Teoría de La Mente y Espectro Autista

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Teoría de la Mente y espectro autista

Daniel Valdez
Psicólogo
Director del Posgrado en Autismo y TGD de la Universidad CAECE.
Docente de la Facultad de Psicología UBA.

Artículo publicado con autorización del autor y aparecido en aparecido en el


libro Autismo: enfoques actuales para padres y profesionales de la salud y la educación
Editado por Fundec (2001) Buenos Aires.

Cuando somos testigos de cualquier tipo de actividad o secuencia de actividades llevadas a cabo
por una persona o grupo de personas en general tendemos a asignarle algún significado. Somos
proclives a explicarnos los comportamientos de los demás de tal manera que nos resulten
consistentes y que otorguen cierta continuidad al devenir de las acciones de los otros y al
discurrir de nuestros propios pensamientos.

Unos dirán que nacemos especialistas y eso nos hace humanos competentes para lidiar con la
opacidad de la conducta ajena. Otros van a sostener que es la propia interacción en espacios de
experiencia compartidos, la propia dimensión intersubjetiva, la que hace posible que nos
convirtamos en hábiles mentalistas. Pero unos y otros no niegan que nuestra actividad
comunicativa y nuestra vida de relación se ven seriamente afectadas si esa competencia falla.
Buenos o malos lectores de las acciones o las interacciones de los demás, somos en fin,
compulsivos lectores. Acciones, gestos, caras, miradas, diálogos; son vías regias para atribuir y
descifrar la intencionalidad que a ellos subyace.

¿Qué ocurre que algunas personas son más expertas que otras para realizar estas lecturas? ¿Qué
sucede que otras son apenas novatas o no aciertan en la lectura o son «analfabetas» o «ciegas»
a esos particulares «grafismos», «garabatos» y «dibujos» mentales?

Participamos del supuesto siguiente: las acciones humanas son guiadas por representaciones,
creencias y deseos internos. Suponemos interioridad en nuestros semejantes, isomórfica con
nuestra propia interioridad. Poseemos un mundo experiencial susceptible de ser compartido con
nuestros congéneres. Desde muy temprano compartimos experiencias. Comparte experiencias
emocionales quien dialoga o discute con otra persona, quien le muestra un cuadro o un poema
que ama, o una pareja cuando se mira a los ojos y crea un mundo. También comparte
experiencias un bebé que le señala a su mamá un objeto con el fin de mostrárselo, con gestos
que llamamos protodeclarativos (Belinchón, Igoa y Rivière, 1992). Con menor o mayor nivel de
complejidad, todo aquel que comparte experiencias, necesariamente le atribuye al otro un
mundo experiencial. ¿Qué sentido tendría si no el hecho de compartirlas?

Cierto es que aquello que aparece como evidente, claro y natural nos puede dar la idea -falsa-
de que implica un proceso sencillo y simple. Pero a decir verdad, la complejidad que entrañan
las comunicaciones humanas, las sucesivas y múltiples intuiciones y/o inferencias que se realizan
en cada actividad interpersonal exige de nosotros una serie de competencias que nos permitan
penetrar en los mundos mentales ajenos y propios.

Es precisamente el «ojo interior» del que nos habla Humphrey (1986), la «mirada mental» referida
por Rivière y Núñez (1996), la que nos abre las posibilidades de desvelar la opacidad de la
conducta de los otros, «leer» sus mentes, organizar el caos en el que nos sumiría la «ceguera
mental» (Baron Cohen, 1995). Nos permite dar alguna interpretación a las conductas de las
personas y realizar predicciones acerca de sus cursos de acción. Comprender que poseen deseos,
creencias, intenciones. Un mundo de emociones y experiencias diversas.

Son los psicólogos los que tratan de comprender las conductas humanas; de explicar por qué la
gente hace lo que hace de la manera que lo hace y predecir lo que las personas harán en el
futuro, qué planes seguirán, qué estrategias pondrán en marcha. Astington (1993: 2) afirma que
en ese sentido todos somos psicólogos.

Por su parte, señala Humphrey (1986) : «Hace quince años en ningún libro de texto que tratara
el tema de la evolución humana se hacía referencia a la necesidad del hombre de hacer
psicología: sólo se hablaba de la construcción de herramientas, del lanzamiento de dardos y de
encender el fuego: es decir, de una inteligencia práctica más que social» (p. 42).

Resulta significativa está cita, por un lado porque revela que los intereses de algunos estudiosos
de la evolución humana se dirigían hacia otros campos que los implicados por el desarrollo de
las capacidades interpersonales y la teoría de la mente; por otro, porque promediando el año
2000 son muy numerosos los trabajos acerca del desarrollo de habilidades mentalistas y los
déficits que supone su trastorno (Baron Cohen, 2000a).

La Teoria de la Mente
Carruthers y Smith (1996) sitúan como punto de partida de los trabajos de los psicólogos del
desarrollo acerca de la teoría de la mente, el conocido texto de primatología de Premack y
Woodruff (1978), donde se plantea el interrogante acerca de si los chimpancés tienen una teoría
de la mente. De manera paradójica esta pregunta descubre otra serie de asuntos no menos
triviales: ¿a qué se llama Teoría de la Mente? ¿Y qué ocurre con los humanos? ¿Resultará obvio
preguntarse acerca de las capacidades mentalistas en aquellos de quienes prototípicamente se
predica mente? (Rivière, 1991) En cualquier caso, ¿es una capacidad «natural» o es una «teoría»
elaborada acerca de las demás personas y de uno mismo? ¿0 una conjunción de ambas
posiciones?

La pregunta acerca de los chimpancés la responde Rivière (1997a: 6) cuando afirma que en todo
caso, de poseerla, la suya sería una «teoría de la mente chimpancé». Es decir, ¿por qué habrían
los chimpancés de compartir la teoría de la mente con la especie humana?. La pregunta inicial
puede haber resultado ciertamente antropocéntrica, pero ha abierto un espacio de discusión
fecunda.

Tal discusión está lejos de haberse cerrado. De hecho, si bien algunos autores son cautos a la
hora de atribuir una teoría de la mente a los chimpancés, no dudan de que quedan cosas por
explicar respecto de su comportamiento. De Waal, en una cita recogida por Baron Cohen (1995:
124) señala que el rol crítico del contacto ocular entre chimpancés es una característica en común
con los humanos. «Entre los simios, es un prerrequisito para la reconciliación. Es como si los
chimpancés no confiaran en las intenciones de los otros hasta no mirar sus ojos. ». Algo parecido
nos pasa a los humanos si cuando tratamos de establecer una relación comunicativa con una
persona, ella o él miran el suelo o dirigen sus ojos hacia el techo.

En el marco del modelo de lectura mental de Baron Cohen, el «Detector de Intencionalidad» (ID)
y el «Detector de la Dirección Ocular» (EDD) funcionan en muchos primates y les permiten
interpretar la conducta de otros animales en términos de metas y deseos. De lo que no existen
evidencias es de que el «Mecanismo de Atención Compartida» (SAM) y el «Mecanismo de Teoría
de la Mente» (ToMM) estén presentes también en estos primates.

¿En qué consiste el ToMM y cómo es su funcionamiento específico en los seres humanos?

El Mecanismo de Teoría de la Mente (ToMM), -cuyo nombre proviene de los trabajos de Alan
Leslie (1987, 1994)- «es un sistema para inferir el rango completo de estados mentales a partir
de la conducta, es decir, para emplear una teoría de la mente» (Baron Cohen, 1995: 51). Tal
teoría de la mente incluye mucho más que la lectura de la conducta en términos de deseos e
intenciones, la lectura ocular en términos de estados mentales perceptivos o el hecho de
compartir estados mentales acerca de un objeto. ToMM es la vía para representar el conjunto de
estados mentales epistémicos (tales como simular, pensar, creer, conocer, soñar, imaginar,
engañar, adivinar) y relacionar todos los estados mentales -perceptivos, volitivos y epistémicos-
con las acciones, para construir una teoría consistente y útil (Baron Cohen ofrece una exhaustiva
revisión de experimentos que juzga como evidencia de los diferentes mecanismos que propone.
La mención de ese caudal de trabajos empíricos excede el marco de este trabajo).

Los humanos somos, para Dennett, sistemas intencionales. A lo largo de nuestra historia
evolutiva comenzamos preguntándonos a nosotros mismos si el tigre deseaba comernos, para
seguir preguntando -desde una perspectiva animista- si los ríos querían alcanzar los mares o qué
deseaban de nosotros las nubes como agradecimiento por la lluvia que les habíamos pedido y
nos concedieron (1996: 33). La característica fundamental de la actitud intencional (intentional
stance) es la de tratar a una entidad como un agente -atribuyéndole creencias y deseos- para
tratar de predecir sus acciones.

Para Humphrey (1986), la mejor manera de caracterizar a los humanos es como Homo
psicologicus. Su habilidad para interpretar los comportamientos en términos de estados
mentales de un agente es el resultado de una larga evolución.

Frente a la expresión «teoría de la mente», cabría preguntarse: ¿por qué una «teoría»?
Perner (1991), al caracterizar la mente, utiliza tres criterios: la experiencia interior, la
intencionalidad (aboutness) y los constructos teóricos en explicaciones de la conducta. Con
respecto a estos últimos, sostiene que los estados mentales cumplen un «papel explicativo en
nuestra psicología del sentido común de la conducta» (p. 124). Cuando tratamos de explicar o
predecir la conducta ajena y la propia utilizamos tales constructos teóricos, es decir elaboramos
una teoría de la mente de los demás y de la nuestra. El propio Perner manifiesta que tal vez la
etiqueta de teoría no sea la más adecuada; pero es una manera de hacer «observable» y
susceptible de ser estudiado algo que hasta el momento pertenecía al dominio de la experiencia
interna.

Para WeIlman (1990) «nuestro uso de términos mentales comunes, nuestras asunciones
cotidianas de otros pensamientos y los métodos que utilizamos para evaluar nuestros
pensamientos y los de otros tienen una base reminiscente en constructos de las explicaciones
teóricas de la ciencia» (p. 109).
Las expresiones «Teoría de la Mente», «psicología popular», «psicología intuitiva», «capacidad
mentalista», son utilizadas por algunos autores como equivalentes (Baron Cohen, 2000b).

Para referirse al desarrollo del conocimiento infantil acerca de las personas con sus
correspondientes estados mentales, Hobson (1991) prefiere utilizar otras explicaciones teóricas.
«Sugiero que es más apropiado para los psicólogos, pensar en términos de cómo los niños
adquieren una comprensión de la naturaleza de las personas y un concepto o conjunto de
conceptos acerca de las mentes de las personas». Tal comprensión infantil está lejos de constituir
una «teoría», no sólo por las características de dichos conocimientos, sino también por su modo
de adquisición. El «niño-teórico» es concebido como un ser aislado, un sujeto casi
«exclusivamente cognitivo», uno sobre el que es fácilmente aplicable la «metáfora
computacional» (p. 19).

La tesis de Hobson es que el niño adquiere el conocimiento acerca de la naturaleza de las


personas a través de la experiencia de relaciones afectivas interpersonales. Es la implicación
intersubjetiva -para la que está biológicamente predispuesto- la que le permite la comprensión
de la naturaleza subjetiva.

La concepción de Hobson acerca del desarrollo de la mente y las capacidades de implicación


intersubjetiva (1993) y la de Trevarthen (1979, 1998) acerca de la intersubjetividad primaria y
secundaria, su papel en el desarrollo simbólico y la propia organización del self son en muchos
sentidos complementarias. Por un lado porque ponderan el papel de las relaciones sociales en
la constitución del sujeto (lo cual es compatible con una concepción vigotskyana del desarrollo
psicológico); por otro, porque tales relaciones involucran un proceso de experiencias
emocionales y afectivas tempranas entre el bebé y las figuras de crianza. Experiencias
emocionales que configuran progresivamente escenarios de significados compartidos, que se
despliegan a modo de formatos (Bruner, 1983).

Nuestros primeros párrafos se referían a nuestra capacidad de «leer» otras mentes y desvelar la
naturaleza de las capacidades que se ponen en juego en las relaciones interpersonales y en la
práctica comunicativa cotidiana, pero también cabría indagar qué papel juegan dichas
competencias a la hora de comprender las metáforas que crea un poeta o compartir una emoción
personal e inenarrable frente a la singularidad de laepisteme poética. Es evidente que no todos
los sujetos poseen la misma capacidad para comprender o producir textos poéticos. Tal
capacidad supone un sistema de suspensiones (Rivière, 1997) cuya explicación no puede
reducirse a la psicología popular aunque se halle íntimamente ligada a ella.
El mundo humano parece habitar no sólo esas geografías más o menos exactas de lo que
Bruner (1986) llamó modalidad paradigmática del pensamiento, sino también escenarios que
violan las reglas de la lógica y de las máximas griceanas y siguen las vicisitudes de las intenciones
humanas, entretejiendo una trama narrativa difícilmente reductible a la axiomática de los
sistemas artificiales.

Rivière (1991) plantea y desarrolla los desafíos a los que se enfrenta la psicología cognitiva si
pretende ser una disciplina objetiva acerca de lo mental. Se (nos) interroga sobre la posibilidad
de mantener el estatuto científico y a la vez un enfoque mentalista en la psicología.

Analiza las características de la mente fenoménica -que llama «mente uno»-, de la mente
computacional -la «mente dos»- y de la compleja relación entre «ambas mentes».

Las habilidades mentalistas humanas no son meras actividades de razonamiento, no pueden ser
reducidas al plano de una axiomática lógica, susceptible de ser formalizada. Es decir, no
estudiamos sólo la «mente dos» cuando tratamos de dar cuenta del funcionamiento del sistema
mentalista.

Un sistema «colonizado» por experiencias emocionales y afectivas, por significados y


sentidos, por una modalidad divergente de funcionamiento, es difícilmente atrapable por la
sintaxis de los mecanismos de cómputo.

Teoría de la Mente y espectro autista

Modalidad paradigmática y modalidad narrativa de pensamiento son irreductibles y


complementarias. El desarrollo de la organización narrativa de la experiencia humana
(Guidano, 1987) no supone sólo la posibilidad de construcción de mundos ficcionales -que
también es propia del hombre- sino la construcción de mundos reales, contextos compartidos,
entretejidos en las experiencias interpersonales cotidianas de las vidas reales de los sujetos.

¿Cómo afecta las funciones sociales y comunicativas el déficit de lectura mental en el contexto
de esa vida real? Baron Cohen (1999, adaptado de las páginas 9-12) responde:

– Falta de sensibilidad hacia los sentimientos de otras personas;

– incapacidad para tener en cuenta lo que otra persona sabe;


– incapacidad para hacerse amigos «leyendo» y respondiendo a intenciones;

– incapacidad para «leer» el nivel de interés del oyente por nuestra conversación;

– incapacidad de detectar el sentido figurado de la frase de un hablante;

– incapacidad para anticipar lo que otra persona podría pensar de las propias acciones;

– incapacidad para comprender malentendidos;

– incapacidad para engañar o comprender el engaño;

– incapacidad para comprender las razones que subyacen a las acciones de las personas;

– incapacidad para comprender reglas no escritas o convenciones.

Pongamos algunos ejemplos de niños y jóvenes con síndrome de Asperger. Aclaremos que
hablar de «falta de sensibilidad hacia los sentimientos del otro» no significa que, a su manera,
no puedan ser afectivos con las personas que quieren. Pero su forma de demostrarlo es diferente
a la de otros chicos.

J. es un chico de 10 años con síndrome de Asperger. Al ver por primera vez a su maestro le
comenta a su madre, en voz alta, «Qué (mala) pinta que tiene éste». Su madre se preocupa y me
hace un comentario acerca de la forma de ser del niño y me dice que a veces la pone en apuros
por su forma desinhibida de expresarse. Él no tiene la intención de agredir al maestro pero no
es capaz de tener en cuenta que ese tipo de comentarios pueden herir la sensibilidad de las
personas. Tampoco tiene la habilidad de disimular lo que está pensando o comentarlo en voz
baja. Luego conversa con su maestro como si nada hubiera sucedido y lo invita a que un día vaya
a jugar con su «play station». J. Es sumamente candoroso y espontáneo. Pero esa espontaneidad
puede llevarlo a no respetar convenciones sociales.

M. es un adolescente de 16 años con síndrome de Asperger. Conoce de memoria varios diálogos


de películas de cine, sobre todo de dibujos animados y comedias. Cuando nos encontramos me
pregunta si me ha gustado la película en la que «el niño dice…» y comienza a recitar un diálogo
con las entonaciones y voces de diferentes personajes, sin reparar que no sé de qué película me
habla, ni de qué escena, ni de qué personajes. No es capaz de darme, en ese contexto
comunicativo, información relevante. Y para que la información sea relevante habría de tener en
cuenta tanto lo que sé como lo que no sé. Dar la información necesaria para contextualizar su
conversación e inhibir aquello que se supone constituye un contexto mental compartido.

S. se muestra incapaz de «leer» el nivel de interés del oyente por su conversación. No muestra
preocupación por el hecho de que a mí pueda no interesarme lo que me cuenta. Le apasionan
las marcas de los autos. Me comenta que los japoneses han fabricado autos de marca X y
caracteriza los diferentes modelos, luego continúa con los automóviles americanos y europeos.
Además, como trata de establecer un vínculo y tiene deseos de conversar, me pregunta, cada
tanto, qué auto tengo, qué marcas me gustan, si prefiero los de cinco puertas o los de tres, cuáles
son los colores de fábrica de ciertas marcas.

Por otro lado, para poder acercarse a otros y comenzar una conversación hay que ser capaz de
leer ciertas claves contextuales (por ejemplo, si la otra persona no está ocupada o dialogando
con otros). Con frecuencia M. se siente rechazado porque no puede ser capaz de comprender
esas claves y generar estrategias para acercarse a sus pares. Además, si siempre que se acerca es
para hablarles sólo de lo que a él le interesa, los demás tienden a alejarse. Como tiene un alto
nivel de «inteligencia impersonal» tiene conciencia de que se queda solo y manifiesta que no
consigue amigos. Esto lo pone muy triste. Necesita ayuda para poder tender «puentes» hacia los
demás. No puede hallar las claves necesarias, en cada situación interpersonal, para tener éxito
en establecer vínculos. Y este es un punto importante en la problemática del síndrome. No es
que a M. no le interesen las personas. Pero personas y relaciones humanas en general son una
especie de «misterio» para él. Así como para los demás puede constituir un «misterio» la forma
de ser de M.

Imaginemos por un momento que no fuéramos competentes para comprender el engaño o


engañar, para comprender la mentira o para mentir. Independientemente de la valoración moral
de tales conductas, uno de los problemas con el que nos enfrentaríamos en las relaciones con
los demás sería la imposibilidad para interpretar, comprender o anticipar la conducta de otras
personas.

Si fuéramos «literales» a la hora de descifrar conductas y manifestaciones lingüísticas de los


otros, nos sentiríamos frustrados y burlados en nuestra ingenuidad.

La distinción entre conducta e intencionalidad y la distinción entre realidad y ficción son


características que en el hombre implican el desarrollo de competencias interpersonales
fundamentales para su desarrollo normal.
Como señalan Sotillo y Rivière (en prensa) la conducta de mentira está estrechamente
relacionada con la de engaño: aparece en situaciones de interacción social, es intencionada,
utiliza habilidades relacionadas con la realización de inferencias mentalistas (de teoría de la
mente), implica diferenciar la representación y el mundo, también implica diferenciar la
representación propia de la ajena. Se da en conductas declarativas, en enunciados predicativos,
y es una conducta expresada simbólicamente mediante un código lingüístico.

A la luz de las investigaciones sobre teoría de la mente (atribución de estados mentales a los
demás y a uno mismo: estados mentales emocionales, epistémicos y de deseo), se puede
considerar la función adaptativa cumplida por la comprensión y producción de engaño táctico y
mentira en las relaciones sociales entre personas normales y el déficit que presentan las personas
con autismo en tales competencias, lo cual daña radicalmente su vida de relación interpersonal.

Asimismo, se presentan serias anomalías en la comunicación y el lenguaje de manera temprana


en el autismo. Para Bailey, Phillips y Rutter (1996) el nivel de lenguaje es buen predictor de los
resultados psicoeducativos y está asociado con alteraciones de conducta, rendimiento cognitivo
y capacidades de relación social.

Independientemente del nivel intelectual -recordemos que aproximadamente un 75% de los


sujetos con autismo presenta algún nivel de retraso mental- las personas con autismo presentan
déficit pragmático (Bishop, 1989; Tager-Flusberg, 1993; Monfort, 1997; Sotillo y Rivière, 1997a,
1997b).

Se registran fallos en la adaptación de las conversaciones a los contextos comunicativos, el inicio


o mantenimiento de conversaciones, la comprensión de lenguaje figurado, metáforas, doble
sentido, ironías y chistes (Flores y Belinchón, 1995; Belinchón, 1997; Belinchón, en prensa; Rivière,
1996; Riviére y Sotillo, 1995; Baron Cohen, 1997; Jolliffe y Baron Cohen, 1999).

El amplio abanico de alteraciones que recorren el espectro autista, abre un campo de problemas
que exceden el déficit en teoría de la mente. No obstante, queremos hacer notar que tales
alteraciones han sido y son estudiadas en el marco del propio desarrollo simbólico del sujeto,
poniendo de relieve temáticas relativas a la teoría de la mente (Baron Cohen, Leslie y Frith, 1985;
Riviére, 991; Baron Cohen, 1995), la función ejecutiva (Pennington y Ozonoff, 1996; Russell, 1997)
y la hipótesis del sistema de coherencia central (Frith, 1989; Joliffe y Baron Cohen, 1999).

Aunque no nos extenderemos aquí sobre estos aspectos, cabe consignar que no pueden ser
omitidos a la hora de estudiar el desarrollo de competencias narrativas y mentalistas en sujetos
con espectro autista. Resulta además sumamente discutible el separar de manera tajante unos
aspectos de otros. Diversas investigaciones se ocupan de estudiar las relaciones entre teoría de
la mente y función ejecutiva (0zonoff, Pennington y Rogers, 1991; Perner y Lang, 2000), teoría de
la mente y lenguaje (Tager-Flusberg, 1993; Sparrevohn y Howie, 1995, de Villiers, 2000; Tager-
Flusberg, 2000), capacidades lingüísticas y sistema de coherencia central (Jolliffe y Baron Cohen,
1999), teoría de la mente y sistema de coherencia central (Happé, 2000). En todo caso, hablamos
de un racimo de competencias, íntimamente relacionadas, que han de ser tomadas en cuenta al
indagar el desarrollo de capacidades mentalistas y sus alteraciones en el continuo autista. (Wing
y Gould, 1979; Wing, 1988)

Indicadores fenotípicos de inferencia mental en poblaciones con espectro autista leve

Como hemos señalado, numerosas investigaciones dan cuenta del déficit de competencias
mentalistas en personas con autismo (Baron Cohen, Leslie y Frith, 1985; Leekam y Perner, 1991;
Happé y Frith, 1995; Swettenham, 1996). Tales características se vislumbran en los planteos ya
clásicos de Kanner (1943) y Asperger (1944) -relativos a los problemas que presentan sus
pacientes en lo que respecta a la comunicación y el lenguaje, a las relaciones sociales y a la
flexibilidad- y se destacan en los estudios de las últimas décadas, que desde diversas perspectivas
-neuropsicológica, neurobiológica, génetica, cognitiva- abordan el tema (Rutter, 1999; Rivière,
1997a, 1997b).

En diversos trabajos encontramos revisiones de las pruebas de teoría de la mente utilizadas en


diferentes investigaciones que comparan poblaciones de sujetos con desarrollo normal y sujetos
con trastorno autista. Happé y Frith (1995: 185-186); Frith y Happé (1999) y Baron Cohen (2000a:
3-16) listan estudios relevantes desde 1985 hasta 1998. Citaremos algunos de ellos:

– 1985: Baron Cohen, Leslie y Frith; la mayor parte de los sujetos con autismo fallan en la prueba
de falsa creencia de primer orden («Sally y Ann»);

– 1986: Baron Cohen, Leslie y Frith; los niños con autismo muestran problemas selectivos en el
ordenamiento de historietas «intencionales»;

– 1988: Harris y Muncer; los niños con autismo tienen tantas dificultades para reconocer «falsos»
deseos como falsas creencias;

– 1988: Leslie y Frith; los niños con autismo comprenden el «ver», pero no el saber o el creer
(testeado con actores reales, no sólo con muñecos);
– 1988: Rivière y Castellanos, los niños con autismo fallan en la tarea de falsa creencia;

– 1989: Baron Cohen; aun aquellos niños que pasan la prueba de falsa creencia de primer orden,
fallan en una prueba de falsa creencia de segundo orden; 1989: Baron Cohen; los niños con
autismo fallan en la distinción entidades mentales vs. entidades físicas, apariencia vs. realidad y
en distinguir las funciones mentales del cerebro.

1989: Perner, Frith, Leslie y Leekam; los niños autistas fallan en la prueba de falsa creencia de los
«smarties», no pueden inferir conocimiento a partir del acceso perceptivo y fallan en la
comunicación de información relevante;

1991: Baron Cohen; los niños con autismo muestran déficit específico sólo en la comprensión de
aquellas emociones causadas por falsas creencias.

1991: Leekam y Perner; los niños con autismo fallan en la tarea de Sally y Ann pero pasan la
prueba de «falsas» fotografías;

1991: Ozonoff, Pennington y Rogers; sujetos con autismo de alto funcionamiento -pero no
sujetos con síndrome de Asperger- muestran déficit en la prueba de falsa creencia de segundo
orden;

1992: BowIer; un grupo de sujetos con síndrome de Asperger pasan las pruebas de falsa creencia
de segundo orden, sin mostrar diferencias con los niños con desarrollo normal;

1992: Sodian y Frith; los niños con autismo pueden sabotear pero no engañar a un competidor,
y no pueden atribuir falsa creencia;

1992: Baron Cohen y Cross; los niños con autismo fallan en pruebas de inferencia acerca de lo
que una persona está pensando o deseando, siguiendo la dirección de su mirada;

1992: Baron Cohen; los niños con autismo fallan tanto en las pruebas de producción de engaño
como en las que son engañados;

1994: Happé; utiliza una técnica de comprensión de historias con lenguaje figurado. Esta prueba
detecta fallas en competencias mentalistas en sujetos con autismo de alto funcionamiento (y la
resuelven los niños con desarrollo normal a los ocho años)
1994: Baron Cohen y Goodhart; los niños con autismo muestran dificultades para inferir que un
personaje que «ve» lo que hay en una caja, «sabe» lo que hay en ella (mientras que el personaje
que «toca» una caja no infiere de esa acción lo que hay en ella);

1994: Baron Cohen y otros; los niños con autismo presentan serias dificultades para reconocer
términos de referencia mental;

1997: Leekam y otros: los niños con autismo son «ciegos» a la dirección de la mirada de otras
personas;

1997: Baron Cohen; los niños con autismo muestran déficit en la comprensión de chistes;

1998: Phillips y otros; los niños con autismo fallan en una prueba para monitorear las propias
intenciones (responden no en función de sus intenciones previas sino en función de los
resultados obtenidos), mientras que los niños de 4 años con desarrollo normal, realizan la tarea
en forma correcta;

Ocurre que salvo escasas excepciones, tal y como se presentan las pruebas clásicas de teoría de
la mente, poco pueden decirnos acerca del nivel de competencia mentalista de personas autistas
de alto funcionamiento o con síndrome de Asperger.

Las pruebas clásicas (como las de Sally y Ann) de primer orden las pasan correctamente los niños
normales, en torno a los 4 o 5 años; y las de segundo orden, en torno a los 6 o 7 años.

Tal como citábamos más arriba, distintos investigadores (Bowler, 1992; Ozonoff, Pennington y
Rogers, 1991) hallaron que algunos adultos con síndrome de Asperger resolvían correctamente
la prueba de falsa creencia de segundo orden. Esto podría hacernos pensar en una contradicción
con datos previos que indican que las personas autistas no pasan esta prueba debido a un déficit
en las competencias mentalistas. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Cómo pueden explicarse estos datos?

Las pruebas de teoría de la mente de primer y segundo orden no son pruebas complejas de teoría
de la mente. (Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson, 1997) Son pruebas que pasan
correctamente niños de entre 4 y 5 años con desarrollo normal y niños de entre 6 y 7, también
con desarrollo normal, respectivamente.

El hecho de que un adolescente o un adulto con autismo y un nivel de inteligencia normal pase
las pruebas no puede hacernos inferir que posee un desarrollo normal de sus capacidades
mentalistas. Si un adulto de 30 años, autista, de inteligencia normal, pasa la prueba de teoría de
la mente del nivel de un niño de 6 años, no se puede concluir que dicho adulto tenga un
desarrollo normal en ese dominio.

Como bien señalan Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson (1997): todo lo que se podría
concluir es que tiene intacta la capacidad de teoría de la mente de un nivel de 6 o 7 años de
edad.

Por tanto, desde el punto de vista de la investigación, se plantea el desafío de elaborar nuevas
pruebas que puedan ser aplicadas a adultos, autistas de nivel alto o con síndrome de Asperger.

Tales pruebas apuntarán a la detección de indicadores sutiles de inferencia mental en


poblaciones con espectro autista leve.

Los antecedentes más recientes en esta línea son:

1) pruebas en las que hay que realizar inferencias de lo que alguien está pensando a partir de la
dirección de la mirada;

2) pruebas que apuntan a detectar estados mentales más complejos (deseo, referencia,
intención);

3) pruebas que implican una gama más amplia de inferencia de estados mentales en la expresión
facial. Se utilizaron pinturas y dibujos (Velázquez y Hockney) y se encontró que sujetos normales
mostraban un nivel significativo de acuerdo al reconocer una amplia gama de estados mentales
a partir de los estímulos mencionados. (Se ha realizado incluso un estudio transcultural) (Baron
Cohen, Rivière, Cross, Fukushima, Bryant, Sotillo, Hadwin y French, en prensa)

La tarea que proponen Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson (1997) en uno de sus últimos
trabajos se llama «Leer la mente en los ojos» o «Tarea de los ojos». La tarea implica mirar fotos
de la zona de los ojos y realizar una elección forzada entre dos palabras, la que mejor describa
lo que la persona (de la foto) está pensando o sintiendo.

Tal tarea implica capacidad de teoría de la mente en el sentido que el sujeto tiene que
comprender términos de estados mentales y relacionarlos con caras (con partes de la cara en
este caso). Algunos de los términos de estados mentales son «básicos» (feliz, triste, enojado,
atemorizado) y otros son más «complejos» (reflexivo, arrogante, etc.).
En un estudio, utilizando la «Tarea de los ojos», contrastaron, entre otras, la siguiente predicción:
los adultos con autismo o síndrome de Asperger, a pesar de tener un CI normal o por encima de
la media, presentarían déficit en una prueba específica de teoría de la mente. Esto fue confirmado
en el estudio.

Debería consignarse que algunos de los sujetos con autismo o síndrome de Asperger de su
muestra tenían estudios universitarios y aun así puntuaban bajo en la tarea de los ojos. Para los
autores, esto sugeriría que este aspecto de la cognición social es independiente de la inteligencia
general.

Aunque tal prueba suponga un avance en la forma de abordar el estudio de las capacidades
mentalistas, consideramos que presenta ítems de elección -a partir del estímulo visual- bipolares
y muy poco sutiles («simpático» – » antipático»; «amistoso «J’hosfil») en cuanto a gamas de
inferencia posibles.

Encontrar maneras de estudiar indicadores más sutiles que supongan diferencias en cuanto a
alteraciones más o menos leves dentro del espectro autista implica un desafío a asumir.

Ese es el camino que han tomado nuestras investigaciones, iniciadas bajo la dirección de Ángel
Riviére, cuya originalidad intelectual, búsqueda apasionada y preocupación por la problemática
de las personas con autismo y sus familias, nos sirven de estímulo permanente para continuar
con la tarea emprendida.

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