Mieke Bal - ConceptosViajeros - CapCendeac

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«Concepto», en Conceptos viajeros en las Humanidades.

Una guía de viaje,


Murcia, Cendeac, 2009, pp. 35-79.
Autor: Mieke Bal
Traducción: Yaiza Hernández Velázquez
Diseño: Afterimago
Edita: Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo
(Cendeac) · Antiguo Cuartel de Artillería. Pabellón 5.
C/ Madre Elisea Oliver Molina, s/n · 30002 · Murcia ·
Tlf.: +34 868 914 385 · Fax: +34 868 914 149
Edición original: «Concept», en Travelling concepts in Humanities. A rough guide. ©
University of Toronto Press, 2002.

Esta obra está bajo una licencia Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España
de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite
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94105, USA.
1
Concepto

CONCEPTO

– algo concebido en la mente; pensamiento, noción;


– idea general que abarca varias cosas parecidas, derivada del estudio
de ejemplos particulare..
Sinónimos: véase IDEA1

Punto de partida
Los conceptos son las herramientas de la intersubjetividad: facili-
tan la conversación apoyándose en un lenguaje común. Por lo gene-
ral se les considera la representación abstracta de un objeto. Pero,
como sucede con todas las representaciones, en sí mismos no son ni
simples, ni suficientes. Los conceptos distorsionan, desestabilizan y
sirven para dar una inflexión al objeto. Declarar que algo es una ima-
gen, una metáfora, una historia o lo que se quiera –es decir, utilizar
los conceptos para etiquetar– no sirve de gran cosa. El lenguaje de la
ecuación –«es»– tampoco consigue ocultar las opciones interpretati-
vas que se han tomado. De hecho, los conceptos son, o mejor dicho
hacen, mucho más. Si pensamos lo suficiente sobre ellos, nos ofrecen
teorías en miniatura y, de esta guisa, facilitan el análisis de objetos,
de situaciones, de estados y de otras teorías.

1 Esta definición y todas las que aparecen al principio de cada capítulo son frag-
mentos de las definiciones del Longman Dictionary of the English Language (1991).

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Pero, dado que los conceptos son fundamentales para el entendi-
miento intersubjetivo, necesitan ser sobre todo explícitos, claros y defi-
nidos. De este modo todo el mundo podrá adoptarlos y utilizarlos.
Esto no es tan fácil como parece, ya que los conceptos son flexibles:
cada uno de ellos forma parte de un marco, de un conjunto sistemáti-
co de distinciones, no de oposiciones, que a veces podemos poner entre
paréntesis o incluso ignorar, pero que nunca podemos transgredir o
contradecir sin causar serios problemas al análisis en cuestión. Los
conceptos, y a menudo justo esas palabras que los que no son exper-
tos consideran jerigonza, pueden ser enormemente productivos. Si
son explícitos, claros y definidos, pueden ayudar a articular un cier-
to entendimiento, a expresar una interpretación, a controlar una
imaginación desenfrenada y a promover un debate basado en térmi-
nos comunes y en la conciencia de sus ausencias y exclusiones.
Entendidos de este modo, los conceptos no son meras etiquetas que
se puedan reemplazar sin más por palabras más comunes.
Todo lo dicho hasta ahora refleja la opinión convencional sobre
el estatus metodológico de los conceptos. Pero los conceptos no están
fijos ni exentos de ambigüedad. Aunque comparto los principios que
acabo de detallar, el resto de este capítulo tratará sobre lo que sucede
en los márgenes de esta opinión estandarizada. En otras palabras, se
ocupará del concepto de concepto en sí mismo no como si se tratara
de una legislación metodológica clara, sino como si fuera un territo-
rio por el que se ha de viajar con espíritu aventurero.
En primer lugar, los conceptos se parecen a las palabras. Tal como
Deleuze y Guattari apuntaron en su introducción a ¿Qué es la filoso-
fía?, algunos requieren adornos etimológicos, resonancias arcaicas o
caprichos idiosincrásicos para funcionar; otros necesitan compartir
un aire de familia wittgensteiniano con sus parientes; y aún existen
otros que son la viva imagen de palabras comunes (1994, p. 3; ed.
cast., 1993, p. 13). El «significado» es uno de estos casos de concep-
to-palabra común, que oscila como si tal cosa entre la semántica y la
intención. Dada esta flexibilidad, que hace que la semántica parezca
intención, uno de los objetivos de este libro –y del capítulo 7 en par-

36 Conceptos viajeros
ticular– es plantear la idea de que la extendida predominancia del
intencionalismo –la equiparación del significado con la intención del
autor o el artista–, con todos los problemas que éste conlleva, se debe
a esta equiparación irreflexiva de las palabras con los conceptos.
Decir que los conceptos pueden funcionar como esquemas de teo-
rías acarrea varias consecuencias. Los conceptos no son palabras comu-
nes, por mucho que para hablar (de) ellos (se) utilicen palabras comu-
nes. Las personas que odian la jerga deberían sentirse algo reconforta-
das por este hecho. Los conceptos tampoco son etiquetas. Los concep-
tos que se utilizan (mal) así pierden su fuerza operativa, se someten a
la moda y no tardan mucho en perder su significado. Pero cuando se
los utiliza como yo creo que deben ser utilizados –el resto de este libro
tratará de explicar, demostrar y justificar cuál es este uso– los concep-
tos pueden convertirse en una tercera parte en la interacción entre crí-
tico y objeto, que por lo demás permanece totalmente indemostrable
y simbiótica. Esto es particularmente útil cuando el crítico no tiene
ninguna tradición disciplinar en la que apoyarse y cuando el objeto no
posee ningún estatus canónico o histórico.
Pero los conceptos sólo pueden cumplir esta función, la función
metodológica que anteriormente se confiaba a las tradiciones discipli-
nares, con una condición: que se sometan a escrutinio no sólo median-
te su aplicación a los objetos culturales que examinan, sino a través de
la confrontación con ellos, ya que los objetos mismos son sensibles al
cambio y sirven para revelar diferencias históricas y culturales. El cam-
bio de metodología que propongo se basa en una relación particular
entre sujeto y objeto, una relación que no se conforma en función de
la oposición vertical y binaria entre los dos, sino que tiene como mode-
lo la interacción, en el sentido que tiene el término en «interactividad».
Gracias a esta potencial interactividad y no a ninguna obsesión por el
uso «correcto» de las palabras, tomarse en serio los conceptos resulta
provechoso para todos los campos académicos y especialmente para las
humanidades, que cuentan con muy pocas tradiciones aglutinadoras.
Pero los conceptos no están fijos, sino que viajan, entre disciplinas,
entre estudiosas individuales, entre períodos históricos y entre comu-

Concepto 37
nidades académicas geográficamente dispersas. El significado, alcance y
valor operativo de los conceptos difiere entre las disciplinas. Estos proce-
sos de diferenciación deben ser evaluados antes, durante y después de
cada «viaje». La mayoría de este libro –y gran parte de mis anteriores
obras– se dedica a realizar este tipo de valoraciones. Entre estudiosas
individuales, a la hora de comunicarse con los demás, cada usuaria de un
concepto oscila constantemente entre las presuposiciones irreflexivas y el
miedo a los malos entendidos. En la antigua práctica académica, las dos
formas de viaje –en grupo e individual– confluían. En realidad, las tra-
diciones disciplinares no servían para resolver esa ambigüedad pero,
desde luego, ayudaban a que las estudiosas se sintieran seguras de la
forma en que utilizaban los conceptos, una seguridad que, por supuesto,
era fácil revelar como engañosa. A mi modo de ver, el tradicionalismo
disciplinar y las actitudes rígidas hacia los conceptos tienden a ir de la
mano de la hostilidad hacia la jerga especializada, que casi siempre resul-
ta ser una hostilidad anti-intelectual contra el rigor metodológico y una
defensa del estilo crítico humanista.
Entre los períodos históricos, el significado y el uso de los conceptos
cambia radicalmente. Pensemos en hibridación, por ejemplo. ¿Cómo es
posible que este concepto biológico, que tenía como su «otro» un espé-
cimen auténtico o puro, que asumía que la hibridación provocaba la
esterilidad y que aparecía frecuentemente en el discurso imperialista con
todos sus dejes racistas, haya pasado a indicar un estado idealizado de
diversidad postcolonial? Es posible porque viajó. Se originó en la biolo-
gía del siglo XIX y en un principio se utilizó en sentido racista. Después
cambió, moviéndose a través del tiempo, hacia Europa del Este, donde
se encontró con el crítico literario Mijail Bajtín. Viajó de nuevo hacia el
oeste y finalmente pasó a tener un papel breve pero protagonista en los
estudios postcoloniales, donde fue criticado por sus preocupantes con-
notaciones, incluidos los restos históricos de la epistemología colonial2.
Lejos de lamentar tan extenso viaje hacia un callejón sin salida provisio-

2 Young (1990), comienza con este argumento. Recientemente, Spivak (1999)


ha ofrecido una crítica en profundidad. Un breve recuento aparece en Ashcroft et al.
(1998, pp. 118-121).

38 Conceptos viajeros
nal, entiendo lo importante que ha sido este término para el desarrollo y
la innovación de ese mismo campo de estudio que ahora lo rechaza. La
historia –en este caso la historia de los conceptos y sus sucesivos circui-
tos– se puede convertir en un peso inerte si se la defiende de forma no
crítica en nombre de la tradición, pero también puede ser una fuerza
extremadamente potente que activa los conceptos interactivos en
lugar de constreñirlos3. Finalmente, los conceptos funcionan de
forma diferente en comunidades académicas geográficamente disper-
sas que poseen diferentes tradiciones. Esto es así tanto respecto a la
elección y el uso de conceptos, como respecto a sus definiciones y a
las tradiciones que se integran en cada una de las diferentes discipli-
nas, incluso en el caso de disciplinas más recientes como los estudios
culturales.
Todas estas formas de viajar hacen que los conceptos se vuelvan
flexibles. En parte, es esta mutabilidad lo que hace que sirvan para
generar una nueva metodología que no sea ni rígida e inmovilizante,
ni arbitraria o falta de rigor. Este libro intenta demostrar que la natu-
raleza viajera de los conceptos supone un beneficio, más que una pér-
dida. En este capítulo comentaré algunos de los itinerarios de este
viaje: desde el punto de partida al de llegada y vuelta atrás. Muchos
de ustedes reconocerán el caso que utilizaré como ejemplo: trata de
la superposición parcial de algunos conceptos que hoy en día se uti-
lizan en varias disciplinas, conceptos que tienden a volverse confusos
en un contexto mixto. Para promover el paso desde una confusa mul-
tidisciplinaridad a una interdisciplinaridad productiva, lo mejor será
enfrentarse cara a cara a estos casos de superposición parcial.

El viaje entre palabras y conceptos


En las disciplinas culturales se utiliza una gran variedad de con-
ceptos para enmarcar, articular y especificar diferentes análisis. Los
más confusos son aquellos conceptos de un alcance demasiado gran-

3 La historia y la tradición, mis continuos interlocutores en el tipo de obra sobre


el que trata este libro, son el tema sobre el que reflexiona mi anterior libro (1999a)
y el capítulo sexto del presente volumen.

Concepto 39
de que tendemos a utilizar como si su significado estuviera tan claro
y fuera tan común como el de cualquier otra palabra en un lenguaje
dado. Dependiendo del campo en el que el analista se haya educado
y del género cultural al que pertenezca el objeto, cada análisis tiende
a tomar por sentado un cierto uso de los conceptos. Otros pueden
no estar de acuerdo con dicho uso, o incluso puede que lo perciban
como un uso tan poco específico que ni siquiera vale la pena discu-
tirlo. Esta confusión suele ser aún mayor con aquellos conceptos que
se acercan al lenguaje ordinario. El concepto de texto podrá servir
como un ejemplo convincente de esta confusión.
Se trata de una palabra del lenguaje ordinario, auto-evidente en
los estudios literarios, utilizada metafóricamente en la antropología,
generalizada en la semiótica, que circula ambivalentemente por la
historia del arte y los estudios de cine y que es despreciada por la
musicología: el concepto de texto parece andar buscándose proble-
mas. Pero también invoca disputas y controversias que pueden resul-
tar tremendamente estimulantes si se someten a un «trabajo elabora-
tivo». Si no es así, estas disputas y controversias pueden dar origen a
malentendidos o, lo que es peor, promover la peor clase de partidis-
mo, incluyendo el conservadurismo disciplinar. Por ejemplo, hay
muchas razones para referirse a las imágenes o a las películas como
«textos». Esta referencia implica varias premisas, entre ellas la idea de
que las imágenes poseen –o producen– significado y que promueven
actividades tan analíticas como leer. En resumen, podemos decir que
la ventaja de hablar de «textos visuales» es que nos sirve para recor-
dar al analista que las líneas, los motivos, los colores y las superficies
–al igual que las palabras– contribuyen a producir significado; por
tanto, la forma y el significado no pueden separarse. Ni los textos, ni
las imágenes, producen su significado de forma inmediata. En la
medida en que no son trasparentes, las imágenes, al igual que los tex-
tos, requieren una labor de lectura.
Hay muchos que temen que hablar de las imágenes como si fue-
ran textos las convierte en un fragmento de lenguaje. Pero al despre-
ciar la analogía lingüística (algo que en cierto modo deberíamos

40 Conceptos viajeros
hacer) nos resistimos también al significado, al análisis y a una inte-
racción cercana y detallada con el objeto. Pero esta resistencia es algo
que, a su vez, deberíamos resistir o por lo menos cuestionar y discu-
tir. El concepto de texto, precisamente porque es controvertido, pro-
mueve esta discusión en lugar de reprimirla. Por tanto, se debería
promover su uso, especialmente en áreas en las que no resulta auto-
máticamente evidente, por lo que puede recuperar su fuerza analíti-
ca y teórica4.
Pero quizás «texto» sea un ejemplo con el que las cosas se llevan
ya demasiado lejos. A lo largo de sus viajes, se ha ensuciado, ha
adquirido demasiadas connotaciones, se ha resistido demasiado, así
pues podría servir para aumentar la distancia entre los entusiastas y
los escépticos. Entonces, ¿qué tal «significado»? Ninguna disciplina
académica podría funcionar sin una noción de este concepto. En las
humanidades se trata de una palabra clave. ¿O quizás de un concep-
to clave? A veces. Permítanme llamarla una «palabra-concepto». Esta
utilización despreocupada, ahora como palabra, ahora como concep-
to, tiene dos inconvenientes fundamentales. Uno de los inconvenien-
tes de utilizarlo a la ligera como palabra es la resistencia a hablar del
«significado» como un problema académico. El otro es que su uso
está demasiado extendido. Por lo general, cuando los académicos y
los estudiantes hablan de «significado», ni siquiera especifican si la
palabra significa (sic) intención, origen, contexto o contenido semán-
tico. Esto es normal, inevitable. Justo ahora, no pude evitar utilizar
el verbo «significar», porque me fue imposible decidir entre «querer
decir» y «referir». Pero esta confusión es, en gran medida, responsa-
ble de un grave problema para todas las humanidades. Como resul-
tado de ella, los estudiantes aprenden a decir que «el significado de
un cuadro» es idéntico a la intención del artista, o a lo que sus moti-
vos constitutivos significaron en un principio, o a la forma en que los
entiende una audiencia contemporánea, o al sinónimo que propor-

4 Véase Goggin y Neef (2001) respecto a estos aspectos del concepto-palabra


«texto».

Concepto 41
ciona el diccionario. Lo que trato de sugerir es que los estudiantes
deberían aprender a elegir –y a justificar– uno de los significados de
«significado» y a hacer de esta elección un punto de partida metodo-
lógico.
Los conceptos que comento en este libro pertenecen, en mayor o
menor grado, a esta categoría en la que el lenguaje común y el len-
guaje teórico se superponen. Otros conceptos, o conjuntos de con-
ceptos, que se me ocurren –y que no son importantes para los casos
que estudio en este texto– serían historia (y su relación con el presen-
te); identidad y alteridad; subjet(ividad) y agencia; hibridación y
etnicidad; individual, singular, diferente; metáforas cognitivas, cien-
tíficas y tecnológicas; medio, modo, género, tipo; hecho y objetivi-
dad; y finalmente, cultura(s)5. Pero, tal como mencioné en la intro-
ducción, este proyecto no pretende proporcionar un recuento de
conceptos claves para el análisis cultural. De eso ya se han encargado
otros autores. Lo que hago es ofrecer casos de estudio como ejemplos
de una práctica en la que los conceptos se van formando en el con-
texto en el que se dan con más frecuencia: a través del análisis de un
objeto, o, en otras palabras, a través de casos de estudio; a través de
fragmentos de mi propio trabajo de análisis cultural6. El objetivo de
cada capítulo no es el de definir, discutir u ofrecer la historia del con-
cepto al que está dedicado. Más bien, lo que intento es promover una
atención flexible y detallada a lo que los conceptos pueden (ayudar-
nos a) hacer. Por tanto, lo importante no son los conceptos en sí, sino
la forma en que propongo utilizarlos. En mi opinión, la mejor mane-
ra de pensar en ella es la metáfora del viaje.
También existe un aspecto social en la intersubjetividad que los
conceptos ayudan a crear. Este aspecto social es mi principal preocu-
pación en este libro. Los conceptos son –y siempre han sido– impor-
tantes áreas de debate. Como tales, promueven un cierto grado de

5 Pero este último término no será tratado aquí. El estudio del concepto de cul-
tura requeriría por lo menos otro libro completo. Los de Hartman (1997) y Spivak
(1999), son sólo dos ejemplos recientes de tales libros.
6 Sobre la práctica del análisis cultural, véase Bal (ed.) (1999).

42 Conceptos viajeros
consenso. Claro que el consenso absoluto no es posible o siquiera
deseable, pero, si se quiere ir más allá de una mera estrategia defen-
siva del propio terreno, será imprescindible llegar a un acuerdo –pro-
visional, tentativo y valorativo– sobre cuál es el mejor significado que
se le puede dar a un concepto. Este libro partió de la convicción de
que con la aparición de los estudios interdisciplinares los conceptos,
y los debates acerca de ellos, se han vuelto cada vez más importantes.
La misión de los conceptos es vital si se quiere mantener y mejorar el
clima social en la academia, que las disputas sirvan para promover y
no para impedir la producción de conocimiento e ideas (como des-
graciadamente sucede con demasiada frecuencia). Creo que es preci-
samente alrededor de los conceptos donde el análisis cultural puede
alcanzar un consenso comparable a la consistencia paradigmática que
ha mantenido vivas –aunque también dogmáticas– a las disciplinas
tradicionales7. Una forma de mejorar el ambiente humano y mejorar
la producción intelectual es rechazar el dogmatismo sin sacrificar la
consistencia. Ésta es la razón por la que creo que hablar sobre los
conceptos proporciona una base metodológica alternativa para los
«estudios culturales» y el «análisis». Así pues, mi primer argumento
tratará de defender la centralidad de la reflexión conceptual por las
razones que se explican a continuación8.
Los conceptos nunca son meramente descriptivos; también son
programáticos y normativos. Por tanto, su uso tiene efectos específi-
cos. Tampoco son estables; están asociados con una tradición en par-

7 Ciertas publicaciones como la famosa Keywords de Raymond Williams y más


recientemente la versión actualizada de ese libro, Keywords of Our Time, de Martin
Jay, dan fe del vínculo entre una mayor atención a los conceptos y una mayor inter-
disciplinaridad en la línea de los estudios culturales. Otra pista interesante que
demuestra la necesidad de esta «guía de viaje» es el éxito del libro editado por Frank
Lentricchia y Thomas McLaughlin (1995). Este libro, concebido explícitamente
para los estudios literarios, incluye una definición de performance que presupone
cierta definición de este concepto –la que dio lugar a la actividad llamada «arte de
performance»– hasta tal punto que acaba siendo el único significado que se plantea,
casi del mismo modo que cada uno de mis estudiantes ficticios arrastra con su pro-
pia noción evidente de «sujeto».
8 Estas razones son la contrapartida del primer párrafo de este capítulo.

Concepto 43
ticular. Pero su uso nunca posee una continuidad simple. Lo cierto
es que «tradición» es una palabra que se mueve y no es lo mismo que
el «paradigma» (kuhniano), aunque este último también está en ries-
go de adquirir categoría de palabra cuando se utiliza con demasiada
ligereza. La «tradición» nos habla de «la forma en la que siempre hemos
hecho las cosas» como si esto fuera un valor en sí. El «paradigma»
explicita aquellas tesis y métodos que han adquirido una categoría
axiomática, para poder utilizarlas sin someterlas constantemente a escru-
tinio. Esta rigidez es estratégica y reflexionada. Pero la «tradición» no
cuestiona sus cimientos; por tanto, esos cimientos se vuelven dogmáti-
cos. Las tradiciones cambian lentamente; los paradigmas, de forma
repentina. Las tradiciones cambian sin que sus habitantes se den cuenta;
los paradigmas, a pesar de su resistencia. Entre ellos existe la misma dife-
rencia que hay entre el cambio subliminal y la revolución.
Los conceptos tampoco son nunca simples. Sus varios aspectos pue-
den ser descubiertos, las ramificaciones, tradiciones e historias que con-
vergen en su uso actual pueden ser evaluadas una a una. Los conceptos
casi nunca se utilizan exactamente de la misma manera. Por tanto, es
posible debatir sobre el modo en que se utilizan haciendo referencia a las
tradiciones y escuelas de las que surgieron, lo que permite valorar la vali-
dez de sus connotaciones. Esto facilitaría enormemente el debate entre
las disciplinas participantes. Los conceptos no son sólo herramientas,
plantean problemas subyacentes de instrumentalismo, realismo y nomi-
nalismo, así como la posibilidad de interacción entre el analista y el obje-
to. Precisamente porque viajan entre las palabras ordinarias y las teorías
condensadas, los conceptos pueden provocar y facilitar la reflexión y el
debate a todos los niveles metodológicos en las humanidades.

El viaje entre la ciencia y la cultura


Permítanme, pues, trazar la primera ruta de nuestro viaje. El trabajo
con conceptos en absoluto se limita al campo cultural. Aunque los con-
ceptos funcionan de forma diferente en las ciencias naturales y en las
humanidades, los viajes de los conceptos en las ciencias y entre ellas pue-
den resultar ilustrativos. En el prefacio de su libro D’une science à l’autre,

44 Conceptos viajeros
dedicado a la movilidad interdisciplinar de los conceptos que viajan
entre las ciencias, Isabelle Stengers demuestra para qué sirve examinar los
conceptos viajeros. Stengers anuncia que su libro se pregunta cómo las
ciencias pueden evitar la Escila de una falsa pureza y desinterés, así como
la Caribdis de la arbitrariedad y la falta de interés, cosas que a menudo
parecen amenazar cuando las ideas tradicionales son desenmascaradas
como vacías pretensiones. Su libro, continúa Stengers, ofrece conceptos
como remedio para el dolor ante la pérdida de la inocencia (así como de
la neutralidad y el desinterés). No a modo de glosario, sino como pro-
blemas teóricos, acaloradamente debatidos y susceptibles tanto de ser
malentendidos como de promover el avance de la ciencia. Los concep-
tos como tema de debate. En nuestra cultura, las ciencias se toman más
en serio que las humanidades. Esto merece una cierta atención, ya que
puede que esa diferencia no esté grabada en piedra.
Las ciencias se toman en serio por lo menos en dos sentidos diferen-
tes. El primero es de jure «por derecho», o «por ley»: «científico» es aque-
llo que obedece las leyes del procedimiento científico. Los conceptos
ocupan un lugar clave en la evaluación de la «legalidad» de las ciencias.
Los conceptos son legítimos siempre que eviten la categoría de «mera
metáfora» o ideología y siempre que se rijan por las normas de la cienti-
ficidad, en términos de la demarcación de, y la aplicación a, un campo
de objetos. A este respecto la epistemología es normativa.
Los estudios de humanidades convencionales funcionan de forma
implícita con un apoyo consensuado a esta normatividad. Es necesario
arrojar la luz de las humanidades sobre esta normatividad, ya que esta
normatividad tiene un problema de lógica temporal. La normatividad
legalista declara con antelación qué es lo que requiere de una explicación
y un análisis. En este sentido, encarna la figura retórica del proteron hys-
teron: que está literalmente pre-posterado*, situando primero lo que en
realidad va después, en términos tanto de temporalidad como de

* El término original es preposterous, cuya acepción más común en inglés es


«ridículo» o «absurdo». Este término ha sido desarrollado por la autora en su libro
Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History (Bal, 1999a) (N. de la
T.).

Concepto 45
causalidad. Esta figura enturbia la precisa relación entre tiempo y
causalidad. Al desenmarañarlo de esta forma, el problema puede
reenmarcarse de forma más productiva como un problema narrato-
lógico: su figura fundacional es la analepsis, la narración de lo que va
después, antes de lo que va primero. Como consecuencia, la causali-
dad se vuelve opaca, si es que no se suspende.
La segunda forma en que la ciencia se toma en serio es de facto,
«de hecho», o «en realidad», aquí, por contraste, lo «científico» es lo
que es reconocido como tal dentro del campo sociocultural de la acti-
vidad científica. Un buen ejemplo práctico es la costumbre estableci-
da de requerir una revisión por pares para solicitar una beca.
Concebidas así, las normas sobre lo que resulta aceptable se mueven,
son inestables, están elaboradas por los mismos actores cuyo estatus
como científicos depende de cómo se juzgue lo que resulta científi-
co. De nuevo, la narratología puede servir para aclarar el tema. El
problema epistemológico es de una lógica narratológica diferente. Es
principalmente actancial y no temporal9. El principal problema epis-
temológico es la fusión actancial, el doble papel de los actores socia-
les –es decir, de los científicos en activo– como objetos y sujetos de
la evaluación. Muchos otros problemas se derivan de éste.
A menudo las comunidades científicas tratan de anular los inte-
reses que cada uno de los actores o partes implicadas tiene en el resul-
tado de la evaluación, dando prioridad a la epistemología normativa.
Para hacerlo, (deben) pasar por alto los problemas inherentes a ésta,
atribuyendo una especie de permanencia atemporal a sus criterios
bajo la guisa del universalismo. Pero precisamente es esta retórica del
universalismo la que choca de pleno con todo lo que la historia de la
ciencia nos ha enseñado, que sugiere que el argumento de jure es en
realidad un argumento de facto. Y es que el interés que participa en

9 El concepto narratológico «actancial» se refiere a unas posiciones, dentro de


una estructura de papeles fija, que pueden ser cubiertas por diferentes «actores».
Véase Narratology (1997b, pp. 196-206). Este concepto supuso la elaboración
estructuralista, por parte del lingüista francés A. J. Greimas, de un modelo diseña-
do por el folklorista ruso V. Propp en la década de 1930 (1966).

46 Conceptos viajeros
este proceso que se supone desinteresado se vuelve evidente haciendo
que el debate se desplace inevitablemente desde la verdad legítima a la
verdad de hecho; desde la ley, al uso; desde la lógica temporal, a la actan-
cial. El segundo problema epistemológico –el actancial, basado en la ilu-
sión de una validez universal de las normas– es pernicioso sólo en la
medida en que las normas, como la neutralidad y la imparcialidad, inclu-
yendo el criterio por el que éstas se establecen, estén inscritas en piedra,
o determinadas por el interés10.
Es aquí donde se demuestra que los conceptos juegan un papel clave
en los debates metodológicos. Los conceptos sirven para demostrar que
esta neutralidad es en realidad una estrategia retórica en lugar de una
mera posibilidad teórica. De hecho, la falta de interés es tan letal para la
investigación científica como para la investigación humanística o de
cualquier otro tipo. Esto resulta evidente al reflexionar sobre la naturale-
za y la efectividad de los conceptos, ya que, por encima de todo, el papel
del concepto es el de enfocar el interés. Como escribe Stengers, la defini-
ción principal de los conceptos científicos es la de no dejarnos indiferen-
tes, la de «implicarnos y obligarnos a tomar una postura» (p. 11). Una
vez que nos hemos librado de la ficción de neutralidad, aún hará falta
emitir ciertos juicios. El único campo de análisis que nos permite emitir
juicios sobre los conceptos como claves de la cientificidad es el campo
sociocultural de la actividad científica. La epistemología legal y normati-
va sólo se puede subordinar a esa actividad y, como la historia de la cien-
cia demuestra sobradamente, sus normas cambian constantemente.
Para entender el papel de los conceptos en la actividad científica, cuya
prioridad sobre la epistemología normativa acabamos de defender, debe-
remos examinar las siguientes características de los conceptos científicos.

10 Aquí dejo intencionalmente en el aire la ambigüedad de «interés». A menu-


do, el dinero es un problema (secundario) en la dinámica académica. No sólo se
trata de becas, sino también de los terremotos financieros que causan las dis- y re-
atribuciones de las pinturas de los grandes maestros y las repercusiones económicas
algo menos evidentes que causa la atención crítica que se presta a una letanía cons-
tante de artistas que de forma algo arbitraria se incluyen en el canon, junto con sus
equivalentes anónimos.

Concepto 47
Según Stengers, los conceptos requieren una operación que implica la
redefinición de las categorías y los significados, tanto en el campo feno-
menológico como en el social. De facto, los conceptos organizan un
grupo de fenómenos, definen qué preguntas relevantes se les pueden
plantear y determinan qué significados se pueden atribuir a las observa-
ciones sobre estos fenómenos. De jure –y aquí me gustaría insistir en que
la segunda parte de este problema se subordina a la primera–, la adecua-
ción de los conceptos debe ser otorgada y, por tanto, reconocida. Un
concepto debe reconocerse como adecuado. Esta adecuación no es «rea-
lista»; no se trata de una representación verdadera. En realidad, un con-
cepto será adecuado en tanto en cuanto provoque la organización efec-
tiva de los fenómenos, en lugar de ofrecer una mera proyección de las
ideas y presuposiciones de sus defensores (p. 12). La razón de ser del
debate en la actividad científica es la de minimizar el riesgo de tomar esto
último, la proyección, por lo primero, la producción. Por tanto, es ine-
vitable que exista una cierta predominancia de la epistemología posiciona-
da [standpoint epistemology]11. Entre los criterios que se suelen utilizar
están, por ejemplo, el requisito de que el concepto proporcione un cier-
to sentido de «acceso auténtico a los fenómenos» (Stengers, p. 11), de
que la nueva organización sea atractiva y que produzca información
nueva y relevante. Obviamente, todos estos criterios poseen una natura-
leza relativamente subjetiva, quedan determinados por el interés que
genera el concepto y lo que éste produce. Así pues, por lo menos en parte
y de forma provisional, provocan una postura de epistemología posicio-
nada.
Stengers dedica gran parte de su introducción a la noción de que los
conceptos «nómadas» tienen capacidad de «propagación», un término
que utiliza para evitar equipararlo con su elemento negativo, la «propa-
ganda»12. Un concepto que surge de un campo, se propaga en otro

11 Véase Alcoff y Potter (1993) para obtener una revisión de varias epistemolo-
gías, incluyendo una crítica de la epistemología posicionada.
12 Me desagrada la moda actual de romantizar el término «nomadismo», ya que
trivializa la situación de aquéllos que no tienen casa y la existencia del expatriado.
Por tanto, prefiero utilizar la metáfora del «viaje»; con la que gano el sentido de algo
hecho voluntariamente, pero pierdo el sentido de un hábitat (móvil).

48 Conceptos viajeros
campo que cambia su significado y cuyo significado, a su vez, es
alterado, esto constituye la característica principal de los conceptos,
y esto puede suponer tanto un beneficio como una pérdida o un
peligro. Sólo a través de la constante reevaluación de la capacidad de
un concepto para organizar los fenómenos de forma nueva y rele-
vante es posible valorar si éste continúa siendo productivo. Esta
reorganización puede ser mucho más visible en las ciencias natura-
les que en los campos culturales. Pero, incluso si nos limitamos a un
sólo artefacto cultural, la reorganización de sus fenómenos, aspectos
y elementos –como pueden ser las palabras, los motivos, los actores
o los acontecimientos– a través de los conceptos que utilizamos
sobre este artefacto puede ser innovadora y dar pie a nuevas formas
de comprensión más importantes que el artefacto en sí. El concep-
to, a través de la reorganización que facilita, promueve la produc-
ción de significado.
En este punto nos encontramos con que las ciencias naturales y
las disciplinas culturales comparten una preocupación metodológica
crucial. Stengers lo explica identificando dos significados de «propa-
gación»: la difusión, que diluye y finalmente acaba por neutralizar los
fenómenos, como sucede con la propagación del calor; y la propaga-
ción epidémica, en la que cada partícula se convierte en el agente que
genera una nueva propagación sin debilitarse en el proceso (p. 18).
La «difusión» es el resultado de «aplicar» los conceptos a la ligera y de
forma injustificada. En este caso, tal aplicación implica utilizar los
conceptos como etiquetas que no explican ni especifican, sino sim-
plemente nombran. Este tipo de etiquetado se da cuando un concep-
to se pone de moda, sin que se encuentre el nuevo significado que
debiera acompañar a esta reutilización del concepto. Por ejemplo,
recuerdo claramente la repentina popularización de la palabra
«siniestro» [unheimlich], así como un cierto abuso de la palabra
«trauma», lo que resulta más preocupante.
En este punto digo «palabra» y no «concepto» porque, en estos
casos, la dilución despoja al concepto de su fuerza conceptualizado-
ra: de su capacidad de distinguir y, por tanto, de hacer el objeto com-

Concepto 49
prensible en su especificidad, es decir, de «teorizarlo», promoviendo
el conocimiento, la comprensión y el entendimiento. Por ejemplo,
«trauma» se utiliza con ligereza para referirse a todas las experiencias
tristes, aunque, de hecho, el concepto teoriza un efecto psíquico dis-
tintivo provocado por acontecimientos de una magnitud tan demo-
ledora que el sujeto que se ve asaltado por ellos, precisamente, es
incapaz de procesarlos en cuanto experiencias. Es decir, el concepto
«trauma» ofrece una teoría que el uso poco cuidadoso de la palabra
suprime13.
La «propagación» en el sentido de «contaminación» –a pesar de
sus connotaciones negativas e incluso del miedo que esta metáfora
provoca– mantiene el significado del concepto con una precisión
constante, de modo que, en lugar de diluirlo, funciona como una
linterna potente y bien delimitada. Estas dos metáforas conceptuales
que proporcionan las ciencias, «difusión» y «propagación», también
sirven para aclarar el intricado problema de la aplicación de los con-
ceptos en las humanidades.
El último elemento que define a un concepto es la capacidad fun-
dacional inherente a su descubrimiento. Esto permite describir los
fenómenos y experimentar con ellos, lo que a su vez posibilita una
intervención real, un nuevo concepto funda un objeto consistente en
categorías claramente definidas (Stengers, p. 29). En las humanida-
des, esta capacidad fundacional va acompañada de una nueva articu-
lación, que implica nuevas prioridades y una nueva ordenación de los
fenómenos dentro de los complejos objetos que constituyen el
campo cultural. Haciendo una interpretación un tanto grandilo-
cuente, podríamos decir que un buen concepto sirve para fundar una
disciplina o un campo científico. Por tanto, anticipando ya el tipo de
examen especializado al que se dedicará este libro, se podría decir que
la articulación del concepto de narratividad en las humanidades y las
ciencias sociales fundó la disciplina de la narratología. Se trata de una

13 Véase Van der Hart y Van de Kolk en Caruth (ed.) (1995) y Van Alphen
(1997), que ofrecen un comentario teórico del trauma.

50 Conceptos viajeros
inter-disciplina precisamente porque define un objeto, una modali-
dad discursiva, que se encuentra activa en muchos otros campos.
Los conceptos juegan un papel crucial en el tráfico entre discipli-
nas gracias a dos consecuencias de su capacidad para propagar, fun-
dar y definir un campo de objetos: al fusionar la epistemología y la
actividad científica, capturan la cientificidad de la metodología que
sostienen14; y, en el sentido opuesto, consiguen «endurecer» la cien-
cia en cuestión, al determinar y restringir lo que cuenta como científi-
co. Puede que aquéllos que desesperan ante el tipo de situaciones peda-
gógicas que describo en la introducción encuentren aquí algún consue-
lo, pero será un consuelo falso, dado que en esas situaciones lo que hace
falta es des-endurecer el concepto, des-naturalizar la auto-evidencia que
cada grupo disciplinar ha adoptado irreflexivamente. Las conversaciones
de carácter interdisciplinar no conducen ni a una actitud de «todo vale»,
ni a una incapacidad de decisión o aporía. En lugar de ello, el endureci-
miento y el des-endurecimiento se alternan y transforman.
No es de extrañar que, en ocasiones, las conversaciones interdiscipli-
nares se vuelvan provincianas y quisquillosas. La mejor forma de resolver
esa situación es a través de la conversación explícita. Cada participante
debe responder tanto a su propia comunidad disciplinar dentro de su
terruño como a los «extranjeros» que visita, cuyo lenguaje aún no domi-
na. Aunque un participante haya sido educado en un campo interdisci-
plinar, ese campo no cubrirá todo el terreno que cubren todos los demás
campos implicados, cuyos miembros participan en la conversación. El
tener que responder por partida doble es una situación ventajosa, aun-
que laboriosa.
En este punto, me gustaría insistir en que la protección de las mono-
disciplinas no es sólo negativa. Siempre que esta protección mantenga
sus fronteras permeables, incluso la consideraría imprescindible, tanto
para cada una de las disciplinas individuales como para los esfuerzos de
la interdisciplinaridad. Un cierto proteccionismo es útil contra la dilu-
ción, con la que la imprecisión universal amenaza con derrocar los meca-

14 La palabra «captura», aunque no su significado, viene de Stengers (p. 30).

Concepto 51
nismos mediante los que el concepto sirve al análisis. Los viajes que narro
en este libro deben considerarse en términos de «propagación», no de
«difusión». Sin embargo, esta última es la práctica más habitual y a
menudo se presenta bajo el eslogan de la multidisciplinaridad. La metá-
fora del viaje puede ayudarnos a aclarar la diferencia entre la interdisci-
plinaridad y la multidisciplinaridad y a comprender por qué esta diferen-
cia es tan importante.

El viaje entre disciplinas: la visión y el lenguaje


Permítanme que ofrezca un ejemplo de una situación en la que la
propagación de un concepto ha sido potencialmente productiva, pero
también potencialmente diluyente. El ejemplo consiste en un grupo de
conceptos cercanos: «mirada», «focalización» e «iconicidad». Estos con-
ceptos son diferentes, pero guardan una cierta filiación. Con frecuencia
se los aglutina, lo que resulta nefasto, o, alternativamente, se los separa,
lo que resulta empobrecedor. El siguiente reportaje describe los viajes que
han realizado. En este diario de viaje, aportaré mi visión de lo que ha
pasado con estos conceptos en el campo cultural, desplazándome entre
este desarrollo general y mi propio itinerario intelectual.
La «mirada» es un concepto clave de los estudios visuales, sobre el que
me parece importante ser algo puntillosa si se quiere evitar la impreci-
sión. Se utiliza con frecuencia en campos cuyos miembros participan de
los estudios culturales. El análisis que Norman Bryson ofrece de la vida
de este concepto, inicialmente en la historia del arte y después en los
estudios feministas y de género, demuestra por qué se trata de un con-
cepto sobre el que vale la pena reflexionar15. Bryson insiste acertadamen-
te en que el feminismo ha tenido un impacto decisivo sobre los estudios
visuales; los estudios de cine no estarían donde están hoy si no fuera por
éste. A su vez, los estudios de cine, sobre todo entendidos de la forma

15 Véase la introducción de Bryson en Looking in: The Art of Viewing. De hecho,


este texto fue uno de los motivos por los que tomé conciencia de la importancia de
los conceptos. Algunos de los pensamientos de este capítulo son el desarrollo de mis
ideas en las notas que cierran ese libro. Silverman (1996) ofrece un comentario exce-
lente, de hecho, indispensable, sobre la «mirada» en la teoría lacaniana.

52 Conceptos viajeros
más amplia, que incluye a la televisión y a los nuevos medios, son un
área clave de los estudios culturales. El itinerario que traza Bryson
está influido en gran medida por la centralidad del concepto de la
mirada en todas las disciplinas participantes. Si además tomamos en
consideración que, por lo menos en Estados Unidos, los estudios
sobre cine surgieron en los departamentos de Literatura, el mapa de
espacio-y-tiempo se vuelve realmente interesante.
El concepto de mirada tiene toda una serie de historias diferen-
tes. En ocasiones se utiliza como equivalente de «visión» [look] para
indicar la posición del sujeto que mira. Como tal, señala una posi-
ción, real o representada. También se utiliza en contraposición a
«visión», como un modo de mirar colonizador, fijo y fijador, que
cosifica, se apropia, desarma e incluso, posiblemente, viola. Su senti-
do lacaniano (Silverman, 1996) es ciertamente diferente, o incluso
opuesto, a su uso más habitual como el equivalente de «visión» o de
una versión de ésta16. Por decirlo de forma más sintetizada, la «mira-
da» lacaniana es el orden visual (equivalente al orden simbólico, o a
la parte visual de ese orden) en el que el sujeto está «atrapado». En
este sentido, se trata de un concepto fundamental para entender los
campos culturales, incluidos aquéllos que se basan en el texto17. La
«mirada» consiste en el mundo que mira (de vuelta) al sujeto.
En su uso más habitual –quizás situado entre la palabra y el con-
cepto– la «mirada» es el «mirar» que el sujeto lanza a otras personas
y cosas. Fue el feminismo el que comenzó a examinar el impulso
cosificador de la mirada, sobre todo en los estudios de cine, donde el
sentido específicamente lacaniano continúa siendo importante.
Recientemente los críticos culturale –incluidos los antropólogos– se

16 Véase Bryson (1983), para entender la diferencia entre la «mirada» y el «vis-


tazo», como dos versiones del mirar. Pequeñas modificaciones aparecen en Bal
(1991a).
17 El análisis de los escritos de Charlotte Delbo de Ernst van Alphen se titula,
sugerentemente, «Atrapada por las imágenes» [Caught by Images, subsecuentemente
publicado como Art in Mind: How Contemporary Images Shape Thought, 2005 (N.
de la T.)].

Concepto 53
han interesado por el uso de la fotografía en la investigación históri-
ca y etnográfica. En un sentido más general, se han reconocido los
efectos productores de sentido de la imagen, incluidos sus efectos
textual-retóricos. Desde luego, la «mirada» también es fundamental
en este tipo de análisis18. La cosificación y la debilitante exotización
de los «otros» desarrollan aún más el problema de la desigualdad de
poder que este concepto ayuda a revelar. De hecho, los conceptos afi-
liados de el otro y la alteridad han sido sometidos a escrutinio por su
complicidad con las fuerzas imperialistas que «poseen» la «mirada»
en este material fotográfico y cinematográfico. Este concepto, que
permite analizar material no-canónico, como las fotografías familia-
res, también ayuda a superar las fronteras entre la cultura de élite y
la cultura en general. Entre todos estos usos, es necesario examinar el
concepto en sí mismo. No se trata de reglamentarlo o de prescribir
un uso purificado de éste, sino de valorar su potencial y de delimitar
o asociar los objetos a los que se les ha aplicado.
A medida que se ha ido desarrollado en la comunidad cultural, el
concepto de «mirada» ha demostrado su flexibilidad e inclinación
hacia la crítica social. Pero también tiene una importancia más prác-
tica para el problema de la metodología interdisciplinar. Aunque no
es idéntico a él, el concepto de mirada mantiene una cierta afiliación
con el concepto de focalización de la teoría narrativa. Fue de ahí de
donde surgió mi interés por él. Mis primeras obras trataban de ajus-
tar este concepto. De hecho, aunque su origen es evidentemente
visual, en la teoría narrativa el concepto de focalización se ha utiliza-
do para superar ciertas delimitaciones visuales, así como los proble-
mas metafóricos de conceptos como «perspectiva» y «punto de vista».
El concepto de focalización puede ayudar a aclarar un problema
tan complejo como la relación entre el mirar y el lenguaje, entre la
historia del arte y los estudios literarios, precisamente porque no se
trata de un concepto idéntico al de la «mirada» o el «mirar» (aunque
tenga una filiación confusa pero persistente con éstos). La pregunta

18 Véase, por ejemplo, Hirsch (1997; 1999).

54 Conceptos viajeros
habitual frente a estos tres conceptos es qué efecto tiene el mirar de
una figura representada (narrada o figurada) sobre la imaginación del
lector o sobre la visión del espectador. Permítanme aclarar brevemen-
te lo que está en juego en esta pregunta como prueba de que los con-
ceptos pueden ganar en precisión y alcance gracias a sus viajes, y no
a pesar de ellos, siempre que la multidisciplinaridad «difusora» se
rinda a la interdisciplinaridad «propagadora19».
La «focalización» fue el objeto de mi primera pasión académica
cuando me convertí en narratóloga en los años setenta.
Retrospectivamente, me doy cuenta de que mi interés por desarrollar
un concepto más fructífero que reemplazara aquello que los críticos
literarios llamaban «perspectiva» o «punto de vista» provenía de mi
creencia en la importancia cultural de la visión, incluso para aquellas
formas de arte más textuales. Pero la visión no debe entenderse sólo
en el sentido técnico-visual. En un sentido algo metafórico, pero
indispensable de lo imaginario –parecido, pero no idéntico a la ima-
ginación–, la visión implica tanto mirar como el interpretar, y ambos
participan en la lectura literaria. Éste es un argumento para recomen-
dar el verbo «leer» en el análisis de las imágenes visuales, aunque tam-
bién es una razón para no excluir lo visual del concepto de focaliza-
ción. Aquí, el peligro de dilución debe sopesarse cuidadosamente en
relación con el empobrecimiento que podría causar un excesivo esen-
cialismo conceptual.
El término «focalización» también ha ayudado a superar las limi-
taciones impuestas por herramientas lingüísticas heredadas del
estructuralismo. Éstas se basaban en la estructura de la oración y no
me sirvieron para explicar qué es lo que sucede entre los personajes
en la narrativa, las figuras en la imagen, y los lectores de ambos. El
énfasis de la semántica estructuralista en el contenido expresable y
generalizable dificultaba mis intentos por entender cómo se expresa-
ban dichos contenidos –qué efectos y qué objetivos tenían– a través

19 Vergonzosamente, en este caso, tengo que referirme a mi propia historia aca-


démica.

Concepto 55
de lo que se podría llamar «redes de subjetividad20». La hipótesis
según la cual los lectores visualizan, es decir, crean imágenes a partir
de estímulos textuales, atraviesa la teoría semántica, la gramática y la
retórica para poner de relieve la presencia y la importancia crucial de
las imágenes en la lectura21. En cierta ocasión, conseguí descifrar un
antiguo problema de filología bíblica con «simplemente» visualizar el
texto, en lugar de descifrarlo, y saboreé el enorme placer y estimula-
ción que acompañan a los «descubrimientos22». Permítanme llamar al
resultado provisional de esta primera fase de la dinámica del concep-
to-en-uso la «mirada-como-focalizador».
La segunda fase circula en la dirección opuesta. Pensemos en
«Rembrandt», por ejemplo. El nombre representa un texto-
«Rembrandt» como el cúmulo cultural de imágenes, des-atribuidas y re-
atribuidas según que el talante cultural sea expansivo o purificador.
Asimismo, representa los discursos acerca de la figura real e imagina-
ria que este nombre indica. Las imágenes llamadas «Rembrandt»
demuestran una indiferencia notable hacia la perspectiva lineal, pero
también son fuertemente narrativas. Lo que es más, muchas de estas
imágenes están repletas de problemas importantes desde la perspec-
tiva de género –como el desnudo, escenas relacionadas con la viola-
ción y pinturas de historia basadas en mitos que enmarcan a muje-
res–. Por todas estas razones, la «focalización» se impone como un
concepto operativo, mientras que la «perspectiva» no nos traería más
que problemas. Pero, aunque la narratividad pueda funcionar con
independencia del medio, transferir a textos visuales un concepto
específico de la teoría narrativa –en este caso «focalización», que casi
siempre se utiliza en el análisis de narrativas verbales– requiere que

20 Para profundizar sobre las redes de subjetividad, he de referirme a mi libro


On Story-Telling (1991b).
21 Un texto clave sigue siendo el primer capítulo «What is an Image» de
Iconology de W. J. T. Mitchell (1995). La palabra «visualizar» [envision], da lugar a
un concepto tentativo en Schwenger (1999).
22 Esto sucedió varias veces durante mi trabajo sobre el Libro de los Jueces (Bal,
1988a).

56 Conceptos viajeros
valoremos su campo, su productividad y su potencial para «propagar-
se» frente al riesgo de que se «diluya23».
Esta valoración es particularmente importante dada la doble
ambigüedad que nos amenaza aquí. En primer lugar «focalización» es
una inflexión narrativa de la imaginación, la interpretación y la per-
cepción que puede consistir en «invocar una imagen» [imaging]
visual, pero no necesariamente. Equiparar la «focalización» con la
«mirada» sería volver al punto de partida, deshaciendo el trabajo de
diferenciación entre dos modos diferentes de expresión semiótica. En
segundo lugar, proyectar la narratividad sobre imágenes visuales
constituye un movimiento analítico que posee un gran potencial,
pero también muy específico. En pocas palabras: no todas las imáge-
nes son narrativas, del mismo modo que no todos los actos narrati-
vos de focalización son visuales. Sin embargo, las narrativas y las imá-
genes comparten la visualización como forma de recepción. Las dife-
rencias entre ellas son tan importantes como sus elementos comunes.
El examen del concepto de «focalización» para su uso en el análi-
sis de imágenes visuales era particularmente urgente en mi propia
obra, ya que esa nueva área, la de las imágenes visuales, parecía con-
tener una huella de la palabra por la que se conoce el concepto. Se
trataba del momento de la verdad: ¿era la «focalización» en la narra-
tología «sólo una metáfora» que se había tomado prestada de lo
visual?; y si era así, ¿recuperaba su significado literal cuando se utili-
zaba en el análisis visual? Si esto último hubiera sido cierto, los via-
jes no le habrían aportado nada al viajero.
Para resumir de nuevo, el concepto de focalización nos permite
articular la visión precisamente gracias a su movimiento. Después de
viajar, primero desde el campo visual a la narratología y posterior-
mente al análisis más específico de las imágenes visuales, la focaliza-
ción, al llegar a su nuevo destino, al análisis visual, ha recibido un sig-
nificado que no coincide ni con su antiguo significado visual –enfo-
car con una lente– ni con su nuevo significado narratológico –la

23 De nuevo, debo referir al lector a mi libro sobre el tema (1991a, capítulo 4).

Concepto 57
amalgama de percepción e interpretación que guía la atención a tra-
vés de la narrativa–. Ahora ya no sirve para indicar una localización
de la mirada en el plano pictórico, ni para indicar el sujeto de ésta, ya
sea como figura o como espectador. En lugar de ello, lo que se vuel-
ve visible es el movimiento de la visión. En este movimiento, la visión
se encuentra con las limitaciones que impone la mirada, el orden
visual. La mirada establece los límites de las posiciones respectivas de
las figuras, la que ejerce una forma de ver cosificadora y colonizado-
ra y la que se convierte en objeto desarmado de esa forma de ver. El
verdadero objeto de análisis es la tensión entre el movimiento del
focalizador y estas limitaciones. Es aquí donde los aspectos estructu-
rales y formales del objeto adquieren significado y se vuelven diná-
micos y culturalmente operativos, mediante el efecto temporal y
cambiante de la cultura en la que se enmarcan.
Éste es un ejemplo de un concepto que ha viajado desde una disci-
plina a otra y de vuelta a la primera. Este itinerario debe llamarse inter-
disciplinar en un sentido específico. Llamarlo «transdisciplinar» sería
presuponer la rigidez inmutable del concepto, que hubiera viajado sin
transformarse; llamarlo «multidisciplinar» sería someter a ambos cam-
pos disciplinares a una misma herramienta de análisis. Ninguna de estas
opciones sería viable. En lugar de ello, lo que se requiere es una nego-
ciación, transformación y re-valoración a cada paso. El concepto de
focalización, gracias a sus raíces narratológicas, importó una movilidad
sobre el terreno visual que sirvió para complementar de forma produc-
tiva y útil el potencial para estructurar la visualización que en la prime-
ra fase se había exportado desde lo visual hasta lo narrativo24.

El viaje entre el concepto y el objeto


Todo esto suena terriblemente abstracto. De hecho, este trabajo
sobre los conceptos gemelos de la mirada y la focalización se debe por

24 Ni siquiera tuve que apoyarme en conceptos tan notablemente imprecisos y


engañosos como espectador implicado, por analogía con un autor implicado que per-
manece tenazmente problemático.

58 Conceptos viajeros
completo a estudios concretos sobre objetos específicos, llevados a cabo
tanto por mí como por otros, estudios en los que los conceptos han via-
jado entre la teoría y los objetos sobre los que han sido arrojados. Para
sacar algo más de jugo a este punto, sin llegar al tipo de concreción deta-
llada que se ofrece en los siguientes capítulos, permítanme señalar un
elemento particular del viaje del concepto de focalización que nos per-
mitirá comprenderlo mejor. Se trata de su «viaje a través del tiempo», su
recorrido a través de la historia no-lineal que forma parte integral de la
movilidad conceptual. En otras palabras, la historia del concepto tal y
como la he vivido en los primeros años de mi vida académica. Una de
las razones por las que la movilidad de los conceptos (sus viajes a través
del espacio, el tiempo y las disciplinas) es importante, son los beneficios
de entender las afiliaciones, herencias y recuerdos parciales que partici-
pan de su desarrollo y aplicación. Esto es algo que ya he sugerido a tra-
vés del concepto de hibridación. Cuando estaba desarrollando el con-
cepto de focalización, pero también más adelante, cuando estudiaba los
problemas de la mirada, la relación con la lingüística se hizo necesaria.
Los estudios literarios no pueden pasar sin ella, ya que una de las carac-
terísticas del objeto de los estudios literarios es la de ser lingüístico.
En un momento dado, quien me proporcionó esta inspiración lin-
güística fue una figura marginal dentro del movimiento estructuralista
que jamás habló abiertamente sobre la visualidad: Emile Benveniste. A
pesar de que los subsecuentes derroteros de la lingüística hicieron que
algunas de sus primeras formulaciones quedaran «obsoletas», hay que
reconocer la importancia de la obra de Benveniste para el problema
específico de cómo organizar la superposición parcial de los conceptos25.
Su teoría lingüística se presta a la exploración interdisciplinar en formas
que promueven la creación de nuevos conceptos e ideas. Esta diserta-
ción sobre la mirada y la focalización se beneficia de ideas inspiradas en

25 Pongo «obsoletas» en comillas relativizadoras, porque se trata de una noción


extremadamente problemática. Apoyándose en la moda y en el juicio de lo «pasado
de moda», esta noción no da cuenta de lo que sigue siendo vital en esta idea com-
pleja. Algunos de sus elementos han resultado ser insostenibles, pero no todos.

Concepto 59
Benveniste que sirven para complementar el enorme potencial analíti-
co de ambos conceptos.
Comparado con Lévi-Strauss, Lacan, Foucault, Derrida y
Deleuze, por evocar una serie de hombres sabios, Benveniste es pro-
bablemente el menos reconocido de todos esos «maestros del pensa-
miento» francés cuya influencia ha sido tan constante en el último
cuarto del siglo XX. Reconocer esta influencia es una cuestión de
fuerza y consistencia intelectual. Su obra es imprescindible no sólo
para entender lo que Lacan hizo con el legado de Freud, sino para
apreciar la deconstrucción del logocentrismo (la predisposición hacia
el contenido) de Derrida y para entender de qué sirven las definicio-
nes de epistema y poder/conocimiento de Foucault26. Su obra tam-
bién es clave para comprender los avances de la filosofía analítica tal
y como se han ido filtrando en el estudio de la literatura y las artes
en el concepto de performance. Anticipándome al capítulo 5, resumi-
ré brevemente cómo el concepto popular de performatividad y el
concepto más idiosincrásico de focalización confluyeron en otra
especificación de la combinación mirada/visión.
Como es sabido, la referencia –que es tanto un nombre como un
verbo– es secundaria a la deixis, la interacción «yo-tú» que constitu-
ye un tiovivo referencial27. Sin embargo, la influencia decisiva de
Benveniste no se debe a uno de sus conceptos, sino a una de sus ideas
básicas: la idea de que lo esencial del lenguaje no es la referencia, sino
la subjetividad que se produce a través de un intercambio entre el
«yo» y el «tú». Continuaré con el ejemplo de la sección previa utili-
zando el debate alrededor de la focalización en el que yo misma he
participado. Invoco este debate para demostrar las consecuencias de

26 Véase el capítulo de Spivak «More on Power/Knowledge» en 1993b, sobre


este concepto, que subyace en mi interés por la intersubjetividad más allá de una
metodología formalista a la Popper.
27 Los escritos de Benveniste son totalmente claros e iluminadores. En inglés se
han reunido en Benveniste, 1971. Kaja Silverman es una de las pocas estudiosas que
ha tomado en serio el legado de Benveniste. Véase su Subject of Semiotics (1983) y
mi reseña de este libro, reimpresa en On Meaning-Making (1994a).

60 Conceptos viajeros
la primacía de la interacción «yo»/«tú» a la hora de teorizar a través
de conceptos. En el caso del concepto de focalización, yo he propues-
to una forma de reconfigurarlo que retrospectivamente me parece
estar basada en la idea benvenistiana y que se aleja del uso que le dio
Gérard Genette en 1972.
La focalización es la relación entre el objeto y el sujeto de la percep-
ción. La importancia de este concepto para mí fue que en él encontré
una herramienta que me permitía conectar el contenido –visual o
narrativo, como las imágenes en movimiento– con la comunicación.
Me permitió explicar ese elemento del discurso que constituye al suje-
to, hacia el que me había conducido la teoría del lenguaje de
Benveniste. Es un error asumir que el concepto de focalización que yo
he defendido se puede entender como una amalgama del uso que hace
Genette de este término y el mío propio, tal como se ha alegado a
menudo en los estudios literarios; en realidad ambos son totalmente
irreconciliables.
Esto es algo que ni yo misma sabía cuando comencé a escribir sobre
el tema. Cuando me puse a escribir una valoración crítica de sus dife-
rencias y sus diferentes marcos metodológicos y políticos, entendí por
primera vez las formidables consecuencias de lo que había parecido ser
pequeñas modificaciones. En apariencia no eran más que puntualiza-
ciones en los márgenes de un término, sólo un poco de jerga. Pero estas
diferencias diminutas (en el sentido formal) estaban asociadas a proble-
mas como la aceptación ciega de las estructuras de poder ideológicas
frente al análisis crítico de éstas. Desde entonces, ha habido una dispu-
ta continuada sobre este punto que resumiré a continuación. Para
Genette, una narrativa puede estar desenfocada, es decir, puede ser
«neutral». Para mí, esto no es posible y fingir que lo es solo sirve para
mistificar el inevitable impulso ideológico del texto. Vale la pena tener
en cuenta que esta diferencia, incluso dentro de un sólo texto literario,
ya indica una diferencia disciplinar fundamental entre el interés litera-
rio de Genette y mi propio interés en el análisis cultural.
A la hora de distinguir entre los posibles focalizadores responsa-
bles de la descripción de Philéas Fogg en La vuelta al mundo en

Concepto 61
ochenta días de Julio Verne, la diferencia entre la «focalización cero»
de Genette y mi insistencia sobre el «sujeto de la focalización» resul-
ta estar relacionada con la posibilidad de superar la firme oposición
sujeto/objeto. Esta diferencia reveló la exclusión del análisis formal o
estructural de problemas políticos como la clase, facilitando así su
reinserción. Quizás lo más importante fuera que mi versión de la
focalización daba la posibilidad de analizar un texto, en lugar de
parafrasearlo y categorizarlo a grandes rasgos28. Esto parece poca cosa,
armar mucho ruido por un pequeño pasaje. Pero, de hecho, esta idea
fue totalmente contingente a la defensa de una noción performativa
de la producción de significado en la subjetividad y a través de ella,
una idea que Benveniste ya había iniciado sin jamás preocuparse por
el concepto de performatividad. Esto no sólo decidió la interpreta-
ción del concepto de focalización que después desarrollaría, sino
también la importancia dentro de ese concepto de lo que posterior-
mente entendería como marco.
En el capítulo cuarto hablaré del marco y demostraré su utilidad.
Lo que nos ocupa aquí es que el ataque de Benveniste a la prioridad
de la referencia en favor de la deixis tiene consecuencias que van más
allá de su propia disciplina, alcanzando las esferas de la interacción
social y la práctica cultural, los varios campos a los que se dedican las
humanidades. Si la distribución de posiciones de sujetos entre la pri-
mera y la segunda persona (lingüísticas) constituye la base de la pro-
ducción de significado –como yo y muchos otros creemos–, no exis-
tirá ningún apoyo lingüístico para ninguna forma de desigualdad,
supresión o predominancia de una cierta categoría de sujetos en la
representación.
En contraposición a la oposición entre objeto/sujeto que promue-
ve la referencia, Benveniste ataca con un solo gesto la autoridad indi-

28 Curiosamente, esta última diferencia también define la diferencia entre el


análisis literario y la tipología, quizás se trate de una analogía útil de la diferencia
entre el análisis cultural y los estudios culturales. Genette respondió a mis sugeren-
cias (1983) en una forma que encontré de lo menos provechosa. Este debate apare-
ce en Bal (1991b).

62 Conceptos viajeros
vidual y sus varias versiones en los textos culturales. Para examinar las
desigualdades y autoridades que sin duda estructuran esos textos, la
base de esas posiciones y distribuciones no debe buscarse ni en el sig-
nificado como producto de la referencia ni en la intención del autor.
En lugar de ello, el significado es producido por las presiones del
«yo» y del «tú», que continuamente cambian de lugar respecto a los
significados que son capaces de generar. Estas presiones no parten de
los sujetos –cuya posición lingüística los sitúa precisamente como
vacíos de significado, al margen de la situación de la comunicación–,
sino que llegan hasta ellos y los llenan de significado. Este relleno les
llega desde fuera, desde el marco cultural, cuya presión es lo que les
permite interactuar en primera instancia.
Por tanto, la estrecha relación que existe entre la focalización y la
mirada es importante debido a la ambigüedad de esta última –es
decir, la diferencia entre la mirada lacaniana y el uso ordinario de la
palabra, sinónimo de la visión lacaniana– y no a pesar de ella. El con-
cepto de mirada nos ayuda a valorar la carga ideológica de una posi-
ción-de-sujeto como focalizador. En la novela de Verne,
Passerpartout, que es el que ve [bearer of the look], es el focalizador.
Passerpartout es un sirviente deslumbrado por su amo, Philéas Fogg,
ya que es incapaz de librarse de la presión de la estructura social, de
la mirada; esto es justamente lo que refleja la descripción. Por tanto,
este concepto nos ayuda a comprender cómo la estructura –la posi-
ción de sujeto de Philéas– revela una ideología –el confinamiento a
una clase social– sin hacer que el sujeto sea individualmente respon-
sable de ésta.
Ésta es también la forma en que la mirada-como-visión y la mira-
da lacaniana como parte visual del orden simbólico y cultural pue-
den confluir. Mientras que la mirada lacaniana proporciona el marco
que posibilita la producción de significado, el tenedor inestable de la
visión, el focalizador se convierte ahora en «yo», ahora en «tú», y debe
negociar su posición dentro de estos confines. Por tanto, el sujeto de
la semiosis vive en una situación dinámica que no queda totalmente
subordinada a la mirada, como ciertas interpretaciones algo paranoicas

Concepto 63
de Lacan proponen, pero tampoco es totalmente libre para dictaminar
el significado, como si fuera el amo de la referencia, una cualidad que
a menudo se atribuye al sujeto. Esto me lleva al último aspecto del viaje
de los conceptos en relación a los objetos: el hecho de que se trasladan
constantemente entre la teoría y el análisis.
A través de mi trabajo sobre los conceptos de «focalización», «sub-
jetivación» y «mirada», me di cuenta, en primer lugar, de que el aná-
lisis jamás puede consistir simplemente en la aplicación de un apara-
to teórico, como me habían enseñado. La teoría es tan móvil y sus-
ceptible al cambio, está tan enraizada en diferentes contextos histó-
ricos y culturales, como los objetos a los que se aplica. Ésta es la razón
por la que la teoría –cualquier teoría específica rodeada por el cintu-
rón protector de la ausencia de duda y dotada, por tanto, de catego-
ría dogmática– no reúne los requisitos necesarios para servir como
guía metodológica en la práctica analítica. Pero, en segundo lugar,
también me di cuenta de que la teoría es indispensable. A pesar de
ello, en tercer lugar, me percaté de que la teoría nunca trabaja en soli-
tario; nunca está «suelta». Por tanto, la pregunta clave para funda-
mentar un argumento a favor del análisis cultural es la siguiente: ¿no
son la teoría y el análisis detallado los únicos campos de pruebas de
una actividad que requiere tanto metodología como relevancia? Lo
que intento proponer es que realizar un análisis detallado desde una
perspectiva teórica hace que evitemos tanto las generalizaciones y el
partidismo como la clasificación reductora en pos de una supuesta
objetividad.
Un análisis detallado, informado por la teoría, pero no sobrede-
terminado por ésta, en el que los conceptos constituyen el principal
campo de pruebas, puede evitar estas enfermedades fatales que afec-
tan tanto a los estudios culturales como a las disciplinas tradiciona-
les. Parecería que cuestionar ciertos conceptos que a todas luces pare-
cen ser correctos o, al contrario, demasiado cuestionables para conti-
nuar utilizándolos sin más, que revisar estos conceptos en lugar de
rechazarlos es una actividad de lo más responsable para un teórico.
Curiosamente, aquellos conceptos que parecen soportar este escruti-

64 Conceptos viajeros
nio pueden resultar ser más problemáticos que los demás. Hay algu-
nos conceptos que damos por sentado, cuyo significado está tan
generalizado que no aportan nada a la práctica analítica. Es en este
punto donde interviene el análisis.
Las tres prioridades metodológicas sugeridas hasta ahora –proce-
sos culturales por encima de objetos, intersubjetividad más que obje-
tividad y conceptos por encima de teorías– confluyen en la actividad
que he propuesto llamar «análisis cultural». Como teórica profesio-
nal, creo que, en el campo del estudio de la cultura, la teoría tiene
sentido sólo cuando se utiliza en estrecha interacción con los objetos
de estudio a los que se refiere, es decir, cuando los objetos son consi-
derados y tratados como «segundas personas». Es en este punto
donde los problemas metodológicos que se plantean alrededor de los
conceptos pueden ser arbitrados sobre una base que no es ni dogmá-
tica ni totalmente libre. Cuando ponemos a prueba los conceptos
mediante un análisis cercano y detallado, pueden servir para estable-
cer una intersubjetividad muy necesaria, no sólo entre el analista y la
audiencia, sino también entre el analista y el «objeto». Para hacer
hincapié en este punto, sugiero reconfigurar y reconcebir los «estu-
dios culturales» como «análisis cultural».
¿Qué tiene que ver el análisis con todo esto y qué papel juega aquí
la teoría (en este caso lingüística)? Cualquier actividad académica
vive a base de limitaciones, pero también requiere libertad para ser
innovadora. La negociación entre éstas es delicada. La norma por la
que yo me rijo, por la que hago que se guíen mis alumnos y que ha
sido la limitación más productiva que me he impuesto en toda mi
carrera académica, es la de jamás limitarme a teorizar, sino permitir
además que el objeto «me responda». Generalizar sobre los objetos o
citarlos como ejemplos los vuelve mudos. El análisis detallado –en el
que ninguna cita podrá servir como ilustración, sino que será siem-
pre sometida a un profundo y detallado escrutinio, suspendiendo las
certitudes– se resiste a la reducción. Aunque es evidente que los obje-
tos no pueden hablar, se les puede tratar con suficiente respeto hacia
ese silencio irreduciblemente complejo e improductivo, que sin

Concepto 65
embargo no constituye un misterio, como para permitirles que con-
trolen el impulso de nuestra interpretación, desviándolo y complicán-
dolo. Esto es aplicable a los objetos culturales en el sentido más amplio,
no sólo a aquellos objetos que llamamos arte. Por tanto, los objetos que
analizamos sirven para enriquecer tanto la interpretación como la teo-
ría. Así pues, la teoría puede pasar de ser un rígido discurso maestro a
convertirse en un objeto cultural vivo29. De esta forma podemos apren-
der de los objetos que constituyen nuestro campo de estudio. Y es por
esta razón por la que los considero sujetos30.
La consecuencia lógica de este doble compromiso –con la perspec-
tiva teórica y los conceptos por un lado y con la lectura detallada por
el otro– es el cambio constante de los conceptos. Ésta es otra forma en
la que los conceptos viajan: no sólo entre disciplinas, lugares y tiem-
pos, sino también dentro de su propia conceptualización. En este caso,
viajan guiándose por los objetos que encuentran. Esta transformación
interna puede demostrarse a través del concepto emergente de poética
visual, que implica tanto una especificación de la focalización como
una transformación mediante un viaje interdisciplinar entre el análisis
literario y el visual y entre el concepto y el objeto. El término «poética
visual» no es un concepto, sino una estrategia en la que conceptos afi-

29 Esto se ha convertido ya en una consecuencia bien conocida del cuestiona-


miento de la «esencia» artística por parte de la deconstrucción. Sin embargo, tal
como George Steiner ha demostrado, en absoluto se acepta de forma generalizada.
Véase Korsten (1998), que ofrece un análisis crítico de la postura de Steiner. Sobre
el estatus de la teoría como texto cultural, véase Culler (1994).
30 Como he escrito en varias ocasiones –quizás de forma más explícita en la
introducción de Reading «Rembrandt»–, aquél que hace un objeto no puede hablar
en su nombre. Las intenciones del autor, aun si fueran accesibles, no ofrecen una
ruta directa al significado. Sabiendo lo que sabemos sobre el inconsciente, incluso
un artista despierto, intelectual y locuaz no podría conocer completamente sus
intenciones. Pero el autor, o el analista que afirma hablar en nombre del autor, tam-
poco pueden hablar en nombre del objeto en ese otro sentido asociado sobre todo
con la tradición antropológica. El objeto es el «otro» del sujeto y esta alteridad es
irreducible. Por supuesto, en este sentido el analista tampoco puede representar el
objeto adecuadamente: no podrá hablar de él, ni hablar en su nombre. Véase el capí-
tulo 7 donde esta postura se desarrolla.

66 Conceptos viajeros
liados, como focalización, mirada y marco, confluyen para convertirse
en algo más que un mero concepto: en el esqueleto de una teoría.

El viaje entre conceptos


Precisamente por esta razón, construir puentes entre las disciplinas
tradicionales y el análisis cultural puede resultar muy útil. Permítanme
tomar las Recherches de Proust como ejemplo indiscutible. A fin de
cuentas, en la era estructuralista sirvió como el principal objeto para el
desarrollo de la narratología. Fue el caso de Genette. Parecería justo
comenzar este intento de trazar una poética visual a partir del legado
que nos dejó el principal defensor de la corriente de la narratología
estructuralista31.
Hay dos malentendidos acerca de esta «poética visual» que pueden
hacer mucho daño tanto a la propia «poética visual» como al estudio de
la cultura en general. En primer lugar, a pesar de las elevadas asociacio-
nes que pueda evocar para algunos la palabra «poética», no existe nin-
guna conexión entre lo visual y el «arte culto», la pintura o ningún otro
género visual reconocido. Tampoco existe ninguna conexión con el len-
guaje como sistema de signos significativo. En segundo lugar, esta «poé-
tica» exige una discusión en el marco semiótico que vale la pena comen-
zar declarando que el término «icónico», que con tanta frecuencia se
aplica a lo visual como resultado de otro malentendido, tampoco puede
utilizarse para «leer» los objetos. Esto ayudará a aclarar la forma en que
los conceptos viajan entre uno y otro32.

31 Genette (1972) propone el concepto de focalización, que adoptó de Henry


James, a través de un análisis detallado de Proust. Pero ni Genette ni James desarro-
llaron las consecuencias de ese concepto en un encuentro entre la literatura y las
imágenes visuales. Sin embargo, teniendo a Proust como su caso de estudio, Genette
tendría que haberlo hecho mejor.
32 Incluso entre los semioticistas declarados, el uso de «icónico» para referirse a
«visual» está muy extendido. Véase, por ejemplo, Louis Marin, quien a pesar de ser
muy lúcido, está patentemente confuso respecto a la iconicidad (1983) y en ocasio-
nes defrauda por ello (1988). Su volumen póstumo (1993) se enfoca menos en el
torpe intento de equiparar el ver con los actos de habla y como resultado profundi-
za mucho más en el discurso visual.

Concepto 67
Del mismo modo que la focalización no puede ser simplemente
proyectada desde la narrativa a las imágenes visuales, la iconicidad no
puede ser equiparada con la visualidad. Sin embargo, la inconicidad
siempre se cita en los estudios que hablan de cómo el campo visual
contribuye al literario, que parece ser su contrapunto sistémico.
Desde luego, existen varios casos conocidos de iconicidad en la ono-
matopeya, en la poesía visual como la de Apollinaire y en novelas
donde una página en blanco esconde un crimen (Le voyeur, de
Robbe-Grillet) o la duración inmensurable del sueño (L’après-midi de
Monsieur Andesmas, de Duras). Pero el concepto no sirve de gran
cosa a la hora de explicar cómo un sentido o medio –por ejemplo, la
visión– invade el campo de otro, como el del lenguaje. La motiva-
ción de la semiótica es precisamente la de ofrecer una perspectiva
independiente del medio, la de no restringir los medios a sólo uno de
sus componentes. La distribución de los conceptos peircianos entre
los medios elimina su potencial crítico. Si la iconicidad fuera igual a
lo visual y lo simbólico a lo literario, no habría nada en absoluto que
pudiera obtenerse de esa traducción33.
A mí, por el contrario, me interesa examinar hasta qué punto y
de qué forma el encuentro de los sentidos con los conceptos puede
tener lugar en las encrucijadas entre los medios –en este caso, en el
lenguaje–, y valorar la importancia de otros medios en tanto que
otros. Es aquí donde el ejemplo de Proust, el favorito de muchos teó-
ricos, viene a colación. Como campo de juego para esta investiga-
ción, el texto de Proust es casi demasiado bueno para ser verdad. Es
rico en evocaciones visuales, pero no particularmente rico en iconos.
Además, los iconos que contiene suelen ser auditivos en lugar de
visuales. Pero está repleto de «tomas» visuales y de reflexiones sobre
lo que significa ver. Asimismo, aunque es una de las obras maestras
de la literatura occidental, creo que esta obra utiliza ideas de la cul-
tura popular para elaborar su poética. Finalmente, con su intricado

33 En el capítulo 2, la traducción se movilizará de otra manera.

68 Conceptos viajeros
juego de focalización, invoca la visión «en la calle», mientras que
habla sobre el arte visual en términos irritantemente elitistas y no
visuales.
De todos estos malentendidos, la equiparación de la iconicidad
con la visualidad posiblemente sea la más dañina. Al igual que
muchos otros ejemplos canónicos de teoría literaria, el famoso pasa-
je en el que Peirce define las tres categorías de signos según su justi-
ficación –algo que se parece mucho al código, pero no es idéntico a
él, sino que es más amplio y menos rígido– ha sido excesivamente
citado e insuficientemente leído. Sin embargo, vale la pena reprodu-
cirlo para recordar que no existe ninguna afiliación especial entre la
iconicidad y la visualidad:

Un icono es un signo que poseería el carácter que lo hace significativo,


aunque su objeto no hubiera existido, como la raya de un lápiz de grafi-
to que representa una línea geométrica. Un índice es un signo que per-
dería de inmediato el carácter que lo convierte en signo si su objeto fuera
eliminado, pero que no perdería ese carácter si no hubiera intérpretes.
Por ejemplo, un plato con un orificio de bala sería el signo de un dispa-
ro, ya que sin el disparo no habría ningún agujero; pero el agujero está
ahí, haya o no alguien con suficiente juicio como para atribuirlo a un
disparo. Un símbolo es un signo que perdería el carácter que lo convier-
te en signo si no existiera ningún intérprete. Sería un símbolo cualquier
elocución del lenguaje que significa lo que significa, sólo porque se
entiende que tiene ese significado34.

En el caso del icono, es el propio signo el que posee la justifica-


ción y, lejos de conducir al tipo de realismo en el que se apoya esa
tendencia a equiparar el icono con la imagen, esta definición, al estar
basada en la semejanza, estipula que el objeto –el significado, más
que el referente– no necesita ser nada en absoluto («aunque su obje-
to no posea una existencia»).

34 Peirce, en Innis (1984, pp. 9-10, las cursivas están en el original).

Concepto 69
Lo que define a la «raya» como icono es el hecho de que le damos
un nombre diferente: «línea». Por citar otro ejemplo: la firma es un
icono porque es independiente, no le debe su estatus ontológico a
nada externo a sí misma. Se trata de un signo efectivo porque permi-
te mentir, tal como indica la famosa definición de Eco (1976, p. 10).
Se trata de un ejemplo de índice («un plato con un orificio de bala
es el signo de un disparo, ya que sin el disparo no habría ningún agu-
jero»), esto es lo que hace que los abogados escudriñen la firma con
lupa para establecer su semejanza visual con la firma «auténtica», la
garantía de su origen esencial en el cuerpo de la persona que consti-
tuye su significado. Según Peirce, no es necesario ningún intérprete
para que exista un signo (aunque éste si es necesario para que el signo
funcione como tal).
¿Está la iconicidad asociada a la semejanza, la analogía y la con-
formidad? Peirce no nos lo aclara. Pero ciertamente se trata de un
signo que sí posee cierta cualidad de su significado. En el caso del sig-
nificado visual, esto puede llevar a la semejanza si, y sólo si, esta cua-
lidad es predominantemente visual, aunque el signo en su conjunto
no lo sea35. El ejemplo que proporciona Peirce no es ni más ni menos
visual que el ejemplo que da de un índice. Pero, sin la existencia del
objeto, no tendríamos más medida que una supuesta semejanza: una
semejanza que no es ni ontológica ni total y que no descarta la dife-
rencia.
El elemento más importante en la definición del icono es su nega-
tividad, ya que suspende la ontología del objeto. El «icono» es cons-
truido o concebido por el lector, el descifrador de signos que cada
uno de nosotros es en su capacidad como Homo semioticus. En otras
palabras, lo que hace que la noción de iconicidad sea importante para
la lectura no es el hecho de que nos conduzca a un modelo «real» pre-
establecido, sino el hecho de que produce una ficción. Esto lo hace

35 Véase la oportuna crítica que hace Eco de los signos motivados –icono e índi-
ce– (1976), que define la semejanza en términos más ontológicos de lo que yo creo
que puede atribuírsele a Peirce.

70 Conceptos viajeros
subjetivando el objeto icónicamente significado, a la manera de
Benveniste, y enmarcándolo culturalmente, a la manera de los estu-
dios culturales. Sería imposible hacer que una «raya» significara nada
si no viviéramos en un ambiente cultural en el que circulan la geo-
metría y la caligrafía basadas en la línea36.
Por tanto, la segunda característica importante del icono así con-
cebido es que sólo puede aparecer a partir de una simbolidad subya-
cente. El lápiz va dejando una «raya» como una huella, a medida que
es guiado por la mano que lo proyecta. La superposición de las cate-
gorías es inherente a sus definiciones. En este sentido, los conceptos
básicos de Peirce pueden ser útiles para el análisis de la visualidad
literaria, de la poética visual, pero sólo si los reinterpretamos a través
de la subjetivación del discurso de Benveniste.
Permítanme ahora llegar a una conclusión provisional, que afecta
al estatus de los conceptos en el análisis cultural. Creo que es mejor
pensar sobre la poética visual, sin tomar las definiciones y las limita-
ciones como punto de partida. Pero, para evitar ofender a los que se
dedican a las humanidades en sus varias disciplinas, permítanme aña-
dir que esta poética funciona mejor cuando su punto de partida pri-
mario –pero no su resultado– es la frontera innegable que separa las
elocuciones visuales de las lingüísticas. Los intentos de producir tex-
tos inter-mediáticos dan fe de ella y la existencia de textos esencial-
mente multimediáticos como el cine o el vídeo no la contradicen en
absoluto. Además, aunque no se puede negar el aspecto visual de la
textualidad en general –el aspecto visual de la lectura–, la textualidad
no puede aprehenderse de un vistazo. Un vistazo tampoco es una
manera evidente de aprehender la imagen.
La visión sigue siendo lo que nos permite distinguir entre objetos
principalmente espaciales y principalmente temporales, aunque nin-
guna de estas dimensiones puede existir sin la otra. Sin embargo, la
diferencia entre ellos no es ontológica. Sólo tiene sentido activar la

36 Véase Neef (2000), que ofrece un recuento teorizante de este aspecto de la


iconicidad.

Concepto 71
visión en el uso de los objetos. Una novela que no sea leída, sigue
siendo un objeto mudo; una imagen que no sea leída, sigue también
siendo un objeto mudo. Para volverse semióticamente activas, ambas
requieren tiempo y subjetividad. Por tanto, la mejor manera de
afrontar la cuestión de lo visual dentro de lo literario –de la poética
visual– no es a través de la definición y la delimitación de un modo
de clasificación que convierte la diferencia en oposición y el aire de
familia en polarización jerárquica. La cuestión no es si los textos lite-
rarios pueden tener una dimensión visual, sino cómo lo visual se
escribe a sí mismo y de qué forma un escritor o una escritora litera-
ria pueden utilizar lo visual en su proyecto artístico. Un análisis que
no invoque los conceptos semióticos para definir, sino precisamente
para superar definiciones delimitadora y que siga el entretejido de los
tres modos de producción de significado que jamás son «puros»,
puede ayudarnos a entender mejor una poética que a pesar de ser
irreduciblemente lingüística no puede reducirse a una estructura lin-
güística.

El viaje dentro del aula


De acuerdo con lo que acabo de exponer, evitaré definir mis tres
conceptos viajeros y dejaré que cada hacer con la mirada, la focaliza-
ción y la iconicidad, juntas o por separado. Permítanme detenerme
un momento para recapitular un poco. ¿Cómo se podría plantear
una clase o un seminario dedicado a la cuestión de la que trata este
capítulo?: ¿qué es un concepto y qué es capaz de hacer? Aunque temo
dar la impresión de que esta guía trata de ser prescriptiva en lugar de
descriptiva o sugestiva de una actividad pedagógica, correré el riesgo
de finalizar este capítulo con una sugerencia para la enseñanza.
Insisto en que la naturaleza de esta sugerencia es la de abrir posibili-
dades sobre lo que podría ser una clase, en lugar de cerrarlas.
Supongamos que la primera parte de esta clase fuera la discusión que
se ha presentado hasta ahora. La mayoría de la disertación trataría
sobre estos tres conceptos afiliados, pero diferentes, situados en la
frontera del territorio de lo visual. Las consideraciones que aparecie-

72 Conceptos viajeros
ron al principio de este capítulo serían utilizadas cuando fueran nece-
sarias.
La segunda mitad de la sesión consistiría en dar un paso atrás y pre-
guntar qué son los conceptos y qué es lo que hacen, casi del mismo
modo que una clase sobre una teoría en particular acabaría consideran-
do la teoría en general. Por tanto, empezaría con una confrontación.
Después de viajar por la ruta trazada hasta ahora, el conjunto de con-
ceptos que forman la visualidad, la imagen, la mirada, la focalización y
la iconicidad, podría contrastarse con el primer capítulo de ¿Qué es la
filosofía?, de Deleuze y Guattari. De este texto se sacarían los siguien-
tes «comienzos» o sugerencias, sobre cómo pensar los conceptos.
Los conceptos:
– están firmados y fechados (por tanto, tienen una historia);
– son palabras (arcaísmos, neologismos, se implican en ejercicios
etimológicos casi dementes, esbozan un «gusto» filosófico);
– son sintácticos (de una lengua, dentro de un lenguaje);
– están cambiando constantemente;
– no son dados, sino creados.
Estas características se relacionarían con los problemas de lo visual
que hemos comentado.
Volviendo a las sugerencias de Deleuze y Guattari, una segunda
ronda de confrontaciones parecería ser necesaria. Aquí, las cuestiones
generales no servirían tanto para caracterizar los conceptos como para
revalorar lo que les hemos estado haciendo y lo que hemos estado
haciendo con ellos. Deleuze y Guattari dicen que no existen los con-
ceptos simples. Esto sirve para explicar sus múltiples aspectos y posi-
bles usos. El sentido que tienen esos aspectos y usos sigue siendo el de
articular, cortar y atravesar el entendimiento de un objeto en cuanto
proceso cultural. En este sentido, un concepto-en-uso es como un
intercambio entre primera/segunda persona. Asimismo, los conceptos
están conectados a los problemas; de otro modo carecen de sentido.
Utilizar los conceptos sólo para caracterizar o etiquetar un objeto sig-
nifica retrotraerse a la primitiva actividad de la tipología, que tiene un
sentido limitado además de limitante.

Concepto 73
Por otro lado, los conceptos que utilizamos aquí, como todos los
demás, están siempre en proceso de devenir, un proceso que implica
desarrollar relaciones con otros conceptos situados en el mismo
plano (ésta podría ser una buena oportunidad para explicar el prin-
cipio estructuralista de la homogeneidad de los planos37). Cada con-
cepto se relaciona con otros conceptos, por tanto, el examen de lo
visual desemboca en un conjunto de conceptos. Sin embargo, sus
componentes son inseparables dentro del concepto en sí. Como
resultado, un concepto se puede ver como un punto de coincidencia,
una condensación o acumulación de sus propios componentes. Por
tanto, un concepto es tan absoluto (ontológicamente) como relativo
(pedagógicamente). Y aunque sea sintáctico, según Deleuze y
Guattari un concepto no es discursivo, ya que no vincula proposicio-
nes (p. 22). Ésta, precisamente, puede ser la razón por la que los con-
ceptos mantienen la flexibilidad que una teoría completa, elaborada
discursivamente, tiene que perder. Para comprender en qué ha con-
sistido nuestro itinerario hasta ahora, invocaría la afirmación de los
filósofos de que los conceptos son centros de vibraciones, cada uno
de ellos por sí mismo y con relación a los demás (p. 23); los concep-
tos resuenan en lugar de ser coherentes.
Sin embargo, al final de la sesión puede que el júbilo generaliza-
do sobre la flexibilidad de la actividad académica necesite que se le
recete una cierta cautela. De nuevo, el texto de Deleuze y Guattari
nos sería útil. En una formulación aproximada, cuya utilidad va en
paralelo a la facilidad con que la reconoce el sentido común, los auto-
res caracterizan las tendencias disciplinares escribiendo que, a partir
de los discursos o las frases, la filosofía extrae conceptos, la ciencia
prospectos y el arte perceptos y afectos. Como el título de su libro ya
había adelantado, esto atribuye a la filosofía la tarea y el privilegio de
imaginar y diseñar los conceptos. De hecho, Deleuze y Guattari

37 El libro de Jonathan Culler sobre Saussure (1986) es uno de los mejores


intentos de explicar el estructuralismo a través de un caso de estudio concreto, en
este caso, la teoría del lenguaje de Saussure.

74 Conceptos viajeros
comienzan (p. 2) declarando que la «filosofía es el arte de formar,
inventar y fabricar conceptos».
El lenguaje que utilizan para caracterizar los tres campos discipli-
nares puede ser algo problemático, dadas las connotaciones positivis-
tas de la palabra «extraer» y la división del trabajo bastante rígida que
implica. Pero de lo que se trata es de que la especialización se presen-
ta implícitamente como colaboración. Este elemento de colabora-
ción es lo que impide que la especialización sea rechazada, como
sucede tan a menudo. Por tanto, considero que esta formulación de
lo «que es la filosofía» puede aplicarse a la totalidad de las humani-
dades. Lo que se describe aquí como «ciencia» también podría enten-
derse como las motivaciones a largo plazo del trabajo académico. Y
el «arte» se puede reconfigurar como «actividad». De esta manera de
reescribir su sugerente frase, puede surgir un atractivo programa para
las humanidades. Con este programa en mente acabaré este capítulo
con un recuento de las consecuencias teóricas de cada uno de los
conceptos que se discuten en este libro. Los siguientes capítulos se
esfuerzan por trazar una versión totalmente parcial y personal, pero
concreta, de este programa.
Deleuze y Guattari muestran debilidad por las metáforas, cuyo
potencial «imaginativo» explotan constantemente. Esta debilidad
resulta atractiva para el presente libro, cuyo objetivo es mostrar la
enseñanza como actividad creativa. La explotaré tanto como pueda,
sobre todo poniendo un gran énfasis en la metáfora y la imagen a
tantos niveles como sea posible. Tras examinar el concepto mismo de
metáfora en términos de la imagen en el capítulo segundo, lo pongo
en práctica, estableciendo en el capítulo tercero una relación metafó-
rica entre la actividad cultural y la teoría/análisis, una relación que a
su vez se ve invertida en el capítulo cuarto. En el capítulo quinto,
practico la metáfora desenredando dos conceptos afiliados y a menu-
do confundidos –«performatividad» y «performance»– para pasar de
nuevo a confundirlos voluntariamente en una concepción integra-
dora de la metáfora. Así pues, me refiero a la metáfora como inte-
gradora, como capaz de producir un mapa de carretera o un rizoma,

Concepto 75
un paisaje o un escenario, a diferencia de la concepción monística
que considera esta figura un simple vehículo. Se trata de una concep-
ción de la metáfora como imagen que, como argumenta el segundo
capítulo, puede representar una cierta concepción del lenguaje, de la
traducción y de la historia.
El potencial productivo de los conceptos como imaginativos y
como metáforas que crean imágenes se desarrolla más profundamen-
te en los tres siguientes capítulos. En ellos, la naturaleza teatral del
trabajo académico se vuelve cada vez más evidente. Los cimientos de
esta particular imagen se sientan en el capítulo tres, mediante el con-
cepto de mise-en-scène que precisamente tomo prestado del teatro.
Esta tendencia a pensar teatralmente converge con la resistencia post-
estructuralista y postmoderna a las ilusiones de lo «natural», lo «ver-
dadero» y lo «auténtico», que se han acumulado en la academia con-
vencional, dominada por ese concepto clave del engaño: la «objetivi-
dad». Pero la alternativa al engaño no es abandonar cualquier «rigor»
metodológico (rigor es una palabra detestable que utilizo un poco a
la manera en que «bruja» se utilizaba en el primer feminismo y
«maricón» en el pensamiento gay). En este sentido, la obra de arte
que será mi interlocutor en el capítulo quinto es teatral. Forzando
algo más la metáfora teatral para llevarla al campo de los objetos, el
capítulo sexto, sobre la «tradición», trata acerca de una tradición
específica, de una naturaleza profundamente teatral que, sin embar-
go, no puede desenredarse de la «vida real».
La teatralidad también será mi herramienta para desestabilizar la
primacía dogmática de la «intención» en las disciplinas culturales. A
pesar de Barthes y Foucault, que tan meritoriamente trataron de
desafiar la «autor»-idad en las disciplinas culturales, la investigación
sigue considerando la intención autorial como el único control al
que se puede someter una interpretación desenfrenada. Prescindir de
esa ancla dejaría la interpretación a la deriva, despojándola de cual-
quier criterio. Después de haberme enfrentado durante mucho tiem-
po a esta noción, que considero equivocada y dañina, ahora presen-
to mi argumento en el capítulo 7, representando el debate que siem-

76 Conceptos viajeros
pre me hubiera gustado tener. Pero quizás, dada la naturaleza teatral
del debate académico, no ocupo la posición por la que abogo. En
lugar de ello, propongo que se permita que el concepto de intención
–con su larga historia, que lo vuelve casi catacrético– permanezca en
el escenario mientras la tradición y el anti-intencionalismo continú-
an su combate.
Finalmente, la metáfora teatral regresa en el último capítulo,
cuando me tomo en serio, literal y concretamente, la metáfora per-
sonificadora que nuestros filósofos invocan como la figura de la filo-
sofía misma. En este punto, mi ejemplo de seminario casi llega a pre-
guntarse hacia dónde nos pueden llevar todos estos viajes, qué posi-
ción podría ocupar un estudiante de análisis cultural que defendiera
las muchas ambigüedades e incertidumbres que yo promuevo.
Quizás sea el momento de decidir quiénes son esos estudiantes, y en
qué consistiría un (futuro) maestro. Deleuze y Guattari invocan una
persona conceptual (personnage conceptuel) de la filosofía griega: el
maestro. Frente a esa tradición, yo concluyo con una figura del maes-
tro, un gesto tan tradicionalista como teatral.
En la filosofía, esta figura suele ser el amante. En su libro What
Can She Know? Feminist Epistemology and the Construction of
Knowledge, Lorraine Code toma esta tradición y le da la vuelta. Para
Code, la metáfora-concepto que mejor personifica su ideal es el
amigo, no el amante. Además, la persona conceptual del amigo –el
modelo de la amistad– no encaja en la definición de la filosofía, sino
en la del conocimiento. Esta definición necesariamente toma el
conocimiento como algo provisional. Si la autoridad del autor/artis-
ta, además de la del maestro, no está fijada, el lugar que ésta deja
vacante puede ser ocupado por la teoría. Hace mucho tiempo, Paul
de Man definió la teoría como «una reflexión controlada sobre la for-
mación del método» (1982, p. 4). Por tanto, el maestro ya no tiene
la autoridad para imponer el método; su tarea es sólo la de facilitar
una reflexión continuada e interactiva. El conocimiento consiste en
saber que la reflexión no se puede terminar. Además, utilizando una
frase de Shoshana Felman, el conocimiento no es aprender acerca de,

Concepto 77
sino aprender de. El conocimiento no es una sustancia o un conteni-
do que se encuentra «ahí fuera» esperando a ser aprehendida sino
que, como indica el «cómo» del subtítulo de este libro, afecta a ese
aprendizaje desde la práctica del análisis cultural interdisciplinar.
Dentro del marco de este libro y de la descripción que hace
Felman de la enseñanza como la facilitación de la condición del cono-
cimiento (1982, p. 31), el cambio, aparentemente pequeño, que
Code establece desde el amante al amigo constituye, por lo menos
provisionalmente, una forma de escapar del desencuentro entre la
filosofía y las humanidades. La amistad es el paradigma de la produc-
ción de conocimiento, la tarea tradicional de las humanidades, pero
se trata de la producción entendida como un proceso interminable,
no como el prefacio a un producto. En contraposición a la pasión del
amante, Code enumera las siguientes características de la amistad,
como analogías de la producción de conocimiento:
– este conocimiento no se consigue de una sola vez, sino que se
va desarrollando;
– está abierto a la interpretación a varios niveles;
– admite diferentes grados;
– cambia;
– en el proceso de construcción del conocimiento las posiciones
del sujeto y del objeto son reversibles;
– se trata de un proceso continuado pero nunca logrado;
– el carácter de más o menos de este conocimiento afirma la nece-
sidad de reservar y revisar los juicios (1991, pp. 37-38).
Esta lista ayuda a distinguir entre la filosofía en el sentido más
estricto de la palabra, como una disciplina o interdisciplina poten-
cial, y las humanidades como un campo más general, organizado
«rizomáticamente» según una práctica interdisciplinar dinámica.
La filosofía crea, analiza y ofrece conceptos. El análisis, al perse-
guir su objetivo –que es el de articular la «mejor» manera (¿la más
efectiva, fiable, útil?) de «hacer», de llevar a cabo, la búsqueda del
conocimiento–, pone estos conceptos en contacto con los objetos
potenciales que deseamos conocer. Las disciplinas los «utilizan», los

78 Conceptos viajeros
«aplican» y los movilizan, haciéndolos interactuar con un objeto, en
busca de un conocimiento especializado. Pero, en el mejor de los
casos, esta división del trabajo no implica una división rígida de la
gente o los grupos de gente por disciplinas o departamentos. Tal
división despoja a todos los participantes de la clave: un análisis cul-
tural auténtico: una sensibilidad hacia la naturaleza provisional de los
conceptos. Sin afirmar saberlo todo, cada participante aprende a
moverse, a viajar entre estas áreas de actividad. En nuestro viaje por
este libro, negociaremos constantemente estas diferencias.
Seleccionaremos una ruta y pondremos otras entre paréntesis, sin
eliminar ninguna. En esto se basa el trabajo interdisciplinar.

Concepto 79

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