EL TONTO; siguen la del CAPITÁN ARAÑA, PERO GRULLO y MINGO REVULGO. Lado izquierdo,
primer término, caja de PEDRO URDEMALAS; siguen las del ENANO DE LA VENTA, el Tío PACO y LUCAS GÓMEZ.
Sólo una claridad tenue ilumina suavemente telas y cajas. Soledad completa.)

ESCENA PRIMERA

(Los tres empresarios, que entran por la izquierda, muy al primer término, en la línea del telón.
Llevan abrigo y sombrero puesto. Después CONSERJE.)

DON LUCIO.—Aún no ha llegado Pigmalión.


DON JAVIER.—Ni el Duque.
DON OLEGARIO (Mirando su reloj.).—Son hombres puntuales. No tardarán.
DON LUCIO (Andando hacia atrás y llegando hasta cerca de las candilejas, para ver el efecto de las cajas,
que resaltan en lo sombrío de las telas.).—No puede ser más sencilla la escenografía29.
DON JAVIER (Imitando a DON LUCIO.).—Sí, muy simple.
DON OLEGARIO (Yendo junto a sus compañeros y observando con ellos las cajas y las telas.).—Esa
costumbre de Pigmalión de poner las comedias con unas cortinas por todo decorado no deja de ser una
ventaja económica.
DON LUCIO.—Sólo que una cosa es una decoración para muñecos y otra para actores de verdad.
DON JAVIER.—Pues Pigmalión dice que sus muñecos son más eminentes representando sus farsas que
todos los actores del mundo.
DON OLEGARIO.—Bueno, eso es lo que dice Pigmalión.
DON LUCIO.—Ya vendrá luego el Tío Paco con la rebaja.
DON JAVIER (Mirando a las cajas.).—Ahí debe estar el Tío Paco. (Señalando la caja del muñeco.) ¿No
leen ustedes?
DON LUCIO (Leyendo.).—Sí. Ojo: «Frágil. El Tío Paco». (Va a la caja del aludido. Sus dos compañeros le
siguen. Examinando la caja, tocándola y golpeándola suavemente.) ¿Qué hay, Tío Paco?
DON JAVIER.—Mire usted que si contestase ahora.
DON OLEGARIO.—¡Qué susto!
DON JAVIER.—Tengo ganas de ver esos muñecos.
DON LUCIO.—Y yo. Son cosa diabólica, por lo visto30. (Se oye un chirrido destemplado.)
DON OLEGARIO (Dando un respingo.).—¿No oyen ustedes?
DON JAVIER.—Sí; un ruido en esa caja. (Señalando a la de LUCAS GÓMEZ, junto a la del Tío PACO,
y aplicando el oído a ella. Los otros dos escuchan también. Pausa.)
DON LUCIO.—Será algún muelle o tornillo del muñeco que se habrá aflojado.
DON OLEGARIO (Tratando de abrir la caja y zarandeándola.).—Nada, ya no se oye nada.
DON JAVIER (Deteniendo a DON OLEGARIO.).—¡Pssi, cuidado! ¿Qué hace usted, hombre? ¡Deje
usted eso!
DON LUCIO.—Que se estropee el muñeco y no haya mañana debut, y tengamos que devolver el
dinero, con el teatro todo vendido ya para diez días.
DON JAVIER.—Nos lucíamos.
DON OLEGARIO.—No digan ustedes nada a Pigmalión. ¡Con lo que nos ha encargado que no
toquemos las cajas!
DON JAVIER.—¡Qué le hemos de decir, hombre!
DON OLEGARIO (Mirando una caja, por entre las junturas.).—Todo esto es muy escamante.
CONSERJE (Gorra en mano, entrando por donde antes los empresarios.).—Don Agustín telefonea que
ha salido la compañía para Valencia, y que, si no lo necesitan ustedes, no vendrá esta noche
porque está un poco acatarrado.
DON JAVIER.—Bueno, que no venga.
DON OLEGARIO.—Cúbrase, García, cúbrase. (El CONSERJE obedece.)
DON LUCIO.—¿Está arriba el contador?
CONSERJE.—Sí, señor; están todos los de Contaduría. ¿Quiere usted algo?
DON LUCIO.—Nada. Ya subiré yo luego.
CONSERJE.—Está bien. (Vase, volviendo sobre sus pasos.) Ah, se me olvidaba. Ha dicho el señor
Pigmalión que si oímos ruidos en las cajas que no nos preocupemos (Acentuando mucho las sílabas),
que al menor cambio de temperatura, o a la más levísima oscilación del suelo, cruje la maquinaria
complejísima que hay dentro.
DON JAVIER.—¡Caramba, García, desde que ha oído usted los dramas de Bermúdez, todas las noches está
usted hablando que ni Castelar!
CONSERJE.—Todo se pega, don Javier; pero para hablar bien, Pigmalión. ¡Qué tío!
DON JAVIER.—Bien, García, bien. Tráigase unas sillas.
CONSERJE.—Ha dicho Pigmalión que no quiere ningún objeto ni asiento en el escenario.
DON JAVIER.—Ah, si lo ha dicho Pigmalión, nada. Pigmalión manda. (Vase el CONSERJE.)
DON OLEGARIO (Sacando el reloj.).—Las diez y media. ¡Lo que tardan!
DON JAVIER.—Es raro que...

ESCENA SEGUNDA

(Los tres empresarios y el DUQUE y PIGMALIÓN, también por la izquierda, primer término.)

DUQUE (Saludando alegremente al entrar.).—Buenas noches.


PIGMALIÓN.—Hola, señores.
DON LUCIO (Yendo hacia ellos, presuroso.).—¿Por qué han tardado ustedes tanto? (Apretones de manos?)
DON OLEGARIO.—Como no permite usted la entrada a nadie esta noche en el teatro, ni a nuestras
familias, nos aburríamos ya.
PIGMALIÓN.—Con la familia se hubiesen ustedes aburrido más. Tengo costumbre de anticipar sólo a la
empresa la vista de mis muñecos.
DON JAVIER.—A ver si por fin los vemos.
DON LUCIO.—Estamos en una tensión nerviosa tremenda desde que ha llegado usted.
DUQUE.—Nos consume la impaciencia.
PIGMALIÓN.—Pues nada, ahora la satisfarán ustedes.
DON OLEGARIO.—¡Gracias a Dios!
PIGMALIÓN.—Primero les enseñaré los muñecos. Después las muñecas. Unas meras presentaciones
sólo. Hasta la función no los verán ustedes trabajar en las tres primeras farsas de mi invención, ya
anunciadas en el cartel de mañana.
DON JAVIER.—¿No podían adelantarnos alguna escenita de conjunto, por ejemplo?
PIGMALIÓN.—No, señor.
DON JAVIER.—¿Por qué?
PIGMALIÓN.—Primero, porque para representar la farsa, esas cajas estorban; no están a la vista del
público, y no vale la pena quitarlas ahora. Después, porque a mis muñecos, cuando trabajan, hay
que verlos a distancia y con ojos de niño 31, que es la mejor manera de ver el arte; y luego,
porque se han fatigado mucho, encerrados en sus cajas durante el viaje, y conviene dejarles el
mayor reposo posible.
DON LUCIO.—¡Hombre! ¿Es que se cansan como personas?
PIGMALIÓN.—Lo mismo. Ya les he dicho a ustedes que esos autómatas son más que un prodigio de
mecánica. Son la criatura artificial y el paso más serio que se ha dado para crear los primeros
ejemplares de una humanidad futura, sin los defectos de la actual.
DON OLEGARIO.—¡Recaray!
DON JAVIER.—¿Comen también?
PIGMALIÓN.—Sí. Un alimento especial: esencias, aceites y grasas.
DON LUCIO.—Que cuestan lo suyo, vamos.
DUQUE.—Y el cuerpo, ¿cómo lo tienen?
PIGMALIÓN.—Como el nuestro. Idéntico, desnudo. Y es todavía un remedo del hombre, y por eso me dan
muchos disgustos; pero un día prescindiré de ellos, porque los habré superado.
DUQUE.—Es usted un nuevo Prometeo32.
PIGMALIÓN.—Exactamente. Y quizás me castiguen un día los dioses, como al propio Prometeo.
DON LUCIO (Dando un codazo a DON JAVIER.).—¡Ya empiezan con los nombrecitos!
DON JAVIER.—¡Y qué nombrecitos!
PIGMALIÓN.—Sin haber hecho estos muñecos de ensayo no podría conseguir hacerlos mejor luego.
DUQUE.—Veámoslos ya de una vez.
PIGMALIÓN (Yendo a la caja, primer término derecha, seguido del DUQUE y empresarios.).—Enseguida.
Como he nacido en España, he buscado para mis farsas, según ya dije a ustedes, tipos populares de
estas tierras, equivalentes en todos los países. Mostraré los más sencillos primero. (Sacando una
llavecita del bolsillo.) Comencemos por el tonto.
DUQUE (Leyendo en la caja.).—Juan el Tonto.
PIGMALIÓN.—Eso es. Un idiota maligno, muy maligno, como tantos idiotas que hay por ahí.
DUQUE.—Es verdad. Los tontos suelen ser malignos y malpensados.
PIGMALIÓN.—La tontería casi nunca es generosa. Necedad y mezquindad suelen ser hermanas.
(Metiendo la llave en la caja de JUAN EL TONTO, da dos vueltas. Óyense, a cada girar de la
llave, chirridos agudos y musicales.)
DUQUE.—Querrán ustedes creer que estoy emocionado.
DON JAVIER.—Yo tengo miedo.
DON OLEGARIO.—Y yo.
DON LUCIO.—Es una cosa alarmante tanto aparato.
PIGMALIÓN.—Antes mandaba a mis autómatas sin hablarles, por medio de la celéustica 33; pero en
las farsas, algunos, torpes, se resistían, y opté por la palabra. Les sirvo yo mismo de apuntador.
Apártense ustedes un poco hacia atrás. (Obedecen los cuatro.) ¡Va! (Quitando la llave de la
caja.) Él mismo se abrirá la puerta. ¡Sal, Juan! (Expectación del DUQUE y empresarios. JUAN no
sale.)

ESCENA TERCERA

(PIGMALIÓN, DUQUE, empresarios y los muñecos, que van apareciendo por el orden que se
indica.)

PIGMALIÓN (Imperativo.).—¡Vamos! ¡Haz lo que te mando! ¡Sal! (Se oye un chasquido breve de la
caja de música y, luego, como un rechocar de muelles y herrajes; ábrese rápida la puerta de la
caja, y aparece JUAN EL TONTO, dando dos pasos hacia PIGMALIÓN.)
JUAN.—Cu, cu. (Va vestido como el actor cómico, clásico, del teatro ingenuo de Brocha gorda:
sombrerete chico y ridículo, coloradas las mejilldsy la punta de la nariz; cejas inverosímiles, pelos
lacios, boca puntiaguda, muy roja, afeitado el rostro caricaturesco, chaleco fantástico, pantalón
pintoresco, a cuadros, y bastón grandote y pesado de payaso. DUQUE y empresarios obsérvanle con
gran interés.)
PIGMALIÓN.—Buenas noches, Juan. Saluda a estos señores.
JUAN (Con la cara seria, estúpidamente imperturbable.).— Cu, cu.
PIGMALIÓN.—Es el menos complicado de todos. No habla. Sólo dice lo que oyen ustedes. Me bastó
imitar el mecanismo de un sencillo reloj de cuco. Vamos a ir viendo ahora los otros.
JUAN (Balanceándose, abriendo y cerrando los ojos y haciendo muecas.).—Cu, cu.
PIGMALIÓN.—Bueno, cállate ya.
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Yendo hacia él, autoritario.).—¡Silencio he dicho!
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Tirándole de una oreja.).—¡Va a haber solfa! ¡A callar! (JUAN se contrae en un quejido
metálico agudo. Después queda rígido, inmóvil, seriamente cómico. PIGMALIÓN le vuelve la espalda y se
dirige al DUQUE. JUAN saca la lengua y le hace guiños de burla.)
DUQUE (Contemplando al muñeco.).—¡Prodigioso! Saca la lengua como una persona.
DON JAVIER.—Un Toribio completo34.
PIGMALIÓN.—No es un Toribio, es Juan el Tonto nada más.
DON LUCIO.—¡Está muy bien imitado, recaray!
DON OLEGARIO.—¡Muy propio!
PIGMALIÓN (De espaldas al autómata, mirando al rostro de los cuatro para ver el efecto producido.).—Eso
no es nada todavía. Ahora verán ustedes. (Más guiños de burla de JUAN y más sacar la lengua a las
espaldas de PIGMALIÓN.)
DUQUE (Mirando, como los empresarios, asombrada al fantoche).—¡Qué bien juega3 los músculos de la
cara!
DON LUCIO.—¡Pistonudo!
PIGMALIÓN.—Pero ¿qué... qué pasa? (Girándose brusco y sorprendiendo «/TONTO, haciéndole burla.) ¡Ah,
tunante! (Otro tirón de orejas y nuevo chirrido metálico.)
DUQUE.—Finge usted perfectamente la ira.
DON OLEGARIO.—Muy bien combinado todo.
PIGMALIÓN.—¿Cómo combinado? Yo no estoy combinado con mis muñecos. Ese idiota se burla de
mí contra mi voluntad.
DUQUE.—Es usted un gran mímico, Pigmalión.
DON JAVIER.—Da usted el pego estupendamente.
PIGMALIÓN.—Les aseguro a ustedes que soy franco, y no hay tal pego. (Al TONTO.) Si no te estás
quieto y sigues burlándome, iré por la vara de acebuche.
JUAN (Con terror súbito, dilatándosele los ojos de miedo, repite muy aprisa.).—Cu, cu, cu, cu, cu, cu,
cu.
PIGMALIÓN.—Ya lo sabes, conque no te digo más. Y se acabó el cu, cu. (JUAN se pone muy hosco y
solemnemente grotesco.)
DUQUE.—¡Imposible dar más vida a un muñeco!
DON LUCIO.—Muy bien tramado.
PIGMALIÓN.—¡Y vuelta! Les aseguro a ustedes que esto que pasa está fuera de programa y no es
una comedia, sino una realidad. Mis muñecos me odian, me hacen rabiar cuando pueden, y
necesito castigarlos y tenerlos muy a raya.
DON LUCIO.—¡Jinojo, Pigmalión, no nos tome usted más el pelo, hombre!
PIGMALIÓN (Encogiéndose de hombros, desdeñoso.).— ¡Bueno! ¡Crean ustedes lo que gusten!
Dejemos eso. (Echando una mirada a JUAN.) Lo dicho, ¿eh? Veamos los otros. (Introduce la
llavecita en la caja vecina a la del TONTO. Los mismos sonidos agudos y musicales al dar vuelta
en la cerradura.)
DUQUE (Leyendo también en voz alta el letrero de la caja.).— El Capitán Araña. \
DON JAVIER.—A ver córneres el fantoche ese.
PIGMALIÓN (Delante de la caja.).—Este ya habla como los demás. Se resistirán ustedes a creer que son
muñecos. (Apartando con el gesto al DUQUE y a los empresarios, que se echan un poco atrás.) Señor
Capitán, haga usted el favor de salir. (Ábrese la puerta de la caja, aparece el CAPITÁN ARAÑA y, con el
mismo sonido metálico de muelles y herrajes que se mostró el TONTO, sale y avanza unos pasos.
Representa un hombre cincuentón, muy acaricaturado también, vestido con uniforme estrafalario, de una
milicia imaginaria. En cada bocamanga luce tres galones anchos y, encima de ellos, tres estrellas muy
grandes y visibles. Lleva un terrible sable corvo, pendiente de la cintura, media bota, y cuélgale de la
barba una perilla larga, gris y, sobre ella, resaltan unos enormes mostachos del mismo color, agresivos,
prolongados, muy retorcidos y terminados en punta muy afilada, como la de la perfila.)
CAPITÁN (Cuadrándose y saludando militarmente a PIGMA-LIÓN.).—Presente. (Bajando la mano y
dirigiéndose al DUQUE y compañía.) Señores, muy buenas noches. (Queda rígido y quieto como JUAN
EL TONTO.)
DON LUCIO.—¡Recanastos!
DON OLEGARIO.—Habla como nosotros. (Llegándose al CAPITÁN y observándolo muy de cerca.) Parece
mentira que esto sea un muñeco.
PIGMALIÓN.—Hace ya mucho tiempo que están probados y contrastados mis muñecos. Cuando sea
oportuno, los podrán examinar de cerca. Ahora no los molesten ni se aproximen mucho, porque
algunos de ellos tienen mal genio, y pueden ustedes recibir un testarazo.
DON OLEGARIO (Alejándose corriendo del muñeco.).—¡Caray, no!
PIGMALIÓN.—Ahora verán ustedes todo el sexo fuerte de una vez. (Va jugando rápidamente el llavín, en
todas las tapaderas de las cajas de muñecos, sin abrir ninguna puerta. Chirrido musical y metálico a
cada vuelta de llave. El DUQUE y los tres empresarios miran asombrados, ora a las cajas, ora a
PIGMALIÓN, ora a los dos muñecos, que permanecen inmóviles. Cuando ha terminado de hacer girar el
llavín en la última caja de los muñecos del sexo masculino.) Señores, no ya las mejores figuras inanima-
das de cera, del renombrado museo Grevin37 y las fa bricadas por los especialistas del género, figuras
insignificantes como arte imitativo, sino la célebre carroza de Camus38, que divirtió la infancia de Luis
XIV, y el famoso jugador de ajedrez, hecho burdamente de intento, y los asombrosos danzadores de
cuerda de Mael-zel39, y aquel admirable pato construido por Vaucan-son40, pato que comía el grano
que le echaban y se zambullía en el agua como sus semejantes vivos; todos esos prodigios de
mecánica, y los más acabados ensayos conocidos hasta ahora, han dejado de ser una maravilla ante lo
que van ustedes a ver. (Da dos palmadas, dirigiéndose a las cajas.) ¡Salgan ustedes! (Silencio y ex-
pectación. Los muñecos no salen.)
JUAN (Como desgarrando el silencio con su canto.).—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Airado, al TONTO.).—¡Idiota! ¡A callar he dicho! (Dirigiéndose de nuevo a las cajas.)
Vamos, aprisa. Salgan todos. Lo mando yo, Pigmalión. (Muy imperativo, dando una palmada.)
¡Vamos! ¡Fuera! (Estrépito general, como el de varias cajas juntas de música; estrépito que cesa al
acabar de abrirse simultáneamente las puertas de las cajas, saliendo a un tiempo, entre un breve recho-
car y rechinar de herrajes, todo el resto de muñecos varones. DON LINDO, el paje barbilampiño de
POMPONINA. Un mancebo esbelto, vestido con un precioso traje convencional, similar al de esos pajes
bonitos de ópera. Va sin sombrero; luce una espléndida cabellera rubia, rizada en bucles por los lados,
y lleva capita corta y espadín lujoso. MINGO REVULGO, con traje actual, de americana, cúbrese con un
flexible; tiene cabello castaño, cara gorda y vulgarísima, colores en las mejillas, panza pronunciada,
leontina^1 de oro, muy gruesa, en el chaleco, alfiler de pedrería en la corbata y varias sortijas de
brillantes en la mano izquierda. PERIQUITO ENTRE ELLAS, ataviado como un señoritingo chisgarabís;
usa botines y un bastoncillo de junco, delgado y flexible. EL ENANO^DE LA VENTA, con ropas oscuras,
del día, cual casi todos los demás muñecos, y cara anormal y espantable; cejas pobladísimas, pelos hir-
sutos que le arrancan de la mitad de la frente y le asoman por las narices y orejas; manos velludas, y
una maza enorme en la diestra. AMBROSIO, EL DE LA CARABINA, con hábitos de cazador del día;
sombrerillo blando, gabardina, calzón corto, media bota color cuero, cartuchera en la cintura y,
colgando de la espalda, una escopeta pequeña, de juguete. BERNARDO, EL DE LA ESPADA, con uniforme
arbitrario, entre municipal y soldado, con esclavina41 que le tapa los brazos hasta más allá del codo. Lleva
un morrión^ alto, en la cabeza, barba corrida, en forma de abanico, y una tizona44 descomunal y
fanfarrona, cuya punta casi le arrastra por el suelo. EL Tío PACO, anchóte, cuadrado, con aspecto de
lugareño cazurro; chaqueta corta y sombrero de alas anchas. LUCAS GÓMEZ, picado de viruelas, con el
ojo sano ribeteado de rojo, y el otro tapado con un parche negro; cabellera corta, rala y gris; nariz
roma, boca torcida, grande, de buzón, y aspecto desmañado. Ostenta una prenda de cada color y
corbata chillona. PERO GRULLO, alto, solemne, estirado, atildado; cabeza canosa y aspecto de senador o
político importante. Levita y chistera. PEDRO URDEMALAS, enjuto, anguloso, con cierto aspecto
clerical; peinado corto, echado hacia atrás; rostro fino, afeitado, agudo, inteligente; cejas mefis-
tofélicas4^, ojos vivísimos, redondos y hundidos; nariz descarnada, aguileña; boca sutil y astuta. Va muy
sencillo, de oscuro.
Los autómatas, después de adelantar dos pasos, quédanse fijos, cual imágenes sin vida, hasta el
momento en que hablan o intervienen en la acción. Entonces, sus gestos y ademanes serán
expresivísimos y levemente rígidos los movimientos, precedidos éstos, casi siempre, por débiles notas
de sonata de juguete mecánico.
El DUQUE y los tres empresarios, que forman grupo en primer término, atónitos, sólo miran ya a
los fantoches. PIGMALIÓN, cerca de sus monigotes, se goza en el efecto que producen. Cuadro.)
PIGMALIÓN (Tornando, después de un rato de silencio, cerca del CAPITÁN.).—Aquí tienen ustedes, ya
lo han visto, al celebérrimo Capitán Araña. No enardeció, como el cojitranco poeta Tirteo 46, a un
pueblo contra otro, dándole la victoria; pero, en cambio, consiguió en sus buenos tiempos de
leyenda que riñeran entre sí muchos países, y que otros capitanes, compañeros suyos, pelearan
heroicamente y se dejaran el pellejo en la batalla, mientras él, sin haber combatido nunca, se
contentaba con verlos contender y morir desde lejos, y con embarcar gente y más gente para
seguir repoblando las tropas de esos capitanes. Como ven, es un benemérito de la patria. Las
madres de su pueblo y su pueblo le deben estar muy agradecidos.
CAPITÁN (Aparatoso. Habla campanudamente y le resuena la voz en el pecho.).—¡Y lo están! La
prueba es que me han hecho inmortal.
DUQUE.—¡Maravilloso! Se expresa como una persona.
DON JAVIER.—¡Sí, canastos, como una persona!
CAPITÁN.—{Saludando de nuevo militarmente.) Y casi una persona soy. En ninguna empresa de
importancia falto yo. Nadie como yo para llamar levas, juntar voluntades, embarcar mundo y servir al
Estado y al ideal.
PIGMALIÓN.—Enterados, Capitán. (Dándole la espalda y acercándose a los muñecos del centro.) Aquí esta
Periquito entre ellas. (Señalándolo con el dedo.) Gran amigo de mis muñecas, que lo miman mucho.
Tiene todas las condiciones apetecibles para gustarles. Es guapito, vano, ca-laverilla, un tanto ligero,
muy divertido y poco inteligente. Como no tiene nunca que hablar de algo, habla siempre de alguien.
¿Qué más se necesita para ser afortunado con el sexo femenino? Posee además varios trajes y es un
excelente tarambana.
PERIQUITO.—Muchas gracias. Es favor.
DON LUCIO.—¡Demonio! ¡Entienden y todo!
DON OLEGARIO.—¡Colosal, colosal!
DUQUE.—No se han visto muñecos tan perfectos.
DON JAVIER.—Tendrá usted un éxito loco.
DON LUCIO.—Por descontado. Un éxito impepinable.
URDEMALAS.—¡Impepinable! Retendremos la palabra.
DON JAVIER.—¡Jinojo! ¿Quién es el tío ese tan fúnebre y diabólico?
PIGMALIÓN.—Pedro Urdemalas.
DON LUCIO.—¡Sí que tiene cara de urdirlas mal!
PIGMALIÓN (Aproximándose a URDEMALAS.).—Es mi muñeco más complicado y difícil de hacer, y tan
inteligente como yo. No se puede conseguir ya más ni construir mejor una cabeza artificial. Sólo que es
progresivamente malo. Cuando estaba a medio hacer, me asusté, pero ya no tenía tiempo de rectificar, y
entre destruir mi obra o terminarla opté por lo último.
URDEMALAS.—Hiciste bien. Yo soy necesario en las farsas. Sin mí no sería posible ni el teatro, ni este
mundo nuestro, ni el tuyo, ni el otro que dices que hay. Soy, pues, algo preciso, indispensable.
EL Tío PACO (Dirigiéndose a URDEMALAS.).—Exageras, hombre, exageras. (Habla calmosamente, con
ademanes reposados, aires de zorro viejo y en tono sentencioso, cual esos rústicos sabihondos de
pueblo.)
PIGMALIÓN (Señalando.).—Ahí tienen ustedes al Tío Paco, un muñeco poco pulido, pero modesto,
prudente, y que no quiere ser engañado ni puede sufrir las exageraciones. Mozo, fue tabernero en su
pueblo, y goza siempre echando agua al vino, disminuyendo las cosas y, sobre todo, vulgarizándolas.
Por eso representa a maravilla su papel en las farsas y le aplaude muchísimo el vulgo.
EL Tío PACO.—No tanto, no tanto.
MINGO REVULGO (Llevándose la diestra a la panza y acariciando la abultada cadena que brilla en
el chaleco.). —¡Y tal que no tanto! Mingo Revulgo es muy sensato y equilibrado, y aplaude
siempre con medida y discreción, sobre todo con discreción.
PIGMALIÓN.—¡Cierto! Este muñeco no pierde nunca el tiempo en entusiasmarse. También lo cuidé,
en conjunto, al hacerlo. Tiene una colección de joyas que se ven a cien leguas, y la bolsa muy
bien repleta. Gran parte de mis ganancias él me las guarda, porque nadie como él sabe rendir
culto al dinero y al sol que más calienta. Es mi cajero.
MINGO REVULGO.—Porque soy un autómata honrado. (Se oye un eructo sonoro, soez y rotundo, que se
le escapa a LUCAS GÓMEZ, el cual se lleva, ya tarde y perezosamente, la mano a la boca.)
DON LUCIO (Mirando sorprendido a LUCAS GÓMEZ.).— ¡Reconcho!
DON JAVIER.—¡Buen provecho!
DON OLEGARIO.—¡Le ha salido regularcito!
PIGMALIÓN.—Tú tenías que ser, Lucas Gómez. Siempre mal educado y metiendo la pata.
DUQUE.—Por aquí hay muchos Lucas Gómez, Pigmalión. Ya los irá usted conociendo, ya.
PIGMALIÓN.—Mis muñecos\están muy bien representados en todas partes, aunque en el reparto de
mis farsas lleven nombres españoles.
PERO GRULLO (Muy grave.).—En todas partes cuecen habas.
EL Tío PACO (Mirando a PERO GRULLO.).—Sí que las cuecen.
DON JAVIER— Muy bien hablado.
DON LUCIO.—Pero qué oportunamente intervienen esos muñecos.
DON OLEGARIO.—No se puede llegar a más.
PERO GRULLO (Adelantando un paso, alzando la diestra con solemnidad, hablando y accionando con mucha
prosopopeya, y formando una rosa con el índice y el pulgar.).— Y si en todos partes cuecen habas es
porque en todas partes hay habas.
PIGMALIÓN.—Este señor fantoche, Pero Grullo, es el talento más seguro, agasajado y reconocido entre
mis muñecos. Todos le admiran y le consulten. Es la mayor autoridad entre ellos, y, si un día se
emanciparan y formasen gobierno, sería él jefe de ese gobierno. Sólo Urdemalas le toma un poco en
broma.
AMBROSIO.—Y yo.
BERNARDO.—Y yo.
AMBROSIO.—Bernardo y yo derribaríamos enseguida ese gobierno.
EL ENANO (Encarándose con BERNARDO y AMBROSIO, remirando los ojos fieros y espantosos, mostrando unos
dientes blancos, afilados y terribles, y blandiendo la maza.).—¿Y yo, soy manco?
DUQUE.—¿Éstos son los bravos?
DON OLEGARIO (Parapetándose detrás de DON LUCIO.).— Avísenos usted para tomar precauciones.
PIGMALIÓN.—No se asusten ustedes; no son éstos los muñecos de cuidado.
AMBROSIO (Echándose la escopeta a la cara y apuntando al aire.).—¿Que no? (Dispara, sin que salga el
tiro. Se oye el ruido seco del gatillo.) Mi carabina no falla nunca.
EL Tío PACO.—Nunca más, que cada ciento, noventa y nueve.
BERNARDO.—De tanto pinchar se ha desgastado ya mi espada gloriosa. (Tira del puño, saca la hoja y
blande una espada de torneo, sin filo ni corte, toda mellada y rota.)
EL ENANO (Azotando el aire con la maza.).—¡Como esta maza, nada!
JUAN (Burlón.).—Cu, cu.
EL ENANO (Indignado, amenazando a JUAN con la maza.).— A callar tú, idiota.
JUAN (Con la misma entonación burlona.).—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Nervioso.).—A callar todos. ¡Silencio!
PERO GRULLO (Espetado y tornando a levantar el brazo muy aparatosamente.).—Cuando se calla,
siempre hay silencio.
DON OLEGARIO (Mirando a sus consocios.).—¡Recontra con el tío!
PIGMALIÓN (A DON OLEGARIO.).—Es persona importante. En mi célebre farsa titulada Lisístrata
moderna, este muñeco preside acertadísimamente un senado de notables. Y ahora que ya
conocen ustedes a los autómatas que tengo aquí en juego, les presentaré al bello sexo de la
compañía.
DON OLEGARIO.—¡Al bello sexo, venga de ahí!
DUQUE.—¡Vamos con las muñecas!
PIGMALIÓN.—Antes, retiraré los muñecos. (Dirigiéndose a éstos.) A ver, ¡preparados! (Ruido
múltiple y destemplado en las entradas de los fantoches, que se estiran a un tiempo, más de lo que
estaban aún.) ¡Una! ¡Dos! ¡Media vuelta! (Menos el paje, obedecen los muñecos
instantáneamente, girando sobre sí mismos, cual sobre un eje.) ¡Dentro! (Exceptuando a DON
LINDO., que no se mueve de su sitio, entran todos en sus cajas y dan media vuelta, cerrando tras
de sí la puerta. Oyense unos gritos broncos, guturales, estridentes, en la caja de LUCAS GÓMEZ, el
cual se ha cogido los dedos de la mano al cerrar, quedando sólo entornada la tapadera.)
LUCAS (Desde su caja.).—¡Ay, ay, ay, ay, ay....'
DUQUE (Alarmado.).—¿Qué es eso?
DON JAVIER (Asustado, como sus dos compañeros.).—¿Qué pasa?
DON LUCIO.—¿Ocurre algo?
PIGMALIÓN.—Nada, nada grave.\ (Yendo rápido a subsanar el entuerto, retirando al muñeco los
dedos de la puerta, y acabando de cerrar ésta, tras LUCAS GÓMEZ.) TÚ tenías que ser, Luquitas,
siempre torpe.
DUQUE.—Es portentoso, portentoso cómo presenta usted esos muñecos.
DON LUCIO.—¡Increíble!
DON JAVIER.—¡Y tal!
DON OLEGARIO.—¡Sí, caray!
DUQUE (Señalando al paje.).—Y ése, ¿por qué no entra?
PIGMALIÓN.—Porque es poeta mozo y enamorado, y sabe que va a salir Pomponina ahora, y quiere verla,
dirigirla miradas y suspiros y decirla47 bajito alguna endecha o madrigal48.
DUQUE.—Hombre, pues será muy divertido eso. Déjele usted que no entre.
PIGMALIÓN.—Será muy divertido para ustedes; para mí, no. (Alzando la voz.) ¡Adentro, dcjn Lindo! ¡No
te necesitamos!
DON LINDO.—Me necesitará Pomponina. (Habla dulcemente, con acento mimoso y triste.)
PIGMALIÓN.—No, hombre, no. Anda, vete.
DON LINDO.—¿Quién la ayudará a salir de la caja, si tiene pereza de caminar sola? ¿Quién la abanicará si
se sofoca? ¿Quién la ofrecerá grajeas, bombones y refrescos si tiene sed? ¿Quién puede halagarla como
yo, cantando sus gracias? Pomponina me necesitará.
PIGMALIÓN.—¡Pero yo no! ¡Vete!
DON LINDO.—¡Déjame quedar!
PIGMALIÓN.—¡No!
DON LINDO.—¡Salir ella y no verla! ¿Por qué me has dado vida, Pigmalión, para hacerme tan
desgraciado?
PIGMALIÓN.—Por la misma razón que Dios me dio vida a mí y al mundo sin consultárnoslo. ¡Vete!
DON LINDO.—Le contaré a Pomponina cómo tratas a su paje.
PIGMALIÓN.—No seas iluso. A Pomponina le sale todo por una friolera.
DON LINDO.—¡Ay, sí, por desgracia!
PIGMALIÓN.—¡A tu caja!
DON LINDO.—A la fuerza me voy, pero conste que protesto.
PIGMALIÓN.—¡Muy bien! ¡Ahí me las den todas! ¡Constará que protesta! (Imperativo.) ¡Una!
(Oscila el muñeco.) ¡Dos! ¡Media vuelta! (Obedece el paje.) ¡Dentro! (Penetra DON LINDO en su
caja, cerrando, como los demás, la puerta tras de sí.)
PIGMALIÓN.—¡Gracias a Dios!
DUQUE.—¡Delicioso, estupendo! Vamos ahora con las muñecas.
DON JAVIER.—¡Sí, sí! ¡Las muñecas, las muñecas!
DON OLEGARIO.—¿Son guapas?
PIGMALIÓN .—Lindísimas.
DUQUE.—Nos tiene usted locos de curiosidad.
PIGMALIÓN.—Cuando vea usted a Pomponina, perderé la simpatía y la amistad de usted.
DUQUE.—Ya me ha dicho usted varias veces eso, que me parece un absurdo.
PIGMALIÓN.—Ya se convencerá usted. Ese primor de mu-jercita artificial me ha costado ya
infinitos disgustos. Hay quien me tiene jurada la muerte para apoderarse de la muñeca, y entre
todas las maldiciones que han llegado a mí una me ha preocupado y preocupa aún mucho. En
fin, Duque, va usted a encontrarse ahora ante la tentación más fuerte de su vida.
DUQUE.—¡Demontre!
PIGMALIÓN.—No hay nada que atraiga más en amor que lo imposible, lo inútil y lo superfluo.
Pomponina es todo eso. A pesar mío, la adoro, y por ahí empieza mi castigo de haber construido
estos muñecos. No la tengo junto a mí porque me doy miedo a mí mismo; pero un día no tendré
voluntad, haré un disparate, viviré con Pomponina y se acabó Pigmalióh y sus sueños de crear
una humanidad mejor.
DUQUE.—Además de un gran artífice, es usted un admirable farsante y un ventrílocuo
estupendísimo.
DON JAVIER.—Y un cómico como una casa.
PIGMALIÓN.—Farsante, cómico y ventrílocuo, ¿eh? Pues ahora verán ustedes.
DUQUE.—Es lo que estamos deseando. (PIGMALIÓN saca su cartera, la abre, rebusca en ella y, ante la expectación
de los cuatro, saca una llavecita, más diminuta que la primera; se lleva a las cajas del centro, donde están las
muñecas, y va abriendo la cerradura de cada una. Óyese al volver de la llave, en cada caja, un sonido límpido,
musical y grato, como esas campanas de cilindros metálicos que se ponen detrás de algunas puertas.)
PIGMALIÓN (Acercándose adonde está POMPONINA, oprimiendo un botón invisible en un lado de la caja y distan-
ciándose luego unos pasos.)!-—Pomponina, divina Pomponina, sal.

ESCENA CUARTA

(Los MISMOS y POMPONINA, que, al son de las campanas metálicas, entreabre la puerta de la caja y asoma
sólo la cabecita rubia, cubierta con un sombrerillo precioso, y la cara graciosísima y hermosa, de un cutis mate,
con tornasoles de perla. Tiene un lunar adorable en la mejilla izquierda, cerca de la boca. Sus ojos azules,
luminosos, de un mirar dulce, observan curiosos el recinto y miran a PIGMALIÓN y compañía de un modo
asesino.)

DON JAVIER.—¡Jinojo, qué cara!


DON OLEGARIO (Suspirando.).—¡Ay, Dios mío!
DON LUCIO.—¡Un cromo!
DUQUE.—No diga usted tonterías. Es la propia Venus moza.
PIGMALIÓN.-—Cada cual se expresa como sabe. Dice bien don Lucio. Es una belleza, dentro de lo consabido; ojos
azules, cutis nacarado, lunar en las mejillas, y con todos esos elementos tan conocidos, qué divina resulta.
DUQUE (En éxtasis.).—¡Archidivina!
PIGMALIÓN.—Hay cosas que no lograrán vulgarizar nunca todos los aluviones de la mala poesía: las noches de luna,
el mar y las mujeres guapas.
POMPONINA (Sale, abriendo del todo la puerta de la cd^¿^¿y cogiéndose las faldas un poco, dando unos
pasos y saludando con reverencia de minué 49, entre una música suave y apagada.).—Buenas noches. (Va
vestida con estofas delicadas y ricas, como una princesita de Watteau.. Cuélganle de la cintura pendientes
de una cadenilla de oro, un abanico redondo y un espejillo de plata bruñida, con mango de pedrería.)
DUQUE (Juntando las manos embelesado.).—¡Qué maravilla!
DON OLEGARIO.—¡Yo me mareo!
DON JAVIER.—¡Recoles!
DON LUCIO.—¡Qué atrocidad! (Intentan acercarse los cuatro.)
PIGMALIÓN (Deteniéndoles con el gesto.).—Hay que verla de lejos ahora. Otro día, sin tocarla, les dejaré
contemplarla de cerca. (Retroceden los cuatro, observando, embobados, a POMPONINA, que, después
de tomar su espejillo colgante, de mirarse en él y de arreglarse un rizo rebelde, les sonríe, coqueta.
[PIGMALIÓN] , sacando una bombonera del bolsillo, y dándosela a POMPONINA.) TUS bombones.
POMPONINA (Tomando la caja con aire displicente.).—Gracias. ¿Y mis flores?
PIGMALIÓN.—Hoy no hay flores. Estás castigada.
POMPONINA (Haciéndole un mohín de mimo y de enfado.).— Por eso no te quiero, porque me castigas.
PIGMALIÓN.—Sé buena.
POMPONINA.—No me da la gana.
PIGMALIÓN.—No seas descarada.
POMPONINA.—Rabia, rabia. Cada día seré más mala y más remala. Rabia y rabia.
PIGMALIÓN .—¡Pomponina!
POMPONINA.—(Haciéndole otro gesto.).—¡Tonto!
DUQUE (Desde el grupo de los empresarios, escapándosele, a su pesar, la palabra.).—¡Pomponina, divina!
POMPONINA (Volviendo a echar una ojeadita al espejillo.).— Así me llaman por guapa que soy.
PIGMALIÓN.—¿A quién debes agradecer tu hermosura? ¿Quién te ha hecho así?
POMPONINA.—Dios.
PIGMALIÓN.—He sido yo. No ha sido Dios.
POMPONINA.—¿No dices que a ti te ha hecho Dios?
PIGMALIÓN.—Sí.
POMPONINA.—Pues, si a ti no te hubiera hecho Dios, tú no me hubieses podido hacer a mí. (Destapando
la bombonera y tomando un chocolatito, que se traga.) Están muy buenos. (Alzando la cajita.) ¿Quién
quiere?
DUQUE (A PIGMALIÓN.).—¿Puedo tomar uno?
POMPONINA (Bajando la cajita.).—¡Qué gracioso! ¡No, señor! Los ofrecí por cumplido. Son muy ricos y
los quiero para mí sola.
PIGMALIÓN.—Es una muñequita muy egoísta.
DUQUE.—¡Deliciosa!
DON OLEGARIO.—Si hubiéramos sabido que le gustaban a Pomponina las flores, hubiéramos alfombrado
de ellas el escenario.
DUQUE.—Mañana encargaré para ella todas las que haya en todos los jardines de Murcia y de Valencia.
POMPONINA (Muy satisfecha, a PIGMALIÓN.).—Les he gustado, les he gustado.
DON LUCIO.—¡Digo, si nos ha gustado!
DON JAVIER (Aproximándose con el DUQUE y los empresarios otra vez a POMPONINA.).—Nos ha dislocado.
PIGMALIÓN (Sin dejarles acercar.).—No vengan aquí. Déjenme espacio entre ustedes y mis muñecos.
DUQUE (Retrocediendo algo con los empresarios.).—Toda mi fortuna por esa muñeca, Pigmalión.
PIGMALIÓN.—No la vendo por nada. Mi caudal asciende ya a muchos millones.
DUQUE.—¡Qué lástima!
PIGMALIÓN.—Sin fortuna, perdería usted instantáneamente a Pomponina. Usted no sabe lo que cuesta el
bibelot51 este.
DUQUE.—¡Qué bibelot! ¡Es un ángel!
POMPONINA (Abanicándose.).—¡Eso es! ¡Un ángel!
PIGMALIÓN.—Sin alas y de lo más caro y peligroso que hay, créame usted.
POMPONINA (Cerrando el abanico y amenazando con él a PIGMALIÓN.).—¡No te quiero, vete!
PIGMALIÓN.—¡Cállate!
POMPONINA.—¡Cállate tú!
PIGMALIÓN.—¡Muy bonito ese modo de contestarme!
POMPONINA.—Estoy harta de ti. En cuanto pueda me escapo.
DUQUE.—¡Que sea conmigo!
DON LUCIO.—¡Caracoles con la niña!
DON OLEGARIO.—¡Para comérsela!
PIGMALIÓN.—¡Siempre tiene el mismo éxito! ¡No falla!
DON JAVIER.—¡Qué ha de fallar, hombre, qué ha de fallar!
PIGMALIÓN.—Ahora verán ustedes las cuatro damas de honor de Pomponina. Llamarían la atención
doblemente si no estuviesen junto a ella. (Recorre las cuatro cajas, oprimiendo un botón lateral en
cada una, como hizo en la de POMPONINA.)
DUQUE.—Después de esto, ya no se puede ver nada.
DON OLEGARIO.—¡Absolutamente nada! ¡Mi Chichita parece una fregona al lado de ésta!
PIGMALIÓN (Con voz fuerte y autoritaria.).—Marilonda, Dondinela, Corina, Lucinda, ¡fuera! (Un
templado resonar de campanas musicales; ábrense las puertas de las cuatro cajas y aparecen dentro
de éstas las cuatro muñecas restantes. Son unas mozas de cara linda y aporcelanada. Dos rubias y dos
morenas. Llevan "suelto y caído el cabello atrás; falda corta, zapato primoroso y- unos impertinentes52
de mango largo colgándoles de la cintura.)

ESCENA QUINTA

(Los MISMOS y las cuatro muñecas, que salen de sus cajas danzando perezosamente al compás de una música
tenue y lenta, cual suele ser la de los muñecos mecánicos, y van frente a POMPONINA, saludándola reverentes.
Luego se inclinan más levemente ante PIGMALIÓN y acompañamiento. Cesa la música y quedan las cuatro
inmóviles y algo rígidas también.)

DON LUCIO.—JSon preciosas!


DON JAVIER.—¡Admirablemente construidas!
DON OLEGARIO.—Como todos los muñecos.
DUQUE.—Pero después de lo que hemos visto.
DON OLEGARIO.—Ante Pomponina, nada.
DONDINELA (Alzando y bajando la cabeza entre unos leves escapes de música, y mirando al DUQUE y empresarios
de arriba abajo.).—¡Más galantes podían ser!
MARILONDA.—¡La finura está cara!
CORINA.—¡Por las nubes!
LUCINDA.—¡Claro, como somos muñecas nos dicen todo lo que se les antoja!
POMPONINA.—No les hagáis caso. Son unos lilailas53.
MARILONDA (Con ira infantil).—Tú los embobas.
POMPONINA.—¡Yo no! Ellos son, hija; ellos solos se emboban.
PIGMALIÓN.—Ahora ya no se duermen ustedes como cuando les hablé ayer por primera vez, ¿verdad?
DON OLEGARIO.—¡Quién se duerme viendo estas cosas!
DON LUCIO.—¡Cuidado con el personal que se trae Pigmalión!
DON JAVIER.—¡Tendremos que reforzar el servicio de incendios!
POMPONINA.—¡Ay, qué susto! ¡No se vayan ustedes a poner malitos!
DUQUE.—¡Qué divina se pone! ¡Qué encanto de muñeca!
PIGMALIÓN.—¡Bueno! ¡Basta por esta noche! ¡Terminó la presentación! ¡Dentro todas!
POMPONINA.—¿Ya? ¡Qué fastidio! ¡Si acabamos de salir ahora mismo!
PIGMALIÓN.—No seas caprichosilla. Obedece y calla.
POMPONINA (Abriendo y cerrando los ojos, echándose otra mi-radita en el espejillo y haciendo muchas
posturas.).—¡Ay, quién será el que me robe y me quite de Pigmalión!
DUQUE (Yendo, vehemente, hacia ella.).—¡Yo!
PIGMALIÓN (Cortándole el paso.).—¡Quieto!
DUQUE.—¡Déjeme usted!
PIGMALIÓN (Poniendo su diestra en el pecho del DUQUE y apartándole suavemente.).—¡Quieto! Ya le
dije a usted que me odiaría en cuanto viese a Pomponina. (Tornándose de cara a las muñecas, grita
despótico, en tono adusto, de mando.) ¡Media vuelta! ¡Dentro! (POMPONINA y las cuatro muñecas,
asustadas, giran sobre sí mismas y entran aceleradamente en sus cajas, cerrando tras de sí la puerta
como los muñecos. Sones varios y entremezclado[s] 54 de cajas de música y campanas metálicas.
PIGMALIÓN aprieta de nuevo el botón de cada caja y cierra también con la llave, guardando ésta otra
vez en su cartera. El DUQUE observóle mucho cuando cerraba las cajas, y no le quita los ojos de
encima.)

ESCENA SEXTA

(PIGMALIÓN, DUQUE y los tres empresarios. Después, CONSERJE.)

DUQUE.—¡Imposible que eso sea una muñeca!


PIGMALIÓN.—Pues lo es. Una muñeca única.
DON OLEGARIO.—¡Capaz de trastornar a un santo! (Fíjase de pronto, PIGMALIÓN, en una de las
cajas, revísala de cerca y examina luego atentamente los botones y las cerraduras de varias más.)
DON LUCIO.—¿Qué ocurre?
PIGMALIÓN (Un poco sorprendido en su examen y dejando escapar las palabras, como si hablase consigo
mismo.).—Es raro.
DUQUE (Yendo a PIGMALIÓN, con mucha curiosidad.).—¿Se ha descompuesto algo?
DON JAVIER (Alarmado, mirando a DON OLEGARIO.).— ¿Qué... qué hay?
PIGMALIÓN (Sacando un lápiz y rayando con él la juntura de algunas puertas de caja.).—Nada, señores,
nada que a ustedes interese. Mañana mismo cambiaré todo el juego de cerraduras.
DUQUE.—Pero ¿qué pasa?
PIGMALIÓN.—Sospecho que mis muñecos han logrado descubrir el medio de abrir sus cajas y salir de
ellas cuando no los ve nadie.
DON JAVIER.—¡ Recaray!
PIGMALIÓN.—Mis muñecos son de cuidado.
DUQUE.—Son la misma vida.
PIGMALIÓN.—Todavía es muy poco lo que han presenciado. Mañana, cuando les vean ustedes representar
mis farsas, podrán darse cuenta de las perfecciones alcanzadas en la fabricación de mis fantoches.
CONSERJE (Entrando, gorra en mano, por la izquierda, primer término.).—Están ahí los redactores gráficos,
muy extrañados de que no se les deje entrar para ir sacando fotografías. También buscan a ustedes
muchos señores de la prensa. Aquí tengo estas tarjetas para el señor Pigmalión.
PIGMALIÓN (Tomándolasy leyéndolas.).—Con el permiso de ustedes, voy a disculparme con todos esos
señores y a explicarles por qué hasta mañana no me conviene que fotografíen nada.
DON LUCIO.—Nosotros iremos con usted.
DON JAVIER.—Hay que dar satisfacciones a toda esa gente.
DON OLEGARIO.—Claro que sí. ¿Viene usted, Duque?
DUQUE.—Voy enseguida. Les espero en la Dirección.
PIGMALIÓN.—Muy bien. Yo me libraré pronto de todas esas visitas y nos iremos juntos a tomar un ponche.
Luego me largo a la cama. Tengo neuralgia.
DUQUE.—Haremos lo que usted quiera.
PIGMALIÓN (Yéndose por la izquierda, primer término.).— Hasta ahora, pues.
DON LUCIO (Siguiéndole.).—Vamos todos.
DON OLEGARIO (Cogiendo a DON JAVIER por el brazo.).— Vamos.
DON JAVIER.—Sí, vamos. (Salen los tres en pos de PIGMALIÓN. El CONSERJE vase a ir por donde
ellos y vuelve sobre sus pasos a una seña del DUQUE.)

ESCENA SÉPTIMA (DUQUE y CONSERJE.)

CONSERJE (Acercándose al DUQUE.).—¿Me llamaba el señor Duque?


DUQUE (Quedamente.).—Cuando se vayan todos y apague usted las luces, deje alguna encendida
en el escenario.
CONSERJE.—Está bien.
DUQUE.—Haga usted las rondas como siempre y, dentro de dos horas, me espera usted en la calle,
junto a la puerta de escape que da al guardarropía. Y mucha reserva. Que no se enteren ni las
ratas. (Poniendo unas monedas en la mano del CONSERJE.) ¿Me ha entendido usted?
CONSERJE.—Perfectamente, señor Duque.
DUQUE.—Pues chitón, y andando. (Marchase por donde PIGMALIÓN y los empresarios.)
CONSERJE (Dándole escolta.).—Esté tranquilo el señor Duque. (Detiénese unos momentos, mirando
las cajas.) ¡Maldita la gracia que me hace a mí guardar esas diabluras mecánicas!... ¡Si no fuese
por los garbanzos cualquier día me estaba yo aquí esta noche! (Vase. Desierta la escena.
Disminuye de pronto la claridad, quedando sólo el resplandor pálido de una luz tenue. Cae
pausadamente el telón.)

FIN DEL ACTO PRIMERO

ACTO SEGUNDO

(Una hora después. La misma escena, desierta, y la misma penumbra. En las telas sombrías resaltan las
cajas, como ataúdes claros, de forma cuadrada. Puede oírse el vuelo de una mosca en el silencio profundo que
interrumpe la débil resonancia de un chirrido metálico, y ábrese la puerta de la caja de JUAN EL TONTO. Asoma
éste la cabeza, y remira a todos lados.)

ESCENA PRIMERA (Muñecos solos.)

JUAN (Desde la caja, después de observar un rato.).—Cu, cu. (Cierra la puerta, dejando un pequeño
resquicio por el que sigue vigilando. Ábrese la caja de MINGO REVULGO, el cual remira también, como
JUAN, y cuando advierte la soledad completa, sale solemne y lento de su caja, y, como iría un muñeco que
imitase bien al hombre, va de puntillas a la caja de POMPONINA. Ya ante la caja, saca de la faldriquera
una abultada bolsa que mira y sopesa. Luego, quedamente, llama a la puerta de la caja, agitando la
bolsa. Estrépito metálico de monadas y una campanada aguda y suave a cada porracito en la puerta)
MINGO REVULGO (Sonando la bolsa.).—Pomponina..., Pomponina. Tengo más monedas. ¿Oyes cómo
suenan? ¡Más monedas, y todos los brillantes y pedrería que me dio a guardar ayer Pigmalión! ¿Oyes?
(Acompañando cada sílaba con un remover de la bolsa.) Pom... pom... pom... Pomponina..., ven...,
ven..., ven... ¡Te espero en mi caja!... ¡Ven! ¡No tardes! ¡Ven! (Agita por última vez la bolsa en el aire y
torna a su caja, en la que se mete, cerrando suavemente la puerta. POMPONINA abre despacio la de su caja,
examina con sigilo toda la escena; sale, deja cerrada la puerta y vase corriendo, sobre la punta de sus
piececillos, que musiquean levemente al chocar sobre el suelo, llegándose a la caja de MINGO, en la que
golpea con el mango del abanico.)
POMPONINA (Golpeando en la puerta.).—Soy yo, Pompo-nina. Abre antes de que me vean. (Crujido
seco. Entreábrese la puerta de la caja; aparece la manaza de MINGO REVULGO y tira de POMPONINA.
Entra ésta, pronta, en la caja. Destácanse en el silencio unas vibraciones como de reloj de cuerda que se
descompusiese al dar la hora. Luego, otro crujido seco. Silencio y soledad de nuevo en la escena. El
TONTO, que sigue espiando, torna a sacar la cabeza.)
JUAN (Mirando a la caja de REVULGO, bajando y subiendo la testa y haciendo guiños expresivos.).—Cu, cu.
(Vuelve a ocultarse tras la puerta, dejando el mismo hueco para mirar. Sale PERIQUITO ENTRE ELLAS de
su caja, deslizándose muy ligero hasta la de CORINA.)
PERIQUITO (Llamando en la puerta con el junquillo.).—Corina..., Corina... Soy yo, Perico, Periquito,
Periquillo.
CORINA (Mostrando sólo la cabeza por la puerta. Retintinea la campana.).—No tengo humor de visitas
esta noche. Estoy cansada.
PERIQUITO.—Pero monina, Corina...
CORINA.—Estoy rendida del viaje. Me duelen todos los resortes y cuerdas del cuerpo.
PERIQUITO.—Mujer, deja un momento. Tengo que decirte una cosa.
CORINA (Mimosa y decidida.).—No, no, no, Perico. Ahora no, no y no. (Cierra presurosa la puerta.
Sonsonete metálico y prolongado.)
PERIQUITO.—¡Qué dengosa55 está! ¡Cuántos finflanes! Siempre caprichosas. (Va a la caja de al lado,
llamando igualmente a la puerta.) Dondinela, Dondinela.
DONDINELA (Sacando las narices tras la puerta, que apenas entreabre.).—Déjame en paz.
PERIQUITO.—Pero...
DONDINELA.—No seas bulle, bulle. Estoy citada con el Tío Paco.
PERICO.—¡Con el Tío Paco!..., ¡Pero, mujer!
DONDINELA.—Ya te diré luego por qué... Yo me entiendo.
PERIQUITO.—Pero, ¡chica!... ¡Con el tío ese machucho, tan ordinario!
DONDINELA.—No te metas en eso tú.
PERIQUITO.—Pues sí me meto, ea, me meto, me meto, vaya si me meto. Escucha...
DONDINELA.—No escucho. Ya hablaremos. Abur. (Portazo y son metálico.)
PERIQUITO.—¡Caprichosas y sinvergüenzas! ¡Y qué tragaderas tienen! Por conveniencia apechugan
con todo. (Vuelve sobre sus pasos, pasa ante la caja de POMPONINA y llama en la de LUCINDA.)
LUCINDA (Abriendo a medias la puerta y poniéndose furiosa al ver a PERIQUITO).—Eres tú, tú. ¡Tú!
PERIQUITO.—Pero ¿qué tienes, qué te pasa?
LUCINDA.—Y tienes el valor de presentarte, después de la que me hiciste en el tren... ¡Quita, quita,
so sinvergüenza, so perdis, so badulaque56...! ¡Largo de aquí! (Otro portazo y ruido brusco de
muelles, que se quejan sacudidos.)
PERIQUITO.—¡Pues, señor, bien! ¡Cómo están estas niñas! ¡Ni que se lo hubieran dicho unas a
otras! (Llama en la caja de MARILONDA.)
MARILONDA (Entreabriendo la puerta.).—¡Hola, Perico!
PERIQUITO.—¡Hola, rica! Deseo hablarte.
MARILONDA.—Tengo mucho sueño. Déjalo para otra noche.
PERIQUITO.—Es que quiero decirte...
MARILONDA.—No me digas nada...
PERIQUITO.—Tú te lo pierdes. Pensaba contarte lo de Lucinda.
MARILONDA (Interesadísima, sacando el busto fuera de la caja.).—¿Lo de Lucinda... ?
PERIQUITO.—Sí.
MARILONDA.—¡Al fin, hombre!
PERIQUITO.—Ya ves cómo yo, siempre complaciente...
MARILONDA.—Pero ¿de veras me contarás...?
PERIQUITO.—¡Todo!
MARILONDA.—Entra, pues. (Entra PERIQUITO, apresuradamente, cerrando tras él la puerta.)
JUAN (Tornando a sacar la cabeza.).—Cu, cu, cu. (Empuja DON LINDO la puerta de su caja y ocúltase al
punto el TONTO sin dejar de ver lo que sucede en la escena.)
DON LINDO (Fuera ya de su caja, restregándose los ojos y desperezándose.).—¡Alguna vez había de ser
oportuno el chillido de ese idiota! Bien ha hecho en despertarme ahora. Qué manera de dormir... En un
enamorado como yo parece imposible... ¡Ese odioso Pigmalión! ¡Qué modo más imperfecto y grosero
de hacernos! Verdad que llevo muchas noches en vela, adorando a Pom-ponina... ¡Pomponina! ¿Qué
valdría el mundo y la vida de los muñecos como yo si ella no estuviese sobre la tierra? (Yendo a la
caja de POMPONINA, y dando en la puerta suavemente con los nudillos.) Pomponina... Pomponina, sol
de mis noches, alegría de mis ojos y de mi vida, abre a tu don Lindo... (Aguarda en vano que ceda la
puerta.) Ábreme... ¡Yo te lo ruego, Pomponina! (Otro ratito de esperar en balde.) Ya sé por qué no me
abres; quieres que te diga madrigales. Sé lo que te gusta la serenata y el canto. (Va a su caja, toma un
laúd, vuelve a la de POMPONINA y canta, casi pegando la boca a la puerta.)

Estrella y sirena
de mis amores...

JUAN (En tono burlón, entreabriendo la puerta de su caja.).— Cu, cu.


DON LINDO (Interrumpiendo bruscamente el canto y mirando airadísimo la caja del TONTO.).—¡Imbécil!
JUAN (Saliendo apresuradamente de su caja, llegándose a DON LINDO, con su eterno aire de cretino
malicioso [y]57 llevándose ante él ambas manos a la cabeza imitando con el índice los cuernos.).—Cu,
cu.
DON LINDO (Empuñando el laúd y amenazándole con él).— ¡Zoquete! ¡Si no te vas de aquí...!
JUAN (Esquivando el golpe, corre a la caja de MINGO REVULGO, dando a entender con el ademán
que está en ella POMPONINA.).—Cu, cu. (Hace otra vez ante DON LINDO la figura del cornudo.)
Cu, cu.
DON LINDO (Poseído de zozobra, con todo el profundo dolor que pueden expresar un paje y un
muñeco.).—¿Será cierto?... ¿Será verdad lo que quiere decirme el tonto? (Acercándose a la caja
de su adorada.) ¡Pomponina!... ¡Pomponina! (Tira el laúd, saca un hierrecito del bolsillo, lo mete
en la cerradura, oprime el botón y abre la puerta, retrocediendo, desesperado, al ver vacía la caja.)
¡No está!
JUAN (Junto a la caja de REVULGO.).—Cu, cu.
DON LINDO (Llevando la diestra al puño del espadín, va furioso al TONTO.).—¡Estúpido! (JUAN da
una carrera hacia su caja y entra en ella precipitadamente, cerrando casi del todo la puerta.)
DON LINDO (Llegando a la caja delTomo.).—¡Mentecato!
JUAN (Dentro ya de su caja, aplicando la boca al resquicio de la puerta.).—Cu, cu. (Cerrando del
todo; óyese el chirriar de la cerradura.)
DON LINDO (Ante la caja del Tomo, requiriendo el puño de la espada.).—¡Necio! ¡Acabaré con tu vida de
pelele, pasmarote! ¡Que haga otro Pigmalión! (Va ante la caja de MINGO REVULGO.) ¡Pomponina! ¡Estás
ahí, sí, lo sé! No falta nunca un bobalicón majadero para dar las noticias horribles. ¡Sal, por tu vida y por la
mía! (Golpeando la caja lleno de ira y de pena.) ¡Pomponina!... ¡Engañar a tu paje! ¡Y con Mingo
Revulgo! ¡Con ese abominable fantoche grasiento, rechoncho, gordinflón y ridículo! ¡Y todo porque tiene
(unas monedas y unas piedras que lucen! (Tirando de la espada.) ¡Abre, Pomponina, abre! ¡Padezco
atrozmente, Pomponina! (Llora cubriéndose el rostro con la mano que le queda libre. En este momento, sin
ser advertido de DON LINDO, sale LUCAS GÓMEZ de su caja y, contoneándose, camina despacio al centro de
la escena y se sienta. Saca una pipa y una bolsita. Toma de ésta tabaco y carga la pipa torpemente, recogiendo
del suelo el que se le derrama.)
LUCAS (Cantando, mientras contempla su pipa y aprieta en ella el tabaco con el dedo.).—
A la porra don Ambrosio,
a la porra el Capitán,
a la porra don Bernardo,
y a la porra don Galán.
DON LINDO (Dando una sacudida, sorprendido y herido por el canto de LUCAS GÓMEZ.).—¿Qué haces
ahí?
LUCAS.—Ya lo ves. Voy a fumar mi pipa.
DON LINDO.—Se lo diré a Pigmalión.
LUCAS.—Y yo te pegaré en la maquinaria de la cabeza.
DON LINDO.—¡Inoportuno y mastuerzo siempre!
LUCAS.—Mira, vete a tocar otra vez el guitarro ante Pomponina, y no seas tiroriro58.
DON LINDO.—La culpa la tiene Urdemalas, que te ha enseñado a fumar en pipa.
LUCAS.—¡Toma! Como que robó para mí en Filadelfia esta pipa y esta bolsa, que se dejó olvidadas en el
escenario un tramoyista.
DON LINDO.—Calla y lárgate.
LUCAS.—¡Porque tú lo mandas! ¡Me harás reír sin ganas! (Registrándose por todos los bolsillos.) ¡Adiós!
¡No tengo cerillas! Anda, búscame una, don Lindo. Urdemalas debe de tener. Pídesela.
DON LINDO (Alzando el espadín.).—Una estocada a fondo te daré a ti yo.
LUCAS.—Lo mismo temo yo a tu espada que a la de Bernardo.
DON LINDO (Aproximándose.).—¡Vete o no respondo de mí! ¡Vete!
LUCAS.—No me da la gana.
DON LINDO.—Quiero hablar a solas, sin testigos, con Pomponina.
LUCAS.—Y yo quiero fumar mi pipa a mis anchas.
DON LINDO (Acercándole a la cara la punta de la espada.).— ¡Fuera de aquí o te pincho!
LUCAS (Alzándose del suelo y esquivando la punta.).—Te voy a jugar una mala treta. No olvides que
me llamo Lucas Gómez y echo a perder las cosas muy fácilmente.
DON LINDO.—¡Ya la estás guillando59!
LUCAS.—El que se las va a guillar eres tú con un catarrito. Ya me ha dicho Urdemalas que eres el
único de nosotros que tiene peluca de quita y pon. (Da velozmente un brinco, soslayando la hoja
del espadín, y tira de la peluca de DON LINDO, quedándose con ella en las manos. El paje,
sorprendido del inesperado salto y maniobra, suelta el arma y se lleva aterrado ambas manos a la
cabeza, completamente mocha y lisa como una bola de billar.)
DON LINDO.—¿Qué has hecho?
LUCAS (Zarandeando la peluca en el aire.).—¡Dejarte a punto para reconquistar a Pomponina!
(Echase a correr hacia su caja, gritando.) ¡Pomponina!... ¡Pomponina!... (Entra en la caja y se
encierra.)
DON LINDO (Recogiendo su espadín y lanzándose, frenético, a la caja de LUCAS GÓMEZ.).—
¡Tuerto, adefesio, bellaco, te arrancaré el otro ojo! (Azotando la caja con el puño de la espada.)
¡Abre, cobarde, abre!
JUAN (Asomando unos instantes la cabeza por la puerta de su caja, ríe, mirando al paje; hácele gestos de
mofa y suelta su chillido.).—Cu, cu.
DON LINDO (Dirigiéndose como loco a la caja ¿¿?/TONTO.).— ¿Otra vez tú, pazguato?
LUCAS (Entreabriendo su puerta, sacando la peluca y blan-diéndola en lo alto coüno un trofeo de
victoria.).—Pomponina, Pomponinaaa... ¡Sal y mira! (Torna DON LINDO, fuera de sí, a la caja de LUCAS
GÓMEZ. Este le da con la puerta en los hocicos.)
DON LINDO (Pataleando y aporreando la puerta con el espadín.).—¡Te destripo!
EL Tío PACO (Que sale de su caja, cuya puerta olvida cerrar, y va ala caja de DONDINELA, deteniéndose
al ver a DON LINDO.).—¡Retuerca, hombre! ¡No chilles más! ¡Ya será un poco menos! (Extrañado ai
ver el cráneo reluciente, modo y lirondo del paje.) ¡Calla! ¡Tú así! Ja, ja, ja, ja, ja...
DON LINDO.—¿También tú?
EL Tío PACO (Prudente y suave al mirar la hoja desnuda del espadín.).—Perdona, don Lindo, perdona...,
es que... (Volviendo a reír, sin poder contenerse.) Ja, ja, ja... Pareces aquel muñeco chino que hizo
Pigmalión para...
DON LINDO (Interrumpiéndole y dando una patada de coraje en el suelo. Le resuenan cuerdas y muelles.).—
¡Basta ya!
EL Tío PACO.—Pero ¿qué es eso? ¿Y tu pelo?
DONDINELA (Entresacando la cabecita por la puerta de su caja.).—Eh... psssi... psssi... Tío Paco... Tío
Paco.
EL Tío PACO.—Voy, voy. (Encaminándose a la caja de DONDINELA, sin apartar la mirada de DON
LINDO.).— ¡Qué visión!
DONDINELA.—¿De qué te ríes? ¡Tanto empeño en hablarme, y te estoy esperando hace una hora!
(Fijándose en el paje.) ¡Redanza! ¡Don Lindo calvo! (Soltando una carcajada estridente.) Ja, ja, ja.
¡Cuando te vea Pomponina! Ja, ja, ja.
DON LINDO.—¡Esto más!
EL Tío PACO (A DONDINELA.).—Calla, preciosa; rica, calla... No rías tan fuerte.
DON LINDO.—Pindonga.
EL Tío PACO.—¡Haya paz! ¡Faltar, no! Vamos, tú, monada, déjame entrar, y no rías más, no vaya a
acabarse de sulfurar el barbilindo. (Empuja a DONDINELA, entra en la caja y cierra la puerta, huido
musical. Óyense confundidas dentro las carcajadas de ambos.)
DON LINDO.—¡Yo hecho un hazmerreír y Pomponina con Mingo, quizás permitiendo, sin repugnancia,
que le acaricien las manotas groseras y brutales! ¡Atroz..., atroz!... ¡Si no la llamo, si no voy por ella y
rompo la caja de ese Mingo, si no sale Pomponina, me destrozan la ira y la pena; y si sale, me mata el
ridículo! ¡Debo estar espantoso! ¡Maldito sean Lucas Gómez y Pigmalión, que le dio vida y me hizo a
mí tan vulnerable! ¡Oh, rabia de ser así!... ¡Ser un maniquí para poder lucir, si conviene, pelucas
bonitas, y repetir toda la vida palabras de otro en las farsas, y depender siempre de un amo aborreci -
ble! ¡Oh, rabia, rabia...! Y ese Urdemalas dañino, que tiene la culpa de todo por decir al esperpento de
Lucas Gómez si llevo o no postizo el cabello... ¡Venganza, venganza! Con Urdemalas empezaré a
ajustar mis cuentas. (Va a la caja de URDEMALAS y llama en ella dando puntapiés en la puerta.)
URDEMALAS (Asomando la testa tras la puerta de su caja,).— ¿Quién va? ¡Ah, eres tú! ¡Pero, chico,
cómo te han puesto la cabeza! ¿Qué ha sido eso?
DON LINDO.—Sal un momento y te lo diré.
URDEMALAS.—Con mucho gusto. (Saliendo de la caja.) Anda, dime..., pero ¡qué ridículo estás!
¡Que no te vean así!
DON LINDO (Cogiendo con la mano izquierda, por la solapa, a URDEMALAS, y apretando el espadín
con la diestra.).— ¿Tú le has dicho al guarro ese de Lucas Gómez que mi peluca era de quita y
pon?
URDEMALAS (Frío, astuto y en un tono muy natural y amable.).—¿Yo...? Yo no le he dicho nada.
DON LINDO.—El me ha dicho que has sido tú.
URDEMALAS.—Pues te ha tomado la peluca de dos modos.
DON LINDO.—¿Quién pudo habérselo dicho? Tú solo sabías, por una casualidad...
URDEMALAS.—Ha sido Pero Grullo, que se enteró ayer también, casualmente, como yo, y le fue
con el cuento a Periquito entre ellas, que, a su vez, se lo ha contado a Lucas Gómez.
DON LINDO.—¿Cómo puedes tú probarme...?
URDEMALAS.—Restituyéndote la peluca al momento...
DON LINDO.—Necesito, antes que caiga Lucas en mis manos.
URDEMALAS.—¡Caerá! ¡Fía en mi astucia! ¡Pocas ganas que le tengo yo al sucio tuerto ese...! (Dando un
pequeño bote.) ¿Oyes...? ¡Vete, que no te vean!
DON LINDO.—¿Qué?
URDEMALAS.—Ruido en la caja de Mingo Revulgo.
DON LINDO.—¡De Mingo! ¡Horror! ¡Me voy corriendo! ¡Pomponina está allí! ¡Si sale y me ve...!
URDEMALAS (Fingiendo una gran sorpresa y consternación.).—¡¡¡Pomponina!!! ¡Pobre don Lindo!
DON LINDO (Precipitándose hacia su caía.).—¡No lo sabes tú bien! (Entra rápido, envainando el espadín
y dando un portazo. POMPONINA sale de la caja de MINGO, con una bolsa en la mano derecha y un
collar de pedrería en la izquierda.)
URDEMALAS.—¿Qué tal, Pomponina?
POMPONINA.—Muy bien, Pedro. ¿Te gusta? (Enseñándole el collar.) Regalo de Mingo.
URDEMALAS.—Muy bonito, muy bonito.
POMPONINA.—Relumbrará mucho, ¿verdad?
URDEMALAS (Sonriéndose.).—Una barbaridad.
POMPONINA.—¿Por qué te sonríes?
URDEMALAS.—Por nada. Es una costumbre.
POMPONINA.—¿Tú crees que aquí podremos, al fin, escaparnos?
URDEMALAS.—No sé. Urge recorrer y examinar bien todo el escenario hasta encontrar una salida segura.
POMPONINA.—Medio año hace que hemos resuelto separarnos de Pigmalión, y en ningún teatro hallamos
oportunidad.
URDEMALAS.—Cuestión de paciencia. Escaparnos para que nos cojan enseguida será peor; Pigmalión es
muy listo.
POMPONINA.—Tú lo eres más.
URDEMALAS.—Amabilidad tuya. Voy a ir escudriñando este teatro. ¿Dónde vas tú ahora?
POMPONINA.—A dejar esto en mi caja y a desagraviar a don Lindo, que me ha estado dando murga hace
poco.
URDEMALAS.—¡Ah, sí, ya lo he visto! Está celosísimo y desconsolado el pobre.
POMPONINA.—Yo lo calmo enseguida con una carantoña.
URDEMALAS.—Qué duda cabe. Lo tienes aquí (Alzando y moviendo el índice), enligado completamente.
POMPONINA.—¡Pobre! ¡Lo quiero mucho! Sería adorable si fuese más alegre y no se pusiese tan
celoso.
URDEMALAS.—Claro, claro, es demasiado celoso. ¡Por nada se incomoda!
POMPONINA.—Es un romántico.
URDEMALAS.—Eso, un romántico. Escucha.
POMPONINA.—¿Qué?
URDEMALAS.—Antes de ver a tu paje di a Lucas Gómez que te enseñe una cosa.
POMPONINA.—¡Ay, no! Me es muy antipático y apesta a tabaco.
URDEMALAS.—Un momento nada más. No te arrepentirás. Te dará la cabellera de tu don Lindo.
POMPONINA (Sobresaltada.).—¿Cómo? ¿Le han hecho algo a mi paje?
URDEMALAS.—No, tonta. Una peladura pasajera.
POMPONINA.—¿Cómo una peladura? ¿Quién lo ha.pelao?
URDEMALAS.—Su mala suerte. Es muy desgraciado.
POMPONINA.—¡Ay, no, que es muy guapo!
URDEMALAS.—Por eso. Ño se puede ser hermoso. Aunque ya no es tan guapo. (Se oye un ruido.)
POMPONINA (Con susto.).—¡Gente!
URDEMALAS.—Sí. ¡Por vida de...! Hay que irse.
POMPONINA.—Y pronto. (Vase presurosa, estrujando en el pecho la bolsa y el collar, y entra en su
caja cerrando la puerta. Son débil de campana. URDEMALAS queda unos segundos en escucha.)
URDEMALAS.—Y tanto que conviene irse. (Va a su caja, advirtiendo de pronto la del Tío PACO
abierta y vacía.) ¡Calle! El tío rebaja ese ha salido de su caja, olvidando cerrar la puerta.
¡Valiente estafermo! ¡Para comprometernos a todos! (Cierra la caja muy cuidadosamente a fin de
no hacer ruido, y va ala suya mirando precavido alrededor de sí.) Esa Pomponina..., cada día más
bonita... Es una vergüenza para mí que todavía no... (Penetra en su caja y cierra la puerta
rápidamente.)

ESCENA SEGUNDA

(DUQUE y CONSERJE, que le precede, provisto de una linterna. Aparecen por donde se fueron,
izquierda, primer término.)

DUQUE.—¡Por fin! ¡Creí que no llegaba nunca el instante!


CONSERJE (Mirando receloso a todos lados, con cierto temblor de manos y piernas.).—¿Y cómo va a abrir la
caja el señor Duque?
DUQUE.—Aquí está la cartera de Pigmalión (Mostrándosela) con la llave dentro. (Sacando la llavecita.)
Tome usted la cartera.
CONSERJE (Tomándola, atónito.).—¿Y qué hago con ella, señor Duque?
DUQUE.—Restituírsela intacta a Pigmalión. Le dice usted que, por orden mía, se la ha robado esta noche
un ra-terillo famoso que me está agradecidísmo porque lo defendí y saqué absuelto hace unos años. Le
envié recado al salir de aquí.
CONSERJE (Guardando la cartera en un bolsillo interior.).— Lo primero que haré mañana será llevársela a
Pigmalión, tal y como me la entrega el señor Duque... ¿Y ahora?
DUQUE (Yendo a la caja de POMPONINA.).—Ahora me llevo esa divinidad de muñeca.
CONSERJE (Dando diente con diente y salpicando de luz el suelo con la linterna, que le baila en la mano,
temblona.).—¡Mucho cuidado, señor Duque...! Yo, la verdad, tengo miedo.
DUQUE.—¡Miedo a una muñeca!
CONSERJE.—Me parece haber oído abrirse las cajas, y hablar y cantar a los muñecos.
DUQUE.—Sí que es usted un hombre de temple.
CONSERJE (Empavorecido.).—Con personas vivas lo que quiera el señor Duque, pero con muertos y
cosas de magia y mecánica..., yo no...
DUQUE.—Pues vayase, vayase.
CONSERJE.—Con el permiso del señor Duque..., aquí le dejo la linterna. (Panela en el suelo y vase por donde entró,
como alma que lleva el diablo.)
DUQUE.—Mejor que se vaya. (Encarándose con la caja de POMPONINA.) ¡Por fin voy a convencerme de qué es
esto! Mujer o muñeca, ilusión o realidad, ¡yo he de llevármela! (Acercándose más a la caja.) En ningún
rincón del mundo, ni en el fondo de los mares, ni en los palacios de maravilla que levantaron los hombres se
ideó un hechizo como esta Pomponina adorable. (Jugando la llave en la cerradura de la caja.) ¡Parece que
se me va a romper el corazón! (Deja la llave para llevarse ambas manos al pecho.) ¡Me ahogo de emoción!
¡Valor! ¡Voy a verla solo, yo! (Da vuelta a la llave y tantea en los bordes de la caja.) ¡Ya di con él! Este
debe de ser el botón que abre. (Oprimiéndolo.) Probaremos. (Ábrese bruscamente la caja y vese a
POMPONINA dentro.)

ESCENA TERCERA (DUQUE y POMPONINA.)

DUQUE.—¡Ella! ¡Qué divinidad! (Llamándola en voz baja.) Pomponina... Pomponina... ¡No me contesta!
(Tomando la linterna del suelo y alumbrando la caja.) Señora..., señora muñeca, o lo que usted sea... ¿No
sale usted?
POMPONINA (Saliendo de su caja y llevando aún en la mano el collar que le regaló MINGO.).—¿Y Pigmalión?
DUQUE.—¡El diablo lo confunda! Vengo yo solo.
POMPONINA.—¿Y quién eres tú?
DUQUE.—El Duque de Aldurcara.
POMPONINA.—¿Y cómo estás aquí solo? Es la primera vez que veo gente sin Pigmalión.
DUQUE.—No me hable usted más de Pigmalión. Lo odio.
POMPONINA.—¡Toma! ¡Y yo! ¡Y todos! Y mi paje, don Lindo, más que todos.
DUQUE.—Pero, usted, o tú, o como usted quiera... ¿Quién eres, tan soberanamente hermosa?
POMPONINA.—Pomponina, hombre. ¿No lo ha visto en mi caja?
DUQUE.—Pero, ¿qué eres? ¿Mujer, muñeca, ensueño, apariencia, o qué?
POMPONINA.—Soy Pomponina.
DUQUE.—Yo te adoro.
POMPONINA.—Igual me dicen Pigmalión y mi paje.
DUQUE.—¡No me hables de nadie! ¡Sólo me importas tú!
POMPONINA.—Lo mismo, lo mismo me dice mi60 don Lindo.
DUQUE.—¡Tu don Lindo! ¡Maldito paje!
POMPONINA.—¡Ay, no! ¡Déjalo en paz! ¡Lo han pelado ahora! Cuando lo vea, lo que me voy a reír. A ver
si se me va el amor que le tengo.
DUQUE.—¿Cómo el amor? Tú, tan maravillosamente guapa, ¿estás enamorada de ese muñeco?
POMPONINA.—Claro que sí.
DUQUE.—¡De un muñeco!
POMPONINA.—¿Y qué soy yo?
DUQUE.—Pues destruiré ese muñeco.
POMPONINA.—¡Ay, no! ¡Pobrecito!
DUQUE.—Te quiero para mí exclusivamente. Vengo a robarte.
POMPONINA.—¡Ay, qué miedo!
DUQUE.—No tengas miedo. Te quiero yo con toda mi alma.
POMPONINA.—Es un decir. Estoy deseando que se me lleven61.
DUQUE.—Tengo muchos millones, muchos palacios, muchos caballos y coches, y muchas joyas.
POMPONINA.—¿Tan bonitas como éstas? (Le enseña el collar de brillantes.)
DUQUE.—A ver. Trae.
POMPONINA (Retirando el collar.).—No te vayas a quedar con él.
DUQUE.—¡Pomponina! ¿Por quién me has tomado?
POMPONINA.—Por un hombre. Bueno, míralo, pero no lo suelto.
DUQUE (Examinando el collar.).—Son cuentas de vidrio.
POMPONINA.—No, que son brillantes.
DUQUE.—Cristal, y del mediano.
POMPONINA (Desilusionada.).—Y eso vale menos, ¿eh?
DUQUE.—Eso no vale nada.
POMPONINA.—¡Maldito Mingo! Ya verás tú. (Va furiosa a la caja de MINGO.)
DUQUE (Interponiéndose.).—¡No, por Dios, déjalo! ¿Qué te importa ya? Te compraré las piedras preciosas
mejores de la tierra; te haré fabricar62 carrozas de oro y plata, y autos65 eléctricos y silenciosos, con
camarines de ébano y palo de rosa64, y tendrás mil criados, y serás libre y reina del mundo.
POMPONINA (Palmoteando.).—¡Ay, qué bien! ¡Ay, qué bien! Es verdad todo eso, ¿eh?
DUQUE.—Dentro de unas horas, toda mi fortuna será tuya.
POMPONINA.—Entonces llévame.
DUQUE.—¡Ven! (Tomándola, emocionadísimo, de la mano.) ¡Ven!
POMPONINA.—¿Dejarás ir conmigo a mi paje don Lindo?
DUQUE (Con súbita indignación.).—¡De ningún modo! ¿Estás loca? Te quiero para mí solo, solo...
POMPONINA.—¿Y cuando me canse de ti?
DUQUE.—Me mataré.
POMPONINA.—Así, bueno; pero a mí no me harás daño, ¿eh? Tengo una maquinaria muy delicada.
DUQUE.—¡Pomponina! ¡Qué candor! Mira, detrás de esas cortinas (Señalando al fondo), hay una ventana muy
baja que da a la calle. Saltaremos por ella para que los empleados de Pigmalión, que duermen ahí, en los
corredores, no nos vean.
POMPONINA.—Ah, sí, Tomás y Mauricio. Son unos borrachos.
DUQUE.—Ven, ven. (Suelta la mano de la muñeca y descorre las telas, entre la caja de POMPONINA y la de
CORINA. Queda visible una ventana alta.) Anda, vamos, ven.
POMPONINA.—Voy, voy... Y no me engañes. Ya sabes: palacios, joyas, carrozas de plata, autos de palo de
rosa. ¡Me voy contigo por eso!
DUQUE.—El mundo entero compraría yo para ti. Ven, ven.
POMPONINA.—Voy, voy. ¡Cómo va a rabiar Pigmalión! (Tomando a batir palmas.) ¡Me alegro! Que
rabie, que rabie. Así no me castigará otra vez sin flores. (Acércase al DUQUE. Este abre con tiento la
ventana y la salta. El TONTO, sin ser advertido, entreabre un poco más la puerta de la caja. [El DUQUE],
tras la ventana, ofreciendo las manos a POMPONINA.) Ven, alma mía.
POMPONINA (Tras la ventana. Vésela el busto solo, como al DUQUE.).—¡Libre, libre, ya soy libre! ¡Uy,
cómo se van a poner algunos cuando sepan que me he ido! (Despidiéndose con la manita, como una
niña.) ¡Adiós, adiós, adiós todos! (El DUQUE, entrelazándola, delicadamente, con el brazo, llévasela. Se
oye el toque seco y brusco de la bocina de un auto y el trepidar del vehículo. Después, nada.)
JUAN (Sacando la cabeza con susto en el rostro y en tono de espanto y alarma.).—Cu, cu, cu, cu, cu, cu.
(Echase fuera de su caja, observa, escucha atento y grita de nuevo.) Cu, cu, cu, cu, cu, cu, cu...

ESCENA CUARTA

(Todos los muñecos. Musiqueo metálico. Asoman juntos la testa, en la caja de DONDINELA, ésta y e/Tío
PACO, y en la de MARILONDA, ésta y PERIQUITO. LOS demás muñecos y muñecas asoman también; miran a
todos lados y salen despacio.)
JUAN (Encarándose con los muñecos, señalándoles primero la caja abierta y vacía de POMPONINA y, después,
la ventana, remedando mímicamente la fuga, y volviendo a gritar en tono plañidero.).—Cu, cu, cu, cu, cu.
DON LINDO (Con desesperación.).—¡Pomponina se ha escapado! (Reparan todos en DON LINDO y sueltan
la carcajada.) Ja, ja, ja. (DON LINDO se cubre la cabeza con las manos.) ¡Por vida de...! Con esta
desgracia, se me ha olvidado mi peluca... No es para reírse el momento.
MARILONDA.—Lo han pelado. ¡Ja, ja, ja!
DON LINDO (Indignado, a MARILONDA.).—Más valía que te arreglases tú las greñas, tunanta, en
lugar de reírte.
MARILONDA (A PERIQUITO, arreglándose los rizos de la frente.).—¿Ves? ¡Por no saber hablar y
estar conmigo en mi caja! ¡Siempre me sacan los colores por ti!
LUCINDA (Señalando al paje con el dedo.).—¡Qué visión!
CORINA.—¡Qué facha!
DONDINELA (Señalándolo también, y cantando en broma.).— Motilón65.
TODAS (A coro.).—Motilón, motilón, motilón. (Ríen.)
DON LINDO.—¡Necias! Sólo me importa ahora Pompo-nina, pero luego haré un escarmiento.
LUCAS (Alzando la peluca y agitándola en el aire.).—¡No, hombre, no! ¡Toma! No estando
Pomponina, para nada la necesito. ¡Yo que pensaba divertirme tanto! ¡Toma! (Le tira a DON
LINDO la peluca y apunta mal, dando con ella en la frente del Tío PACO.)
EL Tío PACO (A LUCAS GÓMEZ.).—¡Eh, amigo, hay que tener mejor puntería! Yo no admito
pelucas de nadie.
CAPITÁN.—¡Basta ya! ¡Ésta es la ocasión de escaparse!
URDEMALAS.—¡Y tanto! Llega, por fin, la oportunidad de emanciparnos, y perdéis el tiempo
peleándoos.
CAPITÁN.—Cierto. ¡Huyamos!
MUÑECAS (A coro.).—¡Libertad! ¡Libertad!
JUAN (Saltando regocijadísimo.).—Cu, cu, cu, cu.
PERO GRULLO.—Calla, tú, tontuelo. ¿Quién va a sustituir a Pigmalión para dirigirnos?
MINGO REVULGO.—Yo me encargo de administraros y exhibiros por el mundo.
DON LINDO.—Como si tuvieras tú el talento de Pigmalión.
MINGO REVULGO.—Para eso tenemos a Urdemalas de consejero.
PERO GRULLO.—Y yo, ¿qué? ¿Puede prescindirse de mí en ese gobierno?
URDEMALAS (Disimulando una sonrisa.).—De ninguna manera. Tú serás nuestro diplomático y
representante entre los hombres. Estás lleno de dignidad y no te equivocas nunca.
PERO GRULLO.—Exacto. Me gusta mucho que me hagan justicia.
URDEMALAS.—No perdamos más tiempo.
CAPITÁN.—Muy bien hablado. Voy a preparar la fuga en el acto y a enardeceros a todos.
JUAN (Muy alegre.).—Cu, cu, cu, cu.
CAPITÁN (Sacando el sable y blandiéndolo en el aire.).— Venid aquí. Escuchadme, atendedme.
(Continúa empuñando con la diestra el sable, y recoge del suelo, con la izquierda, la linterna que dejó
el CONSERJE, contemplándola detenidamente. Rodéanle muñecos y muñecas. Accionando, ya con el
sable, ya con la linterna.) ¡Os hablo en nombre de nuestra conveniencia y más sagrados intereses!
URDEMALAS (Yendo cerca del CAPITÁN.).—A ver si estás a la altura de las circunstancias.
CAPITÁN.—¡Yo siempre estoy en las alturas, a cubierto de las cobardías vulgares! Escuchad. {Estrechan
el corro)
URDEMALAS (Al oído del CAPITÁN.).—Sé breve.
CAPITÁN.—Ya, ya. Fijaos bien todos en esa ventana. (Volviéndose y señalándola con el sable.) ¡Fijaos bien!
(Los muñecos miran a la ventana.) Tras esa ventana está el fin de nuestra esclavitud.
PERO GRULLO (Adelantando un paso y alzando solemnemente el brazo.).—Y el principio de nuestra
libertad.
URDEMALAS.—¡Eso es! ¡Bravo!
CAPITÁN.—Tras esa ventana está la dicha libre, la danza libre y el entendimiento libre... ¡Todo libre, todo!
URDEMALAS (Bajito al CAPITÁN.).—No te enredes. Abrevia.
CAPITÁN (A URDEMALAS, en el mismo tono.).—Sí, sí. (Alto.) Huir..., huir..., es..., es..., es..., es...
PERO GRULLO.—Huir es escaparse.
CAPITÁN.—¡Tú lo has dicho, Pero Grullo! ¡Gracias por el auxilio! Huir es escaparse, y escaparse es
gozar de una vida nueva, sin ese déspota de Pigmalión.
URDEMALAS (Tirándole de la manga.).—Acorta, hombre, te digo.
CAPITÁN (A URDEMALAS.).—Ya, ya. {Otra vez en tono elevado) Toma, tú, Bernardo. (Le ofrece la
linterna.) Toma.
BERNARDO.—¿Yo?
CAPITÁN.—Tú, sí, tú.
BERNARDO (Tomando la linterna.).—¡Retuerca!
CAPITÁN.—Tú saltarás primero por esa ventana, y, si hubiese algún impedimento, lo separarás con
tu espada.
BERNARDO (Algo contrariado.).—Capitán Araña, yo quizá no merezca el honor de ser el primero.
CAPITÁN (Con una gran plenitud de convicción.).—Sí, lo mereces, gran Bernardo, lo mereces.
BERNARDO (Cariacontecido, con la linterna en la mano.).— Yo creo que exageras. ¿Verdad, Tío
Paco?
EL Tío PACO.—Yo no toco pito en este asunto. Sólo quiero que nos escapemos pronto.
CAPITÁN.—No exagero, Bernardo. Tú, con tu espada famosa, debes precedernos. Tras de ti,
Ambrosio con su carabina preparada, y el Enano con su maza.
ENANO.—Es que quizá no seamos ahora nosotros ni los más indicados ni los más dignos.
URDEMALAS.—¿Cómo que no? ¡Vaya si lo sois!
CAPITÁN.—¡Qué duda cabe que lo sois! Debéis sacrificar vuestra natural modestia y resignaros
ante vuestra grandeza. ¡Pigmalión os la dio! (Afilándose la punta de la perilla con la mano con
que empuñó la linterna, y subrayando el discurso con el sable.) ¡Dichosos aquellos cuyo destino
les reserva la alta misión del heroísmo! Yo os envidio a ti, al Enano y al valiente Ambrosio
porque estáis llamados a la inmortalidad.
BERNARDO.—¡Retornillo!
CAPITÁN.—Ve, Bernardo, ve. Sigúele Ambrosio; y tú, celebérrimo espantajo de la venta,
secúndales. Id, id los tres.
TODOS.—Sí, id, id.
CAPITÁN (A BERNARDO, [al]66 que se le ha avinagrado el rostro y clava la vista en la linterna.).—Ve tú, ve.
Para algo te llamas Bernardo67.
BERNARDO (Melancólicamente.).—Es verdad. Para algo me llamo Bernardo.
URDEMALAS.—¡Nobleza obliga!
CAPITÁN.—¡Y tanto que obliga! Ve, ve a la ventana, Bernardo, alúmbrate en la calle y avísanos si no
estuviese expedito el camino.
BERNARDO (Sacando su enorme espada y, con ella, fuerzas de flaqueza, y dejando la linterna en el suelo.).—
La luz compromete. Prefiero las sombras.
CAPITÁN.—Vamos, tú, Ambrosio, y Enano, dadle escolta.
AMBROSIO (Descolgándose, mustia, la carabina y amartillando el gatillo.).—Bueno, se la daremos. Qué
remedio queda.
EL ENANO (Agitando la maza.).—Alguien se ha de exponer primero.
CAPITÁN (Grandilocuente, levantando muy alto el sable.).—¡Os exponéis por toda nuestra raza de muñecos! Ya se lo
habéis oído mil veces a Pigmalión: somos los comienzos de un futuro mejor. ¡Figuraos qué lugar os reserva
mañana la historia!
LUCINDA.—Os tejeremos coronas.
LAS TRES MUÑECAS RESTANTES (A coro.).—Muchas, muchas coronas. ¡Vivan los héroes!
CAPITÁN.—Ya lo veis. Las mujeres os agasajarán también.
BERNARDO (Dirigiéndose, despacio, a la ventana, blandiendo la espada.).—Vamos.
AMBROSIO (Tras él).—Andando.
EL ENANO (Echando a andar, de mala gana, detrás de AMBROSIO.).—Pero sin correr, con cautela.
URDEMALAS (Inmóvil, viéndolos ir.).—¡Qué suerte tenéis!
CAPITÁN.—¡Quién la tuviera! ¡Son los elegidos!
JUAN.—Cu, cu.
BERNARDO (Ya junto a la ventana, mirando por ella a la calle.).—No se ve nada. (La salta, describe
eses en el aire con la espada; vuélvese a los muñecos, haciéndoles señas de que pueden seguirle, y
desaparece. AMBROSIO y EL ENANO saltan también; vuélvense, igualmente, a los muñecos, ha-
ciéndoles las mismas señas tranquilizadoras, y aléjame, perdiéndose en las sombras de la noche.)
DON LINDO (Yendo presuroso a la ventana.).—Yo encontraré a Pomponina. (Sáltala y vase.)
MINGO REVULGO.—La encontrará para mí. (Lárgase tras de DON LINDO, saltando torpemente la
ventana.)
PERO GRULLO.—Te sigo, te sigo, querido Mingo. (Salta apresurado, después de REVULGO, y
marchase corriendo.)
CAPITÁN (Llegándose al marco de la ventana, con el corvo sable enhiesto.).—¡Venid todos! ¡Saltad!
¡Sus!68 ¡Aprisa!
EL Tío PACO (Encaminándose solo a la ventana.).—Eso de aprisa será lo que tase un sastre. Yo
estoy gordo y no puedo fatigarme mucho. Ven, Dondinela.
DONDINELA.—Voy, voy. (Llégase al lado del Tío PACO, el cual traspone la ventana montándose en
ella con trabajo. Una vez en la calle, extiende los brazos, toma las manitas de DONDINELA y
ayúdala a pasar, cuidando de que no se le suban las faldas, y atrayéndola hacia sí. Vanse los dos.)69
PERIQUITO (Empujando a las tres muñecas restantes.).— Acompañadme vosotras. Yo os ayudaré a
saltar.
LUCINDA.—Sí, ayúdanos.
CORINA.—¡Llegó al fin la libertad!
MARILONDA.—¡Ya era hora!
PERIQUITO (Saltando ágilmente la ventana, observando la calle y dirigiéndose luego a las tres muñecas.).—-
Soledad absoluta. Venid, preciosas, venid. Yo os guiaré por el mundo mejor que el Tío Paco a su novia. (Ayuda a las
muñecas a pasar la ventana como ayudó el Tío PACO a DONDINELA, cuidando, también mucho, de las faldas y
huyendo los cuatro prontamente.)
LUCAS.—Ahora voy yo. Al menor encuentro, os prevendré, poniéndome a cantar. Dadme la linterna.
CAPITÁN.—Nada de linternas ni de cantos. Tú no eres héroe. Lárgate pronto.
LUCAS.—Voy, hombre, voy. No seas tan súpito70. (Salta y vase diciendo desde la calle.) ¡Vía libre!
[UAN (Saltando tras LUCAS, y en tono apagado.).—Cu, cu.
CAPITÁN (Dándole un sablazo leve en las espaldas.).—Silencio, tú, estúpido.
[UAN (Tocándose, dolorido, la espalda.).—Cu, cu. (Desaparece.)
URDEMALAS (Pasando ligero a la calle.).—Abur, Capitán. (Vase.)
CAPITÁN (Asomándose a la ventana.).—¿Cómo abur? Hasta ahora mismo. (Sigue asomado, pantalleándose los ojos
con la mano izquierda, mirando por donde se han ido los muñecos.)

ESCENA QUINTA (CAPITÁN y URDEMALAS, que torna a la ventana.)

CAPITÁN (Ansioso.).—¿Qué? ¿Hay novedad?


URDEMALAS.—Ninguna. No se divisa ni el farol de un sereno.
CAPITÁN.—¡Respiro! ¿Por qué vuelves?
URDEMALAS.—Sé que te vas a quedar y...
CAPITÁN.—¡Cómo que me voy a quedar! ¡Y en una ocasión como ésta! ¡Eso es insultarme y desconocerme! ¡Sólo tú
puedes cobijar tan ruin pensamiento!
URDEMALAS.—¡Psssi, calla! ¡Discursos conmigo, no! Como sé que te vas a quedar, yo me encargo de que
recibas aquí noticias nuestras, para que te reúnas con nosotros cuando puedas huir sin el menor riesgo.
CAPITÁN.—¡Pero, Urdemalas...!
URDEMALAS.—Suprime aspavientos. Tu presencia debe evitar todo peligro, Capitán, porque, como
la mía, es indispensable en las farsas y en el mundo. ¡Adiós, Capitán! (Mira hacia la izquierda,
a lo lejos, y se va nuevamente.)
CAPITÁN (Volviéndose de espaldas a la ventana, se apoya con una mano en su sable, se atusa con la otra los
mostachos y la perilla, y medita unos segundos.).—Ese Urdemalas tiene razón. ¡Es más listo que una
centella! ¡Vaya si tiene razón! ¡Qué duda cabe! Yo me debo quedar. ¡La que se va a armar aquí! Será
curioso escuchar a Pigmalión y ver la cara que pone cuando descubra la fuga de sus muñecos. (Yendo
reposadamente a su caja.) Luego que venga mañana y se le pase el sofoco, salgo y le digo que no he
podido impedir esta criminal escapatoria y que he gritado en vano, sin que me oyese nadie; y pasaré a
ser su hombre y autómata de confianza. No me vigilarán ya más, ni sospecharán de mí, y, entonces, sin
peligro, podré salir de aquí cómodamente para unirme a mis compañeros, sin exposición alguna, cual
conviene a un capitán de mi gloriosa historia. (Se mete en su caja y cierra tras de sí la puerta. Ruido
metálico y telón rápido.)

FIN DEL ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

(Interior pobre de una casa de peón caminero. Por todo asiento, bancos negruzcos y usados de madera, y
a la derecha, en un rincón, dos sillas de enea ante una mesilla pequeña y vieja de pino, sobre la que arde
una lámpara. Puerta central a medio cerrar. Cuatro ventanas abiertas; dos laterales y dos más en el fondo,
una a cada lado de la puerta central. Dan a la carretera. De las paredes cuelgan herramientas diversas de
trabajo: azadas, martillos de picar piedra y una escopeta. A la izquierda, otra puerta entornada que
comunica con las habitaciones del albergue. Tiene la llave en la cerradura y, arrimados en el rincón opuesto
a la mesa, varios mazos, pesados, de apisonar. Es de noche. Entra en la estancia el reflejo de la luna, que
reluce tras una ventana. Alumbra redonda y rojiza como un farol japonés.)

ESCENA PRIMERA

(POMPONINA, sentada en una silla, apoya un codo en la mesa y, a la luz de la lámpara,


contémplase el rostro en un espejillo de mano que empuña con la izquierda. El DUQUE, de pie ante la
muñeca, la observa atento.)

DUQUE.—No te mires más, vidita, alma mía. POMPONINA (Apartando el codo de la mesa y subiéndose, de
un manotazo con la diestra, súbitamente, las faldas que le molestan.).—Quiero mirarme.
DUQUE (Observándola embobado.).—Estás divina. Y no me enseñes esas piernas tan maravillosas ahora.
¡Pierdo la cabeza! ¡Y no es la ocasión ésta!
POMPONINA (Tornando a apoyar el codo en la mesa y a contemplarse, absorta, en el espejillo.).—¿La
ocasión de qué?
DUQUE.—¡De nada! Me gusta que seas tan inocente.
POMPONINA.—Pues a mí me gusta que se me vea bien todo lo que tengo. Pigmalión no me ha querido
enseñar nunca desnuda, delante de la gente, y es lo que yo le decía: ya que me has hecho tan perfecta,
¿por qué no dejas que me vean sin ropa?
DUQUE.—Sin ropa no te verá nadie mientras yo viva, como no sea yo solo.
POMPONINA.—¿También tú? ¡Pues no eres poco egoísta! Lo mismo me decían mi paje y Pigmalión. ¡Pues
no, señor! Yo quiero que me vean todos lo retepreciosa que soy.
DUQUE.—Mira, monina, urge que te eduque para mí solo. Eres algo nuevo, imprevisto, sorprendente, que
se adora con toda el alma, aunque sea[s]71 una muñeca. Y no te mires más, repito. Mírame a mí.
POMPONINA.—¡Ya no me gustas!
DUQUE.—¡Sí que te has cansado pronto! ¡Aún no hace una hora que estamos juntos!72
POMPONINA.—Me has prometido palacios, fiestas, jardines, perlas. Por eso me he ido sólita contigo, sin
mi paje y los otros muñecos. ¡Escaparme para venir a parar a esto! ¡Yo no quiero estar aquí!
DUQUE.—¡Toma, ni yo! ¿Quién iba a pensar en la avería del auto?
POMPONINA.—Se tienen automóviles más seguros.
DUQUE.—Más seguro que un Rolly73, último modelo, no conozco.
POMPONINA.—Pues ya ves qué seguro es que, a lo mejor del camino, ¡paf!., rotura.
DUQUE.—¡Inevitable! Mi chófer y el peón caminero de esta casa han salido escapados en busca de
remolque.
POMPONINA.—¿Y si pasamos aquí toda la noche?
DUQUE.—Renegaré de mi estrella, pero... ¿qué le voy a hacer? Estamos lejos de poblado. Tardarán
en volver por aprisa que vayan, pero cerca de ti todo es nada. ¡Sólo tú importas! ¡A tu lado todo
me es igual!
POMPONINA.—¡A mí, no! ¡Qué mareo! Nos cogerá Pigmalión, que es muy listo, y adiós
escapatoria.
DUQUE.—Es lo que nos faltaba, pero no.
POMPONINA.—-Pero sí...
DUQUE (Yendo hacia ella muy amoroso.).—Pero, tontina, muñequita divina, encanto mío. ¡Cómo te
adoro! (Intenta abrazarla en un arrebato de pasión.)
POMPONINA (Rechazándolo con el gesto.).—Quita, quita.
DUQUE.—No te enfades, monina.
POMPONINA (Ensayando gestos en el espejillo, tornando a extasiarse en la contemplación de sí misma.).
—Me he escapado para divertirme y gozar yo, no tú. (Dando un golpetazo con el espejillo en sus
faldas.) ¡Qué triste es todo esto!
DUQUE.—En cuanto venga otro automóvil saldremos corriendo. Mañana, en mi casa de Predio
Alto, y dentro de unos días en París.
POMPONINA (Palmoteando.).—¡Ay, sí, sí! ¡París, París! Pigmalión dice que es divino. Nos iba a
exhibir allí muy pronto. ¡A París, a París!
DUQUE.—¡Cómo me gusta verte pasar enseguida de la tristeza a la alegría!
POMPONINA.—Dame agua.
DUQUE.—¿Agua?
POMPONINA.—A nosotras hay que remojarnos con frecuencia el engranaje. Quiero agua.
DUQUE.—¿Dónde la encuentro yo ahora?
POMPONINA.—Búscala.
DUQUE.—Pero, Pomponina...
POMPONINA.—Quiero agua. Tú me has dicho que satisfarías todos mis caprichos. Ve al automóvil.
DUQUE.—Sólo hay botellas de vino.
POMPONINA.—Pues, búscala por ahí, por dentro de la casa.
DUQUE.—Pero, monina...
POMPONINA (Haciendo pucheros.).—Quiero agua.
DUQUE.—¡No! ¡Llorar, no! Se me parte el alma de verte llorosa.
POMPONINA.—Pues dame agua.
DUQUE.—Voy, voy a ver si la encuentro. No te apures. (Enciende una cerilla y éntrase por la puerta
izquierda en el interior de la casa. La muñeca se queda sola en actitud pensativa. Un ratito de inacción y
silencio.)
POMPONINA.—Lo voy a encerrar y me escapo yo sólita... ¡Ay, no, qué miedo; sólita no!..., pero lo
encierro. Vaya si lo encierro. Le haré rabiar para no aburrirme. (Va de puntillas a la puerta por donde
se fue el DUQUE y echa la llave.) Así, así. ¡Qué gusto! Las ventanas tienen reja ahí. No podrá saltar.
DUQUE (Desde dentro, llamando en la puerta.).—El agua.
POMPONINA (Junto a la puerta.).—Ya no quiero agua.
DUQUE.—Pero abre; me has encerrado.
POMPONINA.—No abro. Rabia.
DUQUE.—¡Pomponina!
POMPONINA.—Que no abro.
DUQUE.—Pero criatura...
POMPONINA.—Yo no soy criatura. Soy Pomponina.
DUQUE (Golpeando la puerta.).—¡Vamos, abre!
POMPONINA (Llevándose la diestra a la naricilla graciosa y haciéndole burla.).—No abro. ¡Encerrado ahí,
por malo!
DUQUE (Aporreando la puerta.).—Echaré la puerta abajo.
POMPONINA.—¡Mejor! ¡Así me divertiré! Me aburría mucho. (Suena, lejana, la bocina de un automóvil.)
DUQUE.—¿Oyes?
POMPONINA.—Sí, oigo. Voy a ver. (Asómase a una ventana.)
DUQUE.—¡Al fin! ¡Ya está ahí el auto, Pomponina! ¡Abre!
POMPONINA (Desde la ventana.).—Cuando llegue. Aún no se ve. ¡Calla!74 Viene una señora a pie.
DUQUE.—¿Una señora?
POMPONINA.—Sí, muy compuesta. Mira como buscando algo... Ahora se fija en mí; viene hacia la casa.
(Retirándose de la ventana.) ¿Quién será?
DUQUE (Multiplicando los porrazos en la puerta.).—¡Abre, abre por los clavos de Cristo!
POMPONINA.—Luego, luego. Me gusta mucho hacerte rabiar.

ESCENA SEGUNDA

(POMPONINA, JULIA, una mujer muy ataviada y moza que aparece en la puerta central, y el
DUQUE desde dentro.)
JULIA (Observando a POMPONINA sin pasar del umbral de la puerta.).—Esta debe de75 ser. POMPONINA
(Contemplando a la recién llegada.).—Ya te he visto desde lejos. Pasa, pasa. (Julia adelanta despacio, sin
quitar los ojos de POMPONINA.)
DUQUE (Moliendo la puerta a patadas y puñetazos.).—¡Abre, abre!
JULIA (Mirando, sorprendida, a la puerta.).—¿Quién está ahí dentro?
DUQUE.—¡Eso me faltaba, Julia aquí!
JULIA (Yendo presurosa a la puerta y aplicando el oído en ella.).—¡El Duque!
POMPONINA.—¿Lo conoces?
JULIA.—No conozco otra cosa. Por él vengo.
DUQUE (A voz en cuello.).—¡Abre!
JULIA (Para sí, examinando a POMPONINA con unos impertinentes.).—Es divina realmente. (Alto.)
¿Lo ha encerrado usted?
POMPONINA (Mirando también con sus impertinentes a la dama.).—Me aburría.
JULIA.—¿Y por eso?
POMPONINA.—Sí, por eso, por distraerme lo he encerrado.
JULIA (Hablando alto, cerca de la puerta para que la oiga el DUQUE.).—¡Magnífico! ¡Encerrado y burlado
por una..., digamos, muñeca! ¡Ni hecho de encargo!
DUQUE. (Aporreando iracundo.).—¡Ábreme, Julia!
JULIA.—¡Ca! Me conviene más que estés encerrado.
DUQUE (En el paroxismo de la cólera, acompañando su hablar con golpes en la puerta.).—¿Cómo estás
aquí?
JULIA.—No te importa.
DUQUE.—¡Abre con mil diablos!
POMPONINA (Ingenua, a JULIA.).—Cómo rabia, ¿eh?
JULIA.—¡Que rabie! Por él y por usted venía, sea usted o no una muñeca.
POMPONINA.—Una muñeca soy. Como somos nuevos aquí aún no me has visto representar en las farsas.
JULIA.—Nunca oí hablar a las muñecas. Tal y como una persona es usted.
POMPONINA (Abanicándose, coqueta y vanidosa.).—¡Más bonita que una persona! ¡Me han hecho muy
bien! (Va a sentarse en una silla. Musiqueo metálico al sentarse.)
JULIA.—¿Tiene usted música dentro?
POMPONINA.—¿No lo oyes?
JULIA.—Todo esto es extraordinario.
POMPONINA.—Y tú, ¿quién eres?
JULIA (Con un comienzo de ira.).—¡A que sepas quién soy he venido!
POMPONINA.—¿Ah, sí? ¡No comprendo!
JULIA.—Las muñecas comprenden pocas cosas.
POMPONINA.—No creas. Pigmalión nos ha dado mucha picardía. Si tú conocieses a Urdemalas, verías. Es
muy travieso.
JULIA.—¡Qué más Urdemalas que tú! ¡Robarme al Duque!
POMPONINA.—¿Yo? Yo no he robado al Duque. Ha sido él quien me ha robado a mí.
JULIA.—¿Conque él te ha robado?
POMPONINA.—De mis cajas, sí, señora. Y me ha prometido que seré como una reina y que tendré muchos
palacios, perlas y brillantes a montones, pero ya me estoy arre-pintiendo de esta huida. Me vuelvo con
mis muñecos. Abur, me voy.
DUQUE.—¿Cómo que se va? ¡Y yo aquí encerrado! ¡Pomponinaaaaa!
JULIA.—No hay cuidado; no se va. (Llégase de un salto a la muñeca, cogiéndola por un brazo. Óyese un crujir
de caja de música, sacudida y dos o tres notas destempladas de campana sonora.)
POMPONINA.—¡Suelta! ¡Déjame!
DUQUE (Chillando tras la puerta.).—¡Si la estropeas, te mato!
POMPONINA.—¡Socorro... ay, ay, socorro!
DUQUE (Como loco.).—¡Déjala, déjala!
JULIA (Zarandeando de nuevo a POMPONINA.).—¿Dejarla? ¡Voy a dividirla en pedazos! (Pónele una mano en
el sombrero y otra en el pecho. En la ventana izquierda, del fondo, asoma la cara de JUAN EL TONTO.)

ESCENA TERCERA (JULIA, POMPONINA y los demás muñecos que se indican.)

JUAN (Mirando a POMPONINA.).—Cu, cu.


JULIA (Sorprendidísima, soltando a POMPONINA, al ver la cabeza de JUAN EL TONTO aparecer en la ventana.).
— ¡Qué...!
POMPONINA (Corriendo a la ventana.).—¡Mis muñecos, mis muñecos!
JUAN.—Cu, cu. (Asoman, junto al TONTO, LUCAS GÓMEZ, EL ENANO, BERNARDO y AMBROSIO, y en la otra
ventana del fondo, URDEMALAS y DON LINDO. Todos recorren la estancia con la vista, mirando sigilosos.
JULIA, inmovilizada por el asombro, contempla, estupefacta, a los muñecos.)
DON LINDO.—¡Pomponina!
POMPONINA (Yendo a la otra ventana al ver a DON LINDO, y abrazándose a él).—¡Mi paje!
DON LINDO (Estrechando el abrazo.).—¡Pomponina mía! (Cuadro. Unos momentos de expectación y
silencio.)
DUQUE (Aporreando otra vez la puerta.).—¿Qué pasa ahora, vive Dios?
JULIA (Contemplando a los muñecos, desconcertada.).—¿Estaré yo soñando? (Los muñecos van
hablando cuando se indica, sin pasar de la ventana.)
URDEMALAS.—¡Andando! ¡Huyamos! ¡Nos sigue Pigmalión de cerca!
POMPONINA (Desprendiéndose dulcemente de DON LINDO.).—¿Cómo habéis venido?
LUCAS.—Nos hemos fugado.
URDEMALAS.—Pssi. Hablad quedo.
POMPONINA.—¿Y los demás?
DON LINDO.—A todos los ha cogido Pigmalión.
POMPONINA.—¡Los ha cogido!
LUCAS.—Sí. Ha poco, al enterarse de la fuga tuya y nuestra, preparó nuestro carro-automóvil para viajar
por los pueblos y se lanzó él solo en nuestra persecución.
DON LINDO.—En una plaza llena de pórticos bajó para darnos caza.
URDEMALAS.—Y mientras cogía a Periquito, Lucinda y demás muñecos, nosotros asaltamos el carro, le di
toda la velocidad al motor y aquí estamos.
DON LINDO.—Huyendo al azar, divisamos dos autos parados, vimos luz en esta casa y hemos venido
hasta esta ventana, pensando en el que te robó y en ti.
POMPONINA (Alzando las manitas bonitas y batiendo palmas.).—¡Muy bien jugado, muy bien jugado!
¡Qué alegría! ¡Si no es por vosotros!...
URDEMALAS (Interrumpiéndola.).—No perdamos tiempo ahora. Nos siguen de cerca.
DON LINDO.—¡Ven, Pomponina, ven, ven!
POMPONINA.—¡Sí, sí, sí! ¡Llevadme, llevadme! (Salta la ventana, apoyada en DON LINDO y URDEMALAS.)
JUAN (Observando a JULIA y recorriendo otra vez con la mirada toda la habitación.).—Cu, cu. (Desaparecen
rápidos todos los muñecos. El TONTO se queda un instante en la ventana haciéndole muecas de burla a
JULIA.) CU, CU. (Vase. Óyese al DUQUE golpear furioso la puerta. JULIA, de pie en medio de la escena,
sigue mirando, atónita, a las ventanas. Otro rato de silencio.)

ESCENA CUARTA (JULIA y el DUQUE, encerrado.)

JULIA (Para sí, desconcertada.).—Pero, ¿qué es esto? ¿Qué apariciones son ésas? ¡Qué caras!... ¡Lo
estoy viendo y no lo creo! (Va precavida y temblando a la ventana derecha, asomándose a ella
con miedo y mirando unos momentos hacia lo lejos.) ¡Se han ido! ¡No se ve nada ya!
DUQUE (Desde dentro.).—¡Pomponina, Pomponinaaaa!
JULIA (Desde la ventana.).—Se fue, hijo, se fue.
DUQUE.—¡Se fue!
JULIA (Retirándose de la ventana un poco más repuesta del susto y la sorpresa, y acercándose donde
está el DUQUE, cerca de la puerta.).—Sí. Han venido unos tíos muy raros y se han llevado a
Pomponina.
DUQUE.—¡Ábreme o no respondo de mí!
JULIA.—Hasta que no venga gente, no. Te conozco el pronto y, la verdad.
DUQUE.—¿Cómo has llegado hasta aquí?
JULIA (Hablando muy cerca de la puerta.).—Pues nada, hombre, que fui a tu casa, me enteré de tu
fuga con la figurilla esa mecánica, me cegué y monté en mi auto...
DUQUE.—¡Y no te estrellaste, por desgracia!
JULIA.—Me dio el corazón que llevarías la condenada esa, por de pronto, a tu finca de Predio Alto,
donde pasaste conmigo la primera luna de miel.
DUQUE (Exasperado, gritando y dándola a la puerta con todas las fuerzas que le quedan.).—
¡Abreeeeeeeee!
JULIA.—Luego, hombre, luego. ¡Calla! Te vas a quedar afónico. (Yendo por una silla y sentándose
ante la puerta.) Ahora, la verdad, hasta que venga gente, yo no tengo ninguna prisa.
DUQUE,—¡Por los clavos de Cristo!
JULIA (Acomodándose en la silla, a sus anchas.).—Pero ninguna prisa. (Golpear terrible del DUQUE,
en la puerta.)

ESCENA QUINTA
(JULIA y los muñecos de antes, que aparecen de nuevo en una ventana del fondo. Hablan entre sí,
muy precipitada y nerviosamente, sin que se les oiga, señalando a JULIA, que, sentada en la silla de
espaldas a ellos, no puede verlos. URDEMALAS y LUCAS GÓMEZ saltan la ventana y, de puntillas, con
extremado tiento para que no lefsj76 resuenen los muelles, se acercan a JULIA haciéndole gestos.
URDEMALAS saca un pañuelo grande del bolsillo. Tras LUCAS saltan AMBROSIO, BERNARDO, el ENANO y
JUAN EL TONTO. Al llegar junto a JULIA, URDEMALAS le echa prontamente el pañuelo a la cara,
tapándole ojos y boca. LUCAS la sujeta los brazos; AMBROSIO, el ENANO y BERNARDO refuerzan el
grupo y atenazan a JULIA. El TONTO se queda atrás riendo estúpidamente y haciendo muecas grotescas
de satisfacción.)

URDEMALAS (En voz queda y dirigiéndose con señas expresivas a DON LINDO y POMPONINA, que se han
quedado tras de la ventana, muy juntos y amartelados.).—Psssiiiii... Id ya a la reja de fuera y llamad la
atención del Duque. (Desaparecen de la ventana POMPONINA ^ DON LINDO.)
DUQUE (Desde dentro, dejando de aporrear la puerta.).—¡Al fin, gente en la reja! ¡Prepárate, Julia! (Con
voz más distanciada.) ¡¡¡Qué!!! ¡¡¡Pomponina!!! ¡¡¡Don Lindo!!! (LUCAS GÓMEZ va presto junto a la
puerta y da vuelta a la llave. URDEMALAS, BERNARDO y EL ENANO empujan a JULIA hacia la puerta,
que entreabre LUCAS lo preciso sólo para que pase el cuerpo de la mujer, y la precipitan dentro. LUCAS
cierra la puerta instantáneamente, tornando a dar dos vueltas a la llave y llegándose a la ventana. Todo
prontísimo, en menos que se cuenta.)
LUCAS (Desde la ventana.).—Venid. Ya está.
JUAN (Frotándose las manos contentísimo y convulso de risa.).—Cu, cu. (Vuelve LUCAS junto a los
muñecos. Se oye tras de la puerta un porrazo espantoso y unos gritos agudísimos de JULIA que cesan
enseguida. DON LINDO y POMPONINA reaparecen en la ventana, que saltan a su vez, uniéndose a
URDEMALAS y demás compañeros.)

ESCENA SEXTA (Los ocho muñecos citados.)

URDEMALAS (A POMPONINA.).—¡Ya estás vengada!


DON LINDO (Tomando de la mano a POMPONINA y señalando a la puerta.).—Esa es la que te quería
dividir en pedazos, ¿verdad? Pues ahora la dividirán a ella.
POMPONINA.—Así, que la zurren, por mala. (Otro ruido breve y seco tras de la puerta, y un quejido
ahogado. Después, silencio.)
LUCAS (Muy alegre, imitando con el ademán la acción de azotar.).—¿Oís? Menuda tunda la estarán dando
ahí dentro.
BERNARDO.—¡Por mí, que la zurzan! Y ahora, vengada ya Pomponina, pies al aire.
URDEMALAS.—He cambiado de opinión. ¡Nos quedamos aquí!
LUCAS.—¡Quedarse es absurdo!
DON LINDO.—¡Una barbaridad! Pigmalión nos sigue de cerca. Esta es la sola 77 casa que hay en toda la lla-
nura despoblada y, como nos llamó la atención a nosotros, se la llamará a Pigmalión también, y entrará
aquí.
URDEMALAS.—No sale nadie.
EL ENANO (Dando dos pasos hacia la puerta central).—Saldremos todos y te quedarás tú solo.
BERNARDO.—Si creerás tú que hemos sido héroes en nuestra fuga, Ambrosio, el Enano y yo, para que nos
lleven otra vez al encierro de nuestras cajas.
EL ENANO.—Como tú saliste el último y no te expusiste...
URDEMALAS.—No seáis pasmarotes y escuchadme. (Todos los fantoches reducen y estrechan el semicírculo
alrededor de él. JUAN EL TONTO lo oye atento, acentuando su expresión de bobo. URDEMALAS, silbando las
palabras, insinuante y persuasivo.) Cuando hace un rato rescatamos a Pompo-nina y tornamos a nuestro
carro, ¿por qué en vez de escapar hemos vuelto aquí?
DON LINDO.—¡Toma! Para vengar a Pomponina de esa mujerota fiera.
URDEMALAS.—Y todo porque mientras volvíamos al carro Pomponina nos contó el peligro que ha
corrido.
DON LINDO.—¿Por qué antes querías huir y ahora, de pronto, quieres que nos quedemos aquí?
URDEMALAS.—Porque antes las nubes del cielo ocultaban de vez en cuando la Luna y, ahora, está
despejado y hemos perdido mucho tiempo; se acerca el día y, como todo es llanura y no tenemos
sombra que nos proteja, nos coge Pigmalión si nos ve, y, en lugar de libertar a nuestros compañeros
presos, mañana, esclavos de nuevo, hacemos todos la primera farsa en el teatro de Aldur-cara, que es lo
que quiere Pigmalión.
LUCAS.—¡Y lo que no queremos nosotros!
POMPONINA.—¡Otra vez Pigmalión, cuando nos creíamos libres de él para siempre! ¡Qué horror!
DON LINDO.—Pero, si no salimos y nos coge aquí dentro Pigmalión, ¿cómo nos libramos de él?
URDEMALAS.—Dejadme seguir. ¿Qué desea Pigmalión? Dominarnos. ¿Qué queremos nosotros? Ser
libres. ¿Quién es el fuerte? El. ¿Y los débiles?
LUCAS.—Nosotros, por desgracia.
URDEMALAS.—O por fortuna. El mundo es de los débiles astutos.
DON LINDO.—¿Y qué hacemos?
URDEMALAS.—El mal... Hagamos el mal, purificador mal, justo mal. ¿Qué ha hecho Pigmalión con
nosotros? Hacernos muy mal, de puro querernos hacer muy bien. La prueba que prepara otros
muñecos mejores que, cuando estén acabados, nos sustituirán y nos destruirán. Al mal, pues, mayor
mal. Destruyamos a Pigmalión aquí mismo, antes que un día nos destruyan a nosotros.
POMPONINA (Batiendopalmas.).—Ay, sí... Pero ¿cómo lo destruimos?
URDEMALAS.—Intentando el desorden y el caos en nuestra grey, mejores que la injusticia. Del caos
de arriba —me contaba un día Pigmalión, cuando me acabó de hacer y quiso probar mi
inteligencia de fantoche—, del caos de arriba salieron esta condenada luna que nos joroba esta
noche y las estrellas. Mientras duren éstas que hay, tan viejas, no podrán salir otras mejores.
Hagamos el mal, el mal, purificador mal...
LUCAS.—¿Y cómo lo hacemos, repalanca?
URDEMALAS.—Dejádmelo hacer a mí, que es mi oficio, y para eso me hicieron.
BERNARDO.—Tú nos responderás...
URDEMALAS.—De todo, buen Bernardo, de todo. Mil abuelos tuve y mil herederos tendré, y tan
preciso soy en el mundo que ni hombres ni muñecos podrían vivir ni progresar sin mí. (Sepárase
de los autómatas, que lo observan curiosos, y va despacio a la pared, de donde descuelga la escopeta,
que alcanza y examina atentamente.) ¿Veis? En todas partes tengo yo cómplices y ayudas
invisibles. Mis amigos dominan en la tierra. (Tornando a examinar, cuidadoso, la escopeta.) Esta
cosa me parece un poco mejor que tu carabina de las farsas, Ambrosio. Está cargada, y no es fácil
que esté llena de pólvora sola como las que empleamos en el teatro. (Levanta, precavido, el gatillo
de la escopeta, pasa ante el grupo de los fantoches, va a la pared lateral derecha, en la que apoya
enhiesta el arma con mucha precaución, y llama con ht mano a sus compañeros, que se le van
acercando.) Psssiii, venid y obedecedme ciegamente. (Oyese un lejano trepidar de camión-
automóvil que se va acercando paulatinamente entre una algarabía de voces y de chirridos como de
quincalla sacudida. Los muñecos, que se iban acercando a URDEMALAS, se detienen bruscamente,
aterrados. Al pararse, les resuenan unos instantes las entrañas, conmovidas por el movimiento
repentino.)
POMPONINA.—¡Los muñecos!
DON LINDO.—¡Es nuestro carro! Lo conozco por el ruido. ¡Es nuestro carro!
BERNARDO.—Pigmalión nos lo ha tomado.
LUCAS.—Sí, desde su auto habrá trasladado al carro los demás muñecos.
AMBROSIO.—¡Estamos cogidos!
EL ENANO (Alzando su maza ante URDEMALAS.).—¡Ay de ti si se apoderan aquí de nosotros!
TODOS LOS DEMÁS MUÑECOS (Avanzando desesperados hacia URDEMALAS y blandiendo ante él los puños levanta-
dos.).—¡Ay de ti, ay de ti!
JUAN (Que no puede hablar, y con el rostro lleno de cómico espanto, amenaza también con ambos puños cerrados).
— Cu, cu.
URDEMALAS (Yendo rápido a los muñecos y apartándolos a un lado a manotazos.).—¡Idiotas! ¡Mereceríais que os
abandonase a vuestra esclava suerte! ¡Callad y obedecedme! ¡Arrimaos a la pared!
BERNARDO (A los muñecos.).—¿Qué hacemos?
DON LINDO (Yendo a la pared lateral derecha, donde dejó arrimada la escopeta URDEMALAS.).—Ya qué remedio
queda. Obedezcamos.
POMPONINA (Yendo tras DON LINDO.).—Sí, sí.
URDEMALAS.—¡Silencio! ¡Vivo! Arrimaos en fila junto a don Lindo. (Cumplen la orden los muñecos, colocándose
en hilera al costado del paje.)
EL ENANO (Que, con el TONTO, es el último que va a la fila.).— ¡Qué déspota! ¡Habla ya lo mismo que Pigmalión!
URDEMALAS (Mientras va a ponerse a la cabeza de la fila de los muñecos, en el sitio donde está la escopeta, a la que
oculta con su cuerpo.).—Estrechad más la fila. Esperemos aquí. No temáis a Pigmalión. Desafiadle con la
palabra. Yo solo acabaré con él. (Muy próximo ya el carro-automóvil, óyesele parar a pocos pasos de la casa.
Aumentan la chillería y el estrépito metálico. Restallan fuertemente en el aire unos chasquidos de tralla.)
PIGMALIÓN (Muy cerca de la casa, sin que se le vea aún, y con voz clara y rotunda de mando.). —¡Basta de gritos!
¡A callar! (Cesa la chillería de repente.)
TODOS LOS MUÑECOS (Menos URDEMALAS y JUAN EL TONTO.).—¡El! ¡Ya está ahí! (Pónese a temblar la hilera de
muñecos con un ligero musiqueo de herrajes y muelles sonoros. Sólo URDEMALAS permanece firme en
su puesto.)

ESCENA SÉPTIMA

(Los muñecos en fila y PIGMALIÓN, que asoma la cabeza por una ventana del fondo; remira
escrutador a todos los rincones de la estancia y clava la vista luego en los autómatas. Estos le
miran angustiados. Una pausa. Obsérvame con un silencio trágico los fantoches y su creador.)

PIGMALIÓN (Desde la ventana, interrumpiendo el silencio.).—¡Hola, perillanes78! ¡Me sorprende


verte, Pomponina! Me dijeron que te había robado el Duque. No esperaba encontrarte aquí.
POMPONINA (Con voz entrecortada y débil).—Pues ya lo ves. Estoy aquí.
PIGMALIÓN.—Sí, ya lo veo, ya. ¡Muy bonito lo que habéis hecho! ¡Ahora, ahora me las pagaréis
todas juntas! (Retírase de la ventana. El temblor de los muñecos arrecía penosamente. Entrando
por la puerta central y deteniéndose en medio de la habitación. Lleva en la mano un látigo de
mango corto, muy pintado y barnizado.) Ah de la casa..., ah de la casa... Está deshabitado esto,
por lo visto.
DUQUE (Desde dentro, con voz apagada, llamando suavemente en la puerta con los nudillos.).—
Pigmalión, Pigmalión.
PIGMALIÓN (Mirando en derredor de sí.).—¿Quién me llama? Yo conozco esa voz.
DUQUE (En el mismo tono.).—Ábrame usted.
PIGMALIÓN.—¡Demonio! ¿Quién está encerrado ahí que me conoce? (Va hacia la puerta.)
JUAN (Alzando ambas manos y con acento de pánico.).—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Volviéndose hacia los muñecos y dándoles un latigazo en las piernas.).—¡A callar, tú!
¿Qué significa esto? ¿Qué nueva diablura habéis hecho aquí? (Otro latigazo.) ¿No contestáis?
Pronto saldré de dudas.
DUQUE (Dando más fuerte en la puerta.).—¿Abre usted o no?
PIGMALIÓN.—¡Calle! ¡Es la voz del Duque! Y Pomponina entre los muñecos. ¡Qué raro es todo esto!
(Más repiqueteo en la puerta. Llégase a la puerta dando vueltas a la llave y abriendo. Sale «DUQUE con
el sombrero abollado, sangrando la cara, acribillada de arañazos, desabrochado el cuello de la camisa,
torcida la corbata y el gabán entreabierto, con los botones colgando, medio arrancados, y rota una de las
solapas.)

ESCENA OCTAVA (PIGMALIÓN y el DUQUE. Después, JULIA.)

DUQUE.—¡Ira de Dios, ya era hora!


PIGMALIÓN.—¡Usted! ¡Y en esa facha!
DUQUE.—¡Yo, sí, yo!
PIGMALIÓN.—Pero ¿qué le pasa a usted?
DUQUE.—Me pasa que esos peleles de usted son diablos sueltos, y no muñecos.
PIGMALIÓN.—Ya le dije a usted que eran de cuidado. Pero ¿qué le han hecho a usted? ¿Quién le ha
encerrado a usted?
JULIA (Saliendo a su vez, con el rostro igualmente labrado de arañazos, torcido el sombrero y desgarrado el
traje, y dirigiéndose al DUQUE.).—¡Te acordarás de mí!
PIGMALIÓN.—¡Otra que tal! ¿Quién es esa señora? (Los muñecos danse unos a otros con el codo y se miran
entre sí, satisfechos de su obra a pesar de su miedo.)
JULIA (Señalando a los muñecos.).—¡Esos, ésos me han atropellado! ¡Cobardes! ¡A una mujer sola!
PIGMALIÓN (Señalando al DUQUE.).—Yo la veo a usted acompañada...
DUQUE (A JULIA.).—¡Cállate! ¡Basta de espectáculo! ¡Estamos en evidencia! ¡Qué vergüenza para mí!
JULIA.—¡De otras cosas te debía dar vergüenza!
DUQUE.—¡Que te calles, te digo!
PIGMALIÓN.—¿Cómo está Pomponina entre los muñecos, y usted, encerrado ahí con esta señora?
DUQUE.—No tengo por qué darle a usted explicaciones. (Llega con JULIA hasta la puerta central,
deteniéndose antes de salir para amenazar, con el ademán, a la hilera de muñecos.) ¡Adiós,
Pomponina! ¡Aunque se oponga el mundo entero, muy pronto volverá a ser mía!
JULIA.—¡La destrozaré yo antes!
DUQUE.—¡Será difícil! (A los muñecos.) ¡Y vosotros, peleles de la porra, vais a durar muy poco!
(Señal de la cruz.) ¡Por éstas! (Tirando del brazo de JULIA.) Vamos, tú, vamos. (Salen ambos.
Fuera torna a oírse, unos instantes sólo, la gritería de los muñecos, presos en el carro, que se
alborotan al ver pasar la pareja.)
PIGMALIÓN (Sonriente, viendo salir a JULIA y al DUQUE.).— ¡Buen viaje! (Queda unos segundos
pensativo, mirándose la punta de las botas.)

ESCENA NOVENA

(PIGMALIÓN y los ocho muñecos en fila, junto a la pared.)

PIGMALIÓN (Para sí, luego de haber reflexionado unos instantes.).—La verdad es que, intentando
burlarme, mis fantoches me han vengado. (Tiemblan éstos de nuevo, sin quitarle de encima los
ojos. PIGMALIÓN cruje el látigo yendo ante ellos.) ¡Cómo tembláis! Si no fuese porque, a pesar
mío, tengo muy halagada la vanidad, al ver lo bien que os fabriqué y la vida que os he dado, ya
os hubiera hecho trizas a todos, menos a Pomponina. ¡Sería lástima que desapareciese de la
tierra una belleza tan inútil y perfecta! (Restalla otra vez, con fuerza, la fusta en el aire. Se
acentúa el tembleteo de los muñecos entre chirridos prolongados de resortes y muelles sacudidos.)
¿Hay miedo, eh?
URDEMALAS (Que es el único que no tiembla.).—Regular, nada más.
PIGMALIÓN.—¡Hola, Mefisto79! Esta escapatoria debe ser cosa tuya, ¿verdad?
URDEMALAS.—¿De quién si no? Ya ves, para ser muñeco no me he portado mal. Debes estar satisfecho de
tu obra.
PIGMALIÓN.—No lo creas. Todo artista de veras está siempre por encima de su obra y piensa superarla.
La admira y la desprecia. Estoy haciendo ahora algo mecánico, más asombroso que tú y mejor que el
hombre.
URDEMALAS.—No es culpa mía si no me has hecho a mí lo mejor.
PIGMALIÓN.—Ni mía. He hecho lo que he podido. Sois un simple ensayo.
URDEMALAS.—Ten cuidado con ese ensayo, que te puede costar caro.
PIGMALIÓN.—¡Amenazas a mí! ¡Necio! Creía que discurrías mejor.
URDEMALAS.—No tengo más discurso que el que me has dado.
PIGMALIÓN.—Pues creí que te habría dado más listeza. Rebelaros contra mí es tan inútil como escaparos.
Yo soy el hombre, el fuerte, el amo, el creador. Vosotros sois mis juguetes, mis peleles, mis bufones...,
¡nada! ¡Tan míos sois como esta fusta con que os azoto! (Dales otro latigazo. Menos URDEMALAS,
quéjanse todos, doloridos, arrimándose más a la pared.) Yo haré muy en breve algo mejor que el
hombre, pero vosotros no sois todavía más que polichinelas de mi teatro, capricho ingenioso de mi
fantasía y habilidad de mecánico, esclavos míos, en fin. ¡Sois un prodigio y no sois nada!
URDEMALAS.—Como tú. Tanto orgullo y eres un efímero, y acabarás también en nada, como todos los
hombres.
PIGMALIÓN.—¿Qué sabes tú, monigote, qué hay después de la vida?
URDEMALAS.—Y tú, ¿lo sabes acaso?
PIGMALIÓN.—Te atreves a replicarme, estúpido. Yo solo me basto para reducirte a ti, a los demás y
a un pueblo entero de polichinelas como vosotros. Por eso he querido perseguiros yo solo, sin
auxilio de nadie. Llevar gente conmigo era daros demasiada importancia y demasiada vanidad
de mi parte. Yo no soy un farsante. Conozco el alcance de mi obra. (Azótales con otro latigazo.
Rehilo de temblores descompasados en la fila, llena de pánico.) ¡A ver! ¡Dad un paso adelante!
Mañana por la noche, cuando os presentéis al público de España por primera vez, nadie creerá,
al veros representar tan disciplinados y bien unidos mis farsas, que hayáis sido capaces de
escaparos y de rebelaros como hombres, siendo fantoches. ¡Vamos! ¡Vivo! ¡Un paso adelante!
¡Aprisa! ¡Al carro! (Los muñecos oscilan vacilantes.)
URDEMALAS (A los autómatas.).—¡Quietos! (A PIGMALIÓN.) No nos da la gana de ir.
PIGMALIÓN.—No, ¿eh? (Torna a restallar el látigo, vuélvese hacia la puerta central, que señala con el
dedo, y exclama a toda voz, en tono imperativo y rotundo.) ¡Al carro! (Los muñecos, aterrados, van
saliendo de la fila que formaban en la pared y empiezan a caminar lentos, unos tras otros, en
dirección a la puerta central. PIGMALIÓN, sin darse vuelta para mirarlos, sigue señalando con el
dedo la puerta, seguro de sí mismo y de ser obedecido. URDEMALAS lleva rápido ambas manos a la
espada, coge la escopeta, la empuña en un santiamén y dispara a boca de jarro, tras de PIGMALIÓN.
Este cae instantáneamente. Desplomado en tierra.) ¡Ay!... ¡Socorro! (Los muñecos detienen su
marcha y quédanse atónitos, mirando el cuerpo tumbado en tierra. Fuera, resuena otra vez el griterío
muñequil. URDEMALAS deja la escopeta en el suelo, avanza resuelto adonde yace PIGMALIÓN, se in-
clina y lo observa ante sus compañeros asombrados, quietos, rígidos, cual si hubiesen perdido
súbitamente el don de moverse. Una pausa de silencio en la escena, sólo alterado por el chillar de
fuera.)
URDEMALAS (Después de haber contemplado a PIGMALIÓN, atentamente.).—Se le paró el muelle
central. (Alzase presto, apoyando el pie en el pecho de PIGMALIÓN.) ¡He ahí al gran artífice!
(Arrecia fuera el griterío de los muñecos presos y atados en el carro. Luz pálida de amanecer na-
ciente en las ventanas.)
DON LINDO (Dando un paso.).—¿Qué ha sido?
URDEMALAS.—Ya lo has visto. Que le he matado.
POMPONINA (Dando otro paso aliado del paje y fijándose en PIGMALIÓN.).—¡Uy, qué pálido se pone...!
¡Yo nunca vi un muerto!
DON LINDO.—¡Libres, al fin!
BERNARDO, AMBROSIO y EL ENANO (Como en éxtasis.).— ¡Al fin, al fin!
DON LINDO (Abrazando a su muñeca.).—No tengas ya más amores que conmigo, Pomponina mía.
POMPONINA.—Haré todo lo posible, Lindito.
DON LINDO.—¡Olvidemos lo pasado!
POMPONINA.—De todo lo pasado tiene la culpa ese Pigmalión (Señalando al caído), que me hizo tan floja
de tornillos.
LUCAS.—Un momento. (Va corriendo a la mesa donde está la lámpara, cogiendo ésta, llevándola adonde
está PIGMALIÓN y poniéndola a su lado, en tierra.) Ya que no tenemos aquí cirios para honrar a los
muertos, como hacemos en las farsas, alumbrémosle con esta lámpara 80. (Rodean todos a PIGMALIÓN,
observándole curiosos.)
URDEMALAS (Llevándose un dedo a los labios.).—Psssi. Callémonos ya y vayámonos al carro, donde deben
estar atados los demás, y larguémonos a todo escape, sin desatarlos ni contarles nada de esto hasta que
estemos muy lejos.
POMPONINA.—¿Por qué?
URDEMALAS.—Porque, si no, querrán entrar aquí a ver el muerto y perderíamos mucho tiempo. Se nos
echa encima el día y va a llegar gente a esta casa.
DON LINDO.—Sí, vámonos, vámonos.
POMPONINA.—;Adónde?
URDEMALAS.—A la aventura, con nuestros compañeros, campo adentro y mundo adelante; adonde nos
lleve nuestro sino de muñecos prodigio.
DON LINDO (Entrelazando a POMPONINA por el talle.).— ¡Sí, sí, vamos al azar, a la aventura, tras de
nuestra suerte!
URDEMALAS.—¡Venid conmigo todos! ¡Huyamos! ¡Libertad! ¡Libertad! (Sale seguido de los muñecos, que
gritan también.) ¡Libertad, libertad, libertad! (Aumenta de un modo espantoso el vocerío de fuera. JUAN
EL TONTO, que sale el último, torna a la puerta central, mira otra vez a PIGMALIÓN y, haciendo nuevos
visajes grotescos, restriégase contentísimo las manos, lanza en un tono indefinido su «Cu, cu», y se queda,
escondido, en escena. Oyese, entre una gritería ensordecedora, trepidar el camión-automóvil, que arranca
de pronto y se va rápido, perdiéndose todo estrépito en la lejanía. Después, un silencio profundo. En las
ventanas, luz morada y tenue de aurora.)

ESCENA ULTIMA

(PIGMALIÓN, solo, caído en tierra. JUAN EL TONTO en su escondite.)

PIGMALIÓN (Incorporándose a medias, trabajosamente.).— ¡Al fin se fueron...! Si no finjo la muerte,


acaban antes conmigo. (Intentando levantarse en vano.) ¡No puedo!..., ¡me desangro, me muero
solo, sin nadie que me auxilie...! Los dioses vencen eternamente, aniquilando al que quiere
robarles su secreto... Iba a superar al ser humano, y mis primeros autómatas de ensayo me matan
alevosamente... ¡Triste sino el del hombre héroe, humillado continuamente hasta ahora, en su
soberbia, por los propios fantoches de su fantasía...!
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN.—¿Estás ahí tú?
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN.—Tú me socorrerás, tontín; tú eres el bueno...
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN.—Ayúdame... Sin ti me moriría.
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN.—Sería lástima... Nadie volverá a fabricar muñecos tan perfectos y vivos como yo.
JUAN.—Cu, cu.
PIGMALIÓN (Incorporándose a medias.).—Pero ¿qué haces que no me ayudas? (Acércase JUAN a
PIGMALIÓN y golpéale con la escopeta la cabeza. PIGMALIÓN da con el busto pesadamente en tierra.)
JUAN.—Cu, cu. (Nuevos visajes grotescos, restregándose contentísimo las manos. Deja rápido la escena y
asómase a la ventana, alzando las manos y dirigiendo la última mirada a PIGMALIÓN.) CU, cu. Cu, cu.
Cu, cu. (Entran revoloteando por la estancia dos murciélagos, que se entrecruzan varias vecen en un
aletear loco, y, a lo lejos, cantan los gallos.)

FIN DE LA OBRA

Notas:

1 Es una prefiguración de la condición semidivina, en tanto creador y demiurgo de sus criaturas,


del todavía por aparecer Pigmalión.

2 El diario Heraldo de Madrid contaba con un apartado que, bajo el título genérico de «Sección de
rumores», daba cuenta de los entresijos del entramado teatral.

3 ¡Qué tupé! Galicismo —¡Que! toupet!—, que tanto vale como decir «¡qué atrevimiento!» o «¡qué
desfachatez!».
4 Sobre la paupérrima situación de la traducción teatral en España, véase Serge Salaün, «El teatro
extranjero en España», Historia del teatro es-
pañol, 2003, vol. II, págs. 1575-2600.

5 La atracción circense del hombre cañón u hombre bala parece haber sido creada por un militar
italiano, de apellido Farini, alrededor de 1838;
desde entonces se convirtió en uno de los principales reclamos para los grandes circos del mundo. Los
hombres y mujeres bala son impulsados por un cañón hidráulico o aire comprimido que les permite salir
despedidos a gran velocidad y realizar, así, vuelos de gran distancia, convenientemente amortiguados
con grandes redes o colchones de aire.

6 A los empresarios dedica Grau palabras golosas en el «Prólogo» a la edición de El hijo pródigo y
El señor de Pigmalión publicada por la editorial Losada (Buenos Aires, 1956, pág. 8): «Es un palafustán
con dinero, ayuno de toda sensibilidad..., un buen señor que lo desconoce todo, incluso la mercancía con
que trabaja y cuyos asesores suelen ser profesionales del bajo teatro, periodistas sin letras, currinches de
bastidores, y todo lo más negado y vulgar que pueda temerse», cit. en García Lorenzo, Teatro selecto,
1971, págs. 23-24.
7 Permanece, aún hoy, la denominación de las Cuatro Calles para referirse a la Carrera de San
Jerónimo, Sevilla, Cruz y del Príncipe.
8 Para la decantación de la vanguardia por el actor artificial, véase «Introducción».

9 Gracietas, trucos vulgares. Dardo envenenado lanzado contra la pieza de título homónimo
firmada por Manuel Linares Rivas y que, fechada en 1916, lleva por subtítulo «bufonada heroica en un
prólogo de tres jornadas». Se trata de una pieza menor en la que desarrolla un republicanismo chusco y
retrógrado.

10 La zarzuela, con libreto de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón, fue estrenada en
Madrid, en el teatro Apolo, el 17 de febrero de 1894. Los versos citados por don Lucio constituyen uno de
los lugares comunes para el aficionado a este delicioso género. Con ellos comienza la «Introducción» de
la escena primera:

HILARIÓN.—El aceite de ricino / ya no es malo de tomar. / Se administra en pildoritas / y el efecto es


siempre igual.
SEBASTIÁN.—Hoy las ciencias adelantan / que es una barbaridad.
HILARIÓN.—¡Es una brutalidad!
SEBASTIÁN.—¡Es una bestialidad!
HILARIÓN.—La limonada purgante / no la pide nadie ya.
(Cito por la edición de Andrés Amorós para la colección ¡Arriba el telón!, de Editorial Biblioteca Nueva,
1998, pág. 72.)

11 Cagliostro: Alessandro Cagliostro (conde de), nombre fingido de Giuseppe Balsamo (1743-
1795), fue un charlatán, mago y aventurero que cosechó un enorme éxito entre la alta sociedad parisina
del período anterior a la Revolución Francesa. Recorrió las principales ciudades europeas vendiendo un
«elixir de la larga vida», convocando a los muertos y leyendo el futuro en la superficie del agua. A menudo
se vio implicado en turbios asuntos con la justicia; él fue el principal protagonista del escándalo del
Diamante Necklace (1785-1786) y, algunos años después, acusado por su propia esposa, fue detenido
en Roma como consecuencia de haber intentado organizar a la masonería en el país transalino.

12 Como ha estudiado Julio Huélamo Kosma («Transmisión y recepción del teatro», Historia del
teatro español 2003, vol. II, págs. 2527-2574), en el periodo de tiempo que va desde el final de la Primera
Guerra Mundial hasta el comienzo de la Guerra Civil Española, el teatro extranjero comienza a convertirse
en un «vehículo de franca renovación». Es el momento en que se dan a conocer a los grandes
dramaturgos de la escena europea contemporánea:
D'Annunzio, Ibsen, Shaw, Maeterlinck, Strindberg y, sobre todo, Pirandello y Lenormand. No sólo se
traducen, con peor o mejor suerte, piezas diversas de los autores citados, sino que se llevan a escena
obras ran singulares —muchas veces con un resultado negativo del público y crítica— como El estupendo
cornudo, de Crommelynck, La prisionera, de Bourdet, Anna Christie, de O'Neill, o La máscara y el rostro,
de Luigi Chiarelli, por citar ran sólo unas pocas. Con todo, la afirmación de don Javier no deja de resultar
sorprendente, puesto que el teatro extranjero en España no dejaba de ser una apuesta minoritaria, sólo
delectada por unos pocos. Nos inclinamos a pensar, más bien, que Grau ironice sobre su olvido entre los
nuestros, precisamente cuando su obra comenzaba a despertar simpatías más allá de nuestras fronteras.
13 A pesar de la más que posible inspiración que supuso para nuestro autor la figura de Francisco
Sanz, lo cierto es que en la figura de Pigmalión bulle, de forma latente, la referencia de Vittorio Podrecca,
mentor y director de la popularísima compañía del Teatro dei Piccoli, nacida en
Roma, en la sala Verdi del Palazzo Odescalchi, en 1914. Las representaciones de estas prodigiosas
marionetas italianas, que llegaron incluso hasta
Estados Unidos, causaron la admiración de los principales dramaturgos vanguardistas europeos. Y no
sólo la de Valle-Inclán —en las famosas de-
claraciones a Repertorio Americano (San Jpsé de Costa Rica, 28 de septiembre de 1921), luego
recogidas por Dru Dougherty en Entrevistas (Un
Valle-Inclán olvidado: entrevistas y conferencias, Madrid, Fundamentos, 1982, pág. 201)—, sino también
—por citar a uno entre varios— la de Josep Maria Sagarra, quien, a raíz del espectáculo que la compañía
italiana ofrece en el teatro Goya de Barcelona (14 de abril de 1925), concluye como
sigue: «El Teatro dei Piccoli és, sense cap dubte, un petit miracle de gracia i d'instint, i una realizado
perfecta d'art complex, d'alló mes modern
i d'alló mes afadigat, cosa que no el priva d'ésser intelligent i adorable»
(Critiques de teatre. «La Publicitat», 1922-1927, edición de Xavier Fábregas, Barcelona, Publications de
l'Institut del Teatre/Edicions 62, 1987, pá-
gina 285. La presencia de la compañía de Podrecca en España fue gestionada por Cipriano Rivas Cherif
durante 1924. Se instaló en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, desde octubre hasta diciembre de ese
mismo año.

Para un estudio global del Teatro dei Piccoli, remito a la monografía Podrecen e il Teatro dei Piccoli, de
Leonardo Vergani y María Signorelli (Pasian di Prato, 1979).

14 Se trata de un juego de palabras paradójico. Los muñecos tienen de todo menos chicha.
15 Grau, a pesar de su irremediable egolatría, aprovecha la situación para reírse un poco de sí
mismo e ironizar sobre su fama consabida de gafe.

16 Flexible: sombrero flexible, esto es, «el de fieltro sin apresto» (DRAE).

17 Interjección ridicula construida a pattir de «hinojo», esto es, de rodillas. La admiración ante lo
dicho es tanta que el papanatas de don Lucio se postra, simbólicamente, por dos veces ante Pigmalión.
18 Para la referencia clásica completa, véase «Introducción».

19 Aunque, desde el punto de vista terminológico, pueda parecer una redundancia, «cómico», en su
valor adjetivo, se hace necesario al aplicarse a la farsa de principios del siglo xx, para designar su rama
más superficial y más apegada a una tradición casticista, frente a otras variantes tales como la «farsa
simbolista», la «farsa surrealista»... Véase mi libro Formas del teatro breve español en el siglo XX (i8p2-
ip}p), así como el artículo de Luciano García Lorenzo, «La denominación de los géneros teatrales en
España du-
rante el siglo XIX y el primer tercio del XX», Segismundo, núm. 3 (1967), págs. 191-199.

20 Juanelo: nombre por el que se conoce a Giovanni Torriani (1501-1585), relojero de la corte de
Carlos V, bajo cuya protección construyó el famoso Cristalino, un reloj astronómico por el que se hizo muy
popular en su época. Algunos años después, Felipe II le nombró matemático mayor e, incluso, fue
reclamado por el papa Gregorio XIII para participar en la reforma del calendario. De regreso a España,
Juan de Herrera le encargó el diseño de las campanas del monasterio de El Escorial. Sin embargo, la
obra que le otorgó
la inmortalidad fue la máquina hidráulica que, conocida como el Ingenio de Toledo o Artificio de Juanelo,
permitía subir el agua a Toledo desde el río. Sin embargo, Pigmalión se refiere en el texto a otro de los
ingenios del inventor italiano, en concreto a un autómata de madera, llamado el Hombre de palo.

21 Vaucanson: Jacques de Vaucanson (1709-1782) fue un prolífico inventor de artilugios mecánicos


de singular trascendencia para la industria mo-
derna. Ya en 1738 construyó el autómata El flautista, mejorado, tan sólo un año después, con El
tamborilero y, algo más tarde, con El pato, ingenio que causó general admiración, puesto que no sólo
imitaba los movimientos propios de tal especie, sino que era capaz de similar actividades como la bebida,
la comida y la digestión. Desde el punto de vista industrial, el principal invento de Vaucanson fue un telar
de seda automático, luego desarrollado por su discípulo J. M. Jacquard. Al final de sus días, Vaucanson
reunió todos sus
inventos para crear en París el Conservatoire des Arts et Métiers.

22 Daussat: presumimos que quizá se trate de un mecánico o inventor francés, pero no hemos
encontrado ninguna noticia sobre tal personaje.

23 Nuremberg: ciudad alemana especializada en la producción de juguetes, prueba de lo cual es la


vigencia de una feria y un museo consagrados a dicho objeto de culto infantil.

24 Debureau: mimo francés de origen húngaro (Bohemia, 1796-París, 1846), quien, al frente del
Théátre des Funambules y especializado en la encarnación de ese icono teatral de la modernidad que fue
Pierrot —el bufón lastimero que, con su rostro pintado de blanco, canta a la Luna como única depositaría
leal de sus fracasos en asuntos de amores, de ordinarios provocados por la díscola Colombina—, fue
unánimemente admirado y objeto de elogiosas palabras pronunciadas por algunos de los principales
literatos y eruditos del momento: entre muchos otros, Charles Baudelaire, Maurice Sand y Catulle
Mendés. En Deburau los poetas encontraron la figura romántica por excelencia, en la que
se conjugaban el saltimbanqui, el clown, el artista y el hombre común.
Confirió a Pierrot, siempre al frente del Théátre des Funambules, una nueva entidad, a medio camino
entre lo cómico y lo trágico, y, sobre todo, una dimensión dramática polivalente que, negando una
tradición demasiado apegada a esquemas prefijados, no había sabido sacar de él todo su partido. En
este sentido, las palabras de Sand son esclarecedoras: «[...] Volcando su incomparable talento en los
ricos matices de la mímica, gestó un Pierrot a veces bueno y generoso hasta la despreocupación; a
veces ladrón, mentiroso, e incluso avaro. Otras veces cobarde, cuando no temerario; casi siempre pobre
y, en el caso de que se enriqueciera, con la tendencia de gastar y comerse rápidamente su fortuna;
con todo, sus defectos incorregibles son la pereza y la glotonería» (Masques et Bouffons [Comedie
italienne], 2 vols., París, A. Lévy Fils, 1862,
pág. 283). Y es que, gracias a la labor del genial mimo, Pierrot se convierte en una máscara proteica que
conjuga, a la vez, escepticismo, socarronería, astucia, descaro y, cuando es necesario, sutiles dosis de
hipocresía, en la encarnación más acabada del antihéroe posromántico.
Pero, por encima de todas estas marcas, el nuevo Pierrot es un poeta —en su más puro sentido
etimológico— que es capaz de crear y transferir al
espectador un mar de sensaciones y significados desde su total mutismo.
Así las cosas, fueron decenas las pantomimas que se escribieron para esta remozada máscara y de las
que sari ejemplos títulos como Le boeufenragé (1827), de Charles Nodier; Le marrrchand d'habits (1842),
de Théophile Gautier, así como Pierrot, valet de la mort (1846), Pierrot pendu (1846) y Pierrot Marquis
(1847), todas ellas de Champfleury. Para este
asunto, véanse mis libros La vuelta de Pierrot. Poética moderna para una máscara antigua, Málaga,
Edinexus, 2007 y, sobre todo, De un teatro sin palabras. La pantomima en España de 1890 a 1939,
Barcelona, Anthropos, 2008.

25 La importancia de la commedia deU'arte en la renovación teatral de principios de siglo ha sido


resaltada en diversos trabajos, entre los cuales cabe ser citado el estudio de David George, The History of
the Commedia dell'arte in Modern Hispanic Literature with Special Attention to the Work of García Lorca,
Lewiston/Nueva York, The Edwin Mellen Press, 1995.

26 No es difícil encontrar en esta y otras intervenciones de Pigmalión ecos de la filosofía


nietzschiana, sobre todo en lo que respecta a este su afán prometeico, tal y como ha apuntado Gonzalo
Sobejano en su ejemplar monografía, Nietzsche en España (1890-1970), Madrid, Credos, 2004,
2.a ed. corregida y ampliada, págs. 603-604. Amén de sus inquietudes personales, el primer
acercamiento de Grau al filósofo alemán quizá procediera, una vez más —para su importancia respecto
de nuestro autor, remito al estudio introductorio— de Ricardo Baeza, quien, allá por 1918 (Madrid,
Atenea), publica una selección de Aforismos y sentencias de Nietzsche, agrupados bajo títulos genéricos
tales como «Del arte y de los
artistas», «De la amistad y del amor»... A la traducción de Baeza dedica palabras elogiosas el
mencionado Sobejano: «Traduce Baeza con precisión
y elegancia, y su antología tiene valor atmosférico: muestra el gusto de aquel tiempo por la asimilación del
espíritu europeo en quintaesencias, por el moralismo y la aforística (d'Ors, A. Machado, Jiménez,
Bergamín)
y por las ediciones lindas» (Ñietzsche en España, pág. 497).

27 Radium: el radio es «elemento químico radiactivo de número atómico 88. Metal raro en la corteza
terrestre, se encuentra acompañando a los minerales de uranio, elemento del que procede por
desintegración. De color blanco brillante y radiotoxicidad muy elevada, su descubrimiento
significó el origen de la física nuclear y sus aplicaciones. Se usa en la industria nuclear y en la fabricación
de pinturas fosforescentes» (DRAE).

28 Se produce una muñequización irónica de los empresarios, en contrapunto con lo expuesto


teóricamente.

29 Al valor de la simplicidad de líneas en el primer y segundo acto frente a la recargada


escenografía del prólogo, se hace referencia detallada en el estudio introductorio

30 Una afirmación que nos recuerda la que realiza Cervantes en su «novela ejemplar» El licenciado
Vidriera: «De los titereros decía mil males: de-
cía que eran gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras
que mostraban en sus retablos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal
todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber
en los bodegones y tabernas; en resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les ponía
perpetuo silencio en sus retablos, o los des-
terraba del reino» (Novelas ejemplares, vol. II, edición de Harry Sieber, Madrid, Cátedra, 1995, pág. 66).

31 Tal aniñamiento del espíritu ya había solicitado, como correctivo frente a la corrupción del arte
teatral, Benavente en el «Prólogo» a Los intereses creados.

32 Prometeo: hijo del titán Japeto y de la oceánide Clímene, según la versión más conocida. Es
considerado el benefactor de la humanidad por
antonomasia, puesto que es él quien crea a los hombres modelándolos con arcilla; él quien les enseña a
quedarse con la mejor parte de los animales que se sacrifican a los dioses; él quien roba el fuego del
Olimpo para entregárselo a los mortales y, finalmente, él quien instruye a su hijo Deucalión para que
aprenda a construir el arca que le servirá de refugio frente al diluvio enviado por Zeus. Como castigo, es
encadenado en el monte Cáu-
caso, hasra donde llega cada mañana un águila que le roe el hígado, órgano este que vuelve a crecer por
la noche para prolongar hasta el infinito su
agonía. Sin embargo, Prometeo soporta con estoicismo la pena divina, conocedor de un secreto que
afecta directamente a Zeus. Al fin, Heracles libera a Prometeo tras matar al águila con sus flechas. Es
entonces cuando revela el secreto al dios de los dioses, advirtiéndole de que no se case con Tetis,
porque, de hacerlo, engendrará hijos más poderosos que su padre.
33 Celeústica: arte de transmitir órdenes mediante sonidos musicales.

34 Tanto vale decir un «simple» cualquiera.


35 Corrijo el original «asombrados», pues debe concertar con Duque, sujeto de la oración.
36 Clarísimo galicismo de Grau

37 Museo Grevin: museo de cera de París que, fundado en 1882 siguiendo el modelo del Madame
Tussaud de Londres, se encuentra en los Grands Boulevards, en la parte derecha del Sena. Cuenta con
más de quinientas figuras que, ordenadas por escenas, representan la historia de Francia hasta la
modernidad. Ubicado en un bello edificio barroco, dispone de un destacable mirador y de un teatro.
38 Carroza de Camus: se>refiere a uno de los inventos —una pequeña carroza automática que
rodaba sobre una mesa— de Francois Joseph des Camus (1672-1732), inventor francés que, tras realizar
estudios religiosos, consagró su vida a las invenciones mecánicas, muchas de las cuales des-
cribió —entre ellas la carroza antes referida— en su Traite des forces motivantes pour la pratique des arts
et métiers (París, 1722).
39 Maelzel: Johann Nepomuk Maelzel (1772-1838), mecánico de la corte de Viena; a él se deben
grandes inventos, entre los que cabe la pena
señalar el metrónomo, el audífono de Beethoven y el panarmónico, estrenado en el estreno en Bonn de
La victoria de Wellington, en 1813.
40 Véase nota 21.

41 Leontina: «cinta o cadena colgante de reloj de bolsillo» (DRAE).

42 Esclavina: «pieza sobrepuesta que suele llevar la capa unida al cuello y que cubre los hombros»
(DRAE).

43 Morrión: «armadura de la parte superior de la cabeza, hecha en forma de casco, y que en lo alto
suele tener un plumaje o adorno» (DRAE).

44 Tizona: espada cuyo nombre se toma de la que portaba el Cid.

45 Mefistofélicas: diabólicas o perversas.

46 Tirteo: poeta griego (siglo vil a.C), especializado en el cultivo del


género elegiaco. Sus composiciones, de gran elevación y tono severo, su-
ponen una bella afirmación del ideal moral espartanto y del valor colec-
tivo por encima del individual.

47 Laísmo doble.

48 Endecha o madrigal: la endecha es «combinación métrica que se emplea repetida en


composiciones de asunto luctuoso por lo común, y
consta de cuatro versos de seis o siete sílabas, generalmente asonantados»; el madrigal es un «poema
breve, generalmente de tema amoroso, en que
se combinan versos de siete y de once sílabas» (DRAE).

49 Minué: «baile francés para dos personas que ejecutan diversas figu-
ras y mudanzas. Estuvo de moda en el siglo xvín» (DRAE).

50 Watteau: Jean-Antoine Watteau (1684-1721), pintor francés, se especializó en el género de las


jetes galantes, esto es, escenas de atmósfera idílica y bucólica aderezadas con fuertes dosis de
teatralidad. Se sirvió, a menudo, de personajes de la commedia detfarte italiana; de hecho, uno de sus
cuadros más conocidos es Gilíes (1717-1719), en que aparece un Pierrot de línea sentimental y
decadente; una máscara esta que encontrará un fértil acomodo literario y estético en su Francia natal más
de un siglo después.

51 Bibelot: «figura pequeña de adorno» (DRAE).

52 Impertinentes: «anteojos con manija, usados por las señoras» (DRAE).

53 Lilailas: tontos, alelados.

54 Corrijo el original.

55 Dengosa: melindrosa.

56 Perdis, badulaque: calavera y golfo, respectivamente.

57 Corregimos el original.

58 Tiroriro: pesado, pelma.

59 Guillarse: «irse o huirse» (DRAE).

60 «Mi» en la edición de 1921; lo mantengo por coherencia con la intervención ulterior.

61 Parodia del rapto como recurso manido del teatro romántico.

62 Nuevo galicismo por el uso causativo del verbo.

63 En cursiva en el original.

64 Palo de rosa: tipo de madera dura y muy pesada. Se extrae de un árbol frondoso, de origen
brasileño, que contiene un aceite de aroma dulce
y floral muy similar a la nuez moscada. El aspecto externo de esta madera exquisita es de un marrón
abigarrado con vetas negras irregulares.

65 Motilón: «el religioso lego; llamóse así por tener cortado [o moti-
lado] el pelo en redondo» (Diccionario de Autoridades).

66 Corregimos el original.

67 Para las cortas entendederas del Capitán, Bernardo debía de resultar un nombre sonoro, de
resonancias heroicas. Lo cierto es que no iba
mal encaminado en su respuesta, pues, si seguimos el criterio de A. de Rochetal, Bernardo es nombre de
personas con «una inteligencia bastante
desarrollada» que «poseen conocimientos variados y profundos, tanto en el terreno intelectual como en el
terreno de lo práctico» y «una psicología reflexiva que examina todas las cosas», por lo que están
adornadas de un desarrollado pragmatismo (Le caractere par le prénom, París, Editions Montaigne, 1929,
pág. 81; la traducción es mía).

68 Sus: «interjección usada para infundir ánimo repentinamente, excitando a ejecutar con vigor o
celeridad algo» (DRAE).
69 Es de notar el paso de los personajes del universo teatral al propio del espectador, como si de su
nacimiento a la vida se tratara.

70 Súpito: rápido, imperativo.

71 Corrijo el original «sea», que concuerda con algo.

72 El cansancio súbito interpretado por los muñecos nos remite a la pieza de Jacinto Benavente El
encanto de una hora, de su Teatro fantástico.

73 Rolly Roce: se refiere, claro está, a los famosos RoUs Royce, vehículos homónimos a la casa
automovilística surgida, en 1904, de la unión entre el empresario Charles Stewart RoUs y el fabricante de
automóviles Frederick Henry Royce, con el eslogan «el mejor coche del mundo», una fiabilidad
que ha pervivido como un lugar común con el paso de los años.

74 Corrijo el original «calle», por coherencia con el resto.

75 Mantengo el «de» presente en la edición de 1921, luego eliminado.

76 Corregimos el original.

77 Nuevo galicismo de Grau.

78 Un perillán es «persona picara, astuta» (DRAE).

79 Mefisto: uno de los principales del Infierno, subordinado a Lucifer, lunque en el texto —como en
muchas otras ocasiones— se asume como
sinónimo del Diablo mismo. Unlversalizado por el Fausto, de Goethe, Mefisto o Mefistófeles parece
significar, desde el punto de vista etimológico,
aquel que no ama la luz».

80 Desacralización farsesca de la muerte.

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