Economia para El 99% de La Pobl - Ha-Joon Chang Cap 1 y 2

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La economía es demasiado importante para dejarla en manos de los

economistas. Por eso, en esta irreverente introducción, Ha-Joon


Chang presenta las distintas teorías económicas con las fortalezas y
las debilidades de cada una, y explica porqué no hay una sola
manera de explicar el comportamiento de la economía.
El prestigioso economista de Cambridge desmonta los tópicos
existentes y expone la diversidad de fuerzas que juegan un papel en
la economía. Así nos otorga las herramientas necesarias para
entender un mundo cada vez más global e interconectado que a
menudo obedece los dictados económicos. Desde el futuro del euro,
la desigualdad en China o el estado de la industria americana,
«Economía para el 99% de la población» es una guía concisa y
amena a los fundamentos económicos que ofrece un retrato claro y
completo de la economía global y de cómo influye en nuestra vida
cotidiana.
Ha-Joon Chang

Economía para el 99% de la


población
ePub r1.0
Un_Tal_Lucas 18.04.2017
Título original: Economics: The User’s Guide
Ha-Joon Chang, 2014
Traducción: Teresa Beatriz Arijón

Editor digital: Un_Tal_Lucas


ePub base r1.2
A mis padres
Agradecimientos
En el otoño de 2011, Penguin me planteó por primera vez la idea de
escribir una introducción a la economía y las ciencias económicas
que resultara accesible a un público lector lo más amplio posible a
través de quien era mi editor en aquella época, Will Goodlad.
Actualmente Will se dedica a otros asuntos, pero aun así sus
aportaciones fueron fundamentales para la organización y redacción
de este libro, a pesar de hallarse embarcado en una etapa intensa
de sus nuevas ocupaciones.
No podría haber escrito este libro sin el generoso apoyo de
Laura Stickney, mi editora. Supongo que no fue fácil para ella,
puesto que tuvo que soportar largos períodos de silencio y
numerosas reelaboraciones de los primeros capítulos. Sin embargo,
tuvo fe en mí y me apoyó durante el proceso, limitando al mínimo
sus intervenciones, estimulándome con discreción y brindándome
una inmensa cantidad de consejos excelentes, tanto sobre temas
específicos como sobre asuntos editoriales. Solo tengo palabras de
agradecimiento para ella.
Ivan Mulcahy, mi agente literario, hizo aportaciones de suma
importancia, como de costumbre. En particular, sus sugerencias
sobre el primer borrador, bastante incompleto, hicieron que el libro
volviera a cobrar vida precisamente cuando el proceso de escritura
corría el peligro de perder impulso y yo corría el peligro de perder la
fe en lo que intentaba escribir.
Peter Ginna, mi editor en Estados Unidos, hizo asimismo
aportaciones de gran relevancia, sobre todo en la etapa final de la
redacción.
Muchos amigos me ofrecieron ayuda y estímulo, pero tres de
ellos merecen una mención especial. Duncan Green, William
Milberg y Deepak Nayyar leyeron todos los capítulos (en algunos
casos tuvieron que leer más de una versión de un mismo capítulo) y
efectuaron comentarios extremadamente útiles. También me
brindaron apoyo moral durante las etapas difíciles del proyecto, que
fueron muchas.
Felix Martin hizo contribuciones muy importantes sobre la
estructura desde el principio, cuando el libro no era sino un
proyecto. También leyó varios capítulos e hizo comentarios
sumamente útiles. Finlay Green tuvo la amabilidad de leer la
mayoría de los capítulos y sugirió diversas maneras de mejorar mi
estilo para volverlo más accesible y ameno.
También quiero dar las gracias a todas las personas que leyeron
distintas versiones de la obra o diversos capítulos e hicieron
comentarios útiles. Por orden alfabético, se trata de Jonathan
Aldred, Antonio Andreoni, John Ashton, Roger Backhouse,
Stephanie Blankenberg, Aditya Chakrabortty, Hasok Chang, Victoria
Chick, Michele Clara, Gary Dymski, Ilene Grabel, Geoffrey Hodgson,
Adriana Kocornik-Mina, David Kucera, Costas Lapavitsas, Sangheon
Lee, Carlos López Gómez, Tiago Mata, Gay Meeks, Seumas Milne,
Dimitris Milonakis, Brett Scott, Jeff Sommers, Daniel Tudor, Bashkar
Vira y Yuan Yang.
Mi estudiante de doctorado y asistente de investigación, Ming
Leong Kuan, fue extremadamente eficiente y creativo a la hora de
recabar y procesar la información necesaria. Dada la importancia
que otorgo a las «cifras de la vida real» en este libro, debo afirmar
que la ayuda de Ming Leong fue esencial para que la obra llegara a
ser lo que es.
Durante los dos años que me llevó la redacción de este libro, mi
esposa, Hee-Jeong, mi hija Yuna y mi hijo Jin-Gyu sufrieron
bastante, pero me brindaron muchísimo amor y un apoyo constante.
Hee-Jeong y Yuna leyeron varios capítulos y realizaron comentarios
sumamente útiles. Jin-Gyu me recordó todo el tiempo que existen
cosas mucho más importantes en la vida que la economía, entre
ellas el doctor Who, Hercule Poirot y Harry Potter.
La pequeña familia que tengo en Inglaterra no tendría esa
solidez que afortunadamente la caracteriza sin el amor de nuestros
familiares coreanos. Mis suegros nos dieron muchísimo cariño y
apoyo. Mis padres, por su parte, han sido una constante fuente de
amor y estímulo para nosotros. Sobre todo, yo no sería quien soy de
no haber sido por el sacrificio y el amor de mis padres. Este libro se
lo dedico a ellos.
PRÓLOGO

¿Por qué tomarse la molestia?


¿POR QUÉ ES NECESARIO APRENDER
ECONOMÍA?
¿Por qué la economía despierta tan poco interés en
la gente?
Dado que eligió este libro, es probable que usted tenga al menos un
interés pasajero en la economía. Sin embargo, también es probable
que su lectura lo perturbe un poco. Se supone que la economía es
difícil; tal vez no tanto como la física, pero sí lo bastante exigente.
Más de un lector seguramente recordará haber oído en la radio a
algún economista dando una explicación que le parecía
cuestionable y aun así haberla aceptado porque, después de todo,
el experto era él y uno ni siquiera se había leído un buen libro de
economía.
Pero ¿es realmente tan difícil la economía? No tiene por qué
serlo… si es explicada en términos claros y simples. En mi libro
anterior, 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, me metí
en camisa de once varas al afirmar que el 95 por ciento de la
economía es sentido común, pero que se hace que parezca difícil
mediante jergas y muchas matemáticas.
La economía no es la única disciplina que les parece difícil a los
no iniciados. En todas las profesiones que implican una cierta
competencia técnica —ya se trate de la economía, la fontanería o la
medicina—, las jergas que facilitan la comunicación en el ámbito
profesional la dificultan con los no iniciados. Desde una perspectiva
un tanto más cínica, todas las profesiones técnicas tienen un interés
manifiesto en parecer más complicadas de lo que en realidad son,
para de ese modo justificar los elevados honorarios que cobran los
profesionales por sus servicios.
Aun teniendo en cuenta todo esto, cabe señalar que la economía
ha tenido un éxito enorme a la hora de lograr que el público en
general se resista a adentrarse en sus dominios. A pesar de no
tener la formación ni los conocimientos adecuados, la gente suele
expresar opiniones tajantes sobre toda clase de cosas: el cambio
climático, el matrimonio homosexual, la guerra de Irak, las centrales
nucleares… Pero, en lo que atañe a la economía, muchos
sencillamente no tienen el menor interés; por no mencionar que
tampoco tienen opiniones firmes al respecto. ¿Cuándo fue la última
vez que participó en una discusión sobre el futuro del euro, la
desigualdad en China o las perspectivas de la industria
manufacturera estadounidense? Estos temas pueden tener un fuerte
impacto sobre su vida, cualquiera que sea su lugar de residencia,
puesto que afectan —de manera positiva o negativa— a sus
expectativas laborales, a su salario y en última instancia a su
jubilación. No obstante, es harto probable que no se haya detenido a
pensar en ellos.
El hecho de que los temas económicos carezcan de ese
atractivo visceral que poseen otras cuestiones —el amor, los
desplazamientos y el desarraigo, la muerte y la guerra— explica
este (por lo demás curioso) estado de cosas. Se debe
principalmente a que, sobre todo en las últimas décadas, a la gente
se la indujo a creer que, al igual que la física o la química, la
economía es una «ciencia» que tiene una única respuesta correcta
para todo. Por eso mismo, los legos tendrían que avenirse a aceptar
el «consenso profesional» y dejar de pensar en ello. Gregory
Mankiw, profesor de economía de Harvard y autor de uno de los
textos más populares sobre economía, afirma lo siguiente: «A los
economistas les gusta hacerse pasar por científicos. Lo sé porque
yo mismo lo hago con frecuencia. Cuando doy clase a los
estudiantes universitarios, describo premeditadamente el campo de
la economía como una ciencia para que ningún novato en estas
lides piense que se ha embarcado en una empresa académica de
mala muerte»[1].
Sin embargo, como podrá apreciarse durante la lectura de este
libro, la economía nunca podrá ser una ciencia en el sentido en que
lo son la química o la física. Existen muchos tipos diferentes de
teoría económica, y cada una enfatiza aspectos diferentes de una
realidad compleja emitiendo diferentes juicios morales y políticos y
extrayendo conclusiones también distintas. Más aún: las teorías
económicas fracasan constantemente a la hora de predecir
acontecimientos en el mundo real, incluso en aquellas áreas en las
que se especializan, en particular porque los seres humanos —a
diferencia de las moléculas químicas o los objetos físicos— tienen
voluntad propia y libre albedrío[2].
Si la economía no posee una única respuesta correcta para sus
interrogantes, entonces no podemos dejarla exclusivamente en
manos de los expertos. Eso equivale a decir que todo ciudadano
responsable necesita aprender un poco de economía, pero con esto
no pretendo insinuar que deba abrir un manual voluminoso e
incorporar un punto de vista económico en particular. Lo que en
realidad necesita es aprender economía para poder reconocer los
diferentes tipos de argumentos económicos y desarrollar la facultad
crítica de juzgar cuál de ellos tiene más sentido en una circunstancia
económica dada y en función de una serie de valores morales y
metas políticas (nótese que no he dicho «cuál de ellos es correcto»).
Para eso se necesita un libro que aborde y analice la economía de
una manera aún inexplorada; algo que, creo, este libro hace.

¿En qué se diferencia este libro?


¿En qué se diferencia este libro de otros textos introductorios a la
economía?
Una primera diferencia es que yo me tomo en serio a mis
lectores. Lo digo en serio. Este libro no pretende ser una versión
digerida y digerible de alguna complicadísima verdad eterna.
Presento a mis lectores numerosas maneras distintas de analizar los
sistemas económicos y la economía porque estoy convencido de
que son perfectamente capaces de discernir entre diferentes
enfoques. No rehúyo discutir los temas metodológicos más
fundamentales de la economía; por ejemplo, si puede ser una
ciencia o qué papel desempeñan en ella los valores morales.
Siempre que sea posible, intento revelar los supuestos subyacentes
a las diferentes teorías económicas para que los lectores puedan
juzgar por sí mismos el realismo y la verosimilitud de cada una.
También les planteo a mis lectores cómo se definen y se agrupan
las cifras en economía y los insto a no tomárselas como algo
objetivo, como el peso de un elefante o la temperatura de una olla
de agua(1). En suma, intento explicarles cómo pensar en vez de
decirles qué pensar.
Instar al lector a realizar un análisis más profundo, sin embargo,
no implica que el libro tenga que ser difícil. Aquí no hay nada que los
lectores no puedan comprender, siempre y cuando tengan
completados los estudios de secundaria. Lo único que les pido es
curiosidad para descubrir lo que ocurre realmente y paciencia para
leer simultáneamente algunos párrafos.
Otra diferencia crucial respecto a otros libros de economía es
que el mío contiene muchísima información sobre el mundo real. Y
cuando digo «mundo» hablo en serio. Aunque esta obra contiene
información sobre muchos países diferentes, eso no implica que
todos hayan suscitado el mismo nivel de análisis y atención. Sin
embargo, a diferencia de la mayoría de los otros libros sobre el tema
que nos ocupa, la información aquí incluida no se limita a uno o dos
países o a un tipo de país (por ejemplo, los países ricos o los países
pobres). Gran parte de la información proporcionada consiste en
cifras: cuán grande es la economía mundial, cuánto de su
producción corresponde a Estados Unidos o Brasil, qué porcentaje
de sus réditos invierten China o la República Democrática del
Congo, cuánto tiempo trabaja la gente en Grecia o Alemania. Pero
esta información se complementa a su vez con otra de índole
cualitativa sobre los acuerdos institucionales, el trasfondo histórico,
las políticas al uso y otras cuestiones por el estilo. Tengo la
esperanza de que, al finalizar este libro, el lector pueda decir que
tiene al menos una idea aproximada de cómo funciona la economía
en el mundo real.
«Y ahora, si quieren ver algo por completo diferente…»(2).
PRIMER INTERLUDIO

Cómo leer este libro


Soy consciente de que no todos los lectores están dispuestos a
dedicar mucho tiempo a la lectura de este libro, al menos en
principio. Por tanto, sugiero varias maneras de leerlo, dependiendo
de cuánto tiempo crea que puede dedicarle cada lector.
Si dispone usted de diez minutos: lea los títulos de todos los
capítulos y la primera página de cada capítulo. Si tengo suerte, al
cabo de esos diez minutos se dará usted cuenta de que puede
dedicarle un par de horas.
Si dispone de un par de horas: lea los capítulos 1 y 2 y después
el epílogo. Hojee el resto.
Si dispone de medio día: lea solo los encabezados, es decir, los
títulos de los apartados y los subtítulos en cursiva que aparecen
cada pocos párrafos. Si es un lector veloz, écheles también un
vistazo a la introducción y a las conclusiones de cada capítulo.
Si tiene tiempo y paciencia para leer el libro completo: por favor,
hágalo. Es el método más eficaz, y además me hará muy feliz. Pero,
incluso así, puede saltarse las partes que no le interesen demasiado
y leer solo los encabezados.
PRIMERA PARTE

Familiarizarse con la economía


CAPÍTULO 1

La vida, el universo y todo lo demás


¿QUÉ ES LA ECONOMÍA?
¿Qué es la economía?
Un lector que no esté familiarizado con el tema podría aducir que es
el estudio de la actividad económica. Después de todo, la química
es el estudio de las sustancias químicas, la biología es el estudio de
los seres vivos y la sociología es el estudio de la sociedad, de modo
que la economía debe de ser el estudio de la actividad económica.
No obstante, según algunos de los libros de economía más
populares y difundidos de nuestra época, la economía es mucho
más que eso. De acuerdo con ellos, la economía versa sobre la
«pregunta fundamental» —es decir, sobre «la vida, el universo y
todo lo demás»—, como en Guía del autoestopista galáctico, la
comedia de ciencia ficción de Douglas Adams, un libro de culto que
se convirtió en largometraje en 2005, con Martin «el Hobbit»
Freeman en el papel de protagonista.
Según Tim Harford, periodista del Financial Times y autor del
exitoso libro El economista camuflado. La economía de las
pequeñas cosas, la economía versa sobre la vida misma; no es
casual que titulara The Logic of Life [«La lógica de la vida»] a su
segundo libro.
Hasta el momento, ningún economista ha proclamado a voz en
cuello que la economía puede explicar el universo. Este, por ahora,
sigue siendo territorio exclusivo de los físicos, a quienes desde hace
siglos la mayoría de los economistas consideran su modelo con
vistas a convertir su especialidad en una verdadera ciencia(3). No
obstante, algunos economistas estuvieron bastante cerca de
hacerlo; señalaron que la economía versa sobre «el mundo». Por
mencionar solo un ejemplo: el segundo volumen de la popular serie
El economista naturalista, de Robert Frank, se titula Cómo la
economía contribuye a darle sentido al mundo.
Pero después viene la parte que incumbe a «todo lo demás». El
subtítulo de The Logic of Life es Uncovering the New Economics of
Everything [«Descubrir la nueva economía de todo»]. De acuerdo
con su subtítulo, Freakonomics, de Steven Levitt y Stephen Dubner
—probablemente el libro de economía más conocido de nuestra
época—, es una indagación del lado oculto de todo. Robert Frank
está de acuerdo, aunque sus afirmaciones son mucho más
modestas. En el subtítulo del primer volumen de El economista
naturalista se limitó a plantearse Por qué la economía lo explica casi
todo (la cursiva es mía).
Entonces, allá vamos. La economía (casi) versa sobre la vida, el
universo y todo lo demás(4).
No obstante, si lo pensamos un poco, esta afirmación proviene
de una disciplina que ha fracasado estrepitosamente en lo que la
mayoría de los no economistas consideran su tarea principal, es
decir, explicar la actividad económica.
En vísperas de la crisis financiera de 2008, la mayoría de los
economistas profesionales predicaban a voz en cuello que los
mercados rara vez se equivocan y que la economía moderna sabe
cómo planchar esas pocas arrugas que los mercados pueden tener
de vez en cuando. Robert Lucas, ganador del premio Nobel de
Economía en 1995(5), afirmó en 2003 que «el problema de la
prevención de las depresiones ya ha sido resuelto»[1]. Así pues, la
crisis financiera mundial de 2008 cogió totalmente por sorpresa a la
mayoría de los economistas(6). Y no solo eso: tampoco han podido
encontrar soluciones viables a los constantes coletazos de dicha
crisis.
Teniendo en cuenta todos estos factores, podemos afirmar que la
economía parece sufrir un serio caso de megalomanía; ¿cómo
podría una disciplina que ni siquiera puede explicar su propia área
pretender explicarlo (casi) todo?
¿La economía es el estudio de la elección humana
racional…
Podría usted muy bien pensar que estoy siendo injusto. Todos esos
libros ¿no están destinados acaso al mercado de masas, donde la
competencia por los lectores es feroz y, por consiguiente, tanto los
editores como los autores caen irremediablemente en la tentación
de exagerar las cosas? Seguramente, pensará usted, los discursos
académicos serios no formulan postulados tan grandilocuentes ni
afirman que la economía versa sobre «todo».
Los títulos de esos libros son exagerados, sí, pero lo importante
es que lo son de una manera particular. La exageración podría
haberse limitado a «cómo la economía lo explica todo sobre la
actividad económica», pero en cambio insiste en afirmar que «la
economía puede explicar no solo la actividad económica, sino
también todo lo demás».
Las exageraciones corresponden a esta variedad particular
debido a la definición de la economía postulada por la escuela
económica actualmente dominante, la llamada «escuela
neoclásica». La definición neoclásica canónica de la economía —
que, con algunas variantes, ha seguido utilizándose hasta hoy—
apareció por primera vez en Ensayo sobre la naturaleza y
significación de la ciencia económica (1932), de Lionel Robbins. En
ese libro Robbins definía la economía como «la ciencia que estudia
el comportamiento humano como una relación entre fines y medios
escasos que tienen usos alternativos».
Según este punto de vista, la economía se define por su enfoque
teórico antes que por su contenido, es decir, por el objeto del cual se
ocupa. La economía es el estudio de la elección racional, esto es, la
elección hecha sobre la base de un cálculo deliberado y sistemático
para obtener el máximo provecho de los fines utilizando medios
inevitablemente escasos. El objeto del cálculo puede ser cualquier
cosa —el matrimonio, tener hijos, la delincuencia o la drogadicción,
como en su momento hizo Gary Becker, el famoso economista de
Chicago y premio Nobel de Economía en 1992— y no solo los
temas «económicos» (así los definirían los no economistas), como
el empleo, el dinero o el comercio internacional. Cuando en 1976
Becker tituló su libro The Economic Approach to Human Behaviour
[«El enfoque económico del comportamiento humano»], su propósito
era señalar, sin ninguna intención hiperbólica por su parte, que la
economía versa sobre todo.
Esta tendencia a aplicar el «enfoque económico» a todas las
cosas —que sus críticos bautizaron como «imperialismo de la
economía»— alcanzó recientemente su punto culminante con libros
como Freakonomics. A decir verdad, Freakonomics se ocupa poco
de cuestiones económicas tal y como las definiría la mayoría de la
gente. Trata sobre los luchadores de sumo japoneses, los maestros
de escuela estadounidenses, las bandas de narcotraficantes de
Chicago, los concursantes del programa de preguntas y respuestas
The Weakest Link, los agentes inmobiliarios y el Ku Klux Klan.
La mayoría de la gente podría pensar (y los autores también lo
admitirían) que esas personas —excepto los agentes inmobiliarios y
las bandas de narcotraficantes— no tienen nada que ver con la
economía. Pero, desde el punto de vista de la mayoría de los
economistas actuales, cómo conspiran los luchadores japoneses de
sumo para ayudarse unos a otros o cómo los maestros de escuela
estadounidenses se inventan las notas de sus alumnos para obtener
mejores evaluaciones laborales son temas tan legítimos para la
economía como decidir si Grecia debe permanecer en la Eurozona,
o las luchas entre Samsung y Apple por adueñarse del mercado de
los smartphones, o cómo reducir el desempleo juvenil en España
(que supera el 55 por ciento mientras escribo este libro). Para esos
economistas, los temas «económicos» no tienen un estatus
privilegiado en la economía, sino que son apenas algunas de las
muchas cosas (perdón, casi lo olvido; son solo algunas entre todas
las cosas) que la economía puede explicar, puesto que definen su
tema en términos de enfoque teórico, no como materia de estudio.
… o es el estudio de la actividad económica?
Una definición alternativa obvia de «economía», que he dejado
implícita, diría que es el estudio de la actividad económica. Pero
¿qué es la actividad económica?

La actividad económica tiene que ver con el dinero… ¿no?

La respuesta intuitiva de la mayoría de los lectores seguramente


será que la actividad económica comprende todo aquello que tiene
que ver con el dinero: no tenerlo, ganarlo, gastarlo, quedarse sin él,
ahorrarlo, pedirlo prestado y devolverlo. Esto no es del todo
correcto, pero ofrece un buen punto de partida para reflexionar
sobre la actividad económica y la economía.
Ahora bien, cuando decimos que la actividad económica tiene
que ver con el dinero, en realidad no estamos aludiendo al dinero
físico. El dinero físico —ya sea un billete, una moneda de oro o las
piedras enormes y prácticamente inamovibles que se utilizaban
como dinero en algunas islas del Pacífico— no es más que un
símbolo. En efecto, el dinero es un símbolo de lo que otros, en
nuestra sociedad, nos deben, o de nuestro derecho a cantidades
particulares de los recursos de la sociedad[2].
La creación y la compraventa de dinero y de otros recursos
financieros —entre ellos las acciones de empresas, los derivados y
muchos otros productos financieros complejos que analizaré en los
últimos capítulos de este libro— es un área de la economía, llamada
«economía financiera». En la actualidad, dado el predominio de la
industria financiera en numerosos países, muchos piensan que
«economía» y «economía financiera» son sinónimos, pero en
realidad la economía financiera es solo una pequeña parte de la
economía.
Su dinero —o el derecho que usted pueda tener sobre otros
recursos— puede generarse de muchas maneras diferentes, y gran
parte de la economía está (o debería estar) relacionada con eso.

La manera más común de obtener dinero es tener trabajo

La manera común de obtener dinero —a menos que usted haya


nacido rico— es tener trabajo (incluido ser su propio jefe) y ganar
dinero con él. Por ende, gran parte de la economía tiene que ver con
los empleos. Podemos reflexionar sobre los empleos desde
diferentes perspectivas.
El trabajo puede entenderse desde el punto de vista del
trabajador individual. Que usted consiga trabajo y cuánto le paguen
por realizarlo dependerá de las capacidades que posea y de cuánta
demanda exista para esas capacidades. Usted puede ganar un
salario muy alto por tener capacidades extraordinarias, como
Cristiano Ronaldo, el jugador de fútbol. Usted puede perder su
empleo (o quedar desempleado) porque alguien inventó una
máquina capaz de hacer cien veces más rápido lo que usted hace…
como le ocurre al señor Bucket, el padre de Charlie, un fabricante de
tapones de dentífricos, en la versión cinematográfica de 2005 de
Charlie y la fábrica de chocolate, la novela de Roald Dahl(7). O
podría tener que aceptar un salario más bajo o peores condiciones
laborales porque su empresa está perdiendo dinero a causa de las
importaciones baratas procedentes de China (por poner un
ejemplo). Y así sucesivamente. Por eso, para comprender el ámbito
del empleo incluso a escala individual, necesitamos informarnos
mínimamente sobre las capacidades requeridas, la innovación
tecnológica y el comercio internacional.
Los salarios y las condiciones de trabajo también se ven
profundamente afectados por las decisiones «políticas»
encaminadas a cambiar la configuración y las características del
mercado laboral (he entrecomillado la palabra «políticas» porque, en
última instancia, la frontera entre la economía y la política es
borrosa; nos ocuparemos de este asunto más adelante, en el
capítulo 11). La incorporación de los países de Europa oriental a la
Unión Europea ha tenido un enorme impacto sobre los salarios y el
comportamiento de los trabajadores de Europa occidental, puesto
que aumentó súbitamente el suministro de trabajadores en ese
mercado laboral. Las restricciones impuestas al trabajo infantil a
finales del siglo XIX y comienzos del XX tuvieron el efecto opuesto de
estrechar las fronteras del mercado laboral; una gran proporción de
los empleados potenciales fueron expulsados de la noche a la
mañana del mercado laboral. Las regulaciones sobre los horarios de
trabajo, las condiciones laborales y los salarios mínimos son
ejemplos de decisiones «políticas» menos dramáticas, pero que
también afectan a nuestros empleos.

La economía también guarda relación con las transferencias de


dinero

Además de conseguir empleo, usted puede obtener dinero mediante


transferencias, es decir, porque simplemente se lo dan. Ese dinero
puede llegar en forma de efectivo o «en especie», esto es, mediante
el suministro de bienes (alimentos, por ejemplo) o servicios
(educación primaria, por mencionar uno). En efectivo o en especie,
existen numerosas maneras de realizar transferencias.
Están las transferencias realizadas por «gente que usted
conoce». Algunos ejemplos son: la cuota alimentaria que los padres
aportan para sus hijos, las personas que se hacen cargo de los
ancianos de su familia o los regalos de los miembros de la
comunidad local para la boda de la hija de alguien.
También están las donaciones caritativas, es decir, las
transferencias a extraños realizadas voluntariamente. Muchas
personas —a veces individualmente, otras de manera colectiva (por
ejemplo, a través de corporaciones o asociaciones de voluntarios)—
donan dinero a instituciones de caridad que ayudan a otras
personas.
En términos de cantidad, las donaciones a instituciones de
caridad son superadas en muchos dígitos por las transferencias que
realizan los gobiernos, que cobran impuestos a algunas personas
para poder subsidiar a otras. Por lo tanto, gran parte de la economía
—mejor dicho, el ámbito de la economía conocido como «economía
pública»— tiene naturalmente que ver con estas cosas.
Incluso en los países muy pobres existen algunos programas
gubernamentales que donan dinero o bienes (por ejemplo, granos
gratis) a quienes se encuentran en peores condiciones (los
ancianos, los discapacitados, los hambrientos). Pero las sociedades
más ricas, especialmente las de Europa, tienen programas de
transferencia de mucho mayor alcance y dotados con cantidades
más generosas. Esto recibe el nombre de Estado del bienestar, y se
basa en los impuestos progresivos (los que ganan más pagan
partes proporcionalmente más grandes de su renta en forma de
impuestos) y las prestaciones universales (todos los ciudadanos, no
solo los más pobres o los discapacitados, tienen derecho a un
ingreso mínimo y a servicios básicos como la sanidad y la
educación).

Los recursos ganados o transferidos son consumidos en forma de


bienes o servicios

Una vez que usted accede a los recursos, ya sea a través del
empleo o de las transferencias, los consume. Como seres físicos,
necesitamos consumir una cantidad mínima de alimento, ropa,
energía, vivienda y otros bienes para cubrir nuestras necesidades
básicas. Y después consumimos otros bienes para satisfacer
necesidades mentales «más elevadas»: libros, instrumentos
musicales, equipos para hacer ejercicio físico, televisores,
ordenadores, etcétera. También compramos y consumimos
servicios: un viaje en autobús, un corte de pelo, una cena en un
restaurante o incluso unas vacaciones en el extranjero[3].
Por lo tanto, buena parte de la economía se dedica al estudio del
consumo: cómo las personas distribuyen su dinero entre diferentes
tipos de bienes y servicios, cómo optan entre variedades
competidoras de un mismo producto, cómo son manipuladas y/o
informadas por las campañas publicitarias, cómo las empresas
gastan dinero para forjar su «imagen de marca», etcétera.

En última instancia, hay que producir bienes y servicios

Para poder consumir esos bienes y servicios, en primer lugar hay


que producirlos; los bienes son producidos en granjas y fábricas, y
los servicios en oficinas y tiendas. Este es el reino de la producción,
un ámbito de la economía bastante descuidado desde que la
escuela neoclásica, que enfatiza el intercambio y el consumo,
comenzó a dominar la disciplina en la década de 1960.
En los manuales de economía, la producción suele ser
presentada como una suerte de «caja negra» que de algún modo
misterioso combina cierta cantidad de trabajo (realizado por
humanos) con cierta cantidad de capital (máquinas y herramientas)
para producir bienes y servicios. Prácticamente no se reconoce que
la producción es mucho más que combinar esos factores abstractos
llamados «trabajo» y «capital», y que implica coordinar muchas
cosas «esenciales». Estas son cuestiones que la mayoría de los
lectores normalmente no asocian con la economía a pesar de su
importancia crucial para la actividad económica: cómo organizar
físicamente la fábrica, cómo controlar a los trabajadores o negociar
con los sindicatos, cómo mejorar sistemáticamente las tecnologías
utilizadas mediante la investigación.
La mayoría de los economistas están encantados de dejar el
estudio de estos temas en manos de «otros», como los ingenieros y
los gerentes. Sin embargo, si lo pensamos un poco, la producción
es el fundamento último de toda economía. Cabe recordar aquí que
los cambios en la esfera de la producción han sido casi siempre las
fuentes más poderosas de cambio social. Nuestro mundo moderno
es el resultado de una serie de cambios ocurridos desde la
revolución industrial en las tecnologías e instituciones relacionadas
con la esfera de la producción. La profesión económica —y el resto
de nosotros, puesto que nuestras ideas sobre la economía están
configuradas por ella— debe prestar muchísima más atención a la
producción que la que le ha prestado hasta ahora.

Conclusiones: la economía como estudio de la


actividad económica
Estoy convencido de que la economía no debe definirse según su
metodología o su enfoque teórico sino en función de su objeto de
estudio, como en todas las otras disciplinas. El objeto de estudio de
la economía debe ser la actividad económica —el dinero, el trabajo,
la tecnología, el comercio internacional, los impuestos y otras
cuestiones relacionadas con nuestra manera de producir bienes y
servicios, distribuir los beneficios generados durante ese proceso y
consumir lo producido— y no «la vida, el universo y todo (o casi
todo) lo demás», como piensan muchos economistas.
Esta manera de definir la economía hace que este libro se
diferencie de la mayoría de las obras sobre economía en un aspecto
fundamental.
Puesto que definen la economía en función de su metodología,
la mayoría de los libros especializados en el tema dan por sentado
que existe una sola manera correcta de «hacer economía»; es decir,
el enfoque neoclásico. Los peores exponentes ni siquiera se toman
el trabajo de informar a sus lectores de que existen otras escuelas
de economía además de la neoclásica.
Al definir la economía según su objeto de estudio, este libro
resalta que existen muchas maneras diferentes de hacer economía,
cada una de ellas con sus énfasis, sus puntos ciegos, sus fortalezas
y sus debilidades. Después de todo, lo único que le pedimos a la
economía es la mejor explicación posible de los diversos fenómenos
económicos, no una «prueba» constante de que una teoría
económica particular puede explicar no solo la economía, sino todo
lo demás.

Otras lecturas

R. Backhouse, The Puzzle of Modern Economics: Science or


Ideology?, Cambridge, Cambridge University Press, 2012.
B. Fine y D. Milonakis, From Economics Imperialism to
Freakonomics: The Shifting Boundaries between Economics
and the Other Social Sciences, Londres, Routledge, 2009.
CAPÍTULO 2

Del alfiler al PIN


CAPITALISMO EN 1776 Y 2014
Del alfiler al PIN
¿Qué fue lo primero sobre lo que se escribió en economía? ¿El oro?
¿La tierra? ¿La banca? ¿El comercio internacional?
La respuesta es el alfiler, esa pequeña pieza de metal que la
mayoría de ustedes no utiliza… salvo que tengan la habilidad de
coser su propia ropa.
La fabricación del alfiler es el tema del primer capítulo del que
comúnmente (aunque equivocadamente)[1] es considerado el primer
libro sobre economía, La riqueza de las naciones, de Adam Smith
(1723-1790).
Smith comienza su libro argumentando que la causa última del
aumento de la riqueza es el aumento de la productividad por medio
de una mayor división del trabajo, lo cual se refiere a la división de
los procesos de producción en partes más pequeñas,
especializadas. Smith aduce que esto aumenta la productividad de
tres maneras. En primer lugar porque, repitiendo las mismas una o
dos tareas, los trabajadores llegan más rápidamente a ser buenos
en lo que hacen («la práctica conduce a la perfección»). En segundo
lugar porque, al especializarse, los trabajadores ya no tienen que
perder tiempo pasando —física y mentalmente— de una tarea a otra
(reducción de los «costes de transición»). En tercer y último lugar,
pero no por ello menos importante, la mayor compartimentación del
proceso hace que cada paso sea más fácil de automatizar y, por lo
tanto, permite realizarlo a una velocidad sobrehumana
(mecanización).
Para ilustrar este punto, Smith analiza cómo diez personas que
se repartan el proceso de producción de un alfiler especializándose
en uno o dos de los subprocesos implícitos pueden producir 48 000
alfileres (a razón de 4800 alfileres por persona) al día. Comparemos
esta cantidad, señalaba Smith, con los 20 alfileres diarios que, en el
mejor de los casos, podría producir cada trabajador si cada uno de
ellos tuviera que realizar él solo todo el proceso de producción.
Smith afirmó que la fabricación del alfiler era un ejemplo
«insignificante», y más adelante se ocuparía de destacar cuánto
más compleja era la división del trabajo para la fabricación de otros
productos. Aun así, es innegable que vivió en una época en que
todavía se consideraba «normal» que diez personas trabajaran
conjuntamente para fabricar un alfiler; bueno, al menos lo
suficientemente «normal» como para dar pie a la futura obra magna
del autor sobre un tema por entonces candente.
Los siguientes dos siglos y medio fueron testigos de
espectaculares avances tecnológicos impulsados por la
mecanización y el uso de procesos químicos, también en la industria
del alfiler. Dos generaciones después de Smith, la producción por
trabajador casi se había duplicado. Siguiendo el ejemplo de Smith,
Charles Babbage, un matemático del siglo XIX reconocido como el
padre intelectual del computador, estudió las fábricas de alfileres en
1832(8). Babbage descubrió que se estaban produciendo cerca de
8000 alfileres al día por trabajador. Ciento cincuenta años más de
progreso tecnológico hicieron aumentar la productividad otras cien
veces, a 800 000 alfileres al día por trabajador, según un estudio
realizado en 1980 por el fallecido Clifford Pratten, un economista de
Cambridge[2].
El aumento en la productividad en la fabricación de un mismo
artículo, como el alfiler, es apenas una parte de la historia. Hoy en
día producimos muchas cosas con las que la gente que vivía en
tiempos de Smith solo podía soñar, entre ellas la máquina de volar,
o que ni siquiera podía imaginar, como el microchip, el ordenador, el
cable de fibra óptica y muchas otras tecnologías que necesitamos
para poder utilizar nuestro PIN(9).
Todo cambia: cómo han cambiado los actores y las
instituciones del capitalismo
No solo las tecnologías de producción —o, en otras palabras, cómo
se fabrican las cosas— han cambiado desde la época de Adam
Smith. Los actores económicos —aquellos que realizan actividades
económicas— y las instituciones económicas —las reglas que
establecen cómo organizar la producción y otras actividades
económicas— también han experimentado transformaciones
fundamentales.
La economía británica en tiempos de Adam Smith —lo que él
denominaba la «sociedad comercial»— compartía ciertas similitudes
fundamentales con la mayoría de las economías actuales (de lo
contrario, su obra sería irrelevante). A diferencia de la mayor parte
de las economías de la época (las otras excepciones eran Holanda,
Bélgica y algunas zonas de Italia), la británica ya era una economía
«capitalista».
Ahora bien, ¿qué es la economía capitalista o capitalismo? Es
una economía en que la producción se organiza en función de la
obtención de beneficios en vez de hacerlo para consumo propio
(como en la agricultura de subsistencia, en la que cada cual cultiva
su propio alimento) o por obligaciones políticas (como en las
sociedades feudales o en las economías socialistas, donde las
autoridades políticas —los aristócratas y la autoridad central,
respectivamente— dicen qué se debe producir).
El beneficio es la diferencia entre lo que se obtiene vendiendo un
producto en el mercado (el llamado «ingreso por venta» o
simplemente ingreso) y los costes de todos los ítems involucrados
en la producción de ese producto. En el caso de la fábrica de
alfileres, el beneficio sería la diferencia entre el ingreso obtenido con
la venta de los alfileres y los costes que requirió fabricarlos: el
alambre de acero que se transformó en alfileres, los salarios de los
obreros, el alquiler del edificio donde está situada la fábrica,
etcétera.
Los capitalistas, o aquellos que poseen bienes de capital, son
quienes organizan el capitalismo. Los bienes de capital también
reciben el nombre de medios de producción, y son los insumos
duraderos utilizados en el proceso de producción (por ejemplo las
máquinas, pero no así las materias primas). En el uso diario,
solemos utilizar también el término «capital» para referirnos al
dinero invertido en un negocio(10).
Los capitalistas poseen los medios de producción, ya sea
directamente o, lo que es más común en la actualidad,
indirectamente, como dueños o tenedores de acciones de una
empresa —es decir, derechos proporcionales sobre el valor total de
la empresa— que posee esos medios de producción. Los
capitalistas contratan a otras personas sobre una base comercial
para que manejen esos medios de producción. A esas personas se
las llama trabajadores asalariados o simplemente trabajadores. Los
capitalistas obtienen beneficios produciendo cosas y vendiéndoselas
a otras personas a través del mercado, que es el lugar donde se
compran y se venden los bienes y servicios. Smith creía que la
competencia entre vendedores en el mercado aseguraría que los
productores, en busca de la obtención de beneficios, produjeran a
los costes más bajos posibles, beneficiando de ese modo a todos.
Sin embargo, las similitudes entre el capitalismo de Smith y el
capitalismo actual no van mucho más allá de estos aspectos
básicos. Existen diferencias enormes entre las dos eras respecto de
cómo esas características esenciales —la propiedad privada de los
medios de producción, la búsqueda de beneficios, el trabajo
asalariado y el intercambio mercantil— se traducen en realidades.

Los capitalistas son diferentes

En los tiempos de Adam Smith, la mayoría de las fábricas (y


granjas) pertenecían a —y estaban dirigidas por— capitalistas o
sociedades integradas por un pequeño número de individuos que se
conocían y hacían causa común. Por lo general, esos capitalistas se
involucraban personalmente en el proceso de producción; a menudo
hacían acto de presencia en la planta fabril para organizar a sus
trabajadores, darles órdenes, insultarlos e incluso golpearlos.
Hoy en día, la mayor parte de las fábricas pertenecen a —y son
dirigidas por— personas «jurídicas», no físicas; esto es, a
corporaciones. A su vez, estas pertenecen a una multitud de
individuos que compran acciones y se transforman así en sus
dueños parciales. Pero ser accionista de una compañía no convierte
a nadie en un capitalista en el sentido clásico. Tener 300 de los 300
millones de acciones de Volkswagen no da derecho a presentarse
en la fábrica de Wolsfburg, en Alemania, y dar «órdenes» a los
trabajadores de «su» fábrica por el hecho de poseer una
millonésima parte de su jornada laboral. En las empresas más
grandes, la propiedad y el control de las operaciones están muy
separados.
Hoy por hoy, los propietarios de las corporaciones más grandes
solo tienen responsabilidades limitadas. En una sociedad anónima
—ya cotice o no en bolsa—, si algo anda mal en la empresa, los
accionistas solo pierden el dinero invertido en sus acciones y allí
acaba la cosa. En la época de Smith, la mayoría de los dueños de
empresas tenían responsabilidades ilimitadas, lo cual significaba
que, cuando los negocios fracasaban, tenían que vender sus activos
personales para saldar las deudas, y si no conseguían hacerlo
terminaban en la cárcel(11). Smith se oponía rotundamente al
principio de responsabilidad limitada. Argumentaba que quienes
gestionan sociedades anónimas sin ser sus dueños están jugando
con «el dinero de los demás» (en sus propias palabras, que también
dieron título a una famosa pieza teatral y una película en 1991,
protagonizada por Danny DeVito), y que por lo tanto no serán tan
cuidadosos en sus tareas de dirección y gestión como quienes se
ven obligados a arriesgar todo lo que poseen.
Las empresas actuales están organizadas de manera muy
diferente. En tiempos de Smith, la mayoría eran pequeñas y tenían
una sola planta de producción, cuya estructura de mando era muy
simple, integrada por unos pocos capataces y trabajadores y quizá
por un «encargado» (así llamaban entonces al gerente). Hoy en día
muchas empresas son inmensas y con frecuencia dan trabajo a
decenas de miles de trabajadores o incluso millones en todo el
mundo. Walmart emplea a 2,1 millones de personas, mientras que
McDonald’s, incluidas las franquicias(12), emplea a cerca de 1,8
millones. Estas megacompañías poseen estructuras internas
complejas integradas por departamentos, centros de beneficios,
unidades semiautónomas y demás, y contratan personal bajo
especificaciones laborales y tablas salariales enrevesadas dentro de
una estructura de mando burocrática y compleja.

Los trabajadores también son diferentes

En tiempos de Smith, la mayoría de la gente no trabajaba para


capitalistas como trabajadores asalariados, sino que continuaba
trabajando en la agricultura incluso en Europa occidental, donde por
entonces existía el capitalismo más avanzado[3]. Una pequeña
minoría trabajaba como mano de obra asalariada para capitalistas
del sector agrario, pero la inmensa mayoría eran pequeños
granjeros de subsistencia o arrendatarios (gente que arrendaba la
tierra y pagaba con un porcentaje de la cosecha) de terratenientes
aristócratas.
Durante esta era, incluso muchos de los que trabajaban para
capitalistas no eran trabajadores asalariados. Todavía existían los
esclavos. Como los tractores o los animales de tiro, los esclavos
eran medios de producción propiedad de plantadores en el Sur de
Estados Unidos, el Caribe, Brasil y otras partes. En Gran Bretaña la
esclavitud no fue abolida hasta 1833, dos generaciones después de
la publicación de La riqueza de las naciones, y en Estados Unidos
perduró hasta 1862, casi un siglo después de la publicación de
dicha obra y tras una cruenta guerra civil. Brasil no la abolió hasta
1888.
Si bien un gran porcentaje de la gente que trabajaba para
capitalistas no eran trabajadores asalariados, muchos de estos
últimos eran personas que hoy en día tendrían prohibido ejercer de
tales. Eran niños. Pocos pensaban que contratar niños para trabajar
tuviera algo de malo. En Un viaje por toda la isla de Gran Bretaña
(1724), Daniel Defoe —el autor de Robinson Crusoe— expresaba su
satisfacción ante el hecho de que en Norwich, entonces un centro
productor de textiles de algodón, «hasta los niños de cuatro o cinco
años podían ganarse el pan» gracias a que en 1700 se había
prohibido la importación del calicó, el por entonces muy apreciado
tejido indio[4]. El trabajo infantil fue posteriormente restringido y
luego prohibido de manera definitiva, pero eso ocurrió varias
generaciones después de la muerte de Adam Smith en 1790.
Hoy en día, en Gran Bretaña y otros países ricos el panorama es
totalmente diferente(13). Los niños tienen prohibido trabajar excepto
durante un horario limitado y en un espectro limitado de tareas,
como el reparto de periódicos. No existen esclavos legales. De los
adultos, cerca del 10 por ciento son trabajadores por cuenta propia
—es decir, trabajan para sí mismos—, entre el 15 y el 25 por ciento
trabajan para el gobierno, y el resto son trabajadores asalariados
que trabajan para capitalistas[5].

Los mercados han cambiado

En tiempos de Smith, la mayoría de los mercados eran locales o, a


lo sumo, de alcance nacional, salvo los asociados a mercancías
clave que eran objeto de un comercio internacional (por ejemplo, el
azúcar, los esclavos y las especias) o a unos pocos bienes
manufacturados (como las prendas de seda, lana y algodón). Estos
mercados eran abastecidos por numerosas empresas a pequeña
escala, dando por resultado lo que los economistas actualmente
denominan competencia perfecta, en la que ningún vendedor puede
influir sobre el precio de los productos. Para la gente de la época de
Smith habría sido imposible concebir la existencia de empresas que
contrataran a más del doble de la población del Londres de
entonces (800 000 habitantes en 1800) y estuvieran presentes en
territorios que superaran en número a las colonias británicas de la
época (unas veinte) por un factor de seis (McDonald’s opera en más
de 120 países[6]).
Hoy la mayoría de los mercados están poblados —y con
frecuencia son manipulados— por grandes compañías. Algunas de
ellas son el único suministrador (monopolio) o, más habitualmente,
uno de los pocos suministradores (oligopolio) no solo a escala
nacional sino, cada vez más, a escala mundial. Por ejemplo, Boeing
y Airbus abastecen a cerca del 90 por ciento de las aerolíneas
civiles del mundo entero. Las compañías también pueden ser el
único comprador (monopsonio) o uno de los pocos compradores
(oligopsonio).
A diferencia de las pequeñas empresas existentes en el mundo
de Adam Smith, las firmas monopolísticas u oligopolísticas pueden
influir en los resultados del mercado; poseen eso que los
economistas llaman poder de mercado. Una firma monopolística
puede restringir deliberadamente su producción para conseguir que
los precios aumenten y maximizar así sus beneficios (explicaré los
detalles técnicos en el capítulo 11; siéntase libre de ignorarlos por el
momento). Las firmas oligopolísticas no pueden manipular tanto sus
mercados como una monopolística, pero pueden conspirar
deliberadamente para maximizar sus beneficios no rebajando los
precios, algo que recibe el nombre de cártel. De resultas de ello, la
mayoría de los países han promulgado leyes de competencia (a
veces llamadas leyes antitrust) para contrarrestar los
comportamientos anticompetitivos, erradicar los monopolios (el
gobierno estadounidense desmanteló el de AT&T, la compañía
telefónica, en 1984) y prohibir la conspiración entre firmas
oligopolísticas.
Las firmas monopsónicas y oligopsónicas eran consideradas una
suerte de curiosidad teórica hasta hace unas pocas décadas. En la
actualidad, algunas de ellas son incluso más importantes que las
firmas monopolísticas y oligopolísticas a la hora de configurar
nuestra economía. Ejerciendo su poder como uno de los pocos
compradores de ciertos productos, a veces a escala mundial,
empresas como Walmart, Amazon, Tesco y Carrefour ejercen una
gran influencia —a veces incluso definitiva— sobre qué se produce,
dónde se produce, quién se lleva la mayor tajada de los beneficios y
qué compran los consumidores.

El dinero —el sistema financiero— también ha cambiado[7]

Actualmente damos por sentado que los países tienen un solo


banco con capacidad para emitir billetes (y monedas); es decir, el
banco central, como la Reserva Federal estadounidense o el Banco
de Japón. En la Europa de los tiempos de Adam Smith, la mayoría
de los bancos (e incluso algunos grandes comerciantes) emitían su
propia moneda.
Pero esos no eran billetes en el sentido moderno. Cada uno de
ellos era emitido para una persona en particular, tenía un valor único
y llevaba la firma del cajero que lo emitía[8]. No fue hasta 1759
cuando el Banco de Inglaterra comenzó a emitir billetes con
denominación fija (el de 10 libras en este caso; el de 5 libras fue
emitido ya en 1793, tres años después de la muerte de Adam
Smith), y tuvieron que pasar otras dos generaciones tras la
defunción del economista escocés para que emitieran (en 1853) los
primeros billetes enteramente impresos, sin el nombre del
beneficiario ni la firma de los cajeros emisores. Pero ni siquiera esos
billetes con denominación fija eran billetes en el sentido moderno del
término, puesto que sus valores estaban explícitamente vinculados
a metales preciosos —como el oro o la plata— que el banco emisor
poseía en su haber. Esto se conoce como patrón oro (o plata o lo
que sea).
El patrón oro (o plata) es un sistema monetario en que el papel
moneda emitido por el banco central es libremente intercambiable
por cierta cantidad de oro (o plata). Esto no significa que el banco
central tuviera que tener en reserva una cantidad de oro igual al
valor de la moneda corriente que había emitido; sin embargo, la
convertibilidad del papel moneda en oro hizo necesario que los
bancos centrales tuvieran una reserva de oro bastante grande; por
ejemplo, la Reserva Federal estadounidense tenía el equivalente en
oro al 40 por ciento de la moneda corriente que emitía. El resultado
fue que el banco central tenía poco poder de decisión en cuanto a la
cantidad de papel moneda que podía emitir. El patrón oro fue
adoptado por primera vez por Gran Bretaña en 1717 —más
específicamente por Isaac Newton(14), por entonces a la cabeza del
Royal Mint o Casa de la Moneda—, y en la década de 1870 por los
otros países europeos. Este sistema desempeñó un papel muy
importante en la evolución del capitalismo en las dos generaciones
siguientes, pero nos ocuparemos de este tema un poco más
adelante; véase el capítulo 3.
Utilizar billetes emitidos por los bancos es una cosa, y ahorrar y
pedir prestado a los bancos —es decir, al sistema bancario— es
otra. Esta última opción estaba todavía menos desarrollada, pues
solo una pequeña minoría tenía acceso al sistema bancario. Tres
cuartas partes de la población francesa no tuvo acceso a los bancos
hasta la década de 1860, casi un siglo después de la publicación de
La riqueza de las naciones. Incluso en Gran Bretaña, cuyo sector
bancario estaba muchísimo más desarrollado que el de Francia, la
banca estaba sumamente fragmentada (cabe recordar que los tipos
de interés continuaron siendo diferentes en distintas partes del país
hasta bien entrado el siglo XX).
Los mercados de valores, donde se compran y se venden las
acciones de las empresas, existían desde hacía aproximadamente
un par de siglos en la época de Adam Smith. No obstante, dado que
pocas empresas emitían acciones (como mencioné antes, había
solamente unas pocas sociedades anónimas), el mercado de
valores siguió siendo una atracción secundaria dentro del drama
capitalista en constante evolución. Peor aún: muchos pensaban que
los mercados de valores eran poco más que garitos de apuestas
(algunos afirman que todavía lo son). La regulación del mercado de
valores era mínima y rara vez se cumplía; los corredores de bolsa
no estaban obligados a revelar demasiada información sobre las
empresas cuyas acciones vendían.
Otros mercados financieros eran todavía más primitivos. El
mercado de bonos soberanos o de deuda pública —es decir, los
pagarés que pueden ser transferidos a cualquiera—, emitidos por un
gobierno que pide dinero prestado (el mercado que está en el centro
de la crisis del euro que viene sacudiendo al mundo desde 2009),
solo existía en unos pocos países, entre ellos Gran Bretaña, Francia
y Holanda, mientras que el mercado de bonos corporativos (pagarés
emitidos por empresas) no estaba muy desarrollado, ni siquiera en
Gran Bretaña.
Hoy en día tenemos una industria financiera muy desarrollada —
algunos dirían sobredesarrollada—, integrada no solo por la banca,
los mercados de valores y los mercados de bonos, sino, cada vez
más, por los mercados de derivados financieros (futuros, opciones,
permutas) y la sopa de letras de productos financieros compuestos,
como los MBS, las CDO y las CDS (no se preocupe, explicaré todas
estas siglas en el capítulo 8). El sistema está respaldado en última
instancia por el banco central, que actúa como prestamista de último
recurso y presta sin límites durante las crisis financieras, cuando
nadie más quiere hacerlo. De hecho, en la época de Adam Smith la
ausencia de un banco central dificultaba sobremanera la gestión de
los pánicos financieros.
A diferencia de lo que ocurría en los tiempos de Smith, hoy
contamos con infinidad de normativas que especifican qué pueden
hacer los actores en el mercado financiero: cuántos dígitos de su
capital propio pueden prestar, qué clase de información deben
revelar las empresas que venden acciones o qué clases de activos
tienen permitido poseer las diferentes instituciones financieras (por
ejemplo, los fondos de pensiones tienen prohibido comprar activos
de riesgo). A pesar de esto, la multiplicidad y complejidad de los
mercados financieros han dificultado su regulación; esa fue la dura
lección que nos enseñó la crisis financiera mundial de 2008.

Conclusiones: los cambios en el mundo real y las


teorías económicas
Como muestran estos contrastes, el capitalismo ha experimentado
grandes cambios en los últimos 250 años. Y si bien algunos
principios básicos de Adam Smith continúan siendo válidos, solo lo
son en un plano muy general.
Por ejemplo, la competencia entre empresas que buscan obtener
beneficios puede seguir siendo una fuerza impulsora clave del
capitalismo, como en el planteamiento de Smith, pero no entre
firmas pequeñas y anónimas que, aceptando el gusto del
consumidor, se esfuercen por aumentar la eficiencia en el uso de
una tecnología dada. Hoy la competencia se da entre las
megacompañías internacionales que tienen la capacidad no solo de
influir sobre los precios, sino también de redefinir las tecnologías en
un breve lapso de tiempo (basta recordar la batalla entre Apple y
Samsung) y manipular el gusto de los consumidores mediante la
imagen de marca y la publicidad.
Por magnífica que sea una teoría económica, es específica de su
tiempo y espacio. Así pues, para poder aplicarla de manera
fructífera necesitamos conocer a fondo las fuerzas tecnológicas e
institucionales que caracterizan a los mercados, las industrias y los
países concretos que intentamos analizar con la ayuda de esa
teoría. Es por eso por lo que, para poder entender las diferentes
teorías económicas en sus contextos correctos, antes debemos
saber cómo evolucionó el capitalismo. A esa tarea dedicaré el
capítulo siguiente.

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