Tocqueville DDI 7 16

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Prólogo

Daniel Mansuy

Como bien recuerda el mismo Pierre Manent1, este libro –publicado por
primera vez en 1982– se inscribe en el contexto de la recuperación de la
obra de Alexis de Tocqueville que tuvo lugar en Francia durante la segunda
mitad del siglo XX. Aunque Tocqueville fue un autor relativamente exitoso
en vida, su obra atravesó un largo período de olvido después de su muerte.
Raymond Aron solía recordar que nunca escuchó su nombre en su paso por
la Sorbonne y L’École Normale Supérieure en la década de los ’20 del siglo
pasado; y Françoise Mélonio anota que entre los años 1925 y 1945 cada
librería francesa vendió, en promedio, un ejemplar al año de La democracia
en América, por lejos su libro más importante2. Sin embargo, después de
la Segunda Guerra Mundial –y sobre todo a partir de la década del ’70–
su obra volvió a ser leída, analizada y comentada, transformándose poco
a poco en una referencia ineludible a la hora de aproximarse al estudio de
ciertos fenómenos contemporáneos. Fue, sin duda, Raymond Aron quien
puso la primera piedra de este redescubrimiento. En plena Guerra Fría, y
mientras discutía con diversas corrientes marxistas, existencialistas y estruc-
turalistas, Aron cree que Tocqueville puede ayudarlo a pensar la compleji-
dad del mundo sin renunciar a la primacía del factor político. La novedad
de Tocqueville pasaba precisamente por allí: en pleno siglo XIX, había sido
capaz de descifrar la especificidad política del mundo moderno. Mientras
Comte había comprendido la modernidad como la era de la industria, y

1 Pierre Manent, Tocqueville y la naturaleza de la democracia (Santiago: IES, 2018), X.


2 Raymond Aron, Le spectateur engagé. Entretiens avec Jean-Louis Missika et Dominique Wolton
(París: Fallois, 2004), 32; y Françoise Mélonio, “Sur les traces de Tocqueville”, Cahiers de phi-
losophie politique et juridique 19 (1991): 17.
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Marx como el despliegue inexorable de la lógica capitalista, Tocqueville per-


cibió que el nuevo mundo debía ser leído como el advenimiento de la idea
de la igualdad3. Si el movimiento moderno es fundamentalmente un impul-
so por igualar a los hombres, se debe poner especial atención, por lo tanto,
a los procesos políticos antes que a las variables económicas y técnicas. Las
intuiciones de Aron cayeron en tierra fértil. En efecto, a partir de sus traba-
jos, se produjo una rehabilitación amplia y variada de la obra tocqueviliana,
desde diversos lugares y disciplinas. Así, autores en principio tan distintos
como Claude Lefort, Cornelius Castoriadis, François Furet y Marcel Gau-
chet fueron parte –cada uno a su manera– de esta corriente4.
Pierre Manent pertenece a esa generación que –inspirada por Aron–
volcó su mirada a Tocqueville, y su primera convicción es que la compren-
sión de la modernidad exige una perspectiva específicamente política. Así,
a ojos de Manent, pocas cosas pueden resultar más útiles para comprender
nuestro propio mundo –y a nosotros mismos– que una exploración de los
dos volúmenes de La democracia en América. Manent busca descubrir en ese
texto los mecanismos íntimos y los movimientos más ocultos del régimen
democrático. Estos resultan difícilmente perceptibles para nuestros ojos,
pues ya están naturalizados y, por lo mismo, no podemos apreciarlos con ni-
tidez. Todo indica que hemos perdido la capacidad de asombro respecto de
los efectos de la democracia. En otras palabras, ya no vemos la democracia,
porque estamos demasiado inmersos en ella; ya no podemos reconocerla,
porque de algún modo somos la democracia. La ventaja de Tocqueville es
que, siendo un francés de origen aristocrático, vislumbra en la joven nación

3 Raymond Aron, Essai sur les libertés, (París: Pluriel, 1998), 33; ver también el capítulo dedi-
cado a Tocqueville en Raymond Aron, Les étapes de la pensée sociologique (París: Gallimard,
1976). Aron expone su tesis de la primacía del factor político en los primeros capítulos de
Démocratie et totalitarisme (París: Gallimard, 1965).
4 Para una visión general sobre la recuperación de Tocqueville, ver Serge Audier, Tocqueville
retrouvé. Genèse et enjeux du renouveau tocquevillien français (París: Vrin–EHESS, 2004). Ver
también François Furet, “L’importance de Tocqueville aujourd’hui”, Cahiers de philosophie
politique et juridique 19 (1991): 135-145.
PRÓLOGO IES • 9

americana la médula del principio democrático, para luego aislarla en su


análisis comparativo. Por lo mismo, leer a Tocqueville sigue siendo un ejer-
cicio que sorprende por su actualidad: aunque escribió hace casi doscientos
años, y siendo él mismo relativamente joven5, los elementos centrales de su
diagnóstico no han perdido nada de su pertinencia. Más bien, cabría decir
lo contrario, pues mientras más avanza la lógica democrática, más aguda y
penetrante se vuelve la mirada de Tocqueville sobre ella.
En este plano debe buscarse la originalidad de la exégesis que Manent
hace de Tocqueville. Si Aron estaba interesado más bien en los aspectos ins-
titucionales del pensamiento de Tocqueville (¿en qué consiste un régimen
liberal?), Manent se fascina sobre todo con su descripción fenomenológica
de los laberintos en los que habita el individuo democrático, que permitiría
aproximarse a las tensiones que, inevitablemente, la democracia trae consi-
go6. ¿Cuáles son, a ojos de Manent, los ejes fundamentales del diagnóstico
de Tocqueville? El primero de ellos guarda relación con lo siguiente: la de-
mocracia moderna no se define tanto por un conjunto de procedimientos
o mecanismos, sino más bien por aquello que Tocqueville llama un hecho
generador: la igualdad de condiciones. Lo más propio de la democracia es
que en ella predomina el sentimiento de la semejanza humana. La demo-
cracia nos insta a vernos como iguales, y eso tiene una influencia decisiva
sobre todos los aspectos de nuestra vida. De hecho, este cambio sería de tal
profundidad que Tocqueville llega a hablar de dos modos de lo humano, de
dos humanidades distintas, al contrastar el escenario que le toca observar
con el mundo anterior. No hay, a lo largo de la historia, un fenómeno tan
relevante como el advenimiento de la democracia. Y, desde luego, este nuevo

5 Los dos volúmenes de La democracia en América fueron publicados en 1835 y 1840, cuando
Tocqueville tenía 30 y 35 años respectivamente. Después de eso, Tocqueville se dedicó a la ac-
tividad política (fue diputado y ministro). Finalmente, se retiró de la vida pública tras el golpe
de Estado de Luis Napoleón Bonaparte (1851). Para los aspectos biográficos de Tocqueville,
ver André Jardin, Alexis de Tocqueville (París: Pluriel, 2005).
6 Ver Pierre Manent, Le regard politique. Entretiens avec Bénédicte Delorme-Montini (París:
Flammarion, 2010), 131.
10 • IES PIERRE MANENT

fenómeno requiere una nueva ciencia política, cuyos principios Tocqueville


pretende elaborar. El capítulo de La democracia en América que mejor refleja
este cambio es aquel que lleva por título “Cómo la democracia modifica las
relaciones del servidor y del amo”, que Manent comenta agudamente en
el tercer capítulo de este libro. El problema puede explicarse como sigue:
dado que la democracia no elimina todas las desigualdades, en ella subsiste
la relación de servicio entre los hombres. Sin embargo, esta se ve profun-
damente modificada. Mientras que en la aristocracia se considera que el
servidor y el amo pertenecen a mundos distintos y cerrados, en democracia
se ven como iguales, unidos exclusivamente por vínculos contractuales (y,
por tanto, consentidos). Así, una relación eminentemente aristocrática se ve
subvertida de punta a cabo por la idea democrática, por el sentimiento de
semejanza, aunque las condiciones materiales hayan permanecido idénti-
cas. Sin embargo, al mismo tiempo que sus condiciones se igualan, sus per-
sonas se alejan. Si la relación es solo contractual, no hay en ella ningún deber
que exceda los términos del contrato. Hay aquí una doble conclusión, fun-
damental para Manent: la democracia iguala tanto como separa. La duda
que surge entonces es bajo qué modalidad podrá articularse la comunidad
política una vez acabada la relación aristocrática.
El régimen aristocrático se funda en la aceptación de la diferencia hu-
mana, de las ideas de jerarquía y autoridad, en torno a las cuales se organiza
la sociedad. Buena parte de la obra de Tocqueville consiste en un detallado
y exhaustivo contraste entre ambas formas de vida, como dos posibilidades
de lo humano. Ahora bien, la aristocracia tiene un orden político más o me-
nos natural, porque la noción de jerarquía contiene –aunque sea de modo
implícito– la idea de vínculos entre los hombres. En la superioridad (sea
falsa o verdadera) ya hay una relación. El trabajo de la democracia es exac-
tamente lo contrario, pues esta disuelve los vínculos verticales, y solo acepta
las relaciones consentidas y de estricta horizontalidad7. Una de las premisas

7 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, vol. 2 (México: Fondo de Cultura Econó-


mica, 2015), parte 2, cap. 2: “La aristocracia había hecho una larga cadena con todos los ciu-
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que funda la democracia es el reconocimiento de que cada cual posee un


derecho absoluto sobre sí y, en consecuencia, la relación fundamental del
individuo es consigo mismo. Los demás vienen después de la aceptación de
ese principio, pero no antes; y el trasfondo del orden democrático es siem-
pre el estado de naturaleza. Este es el motivo por el que Manent llega a decir
que la definición democrática de libertad no tiene nada de específicamente
político (capítulo III), porque dicha definición no nos pone en relación con
nadie distinto de nosotros mismos. La pregunta que surge espontáneamen-
te es: ¿cómo se relacionan hombres que no aceptan sino verse unos a otros
como rigurosamente iguales y que, en principio, no tienen nada en común?
¿Qué politicidad puede fundarse sobre el sentimiento de igualdad, que pa-
rece negar el principio mismo de todo gobierno (la necesidad de alguna
distancia entre gobernantes y gobernados)? Estas interrogantes son cierta-
mente incómodas para el lector contemporáneo, pero resultan indispensa-
bles si realmente queremos hacernos cargo de las dificultades inducidas por
el régimen bajo el que vivimos.
Esta cuestión puede abordarse como sigue: el individuo democrático es,
en principio, reacio a recibir cualquier tipo de influencia (ya que esta supo-
ne algún tipo de jerarquía, aunque fuera muy tenue). La democracia busca
reproducir el estado de naturaleza tal y como fue pensado por los contrac-
tualistas: un estado de perfecta libertad y autonomía de individuos aislados.
La democracia se enfrenta a la difícil tarea de recrear un orden político allí
donde solo se admiten vínculos horizontales, y donde cada individuo –en
palabras de Tocqueville– se encierra estrechamente en sí mismo, preten-
diendo desde allí juzgar el mundo8. Si el arte político se define ante todo por
la capacidad de poner cosas relevantes en común9, el individuo democrático
no parece estar preparado para una aventura de ese tipo. Para Manent, el

dadanos, que ascendía del campesino al rey; mientras que la democracia rompe esa cadena,
aislando cada uno de los anillos”.
8 Tocqueville, La democracia en América, parte 1.
9 Aristóteles, Política, 1253a16-18.
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autor de La democracia en América revela acá una verdad fundamental del


régimen democrático: la progresiva transformación del ciudadano en indi-
viduo, que pierde la perspectiva de formar parte de un todo más amplio. El
individualismo que predomina al interior de las sociedades democráticas
–que Tocqueville distingue cuidadosamente del egoísmo, pues no cree que
el problema pueda reducirse a su dimensión moral– aparta a los hombres
del interés cívico, alejándolos de cualquier vínculo efectivo con otros. Si se
quiere, la democracia que observa Tocqueville confirma una intuición de
Montesquieu, quien había sugerido que los hombres modernos serían más
confederados que conciudadanos10. Manent nota aquí una paradoja rele-
vante: ningún régimen necesita más el ejercicio de virtudes públicas que la
democracia (pues debe recrear constantemente un orden político que no
está dado), pero, al mismo tiempo, ningún régimen vuelve más improbable
el ejercicio de aquellas virtudes. De algún modo, Tocqueville comprende an-
tes que nadie que las democracias deben acostumbrarse a convivir con gra-
dos elevados de apatía política. Por lo mismo, sugiere que la democracia se
enfrenta al peligro del despotismo centralizado, pues la masa indiferenciada
y pasiva carece de medios para oponerse a un Estado tutelar. Mientras más
se separan los individuos unos de otros, más se arriesgan a ser dirigidos por
un Estado cuya tendencia es acumular el máximo de prerrogativas posibles.
Desde luego, Tocqueville no piensa que tal sea el destino fatal del orden
democrático, y esto por varios motivos. El autor de La democracia en Améri-
ca no cree en nada semejante a un curso determinado del futuro, ni partici-
pa del vasto movimiento decimonónico de filosofía de la historia. Pero nada
de esto –y aquí reside buena parte de su originalidad– lo hace insensible
frente al carácter irresistible de ciertas lógicas. Así, describe la marcha hacia
la igualdad entre los hombres como un movimiento inexorable, frente al
cual resulta vano oponerse. No obstante, la democracia no admite solo una
modalidad, ni está determinada a manifestarse solo de una manera. En ese

10 Montesquieu, De l’esprit des lois, libro XIX, 27.


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sentido, Tocqueville es un pensador genuinamente liberal, pues cree que el


futuro depende básicamente de lo que nosotros decidamos hacer con él: no
estamos sometidos a ningún tipo de necesidad ciega. Al mismo tiempo, está
lejos de ser un reaccionario que se satisfaga con la crítica de la democracia
y de la modernidad. A pesar de su origen aristocrático, y contrariando sus
instintos más primarios, Tocqueville cree que el movimiento democrático
es fundamentalmente justo. Hay en la idea de igualdad algo verdadero que
las sociedades aristocráticas no alcanzan a ver. Esto le permite observar el
mundo con una admirable independencia de juicio, pues su adhesión a la
democracia es siempre lúcida, con plena conciencia de sus fragilidades. El
juicio de Tocqueville, por ejemplo, es muy severo en lo que refiere a la li-
bertad intelectual que permiten los pueblos democráticos. Según él, estos
caen de modo veloz en un conformismo que impide la emergencia de todo
espíritu crítico, y eso vuelve muy difícil la expresión de disidencia intelectual
(y, por ende, de toda originalidad) respecto de la opinión dominante. En ese
sentido, la censura democrática bien puede ser más drástica (aunque menos
cruel) que aquella que reinaba bajo la Inquisición11.
Con todo, Tocqueville nunca dejó de pensar que los aspectos más noci-
vos de la democracia pueden ser contenidos y corregidos por un arte polí-
tico suficientemente desarrollado, y que tome en cuenta algunos principios
elementales. Uno de ellos, que hoy puede sorprender a más de un lector, es
la unión entre el espíritu democrático y el espíritu de religión (en la Francia
postrevolucionaria se consideraban antinómicos), pues cree que la apertura
a la trascendencia impone frenos al despliegue total de la lógica democráti-
ca, a pesar de ser él mismo incrédulo12. Por otro lado, defiende con vigor las
asociaciones libres y voluntarias, mecanismo mediante el cual los hombres
pueden salir del individualismo ramplón, y recuperar la perspectiva de lo
común. En su óptica, solo una sociedad civil dotada de fortaleza y vitalidad

11 Sobre esto, ver Philippe Bénéton, Les fers de l’opinion (París: Puf, 1999).
12 Ver la carta de Tocqueville a Arthur de Gobineau del 5 de septiembre de 1843 en Alexis de
Tocqueville, Lettres choisies. Souvenirs (París: Gallimard, 2003), 515-519.
14 • IES PIERRE MANENT

puede conducirnos hacia un plano más elevado, y sacarnos de la conside-


ración estrecha por nuestro bienestar material. Las asociaciones voluntarias
son el modo en que el individuo democrático se repolitiza, logra practicar
virtudes públicas, y –sobre todo– vuelve a considerar su bien particular des-
de una perspectiva que incluye el bien de otros. Renunciar a esas asocia-
ciones es, por tanto, condenar a los individuos a un horizonte tan estrecho
como peligroso, pues hace plausible el despotismo.
De más está decir que todas y cada una de estas consideraciones son
muy pertinentes para las discusiones que vive hoy nuestro país. En efecto,
puede pensarse que, en los últimos años, Chile entró de lleno en la lógica
democrática descrita por Tocqueville. No tanto porque hayamos satisfecho
nuestros anhelos de igualdad –estamos lejos de aquello–, sino porque esos
anhelos son cada día más vehementes. La reivindicación democrática ya
no admite dilaciones ni acepta obstáculos aristocráticos en su camino; se
ha convertido en un imperativo categórico que no se detiene ante ninguna
consideración. Sin embargo, y aquí reside la advertencia fundamental de La
democracia en América, la idea de igualdad –llevada al extremo– contiene
elementos profundamente antipolíticos y, en último término, autodestruc-
tivos. Tocqueville recoge aquí un viejo principio aristotélico: ninguna idea,
ninguna aspiración humana debe ser exclusiva ni monopólica, pues eso im-
plica olvidar que los bienes humanos son diversos y que deben equilibrarse
entre sí. Provisionalmente, la democracia necesita tanto de la igualdad como
de la libertad. Por lo mismo, resulta imprescindible poner atención en el
cultivo de las virtudes públicas, la fortaleza de los cuerpos intermedios, la
libertad de expresión y el respeto por las instituciones liberales y el régimen
representativo, pues no hay auténtica libertad fuera de ese cuadro. Es decir,
fuera de ese cuadro, la reivindicación igualitaria –legítima en principio–
bien puede profundizar la privatización de la vida humana. Por mencionar
un ejemplo, mientras más atribuciones le damos al Estado –esperando que
éste logre igualar las condiciones– más corremos el riesgo de debilitar el te-
jido propio de la sociedad civil, que es difícilmente compatible con el modo
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de operar del aparato público. Además, la aspiración a la igualdad no es ne-


cesariamente ajena a ciertas tendencias narcisistas, como lo muestra el auge
que ha adquirido en los últimos decenios la noción de identidad, que pa-
reciera considerar que la plaza pública es el lugar para manifestar nuestras
singularidades antes que aquello que tenemos en común13. Ningún proyecto
político digno de ese nombre debería ignorar estas reflexiones.
Jean-Claude Lamberti ha dicho que Tocqueville es quizás el último
representante del humanismo cívico; quizás el último autor que intentó
aceptar el principio de la autonomía moderna sin renunciar nunca a la im-
portancia fundamental de los vínculos políticos en la constitución y el des-
pliegue de lo auténticamente humano14. En otras palabras, el liberalismo de
Tocqueville fue siempre un liberalismo político. El gran mérito de este libro
es hacernos ver –casi tocar– precisamente este punto: la democracia, a pesar
de todos sus méritos, no se basta a sí misma. O bien, como dice el mismo
Pierre Manent al concluir su trabajo: para amar bien la democracia, hay que
amarla moderadamente15.

13 Para una visión crítica de las políticas de la identidad, ver Mark Lilla, El regreso liberal. Más
allá de las políticas de identidad (Madrid: Debate, 2018).
14 Jean-Claude Lamberti, Tocqueville et les deux démocraties (París: Puf, 1983), 244.
15 Para ver el modo en que Manent desarrolla su perspectiva sobre estas cuestiones, ver Curso
de filosofía Política (Santiago: IES, 2016). Sobre el modo en que ha evolucionado su lectura
de Tocqueville, ver Les Métamorphoses de la cité. Essai sur la dynamique d’Occident (París:
Flammarion, 2010).
16 • IES PIERRE MANENT

Bibliografía

Aristóteles, Política.
Aron, Raymond, Essai sur les libertés (París: Pluriel, 1998).
Aron, Raymond, Le spectateur engagé. Entretiens avec Jean-Louis Missika et
Dominique Wolton (París: Fallois, 2004).
Lamberti, Jean-Claude, Tocqueville et les deux démocraties (París: Puf, 1983).
Mélonio, Françoise, “Sur les traces de Tocqueville”, Cahiers de philosophie
politique et juridique 19 (1991): 13-20.
Montesquieu, De l’esprit des lois.
Tocqueville, Alexis de, La democracia en América (México: Fondo de Cultura
Económica, 2015).

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