Que No Te La Cuenten 3 - La Falsificación de La Realidad - Javier Olivera Ravasi - 316 Págs

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Javier Olivera Ravasi

Que no te la cuenten
III

La falsificación de la realidad
Javier Olivera Ravasi

Que no te la cuenten
III

La falsificación de la realidad
Ediciones Katejon

Olivera Ravasi, Javier


Que no te la cuenten III: la falsificación de la realidad. –1era edición– 3 de Febrero,
Katejon 2018.
231 p.: 21x15 cm.
ISBN 978-987-4959-02-7
Fecha de catalogación: 23/08/2018

Derechos reservados ©
Javier Olivera Ravasi: [email protected]
www.quenotelacuenten.org
Introducción

La presente obra ha tenido ya otras introducciones en sus


volúmenes anteriores, por lo que no creemos necesario explicar
demasiado de qué se trate. Ya hemos dicho, en su momento que, lo
que comenzó siendo un apunte para clases de colegio, terminó
convirtiéndose en un librito y, luego, en una página web que hoy
tiene miles de visitas diarias: www.quenotelacuenten.org.
Pero, ¿cómo puede ser que un libro de “historia” atraiga tanto
hoy en día? La pregunta –creemos– está mal planteada. La historia
no atrae: lo que atrae es la verdad. ¿Y por qué? Porque estamos
hechos para ella.
Son tantos los tópicos y los mitos con que hemos sido infectados
desde niños que, al encontrar una versión documentada, resumida y
de fácil lectura, nos llama la atención. Y es eso mismo lo que hemos
intentado hacer en esta serie, escribiendo con franqueza, sin temor
a ser tildados de “históricamente incorrectos”.
Si en algo lo hemos logrado, nos damos por satisfechos.
P. Javier Olivera Ravasi
Septiembre de 2018
CONTENIDO

I
Los griegos no eran sodomitas

II
Cuando la homosexualidad era pecado: El “Liber Gomorrhianus” de San Pedro
Damián

III
Esclavitud e Iglesia: ¿Cambió la doctrina o no?

IV
Fray Fray Bartolomé de las Casas y sus contemporáneos

V
España al confesionario. La Controversia de Valladolid

VI
Los justos títulos de España en América

VII
La Devotio moderna: características y síntomas de un católico “tradicional”

VIII
Devotio moderna, monacato y misión en América Hispana

IX
La Contra-revolución cristera: un pueblo en defensa de la Fe

X
Pornocracia: los orígenes históricos de la dominación sexual

XI
Canonización e infalibilidad: el caso de Santa Filomena
Capítulo I
Los griegos no eran sodomitas:
montajes homosexuales en clave de género

“Los modernos han perdido mucho tiempo (…) queriendo presentar a la antigua
Hélade como un paraíso para los invertidos, lo cual es excesivo: el mismo
vocabulario de la lengua griega y la legislación de la mayor parte de las ciudades
atestiatestiguan que la homo-sexualidad no dejó de ser considerada como un hecho
«anormal»” (Henry-Irenee Marrou)[1].

Que los espartanos eran afeminados; que Alejandro Magno


también; que en el Banquete de Platón se habla de ello y que
acostarse con efebos era moneda corriente en la Grecia antigua…
¿Cuántas veces hemos oído hablar de este tema sin tener una
respuesta adecuada según las fuentes históricas?
Son tantas las veces que se nos ha golpeteado con esta cantinela
dogmática que hasta uno podría plantearse: “si acaso fue así, ¿no
debería volverse a practicar lo que aquellos sabios de la civilización
occidental realizaban sin tapujos?”. Pues bien; acá está el punto y el
caballo de Troya intelectual (nunca mejor cupo la expresión) que la
ideología de género nos quiere hacer tragar para legitimar
fenómenos decadentes de la vida moderna[2].
1. El origen del mito

Digamos desde el inicio nomás que no se nos ocurre afirmar la


inexistencia de homosexualidad o pedofilia en Grecia (¿dónde no
las hubo?) sino simplemente decir que la moral tradicional de los
helenos y hasta las propias leyes antiguas condenaban estas
prácticas, incluso con la pena de destierro, en algunos casos.
Analizando este tópico moderno, uno encuentra que la primera
“coincidencia” y que, en general se pasa por alto, es que casi todos
los “expertos” que aluden a una extensión endémica de la
homosexualidad en Grecia fueron ellos mismos una pandilla de
homosexuales declarados. Y esto no resulta una mera refutación ad
hominem, sino que, desde la perspectiva del autor, es inevitable que
sus posturas (no sólo las intelectuales) caminen marcha atrás
conforme a sus tendencias personales minoritarias.
Hablamos, por ejemplo, de “autoridades” de la talla de Walter
Pater, Michel Foucault, John Boswell, John Winkler, David
Halperin y Kenneth James Dover, quienes, al parecer, vivieron en
sus mentes una serie de fantasías a costa de la historia griega. W.
Pater, el primero de ellos (1839-1894) y profesor de Oxford,
comenzó con el intento de justificación de la sodomía, analizando la
historia antigua según las relaciones invertidas que mantenía él
mismo con sus propios discípulos (fue profesor de Oscar Wilde,
homosexual arrepentido y, con el tiempo, converso al catolicismo), e
intentando justificarlas a la luz de la filiación espiritual que existía en
la Hélade entre maestro y discípulo.
Es que “el ladrón piensa que todos son de su condición”, dice el
refrán.
Esta camarilla de victorianos decadentes es la responsable de
haber acomodado la historia y la mitología griega a sus fantasías y
posiciones sexuales, cuyas obras, con el tiempo, serán
desempolvadas y hasta elogiadas –un siglo después– durante el
advenimiento de la oleada hippie. Y valga tener en cuenta que,
desde entonces, nadie ha aportado nada nuevo al tema, repitiendo
como discos rayados una y otra vez la misma melodía; toda la
información que existe hoy en internet sobre “la homosexualidad de
los griegos”, por ejemplo, es un montaje perifrástico mal encarado.
Pero veamos: ¿dónde está la “prueba” de la homosexualidad
aceptada en Grecia según estos autores? Pues aquí:
a) La primera de ellas plantea que los griegos, particularmente los
de herencia jónica (como los atenienses), tendían a “recluir” mucho
a sus mujeres y apartarlas de la vida pública, suprimiendo la imagen
femenina de la vida social. Esta situación, valga la pena recordarlo,
no era propia de toda la Hélade (en la Esparta doria las mujeres
tenían una libertad realmente notable); sí era claro que los vínculos
personales más fuertes solían darse entre hombres (la verdadera
“libertad femenina” no llegará hasta que surja el cristianismo, mal
que les pese a las femibolches modernas).
b) La segunda se basa en el ideal de belleza. Así como hoy en día
el ideal del imaginario colectivo es el cuerpo de la mujer entre veinte
o treinta años, en la Grecia antigua el ideal de belleza era la del
muchacho que se hallaba entre la adolescencia y la madurez,
considerado el único tipo humano que combinaba una vida de
violento ejercicio al aire libre y de salud corporal. Ahora: así como
nadie diría que hoy, por mostrar a la mujer como ideal de belleza,
las mujeres deberían ser todas unas lesbianas empedernidas, lo
mismo debería pensarse del prototipo masculino de belleza y las
razones que se aducían para ello.
c) La tercera: en un pueblo que daba tanta importancia al
entrenamiento deportivo, al combate y a la camaradería, era normal
que, en el seno de aventuras y grandes batallas (lejos del hogar), se
forjasen vínculos extremadamente profundos entre hombres... Claro
que eran vínculos raramente comprendidos por una sociedad
pacifista, afeminada y sedentaria como la nuestra que, en todo caso,
no iban más allá de una sólida hermandad. Es verdad, sin embargo,
que debieron existir en estos ambientes casos de relaciones
anormales, pero de allí a pensar que todo soldado era sodomita, hay
un abismo.
De hecho, los vocablos griegos para designar al maestro iniciador
y al joven iniciado que aspiraba a convertirse en hombre, eran
respectivamente erastes y erómenos, lo cual, traducido literalmente,
sería algo así como “amante” y “amado”. Sin embargo, como
veremos enseguida, la mentalidad de la Antigüedad distinguía
claramente entre el amor carnal y el amor platónico, máxime en una
cultura que consideraba que todo joven necesitaba la tutela y el
consejo de un mayor para llegar a ser sabio en la vida o excelso en
el deporte. Más aún: si existía un lugar donde la conducta disonante
del sodomita estaba mal vista, era sin duda en las asociaciones de
cazadores y soldados, donde el trabajo en equipo, la hermandad, el
deber y la camaradería predominaban sobre los instintos
individuales que se descargaban en combate (o con mujeres, a
menudo capturadas y tomadas por la fuerza, como se ve en el
famoso “Rapto de las sabinas”).
Dicho todo esto, comencemos a desmenuzar el mito.
2. Apodos homosexuales e importancia del pudor

La mayor parte de las sociedades humanas han proscrito y


estigmatizado las prácticas sexuales estériles o aquéllas que
conlleven riesgo de infecciones. La homosexualidad en sí reúne
ambas condiciones ya que, por un lado es incapaz de engendrar
nueva vida y, por el otro, el lugar empleado para las relaciones
carnales entre hombres (el ano) no es precisamente la parte más
limpia, sana e higiénica del cuerpo humano. En la Grecia antigua –
que no era una excepción– no existían eufemismos políticamente
correctos como “homosexual”, “gay” o “heterosexual”. Los “heteros”
eran sencillamente la gente normal que cumplía con la ley natural y
basta; para los homosexuales se reservaban una serie de vocablos,
generalmente de significado altamente infamante e indigno:
– Euryproktos: ano abierto.
– Lakkoproktos: ano de pozo.
– Katapygon, kataproktos: homosexual pasivo.
– Arsenokoitai: homosexual activo.
– Marikas: el que salta arriba y abajo.
– Androgynus: hombre-mujer, afeminado, mariquita,
ambiguo.
– Kinaidos: Causador de vergüenza. Deriva de kineo
(mover) y Aidós (vergüenza, diosa del pudor, el respeto, la
modestia, la reverencia, diosa acompañante de Némesis y
castigadora de las transgresiones morales).
Detengámonos un poco en este último vocablo.
Aidós, según el mito, siempre iba acompañada de la cruel
Némesis (Indignación –tiene otras acepciones: Justicia y Venganza
son las más conocidas), una divinidad vengadora que encaja bien
con la noción de “karma” o de castigo por los pecados; pues bien:
los griegos pensaban que todo aquel que hubiese incurrido en
sodomía, tenía una espada de Damocles pendiendo pacientemente
sobre su cabeza. Pero el dato más revelador es que en el imaginario
griego, Aidós iba asociada precisamente al ano.
– ¿Cómo?
Sí. Cuando Zeus creó al ser humano y a las propiedades de su
alma, dejó fuera a la Vergüenza (Aidós, reverencia, respeto, pudor,
modestia) y, puesto que no sabía dónde insertarla, ordenó que fuese
insertada en el ano. Aidós, sin embargo, se quejó contra Zeus
diciéndole:
– “Accederé a ser insertada de este modo, sólo a condición de
que, cuando entre algo después de mí, yo salga inmediatamente”[3].
De este mito se deduce que, según la mentalidad tradicional
griega, el sexo anal implicaba, a la vez, desvergonzarse (el pudor
era considerado virtud en Grecia) y esparcir la vergüenza alrededor
de uno.
Otro asunto aparte es que, en una cultura europea pagana donde
cada actividad, cada oficio, cada momento de la vida tenía su propio
dios “patrón” o protector, uno esperaría encontrar una divinidad, un
numen o un espíritu de algún tipo, que se ocupase de la
homosexualidad; y no lo había... O mejor dicho, sí existían: se
trataban de los sátiros, esos dáimones degenerados que llevaban a
cabo todas las perversiones imaginables y que, en Grecia, no
gozaban precisamente de buena fama –trataremos el tema más
adelante. Por otro lado, en una civilización que concede estatus
“regular” a la homosexualidad, y que la favorece por encima de la
heterosexualidad, uno esperaría que el erotismo estuviese
personificado en una divinidad representada por un muchacho
joven, bello, fuerte...; pero la realidad, de nuevo, no era tal. La diosa
del amor, la traedora de Eros y de todas aquellas cosas que hacen
perder la cabeza a los hombres, era Afrodita, el arquetipo de la
“hembra alfa” (lo lamentamos –de nuevo– por las feministas
empedernidas…).
3. Layo, padre de Edipo y patrono de los sodomitas griegos

El mito de Layo es un ejemplo perfecto de la concepción que se


tenía en Grecia sobre la homosexualidad y la sodomía, mostrando lo
que sucede si se descuida a Aidós, atrayendo la hybris[4] y
provocando la venganza de Némesis. Del linaje real de la ciudad de
Tebas, al momento de ocupar el trono, Layo sufrió una revuelta de
parte de sus primos por lo que debió exiliarse en Pisa, donde el rey
Pélope lo acogió como huésped y le pidió que instruyese a su hijo
Crisipo en el arte de domar caballos.
Dejándose llevar por la pasión contraria a la naturaleza, Layo
profanó la sacralidad y el carácter platónico de la relación maestro-
discípulo, abusando sexualmente del joven quien, por vergüenza
(recordemos a Aidós) terminaría suicidándose; la transgresión hará
que Pélope invocase sobre Layo la maldición de Apolo, lo que hará
que Némesis, compañera de Aidós, entre en escena para ocuparse
del castigo, como señala Platón en “Las Leyes”:
“La costumbre que estaba vigente antes de Layo dice que es
correcto no mantener relaciones carnales con jóvenes varones
como si fueran mujeres, apoyándose en el testimonio de la
naturaleza de los animales y mostrando que el macho no toca
al macho con este fin porque eso no se adecua a la
Naturaleza”[5].
Pero la cosa no terminará en un mero suicidio; allí comenzará y
por la maldición de Layo tendremos a un Edipo de Tebas (fue por
este acto contrario a la naturaleza por lo que los dioses enviaron la
famosa Esfinge a Tebas quien, con cuerpo de león, cabeza de mujer
y alas de pájaro, aterrorizaba a los viandantes tebanos). El infame
Layo, desposado luego con Yocasta, recibirá del oráculo de Delfos
la advertencia de su futuro: no debía desposarse pues, un varón de
su progenie, mataría a su padre y se casaría con su madre…. Se
trataba de Moira (el destino) inevitable para los griegos. La historia
es por todos conocida: con el tiempo, Edipo, hijo suyo, terminará
cometiendo el parricidio y casándose con su propia madre; Yocasta
se ahorcará; Edipo se arrancará los ojos, terminando su vida
desterrado; Etéocles y Polinices, hijos del incesto, morirán en
combate singular mientras que Antígona e Ismele, serán
condenadas a muerte...
Y todo por una relación homosexual de Layo…
En lo que respecta al asunto de la homosexualidad en este mito,
habría que preguntarles a varios promotores de la “homosexualidad
griega”:
- ¿Por qué Crisipo se suicida si el sexo entre maestro y
alumno era tan normal?
- ¿Por qué Zeus manda a la Esfinge a Tebas como castigo?
- ¿Por qué el linaje de Layo pasa a ser maldito?
Este mito, claramente ideado para prevenir la homosexualidad
permitía que los griegos sacasen varias moralejas: por un lado, que
la aberración siempre era castigada por los dioses, tarde o
temprano, téngase conocimiento de ella o no. Por otro, que a
Aidós siempre la secundaba Némesis, la diosa de la venganza
“kármica”. Por último, que los pecados de los padres se pagaban, al
menos, hasta la tercera generación.
Cuando pensamos que este mito era una tradición antiquísima,
tranmitida oralmente y representada año tras año en el teatro,
resulta difícil pensar que los griegos tuviesen a la kinaidia
(homosexualidad) como a algo normal.
4. “ Misokinia” en las leyes y la moralidad griegas

No hablamos aquí de ese eufemismo moderno llamado


“homofobia” (“miedo al homosexual”, etimológicamente), sino de una
verdadera “misokinia” (“misos”: odio, “kynos”: perro/homosexual)
perseguida y hasta penada no sólo por la ética sino por la mayoría
de las leyes helénicas de otrora. Veámoslo.
En su “Contra Timarco”, el orador Esquines (389-314 a.C.) nos
relata cómo entre las famosas Leyes de Solón, se prescribían las
siguientes disposiciones contra quien hubiese tenido
“etairese” (compañía del mismo sexo):
“Si algún ateniense se prostituyese (relación homosexual),
no se le permita llegar a ser uno de los nueve Arcontes, ni se le
consagre sacerdote, ni ejercer la judicatura por el pueblo, ni
desempeñará cargo alguno, ni al interior ni en el exterior, ni por
sorteo ni por elección, ni sea hecho heraldo, ni pronunciará
opinión, ni entrará en los santuarios públicos, ni llevará corona
en las procesiones, ni atraviese por los alrededores del ágora.
Si algo de esto hiciera, sentenciado por prostituirse se lo
condene a muerte”[6].
El discurso de Esquines toma tintes cada vez más duros cuando
invita a los jueces a recordar a sus antepasados atenienses,
“severos hacia toda conducta vergonzosa” considerando “preciada
la pureza de sus hijos y sus conciudadanos”. Asimismo, elogia las
radicales medidas espartanas contra la homosexualidad,
mencionando el dicho según el cual “es bueno imitar la virtud,
aunque sea en un extranjero”.
Esta ley de la “progresista” y “avanzada” democracia griega, hoy
en día sería calificada como homofóbica y fascista, sin lugar a
dudas.
Por su parte, el famoso orador y político Demóstenes (384-322
a.C.), enumera algunas medidas del mismo tenor en su “Contra
Androcio”, al especificar que, quienes hayan tomado parte en actos
de sodomía, la ley le prohibirá “hablar en público o presentar
mociones”[7].
Muchas otras citas podrían aducirse aquí en materia de
legislación; sólo apuntemos que, por el hecho de practicar la
homosexualidad desfachatadamente, se privaba a los atenienses de
asistir a eventos políticos, culturales, religiosos o populares de
cualquier tipo, convirtiéndose directamente en “metoikós” (metecos)
o ciudadanos de segunda categoría.
5. Los mejores autores de Grecia repudiaban la sodomía

El gran maestro Platón, a quien hemos citado más arriba


planteaba:
“Cuando el varón se une con la mujer para procrear, el placer
experimentado se supone debido a la naturaleza [kata
physin], pero resulta contrario a la naturaleza [pará
physin] cuando se aparea con un varón, o cuando una mujer lo
hace con una mujer, y aquellos culpables de tales enormidades
están impulsados por su esclavitud al placer”[8].
Y más aún:
“Podríamos forzar una de dos en las prácticas amatorias: o
que nadie ose tocar ninguna persona nacida de los nobles y
libres excepto el marido a su propia esposa, ni a sembrar
ninguna semilla profana o bastarda en concubinato, ni, contra la
naturaleza, semilla estéril en varones –o deberíamos extirpar
totalmente el amor por varones”[9].
En el “Fedro”, dirigiéndose a los homosexuales, dice:
“Tenéis miedo de la opinión pública, y teméis que si la gente
se entera [de vuestro asunto amoroso], seréis repudiados”[10].
El mismo Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, llamaba
simplemente enfermedad o perversión a la sodomía, planteando que
podía provenir por mala constitución o por problemas en la
infancia[11]. Por su parte, Plutarco contrastará en su “Erótica” la
unión natural entre el hombre y la mujer por contraposición a la
“unión entre hombres, contraria a la Naturaleza”, para decir después
que quienes “cohabitan con hombres” lo hacen “para physin”, es
decir, contra la naturaleza[12].
Luciano de Samósata (125-181 d.C.), en su obra Erotes
(“Amores”) tiene numerosas perlas anti-sodomíticas de raigambre
platónica:
“Puesto que una cosa no puede nacer de una sola fuente, a
cada especie ella [la ‘madre primordial’] la ha dotado de dos
sexos, el macho, a quien ha dado el principio de la semilla, y la
hembra, a la que ha moldeado como recipiente para dicha
semilla. Ella los junta por medio del deseo, y une a ambos de
acuerdo con la saludable necesidad, para que, permaneciendo
en sus límites naturales, la mujer no pretenda haberse
convertido en hombre, ni el hombre devenga indecentemente
afeminado. Es así como las uniones de hombres con mujeres
han perpetuado la raza humana hasta el día de hoy…”[13].
Las citas abundan, incluso en numerosas comedias (Aristófanes
resulta un clásico) donde se utiliza un lenguaje extremadamente
soez para despreciar a los homosexuales, especialmente a los que
toman el papel pasivo del kataproktos es decir, “ano que recibe algo
desde arriba”.
La pregunta es obligada: si la homosexualidad era tan bien vista y
hasta una práctica elogiada en Grecia, ¿a qué tanta literatura
“misokínica”?
6. Las “ milicias homosexuales” griegas

Mucho se ha hablado acerca del tema y con enorme desparpajo.


Nuevamente es de señalar que, así como nadie sería tan iluso como
para pensar que, en ambientes cerrados, alejados del sexo opuesto
y sometidos a enormes presiones como es la milicia, jamás podría
darse la homosexualidad, tampoco debería decirse que, por ello, la
sodomía resultase moneda corriente en toda milicia, antigua o
moderna.
El gran historiador Marrou lo señala con detenimiento al decir que
la amistad entre los hombres de Grecia,
“(es) una constante de las sociedades guerreras, donde el
medio varonil tiende a encerrarse en sí mismo. La exclusión
material de las mujeres, toda desaparición de ésta provoca
siempre una ofensiva del amor masculino (…). La cuestión se
agudiza todavía más en el medio militar: se tiende en él a
descalificar el amor normal del hombre a la mujer, exaltando un
ideal basado en virtudes varoniles (fuerza, valor, fidelidad) y
cultivando un orgullo propiamente masculino”[14].
Sin embargo, pensar que el amor entre camaradas conllevaba de
por sí relaciones sexuales,
“excede con mucho los datos de nuestros textos: se trata de
una de esas exageraciones obscenas a que los sociólogos
modernos sometieron muchas veces los ritos y leyendas
consideradas como «primitivas»: hipótesis derivadas de un
psicoanálisis elemental, ¡cuántas represiones ingenuas no se
disimulan en el alma de los eruditos!”[15].
La amistad masculina era el método pedagógico normal en el
mundo griego y aquélla que se desarrollaba entre un joven
adolescente y un adulto poseía un valor formativo, una educación
ante todo moral, la modelación del carácter y de la personalidad del
joven bajo la dirección de un hombre de más edad, enseñando los
valores de la lealtad, la fidelidad y la moderación; más aún en la
milicia, topos masculino por antonomasia. Un caso paradigmático lo
constituye, por ejemplo, el famoso Batallón sagrado de Tebas,
caratulado el “batallón homosexual” vencedor de los espartanos.
¿De qué se trataba? Pues de un cuerpo de élite de trescientos
guerreros formado por el general Epaminondas (378 a.C.) que,
como táctica novedosa mezcló en las líneas militares a jóvenes
soldados con sus tutores guerreros, combinando así la experiencia
de unos y el arrojo de otros.
Muchos han querido ver aquí un “batallón gay”, sin embargo,
yendo a las fuentes principales de su historia, es el mismo Plutarco
(la fuente principal en la materia) quien se encarga de desmitificar el
punto.
“El batallón sagrado, según cuentan, fue Górgidas el primero
que lo formó con trescientos hombres escogidos, a los que la
ciudad proporcionaba formación y medios de vida (…). Algunos
dicen que esta formación estaba compuesta de amantes y
amados (erastes y erómenos) (…) cuando lo necesario era que
el amante se dispusiera junto al amado, pues en las situaciones
de peligro los de una tribu no tienen muy en cuenta a los
miembros de su tribu, ni los de una fratría a sus compañeros de
fratría, mientras que el pelotón organizado según el sentimiento
amoroso será irrompible e infranqueable: en la ocasión, los
unos porque aman a sus amados y los otros por vergüenza
ante quienes los aman resistirán en los peligros por defenderse
unos a otros”[16].
Y hasta acude a la autoridad del general Filipo para salvar las
posibles malas interpretaciones luego de su última batalla, la de
Queronea:
“Se dice que Filipo, tras la batalla, se detuvo en el lugar en
que habían caído los trescientos, y al ver los cadáveres, todos
con sus armaduras alcanzados por delante por las sarisas
(lanzas largas) y mezclados unos con otros, se quedó
admirado, y al enterarse de que ese era el batallón de amantes
y amados, se le saltaron las lágrimas y dijo: ‘Mala muerte
tengan quienes piensen de estos que hicieron o pasaron por
algo vergonzoso’”[17].
No serán, al parecer, sino ciertos poetas quienes comenzarán con
el mito de una supuesta relación carnal entre estos héroes, como
denuncia de antemano Plutarco:
“Y no es en absoluto, como dicen los poetas, que entre los
tebanos la pasión de Layo diera principio a esta costumbre
sobre los amantes”[18].
Es que existen evidencias claramente anti-sodomíticas en las
naciones militarizadas, de allí que resulte sorprendente cómo ciertos
autores y repetidores seriales continúan predicando el tema de una
“Grecia gay” como algo indiscutido.
Esparta tampoco se quedará atrás en la imaginación de los
invertidos.
El ritmo de vida del varón espartano, como se sabe, era intenso;
la milicia era en sí misma todo un universo; y un universo de
hombres donde el culto a la virilidad, a la camaradería y a la
importancia de la lucha por la Patria era todo. Lo mismo sucedía con
la relación maestro-discípulo: cada espartano era hermano de otro
espartano (más aún en el momento de la guerra). Ahora, de allí a
pensar en la homosexualidad como algo aceptado y hasta
practicado como “deporte nacional”, hay un largo trecho, como se
encarga de aclarar el mismo Jenofonte al hablar de las leyes de
Licurgo:
“Si alguien que fuese honesto, se prendaba del alma de un
muchacho e intentaba convertirlo en un amigo intachable y
relacionarse con él (relación maestro-discípulo), lo elogiaba
(Licurgo) y tenía ésta por la mejor educación; en cambio, si era
evidente que sentía atracción por su físico, lo consideraba muy
deshonroso y estableció que en Lacedemonia los amantes se
apartaran de los muchachos, no menos que los progenitores se
apartan de sus hijos o los hermanos de sus hermanos, en
cuanto a los placeres del amor”[19].
Porque la relación maestro-alumno o instructor-soldado, fundada
en el respeto y la admiración, constituía en Esparta un verdadero
entrenamiento, un modo de aprender, una instrucción. La sacralidad
de esta relación constituía el fundamento de la unidad militar hasta
el día de hoy.
El romano Aelio decía que, si dos hombres
espartanos “sucumbían a la tentación y se permitían relaciones
carnales, debían redimir la afrenta al honor de Esparta yéndose al
exilio o acabando sus propias vidas”.
Algo análogo decía Máximo de Tiro:
“Cualquier varón espartano que admira a un muchacho
laconio, lo admira únicamente como admiraría una estatua muy
hermosa. Pues placeres carnales de este tipo son acarreados
sobre ellos por la hybris y están prohibidos”[20].
7. Supuestas parejas homosexuales en la mitología e historia
de Grecia

La mitología no es “historia” propiamente dicha; es más bien tipo


de ella y es el modo en que en Grecia se catequizaba a las
multitudes. Puesto que se han querido ver ejemplos homosexuales
en ellos, repasemos sólo algunos en relación al tema que nos
ocupa.

a. El caso de Aquiles y Patroclo

Para ciertos adalides de la literatura griega sodomítica, Aquiles y


Patroclo resulta la “pareja homosexual” más conocida del mundo
griego. ¿Qué dice, en verdad, la literatura clásica al respecto?
Por empezar, la misma Ilíada, nos narra la cólera de Aquiles
contra Agamenón, por haberle robado a Briseida, su esclava favorita
(por cierto una cólera poco “homosexual”).En la misma obra de
Homero (canto IX) se nos narra que el héroe aqueo durmió en lo
más retirado de la sólida tienda con una mujer traída de Lesbos
(Diomeda, hija de Forbante) mientras que su amigo Patroclo se
acostaba junto a la pared opuesta, teniendo a su lado a Ifis, la de
bella cintura, regalo de su propio amigo[21]. Ahora, ¿cómo podría
defenderse así la supuesta homosexualidad de Aquiles y Patroclo?
Si ambos eran amantes, ¿por qué se acostarían en el lado opuesto
de la tienda y… con una mujer cada uno?
Hay más. El comportamiento de Aquiles en toda la saga de Troya
es el de un hombre hecho y derecho: se precia de haber tomado,
arrasado y saqueado numerosas ciudades, de matar a infinidad de
hombres y de esclavizar y poseer a sus mujeres y a sus hijas.
Cuando los aqueos quieren que Aquiles vuelva a la lucha, no le
tientan con jóvenes efebos (cosa que sería lo normal para un
hombre que “se casa para procrear pero se lía con hombres para
divertirse”, como reclaman los homosexuales), sino con infinidad de
esclavas hermosas, vírgenes y “expertas en intachables labores”.
Patroclo, mayor y más prudente que él, es simplemente su maestro
e iniciador además de su amigo; nada más.

b. Zeus y Ganímedes

Según ciertos círculos, Zeus y Ganímedes son otra de las


“parejas homosexuales por excelencia” del panorama olímpico;
veamos el mito detenidamente.
Ganímedes era un príncipe troyano que, recién salido de la
adolescencia, vivía una transitoria etapa de cazador-recolector en
un entorno salvaje, cosa común en la Grecia tradicional (Esparta
también tenía esta costumbre) como ritual de tránsito para marcar el
ingreso a la hombría. Impresionado por su porte, Zeus en forma de
águila, terminará raptándolo para llevarlo al Olimpo para ser su
copero.
Ahora, ¿qué significa “copero”?. Como su propio nombre lo indica,
significa el que sirve las copas. Sólo a un malintencionado o a un
iluso se le podría ocurrir que se trataba de un stripper avant la lèttre
dedicado a hacer shows eróticos... Que los dioses buscasen a un
“camarero” físicamente bello es bastante comprensible en un pueblo
en el que el patrón de belleza estaba dado por el físico masculino,
según vimos. Los autores que le colocan rápidamente la etiqueta de
homosexual al mito de Ganímedes incurren en juzgar un mito que
tiene milenios de antigüedad con sus patrones psicológicos
modernos.
Veamos, por si acaso, qué dice el mismo Homero sobre
Ganímedes:
“...y éste dio el ser a tres hijos irreprensibles: Ilo, Asáraco y el
deiforme Ganímedes, el más hermoso de los hombres, a quien
arrebataron los dioses a causa de su belleza para que sirviera
el néctar a Zeus y viviera con los inmortales”[22].
¡Si hasta el mismo Platón, en “Las Leyes”, criticaba una
interpretación invertida!:
“Todo el mundo acusa a los cretenses de haber inventado la
fábula de Ganímedes. Pasando Júpiter por el autor de sus
leyes, ellos han imaginado esta fábula aplicándosela a él, a fin
de poder disfrutar este placer a ejemplo de su dios; pero
abandonemos esta ficción”[23].
Pues bien: debido a esto, y a pesar de la apabullante falta de
evidencia literaria de que Zeus abusara de Ganímedes,
una búsqueda rápida por internet revelará decenas de páginas
donde señalan la “homosexualidad” y el “mito pederástico” en el
Olimpo, olvidando que Zeus es un dios que raptaba y violaba
docenas (por no decir cientos de miles) de diosas y mujeres luego
de convertirse en toro, cisne, lluvia, rayo de sol, etc…, todo lo cual
acarreaba los celos y la ira de Hera, su esposa y diosa del
matrimonio monogámico, que no sabía cómo contener al poligámico
y “pro-life” pater hominumque deorumque (“padre de los dioses y de
los hombres”), extremadamente heterosexual.

c. Apolo y Jacinto

En la mitología griega, Jacinto era un bello y fuerte príncipe


espartano al que el dios Apolo había tomado bajo su protección.
Según Filóstrato, Apolo enseñó a Jacinto a tirar con arco, a tocar la
lira, a moverse y sobrevivir en bosques y montañas, y a destacarse
en las diversas disciplinas deportivas y gimnásticas. Queda claro
entonces su papel de maestro e iniciador, no sólo de Jacinto, sino
de toda Esparta (el príncipe Jacinto fue transmitiendo los
conocimientos adquiridos del dios a sus compatriotas).
¿Cómo es la historia? Durante una de estas prácticas, el dios y el
muchacho estaban turnándose en el lanzamiento de disco. En un
momento dado, Apolo lanzándolo con demasiada fuerza, hizo que,
por accidente, el disco diera en la cabeza de su discípulo,
matándolo en el acto. Afligido, el dios no permitió que Hades
reclamase al joven y con su sangre, creó una flor en honor de su
discípulo: la flor de Jacinto. Pues bien: ¿alguien ha visto
homosexualidad explícita en el mito? ¿Hay alguna intervención de
Eros o de Cupido? ¿Hay algo que sugiera que entre Jacinto y Apolo
mediaba otra cosa que el amor que pudiesen profesarse dos buenos
hermanos o compañeros de fatigas? Después de leer lo que tienen
que decir al respecto de Jacinto autores como Heródoto
(“Historias”), Pausanias (“Descripción de Grecia”), Luciano
(“Diálogos de los dioses”), Filóstrato (“Imágenes”) y algunos otros,
no se puede encontrar absolutamente nada que dé a entender un
amor erótico.
Pero para quienes promueven la homosexualidad en la antigua
Grecia, el mito de Jacinto no sólo “demuestra” irrefutablemente la
homosexualidad pederástica y relaciones sexuales anales, sino
también que toda Esparta practicaba la pedofilia homosexual… ¡sólo
porque la festividad de Jacinto era importante en Esparta! Como ya
hemos visto, esta nación estaba lejos de ser un paraíso gay. Mucho
menos puede tildarse al dios Apolo de pro-sodomítico ¡justamente
él! que había aplicado su maldición a Layo, según vimos.
Así y todo hay quienes se esfuerzan en ver aquí una relación
invertida.

d. El caso de Alejandro Magno

Alejandro Magno es otra de las tantas figuras manipuladas hasta


extremos inverosímiles. Cuando la película homónima de Oliver
Stone vio la luz en 2004, un grupo de veinticinco abogados griegos
amenazó con denunciar a la compañía Warner Bross y a su director
por distorsionar la historia, al punto que el film en Grecia sólo estuvo
en taquilla 4 días, siendo un completo fracaso.
Todas las fuentes coinciden en describir a Alejandro Magno como
un hombre muy contenido y en modo alguno promiscuo. De hecho,
Plutarco nos explica cómo el gran general llegó a ofenderse al serle
ofrecidos, por parte de un comerciante, jóvenes muchachos:
“Escribióle en una ocasión Filóxeno, general de la armada
naval, hallarse a sus órdenes un tarentino llamado Teodoro, que
tenía de venta dos mozuelos de una belleza sobresaliente,
preguntándole si los compraría. Alejandro se ofendió tanto ante
la proposición, que exclamó muchas veces ante sus amigos en
tono de pregunta: ‘¿Qué puede haber visto en mí Filóxeno de
indecente y deshonesto para hacerse corredor de semejante
mercadería?’. E inmediatamente le respondió, con muchas
injurias, que mandase al mercader tarentino al diablo, y su
mercancía con él. Del mismo modo arremetió con severidad
contra un joven llamado Hagnón, que le había escrito que
quería comprar un muchacho llamado Cróbulo, famoso en la
ciudad de Corinto por su belleza”[24].
En cuanto al supuesto affaire con su amigo Hefestión, de nuevo,
no se encuentra absolutamente ninguna evidencia que haga
suponer que los compañeros de la infancia eran una pareja
sodomítica; de hecho no existe historiador serio que afirme
rotundamente que eran amantes. Es más: de regreso a Susa,
capital del Imperio persa, Alejandro dio a Hefestión por esposa a la
princesa Dripetis, y él mismo desposó a Estatira, la hija mayor de
Darío y hermana de aquélla. También mantuvo relaciones con
Barsine (quien le dio un hijo, Heracles) y con Roxana (“la mujer más
bella de Asia”), con quien tuvo descendencia.
Por lo que hace al famoso beso al eunuco Bagoas, que a menudo
es citado como si constituyese una prueba de homosexualidad, de
nuevo, nos encontramos con lo que pasa cuando se quiere juzgar
una costumbre antigua con vara moderna: malentendido asegurado.
Plutarco nos describe cómo Bagoas ganó un concurso de danza y
baile, y cómo las tropas macedonias aclamaron pidiendo que
Alejandro besase al muchacho (en la mejilla), a lo que el emperador
accedió. Lo más importante es el significado del beso: en la antigua
Persia, donde se encontraba Alejandro Magno, los hombres de
rango similar se daban un beso en los labios, mientras que si había
una diferencia de rango, el beso era en la mejilla. Por lo demás,
para sonsacar una relación sexual de un simple beso en la mejilla, ni
hace falta analizarlo...

e. El “banquete” de Platón
El “Banquete” es un diálogo filosófico donde diversos participantes
rinden tributo a Eros, el dios del amor aportando la visión que cada
uno tiene acerca del amor, de allí que permita conocer, de primera
mano, lo que un griego del siglo IV a.C. entendía por entonces sobre
el tema. Vale la pena señalar que varios “eruditos” y “especialistas”
han intentado ver en esta obra culmen de Platón un ejemplo de “la
civilización griega homosexual”.
Como muchos de los diálogos platónicos el debate se abre a
partir de diversos puntos de vista que los participantes tienen sobre
un tema con el objetivo de contrastar las opiniones y sacar, a partir
de la mayéutica socrática, la verdad que cada uno ya intuye en su
alma. Resulta imperioso, por lo tanto, analizar quién dice cada cosa
para saber si se trata de un pensamiento claramente platónico o si
simplemente estamos frente a un interlocutor imaginario que el
discípulo de Sócrates utilizara en su provecho.
Siguiendo esta premisa, pueden leerse con claridad en el
Banquete, durante el discurso de Pausanias, “las normas sobre la
pederastia en Atenas” que resultan ser “una de las fuentes más
importantes para el conocimiento de la actitud griega frente a la
homosexualidad”. Allí, el mismo Pausanias, defensor indirecto de la
pederastia, debe admitir:
“Sería preciso, incluso, que hubiera una ley que prohibiera
enamorarse de los mancebos, para que no se gaste mucha
energía en algo incierto, ya que el fin de éstos no se sabe cuál
será, tanto en lo que se refiere a maldad como a virtud, ya sea
del alma o del cuerpo. Los hombres buenos, en verdad, se
imponen a sí mismos esta ley voluntariamente, pero sería
necesario también obligar a algo semejante a esos amantes
vulgares, de la misma manera que les obligamos, en la medida
de nuestras posibilidades, a no enamorarse de las mujeres
libres”[25].
También en dicho diálogo entra en escena Aristófanes, un
personaje que no debería caer bien al mundo platónico (en el
diálogo “Las Nubes” se burla abiertamente de Sócrates y aquí, en el
“Banquete”, muestra una conducta excéntrica que acaso fue
introducida por Platón como señal para dar a entender al lector que
el punto de vista expresado por él no merecía reverencia).
Aristófanes desarrolla un extravagante discurso sobre “el
andrógino”, un ser esférico con ocho patas y dos caras, que se
desplazaba rodando por el suelo, que reunía las condiciones
sexuales tanto de varón como hembra. Según el disparatado
razonamiento del cómico griego, estos seres desafiaron a los dioses
y Zeus los hizo partir por la mitad, de modo que, haciendo
inverosímiles cabriolas argumentativas e inventándose toda una
mitología para justificar que dos hombres gocen uniéndose
sexualmente entre sí, dice:
“En consecuencia [de la partición del ‘andrógino’ originario],
cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común que
entonces se llamaba andrógino son aficionados a las mujeres, y
pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y
proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son
aficionadas a los hombres y adúlteras. Pero cuantas mujeres
son sección de mujer, no prestan mucha atención a los
hombres, sino que están más inclinadas a las mujeres, y de
este género proceden también las lesbianas. Cuantos, por el
contrario, son sección de varón, persiguen a los varones y,
mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los
hombres y se alegran al acostarse y abrazarse; éstos son los
mejores de entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los
más viriles por naturaleza. Algunos dicen que son unos
desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por
desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad,
abrazando lo que es similar a ellos”[26].
Por la excentricidad de su propio relato, no es de extrañar que
Aristófanes ruegue en un momento “que no me interrumpa
Erixímaco para burlarse de mi discurso”[27] y que, poco después,
finalice su intervención pidiendo clemencia:
“Éste, Erixímaco, es mi discurso sobre Eros, distinto, por
cierto, al tuyo. No lo ridiculices, como te pedí, para que oigamos
también qué va a decir cada uno de los restantes o, más bien,
cada uno de los otros dos, pues quedan Agatón y Sócrates”[28].
A pesar de que Aristófanes sólo representa un punto de vista de
tantos que había allí y que, probablemente Platón lo hubiese
incluido para burlarse del burlador de su maestro, varios autores
pro-teoría homosexual citan sus palabras ¡como si representasen el
punto de vista del mismísimo Platón!
Pero hay más: del homenaje de Agatón a Eros podría distinguirse
una cita, en la que se plantea que “respecto a la procreación de
todos los seres vivos, ¿quién negará que es por habilidad de Eros
por la que nacen y crecen todos los seres?”[29], en la que, dejando
caer que Eros es responsable de la procreación, deja también claro
que el dios pertenece al ámbito del sexo heterosexual, único capaz
de engendrar nueva vida.
Sin embargo, la joya del “Banquete” platónico es, sin lugar a
dudas, y como siempre, la intervención de Sócrates. Citando el
discurso que había escuchado años atrás de una mujer que él
mismo considera como “sabia”, dice:
“Os contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de
una mujer de Mantinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras
muchas cosas”[30].
Las palabras de Diotima, además de sublimes, resultan por
completo aplastantes frente el debate hetero vs. homo, por contener
una verdadera apología del amor heterosexual como acto
procreativo.
“– ¿De qué manera (dijo Diotima) y –en qué actividad se
podría llamar amor al ardor y esfuerzo de los que lo persiguen?
¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?
–Si pudiera –dije yo–, no estaría admirándote, Diotima, por tu
sabiduría, ni hubiera venido una y otra vez a ti para aprender
precisamente estas cosas.
–Pues yo te lo diré –dijo ella–. Esta acción especial es,
efectivamente, una procreación en la belleza, tanto según el
cuerpo como según el alma.
–Lo que realmente quieres decir –dije yo– necesita
adivinación, pues no lo entiendo.
–Pues te lo diré más claramente –dijo ella–. Impulso creador,
Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el
cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en
cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puede
procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de hombre y
mujer es, efectivamente, procreación, y es una obra divina,
pues la fecundidad y la reproducción es lo que de inmortal
existe en el ser vivo, que es mortal”[31].
Sócrates ha elogiado la sabiduría de la señora, mientras que ella
ha hecho un canto al amor heterosexual como “obra divina”. La
procreación es sólo obra del amor heterosexual, analogando a los
hombres con los dioses creadores. Sócrates reconoce que, luego de
oír las palabras de la “sapientísima Diotima” quedó “lleno de
admiración” (208b) y, dirigiéndose de nuevo a sus discípulos les
dijo:
“Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diotima, y yo quedé
convencido”[32].
Por tanto, tenemos por un lado a Pausanias quien explica la
costumbre vigente, por otro a Aristófanes, un personaje burlón que
hace una enrevesada defensa de la homosexualidad… y, por último
a Diotima, una mujer que el mismísimo Sócrates llama
“sapientísima” que hace un genial tributo a Eros ensalzando la unión
de hombre y mujer como acto generador de nueva vida.
Pero hay más; en el mismo Banquete, al salir Diotima ingresa en
escena el famoso Alcibíades, quien, extasiado con la personalidad
de Sócrates, se le ofrece en unión carnal para ser rechazado:
“–Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así
decir, mis dardos, yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me
levanté, pues, sin dejarle decir ya nada, lo envolví con mi manto
– pues era invierno–, me eché debajo del antiguo capote de ese
viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este
ser verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido
toda la noche. En esto tampoco, Sócrates, dirás que miento.
Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él salió completamente
victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me afrentó; y
eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh
jueces! – pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates. Así,
pues, sabed bien, por los dioses y por las diosas, que me
levanté después de haber dormido con Sócrates no de otra
manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano
mayor”[33].
A estas alturas entonces. ¿A quién le caben dudas sobre el
pensamiento de Platón y de Sócrates sobre la homosexualidad?
Pues no; tampoco ellos eran sodomitas o pro-sodomitas.

f. Las vasijas homo-eróticas (30 entre 80.000 encontradas)

La imagen de dos hombres manteniendo tratos homo-eróticos


entre sí es una de las favoritas de los autores que defienden la
“civilización homosexual” griega. Indudablemente, hay vasijas
procedentes de la antigüedad helénica que representan escenas
claramente homosexuales. Esto es indiscutible; sin embargo nunca
se dice qué porcentaje de las vasijas o de las representaciones
artísticas en general, muestran estas actitudes en el mundo antiguo.
Vale tener en cuenta entonces que de docenas de miles de
vasijas que se han encontrado (sólo en la provincia de Ática,
tenemos ¡más de 80.000![34]) hasta el momento ¡sólo 30 poseen
contenido claramente homosexual! Estamos hablando de en torno a
un 0.03% del total. La pregunta es obligada: si la sodomía era bien
aceptada en la Grecia antigua, ¿acaso no deberían haber decenas
de miles de representaciones?
Pues no; 3 de cada 10.000… De modo que hablar de “el estatus
dominante de la pederastia en la vida social ateniense” (!)
basándose en esta evidencia fraudulenta sería bastante más
atrevido que tachar a nuestra propia cultura de homosexual sólo
porque el 5% de los personajes de nuestras series televisivas sean
unos invertidos empedernidos. Si estos ínfimos signos son muestra
de una “civilización homosexual” (que nunca ha habido tal cosa),
entonces la nuestra, con asociaciones pro-pedofilia, pro-zoofilia,
“matrimonio” homosexual (cosa que no existía en Grecia), desfiles
del día del “orgullo gay”, etc., calificaría como una civilización 100%
sodomítica.
Pero hay más.
De este 0.03% de escenas homosexuales representadas, la
mayor parte de tales actos son llevados a cabo por los sátiros, seres
degenerados del imaginario colectivo griego, deformes y
zoomórficos, que, por una pulsión sexual descontrolada y
desmedida, llevaban a cabo las mayores abominaciones
concebibles por la mente humana (en algunas estatuillas se los ve
copulando con animales, por ejemplo). Otro ligero detalle que se
deja de mencionar es que, en la mayoría de las escenas que sí
representan relaciones sodomíticas, el acto parece producir
sorpresa y escándalo en quienes lo presencian.
La mala fama de los sátiros (no por nada el adjetivo tiene un matiz
peyorativo en español), viene bien ilustrada en el conjunto
escultórico, en el que Pan, su jefe, importuna a Afrodita con su
lascivia, espantándolo la diosa a golpes de sandalia. El “ángel” que
revolotea alrededor de Afrodita es Eros, inevitablemente asociado a
ella.
La verdad que uno se asombra al ver estos ejemplos, de la
enorme imaginación que debieron tener algunos para intentar
justificar lo injustificable. Este es el caso de Kenneth J. Dover cuyo
libro “Homosexualidad griega” (aparecido por primera vez en 1978)
[35], presenta como “pruebas” definitivas de la homosexualidad en
Grecia unas veinticinco vasijas con contenido homosexual, de un
total de ¡seiscientas! El resto (¡quinientas setenta y cinco!) son
vasijas completamente inofensivas que obligan al autor a recurrir a
vericuetos deductivos que permitan sonsacar de manera forzada y
hasta cómica, señales de homosexualidad donde simplemente no
las hay...
Pongamos un ejemplo del planteo (que podría multiplicarse ad
infinitum): en una imagen, la mismísima tapa del libro de Dover,
aparece una vasija donde puede verse a un joven con un bastón y
un aro… todo esto, claro indicio de homosexualidad… Para él un
bastón significa “un falo” y, el aro, “un ano”. En una representación,
un pene pequeño y un escroto grande significan, según él, que hay
pedofilia de por medio (?). Lo más gracioso es el giro que da en su
obra, confesando estar forzando algunos textos diciendo que las
posturas de las pinturas,
“a menudo están abiertas a interpretaciones divergentes; así,
en r841 (una figura) un joven que está en una postura de
embarazo e indecisión mientras su acompañante conversa con
una mujer puede estar tanto celoso de los requerimientos del
otro sexo a su amigo íntimo como deseando haber tomado él
mismo la iniciativa, y el hombre de r344 (otra figura) que mira
meditabundo a un joven y un niño que conversan puede ser
tanto un rival del muchacho en el cortejo del niño como un
pariente del niño inquieto por el cariz que estaba tomando la
conversación (…). El hombre de r684 (otra figura), que se
acaricia pensativamente la barba mientras conversa con un
niño, puede ser un profesor al que el niño ha planteado una
cuestión difícil”[36].
Nos parece suficiente… La verdad que leyendo su trabajo, resulta
un verdadero insulto a la inteligencia que un homosexual como
Dover sea considerado ni más ni menos que ¡un “experto en
sexualidad de la Grecia antigua”!, y que sea citado por libros
medianamente serios. Toda esta jerga imaginativa de relaciones
pedofílicas resulta incomprensible para el ciudadano normal pero
para un militante sodomítico es lo más normal del mundo, de allí que
no sea extraño que tales autores, desesperados por legitimar su
inversión sexual, intenten adaptar el mundo a su mente. Es aquí
donde se aplica el dicho de Chesterton: si el sombrero es muy chico,
no hay que agrandar el sombrero, sino achicar la cabeza.
Finalicemos esta parte diciendo simplemente que más de un 99%
de las esculturas, vasijas, mosaicos, figurillas, frescos, etc., de la
antigua Grecia que representan el amor erótico, lo hacen siempre
figurando relaciones entre hombres y mujeres y sólo una ínfima
parte, relaciones homosexuales. ¿De dónde entonces la “aceptación
pacífica” y hasta la promoción de la sodomía? Es como si alguien
tomase el infierno de El Bosco que se encuentra en “El jardín de las
delicias” y dijese que, porque allí están algunos sodomitas, la
homosexualidad era moneda corriente y hasta estaba bien aceptada
en el primer renacimiento… Un disparate.

g. Sobre el “lesbianismo”

Probablemente, de todas las mentiras sobre la homosexualidad


(femenina), la de Safo de Lesbos sea la más flagrante (hasta el
nombre de su isla natal ha sido utilizado para designar a las mujeres
homosexuales). De carne y hueso (siglos VII-VI a.C.) Safo era
considerada la mejor poetisa de su tiempo (Platón la llamó “la
décima musa”): había fundado una academia donde acudían
muchachas jóvenes de toda Grecia a aprender poesía, música,
danza, buenas maneras, ritualismo religioso y en general lo que
caracterizaba a una mujer completa que aspiraba a casarse con un
hombre noble y fundar su propia familia. Del mismo modo que Creta
tenía sus ageilai, donde los muchachos aprendían, poco a poco, a
ser hombres bajo el maestrazgo de un iniciador, Lesbos tenía la
academia sáfica para las señoritas de buena familia.
Las muchachas se hacían llamar “servidoras de las musas” (esas
9 deidades femeninas que acompañaban a Apolo en el monte
Helicón, y que se consideraban responsables de la inspiración de
los artistas). En cuanto a las obras de Safo nos han llegado sólo
fragmentos (un poema llegó completo, recogido por Dionisio de
Halicarnaso); el resto de su obra tiene demasiados huecos como
para saber siquiera qué temas trataba (ya no digamos intentar
vislumbrar cierto atisbo de homosexualidad). Sus escritos constan
sobre todo de himnos y elogios a las muchachas que ella misma
había instruido y que, luego de completar su educación, partían para
desposarse con un hombre. Este género poético recibía el nombre
de epithalamia, “canciones de matrimonio”, dedicado a la belleza de
una doncella que está a punto de convertirse en esposa y madre.
De ese modo, por los fuertes vínculos construidos Safo cantaba
llena de tristeza a la ida de sus hijas espirituales.
Veamos uno de esos conocidos versos dedicados a una
muchacha a punto de partir con su prometido:
“Semejante a los dioses me parece ese hombre que ahora se
sienta frente a ti y tu dulce voz a su lado escucha mientras tú le
hablas”[37].
¿Dónde está, entonces, el “lesbianismo de Safo”?
Pero el hecho más incómodo en la vida de la ilustre poetisa griega
es que, aparte de ser madre (tenía una hija llamada Cleis) y esposa,
murió suicida, por amor… hacia un hombre: un marino de nombre
Faón que, al parecer, no le correspondía. El lector ha leído bien: la
“mayor lesbiana de todos los tiempos”, la “madre fundadora del
lesbianismo”, se suicidó por amor… hacia un hombre.
Otro asunto bastante revelador, y que viene a heterosexualizar
cada vez más la academia de Safo, es que las discípulas de Lesbos
fueron las que desarrollaron el culto religioso a Adonis, un héroe
mitológico que personificaba la belleza del hombre joven y que aún
hoy en día se emplea para designar la belleza masculina. No deja
de ser incómodo para los mitólogos homosexuales modernos que el
supuesto epicentro del “lesbianismo” griego rindiese culto a una
figura que representaba el culmen de la hermosura, del sexo
opuesto…
Safo pues era lesbia, porque era de Lesbos, pero tan lesbiana
como Cleopatra…

***

Hoy en día, tenemos todo un entramado social de profesores


decadentes e “intelectuales” homosexuales que, impulsados y
subvencionados por un sistema volcado a promover la disgregación
social y la nivelación de un “rebaño global” estéril, sin identidad y sin
jerarquías se dedican a vivir sus enfermizas fantasías a costa de la
historia.
El mundo, especialmente el mundo occidental, viene sufriendo un
proceso de afeminamiento gradual que intenta imponerse a fuerza
de palos; y palos aputosados.
Pero para justificar el tema, es necesario buscar otra excusa, otro
mito, pues el de los griegos no va más.

Que no te la cuenten…
Capítulo II
Cuando la homosexualidad era pecado:
El “Liber gomorrhianus” de San Pedro Damián

Con enorme esfuerzo, ha visto la luz hace poco en la lengua de


Cervantes, el famosísimo Liber gomorrhianus de San Pedro
Damián, obispo y doctor de la Iglesia. Libro polémico si los hay en
estos tiempos afeminados, debería ser propuesto para su lectura
tanto en seminarios como en casas de formación. Su lenguaje
directo, sin gambetas ni eufemismos, denuncia la gravísima
corrupción del clero en los duros años de la alta edad media.
A partir de la lectura que hemos hecho, presentamos ahora un
resumen del texto digital con añadidos propios. ¿La intención?
Simplemente darlo a conocer.
Y comencemos diciendo que, como narra el traductor y redactor
en su introducción, por el siglo VI las costumbres de la Iglesia no
andaban mejor que ahora. Los bárbaros habían sido bautizados
siguiendo el mandato evangélico, pero en la barca de Pedro habían
entrado millones de peces, con sus virtudes y sus vicios. El “id y
bautizad” estaba hecho; faltaba ahora el “enseñándoles todo lo que
yo les he enseñado…”. Y esto tendría sus consecuencias.
Es decir: más o menos como ahora, donde los bárbaros
bautizados son legión,
“de repente, la Iglesia se encontró a sí misma formada por
una inmensa multitud de hombres bautizados que mantenían
las costumbres depravadas con que habían vivido lejos de la
Fe. El «retroceso moral» dentro de la Iglesia fue terrible; ahora
el enemigo estaba dentro, y, además, estaba bautizado. Pero
no estaba, ni mucho menos, convertido. Entre los clérigos se
empezó a hablar de pecados nuevos, como la simonía o el
nicolaitismo, desconocidos hasta entonces o restringidos a
personas particularmente perversas, que se hicieron, de la
noche a la mañana, moneda común entre varones ordenados.
Accedieron a las sagradas órdenes hombres incapaces de
controlar su sexualidad, y esclavizados por prácticas
depravadas y bestiales. Y así llegamos al siglo X, el llamado
saeculum ferreum o «siglo de hierro» en la Historia de la
Iglesia”[38].
Era necesaria una reforma; y una reforma urgente:
“Un grito empezaba a abrirse paso con una fuerza
desaforada: «¡Reforma!». Paradójicamente, ese grito no
procedía, en su origen, de los altos eclesiásticos, cuya situación
moral ha quedado ya descrita de forma somera. El grito
procedía de los fieles, escandalizados con la conducta de sus
pastores (…). Había que expiar, dentro del rebaño, los pecados
de los pastores, y había que mostrar a los cristianos corrientes
unos clérigos cuyo único afán era no tener nada en este mundo
más que a Dios (…). En este ámbito surge, ya entrado el siglo
XI, la figura de san Pedro Damián (…). El «Liber Gomorrhianus»
es la denuncia más sincera y triste de cómo la moralidad, entre
los clérigos, se desmoronaba, alcanzando límites
insospechados hasta entonces”[39].
1. El surgimiento de San Pedro Damián

Pero ¿quién es este santo y doctor de la Iglesia?


“Nacido en Rávena en los albores del siglo XI (enero de 1007)
(…). Desde los 13 hasta los 28 años, estudió e impartió clases,
en su ciudad natal, Rávena. Allí vivió con gran austeridad, y
encendido en espíritu de penitencia, decidió dejarlo todo e
ingresar, a los 30 años (en 1037), en el monasterio de Fonte
Avellana”[40].
Con el tiempo y a raíz de su ciencia y fama de santidad, sería
nombrado cardenal de la Iglesia romana, dedicándose, entre
múltiples actividades, a luchar contra la corrupción en la Iglesia.
Había recibido de Dios una herida ardiente: el dolor
intensísimo que sentía por la corrupción anidada en la Iglesia
(…). Dedica sus esfuerzos a la redacción de una obra terrible,
en la que pone al descubierto con toda crudeza los vicios que
corrompían al clero de la época: el Gomorrhianus[41].
San Pedro Damián (muerto en 1072) fue llamado, con razón,
«flagelador de vicios y cantor de flagelantes» por la rigurosidad con
que predicaba contra las malas costumbres y por la disciplina
ascética que impartía. No fue canonizado (dato no menor) hasta
más de 750 años después (1828), y declarado doctor de la Iglesia,
título que se otorga oficialmente a ciertos santos para reconocerlos
como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los
tiempos (otro dato no menor; anote…).
Respecto del propósito de su libro, él mismo se encarga de
expresarlo el momento sin demasiadas vueltas, al presentárselo al
Papa León IX:
“Deseamos y ordenamos que aquellos que derramaron su
semen con sus propias manos, o mutuamente se provocaron
eyaculaciones con otra persona, así como quienes eyacularon
entre las piernas de otro, pero no lo hicieron de forma habitual,
ni practicaron esta aberración con muchos, si ponen freno a su
lujuria, y reparan sus pecados con una digna penitencia, sean
readmitidos a los mismos cargos en los cuales no hubieran
podido permanecer si hubiesen persistido en su pecado.
Pierdan toda esperanza de recuperar sus ministerios los
demás, que durante tiempo prolongado consigo mismos, o con
otros, o con muchos –aunque haya sido ocasionalmente– se
han manchado con cualquiera de estas dos formas de pecado
que describes, así como aquéllos que –horrible resulta el decirlo
o el escucharlo– se han abrazado a las espaldas de otro
hombre”[42].
Y San Pedro Damián comienza a predicar algo que hasta le
cuesta escribir:
“Ha arraigado entre nosotros cierto vicio sumamente
asqueroso y repugnante. Si no se lo extirpa cuanto antes con
mano dura, está claro que la espada de la cólera divina
asestará sus golpes, de un momento a otro, para la perdición
de muchos (…). El pecado contra natura repta como un
cangrejo hasta alcanzar a los sacerdotes. Y, en ocasiones,
como una bestia cruel introducida en el rebaño de Cristo, se
desenvuelve con tanta astucia, que más les valdría, a
muchísimos, ser apresados por los guardias que, amparados en
su estado religioso, ser arrojados con tanta facilidad al férreo
yugo de la tiranía del diablo, especialmente cuando media
escándalo de tantas personas (…).Y, a no ser que la Santa
Sede intervenga cuanto antes con contundencia, cuando
queramos poner freno a esta lujuria desenfrenada, ya no habrá
quien la detenga”[43].
El Liber gomorrhianus plantea como sodomía (o gomorría, como
quieran) cuatro modos de pecar:
“Algunos pecan con sus manos; otros, con las manos de
persona distinta; otros, entre las piernas; y otros consuman el
pecado contra natura. Por estos grados aumenta la gravedad
del pecado, de modo que los últimos los juzgamos más graves
que los primeros. Es preciso imponer mayor penitencia a
quienes pecan con otras personas que a quienes se corrompen
solos. Y juzgamos como mucho más grave el consumar el acto
que el cometer la torpeza entre las piernas”[44].
2. Los “ misericordiosos” de siempre

También existían, por entonces, los “apóstoles de la tolerancia”


(en defensa propia, claro) San Pedro Damián atacaba ya desde el
título del segundo de sus capítulos La falsa clemencia de los
dirigentes que no apartan del ministerio a los culpables. Sí señor;
esto no lo descubrió Spotlight en el siglo XXI:
“Ciertos dirigentes eclesiásticos, quizá más indulgentes de lo
que conviene con este pecado, piensan que no se debe apartar
a nadie de las sagradas órdenes a causa de los tres primeros
grados del pecado enumerados más arriba. Sólo consienten en
degradar a los que conste que lo han cometido en el cuarto
grado (sodomía). Y así ocurre que algunos, de quienes
sabemos que han caído en esta aberración con ocho y hasta
con diez personas más, sin embargo, permanecen en el
ministerio. Esta falsa clemencia, sin duda alguna, no cura el
pecado, sino que lo agrava y hasta lo fomenta. No mueve al
arrepentimiento por las aberraciones cometidas, sino que
otorga libertad para seguirlas cometiendo”[45].
Gran conocedor de la naturaleza humana y clerical, sabía que de
nada servían las penitencias sin las degradaciones. De nada los
retiros espirituales y los “traslados”:
“Al lujurioso, sea cual sea su estado, le aterra y le horroriza
mucho más el ser despreciado por los hombres que el resultar
condenado en el tribunal del Juez supremo. Y por eso prefiere
soportar el dolor de la penitencia, por dura y rigurosa que sea,
antes que verse en peligro de ser degradado (…). Por tanto,
mientras no se le golpee –por decirlo así– donde más le duele,
permanecerá cómodamente instalado en el asqueroso cenagal
de la lujuria”[46].
“Voy a hablar cara a cara contigo, quien quiera que seas,
hombre lujurioso. ¿No es cierto que te niegas a confesar tus
pecados a hombres espirituales porque tienes miedo de ser
depuesto del ministerio eclesiástico? (…). Me dices: si un
hombre solamente ha pecado entre las piernas de otro hombre,
que haga penitencia; pero seamos un poco indulgentes, y no le
privemos para siempre de su ministerio. Y yo te pregunto: si
uno hubiera pecado sacrílegamente con una virgen, ¿debería, a
tu juicio, ser mantenido en el ministerio? Seguro que, en ese
caso, no tienes dudas de que debe ser depuesto. Por el mismo
motivo, lo que con razón aseguras cuando se trata de una
virgen consagrada debes decirlo también necesariamente de un
hijo espiritual (…) puesto que, en este caso, al tratarse de
alguien del mismo sexo, el pecado es tanto peor cuanto va
también contra la naturaleza”[47].
¿Qué parte no habían leído los obispos del siglo XX ante los
abusos sexuales de los sacerdotes? Ahora, que el texto está en
lengua castellana, quizás sea más accesible a todos.
Diáfanamente San Pedro Damián expresa, mil años ha, que
quienes sean esclavos de vicios inmundos no deben ser promovidos
a las sagradas órdenes, y los ya promovidos no deben permanecer
en ellas[48].
“Es una insensatez el que quienes se han contagiado de esta
infección inmunda sean promovidos a las órdenes sagradas, y
que los ya promovidos puedan permanecer en el ministerio.
Semejante decisión es contraria a la razón, y repugna
claramente a las sentencias de los santos padres”[49].
De allí que,
“Cualquier varón que se haya manchado con otro varón –
pecado que, como arriba mostramos, está castigado con la
muerte por la antigua Ley– por muy apreciado que sea a causa
de sus buenas costumbres, por mucho que se aplique al
estudio de los salmos, por mucho que despunte en su amor a la
oración, y por muy buena fama que tenga de llevar una vida
religiosa, podrá hacer penitencia y ser perdonado de sus
culpas, pero de ninguna manera podrá aspirar a recibir las
órdenes sagradas”[50].
Y como también por entonces podrían faltar las vocaciones, se
pregunta nuestro doctor de la Iglesia si, en caso de necesidad,
podrían estos pecadores ejercer el ministerio:
“Alguien podría decir que, en caso de necesidad, si hiciera
falta alguna persona que ejerciese el ministerio, debería
suavizarse la sentencia previamente promulgada según la
justicia divina, teniendo en cuenta la urgencia de la situación
(…). Mejor será que venga el ilustre predicador y nos diga,
expresamente, lo que opina de semejante vicio. Escribe, en la
carta a los Efesios: «Sabed que los fornicadores, lujuriosos, o
avaros no tendrán parte en el reino de Cristo y de Dios (Ef 5)».
Si, por tanto, el lujurioso no puede, de ninguna manera, heredar
el reino de los Cielos, ¿qué insensato ataque de soberbia y
presunción le lleva a aspirar a la dignidad suprema en la Iglesia,
que es también reino de Dios? ¿Acaso quien, despreciando la
ley divina, ha caído tan bajo en su pecado se atreverá a
profanar el sacerdocio ascendiendo al ministerio sagrado?”[51].
Y expresa luego una verdad más clara que el agua: ¿cómo un
invertido o un lujurioso, por más estudios que tenga, podrá enseñar
una doctrina recta a su grey si él mismo no la está cumpliendo?
“Si el sabio no respeta la ley de la Iglesia, ¿cómo la respetará
el ignorante? Si alguien sabio es promovido irregularmente al
sacerdocio, lo que cabe esperar es que a sus discípulos, que
normalmente serán más inexpertos, los guíe por el camino del
error que él ha recorrido primero, y que ha pisado con sus
soberbios pies. Y no será juzgado sólo por su propio pecado,
sino por haber incitado a otros a imitarlo con el ejemplo de su
propia prepotencia”[52].
Hasta nos recuerda las irónicas palabras del Apóstol quien, luego
de deducir el olvido de Dios como consecuencia de la sodomía,
plantea el castigo en el mismo lugar del pecado:
“Los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres
invirtieron las relaciones naturales por otras contra la
naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso
natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los
otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo
en sí mismos el pago merecido de su extravío” (Rm 1) (…). Es
lógico, según la justicia divina, que quienes se han contaminado
con pecados tan abominables acaben condenados a
despeñarse en las tinieblas de su ceguera”[53].
Y termina haciendo referencia a la muerte eterna que lleva este
pecado nefando, referencia que algunos misérrimos promotores de
una falsa misericordia deberían recordar:
“También Pablo, después de haberse referido a ellos, vuelve
sobre el asunto, y dice: «Quienes hacen tales cosas son dignos
de muerte, no sólo quienes las hacen, sino quienes consienten
que otros las hagan (Rom 1)» (…). Si el Apóstol emite una
sentencia tan dura, no contra los judíos –en el caso de que
fuesen fieles– sino contra gentiles que no conocían a Dios,
¿qué habría dicho, me pregunto, si hubiese descubierto la
pestilencia de estos crímenes en el mismo cuerpo de la santa
Iglesia? Más aún: ¿con qué dolor y fuego de compasión no
hubiera ardido un pecho tan santo si hubiese visto cómo esta
fetidez asquerosa se abría paso aún en el mismo orden
sagrado?”[54].
Y lanza una advertencia casi profética para los tiempos que
corren en la Iglesia, para los superiores eclesiásticos que permiten
que la sodomía entre en el clero:
“Escuchen los superiores de los clérigos, los rectores de los
sacerdotes. Escuchen, y, aunque estén seguros de sí mismos,
teman, no vayan a hacerse culpables de participar en pecados
ajenos. Especialmente, aquellos que hacen la vista gorda
cuando tienen que corregir los pecados de sus súbditos, y con
su insensato silencio les otorgan licencia para pecar. Que
escuchen, y que entiendan de una vez que todos van a ser
condenados a muerte: no sólo quienes cometen tales pecados,
sino quienes consienten que otros los cometan”[55].
3. La pedofilia

La pederastia o el abuso de los hijos espirituales no es patrimonio


exclusivo de nuestros democráticos tiempos. La Iglesia militante
siempre ha sido un cambalache donde la Biblia y el calefón se
amigan en las letrinas, según el tango de Discépolo.
Para que veamos que desde los primeros siglos la depravación
existió siempre en el seno de la Iglesia (que es santa por su
fundador y no por sus miembros), nuestro santo trae a colación lo
que San Basilio Magno decía allá por el siglo IV:
“El clérigo o monje que abusa de niños o de adolescentes, y
cualquiera que fuera sorprendido con ellos en un beso o alguna
otra torpeza, será públicamente azotado y despojado de su
rango. Tras rasurar sus cabellos, se le escupirá en la cara; y,
atado con cadenas de hierro, será entregado a los tormentos de
la cárcel durante seis meses, y alimentado tres veces por
semana con pan de cebada. Tras otros seis meses bajo la
custodia de sus superiores en un lugar apartado, será admitido
a la oración y al trabajo manual, y sometido a vigilias y
oraciones. Caminará siempre acompañado de dos hermanos
espirituales, evitando toda palabra ociosa, así como la
compañía de jóvenes (…). Si un simple beso es castigado con
semejante pena, ¿qué no merecerá quien se pervierte con otro?
(…). Quien se mancha cometiendo pecados lujuriosos con otro
hombre no es merecedor del sacerdocio. Y no puede
administrar las cosas santas quien antes se ha ensuciado con
estos vicios”[56].
Pasados los años, y ya en pleno siglo XI, San Pedro Damián
titulaba así el capítulo sexto de su obrita: “Sobre los padres
espirituales que cometen perversiones con sus hijos”, donde
declaraba:
“Si son reos de muerte quienes consienten que otros pequen,
¿qué castigo habrá que imaginar para aquellos que cometen
abominaciones tan réprobas y asquerosas con sus propios hijos
espirituales? (…). Debe, por tanto, aplicarse el mismo castigo a
quien corrompe a su hija carnal que a quien pervierte a la hija
espiritual con tan sacrílego contubernio. Y aún en estos
crímenes debe reconocerse que ambos, a pesar de ser
incestuosos, se han cometido según la naturaleza, puesto que
el pecado se realizó con una mujer. Pero quien comete
semejante sacrilegio con el hijo, y perpetra el incesto con un
varón, atenta además contra la naturaleza. Me parece incluso
más tolerable pecar con un animal que enfangarse en la
ponzoña de la lujuria con un varón”[57].
Y agrega algo que deberíamos recordar cada vez que pensamos
en estos escándalos:
“Es menos grave lanzarse uno solo a la muerte que llevar a la
perdición eterna a otro consigo. Es una acción especialmente
miserable, porque la ruina de uno depende del otro; y, mientras
uno se echa a perder, el otro le sigue necesariamente en su
camino a la muerte”[58].
Pero esos eran tiempos antiguos, donde había aún cierto
remordimiento por el pecado cometido. Se pecaba, y se pecaba
fuerte, pero luego existía el arrepentimiento, fingido o sincero, ¿qué
más da? Los pecadores pecaban, pero luego sabían que debían
celebrar Misa, comulgar, etc., y sodomitas y confesores, daban
sodomíticas absoluciones:
“Algunos, una vez saciados con la ponzoña de este pecado,
cuando sienten remordimientos, para que los demás no
conozcan su maldad, se confiesan entre ellos (…). Cuando un
enfermo confiesa sus pecados al enfermo con quien los ha
cometido, no se presenta ante los sacerdotes, sino ante otro
leproso”[59].
A Dios gracias la cosa es distinta hoy en día, en que superamos
esa época de remordimiento y pecado para discernir en la
conciencia adulta lo que debemos o no hacer…
4. Elija su propia aventura (sexual)

Es habitual pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero para
que no se crea que ahora, en tiempos del viagra descubrimos la
pólvora, ya existía por entonces un lobby gay medieval que se las
arreglaba para aplicar penas canónicas en dosis homeopáticas; a
los del gremio, claro:
“Dicen, entre otras cosas: el sacerdote que no tenga votos
monacales, si peca con una joven o con una prostituta, ayune a
base de pan duro durante dos años y tres cuaresmas los lunes,
jueves, viernes, y todos los sábados. Si peca habitualmente con
una monja o con un hombre, prolónguese el ayuno a cinco
años. Del mismo modo los diáconos, si no son monjes, dos
años, al igual que los monjes que no sean sacerdotes. Poco
después se dice, el clérigo que fornica con una joven, si no es
monje, haga medio año de penitencia; lo mismo si se trata de
un canónigo. Si el pecado es frecuente, dos años. Si el pecado
es de sodomía, algunos imponen diez años de penitencia;
aunque quien lo comete con frecuencia debe recibir un castigo
mayor. Si está ordenado, debe ser reducido al estado laical. El
hombre que peca entre las piernas de otro hombre debe hacer
un año de penitencia. Si reincide en el pecado, dos años. Si
fornica abrazando a otro por la espalda, tres años. Si es un
joven, dos años”[60].
De allí que San Pedro Damián concluya con parresía: “antes que
introducir semejantes burlas en las leyes, mejor hubiera sido
escupirlas”[61]. En efecto parecía chiste el modo de acomodar las
penas para que algunos se irguiesen en dos patas.
¿Cuáles eran las disposiciones criticadas por el santo?
“«Quien fornique con una res o con un jumento, haga
penitencia diez años. Igualmente, el obispo que fornique con un
animal haga diez años de penitencia y sea apartado del cargo.
Si es un sacerdote, cinco; un diácono, tres; un clérigo, dos»
(…). ¿Cómo se compadece esto con lo que sigue: que por el
pecado de animalismo se imponga una penitencia de cinco
años al presbítero, tres al diácono, y dos al clérigo? O sea, que
a cualquiera que cometa el pecado se le imponen diez años;
pero, si es sacerdote, se le rebaja la pena a la mitad, y se le
imponen cinco”[62].
Evidentemente, la perversión era grande. Pero… ¿de dónde venía
esta legislación?
“Estos cánones de los que venimos hablando nos consta que
no han sido promulgados en los santos concilios, y hemos
comprobado que no tienen nada que ver con los decretos de los
papas. Por lo tanto, puesto que ni proceden de los decretos de
los papas, ni parece que hayan sido dictados en los santos
concilios, no deben, de ningún modo, figurar entre las leyes
eclesiásticas”[63].
Las verdaderas penas eran durísimas:
“Quienes cometan ese pecado antes de cumplir los veinte
años, tras hacer quince años de penitencia serán absueltos. Y
sólo cuando hayan transcurrido cinco años desde la absolución
podrán acercarse a comulgar (…). Los casados mayores de
veinte años que hayan cometido este pecado serán absueltos
tras veinticinco años de penitencia, y sólo cinco años después
de cumplida serán readmitidos a la comunión. Y si un casado
de más de cincuenta años peca de esta forma, sólo al final de
su vida se le impartirá la absolución (…). Si, por tanto, a un
seglar que haya cometido ese pecado se le absuelve después
de veinticinco años de penitencia, y aún no se le admite a la
comunión, ¿qué no será necesario para que un sacerdote no
sólo la reciba, sino que ofrezca y consagre tan sagrado
misterio? Si a aquél a duras penas se le permite entrar en la
iglesia entre la multitud del pueblo, ¿qué no se le exigirá a éste
para que, en el altar de Dios, pueda interceder por ellos?”[64].
5. El lamento de un santo

Los hombres de Dios son los que más lamentan el pecado y,


aunque a veces deban censurar las malas costumbres, no por ello
dejan de padecerlas en sus almas. Así gemía San Pedro Damián
por la fetidez de la Esposa de Cristo:
“Lloro y me lamento por ti, alma miserable, porque a ti no te
veo llorar. Me postro en tierra pidiendo por ti, mientras veo que
tú, después de cometer un pecado tan grave, aún luchas por
ascender hasta la cumbre de las dignidades eclesiásticas”[65].
“¿No ves cómo el rey Ozías, cuando, en su soberbia, quiso
quemar incienso sobre el altar, y fue castigado con el azote de
la lepra y expulsado del templo por los sacerdotes, se apresuró
él mismo a salir de allí? (…). Si el rey, golpeado en su cuerpo
por la lepra, no rehusó ser expulsado del templo por los
sacerdotes, tú, leproso en tu alma, ¿cómo no te retiras del altar
sagrado movido por la sentencia de tantos santos padres? Si él
no rehusó, abandonada ya la dignidad real, marcharse a vivir
hasta su muerte en su casa particular, ¿por qué no te decides tú
a recluirte en el sepulcro de la penitencia, y a vivir como un
muerto entre los vivos? Y, siguiendo con el relato profético de
Joab, si has sucumbido bajo esa misma espada, ¿cómo darás
vida a otros por medio de la dignidad sacerdotal? (…). Si has
sido golpeado en la frente con la lepra de Ozías, es decir, si
llevas en el rostro la marca de la impureza, ¿cómo podrás
purificar a otros de los pecados que han cometido?”[66].
Lejos de hacer sucumbir en desesperación a quien hubiese caído
en la sodomía y recordando la sentencia católica que manda odiar el
pecado pero amar al pecador, exhortaba a salir de estos pecados
con estas palabras:
“Levántate, levántate y despierta, tú que yaces postrado en el
sopor de la miserable lujuria. Resucita, tú que caíste ante la
espada letal de tu enemigo. Aquí tienes al apóstol Pablo;
escucha cómo grita, déjate golpear y sacudir por él, mientras te
exhorta con sus clarísimas advertencias: «Despierta, tú que
duermes, resurge de entre los muertos, y Cristo te levantará (Ef
5)». No son los pecadores quienes tienen que desesperarse,
sino los impíos. Y no es la gravedad de los pecados la que
debe desanimar al alma, sino la impiedad. Si poderoso ha sido
el diablo como para hacerte caer tan bajo en tu pecado,
¿cuánto más la fuerza de Cristo podrá levantarte de donde has
caído? «¿No dará fuerzas a quien ha caído, para que se
levante? (Sal 50)»”[67]. “Piensa por un momento en el peligroso
engaño de semejante comercio: por el placer de ese brevísimo
instante en que se derrama el semen, deberás pagar un castigo
que no termina ni en miles de años. Mira qué trato tan
miserable: por un solo miembro que te proporciona placer, todo
tu cuerpo y tu alma será entregado eternamente a las llamas.
Considera despacio los horrores de los males que te aguardan,
y borra, con tu penitencia, los pecados del pasado. Que el
ayuno quebrante la soberbia de la carne. Que la mente a la que
cebaron los pecados se alimente ahora con los manjares de la
oración. Que el espíritu dispuesto someta a la carne con el
freno de la disciplina, y se apresure a recrearse cada día con el
deseo fervoroso de la Jerusalén celeste”[68].
Y porque no hay que mostrar solamente el posible mal sino
también el bien, animaba con el pensamiento del cielo a los que se
sentían abatidos:
“La recompensa de los castos aún es mucho más dichosa y
resplandeciente, porque su descendencia guarda hacia ellos tal
fervor que no podrá olvidarlos jamás, y así su recuerdo
permanecerá para siempre. A los castos les promete Dios un
nombre mejor que hijos e hijas, porque el recuerdo que la
progenie pudiera extender durante un tiempo, en el caso de
ellos se prolongará para siempre sin nunca apagarse: «El
recuerdo del justo será perpetuo (Sal 121)». Y también en el
Apocalipsis dice san Juan: «Caminarán conmigo vestidos con
blancas vestiduras, porque han sido hallados dignos, y no
borraré sus nombres del libro de la vida (Ap 3)». Dice allí
mismo: «Son los que no se han manchado con mujeres; son
puros, porque siguen al Cordero a donde quiera que vaya (Ap
14)». Y entonan un canto que nadie puede cantar, sino aquellos
ciento cuarenta y cuatro mil. Los puros cantan al Cordero un
canto único, porque con él, ante todos los fieles, gozan
eternamente de la incorrupción de la carne”[69].
Y casi como previniéndose contra los que en tiempos mejores
como los nuestros lo tildarían de “homófobo”, decía:
“Si este libro acabara cayendo en manos de alguien a quien
le incomodase todo lo que más arriba he escrito, y me tuviese
por acusador y delator de los pecados de mis hermanos, ha de
saber que lo que busco, ante todo, es la indulgencia del Juez
que escruta el interior de los hombres, y que no temo, en
absoluto, ni al odio de los malvados, ni a las lenguas de los
traidores. Prefiero correr la suerte de José, quien, siendo
inocente, fue arrojado a un pozo por acusar de un horrible
crimen a sus hermanos ante su padre (Cf. Gn 37), que la de
Helí, quien, por haber callado al contemplar los pecados de sus
hijos, mereció mayor castigo de la cólera divina (I Re 2, 4)”[70].
“Si me corriges a mí por corregir yo a otros, ¿por qué no
corriges a Jerónimo, quien arguyó tan fieramente contra
tantísimas sectas de herejes? ¿Por qué no la emprendes con
Ambrosio, quien condenó públicamente a los arrianos? ¿Por
qué no con Agustín, quien se aplicó con tanta dureza contra
donatistas y maniqueos? (…). Si mala es la blasfemia, no sé
qué tiene de mejor la sodomía. Aquélla mueve al hombre a
extraviarse; ésta lo hace perecer. Aquélla separa al alma de
Dios; con ésta copula el diablo. Aquélla aparta del Paraíso; ésta
arroja en el Infierno. Aquélla ciega los ojos del espíritu; ésta lo
precipita entero en la ruina (…). No busco el oprobio, sino la
corrección fraterna que sirva para salvación. No vayáis
vosotros, por perseguir al que corrige, a terminar defendiendo al
delincuente”[71].
Y termina infundiendo valor para aquellos que a veces aún vacilan
en defender la hermosa virtud de la pureza y el orden natural:
“Así pues, quien se tenga por soldado de Dios, que se revista
para luchar contra este pecado, y que no renuncie a combatirlo
con todas sus fuerzas. Allá donde lo encuentre, que dispare
contra él las agudísimas saetas de sus palabras, y que no
desista hasta hacerlo pedazos. Y que el raptor de tantas almas
se vea rodeado de la más densa lluvia de flechas hasta que el
cautivo que le sirve quede liberado de sus cadenas. Que la voz
unánime de todos clame contra el tirano hasta que el tiranizado,
presa de monstruo tan feroz, se arrepienta. Y que, ante
semejante cantidad de testimonios, quien no dudó en
entregarse a la muerte se convierta y se apresure a volver a la
vida”[72].

***

Hasta aquí entonces un pequeño resumen de este tesoro


escondido.
El planteo de San Pedro Damián resulta altamente recomendable
para nosotros no sólo por la temática tan actual que trata –dolorosa
y triste si las hay–, sino porque a menudo pensamos que no se
puede estar peor que en esta época. Y no: si Dios nos ha hecho
nacer en los tiempos que corren, es porque es ahora cuando hay
que dar el buen combate de la Fe y el testimonio de la Verdad
completa.
La historia, que es magistra vitae, nos marca el rumbo.

Que no te la cuenten…
Capítulo III
Esclavitud e Iglesia:
¿cambió la doctrina o no?

“Reprochar a la Iglesia de los primeros tiempos por no haber condenado a la


esclavitud en el principio, y por haberla tolerado de facto es culparla por no haber
permitido desatar una espantosa revolución, en la cual quizás, toda la civilización
habría perecido” (Paul Allard).
“¡Con cuánta dulzura y pru-dencia la Iglesia extirpó la terrible peste de la
esclavitud!”. (León XIII, In plurimis)

En diversos medios periodísticos y, a raíz del famoso Sínodo de


las familias (2014–2015), han surgido ciertos planteos –no sin malas
intenciones– con la finalidad de buscar un cambio de doctrina en la
Iglesia respecto de ciertos temas sensibles. La impostura –hay que
decirlo desde un inicio– proviene no de los medios sino de un sector
de la Iglesia que se encuentra infiltrado por el modernismo, esa
herejía pestilente que cree que todo lo que viene luego es mejor que
lo que estaba antes.
Veamos algunas de las afirmaciones:
– “La Iglesia hace algunos siglos aceptaba pacíficamente la
esclavitud y cambió de idea porque hubo una evolución en la
doctrina y eso sigue pasando (…). Si repetimos lo que dijimos
siempre, la Iglesia no crece”[73].
– “La Iglesia (…) convivió durante siglos con el escándalo de la
esclavitud sin advertir su sustancial incoherencia”[74].
– “Así como la Iglesia cambió de doctrina sobre la esclavitud, así
también deberá hacerlo ahora con los homosexuales”[75].
Más allá de cierto interés personal que pueda tener cada quien en
este cambio, las acusaciones de por sí, resultan infundadas desde
el punto de vista histórico; en realidad, sería más honesto afirmar,
como hacen algunos encumbrados prelados, que Dios y la Iglesia
no es, para ellos, un punto fijo e inmutable en sus principios, sino un
“devenir” y un “hacerse” en dirección al “progreso indefinido”. No
otra cosa dijo el ahora cardenal Kasper:
“Un Dios entronizado sobre el mundo y la historia como un
ser inmutable es una ofensa al hombre. Debemos negarlo por el
bien del hombre, porque reclama para sí una dignidad y un
honor que pertenecen por derecho propio al hombre. Debemos
resistir a un Dios tal, no sólo por el bien del hombre sino
también por el del propio Dios (…). Si a un ser tal lo llamamos
Dios, entonces, en razón del Absoluto debemos volvernos ateos
absolutos. Tal Dios surge de una cosmovisión rígida; es el
garante del statu quo y enemigo de lo nuevo”[76].
Ahora bien, puesto que no es nuestra intención aquí analizar las
opiniones teológicas de nadie, trataremos de ir al punto atacado y
puesto como excusa, para ver si hubo o no un cambio de doctrina
respecto de la esclavitud[77].
Comencemos por el principio, entonces.
1. El Evangelio y los Santos Padres de la Iglesia

El clásico texto respecto al tema que nos ocupa resulta más que
claro para ver la postura evangélica respecto de la esclavitud; allí,
decía el Apóstol que, “en Cristo… ya no hay judío ni griego, ni libre
ni esclavo, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús” (Gál 3, 27–28).
Pero no es el único. En la Carta a Filemón, de nuevo San Pablo
explica cómo debe ser tratado el esclavo neo–converso, Onésimo,
por su antiguo amo:
“Aunque tendría plena libertad en Cristo para ordenarte lo
que es justo, prefiero apelar a tu caridad… te suplico por mi hijo
a quien entre cadenas engendré, por Onésimo (…) que te
remito (…). Tal vez se te apartó por un momento, para que
siempre le tuvieras, no ya como siervo sino como hermano
amado, muy amado para mí, pero mucho más para ti, según la
ley humana y según el Señor (…) acógele como a mí mismo. Si
en algo te ofendió o algo te debe, ponlo en mi cuenta, yo Pablo,
te lo pagaré” (Flm 1, 10–19).
Gran parte de la ciudad antigua, como la llamó el gran Fustel de
Coulanges, se apoyaba y giraba alrededor de la institución de la
esclavitud, por lo que, al surgir la Iglesia, la misma se encontró con
un problema de hecho. Poco a poco, sin embargo, la Esposa de
Cristo comenzará a exhortar, por un lado a los amos a que tratasen
humanamente a sus esclavos y, por otra, a los esclavos para que,
por medio del vínculo de la obediencia, obedecieran en todo lo que
fuera justo a sus amos (cfr. Ef 6, 5–9) pues “todos son libres en
Cristo, iguales ante el Padre Celestial y hermanos en Jesucristo” (1
Cor, 7, 21–23).
San Pablo trasladará principalmente a la esclavitud desde el
ámbito jurídico –donde se hallaba– al de la caridad. Erosionará sus
fundamentos, como señala el destacado teólogo protestante Emil
Brunner, “la institución de la esclavitud se disuelve desde dentro
hacia afuera, y se sustituye por el orden de la comunidad de amor,
sin la interferencia del orden mundanal… los cristianos tenían algo
mucho más importante que hacer en lugar de protestar contra algo
que no podían modificar, y que una lucha abierta contra esa
injusticia en aquella situación, no habría conseguido suprimirla,
antes bien, por el contrario, habría provocado un aumento de dicha
injusticia”[78].
Pero no solamente en el Nuevo Testamento puede verse la
doctrina de la Iglesia respecto de esta práctica, sino también en
aquellos primeros doctores y obispos, denominados Padres de la
Iglesia que rigieron, con su ejemplo y sus escritos, los siglos
iniciales de la Esposa de Cristo.
La Iglesia, desde entonces, desplegará contra la esclavitud, un
ataque tan vasto y tan variado como eficaz que, con el tiempo y sin
un golpe violento, terminará derritiendo las duras cadenas cual cera
ante el sol. Primero, se enseñará en alta voz la igualdad en cuanto a
la dignidad de todos los hombres y confutando las teorías
degradantes de algunos filósofos de la antigüedad. Luego se
intentará aplicar la suavidad en el trato de los esclavos, luchando
contra el despotismo ante la vida y la muerte de sus amos, al punto
que los mismos templos se transformarán en asilos de contención
para los más débiles.
Así, a pesar del hondo arraigo que tenía la esclavitud en la
sociedad antigua, del trastorno que había implicado la invasión de
los bárbaros, de las tantas guerras y calamidades de todos los
géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de toda
acción reguladora y benéfica, se vio –no obstante– que la
esclavitud, esa “lepra que afeaba a las civilizaciones antiguas” al
decir de León XIII, irá disminuyendo y regulándose poco a poco en
las naciones cristianas, hasta terminar por desaparecer en el siglo
XIX.
Basta recordar que, ya acristianado, Constantino prohibirá marcar
en la cara a los esclavos o crucificarlos, declarando culpable de
homicidio al amo que matare a alguno como a cualquier otro
hombre; Justiniano castigará el rapto de una mujer esclava con la
misma pena que la de una libre y permitirá a los senadores
desposarse con esclavas como si fuesen mujeres libres.
Lactancio, uno de los padres de la Iglesia afirmará: “para nosotros
no hay siervos sino que a éstos los consideramos y llamamos
hermanos en el espíritu”[79]; San Gregorio Nacianceno declarará
incompatible a la esclavitud con el cristianismo y el Papa Calixto
(antiguo esclavo romano, por cierto), incluso en contra de las leyes,
autorizará el matrimonio de libres con esclavos o libertos; San
Ambrosio venderá los vasos sagrados para liberarlos y San
Clemente Romano exaltará el ejemplo de los cristianos heroicos que
se sometieron a la esclavitud para liberar a otros cuya fe y
costumbres estaban en peligro.
Pero sigamos…
San Clemente de Alejandría, un gran conocedor del mundo greco-
romano, no sólo borrará la diferencia entre amos y esclavos, sino
que hasta los hará superiores en algunos aspectos:
“Quitad a las mujeres sus adornos y a los amos, sus
esclavos, ¿en qué se diferenciarán de los esclavos comprados,
pues tienen el aire y lenguaje de ellos? Sin embargo, se
diferencian en que son más débiles que sus esclavos, y en que
la educación ha enervado su constitución”[80].
Y san Juan Crisóstomo, el gran Padre de la Iglesia de oriente
declarará:
“La palabra ‘Iglesia’ no debe causar pena a los amos, si se
ven así confundidos con sus domésticos. La Iglesia no conoce
diferencia entre amos y esclavos: sólo por las buenas o por las
malas acciones es como ella hace alguna distinción... porque
en Jesucristo no hay diferencia entre amo y esclavo[81] (…). No
creáis que lo que se hace contra esclavos será perdonado
como hecho contra esclavos. Las leyes del mundo conocen la
diferencia de las dos razas, pero la ley común de Dios la ignora;
porque Dios hace el bien a todos y abre el cielo a todos sin
distinción”[82].
Como vemos, la doctrina de la igualdad natural de los hombres en
cuanto a su dignidad, hacía mella en los primeros años del
cristianismo.
2. La Edad Media y el Renacimiento

En el medioevo, esa época en que “la filosofía del Evangelio


gobernaba los estados”, sin que la institución desapareciera aún del
todo, irá tomando un nuevo rumbo, como afirma Belloc:
“La Iglesia Católica, que era ya la religión de la sociedad
greco–romana, hizo, entre otras, dos cosas capitales para
colocar a Europa en el plano político y detener la caída que la
precipitaba en el caos. Humanizó la esclavitud y estimuló el
matrimonio permanente. Muy despacio a través de los siglos,
esas dos influencias estaban destinadas a producir la
civilización estable de la Edad Media, en la que el esclavo ya no
era un esclavo sino un campesino; y por todas partes la familia
se convirtió en la unidad fuertemente arraigada y establecida de
la sociedad (…). La Iglesia jamás refutó el derecho de tener
esclavos, pero fue el espíritu de la Iglesia lo que transformó
gradualmente su condición (…). La emancipación era alentada
como un acto de caridad (…). Sin embargo, la esclavitud
subsistía durante los primeros cinco siglos. En este período fue
fundada la cristiandad y posteriormente aceptada como la base
de toda la sociedad. La unidad social tipo era el estado aldea,
de propiedad de un solo hombre, conteniendo cierto número de
hombres libres y algunos recientemente emancipados, pero
obligados a hacer trabajos de esclavos en las faenas agrícolas
(…). Mas la masa de la sociedad, ahora cristiana, estaba
compuesta por esclavos; esclavos casados, esclavos en su
mayoría dedicados a las tareas agrícolas, viviendo en hogares
estables de una generación a otra, pero asimismo esclavos”[83].
En este sentido advierte el Padre Iraburu con Cortés López:
“‘Estas tres palabras (‘siervo’, ‘cautivo’ y ‘esclavo’) que hoy
día pueden parecer sinónimas, debieron tener acepciones
diferentes, pero en los documentos no aparecen bien
delimitadas por lo que pueden originar errores de interpretación
(…)’. Por lo que a los autores escolásticos se refiere, cuando
ellos hablan de la condición del servus, hay que entender en
principio que están hablando de los siervos medievales, no de
los esclavos del mundo pagano antiguo o contemporáneo. Es
significativo en esto que precisamente ‘la palabra esclavo se va
imponiendo abrumadoramente y en gran cantidad de
documentos del siglo XVI’. Predominó desde entonces el
término esclavos porque eran conscientes de que se trataba de
una categoría distinta de los siervos medievales”[84].
Lo cierto es que, lingüísticamente hablando el término “esclavo”,
no se advierte sino a principios del siglo XV, y en un período bien
marcado: luego de la caída de Constantinopla por manos de los
turcos, hecho fundamental que implicará no sólo un cambio
semántico, sino político. En efecto, “esclavo” (slave) proviene de
“eslavo”, es decir, un adjetivo gentilicio que se remonta a los
habitantes de las cercanías del Mar Negro donde varios de sus
pobres habitantes eran sometidos a esclavitud por parte de judíos,
cristianos y musulmanes.
“Además de los hombres libres, había por cierto un gran
número de siervos. También esta expresión ha sido a menudo
mal comprendida, quizás a raíz de que en la antigüedad
romana la palabra servus era sinónimo de «esclavo». Y así se
confundió la servidumbre, propia de la Edad Media, con la
esclavitud que caracterizó a las sociedades antiguas y de la que
no se encuentra vestigio alguno en la sociedad medieval (…).
La situación del siervo en nada se asemejaba a la del esclavo.
A diferencia de éste, no estaba sometido a un hombre –el
amo–, sino adherido a un terreno determinado (…). Es cierto
que a diferencia del villano, aldeano libre, que podía abandonar
voluntariamente su tierra, el siervo estaba adscripto
obligatoriamente a la suya, pero en compensación de ello la
tierra de este último era inembargable, y en caso de guerra, no
estaba obligado a la prestación de ningún servicio militar. El
propietario libre, en cambio, se veía sometido a toda suerte de
responsabilidades sociales (…) visto como algo tan ventajoso
que algunos textos de la época hablan del «privilegio que tienen
los siervos de no poder ser arrancados de su tierra»,
conociéndose innumerables casos de aldeanos libres que se
hacían siervos para estar tranquilos y protegidos (…). El siervo
debía «radicarse» en su terruño, ararlo, sembrarlo, recolectar
las cosechas (…). Gozaba de los mismos derechos que el
hombre libre: podía casarse, establecer una familia, la tierra que
trabajaba pasaría a sus hijos después de su muerte, lo mismo
que los bienes que hubiese podido adquirir (…). Como se ve, la
situación del siervo era totalmente diferente de la del esclavo
(…). Seríamos ciertamente injustos si no señaláramos las
limitaciones de esta institución social. La adscripción del siervo
a la gleba implicaba diversas restricciones a su libertad, como
consecuencia de su misma asignación al suelo. En caso de
abandono de la tierra que estaba a su cuidado, el señor tenía
sobre él lo que se llamaba el «derecho de persecución», es
decir, que podía hacerle volver a la fuerza a su terruño, ya que,
como hemos señalado, al siervo no le era lícito abandonar su
tierra; la única excepción era para los que iban a peregrinación
o se enrolaban en alguna cruzada. Asimismo el señor poseía lo
que los franceses denominaron el «derecho de formariage»,
que al comienzo significaba la prohibición para el siervo de
casarse fuera de su feudo, pero que con el tiempo se fue
convirtiendo en una compensación que éste debía dar a su
señor por las pérdidas que tal hecho podía producirle; con todo
la Iglesia no se contentó con esta mitigación sino que protestó
sin cesar contra la costumbre en vigor que parecía atentar
contra la libertad de establecer espontáneamente la propia
familia[85] (…). En suma, la restricción fundamental impuesta a
la libertad del siervo era no poder abandonar la tierra que
cultivaba”[86].
Y algo similar nos dice la gran Régine Pernoud sin complejos,
especialmente hablando de Francia:
“La esclavitud es, probablemente, el hecho que más
profundamente marca la civilización de las sociedades antiguas.
Sin embargo, cuando se analizan los manuales de historia, se
observa con sorpresa la discreción con que tal hecho se evoca;
y la sorpresa aumenta al ver la extraña reserva con que se
trata la desaparición de la esclavitud al comienzo de la Edad
Media y más aún su brusca reaparición a principios del siglo
XVI... Si uno se entretiene, como yo lo he hecho, en revisar los
manuales escolares de las clases secundarias, se comprueba
que ninguno de ellos señala la desaparición progresiva de la
esclavitud a partir del siglo IV. Evocan con dureza la
servidumbre medieval, pero silencian por completo –lo que
resulta paradójico– la reaparición de la esclavitud en la Edad
Moderna (…) cuando el paganismo incipiente del Renacimiento
va desmoronando la cristiandad medieval. En línea con tal
actitud, traducen la palabra siervo –servus– por esclavo.
Contradicen formalmente la historia del derecho y de las
costumbres que evocan, pero se quedan tan tranquilos... La
realidad es que no hay punto de comparación entre el servus
antiguo, el esclavo, y el servus medieval, el siervo, ya que el
primero era una cosa y el segundo un hombre»[87].
¿Por qué surgen estos siervos, entonces? Quizás la explicación
de Paul Allard, un gran estudioso en la materia pueda servirnos:
“En este período la Iglesia se encontró convirtiéndose en una
gran propietaria. Los bárbaros conversos la dotaron en gran
parte con propiedades inmuebles. Como estas propiedades
estaban provistas de siervos asignados al cultivo del suelo, la
Iglesia se convirtió por la fuerza de las circunstancias en una
gran propietaria de seres humanos, para quienes, en esos
tiempos tumultuosos, esta relación fue una gran bendición. Las
leyes de los bárbaros, enmendadas a través de la influencia
cristiana, les dio a los siervos eclesiásticos una posición
privilegiada: sus rentas fueron fijadas; ordinariamente estaban
obligados a dar al propietario la mitad de su trabajo o la mitad
de sus productos (…). Un concilio del siglo sexto (Eauze, 551)
ordena a los obispos a exigir a sus siervos un servicio más
liviano que el desempeñado por los siervos de propietarios
laicos, y remitirles a ellos un cuarto de sus rentas”[88].
Y aquí vale la pena aclarar un punto que puede traer confusión: la
servidumbre que recibió el cristianismo tiene su origen en la
servidumbre romana, es decir, en ese derecho real de cosa ajena en
beneficio de un fundo o persona determinada. Ante el
derrumbamiento del Imperio Romano de occidente, cada uno de los
reinos cristianos aplicará dicha normativa según su derecho propio
(como las leyes de las Partidas en España, por ejemplo), por lo que,
a partir de entonces, no habrá un estatus jurídico único para los
siervos; es decir, no será lo mismo ser siervo en Italia que en
Francia, en España que en Alemania; esta diversidad, aunque clara
en los hechos, a veces ha confundido no poco a los historiadores.
El caso de España, quizás sirva como muestra de diversidad; allí
por ejemplo, en el siglo XV, habían desaparecido los siervos de la
gleba, pero persistía la esclavitud como pena. Es decir, el régimen
de siervos–esclavos, no es homogéneo en Europa.
Para ver lo que los más grandes teólogos de la cristiandad
plantearon respecto a la sujeción de un hombre, traigamos las
posiciones de San Agustín y Santo Tomás de Aquino.
El santo obispo de Hipona lo dice claramente:
“Lo prescribe el orden natural, así creó Dios al hombre; le dijo
que dominara a los peces del mar, a las aves del cielo y a los
reptiles que se arrastran sobre la tierra. De la criatura racional hecha
a su semejanza, no quiso que dominase sino a los irracionales, no el
hombre al hombre, sino el hombre al bruto (…). La condición de la
servidumbre fue con razón impuesta al pecador; y por esto no
encontramos en las Escrituras la palabra ‘siervo’ hasta que el justo
Noé la arrojó como un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se
sigue que este nombre vino de la culpa, no de la naturaleza”[89].
Es decir, la esclavitud es hija del pecado como fruto de la
desobediencia, lo que hace que su estado (o el de servidumbre) sea
una consecuencia del pecado, no una ley natural; como la peste,
como la guerra, como el hambre u otras cosas semejantes. En esa
misma línea argumenta el Aquinate:
“El dominio tiene doble acepción. 1) Una, como opuesto a la
servidumbre; y en este sentido domina quien tiene un siervo.
2) Otra, referida a cualquier modo de tener a alguien sometido;
y en este sentido domina quien tiene el gobierno o dirección de
personas libres. El dominio en el primer sentido no se daba en
el estado de inocencia; mientras que el segundo ciertamente
era posible”[90].
Y agregaba, al analizar la diferencia entre el derecho natural y el
positivo–humano:
“El hecho de que este hombre, al considerarlo en absoluto,
sea más siervo que otro no tiene ninguna razón natural, sino
sólo, ulteriormente, una utilidad consiguiente, en la medida en
que es útil a aquél que sea dirigido por uno más sabio, y a éste
que sea ayudado por aquél, como se dice en I Pol. Luego la
servidumbre, que pertenece al derecho de gentes, es natural en
el segundo modo, pero no en el primero”[91].
Es decir, nadie “nace”, naturalmente esclavo, sino que puede
volverse así por causa del derecho[92].
Es decir, la servidumbre “no podía existir en el estado de
inocencia”, como tampoco existía el vestido y fue impuesta “no por
la naturaleza, sino por la razón natural para utilidad de la vida
humana. Y así no se mudó la ley natural sino por adición”[93].
Con enorme honestidad intelectual, podemos decir con J. B.
Jaugey que la Iglesia,
“no admite, pues, ni la esclavitud en sentido pagano, es decir,
el pleno dominio sobre la persona misma de otro, ni la
esclavitud en sentido restringido, es decir, reservando la
persona, pero extendiéndose sin excepción y sin límites a todas
las acciones y a todos los trabajos, ni tampoco, por último, la
esclavitud sin fundamento alegable o motivo justo. Admite, sí,
que por una pena justamente impuesta se pueda reducir a un
criminal al estado de servidumbre; admite que en ciertas
guerras antiguas, atendido el estado del mundo en lo político y
lo moral, los vencidos hayan alguna vez podido ser sometidos
al yugo de la esclavitud antes que pasados a cuchillo; hasta
admite también que en circunstancias dadas, por libres y justos
convenios, un hombre o una familia puedan ceder a un amo el
pleno dominio de sus trabajos y de sus fuerzas físicas
(servidumbre) pero todo esto sin perder el dominio ‘de nosotros
mismos, de las facultades de nuestra alma y los miembros de
nuestro cuerpo, de nuestra memoria, de nuestro entendimiento,
de nuestra voluntad y de nuestra vida’ (…). Admite asimismo la
Teología no ser absolutamente contrario a justicia y razón el
que un hombre ceda a favor de otro, hasta de por vida, el
trabajo que cada día le vemos comprometer a favor del patrón o
del amo. Pero enseña también que esa cesión a perpetuidad
está poco en armonía con los principios del Cristianismo; que
deberán en todo caso quedar a cubierto los derechos de la
conciencia, de la familia y de la Religión; que así la Iglesia como
el Estado tienen cada uno en su línea derecho a abolir la
esclavitud mediante una indemnización; que la fuga del esclavo
cruelmente tratado o arrastrado a la perdición por un amo
impío, inmoral, es a menudo legítima y aun a veces obligatoria,
caso de ser posible; que la venta de los esclavos, para ser
tolerada no debe herir ninguno de estos principios, y que, en fin,
la ‘trata de negros’ es un abominable crimen”[94].
Ésta y no otra ha sido la doctrina cristiana; como prueba, entre
otras varias, tenemos lo sucedido respecto al matrimonio de los
esclavos: sabido es que, en la antigüedad, no era reputado como
tal, y que ni aun podían contraerlo sin el consentimiento de sus
amos, so pena de considerarse nulo. ¿Cuál fue la postura de la
Iglesia ante dicha praxis? Pues la rechazó sin rodeos ya desde los
primeros siglos, como lo declaraba el papa Adriano I (s. VIII):
“Según las palabras del Apóstol, así como en Cristo Jesús no
se ha de remover de los sacramentos de la Iglesia ni al libre ni
al esclavo, así tampoco entre los esclavos no deben de ninguna
manera prohibirse los matrimonios; y si los hubieren contraído
contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera
se deben por eso disolver”[95].
Es que la Iglesia no quería, no podía consentir que el hombre
estuviera al nivel de los brutos, viéndose forzado a obedecer al
capricho o al interés de otro hombre, sin consultar siquiera los
sentimientos del corazón[96].
Fueron los tiempos y las personas las que cambiaron, no la
doctrina.
Pero una cosa fueron los siglos de cristiandad reluciente y otra
serán los siglos venideros con el Renacimiento. El cambio surgido a
partir del siglo XV y XVI será fundamental para nuestro tema; y esto
no sólo porque el humanismo imperante, con sus bienes y sus
males, sino porque, cronológicamente, la situación política del
mundo conocido estaba cambiando y, con ella, la misma esclavitud,
principalmente de los negros. ¿Por qué?
Tres son los puntos a tener en cuenta aquí para comprender por
qué hay un “resurgir” de la esclavitud en estos siglos: En primer
lugar, la caída de Constantinopla, pues, al cerrarse los mercados
esclavistas del Mar Negro, esto llevará a que ya no pudiesen
comprar allí “eslavos”, es decir, “esclavos” para sus empresas, como
se hacía antes; habrá que buscarlos en otros lados, a saber, en el
África negra; en segundo lugar, por la necesidad de explotar las
plantaciones en los archipiélagos de las costas africanas, entonces
descubiertas por Portugal y España y, en tercer lugar, por el reciente
descubrimiento de América y la prohibición de esclavizar allí a los
indios.
Será entonces cuando aparezca, como tal, el vocablo “esclavo”
como contraposición al de “siervo”; y será aquí cuando la Iglesia
intervendrá una y otra vez, incluso contra algunos de sus miembros
dislocados: el Papa Pío II calificará a la nueva praxis esclavista
como “un gran crimen” (1462); Paulo III (1537) excomulgará a
quienes redujesen a los indios a la esclavitud; el Papa Gregorio XVI
(1837) publicará una encíclica exhortando a los obispos del Brasil a
que utilizasen todos los medios para acabar con una situación tan
lamentable y anticristiana, como era la esclavitud.
3. Las causas de la esclavitud

Pero veamos, ¿cuáles eran por entonces, las causas legítimas de


la esclavitud a mediados del segundo milenio?
Hasta 1698 eran consideradas por la universidad de la
Sorbona[97], resumidamente, las siguientes: guerra, sentencia penal
y compraventa (iure belli, condemnatione et emptione). Sin caer en
anacronismos pero tampoco justificando moralmente las acciones,
veamos los casos.
La guerra, siempre que fuera justa, podía y solía producir
esclavos lícitos, pues mediante ella los prisioneros quedaban
cautivos bajo el dominio del vencedor, y como sucede hoy en las
cárceles, eran despojados de importantes libertades civiles. La
sentencia penal por graves delitos también podía reducir a
esclavitud lícitamente, viniendo a ser entonces una pena semejante
a la cadena perpetua que conocemos hoy. La compraventa podía,
en fin, dar lícito origen a los esclavos, siempre que se cumplieran
ciertas exigencias: mayoría de edad del vendido, beneficio real para
él, etc.
Como señala el Padre Iraburu en un párrafo que suscribimos por
entero:
“Europa, a partir del XVI, admite sin mayores problemas el
crecimiento de la esclavitud, que se multiplica después más y
más. Entonces la esclavitud, más o menos como hoy el aborto,
llega a verse como un mal admisible y justificable (…). Los
teólogos y la iglesia en general mantuvieron diferentes
tendencias: algunos cerraron los ojos ante ella y se abstuvieron
de ningún comentario; otros se preocuparon de denunciar la
violencia de la trata, y otros se detuvieron a hacer un inventario
de las ventajas y los inconvenientes, llegando a reconocer la
necesidad de mantener el «statu quo» establecido (…). Y, como
ocurre siempre, los cristianos mejores son los que menos
toleran los males de su siglo, aunque estén muy generalizados.
Así, por ejemplo, el padre de Santa Teresa, según ella misma
cuenta: «Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres
y piedad con los enfermos, y aún con los criados; tanta, que
jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había
gran piedad (…)». ¿Cómo pudo resistir la conciencia cristiana
un crimen histórico tan horrible? Lo toleró sin perder por eso el
sueño. La conciencia renacentista e ilustrada era mucho menos
cristiana que la conciencia medieval”[98].
“La conciencia renacentista e ilustrada era mucho menos cristiana
que la conciencia medieval”. ¡Cuánta verdad en la frase![99]
Es decir, el mal existió y resucitó como un hecho motivado por la
contingencia política pero apañado por la cosmovisión renacentista,
pasada la Edad Media, con sus bemoles. ¿De dónde entonces “la
aceptación pacífica de la Iglesia de la esclavitud”? ¿De dónde “la
convivencia de siglos” sin levantar la voz?
Con intención meramente pedagógica, podríamos resumir lo dicho
hasta aquí del siguiente modo:
a) La esclavitud pertenecía, a la llegada del cristianismo, al
derecho natural luego del pecado original y aún no saneado por la
ley de Cristo, que consideraba la existencia de una desigualdad
ontológica entre los hombres.
b) La llegada de la Nueva Ley, abolirá la esclavitud (“ya no hay
judío ni griego, ni esclavo ni libre…”, es decir, nadie “nace esclavo”),
aunque la tolerará en regímenes donde aún la cristiandad, o no
estuviese instituida, o bien aún no fuese prudente luchar de lleno
contra ella. Recién cuando los estados fuesen cristianos (cuyo
máximo exponente se dio en la Edad Media, cronológicamente
hablando), se irá regulando poco a poco en las legislaciones y
tolerando más o menos según los lugares (recordemos: ni
servidumbre es esclavitud ni toda esclavitud era la misma en
diversos lugares) y, como decía Balmes, “dondequiera que se
introduzca el cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en
suaves lazos”[100].
c) Pasada la Edad Media y ya en épocas del Renacimiento, la
praxis volverá, en algunos lados, contra la doctrina de la dignidad
natural del hombre mientras que los Papas, con sus más y sus
menos, alzarán nuevamente la voz, también con sus altibajos.
4. Objeciones, lugares comunes y respuestas

Intentando dar un poco de luz y viendo algunas de las objeciones


más frecuentes que circulan en las revistas o páginas de internet
sobre la esclavitud y la actitud de la Iglesia, hemos decidido en esta
parte salir al cruce de los planteos repetidos y trillados hasta el
cansancio. Veamos algunos de ellos:

a. Primera objeción: el “famoso” Canon 82

Se trata de un texto antiquísimo (s. III o IV) y uno de los primeros


que se utilizan para atacar a la Iglesia respecto de su actitud hacia
los esclavos. Leamos:
“No permitimos que esclavos sean elevados al clero sin el
acuerdo de sus señores, y para pena de sus dueños, ya que de
ello devienen desacuerdos en los hogares. Si un siervo es
digno de ser puesto en grado eclesial, como lo fue nuestro
Onésimo, y sus señores lo permiten, y liberándolo lo dejan ir de
la casa, que sea ordenado”.
Respuesta: no se trata de un texto habitual entre los lectores de
historia, pues el fragmento forma parte del “Canon de los
Apóstoles”, un resumen práctico de la legislación de la Iglesia
primitiva (redactado en griego) que reclama ser la reglamentación
dictada por los mismos Apóstoles. Sin embargo, su pretensión de
verdadero origen apostólico es completamente falsa e insostenible.
Algunos especialistas, como Beveridge y Hefele, creen que fueron
redactados originalmente hacia fines del siglo II o principios del III.
La mayoría de los críticos modernos concuerdan en que no pudieron
haber sido compuestos antes del Concilio de Antioquía (341), una
veintena de cuyos cánones citan; ni siquiera antes de la segunda
mitad del siglo IV, ya que ciertamente son posteriores a las
Constituciones Apostólicas. Von Funk (una destacada autoridad en
la materia, cuya obra consultamos en versión greco-latina[101]), sitúa
la composición de los Cánones Apostólicos en el siglo V, cerca del
año 400.
Dichos “cánones apostólicos”, valga la pena decirlo, despertaron
sospechas desde su primera aparición en Occidente, pues sus
respuestas a los interrogantes incluso prácticos, no eran concordes
a las respuestas de los Santos Padres de la Iglesia. El canon 46, por
ejemplo, rechazaba todos los bautismos heréticos, oponiéndose así
notoriamente a la práctica romana y occidental. En el llamado
“Decretum” del Papa Gelasio (492–96) se lo denunció como un libro
apócrifo, es decir, no reconocido por la Iglesia. Hincmar de Reims
(882), el gran historiador de los francos, declaró que no fueron
escritos por los Apóstoles; a mediados del siglo XI, los teólogos
occidentales (el cardenal Humberto, 1054) distinguía entre los
ochenta y cinco cánones griegos que ellos declararon apócrifos, y
los cincuenta cánones latinos reconocidos como “reglas ortodoxas”
por la antigüedad.
Es decir, no es un texto reconocido y ha sido desautorizado por
los investigadores más serios. A otra cosa.

b. Segunda objeción: la Carta VII del Papa San Gregorio Magno

Se aduce que el Papa San Gregorio Magno, habría dicho en su


Carta VII, 1, la siguiente frase: “Ningún esclavo puede casarse con
cristiano o cristiana libre”.
Respuesta a la objeción: se trata de un recurrente intento de
impugnación de la actitud de la Iglesia respecto de la esclavitud,
pero… la cita está errada o es simplemente falsa[102], aunque se
sigue repitiendo y repitiendo la frase en varios sitios; quien se tome
el trabajo de buscarla, hallará que la carta sólo trata de ciertos
pormenores de un tal obispo Juan, a quien le escribe el Papa.
Hagamos abstracción de la buena o mala referencia. Si hubiese
existido ¿qué con eso? ¿Es injusta la medida? ¿Se está justificando
la esclavitud? Es doctrina de la Iglesia que todos los hombres son
ontológicamente iguales ante Dios, es decir, poseen la misma
dignidad en cuanto tales. Pero también es doctrina aquello de Santo
Tomás de que “todos somos igualmente hombres, pero no todos
somos hombres iguales”. En este sentido, hay que tener en cuenta
que la Iglesia nunca abolió las diferencias sociales al estilo marxista.
Que San Gregorio (en el caso que así haya sido) mandase
respetar los estamentos según las leyes romanas vigentes, no por
ello estaba señalando que los esclavos eran animales y que había
que tratarlos como a bestias de carga. Tampoco sería inhumano –
vale la pena aclararlo– que unos cumplieran tareas serviles y otros
funciones más altas y nobles pues, como decía Don Quijote al
referirse a Sancho mientras dormía: “ni la ambición te inquieta, ni la
pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no
se extienden más que a pensar en tu jumento, que el de tu persona
sobre mis hombros le tienes puesto, contrapeso y carga que puso la
naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está
velando su señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y
hacer mercedes” (II, Cap. XX). A otra cosa con esto.

c. Tercera objeción: el IX Concil io de Toledo [103] y la pena a


los hijos de los sacerdotes.

En el año 655, el 9º Concilio de Toledo, tratando de imponer el


celibato a los clérigos, decretó lo siguiente:
“Habiéndose promulgado muchos cánones para contener la
incontinencia de los clérigos y no habiéndose conseguido de
modo alguno ha parecido que en adelante no solo se ha de
castigar a los que cometen las maldades sino también a su
descendencia. Y por lo tanto cualquiera desde el obispo hasta
el subdiácono constituidos en el honor que en adelante
engendraren hijos de comercio detestable o con mujer sierva o
con ingenua serán condenados a sufrir las censuras canónicas
y la prole de semejante profanación no solo no recibirá jamás la
herencia de sus padres sino que permanecerá siempre sierva
de aquella iglesia en que servía su padre de sacerdote o
ministro para ignominia propia” (Canon X, De la pena de los
hijos de los sacerdotes y ministros).
Más allá de la distinción entre “siervo” y “esclavo” que
marcábamos más arriba, el canon siguiente dispone la libertad a los
clérigos siervos, mostrando que, la anterior, se trataba de una
sanción con carácter penal.
“Es necesario que los que son ordenados clérigos
pertenecientes a las familias de la iglesia reciban del obispo la
libertad y si fueren de vida honesta entonces serán elevados a
oficios mayores pero aquellos a quienes sus incorregibles
pecados hubieren hecho sórdidos serán perpetuamente
siervos” (Canon XI, Que los obispos deben dar libertad a los
clérigos siervos)”.
Nuevamente, nos encontramos ante una praxis y, en el contexto
histórico, con la noción de servidumbre donde, los hijos nacidos de
una unión pecaminosa, pasarían a ser siervos de los territorios
dependientes de esa iglesia. No se trata de una aprobación
doctrinal. Podrá gustarnos o no pero se trata de una praxis.

d. Cuarta objeción: el Concilio de Gangra (340 d.C.)

El texto es conocido entre los repetidores de citas:


“Si alguien, usando la fe como pretexto, enseña a un esclavo
ajeno a escaparse y no servir a su amo con total entrega y
respeto, será anatema”.
Respuesta a la objeción: el texto es auténtico, es veraz, pero no
se dice todo. Dicho concilio fue convocado en Gangra, ciudad
principal de Paflagonia (situada entre Bitinia y el Ponto), contra el
accionar de Eustato, Obispo de Sebastia y sus seguidores. Lo que
no se dice, es que fue un Concilio no católico, presidido por el
Obispo Eusebio de Nicodemia (obispo arriano y amigo de Arrio); del
“concilio” participaron sólo trece obispos... y, amén de este texto,
condenaba también allí el matrimonio, enseñando que las personas
casadas no se salvaban... Los discípulos de Eustato vestían ropas
especiales y ayunaban los domingos. En general, con esta falsa
piedad, se manifestaban en contra de todo el orden eclesiástico y su
forma de vida; resumiendo: no se trató de un concilio católico, sino
de una reunión de herejes puritanos; un catarismo antes de tiempo.

e. Quinta objeción: la famosa bula Dum diversas

Dictada por el papa Nicolás V, en 1452, autorizaba a la Corona de


Portugal a hacer la guerra a las naciones no cristianas y a
“esclavizar” a sus habitantes en las tierras africanas. El texto dice
así:
“Le otorgamos por estos documentos presentes, con nuestra
Autoridad Apostólica, permiso pleno y libre para invadir, buscar,
capturar y subyugar a sarracenos y paganos y otros infieles y
enemigos de Cristo, donde quiera que se encuentren, así como
sus reinos, ducados, condados, principados y otros bienes, y
para reducir sus personas a esclavitud perpetua” (‘in perpetuam
servitutem redigendi’)”[104].
Mucho se ha escrito sobre esta bula; se dijo (y se sigue
machacando hasta el cansancio) que se trató de una “vuelta atrás”
en lo tocante a la esclavitud en el magisterio de la Iglesia. Nada más
lejos de ello.
Amén de recurrir nuevamente a la distinción entre “servidumbre” y
“esclavitud”, es importante recordar aquí lo que muchas veces se
olvida; nos referimos a que una cosa es el magisterio pontificio y
otro el magisterio de la Iglesia. La distinción, que puede ser vista
como un “escape por la tangente”, no lo es, si bien se entiende.
El Magisterio de la Iglesia es, según el Catecismo[105], el oficio de
interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita por
parte de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro; el
mismo “no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio,
para enseñar puramente lo transmitido” y ejerce la autoridad que
tiene de Cristo cuando define dogmas o cuando propone “de
manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo
necesario”.
El Magisterio pontificio, por su parte, es el conjunto de
enseñanzas o dictámenes de un Papa con una finalidad pastoral,
política, educativa, etc. y que, por lo general, responden a alguna
necesidad particular. Que además de esto, por la intención o por el
contenido, pueda llegar a formar parte del Magisterio de la Iglesia,
es otro cantar[106].
Pero vayamos directamente al texto; en el caso la bula Dum
diversas, se trata de un documento en tiempos de guerra contra los
sarracenos, enmarcada en el derecho de guerra donde la pena o
castigo para los perdedores, podía ir desde la supresión legítima del
buen nombre, la supresión de la libertad y hasta incluso, la
supresión de la integridad física. Se suponía que, lo que los
monarcas portugueses estaban efectuando en África era una lucha
contra los enemigos de la Fe, de allí que la Dum Diversas previera
el castigo o pena de la pérdida de la libertad para el culpable
(sarraceno, pagano o cualquier otro que haga la guerra al
cristianismo). La “perpetuam servitutem redigendi” es el resultado de
la pérdida en el conflicto. La misma “servitutem” (=pérdida de
libertad), que puede tener hoy cualquier preso condenado a prisión
perpetua y trabajos forzados. La esclavitud, per se, no es vista como
un bien, sino como un castigo. De hecho y con todo lo reprochable
que se quiera, el Papa Inocencio VIII, recibió él mismo de los Reyes
Católicos, en 1485, cien prisioneros-esclavos atrapados durante la
reconquista de Málaga, repartiéndolos de uno en uno o de dos en
dos por su entorno y por Roma[107].
Que la Bula haya dado lugar a abusos, cosa que nadie niega, es
otra cosa. Pero, aunque no diese lugar a malos usos, tampoco se
trataría de una cuestión doctrinal, sino de una praxis.
Podríamos preguntarnos también y por mera curiosidad: ¿y por
qué sólo podía esclavizarse a los infieles y no a los cristianos? La
respuesta se encuentra en el derecho de gentes en un período de
cristiandad donde el sólo podía ser sometido a servidumbre quien
no fuese cristiano; es como sucede hoy en día, por ejemplo, cuando
un país se niega (mancomunadamente con la ONU) a otorgarle el
derecho de ciudadanía o el asilo político a un perteneciente a un
grupo terrorista por ir contra los “valores de la democracia”. Pues
bien; en aquel entonces, cuando regía un paradigma de cristiandad,
las cosas eran análogas.
De todos modos, ateniéndose a ello, fue justamente la Iglesia la
que evitó que se aplicase dicha costumbre jurídica en el Nuevo
Mundo, al confiar a los Reyes Católicos a los “indios” en condición
de súbditos con el fin de acristianarlos (esto, sumado a la debilidad
física de los indios americanos para el trabajo, hará nacer el uso y
abuso de esclavos negros en América; pero eso es harina de otro
costal[108]).
Nicolás V no hacía otra cosa que aplicar el derecho de gentes
consagrado en las leyes de Las Partidas, donde se estipulaban tres
posibilidades para que alguien se convirtiese en siervo: 1) por
aprehensión en guerra contra enemigos de la fe cristiana; 2) por
nacer de madre esclava y 3) cuando un libre se vendía a sí mismo
como esclavo.
Amén de todo ello y como señala José Andrés–Gallego, un
estudioso en la materia, después de Nicolás V:
“De facto, unos de sus primeros sucesores, Pío II, tardó sólo
siete años en contradecirle, si se puede entender así la carta de
1462, dirigida a un obispo misionero que iba a partir hacia
Guinea, donde le exhortaba a dejar caer el peso de las
censuras eclesiásticas sobre aquellos cristianos que sometían
allí a esclavitud a los neófitos”[109].
El autor se refiere al conocido Breve de Pío II titulado Pastor
bonus (7/10/1462) y dedicado a Frei Alfonso de Bolaño. En él,
según hemos visto, se dice que condena la esclavitud como un
magnum scelus, es decir, un “gran crimen” (esta expresión no se
encuentra en realidad en el texto latino aunque guarda relación con
el contenido[110]). El pasaje viene a resumir la misma doctrina que el
Papa Eugenio IV expuso en sus Bulas dirigidas al obispo de
Rubicón en Canarias y a los obispos de Cádiz, Badajoz, Córdoba y
algunos abades de la península en los años 1431 a 1435 respecto a
los nativos de las islas Canarias prohibiendo que se esclavizase a
los neófitos y nativos en camino de conversión:
“Y también a ti, hermano obispo, y a nuestros venerables
hermanos, los arzobispos de Toledo y Sevilla en España, y a
cualquiera de los nuestros o de ellos, se concede la facultad de
apercibir con pena de excomunión, por medio de el mismo u
otro u otros, breve simple y llanamente a todos y cada uno de
los piratas y a cualesquiera de los fieles que a los habitantes y
residentes conversos de estas islas sometió engañosamente a
la esclavitud y a los que a los mismos, en contra de sus deseos,
se atreven a retener o a venderlos a otros, si a los veinte días
desde el día de la notificación no manumitan y restituyen a su
anterior libertad a todos y a cada uno de los susodichos
habitantes y residentes y no procuran rescatar totalmente a los
ya vendidos ; pero pasado dicho tiempo , está obligado a
advertir y a ejecutar sentencia de excomunión mayor sobre
aquellos que no quisieran obedecer esta advertencia y la
desprecian (…). Nos a todos y cada uno de los piratas,
saqueadores, invasores y malhechores tales que contra la
seguridad pactada por ti con los mismos infieles intentaran
hacer o maquinar alguna cosa les condenamos, por el mismo
hecho , a incurrir en excomunión mayor de la que no podrán ser
absueltos por ninguno que no sea el Romano Pontífice”[111].
Así estaban las cosas para la época del descubrimiento de
América, por lo que, la gran reina Isabel, luego del tercer viaje de
Colón, mandó por Cédula Real «resolutiva» (20 de Junio de 1500),
que se repatriasen los esclavos que se habían traído y dijo al gran
Almirante que estaba a punto de zarpar por tercera vez: “Y no
habéis de traer esclavos”. Algo similar hará su nieto, Carlos V, por
real cédula de 17 de noviembre de 1526, al sancionar no sólo la
prohibición de someter a esclavitud a los indios, sino añadiendo
expresamente que no permitía hacer tal cosa ni aun en caso de
guerra justa para el caso de los cristianos. Incluso más, consultó por
entonces al gobernador de la Nueva España si no era conveniente
que a los negros que estaban en América “se les admitiera que
pagaran a su dueño de veinte marcos de oro para arriba, o lo que
estipulase el gobernador según la calidad, condición y edad de cada
uno, y lo mismo por sus mujeres y sus hijos, de manera que
quedasen libres”[112]. Es decir, el gran Carlos V bregó, sino por la
manumisión automática, por la “coartación”, es decir, el derecho del
esclavo de pagar por su libertad en –diríamos– cuotas.
5. La Iglesia y la esclavitud de los negros

La aparición de América para Europa marca un antes y un


después en la historia del mundo, sin lugar a dudas. Y también
sucederá lo mismo en la historia de la Iglesia.
Descubierto el gran continente y por deseo expreso de los reyes
católicos y de Alejandro VI, los indios debían ser bien tratados y no
podían ser esclavizados; a esto, se sumaba la necesidad de mano
de obra para los trabajos más duros, a los cuales muchos de los
americanos no estaban preparados ¿qué hacer entonces? La
esclavitud de los negros se vería como una solución transitoria,
según algunos (Las Casas mismo, por ejemplo, en sus primeros
años, como veremos). Todo esto motivó una nueva intervención
pontificia por parte de Paulo III, en un breve dirigido al arzobispo de
Toledo donde prohibía,
“la esclavitud en Indias, no sólo en la persona de los
indígenas, sino en la de otras gentes cualesquiera:
‘Occidentales ac Meridionales Indos, et alias gentes’. Pero el
alias gentes pasó desapercibido”[113].
Veamos entonces qué sucedió con el tema de la esclavitud de los
negros[114].
Pues veámoslo.
Los primeros negros llegaron a América como criados de los
españoles muy probablemente a partir de 1511, según se tiene
noticia. Y no fue sino con el tiempo y el beneficio que implicaban
para los indios las Leyes de Indias y el testamento de Isabel la
Católica, que –sumado a la poca resistencia al trabajo de los
locales– “algunos religiosos aconsejaron que se introdujeran negros
bozales de la Guinea, y así, el que había sido hasta entonces un
flujo puramente doméstico –de señores con sus criados– se empezó
a convertir en un verdadero comercio ‘especializado’, en el que iban
a competir negreros portugueses, ingleses, franceses y holandeses
principalmente durante más de trescientos años”[115].
Lo cierto es que no habían pasado cincuenta años cuando, en
1560, fray Alonso de Montúfar dominico y arzobispo de México,
escribía a Felipe II planteando ciertas objeciones:
“En esta tierra Vuestra Majestad ha proveído
cristianísimamente por muchas sus reales cédulas cómo los
indios naturales deste Nuevo Mundo gocen de la libertad que
gozan y usan los que están debajo del santo baptismo y ansí
por Vuestra Majestad está proveído y cumplido en todas estas
partes que los indios que eran captivos fuesen puestos en
libertad y ansí lo están, de lo cual no pequeña corona Vuestra
Majestad tendrá en la gloria y vuestros padres y agüelos de
buena memoria, porque ansí lo ordenaron y proveyeron; y muy
contrario a tan justa y católica provisión pasa en estas partes
con los negros (…). No sabemos qué causa haya para que los
negros sean captivos más que los indios (…). La presente no es
para definir causa tan grave, mas de para hacer saber a
Vuestra Majestad lo que de hecho pasa, y el escrúpulo que de
ello nasce y se trata entre muchas personas de letras y
conciencia, suplicando a Vuestra Majestad, si hay causas que el
dicho captiverio de los dichos negros escusen y permitan, nos
lo mande hacer saber para que depongamos los escrúpulos
que de lo susodicho han nacido”[116].
Y sí: antes, los gobernantes tenían conciencia y hasta escrúpulos,
aunque Ud. no lo crea…
Pero no sólo el clero objetaba; Frías de Albornoz, formado en
Osuna y profesor en derecho civil de la Universidad de México,
planteaba también por aquella época sus quejas a las tres causas
“lícitas” de la esclavitud recogidas por Castilla del derecho romano
(vencido en guerra, penas privativas de la libertad por parte de las
leyes de los mismos negros, y la venta del padre al hijo):
“Pues que yo no las entiendo. La primera [vencidos en guerra
sujetos a servidumbre] ni según Aristóteles (que él alega) ni
según nadie es justa, y mucho menos según Jesucristo, que
trató diferente filosofía que los otros. Aristóteles dice que las
cosas tomadas en la guerra son de los que las toman. Esto es
muy diferente de hacer esclavos [...] ¿Pues qué diremos de
niños y mujeres que no pudieron tener culpa? ¿Y de los
vendidos por hambre? No hallo razón que me convenza a dudar
de ello, cuánto más a aprobarlo”.
Y negaba la licitud de la servidumbre en cualquiera de los casos,
incluso en aquellos comprados para conmutársele la pena de
muerte:
“Qué sé yo si el esclavo que compro fue justamente
cautivado. Porque la presunción siempre está por su libertad.
En cuanto ley natural, obligado estoy a favorecer al que
injustamente padece y no hacerme cómplice del
delincuente”[117].
Como vemos, no había una actitud pacífica al respecto. Pero
veamos las diferentes posturas.

a. A favor de la esclavitud pero con reservas

Como señala Dumont, no se puede obviar la situación histórica de


España con la de su real cronología en tiempos en que la conquista
y reconquista de la península eran casi contemporáneas:
“Esta esclavitud residual de moros y algunos negros hechos
prisioneros en las luchas contra el Islam no era sino una réplica
a la esclavitud que el propio Islam, turco o de Berbería, imponía
a los españoles que hacía prisioneros, o a los que pura y
simplemente capturaba en las correrías llevadas a cabo en las
costas españolas o contra los navíos que surcaban el
Mediterráneo. Así fue como Cervantes, el autor de Don Quijote,
fue capturado en un barco frente a Marsella y enviado como
esclavo a Argel”[118].
El sabio jesuita Alonso de Sandoval, inspirador del gran San
Pedro Claver, el “esclavo de los esclavos”, dedicaría al asunto un
tratado completo[119]; allí, limitándose a hacer suyas las causas de
licitud de la esclavitud recogidas en las Partidas, insistirá en que
todo ser humano propendía por naturaleza a la libertad y que, las
excepciones al régimen general de libertad, eran justamente para
defenderla, de allí que se amenazara con la esclavitud a quienes
intentaran conculcarla:
“Si los hombres es justo que pierdan por sus delitos la vida,
¿cómo no será justo que por éstos u otros pierdan la libertad,
que es de menor valor y estima? Y si los vencedores tal vez
pueden a los vencidos sin pecar quitar la vida, mejor podrán
quitarles la libertad y hacerles gracia de la vida, pues no hay
duda, sino que los vencidos huelgan de ser antes esclavos que
muertos (…). Lo cual se ha de entender cuando la guerra fuere
justa, porque en la injusta no puede haber señorío sobre el
vencido, ni el vencedor le puede adquirir”[120].
¡Si hasta los mismos jesuitas –declara Sandoval– tenían sus
esclavos! Y hay diversas fuentes que lo corroboran:
“Nosotros y los padres [jesuitas] del Brasil compramos estos
esclavos para nuestros servicios sin escrúpulo ninguno. Y digo
más, que cuando alguien podía excusar de tener escrúpulos,
son los moradores de esas partes, porque como los
mercaderes que llevan estos negros los llevan de buena fe,
muy bien pueden comprar a tales mercaderes sin escrúpulo
ninguno, y ellos los pueden vender: porque es común opinión
que el poseedor de la cosa con buena fe, la puede vender y se
la puede comprar”[121].
Se entiende entonces quizás –y esta es una hipótesis– porqué el
gran apóstol de los negros, san Pedro Claver, no se pusiese a
discutir sobre la esclavitud sino que, al igual que haría luego San
José Cafasso con los condenados a muerte, se limitase a
evangelizar a los que iban al suplicio.
Más allá de todo esto, hay que recordar –sin aligerar la carga,
desde ya– que muchos de estos esclavos, optaban serlo de buena
gana, al vivir en las estancias jesuíticas y a sus cuidados. Porque,
digámoslo de una vez, la esclavitud no fue la que los cuáqueros
anglosajones nos han legado en sus películas. ¡Si hasta a veces se
veía con malos ojos el manumitir a los esclavos al llegar a cierta
edad o al estar enfermos, como signo de una canallada! Pero no
nos detengamos en la condición de la esclavitud, pues esto da para
volúmenes y volúmenes.
Volvamos a las posibles causas, lícitas e ilícitas de la esclavitud
por aquel entonces; si bien hemos señalado resumidamente tres,
eran en total nueve, a saber:
1) Que la guerra en la cual habían sido constituidos como
esclavos, no fuera injusta: ante esta disposición, el problema era
saber entonces, si en la guerra en la que los vencidos habían
perdido la libertad ambulatoria, se habían dado o no las condiciones
de la guerra justa.
El problema estaba en que dichas guerras, las más de las veces,
no eran entre potencias cristianas contra paganas; muchas de ellas
se suscitaban entre los mismos negros entre sí; de este modo,
cuando los reyezuelos africanos se enteraban de la llegada de
contingentes europeos (principalmente portugueses) que
incursionaban con el fin de comprar esclavos, aprovechaban para
declarar la guerra a las tribus más débiles con el fin de vencerlos,
esclavizarlos y venderlos. Sobre el punto decía el ya citado Mons.
Alonso de Montúfar en su carta a Felipe II que los negros, “como
son bárbaros, no se mueven jamás por razón, sino por pasión, ni
examinan ni ponen en consulta el derecho que tienen… y andan a la
caza unos de otros como si fuesen venados”[122].
La injusticia, entonces, de aquellas guerras viciaba la compra del
esclavo
2) El nacimiento: aquellos que eran hijos de esclava, debían serlo
por la condición social de la madre. Era éste el razonamiento –nos
guste o no– de la época; quien había nacido de reyes tenía sangre
real y quien había nacido de labriego, sangre labriega; se trataba de
una sociedad estamental.
3) La venta de sí mismo: bastaba con que se verificase el hecho
jurídico para que fuera lícita la venta de sí.
4) Los padres que vendían a sus hijos: se aducía el caso de
“extrema necesidad”. La razón de esto la explicaba fray Francisco
de García en 1583: “el hijo es como cosa del padre (…); pues aquél
le dio el ser y la vida que tiene, y el sustentamiento para
conservarla, y le ha remediado en sus necesidades cuanto ha
podido y ha sido menester; y así es razón que le pague en la misma
moneda”[123]; lo que había que comprobar es que esa necesidad
extrema existiese.
Así planteado, era la doctrina aristotélica con un barniz de
cristianismo.
5) La esclavitud como castigo por parte de los mismos negros: era
el caso de analizar si la autoridad legítima había impuesto la pena
de modo justo. Sucedía que, como decía fray Tomás de Mercado en
1571, entre los negros africanos eran frecuentes las penas de
esclavitud por delitos menores como robar una gallina. Por lo tanto,
para que la esclavitud fuera lícita, el delincuente africano debía
haber cometido un delito semejante al que en España o Portugal
conllevaba la pena de galeras o poco menos; el comprador tenía
obligación moral de hacer lo posible para anoticiarse de la causa.
6) El engaño: nadie dudaba que algunos mercaderes portugueses
atraían a los negros por medio de engaños, juguetes y baratijas, de
manera que caían en la tentación de entrar en los barcos para,
luego, ser capturados; tal práctica era tenida por todos como
absolutamente ilícita. Ni quienes los capturaban, ni quienes los
compraban, ni quienes los poseían podían retenerlos como tales;
esto era doctrina común.
7) La conmutación de la pena: se trataba de los condenados a
muerte por las autoridades africanas que, en vez de ser ajusticiados,
eran vendidos. Por lo general era considerada una práctica no sólo
lícita, sino hasta cristiana y misericordiosa[124].
8) El beneficio de cristianizarlos y civilizarlos: “se les sacaba –
decían– de la miseria en que vivían en el África y se les introducía
en una cultura mejor” haciéndolos –además– cristianos. Este era el
pensamiento, por ejemplo de Francisco de Vitoria uno de los padres
del derecho internacional público.
Y no tardó en considerarse hasta un beneficio, como planteaba el
oidor don Francisco de Anuncibay en 1592, pues “con la esclavitud
los negros no recibían agravio, porque les era muy útil a los míseros
sacarlos de Guinea, de aquel fuego y tiranía y barbarie y brutalidad,
donde sin ley ni Dios vivían como brutos salvajes”[125].
El planteo es importante por más que choque a la mentalidad
contemporánea; es más, como señalan Andrés–Gallego y García
Añoveros, los mercaderes portugueses se hubieran admirado si
alguien hubiese querido suscitarles algún escrúpulo ante esto, pues
ellos pensaban que hacían algo completamente cristiano al
alcanzarles la verdadera Fe y una vida material más digna.
Hoy, por ejemplo, a ninguno de aquéllos les parecería pecado el
que a los pobres africanos que mueren ahogados antes de llegar a
la isla de Lampedusa, se les ofreciera una vida digna en Europa a
cambio de veinticinco años de trabajos para un patrón. Al contrario;
verían en esto un signo de humanidad. Claro que nuestra
mentalidad, hoy, es otra.
9) El provecho de América: era un argumento pragmático; “en los
siglos XVI–XVII, ni un solo teólogo o jurista… aceptó la razón de que
los negros hacían falta en las Indias, aunque fuera cierto que
dependiera de ello la felicidad de esos territorios y de sus
gentes”[126].
Un caso singular lo presenta el fraile dominico, Bartolomé de las
Casas, como dijimos más arriba, como nos comenta Dumont:
“En una carta al Consejo de Indias fechada el 20 de enero de
1531 llega a recomendar el envío «a cada una de estas islas
[las Antillas]» de «quinientos o seiscientos negros, o los que
pareciere que al presente bastaren». Y no se crea, como han
repetido muchos historiadores, que esta complicidad activa en
la esclavitud de los negros no era en él más que una ceguera
pasajera, simple producto de su dilección por los indios, a los
que quería aliviar recurriendo a la mano de obra africana. En
Las Casas hay también un desprecio básico por los negros, un
racismo hacia ellos ingenuo pero explícito. En el capítulo XXIX
de una obra tan tardía como su Apologética historia, escrita y
aumentada antes y después de 1550, puede leerse acerca de
los negros que tienen «las cabezas y cabellos ásperos y feos»,
«y los miembros también no buenos», y que sus «ánimas
siguen las cualidades malas del cuerpo en ser de bajos
entendimientos, y costumbres silvestres, bestiales y crueles».
Esto lo explica Las Casas por «el muy gran calor» que sufren
en sus lugares de origen, que les ha moldeado así como una
especie de subhombres. Pues el determinismo geográfico que
causa según Las Casas la perfección y la superioridad de los
indios, que viven «en las regiones más favorables de todo el
mundo» (ya veremos cómo lo expone en la Controversia),
causa también la abyección e inferioridad congénitas de los
negros, moldeados por el horno africano”[127].
Vayamos ahora a quienes se encontraban en la vereda de
enfrente.

b. En contra de la esclavitud sin condiciones: dos capuchinos


“revoltosos”

Como bien señala Caponnetto, “no faltaron voces condenatorias


de la esclavitud, ni misioneros consagrados a los hombres de color,
como los Padres Juan Bautista Spetch, Fray Domingo Soto,
Francisco P. Rauber, Nicolás Carvajal, Alfonso de Sandoval –el
autor del opúsculo De la salvación de los negros–, Lope de Castilla,
Andrés Feldmann, Bartolomé Albornoz, Pedro de Avendaño o
Ignacio Chamé. La Política Indiana establecía que ‘conforme reglas
de derecho y buena teología’ debían estar ‘bien tratados, sin
castigarlos ásperamente ni exponerlos a riesgos y peligros notorios
de vida’. Y en las Ordenanzas de 1545 se estipulaba a quienes
poseyeran esclavos ‘darles buen tratamiento como que son prójimos
y cristianos... y proveer a su adoctrinación’”[128].
Así, por ejemplo, el 23 de Septiembre de 1516, el Cardenal
Cisneros publicaba un despacho que decía:
“Nuestra merced e voluntad es de suspender, e por la
presente suspendemos, todas las dichas licencias (se refiere a
las que habilitaban el tráfico esclavista), e por esta nuestra
cédula vos mandamos que por virtud de ella no permitáis ni
consintáis pasar a las dichas islas (americanas) ningunos
esclavos ni esclavas a ninguna persona”[129].
Pero serían dos capuchinos los encargados de levantar bien en
alto la voz para que en la península se oyeran sus reclamos:
Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans quienes, en 1681 y
1682[130], plantarían una pica en Cuba.
El P. Jaca, propugnaría sin más la total abolición de todo tipo de la
esclavitud, enervándose contra quienes caían en las sutilezas
casuísticas de la “compra de buena fe”, del “poseedor legítimo”, o de
la “ignorancia del origen” (“la ignorancia que les puede competer no
es otra que la de Judas vendedor y de los judíos compradores de
Cristo Jesús”[131], decía). No sólo planteaba la libertad, sino incluso
la indemnización de los cautivos, poniendo el dedo en la llaga al
explicar que, en el caso de convertirse al cristianismo, esos esclavos
ya no podían seguir siéndolo, dado que no estaba permitido hacer
esclavos más que a los “gentiles”.
“Pues ¿quién ignora que el parto sigue el vientre de la
madre? Partus ventrem sequitur y, por tanto, los hijos se alzan
con sus privilegios [los de la madre]. Como, pues, Nuestra
Santa Madre [la Iglesia] sea libre, de quien somos
engendrados, según afirma el apóstol san Pedro, como niños
recién nacidos (1 Pe, 2, 2), ¿qué dificultad hay que, hallándonos
en sus pechos, de cuya real sangre somos sustentados,
habemos de ser todos sus hijos libres, y de toda vileza de
esclavitud exentos?”[132].
Menos vehemente y, por ende, más certero en sus ataques era el
padre Moirans quien, hablando de la guerra justa como causal de
esclavitud, recordaba las condiciones: 1) que la declarase una
autoridad con plena soberanía, 2) que la causa fuese justa y no
quedara otro remedio y 3) que la finalidad de la guerra fuera la paz;
ninguna de estas razones se daban en África, decía.
Y concluía:
“1) Nadie puede comprar o vender alguno de los esclavos
negros de África, como comúnmente se les llama. 2) Todos los
que poseen algunos de ellos están obligados a manumitirlos
bajo pena de condenación eterna. 3) Están obligados sus
señores a manumitirles, a restituirles sus trabajos y a pagarles
indemnización (…). 4) Los negros que habitan en los lugares de
las Indias trabajando en propiedades familiares, llamadas
sucreries por los franceses o ingenios por los españoles, deben
por obligación divina de derecho natural marcharse y buscar
territorios en los cuales atiendan a su salvación eterna (…). Y
profetizaba además –basado en fuentes bíblicas– 5) Debido a
la injusticia inferida a los negros trasladados de sus tierras y
transportados a las Indias, huirán de sus territorios los príncipes
cristianos y los perderán, y los obispos y clérigos también
emigrarán de esas tierras y atravesarán los mares huyendo
(…). Los que se callen, los que no se resistan (a esta manera
de actuar) navegarán a América huyendo de la futura
persecución (desatada contra ellos) en todo el orbe, una
persecución como no han visto jamás los cristianos desde que
se fundó la Iglesia de Cristo, que resultará con todo menor que
la mayor de todas, que se desencadenará en el futuro tras la
llegada del anticristo”[133].
El caso fue que fray Francisco José de Jaca y fray Epifanio de
Moirans no se limitaron a levantar la voz, sino incluso a negar la
absolución a los penitentes en la confesión si no se arrepentían de
tener esclavos. Como se puede imaginar, el zumbido de aquellos
abejorros comenzaba a molestar; y el hilo se cortó –como siempre–
por lo más delgado, terminando, ambos frailes, suspendidos a
divinis, excomulgados y procesados por la jurisdicción eclesiástica.
Enviados desde Cuba en condición de detenidos a un castillo de
Europa (1682), fueron luego liberados con la condición de no volver
nuevamente a América.
Pero sus quejas no serían en vano.
El mismo Carlos II tomaría cartas en el asunto por medio de una
cédula real (1683) pidiendo “muy particular cuidado en el tratamiento
de los esclavos” para, dos años después, pedir una respuesta al
Consejo de Indias sobre lo siguiente: a) si convenía que hubiera
negros en América y qué daños se seguirían de que no los hubiera,
b) si se había reunido una junta de teólogos para dictaminar sobre la
licitud de comprarlos y asentarlos en Indias y c) si había autores que
hubieran escrito sobre este particular.
El Consejo no dudó en responder a lo primero afirmativamente
(que convenían los negros en América), a lo segundo que no
(nunca, dijeron, había habido junta) y a lo tercero, enumerando un
elenco de escritores, explicó la necesidad de los negros en estas
tierras.
Enterado de la respuesta, el padre Jaca, desde Europa,
aprovechó la ocasión para enviarle al Papa un grupo de
proposiciones a condenar por el Sumo Pontífice, lo que sucedió el
20 de marzo de 1686, cuando el mismísimo Santo Oficio (la
Inquisición), zanjó la cuestión.
He aquí la respuesta oficial de la Iglesia donde se condenaba:
1. Que sea lícito con fuerza y fraude hacer esclavos a los negros,
y con otros salvajes, aunque no dañen alguno.
2. Que sea lícito vender o comprar tales negros, o salvajes,
hechos esclavos con la fuerza, y con el engaño, y hacer con ellos
cualquier otro contrato.
3. Que cuando tales negros agarrados injustamente son
mezclados con otros justamente vendibles, sea lícito comprar tanto
los buenos como los malos.
4. Que los compradores no están obligados a investigar acerca de
la legitimidad del título de esclavitud, aunque sepan que muchos de
ellos han sido hechos esclavos injustamente.
5. Que los poseedores de tales negros y otros salvajes agarrados
con dolo y fraude no están obligados a manumitirlos.
6. Que tampoco están obligados los dueños y compradores a
compensarles los daños.
7. Que sea lícita a los mismos poseedores con autoridad privada
exponer a manifiesto peligro de muerte, herir o matar los dichos
negros u otros esclavos.
8. Que sea lícito bautizar los negros y otros infieles sin instrucción
en los misterios de la fe necesarios para la salvación, y dejarlos sin
tal noticia después de bautizarlos y también instruidos los venden.
9. Que los dueños de los negros u otros esclavos no están
obligados a impedir que no vivan en concubinato.
10. Que sea lícito tener en servidumbre los esclavos incluso
después del bautismo, hayan sido o no justamente agarrados.
11. Que sea lícito comprar los negros mediata o inmediatamente a
los heréticos, o vendérselos, y después de cualquier contrato
posterior a los mismos mantenerlos en servidumbre.
Como vemos, la Santa Sede se cuidaba de condenar la pena de
esclavitud en sí misma, pero sí lo hacía respecto de la esclavitud de
los negros como venía dándose. En suma, la Santa Sede planteaba
que no era lícito hacer esclavos entre los negros y demás salvajes
(sylvestres) por medio del dolo, si no habían perpetrado ninguna
ofensa que lo justificase; tampoco venderlos, por tanto, ni hacer
contrato alguno sobre la base de su esclavitud. Para retener como
esclavo a una de esas personas, era imprescindible moralmente
comprobar la justicia de su cautividad, sin la cual, estaba
moralmente obligado a manumitirla e indemnizarla.
Es decir, el trabajo de los capuchinos había tenido sus frutos.
Podríamos preguntarnos con José Andrés–Gallego, “¿por qué, a
pesar de todo, no se adoptaron en Roma medidas más expeditivas
contra los reyes de las Españas y los de Portugal”[134] si la
Inquisición (es decir, la Iglesia) había condenado la esclavitud? Y
acá entramos en el terreno político y no doctrinal, donde los
intereses humanos no quedan exentos.
6. Apéndice para agendar

Sólo a título informativo citemos aquí, siguiendo a Balmes,


algunos documentos en los cuales se ve lo que la Iglesia hizo en
favor de la abolición de la esclavitud[135]:
l. Concilium Eliberitanum (305): Se impone penitencia a la señora
que maltrata a su esclava.
2. Concilium Arausicanum premium, (441): Se reprime la violencia
de los que se vengaban del asilo dispensado a los esclavos,
apoderándose de los de la Iglesia (Can. 6). Se reprime a los que
atenten en cualquier sentido contra la libertad de los manumitidos en
la Iglesia, o que le hayan sido recomendados por testamento (Can.
7).
3. Synodus S. Patricii Auxilii et Isernini Episcoporum in Hibernia
Celebrata, (cc. 450–456): Excesos a que eran llevados algunos
eclesiásticos por un celo indiscreto a favor de los cautivos (Can. 32).
4. Concilium Agathense, (506): Se manda que los obispos
respeten la libertad de los manumitidos por sus predecesores. Se
indica la facultad que tenían los obispos de manumitir a los esclavos
beneméritos, y se fija la cantidad que podían donarles para su
subsistencia (Can. 7).
5. Concilium Epaonense (517): Se excomulga al dueño que, por
autoridad propia, mata a su esclavo (Can. 34). Esta misma
disposición se halla repetida en el canon 15 del concilio 17 de
Toledo, celebrado en el año 694 copiándose el mismo canon del
concilio de Epaona, con muy ligera variación. El esclavo reo de un
delito atroz se libra de suplicios corporales, refugiándose en la
iglesia (Can. 39).
6. Concilium Aurealianense Tertium, (538): Se prohíbe el devolver
a los judíos los esclavos refugiados en las iglesias, si hubieren
buscado asilo, o bien por obligarlos los amos a cosas contrarias a la
religión cristiana, bien por haber sido maltratados después de
haberlos sacado antes del asilo de la iglesia (Can. 13). Se manda
observar lo mandado en el precedente concilio del mismo nombre,
en el canon arriba citado (Can, 30). Se castiga con la pérdida de
todos los esclavos al judío que pervierte a un esclavo cristiano (Can.
31).
7. Concilium Aurelianense Quartum, (541): Se manda devolver a
la iglesia lo empeñado o enajenado por el obispo, que nada le haya
dejado de bienes propios; pero se exceptúan de esta regla los
esclavos manumitidos, quienes deberán quedar en libertad (Can. 9).
8. Concilium Aurelianense quintum (549): Se asegura la libertad
de los manumitidos en las iglesias; y se prescribe que éstas se
encarguen de la defensa de los libertos (Can. 7). Precauciones muy
notables para que los amos no maltratasen a los esclavos que se
habían refugiado en las iglesias (Can. 22).
9. Concilium Lugdunense Secundum, (566): Se excomulga a los
que atentan contra la libertad de las personas (Can. 3).
10. Concilium Matisconense Secundum, (585): Los bienes de la
Iglesia se empleaban en la redención de los cautivos (Can. 5). Se
prescribe también que la Iglesia defienda a los libertos, ora hayan
sido manumitidos en el templo, ora lo hayan sido por carta o
testamento, ora hayan pasado largo tiempo disfrutando la libertad.
Se reprime la arbitrariedad de los jueces que atropellaban a esos
desgraciados, y se dispone que los obispos conozcan de estas
causas (Can. 7).
11. Concilium Matisconense Primum, (581): Se prohíbe a los
judíos el tener en adelante esclavos cristianos; y con respecto a los
existentes, se permite a cualquier cristiano el rescatarlos, pagando
al dueño judío doce sueldos.
12. Concilium Teoletanum Tertium, (589): Se prohíbe a los judíos
el adquirir esclavos cristianos. Si un judío induce al judaísmo, o
circuncida a un esclavo cristiano, éste queda libre, sin que haya de
pagarse nada al dueño (Can. 14). Se prescribe que los manumitidos
recomendados a las iglesias sean protegidos por los obispos (Can.
6).
13. Concilium Romanum sub Gregorio I, (597): Se ordena que se
dé libertad a los esclavos que quieran abrazar la vida monástica,
previas las precauciones que pudiesen probar la verdad de la
vocación (S. Greg. Epist. 44. Lib. 4).
14. Concilium Parisiense Quintum, (614) y Concilium Toletanum
Quartum, (633): Se dispone que la Iglesia defienda a los
manumitidos; y se habla en general, prescindiendo de que le hayan
sido recomendados o no (Can. 29 y 72). Se dispone que se atienda
a la redención de los cautivos; y que a este objeto se pospongan los
intereses de la Iglesia, por desolada que se halle (Caus. 12, Q. 2,
Can. 16). Notables palabras de San Ambrosio sobre la redención de
los cautivos. Para atender a tan piadoso objeto, el santo obispo
quebranta y vende los vasos sagrados. Se prohíbe enteramente a
los judíos el tener esclavos cristianos; disponiéndose que si algún
judío contraviene a lo mandado aquí, se le quiten los esclavos y
éstos alcancen del príncipe la libertad. Se prohíbe vender esclavos
cristianos a los gentiles o judíos; y se anulan esas ventas si se
hicieren (Can. 11).
15. Concilium Rhemense, (625 vel 630): Se reprime el mismo
abuso que en el canon anterior (Can. 17). Se permite quebrantar los
vasos sagrados para expenderlos en la redención de cautivos (Can.
22).
16. Concilium Quartum Toletanum, (633): Se permite ordenar a los
esclavos de la Iglesia dándoles antes libertad (Can. 74).
17. Concilium Toletanum Nonum, (655): Se dispone que los
obispos den libertad a los esclavos de la Iglesia que hayan de ser
admitidos en el clero (Can. 11).
18. Concilium Emeritense, (666): Se prohíbe a los obispos la
mutilación de sus esclavos, y se ordena que su castigo se encargue
al juez de la ciudad; pero sin raparlos torpemente (Can. 15). Se
permite a los párrocos el escoger de entre los siervos de la Iglesia
algunos para clérigos (Can. 18).
19. Concilium Toletanum undecimun (675): Se prohíbe a los
sacerdotes la mutilación de sus esclavos (Can. 6).
20. Concilium Lugdunense Tertium, (683): Se ve por el siguiente
canon que los obispos daban a los cautivos cartas de
recomendación; y se prescribe en él que se pongan en ellas la fecha
y el precio del rescate; y que se expresen también las necesidades
de los cautivos (Can. 2).
21. Leges Inae, Regis Saxonum occiduorum, (692): Si un amo
hace trabajar a un esclavo en domingo, el esclavo queda libre (Leg.
3).
22. Concilium Berghmstedae, (697): Si un amo da de comer carne
a un esclavo en día de ayuno, éste queda libre (Can. 15).
23. Synodus Celichytensis, (816): Se ordena que a la muerte de
cada obispo se dé libertad a todos sus esclavos ingleses. Se
dispone la solemnidad que ha de haber en las exequias del difunto,
previniéndose que al fin de ellas, cada obispo y abad habían de
manumitir tres esclavos, dándoles a cada uno tres sueldos (Can.
10).
24. Concilium Vernense secundum, (844): Los bienes de la Iglesia
servían para el rescate de los cautivos (Can. 12).
25. Ex Concilio apud Silvanectum, (864): Los esclavos de la
Iglesia no deben permutarse con otros; a no ser que por la permuta
se les dé libertad (V. Decret. Greg. IX, L. 3. Tit. 19. cap. 3). Contiene
la misma especie que lo anterior; y además se deduce que los
fieles, en remedio de sus almas, acostumbraban ofrecer sus
esclavos a Dios y a los santos (Ibid. cap. 4).
26. Concilium Wormatiense, (868): Se impone penitencia al amo
que por autoridad propia mata a su esclavo (Can. 38–39).
27. Concilium Confluentium, (922): Se declara reo de homicidio al
que seduce a un cristiano, y lo vende (Can. 7).
28. Concilium Londinense, (1102): Se prohíbe el comercio de
hombres que se hacía en Inglaterra, vendiéndolos como brutos
animales (Can. 14).
29. Concilium Ardamachiense in Hibernia celebratum, (1171):
Curioso documento en que se refiere la generosa resolución tomada
en el concilio de Armach, en Irlanda, de dar libertad a todos los
esclavos ingleses.
30. Breve “Pastor Bonus”, del Papa Pío II, (7 de Octubre de 1462),
se opone a la esclavitud.
31. Por último, citemos in extenso las letras apostólicas contra el
tráfico de negros, publicadas en Roma en el día 3 de noviembre en
1839 por Gregorio XVI. Las mismas resultan ser un resumen de la
doctrina católica sobre el tema:
“Llevado al grado supremo de dignidad apostólica, y siendo,
aunque sin merecerlo, en la tierra vicario de Jesucristo hijo de
Dios, que por su caridad excesiva se dignó hacerse Hombre y
morir para redimir al género humano, hemos creído que
corresponde a nuestra pastoral solicitud hacer todas los
esfuerzos para apartar a los cristianos del tráfico que están
haciendo con los negros, y con otros hombres, sean de la
especie que fueren.
Tan luego como comenzaron a esparcirse las luces del
Evangelio, los desventurados que caían en la más dura
esclavitud y en medio de las infinitas guerras de aquella época,
vieron mejorarse su situación; porque los apóstoles, inspirados
por el espíritu de Dios, inculcaban a los esclavos la máxima de
obedecer a sus señores temporales como al mismo Jesucristo,
y a resignarse con todo su corazón a la voluntad de Dios; pero
al mismo tiempo imponían a los dueños el precepto de
mostrarse humanos con sus esclavos, concederles cuanto
fuese justo y equitativo, y no maltratarlos, sabiendo que el
Señor de unos y otros está en los cielos y que para él no hay
acepción de personas.
La Ley Evangélica al establecer de una manera universal y
fundamental la caridad sincera para con todos, y el Señor
declarando que miraría como hechos o negados a sí mismo,
todos los actos de beneficencia y de misericordia hechos o
negados a los pobres y a los débiles, produjo naturalmente el
que los cristianos no sólo mirasen como hermanos a sus
esclavos, sobre todo cuando se habían convertido al
Cristianismo, sino que se mostrasen inclinados a dar la libertad
a aquéllos que por su conducta se hacían acreedores a ella”.
Todavía hubo quienes, inflamados de la caridad más ardiente,
cargaron ellos mismos con las cadenas para rescatar a sus
hermanos, y un hombre apostólico, nuestro predecesor el Papa
Clemente I, de santa memoria, atestigua haber conocido a
muchos que hicieron esta obra de misericordia; y ésta es la
razón, porque habiéndose disipado con el tiempo las
supersticiones de los paganos, y habiéndose dulcificado las
costumbres de los pueblos más bárbaros, gracias a los
beneficios de la fe movida por la caridad, las cosas han llegado
al punto de que hace muchos siglos no hay esclavos en la
mayor parte de las naciones cristianas.
Sin embargo, y lo decimos con el dolor más profundo, todavía
se vieron hombres, aun entre los cristianos, que
vergonzosamente cegados por el deseo de una ganancia
sórdida, no vacilaron en reducir a la esclavitud en tierras
remotas a los indios, a los negros, y a otras desventuradas
razas, o en ayudar a tan indigna maldad, instituyendo y
organizando el tráfico de estos desventurados, a quienes otros
habían cargado de cadenas.
Muchos pontífices romanos, nuestros predecesores, de
gloriosa memoria, no se olvidaron, en cuanto estuvo de su
parte, de poner un coto a la conducta de semejantes hombres
como contraria a su salvación y degradante para el nombre
cristiano, porque ellos veían bien que esta era una de las
causas que más influyen para que las naciones infieles
mantengan un odio constante a la verdadera religión.
A este fin se dirigen las letras apostólicas de Paulo III, de 20
de mayo de 1537, remitidas al cardenal arzobispo de Toledo,
selladas con el sello del Pescador, y otras letras mucho más
amplias de Urbano VIII, de 22 de abril de 1639, dirigidas al
colector de los derechos de la Cámara apostólica en Portugal;
letras en las cuales se contienen las más serias y fuertes
reconvenciones contra los que se atreven a reducir a la
esclavitud a los habitantes de la India occidental o meridional,
venderlos, comprarlos, cambiarlos, regalarlos, separarlos de
sus mujeres y de sus hijos, despojarlos de sus bienes, llevarlos
o enviarlos a reinos extranjeros, y privarlos de cualquier modo
de su libertad, retenerlos en la servidumbre, o bien prestar
auxilio y favor a los que tales cosas hacen, bajo cualquier causa
o pretexto, o predicar o enseñar que esto es lícito, y por último
cooperar a ello de cualquier modo.
Benedicto XIV confirmó después y renovó estas
prescripciones de los Papas ya mencionados, por nuevas letras
apostólicas a los obispos del Brasil v de algunas otras regiones
en 20 de diciembre de 1741, en las que excita con el mismo
objeto la solicitud de dichos obispos.
Mucho antes, otro de nuestros predecesores más antiguos,
Pío II, en cuyo pontificado se extendió el dominio de los
portugueses en la Guinea y en el país de los negros, dirigió sus
letras apostólicas en 7 de octubre de 1482 al obispo de Ruco,
cuando iba a partir para aquellas regiones, en las que no se
limitaba únicamente a dar a dicho prelado los poderes
convenientes para ejercer en ellas el santo ministerio con el
mayor fruto, sino que tomó de aquí ocasión para censurar
severamente la conducta de los cristianos que reducían a los
neófitos a la esclavitud.
En fin, Pío VII en nuestros días, animado del mismo espíritu
de caridad y de religión que sus antecesores, interpuso con celo
sus buenos oficios cerca de los hombres poderosos, para hacer
que cesase enteramente el tráfico de los negros entre los
cristianos. Semejantes prescripciones y solicitud de nuestros
antecesores, nos han servido con la ayuda de Dios, para
defender a los indios, otros pueblos arriba dichos, de la
barbarie, de las conquistas y de la codicia de los mercaderes
cristianos: mas es preciso que la Santa Sede tenga por qué
regocijarse del completo éxito de sus esfuerzos y de su celo,
puesto que si el tráfico de los negros ha sido abolido en parte,
todavía se ejerce por un gran número de cristianos.
Por esta causa, deseando borrar semejante oprobio de todas
las comarcas cristianas, después de haber conferenciado con
todo detenimiento con muchos de nuestros venerables
hermanos, los cardenales de la santa Iglesia romana, reunidos
en consistorio y siguiendo las huellas de nuestros
predecesores, en virtud de la autoridad apostólica, advertimos y
amonestamos con la fuerza del Señor a todos los cristianos de
cualquiera clase y condición que fuesen, y les prohibimos que
ninguno sea osado en adelante a molestar injustamente a los
indios, a los negros o a otros hombres, sean los que fueren,
despojarlos de sus bienes o reducirlos a la esclavitud, ni a
prestar ayuda o favor a los que se dedican a semejantes
excesos, o a ejercer un tráfico tan inhumano, por el cual los
negros, como si no fuesen hombres, sino verdaderos e impuros
animales, reducidos cual ellos a la servidumbre sin ninguna
distinción, y contra las leyes de la justicia y de la humanidad,
son comprados, vendidos y dedicados a los trabajos más duros,
con cuyo motivo se excitan desavenencias, y se fomentan
continuas guerras en aquellos pueblos por el cebo de la
ganancia propuesta a los raptores de negros.
Por esta razón, y en virtud de la autoridad apostólica,
reprobamos todas las dichas cosas como absolutamente
indignas del nombre cristiano; y en virtud de la propia autoridad,
prohibimos enteramente, y prevenimos a todos los eclesiásticos
y legos el que se atrevan a sostener como cosa permitida el
tráfico de negros, bajo ningún pretexto ni causa, o bien predicar
y enseñar en público ni en secreto, ninguna cosa que sea
contraria a lo que se previene en estas letras apostólicas” (3 de
noviembre de 1839).

***

Llegamos al final del trabajo y conviene hacer una suerte de


recapitulación a modo de conclusión.
Dentro del cuerpo doctrinal de la Iglesia no todos sus puntos
gozan de la misma claridad y explicitación; así, una cosa es la
declaración acerca de la Maternidad virginal de María Santísima,
otra la referida al aborto de los niños no nacidos y otra la licitud o no
de la pena de muerte, la usura o la esclavitud, para citar algunos
ejemplos.
Sin embargo, a raíz de los textos estudiados y expuestos más
arriba, estamos en condiciones de concluir de la siguiente manera:
a) Desde los orígenes apostólicos, la Iglesia ha mantenido
siempre que la dignidad de todo ser humano surge a raíz de ser él
mismo imagen y semejanza de Dios; nadie nace con “alma” de
esclavo como nadie nace con “alma” de delincuente. Es ésta la
doctrina de la Iglesia. La esclavitud entonces, en cuanto tal, es una
consecuencia de la naturaleza caída del hombre –supuesto el
pecado original– y, por lo tanto, una realidad existente ante la
primera venida de Cristo.
b) Dado el estado de la cosas y para evitar males mayores
(incluso para los mismos esclavos) desde los orígenes del
cristianismo, la Iglesia mitigó y suavizó el trato infligido a los
esclavos, haciendo que, de casi simples res (cosas) que eran en el
derecho romano pasasen a ser “hermanos en Cristo” y “coherederos
del cielo”.
c) En tiempos de cristiandad, es decir, en tiempos en que la
filosofía del Evangelio gobernaba los estados, si bien las
condiciones de los siervos eran diversas según los diversos reinos
cristianos, la esclavitud primitiva, ante el influjo cristiano, trocó en
algunos estados en la institución de la servidumbre medieval,
coexistiendo, en algunos casos, con la pena de la servidumbre-
esclavitud de los vencidos en guerra justa.
d) Fue recién a partir del siglo XV y durante el Renacimiento que,
a raíz de la caída de Constantinopla y la consiguiente falta de mano
de obra eslava que se conseguía cerca del Mar Negro, sumado a la
necesidad que existía en el Nuevo Mundo, resurgió nuevamente la
praxis (y el problema) de la esclavitud, y específicamente, la
esclavitud de los negros.
Este renacimiento de la esclavitud, que duró hasta el siglo
diecisiete, se ha planteado como una mancha contra la civilización
cristiana gracias a la propaganda anti-hispanista que, al final de
cuentas, no es más que un “tiro por elevación” contra la Iglesia,
como si la aceptación de la esclavitud hubiese sido pacífica… Es
verdad que, con el tiempo, algunos hombres de Iglesia –incluso
pontífices– vacilaron entre la condena y el favorecimiento de la
misma, limitándose a que se corroborasen las condiciones legítimas
de la esclavitud (delito grave, venta de sí mismo, pena colectiva,
etc.), pero nunca –en ningún caso– plantearon que hubiese
hombres “menos hombres” que otros y que, por ello, merecían la
esclavitud.
f) Lo que habría que estudiar más bien, para llegar al fondo del
asunto es ver cómo es que ha nacido esta idea de que la esclavitud
es la condición infrahumana por excelencia mientras que, durante
siglos, la concepción era diversa. Planteamos, a modos de
hipótesis, dos ideas: la primera es que la esclavitud no era
planteada de modo continuo como infrahumana, sino más bien
como una forma de castigo entre muchas otras, quizás de las más
fuertes, análoga a la cadena perpetua de hoy; y, por ello, no
discutida por todos; la segunda, es que, más allá de que nuestra
sensibilidad haya cambiado, se desconoce hoy generalmente cómo
era realmente el régimen de un esclavo y por qué, en algunos
casos, algunos preferían esa condición a ser manumitidos.
g) Sólo llegando a mediados del siglo XIX y, posteriormente al
siglo XX, la Iglesia condenará con enorme vigor el esclavismo, a
partir de León XIII, como una doctrina contraria a la dignidad
humana.
Finalizando y volviendo a las preguntas iniciales de este trabajo,
podemos ver que ni hubo aceptación pacífica de la esclavitud ni una
evolución de la doctrina en cuanto a la igualdad y dignidad de los
hombres, aunque sí diversa aplicación en la práctica. Se trató, más
bien, de la evolución de una misma doctrina que culminó, con el
tiempo, en derretir las cadenas de un régimen antiquísimo que sólo
culminó cuando Dios decidió irrumpir en nuestra historia.

Que no te la cuenten…
Capítulo IV
Fray Bartolomé de las Casas y sus contemporáneos

Cuando los mariólogos se ponen a estudiar a la Virgen María


terminan siempre con esta frase: de Maria numquam satis… (“sobre
María nunca es suficiente”); lo mismo habría que decir del fraile
dominico Bartolomé de las Casas.
Amado por unos y denostado por otros, parece que nunca se
llegará a una conclusión sobre su persona, a raíz de los ríos de tinta
que se han publicado.
¿Loco? ¿exagerado? ¿defensor de los “derechos humanos” antes
de tiempo? ¿evangelizador? ¿propagandista? ¿encomendero
primero y anti-encomendero después? ¿esclavista o defensor de los
esclavos?
– “¿Quién sabe…?” –como responden a veces los mexicanos con
hermosa tonada cuando no conocen la respuesta a una pregunta.
Como bien indican los padres León Lopetegui, S. J. y Félix
Zubillaga, S. J., hasta el presente no hay una historia de Las Casas
que sea completamente aceptada por todos; su personalidad y el
sujeto histórico en sí, es tan polémico y complejo que siempre
dividirá las aguas y, habiendo litis pendiente, difícilmente se llegue a
una historia objetiva, totalmente objetiva digo, con sabor a cosa
juzgada. Y esto simplemente porque los hechos que el historiador
rescata son regidos por su voluntad, que puede estar –y muchas
veces lo está– torcida.
Pero si concebimos la historia como la narración de los hechos
trascendentes del pasado, tendremos que ver no sólo aquellos
nobles arquetipos que marcaron una época sino todos los
arquetipos, incluso aquellos que son “piedra de toque”. Como el de
Las Casas. Querer llegar a una certeza es obvio pero el reclamar
para la historia el mismo grado de certeza que las matemáticas o la
metafísica es desenfocar la cuestión; y esto porque simplemente la
historia depende de la moral, por lo que la certeza a la que se llegue
será meramente moral, probable, imperfecta. No por nada
Aristóteles la tenía por debajo de la Poética.
En el caso de Las Casas (valga la cacofonía) se podrán decir
varias cosas. Nosotros ya las hemos dicho en otros textos[136].
Que exageró, o que no vio bien; que veía múltiples ríos donde
nunca existieron; que multiplicaba los abusos y por ende las
calumnias sobre los españoles, etc. Es decir, macaneaba, c’est à
dire, agrandaba las cosas.
También se ha objetado que debió haber sido un gran
evangelizador pues los lugares donde estuvo hoy son católicos.
- “¡Pero hombre! –dirá alguno– mire nomás Las Verapaces
(Guatemala) donde estuvo Fray Bartolomé y verá que son casi
todos católicos”.
A lo que se podría responder:
- “Sí, como es católica hoy la Patagonia, pero no porque fue
evangelizada por los primeros jesuitas en el siglo XVI sino por los
salesianos en el XIX…
Es cierto que Fray Bartolomé estuvo en ese vergel natural y
también es cierto que hoy la mayoría de aquéllos son cristianos,
pero ojo, no caigamos en la famosa falacia post hoc, propter hoc
(muy común en el ámbito histórico): porque algo esté después de
esto, aquéllo no necesariamente es su causa. El lunes está antes
que el martes, pero no es causa del martes.
Las Casas llegó, efectivamente, a Tezulutlán (La Verapaz) con los
primeros dominicos en 1536 pero sólo estuvo allí tres años… pues
ya en 1540 lo encontraremos (¡nuevamente!) en España para
discutir con Carlos V lo que serán Las Leyes Nuevas. Luego volverá
a América como obispo de Chiapas. Al parecer, quienes sí se
dedicaron a la evangelización de esa zona serán los hermanos en
religión del fraile dominico, especialmente Fray Luis Cáncer de
Barbastro y Fray Pedro de Ángulo, quienes sí estudiaron la lengua
de los aborígenes y permanecieron en aquella zona, a diferencia del
fraile andaluz.
- “¡Pero no, hombre! ¡Las Casas evangelizaba con sus
escritos, con sus denuncias!”.
Y está bien, es un modo de evangelizar completamente lícito;
pero la cosa cambia. Entonces habrá que ver si su “evangelización”
surtió efecto y si fue conforme a la verdad y la justicia; y en esto es,
principalmente, en lo que no se ponen de acuerdo los autores
contemporáneos.
Sin ir más lejos, el mismo William H. Prescott (nada favorable a
España) notó algo asombroso al hablar de Las Casas; al estudiar el
caso de la campaña de Hernán Cortés en Cholula, por ejemplo,
verificó entonces que ninguno de los testigos presenciales de los
hechos (Bernal Díaz del Castillo, Andrés Tapia, etcétera), ni de los
cronistas inmediatos (padre Francisco Clavijero, etcétera),
confirmaban los relatos sangrientos de Las Casas, de lo que
concluyó que el obispo: “Estaba siempre propenso a creer
crédulamente todo lo que hacía a su propósito y a recargar sus
cuadros con tantas escenas de sangre y exterminio, que de puro
extravagantes y exageradas sus noticias, traen su refutación
consigo mismas”.
Con los otros trescientos sesenta y nueve escritos de Las Casas,
recopilados por Pérez Fernández, sucede lo mismo. Prácticamente,
apunta Lewis Hanke “ningún lascasiano parece aprobar en su
totalidad las interpretaciones de sus colegas”. Lo atribuye al hecho
de que “seamos individuos singularmente beligerantes y a quienes
nos gusta la controversia por sí misma” y recomienda definir
actitudes ante Freud, dados los autoengaños[137].
Disputas que se generan en su fuente última. Tal, por caso, la
entablada entre Luciano Pereña Vicente y fray Manuel María
Martínez a propósito de la autoría del tratado De regia potestate.
Este libro de Las Casas recogía a su vez dos de sus obras
anteriores: Principia quaedam ex quibus procedendum est in
disputatione ad manifestandum y los Tesoros del Perú y fue
publicado en Frankfurt en 1571. Pereña sostuvo que el libro era un
entero plagio del tratado político de Lucas de Penna In tres
posterioris libris codicis iustiniani, autor al que cita al pasar. Fray
Manuel María Martínez dice que Las Casas no pudo conocer esa
obra y por lo tanto, no pudo copiarla. Habrá sido casualidad,
telepatía o clarividencia que lo llevó a repetir literalmente las páginas
del otro...
¿Plagiario? Nunca se sabrá.
Pero frenemos acá…; seguimos escribiendo desde el presente y
esto no es lo que buscamos pues, como dice Belloc, “no es
historiador el hombre que no sabe responder desde el pasado”.
¿Cómo sería si intentásemos ver a Las Casas de costado, es
decir, visto por sus contemporáneos? ¿Qué habrán dicho? Pues
bien, pasemos a ellos entonces para que después, cada uno, saque
sus propias conclusiones[138].
1. Pánfilo de Narváez y Antonio Velázquez, procuradores de
Cuba, 1516: “Este clérigo es una persona liviana, de poca autoridad
y crédito. Habla de lo que no sabe ni vio. Que piensa conseguir
prelacía y mandato por la murmuración en que se pone”[139].
2. Fray Bernardino de Manzanedo, de los padres Jerónimos,
refrendado por fray Luis de Figueroa, al Juez de Residencia, 1518:
“Que Las Casas no se traslade a España porque es una candela
que todo lo encenderá”[140].
3. Rodrigo de Contreras, gobernador de Nicaragua, 1536: “El
dicho fray Bartolomé de las Casas es hombre muy desasosegado y
perjudicial y que todos los más sermones que predica son después
de haber habido algún enojo o pasión, para manifestarlo en el
púlpito, muy fuera de la doctrina evangélica y en escándalo y
alteración de los oyentes”[141].
4. Memorial de los vecinos de Guatemala al Rey, 10 de
septiembre de 1543: “Engáñase el Padre religioso Las Casas, Dios
se lo perdone. Un fraile no letrado, no santo, vanaglorioso,
apasionado, inquieto y no falto de envidia”[142]. Téngase en cuenta
el carácter “democrático” y “popular” de este dicho de los vecinos
guatemaltecos…
5. Alonso de Maldonado, presidente de la Audiencia de los
Confines de Guatemala, 22 de octubre 1545: “Sois un bellaco, mal
hombre, mal fraile, mal obispo, desvergonzado y mereceríais ser
castigado”. Escribió al emperador Carlos V diciendo que “mucho
mejor sería que Las Casas estuviese encerrado en un monasterio y
no como obispo en las Indias”[143].
6. Francisco Marroquín, obispo de Guatemala al rey Carlos V, 17
de agosto de 1545: “Yo sé que él ha de escribir invenciones e
imaginaciones, que ni él las entiende ni entenderá... porque todo su
edificio y fundamento va fabricado sobre hipocresía y avaricia y así
lo mostró luego que le fue dada la mitra: rebozó su vanagloria como
si nunca hubiera sido fraile y como si los negocios que ha traído
entre las manos no pidieran más humildad y santidad para confirmar
el celo que había mostrado”[144].
7. Licenciado Juan Rogel, oidor de la Audiencia de los Confines
de Guatemala, marzo 1546: “...una de las razones que las han
hecho aborrecidas (las Leyes Nuevas, de 1542) es ver la mano de
Vuestra Señoría (Las Casas) puesta en ellas... como los
conquistadores tienen a Vuestra Señoría por tan apasionado contra
ellos, entienden que lo que procura por los naturales, no es tanto por
el amor de los indios, cuanto por el aborrecimiento de los
españoles”[145].
8. A Fray Toribio de Benavente o Motolinía lo veremos con más
detenimiento por el lugar que le tocó en la historia de Las Casas. El
fraile franciscano, escribía al rey Carlos V, el 2 de enero de 1555, lo
siguiente:
“No tiene razón el de Las Casas de decir lo que dice y escribe
e imprime y más adelante, porque será menester, yo diré hasta
dónde llegan y en qué paran sus celos y sus obras, si acá
ayudó a los indios o los fatigó...”. “Por cierto que para con unos
poquillos cánones que el de Las Casas oyó, él se atreve a
mucho y muy grande parece su desorden y muy poca su
humildad y piensa que todos yerran y que él solo acierta...”. “Yo
me maravillo de ver cómo Vuestra Majestad y los de vuestros
Consejos han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan
pesado, inquieto e importunador y bullicioso y pleitista en hábito
de religión tan desasosegado, tan malcriado y tan injuriador y
perjudicial y tan sin reposo. Yo conozco al de Las Casas hace
quince años. Antes de venir a esta tierra, él iba a ir a la tierra
del Perú. No pudo pasar allá, estuvo en Nicaragua y no se
sosegó allí mucho tiempo. De allí vino a Guatemala, y menos
paró allí. Después estuvo en la nación de Guaxaca y tan poco
reposo tuvo allí como en las otras partes. Y después que aportó
a México, estuvo en el monasterio de Santo Domingo y en él
luego se hartó y tornó a vagar y andar en sus bullicios y
desasosiegos; siempre escribiendo procesos y vidas ajenas,
buscando los males y delitos que por toda esta tierra habían
cometido los españoles, para agraviar y encarecer los males y
pecados que han acontecido...”. “El acá apenas tuvo cosa de
religión... porque todos sus negocios han sido con algunos
desasosegados, para que le digan cosas que escriba conforme
a su apasionado espíritu contra los españoles, mostrándonos
que ama mucho a los indios y que él solo los quiere defender y
favorecer más que nadie. En lo cual acá muy poco tiempo se
ocupó, si no fue cargándolos y fatigándolos. Vino (así) el de Las
Casas, siendo fraile simple y aportó a la ciudad de Tlaxcala,
traía tras de sí cargados veintisiete o treinta o siete indios, que
acá llaman tamenses... Yo entonces le dije al de Las Casas:
¿cómo, padre, todos vuestros celos y amor, que decís que
tenéis a los indios, se acaba en traerlos cargados y andar
escribiendo vidas de españoles y fatigando a los indios, que
sólo vuestra caridad traéis cargados más indios que treinta
frailes? Y pues un indio no bautizáis ni doctrináis; bien sería que
pagaséis a cuantos traéis cargados y fatigados...”. “Cuando vino
Obispo de Chiapas... le prestaron dineros para pagar deudas
que de España traía y a los muy pocos días los excomulgó...”.
“Después el de Las Casas tornó a sus desasosiegos y vino a
México y pidió licencia al virrey para volver a España y aunque
no se la dio, no dejó de ir allá sin ella, dejando acá muy
desamparadas y muy sin remedio las ovejas y almas a él
encomendadas, así españoles como indios...”. “No tuvo sosiego
en esta Nueva España, ni aprendió lengua de indios ni se
humilló ni se aplicó a enseñarles. Su oficio fue escribir
procesos... y ciertamente este oficio solo no lo llevará al cielo. Y
lo que así escribe, no es todo cierto ni averiguado...”. “Después
que el de Las Casas allí (en Chiapas) entró por obispo, quedó
destruida en lo temporal y en lo espiritual, que todo lo enconó y
ruego a Dios que no se diga de él que dejó las almas en las
manos de los lobos y huyó... la tal renuncia más se llama
apostasía... no sabemos si delante de Dios estará muy seguro
el tal obispo...”. Vuestra Majestad le debía mandar encerrar en
un monasterio, para que no sea causa de mayores males.
“Quisiera yo ver al de Las Casas quince o veinte años
perseverar en confesar cada día a diez o doce indios enfermos,
llagados y otros tantos sanos, viejos que nunca se confesaron y
entender en otras muchas cosas espirituales tocantes a los
indios. Y lo bueno es que allá a Vuestra Majestad y a los demás
de sus Consejos, para mostrarse muy celoso, él dice: fulano no
es amigo de los indios, es amigo de los españoles, no le deis
crédito. Ruego a Dios que acierte él a ser amigo de Dios y de
su propia alma...”.
“Él acá apenas tuvo cosa de religión… Y pues un indio no
bautizáis ni doctrináis… Quisiera yo ver al de Las Casas quince o
veinte años perseverar en confesar cada día a diez o doce indios
enfermos, llagados y otros tantos sanos…”.
No estaba, entonces, muy contento el fraile Motolinía en el modo
de hacer apostolado de Las Casas; es cierto que los dominicos son
frailes que se dedican al estudio, la predicación y la oración, pero en
aquellas tierras se necesitaban misioneros y no frailes que, con la
mejor buena intención, exagerasen sin ser pastores con olor a
oveja, como andan diciendo por ahí.
Pero sigamos con su relación:
“Y Dios perdone al de Las Casas, que tan gravísima
deshonra y disfama y tan terrible injuria y afrenta a una y
muchas comunidades y a una nación española y a sus
príncipes y consejeros con todos los que en nombre de Vuestra
Majestad administran justicia en estos reinos... Sabido es qué
pecado comete el que deshonra y difama a uno y más el que
difama a muchos y mucho más el que difama a una república y
nación. Si el de Las Casas llamase a los españoles y
moradores de esta Nueva España tiranos y ladrones y
robadores y homicidas y crueles salteadores cien veces,
pasaría; pero llámalos cien veces ciento...”.
“¿Dónde se halló condenar a muchos buenos por algunos
pocos malos?”.
“Y sepa Vuestra Majestad por cierto que los indios de esta
Nueva España están bien tratados y tienen menos cargas y
tributos que los labradores de la vieja España, cada uno en su
manera...”.
“De diez años a esta parte falta mucha gente de estos
naturales; y esto no lo ha causado malos tratamientos, porque
hace muchos años que los indios son bien tratados, mirados y
defendidos, mas lo han causado muy grandes enfermedades y
pestilencias que en esta Nueva España ha habido... si las
causan los grandes pecados e idolatrías que en esta tierra
había, no lo sé”.
“Bien parece que supo Las Casas poco de los ritos y
costumbres de los indios de esta Nueva España... también
parece que sabe poco de lo que pasaba en las guerras de estos
naturales; porque ningún esclavo se hacía en ellas, ni
rescataban ninguno de los que en las guerras prendían, mas
todos los guardaban para sacrificarlos... por lo cual las guerras
eran muy continuas. Porque para cumplir con sus crueles
dioses y para solemnizar sus fiestas y honrar sus templos,
andaban por muchas partes haciendo guerra y salteando
hombres, para sacrificar a los demonios y ofrecerles corazones
y sangre humana; por lo cual padecían muchos inocentes.
2 de enero 1555 años. Humilde siervo y mínimo capellán de
Vuestra Majestad Motolinía, fray Toribio”[146].

9. Bernal Díaz del Castillo, 1568: “Lo que dice el obispo fray
Bartolomé de las Casas, aquello y otras cosas que nunca
pasaron”[147].
10. Domingo de Soto, O. P, 1552: “El señor obispo Las Casas, si
yo no me engaño, se engaña”[148].
11. Juan Ginés de Sepúlveda, 1551: “Me sería muy enojoso traer
ahora a colación todos los chismes, artificios y maquinaciones de
que se ha servido este astuto y hábil charlatán (Las Casas) para
quitarme la razón y obscurecer la verdad, dejando pequeñito en
astucia al célebre Ulises. Para ello, como digo, se ha valido de toda
clase de artimañas y se ha rodeado de un grupo de amigos
dispuestos a corearle… Más astuto que un zorro y más dañino que
un escorpión… se dedica a contar a los príncipes toda clase de
chismes y embustes”… “Si me apuras un poco te diré que es uno
solo el que tal calumnia ha lanzado; ahora bien, uno solo que por su
doblez, charlatanería y orgullo vale por muchos (fray Bartolomé de
las Casas)”[149].

***

A menudo suele acusarse a quien hace historia de ver los hechos


pretéritos con la mirada actual. Si esa mirada es circunstancial,
entonces comete un exceso; si esa mirada hace al fondo de la
cuestión, lo blanco es blanco y lo negro es negro, aquí y ahora o en
Egipto hace 2000 años.
Las Casas sigue abriendo polémicas por su modus operandi y sus
exageraciones, macaneos y extrañísimo modo de “evangelizar”.
Quizás por eso el proceso de beatificación (a pesar de la enorme
propaganda que los progres le han hecho) aún no prospera.

Que no te la cuenten…
Capítulo V
España al confesionario:
La controversia de V alladolid

«La Controversia fue esencialmente un examen de conciencia religioso preparado


por orden de un monarca (…). Un caso único en la historia» (Jean Dumont).

Para quien no adhiera al mito rousseauniano del “buen salvaje”,


es común que piense que, cada tanto, el hombre peca; es decir,
yerra, se equivoca. Esta era la visión (la cosmovisión) de la época
que intentaremos reseñar aquí; una cosmovisión cristiana que
analizaba sus actos independientemente de los resultados. Porque
entonces, la ley natural y la ley divina aún existían; no habían sido
derogadas por la modernidad ni pasadas al arcón de las
prescripciones
De todo esto se trató la famosa Controversia de Valladolid, a
saber, de un planteo moral y de conciencia sobre lo que se estaba
realizando –por entonces– en las lejanas Indias occidentales. Y no
será Inglaterra, ni Holanda, ni Francia, ni Portugal, quienes se
cuestionen la legitimidad de las conquistas, sino España y el
mismísimo emperador Carlos V, futuro monje de Yuste.
Para comenzar el análisis, conviene tener en cuenta que, a
diferencia de lo que habitualmente se cree, la conquista de América
fue una empresa llena de emprendimientos particulares, de
aventureros y de hombres osados; no todos eran evangelizadores ni
misioneros, ni hombres de “Iglesia”, como lo plantea Vicente Sierra
con gran realismo:
“El hombre, para subsistir, necesita de un medio económico.
¡Quién lo duda! Creer que los Conquistadores dejaban su
patria, corriendo el riesgo de una navegación en la que las
naves que llegaban eran casi tantas como las que se perdían,
para internarse en lo desconocido –¡y lo que era ese
desconocido cuando se trataba de las selvas amazónicas, las
punas chilenas o las fragosidades de Santa Marta!– (…)
conducidos sólo por afanes espirituales, sería caer en
torpeza”[150].
América fue “cosa de laicos”, con sus bienes y sus males; y era
natural que fuera así: era la tierra de las posibilidades y de las
novedades. En las tierras recién descubiertas se necesitaban
hombres, y hombres que quisieran poner el hombro para la
empresa[151].
“Este fue el caso de la conquista de Chile por Valdivia en
1550; el caso de la conquista de México por Cortés a partir de
1519, sin haber recibido esta misión ni pedido autorización, sin
ninguna ayuda del aparato militar nacional. Su compañero
Bernal Díaz del Castillo lo recuerda en su crónica de esta
conquista: «México se descubrió a nuestro cargo, sin que Su
Majestad tuviera conocimiento de ello»”[152].
De hecho, el conjunto de la nación española –para llamarla hoy
de esa forma– apenas participó al inicio de la empresa
conquistadora. Es más: si se contase la gente que, oficial o extra-
oficialmente, pasaba de España a América, antes de los primeros
cincuenta años del descubrimiento, apenas tendríamos, según
Dumont, “una centena de personas por año para toda España. Una
miseria. Una nadería (…). En el debate sobre la cuestión americana
la sociedad española, de hecho, no se comprometió. Para esta
quintaesencia de Europa, altamente civilizada y desarrollada, que se
abría directamente a los más ricos territorios europeos, que sin ser
españoles eran suyos, América no era sino un débil espejismo
lejano, espejismo que se sabía sobre todo miserable y carente de
interés. Es preciso ser conscientes de ello: América no interesaba
apenas a los españoles de la época”[153].
Y uno podrá preguntarse: “¿Por qué apenas interesaba?; ¿acaso
no había noticias de ciertas riquezas del nuevo continente?”. No; de
hecho, al inicio, no, pues pasarían un par de décadas hasta que se
encontrasen las primeras minas de oro y plata.
El hecho de que apenas Las Indias interesase a los españoles se
ve claramente en el segundo viaje de Colón, quien aun ostentando
el cargo de Almirante, tendrá enormes dificultades para conseguir
tripulantes en su aventura (máxime cuando los marineros de la
segunda expedición, narraron a su regreso la matanza sufrida por
parte de los indios[154] a quienes se habían quedado como guardia
del Fuerte Navidad en “La Española”).
Sea como fuere y aunque muchos de los viajes a las Indias
fuesen a título privado, lo que sucedía allí, recaía bajo la
responsabilidad de España a raíz de la donación papal de los
primeros años; era el Sumo Pontífice quien así lo había dispuesto,
pues “el Papa recibía el reconocimiento general de los soberanos
cristianos de la época como dispensador de la soberanía temporal
sobre territorios infieles en los que no estaba establecida por ningún
derecho anterior, a título de lo que los canonistas llamaban su
«jurisdicción inmediata y universal»”[155].
1. Los indios y su situación jurídica a la muerte de Isabel

Creemos que, si ha existido un gobernante más vapuleado en la


historia con enorme injusticia, esa ha sido la reina Isabel. Fue la
esposa de Fernando de Aragón, la gran defensora de los indios, una
sin par en este sentido, como lo demuestra en su famoso
Testamento:
“Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica
las islas y Tierra Firme del mar Océano, descubierto y por
descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo
suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos
hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos
de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, enviar a su
dicha personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los
vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y
enseñar buenas costumbres, poner en ello la diligencia debida,
según más largamente en las letras de dicha concesión se
contiene. Suplico al Rey mi señor muy afectuosamente, y
encargo y mando a la Princesa mi hija, y al Príncipe su marido
que así lo hagan y cumplan, y que este sea su principal fin y en
ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a
que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y
Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en
sus personas y bienes; mas manden que sean bien y
justamente tratados; y, si algún agravio han recibido, lo
remedien y provean, de manera que no se exceda alguna cosa
de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos
es mandado”[156].
Estas eran las palabras de la gran reina castellana y esta era su
voluntad, la voluntad de España; sin embargo, poco tiempo después
de su muerte, los habitantes del Nuevo Mundo quedarían un tanto
desamparados sin su abogada; y el peligro crecería
proporcionalmente con las riquezas que allí se encontraban.
Pero Isabel no sería la única en reaccionar; hubo otros hombres,
principalmente “de Iglesia”, que levantarán en alto la voz; fue el
caso, entre otros, del dominico Montesinos, quien ya en 1511
denunciaba sin tapujos en sus sermones[157]:
“Estos [Indios] ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros
mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis
en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y
horrible servidumbre a aquestos Indios? [...] ¿Cómo los tenéis
tan apresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos en sus
enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais,
incurren y se os mueren, y, por mejor decir, los matáis por sacar
y adquirir oro, cada día? (…). Debéis saber que manteniendo
oprimidos y fatigados a estos indios no podréis alcanzar la
salvación de vuestra alma, ni nosotros podremos absolveros en
confesión más que a los criminales que asaltan y matan por los
caminos”[158].
Como vemos, el maltrato de algunos respecto de los indios
(vasallos libres de la corona), era reprobable; y se reprochaba.
Montesinos encenderá la mecha que humeará durante gran parte de
los primeros años y será la que, cuarenta años después, motivará la
Controversia de Valladolid: “Los reyes de España ¿han recibido
sobre las Indias el poder de un gobierno despótico? Los que utilizan
a los indios como esclavos, ¿no están obligados a restitución?”.
Estas dos preguntas calarían hondo en el alma del nieto de la reina
Isabel.
El ambiente comenzaba a caldearse, al punto que, en 1513, el
mismo Fernando el católico, se vería obligado a tomar riendas en el
asunto. Fueron entonces las suspicacias, las críticas y la distancia –
factor importante al momento de recibir las noticias– el motivo que
llevó al dictado de una legislación reguladora para Indias, naciendo
así las famosas Leyes de Burgos, donde, amén de regular el modo
de conquistar, se legisló sobre lo que había comenzado a ser un
hecho consumado: la encomienda.
La corona “encomendaba” a determinados españoles, un número
específico de indios con el fin de civilizarlos y acristianarlos,
tratándolos como a “personas libres, como lo son, y no como
siervos”[159], al mismo tiempo en que se les debía proporcionar
alimentación y salario, a cambio de trabajo.
Valga anotar aquí, como lo hace Dumont, algunos puntos al
respecto de esta denostada institución:
“¿Quedaban los indios despojados de sus tierras e
instituciones en las encomiendas, como se repite de forma casi
generalizada siguiendo los prejuicios lascasianos? En absoluto
(…). La propiedad india, a la cual los encomenderos no tenían
ningún derecho y que era necesaria para permitir el pago del
tributo, cubría prácticamente todo el territorio de las
encomiendas. Además, en ella conservaban los indios sus
propias instituciones comunitarias: caciques hereditarios,
«principales» (nobles), municipios y «cajas de comunidad». Sí
habrá desposesión y alienación de los indios (…) pero eso
ocurrirá tras la desaparición de las encomiendas, en lo que
desde entonces se llaman «haciendas» de los nuevos dueños
de América una vez independientes de España, liberales,
jacobinos y laicistas del siglo XIX”[160].
Fernando el católico ordenaba específicamente (Ley 24) que
nadie osara “dar de bastonazos o latigazos a un indio, ni llamarle
‘perro’ ni por ningún otro nombre, si no es el suyo propio”. Las
cargas de transporte excesivas estaban prohibidas. Su trabajo en
las minas no debía sobrepasar los cinco meses, seguidos de un
reposo de cuarenta días; “a las mujeres embarazadas no debía
imponérseles ningún trabajo”[161].
Al parecer, todo estaba arreglado…; las Leyes en vigencia debían
obedecerse y nada más. Pero el hombre es ese Prometeo que
siempre intenta liberarse de las cadenas; las críticas se sucedían a
pesar de la legislación y, a las protestas de Montesinos, se unirían
las del padre Córdoba, prior de su convento en Santo Domingo:
“Que Vuestra Majestad les mande dejar [los Indios], que
mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como
antes, que no que los nuestros y ellos”[162].
Fernando, luego de oír las nuevas voces, “ordenó al padre, como
rey y vicario apostólico de las Indias, que ‘se encargara él mismo de
remediar el mal’” a lo que el religioso respondió: “Señor, no es mi
profesión ocuparme de asuntos tan arduos. Suplico a Vuestra Alteza
que no me lo ordene”.
Es que el hombre es pronto a criticar, pero lento para poner el
pellejo (lo mismo hará Las Casas con Carlos V cuando, en 1518,
éste le plantee lo propio: denunciar un problema sí, solucionarlo no).
El católico rey don Fernando afinará aún más el lápiz y dictará, el 28
de Julio de 1513 las Leyes de Valladolid (tomemos nota: apenas
veinte años después de la conquista, ya España se ocupaba de los
abusos denunciados), donde se decía que:
“1) No debía obligarse a las mujeres indias casadas a trabajar
en las minas con sus maridos, ni en ningún otro lugar, salvo en
sus tierras o en las tierras de los españoles, a condición de que
recibiesen, en este último caso, el salario correspondiente.
Quedaba confirmado que ningún trabajo podía imponérseles
caso de que estuviesen encintas; 2) No se podía imponer
ningún trabajo a los jóvenes indios e indias de menos de
catorce años, salvo pequeñas tareas como arrancar las malas
hierbas en la tierras de sus padres; 3) No podía imponerse a las
jóvenes indias solteras trabajo alguno que no fuese sino en las
tierras de sus padres o de otros, debiendo recibir en este último
caso el salario exigido por sus padres; 4) el trabajo de los indios
en las minas quedaba limitado a un total de nueve meses por
año, pudiendo dedicar los tres meses restantes a trabajar sus
tierras, o las de otros si recibían el salario correspondiente; 5)
Debían recibir la libertad plena, fuera de las encomiendas, los
indios a los que se consideraba capaces de vivir políticamente
en sus propios pueblos”[163].
Es decir, toda una legislación de avanzada para la época teniendo
en cuenta que, la primera ley que reguló, por ejemplo en Francia, el
trabajo de las mujeres y los niños es de 1841, es decir, tres siglos
más tarde…
Pero las dificultades seguirían, pues no bastaba con las leyes.
2. Un Papa equivocado

El padre Bernardino de Minaya, sacerdote dominico e incansable


viajero, había recorrido casi toda tierra firme conquistada;
apasionado defensor de los indios, al llegar a México alrededor de
1530 se encontró con que, a pesar de la prohibición expresa de
hacer esclavos a los indios, la misma subsistía en dos casos:
respecto de los prisioneros de guerra y los condenados a muerte
cuya pena se había conmutado por la de esclavitud (la sufría no
más de un 0,05% de una población de 6,5 millones de habitantes:
unos tres mil indios).
Compadecido de ello Minaya convenció de este peligro horroroso
al P. Julián Garcés, hermano suyo en religión que poco tiempo atrás
había sido nombrado obispo de la pequeña diócesis de Tlaxcala en
México de que algo debía hacerse. Garcés, de edad avanzada y
amigo a su vez de Fray Bartolomé de Las Casas, redactó una dura
crítica dirigida al Papa Paulo III, donde denunciaba:
“Los cristianos [españoles] no tenían cuidado de librar las
criaturas racionales hechas a imagen de Dios de las rabiosas
manos de su codicia”[164].
El mismo Minaya, alma mater de la misiva, se ofreció para hacer
de emisario e, ignorando las disposiciones del Consejo de Indias,
llegó hasta el Papa con la protesta. Tal fue su insistencia y tan poca
información era la que llegaba desde el Nuevo Mundo que logró del
pontífice un Breve (Pastorale officium, del 29 de Mayo de 1537), y
una Bula (Sublimis Deus del 2 de Junio de 1537) donde se
decía:
“Declaramos, con autoridad apostólica, que los indios [...] no
pueden ser privados de su libertad ni del dominio de sus cosas;
más aún, pueden libre y lícitamente estar en posesión y gozar
de tal dominio y libertad, y no se les debe reducir a esclavitud.
Habrá que invitar a estos indios [...] a recibir la fe cristiana
mediante la predicación de la palabra de Dios y el ejemplo de
una vida virtuosa”[165].
Es decir, se repetía la doctrina de siempre, pero Roma agregaba
consideraciones virulentas, en la línea de Minaya-Montesinos-Las
Casas:
“Los ‘satélites’ del Enemigo del género humano [es decir,
Satán] tienen la audacia de afirmar en todas partes que es
necesario reducir a los indios a servidumbre [...] bajo pretexto
de que son como bestias incapaces de recibir la fe católica.
Efectivamente los reducen a servidumbre, los abruman con más
trabajos que a los animales irracionales que utilizan”[166].
Es decir, el Papa se había dejado llevar por las apasionadas
denuncias; confundía “esclavitud” con “servidumbre” y englobaba
todo, entrometiéndose además, de manera inaceptable y pública, en
los asuntos de España sin consultar antes a la corona.
“Decretaba las mayores penas canónicas contra los
responsables españoles de América, incluyendo los más altos,
pasando así por encima del rey de España, de sus Consejos e,
incluso, de todo el episcopado americano elegido por estos
últimos e instituido por los mismísimos Papas”[167].
Y los llamaba “satélites del demonio”…; la cosa no quedaría así,
menos aún en épocas en que se podía contradecir sin problemas
las actitudes políticas de un Papa sin temor a ser “misericordiado”.
Una ola de protestas se elevó de parte del Consejo de Indias y de
Carlos V; ambos exigían la revocación de los documentos papales,
denunciando que se había actuado sin conciencia, sin información y
engañado por las exageraciones frailunas. Tan grande fue el planteo
que Minaya llegó a ser encarcelado.
Paulo III comprendió el error político y, con total humildad, mandó
revocar solemnemente la bula y el breve mediante un nuevo
documento (Non indecens videtur, del 19 de junio de 1538) donde
decía:
“Rescindimos, reprobamos con cólera (irritamus) y anulamos
las cartas en forma de breve que nos han sido arrancadas
(extortas)”[168].
Vale tener en cuenta esta revocación que hoy pocos recuerdan;
“desde entonces las cartas reprobadas, anuladas y rescindidas por
haber sido arrancadas con malas artes resurgieron y siguen
resurgiendo por todas partes, aún hoy en día, gracias a la pluma de
autores católicos, incluso de los mejores”[169]; y esto a partir de
algunos prelados de la Iglesia...[170]
Pues bien; este era el terreno que se pisaba ya promediando la
mitad del siglo XVI, terreno que nos servirá de prólogo para la
Controversia.
3. El planteo de los “justos títulos”: los frailes Francisco de Vitoria
y Bartolomé de Las Casas
Es común preguntarse hoy, al adentrarse en la historia
hispanoameri-cana sobre el derecho invocado por España para
conquistar el Nuevo Mundo; y es lícito y necesario hacerlo pero
nada novedoso: eso mismo se preguntaban por entonces en
Europa[171].
Fray Francisco de Vitoria, uno de los padres del Derecho de
gentes, decía ya en 1539 en sus relecciones De Indis, que existían
títulos suficientes e insuficientes para justificar la Conquista;
veámoslos:
1) La donación pontificia–planteaba– era injusta pues el Papa no
tenía potestad jurídica para ejercer el poder temporal sobre las
Indias, en favor de los reyes de Castilla; sólo –según él– podía
conceder la exclusividad de la predicación de la Fe respecto de
otras potencias cristianas[172].
2) La conversión de los indios a la Fe cristiana no justificaba el
poder hacerles la guerra para evangelizarlos.
3) La idolatría de los indios desde el punto de vista del derecho
natural no era suficiente para que las naciones europeas,
impusieran la civilización cristiana.
4) La infidelidad y las malas costumbres tampoco daban derechos
desde el punto de vista de la doctrina cristiana: “Los indios, antes de
tener el menor conocimiento de la fe de Cristo, no cometen ningún
pecado al no creer en Cristo”, decía. Incluso, “cuando la fe cristiana
les haya sido anunciada de manera adecuada y suficiente y no
hayan querido recibirla, no es lícito hacerles la guerra y apoderarse
de sus bienes”, porque no puede exigirse por la fuerza un acto de fe,
que es, esencialmente, libre.
Como justos títulos en cambio, aceptaba: 1) la sociedad e
intercambio natural entre los pueblos; 2) el derecho de evangelizar
que posee la Iglesia; 3) el derecho de proteger a los indios
convertidos a la fe católica; 4) el derecho de reprimir los crímenes
contra la humanidad (defensa ante crímenes rituales, etc.); 5) La
elección voluntaria de los indios que quisiesen ser vasallos de la
corona; 6) la amistad o alianza de los indios con los españoles.
Vitoria era aristotélico, pero antes era cristiano. A estos títulos
legítimos añadía uno pero con ciertas reservas, a saber: la
“donación de humanidad por los pueblos más desarrollados”. ¿De
qué hablaba?
De lo siguiente:
“Otro título podría, no ciertamente afirmarse, pero sí
mencionarse y tenerse por legítimo. Yo no me atrevo a darle por
bueno, ni a condenarle en absoluto. El título es éste: estos
bárbaros aunque no sean del todo amentes[173], distan sin
embargo muy poco de los amentes (…). Puede, pues, alguno
decir que, para utilidad de ellos, pueden los reyes de España
tomar a su cargo el administrarlos y darles gobernadores”[174].
Es decir, ante el grado de barbarismo que parecía existir en
algunas partes del Nuevo Mundo, por el bien de los mismos indios,
Vitoria planteaba la posibilidad de conquista.
Hasta aquí Vitoria.
El caso de Fray Bartolomé de las Casas será diverso: menos
“racional”, si se quiere, admitía solamente como válido el título de la
donación papal, es decir, la potestad de donar las tierras por parte
del Sumo Pontífice, como escribirá en su Tratado comprobatorio de
1549:
“Los reyes de Castilla tienen un título legítimo a ejercer, un
imperio sobre esta parte del mundo que llamamos Indias
Océanas (…) en virtud de la donación que les ha sido hecha,
bajo cierta condición (de evangelización), por la Sede
apostólica”[175].
Si el Papa era el Papa, pues entonces podía disponer de las
tierras a su antojo como vicario de Cristo. Vale la pena retener este
punto independientemente de las razones esgrimidas. Las Casas no
discutía la donación papal.
Ahora bien, las críticas respecto del trato infligido a los indios
seguían: ¿qué debía hacerse?
4. La rectificación de Carlos V y las Leyes Nuevas
Justos e injustos títulos, denuncias e intrigas, exageraciones y
realidades. Tal era el ambiente que se vivía por entonces y tal era el
planteo que Carlos V debía soportar. El emperador era un hombre
sincero, recio pero de conciencia finísima. ¿Cómo debía actuar? Era
tal su preocupación que, como señala Dumont, entre los años 1537
y 1542, él se planteó seriamente la posibilidad de abandonar
completamente las Indias[176] y retornar a la “paz” del continente
europeo.
Carlos V sabía que si había algo que no debía hacerse era una
injusticia; y esto era claro para un monarca católico. Tales
preocupaciones fueron las que lo llevaron a promulgar, el 20 de
noviembre de 1542, las mundialmente conocidas “Leyes
Nuevas”[177] donde se suprimirá el régimen de encomiendas (sin
carácter retroactivo, es decir, seguían vigentes hasta la muerte del
titular); la medida, absolutamente impopular para los españoles en
América, traería sus consecuencias. Había sido Fray Bartolomé, de
gran influencia sobre la persona del emperador, quien había
solicitado su supresión total a cambio de que se enviasen negros a
América en lugar de los indios (dicha proposición la mantendrá tanto
en 1516 como en sus Avisos de 1543).
Sí, así como se lee: cambiar indios por negros, pues éstos eran
menos hombres que aquéllos. Volveremos sobre este tema.
El otro problema, más grave aún, era qué hacer con los
encomenderos. Suprimir la encomienda, en lugar de regularla
progresivamente, era –al decir de Dumont– “el error más grande que
se podía cometer en América”, al punto que poco faltó para que este
error le costara a Carlos V la pérdida del Nuevo Mundo.
Toda América se levantaría contra la decisión imperial:
pacíficamente en México y violentamente en Perú. Es que el
régimen de encomienda, no sólo traía un enorme provecho material
a los españoles en Indias, sino –quiérase o no– espiritual y cultural,
para América, como lo repite una y otra vez Zavala, el gran
estudioso de la encomienda indiana. Desde las épocas de las Leyes
de Burgos los encomenderos,
“tenían a su cargo la obligación legal de enseñar la fe a los
indios o de ocuparse de que se les enseñara. De este modo
aportaban una ayuda considerable, tanto material como moral,
a los religiosos evangelizadores. A esto se refería Zumárraga,
el obispo franciscano de México, en la asamblea del clero
mexicano de 1544: sin las encomiendas «los Indios no serán
bien doctrinados (…) y, no teniendo los españoles las dichas
encomiendas, no se podrán sustentar muchos pobres e
religiosos frailes (…), de que sucederá mucho detrimento en la
doctrina cristiana». En el Perú sucedía lo mismo (…): «Consta
documentalmente con qué celo [muchos encomenderos] se
preocuparon de contratar religiosos que doctrinasen a sus
indios, y cuando esto no fue posible, asalariaron a legos para
que hicieran las veces de los tonsurados»”[178].
Liquidadas con las Leyes Nuevas las encomiendas, ya no existían
más leyes regulatorias, sufriendo en primer lugar las consecuencias,
el mismo indio, que ahora quedaba legalmente desprotegido. Sin un
régimen positivo, ahora todos quedarían a merced del libre
comercio.
Además sin la ayuda política y militar de los encomenderos, la
evangelización se hacía casi imposible. El sistema utópico (por
decirlo de alguna manera) ya se había intentado en Guatemala;
había sido allí donde, a instancias de Las Casas, se había intentado
evangelizar sin la ayuda del brazo secular; era la ciudad de la Vera
Paz (durante los años 1540-1555) donde todo funcionó
medianamente bien al inicio; sin embargo, en 1555 los pacíficos
indios lacandones terminarán la romántica empresa en un tremendo
baño de sangre (sacrificios y rituales humanos incluidos[179]; ésta
fue una de las razones por las cuales el mismo Las Casas, al ser
nombrado obispo de Chiapas, logró siquiera estar un año en su
sede episcopal dado que “le habían rechazado todos los demás
religiosos mexicanos, reunidos en asamblea en México”[180]).
Las dos espadas se necesitaban mutuamente, guste o no
(volveremos sobre el tema).
Tal era entonces el panorama en América cuando Carlos V –al
igual que Paulo III– entendió que era un error el haber suprimido las
encomiendas y retractó su decisión (entre octubre de 1545 y abril de
1546).
Nos encontramos así a las puertas de lo que será la grandiosa
“controversia”.
5. La convocatoria a la Controversia de Valladolid
Un Papa y un emperador que se retractaban, críticas y contra-
críticas, servidumbres y encomiendas, usos y abusos… El ambiente
estaba caldeado, era incierto, movedizo… ¿hacía falta, entonces,
echar más leña al fuego convocando a una disputa semi-pública al
estilo medieval? ¿Era necesaria? ¿Sobre qué puntos debería
discutirse?
Apuremos el trago y digamos de entrada para qué no se convocó
la Controversia de Valladolid, a saber, no se trató aquí de discutir la
condición humana o inhumana de los indios; nadie lo dudaba.
Porque simplemente no eran aquéllas, éstas, nuestras épocas
“evolucionadas” donde algunos incluso quisieron negar el completo
desarrollo de algunas razas humanas; no: ni Spencer ni Darwin
existían por entonces. Pero, ¿desde cuándo ha surgido esa opinión
común de que “los españoles dudaban del alma racional de los
indios”? Al parecer, no hace mucho; más específicamente, quizás se
haya hecho famosa luego de la novela pseudo-histórica de Jean-
Claude Carrière titulada “Controversia de Valladolid”, masificada
luego por un film (algo similar –aunque de menor calidad– a lo que
aconteció por los ’80 con “El nombre de la rosa” de Umberto Eco y
la posterior película protagonizada por Sean Connery).
Pero salgamos de la ficción.
En realidad, dos fueron los motivos reales de este examen de
conciencia político.
El primero y principal, el planteo era “¿cómo continuar con la
conquista?”.
A cincuenta años del descubrimiento los emprendimientos
privados eran cada vez mayores y debía analizarse el modo en que
se estaban llevando a cabo.
El segundo motivo, tenía nombre y apellido, pues era el mismo
Carlos V quien, en persona y ya llegando al final de su vida,
necesitaba tranquilizar su conciencia sobre lo que sucedía más allá
del océano atlántico, como señala Dumont:
“La crisis de conciencia sobre la Conquista es ahora y ante
todo la suya ante Dios. Siempre se ha tomado muy en serio sus
responsabilidades como cristiano en relación con América,
incluso hasta la minuciosidad. Al encomendar el 22 de
septiembre de 1525 la misión de un viaje de descubrimiento en
América al navegante Sebastián Caboto, le recomienda: –
Velad con gran cuidado de no llevar en vuestra compañía
ninguna persona conocida públicamente por su costumbre de
blasfemar; pues no es mi voluntad que tales personas vayan en
las cosas de mi servicio”[181].
Fueron éstos y no otros los motivos.
Dos personajes absolutamente distintos entrarán a disputar en
una contienda antológica: el mismísimo confesor imperial, el Padre
Juan Ginés de Sepúlveda, eminente teólogo y humanista del
momento, traductor de Aristóteles y hombre moderado, y Fray
Bartolomé de las Casas, el mismo fraile vehemente e iluminado
quien, poco tiempo antes, había logrado la supresión de las
encomiendas.
El “tema” de la disputa era sencillo: “tratar y hablar de cómo
podían ser conducidas las conquistas en América justamente y con
seguridad de conciencia” y las “expediciones de
descubrimiento”[182].
¿Quiénes más participarían de la misma? Lejos de lo que pudiera
imaginarse, no todos serán curas o frailes, sino juristas eminentes
que, lejos de toda polémica, deseaban llegar a conclusiones válidas;
amén de Bernardino de Arévalo (el único franciscano), Cano, Soto,
Carranza y Las Casas (todos dominicos) y Sepúlveda (sacerdote
secular), el resto eran seglares; vale decir que sólo Arévalo y Las
Casas habían estado en América:
“La Controversia de Valladolid, a la que muchos intentan
reducir al estrecho círculo evangélico-polémico de Las Casas,
incluía no sólo a los cuatro jueces religiosos (o cinco si
contamos al obispo silencioso e intermitente) que
supuestamente le apoyaban. Incluía también a otros diez
jueces, juristas y administradores pertenecientes a los Consejos
reales y encargados de administrar de forma efectiva, tanto en
principio como en la práctica, los tan arduos asuntos
espirituales y temporales de América. Varios de ellos eran
personas eminentes en cuanto a información, reflexión y
acción”[183].
Así, el 15 de Agosto de 1550, en la capilla del convento dominico
de San Gregorio de Valladolid, se abriría el histórico debate.

6. El desarrollo de la Controversia y sus planteos


Apenas comenzada la disputa, las rispideces no dejaron de
evidenciarse; y no podía ser de otra manera: Las Casas y
Sepúlveda eran dos personalidades muy dispares; polemista
acalorado el uno y humanista sereno el otro. Todo indicaba que la
controversia sería interesante.
El tema planteado desde el inicio era, como decíamos más arriba,
el modo de hacer la conquista. Sin embargo, desde un inicio, se
derivarían en muchos otros como lo señala el mismo Soto,
participante del debate:
“No han tratado esta cosa así, en general y en forma de
consulta; mas, en particular, han tratado y disputado esta
cuestión: a saber si es lícito a Su Majestad hacer guerra a
aquellos Indios antes que se les predique la fe, para sujetarlos a
su imperio y que, después de sujetados, puedan más fácil y
cómodamente ser señalados y alumbrados por la doctrina
evangélica, del conocimiento de sus errores y de la verdad
cristiana. El Doctor Sepúlveda sustenta la parte afirmativa,
afirmando que tal guerra no solamente es lícita, mas
expediente. El señor obispo [Las Casas] defiende la negativa,
diciendo que no tan sólo no es expediente, mas no es lícita,
sino inicua y contraria a nuestra cristiana religión”[184].
Intentaremos aquí, a modo de resumen, analizar los temas
tratados a modo de preguntas y respuestas.

a. ¿Autorizan las bulas papales a someter a los indios?

Ni Las Casas ni Sepúlveda –a diferencia de Vitoria– discutían la


legitimidad de las bulas pontificias que otorgaban, por donación
papal, “las tierras descubiertas y por descubrir” a España; lo que
planteaban, sí, era el alcance que tenía dicha donación. Es decir:
¿qué se podía y qué no se podía en América?
El dominico, por su parte, afirmaba que Alejandro VI sólo había
podido conceder lo que Cristo mandaba, a saber, evangelizar
pacíficamente:
“Lo que ha concedido el Papa a los reyes es que se pongan a
la cabeza de los príncipes indios que se conviertan a la fe
cristiana y que los tengan como súbditos bajo su tutela o
jurisdicción”[185].
Es decir; sólo los indios convertidos serían súbditos de Carlos V y
no el resto. Sepúlveda, por su parte, opinaba que las bulas
alejandrinas descartaban esta interpretación “condicional” de la
soberanía al decir que la misma “la vaciaba de todo contenido real,
al subordinarla a la aceptación de los indios y a la restitución que
debería serles hecha de las conquistas americanas realizadas por
los Reyes Católicos y por el emperador”[186]; descontaba, por otra
parte, que los indios debían ser bien tratados.
Se abría entonces el juego a una segunda cuestión, a saber: los
depositarios de la evangelización y su condición.

b. La condición “natural” de los indios: ¿justifica que se les


someta?

Independientemente de la donación papal, ya Vitoria había


apelado –con reservas– a cierto “orden natural” planteado por
Aristóteles: “hay pueblos destinados a ser sometidos y otros a
someter”– decía. Dicha tesis, que había reaparecido en pleno
Renacimiento, no provenía como suele pensarse de la sólida
tradición tomista, sino del dominico escocés John Meyr (seguidor de
Duns Scoto, que no de Santo Tomás) quien ya en 1510 enseñaba
acerca del Nuevo Mundo:
“Este pueblo vive de manera bestial. Ya Ptolomeo ha dicho
en su Quadriparti que de un lado al otro del Ecuador viven
hombres salvajes: eso es precisamente lo que la experiencia
confirma. De ello se deriva claramente que el primero que
ocupe esas tierras puede, con pleno derecho, someter a los
pueblos que habiten en ellas, puesto que son siervos por
naturaleza”[187].
Vale la pena decirlo: la decadencia escolástica no era sólo
cuestión de libros, sino que tenía sus consecuencias[188]. Resulta sin
embargo llamativo cómo Sepúlveda, gran traductor y comentador de
Aristóteles, es extremadamente prudente al momento de citarlo en
su favor; por el contrario, más que en los “principios” aristotélicos, se
basará en las Crónicas que llegaban del Nuevo Mundo
(puntualmente, las de Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la
Historia general y natural de las Indias y primer historiador de la
conquista).
Las Casas por su parte, metiéndose en terreno ajeno, sí citará a
Aristóteles cuantas veces pueda, con el afán de apoyar sus planteos
en alguna autoridad respetable por entonces.
Pero vayamos a sus argumentos.
¿Cuál era la opinión de Sepúlveda?
Por empezar, levantemos el cargo sobre lo que habitualmente se
dice: “Sepúlveda opinaba que los indios no eran humanos”. ¡Vaya
desfachatez simplificadora! El teólogo salmantino, simplemente
analogaba a los indios con los “bárbaros”, es decir, con los pueblos
paganos y faltos de educación, pero abiertos al perfeccionamiento.
Al menos eso es lo que podía oírse y leerse al respecto de lo que
ocurría en Indias:
“¿Ha tomado Sepúlveda al pie de la letra la expresión
aristotélica «siervos por naturaleza, o incluso «esclavos por
naturaleza»? ¿Ha sacado de aquí la conclusión de que los
indios debían ser reducidos a la servidumbre o a la esclavitud?
Nada de eso (…). Aconseja respecto a ellos una actitud en
cierto modo familiar, hecha de autoridad educativa o protectora,
«como de adulto a niño, de hombre a mujer»”[189].
Para Sepúlveda el “indio” era un niño que desconocía aún los
preceptos morales y civilizadores del viejo continente, de allí que, en
ese intercambio de dos mundos, los indios estuviesen recibiendo
más beneficios de los que otorgaban:
“Cierto es, ¡qué duda cabe! que no es en modo alguno
legítimo el despojar de sus bienes, así como el reducir a
esclavitud a los bárbaros del Nuevo Mundo que llamamos
Indios. (...). Yo no mantengo que los bárbaros deban ser
reducidos a la esclavitud, sino solamente que deben ser
sometidos a nuestro mandato. No mantengo que debemos
privarles de sus bienes, sino únicamente someterlos, sin
cometer contra ellos actos de injusticia alguna. No mantengo
que debemos abusar de nuestro dominio, sino más bien que
éste sea noble, cortés y útil para todos”[190].
Hay un abismo, entonces, entre la verdadera doctrina
sepulvediana y la que le han adosado algunos; es cierto que, por
momentos, Sepúlveda tenía expresiones chocantes y poco felices
(“apenas hombres”, llegó a decirle a los indios luego de leer sobre
los sacrificios humanos y el estado permanente de guerra en que se
vivía), pero de allí a decir que eran “no-hombres” o “animales
irracionales”, hay un largo trecho y una enorme injusticia a su
memoria. Su postura era clara, como dice Zavala: era la “tutela del
bárbaro por el prudente”[191] o, como narra Parry “un sano y
prudente imperialismo”, al servicio, en primer lugar, de los indios.
¿Al servicio de los indios? Sí; veamos un párrafo contundente que
nos trae Dumont:
“Sepúlveda declaraba (…) que sólo la aportación por los
españoles del hierro, que los indios desconocían, compensaba
todo el oro y la plata que los españoles habían obtenido de
América. A la aportación del hierro había que añadir las del
trigo, la cebada, los caballos, los mulos, los asnos, bueyes,
ovejas, cabras y puercos. Porque los indios carecían de
animales domésticos, salvo los patos y los pavos de México y
las llamas del Perú. Hay que añadir además la aportación de
una variedad infinita de árboles y de una verdadera agricultura,
con laboreo y estercolamiento, por no hablar de las
aportaciones no materiales, pero igualmente esenciales: el fin
de los sacrificios humanos, de la antropofagia, el reino de la
paz, la utilización de la escritura, que los indios ignoraban y el
don de unas leyes excelentes. Y este supremo beneficio, que
vale más que todos los demás reunidos: la religión cristiana (…)
‘¿Qué mayor beneficio y ventaja pudo acaecer a esos bárbaros
que su sumisión al imperio de quienes con su prudencia, virtud
y religión los han de convertir, de bárbaros y apenas hombres,
en humanos y civilizados en cuanto puedan serlo?’”[192].
España estaba dando lo suyo y América también. Y este
intercambio, para ser completo, necesitaba la evangelización y la
elevación de los del Nuevo Mundo; era éste un principio repetido en
la época. Debía seguirse el mandato cristiano y papal de la
evangelización; pero antes era necesario humanar para recién luego
acristianar.
“En la frase de Sepúlveda: Es necesario «someter por las
armas a aquellos cuya condición natural es que deben
obedecer a otros», Las Casas pretende no ver otra cosa que la
afirmación de la irremisible bestialidad de los indios y la
justificación de su opresión sin límites. Mientras que Sepúlveda
no cesa de afirmar que para él la expresión «condición natural»
no significa una condición esencial de la naturaleza de los
indios, sino la simple constatación de un estado de retraso
subsanable, mutable por la cultura que les aportarán los
españoles y, en primer lugar, el cristianismo. Quiere que los
españoles que les van a someter sean «justos, moderados y
humanos» o «probos, justos y prudentes»; «que se encarguen
de instruirles en probas y civilizadas costumbres, y de iniciarles,
adentrarles y educarles en la Religión Cristiana, que ha de ser
predicada no por la violencia [...] sino por los ejemplos y
persuasión»”[193].
¿Y Las Casas qué planteaba?
El dominico responderá (tanto en la Controversia como en su
“Apologética historia”) con un argumento no sólo extraordinario, sino
incluso auto-descalificador: para Las Casas los indios eran “buenos
salvajes” y “los verdaderos infra-hombres” (es decir, los homínidos
que le llaman hoy) no habitaban en los trópicos, sino cerca de los
polos o en la línea del Ecuador, de donde viene –decía– que sean
«feos», «bestiales» y «crueles»”[194]:
“Puesto que los indios habitan en regiones alejadas de los
polos, poseen de alguna manera la condición humana de que
carecen los infrahombres polares. Como éstos habitan una
región a mayor distancia del sol, son «menos capaces de
razonar». Por el contrario, los indios, «cuyas provincias están a
20, 25 o 30 grados de distancia del Ártico, y un poco más del
Antártico», habitan las regiones próximas al sol, pero «muy
templadas», «las más favorables de todo el mundo». «Por ello
son ingeniosos y muy capaces de razonar», además de «gente
sumamente mansa, pacífica y modesta». « (Son las gentes)
más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bullicios, no rijosos, no
querellosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que
hay en el mundo» (Brevísima). Dado que la geografía origina
según su voluntad la abominación o la perfección de la
humanidad, los indios que pueblan las tierras «más favorables
de todo el mundo» son los hombres más perfectos, «la cúspide
de la Creación». «A muchas naciones del mundo [...]
nombradas por políticas y razonables se igualan [...], y a
ningunas son inferiores». Ni lo son, en particular, respecto a los
griegos y romanos de la Antigüedad (…). Estas naciones de las
Indias «sobrepujan a los ingleses y franceses y a algunas
gentes o [regiones] de nuestra España» (…). Inglaterra, Francia
y «ciertas regiones» de España, ¿no están más cerca del polo
que los indios y, por consiguiente, «menos en posesión de
razón»? (Los alemanes) «habitando en regiones frías no
pueden ser bien ingeniosos, ni inteligentes» (…). (A) los
escandinavos (…) el frío hace «bobos, estúpidos, y [...]
feroces»[195].
Resumiendo: los esquimales y los negros no son hombres para el
dominico; aunque todo parezca extraño, no lo es para quien
conozca el pensamiento lascasiano. No por nada sucumbirá más de
una vez al esclavismo, que –al parecer– traía en las venas:
“En una carta al Consejo de Indias fechada el 20 de enero de
1531 llega a recomendar el envío «a cada una de estas islas
[las Antillas]» de «quinientos o seiscientos negros, o los que
pareciere que al presente bastaren». Y no se crea, como han
repetido muchos historiadores, que esta complicidad activa en
la esclavitud de los negros no era en él más que una ceguera
pasajera, simple producto de su dilección por los indios, a los
que quería aliviar recurriendo a la mano de obra africana. En
Las Casas hay también un desprecio básico por los negros, un
racismo hacia ellos ingenuo pero explícito. En el capítulo XXIX
de una obra tan tardía como su Apologética historia, escrita y
aumentada antes y después de 1550, puede leerse acerca de
los negros que tienen «las cabezas y cabellos ásperos y feos»,
«y los miembros también no buenos», y que sus «ánimas
siguen las cualidades malas del cuerpo en ser de bajos
entendimientos, y costumbres silvestres, bestiales y crueles».
Esto lo explica Las Casas por «el muy gran calor» que sufren
sus lugares de origen, que les ha moldeado así como una
especie de subhombres. Pues el determinismo geográfico que
causa según Las Casas la perfección y la superioridad de los
indios, que viven «en las regiones más favorables de todo el
mundo» (ya veremos cómo lo expone en la Controversia),
causa también la abyección e inferioridad congénitas de los
negros, moldeados por el horno africano”[196].
Ante tales barrabasadas, era natural que Sepúlveda surgiera
victorioso en este punto. Pero pasemos a un nuevo planteo.

c. ¿Pueden ser sometidos los indios para evitar que adoren a


los demonios?

La pregunta de aquí arriba no resultaba menor por entonces, a


partir de la información que llegaba desde el otro lado del océano.
Se sabe hoy, y se sabía en el siglo XVI, que los “demonios” pre-
colombinos no eran dioses de las teogonías greco-romanas, ni sus
prácticas, aquéllas[197]. Porque hay dioses y dioses en el
paganismo…
Luego de cincuenta años de conquista, ya algo podía decirse de
la cosmovisión teológica de una parte de las Indias, y los ejemplos
no eran muy alentadores: canibalismo, sodomía, sacrificios
humanos, etc., eran moneda corriente. El “defensor de los indios”,
Fray Bartolomé, se encontrará en un aprieto al tener que defender la
libertad de los indios incluso en estas praxis[198] y, sobre la pregunta
de arriba, responderá que no, aunque con bemoles, a saber, que no
se podía conquistar por razón de idolatría:
“Si ni la Iglesia ni los príncipes cristianos castigan la
infidelidad de los judíos y los musulmanes que residen entre
ellos, aún menos razones tienen para castigar a los idólatras
que viven en el inmenso mundo que les era desconocido hasta
ahora”[199].
El argumento lascasiano, al parecer importante, es demasiado
débil ante la respuesta de Sepúlveda sobre este punto quien,
rápidamente, distingue entre el culto judío o musulmán y el de los
indios. Pues una cosa es sacrificar un ternero y otra un niño; una
cosa es adorar a Alá y otra a los demonios; una cosa es tener un
harén y otra la sodomía ritual o la antropofagia, etc., que siempre
provocan “la cólera de Dios”.
Las Casas, en un rapto de defensa y de cólera, dirá que él
también se halla entre los enemigos de la idolatría, al punto que
confiesa él mismo haber destruido “los ídolos de los indios” y hasta
exigido –cinco años antes de la Controversia– que los fieles de
Chiapas denunciasen ante él “a los que practican ceremonias y ritos
paganos”, bajo pena de negarles la absolución[200]. Pero ahora,
decía, esto no da derecho a la conquista “a menos que se dé el
caso que [los] paganos se sientan ya fuertemente inclinados a
abrazar nuestra religión o que voluntariamente se hayan sometido a
nuestra jurisdicción, pues, en tal caso, podrá prohibirse la idolatría
con la promulgación de algunas leves leyes, siempre que se evite
toda clase de escándalo”[201].
Es decir, cambiaba sus principios por otros…
Además, agregaba respecto de la diferencia de cultos y de tratos
que, si se realizaba esto con los indios, otro tanto debía hacerse con
los judíos (recordemos que provenía de una familia de “cristianos
nuevos” y que conocía de lo que hablaba), pues “los judíos, por el
delito que cometieron matando a Cristo, son de derecho siervos de
la Iglesia”, falsearon las Escrituras y las reemplazaron por el Talmud.
Recordemos que estamos en el siglo XVI y no en el XX o XXI; así
y todo, el planteo “antisemita” (que diríamos hoy), no sólo no le
serviría en su argumentación sino que le jugaría una mala pasada;
la conclusión era obvia: no sólo se podía dominar a los judíos, sino
también –y con más razón – a cualquier pueblo no cristiano,
incluidos los indios.
Sepúlveda, para redondear el planteo y basándose en la doctrina
realista, planteará como síntesis de su pensamiento, que la
predicación del Evangelio no sólo exige la sujeción individual, sino
también la social o estructural:
“El fondo de su pensamiento, discutible pero coherente,
consiste en dos afirmaciones correlativas. La primera es que
resulta inadecuado referirse sólo a la predicación puramente
evangélica y no estructural de los primeros siglos de la Iglesia,
que hacía un llamamiento a la sola adhesión individual, porque
entonces la Iglesia no podía actuar de otro modo: el poder le
era totalmente ajeno e incluso se le oponía duramente
persiguiéndola (…). La segunda afirmación de su pensamiento,
correlativa de la primera, es que las dos dimensiones de la
palabra de Cristo han confluido una vez que los poderes
temporales han sido también entregados a Cristo, lo cual no
puede ocurrir sin razón y sin ningún efecto. Por consiguiente,
adhesión individual voluntaria y exigencia estructural que
preparan el reino parusíaco deben encontrar su síntesis por la
unión de la Iglesia y del príncipe cristiano”[202].
Recordaba para ello el gran humanista la doctrina del Papa
Inocencio IV (1243-1254) quien expresaba (en su Super quinque
libris Decretalium) que, amén del respeto de las conciencias y de la
libertad humana, el Papa extendía también su poder sobre los
infieles, reconociéndosele incluso el derecho a castigar sus pecados
contra natura e idolátricos:
“El poder de Cristo comunicado a sus vicarios (…) se refiere
también al orden temporal en tanto que éste se ordene al bien
espiritual; luego el Papa tiene, en todas las naciones, no sólo el
poder de hacer que se predique el Evangelio, sino también el
de obligar a los pueblos, si puede, a observar la ley natural, a la
que todos los hombres están sujetos”[203].
Ya pocos años antes de la Controversia, en 1535, algo similar
había dicho don Vasco de Quiroga, el gran apóstol de México y
referente de los nativos:
“Basta con vivir [los indios] en notoria ofensa a Dios (…), y en
culto de muchos y diversos dioses, y contra la ley natural y en
tiranía de sí mismos (…) [para que] por justa, lícita y santa,
tendría yo la guerra, y por mejor decir la pacificación y condición
de aquellos, non in destructione sed in aedificationem, como
dice San Pablo”[204].
La pregunta sobre el tema de la idolatría, daba lugar a un nuevo
interrogante.

d. ¿Se justifica el sometimiento de los indios para “salvar a los


numerosos inocentes que esos bárbaros inmolan”?
Las Casas debería haber sido abogado; sus intervenciones, para
quien desee leerlas, así lo indican. “Niego el hecho de que existan
tantas inmolaciones”, pudo haber expresado, casi como
encontrándose ante un pliego de absolución de posiciones;
despejaba rápidamente las cuestiones urticantes, negaba el todo o
simplemente cambiaba de tema. Sin embargo, viéndose como
acorralado respecto de los sacrificios humanos y las inmolaciones
practicadas, debió decir algo…; y ese algo fue determinante, pues,
lejos de abominarlos, alegó que dichos sacrificios expresaban la
“profunda religiosidad” de los indios que, como tal, debía ser
respetada… Sí; así como se lee: era la religión de ellos y había que
tolerarla. Como vemos, el aggiornamento teológico no es algo de
nuestro siglo XXI…
Sepúlveda, sin chistar, obvió el exabrupto y apeló a la opinión
jurídica reinante por entonces que consagraba el “derecho de
injerencia” sobre otros pueblos cuando la vida de terceros inocentes
estaba en juego. El párrafo de Dumont es tan extenso como claro:
“El historiógrafo imperial no necesita forzar su talento para
resaltar el horror de los sacrificios humanos y de la antropofagia
ritual practicados especialmente por los aztecas y los mayas.
Entre los aztecas, los sacrificios humanos se repetían varias
veces en cada uno de sus dieciocho cortos meses, según una
abominable variedad: públicos, privados y por iniciativa de las
familias. Había sacrificios de niños a los que se llevaba en
nutridos grupos a las montañas a fin de arrancarles el corazón,
todavía palpitante, para obtener los favores del dios de la lluvia.
Si los niños lloraban, esto se interpretaba como un anuncio de
lluvia. Con la sangre de estos niños, recogida en el lugar del
sacrificio y mezclada con toda clase de semillas molidas, se
fabricaban las imágenes del dios Huitzilopochtli, dios de la
guerra y, por consiguiente, de la sangre. Había sacrificios de
jóvenes, criados al efecto como se ceba a los animales antes
de matarlos, a los cuales se les arrancaba el corazón palpitante
en lo alto de los templos en pirámide. Después eran arrojados
gradas abajo hasta la base, y allí les cortaban la cabeza, que
era empalada en tanto que despedazaban y comían su cuerpo.
Si verdaderamente se celebraba una gran fiesta, punzaban
profundamente las orejas y la lengua, o los brazos y el pecho
de otros jóvenes hasta obtener una gran cantidad de sangre
con la cual se rociaba a los ídolos.
Había, ofrecidos al dios Sol, sacrificios multitudinarios de
prisioneros, a los cuales se les arrancaba de igual forma el
corazón en lo alto de los templos pirámides. El sacrificador
ofrecía sus corazones al sol, se los entregaba después a los
sacerdotes más ancianos, que se los comían, y la sangre
recogida era entregada a los dueños de los prisioneros. Los
cuerpos, arrojados también hasta la base de la pirámide, eran
despedazados por otros sacrificadores que entregaban toda
esta carnicería a los propietarios, quienes en compañía de sus
parientes y amigos los cocían con la sangre recogida y los
comían en «regocijados banquetes». Pero la fiesta no
terminaba ahí: antes de que los cuerpos hubiesen sido
despedazados se les había despellejado entera y
cuidadosamente, a fin de que sus pieles sirvieran para vestir a
los que iban a combatir en un torneo igualmente «regocijado»
que ponía fin a las diversiones del resto de los asistentes.
Quedaba todavía otro torneo, éste a muerte: se atravesaba a
estocadas a otros prisioneros, atados cada uno de ellos a una
larga cuerda que salía del ojo de una especie de muela y que
les proporcionaba la ilusión de poder escapar a los golpes de
los cuatro sacrificadores encargados de acabar con cada uno
de ellos.
Había, para terminar, otra variedad muy adecuada para evitar
la monotonía de estos sacrificios casi diarios: los sacrificios al
dios del fuego. En este caso se cubría a los prisioneros de un
polvo adormecedor de marihuana que les hacía perder el
conocimiento y, atados de pies y manos, se les colocaba en lo
alto de un montón de brasas ardientes. Allí se asaban un buen
rato sin resistirse, ya que estaban amodorrados. Después, con
ayuda de grandes garfios, se les retiraba antes de que
estuvieran completamente muertos para precipitarlos sobre una
piedra de sacrificio donde les arrancaban el corazón todavía
palpitante, como era norma en todos los sacrificios. Gracias a lo
cual era posible comer sus cuerpos asados en la barbacoa, feliz
variante de los habituales ragoüts de sangre. Los sacerdotes
sacrificadores, que los españoles denominaron «sátrapas», no
se lavaban nunca, y conservaban visiblemente empapadas de
sangre sus largas cabelleras, que atraían hacia ellos
permanentes enjambres de moscas y esparcían en torno a ellos
el olor espantoso que les caracterizaba. Como caracterizaba
también a los ídolos, templos y piedras de sacrificio, igualmente
untados de sangre, a los cuales envolvían, dicen los primeros
conquistadores que fueron testigos, «millones de moscas
zumbadoras».
Para abastecer esta permanente carnicería de hombres, los
aztecas necesitaban una cantidad permanentemente renovada
de niños, jóvenes y prisioneros a los que engordaban para los
sacrificios en grandes jaulas de troncos, «muy comunes en
estas tierras», como constataron también los primeros
conquistadores. En cuanto a los primeros, los obtenían por
medio de un sistema de esclavitud específica que les
proporcionaba víctimas de su propia población o de los pueblos
sometidos, como eran los cempoaltecas. Obtenían los últimos
por guerras específicas que hacían regularmente a los pueblos
vecinos no sometidos. Estas recibían el «alegre» nombre de
guerras floridas y tenían el objetivo de proporcionar el máximo
de prisioneros para el sacrificio. Estas puntualizaciones, como
la descripción de los sacrificios, no permiten acusar de
exagerado a Sepúlveda. Las encontramos tanto en Motolinía
como en Las Casas. También en las descripciones hechas por
los antiguos aztecas, con ilustraciones pictóricas, recogidas por
el gran etnógrafo Bernardino de Sahagún en su Historia general
de las cosas de Nueva España, de 1577 a 1582, testimonio de
gran autoridad. Este etnógrafo concluye con esta frase su
autorizada descripción: «No creo que pueda existir un corazón
tan duro que, enterado de una crueldad tan inhumana, no se
enternezca y rompa a llorar, horrorizado y espantado».
Tampoco es posible tachar a Sepúlveda de exagerado
cuando, durante la Controversia, plantea a Las Casas esta
objeción: «Cada año eran sacrificadas [así] más de veinte mil
personas». En efecto, el manuscrito azteca conocido como
Codex Tellerianus Remensis señala por su parte que, en 1487,
sólo la inauguración del gran templo azteca de México (donde
había una infinidad de ellos) costó la vida a veinte mil
sacrificados. Y Jacques Soustelle, especialista francés en la
civilización azteca, habla, a propósito de estos sacrificios, de
permanente «hecatombe» entre los aztecas. Escribe:
«Podemos preguntarnos, adonde les habría conducido esto si
los españoles no hubiesen llegado. [...] La hecatombe era tal
que habría terminado por amenazar el equilibrio demográfico y,
sin duda, habrían tenido que interrumpir el holocausto para no
desaparecer». El «holocausto»: todo está dicho con esta
palabra que el prudente Sepúlveda ni siquiera ha pronunciado.
La civilización maya practicaba los mismos sacrificios
sistemáticos. Añadía a ellos, además, el ahogamiento en
grandes pozos reservados al efecto y la decapitación, y por sí
misma había desaparecido en gran parte cuando los españoles
llegaron al Yucatán. En lo que de ella subsistía, los sacrificios
continuaron, de modo que llegaron a practicarse
clandestinamente hasta 1560, como revelará un célebre
proceso. Probablemente ocurrió lo mismo en el México azteca,
a juzgar por la inquietud del experto Sahagún, quien en 1580
aproximadamente, escribió para concluir su Calendario
mexicano. «Las prácticas de idolatría brotan de nuevo y pululan
en cuevas secretas».
Por lo tanto es injusto que para minimizar la intervención de
Sepúlveda en este tema durante la Controversia, escriba
Marianne Mahn-Lot: «En el momento de la Controversia, la
cuestión de los sacrificios humanos, en la práctica ya no se
planteaba». Hasta tal punto seguía planteada en América que
los franciscanos y los jesuitas la vuelven a encontrar,
agudizada, en los guaraníes de sus reducciones del Paraguay
en torno a 1600. Los religiosos de todas las órdenes, lo mismo
que las autoridades españolas, tendrán que enfrentarse con
este problema hacia 1570 en el Perú inca: hemos mostrado la
persistencia de la práctica de sacrificar a personas
enterrándolas vivas en las tumbas. En el mismo Perú incaico
eran notorios, según los testimonios de Guarnan, Garcilaso y
Cieza de León, otros tipos de sacrificios humanos,
acompañados de antropofagia. Y lo mismo ocurría de
Nicaragua al Ecuador, entre los chibchas. Y también en la zona
francesa de América, en Canadá, donde los mártires jesuitas,
allá por 1640, serán «torturados», «despedazados y comidos»
con ocasión de «ritos diabólicos» y de «fiestas caníbales– de
los hurones y de los iraqueses. Los sacrificios humanos y/o la
antropofagia ritual eran una acusada característica india, de
barbarie sumamente atávica y casi general”[205].
El párrafo es largo, pero contundente; decir que deben tolerarse
las prácticas inhumanas y contra natura, equivale a decir hoy que
debe legalizarse sin más la pedofilia, la violación o la eutanasia
infantil, en razón del principio universal de la tolerancia.
Las Casas estaba metido en un nuevo brete e intentaría no sólo
minimizar el número de los sacrificios, sino –alegando ad hominem–
acusar a los españoles de realizar verdaderos sacrificios contra los
indios:
“No es verdad –arremetía– que en la Nueva España se
sacrificaban veinte mil personas, ni ciento, ni cincuenta cada
año. Porque, si esto fuera, no halláramos tan infinitas gentes
como hallamos”[206].
Y, apelando a la falacia ad misericordiam contra Sepúlveda dirá
que a él:
“no le lastima el alma, y se le rasgan las entrañas, y quiebra
el corazón’ por los ‘millones de ánimas que han perecido (…)
sin fe y sin sacramentos’”[207].
De nada valía decir que muchos de los conquistadores, desde un
principio, habían sido ayudados por los pueblos enemigos de los
subyugadores; de nada recordar que la conquista de Cortés no
hubiera podido ser sin la ayuda de los enemigos del imperio azteca,
asqueados del despotismo y del imperialismo tiránico. De nada
servía que muchos de los mismos indios hubieran llevado a los
misioneros sus propios ídolos para que fuesen destruidos. Para Las
Casas todo eran “matanzas”, “saqueos”, “violaciones”, etc.
Las Casas insistía con la justificación de los sacrificios humanos
argumentando que, de este modo, los indios “estaban dando culto al
Dios verdadero…”:
“Todo pagano, aunque confuso, tiene un cierto conocimiento
de Dios, y si considera a su Dios como verdadero, es natural
que le ofrezca lo que más tiene en valor, es decir: la vida de los
hombres (…). Todo hombre es deudor a Dios de todo cuanto
posee, por lo cual está obligado a ofrecerle lo que considera
más precioso, esto es su propia vida (…). Puesto que los
idólatras estiman que sus ídolos son el Dios verdadero, su
creencia se dirige de hecho hacia el verdadero Dios (…). El
legislador, en caso de gran necesidad de toda la república
[como, en el reino de los Aztecas, la necesidad de la lluvia]
puede y debe, con su precepto, obligar a algunos del pueblo a
que sean inmolados para ser ofrecidos en sacrificio (...); pues
todo legislador (...) puede obligar a sus súbditos a hacer o sufrir
aquello que conviene al bienestar y salvación de toda la
república”[208].
Así de claro. Así de simple; lo mismo dirá, quinientos años
después, el jesuita Karl Rahner al plantear que en todo hombre hay
un “cristiano anónimo”, de allí que no haga falta evangelizar.
Si hace falta sacrificar a un niño para que venga la lluvia, ¡se
sacrifica! Y todo da gloria al Dios verdadero.
Como podemos imaginar, su defensa no fue muy bienvenida por
el jurado…

e. ¿Se justific a la protección militar de los religiosos para que


puedan evangelizar?”
Uno de los últimos puntos planteados en la Controversia sería el
modo de evangelizar. Como veíamos más arriba, nadie discutía el
derecho (e incluso la obligación) que todo cristiano tiene de llevar a
Cristo a esas almas aún ignorantes de Dios.
Desde que Fray Bernardo de Boil, el primer sacerdote que celebró
Misa en Indias, había llegado por estos lares, los misioneros no
cesaron de hacer su ingente labor, custodiados por el brazo secular.
Sí, custodiados, pues éste era el método a seguir: evangelización
con custodia. Así lo había mostrado la experiencia pues lo contrario,
implicaba un verdadero suicidio (lo mismo opinaban los primeros
grandes evangelizadores como Motolinía y Vasco de Quiroga).
En Valladolid, sin embargo, el planteo de la licitud o ilicitud de este
método, fue puesto en duda por Las Casas aduciendo, como prueba
en contrario, que no era necesaria la defensa armada: él mismo
decía haberlo comprobado en la misión de Vera Paz (hoy, parte de
Guatemala), donde los dominicos habían realizado un “experimento
social” (le diríamos hoy), evangelizando pacíficamente (es decir, sin
custodia del brazo secular) entre 1535 y 1545; y todo con permiso
del entonces regente.
Allí, “durante cinco años” estuvo “rigurosamente prohibido a todo
español penetrar en el territorio cedido para la evangelización sin
permiso de los frailes evangelizadores”; prohibición que será
renovada cinco años más. El territorio parecía propicio pues los
caciques ya convertidos gracias a las encomiendas españolas que
así lo garantizaban (no era, por tanto, tierra virgen).
El episodio se dio y Las Casas no mentía, pero no contaba, no
podía contar, la historia completa. El caso de la Vera Paz tuvo una
época de rotundo éxito (y continuaba siéndolo durante la
Controversia de Valladolid) pero, a partir de 1555 todo cambió: sin
razón atribuible a la presencia de españoles, ocurrió una masacre
espantosa a raíz del ataque por parte de los feroces indios
lacandones y acalas (que no aceptaron el “pacifismo religioso” de
los misioneros); el sacrificio de los catecúmenos y el martirio de los
religiosos fue suficiente para que, de Vera Paz, sólo le quedase el
nombre...
¿Cómo terminará la utopía? Los pocos dominicos supervivientes
solicitaron ellos mismos la intervención armada… Las Casas
argumentó entonces con este experimento, pero no contó el final,
ocurrido sólo cuatro años después de la Controversia.
La idea romántica del fraile era que “había que volver a predicar
como los apóstoles”, sin la ayuda del brazo armado:
“Cristo, hijo de Dios, cuando envió a los Apóstoles a predicar,
no mandó que a los que no quisiesen oír, les hiciesen fuerza (al
contrario) les encargó que, si en una ciudad no querían
escucharles, la abandonasen pacíficamente. Luego nosotros no
sólo no podemos imponer la conversión por la fuerza, sino que
tampoco debemos imponer nuestra predicación, porque ello
equivaldría de hecho a predicar por la fuerza”[209].
Sepúlveda se encontraba ante una verdadera objeción y debía
responder con altura, cosa que hizo. Comenzando por recordar que
no era preciso “lanzarse a estocadas y a lanzadas” contra los indios
para “de esta forma convertirlos a la fe”, planteó que, sin embargo,
los misioneros debían ser cuidados. Pretender que todos los indios
fuesen “dulces y pacíficos” era no sólo ilógico, sino contrario a la
verdad de los hechos. La sangre de los religiosos así lo
testimoniaba, incluso sin provocación alguna de su parte; el mismo
caso del martirio de fray Luis de Cáncer, enviado por Las Casas a
morir en Florida lo atestiguaba.
No había otro remedio que la ayuda secular para acompañar la
empresa evangelizadora, según el planteo realista de Sepúlveda:
“El señor obispo [se refiere a Las Casas] (…) nos propone
como modelo la predicación de los apóstoles, pacífica, como
señalaba Cristo. Pero se olvida de presentar como modelo la
Pax romana que la hizo posible. Incluso el apóstol Pablo se
salvó de la muerte que pretendían darle los judíos (el diácono
Esteban ya había sido martirizado por ellos y lo serían más
tarde los dos Santiagos) porque, siendo ciudadano romano,
pudo apelar al emperador (…). La evangelización necesitaba ya
una fuerza protectora, aunque fuese pagana. ¿Con qué
derecho, y en beneficio de quién, podríamos renunciar a esta
fuerza de protección ahora que es cristiana?”[210].
Es decir, una cosa era la cultura greco-romana en tiempos de la
primera venida de Cristo (“la plenitud de los tiempos”, como la llamó
San Pablo[211]) y otra la América pre-colombina.
El planteo de Las Casas será refutado por entonces y en los años
posteriores, por los primeros padres jesuitas, PP. Andrés López y de
José de Acosta:
“El primero, «Hombre muy docto», llegado al Perú en 1571
con el padre José de Acosta, había sufrido «no poco» el
contagio de las ideas de Las Casas. Llegaba, por tanto, nutrido
de amor libresco para con los indios, «azote» por principio de
los encomenderos, los conquistadores o los gobernadores.
Estaba instalado en la residencia jesuita de Cuzco, desde
donde salía a predicar a los pueblos indios (…). Un día, cuando
se encontraba de camino hacia los pueblos de sus
catecúmenos indios, un horrible tropel, desnudo y pintado de
negro, armado con arcos, flechas y lanzas de palma, se arroja
sobre uno de dichos pueblos, mata a un negro y catorce indios
y se lleva a las mujeres. Se trata de los indios chunchos, tan
feroces como los caribes de las Antillas y los lacandones de
Guatemala, autores de la matanza de la Vera Paz de Las Casas
(…). ¿Qué hacer? Los indios supervivientes de los pueblos,
temiéndose unas previsibles nuevas incursiones, huyen en
aterrorizado tropel hacia Cuzco. Los mismos españoles y el
gobernador, que salen a su encuentro, están casi tan
aterrorizados como ellos, porque no tienen armas. Entonces se
despierta en el jesuita López el fondo adormecido de
combatiente español. Es él, el lascasista, el que organiza la
operación de persecución de los chunchos, cuyo número no
cesa de aumentar, y los obliga a retroceder al Amazonas. De
ello resulta una verdadera «entrada» de conquistadores, con
cuarenta españoles que ahora sí van armados con arcabuces,
espadas y escudos, y ciento cincuenta arqueros indios armados
también con lanzas de palma. Con el padre López, este
pequeño ejército se adentra en las vertiginosas montañas tras
los pasos de los chunchos; les hace huir, y vuelve a equipar
contra ellos una antigua fortaleza inca. Finalmente, llega a los
afluentes del Amazonas, donde descubre que los «muy
belicosos» chunchos se han dado el gusto de derrotar por dos
veces a las tropas del capitán Maldonado, también lanzadas en
su persecución. Ahora lo sabe el jesuita López: muy a menudo
no son los españoles, con muy pocas armas, los que oprimen a
los indios, sino los indios «muy belicosos» que se lanzan sobre
sus hermanos. Cuando regrese, podrá encontrar en sus casas
a aquellas de sus ovejas que han sobrevivido, porque él ha
hecho la guerra. Ahora se ha enriquecido con la misma
experiencia que los dominicos lascasianos de la Vera Paz,
transformada en verdadera guerra”[212].
El caso del Padre José de Acosta, sacerdote jesuita e,
inicialmente, admirador de Las Casas, también puede servir de
ejemplo. Ya alejado de los libros y con experiencia en el terreno,
publicaría un tratado acerca De cómo procurar la salvación de los
indios (1589) donde narraba con enorme realismo:
“El modelo apostólico de evangelización (de Las Casas) –sin
ningún aparato militar, confiados en el auxilio divino– es el más
«conforme a toda conveniencia y equidad y superior a toda
alabanza». «El orden y modo de los Apóstoles, donde se puede
guardar cómodamente, es el mejor y más preferible». Pero,
añade en seguida con dureza: «Quien quiera seguir este
método de evangelización con todos sus pormenores, en la
mayor parte de este [bárbaro] mundo occidental [indio], dará
pruebas manifiestas de extrema insensatez». Pues, continúa,
«la experiencia, ese gran testigo», lo demuestra: al contrario
que los griegos y los romanos a los que los apóstoles
predicaban, los indios son en su mayoría, dentro de su
paganismo, unos bárbaros «hechos a vivir como bestias»,
«desconocedores de costumbres humanas y totalmente ajenos
al más elemental derecho de gentes» (…). Por lo tanto, es
conveniente inventar un nuevo método (…): «Es necesario que
vayan juntos soldado y sacerdote, como lo muestra no sólo la
razón, sino la experiencia comprobada con largo uso»”[213].
El tema estaba zanjado y Las Casas derrotado también sobre
este punto.
7. El balance de la Controversia
El balance de este tipo de disputas públicas no suele ser fácil;
especialmente porque, cuando el espíritu es el que litiga, la victoria
o la derrota se miden por aproximación. Sea como fuere y si nos
atenemos a la historia, no fue el planteo de Las Casas el que salió
vencedor, sino el de Sepúlveda. La propaganda, sin embargo, hará
que el tiempo y la repetición rebuznante hagan decir lo contrario.
En cuanto a Carlos V, el gran emperador y responsable de la lid,
quedó satisfecho con lo realizado, en especial porque pudo
corroborar que muchas de las afirmaciones de Fray Bartolomé eran
gratuitas[214]. Ni hacía falta entonces abandonar las Indias, ni
España era una potencia genocida[215].
Las Casas, como podrá suponerse, no quedará satisfecho con la
derrota; al contrario: se preocupará incesantemente por mostrar su
aparente victoria para la posteridad. Vale decir que en su tiempo
nadie le creyó, ni siquiera el mismo Melchor Cano –partidario de Las
Casas en la Controversia– que ni quiso publicar su dictamen,
incluso pasados ya seis años del episodio, para no desprestigiar a la
orden. Ante esto, Las Casas ya casi desesperado, publicará entre
1552 y 1553, ocho de sus Tratados sin pedir para ello la autorización
requerida a los Consejos reales, manteniéndose en sus trece hasta
su muerte, en 1566[216].
En cuanto a los avatares históricos, la conquista, suspendida
momentáneamente durante la Controversia, se retomará:
“La Instrucción sobre las conquistas promulgada por Felipe II
en 1556 es absolutamente opuesta a este rechazo lascasiano
(el de abandonar las Indias). Por el contrario, asegura la
realización de la última de las exigencias formuladas por
Sepúlveda: someter a los indios para ‘abrir el camino de la
propagación de la fe cristiana y facilitar la tarea de los
predicadores’. Efectivamente, en dicha Instrucción se lee: ‘Si,
entre los dichos Indios hubiere personas que impidan que oigan
nuestra doctrina [de evangelización] ni se conviertan, y traten
mal a los que lo hicieren, preveeréis cómo sean castigados y
oprimidos [reducidos], de manera que no sean parte para
hacerlo. Y, si fueren señores, dando orden que se les quite la
autoridad y mando y dominio que tuvieren para hacerlo
(capítulo 4). Otrosí, si los dichos naturales y señores de ellos no
quisieren admitir a los religiosos predicadores, después de
haberles dicho el intento que llevan [...] y los hubieren requerido
muchas veces que los dejen entrar a predicar y a manifestar la
palabra de Dios, los dichos religiosos y españoles podrán entrar
en la dicha tierra y provincia con mano armada, y sujetarlos y
traerlos a nuestra obediencia (capitulo 19)”[217].
Las conclusiones no terminaron en Valladolid, sino que pasaron a
las conciencias y a la práctica efectiva, especialmente, luego de la
publicación del Confesionario del dominico Jerónimo de Loaisa
(publicado en 1560 y ratificado por el Concilio peruano en 1567).
Encomenderos, conquistadores y españoles de a pie “movidos por
la equidad del mismo y por sus propios remordimientos, se
dispusieron a llevar a cabo por sí mismos las restituciones exigidas”
y “un gran número de ellos devolvieron bienes importantes y sumas
muy sustanciosas a los indios, llegando incluso a hacer de ellos sus
herederos universales”[218].
El examen de conciencia político había servido, porque todavía
eran tiempos en que se creía en la condenación o la salvación.

***
Después de casi quinientos años de este episodio singular hoy
pocos conocen de su existencia, por ello, si algún curioso lector
pasara alguna vez por el convento de San Gregorio, en Valladolid,
recuerde que allí, España fue a confesarse. Y no sólo oyó el “no
encuentro pecado en este hombre”, que dijera Pilato a Nuestro
Señor, sino el “ego te absolvo… ite et docete” del Rey de reyes.

Que no te la cuenten…
Capítulo VI
Los justos títulos de España en América

“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos
a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo” (Mt. 28, 18-19).

Casco y rodilla en tierra; sudor, cansancio y satisfacción por el


deber cumplido, el conquistador llegaba a estas americanas tierras
y, luego de reunir a los nativos les leía y hacía traducir:
“De parte del rey, Don Fernando, y de su hija, Doña Juana,
reina de Castilla y León, domadores de pueblos bárbaros,
nosotros sus siervos, os notificamos y os hacemos saber, como
mejor podemos.
Que Dios nuestro Señor, uno y eterno, creó el cielo y la tierra,
y un hombre y una mujer, de quien nos y vosotros y todos los
hombres del mundo fueron y son descendientes y procreados, y
todos los que después de nosotros vinieran. Pero por la
muchedumbre que surgió a raíz de su descendencia desde
hace cinco mil y hasta más años de la creación del mundo, fue
necesario que unos hombres fuesen por una parte y otros por
otra, y se dividiesen por muchos Reinos y provincias, pues en
una sola no se podían sostener y conservar. De todas estas
gentes Dios nuestro Señor dio el poder a uno, que fue llamado
San Pedro, para que fuese señor y superior de todos los
hombres del mundo y a quien todos obedeciesen como cabeza
de todo el linaje humano, dondequiera que los hombres
viniesen bajo cualquier ley, secta o creencia; y le dio todo el
mundo por su Reino y jurisdicción, poniendo su trono en Roma,
como en lugar más apto para regir el mundo, y juzgar y
gobernar a todas las gentes, cristianos, moros, judíos, gentiles
o de cualquier otra secta o creencia que fueren. A éste llamaron
Papa, porque quiere decir, padre admirable y el mayor
gobernador de todos los hombres.
A este San Pedro obedecieron y tuvieron por señor, Rey y
superior del universo los que en aquel tiempo vivían; y lo mismo
han hecho el resto de los hombres con todos los otros
pontífices que después de él fueron elegidos; y así se ha
continuado hasta ahora, y continuará hasta que el mundo se
acabe.
Uno de los Pontífices pasados que sucedió a San Pedro en
aquella dignidad y trono, como señor del mundo hizo donación
de estas islas y tierra firme del mar Océano a los dichos Rey y
Reina y a sus sucesores en estos Reinos, con todo lo que en
ella hay, según se contiene en ciertas escrituras que sobre ello
pasaron, según se ha dicho, que podréis ver si quisieseis.
Así que sus Majestades son Reyes y señores de estas islas y
tierra firme por virtud de la dicha donación”[219].
Así de sencillo y así de claro era el inicio de la conquista a
principios del siglo XVI; el texto citado corresponde al famoso
documento llamado Requerimiento, redactado en 1513 por el gran
teólogo y jurista de los Reyes Católicos, Don López de Palacios
Rubio. Allí se planteaba el único y verdadero título de dominio por el
cual las coronas españolas tomaban posesión de estas tierras.
Pero…, “¿qué derecho tenían los españoles para irrumpir en esa
paz de los aborígenes?” “¿con qué fundamento poseían tierras
“ajenas”, desparramando sus ideas, su cultura y su religión?”, podría
decir alguien hoy.
Sí; hemos escuchado este planteo un millar de veces. Y está bien
que así sea; porque la cabeza está para pensar.
Intentaremos aquí, del modo más sucinto, dar respuesta a estas
preguntas basándonos en la obra monumental del Dr. Enrique Díaz
Araujo[220] casi desconocida, titulada: “América la bien donada”.
Lo primero que hay que decir es que no seremos nosotros los
primeros en intentar dar una respuesta a la cuestión de los “justos
títulos” (como se denomina este tema entre los entendidos) sino que
desde la misma época del Descubrimiento, desde Fernando el
Católico hasta Carlos V, pasando por toda la escuela de Salamanca,
este debate ya se suscitó; es decir: ¿había derecho? ¿Se estaban
haciendo las cosas bien en América? ¿Se estaba obrando como
Dios mandaba?, lo que, entre otras cosas, daría lugar a la famosa
Controversia de Valladolid, de la cual ya dijimos algo en otro lado y
ha resumido excelentemente Jean Dumont[221].
Pero, como decíamos, ya los mismos Reyes Católicos habían
pedido el parecer de los más grandes teólogos y juristas de la
época, entre los cuales se encontraba el citado López de Palacios
Rubio y el dominico Matías de Paz, con sus obras tituladas “De las
islas del mar océano” y “Del dominio de los reyes de España sobre
los indios” (vale decirlo, recién editadas en 1933 luego de
cuatrocientos años de silencio oficial, por ser sus posturas contrarias
a las de la escuela de Salamanca) habían resumido la teología y el
derecho de la época para declarar que el primero y único título
legítimo de la conquista de América era la donación Papal hecha por
Alejandro VI a los Reyes Católicos y a sus legítimos sucesores.
Pasará el tiempo y, por diversos motivos, ese justo título
comenzará a ser dejado de lado, principalmente por la influencia de
la escuela salmantina, a cuya cabeza se encuentra el Padre
Francisco de Vitoria, O.P., quien opondrá otros títulos paralelos.
Si bien desde el punto de vista cronológico deberíamos nosotros
comenzar exponiendo primero la doctrina de la donación papal y
luego la de la escuela de Salamanca, por un prurito pedagógico que
puede no ser compartido por todos, hemos decidido analizar primero
los argumentos más próximos en el tiempo para concluir con
aquellos que consideramos verdaderos y que fueron los que
realmente se invocaron en la época de la Conquista.
Y esto por dos motivos.
Porque, en primer lugar, a nuestra mentalidad inmersa en un
mundo laicista le facilitará la comprensión del problema yendo de lo
menor a lo mayor. En segundo lugar, porque finalmente fue ésta la
que llegó a imponerse fácticamente con el tiempo, quedando aquella
otra completamente olvidada, dado el renombre que tenían sus
detractores en las figuras de Vitoria, Soto, Melchor Cano, Domingo
Báñez, Luis Molina y Francisco Suárez, entre otros.
1. La escuela de Salamanca y los “ derechos naturales” de la
conquista

Aunque apenas habían corrido doscientos cincuenta años de la


muerte de Santo Tomás de Aquino, el tomismo en Europa se
encontraba en plena decadencia en aquellas casas de estudio:
“A juzgar por su fama mundial, cualquiera creería que los
estudios teológicos se mantuvieron siempre en París a la altura
en que los dejaron Santo Tomás y S. Buenaventura, nada de
eso... La Teología se hallaba, al alborear el siglo XVI, en
lamentable postración (…). Las causas de esta decadencia
suelen buscarse en la intrusión de la filosofía aristotélica,
mayormente de la dialéctica, en el campo teológico...
El predominio de la dialéctica sobre la pura Teología, de la
razón sobre la autoridad divina, se hizo sentir en los comienzos
del siglo XVI y especialmente desde Ockham... (…). Ya Gerson
se quejaba en 1426 de que aquellos grandes teólogos,
Alejandro de Hales y San Buenaventura, habían caído en el
olvido... De la inmensa producción científica de San Alberto
Magno, apenas salían de la imprenta parisiense más que
algunas curiosidades (…). El verdadero Doctor Angélico era un
extraño en París... Ni siquiera Pedro Lombardo, el libro de texto
de todas las universidades, el libro que en París, por ordenación
de los estatutos, debían llevar a clase todos los estudiantes, se
dio a la imprenta hasta 1499”[222].
Santo Tomás estaba olvidado y la escolástica decadente había
tomado su lugar. Al mismo tiempo, en el puesto del Aquinate, otros
autores de corte nominalista como Mayr (o Maior) y Almain hacían
escuela en el ámbito filosófico y teológico, afirmando entre otras
cosas, el conciliarismo sobre la primacía de Pedro, el galicanismo
frente a la autonomía de Roma, la separación de los poderes
espiritual y temporal, la negación de la Realeza Humana de Cristo
como rey temporal, la negación de la plenitud de la potestad petrina,
la reducción de la Iglesia al plano sobrenatural, y la afirmación de un
democratismo contractualista.
¡Vaya si estaban alejados de Santo Tomás!
En este marco es donde hay que ubicar el pensamiento de Vitoria,
una vaca sagrada al cual pocos se atreven a criticar. Pero no es
este el lugar para poder analizar sus planteos. Sólo digamos que el
teólogo salmantino, para el tema que nos ocupa, planteaba ya en
plena época de la Conquista (1539) que, puesto que Cristo no era
Rey temporal humano por derecho divino, “ninguna potestad
temporal tiene el Papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás
infieles”, de allí que los títulos de la donación papal no le bastasen,
debiendo concebir otros nuevos[223].
Estos nuevos títulos los entenderá Vitoria y toda su escuela a
partir de una noción tergiversada acerca de la Ley.
No abundaremos en detalles, pero sólo recordaremos que según
Santo Tomás cuatro son los tipos de leyes:
1ª Ley eterna, del orden divino universal, que comprende a todas
las cosas y a todas las creaturas.
2ª Ley divina, emanada de Dios y conocida por los hombres a
través de la Revelación asentada en las Sagradas Escrituras y la
Tradición judeo-cristiana.
3ª Ley natural, que es la participación específica, intelectual, de la
creatura racional en la ley eterna, y que, por tanto, es objetiva como
ésta.
4ª Ley positiva, o secular, meramente humana.
Pues bien, este orden fue alterado o negado por los pensadores
de la Modernidad, que sólo admiten la última o las dos últimas, con
lo cual fracturan la objetividad del Derecho, dejando sin sustento
trascendente al Derecho Natural, rompiendo, por fin, la unidad de lo
creado, al plantear una entidad “natural” que no se sostenga en su
plano superior, esto es, lo “sobrenatural”.
Mons. Derisi hace, además, una distinción al respecto que nos
parece fundamental: “Vitoria y Suárez y los otros teólogos de esa
época han confundido, pues, el Derecho de Gentes, que forma parte
del Derecho internacional natural, con el Derecho Internacional
público, que pertenece al Derecho positivo y que, por eso mismo, no
pertenece al Derecho de Gentes propiamente dicho… interpretando
mal a Santo Tomás”[224].
Es decir, el derecho invocado por la Escuela de Salamanca al
momento de la Conquista bajo el nombre de Derecho de Gentes, no
es aquél que depende del “derecho natural” cuyos preceptos
primarios son descubiertos inmediatamente sin intervención
deductiva de la razón, como el de la conservación de la propia
existencia, el de no matar a un inocente, etc., o, incluso,
mediatamente con la ayuda de la razón, como el derecho a trabajar,
a constituir matrimonio, a la propiedad de las cosas, etc. No. El
derecho que esta escuela llamará “De Gentes”, por una mala
interpretación de Santo Tomás, corresponderá más bien al derecho
positivo, es decir, a la ley meramente humana y, por lo tanto,
variable.
No podemos detenernos tampoco aquí, pero había que aclararlo.
Veamos entonces cuáles son los “justos títulos” esgrimidos por la
visión de Vitoria:

1. La sociedad y comunicación natural

Vitoria planteaba que “los españoles tienen derecho a recorrer los


territorios de los Indios y a permanecer allí, mientras no causen
daños a los bárbaros, y estos no pueden prohibírselo”.
Por el mismo motivo les sería lícito comerciar con ellos y participar
de los bienes que no son de nadie (res nullius) como por ejemplo,
recoger el oro de los campos, las perlas o los peces del mar, etc.; el
principio es: “las cosas que no son de ninguno son de quien las
ocupa o posee”.

2. La propagación de la religión cristiana

Así lo declara:
“Los cristianos tienen derecho de predicar y anunciar el Evangelio
en las provincias de los bárbaros y aunque esto es de derecho
común y está permitido a todos, pudo, sin embargo, el Papa
encomendar esta misión a los españoles y prohibírsela a los demás.
Si los indios se oponen es lícito llevarles guerra” –afirmaba nuestro
autor.
Es decir, se planteaba un “derecho humano” avant la lettre; el de
proclamar las propias opiniones –por mandato del Papa, eso sí…

3. Defensa de los indios convertidos

“Si algunos bárbaros se convierten al cristianismo, y sus príncipes


quieren por la fuerza o por medio del terror volverlos a la idolatría,
los españoles por esta razón, si no hay otra forma, pueden también
hacer la guerra, hasta destituir a veces a sus gobernantes”.
Entra aquí en juego el tema de la legítima defensa del tercero.

4. El cambio o suplantación del príncipe

“Si una buena parte de los bárbaros se hubiera convertido a la fe


de Cristo..., mientras sean cristianos de verdad puede el Papa con
causa justa, pídanlo ellos o no, darles un príncipe cristiano y
quitarles los otros príncipes infieles”.

5. Tiranía de los gobernantes

En el ámbito del derecho natural, el daño de los terceros


inocentes legitima también en favor de éstos a los conquistadores –
como dice Vitoria; los españoles pueden intervenir en su favor “ante
el daño de los inocentes, como cuando se ordena el sacrificio de
hombres o la matanza de hombres libres de culpa con el fin de
devorarlos”.
Así comenta el propio padre Vitoria: “Aun sin la autoridad del
Pontífice, los príncipes españoles pueden prohibir a los bárbaros tan
nefastas costumbres y ritos, porque tienen derecho a defender a los
inocentes de una muerte injusta (…). Se puede intimar a los
bárbaros a que desistan de semejantes ritos; si se niegan, existe ya
una causa para hacerles guerra y emplear contra ellos todos los
derechos de guerra. Y si tan sacrílega costumbre no puede abolirse
de otro modo, se puede cambiar a sus jefes e instituir nuevos
gobiernos”.

6. La verdadera y libre elección

“Si los bárbaros mismos, comprendiendo la prudente


administración de los españoles, libremente quisieran –tanto los
príncipes como los súbditos– tener y recibir como soberano al rey de
España, éste podría ser y sería título legítimo y aun de derecho
natural”.

7. En razón de aliados y amigos

“A veces los mismos bárbaros guerrean entre sí legítimamente, y


la parte que padeció injusticia y tiene derecho a declarar la guerra,
puede llamar en su auxilio a los españoles y repartir con ellos el
botín de la victoria”.
Este último fue el caso (el mismo Vitoria lo recuerda), de la
alianza de los tlaxcaltecas con Cortés y sus españoles para derrocar
la tiranía del imperio azteca.
Pues bien; hasta aquí, resumidos, encontramos los “justos títulos”
de Vitoria, ampliados mil y una vez pero siempre con la misma
tesitura: el Papa no podía donar las tierras a España; sólo podía
encomendar a los españoles o a los franceses, o a los ingleses, etc.,
un derecho exclusivo a evangelizar esas tierras, porque el Papa no
poseía la plenitud de la potestad apostólica.
Inmejorablemente así lo plantea Díaz Araujo:
“Negación de la plenitud de la potestad pontificia: esa es la
abismal diferencia de Vitoria con todos los teólogos hispanos
que le precedieron. Y esa es, también, la base de sustentación
de su discurso sobre los indios.
Si Cristo no es Rey humano temporal, tampoco lo puede ser
su Vicario. Si el Papa carece de plenitud de jurisdicción, la
Cristiandad no pasa de ser una simple construcción de la época
medieval, perfectamente desechable. Si la Gracia no modifica
en nada a la Naturaleza, y si la política deviene del estado de
Naturaleza Pura, sin relación intrínseca con lo sobrenatural, la
invención renacentista del Estado –laico o religioso– es
excelente. Si el orden del Estado es paralelo y separado del de
la Iglesia, debe hallar sus normas en la autosuficiente razón
natural, específicamente en el Derecho de Gentes. Este
Derecho, por su carácter, es Internacional, y es el que debe
regir tanto a cristianos como a paganos, y no el Derecho Divino
que inspirara a la Cristiandad. Luego, conforme a ese Derecho,
ni el Papa pudo donar América a los reyes de Castilla, ni ellos
conquistar o colonizar a los amerindios, que son soberanos en
sus dominios. A falta de un derecho de dominio pleno. España,
sin embargo, podría ejercer esos derechos internacionales
subjetivos –como el de viajar, comerciar, transitar, predicar etc.,
cuya violación por parte de los indígenas habilitaría un derecho
de «intervención» momentáneo a los españoles. En cuanto a lo
que el Papa ha querido otorgar a España no pasa de ser un
monopolio misional, para la predicación del Evangelio, de orden
puramente espiritual, y sin atribución de fuerza competente”[225].
Pues bien, hasta aquí los “justos títulos” esgrimidos por la Escuela
de Salamanca. Pasemos ahora a los que la Cristiandad invocó
realmente.
2. La teología tradicional y la donación papal

Apenas siete meses después del primer viaje de Colón, Alejandro


VI –el Papa reinante– donó gran parte del Nuevo Mundo a la Corona
de Castilla y León. Para ello redactó la famosísima bula Inter
caetera donde se lee:
“Nos hemos enterado en efecto que desde hace algún tiempo
os habíais propuesto buscar y encontrar unas tierras e islas
remotas y desconocidas y hasta ahora no descubiertas por
otros, a fin de reducir a sus pobladores a la aceptación de
nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica, pero,
grandemente ocupados como estabais en la recuperación del
mismo reino de Granada, no habíais podido llevar a cabo tan
santo y laudable propósito; pero como quiera que habiendo
recuperado dicho reino por voluntad divina y queriendo cumplir
vuestro deseo, habéis enviado al amado hijo Cristóbal Colón
(…). Estos, navegando por el mar océano con extrema
diligencia y con el auxilio divino hacia occidente, o hacia los
indios, como se suele decir, encontraron ciertas islas
lejanísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían
sido encontradas por ningún otro, en las cuales vive una
inmensa cantidad de gente que según se afirma van desnudos
y no comen carne y que –según pueden opinar vuestros
enviados– creen que en los cielos existe un solo Dios creador, y
parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para
ser imbuidos en las buenas costumbres, y se tiene la esperanza
de que si se los instruye se introduciría fácilmente en dichas
islas y tierras el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…).Nos
pues encomendando grandemente en el Señor vuestro santo y
laudable propósito, y deseando que el mismo alcance el fin
debido y que en aquellas regiones sea introducido el nombre de
nuestro Salvador, os exhortamos (…) y os requerimos
atentamente a que prosigáis de este modo esta expedición y
que con el ánimo embargado de celo por la fe ortodoxa queráis
y debáis persuadir al pueblo que habita en dichas islas a
abrazar la profesión cristiana sin que os espanten en ningún
tiempo ni los trabajos ni los peligros (…). Y para que (…)
asumáis más libre y audazmente una actividad tan importante
(…) haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica y con
la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y
que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de
Jesucristo, a tenor de las presentes, os donamos, concedemos
y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos
y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una
de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el
momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se
encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se
encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto
con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas,
con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con
todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y
sucesores os investimos (…). Y además os mandamos en
virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas
diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones
probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en
la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus
pobladores y habitantes”[226].
Dicha “donación” de las tierras tiene su fundamento en el derecho
divino, es decir, en el mismo derecho que posee Jesucristo como
Rey y, posteriormente, el Sumo Pontífice, de hacer uso de los
bienes temporales en orden a lo espiritual.
Desde el punto de vista de la Teología el hecho podría explicarse
así; antes de subir al Padre, Jesucristo dijo: “Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado” (Mt 28, 18-20). Ergo, el vicario de Cristo, obraba en lugar
Suyo, donando para evangelizar.
Téngase en cuenta que dicha donación sin embargo, es “con
cargo”, es decir con una cierta obligación de que los reyes (y sus
sucesores) deban evangelizar e “instruir en la fe católica e imbuir en
las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”, de ahí que,
incumplido el cargo, podría perfectamente revocarse.
Como bien señala Díaz Araujo[227], la donación que, en su cuota
parte, le fue cedida por España a la Argentina, por el Tratado
suscripto por la Reina Isabel II y el Presidente Bartolomé Mitre, en
1862, se cumplió al menos en los papeles consagrándolo
constitucionalmente, aunque poco hicieron para cumplirlo pues,
según el criterio del mayor historiador del Derecho Argentino, Dr.
Ricardo Zorraquín Becú, se sabía que esa norma era fundamental
ya que, de lo contrario, dicha donación, aunque otorgada a
perpetuidad, podría ser revocada, por incumplimiento del cargo con
que fue concedida[228].
Así decía la anterior norma de la Constitución de 1853-1860, art.
67 inc.15:
“Corresponde al Congreso: (…) proveer a la seguridad de las
fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y promover
la conversión de ellos al catolicismo”.
O sea: si la Argentina no evangelizase de modo oficial, es decir,
como lo que hoy llaman “política de Estado”, se impondría el deber
de regresar el territorio de la actual República Argentina a los
caciques de las tribus aborígenes subsistentes, con la consiguiente
desocupación de todas las tierras rurales o urbanas, y la emigración
de su población no indígena. Situación que bien podría plantearse a
partir de la Reforma Constitucional de 1994, que ha borrado el
mandato evangelizador y lo ha reemplazado por el principio
contrario, de preexistencia de los cultos paganos[229] como puede
leerse en el actual art. 75, inc. 17:
“Corresponde al Congreso:…Reconocer la preexistencia
étnica y cultural de los pueblos indígenas. Garantizar el respeto
a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e
intercultural; reconocer la personería jurídica de sus
comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las
tierras que tradicionalmente ocupan”.
Pues así las cosas… Pero vayamos al fundamento de aquella
donación. La misma está asentada en la creencia católica de que
Cristo es Rey por derecho propio y por derecho de conquista.
Bastaría con leer la Quas Primas de Pío XI para recordarlo. Y lo es,
como decíamos, doblemente:
Por derecho propio: lo es como hombre y como Dios porque en
cuanto hombre, por su Unión Hipostática con el Verbo, recibió del
Padre “la potestad, el honor y el reino” (cfr. Dan. 7,13-14) y, en
cuanto Verbo de Dios, es el Creador y Conservador de todo cuanto
existe. Por eso tiene pleno y absoluto poder en toda la creación (cfr.
Jn. 1,1ss).
Por derecho de conquista, en virtud de haber rescatado al género
humano de la esclavitud en la que se encontraba, al precio de su
sangre, mediante su Pasión y Muerte en la Cruz (cfr. 1 Pe. 1,18-19).
El Padre lo puso todo en manos de su Hijo. Y debemos
obedecerle en todo.
Al ser investido Pedro como Vicario (representante) de Cristo en
el mundo, también tiene él todo poder en el Cielo y en la Tierra, de
aquí que pueda utilizar (como dice la Bula) “la plenitud de la
potestad apostólica”, haciendo uso de su potestad patrimonial en
vistas del bien común espiritual de las almas.
Al momento del Descubrimiento (es necesario aclararlo aunque
esto no restrinja el marco teológico en el que nos encontramos)
Europa se hallaba en una guerra contra el Islam, siendo el viaje de
Colón un intento de búsqueda de rutas alternativas y alianzas para
defender Tierra Santa. Así lo señala Díaz Araujo,
“Un elemento esclarecedor de competencias era la situación
de ‘Cruzada’ vivida por la Cristiandad. Cuando esto acontecía,
era claro que el Papa se comportaba necesariamente como
“defensor y tutor eminente” de la Cristiandad, puesto que las
Cruzadas contra los sarracenos se llevaban bajo su guía y
conducción. Si en este tiempo, como fue el del año 1492, de
Cruzada o de proyectada Cruzada contra el Islam, el Pontífice
asignaba frentes militares, zonas de navegación, o territorios
colonizables, era notorio que lo hacía en su función de jefe
espiritual de la Cristiandad, o ‘poder arbitral supremo’”[230].
Como dicen Llorca, García-Villoslada y Montalbán:
“En primer lugar, debe tenerse en cuenta que los reyes
cristianos de la Edad Media pensaban que cualquier guerra
contra los infieles era lícita y justa, era una verdadera cruzada,
y, por lo tanto, cualquier conquista de sus territorios era justa.
Por infieles se entendía comúnmente los musulmanes,
enemigos capitales del hombre cristiano. Cuando no se trataba
de musulmanes, sino de otros infieles o gentiles, en cuyas
tierras trataban de penetrar los príncipes cristianos, solían éstos
acudir al romano pontífice, pidiendo una justificación o
aprobación de sus empresas militares. Y el Papa les hacía
donación de las tierras, imponiéndoles: la obligación de
evangelizarlas, incorporándolas así a la cristiandad... Alejandro
VI (con sus Bulas Indianas) no hizo seguir esta tradición
pontificia”[231].
Así lo indicaba la teología más tradicional. Veámoslo.
El mismo San Bernardo de Claraval decía en carta al Papa
Eugenio: “El que quiera encontrar un lugar no sometido a tu
cuidado, tiene que salirse del mundo” (“De consideratione”, lib. 3,
cap. 1).
El cardenal Enrique de Suza, obispo de Ostia, gran canonista
medieval (1271) y autor de la “Suma Dorada”, así resumía el
derecho vigente:
“El Papa es vicario universal de Jesucristo, y
consiguientemente tiene potestad, no sólo sobre los cristianos
sino también sobre todos los infieles, ya que la facultad que
recibió Cristo del Padre fue plenaria (…). Después de la venida
del Redentor, todo principado y dominio y jurisdicción ha sido
quitado a los infieles y trasladado a los fieles, en derecho y por
justa causa, por aquél que tiene el poder supremo y es infalible
(…). [En cuanto a los infieles] sólo gozaban de una tenencia
precaria del reino, a modo de concesión de la Sede
romana”[232].
Poco antes del Cardenal de Suza el mismo Santo Tomás de
Aquino decía[233]:
– “La Iglesia ha heredado el poder de Cristo, quien como
hombre tuvo poder absoluto sobre las cosas creadas” (Sum. Th.
III, 59, 6 ad 3).

– “La cabeza de la Iglesia, que es el Papa, es cabeza


también de la república cristiana” (Sum. Th. II, 2, q. 60, a.6, ad
3; Contra errores graecorum, lib. II, c. 32-38).
– “El Papa tiene la espada espiritual en cuanto a su
ejecución; pero también tiene la temporal en cuanto a su
mandato” (IV Sentent, Dist. 37, expos. textus).
– “El poder temporal está sometido al poder espiritual como el
cuerpo al alma; por ello no hay usurpación ninguna de poder, si
el superior espiritual interviene en el orden temporal, en las
cosas en que el poder secular le está sometido y que por él le
son cedidas” (Sum. Th. IIa.-IIae., 60, 6 ad 3).
– “El Papa tiene el máximo de estas dos potestades, secular
y espiritual, disponiéndolo Aquel que es sacerdote y rey,
sacerdote eterno según el orden de Melquisedec y rey de reyes
y señor de los que dominan, cuya potestad no le será quitada y
cuyo reino no tendrá fin” (Commentun in lib. II sententiarum,
dist. 44, quaest.2, art. 3 ad 4).
– “El Papa tiene la plenitud de potestad pontifical, como rey
en su reino” (Lib. 4 Sentent., d. 20, q. 4, a. 3 ad 3, q. e. 4, sol.
3).
– “Y tanto es el gobierno más sublime cuanto más se
endereza al fin último... el guiar a este fin no será del gobierno
humano sino del divino. Por tanto compete a aquel Rey que no
solamente es hombre sino Dios y Hombre, esto es a Nuestro
Señor Jesucristo.... El ministerio de este Reino... se sometió no
a los reyes de la tierra sino a los sacerdotes, y principalmente al
Sumo Sacerdote, sucesor de San Pedro, Vicario de Cristo, que
es el Pontífice Romano, al cual todos los reyes cristianos deben
estar sujetos como al mismo Señor Jesucristo; porque así
deben serlo los que tienen a su cargo el cuidado de los fines
medios al que lo tiene del fin último, y guiarse por su gobierno”
(De Regimine Principium, lib. 1, cap. 14, indubitado de Santo
Tomás).
– “Los infieles, paganos y gentiles están sometidos ‘en
potencia’ a la Iglesia y el Papa (Sum. Th., III, q. 8, a. 3 ad Ium)”.
Pero si de documentos pontificios se trata, no puede dejar de
citarse la famosa bula dogmática “Unam Sanctam” de Bonifacio VIII
(1302):
“La Iglesia, que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola
cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario
de Cristo, Pedro, y su sucesor (…). Por las palabras del
Evangelio somos instruidos de que, en ésta y en su potestad,
hay dos espadas: la espiritual y la temporal... Una y otra
espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y
la material. Mas ésta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia;
aquella por la Iglesia misma. Una por mano del sacerdote, otra
por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y
consentimiento del sacerdote. Pero es menester que la espada
esté bajo la espada y que la autoridad temporal se someta a la
espiritual... Que la potestad espiritual aventaje en dignidad y
nobleza a cualquier potestad terrena, hemos de confesarlo con
tanta más claridad, cuanto aventaja lo espiritual a lo temporal...
Porque, según atestigua la Verdad, la potestad espiritual tiene
que instituir a la temporal, y juzgarla si no fuere buena... Luego
si la potestad terrena se desvía, será juzgada por la potestad
espiritual (…). Ahora bien, esta potestad, aunque se ha dado a
un hombre y se ejerce por un hombre, no es humana, sino
antes bien divina, por boca divina dada a Pedro, y a él y a sus
sucesores”.
Práctica común era esta de donar tierras; entre muchas posibles
citas, elegimos esta del Papa Nicolás V, que, en la bula “Romanus
Pontifex” de 1452, declara:
“El romano pontífice sucesor del celestial portero y vicario él
mismo de Cristo..., suele ordenar y dispone saludablemente,
tras madura deliberación, los medios que cree ser agradables a
la divina majestad para reducir al único aprisco del Señor las
ovejas que le han sido encomendadas... Todo lo cual creemos
que – con el divino auxilio – sucede con mayor certeza cuando
colmamos de favores y especiales gracias a aquellos reyes y
príncipes católicos que, cual intrépidos atletas de la fe cristiana,
vemos que no sólo reprimen con la fuerza a los sarracenos y
demás enemigos del nombre de Cristo, sino que sujetan a su
dominio temporal –para defensa y aumento de la fe– a sus
reinos y lugares, aunque se hallen en parajes lejanísimos y a
nosotros desconocidos”[234].
El “Syllabus” de Pío IX ha anatematizado la proposición que
sostiene: “La Iglesia no tiene facultad para usar de la fuerza, ni
potestad ninguna temporal, directa o indirecta” (Denzinger, n. 1724).
El Papa Pío VI, por su Constitución Auctorem Fidei, del 28 de
agosto de 1794, condenó como herética la proposición del Sínodo
jansenista de Pistoia el planteo de “que sería abuso de la autoridad
de la Iglesia transferirla más allá de los límites de la doctrina y
costumbres, y extenderla a las cosas exteriores (…) y el uso de
aquella potestad recibida de Dios de que usaron los mismos
Apóstoles en establecer y sancionar la disciplina exterior”
(Denzinger, 1504).
Pues, como vemos someramente, la donación papal se basó en la
teología católica; y a ejemplo no sólo la Americana, sino también
innumerables más de por entonces que hoy nadie se anima a
criticar. Veamos algunos de ellos al azar[235]:
1. Cum omnes insuale, 28 de junio 1091, Urbano II dona isla
de Córcega.
2. Cumuni versae insulae, 3 de junio 1091, Urbano II dona
isla Lipari.
3. Laudabiliter, 1155, Adriano IV dona Irlanda al rey de
Inglaterra.
4. Quoniam Ea, 1172, Alejandro III reitera donación de
Irlanda.
5. Innominada, abril 1294, Inocencio IV dona islas Senona,
Ponza, Ventuteria y Ustica.
6. Ex turorum Atrae, agosto 1295, Bonifacio VIII dona Djerba
y Kerkennab.
7. Sicut Exhibitate, diciembre 1344, Clemente VI dona las
islas Canarias.
8. Inter Innumeras, octubre 1450, Nicolás V dona
Castelrosso.
9. Romanux Pontifex, junio 1454, Nicolás V dona islas
africanas a Portugal.
10. Exigit contumacium, de Febrero de 1513, en la que Julio II
dona Navarra a España.
La más elemental de las hermenéuticas jurídicas nos dice que,
aun cuando no se aceptasen los planteos teológicos expuestos, el
criterio para valorar la donación papal ha sido incluso aceptado por
la jurisprudencia de la Corte Permanente de Justicia de La Haya
quien, en 1928, ante el caso “Islas de Palmas” (“Island of Palmas
Case”. United States vs. The Netherlands, Permanent Court of
Arbitration, 4 de abril de 1928, Un.Rep. International Arb. Awards,
829), determinó el principio de la Intertemporalidad de las leyes
(inter temporal laws), equivalente al principio romano de derecho
privado de la irretroactividad de las leyes (“las leyes disponen para
lo futuro; no tienen efecto retroactivo, ni pueden alterar los derechos
adquiridos”). En consecuencia, el derecho jurídico internacional,
dice: “debe ser apreciado a la luz de la ley contemporánea a él, y no
según la ley en vigor cuando se produce una disputa, o cuando una
disputa no puede ser solucionada”.
Y la ley de entonces era que el Papa podía donar y donó.

***

Como hemos intentado ver, la cuestión de la donación papal de


las tierras americanas, no sólo se basó en el derecho vigente, sino
en la teología católica más tradicional aún no derogada por
intervención papal o exhortación postsinodal alguna.
El Papa podía donar y donó; y que hoy no lo siga haciendo no
implica que no posea el derecho para ello.
Será con el tiempo que una mala filosofía y una mala teología, no
concorde al pensamiento perenne, engendrará esa visión naturalista
propia del Renacimiento que luego degenerará en la ruptura del
pensamiento cristiano.
Terminemos con una frase de Díaz Araujo a quien hemos seguido
a quien dedicamos estas líneas en filial afecto y gratitud:
“Los agnósticos que gobiernan el mundo no admiten ningún
tipo de poder ni en Cristo, ni en su Iglesia, ni en el Sucesor de
Pedro. Porque, simplemente, recusan la existencia de lo
sobrenatural (…). El historiador cristiano debe proclamar su
verdad, sin importarle poco ni mucho del qué dirán de los
incrédulos”[236].
Es lo que hemos intentado humildemente hacer, para…

Que no te la cuenten…
Capítulo VII
La Devotio Moderna:
Características y síntomas de un católico “tradicional”

Hace tiempo que, entre lecturas y conversaciones, venimos


meditando y rumeando acerca de esta corriente de la espiritualidad
católica que tanta mella ha hecho en los mejores ambientes (y hasta
en nosotros mismos, por cierto). Sin ánimo de agotar el tema,
presentamos aquí algunas reflexiones a modo de síntesis.
Creo que su lectura vendrá bien, especialmente para aquellos
ambientes católicos “tradicionales” o “conservadores” e, incluso,
para que nos animemos a hacer un examen de conciencia de
nuestra espiritualidad.

***

Varios y destacados autores se han dedicado en nuestras tierras


a un tema tan delicado como es el que aquí comenzamos a
analizar[237]; y decimos “comenzamos” porque lo que aquí
intentaremos es meramente un esbozo del punto con algunos
aportes propios[238].
Digamos para empezar que la devotio moderna o “devoción
moderna” ha sido (y es) una corriente espiritual que vio la luz en la
segunda mitad del siglo XIV, principalmente en los Países Bajos;
sus fundadores –reconocidos y visibles– fueron Gerardo Groote
(1340-1384) y su discípulo Florencio Radewijns (1350-1400). La
escuela espiritual hizo eclosión en una comunidad religiosa
conocida con el nombre de los Hermanos de la vida en común,
cuyas raíces se encontraban en el agustinismo y el franciscanismo.
La aclaración no es menor y, si la subrayamos, es porque tendrá
cierta importancia en el desarrollo de la cuestión.
Vale la pena subrayar los orígenes históricos de la espiritualidad
moderna puesto que, habitualmente, se tiende a asociar sin
demasiadas distinciones y de manera directa a la devotio moderna
con la Compañía de Jesús de San Ignacio de Loyola; y no es que no
la haya habido, sino que –a nuestro juicio– no ha sido del modo en
como la presentan.
Siguiendo libremente al P. García-Villoslada en un trabajo
magnífico[239], veamos algunas de las características principales de
esta corriente que tanta huella ha dejado en diversos grupos y
movimientos laicales y religiosos de nuestro tiempo.
1. El “ cristocentrismo”

Naturalmente que Cristo es el centro de la vida cristiana; eso es


indudable. A lo que nos referimos aquí es que, así como durante los
primeros siglos del cristianismo, se resaltaba principalmente la
divinidad de Nuestro Señor (cosa que puede claramente verse en la
iconografía) en la modernidad, y especialmente a partir de la
espiritualidad de la devotio moderna se resaltará su humanidad, es
decir, la consideración y meditación de Cristo en cuanto hombre (de
allí que el padre García-Villoslada nos hable de un “cristocentrismo
práctico”, más que de un “cristocentrismo místico”). Es decir, se
busca en esta corriente a un Cristo como “ejemplaridad operativa”,
movilizadora, acentuando en la imitación práctica de Cristo, las
notas éticas y pragmáticas. Cristo es presentado principalmente
como un modelo ético a imitar así como San Martín lo podría ser de
los militares o Miguel Ángel de los pintores.
Esto, como el resto de las características que veremos, no tienen
per se una maldad intrínseca. Es decir, nadie en su sano juicio
podrá decir que haya algo de malo en el tener la humanidad de
Cristo como centro de sus meditaciones, pero sí puede haberlo en la
acentuación demasiado marcada de este “cristocentrismo práctico”,
es decir, en el énfasis puesto de una manera exclusiva en ello pues,
puede llevar al descuido o al abandono de la contemplación y
principalmente de la contemplación del misterio del Dios que se
hace hombre. Es algo que se verificará a lo largo de casi todas
estas líneas: un problema de acentuación.
De todas las consideraciones acerca de Cristo, este
“cristocentrismo práctico”, acentúa la meditación sobre los
sufrimientos y la pasión de Cristo. Y, vale la pena repetir, no es que
se esté ante algo malo; ¿quién podrá negar este modo de
santificarse, que llevó a San Pablo de la Cruz, a San Alfonso, a
Santa Rosa de Lima, etc., a la gloria de los altares?, pero esta
excesiva acentuación puede llevar, y de hecho ha llevado a algunos
sectores de la Iglesia, a una especie de jansenismo católico que
rotula todo placer de por sí como pecaminoso. Es decir: no se
distingue entre el placer ordenado y el desordenado, entre el
legítimo y el ilegítimo y puede conducir también a la sinonimia,
peligrosa, según la cual todo devoto es necesaria y forzosamente un
compungido (como esta corriente espiritual hará).
Un seguidor de la devotio moderna, deberá vivir
permanentemente de atrición y contrición; sin gozo ni interior o
exterior. Un cristianismo en el que no entrarían ni San Simón “el
loco”, ni San Felipe Neri, ni el mismo Chesterton, hoy en vías de
beatificación.
2. El culto al “ método” y al director espiritual…

Esta es, según García-Villoslada, “la nota más característica de la


«Devotio moderna»”[240].
El planteo de esta escuela de espiritualidad es que la vida misma
del alma debe ser sometida a un “esquema”; se trata de un
ordenacionismo y un reglamentarismo propio de un espíritu
geométrico. Es un “sistema” uniformante del alma cuya rigidez
extrema controla hora, días, semanas, meses e incluso años,
llevando una fiscalización y una comprobación exhaustiva de todos
los movimientos y todas las conductas de la vida cristiana.
Claramente, no decimos aquí que llevar un método para el alma,
tenga nada de malo de por sí, pero la degeneración del método y su
hipertrofia es lo que puede matar a las almas: el método es para el
hombre y no el hombre para el método…
Lo mismo debería decirse de la imposición de este método para
todos los hombres; porque es tan injusto tratar a los iguales de
modo desigual como tratar a los desiguales de modo igual…
Dicha tergiversación de la regla, según Gilson, no es producto del
acaso, sino que va de la mano en la devotio moderna con la filosofía
nominalista de la escolástica decadente que, al acentuar el
voluntarismo terminaban dando una primacía absoluta al ethos por
sobre el logos; a lo subjetivo por sobre lo objetivo; al experimentar
por sobre el contemplar. A diferencia de lo que sucedía en la
devoción tradicional, donde se enfatizaba el orden en la oración
pública (la liturgia y el coro) y se daba entera libertad para la
devoción personal, se hará un excesivo hincapié en el cuidado in
extremis de la misma devoción privada[241], determinando
minuciosamente la materia de la meditación, el tiempo, el objeto, la
duración horaria…, con el propósito o la consecuencia de que el
devoto, tenga todo el día ocupado, todo el día absorbido,
prácticamente sin posibilidad del ocio…
Lo repetimos: el método es para el hombre y no para el método; al
contrario, la devotio moderna planteaba con uno de sus expositores
que “toda actividad humana «quantum habet de ordine, tantum
habet de bonitate»”, es decir, todo acto humano es bueno en cuanto
que es ordenado, entendiendo aquí por “ordenado” el rigorismo
metódico de su ejercicio; veamos un ejemplo al legislar el modo de
rezar:
“En cuanto a las materias, así solemos dividir y alternar, de
modo que se medite los sábados sobre los pecados; los
domingos sobre el reino de los cielos; los lunes sobre la muerte,
los martes sobre los beneficios de Dios; los miércoles sobre el
juicio; los jueves sobre las penas del infierno; los viernes sobre
la Pasión del Señor. Y no contentos con ordenar los
preparativos de la oración y con determinar la materia que se
ha de meditar cada día de la semana, quisieron reglamentar la
hora, el lugar, la postura que conviene guardar en la
meditación”[242].
¿Quién sería capaz de hacer oración, siguiendo todos esos
grados de la escala y ejercitando ordenadamente todas esas
operaciones de la mente, del juicio y del afecto? Contrariamente a
esto, San Ignacio, con mayor libertad de espíritu, aconsejará en la
adición 4ta. de sus Ejercicios Espirituales (Nº 76) que, para entrar
en la contemplación se puede estar “de rodillas, prostrado en tierra,
acostado rostro arriba, sentado, de pie, andando siempre a buscar
lo que quiero… Y si hallo lo que quiero de rodillas, no pasaré
adelante, y si prostrado, asimismo, etc. explicando que “en el punto
en el cual hallare lo que quiero, ahí me reposaré, sin tener ansia de
pasar adelante, hasta que me satisfaga”.
Todo debe estar controlado, siendo el ocio una especie de
amenaza para esta devoción moderna; ocio que resultaba
fundamental en la devoción tradicional[243]. El mismo Santo Tomás
diría, un siglo antes del nacimiento de esta doctrina, citando a San
Agustín:
“El amor a la verdad requiere un ocio santo; la necesidad de
la caridad emprende una ocupación justa, es decir, la de la vida
activa. Si nadie impone esta carga, debemos entregarnos al
estudio y contemplación de la verdad. Si se nos impone, hay
que aceptarla por exigencias de la caridad. Pero ni siquiera en
este caso debe abandonarse totalmente el deleite de la verdad,
no sea que, quitado este alivio, la carga sea demasiado
pesada”[244].
Como parte también de esta segunda característica existe aquí un
hincapié excesivo, minucioso y hasta asfixiante del examen de la
conciencia a partir de un sinfín de divisiones y sub divisiones que, a
veces, atosigan la vida del alma. No nos referimos aquí a una
maldad intrínseca del hermoso modo de avanzar en la vida espiritual
realizando un examen de conciencia, sino en esa esquemática
actitud del espíritu que hace consistir la santidad en un papel y unas
cuantas rayitas. Entendemos que ese método podrá ser útil (¡vaya si
lo ha sido para algunos santos!) e incluso recomendado por el
mismo San Ignacio en sus EE.EE. (NN. 27-31) pero aún este
método deberá usarse tanto… cuanto… le sirva al alma para
alcanzar el fin para el cual ha sido creado: Dios.
La metodolatría del espíritu podrá derivar, de lo contrario, en que
el alma y estos métodos terminen a menudo sujetándose a un
director espiritual que obrará más bien como un controlador del
trabajo o capataz de estancia, que analiza y regula el trabajo, el
sueño, las comidas, las relaciones, etc., llevando al alma a un grado
de infantilismo espiritual. Vale reiterar que no todos estos rasgos son
malos; sería errado hablar de la maldad intrínseca de un
acompañante espiritual (¡casi todos los santos los han tenido!), pero
la sujeción servil a un hombre sin saber que quien se salva o se
condena es uno y la sujeción a una metodolatría, sí es un mal y no
existe tal cosa en los evangelios.
Sobre esto diría el padre Castellani:
“¡No podemos salvarnos al tenor de la conciencia de otro! ¡No
podemos eximirnos de discriminar exactamente con nuestra
razón el bien y el mal moral, uno para tomarlo y otro para
lanzarlo! ¡No puede ser nuestro guía interior la razón ajena: los
actos morales son inmanentes y su ‘forma’ es la racionalidad! Si
bastara para salvarse hacer literal y automáticamente lo que
otro nos dice ¿cuál sería entonces la función de la fe, de la
oración, de la meditación, de la dirección espiritual, del examen
y del estudio?”[245].
Ejercitar la voluntad tampoco puede tener algo de malo
inherentemente, pero el voluntarismo sí y el hincapié excesivo que
se hace sobre estas cosas, en desmedro de otras actividades que
caracterizaron a la devoción tradicional (la oración litúrgica, la
actitud apostólica, etc.) sí que puede resultar peligroso. Si el director
espiritual de un alma, es una persona adornada de virtudes, pues
entonces será un beneficio para el alma del dirigido, pero si el
director espiritual es parte de este proceso de la devoción moderna,
con conciencia o sin conciencia de ello, se corre el riesgo de que,
bajo esa dirección, se fabriquen vocaciones, se coaccione la vida
espiritual, se manipulen las conciencias y se cuadricule a las almas
pensando que Dios las ha hecho a todas iguales.
¡Dios nos libre de esas direcciones espirituales que no respetan
las almas! Más vale seguir ciego que confiarse en otro ciego y caer
en un pozo…
“Hay un método ascético por el cual te puedes santificar”; “hay un
método por el cual, si lo sigues a la letra, te harás santo”. Es algo
análogo a esas recetas televisivas que hacen que uno baje de peso
casi mágicamente. Esto es gravísimo y sin embargo esto es lo que
prevalece en nuestros días en algunos ambientes supuestamente
tradicionales. Este ascetismo metódico, así entendido, puede llevar
al voluntarismo. Un ascetismo de estas características, que
desprecia la vía mística es un ascetismo peligroso.
3. Moralismo

De la tendencia práctica operativa y anti-especulativa que tiene la


devoción moderna surge esta característica, en virtud de la cual
termina convirtiéndose en una escuela de moral al igual que para los
chinos lo es seguir la doctrina de Confucio; es decir: se opera un
grave reduccionismo haciendo que la religión se vea limitada a la
mera conducta y ésta a la casuística sin pautas de discernimiento
crítico sino, más bien, una suerte de listado de pecados y virtudes o
conductas buenas sin un verdadero discernimiento.
En absoluto queremos decir con esto que la casuística sea mala
(los serios confesores deben estudiarla), pero la reducción de la vida
espiritual al conocimiento y la observancia de los deberes de estado
y al conocimiento y observancia de las leyes eclesiásticas
solamente, engendra peligros... Y es por eso que la devotio
moderna acentúa, enfatiza y utiliza permanentemente el uso de
sentencias, proverbios, aforismos y máximas, como las fábulas de
Esopo. Es verdad que algo así podría ser inofensivo si fuese
utilizado cum grano salis, pero el uso de este recurso sin su
contexto ni su esencia, puede terminar haciendo de las Sagradas
Escrituras, los Santos Padres o el mundo greco-romano una mera
cantera de ejemplos preciosos sin advertir su verdadero significado
y su causalidad ejemplar para un cristiano. No se logran “hábitos”
sino sólo coberturas exteriores que no han sido incorporadas al
propio modo de ser.
Al mismo tiempo, este “moralismo” suele estar emparentado por
un modo de obrar estoico.
“Esto se hace, esto no se hace, esto hay que hacerlo, esto no hay
que hacerlo, esto es así, esto no es así”; sin dar los fundamentos
últimos... Es el modo propio de obrar ante la niñez, cuando quizás
no se está aún preparado para conocer los motivos, las razones de
nuestros actos; pero sólo sirve para un nivel inicial. Este casuismo
estoico podrá dar resultados hasta cierto ámbito de formación del
hombre creyente, del hombre piadoso, pero en un momento
determinado el alma necesitará algo más y si no lo encuentra en la
devoción moderna (única cosa que conocerá), el resultado será que
su catolicismo casuístico y reglamentarista, terminará por fastidiarlo.
4. Tendencia anti-especulativa

Como señala García-Villoslada, la “«devotio moderna» nace bajo


un signo de oposición a cierta espiritualidad nebulosa y altamente
especulativa en el que, el lenguaje abstruso y difícil de los
escolásticos había contagiado a los místicos, que a veces discurrían
con sutiles cavilaciones y razonamientos de cuestiones tan sublimes
como ininteligibles”[246]. Era el lenguaje de la escolástica que
apenas después de la muerte de Santo Tomás de Aquino, había
abandonado su guía.
La reacción contra las sutilezas y las disputas escolásticas es lo
que a estos exponentes de la nueva devoción, los llevará no sólo a
la reprobación de la curiosidad intelectual, sino hasta el desprecio
mismo de la ciencia, con peligro de caer –como de hecho cayó– en
una religiosidad puramente afectiva o en un practicismo sin sólida
base teológica. En este sentido decíamos más arriba que el
nominalismo ha sido uno de los padres de esta corriente de
espiritualidad al impugnar no sólo la metafísica del Aquinate a la
cual consideraba superflua, sino hasta a la misma filosofía, “la
madre de los herejes”[247] y el fomento de la vanidad, como decía
Groote.
El mismo estudio de por sí, resulta al menos, sospechoso para
esta corriente; el mismo Radewijns señalará que,
“estudiar para conocer o para enseñar..., no nutre al alma,
sino que la convierte en enferma”[248].
De la misma postura, sería su sucesor, Juan Von de Husden,
quien solía refrenar a sus hermanos en el estudio de los libros de
Santo Tomás y de los otros símiles modernos, en la escolástica, que
trataran respecto de la obediencia y materias similares, queriendo
que permaneciesen en su simplicidad.
La reacción contra la escolástica decadente se exageró, como
vemos, hasta el desprecio de la ciencia cayendo en una religiosidad
puramente afectiva que, un par de siglos después, sin ir más lejos,
llevará a un Lutero al desprecio de la “prostituta” inteligencia.
5. El afecto sobre todo

Hay, como consecuencia de lo señalado recién, una marcada


acentuación de lo anti-especulativo y afectivo que es utilizado como
elemento preponderante en la relación con Dios, y que procede de
una marcada corriente franciscana. En efecto, la acentuación de lo
sensible, que tanto objetara el padre Castellani, y esa acentuación
desordenada de lo sentimental, de lo emotivo, de lo afectivo, hace
que la vida del alma quede a medio camino. Para esta corriente, la
“devoción” es “fervor”, es “oración inflamada”, es puro
remordimiento, mortificación y compunción. Y una vez más
repetimos: no es que esté mal que la devoción sea fervor; lo
riesgoso es que estas notas se acentúen tanto que queden
relegadas o atrofiadas, desconsiderando la vida superior del alma,
reduciendo todo a un carácter meramente afectivo-emocional.
Como señala García-Villoslada:
“Hasta el vocablo con que los discípulos de Groote se
designan a sí mismos, Devoti, está indicando su naturaleza más
afectiva que especulativa. La devoción, para ellos, es
esencialmente fervor, oración inflamada, deseo de Dios. Para
Mombaer, por ejemplo, ‘la compunción se identifica con la
devoción’”[249].
Vale tener en cuenta que, para esta corriente, “devoción” no
significa lo mismo que en la espiritualidad tradicional: “voluntad
pronta de entregarse a las cosas de Dios” [250] (como la llamaba
Santo Tomás), sino “esa pía y humilde afección hacia Dios”
manifestada máximamente en la oración.
Es decir: un “devoto” es un afectado por sus afectos espirituales…
6. El biblicismo

Hay también en la devotio moderna una marcada utilización de las


Sagradas Escrituras, cosa que parece loable e imitable. Toda la
espiritualidad tradicional ha hecho de la lectura de las SS.EE. un
modo de orar (lectio divina), pero en esta corriente las sagradas
letras no serán tomadas como norma de la fe, sino como un
reservorio de ejemplos morales y un soporte para el adoctrinamiento
moral: “una teología sencilla y moralista que fomente la
devoción”[251], como dice García-Villoslada.
Porque si bien los libros inspirados son para argüir, enseñar,
corregir (como dice San Pablo), no son sólo para eso, sino para
conocer a Dios y amar a Dios según Él mismo quiso revelarse. El
peligro del biblicismo individualista tendrá su consecuencia lógica en
la ruptura protestante y la interpretación privada de los sagrados
textos bíblicos que, al ser leídos no “en la Iglesia”, en la Tradición,
sino en la “interioridad devota” y subjetiva, terminará diciendo lo que
cada cual quisiese.
No por nada –y este es un dato no menor– la ruptura protestante
se dará en aquellos países donde principalmente esta corriente se
encontraba en su apogeo.
7. Interioridad y el subjetivismo

Según el Padre García-Villoslada, esta es la característica


fundamental de esta corriente espiritual.
Según puede leerse en los mismos textos de sus exponentes
“hombre devoto” y “hombre interior” son meros sinónimos,
entendidos en clave de “interioridad compungida”, si se nos permite
la expresión. El devoto moderno se identifica prácticamente con la
figura del compungido, el dolorido que no sólo debe buscar el dolor
interno sino también el dolor externo incentivando ciertas prácticas
mortificatorias.
Es verdad –nadie lo niega– que luego del pecado original todos
estamos inclinados más bien al epicureísmo que al estoicismo,
rechazando la mortificación; ésta, sin duda, es necesaria para
nuestra santificación (mortificación de la voluntad, de la sensibilidad,
de los juicios temerarios, etc.); el riesgo es el desborde y el acentuar
que allí en la mortificación se encuentra la santidad. Es decir, el
desborde es el mal y, en ciertos ambientes donde abunda esta
espiritualidad, los desbordes suelen ser más frecuentes que las
privaciones.
Es verdad también que Nuestro Señor dijo “velad y orad, para que
no caigáis en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne
es débil” (Mt 26,41), pero se trata de un medio y no de un fin. Por el
contrario, sucede habitualmente que todo extremista de las
mortificaciones termina siendo un extremista de los placeres (la
virtud nunca está en los extremos irracionales). Habría muchos
ejemplos para poner de varios que, por querer llevar una vida
penitente sin prudencia, terminaron luego cayendo en las más
desenfrenadas pasiones por oposición de contrarios; pero con uno
solo basta; una vez más: Lutero.
En cuanto al subjetivismo que la devotio moderna propugna, no
puede dejar de hacerse una brevísima digresión histórica que
permitirá comprender mejor el problema y que, quizás, pueda
prevenirnos a los hombres de hoy.
Según señala García-Villoslada,
“este afán de interioridad, este replegarse hacia las zonas
más íntimas del alma, teniendo en cuenta el momento histórico
en que nace la «Devotio moderna». Es la época del cisma de
Occidente, en que la Iglesia dolorosamente desgarrada ignora
cuál es su verdadera Cabeza visible, quién es el Vicario de
Cristo, dónde se halla el Jefe espiritual a quien deben todos
obedecer y con quien deben permanecer unidos. Cuando todo
es tumulto y confusión en el exterior, las almas escogidas
buscan la luz y la paz en el silencio, en el retiro y en la plegaria.
No sabiendo quién es el verdadero representante de Jesucristo,
buscan al mismo Cristo directamente en sus propios corazones
y en la unión individual con Dios” (…). Gerardo Groote obedecía
a Urbano VI de Roma, no a Clemente VII de Avignon. Pero le
atormentaban ciertas dudas, y en la oscuridad y perplejidad de
su conciencia se consolaba y tranquilizaba quitando importancia
al cisma externo. Lo importante, decía, es no separarse de la
Cabeza invisible, que es Cristo, raíz y causa de la unidad
fundamental de la Iglesia; la otra unidad externa, que procede
de la unión de los miembros con la Cabeza visible, no es tan
esencial; evitemos, pues, sobre todo el cisma interior”[252].
Algo que puede ser análogo en nuestros tiempos donde algunos
podrían decir con un personaje de una novela de Sábato “si se viene
el comunismo, me voy a la estancia y se acabó”.
Curiosamente, algunos de quienes hoy atacan a la devoción
moderna y que creen estar exentos de ella, caen en esta nota
característica al no tener en cuenta la crisis en la que se encuentra
la Iglesia al refugiarse en una especie de torre de marfil que
descarta, desprecia y denigra a quienes no tienen acceso a la
misma. Pero aún hay algo más grave y es el constatar que esta
característica de la devoción moderna ha llevado a la práctica a un
desinterés por la vida apostólica y por la vida misionera. Y este
desinterés es el mismo que tienen hoy los que son críticos de la
devoción moderna…
– “Yo no quiero salvar a nadie; sólo deseo salvarme a mí mismo”
–dirán algunos.
Se evita así el trato con la gente y sobre todo el apostolado activo
sin preocuparse por extender el Reinado Social de Cristo. “En vano
se buscará en la «Imitación de Cristo», ni en los demás libros del
Kempis (…) la más leve indicación del deber apostólico y misionero
de los cristianos”[253]. Veamos nomás un ejemplo concreto: cuando
el canónigo Guillermo de Salvarvilla (uno de los seguidores de
Groote) pida a su maestro dedicarse a la conversión de los
cismáticos orientales, Groote se opondrá severamente
desaconsejando la moción con firmeza.
Y aquí nos encontramos con una nueva paradoja y es la
siguiente: a menudo se acentúa la relación entre devoción moderna
y jesuitismo –cosa que no negamos a priori– cayendo en el olvido
respecto de la epopeya misionera de la Compañía de Jesús y, más
aún, de los orígenes no jesuíticos sino franciscanos y agustinos de
la devotio moderna. Y se olvidan que, los primeros jesuitas como
San Francisco Javier, no sólo no eran estructurados, sino que eran
casi irreductibles a cualquier corsé de esta corriente espiritual.
Este subjetivismo lleva a un apartamiento del mundo que, a su
vez, concluye en una poca, escasa o nula ninguna inclinación por el
apostolado activo. Los devotos modernos son más bien introvertidos
y tienen una mentalidad muy poco jerárquica por su individualismo;
la jerarquía, en todo caso, se dará en el sistema o grupo, porque al
ser un movimiento que tienda a hacer permanecer en un estado de
adolescencia espiritual a las almas, éstas, casi necesariamente,
buscarán refugio en una “tribu” o “camarilla”; es la pertenencia del
individuo al “grupo”, de allí que, todo lo que se encuentre en él sea
seguro y todo lo que esté fuera de él, inseguro y dudoso.
Bouyer, en un párrafo genial así lo señala:
“El ideal eclesiástico agustiniano y gregoriano –in necessariis
unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas– sólo le inspira un
horror invencible. Sabe demasiado bien que así se volatilizaría.
Lo que necesita es la uniformidad, impuesta desde fuera y
desde arriba. Y esta uniformidad será siempre sólo la de un
grupo particular, de una escuela particular, de una estrecha
comunidad cerrada sobre sí misma y que sólo aspire a ser
católica, es decir, universal, suprimiendo de hecho o por lo
menos ignorando, todo lo que no es ella. A este catolicismo de
nombre, la única catolicidad verdadera, que es la unidad viva de
la comunión en el amor sobrenatural, le hará siempre el efecto
de ser un ideal protestante. No queriendo ser más que
antiprotestantismo, o antimodernismo, o antiprogresismo, no
será nunca en realidad, como Möhler lo había visto muy bien
antes de Khomiakov, sino el individualismo de un clan o, en el
límite, de un solo hombre (totemizado todavía más que
divinizado) opuesto al individualismo de todos. Sólo podrá
admitir una lengua sagrada, una tradición litúrgica (fijada para
siempre con la autoridad), una teología (no tomista, pese a sus
pretensiones, sino, a lo sumo de un epígono como p. ej. Juan
de Santo Tomás), un derecho canónico (íntegramente
codificado), etcétera. Las riquezas, tan concordantes, pero tan
múltiples, tan abiertas, del pensamiento de los Padres, le serán
siempre sospechosas. La plenitud de las Sagradas Escrituras,
tan esencialmente una, pero amplia y profunda, precisamente
como el universo, lo sofocaría; prohibirá a todos su acceso a
ella y se abstendrá cuidadosamente de pescar en ella otra cosa
que algunos probatur ex Scriptura aislados de su contexto, o
algunas guirnaldas retóricas, como las que los últimos paganos
seguían tomando de una mitología, en la que ya habían dejado
de creer”[254].
Kempis, que es la quintaesencia de la devoción moderna, así lo
declara: “más vale salvarse uno solo viviendo inocente en soledad
que aventurarse en el trato con lobos y dragones”[255]. Justamente lo
contrario de lo que nos debería pedir y nos pide Jesucristo y Su
Iglesia: “yo os envío como ovejas en medio de lobos…”.
No se trata del apartamiento del monje, del ermitaño (que esa es
una vocación particular), sino de quien está en el mundo pero que
obra en su vida interior con un espíritu sectario, un espíritu elitista,
un espíritu de sacristía; no se sacrifica por el mundo sino que sólo
piensa en salvarse él sin llevarse consigo a varios con él. Si así
fuera, entonces el Verbo no se hubiese encarnado.
En una durísima pero certera frase, García-Villoslada lo resume
así:
“La acción de la gracia en el alma se supone y se afirma
reiteradamente, pero se juzga más prudente y de mejor
resultado el insistir en la colaboración intensa de la libre
voluntad. Por eso se habla más de las virtudes sólidas que de
las virtudes altas, de la extirpación de los vicios con más
frecuencia que de la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu
Santo, de la meditación más que de la contemplación, del
heroísmo de las virtudes pequeñas más que de la grandeza de
las virtudes heroicas. La vida cotidiana de estos devotos, con su
meticuloso esmero en los detalles, se asemeja a una artística
miniatura más que a un cuadro de grandes pinceladas”[256].

***

Finalicemos estas cortas líneas con un paralelismo antitético a las


notas que hemos esbozado[257].
Contra el pragmatismo de la meditación se le puede oponer la
primacía de la contemplación de los divinos Misterios, esto es, el
primado del Logos sobre la praxis.
Contra el “monotema” del dolor, la alegría desbordante que es
fruto de la caridad heroica.
Contra la metodologización de la vida espiritual, la cumbre del
monte sanjuanista cuya única ley es la ausencia de leyes (de
casuística leguleya) y la simultánea docilidad a las mociones del
Espíritu Santo.
Contra la dictadura hipertrófica de los deberes de estado –
verdaderos o no–, la actitud deliberada de procurar osar las
mayores hazañas para la gloria de Dios.
Contra la sobreinsistencia castrante y exasperante de la fidelidad
en las pequeñas cosas, la aspiración apasionada de conquistar el
mundo entero para Cristo Rey.
Contra el desprecio de las altas y profundas especulaciones, la
genuflexión sapiencial ante el insondable Misterio Trinitario y
Teándrico que ilumina, extasía, enardece, enloquece y enamora.
Contra la fuga de las grandes batallas apostólicas, la épica
misionera ansiosa de mil combates, conversiones y martirios.
En fin…; en la devotio moderna, todo comienza desde el hombre,
empezando por Dios. Urge restaurar la espiritualidad de siempre, en
la que todo comienza desde Dios, empezando por el hombre.

Que no te la cuenten…
Capítulo VIII
Devotio moderna, monacato y
misión en América hispana

“La magnificencia de la catedral gótica busca horar a Dios; la pompa del barroco
jesuita atraer al público” (Gómez Dávila).

El texto del capítulo anterior, para nuestro asombro, tuvo bastante


éxito en los medios internéticos, al punto de verse traducido a otras
lenguas, lo que nos hacía pensar que no éramos los únicos
interesados en este tema tan olvidado e importante a la vez para el
mundo católico.
Lo que presentamos ahora, a modo de continuación, no es más
que el fruto de lecturas, meditaciones y conversaciones varias con
amigos, que, desde distintos puntos de vista intentan buscar una
razón al actual proceso por el que pasa la Iglesia militante en estas
tierras americanas. El acápite del inicio muestra una corriente del
pensamiento católico al respecto que encierra, sí, un mundo de
conclusiones.
Pero vayamos por partes.
1) Teocentrismo medieval y antropocentrismo renacentista

El hombre del occidente medieval, heredero de la tradición greco-


romana, era distinto de nosotros. Es decir: era tan hombre como Ud.
o yo, pero poseía una manera distinta de ver la realidad. Una
cosmovisión diversa.
En una de sus obras fundamentales, Carlos Disandro, lo señala
diciendo que “en la primera parte del credo [niceno-
constantinopolitano] –que se refiere a la primera Persona trinitaria–
oímos la siguiente afirmación: Credo in unum Deum, Patrem
omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilium omnium et
invisibilium (…). Existe pues un cosmos de realidades visibles y otro
de realidades invisibles”[258]; Dios, siendo simplísimo, por su
multiforme gracia y voluntad, creó un abanico de seres que
dependen en cuanto a su ser y obrar, del Ser por excelencia.
Es esa afirmación de un mundo de realidades visibles e invisibles
–de la cual Dios era el centro– lo que distinguía al hombre medieval
del hombre de moderno[259]. Quizás una figura geométrica nos
ayude a comprender mejor aquella cosmovisión:
“El cosmos visible está inmerso pues en el cosmos invisible;
es un universo de signos que lo profieren, de alguna manera; es
una organicidad viviente que lo postula y lo hace patente en los
más altos niveles de la contemplación (…). El primer principio,
connatural al antiguo, correspondería a dos círculos
concéntricos, o en todo caso a un sistema de círculos
concéntricos: el más externo propondría la imagen de los
invisibilia Dei; los internos en cambio los visibilia Dei: el
teandrismo de Cristo es el centro absoluto de esta
representación” (…). Hacia el fin de la edad media, esta
armonía comienza a deteriorarse, resquebrajarse y finalmente
se extingue; los círculos comienzan a ser excéntricos y tienden
a ser tangenciales: cuando han alcanzado una extrema tensión
yuxtapuesta, podríamos advertir la plenitud del ‘renacimiento’
(…). Por esto mismo, es característica del ‘Renacimiento’ el
otorgar una cierta autonomía a la naturaleza (es decir, al
cosmos visible) y el conferirle una cierta categoría divina,
incluso sin pensar en las conclusiones del panteísmo”[260].
A partir del llamado Renacimiento, sin embargo, el hombre
comenzará a separase e independizarse de su Creador. ¿Cómo
llegará a esto? Por una sumatoria de factores que sólo
nombraremos desordenadamente: el nominalismo imperante, la
peste negra, los nuevos descubrimientos, el abandono del
pensamiento de Santo Tomás de Aquino, el cisma de occidente, y
un largo etcétera imposible de enumerar. Lo cierto es que, el
hombre del siglo XIV y XV, poco a poco comenzó a perder esa
cosmovisión tradicional y medieval y a separarse de los invisibilia
Dei para pasar a los visibilia y, de entre estos, “al” visibilium por
excelencia que era él mismo, a saber, el hombre.
La ruptura no será gratuita pues, caído del mundo invisible,
comenzará a perder su principio y fundamento que éste le
proporcionaba sin dar razón “ni de la existencia misma de los entes,
ni de la peculiaridad del hombre, en quien se abisma la conciencia y
la derelicción (…). Esta conciencia, tan nítida en el barroquismo (o
en algunas de sus manifestaciones más decisivas) genera un
proceso de acumulación expresiva (sea en el arte, sea en las
ciencias, sea en la religión). Porque ahora es menester cubrir el
inane o vacuum existencial con poderosas contexturas acumulativas
y estratificadas que aparten la abismación del infinito”[261].
Es decir, traducido, el hombre, dejado a se, comienza a
experimentar su vacío. Quien haya leído alguna vez la literatura del
“siglo de oro español”, ese hermoso tiempo de las letras castellanas,
podrá comprobar el espíritu (con perdón del hegelianismo) que lo
encarnaba con esas expresiones cuasi nietzschianas –avant la
lettre– de un Quevedo, un Lope o un Góngora a raíz de ese vacuum
vitae que muchos experimentaban.
Pues bien; es entonces cuando la corriente de la devotio moderna
mencionada, que se insinúa fuertemente a finales del siglo XIV y
aflora con gran vigor en la primera mitad del siglo XV, comienza a
expresarse en su esplendor en parámetros diversos a la
espiritualidad medieval tradicional[262]. Puesto que ya hemos
hablado del tema en el capítulo anterior, mencionemos aquí sólo
algunas de sus características principales:
a) Relegación del monaquismo tradicional, unido a una
acentuación de una piedad individualista y subjetiva, que rechaza
“toda radicación en el culto, preparando un terreno favorable a la
eclosión de la idea promotora de la reforma luterana: la justificación
por la fe”[263].
b) Equiparación entre vida contemplativa y vida activa, donde esta
última termina constituyendo la esencia de la vida religiosa. El
hombre, centrado en sí mismo, debe “actuar” pues todo depende de
él.
c) Relegación de la vida intelectual, teológico-mística,
desconfiando de la inteligencia. Esta va a ser una de las
características principales que no sólo influirán en la corriente
protestante, sino también en la teología y filosofías “cristianas”.
d) Abandono del magisterio espiritual tradicional; los Santos
Padres de la Iglesia, por ejemplo, comienzan a ser olvidados o
abandonados en el ámbito del estudio, la predicación, etc.,
produciéndose un corte o un “salto” cualitativo que difícilmente
podrá recuperarse.
e) Instauración de una tendencia psicologista y moralizante, que
coloca el acento de la vida religiosa en un cierto dominio y utilización
de la voluntad y la emoción, tanto de parte del alma devoto-moderna
como de quien hace las veces de su director o padre espiritual.
f) Aparición y multiplicación de innumerables métodos,
reglamentos de vida para la conducción espiritual y moral.
Hasta aquí, entonces, algunas de las características de esta
corriente.
Pero vayamos ahora a analizar someramente cómo esta
espiritualidad pudo haber influido, si lo hizo, en la evangelización del
Nuevo Mundo.
2) La espiritualidad que recibió América

La urgencia de la lucha contra el protestantismo, la decadencia de


las órdenes monásticas y el ambiente que se vivía en la España del
siglo XV (por más “medieval” que ésta fuese respecto de sus
naciones vecinas), eran la realidad que debía conducir esa inmensa
hazaña de trasplantar un mundo entero en otro. Se trataba de
conquistar y evangelizar, según el mandato papal. Y España se
daría como ella era.
Respecto de la evangelización, ¿cómo se daría? Pues por medio
de las órdenes apostólicas y misioneras (franciscanos, dominicos,
mercedarios, etc.) y, luego de su aparición, con la Compañía de
Jesús, esa por entonces joven obra que prometía ser, en sus
orígenes, la caballería ligera de la Iglesia.
¿Y las órdenes monásticas? Poco y nada influyeron en la
evangelización; es más, hasta el mismo Felipe II impidió por
entonces el envío de órdenes contemplativas. ¿Por qué? Pues por
un doble motivo: en primer lugar, porque era urgente evangelizar, es
decir, “apostolar” activamente a esas millones de almas que no
conocían el nombre de Jesús. Y, en segundo, a raíz de la
decadencia y relajación en que las órdenes contemplativas
europeas se encontraban sumidas[264] (baste recordar en España el
ingente trabajo de Isabel la Católica, San Juan de la Cruz y de
Santa Teresa, en busca de una reforma espiritual), viviendo de
rentas e incluso gozando de pésima estima en Europa a raíz de su
relajación.
Fue entonces el religioso de vida activa o, mejor dicho, de vida
mixta, el que partió a América, con su bagaje europeo
contemporáneo, es decir, con lo que se vivía en Europa y en
España, principalmente. Quiérase o no, ese fue el catolicismo que
nos llegó.
Disandro, un acérrimo crítico del mundo moderno y de la
espiritualidad barroca, declara que esta evangelización, con todos
los bienes que pudo traer, coartó,
“todo acceso a la experiencia del Misterio Cristiano
[aboliendo] las vías de participación en el Culto y [relegando] la
significación primordial de la palabra laudante, nexo operativo
entre visibilia e invisibilia Dei. Es precisamente esta mentalidad
barroca la que determina la vinculación religiosa, espiritual y
cultural de América. Desde principios del s. XVI el barroquismo
religioso ha extinguido el vigor contemplativo y ha llevado a
cabo la total conversión de la antigüedad en la modernidad”[265].
¿Es acertada esta crítica? Sin duda que todos los misioneros que
venían a estas tierras americanas eran hijos de su época pero, ¿es
justo decir que extinguían “el vigor contemplativo” o que impedían
“todo acceso a la experiencia del Misterio Cristiano”? De ser así,
¿cómo explicar, por ejemplo, el caso de los innumerables santos
misioneros con eximia vida contemplativa, el de Santa Rosa de
Lima, el de Santa Teresa de los Andes y varios más? ¿Cómo
explicar la ingente obra realizada, por ejemplo, por la Compañía de
Jesús, a pesar de sus propias fallas?
La crítica disandrista nos parece desmesurada y hasta simplista.
Pero, podríamos preguntarnos incluso: en la época ¿había otra
opción? Algunos, quizás sin experiencia en las misiones ad gentes o
cargados de un romanticismo novelesco, podrán decir que, en vez
de misioneros, se debieron haber enviado monasterios… Pues no;
ni se podía hacer (según las circunstancias históricas ya explicadas)
ni convenía hacerlo; pues guste o no, siempre en el principio fue el
apóstol… y luego recién el monje.
Al respecto, fray Mario Petit de Murat, ese fino intelectual
dominico que tuvo nuestro país, reclamaba con razón que la obra de
España, si bien había sido titánica, resultaba incompleta pues le
faltaba el monacato. Tanto es así que incluso se encontraría en el
ADN espiritual de América. Veamos un extenso pero jugoso párrafo:
“Nuestras formas de apostolado adolecen de una debilidad e
ineficacia intrínsecas. La agitación es mucha. Se multiplica la
diversidad de actividades e instituciones hasta la fatiga. Los
Sacerdotes y los Religiosos se dividen y subdividen intentando
atender un cúmulo de empresas que se sobreponen,
ahogándose las unas a las otras. Los fieles abnegados, los
verdaderamente militantes, sufren la paradoja de que su propia
acción les seca el espíritu a causa de la compleja organización
de reuniones y actos que han de atender. Cada día trae consigo
una nueva táctica y proyecto de “apostolado”. Hasta las
jovenzuelas que no han cumplido los primeros pasos en la
mortificación de los vicios y el desarrollo de las virtudes
pretenden servir a Cristo más en los otros que en ellas mismas
(…). España no terminó su obra en América; aquí existen aún
zonas extensas desprovistas de clero, cuya fe católica se funda
nada más que en profundas reminiscencias de lo que aquellos
misioneros sembraron. Sin embargo, la poderosa corriente
misional española se frustró, en parte; al no consumarse en su
fruto lógico, la fundación de monasterios” [266] (…). “El activismo
actual ha logrado el resultado que menos esperaba, es decir,
manifestar a las claras que padece una impotencia intrínseca
para lograr la conversión de las almas. La actividad apostólica
cuando no emana de una sazonada contemplación de Cristo y
sus Misterios; cuando quiere nutrirse a sí misma o, cuanto más,
en sustitutos anodinos de la vida monástica, (hoy se enseña
con suma frecuencia a los fieles que pueden llegar a la unión
con Dios apurando Misas frecuentes; con la Comunión entre
ómnibus y oficina, media hora de meditación diaria y un director
espiritual) no tarda en derivar hacia una vacía agitación, y más
que convertir, aumenta la confusión y el desconcierto, pues no
poniendo los medios y las disposiciones suficientes para una
purificación a fondo, la que permite que la gracia santificante
corra de verdad desde el alma hacia toda potencia y acción, el
Espíritu Santo no obra más que de manera exigua en medio de
muchos detritus individuales y mundanos”[267].
A pesar de las verdades que se afirman aquí, lamentamos tener
que disentir con el P. Petit de Murat. Ni la obra de España ni ella
misma fueron las culpables de nuestros males espirituales; más bien
fue gracias a ella que, muriendo a-sí-misma, se dio la plantatio
Ecclesiae en estas tierras americanas. Es verdad que hubiese sido
mejor que, junto a los misioneros (o después de ellos), se hubiesen
fundado monasterios tradicionales, observantes y con monjes
dotados de gran santidad, pero la historia es como es y no como
quisiéramos que hubiese sido...
El monacato en América aún está por fundarse; y eso ya no es
culpa ni de la Compañía de Jesús, ni de España ni de Felipe II; en
todo caso, es culpa de nosotros hoy en día, y en todo caso de los
monjes relajados de antaño (al respecto, dicho sea de paso, sería
interesante conocer las causas del relajamiento renacentista
monástico).
Hay quienes, siguiendo esta corriente y quizás sin experiencia ni
de la historia de las misiones ni de la realidad, han querido comparar
intelectualmente el modo en que se evangelizó Europa con el que
hubiese sido el ideal para América. ¿Es justa esta hipótesis? En
absoluto: el viejo mundo fue evangelizado en circunstancias muy
diversas; primero fueron los predicadores apostólicos quienes
plantaron la Iglesia (plantatio) en el humus greco-romano y recién
después, sólo después, los monjes y ermitaños la conservaron por
medio del culto y la cultura (conservatio). Es verdad que, en ciertas
regiones y momentos históricos, el monacato occidental pudo servir
de foco de atracción con sus campos, sus trabajos y sus escuelas
monásticas, pero, ¿era posible ese método en la América idolátrica
e incivilizada recién descubierta? Posiblemente sí, probablemente
no, como ya mostramos más arriba siguiendo el acontecer histórico.
Pensar que se podía plantar la Iglesia sólo por medio del
monacato en un lugar como América (o en cualquier otro) resultaría
no sólo un angelismo sino también un utopismo de escritorio. Si
para propagar la Buena Nueva sólo el monacato hubiese sido
necesario, entonces Nuestro Señor se equivocó al elegir, para sí
mismo y para sus doce apóstoles, la vida mixta (incluso más
perfecta que la meramente contemplativa, según Santo Tomás[268]);
y se habría equivocado al enviar a sus doce a evangelizar y a
convertir, en vez de a fundar monasterios... Entendemos lo que Petit
de Murat quiere decir al expresar que “el misionismo que no para en
fundaciones monásticas, a la corta o a la larga añade a la Iglesia, no
santos, sino sólo simpatizantes y afiliados”[269] pero nos resulta una
hipérbole gratuita eso de que “el Bautismo, los Sacramentos,
necesitan de un clima, de un encelado amor y cuidados para
desarrollarse. La vida monástica es la única que los da cabales, tal
como el Don de Dios los merece”[270]. Si así fuera, entonces jamás
se hubiese santificado el mismo San Pablo…
Concedemos que sin la conservatio Ecclesiae que la vida
monástica o la vida mixta pueden traer, la plantatio Ecclesiae puede
perecer. Eso nadie lo duda y, menos que menos hoy cuando
contemplamos este terrible proceso de desacralización payasesca
en que el culto y cultura misma de la Iglesia se encuentra sumido;
pero pretender que todo se arregla con unos cuantos monasterios
benedictinos en lugares incluso de misión, resulta una puerilidad. En
un párrafo que podría matizarse pero que queremos dejar en su
pureza, Disandro expresaba:
“Esa ruptura que está viviendo Latino-América en el siglo XX
es el término de un proceso intrínseco a la mentalidad que
fundó o contribuyó a fundar Hispanoamérica. La ruptura con lo
sacro se ha ido instalando en todos los estratos de la vida
hispanoamericana (…). Hay en este sentido una tentación muy
frecuente de querer reducir la tarea de la irradiación cristiana, a
la existencia de esos espectáculos-masas: misas de fabulosa
asistencia, campañas de comuniones, cuyo número resulte
asombroso, afirmaciones por una propaganda arrolladora que
comienza por congregar multitudes y termina en un entusiasmo
delirante de fervor público. Todo ello, si puede ser necesario por
las circunstancias concretas, es marginal para la tarea cristiana,
y en la consideración misma del problema religioso hispano-
americano debe ser fríamente considerado”[271].
Muy probablemente, por la época en la que se escribían estos
párrafos (mediados del siglo XX), su autor se estuviese refiriendo al
glorioso Congreso Eucarístico Argentino (Buenos Aires, 1934) en
donde la capital de la nación argentina se vio atestada de hombres,
mujeres y niños que aclamaban a Jesús Sacramentado mientras
pasaba por las calles. Podemos conceder que estos “espectáculos-
masas” (¡qué distintos aquéllos a los de hoy!) podrían resultar
infecundos si no se los trabajase adecuadamente luego del fervor
inicial, pero no resulta racional pensar que, per se sean malos a
priori. Creemos que más bien hay que aplicar aquí el et…et (esto y
lo otro) y no el aut… aut, (o esto, o lo otro). Supuesta la dignidad y el
esplendor del culto, estos “espectáculos” no sólo pueden ser un
gran servicio latréutico, sino también, secundariamente, una
propedéutica para una profundización ulterior.
Sin embargo, sí consideramos una enorme injusticia el que se
diga que “Hispano-América nace sin referencia a la Edad
Media”[272]; quizás en esto a Disandro lo traicione su acérrimo anti-
jesuitismo[273]. Es cierto que la España de los siglos XV y XVI era
hija de su tiempo y podía estar inficionada de ciertas características
de la devotio moderna, como señalábamos más arriba, pero no
debe olvidarse que fue ella (y no otra) quien emprendió la conquista
con un purísimo espíritu de Cruzada, desangrándose y dando de lo
mejor a esa hija que era América, hasta implantando, incluso,
instituciones puramente medievales en su organización política y
sistema legal.
En resumen: la espiritualidad que llegó a América, por los factores
históricos mencionados, fue eminentemente activa, apostólica y
misionera y, aunque algunos de sus fautores estuviesen estado
embebidos de los males de su tiempo, ello no impidió la obra épica,
e históricamente insuperada hasta ahora, que Dios Se dignó hacer
por medio de España.
Dadas las circunstancias, la pregunta es “¿podría haberse hecho
de otro modo?”. Creemos que no.
3) Un modo de completar la evangelización

La plantatio Ecclesiae ha sido hecha pues; ahora resulta


necesaria la conservatio. ¿Cómo? Pues quizás arriesgándonos a
hacer lo que ya se ha intentado en otras épocas. La Fe en América
tiene apenas quinientos años (¡menos incluso de lo que va de la paz
de Constantino hasta el apogeo medieval!) y así como en Europa
hubo momentos de crisis y de grandeza, es necesario no sólo
continuar con la obra evangelizadora desintoxicada de todo devoto-
modernismo sino también secundarla con la implantación del
monacato tradicional para que conserve lo plantado.
Hoy en la Europa apóstata, son los monasterios tradicionales los
que están volviendo a ser esas fortalezas perennes que alaban a
Dios. Es allí donde deben dirigirse nuestros esfuerzos por recuperar
ese tesoro inmenso de la cristiandad.
Y permítasenos una anécdota para terminar y ejemplificar lo
señalado.
Hace unos años, con un grupo de jóvenes universitarios, nos
encontrábamos alojados en Francia, en la hermosa abadía
benedictina de Fontgombault; sus maitines, sus campanas y su
liturgia tradicional nos hacían vivir algo de lo que debió haber sido el
monacato medieval. Las paredes del monasterio tienen más de mil
años, pero recién a principios del siglo XX y gracias al sueño de
algunos enamorados del monacato, se pudo restaurar la tradición
monástica.
Estando allí, pedimos tener un coloquio en grupo con el abad;
para nuestra sorpresa, no estaba allí, sino de visita en una nueva
fundación. Nos atendió entonces un joven prior, de no más de treinta
y cinco años. Luego de las preguntas obligadas (“¿qué hacen?
¿cómo es vuestro horario?”, etc.), tomé la palabra y, con total
desfachatez me animé a pedirle en público que fundasen también
una abadía así en mi país, la Argentina.
Su respuesta fue de antología:
- “Padre: ¡ningún problema! –respondió. Es muy sencillo: que
vengan unos cinco o seis años aquí un grupo de doce o trece
jóvenes argentinos; que aprendan lo que es ser monje benedictino y
que, luego, regresen a su patria para fundar una abadía que sea
madre de otros monasterios…”.
Me quedé pensando y me vino enseguida a la cabeza:
- “¿Y quién sabe si esos doce o trece no han nacido ya?”.

***

Porque “no hay nada que guardar, hay que dar. No hay nada que
restaurar, hay que crear. No hay nada que custodiar, hay que
fundar”[274].
América tiene sólo quinientos años; ahora hay que continuar con
la obra comenzada.

Que no te la cuenten…
Capítulo IX
La contrarrevolución cristera.
un pueblo en defensa de la fe

El tema de los cristeros mexicanos, requiere sin duda una


presentación histórica para poder comprender los sucesos que más
adelante veremos.
La “perla de América”, la joya de la conquista, como se la llamó a
México sólo se entiende a la luz de la misión providencial, de la
vocación que tuvo España según decía el Padre Zacarías de
Vizcarra a lo largo de todo un célebre libro[275].
Cuando había que expulsar al moro o convertir al judío, o luchar
en Lepanto o explorar nuevos mundos, o bien, cuando se trata de
hacer algo grande, o
“Consumar la maravilla
de alguna nueva hazaña,
los ángeles que están junto a su Silla,
miran a Dios... y piensan en España”
(José María Pemán)[276].

Y fue entonces así que lo mejor de la Cristiandad se trasplantó a


México por manos de ese hombre providencial que fue Hernán
Cortés, hoy olvidado y vilipendiado por la historia oficial. La
conquista de Nueva España sería un capítulo de gloria para la
Iglesia cuyas bases americanas se fundaron en las antiguas tierras
posesas de los aztecas.
Pero hay un episodio que podría resumir toda la historia de
México; es lo que nos cuenta el soldado español Bernal Díaz del
Castillo en su libro sobre la Conquista de Nueva España; Cortés
sabía que de nada serviría la conquista de las tierras si no se
conquistaban las almas, de allí que mandó pedir a España doce
religiosos santos que se conocieron en la historia como los “Doce
apóstoles de América”; cuenta la relación que ya cerca de la antigua
Tenochtitlán, Hernán Cortes salió a recibir a los franciscanos con
enorme solemnidad; su armadura resplandeciente y su penacho rojo
admiraban a los nativos que, expectantes recibirían una lección de
catecismo. Al ver llegar a los hijos de San Francisco, como dice
Bernal, venían “descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaban
caballos sino a pie”[277]; Cortés, bajándose del corcel, se quitó el
casco, se hincó rodilla en tierra y besó el hábito de los andrajosos
visitantes ante la sorpresa de todos los indios, por lo que, añade el
cronista español desde entonces “tomaron ejemplo todos los indios,
que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos
y acatos”.
Aquí estará, en gran parte, la respuesta a lo que veremos. El
respeto a las cosas de Dios quedará grabado en aquellas almas
exorcizadas y bautizadas; después, recién después, vendría la
Madre de Guadalupe a darles las caricias que sólo Ella sabe dar.
México será evangelizado entonces en el nombre del Padre y con
el amor de la Madre, pero los efectos de la evangelización serán
desiguales: en el sur un personaje patibulario y esquizofrénico como
el fraile y obispo Bartolomé de las Casas[278], hará que la región
sureña quede mal evangelizada y descuidada para la vida de la Fe.
Mucho tiempo antes de nuestra época, ya había quienes preferían
dejar al mundo en el paganismo en vez de redimirlo y volverlo
cristiano.
En el norte, por otro lado, México sufriría la vecindad e influencia
liberal de su país vecino, por lo que dirá irónicamente el presidente
Don Porfirio Díaz: “¡Pobre México; tan lejos de Dios y tan cerca de
los Estados Unidos!”.
La irónica sentencia porfiriana chocaría con la realidad pues
apenas a decenios de la conquista, el desvelo misionero ya
comenzaba a dar sus frutos en las tierras del Japón por la sangre
derramada de San Felipe de Jesús el protomártir mexicano (1597).
Porque México, desde la cuna fue heroico.
Pero no siempre será así; el correr de los siglos engendrará sin
embargo una vil jauría de perros; serán los liberales y masones los
que, en el siglo XIX, intentarán despojar al país de sus orígenes
católicos e hispanos. El período conocido como la “insurgencia” y,
especialmente el de la “reforma mexicana”, serán períodos
marcadamente anticristianos que tendrán a los Estados Unidos
como fautores, a los gobernantes como actores y al pueblo como
espectador.
Con la redacción de la Constitución Nacional de 1857 y las
llamadas “leyes de la Reforma”, la persecución al clero, la
usurpación de los bienes y la prohibición de la enseñanza religiosa,
se convertirán en moneda corriente. Pero habrá que esperar hasta
la gran persecución que se desatará a partir de la Reforma
Constitucional de 1917 llevada adelante por Venustiano Carranza.
Socialistas, ateos y masones confesos estarán a cargo de la
redacción de la famosa “Constitución de Querétaro”. Ella será el
antecedente inmediato del levantamiento cristero.
Según la nueva Carta Magna, Dios no podría estar ya en las
escuelas partiendo el pan a los pequeñuelos, pues la educación
debía ser socialista, excluyente de toda enseñanza religiosa, y que
proporcione una cultura basada en la verdad científica.
Pero tampoco podrían realizarse votos religiosos ni practicar el
culto público, pues todo atentaba contra la laicidad del estado.
El matrimonio debía ser civil solamente sin que pudiera existir otro
tipo de casamiento.
Por último, la vida toda de la Iglesia se veía reglamentada; las
campanas, los templos, los mismos sacerdotes, ya todo dependería
del Estado como un Leviatán devoralotodo al punto que el mismo
presidente Carranza confesaría que “los ataques a la libertad de
conciencia, implícitos en el código de Querétaro, no tienen
antecedentes en nuestras leyes, ni en ninguna otra legislación
civilizada”[279]. Era como si los antiguos brujos aztecas se hubiesen
levantado de sus tumbas para legislar, como puede leerse en este
discurso de uno de los constituyentes:
“Señores diputados, si cuerdas faltan para ahorcar tiranos,
tripas de frailes tejerán mis manos (…). Yo aplaudiré desde mi
bancada a todo el que injurie aquí a los curas… (pues) todos
sentimos odio contra el clero… Sí, en ese punto todos estamos
conformes, liberales y radicales; sí, todos, si pudiésemos, nos
comeríamos a los curas”[280].
Pero no sólo eso; hasta el sacramento de la confesión venía
derogado, como decía un constituyente sin temor a ser denunciado
–como hoy– por “violencia de género”:
“Cada mujer que se confiesa es una adúltera y cada marido
que lo permite es un alcahuete y consentidor de tales prácticas
inmorales (…). Ésa es la razón de que haya tantos hogares en
estado desastroso… si no se ponen los medios para evitar esos
ultrajes a la moral, nunca llegaremos a una conclusión
terminante y daremos margen para que cada hogar sea un
desastre, para que cada mujer sea una adúltera… y cada
sacerdote un sátiro suelto en el seno de la sociedad”[281].
O más aún, en el Estado de Tabasco, llegó a legislarse el modo
de practicar el sacerdocio, para lo cual se debía “ser tabasqueño,
mayor de cuarenta años, con estudios en la escuela oficial, ser
casado y de buena moralidad”[282].
Esto, que parece más bien una legislación surrealista, no lo fue y
tanto el clero como el laicado mexicano comenzaron a protestar
contra la legislación inicua que quería imponerse. Los ánimos no
sólo no se calmaban sino que fueron creciendo hasta la llegada al
poder de Plutarco Elías Calles, masón y liberal del norte mexicano
quien, con el apoyo de los Estados Unidos, pondrá en práctica por
medio de una ley, la perversa legislación.
Y comenzarían los exilios de los sacerdotes, la organización
pacífica primero y armada después de un pueblo mártir, de un
pueblo que con el último aliento de su boca moriría gritando “Viva
Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”.
La “Ley Calles” como se conoció a la legislación persecutoria
debía entrar en vigencia el 1º de Agosto de 1926; antes de la
fatídica fecha el Papa, los obispos y la población entera había
protestado pacíficamente. Amplios boicots, más de dos millones de
firmas (en un país de quince millones de almas), recursos de
amparo y reprensiones públicas, todo parecía en vano; como le
había pasado a Judas, “el corazón de Calles estaba endurecido”,
decían.
En una medida inaudita, en una medida triste pero quizás
necesaria, el episcopado mexicano decidió como los antiguos
mártires, decir non possumus, no podemos acatar este tipo de
leyes; y tomó una determinación tremenda: a partir del 1º de Agosto,
dadas las condiciones a las que quería someterse a la Iglesia, se
suspendería el culto público.
La última noche la relatan así algunos de sus protagonistas:
“¡Válgame Dios! ¿Qué nos irá a suceder? Seguro el fin del
mundo, decían otros (…) y se veían por todas las calles como
enjambre cuando presiente la lluvia. Mucho asombro causaba
ver a tal o cual persona que vivía retirada de los sacramentos
acercarse al confesor para recibir el perdón de sus pecados,
otros que vivían en concubinato, pidiendo que se les uniera en
matrimonio como Dios manda (…). Por fin se rezó el rosario con
un fervor singular, con un elocuente sermón, en seguida el
Santo Sacrificio de la misa (…).Se dio como despedida la
bendición con el Santísimo Sacramento quedando todo a
oscuras (…). Acababa de retirarse el padre de sus hijos,
éramos huérfanos... quedó aquel santo lugar hecho un mar de
lágrimas”[283].
En cada altar, en cada parroquia, en cada sagrario, se vería a
partir de esos tremendos instantes un mismo cartel: “no está aquí”,
“no está aquí”. Jesús se había ido de la vida pública pues, el
gobierno tendría el dominio sobre los templos, pero el pueblo
mantendría la Fe.
Y comenzó la resistencia, comenzó la contra-revolución católica,
pues como decía De Maistre, la Contrarrevolución no será una
revolución en sentido contrario, sino lo contrario de la Revolución.
Es decir, el restablecimiento integral del Orden Cristiano[284].
La reacción católica fue esclarecida; muchos pendones se
alzarían contra la persecución atea y marxista: la Liga defensora de
la libertad religiosa, la Acción Católica de la Juventud Mexicana, las
Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco, la Unión Popular de
Anacleto González Flores… nadie quería quedar fuera de una gesta
que hasta hoy seguimos admirando.
La vía pacífica no era posible o no era viable; todo se había
intentado y no quedaba otra, como el mismo Calles, quizás
proféticamente como un nuevo Caifás, había dicho: Calles: “ya
saben ustedes: no tienen más caminos que las leyes o las
armas”[285].
Y los católicos fueron a las armas, recordando quizás las palabras
de San Agustín, hoy lamentablemente en desuso:
Siempre los malvados han perseguido a los buenos y los
buenos han perseguido a los malvados (…): los judíos mataban
a los profetas y los profetas mataban a los impíos. Los judíos
azotaron a Cristo y Cristo también azotó a los judíos (…) ¿Qué
hay que pensar de todo esto? Dos cosas: que hay quienes
obran movidos por la verdad y quienes obran por la iniquidad;
están quienes obran en vistas de corregir y quienes sólo
quieren dañar[286].
Pero no todos estaban de acuerdo con la lucha armada; entre los
que dirigían la Iglesia en México comenzaban a dubitar si ese sería
el camino correcto.
El Papa Pío XI había dado muestras públicas de su apoyo a la
defensa mexicana, aunque se cuidaba bien de apoyar un
movimiento armado. Sólo tres obispos de los treinta y ocho que
había en México dieron su apoyo a la guerra justa que estaba por
comenzar. Había otros, sin embargo, que acomodaticiamente y con
mala teología hasta amenazaban con excomulgar a quienes
intentasen levantarse cual nuevos hermanos macabeos. A estos,
quizás, podría caberles la misma frase que el Cid Campeador le
echó en cara a un timorato fraile que temía entrar en guerra contra
los enemigos de España:
—¿Quién vos mete —dijo el Cid—
en el consejo de guerra, (…)
Subid vos a la tribuna
y rogad a Dios que venzan;
que non venciera Josué
si Moisés non lo fíciera[287].

O aquellas otras palabras de Santa Juana de Arco cuando le


preguntaron cómo haría para luchar contra el ejército inglés, a lo
que la doncella de Orleans responderá: “Los soldados pelearán y
Dios dará la victoria”[288].
Y surgieron los héroes y surgieron tantos, y comenzó a
derramarse la sangre de un pueblo por defender los templos y los
santos.
Ese pueblo que aún hoy se declara 99% y 100% guadalupano
comenzó por custodiar las parroquias, de los registros y cateos que
el gobierno hacía entrando con caballos y todo en las iglesias. Sin
armas, sin instrucción, David se levantaba contra Goliat y le decía:
“¿quién es este filisteo incircunciso, para que provoque al ejército
del Dios vivo?” (1 Samuel 17,26)
Y comenzó la guerra; una guerra digna de ser narrada en la épica
cristiana; una guerra de guerrillas donde al son de los corridos
mexicanos se cantaba:

Tropas de Jesús sigan su bandera;


no desmaye nadie, vamos a la guerra.
Que viva mi Cristo que viva mi rey,
que impere doquiera triunfante su ley[289].

Hombres, mujeres y niños lucharán en una guerra sin cuartel que


durará tres largos años. Nadie entendía cómo subsistían siendo
quintuplicados en el número y sin armamento ni preparación militar.
Es que todo el mundo ayudaba; los pueblos recibían a los alzados
en armas como a libertadores; los niños hacían de mensajeros entre
división y división; las mujeres, las heroicas mujeres mexicanas,
congregadas principalmente en las Brigadas Femeninas Santa
Juana de Arco, no sólo llevaban en sus ropas municiones, granadas
y pólvora para poderla transportar a los cristeros bravos, sino que
hasta hubo quienes parecían una Judit resucitada, como aquella
jovencita que, al ver el Santuario de la Virgen de Guadalupe
invadido por los soldados federales se acercó al oficial y le hundió
un puñal en la espalda; luego, ante el temor de los soldados, tomó la
espada y la pistola de su víctima y se la entregó a los hombres que
allí estaban diciendo: Tengan esto para que se defiendan[290].
Y México se convirtió en un pueblo heroico.
Mientras tanto, el clero, el clero mexicano, había debido exiliarse
o reconcentrarse en las grandes ciudades; desde allí intentaban
ejercer su ministerio de forma clandestina. El viático a los
moribundos, las confesiones a deshora, la Santa Misa en algún viejo
sótano; todo se había vuelto catacumba. Y en una de las
emboscadas comenzaban a caer algunos como el Padre Miguel
Agustín Pro, acusado de haber conspirado para matar a quien sería
elegido presidente después de Calles, Álvaro Obregón.
La vida del Padre Pro bien valdría otra conferencia, pero sólo
digamos algo de las que fueron sus últimas palabras antes de morir.
Luego de sacarlo de la prisión, el detective Quintana se acercó al
padre Miguel y le dijo al oído: “Padre, perdóneme usted”[291]. Con la
mayor naturalidad del mundo, el sacerdote inclinó la cabeza, como
si estuviera confesándolo y le respondió: “No sólo te perdono,
hermano, sino que te lo agradezco”. Luego le preguntaron cuál era
su última voluntad, a lo que le respondió lacónicamente: “Rezar”. Se
arrodilló, inclinó la cabeza al santiguarse, besó lentamente el
pequeño crucifijo que llevaba en una mano y el Rosario que traía en
la otra y levantándose gritó fuertemente: “¡Viva Cristo Rey!”,
mientras una descarga de arcabuces anunciaba su ingreso triunfal
en el Cielo.
Y siguieron los restantes; Anacleto González Flores, abogado,
padre de familia y dirigente político de Guadalajara, fue apresado en
la casa de los hermanos Vargas que tuvimos la dicha de visitar.
Uno de ellos, quizás ante la inminencia de la muerte, pidió
confesarse a lo que Anacleto respondió con toda naturalidad:
No hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir
perdón y perdonar. Es un Padre, y no un Juez, el que te espera.
Tu misma sangre te purificará y dirigiéndose al verdugo que
dirigía el pelotón, dijo: General, perdono a usted de corazón;
muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez
que me va a juzgar, será su Juez, y entonces tendrá usted en
mí, un intercesor con Dios (…). Vosotros me mataréis, pero
sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de
mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con
la seguridad de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la
Religión y de mi Patria… Por segunda vez oigan las Américas
este santo grito: ¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo
Rey[292].
Y así, como el mártir Gabriel García Moreno, volvía a la casa del
Padre y en su tumba quedó grabada la frase:
Vita, Verbo et Sanguine, docuit.
Es decir: “enseñó con la vida, con la palabra y con la sangre”.
¡Cómo no conmovernos con estos dichos!¡cómo no sentir que se
nos hierve la sangre al ver tanta osadía, tanta valentía y tanta
cordura en defender los derechos de Dios y de la Patria!¡Cómo no
sentirse un enano frente a estos titanes “que no amaron tanto su
vida que temieran la muerte”, como nos dice el libro del Apocalipsis
(Ap 12,11). ¡Cómo no avergonzarnos hoy que muchas veces hasta
tememos mostrarnos como católicos en la vía pública y nos
camuflamos con el mundo!
Son muchos, son muchísimos los mártires que dijeron non
possumus, “no podemos” traicionar nuestra Fe. Como aquella
jovencita, Zenaida Llerenas, una joven que había hecho un oratorio
clandestino en su casa hasta que fue capturada.
Su belleza provocó desde el primer momento los bajos instintos
de sus carceleros quienes después de desnudarla, la sujetaron a un
durísimo interrogatorio. La jovencita apretaba fuertemente los labios
y nada decía.
Tu orgullo –le dijo el general– está en que eres virgen, pero si
insistes en tu silencio te entregaré a los soldados en este
mismo momento. Los soldados aplaudieron burlonamente la
proposición. La jovencita musitó una plegaria y levantando los
ojos al cielo respondió que nunca delataría a los suyos.
Entonces el jefe, lleno de cólera, gritó a sus soldados:
“¡Tómenla! Es de ustedes”[293].
Y la joven padeció víctima de sus verdugos.
Al terminar con ella, casi medio muerta, la arrojaron a una
habitación. La joven mancillada por la tropa prefería morir antes que
continuar así; “yo pago el cartucho que gaste Ud. en matarme”, le
dijo a uno de sus verdugos; pero no; al enemigo ni justicia; luego de
algunos días, sin agua y sin comida, falleció de
inanición[294].
Por último y sólo para poder dar un pantallazo general de lo que
fue la defensa de la Fe en México, tenemos a Tomás de la Mora,
“Tomasito”, a quien le hemos tomado un enorme afecto y devoción
aunque no se encuentra dentro de los beatificados quien con sus
escasos dieciséis años escribía a su hermana: “A pesar de ser tan
tibios y tan poco virtuosos… esta persecución va a hacer que
México brille por la heroicidad de sus Mártires… Tú pídele (a Dios)
que nos dé valor a todos los católicos para no flaquear. Ya no
hemos de pedir que cese la persecución, sino que en cada católico
haya un héroe, como en tiempo de Nerón”[295].
En Tomás de la Mora se da eso que resulta por momentos
increíble en la vida de los mártires, que es la fortaleza y hasta el
buen humor en grado sumo. El joven había sido tomado preso en su
misma casa por haber cooperado con la facción
contrarrevolucionaria. Querían que delatara a sus mayores, cosa
que se negaba.
– Eres un chiquillo –le decía el oficial a cargo– si nos dices lo
que sabes… te perdonamos la vida, te damos la libertad.
– Será en vano –contestaba Tomás–, porque si hoy se me
deja libre, mañana continuaré trabajando y luchando por Cristo
en unión de mis compañeros.
– Eres un mocoso, no sabes lo que es la muerte –dice ya
irritado el general.
– Usted tampoco lo sabe, porque –que yo sepa– nunca se ha
muerto todavía. Con gusto muero.
– Pues bien –terminó el general Flores–, ya que todo
rechazas, te haré ahorcar esta misma noche.
– Muy bien –contesta Tomás de la Mora–, solamente
concédame una hora para prepararme a la muerte…
Al mártir se le concedió una hora para prepararse a bien
morir. Ya cerca de la media noche, lo sacaron del cuartel; el
pelotón iba silencioso, tenían sueño y fastidio. Tomás iba
contento y con gran picardía les dijo:
– ¿Por qué van ustedes tan callados? Hablen algo. ¡Ni que
me vaya a morir![296]
Al llegar a la calzada Galván, en un árbol, suspendieron la
cuerda en una rama y se la pasaron.
– ¡Póntela! –ordenó uno de los verdugos a su víctima.
Tomás, casi sonriendo, con su característica jovialidad, le
respondió:
– Es que yo no sé cómo se pone: es la primera vez que me
ahorcan…
El verdugo le pasó con tosquedad la cuerda alrededor del
cuello y Tomás, con la fuerza de su razón invicta y de su fe
absoluta, gritó: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de
Guadalupe! Y los ángeles sonaron trompetas y salvas en el
cielo por enésima vez[297].
Por último, dos sencillos trabajadores: Anselmo Padilla era obrero,
y había sido detenido por vivar a Cristo Rey; los esbirros le cortaron
las comisuras de los labios y éste con voz desfalleciente continuaba
vivando a Cristo; no sabían cómo callarlo hasta que se les ocurrió
desollarle la planta de los pies y hacerlo caminar sobre brasas
ardientes. Con voz venida desde el cielo y verdaderamente
inspirado, dijo: “Para que vean que cuando se sufre por Cristo, ni el
fuego quema. Voy a apagar ese fuego con mi sangre” y en efecto,
su sangre victoriosa fue apagando paso a paso los carbones
encendidos al tiempo en que se transformaba todo en semilla de
nuevos cristianos.
Otro mártir, Florentino Álvarez, un humilde zapatero, fue muerto
análogamente por vivar a Cristo Rey. Lo interesante es la esquela
que se repartió en aquella época para participar del velorio a los
amigos y conocidos:
“¡Viva Cristo Rey! El señor Florentino Álvarez, originario de
León, Guanajuato, murió confesando a Jesucristo a la edad de
37 años, el día del 10 de Agosto de 1927. Su madre, esposa,
parientes y amigos, con inmenso regocijo, lo participan a usted
para que pida por el triunfo de la religión en México, poniendo
por valioso intercesor el alma de Florentino”[298].
No sólo había mártires, sino conciencia de serlo.
Pero vayamos concluyendo…
Tres inviernos pasaron y la guerra no acababa.
Los cristeros, a pesar de ser menos, venían ganando terreno tras
terreno y esto preocupaba al gobierno y comenzó a preocupar
también a los Estados Unidos que no veía con buenos ojos las
pérdidas económicas que el conflicto desataba.
La banca judía J.P. Morgan, por medio de uno de sus socios, el
Dr. Dwight Morrow, embajador a la sazón en México, comenzó a
actuar para llegar a un arreglo entre ambos bandos. Por su parte,
gran parte de la jerarquía eclesiástica que se hallaba exiliada en
Roma o Estados Unidos, pensaba que de seguirse con la guerra y la
suspensión del culto, podía concluir con un país olvidado de Dios y
de la vida sacramental.
Y comenzaron los “arreglos”, si arreglos pueden llamarse… y se
decía que Roma quería arreglar a toda costa a sabiendas que el
gobierno nunca cumpliría con su palabra. Era como meter la cabeza
en la boca de un león hambriento. Entre las voces, las más
esclarecidas voces, surgirá la del General Gorostieta, Comandante
en Jefe de las fuerzas cristeras que dirá a voz en cuello en una
memorable carta pública:
“No son en verdad los obispos los que pueden con justicia
ostentar (una) representación. Si ellos hubieran vivido entre los
fieles, si hubieran sentido en unión de sus compatriotas la
constante amenaza de su muerte por sólo confesar su fe, si
hubieran corrido, como buenos pastores, la suerte de sus
ovejas…Pero no fue así (…). El (…) poder del tirano (…)
hubiera caído hecho añicos si (los obispos) hubieran estado de
acuerdo para declarar que: ‘La defensa es lícita y en su caso
obligatoria…’ (…). Que los señores obispos tengan paciencia,
que no se desesperen, que día llegará en que podamos con
orgullo llamarlos en unión de nuestros sacerdotes a que vengan
otra vez entre nosotros a desarrollar su sagrada misión,
entonces sí en un país de libres. ¡Todo un ejército de muertos
nos mandan obrar así! (…)”[299].
Pero los arreglos se hicieron y lo que iba a ser un “modus vivendi”
se convirtió en un “modus moriendi”. Los cristeros, presionados en
sus conciencias por el pedido de sus obispos, entregaron las armas
cual ovejas que van al matadero. Y en vez de perdonárseles la vida
como se había estipulado, comenzaron a caer uno tras otro en las
manos de los verdugos, por lo que algunos afirmaron que murieron
más cristeros después de la guerra que durante la misma. La
afirmación no es correcta; lo que sí sucedió es que, por más de
veinte años, se dio el exterminio sistemático de todos los cabecillas
católicos del levantamiento. De allí la impresión que quedó entre los
católicos del número de muertes luego de la gesta.
Se cumpliría entonces la profecía que el último Comandante en
Jefe, después de la muerte en combate de Gorostieta, diría:
“Debemos, compañeros, acatar reverentes los decretos
ineluctables de la Providencia: cierto que no hemos completado
la victoria; pero nos cabe, como cristianos, una satisfacción
íntima mucho más rica para el alma: el cumplimiento del deber
y el ofrecer a la Iglesia y a Cristo el más preciado de nuestros
holocaustos, el de ver rotos, ante el mundo, nuestros ideales,
pero abrigando, sí, ¡vive Dios!, la convicción sobrenatural, que
nuestra fe mantiene y alimenta, de que, al fin, Cristo Rey
reinará en México (…). La Guardia Nacional desaparece, no
vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada
por aquéllos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de
sus sacrificios y abnegaciones. ¡Ave, Cristo, los que por ti
vamos a la humillación, al destierro, tal vez a una muerte
ingloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso
de nuestros amores, te saludamos, y, una vez más, te
aclamamos Rey de nuestra patria! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa
María de Guadalupe! México, Agosto de 1929. Dios, Patria y
Libertad. Jesús Degollado Guízar, Soldado de Cristo
Rey”[300].

***
Hoy América contempla, azorada esta misión del pueblo
mexicano; y llora con su historia, llora con la gesta, pero con
lágrimas de emoción derrama por ver tanto amor a Cristo y a su
Iglesia.
Que se levante entonces un estandarte y que nos encuentre
formados para decir siempre: presente. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva
María Reina!

Que no te la cuenten…
Capítulo X
Pornocracia.
Los orígenes históricos de la dominación sexual

“La próxima gran herejía va a ser sencillamente un ataque a la morali-dad, y en


particular a la moralidad sexual. Ya no viene de algunos socia-listas sobrevivientes
de la sociedad Fabiana, sino de la exultante energía vital de los ricos resueltos a
divertirse por fin, sin Papismo, ni Puritanismo, ni Socialismo que los contengan... La
locura de mañana no está en Moscú sino mucho más en Manhattan” (G. K
Chesterton)[301].

Las palabras proféticas del gran escritor inglés, aunque dichas


en 1926, resultan hoy tremendamente actuales si se tiene en cuenta
el régimen de estupidización sexual a la cual estamos sometidos
desde la más tierna infancia. La escuela, el trabajo, los medios y las
redes sociales son sólo algunos de los vehículos a través de los
cuales nos viene esta porno-patía.
Y todo mezclado, como en una mélange, viene de la mano con el
bombardeo sistemático de la imposición e inquisición gay, “ideología
de género” y la mar en coche…
Pero, ¿desde cuándo que estamos así?
- “¡Desde que el mundo es mundo, hombre!” –dirá alguno.
- “¡Desde Freud!” –dirá otro.
- “O desde Sansón y Dalila…”.
Meditando acerca de estos temas espirituales y a partir de ver
que las “Cincuenta sombras de Grey” había llegado a las cien
millones de copias, es que recordamos el trabajo de Michael Jones
titulado “Libido dominandi. Sexual Liberation and Political Control”
aparecido hace más de una década[302] y que ahora queremos
compartir junto con algunas reflexiones[303].
1. Revolución sexual a la francesa: el Marqués de Sade

Como bien señala Jones con el título de su libro, la libido


dominandi, es decir, el deseo de “andar dominando”, no sólo se
logra a fuerza de bayonetas y fusiles; existen medios más sutiles,
más al alcance de la mano, porque “la idea de que la liberación
sexual podría ser usada como una forma de control”[304] no es
nueva ni nació en el mundo espontáneamente como se cree; no se
trata sólo de la aglutinación de hormonas desenfrenadas y de pura
“pasión”, sino, en los últimos siglos, de una decisión política, de “una
decisión de la clase gobernante de Francia, Rusia, Alemania y
Estados Unidos, en diversos momentos durante los últimos
docientos años, para tolerar la conducta sexual fuera del
matrimonio, como una forma de insurrección y luego como una
forma de control político”[305]; es decir, se trata de un programa por
medio del cual desea imponerse el sexo como cultura imperante y
como lo políticamente correcto, al punto que “quienquiera que se
oponga a la liberación sexual deba ser castigado”[306].
Al analizar los últimos años de occidente a uno le parece estar
frente a “la historia de un proyecto nacido de la inversión de
verdades cristianas por parte del Iluminismo”[307] donde, por medio
de la batalla cultural y luego la guillotina, la ideología liberal decidió
imponer “un sistema extremadamente sutil de control basado en la
manipulación de las pasiones”[308].
Los Illuminati y los iluministas del Siglo de las Luces, adoptaron el
atomismo mecanicista del barón d’Holbach para quien los hombres
eran todos unos desgraciados engañados por la teología, por lo que
“el genio de Weishaupt consistió en lograr un sistema de control que
probó ser efectivo en ausencia de una sanción religiosa. A este
respecto seguiría el modelo de todo mecanismo de control secular
tanto de la derecha como de la izquierda para los próximos
doscientos años”[309].
Lanzada “al éter intelectual” la idea de un pueblo máquina, es
decir, dominado automáticamente, se apoderó de distintos
pensadores visionarios como Comte y, más modernamente, Aldous
Huxley y Gramsci –entre miles– hasta la revolucionaria “marcha a
través de las instituciones” de 1968 y el “sexo libre”. “¡A fornicar, que
se acaba el mundo!”– decían.
Entre tantos, el Marqués de Sade es uno de esos personajes que
los revolucionarios, rarísima vez, se animan a enfrentar o a nombrar
entre los suyos: encarnizadamente pornócrata y masturbador
empedernido, su mérito consistió en que “esbozó la trayectoria que
la revolución tomaba al progresar desde la “liberación” sexual al
sadismo sexual para la matanza”[310]. La pasión sexual fue el
combustible que exigió al final un orden totalitario impuesto desde
afuera para detener la orgía de sangre; “todas las criaturas han
nacido aisladas y sin necesidad unas de otras” escribe en Justine, o
los infortunios de la virtud[311]; allí, señala que todo compañero
sexual es meramente un instrumento para el placer, lo que convierte
la actividad sexual con otro, en “esencialmente masturbatoria”[312]
con el lógico rechazo de la procreación. La naturaleza –en sentido
iluminista– carece de objetivos y domina mecánicamente la voluntad
humana. Sade desprecia a la mujer de modo permanente, al punto
que,
“la liberación sexual se vuelve por su propia naturaleza una
forma de dominio por la cual el fuerte hace lo que quiere con el
débil. Desde que ‘fuerte’ es sinónimo de varón y ‘débil’ de
hembra en la antropología de Sade, ‘liberación’ significa la
dominación del varón sobre las mujeres’”[313].
“¿No nos ha probado la naturaleza que tenemos ese
derecho, proveyéndonos de la fuerza necesaria para someter a
las mujeres a nuestra voluntad? Es a causa de la felicidad de
cada uno que las mujeres nos han sido dadas. Todo hombre
tiene por eso igual derecho al goce de todas las mujeres; por
eso no hay hombre que, manteniéndose en la ley natural pueda
reclamar un único y personal derecho sobre una mujer. La ley
que las obliga a ellas mismas, como a menudo y de alguna
manera deseamos, en los prostíbulos a los que nos referimos
hace un momento, y que las obligará si se niegan, las castigará
si son reacias u holgazanas, es así una de las leyes más
equitativas, contra la cual no puede haber una queja sana y
justa”[314].
Strauss-Kahn y todos los machistas dueños metidos en la trata de
blancas, están absueltos…
Sade se toma el trabajo de aclarar que la verdad no es sino la
opinión del poderoso: “el filósofo, dice él mismo, sacia sus apetitos
sin tratar de saber lo que su gozo le costará a los otros y sin
remordimientos”, de modo que se concluye:
“A este respecto las siguientes generaciones de
liberacionistas sexuales son como mariposas que vuelven a la
llama, a saber, los textos seminales del Marqués de Sade. Ellos
están irracionalmente atraídos hacia esos textos, pero no se
atreven a acercárseles demasiado por miedo a que su atracción
sea destruida por la ardiente lógica de dominio que yace en su
corazón”[315].
Es evidente también el doble discurso gnóstico de los personajes:
“El texto exotérico del Iluminismo y de la liberación sexual es
‘liberación’; el texto esotérico de todos modos es ‘control’”[316] de
modo que Sade fue pionero de las dos posibilidades y discursos:
liberar para controlar.
Quien se “desate” de los prejuicios sexuales impuestos por siglos
de cristianismo, estará más “atado” sin saberlo.
Pero no sólo las mujeres se encuentran dentro de la lógica
revolucionaria. Los niños tampoco escapan del prostíbulo filosófico;
no se trata de mera pedofilia soft, como quieren permitir ciertos
partidos políticos holandeses hoy en plena vigencia democrática,
sino de pedofilia dura y hasta la muerte:
“En cuanto a la crueldad que lleva al asesinato, permítasenos
el atrevimiento de decir audazmente que este es uno de los
sentimientos más naturales en el hombre; una de sus más
dulces inclinaciones, una de las más punzantes que ha recibido
de la naturaleza. El mayor placer proviene de corromper,
torturar y finalmente matar a niños pequeños e indefensos.
¡Qué deleite al corromper la inocencia –grita el Caballero en
Filosofía en el Dormitorio–, ‘ahogaren ese joven corazón todas
las semillas de virtud y religión que su maestro implantó en
él!”[317].
Todo un programa.
No nos horroricemos; Sade corrompía a los niños de a uno. Hoy,
nuestra sociedad, de a millones.
2. La carne. Sade, Santiago y San Pablo

Desde los maniqueos hasta los jansenistas, pasando por los


cátaros y calvinistas, siempre se ha ido a los extremos: purificación-
carnalización. La originalidad intelectual de los revolucionarios del
siglo de las luces consistía, sin embargo, en algo básico que hoy se
niega incluso en varios círculos “católicos”: el pecado original. De allí
en adelante “es posible ahora el Cielo en la tierra”[318].
¿Cómo llegar a las masas? Reemplazando la razón por la pasión.
Sade, en el otro extremo de la revolución, retomó
conscientemente nada menos que la enseñanza de San Agustín: “el
estado del hombre moral es el de tranquilidad o paz; el del inmoral
es la intranquilidad perpetua”, el hombre libre logra libertad y paz al
subordinar sus pasiones a la razón, porque “la ciudad terrena se
complace en dominar el mundo y… aunque las naciones se inclinan
a su yugo, ella misma está dominada por su pasión de dominio”
(comienzo de La Ciudad de Dios). Por cierto el aporte de Sade
consiste en la valoración de los hechos: la intranquilidad o perpetua
inquietud “impulsa al revolucionario y lo identifica con la necesaria
insurrección en la cual el republicano debe mantener al gobierno del
que es miembro”[319]; la cita es de Filosofía en el Dormitorio, una
expresión inspirada, definitoria y mucho más veraz o menos
pretenciosa que las de Heidegger y similares para ubicar el
pensamiento del llamado mundo moderno.
“Por eso, el estado debe promover la inmoralidad. Dado la
natural y desordenada inclinación del hombre al placer, la
inmoralidad más compatible para la manipulación es la
inmoralidad sexual. De allí que el Estado revolucionario deba
promover la licencia sexual si quiere permanecer
verdaderamente revolucionario y mantener su dominio del
poder”[320].
Realmente un verdadero programa. Técnicas semejantes se
fueron perfeccionando a través de los últimos dos siglos, aunque,
según Sade, ya la aplicaban los griegos:
“Licurgo y Solón, totalmente convencidos de que los
resultados de la impudicia consisten en mantener a los
ciudadanos en el estado de inmoralidad indispensable para el
mecanismo del gobierno republicano, obligaron a las jóvenes a
mostrarse desnudas en el teatro”[321].
A consecuencia de éste encontramos,
“el preludio de la más insidiosa forma de control conocida por
el hombre precisamente porque está basada en la subrepticia
manipulación de las pasiones. Este fue el genio de la política
del Iluminismo, que no es nada más que una física del vicio:
fomentar las pasiones; controlar al hombre. Esta es la doctrina
esotérica del Iluminismo, refinada durante más de docientos
años a través de una trayectoria que envuelve todo desde el
psicoanálisis a la propaganda, la pornografía y el papel que
esto juega en la Kulturkampf”[322].
Fue otro de los mentores de la revolución, Saint Simon[323], quien
hizo la propuesta concreta de arraigar el cielo en la tierra gracias a
sus fábricas socialistas o Falansterios, previsiblemente sin huelgas:
jóvenes de ambos sexos serían internados en fábricas sexo-
carcelarias donde producirían bienes útiles, mantenidos bajo control,
y apartados de toda idea de rebelión gracias a la atracción sexual
que las camaradas femeninas ejercerían sobre ellos. “Era in nuce, el
lugar de trabajo del fin del siglo XX, y fue la primera propuesta
concreta de usar el sexo como forma de control integrándolo en el
sistema industrial de fábrica”[324].
Hoy tenemos el sexo al alcance de la mano; no hace falta
encerrarnos en una sex-prison. La telefonía celular e internet han
hecho maravillas.
Pero lo bueno de esta represión consiste en que “el vicio como
forma de control es virtualmente invisible”[325], una de las invisibilia
diaboli, digamos, y Sade tiene el privilegio de haber sido el primer
ideólogo moderno que vio con claridad el “factor sexual” en la
subyugación de los pueblos.
El apóstol Santiago ya lo había advertido en su Epístola:
“Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias que lo
atraen y lo seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha
concebido, da nacimiento al pecado, y el pecado, una vez
consumado, engendra la muerte” (vv. 14-15).
Y San Pablo, en un texto hoy olvidado donde analiza la relación
entre sadismo y ateísmo, decía:
“Alardeando de sabios, se volvieron necios… por eso los
entregó Dios a los deseos de sus corazones, a la impureza con
que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de
Dios por la mentira y sirvieron a la criatura en lugar del
Creador… por lo cual los entregó Dios a las pasiones
vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso
contra la naturaleza” (Rom. 1, 22-26).
3. Padre Barruel: denunciante sexual

El Abbé Augustin Barruel, sacerdote jesuita francés (1741-1820)


logró salvarse de la guillotina refugiándose en Inglaterra donde
publicó las casi mil páginas de sus Memoirs Illustrating the History of
Jacobinism, un bestseller que narra el complot de la Revolución
Francesa al cual Edmund Burke (¡nada menos que Burke!) avaló
con su drástico estilo en 1797:
“Yo mismo he conocido personalmente a cinco de sus
principales conspiradores, y puedo comprometerme a decir por
mi propio y certero conocimiento, que hasta 1773, estaban ellos
enfrascados en el complot que Ud. tan bien ha descripto y de la
manera y basado en los principios que ha presentado con tanta
exactitud”[326].
Barruel atribuye la revolución no sólo a los filósofos, los Illuminati
y los masones (lo que no sería nuevo) sino también al sistema
democrático en general, pero muy específicamente al moderno,
pues:
“Es innegable que la virtud debe ser más particularmente el
principio de las democracias que de otras formas de gobierno,
siendo él el más turbulento y el más vicioso de todos, en el que
la virtud es absolutamente necesaria para controlar las
pasiones de los hombres a fin de dominar ese espíritu de
camarilla secreta, anarquía y facción inherente a la forma
democrática y encadenar la ambición y ansia de dominio sobre
el pueblo, que la debilidad de las leyes difícilmente soporta”[327].
Un parrafito como para las cátedras de Derecho Político; es
evidente además que no se está refiriendo al supuesto sistema puro
donde el pueblo gobierna por sí mismo (democracia directa) ni a la
forma republicana donde lo hace por sus representantes, sino al
sistema ideológico del que goza este mundo…, es decir, una
oligarquía esotérica y nepotista en torno a logias sistemática y
dialécticamente vinculadas entre sí.
Las ideas y los fines de los Illuminati, eran claros: “enseñar a los
adeptos el arte de conocer a los hombres; conducir al género
humano a la felicidad y gobernarlos sin represión”[328]. Para ello,
debían utilizar ciertos medios, a saber, reemplazar a los jesuitas en
la educación de la juventud y atraer a los príncipes fomentando,
favoreciendo y aprovechando sus desbordes pasionales, “este es el
primer paso hacia la Revolución”[329].
Claro…, se refería a los jesuitas de antes…; porque a los de
ahora…; bueno, ¡mejor ni hablar!
Barruel no se equivocaba; como decía Maurras, “ante todo,
política” y “política sexual”.
4. El Club del Incesto: Shelley

Las ideas no quedaron sólo en el país de los galos; cruzaron


también el Canal de la Mancha para tomar el té de las cinco.
Percy Bysshe Shelley, el refinado poeta super-romántico tuvo la
originalidad de utilizar las ideas revolucionarias con el objetivo de
instalar la Revolución Francesa en Inglaterra “de acuerdo con los
principios del Iluminismo, creando una red de células terroristas
iluministas. En el corazón de este proyecto estaba la subversión
revolucionaria del orden moral como preludio a una subversión
similar del orden político”[330]. El punto era “específicamente la idea
de una célula revolucionaria basada en la coparticipación sexual y la
manipulación oculta, incrementada por el incesto, dentro de un
poder aqueróntico que pudiera utilizarse políticamente”[331].
Algo de su vida podría ubicarnos en la cancha; porque, al final de
cuentas, uno refleja en el papel lo que ha vivido.
El gran poeta inglés nacido en 1792 desposó en 1812 a Harriet
Westbrook, una jovencita de 16 años; de mala gana, porque en
realidad deseaba establecer una comunidad libre intersexual y sabía
que sus ideas eran contrarias a los signos de los tiempos; pero las
mañas no se pierden, como dice el refrán, por lo que trató de
enmendar su falta adiestrando a su amada en las prácticas y los
criterios del Iluminismo; tan mimetizado estaba con sus ideas que
llegó incluso a convencer a la joven Harriet para que aprovechase
sus embarazos y mantuviese relaciones con Jeff Hogg, un amigo
suyo, quien no se hizo rogar, claro...
El punto era sencillo; había que experimentar antes que implantar
el sistema. Pero no sólo la poliandria, sino también el incesto:
“El incesto era el primer paso para el revolucionario gnóstico
iniciado, así como el principal producto de la poesía romántica
inglesa. El objetivo en cada caso era trastocar el orden moral, y,
por ese medio, la hegemonía de Dios en la tierra. La
interpretación esotérica iba un poco más hondo. Desde que la
ley moral era lo único que garantizaba la autonomía y la
inviolabilidad del hombre, un hombre sin moral sería fácilmente
controlado, y el que primero rompiera la ley sería el candidato
más probable para controlar la humanidad”[332].
Incestuoso, amoral y completamente ideólogo, era normal que
Shelley plantease como norma lo que practicaba con convicción
pues, “desde que no hay algo como el pecado original, puesto que
el hombre es ‘naturalmente’ bueno, uno necesita sólo suprimir la
restricción exterior para que la virtud vuelva a florecer y la era del
amor fraterno se inaugure en la tierra”[333].
“La liberación sexual fue incorporada al resto del principal
programa político de Shelley, pero por todo esto, ocupa el primer
lugar en el esquema de su Utopía”[334]. Ni más ni menos que el
joven Engels comenzará a traducirlo luego de la revolución de 1848,
donde, en su utopía socialista, la razón, reemplazada y reconciliada
por la pasión[335] suprimirá “la creencia en Dios”[336].
Shelley llegó a proyectar incluso un viaje de bodas multiple choice
a Suiza: “el lugar del congreso iluminista incestuoso era Villa
Diodati, una gran casa en la costa del lago de Ginebra, que alguna
vez había sido de John Milton”… y donde los ocupantes hacían
ostentación de sus desviaciones ante la curiosidad de los turistas
que se acercaban con telescopios a la “Liga del incesto”[337]. El
congresal más distinguido era Lord Byron, “el más importante poeta
de Inglaterra en esa época”[338]: sodomita y amante incestuoso de
su media hermana Augusta. Todo un Prometeo que escapará
cuando la cosa pase a mayores. Byron era todo lo que parecía y
ostentaba, pero no tenía la revolución en la sesera tan bien
estructurada como Shelley que quiso integrarlo. Fue a morir de
fiebre en Grecia (posiblemente al servicio del Foreign Office)
convirtiéndose en un héroe de la libertad ad usum stultorum.
Este conventillo “fue el comienzo del fin de la primera revolución
sexual. Cuando Mary y Shelley volvieron a Inglaterra en el otoño,
fueron recibidos primero con el suicidio de la otra media hermana de
Mary, Fanny Imlay, y luego por el suicidio de la primera esposa de
Shelley, Harriet, que fue rescatada de la cavidad donde se guarda el
ancla después de seis semanas de inmersión al principio de
diciembre”[339]. Una cosa de locos… Porque Dios perdona, pero la
naturaleza no.
El 8 julio 1822 en el golfo de Spezia a sabiendas de que se venía
una tormenta Shelley sobrecargó su barca y desplegó las velas.
Diez días después fue difícil reconocerlo. El 4 de agosto la crónica
del Examiner lo despidió con flema inglesa e inquina conservadora:
“Se ahogó Shelley, escritor de algunas poesías paganas; ahora
sabe si hay o no hay Dios”[340].
Jones realiza el balance de este revolucionario:
“Cuando Shelley murió, la primera revolución sexual murió
con él. Lo que siguió fue el repudio de la liberación sexual,
conocido como la era victoriana. Su viuda dedicó el resto de su
tiempo a borrar de la memoria pública su experimento sexual.
Shelley en las manos de su esposa se convirtió en un ángel
victoriano y así permanecería durante ciento cincuenta años
hasta que otra revolución sexual hiciera posible otra
interpretación de su vida”[341].
Resumiendo, según parece la revolución sexual, la sodomía y el
incesto es el primer paso de la praxis revolucionaria moderna[342];
no se trata del incesto “ingenuo” de nuestras clases populares
(generalmente, padre borracho que se aprovecha inicuamente de
alguna de sus hijas o medias-hijas), sino del incesto cabalístico,
esotérico e iluminista como rito de iniciación.
El caso de Shelley es arquetípico en cuanto es el héroe de la
irredención. Porque los poetas siempre imitan aristotélicamente la
realidad, la naturaleza y obviamente sus contrarios; y no hace falta
descubrir que Shelley lo era en grado sumo: expresó, pues, la
naturaleza revolucionaria tanto en su vida trágico-sexual como en
sus escritos, con agudeza tal que sólo Nietzsche pudo superar:
“Shelley hizo del incesto la pieza central de su poema
revolucionario, ‘The Revolt of Islam’. El incesto –como puso en claro
Nietzsche– tiene una aplicación política”[343].
Según sostiene Nesta Webster en su conocidísimo libro sobre la
Revolución mundial[344], en el siglo XIX no fue la organización la que
promovió las ideas sino al revés, como señala Jones:
“Tenemos en el asunto Shelley, un caso de influencia literaria
en el cual la idea engendra la organización. El ejemplo de
Shelley es elocuente porque la influencia de los Illuminati en
esta instancia es más literaria que organizativa. Al escribir su
libro, Barruel creó un seguidor de Adam Weishaupt y sus ideas,
que su organización nunca podría haber logrado por sí misma.
‘Las ideas iluministas, escribe James Billington, ‘influen-ciaron a
los revolucionarios, no precisamente por sus sostenedores del
ala izquierda, sino también a través de sus opositores
derechistas. Cuando los temores de la derecha se convirtieron
en la fascinación de la izquierda, el Iluminismo consiguió una
paradojal influencia póstuma mucho más grande que la ejercida
como movimiento vivo’”[345].
Es decir, falló la conspiración del silencio, practicada por
ambidiestros; si Barruel hubiese callado, quizás otro sería el cantar.
Tanto fue así que el mismo “Shelley recomendó el libro, no porque
estuviese de acuerdo con las perspectivas políticas del más famoso
antirrevolucionario jesuita del mundo, sino porque el libro ofrecía el
mejor relato de la conspiración iluminista existente entonces, y como
parte de su agenda política deseaba conseguir la resurrección de
los Illuminati”[346].
5. Nietzsche, el incestólogo

Nietzsche es el filósofo o, por lo menos, el pensador y el gran


poeta de la contra-naturaleza, que prosigue y precisa la convicción
de Shelley: la superación del hombre corriente en pos del hombre
omega o del superhombre. Su genio dio letra a muchos en su
tiempo, incluido el mismo Freud y sus complejos.
Jones transcribe más de una vez el pasaje de El Origen de la
Tragedia en el espíritu de la música (1872) donde Nietzsche
interpreta esotéricamente el mito de Edipo:
“Respecto de Edipo pretendiente de su madre y solucionador
de acertijos, hay que interpretar inmediatamente que allí donde
por medio de poderes oraculares y mágicos se ha roto la
distinción del presente y del futuro, la rígida ley de la
individuación y sobre todo el hechizo propio de la naturaleza,
allí debe haber precedido un monstruoso acto contra-natura
como causa primera –como allí el incesto–; pues ¿cómo podría
uno obligar a la naturaleza a revelar sus secretos, sino
oponiéndosele victoriosamente, o sea por un acto contra-
natura? Yo veo acuñado este conocimiento en esa espantosa
trinidad del destino de Edipo; el mismo que resuelve el acertijo
de la naturaleza –esa Esfinge de doble figura–, debe también
destrozar, como parricida y esposo de su madre, el más
sagrado orden de la naturaleza. Sí, el mito parece querer
susurrarnos que la sabiduría y especialmente la sabiduría
dionisíaca es un horror antinatural, y que quien por el
conocimiento arroja la naturaleza en el abismo de la
aniquilación, debe también que experimentar en sí mismo la
disolución de la naturaleza. ‘La punta de la sabiduría se vuelve
contra el sabio; la sabiduría es un crimen contra la
naturaleza’”[347].
Según Jones “el pasaje es seminal para la edad moderna” que
imagina, (posee “la persistente fantasía”), poder gozar de los frutos
de la cultura cristiana renegando del cristianismo. Esta cultura
consiste “esencialmente en la absorción de la tradición filosófica
griega y de la ley moral de Moisés en la Cristiandad” pues, lo que
llamamos Occidente es en esencia la inculturación europea de la
Cristiandad y esta inculturación llevó a una explosión de creatividad
sin precedentes en el mundo”[348].
“La primera fantasía anti-Occidental de nuestro tiempo, de
todos modos, fue expresada por Nietzsche. Dos años después
de escuchar la ejecución en piano de la ópera de Wagner que
hizo época, ‘Tristán e Isolda’, Nietzsche se comprometió con su
vida a la revolución sexual infectándose deliberadamente con
sífilis en un burdel de Leipzig. Thomas Mann en su famoso
‘Doktor Faustus’ vio en este gesto una ‘consagración
demonista”[349], “en una suerte de iniciación demonista y pacto
con el diablo” que pagó con la invención de la escala
dodecafónica, “un ejemplo de licencia poética que fastidió a
Schömberg quien reclamó a su tiempo ser el único inventor de
ese sistema musical... Virtualmente toda la vida cultural
germana en el siglo XX, pero muy especialmente su música,
filosofía y política, surge de esta consagración sifilítico-sexual.
La transvaluación de valores nietzscheana, la música atonal y el
nazismo fueron manifestaciones culturales todas de una época
que fue concebida en un pacto con el demonio”[350].
M. Jones ha explicado así en su “La Irrupción de Dionisio” el
conflicto entre Wagner y Nietzsche:
- “¡Traidor!” – le dijo Nietzsche por haber abandonado la línea
espiritual de Tristán y haberse “convertido” al catolicismo con el
apoyo de un sacerdote, mientras que Wagner, que no era un nene
de pecho, lo tildaba de pederasta y masturbador.
El Origen de la Tragedia fue concebido entonces,
“como un programa para la revolución cultural basada en la
lectura de ‘Tristán e Isolda’. Esto presagia una nueva era de
cultura sensitiva basada en el rechazo neo-luterano de la razón
en todas sus modalidades, pero específicamente la moral y la
musical, y en su lugar la sustitución por una cultura del éxtasis,
la licencia sexual y la intoxicación. No sólo la sensual música
dionisíaca embota la razón humana y desata las fuerzas
revolucionarias; tiende también a volverse objeto de culto, como
en lugares como Bayreuth y Woodstock”[351].
Mann observó el carácter “absolutamente obsceno” de Tristán[352]
de modo que justificadamente Nietzsche le escribió a su erudito
amigo Rohde “si sólo unos pocos centenares extraen de esta
música (Tristán e Isolda) lo que yo obtengo de ella, tendremos
entonces nosotros una cultura absolutamente nueva”[353].
Sólo falta el superhombre plurisexual, pero muchos están en eso
con firmes convicciones. Al final la Revolución se reduce a una
oferta de sexo masivo y poder concentrado, para dominar...

***

Concluyamos.
Todo pasional es un esclavo si no ordena sus impulsos y todos
somos esclavos de algún modo; pero algunos son más que otros.
Los supuestos dominadores como Sade, Shelley y su grupo,
terminaron gráficamente destruidos. Francia en conjunto
quedó dominada por los flemáticos ingleses, perdió su imperio y hoy
está virtualmente a punto de ser dominada por el islam.
El sexo es un instrumento; un instrumento de dominación; ¿hay
una inteligencia única, superior y personal detrás del complot?
Mons. Jouin, el director de la RISS (Revista Internacional de
Sociedades Secretas) decía que sí[354], pero que sólo lo podemos
deducir, no probar documentalmente, ni tampoco afirmar que todos
los complotados lo sepan de modo consciente. Obviamente, el
Evangelio habla del demonio. No somos “complotistas” pero que hay
un modo de manejar el mundo a través de lo porno, lo hay.
Porque “las brujas no existen, pero de que las hay, las hay”.
¿Cómo siguió la cosa, según Jones? Pues con la aplicación de la
revolución Freudiana con innúmeros servidores y su aplicación en
Rusia, donde Lenin y Stalin les pusieron freno, al menos por un
tiempo.
La revolución en USA fue exportada “ad intra” para corromper a
los elementos necesarios pero indeseables (el racismo sigue
existiendo allí, mal que les pese a algunos); ¿hacia quién se dirige
entonces el control sexual? Principalmente hacia los negros y
latinoamericanos, a quienes se aplica el “sexo para todos”.
En fin, el sexo no es sólo una cuestión de cama adentro, sino
también una cuestión netamente política que viene de lejos con
ganas de someter.

Que no te la cuenten…
Capítulo XI
Canonización e infalibilidad.
El caso de Santa Filomena

“Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus santos”, reza el


salmo 116.
Pero no solamente su muerte, sino también sus vidas,
arquetípicas y punzantes para los que aún militamos aquí abajo.
¿Y quiénes son los santos?. Aquellos que llevaron hasta el
heroísmo una vida coherente con el Evangelio reflejando, como en
un mosaico, la belleza del Santo de los Santos: Jesucristo. Es esto
lo que hace que, cada tanto, la jerarquía eclesiástica los proponga
para su veneración, como señala el actual Catecismo de la Iglesia
Católica:
“al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar
solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las
virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la
Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en
ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los
santos como modelos e intercesores”[355].
– Santa Catalina, San Pedro Damián, Santa Juana de Arco…,
orate pro nobis…
Pero… ¿cómo se llega a ser “nombrado” santo? ¿Cómo llega la
Iglesia a esta decisión? ¿Es infalible el Papa cuando la realiza?
Según la misma información de la Santa Sede[356], el actual
proceso de beatificación y canonización es bien diverso al que se
realizaba en siglos anteriores. Antiguamente, bastaba con que un
cristiano fallecido gozase ininterrumpidamente de “fama de
santidad” (inicialmente eran los mártires) para que la Iglesia
comenzase, poco a poco, a permitir su culto litúrgico (primer paso
para la inclusión en los anales) para luego, con el tiempo ser
aceptado o declarado como “santo”.
Serán los años y los siglos los que hagan de esto un proceso más
riguroso que fue, a su vez, cambiando y mutando con el correr de
los tiempos; en 1917, por ejemplo, el derecho canónico exigía que
hubieran pasado al menos 50 años desde la muerte del
“canonizando” (hoy son apenas cinco[357]) antes de que sus virtudes
pudiesen discutirse formalmente. Se trataba así de asegurar que la
reputación de santidad fuese algo duradero y no meramente
producto de una celebridad pasajera u “opinión pública”. Antes:
nada de “¡santo subito!”.
Pero veamos esquemáticamente los pasos (normales) para llegar,
en la actualidad, a los altares:
1. La declaración como “Siervo de Dios”: implica que se presente
ante el obispo diocesano una “causa de canonización” y que la
Santa Sede, por medio de la Congregación para las Causas de los
Santos, decrete el “nihil obstat” (nada obsta) para que se continúe.
2. Declaración como “Venerable”: esta parte comprende varias
etapas. Se analiza primero la vida y virtudes del siervo de Dios,
donde una comisión designada por el obispo, recibe los testimonios
de las personas que lo conocieron y la ortodoxia de sus escritos,
luego de lo cual se redacta la “positio canonica” (documento donde
se resumen los análisis y testimonios recabados). Una vez dados
estos pasos se procede a la discusión de dicho documento por parte
de un grupo de teólogos designados al efecto por la Congregación
para las Causas de los Santos (cardenales y obispos dependientes
de dicha Congregación). En caso de aprobarse la “positio”, el Santo
Padre puede proceder a promulgar el Decreto de las “virtudes
heroicas” por el cual el Siervo de Dios pasa a ser considerado
“Venerable”.
3. Beatificación: El siguiente paso es intentar demostrar que el
“Venerable” puede ser modelo de vida e intercesor ante Dios. Para
ello, el postulador de la causa (que es quien lleva adelante el
proceso), debe probar la fama de santidad del beatificando, para lo
cual elabora una lista con las gracias y favores pedidos y recibidos
por su intercesión. Generalmente se presentan hechos relacionados
con la salud o la medicina por ser más fáciles de constatar. Luego
de una ardua investigación donde intervienen profesionales, peritos,
médicos y teólogos, si se logra aprobar tanto el milagro como la
intercesión de la persona (que son cosas diversas), el Santo Padre
decreta, en una solemne ceremonia, la Beatificación que puede ser
realizada por él o por un delegado a tal efecto.
Un detalle no menor es que, si la causa de beatificación se sigue
por vía de martirio, no se procede a la declaración de Venerable ni
es necesario el proceso del milagro. Una vez aprobada la ponencia
por una comisión de teólogos y cardenales, el Santo Padre, si lo
estima conveniente, puede proceder a promulgar el decreto por el
que se aprueba el martirio del siervo de Dios, ordenando su
beatificación.
4. Canonización: La primera etapa para la canonización es que se
compruebe un segundo milagro sucedido en una fecha posterior a la
beatificación, luego de lo cual, se aprueba el proceso para dar lugar
a una ceremonia solemne.

***

Hasta aquí entonces el proceso canónico actual. Pero la pregunta


que algunos podrían legítimamente hacerse es la siguiente: Dado
que se trata, finalmente, de un proceso donde entra a jugar también
la historia de los hechos pretéritos, y puesto que la historia no es ni
una ciencia dura, ni forma parte estrictamente de la Fe o de la
enseñanza de la moral cristiana: ¿qué grado de certeza tiene el
Papa al declarar “beato” o “santo” a una persona y, por ende, qué
obligación tiene un fiel de recibir tal enseñanza como infalible?
Y no nos referimos al conocido refrán castellano de que “este
santo no es de mi devoción”, sino a la misma esencia del acto. Es
decir, ¿quedaría fuera de la Iglesia quien no creyese, por ejemplo,
en la santidad de algún santo?
Vayamos por partes.
1) La cuestión de las canonizaciones y su infalibilidad

Como muchos sabemos, el Concilio Vaticano I definió que el Papa


goza de infalibilidad cuando, “como Pastor y Maestro supremo de
todos los fieles proclama por un acto definitivo la doctrina
en cuestiones de fe y moral”[358]. La pregunta, sin embargo, que
varios teólogos ortodoxos y serios se hacen (como Ols y
Gherardini[359], por ejemplo) es si las proclamaciones realizadas en
un proceso de beatificación o canonización se encuentran incluidas
en la prerrogativa papal y gozan (o no) de la infalibilidad del Sumo
Pontífice.
Santo Tomás de Aquino –a quien hay que recurrir una y otra vez–
se ha ocupado del tema sólo de modo tangencial (lamentablemente)
al plantear en algunos de sus escritos que, el Papa, al realizar estos
actos, se encontraría entre un “medio” entre sus declaraciones de
Fe (en las que no puede errar en cuanto tal) y de gobierno (en las
que puede errar). La canonización –dice el Aquinate– “se encuentra
en un medio entre ambas”, pues es “una creencia piadosa (la de
declarar santos) que la Iglesia no puede errar en esta cuestión”[360],
es decir, en la cuestión de la canonización de alguien; valga aclarar
aquí que al decir “piadosa” se está refiriendo no a un cuento de
ancianas sino (la precisión del Aquinate es proverbial) a que dicha
creencia se enraíza en la virtud de la pietas, parte de la virtud
cardinal de la justicia que hace asentir filialmente las acciones de
una madre o un padre; en este caso, el Papa.
En esta misma línea y ocho siglos después, el cardenal Ratzinger,
siendo aún Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe,
escribiría en una Nota doctrinal ilustrativa[361] al documento “Ad
tuendam Fidei”[362] (documento donde se clarifica el carácter
magisterial de los enunciados papales) que:
“entre las verdades relacionadas con la revelación
por necesidad histórica, que deben ser tenidas en modo
definitivo, pero que no pueden ser declaradas como
divinamente reveladas, se pueden indicar, por ejemplo, la
legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o de la celebración
de un concilio ecuménico; la canonización de los santos”[363].
Es decir, este documento planteaba que las mismas
canonizaciones de los santos declarados como tales por el Papa,
“deben ser tenidas en modo definitivo”. La cuestión entonces,
parecía zanjada; Roma locuta, causa finita. Sin embargo, al ser
consultado el mismo Cardenal Ratzinger, aún Prefecto, por un
eminente teólogo acerca del carácter de dicha declaración y hasta
dónde obligaba a los fieles, respondió:
“Es cierto que este texto, en su conjunto, fue elaborado por la
Congregación, propuesto en sus distintas fases en presencia
del Cardenal y finalmente aprobado por él. Recibió también la
aprobación del Santo Padre. Pero se estaba de acuerdo en que
este texto no debía ostentar una propia condición vinculante,
sino que se ofrecería sólo como una ayuda para la
interpretación y, por consiguiente, no debía publicarse en la
forma de un documento con autoridad propia (…). Nadie ha de
sentirse constreñido autoritariamente por este texto”[364].
Es decir, “Roma locuta, causa infinita…”.
Entonces, la pregunta obligada es: ¿Por qué el cardenal
Ratzinger, siendo en ese momento Prefecto para la Congregación
para la Doctrina de la Fe y hombre extremadamente cuidadoso y
meticuloso en materia de definiciones teológicas prefirió que este
texto fuese simplemente una “ayuda para la interpretación” y no algo
definitivo ni autoritativo, aun cuando la Instrucción Donum Veritatis
decía que dichos documentos “participan del magisterio ordinario del
sucesor de Pedro?[365] Pues porque había cosas discutibles, como
por ejemplo, este punto que nos aboca ahora.
Respecto de las canonizaciones y la infalibilidad, lo que se
plantea es –entre otras cosas– la certeza o no de si las disciplinas
históricas pueden entrar dentro del ámbito de las definiciones de Fe
y de moral y, por ende, de la prerrogativa pontificia de la infalibilidad,
independientemente de las eventuales dificultades que el
procedimiento de las canonizaciones posea en la actualidad. Y
decimos “independientemente de las eventuales dificultades que el
procedimiento” porque hay quienes han planteado, no sin algo de
razón, que los actuales modos adolecen de problemas de forma y
de fondo[366].
La pregunta, respetuosa y sin ánimo de polemizar, va más aún
allá del planteo procesal y podría formularse como sigue: cuando se
declara que una persona “poseyó las virtudes heroicas” o “murió a
causa del martirio”, ¿no nos encontraríamos, más bien, en el campo
de los hechos pretéritos y no tanto del de la moral y la Fe? Y por
ende ¿puede acaso pontificarse sobre un hecho pasado, aun
cuando el mismo carácter de “ciencia” le es negado muchas veces a
dicha disciplina? Pues he aquí la discusión.
Sin querer entrar de lleno en el tema, presentaremos un caso
histórico –existen otros– en el que un santo fue elevado a la gloria
de los altares y, luego, quitado de allí.
Pero antes una aclaración que repetiremos más adelante: afirmar
que en la beatificación o canonización no se goza del privilegio
petrino de la infalibilidad, no implica decir que las personas
declaradas como tales no lo sean ni gocen ahora de la visión
beatífica. Santa Hildegarda de Bingen, Santa Rita o San Pío de
Pietrelcina, pueden ser perfectamente santos e interceder hoy por
nosotros sin que por ello se juegue ese privilegio concedido al
sucesor de Pedro, a nuestro juicio.
2) El precedente histórico de Santa Filomena: ¿una santa
“ canonizada” y “ des-canonizada” ?

Santa Filomena[367] era completamente desconocida hasta el 24


de mayo de 1802 cuando, a raíz de una excavación en las
catacumbas de Santa Priscila, sobre la Via Salaria Nuova de Roma,
un obrero tropezó ante una lápida sepulcral.
La primera reacción hizo que se suspendieran los trabajos de
excavación y se diera aviso a las autoridades locales: en este caso,
por tratarse de un territorio sacro, fue el mismo Pío VII quien
encomendó el reconocimiento y la apertura de la tumba,
realizándose al día siguiente del hallazgo. Todo se hizo de acuerdo
a los decretos de la Santa Sede establecidos por Clemente IX, más
tarde confirmados por Pío IX: una comisión especial, compuesta por
cardenales y prelados consultores, fue la responsable de decidir y
juzgar la identidad de las reliquias. La apertura de la tumba se
realizó a cincuenta metros bajo tierra, en presencia del obispo
Giacinto Ponzetti, prelado examinador, de varios sacerdotes y
laicos.
La piedra fúnebre del loculus consistía en tres baldosas de
terracota que llevaban una inscripción en letras rojas y otros signos
reveladores que llamaron la atención de los testigos. La inscripción,
escalonada y extendida sobre las tres baldosas, decía:

lumena + Pax tecum + Fi

Bastaba, para obtener su sentido, con reponer la primera tableta


seguida de las otros dos, de donde se obtuvo lo siguiente:
Pax tecum Filumena (la paz esté contigo, Filomena)
El término “Filumena” es en realidad una mala transcripción latina
del nombre griego Philomena, con el cual la santa se nombrará a sí
misma más tarde, en sus revelaciones privadas.
Antes de la apertura de la tumba, el prelado dio órdenes de
verificar si no se hallaba allí algún frasco que contuviese restos de
sangre (cosa que los primeros cristianos solían hacer al enterrar allí
a los mártires, colocándolo en el exterior de la tumba e incrustándolo
en el revestimiento del yeso externo). Un obrero entonces, provisto
de una herramienta afilada, pinchó el yeso cobertor en una de las
extremidades del lóculo y se las arregló para llegar hasta un
recipiente que contenía partículas de sangre seca. Allí se dio el
primer milagro testimoniado en el proceso verbal que se repetirá
varias veces: las partículas de sangre coaguladas que surgieron de
la ruptura del frasco, al desparramarse, se convirtieron en pequeñas
partículas brillantes que reprodujeron en su totalidad el color del
arco iris.
Luego de venerar el prodigio, al abrir la tumba, se halló también
allí un pequeño cráneo fracturado y algunos huesos de proporciones
delicadas, lo que hacían suponer que se trataba de una niña de
doce o trece años de edad.
Se estaba por tanto en presencia de una virgen-mártir (a raíz de la
inscripción). La tumba se cerró, se sigiló con tres sellos y se sacó el
sarcófago a la luz del día. Afuera, una multitud esperaba; ya en
presencia de muchos curiosos, se reabrió la caja y recomenzó el
proceso verbal redactándose el documento que fue leído en voz alta
y firmado por los testigos del caso. Luego de ser sellados
nuevamente por el obispo, los restos fueron depositados en un
relicario y colocados en cinco envoltorios diversos: el frasco con la
sangre, la cabeza de la santa y tres paquetes con fragmentos de
huesos unidos con las cenizas de la carne. Esta caja fue llevada a la
custodia general, esperando las órdenes del Papa.
Tres años más tarde, el cura de un pueblito de Italia, en el norte
de Campania, cerca de Nola (Mugnano del Cardinale), obtuvo el
permiso para que se le otorgasen las reliquias. La traslación, que se
realizó en presencia de muchos testigos, tuvo lugar desde el 1º de
Julio al 10 de Agosto de 1805, ocasión en la que se dieron varios
milagros: una mujer sanó de una enfermedad incurable desde hacía
doce años, un abogado fue curado de una ciática que padecía
desde hacía seis meses y una noble dama, cuya mano estaba
afectada por una gangrena, se vio liberada de la misma. Incluso
hubo un prodigio celestial: aunque el cielo estaba cubierto de nubes,
la luna apareció rodeada de un círculo luminoso que proyectó, en
medio de la oscuridad, una luz inusual sobre el relicario y la
procesión.
Al llegar finalmente a la iglesia parroquial de Mugnano, el destino
final de la procesión, la santa fue recibida con gran regocijo al
comprobarse un nuevo milagro: un niño de dos años a quien la
viruela había cegado, recobró la vista luego de que su madre frotase
los ojos con el aceite de una lámpara que velaba las santas
reliquias.
El poder que se le otorgó a Santa Filomena a raíz de los milagros
realizados, fue tan prodigioso que se la llamó “la taumaturga del
siglo XIX”, por lo que la Iglesia se vio obligada a admitir su
existencia en el cielo (cosa que no ha sucedido con otros santos
que, por ejemplo, no han tenido la variedad y profusión de
prodigios).
Muchos eran los sucesos extraordinarios, pero nada se conocía
acerca de su vida.
¿Quién era esta santa? El sacerdote de Mugnano, Don Francesco
di Lucia, exhortó a los fieles devotos de la nueva intercesora que
rogasen para que ella misma aclarase el tenor de vida que había
tenido, cosa que se dignó hacer por medio de ciertas revelaciones
privadas recogidas a partir del testimonio de tres personas distintas,
todas ellas irreprochables y dignas de fe (ninguna se conocía entre
sí). Luego de algunas apariciones se recabaron los testimonios. El
libro que recibió las narraciones obtuvo el imprimatur del Santo
Oficio el 21 de diciembre de 1833; entre ellas, la más importante y
detallada fue la de la Madre María Luisa de Jesús, fundadora y
superiora del Convento de Nuestra Señora de los Dolores, en
Nápoles, cuya causa de beatificación fue abierta luego de su
muerte, en 1875. Fue a esta santa mujer a quien la mártir Filomena
se le apareció en 1832 para revelarle todos los detalles de su vida y
su martirio, según los testimonios.
Princesa de una ciudad griega, había sido prometida por su padre
al emperador Diocleciano con el fin de mantener la paz con el
Imperio. Por su parte, cristiana como era Filomena, había hecho
voto de virginidad a Cristo, por lo cual se vio obligada rehusar el
matrimonio por encargo, cosa que enfureció al emperador
enormemente. Luego de intentar persuadirla para que renegase de
su Fe y de su voto, terminó por hacerla sufrir toda suerte de torturas
y luego por decapitarla.
Pero faltaba ahora reconocer algún milagro de modo oficial para
poder ser venerada como santa. En 1835, Pauline-Marie Jaricot era
una mujer conocida por sus obras de propagación de la Fe y del
Rosario viviente. Afectada desde hacía años por una enfermedad
incurable, decidió en contra de todo pronóstico, viajar hasta
Mugnano desde su Lyon natal, a raíz de las historias milagrosas que
llegaban. Durante un alto en su viaje, en Roma, recibió la visita del
papa Gregorio XVI quien la encontró consumida por la fiebre; el
Santo Padre quería agradecerle el enorme apostolado mariano que
esta joven francesa hacía a lo largo de Europa. Juzgándola casi en
el trance de la muerte, el Papa le pidió un deseo: que rezara por él y
por la Iglesia ni bien llegase al cielo.
– “Sí, Santo Padre –respondió la moribunda– lo haré. Pero le
pregunto: si al regreso de Mugnano yo pudiese llegar a pie hasta el
Vaticano, ¿Su Santidad se dignaría autorizar el culto de Santa
Filomena?”.
– “Sin duda –dijo el Papa– ya que se trataría de un milagro de
primer orden”.
Pauline-Marie continuó su camino en dirección a Nápoles y llegó
hasta el santuario de Mugnano transportada en camilla. Al llegar
donde Santa Filomena, contra toda expectativa, se levantó de su
camilla y se sintió completamente curada de modo milagroso. Ante
la mirada atónita de todos, quiso quedarse allí varios días en acción
de gracias al emprender el regreso hacia Roma, dejó su camilla
como exvoto (aún visible hoy en día). Al llegar a la ciudad eterna,
fue recibida por el Papa que accedió a sus peticiones, no sin antes
mandar que se vigilase durante un año el origen de la repentina
curación, a fin de que el milagro pudiese ser corroborado.
Ya vuelta a Lyon, Pauline-Marie Jaricot hizo erigir en la colina de
Fourvière, una capilla dedicada a Santa Filomena, enriquecida con
una reliquia otorgada por el mismo Papa; con el tiempo, ésta se
transformaría en un importante centro de peregrinación popular.
El paso del tiempo hizo que, el 7 de noviembre de 1849 el
beato Pío IX fuese en peregrinación a Mugnano para proclamar allí
a la santa como patrona secundaria de Nápoles; dos años más
tarde concedió al clero de Mugnano un oficio litúrgico propio en su
honor, favor que, en 1857, fue extendido a muchos otros lugares de
la cristiandad. La causa de la canonización era el martirio.
Fue gracias al santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, que,
en Francia, el culto a Santa Filomena se extendió rápidamente. El
santo cura había conocido a la virgen y mártir por la misma Pauline-
Marie quien, regalándole una reliquia, le había dicho:
– “Tenga mucha confianza en esta santa: de ella obtendrá todo lo
que le pida”.
Eran tantos los milagros y curaciones que el Cura de Ars decía
realizar por intercesión de la santa, que exclamaba como
en un reproche gracioso:
– “¡Ocupaos un poco menos de los cuerpos y un poco más de las
almas!”, y también, “¡si tan sólo pudiera ir a hacer milagros a otros
lugares!”.
¡Si hasta él mismo se vio sanado de un mal físico por su
intercesión! Fueron estos prodigios los que no cesaron durante todo
el siglo XX; el mismo San Pío X le ofreció un anillo de oro y otros
presentes de piedras preciosas a pesar de la furia de los
modernistas que se oponían a la devoción a los santos.
– “¿Cómo? ¿no véis acaso? ¡El argumento más grande a favor de
la santidad de Santa Filomena es el mismo Cura de Ars”! –decía el
Papa Sarto.
Todo esto sucedió hasta mediados del siglo pasado cuando, en
1961, durante la revisión del martirologio romano (libro donde se
inscriben los santos y beatos), el papa Juan XXIII firmó el decreto de
la Sagrada Congregación de Ritos en el que se suprimía del
calendario la fiesta de Santa Filomena (y de varios santos más),
previamente fijada para el 11 de agosto. Tanto el oficio propio como
la Misa fueron borrados. ¿Qué había pasado? Pues simplemente se
comenzó a dudar de la existencia histórica de la santa…
En el pueblito de Ars, el santuario observó la consigna y, desde
ese momento, no se organizaron más celebraciones públicas en su
honor. En Lyon, la capilla construida por Pauline-Marie Jaricot que
contenía sus reliquias y su imagen, fue desmantelada.

***

¿Presión de un sector modernista de la Iglesia? ¿Odio a los


santos de parte de algunos prelados provenientes de países
protestantizados? ¿Incredulidad? No lo sabemos; lo cierto es que
una santa antes lo era y ahora, al menos “en los papeles” ya no
gozaba de ese privilegio. Sea como fuere, el caso existió y –
repetimos– no ha sido el único en que, durante un tiempo, se veneró
como santa a una persona y que, luego, la misma Iglesia, determinó
que no se siguiera dando ese culto como tal, salvo en lugares
concretos.
Y repetimos: afirmar que en la beatificación o canonización no se
goza del privilegio petrino de la infalibilidad, no implica decir que las
personas declaradas como tales no lo sean ni gocen ahora de la
visión beatífica. Santa Hildegarda de Bingen, Santa Rita o San Pío
de Pietrelcina, pueden ser perfectamente santos e interceder hoy
por nosotros sin que por ello se juegue ese privilegio concedido al
sucesor de Pedro.

Que no te la cuenten…
Índice

Introdución
Capítulo I
Los griegos no eran sodomitas: montajes Homosexua-les en
clave de género
1.El origen del mito
2.Apodos homosexuales e importancia del pudor
3.Layo, padre de Edipo y patrono de los sodomitas griegos
4.“Misokinia” en las leyes y la moralidad griegas
5.Los mejores autores de Grecia repudiaban la sodomía
6.Las “milicias homosexuales” griegas
7.Supuestas parejas homosexuales en la mitología e historia de
Grecia
a.El caso de Aquiles y Patroclo
b.Zeus y Ganímedes
c.Apolo y Jacinto
d.El caso de Alejandro Magno
e.El “banquete” de Platón
f.Las vasijas homo-eróticas (30 entre 80.000 encontradas)
g.Sobre el “lesbianismo”
Capítulo II
Cuando la homosexualidad era pecado: El “Liber gomorrhianus”
de San Pedro Damián
1. El surgimiento de San Pedro Damián
2. Los “misericordiosos” de siempre
3. La pedofilia
4. Elija su propia aventura (sexual)
5. El lamento de un santo
Capítulo III
Esclavitud e Iglesia: ¿cambió la doctrina o no?
1. El Evangelio y los Santos Padres de la Iglesia
2. La Edad Media y el Renacimiento
3. Las causas de la esclavitud
4. Objeciones, lugares comunes y respuestas
a. Primera objeción: el “famoso” Canon 82
b. Segunda objeción: la Carta VII del Papa San Gregorio
Magno
c. Tercera objeción: el IX Concilio de Toledo y la pena a los
hijos de los sacerdotes.
d. Cuarta objeción: el Concilio de Gangra (340 d.C.)
e. Quinta objeción: la famosa bula Dum diversas
5. La Iglesia y la esclavitud de los negros
a. A favor de la esclavitud pero con reservas
b. En contra de la esclavitud sin condiciones: dos
capuchinos “revoltosos”
6. Apéndice para agendar
Capítulo IV
Fray Bartolomé de las Casas y sus contemporáneos
Capítulo v
España al confesionario: La controversia de Vallado-lid
1. Los indios y su situación jurídica a la muerte de Isabel
2. Un Papa equivocado
a. ¿Autorizan las bulas papales a someter a los indios?
b. La condición “natural” de los indios: ¿justifica que se les
someta?
c. ¿Pueden ser sometidos los indios para evitar que adoren
a los demonios?
d. ¿Se justifica el sometimiento de los indios para “salvar a
los numerosos inocentes que esos bárbaros inmolan”?
e. ¿Se justifica la protección militar de los religiosos para
que puedan evangelizar?”
Capítulo VI
Los justos títulos de España en América
1. La escuela de Salamanca y los “derechos naturales” de la
conquista
1. La sociedad y comunicación natural
2. La propagación de la religión cristiana
3. Defensa de los indios convertidos
4. El cambio o suplantación del príncipe
5. Tiranía de los gobernantes
6. La verdadera y libre elección
7. En razón de aliados y amigos
2. La teología tradicional y la donación papal
Capítulo VII
La Devotio Moderna: Características y síntomas de un católico
“tradicional”
1. El “cristocentrismo”
2. El culto al “método” y al director espiritual…
3. Moralismo
4. Tendencia anti-especulativa
5. El afecto sobre todo
6. El biblicismo
7. Interioridad y el subjetivismo
Capítulo VIII
Devotio moderna, monacato y misión en América hispa-na
1) Teocentrismo medieval y antropocentrismo renacentista
2) La espiritualidad que recibió América
3) Un modo de completar la evangelización
Capítulo IX
La contrarrevolución cristera. un pueblo en defensa de la fe
Capítulo X
Pornocracia. Los orígenes históricos de la dominación sexual
1. Revolución sexual a la francesa: el Marqués de Sade
2. La carne. Sade, Santiago y San Pablo
3. Padre Barruel: denunciante sexual
4. El Club del Incesto: Shelley
5. Nietzsche, el incestólogo
Capítulo XI
Canonización e infalibilidad. El caso de Santa filome-na
1) La cuestión de las canonizaciones y su infalibilidad
2) El precedente histórico de Santa Filomena: ¿una santa
“canonizada” y “des-canonizada”?
Se terminó de imprimir en la imprenta
Docuprint, Buenos Aires, Argentina,
el 12 de Septiembre de 2018, memoria del
Dulce Nombre de María

[1] Henry-Irenee Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, Akal/Universitara,


Madrid 1985, 46.
[2] El presente trabajo se ha inspirado en el libro de Eduardo Velasco, El mito de la
homosexualidad en la antigua Grecia, Camzo, Madrid 2012, 91 pp. (hemos agregado
fuentes y notas). Véase también la obra de Félix Buffière, Eros adolescent, la pédérastie
dans la Grèce Antique, Les Belles Lettres París 1980, 703 pp. (reseñado por Octavio A.
Sequeiros en Argos nº 6 [1982], 102-108).
[3] Esopo, Fábulas.
[4] Hybris se consideraba un estado del alma en el que se precipitaba al hombre mortal
hacia la soberbia, la prepotencia y la ignorancia para con los dioses y sus leyes, incitándole
a cometer actos sacrílegos que atentaban contra el orden natural, las más de las veces.
[5] Platón, Las Leyes, 836c. Todas las cursivas o negritas de este volumen serán
siempre nuestras, salvo aclaración.
[6] Esquines, Contra Timarco, v. 21.
[7] Demóstenes, Discursos políticos, t. 1, Gredos, Madrid 1985, 403, n. 30.
[8] Platón, Las Leyes, 636c. En el mito inventado por los cretenses, Zeus convertido en
un águila y prendado de la belleza de este joven, mantuvo relaciones con él para
convertirlo, luego, en uno de sus servidores.
[9] Ídem, 841c.
[10] Platón, Fedro, 231e.
[11] Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. VII, c. 6.
[12] Plutarco, Erótica, 751c.
[13] Luciano de Samosata, Amores, v. 19.
[14] Henry-Irenee Marrou, op. cit., 48.
[15] Ídem, 49.
[16] Plutarco, Vidas paralelas, t. 3. Pelópidas, Gredos, Madrid 2006, 367-368.
[17] Ídem, 368-369.
[18] Ídem, 369.
[19] Jenofonte, Constitución de los lacedemonios, l. II, 13.
[20] Máximo de Tiro, Disertaciones, 20e.
[21] Homero, Ilíada, vv. 657-668.
[22] Homero, Ilíada, c. XX, vv 199 y ss.
[23] Platón, Las Leyes, 636c.
[24] Plutarco, Vidas paralelas, “Vida de Alejandro”, XXII.
[25] Platón, El Banquete, 181d.
[26] Ídem, 191de-192a.
[27] Ídem, 193b.
[28] Ídem, 193d.
[29] Ídem, 197a.
[30] Ídem, 201d.
[31] Ídem, 206bc.
[32] Ídem, 212b.
[33] Ídem, 219bd.
[34] El CVA ("Corpus Vasorum Antiquorum") organismo internacional que posee ya
casi un siglo, detalla que la cantidad de vasos decorados de la Antigua Grecia llegan
incluso a 100.000.
[35] Keneth Dover, Homosexualidad griega, El Cobre, Barcelona 2008, 379 pp.
[36] Ídem, 33.
[37] Safo de Lesbos, Fragmento 31 (puede verse citado de diversos modos).
[38] San Pedro Damián, Tratados (Vol II), Tratado VII: Liber gomorrhianus, traducción y
notas de José-Fernando Rey Ballesteros, edición Kindle 2017, 5.
[39] Ídem, 8-9.
[40] Ídem, 10.
[41] Ídem, 10-11.
[42] Ídem, 18.
[43] Ídem, 20.
[44] Ídem, 20. Se refiere, respectivamente a: masturbación individual, masturbación
acompañada de otro, relaciones heterosexuales, sodomía perfecta (homosexual).
[45] Ídem, 23.
[46] Ídem.
[47] Ídem, 37. Por entonces, cierta legislación eclesiástica imponía la expulsión del
estado religioso o la pérdida del estado clerical, amén de las penas civiles, a quienes
violentaran a una virgen consagrada.
[48] Título del cap. 3.
[49] Ídem, 23.
[50] Ídem, 25.
[51] Ídem, 27.
[52] Ídem, 28.
[53] Ídem, 29.
[54] Ídem, 31.
[55] Ídem, 31-32.
[56] Ídem, 53.
[57] Ídem, 33.
[58] Ídem, 33-34.
[59] Ídem, 35.
[60] Ídem, 41-42.
[61] Ídem, 42.
[62] Ídem, 45.
[63] Ídem, 47.
[64] Ídem, 49-50.
[65] Ídem, 61.
[66] Ídem, 62-63.
[67] Ídem, 73.
[68] Ídem, 75.
[69] Ídem, 76-77.
[70] Ídem, 79.
[71] Ídem, 80-81.
[72] Ídem, 81.
[73] Palabras de Mons. Víctor Manuel Fernández, por entonces, rector de la
Universidad Católica Argentina (Diario La Nación, 9/10/2014:
http://www.lanacion.com.ar/17340-
12-si-repetimos-lo-que-dijimos-siempre-la-igle-sia-no-crece).
[74] José María Poirier, director de la revista “Criterio”, en artículo titulado “Un
encuentro abierto a temas complejos” (cfr. La Nación, 19/10/2014:
http://www.lanacion.com.ar/1736-784-un-
encuentro-abierto-a-temas-complejos).
[75] Palabras de Mons. John Ha Tiong Hock, cardenal y presidente de la Conferencia
Episcopal de Malasia, Singapur y Brunei, en el Sínodo. (Sandro Magister, 22/10/2014,
www.chiesa. expressonline.it).
[76] “Gott in der Geschichte”, Gott heute: 15 Beiträge zur Gottesfrage, (Mainz, 1967).
Traducción del pasaje tomado de “El nuevo enfoque pastoral del Cardenal Kasper sobre
divorciados vueltos a casar”, 12 de abril de 2014, Documentation Information Catholique
Internationales, [Accedido el 2 diciembre de 2014], http://www.dici.org/en/documents-/the-
new-pastoral-approach-of-cardinal-kasper-to-the-divorced-and-remarried/ (las cur-sivas son
nuestras).
[77] Puede consultarse el tema con mayor profundidad en la Enciclopedia Católica
(http://ec.aciprensa.com/wiki/Esclavitud_y_cristianismo). Para estas páginas iniciales puede
verse la “Declaración del Instituto de Filosofía Práctica” de Buenos Aires, del 27/10/2014,
firmada por los Dres. Bernardino Montejano y Enrique Roulet:
https://ia902608.us.archive.org/4/items/DeclaracionESCLAVITUD3/declaraci%C3%B3n%20
ESCLAVITUD3.pdf. Texto indispensable e iluminador es la monumental obra del historiador
decimonónico cubano, José Antonio Saco, Historia de la esclavitud (6 vols.), Biblioteca de
autores cubanos, La Habana 2006.
[78] Emile Brunner, La justicia, UNAM, México 1961, 134-135.
[79] Lactancio, Divinae Institutiones, V, 15.
[80] San Clemente de Alejandría, Pædagog., III, 6, tom. I, p. 274.
[81] San Clemente de Alejandría, Sermón I sobre la Epíst. a Filemón, I.
[82] San Juan Crisóstomo, Ad Ephes., VI, 5-8, Homil. XXII, 2, tom. XI, 167.
[83] Hilaire Belloc, La crisis de nuestra civilización, Sudamericana, Buenos Aires 1950,
65-67.
[84] José María Iraburu, Algunas notas sobre la esclavitud en la Iglesia, en Arbil 42
(http://www.arbil.org/(42)irab.htm) (cfr. José Luis Cortés López, La esclavitud negra en la
España peninsular del siglo XVI, Universidad de Salamanca, Salamanca 1989, 16).
[85] Señala Daniel-Rops que aquí está el origen del llamado “derecho de pernada”,
sobre el cual se han dicho y escrito tantas tonterías. Al señor correspondía autorizar a su
siervo o sierva la facultad de casarse; pero como en la Edad Media todo se expresaba con
gestos simbólicos, para mostrar su consentimiento ponía su mano sobre la pierna del
siervo o sobre el lecho conyugal.
[86] Alfredo Sáenz, La Cristiandad y su cosmovisión, APC, Guadalajara 2012, 177-
181.
[87] Ibídem (cfr. Régine Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?, Magisterio Español,
Madrid 1979, 125-127).
[88] Paul Allard, “Slavery and Christianity” en The Catholic Encyclopedia, Vol. 14, New
York 1912 (cfr. http://ec.aciprensa.com/wiki/Esclavitud_y_cristianismo; cursivas nuestras).
[89] San Agustín, De Civitate Dei, l. 19, 14, 15, 16.
[90] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 96, a. 4.
[91] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-IIae, q. 57, a. 3, ad 2um; véase
también II-IIae, q. 57, a. 4, ad 2um.
[92] Dicen Andrés-Gallego y García Añoveros siguiendo al capuchino Moirans: “la
libertad que procedía del derecho natural no podía ser abolida por derecho humano y
exigía que no pudiera realizarse nada en perjuicio de ella. Ciertamente, por usar mal de su
libertad, Adán la perdió: por el pecado, no sólo se introdujo la muerte temporal, sino
también la muerte civil, que era la esclavitud. Pero, así como nadie era condenado a
muerte por los hombres sino por el pecado, nadie podía ser condenado a la esclavitud sino
por el pecado. Solamente por el pecado se hacían siervos” (José Andrés-Gallego y Jesús
María Añoveros, La Iglesia y la esclavitud de los negros, EUNSA-Astrolabio, Navarra 2002,
140).
[93] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-IIae, q. 94, a.5 ad 3um.
[94] “Esclavitud” en J. B. Jaugey, Diccionario apologético de la Fe Católica, vol. 1,
Madrid s/f, San Francisco de Sales, 1084. Algunos, como Soto, no sólo decían que la
esclavitud era consecuencia del pecado, sino hasta “fruto de la misericordia”, como cuando
ella conmuta una pena de muerte o por ella se libra a la persona de una opresión mayor
(Cfr. Domingo de Soto, Iustitia et iure, IV, 2, 2).
[95] Adriano I, De conjug. serv. 1. 4, t. 9, c. 1.
[96] El mismo Aquinate diría, en este sentido, que en el caso del matrimonio, “no
deben los esclavos obedecer a sus dueños” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-
IIae, q. 104, a. 5).
[97] José Luis Cortés López, La esclavitud negra en la España peninsular del siglo
XVI, 38.
[98] José María Iraburu, op. cit.
[99] En la cultura clásica, imperante en el Renacimiento paganizante, “la esclavitud no
se consideraba como una situación inhumana en sí mismo, sino como algo precisamente
humano (…). Había que reconocer –con Aristóteles (…)– que no todos los hombres eran
iguales: había unos naturalmente sabios y otros naturalmente rudos y era también natural –
de naturaleza– que aquellos gobernaran a éstos y que éstos sirvieran a aquéllos,
simplemente por el buen orden de la comunidad. Había, pues, en palabras del filósofo
griego, una servidumbre natural, de la que hablarían de hecho, invocando a Aristóteles, el
dominico Domingo de Soto en 1542 y, tras él, varios de los teólogos y juristas” (José
Andrés-Gallego y Jesús María Añoveros, op. cit., 98).
[100] Jaime Balmes, El protestantismo comparado con el catolicismo, Lefevre, París
1853, 138.
[101] El texto crítico de los Cánones Apostólicos es de Ignaz Von Funk, un monumento
de erudición exacta: Didascalia et Constitutiones Apostolorum, Paderborn, 1906, I. Véase
https://archive.org/stream/didascaliaetcon00funkgoog#page/n659/mode/2up, 590-1).
[102] Puede confrontarse en latín o en inglés (cfr. From Nicene and Post-Nicene
Fathers, Second Series, Vol. 12, Philip Schaff and Henry Wace. Versión inglesa aquí:
http://www.new-advent.org/fathers/360203007.htm).
[103] Colección de cánones de la Iglesia española, t. 2, Anselmo Santa Coloa y cia,
Madrid 1850, 401-402.
[104] El texto original puede leerse aquí: http://memoria-africa.ua.pt/Library/Show-
Image. aspx?q=/MonumentaAfricana/MonumentaAfricana-S02-V01&p=329
[105] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 85, 86 y 88.
[106] Un ejemplo claro podría ser la misma exhortación apostólica Evangelii gaudium
del papa Francisco, que intenta proponer líneas de acción (nº 17) para el mundo actual; la
misma, según el cardenal Burke, prefecto de la Signatura apostólica, no forma parte del
Magisterio de la Iglesia.
[107] Cfr. Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria,
Guadalajara 2003, 36.
[108] Los indios esclavos en América fueron poquísimos a raíz de la voluntad de los
Reyes Católicos y principalmente de la gran Isabel de Castilla. Así, para 1542, cuando se
promulgaran las Leyes Nuevas, en la jurisdicción de la Audiencia de México, que contaba
varios millones de habitantes, no había más de tres mil esclavos que habían llegado a ello
luego de guerra justa o por compra cuando ya eran esclavos en su misma sociedad.
[109] José Andrés-Gallego, La esclavitud en la monarquía hispánica: un estudio
comparativo, 11; cfr. http://www.larramendi.es/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?
path=1000215. Va- le la pena consultar sus obras y las de Jesús García-Añoveros, Los
argumentos de la esclavitud (http://www.larramendi.es/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?
path=1000197; http://
www.larramendi.es/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=1000199).
[110] Monumenta Missionária Africana, S02.001, [África Ocidental (1342-1499)]
Agência Geral
do Ultramar, Vol. 2 - 02.001, 1958, 417-422 (http://memoria-africa.ua.pt/Library/Show
Image.aspx?q=/MonumentaAfricana/MonumentaAfricana-S02-V01&p=483).
La confusión parece derivarse de la síntesis ofrecida por los Anales eclesiásticos de
Rinaldi (Apud Rinaldi (1694), XIX, annus 1462, p. 121, después de transcribir buena parte
del documento pontificio, añade que “ornavit praeterea eodem diplomate Pius sacris
beneficiis eos, qui inferenda Guineae evangelii luci operam erant navaturi: tum ad
Christianos nefarios, qui neophytos in servitutem abstrahebant, coercendos, tantum scelus
ausuros censuris ecclesiasticis perculit”).
[111] Pío II, bula Pastor Bonus de 7-Octubre de 1462.
[112] José Andrés-Gallego, La esclavitud en la monarquía hispánica: un estudio
comparativo, 44. Es verdad también que, contra esto, abrogó el derecho de manumisión
que existía para el esclavo unido en matrimonio con mujer libre (cfr. ibíd., 41).
[113] Ibídem 11.
[114] Seguimos en todo aquí, el trabajo de José Andrés-Gallego y Jesús María
Añoveros, La Iglesia y la esclavitud de los negros, EUNSA-Astrolabio, Navarra 2002, 22,
33-35.
[115] Ibídem, 22.
[116] Paso y Troncoso (recopilador), Epistolario de Nueva España, 1505-1818, Porrúa,
México 1939-1942 (16 vol.), en José Andrés-Gallego y Jesús María Añoveros, La Iglesia y
la esclavitud de los negros, 33-35 (cursivas nuestras).
[117] Bartolomé Frías de Albornoz, Arte de los contractos, Valencia 1573, Pedro de
Huete, lib. III, tít. IV, f. 130-131.
[118] Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria,
Guadalajara 2003, 22.
[119] Alonso de Sandoval, De instauranda aethiopum salute: Historia de Aethiopía,
naturaleza, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y cathecismo evangélico, de todos
los aethíopes con que se restaura la salud de sus almas, Madrid 1647, Alonso de Paredes,
88 pp.
[120] Andrés-Gallego y Jesús María Añoveros, op. cit., 57-58.
[121] Ibídem, 59-60.
[122] Ibídem, 106.
[123] Ibídem, 112-113.
[124] Así lo planteaba Soto (Cfr. Domingo de Soto, Iustitia et iure, IV, 2, 2).
[125] Ibídem, 120.
[126] Ibídem, 130-131.
[127] Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria,
Guadalajara 2003, 120; cursivas nuestras.
[128] Andrés-Gallego y Jesús María Añoveros, op. cit., 191.
[129] Antonio Caponnetto, Hispanidad y leyendas negras, Cruzamante, Buenos Aires
1989, 190 (cursivas nuestras).
[130] Francisco José de Jaca, Resolución sobre la libertad de los negros y sus
originarios en el estado de paganos y después ya cristianos (1681) y Epifanio de Moirans,
Servi liberi seu naturalis mancipiórum libertatis justa defensio (1682).
[131] Andrés-Gallego y Jesús María Añoveros, op. cit., 74.
[132] Ibídem, 77.
[133] Ibídem, 79-80.
[134] José Andrés-Gallego, “Los argumentos esclavistas y los argumentos
abolicionistas: reconsideración necesaria” en CESLA 7 (2005), 75.
[135] Seguimos el listado de Balmes, op. cit.
[136] Véanse nuestros dos tomos previos: “Que no te la cuenten 1” y “Que no te la
cuenten 2”.
[137] Lopetegui, León, S. I. y Zubillaga, Félix, S. I., Historia de la Iglesia en la América
española, México, América Central, Antillas, Madrid, bac, 1965, p 107; Prescott, William H.,
Historia de la conquista de México, México, ed i. Cumplido, 1844, p 371; Giménez
Fernández, Manuel, Bartolomé de las Casas, Vol I: Delegado de Cisneros para la
reformación de las Indias, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1953, p XI;
juicio compartido por: Pardo Tovar, Andrés, “A manera de prólogo”, a: Hanke, Lewis,
Bartolomé de las Casas. Letrado y propagandista, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, 1965,
p 13; Carro, Venancio Diego, O. R, Los postulados teológico-jurídicos de Bartolomé de las
Casas. Sus aciertos, sus olvidos y sus fallos, ante los maestros Francisco de Vitoria y
Domingo de Soto: Estudios Lascasianos. IV Centenario de la muerte de fray Bartolomé de
las Casas (1566-1966), Sevilla, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla,
Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1966, p. 205 nota, 102, 227, 237 nota 152.
[138] Nos servimos aquí del jugosísimo libro de nuestro maestro, Enrique Díaz Araujo,
Las Casas visto de costado, Folia universitaria, 2002, pp. 319.
[139] Colección de documentos inéditos, relativos al descubrimiento, conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía (primera serie),
Madrid, 1864-1884, t. VII, p 12. En todos los casos, hemos actualizado la grafía para
hacerla inteligible al lector contemporáneo.
[140] Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, III, 95, t IV, p 346. Confrontar con
Sigüenza, fray Joseph de, Historia de la Orden de San Jerónimo, parte tercera, Madrid,
1605.
[141] Informaciones hechas en la ciudad de León, de Nicaragua, a pedimento del
señor gobernador de aquella provincia, don Rodrigo Contreras, contra fray Bartolomé de
las Casas, sobre ciertas palabras dichas con escándalo en el pulpito y otras cosas, en:
CDIR América y Oceanía, t vii, p 116-146 (CDIR es abreviatura de: Colección de
documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y colonización de las
posesiones españolas).
[142] Francisco de P. García Peláez, Memorias para la historia del antiguo reino de
Guatemala, 1851 -1852,11, c 14; Fabié y Escudero, Antonio María. Vida y escritos de Fr.
Bartolomé de las Casas. Obispo de Chiapas. Madrid: Miguel Ginesta, 1879, t. II, 125.
[143] Antonio de Remesal, O. P, Historia de la Provincia de S. Vicente de Chiapas y
Guatemala de la Orden de nuestro glorioso Padre Santo Domingo, Madrid, 1619, VIII, 5, 3.
Hay una edición guatemalteca en 2 v, de 1932. Adoptamos una grafía uniforme,
nombrando a la localidad con su denominación actual y no Chiapa o Chyapa.
[144] Antonio María Fabié, op. cit., 149-150.
[145] Antonio de Remesal, O. P., op. cit., VII, 13, 5 a 7.
[146] Colección de documentos inéditos, etcétera, cit., t VII, p 261-267; reproducida en:
Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, Barcelona, 1914, p 260-274. También:
Motolinía, Toribio de, Carta al emperador. J. Gili, Refutación a Las Casas sobre la
colonización española, México, Jus, 1949. En la carta de Motolinía, además de modernizar
la grafía, hemos adaptado alguna sintaxis especialmente obscura y la hemos dividido por
parágrafos conceptuales.
[147] Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,
Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1853, XXVI, p 129.
[148] Domingo de Soto, Disputa entre el obispo Las Casas y el doctor Ginés de
Sepúlveda, Sevilla, 1552; reimpreso por la Biblioteca de Autores Españoles, ex, 1958, p
305 a y b. Como es sabido, tanto Soto como Carranza y Melchor Cano, en la Junta de
Valladolid estuvieron a favor de Las Casas. Pero, la perorata de su verborrea y logorrea los
hartó. “Esta catarata verbal, dice Lewis Hanke, continuó cinco días, hasta que la lectura
terminó o hasta que los miembros de la Junta, tal y como Sepúlveda sugirió, ya no
pudieron resistir más”: “La humanidad es una, etcétera”, cit., p. 94. Lo cual tal vez explique
el parrafito de Soto, en su Síntesis.
[149] Epistolario de Juan Ginés de Sepúlveda (selección). Primera traducción
castellana del texto original latino, introducción, notas e índices por Ángel Losada, Madrid,
e Cultura Hispánica, 1966, p 156, 157, 212, 213, 215, 240, 241, 242, 243. Hay varios textos
más, coincidentes con los transcritos.
[150] Vicente D. Sierra, Así se hizo América, Dictio, Buenos Aires 1977, 345.
[151] Cfr. Gabriel Guarda, Los laicos en la cristianización de América. Siglos XV-XIX,
Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 1973, 358 pp.
[152] Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Folia Universitaria,
Guadalajara 2003, 24. Nos inspiraremos ampliamente en este excelente trabajo de
resumen.
[153] Ibídem, 25-26; las cursivas en las citas, salvo aclaración, son nuestras.
[154] Utilizamos aquí el término “indio” de modo genérico, para referirnos a los nativos.
[155] Jean Dumont, op. cit., 38.
[156] Dicho testamento fue incluido en las Leyes Indias, ley 1º, tít. X, 1 VI.
[157] Decimos “habría” porque tales sermones son citados, cuarenta años después,
por fray Bartolomé de Las Casas (hombre poco confiable en lo que a citas se refiere, al
punto que García García y Borges y Losada, especialistas en Las Casas, descreen de su
autenticidad). Sea como fuere, la crítica parece inobjetable.
[158] Jean Dumont, op. cit., 45; hemos modificado y actualizado la grafía y ortografía,
en algunos casos, para hacer más comprensible la lectura.
[159] Silvio Zavala, La encomienda indiana, Junta para Ampliación de Estudios, Centro
de Estudios Históricos, Madrid 1935, 4.
[160] Jean Dumont, op. cit., 101.
[161] Ibídem, 49-50.
[162] Carta-Aviso al rey o Parecer de los Dominicos de la Española, colección Codoin-
AML, Madrid, 1864-1884, t XI, 243.
[163] Jean Dumont, op. cit., 56-57.
[164] Sobre la carta de Garcés, véase José María Iraburu, Hechos de los apóstoles de
América, Gratisdate, Pamplona 1992, 185.
[165] Jean Dumont, op. cit., 69.
[166] Ibídem, 69-70.
[167] Ibídem, 70.
[168] Ibídem, 71.
[169] Ibídem, 73.
[170] Como los cardenales Etchegaray y Lustiger, quienes, en su momento, han citado
los documentos papales sin su revocación, aumentando así más la leyenda negra
antiespañola.
[171] Ya hemos tocado el tema aquí: Javier Olivera Ravasi, Que no te la cuenten I,
Buen combate, Buenos Aires 2013, 163-175.
[172] Carlos V tomó tan mal que Vitoria rechazara de plano la donación papal que
mandó incautar los escritos y remitirlos al Consejo real.
[173] Por “amente” se refiere a quien no posee inteligencia o alma racional.
[174] Jean Dumont, op. cit., 83. Quien se escandalice de la postura semi-aristotélica (y
digo “semi” porque Aristóteles en esto era más tajante: los pueblos culturalmente
superiores, debían gobernar a los inferiores y esto para beneficio de todos, de unos y de
otros), debería hacerlo también de la que hoy impera en ciertas potencias mundiales que,
so capa de ser más evolucionados, irrumpen en otros países, no siempre por las guerras,
pero sí culturalmente y hasta médicamente controlando su población.
[175] Ibídem, 84.
[176] Cfr. ibídem, 90-91.
[177] Las Leyes Nuevas tendrán una causa “espiritual” análoga a la de la futura
Controversia de Valladolid: los problemas de conciencia imperiales. Fue, en efecto, la
derrota sufrida en la triste “Jornada de Argel” (octubre de 1541), donde las condiciones
meteorológicas hicieron sufrir al emperador una derrota humillante, lo que llevaron a pensar
a Carlos V que se trataba de un castigo divino por los abusos cometidos en las Indias; de
allí el origen de una nueva legislación más benigna para el Nuevo Mundo.
[178] Guillermo Lohmann Villena, El corregidor de Indios en el Perú bajo los Austrias,
Madrid 1957, 20.
[179] Cfr. Jean Dumont, op. cit., 99.
[180] Philippe André-Vincent, Bartolomé de Las Casas, Tallandier, París 1980, 138.
[181] Jean Terradas, Une chrétienté d'outremer, Nouvelles éditions latines, París 1960,
114.
[182] Cfr. Jean Dumont, op. cit., 165.
[183] Ibídem, 146.
[184] Ibídem, 166.
[185] Ibídem, 168.
[186] Ibídem, 169.
[187] Ibídem, 51. Es importante remarcar, como lo hace Dumont, que “la tesis
colonialista y racista no tiene orígenes españoles, sino anglosajones y parisienses”; pero
eso es harina de otro costal.
[188] Los trabajos del eximio filósofo italiano, padre Cornelio Fabro, son claros al
respecto.
[189] Jean Dumont, op. cit., 173.
[190] Es el testimonio de Francisco de Argote, corresponsal de Sepúlveda, quien trae
las palabras de su maestro (Ángel Losada, La Apología de fray Bartolomé de Las Casas,
novedades y sugerencias, Estudios sobre fray Bartolomé de Las Casas, Sevilla 1974, 58).
[191] Silvio Zavala, La defensa de los derechos del hombre en América Latina, siglos
XVI- XVIII, UNAM-UNESCO, México 1982, 32.
[192] Jean Dumont, op. cit., 174-175.
[193] Ginés de Sepúlveda, Democrates alter, ed. latina y trad. esp. de Ángel Losada,
Madrid1951, 122-123 y 29.
[194] Jean Dumont, op. cit., 176.
[195] Ibídem, 176-177.
[196] Ibídem, 120.
[197] Al respecto puede verse el libro de Manuel Ballesteros Gaibrois, Cultura y
religión de la América Prehispánica, BAC, Madrid 1985, 345 pp.
[198] El mismo Vitoria había respondido años antes que la idolatría no daba derechos.
[199] Jean Dumont, op. cit., 182.
[200] No otra cosa habían hecho los primeros misioneros en México, como el
franciscano Martín de la Coruña, uno de los “doce apóstoles” que llevó Cortés, quien se
dedicó a la destrucción de los ídolos a quienes se les ofrecían sacrificios humanos, siendo
los mismos indios los que se los presentaban para ese efecto.
[201] Bartolomé de Las Casas, Apología, texto original en latín de la Biblioteca
Nacional de París, fol. 42. Publicación por Losada, Apología de Juan Ginés de Sepúlveda
contra fray Bartolomé de Las Casas, y de fray Bartolomé de Las Casas contra Juan Ginés
de Sepúlveda, Editorial Nacional, Madrid, 1975 (las dos Apologías a la vez en texto latino y
en trad. esp.).
[202] Gonzalo Aguirre Beltrán, “Los símbolos étnicos de la identidad nacional”, Actas
del XXXIX Congreso Internacional de Americanistas, Anuario indigenista, vol. XXX, México
1970, 883.
[203] Jean Dumont, op. cit., 187.
[204] Ibídem, 188.
[205] Ibídem, 193-195.
[206] Ibídem, 196 y 197.
[207] Ibídem.
[208] Ibídem, 199.
[209] Ibídem, 204.
[210] Ibídem, 210.
[211] Gál IV, 4.
[212] Jean Dumont, op. cit., 249-250.
[213] Ibídem, 254. “La guerra –dirá– contra ellos no será lícita más que cuando causen
a los cristianos «daños repetidos» y siempre «tasando las injurias [agresiones]
cuidadosamente», limitándose así a la guerra defensiva proporcionada a la justa «mira por
sí» y a «su derecho»” (ibídem, 255).
[214] Cfr. ibídem, 222.
[215] “Digo que para tener los Indios enteros y restaurarse en sus humanas y
temporales policías [civilizaciones], no había de quedar hombre español en las Indias [...].
Afirmo delante de Jesucristo ser necesario [...] echarlos todos de ellas, si no fueran algunos
escogidos para que recibieran los Indios la Fe” (ibídem, 223).
[216] Al Papa San Pío V escribirá una carta donde le pedirá que “mande [a los
obispos] que en ninguna manera acepten las tales dignidades si el Rey y su Consejo no les
dieren favor y desarraigaren tantas tiranías y opresiones” (ibídem, 226).
[217] Ibídem, 231.
[218] Ibídem, 245.
[219] “Requerimiento” de 1513, redactado por López de Palacios Rubio, teólogo de los
Reyes Católicos (hemos adaptado la grafía y ciertos giros idiomáticos).
[220] Enrique Díaz Araujo, América la bien donada, Folia Universitaria, 2001-2010. La
edición hoy es inhallable y espera una reedición; citamos según la edición digital.
[221] Véase al respecto el precioso libro de Jean Dumont, El amanecer de los
derechos del hombre: la controversia de Valladolid, Encuentro, Madrid 1997, pp. 280.
[222] Díaz Araujo, América la bien donada, 216-217.
[223] Seguimos aquí las consideraciones hechas por Ramón Menéndez Pidal, Vitoria y
las Casas, Espasa-Calpe, Madrid 1958, 20-30 y en Alberto Caturelli, El nuevo mundo,
UPAEP, México 1991, 177-182. Véase también Cayetano Bruno, La España misionera,
Didascalia, Rosario 1990, 82-84.
[224] Octavio Nicolás Derisi, Los fundamentos filosóficos y el ámbito del derecho.
Derecho Natural, Derecho de Gentes y Derecho Positivo, en “Derecho y Justicia”,
Departamento de Historia y Filosofía del Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile,
Terceras Jornadas Chilenas de Derecho Natural, Santiago de Chile, marzo de 1977, pp. 36,
37.
[225] Díaz Araujo, América la bien donada, 261-262.
[226] «Inter caetera» (1era.) de Alejandro VI, del 3 de mayo de 1493; traducción
extraída de America Pontificia primi saeculi evangelizationis, 1493-1592, J. Metzler, I,
Vaticano 1991, 71-75. Existe también, al día siguiente de esta, una reedición
sustancialmente igual a la presente pero con la inclusión de la línea imaginaria que
establecía el límite entre los territorios castellanos y portugueses por conquistar.
[227] Cfr. Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, UCALP, La Plata 2009.
[228] Ricardo Zorraquín Becú, Historia del Derecho Argentino, Bs. As., Perrot, 1995, tº
I; cfr. Ismael Sánchez Bella, Alberto De la Hera, y Carlos Díaz Rementería, Historia del
Derecho Indiano, MAPFRE, Madrid1992; Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré, Manual
de historia de las instituciones argentinas, Macchi, Bs. As. 1981; Abelardo Levaggi, Manual
de Historia del Derecho Argentino, Depalma, Bs. As. 1987.
[229] Gonzalo Segovia y Juan Fernando Segovia, “La protección de los indígenas”, en
Dardo Pérez Guilhou y otros, Derecho Constitucional de la reforma de 1994, Instituto
Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos, Mza. 1995, 317-343; Gregorio Badeni,
La reforma constitucional e instituciones políticas, Ad Hoc, Bs. As. 1994, pp. 339 y ss.
[230] Enrique Díaz Araujo, Las bases jurídicas del descubrimiento de América, EDIUM,
Mendoza 1992, 94.
[231] Llorca, García, Villoslada, Montalbán, Historia de la Iglesia Católica, II. Edad
Media (800-1303), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1963, 479-481.
[232] Silvio Zavala, La filosofía política en la Conquista de América, México, Fondo de
Cultura Económica, 1947, ps. 26, 27; citado por Díaz Araujo, América la bien donada, op.
cit., 17-18.
[233] Cfr. Enrique Díaz Araujo, Las bases jurídicas del descubrimiento de América, 69-
70.
[234] Enrique Díaz Araujo, América la bien donada, 12.
[235] Cfr. Luis Weckmann, Las Bulas Alejandrinas de 1493 y la Teoría política del
Papado Medieval, JUS, México 1949.
[236] Ídem, 201.
[237] Carlos Disandro, La Argentina bolchevique; Fray Petit de Murat, Carta a un
trapense, entre otros.
[238] El presente trabajo es más bien un comentario a la conferencia que el Dr.
Antonio Caponnetto dictó en el año 2013 (puede verse aquí:
http://www.quenotelacuenten.org/
wp-content/uploads/2016/10/2013.-Caponnetto.-La-devotio-moderna-corrección-P.-
Javier.pdf) a partir de artículo del P. García-Villoslada, “Rasgos característicos de la devotio
moderna”, en Manresa 28 (1956) 315-358). Hemos simplemente utilizado la transcripción
de dicha conferencia para agregar algunos conceptos propios y las citas pertinentes del
trabajo de García-Villoslada. Agradecemos también los aportes del P. Federico Highton,
SE.
[239] https://ia601506.us.archive.org/3/items/MANRESA108.LaDevotioModernasele-
ccinDeArttculo/MANRESA%20108.%20La%20devotio%20moderna%20(selecci%C3%
B3n%20de%20art%C3%ADculo).pdf
[240] García-Villoslada, op. cit., 320.
[241] “Las antiguas Reglas monásticas no señalaban tiempo alguno, destinado
expresamente para la oración individual en privado. Aunque recomendaban a todos la,
meditación, sólo se exigía por regla la oración pública y común en el coro (ibíd., 321).
[242] “Quas materias sic solemus dividire et alternare, ut meditemur sabbatis de
peccatis; dominica die dé regno coelorum; feriis secundis de morte; feriis tertiis de
beneficiis Dei; feriis quartis de iudicio; feriis quintis de poenis inferni; feriis sextis de
passione Domini…” (Ibíd., 324). Para que uno se forme la idea de este complicadísimo y
mecanicista método de oración, veamos cómo Mombaer, uno de sus exponentes, hacía
dividir la oración: A) MODUS RECOLLIGENDI (quid cogito, quid cogitandum), B) GRADUS
PRAEPARATORII (repulsio eorum quae minus cogitanda). C) GRADUS PROCESSORII ET
MENTIS (Ejercicio de la memoria) Commemoratio... Consideratio... Attentio... Explanatio...
Tractatio... D) GRADUS PROCESSORII ET IUDICII (Ejercicio del entendimiento)
Dijudicatio... Causatio... Ruminatio... E) GRADUS PROCESSORII ET AFFECTUS (de la
voluntad) Gustatio... Quaerela... Optio... Confessio... Oratio... Mensio... Obsecratio...
Confìdentia... F) GRADUS TERMINATORII Gratiarum actio... Commendatio... Permissio...
G) MODUS COMMORANDI Complexio...
[243] Véase al respecto el hermoso libro de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual,
Rialp, Madrid 1962.
[244] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 182, a. 1, ad. 3um.
[245] Leonardo Castellani, Sobre la obediencia
(http://www.statveritas.com.ar/Autores%20-
Cristianos/Castellani/Castellani14.htm).
[246] García-Villoslada, op. cit., 328-329.
[247] Citado por García-Villoslada, op. cit., 330.
[248] Ibíd., 331. Traducción propia del latín.
[249] Ibíd., 334-335.
[250] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 82, a. 1.
[251] García-Villoslada, op. cit., 335.
[252] García-Villoslada, op. cit., 339.
[253] Ibíd., 340.
[254] Louis Bouyer, La descomposición del catolicismo, Iota, Buenos Aires, 2016, p.
107-8.
[255] Tomás de Kempis, Diologi novitiorum, lib. I, cap. 4 : Opera VII, 17.18.19.21-22.
[256] Ibíd., 343-344.
[257] Tomamos prestadas estas palabras del P. Federico Highton, SE, actualmente,
misionero en la meseta tibetana.
[258] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas” en
Tres poetas españoles, La hostería volante, La Plata 1967, 160. Aunque Disandro fue un
intelecto privilegiado y con muchas luces, tenemos grandes diferencias con él, tanto en su
perspectiva eclesiológica o filosófica, como en su accionar práctico, sobre todo al final de
su vida.
[259] “El hombre es el centro del mundo, de todo lo creado –ya visible, ya invisible–
porque en él se articularían de modo único los dos niveles [el espiritual y el corporal]. Todo
lo que cree, piensa, imagina, crea o produce el hombre antiguo-medieval, obedece a esa
norma universalísima y absoluta” (Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco.
Epílogo para hispanistas”, 162).
[260] Ibídem, 163-164. Las negritas siempre son nuestras.
[261] Ibídem, 165.
[262] Ya hemos resumido, a nuestro juicio, las notas características de esta corriente
de la espiritualidad. Aquí presentamos la que el prof. Disandro propone, con algunos
agregados propios (cfr. Carlos A. Disandro, El breve que abolió a la Compañía de Jesús,
La Hostería volante, La Plata 1966, 5).
[263] Carlos A. Disandro, El breve que abolió a la Compañía de Jesús, 5.
[264] “Carecían de empuje fundacional y por eso cedieron el paso a los más nuevos
frailes” (A. Linage Conde, “El monacato en la América virreinal”, en: Quinto Centenario,
Madrid, Universidad Complutense, vol. 5, 1983, 75). Sobre el tema puede leerse el trabajo
de la Dra. Andrea Greco de Álvarez, La Vida Contemplativa y la Evangelización de América
en http://www.quenotelacuenten.org/2016/01/24/la-vida-contemplativa-y-la-evangeli-zacion-
de-america-1-de-5/.
[265] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas”,
178-180.
[266] Fray Mario Petit de Murat, Carta a un trapense.
[267] Ibídem.
[268] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIae, q. 188, a. 2.
[269] Ibídem.
[270] Fray Mario Petit de Murat, Carta a un trapense.
[271] Carlos A. Disandro, Argentina bolchevique, La Hostería volante, La Plata 1960,
24.
[272] Ibídem, 28.
[273] Resulta por demás llamativo el que, alguien como Disandro, defensor de la
contemplación y de la vida intelectual, haya caído en sus últimos años en la promoción del
activismo e, incluso, de la lucha armada en favor (¡ni más ni menos!) que del peronismo…

[274] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas”, 183.
[275] Zacarías de Vizcarra, La vocación de América, García Santos, Buenos Aires
1933.
[276] José María Pemán, José María Pemán. Pensamiento y trayectoria de un
monárquico, Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz 1996, 336.
[277] Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,
Chantal López y Omar Cortés, Madrid 2006, cap. LXXXVII.
[278] Cfr. Ramon Menendez Pidal, El Padre Las Casas: su doble personalidad,
Espasa-Calpe, Madrid 1963, 335.
[279] Citado por José de Vasconcelos, Breve historia de México, Continental, México
1956, 462.
[280] Carlos Pereyra, México falsificado, Folia universitaria, Guadalajara 2003, t. 2,
191-194, 206-208, 212-215, 217-219, 228.
[281] Diario de los Debates del Congreso Constituyente, t. II, pág. 1031-2; texto citado
por Jean Meyer, La Cristiada, Siglo veintiuno editores, México 1974, t. 2, 86-87; cursivas
nuestras.
[282] Antonio Rius Facius, México Cristero, APC, Guadalajara 2002, t. 1, 301.
[283] Cecilio Valtierra, Memorias de mi actuación en el movimiento cristero en Jalpa de
Cánovas, Guanajuato, en David, c. n, pp. 312 y 317 y Josefina Arellano, Narración histórica
de la revolución cristera en el pueblo de San Julián, Jalisco, pp. 14, 15 y 16, c. (citados por
Jean Meyer, La Cristiada, op. cit., t. 1, 95-97).
[284] Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Dictio, Buenos Aires, 1980,
147.
[285] Aurelio Acevedo, David VII, 239-240.
[286] San Agustín, Carta 94, http://www.augustinus.it/italiano/lettere/lettera_094_testo.
htm (texto en italiano), citado también por Alberto Ezcurra, Moral cristiana y guerra
antisubversiva, Santiago Apóstol, Buenos Aires 2007, 65-66.
[287] Ramón Menéndez Pidal, Flor Nueva de Romances Viejos, Espasa-Calpe, Madrid
1968, 218-220.
[288] Régine Pernoud, Jeanne d’Arc par elle-même et par ses témoins. Paris, Éd. du
Seuil, Paris 1962, 60.
[289] Jean Meyer, La Cristiada, op. cit., t. 1, 128.
[290] Antonio Rius Facius, México Cristero, t. 2, 71-72.
[291] Cardoso, Joaquín, Los mártires mexicanos, México 1958, 380-381.
[292] Joaquín Blanco Gil, El clamor de la sangre, Rex-Mex, México 1947, 138. Este oír
por “segunda vez” el grito de “Dios no muere”, hacía referencia al martirio y a las postreras
palabras que, cincuenta años antes había proferido el presidente católico Gabriel García
Moreno, antes de ser martirizado por la masonería, en 1875.
[293] Luis Rivero del Val, Entre las patas de los caballos, JUS, México 1953, s/p; citado
por Antonio Rius Facius, México Cristero, t. 2, 262.
[294] Luis Rivero del Val, Entre las patas de los caballos, JUS, México 1953, s/p; citado
por Antonio Rius Facius, México Cristero, t. 2, 262.
[295] Spectator (seudónimo del Padre Enrique de Jesús Ochoa), Los cristeros del
volcán de Colima, JUS, México 1961, t. 1, 320-321; cursivas nuestras.
[296] Spectator, op. cit., 324-326; cursivas nuestras. Fue a pedido suyo que se le
ahorcó en ese árbol. “Él se detuvo frente a un árbol histórico, venerado por los liberales
como una especie de lugar sagrado. Bajo él, en una piedra que aún se conserva, otrora se
había sentado a descansar Benito Juárez, la encarnación misma del liberalismo mexicano
y uno de los más encarnizados enemigos de la Iglesia. Fue pues, en ese preciso sitio
donde Tomasito se detuvo, diciéndole a los soldados: ‘Este es un lugar de ignominia. Aquí
cuélguenme para que se cambie en bendición este lugar de maldición’. Entonces un
soldado se le acercó para ponerle la soga al cuelo. ‘No me toque –le dijo Tomás– porque
me mancha’. ‘¿Por qué?’, le preguntó el soldado. ‘Porque ustedes son soldados del
demonio y nosotros de Cristo Rey’” (Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades. La gesta
de los cristeros, 442).
[297] Cfr. Antonio Rius Facius, México Cristero, t. 2, 306-309. Adaptación propia del
texto.
[298] Guillermo María Havers, Testigos de Cristo en México, Celam, Bogotá 1989, 253.
[299] Enrique Gorostieta, Carta a los prelados sobre los arreglos del 16 de Mayo de
1929 (citada por Jean Meyer, La Cristiada, op. cit., t. 1, 316-318).
[300] Jesús Degollado Guízar, Memorias de Jesús Degollado Guízar…, 270-273;
cursivas nuestras.
[301] Gilbert K Chesterton, El Amor o la Fuerza del Sino, Rialp, Madrid 1993, 252.
[302] Cfr. Michael Jones, Libido Dominadi. Sexual Liberation and Political Control,
South Bend, Indiana, St. Augustine’s Press, 2005, 662 pp. (transcribimos las citas en
español). Puede consultarse su página de internet aquí: http://www.culturewars.com/.
[303] Hemos tomado como nuestra, en estructura y conceptos, la recensión del
excelente trabajo de Octavio A. Sequeiros, “Pornocracia. Primer round”, en Gladius nº 70
(2007).
[304] Michael Jones, Libido Dominadi, 5.
[305] Ibídem, 3.
[306] Ibídem, 4. El autor citado no es más que un comunista promocionado haciendo
apologética sexólica en una obra titulada “What Wild Ectasy!” (¡Qué éxtasis salvaje!).
[307] Ibídem, 6.
[308] Ibídem, 8.
[309] Ibídem, 16.
[310] Ibídem, 32.
[311] Ibídem, 22.
[312] Ibídem, 24.
[313] Ibídem, 25.
[314] Michael Jones, Horror a Biography, Spencer Publishing, Dallas 2000-2002, 54.
[315] Michael Jones, Libido Dominadi, 26.
[316] Ibídem, 27.
[317] Michael Jones, Horror a Biography, 54.
[318] Michael Jones, Libido Dominadi, 37.
[319] Ibídem, 57.
[320] Ibídem.
[321] Ibídem, 58.
[322] Ibídem, 59.
[323] Notable autor del “socialismo utópico” como lo apodaron los marxistas
“científicos”, pero estas categorías interesadas no disminuyen sus aciertos.
[324] Ibídem, 94.
[325] Ibídem, 61.
[326] Ibídem, 64.
[327] Ibídem, 66.
[328] Ibídem, 89.
[329] Ibídem, 64.
[330] Ibídem, 82.
[331] Michael Jones, Horror a Biography, 70.
[332] Michael Jones, Libido Dominandi, 88.
[333] Michael Jones, Horror a Biography, 20.
[334] Michael Jones, Libido Dominandi, 78.
[335] Cfr. ibídem, 83.
[336] Michael Jones, Libido Dominandi, 78.
[337] Michael Jones, Horror a Biography, 69.
[338] Michael Jones, Libido Dominandi, 87.
[339] Ibídem, 89.
[340] Ibídem, 91.
[341] Ibídem.
[342] Ibídem, 88.
[343] Ibídem, 121.
[344] Nesta Webster, World Revolution, Constable, London 1921.
[345] Ibídem, 99.
[346] Ibídem, 76.
[347] Michael Jones, Degenerate Moderns. Modernity as rationalized sexual
misbehavior, Ignatius Press, New York 1993, 218.
[348] Ibídem, 219.
[349] Ibídem, 45.
[350] Michael Jones, Dionysos Rising: The Birth of Cultural Revolution Out of the Spirit
of Music. San Francisco, Ignatius Press, 57.
[351] Ibídem, 66.
[352] Ibídem, 55.
[353] Ibídem, 66.
[354] Mgr. Jouin, Écrits originaux concernant la secte des Illuminés et son fondateur
Adam Weishaupt, RISS, extrait de Mgr. Juin., Delacroix, Chateauneuf 2000.
[355] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 828.
[356] http://www.infovaticana.com/como-es-un-proceso-de-canonizacion/.
[357] El procedimiento actual está recogido en la Constitución Apostólica Divinus
perfectionis Magister, de 25 de enero de 1983 (AAS 75 (1983) 349-355), en el Motu proprio
Maiorem hac dilectionem de 11 de julio de 2017 y en las Normae servandae in
inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum promulgadas por la
Congregación para las Causas de los Santos el 7 de febrero de 1983 (AAS 75 (1983) 396-
403).
[358] Concilio Vaticano II, Lumen gentium 25; cf. Concilio Vaticano I, Denz.
3074; Catecismo de la Iglesia Católica, Nro. 891.
[359] Daniel Ols, Fondamenti teologici del culto dei santi, en: AA. VV. “Studium
Congregationis de Causis Sanctorum.”, pars theologica, Roma 2002, 1-54; Brunero
Gherardini, Su canonizzazione e infallibilità
(www.chiesaepostconcilio.blogspot.com.ar/2012/02/mons-brunero-gherardini-su.html).
[360] Respondeo. Dicendum, quod aliquid potest iudicari possibile secundum se
consideratum, quod relatum ad aliquid extrinsecum, impossibile invenitur. Dico ergo, quod
iudicium eorum qui praesunt Ecclesiae, potest errare in quibuslibet, si personae eorum
tantum respiciantur. Si vero consideretur divina providentia, quae Ecclesiam suam spiritu
sancto dirigit ut non erret, sicut ipse promisit, Ioann. X, quod spiritus adveniens doceret
omnem veritatem, de necessariis scilicet ad salutem; certum est quod iudicium Ecclesiae
universalis errare in his quae ad fidem pertinent, impossibile est. Unde magis est standum
sententiae Papae, ad quem pertinet determinare de fide, quam in iudicio profert, quam
quorumlibet sapientum hominum in Scripturis opinioni; cum Caiphas, quamvis nequam,
tamen quia pontifex, legatur etiam inscius prophetasse, Ioann. XI, v. 51. In aliis vero
sententiis quae ad particularia facta pertinent, ut cum agitur de possessionibus, vel de
criminibus, vel de huiusmodi, possibile est iudicium Ecclesiae errare propter falsos
testes. Canonizatio vero sanctorum medium est inter haec duo. Quia tamen honor quem
sanctis exhibemus, quaedam professio fidei est, qua sanctorum gloriam credimus, pie
credendum est, quod nec etiam in his iudicium Ecclesiae errare possit” (Santo Tomás de
Aquino, Quodlibet IX, Cuestión 8, art. 16).
[361] http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_faith
_doc_1998_professio-fidei_sp.html.
[362] Juan Pablo II, “Ad tuendam Fidei” (http://www.vatican.va/holy_father/john_paul
_ii/motu_proprio/documents/hf_jp-ii_motu-proprio_30061998_ad-tuendam-fidem_
sp.html).
[363] http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_c
faith_doc_1998_professio-fidei_sp.html
[364] Stellungnahme, Stimmen der Zeit 217 (1999) 169-171; también, en inglés, aquí:
http://www.churchauthority.org/resources2/ratzing1.asp
[365] Instrucción Donum veritatis, n 18.
[366] Alvaro Calderón, Las canonizaciones en el Magisterio de ayer y de hoy
(http://Panorama-catolico.info/articulo/las-canonizaciones-en-el-magisterio-de-ayer-y-de-
hoy). Algo aná-logo plantea también en su obra La lámpara bajo el celemín
(https://es.scribd.com/doc/766-75513/Alvaro-Calderon-La-lampara-bajo-el-celemin).
[367] Nos inspiramos aquí en el artículo de Frère Michel de l’Immaculée Triomphante
et du Divin Cœur cuyo original se encuentra en http://site-crc.org/2786-infaillible-le-
precedent-de-sainte-philomene.html

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