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La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano:


testimonio personal

Article · January 2017


DOI: 10.18800/revistaira.201702.003

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Rodolfo Marcial Cerrón-Palomino


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Rodolfo Cerrón-Palomino

La lingüística andina en el contexto del


altiplano peruano-boliviano: testimonio
personal1

Andean linguistics in the context of the


peruvian-bolivian altiplano: a personal
testimony

Rodolfo Cerrón-Palomino2
Pontificia Universidad Católica del Perú

Resumen
El trabajo se centra en el desarrollo y evolución de los estu-
dios de lingüística andina referidos al quechua, al aimara, al
uro y al puquina, lenguas que en algún momento de la histo-

1 Discurso de orden pronunciado por el autor en la sesión solemne del


Consejo Universitario de la Universidad Nacional del Altiplano (Puno),
el 10 de febrero de 2016, con motivo de su distinción como Doctor
Honoris Causa. El texto, ligeramente reestructurado y ampliado, debe
ser tomado como una suerte de ofrenda intelectual del autor puesta
en manos de su máxima autoridad, el Dr. Porfirio Enríquez, ex alum-
121
no aprovechado nuestro, en retribución al generoso reconocimiento de
sus modestas contribuciones al desarrollo de la lingüística andina, y en
particular de la lingüística altiplánica, tal como se propuso impulsar el
Programa de Maestría en Lingüística Andina y Educación de dicha casa
de estudios.
2 Especialista en lenguas andinas. Magíster en Lingüística por la Univer-
sidad de Cornell y Doctor en Lingüística por las Universidades de San
Marcos (Lima) e Illinois (sede de Urbana-Champaign).
Contacto: [email protected]
RIRA vol. 2, n° 2 (octubre 2017) pp. 121-154 / ISSN: 2415-5896
https://doi.org/10.18800/revistaira.201702.003
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

ria se dieron cita, como en un verdadero crucero idiomático,


en el vasto altiplano (hoy peruano-boliviano), cuna de la civi-
lización andina, en el que aún subsisten algunas de ellas, pero
en el que también perduran, a través de su legado silencioso,
aquellas que dejaron de existir, no sin antes enriquecer cultu-
ralmente a las sobrevivientes, imprimiendo su sello indeleble
en la nutrida toponimia que solo aguarda al lingüista especia-
lizado para leer el mensaje histórico ancestral cifrado en ella.

Palabras clave: Uro, Puquina, Crucero idiomático, Toponimia

Abstract
The article focuses on the progress and development of
the studies in Andean linguistics with particular reference to
Quechua, Aymara, Uro and Puquina. These languages con-
verged at certain period in history as an idiomatic crossroad
on the immense altiplano (now shared by Peru and Bolivia),
cradle of the Andean civilization. Some of these languages
still exist, others have left a silent legacy that enriches the
culture of the survivors imprinting an indelible stamp on the
plentiful toponymy that only awaits the specialized linguist
capable to read the historical ancestral messages coded in
place names.
122 Keywords: Uro, Puquina, Idiomatic crossroads, Toponymy

***
Introducción
Gracias a la extraordinaria oportunidad brindada por la Uni-
versidad Nacional del Altiplano (UNA), a través de su por
entonces recién creado Programa de Maestría en Lingüística

Revista del Instituto Riva-Agüero


Rodolfo Cerrón-Palomino

Andina y Educación, de cuya planta docente formé parte


como profesor visitante por espacio de dos décadas (1985-
2003), a caballo entre el siglo pasado y el presente, y en vir-
tud del Programa de Educación Bilingüe firmado entre el
gobierno peruano y la GTZ de Alemania, implementado en
convenio con esta Universidad (1980-1990), con el objeto
de impulsar la educación bilingüe entre las comunidades de
habla quechua y aimara de la región, creo estar en condicio-
nes de ensayar un bosquejo del desarrollo de los estudios
de lingüística y prehistoria andinas, que recibieron un gran
impulso en la universidad altiplánica, con repercusiones que
trascendieron el ámbito no solo regional sino nacional, y aún
internacional. En tal sentido, en las secciones que siguen se
intenta ofrecer un balance apretado de los progresos alcan-
zados por las subdisciplinas relativas a la lingüística quechua,
aimara, uro y puquina, en ese orden, tal como se desarrolla-
ron entre fines del siglo pasado y comienzos del presente.

1. Lingüística quechua
Gracias a la revolución científica de los estudios quechuísti-
cos ocurrida a comienzos de la segunda mitad del siglo XX,
con los trabajos pioneros de dialectología y lingüística histó-
rica de Gary Parker (1963) y Alfredo Torero (1964), quienes
fuimos sus alumnos y seguidores tuvimos la ocasión de des- 123
prejuiciarnos tempranamente de los mitos enmascaradores
que hasta entonces guiaban el pensamiento de nuestra inte-
lligentzia criolla en materia de interpretación de la lengua y la
cultura quechuas.

Uno de tales mitos, quizás el más arraigado, por el hecho de


haberse forjado en la colonia, es la entronización del que-
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

chua cuzqueño como la variedad modélica, que no solo ten-


dría como cuna de origen el Cuzco, sino que habría logrado
imponerse en todo el territorio del Tahuantinsuyo, acompa-
ñando a las huestes conquistadoras de los incas, pero al mis-
mo tiempo bastardizándose, es decir, perdiendo la pureza de
su estructura al contacto con otros idiomas, a medida que
se alejaba de la metrópoli y se imponía en nuevos territo-
rios. De esta manera, las distintas manifestaciones dialectales
de la lengua en los espacios del antiguo imperio, como por
ejemplo el quechua puneño o el altiplánico en su conjunto,
vendrían a ser “corrupciones” de aquella variedad primordial
emergida del Pacariytambo o surgida a orillas del Huatanay.

Pues bien, los estudios dialectológicos y comparativos que


se encargaron de desmontar dicho paradigma conceptual de-
mostraban de manera contundente que: (a) el quechua no se
había originado en el Cuzco; (b) que, por consiguiente, no
podía ser la lengua originaria de los incas; (c) que el quechua
cuzqueño era un dialecto igual que sus demás pares dialecta-
les; (d) que tales dialectos integraban una misma familia lin-
güística; (e) que unos dialectos son más conservadores que
otros, pero que ninguno de ellos tiene la palma de ser el más
puro o el original; y (f) que, en todo caso, el punto inicial
de partida de la protolengua habrían sido la costa y sierra
centrales del Perú. De hecho, el libro de Lingüística quechua
124 (1987), cuya publicación fue patrocinada por el Programa de
Educación Bilingüe (PEB) tenía la virtud de exponer de ma-
nera accesible los postulados que se acaban de mencionar.

Había llegado la hora de la reivindicación de los estudios


quechuas referidos a los dialectos no cuzqueños, entre ellos
el puneño o el ayacuchano, para mencionar solo a los dia-
lectos sureños, cuyos hablantes, bajo el peso de la ideolo-

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gía lingüística tradicional señalada, consideraban su dialec-


to como inferior o “menos puro” que el cuzqueño, tenido
como el paradigma de la excelencia idiomática. No obstante
la estupenda demolición de los prejuicios lingüísticos men-
cionados, los rasgos compartidos entre el quechua cuzqueño
y el puneño (por ejemplo, el manejo de las consonantes as-
piradas y glotalizadas, pero también el desgaste de las con-
sonantes en posición final de sílaba), en oposición a otros
dialectos sureños, como el ayacuchano (que desconoce tales
propiedades), determinaron que quienes comenzamos a tra-
bajar en Puno, ya sea en la docencia como en la preparación
de materiales didácticos, no nos centráramos en el estudio y
la descripción de la variedad puneña, en el falso entendido
de que sus estructuras eran semejantes a las del cuzqueño,
lo cual si bien es cierto en términos generales, no lo es, sin
embargo, tan pronto como uno mira los datos con mayor
atención. Sirva esta reflexión como una suerte de autocrítica,
atenuada quizás por el hecho de que nuestra comprensión
global del fenómeno lingüístico altiplánico solo cobraría ma-
yor precisión al compás del aprendizaje de las otras lenguas
del entorno.

Con todo, no dejaría de ser importante el conocimiento,


aunque fuera parcial, de la gramática del quechua puneño.
No como producto del trabajo de campo y del análisis de
los datos cosechados en él sino, más bien, a través de los 125
materiales de educación bilingüe elaborados por el PEB para
la atención de los alumnos quechuahablantes de la región,
por entonces bajo su control y aplicación. No olvidemos que
mediante el programa mencionado, se ensayó en el Perú, por
vez primera y en gran escala, lo que los planificadores idio-
máticos conocen como desarrollo intelectual y estilístico de
una lengua, consistente en adecuar la estructura de esta a los
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

efectos de su empleo no solo como vehículo de instrucción,


sino también de reflexión metalingüística y de intelectualiza-
ción. Es así como se produjeron, aparte de las guías didác-
ticas y los desarrollos temáticos en lengua indígena para los
distintos grados de enseñanza, materiales de lectura y escri-
tura en quechua y en aimara, buscando no solo recoger las
manifestaciones de la literatura oral tradicional, sino también
fomentando la creatividad de los propios asesores idiomáti-
cos del programa. Uno de tales materiales fueron los textos
de Yanamayu ayllu, preparados por los miembros del equipo
de quechua del programa y sus estudiantes (Chuquimamani
y Komarek 1983; Büttner y otros 1984).

Pues bien, ¿qué de importante tiene dicha producción, apar-


te del mero ejercicio de trasuntar y transferir de lo oral a
lo escrito temas y motivos propios de una localidad de la
región? La respuesta nos la dio el investigador holandés Wi-
llem Adelaar, una de las autoridades mundiales en lingüística
amerindia. En 1986 Adelaar publicó un estupendo trabajo,
como todos los suyos, con el título de Aymarismos en el quechua
de Puno. En dicho estudio, cuyo material de base fue extraído
de los textos de Yanamayu Ayllu, el autor daba a conocer la
lista impresionante de una docena de sufijos de procedencia
aimara completamente incorporados en el quechua puneño.
Tan asimilados estaban tales sufijos en la morfosintaxis del
126 quechua puneño, que los propios hablantes de la lengua no
solo no los advertían sino que, al informarse de su proce-
dencia en clase, negaban rotundamente usarlos en su habla.
Fue necesario demostrarles lo contrario haciéndoles ver los
textos que ellos mismos habían preparado. Y es que, como
dice el dicho, “quien solo su lengua sabe ni siquiera conoce
su lengua”. En efecto, para advertir tales elementos hace fal-
ta desarrollar un mínimum de conciencia idiomática y para

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eso estaban ciertamente los cursos de gramática, como los


que comenzamos a desarrollar en el Programa de Lingüística
Andina y Educación de la UNA.

Después de todo, como podrá inferirse, era natural que el


quechua puneño tuviera la impronta gramatical del aimara,
con solo recordar que lupacas y pacases, ancestros de nues-
tros estudiantes del programa (con alumnos peruanos y bo-
livianos), habían comenzado a quechuizarse solo hacia fines
del siglo XVI y comienzos del XVII, como ocurrió con todos
los pueblos de habla aimara. De manera que los hallazgos de
Adelaar pronto comenzaron a divisarse, en mayor o menor
medida, en las variedades del Cañón del Colca y naturalmen-
te en el quechua boliviano. Pero no solo la influencia aimara
se manifestaba en la morfología, sino también en la fono-
logía que, con la participación de los alumnos de nuestros
cursos, fue manifestándose de manera más nítida, mostran-
do su fisonomía propia, diferente de la variedad cuzqueña
y, obviamente, con mayor influencia aimara que en aquella;
piénsese, por ejemplo, en la aspiración compensatoria de las
consonantes tras el desgaste de las codas, rasgo ausente en la
variedad cuzqueña, pero presente en el aimara, responsable
último de dicho fenómeno.

En el campo de la lexicografía, si bien tampoco se hizo un


esfuerzo de compilación del léxico general de la lengua, tarea 127
que está por hacerse, y que permitirá descubrir el legado cultu-
ral que la lengua heredó no solo del aimara, sino del uro y del
puquina, la atención estuvo dirigida, de manera más restringi-
da, al estudio del vocabulario razonado de la actividad agraria
(Ballón Aguirre y otros 1992) y al del léxico quechumara de
la papa (Ballón Aguirre y Cerrón-Palomino 2002). Tales tra-
bajos, que contaron con la participación decisiva de Emilio
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Chambi y Edgar Quispe, por entonces aprovechados alumnos


del programa, dirigidos por el Dr. Enrique Ballón Aguirre, asi-
duo profesor visitante del programa y una de las autoridades
internacionalmente reconocidas en lexicografía y semántica,
constituyen un verdadero esfuerzo teórico y metodológico
por presentar el léxico de los campos semánticos referidos,
buscando interpretarlo y definirlo a partir del conocimiento
subyacente que tienen los hablantes de la organización formal
y semántica de su universo cultural y patrimonial, verbalizado
en sus intervenciones como hablantes nativos de la lengua. En
esta empresa, como en las anteriores, sobra decirlo, las pesqui-
sas idiomáticas adquieren forzosamente un carácter poliglósi-
co y no monoglósico, como resultado de la historia cultural y
lingüística del pueblo altiplánico.

2. Lingüística aimara
Si en el dictado del curso de Lingüística Quechua del progra-
ma podíamos desenvolvernos con bastante solvencia, dada
la formación y el conocimiento que teníamos de la subdisci-
plina, no ocurría otro tanto con el aimara. Y ello, por la sen-
cilla razón de que no existía en el país un solo especialista en
el campo, y en San Marcos, el único centro en el que se hacía
lingüística andina, jamás se le había prestado atención a dicha
lengua. En el plano nacional, basta recordar que el gobierno
128
militar oficializó el quechua (1975), pero ignoró el aimara,
en tácita aplicación de la tesis del quechuismo primordial del
Perú, tan presente en la logósfera intelectual peruana, en la
que no cabía lugar para otra lengua que no fuera el quechua.

Cuando en 1975 el gobierno militar nombró una comisión


encargada de elaborar un alfabeto para el quechua, como
parte de las acciones emanadas del Decreto 21156 que lo
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oficializaba, la entidad convocada produjo lo que se desig-


nó como el alfabeto pandialectal del quechua, un cuadro
alfabético teóricamente válido para todos los dialectos de
la lengua, hecho que en sí constituía un triunfo de los lin-
güistas que participamos en la comisión, ya que la propuesta
asumida se imponía sobre la visión tradicional según la cual
por quechua debía entenderse solo quechua cuzqueño. Siendo
realistas, aun cuando se hubiera pensado en el aimara como
lengua reivindicable, no habría habido en todo el territorio
nacional personas calificadas que pudieran haber sido con-
vocadas para formar parte de una comisión implementadora
de una ley como la de la oficialización del quechua.

Ahora bien, cuando por iniciativa de Madeleine Zúñiga el


Centro de Investigación de Lingüística Aplicada (CILA) de
San Marcos organizó en 1983, en coordinación con el De-
partamento de Lengua y Literatura de la Universidad San
Cristóbal de Huamanga, un Taller de Escritura Quechua y
Aimara con el objeto de revisar el alfabeto oficial panque-
chua de 1975 y de proponer, esta vez, otro para el aimara,
no hubo un solo especialista en este idioma que pudiera pro-
poner un abecedario práctico que surgiera del análisis fono-
lógico y gramatical de la lengua; y los pocos hablistas que
participaron en el taller, como era de esperarse, no se mos-
traban seguros respecto de su propia competencia lingüísti-
ca, por las mismas razones que mencionamos al principio: 129
en tareas semejantes no basta el saber nativo de una lengua,
pues hace falta una conciencia reflectora mínima sobre ella,
y esto se consigue con los cursos de lenguaje que en otros
tiempos ofrecían nuestras escuelas y colegios. Con todo, si
bien provisionalmente, en la propuesta tentativa del taller es-
taban sentadas las bases de lo que vendría a ser más tarde el
alfabeto aimara.
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Una década después del trabajo de la comisión encargada del


panalfabeto quechua comenzó a operar en Puno el Programa
de Educación Bilingüe en un espacio en el que se daban cita
las dos lenguas mayores sobrevivientes del Perú. En adelante
ya no podía dejar de atenderse al aimara ni en los medios
académicos ni en los programas de educación bilingüe. En
materia curricular del programa de maestría debían ofrecerse
los cursos de gramática quechua y aimara. Si teníamos espe-
cialistas para la primera lengua, ¿dónde encontrar aimaristas
nacionales? Simplemente no los había; entonces, no quedaba
sino buscarlos al otro lado del Titicaca. Así es como durante
los primeros semestres, los cursos de aimara del programa
estuvieron a cargo de una especialista norteamericana, Lucy
Briggs, discípula de Martha Hardman, quien había trabaja-
do previamente en el aimara de Yauyos, pero después había
preferido dirigir un programa de estudios e investigación del
aimara paceño en su universidad de la Florida. Para la prepa-
ración de los materiales didácticos del PEB se tuvo que con-
vocar igualmente a un exalumno aprovechado de Hardman,
el aimarista paceño Juan Carvajal.

En cuestiones de escritura, el PEB ya había comenzado a


emplear el alfabeto de 1975 en la producción de sus materia-
les tanto en quechua como aimara. Una década después, la
comisión permanente surgida del taller de 1983 había con-
130 seguido, tras largas y penosas antesalas, la oficialización de
los alfabetos quechua y aimara propuestos, a través de la RM
N° 1218-ED del 18 de noviembre de 1985. Como resultado
de ello, el programa de Puno se vio en la necesidad de revi-
sar íntegramente los materiales educativos producidos hasta
entonces, y se acogió al uso del nuevo alfabeto oficial (entre
otras cosas, al uso de tres y no cinco vocales).

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Surgió en el entretanto un problema dentro del plantel de


docentes del PLAyE: la Dra. Briggs no podía seguir dictando
los cursos de aimara y había que ver la manera de reempla-
zarla. Para entonces habíamos comenzado personalmente a
estudiar la lengua no solo con la ayuda de algunos de los
estudiantes del programa sino también revisando los mate-
riales y vocabularios que nos llegaban de La Paz. La fami-
liarización con las estructuras básicas de la lengua fue para
nosotros una gran revelación, que hasta entonces había per-
manecido ajena a los especialistas del quechua y del aimara,
al trabajar a espaldas uno del otro, desconociendo la gran
tradición iniciada por los jesuitas de Juli (1587-1767), para
quienes pasar a estudiar del quechua al aimara y viceversa
había sido una práctica continua. Y era que el quechua y el
aimara presentaban un isomorfismo en todos los niveles de
su organización gramatical, de manera que el pase de una
lengua a otra, como lo habían hecho los aimaristas de Juli,
resultaba doblemente gratificante: no solo se conocía mejor
la gramática del aimara, sino también la del quechua, y vice-
versa. Esta era una razón adicional para aprender el aimara
no solo a través de los textos modernos sino también de los
tratados coloniales, en especial de los monumentos gramati-
cales y léxicos de Bertonio, cuya actualidad, pese a los siglos
transcurridos, era fácilmente rescatable y actualizable.

Había, pues, que asumir el reto de encargarse del dictado del 131
curso de aimara. Ello significaba, en buena cuenta, retomar
la tradición de los estudios aimaraicos, que se habían iniciado
en el último tercio del siglo XVI, en el laboratorio idiomático
en que se convirtió Juli, bajo la batuta de los jesuitas afinca-
dos allí, y que habían hecho de él un verdadero semillero de
aimaristas que trabajaron denodadamente con la lengua has-
ta que fueran violentamente expulsados en 1767. Desde en-
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

tonces, los estudios del aimara lupaca habían quedado trun-


cos en el Perú hasta comienzos del siglo XX, cediéndole la
palma al aimara pacaje, en su nueva sede de La Paz. A la vieja
Choqueyapu se dirigirían más tarde, ya en la segunda mitad
del siglo XIX y comienzos del XX, los redescubridores de la
lengua, entre ellos nada menos que Ernst Middendorf y Max
Uhle. Había que retomar el trabajo de los aimaristas de Juli,
y precisamente en el PEB, en virtud de que se estaban dando
las condiciones para ello.

Así, para sorpresa nuestra y gran asombro de los alumnos de


habla aimara, tanto peruanos como bolivianos, ocupamos la
cátedra de la lengua. Estábamos seguros de que podíamos
presentar las estructuras básicas del aimara casi traduciéndo-
las literalmente a partir de las del quechua, gracias a la capa-
cidad predictiva que nos facultaba el carácter isomórfico de
las lenguas, lo que se confirmaba a cada paso con la anuencia
de los alumnos de habla aimara. Es más, el paralelismo de
las estructuras del quechua y del aimara invitaba a que, lejos
de estudiarse por separado estas entidades idiomáticas, bien
podía ensayarse un solo curso dictado en dos semestres, con
las ventajas no solo formativas de los alumnos, sino también
con los resultados prácticos y económicos del sistema curri-
cular. De esta manera, surgió el curso de Quechumara (I y
II), que comenzó a impartirse desde entonces en el progra-
132 ma y pronto logró instaurarse no solo en las universidades de
San Marcos y la Católica de Lima, sino incluso fuera del país,
especialmente en Bolivia (La Paz y Cochabamba), y también
en Europa (España, Holanda, Alemania), siguiendo nuestros
periplos académicos. Resultado de esta gran experiencia fue
también el libro Quechumara, publicado en La Paz, por vez
primera en 1994 y con reedición aumentada y corregida des-
pués (Cerrón-Palomino 2008a).

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Se reiniciaban de este modo los estudios del aimara en el


país. Tras la expulsión de los jesuitas (1767), la atención de
los estudios aimaraicos se había trasladado a La Paz, y allá
iban quienes querían aprender y estudiar la lengua. El único
paréntesis que tuvimos, durante esa etapa de larga duración
de silenciamiento total del aimara en nuestros ambientes aca-
démicos, se dio a comienzos del siglo XX, cuando en 1905 la
escuela de Propaganda Fide del Perú editó el Vocabulario polí-
glota incaico, que tuvo la virtud de recoger los léxicos de cuatro
dialectos quechuas (Cuzco, Ayacucho, Áncash y Junín) y del
aimara. No sabemos, lamentablemente, quién habría sido el
compilador del léxico de esta lengua, pero es posible que
fuera obra de algún miembro de la orden franciscana cono-
cedor de la variedad, con algunos retoques a cargo del jesuita
boliviano Juan Antonio García, según pudimos averiguarlo.
Hubo que esperar ochenta años para que tuviéramos al al-
cance, esta vez de manera segura en cuanto a procedencia y
autoría, el vocabulario aimara moderno de Puno, preparado
por Thomas Büttner y Dionisio Condori, con los auspicios
del PEB: nos referimos al Diccionario aymara-castellano (1984).

Dentro de dicho contexto cabe recordar que fuera del esbo-


zo gramatical del jacaru, variedad del aimara central, prepa-
rado por Martha Hardman como parte de su tesis doctoral,
publicado en 1966 y traducido al castellano solo en 1983, no
contábamos con ningún vocabulario confiable de la varie- 133
dad referida y la promesa de la autora de cubrir dicho vacío
nunca llegó a concretarse. De allí que fuera una verdadera
lección para los lingüistas la aparición del vocabulario del
jacaru preparado por una profesora de primaria, hablante de
la lengua, sin más preparación que sus cursos de lenguaje y el
entusiasmo por su propia habla: nos referimos al Vocabulario
jacaru-castellano/castellano-jacaru (1994) de Neli Belleza Castro.
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Quienes sentíamos la frustración de no poder emprender los


trabajos de reconstrucción del protoaimara por no contar
sino con pequeños glosarios de la variedad aimaraica de Yau-
yos, todos de dudosa naturaleza, saludamos y apoyamos esta
excelente contribución, pues se abría la oportunidad para
emprender de una vez por todas el trabajo de reconstrucción
histórica de la familia lingüística, tan largamente esperado y
demorado, en comparación con el del quechua.

Así, en el año 2000 salió a la luz el libro Lingüística aimara,


en el que se postula por primera vez las estructuras básicas
del protoaimara. De paso, la comparación del protoquechua
con el protoaimara, a la par que descartaba la tesis del ori-
gen genético compartido de ambas lenguas, corroboraba la
hipótesis contrapuesta de la convergencia, de manera que las
semejanzas que guardan entre ellas se explican mejor como
resultado de largos y prolongados contactos entre los pue-
blos que los hablaban. Los resultados permiten sostener que
fue el quechua, en verdad el protoquechua, el que se amoldó
a las estructuras del protoaimara.

Se debe señalar que para la reconstrucción del protoaimara


fue crucial el trabajo de interpretación filológica que había-
mos venido realizando con los materiales gramaticales y lexi-
cográficos del genio de Bertonio, pues alguna vez habíamos
134 ofrecido en San Marcos un curso especial de lectura e inter-
pretación de la gramática del aimarista boliviano, con ayu-
da de Felipe Huayhua, nuestro asistente por entonces tanto
en SM como en el PLAyE. En 1987 exactamente, apareció
por primera vez, para regalo de lingüistas e historiadores, la
crónica completa de Juan de Betanzos, la Suma y narración de
los incas (1551), que hasta entonces se conocía solo hasta el
capítulo 18. Justamente en el siguiente capítulo, es decir en

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el 19, aparece el texto del cantar de Inca Yupanqui, llamado


Pachacutiy, en el que conmemora su victoria contra los so-
ras de la cuenca del Pampas. Pronto, la primicia betancina
desató entre los lingüistas del área un debate interesante en
torno a la lengua en que estaba redactado el himno y que,
ciertamente, no era quechua. Participamos en él, no sin cier-
ta acrimonia, el lingüista aficionado Ian Szeminski (1990,
1998), Alfredo Torero (1994) y Cerrón-Palomino (1998). Al
margen de nuestras discrepancias, lo que quedó claro del de-
bate es que el mencionado himno estaba compuesto en una
variedad del aimara distinta de la del altiplano y que no podía
ser sino la que se hablaba en la región del Cuzco. Es más,
teníamos allí la mejor prueba de que, por lo menos antes de
Pachacutiy, la lengua oficial de los incas era el aimara y no el
quechua; el texto demostraba, de manera incuestionable, el
uso de la lengua como vehículo oficial del creciente imperio.
Teníamos la respuesta de qué lengua hablarían los incas, una
vez demostrado previamente que el quechua no se había ori-
ginado en el Cuzco.

Como se dijo, ambas lenguas comparten no solo estructu-


ras gramaticales similares, sino también un buen porcentaje
de vocabulario afín. El trabajo de reconstrucción de la pro-
tolengua allanaba el camino para intentar deslindes de or-
den léxico y gramatical entre aquellos elementos comunes
al quechua y al aimara. Es así que en el plano léxico, y más 135
específicamente en el terreno onomástico, comenzaron a de-
sarrollarse trabajos de etimología, emprendidos esta vez de
manera más sistemática, con la aplicación de métodos pro-
venientes de la lingüística histórica y de la filología, como
puede verse en Voces del Ande. Ensayos sobre onomástica andina
(Cerrón-Palomino 2008b).
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Finalmente, hay que señalar que en materia de historia ex-


terna del aimara existía, a partir de los trabajos de Torero
(1970) y Hardman (1975), el consenso de que el protoaimara
no se había originado en el altiplano, sino en la costa y sie-
rra centro-sureñas del Perú. Los argumentos a favor de la
hipótesis, tanto de orden documental, como onomástico y
lingüístico, eran contundentes en tal sentido y dejaban en
aprietos la tesis tradicional del origen altiplánico de la lengua,
cuya vigencia solo podía explicarse como resultado de ideo-
logías de corte nacionalista forjadas en el país boliviano. El
hallazgo del texto del cantar no hacía sino corroborar la pre-
sencia aimara en el Cuzco como resultado de su expansión
en dirección sureste, vehiculando el estado huari, y echando
definitivamente por tierra la visión tradicional del quechua
como lengua originaria de los incas.

3. El uro
Uno de los temas del curso de Lingüística Andina ofrecido
por el Programa de LAyE, en su parte correspondiente a las
lenguas del sur andino, era el tan mentado uro. Sobre esta
entidad idiomática, sin embargo, no se podía por entonces
tratar gran cosa, debido a que en el Perú, y concretamente
en Puno, se había dejado de hablar en la segunda mitad del
siglo XX (está ausente, por ejemplo, en la famosa monogra-
136
fía del chucuiteño Romero, aparecida en 1928). Allí estaban
ciertamente, en las islas flotantes, los uros contemporáneos,
que habían perdido su lengua a favor del aimara, como lo
habían hecho previamente sus congéneres de los pueblos de
alrededor del lago. A lo sumo podía consultarse la bibliogra-
fía existente, tanto en el lado peruano como en el boliviano,
sin mayores posibilidades de estudiar la lengua a fondo, de-

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Rodolfo Cerrón-Palomino

bido a la naturaleza precaria de los materiales y a la vacilan-


te y dudosa notación con que venían cifrados los escuetos
vocabularios y los textos fragmentarios ofrecidos por sus
compiladores. El registro bibliográfico en lengua extranjera,
especialmente inglesa, francesa y alemana, más abundante en
estos últimos casos, habiendo sido acopiado por etnógrafos,
algunos de ellos aficionados, tampoco garantizaba una in-
terpretación segura de la lengua, al no existir hablantes con
quienes confrontar tales materiales. De allí que secretamente
envidiábamos a algunos de nuestros alumnos bolivianos por
poseer la información directa de que en Oruro, y particular-
mente en el cantón de Chipaya, todavía se hablaba la varie-
dad respectiva.

Pronto nos enteramos, en efecto, de que por espacio de


diecisiete años (1960-1977) había estado trabajando con
los chipayas el lingüista-misionero del ILV Ronald Olson,
quien pasaba largas temporadas del verano en el cantón
de Santa Ana con su mujer y sus hijos. Justamente un año
antes de su partida definitiva del lugar lo conocimos en Co-
chabamba, pero debemos confesar que entonces el uro era
para nosotros tan exótico, que escapaba de nuestros intere-
ses, por entonces estrechamente limitados al quechua. La-
mentablemente, fuera de un par de artículos, uno de ellos
de corte histórico, en el que intentaba probar relaciones
genéticas distantes entre el chipaya y el maya (Olson 1964, 137
1965), el resto de los trabajos publicados por el misionero
norteamericano se reducía a cartillas y textos de naturaleza
bíblica, pero también de adaptaciones de la tradición oral
europea al chipaya. Más tarde, cuando tuvimos contacto
epistolar con el investigador, nos enteramos de que la parte
lingüística de su trabajo, nada desdeñable, se reducía a un
conjunto de borradores inéditos presentados a su institu-
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

ción. El trabajo misionero lo había ganado, ya que la obra


que había ocupado la mayor parte de su tiempo era la tra-
ducción del Nuevo Testamento al vernáculo. De otro lado,
sabíamos que en la primera mitad de la década de 1980,
queriendo completar desde el lado lingüístico el estupendo
trabajo de historia regresiva del pueblo Chipaya empren-
dido por Nathan Wachtel en la década de 1970 (Wachtel
2001), la lingüista francesa Lilianne Porterie, investigadora
del CNRS de París, doctorada con una tesis sobre el ai-
mara de Huancané, había decidido cubrir el vacío dejado
por Olson. Luego de pasar algunas temporadas de intenso
trabajo con los chipayas (1983-1985) y cuando se encon-
traba a punto de iniciar el estudio y procesamiento de sus
materiales, cayó víctima de una enfermedad incurable, que
acabó con sus ilusiones y con su joven existencia, dejando
trunco todo el esfuerzo desplegado en el acopio del valioso
material que apenas había empezado a procesar y que años
después tuvimos la oportunidad de consultar con verdade-
ra curiosidad y emoción, teñida de tristeza, porque tuvimos
la oportunidad de conocerla personalmente en San Marcos.

Como se comprenderá, la ausencia de estudios gramaticales


y lexicográficos modernos de la única variedad sobreviviente
del uro resultaba frustrante para los especialistas del área.
Ni Olson ni Porterie habían podido, por distintas razones,
138 distractivas en un caso y fatales en el otro, llenar dicho vacío.
Fue así como asumimos dicho reto, convencidos de que era
simplemente imperdonable que, ad portas del siglo XXI, no
existieran ni un vocabulario ni una gramática de la lengua
preparados por un lingüista. Era urgente conseguir el apoyo
de una institución que facilitara el trabajo de campo en la
desolada altiplanicie orureña, presa de los vientos en agosto
y de las inundaciones en febrero, donde los chipayas habían

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Rodolfo Cerrón-Palomino

encontrado su zona de refugio, desalojados de sus antiguas


querencias por sus eternos opresores aimaras.

Antes de lanzarnos al estudio de la lengua, nos habíamos


pertrechado de todo el material uro disponible, como lo
anunciamos, esta vez incluyendo los trabajos de Vellard y de
Métraux, todos ellos en francés. Los de Métraux eran deci-
sivos, ya que consignaban datos de la década de 1930. Los
de Uhle, en alemán, así como los de Lehmann, permanecían
inaccesibles aún. Para entonces ya habíamos obtenido, gra-
cias al pedido que le hiciéramos al propio Olson (1963), una
copia escueta del vocabulario chipaya, que formaba parte
de sus informes de campo. Con tales materiales, habíamos
intentado esbozar la fonología de la lengua, pero con resul-
tados frustrantes ante la dificultad de interpretar rectamente
las notaciones fonéticas del lingüista norteamericano, que
entonces creíamos exotistas.

Finalmente, nuestros afanes por conseguir el apoyo eco-


nómico para emprender el trabajo de campo se hicieron
realidad. En el año 2001 se inició el Proyecto Chipaya con
el apoyo del Max Planck Institut, en su sede de Leipzig
(Alemania), y tiempo después del Spinoza Program, de
la Universidad de Nijmegen (Holanda). Antes de viajar a
Europa y gracias al interés que tomó sobre nuestro pro-
yecto Salustiano Ayma, un antiguo exalumno boliviano de 139
nuestro programa, tuvimos la extraordinaria oportunidad
de escuchar viva voce, por primera vez, en su casa de Oru-
ro, a un par de profesores chipayas, congregados para ese
efecto por el amigo mencionado. Luego de una memorable
sesión de exploración en la que tras emitir algunas frases
y expresiones, con sonidos que ellos creían difíciles de ser
pronunciados por quechuas, aimaras e hispanohablantes,
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

tanto los mismos chipayas como el propio Salustiano que-


daron maravillados de que pudiéramos reproducir, con
bastante aproximación, incluso aquellos sonidos que consi-
deraban complicados de pronunciar. Nuestros asombrados
anfitriones no comprendían que, como lingüistas, estába-
mos preparados para reproducir sonidos, por muy exóticos
que estos fueran; pero, además, teníamos la ventaja, por un
lado, de conocer el quechua huanca, con sonidos apicales y
retroflejos; y, por el otro, de haber trabajado con el jacaru,
igualmente pródigo en consonantes africadas y retroflejas,
y no solo simples sino también laringalizadas.

Animados por esa experiencia, antes de lanzarnos a iniciar


nuestro trabajo de campo, queríamos visitar el Instituto
Iberoamericano de Berlín, donde se hallaban depositados
los archivos de Max Uhle y Walter Lehmann. Nos intere-
saba ver los materiales de Uhle, quien no solo había sido el
primero en recoger datos del chipaya, en febrero de 1894,
sino que también había trabajado algún tiempo después
con el uro de Iru-hito; Lehmann, por su parte, había reco-
gido en 1929 un léxico de esta misma variedad, en ingrata
compañía de Posnansky (Lehmann 1937): es interesante re-
levar que sería el único que recogería material léxico del uro
de la bahía de Puno, antes de que ella sucumbiera frente al
aimara. Así, visitar el archivo y ver los materiales mencio-
140 nados fue revelador. Sin embargo, enfrentábamos el mismo
problema señalado en relación con los materiales anterio-
res, aunque en menor grado, porque la notación que em-
pleaban los investigadores germanos en sus registros tenía
dificultades en la interpretación, según lo demostraríamos
en adelante. ¿Cómo resolver estos escollos de interpreta-
ción? Con lenguas muertas como el mochica o el puquina,
el asunto resulta difícil si no imposible; afortunadamente,

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teníamos todavía al chipaya como elemento providencial


de control y verificación.

El momento de la tan esperada confrontación llegó a fines


de julio de 2001 cuando viajamos a Santa Ana de Chipaya,
acompañados de Roberto Zariquiey, por entonces nuestro
alumno de la Católica y hoy brillante lingüista, a quien lo úni-
co que le “reprochamos” es haber dejado la lingüística andi-
na para dedicarse al estudio de las lenguas selváticas. Allí, en
el pueblo de Chipaya, con la ayuda de nuestros informantes,
algunos de ellos viejos colaboradores de Olson, y la acogida
entusiasta y bulliciosa de los escolares que acudían a buscar-
nos por las tardes, comenzamos el trabajo de desentraña-
miento de la gramática y del vocabulario del chipaya. Ahora
podíamos beneficiarnos mejor de los trabajos previos sobre
la variedad orureña, es decir, los de Uhle, Posnansky y Mé-
traux. A partir de entonces, durante siete años consecutivos
y en la misma época de julio-agosto, aprovechando nuestras
vacaciones de medio año, comenzamos a peregrinar a la ciu-
dad de Oruro, para pasar luego al cantón de Chipaya. Los
trabajos de campo los realizamos en el mismo Chipaya y en
la ciudad de Oruro, siempre asistidos por nuestros asesores
chipayas, algunos de los cuales fueron convocados en Puno
y en varias ocasiones también acudieron a Lima, en calidad
de informantes, apoyándonos en nuestros seminarios. Como
resultado de ello, en 2006 dimos a conocer la primera gra- 141
mática de la lengua y en 2007 ofrecimos un primer intento
de reconstrucción de la fonología del protouro. En el 2011
se publicó el primer vocabulario de la lengua, trabajo que
no habría sido posible sin la coautoría de Enrique Ballón
Aguirre, nuestro viejo colega sanmarquino, compañero de
innumerables andanzas académicas por tierras altiplánicas,
a un lado y otro del lago Titicaca, y con quien la UNA tiene
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

una deuda de reconocimiento pendiente. En este contexto,


tampoco debiera dejar de recordar al profesor Jaime Barrien-
tos, uno de los egresados del programa, quien tuvo la ge-
nerosidad de acompañarnos en nuestros trabajos de campo
durante los últimos años.

Quienes fueron nuestros alumnos durante los inicios del


Proyecto Chipaya serían testigos de cómo los datos que íba-
mos dando a conocer acerca de la lengua, como resultado de
nuestras investigaciones, ya no provenían de segunda mano,
sino de nuestra propia cosecha; es más, podíamos aprove-
char mejor los trabajos de quienes nos habían antecedido,
previa reinterpretación de los mismos a la luz del chipaya,
que desde entonces hemos venido empleando cual si fuera
una suerte de bitácora lingüística. Al contacto con esta varie-
dad pudimos detectar cómo, incluso los más avezados inves-
tigadores de la etapa que llamamos prelingüística, habían te-
nido serios problemas en identificar, entre otros segmentos,
las consonantes africadas y las sibilantes.

Un hecho no menos importante, en especial para nuestros


alumnos del curso de LA, con trascendencia extramuros del
recinto académico, fue presentarles de manera directa los
materiales del uro de Ch’imu, recogidos por Walter Lehmann
en un par de jornadas, en octubre de 1929. De hecho, una
142 buena experiencia, como trabajo práctico del curso, fue ubi-
car al pie de los roquedales de Ch’imu, a los descendientes de
los informantes del investigador germano, don Florentino
Valcuna y su hijo Nicolás, para tratar de recabar de ellos los
últimos vestigios léxicos de la lengua. Habiendo transcurrido
desde entonces una década, solo ahora podemos sentir la sa-
tisfacción de anunciarles que ya tenemos preparado un libro
sobre el uro de la bahía de Puno, justo tributo de homenaje

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y gratitud al pueblo de Puno y a su universidad, que supie-


ron brindarnos generosamente su acogida y abrirnos el vasto
horizonte de su entorno, dándonos la oportunidad única de
estudiar su presente y su pasado idiomáticos (Cerrón-Palo-
mino 2016a).

4. El puquina
Los avances sobre el puquina, la llamada “tercera lengua ge-
neral del Perú”, son de reciente data, de manera que nuestros
alumnos del programa ya no se beneficiaron con la oportu-
nidad de asistir a su desarrollo, como ocurrió con el aimara
y el uro. Apenas tuvieron la ocasión de enterarse del estado
de la cuestión de la subdisciplina en nuestro curso de LA.
Entonces, solo contábamos con los estudios de Raoul de la
Grasserie (1894) y de Alfredo Torero (1965) sobre el único
material disponible de la lengua, el Manvale sev Rituale Pervan-
vm del criollo guamanguino Gerónimo de Oré, publicado en
1607 en Nápoles. Un verdadero monumento políglota colo-
nial que consigna un total de 26 textos pastorales en lengua
puquina de variado alcance (desde las fórmulas más simples
del per signum crucis y del bautizo hasta las preguntas más in-
discretas a los curacas so pretexto de su preparación para la
confesión). Tanto De la Grasserie como Torero habían des-
plegado notables esfuerzos para entresacar de tales textos el
143
vocabulario y la gramática de la lengua, en ambos casos de
naturaleza inevitablemente fragmentaria, dado el género de
los materiales compilados. Tratándose de una lengua muerta,
los problemas de interpretación que dicho material presenta-
ba eran numerosos: estaba mal transcrito y tenía segmentos
ciegamente calcados del quechua.
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Comparando ambos trabajos, el saldo a favor es naturalmen-


te para el de Torero, que gracias al avance de la ciencia lin-
güística resultaba siendo un esfuerzo interpretativo mucho
más sólido y convincente que el del investigador francés, que
tiene partes erráticas e incompletas. La versión inicial del lin-
güista huachano, que le había valido como tesis del tercer
ciclo de la Sorbona (no tesis doctoral, conviene recalcarlo),
fue objeto de revisión y actualización constante por parte de
su autor, en especial el lexicón que ofrece al final de su estu-
dio, demostrándonos la insatisfacción personal con algunos
pasajes de su trabajo. Quienes han retomado el estudio sobre
lo mismo en los últimos tiempos, esta vez de manera mucho
más sistemática y reveladora, son los lingüistas holandeses
Willem Adelaar y Simon van de Kerke (2009). Gracias a di-
cho esfuerzo podemos contar con un material léxico del pu-
quina más depurado y completo, que escasamente sobrepasa
los 250 radicales identificados hasta la fecha.

De otro lado, fue también importante trabajar con los ma-


teriales de la lengua callahuaya, el mentado idioma secreto
de los curanderos itinerantes de la provincia de Charazani
del noreste de La Paz. La información histórica señalaba
que entre los incas y los callahuayas había habido una re-
lación estrecha, en tanto que estos habían sido no solo los
cargadores de las andas de los soberanos cuzqueños, sino
144 también los guardianes de la frontera suroriental del imperio
ante los avances de los chiriguanos. Como resultado de ello,
los callahuayas habían devenido en quechuahablantes, des-
plazando su lengua materna que habría sido el puquina. De
esa estrecha relación quedaba en el vocabulario del callahua-
ya un porcentaje considerable de palabras puquinas, con las
cuales podía cotejarse el vocabulario de Oré. Los redobla-
dos trabajos de Pieter Muysken (2009) sobre la lengua de los

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herbolarios de Charazani han ayudado a conocer mejor su


estructura, de origen fundamentalmente quechua, y su léxico
de procedencia variada y hasta enigmática.

Un asunto importante que debió despejarse antes era el


trastrocamiento o confusión secular de las designaciones
de “uro” y “puquina” como si estuvieran refiriéndose a una
misma lengua. La confusión, que venía desde fines del siglo
XVI, aún persiste hasta la fecha entre los uros del Poopó y
de Chipaya. No obstante que Nieto Polo y Uhle ya habían
señalado tempranamente, y con razón, que estábamos ante
dos lenguas diferentes, investigadores posteriores, entre ellos
Paul Rivet y Georges Créqui-Montfort, creyeron demostrar
que el uro y el puquina eran la misma lengua. Quienes se
encargaron de refutar definitivamente tales postulaciones
fueron Alfredo Torero (1965), en el Perú, e Ibarra Gras-
so (1982), en Bolivia. Para despejar toda duda respecto del
asunto era importante conocer mejor la gramática del uro, lo
que fue posible gracias a los trabajos que fueron apareciendo
sobre este idioma.

Paralelamente, tratándose de una lengua y de un pueblo se-


pultados por la historia oficial incaica, fue un avance impor-
tante el trabajo de los etnohistoriadores y de los arqueólogos
en su afán por identificar los pueblos de habla puquina, a la
luz de la documentación colonial encontrada en el último 145
tercio del siglo XX en los archivos de Sevilla y de Buenos
Aires. Nos referimos a la Copia de curatos de la audiencia de
Charcas (ca. 1600), descubierta en el Archivo de Indias por
la investigadora francesa Thérese Bouysse-Cassagne (1975),
y a la Tasa de la visita general de Francisco de Toledo (1570-1575),
publicada por Noble David Cook. Gracias a tales documen-
tos podía dibujarse el mapa lingüístico de la distribución de
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

la lengua hacia fines del siglo XVI, asombrosamente coinci-


dente con el territorio de los collas, mencionado tanto por
Cieza de León como por Sarmiento de Gamboa. Corolario
de ello, y de otras relecturas no menos decisivas de las cróni-
cas, es el imperativo de distinguir en adelante a los “collas”
puquinahablantes de los aimaras, mal llamados collas por la
historiografía tradicional.

Gracias al aporte de la etnohistoria, y últimamente de la ar-


queología, fue haciéndose cada vez más necesario el enfoque
interdisciplinario aplicado al estudio del puquina, como lo han
demostrado los simposios internacionales llevados a cabo a
fines de la primera década del presente siglo, tanto en Lima
como en Europa. Lingüísticamente, una vez asumido el ca-
rácter intruso del aimara en el altiplano, cuya antigüedad en el
territorio no podía ir más allá de los siglos XII o XIII, es decir,
cuando la civilización de Tiahuanaco ya había colapsado, solo
quedaban el uro y el puquina como las posibles lenguas del
estado megalítico. Descartado el uro, por las condiciones so-
cioculturales de sus hablantes, por excelencia moradores de las
islas del Titicaca, solo el puquina podía ser atribuido a los crea-
dores del estado altiplánico. Había que demostrar la presencia
del puquina en dicho territorio para contrarrestar la idea tradi-
cional de que toda la toponimia altiplánica era exclusivamente
aimara, idea a la que se aferraban, por razones nacionalistas,
146 los historiadores y los arqueólogos bolivianos o amigos de los
bolivianos (véase, por ejemplo, Stanish 2003: cap. 3, 59).

De otro lado, había al mismo tiempo otro frente que com-


batir: el del quechuismo primitivo, al cual se hizo mención
en las secciones iniciales de esta nota, que estaría presente en
el vocabulario cultural e institucional del incario, tal como es
aceptado dentro de la historia oficial incaica, consagrado en

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Rodolfo Cerrón-Palomino

los tratados de historia como los de Rowe, Rostworowski,


D’Altroy y Tom Zuidema, entre otros. Había que evaluar esa
posición sobre la base del análisis filológico y semántico del
vocabulario mencionado, lo que implicaba revisar críticamen-
te la documentación colonial, comenzando por el rastreo no
solo de los tratados léxicos quechuas y aimaras, sino también
de las crónicas del incario, sobre todo de las más tempranas.
Testigo de un primer esfuerzo de este trabajo fue la primera
parte de Las lenguas de los incas: el puquina, el aimara y el quechua
(2013), en el que se postula, sobre la base del estudio etimoló-
gico y razonado de los mismos, el origen puquina de nombres
comunes, antropónimos, teónimos y topónimos, que antes se
pensaba que eran de cuño quechua o aimara.

Un elemento importante en la identificación de términos


puquinas fue descubrir que el léxico recogido en el vocabu-
lario aimara de Bertonio acusa un considerable número de
entradas atribuibles al puquina, lo cual no debiera extrañar,
ya que era esperable que una lengua que desplazó a otra,
en este caso portadora de una civilización importante como
la tiahuanacota, recogiera el vocabulario cultural del idioma
desplazado. Ocurre, además, que dicho vocabulario tiene, de
manera sintomática, un ámbito de registro que no trasciende
del Cuzco en su frontera noroeste. Menos aún tiene cogna-
dos en el aimara central, por lo que, por simple factorización,
puede postularse como proveniente del puquina. De otro 147
lado, el escrutinio del léxico del uro, en los diferentes glosa-
rios y vocabularios que ahora disponemos nos permite ais-
lar un número igualmente importante de términos tomados
del puquina, hecho que, como en el caso anterior, tampoco
debiera extrañar, ya que habiendo sido el uro un idioma do-
minado por el puquina, es natural que haya tomado como
préstamos muchos términos culturales de esta lengua.
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

Con la ayuda de tales fuentes indirectas del puquina pueden


ahora etimologizarse como propias de la lengua no solo buena
parte del vocabulario político, social, cultural y religioso del
imperio de los incas, sino también la onomástica en general,
especialmente la antroponimia y la toponimia, como lo de-
muestran trabajos más recientes, algunos de ellos por apare-
cer, otros aún inéditos y otros más en curso. Por lo que toca
a los estudios toponímicos, queda plenamente demostrada la
presencia de la lengua en todo el territorio que los arqueólo-
gos postulan para el estado tiahuanaquense en su máxima ex-
pansión, con un núcleo compacto en torno al lago Titicaca y
sus flancos tanto en la vertiente occidental como en la oriental
de los Andes (véase, por ejemplo, McEwan 2012 y Pärssinen
2015). Lo más importante desde el punto de vista lingüístico
es que a través de los estudios toponímicos del área altiplánica
se ha podido no solo confirmar el registro de algunos de los
sufijos del puquina que figuran en los textos de Oré, sino tam-
bién detectar otros que no aparecen registrados, pero que sin
duda pertenecían a la lengua (Cerrón-Palomino 2016b).

Un asunto igualmente importante de los últimos años ha


sido relacionar etimológicamente los elementos léxicos que
el Inca Garcilaso atribuía al “lenguaje particular de los incas”
con los del puquina, tal como se ha tratado de demostrar en el
reciente libro sobre las lenguas de los soberanos cuzqueños,
148 que ahora sabemos que tuvieron una experiencia de cambios
idiomáticos sucesivos muy importantes (Cerrón-Palomino
2013). De esta manera se aportaba la evidencia lingüística a
favor de las referencias mito-históricas que le asignaban un
origen lacustre a los incas míticos, procedentes del “lago de
Poquina”, para emplear la referencia topográfica de Guaman
Poma, hecho que a su vez demuestra el carácter fundacional
que tuvo el puquina en la génesis y formación del imperio

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Rodolfo Cerrón-Palomino

incaico. Afortunadamente, en los últimos tiempos, y gracias


a los encuentros de naturaleza interdisciplinaria realizados en
los últimos años tanto en Europa como en Lima, es cada vez
mayor el número de arqueólogos e historiadores del inca-
rio, a los cuales se vienen sumando los geneticistas (Shinoda
2015), para quienes la conexión inca-tiahuanaco, lejos de ser
soslayada como mito desprovisto de historicidad, debe ser
reconsiderada a la luz de los aportes de la lingüística y de
la filología andinas, como se desprende de algunos de los
trabajos que aparecen en el reciente volumen sobre los incas
editado por el conocido arqueólogo Izumi Shimada (véase,
por ejemplo, Cerrón-Palomino 2015).

5. A manera de conclusión
En las secciones precedentes se ha referido, en ajustada sín-
tesis, el desarrollo de los estudios relacionados con las len-
guas andinas concurrentes, en el pasado y en el presente, en
la región altiplánica peruano-boliviana. Tal desenvolvimien-
to, desplegado en el marco de las actividades del Programa
de Maestría en Lingüística Andina y Educación de la UNA,
es reseñado a manera de testimonio personal del autor de la
presente nota, producto de su experiencia académica e inves-
tigativa como profesor visitante en el mencionado programa.
Los desarrollos señalados a lo largo de la exposición inciden
149
en aspectos sincrónicos, diacrónicos, filológicos y onomás-
ticos de la lingüística andina en su conjunto, y en el carácter
necesariamente interdisciplinario de su estudio y enfoque.

Recibido: 12 de diciembre del 2016


Aprobado: 10 de febrero del 2017
La lingüística andina en el contexto del altiplano peruano-boliviano: testimonio personal

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