Ena Lucía Portela, El Viejo El Asesino y Yo

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cuentos de encuentro

El viejo, el asesino y yo 1

Ena Lucía Portela

Espero que no tenga usted nada que decir


en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.

T. Mann, La montaña mágica

Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro,


que alguna vez fue hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en
su piel no sean las que suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto, que al
asomarse a la calle parece el hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se
percata. Me mira con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxi-
me demasiado, que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con
una serpiente es mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada
importa, conocer o desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada.
Le da muchas vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se
burla de sí mismo. Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares, los cuentos de encuentro
olores, la forma de vestir —el amor en La Habana tampoco es el de antes—,
que ya no quiere hacer otra cosa demasiado distinta a mecerse en un sillón.
Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcan-
zarlo, donde él puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las
manos en busca del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice.
Creo que se burla de sí mismo a manera de ejercicio retórico o quizás para
evitar que alguien se le adelante. Un ceremonial apotropaico, un conjuro.
Dice lo que imagina que otros podrían decir acerca de él, exagera y no queda
más remedio que citarlo.

1
Premio de cuento Juan Rulfo 1999. 133
encuentro
 Ena Lucía Portel a 

Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el hom-


bro desnudo. Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo,
parece haber nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de
traje: estadistas, financieros, escritores famosos. Patriarcas, próceres, fundado-
res de algo. Cuando se reúnen varios de ellos me parece asistir a un lugar de
decisiones importantes, a una especie de asamblea constituyente.
El aire mueve diminutos fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a lavan-
da, a lejanía, a país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se desho-
jan; huele a oscuridad cerrada y de elevado puntal, a mil novecientos cincuen-
ta y tantos. Mediados de un siglo que no es el mío. Porque su época, según él,
es la anterior a la caída del muro de Berlín; la mía es la siguiente. Todo cuanto
escriba yo antes del XXI será una obra de juventud. Después, ya se verá. Creo
que es una manera elegante de decir que estamos separados por un muro.
—¿En tu casa hay balcón?
No, pero sí una terraza con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de
barro o porcelana con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los cac-
tos, pero se dan fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca, arenosa,
en mi versión reducida del desierto de Oklahoma. Algunos tienen flores,
otros parecen cubiertos por una fina pelusa, pero hincan igual. Son las plan-
tas más persistentes que conozco: aprendo de ellos.
—No, pero sí una terraza —si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz
que se vaya y me deje con la palabra en la boca.
Nunca lo ha hecho, Dios lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho,
que le gustaría poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio reli-
gioso y todavía se le nota, además, es cobarde), pero admira la grosería, la
brutalidad deliberada como una forma de independencia de no sé cuántas
ataduras, convenciones o algo así. Y no me imagino a mí misma sujetándolo
por la manga de la camisa. Al menos por el momento...
Así son las cosas. Temo aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo
aburro. ¿Qué podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? «Una
joven promesa de la literatura cubana», es ridículo. ¡Él ha visto tanto! ¡Me
lleva tantos años! ¡Lo repite tan a menudo! Un caballero medieval bien
cuentos de encuentro

enfundado en su armadura, en su antigüedad. Temo al malentendido. Temo


que escape justo en el momento de haber alcanzado su definición mejor...
temo. Cada vez que lo veo me lleno de temores (y temblores) y aun así no
puedo dejar de acercarme a él. No me lo explico. Es absurdo, soy absurda.
Revoloteo alrededor del viejo como una mariposilla veleidosa.

Como de costumbre, hay mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro,


comentan, murmuran, toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de
una pecera, en cámara lenta. Moluscos.
Otras tardes y otras noches resultan más animadas que ésta: discuten de
literatura, hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a
134 otros, se apasionan. El viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan palpitaciones
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 El viejo, el asesino y yo 

y luego es el insomnio, el techo blanco. Se promete a sí mismo no volver a


acalorarse y reincide. (Uno no escribe con teorías —me ha dicho hoy y no
estoy de acuerdo, pienso que nada es desechable, que uno escribe con cual-
quier cosa, pero en fin.) No he estado presente en esos barullos que horripilan
a los editores extranjeros. (No se pelean, es su forma de conversar, son cuba-
nos —le ha dicho un mexicano a otro). Alguien me los describe. Siempre hay
alguien para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos mal, pienso.
Porque delante de mí sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas, como
articulando muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del Nouveau
Roman o el cine de Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia descolorida, la inco-
municación. El gran aburrimiento. El viejo se pone elegíaco y cuenta de sus via-
jes lo mismo que podría contar un turista cualquiera. Le ha dado la vuelta al
mundo más de una vez, para cerciorarse, al parecer, de que todo lo que hay por
ahí es muy tedioso. Habla de los epitafios que ha visto y planea el suyo. Confunde
los detalles adrede. (Eso de que Esquilo participó en la batalla de Queronea no
se lo cree ni él.) Cualquier originalidad, incluso la que resulte de una vasta erudi-
ción, podría resultar comprometedora a largo plazo y quizás antes. No se oyen
nombres propios, ni siquiera los nombres de los muertos (sólo Esquilo, Byron,
Lawrence de Arabia y gente así), ninguno suelta prenda. Se repliegan. Cierran
filas. Actúan como conspiradores. En ocasiones, por provocar, hablo mal de
alguien, de algún conocido en el mundo de los vivos, y entonces todos se apresu-
ran a defenderlo. «Es una impresión errónea», me dicen. O se callan todavía
más. No hay manera. Como en un retrato de grupo, todos quieren quedar bien.
Sucede que tengo mala reputación. Yo, la peor de todas, en principio
asumo el comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho
de las crisis existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de cólera. De
todo lo que generalmente las personas no pueden controlar, al menos en
nuestro clima tan fogoso. Ofrezco confianza, complicidad, discreción, nunca
advierto a mi interlocutor que cualquier palabra que pronuncie puede ser uti-
lizada en su contra; regalo alguna de mis propias intimidades, la cual se trivia-
liza en mi boca y al instante deja de serlo. De ese modo, dicho sea de paso, he
llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no quiero que se sepa no se lo cuentos de encuentro
digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de vidrio.
Insisto: A ver, cuéntame de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo?
¿Te pegaba? ¿Era cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus
pecados, ¿a quién quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de dor-
mir? ¿Y en sueños? ¿Cómo lo haces? Y las personas hablan, claro que sí. Les
encanta hablar de sí mismas. Se desahogan, descargan, delegan sus culpas en
mí. Entonces los absuelvo, les digo que no son malos, los reconcilio consigo
mismos, los ayudo a recuperar la paz.
Como es de suponer, en realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar.
Simplemente se vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué
suerte, se puede hablar de cualquier cosa. Sé escuchar. No interrumpo, no
condeno. La atención es una droga. Olvidan que en verdad no soy analista ni
padre confesor. Peligrosa amnesia que procuro cultivar. Ellos se proyectan en 135
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mí, discurren cada vez con mayor soltura hasta que sale a relucir algún mate-
rial significativo. Mientras más profundo es el sitio de donde proviene, más
notable, más escalofriante es la revelación.
He ahí el momento: con ese material significativo —y algunos otros ele-
mentos tan secretos como el contenido preciso de una nganga— escribo mis
libros. Cuentos, relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir
teatro, pero no sé por qué desconfío de los autores que incursionan a la vez
en géneros distintos y hasta opuestos. Me he habituado a narrar.) Trabajo
mucho, reviso y reviso cada frase, cada palabra. Reinvento, juego, asumo otras
voces, muevo las sombras de un lado a otro como en un teatro de siluetas
donde veinte manos delante de una vela pueden figurar un gallo, desdibujo
algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los modelos
siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias imágenes.
Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por entera-
dos y poner el grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible credibi-
lidad que algunos lectores exigen y, de paso, me hacen tremenda propaganda
—no hay nada como los trapos sucios para llamar la atención. Gratis. Tampo-
co entienden que dentro de cien años nadie que me lea, si aún me leen
(ojalá), los va a reconocer. Y si los reconocen, será porque de un modo u otro
han accedido por lo menos a un trocito de gloria. No digo que debieran estar
agradecidos; no digo que los rostros de los Médicis son aquellos que les inven-
tó Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que suena demasiado sober-
bio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo decirle a nadie.
Los lectores ajenos a los círculos literarios —son ésos los que más me gus-
tan— se asombran de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es
posible crear tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran... Creo
que algunos ya andan investigando por ahí.
Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente
de un montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política,
según las filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la extrema
izquierda que en la extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico Fra Angé-
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lico no pintó a los franciscanos en el infierno? Bien pudo ser al revés. Me atri-
buyen unas ideas sobre el ser humano y eso, que ni siquiera comprendo muy
bien, pues no acostumbro a pensar en términos de semejante envergadura
—más que la especie, me interesan los individuos y, sobre todo, los individuos
que me rodean. Me acusan de falta de creatividad, de resentida y envidiosa;
intentan bloquear mis relaciones de negocios —de vez en cuando lo logran: un
simple comentario delante de eso que llamo «el lector poderoso» puede resul-
tar demoledor—; recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en la editorial lle-
gan constantemente anónimos plagados de injurias firmados por «La Espátula»
y «La Mano Que Coge», me echan brujerías de todo tipo, en fin, lo de siempre.
A pesar de que en las «entrevistas» nunca uso grabadora (mi memoria
para estos asuntos es excelente, puedo recordar durante años un dato al pare-
136 cer insignificante), ninguno de mis modelos ha intentado hasta el momento
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desmentirme por escrito. No importaría si lo hicieran: mis versiones son más


dignas de crédito en virtud del aforismo maquiavélico que dice «piensa mal y
acertarás». Lo esencial es que nadie se atreve a demandarme, porque las
zonas más truculentas de esas historias, las zonas más envenenadas y deni-
grantes, no las escribo, no les doy curso. Me las reservo como garantía, como
la última bala en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.
Sé que un día me van a asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el últi-
mo rostro que me será dado ver.

Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinan-
tes fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la his-
toria universal de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad
del viejo de alguna manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante cla-
vada en mi espalda y eso me complace más. Me impide soñar que las cosas son
diferentes. Ese muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la
conversación deshilachada que sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado
el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en
la oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes.
Como si se hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren
alborotar. Del fondo de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero
ruido ambiental de cristales que chocan, fósforos que se encienden y crepi-
tan, susurros similares al del océano que habita en los caracoles, risitas fúne-
bres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a sus pies en un ovillo peludo.
El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiem-
bre ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pien-
so en Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su
taller. Divina. Ella no habla casi porque hablar —afirma— le provoca dolor de
cabeza y porque de todos modos —sonríe lánguida— no tiene mucho que cuentos de encuentro
decir. Al menos no con palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:
Recuerdas tú, aquella tarde gris /en el balcón aquel, donde te conocí... Puede ser el
bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos,
durante toda la noche.
El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que
recobrar algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco,
febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se
acerca a nosotros.

—Él dice que tú le coqueteas —me ha advertido con el entrecejo fruncido


como si dudara entre la risa y el enojo—. Ten cuidado. 137
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—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta? ¿Le
gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho
mejor que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premo-
niciones—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir...
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero.
Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón
(tiene un hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una
imitación casi natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En
la vasija original, tan auténtica como la página de un libro, aparecían dos
muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una acariciaba la mejilla de la otra
de esa misma manera y el pie de grabado aseguraba que se trataba de un
gesto típicamente homosexual. Mira, mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha
movido. Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por ins-
tantes y después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los
hombres y todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.

Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo
ha estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los bal-
cones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /para
mirar feliz nuestra escena de amor... Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y
Amelia. Se cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi
Andersson y Liv Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás el
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deseo pone en entredicho las identidades, porque el viejo y Amelia se inte-


gran en una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.
Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el pasillo,
diciéndole malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras. (Afirma
que eso de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues, que no
puede resistir la tentación de ejercitar el ingenio a costa de los demás: no
debe ser fácil renunciar a un hábito tan añejo. Muchos le temen y eso lo
divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía noticias de mí. Nada, una mucha-
cha ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde mucho antes, llevaba
siempre en mi cartera una foto suya recortada de una revista. Una foto de
archivo, treinta años atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de escri-
bir. Amelia lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada
138 de hombres.
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Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descu-
brir al fin la rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta,
respingadita, graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos soñadores,
pestañas largas, abundante pelo blanco. ¿Es ésa la cara de un viejo cínico que
no cree —ni descree— en nada ni en nadie? En el siglo XIX se creía que el
rostro era el espejo del alma...
El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo
necesario —y suficiente— para convencer no sé a quién de la soberana indife-
rencia que le inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche, algo
que pasa. A mí, por ejemplo, ni siquiera hay que decirme que después de la
segunda botella me pongo insoportable: da lo mismo y, además, lo cierto es
que no necesito alcohol para ponerme insoportable en cualquier momento:
es mi oficio. El muchacho, en cambio, cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es
peor, me pone triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la
persona que te ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a
cada instante. Supongo que sea así, pues en realidad no guardo memoria de
haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo pretender que no existe lo que a todas
luces sí existe? ¿Solipsismo? ¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco
ahora puedo dejar de seguir al viejo hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho —¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?— tampoco puede
dejar de seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es
tal que en ella se pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa.
Es una mirada que conozco al menos en su incertidumbre: he buscado en ella
a mi asesino y no lo he encontrado. Qué bueno. Pero de todas maneras
podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen necesariamente que
tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera saben que lo serán, que ya lo
son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora. Cuando las emociones
se precipitan y se escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho,
pero los sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles, domésti-
cos si se quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene de visita casi cuentos de encuentro
todas las tardes y le encanta mecerse. ¿Qué otra cosa se puede hacer a mi
edad? —es lo que dice. Y sonríe igual que Amelia cuando se describe a sí
misma como una tímida cosita que pinta tímidas naturalezas, vivas y muertas.
Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi
insistencia no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empala-
gosas y demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima
inquietud. Sonríe otra vez. No sé, en lo absurdo también debería quedar un
rincón para la coherencia...

Ambos hemos leído recientemente esas páginas chismosas de A Common Life


(Simon & Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en el
amor desolado que durante largo tiempo profesó Carson McCullers, la maliciosa 139
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chiquita del cazador solitario, el ojo dorado y el café triste, a Katherine Anne
Porter. Una pasión a primera vista que de manera per versa fue derivando
hacia un asedio compulsivo, abierto, irresistible, maniático. Tal vez Carson
también aprendía de los cactos. Sus torturadas demandas inexorablemente
fueron retribuidas con patadas y más patadas, desprecios y desplantes de todo
tipo, con un odio que se me antoja inexplicable. Tan inexplicable y profundo
como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.
—Nada de inexplicable —me dijo el viejo—. McCullers la perseguía, la
molestaba y nadie tiene por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los hombres
no te quieren y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de
los de tu perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás por qué.
Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al
viejo le disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia
intempestiva y desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar
para nada con el protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan
sólo como el objeto del deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un
deseo furioso puede llegar a ser anulador (Katherine Anne: la deplorable mujer-
cita que rechazó a Carson), un escritor aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.
Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía
sobre mí podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecér-
mele en todas partes con cara de sufrimiento, de perro apaleado. Llamarlo
todos los días por teléfono —lo he llamado tres o cuatro veces y nunca reco-
nozco su voz en el primer momento, la plenitud de su voz, el registro grave,
me recuerda más bien al joven de la foto en mi cartera, siempre me dice «gra-
cias por llamarme»—, llamarlo no para preguntar por un conocido, por una
fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras inclinaciones aristo-
cratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de nobleza, somos así. No,
llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy a suici-
dar y suya será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos: Yo te miré /y en un
beso febril /que nos dimos tú y yo /sellamos nuestro amor... Obligarlo a cambiar su
número, pesquisar el nuevo número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insis-
cuentos de encuentro

tir, insistir hasta el vértigo. Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enlo-
quecidos en la puerta como en una habitación de la torre de Yaddo: «Katheri-
ne Anne, te quiero, déjame entrar». Permanecer tirada en el quicio toda la
noche hasta que él salga y pase por encima de mi cuerpo... No me importaría
hacerlo, pensaba. ¿Y a él? ¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a ese punto.

Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impul-
so de seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes.
Sublime encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol prefe-
rido: la yagruma, se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sin-
140 fónica. El mismo gesto demorado que le he visto hacer en la televisión, donde
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 El viejo, el asesino y yo 

lo creí un truco de cámara. (Conozco a la directora del programa, he estado


pensando en ir a pedirle, de un modo muy confidencial, que me permita
sacar una copia del vídeo. Lo peor que puede suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va
a molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a
nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasia-
do perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo ríspido, agresivo,
negador —cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por
su boca es vitriolo—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito,
elegante, sereno. Cuando abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro,
una dama de sangre azul, la marquesa de las amistades peligrosas. Y ese perso-
naje, el de los chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda mi silla y me
cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura (en la mesa
siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo comer), le va de maravi-
lla. Algo tan evidente no debe ser importante, este viejo es un hipócrita de
siete suelas, un jesuita que sabe más que el diablo y se protege de los zarpazos
de la bandidita, es lo que leo en las demás caras y me complace.
«No hago locuras» quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto.
No podría hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la
impresión de ser una persona muy segura de mí misma, una persona sobre
quien resbalan las opiniones, los comentarios ajenos. De cierta forma es ver-
dad: mi imagen pública difícilmente podría ser peor de lo que ya es. Hoy sólo
me preocupa el reconocimiento, la aprobación del viejo.
El calor es suficiente para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo
de la cara, cruzar las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y
vuelvo a pensar en Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca
por dos años de la École de Beaux-Arts. Naturalezas vivas, espléndidas, regias
naturalezas. La falda es roja, breve sin incomodar. (En momentos así es cuan-
do pienso que yo nunca sabría llevar un título nobiliario como un personaje
de Proust le recomienda a otro: igual que lady Hamilton, tengo alma de caba-
retera.) La blusa es gris como esos ojos que me vigilan entre fascinados y som- cuentos de encuentro
bríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto. El viejo y yo.
Cómo me gusta decirlo: el viejo y yo.
—¿Tú quieres algo con él y conmigo? —me ha preguntado el muchacho,
conciliador.
—No —le he respondido suavemente—. Sólo con él.
—Eso no va a ocurrir nunca —me ha dicho irritado—. Y si quieres te digo
por qué...
—¿Tienes muchas ganas de decirme por qué?
—Yo... este... No, mejor no.

El viejo y yo conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto


algo sobre uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los 141
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verdaderos, un lindo libro donde el viejo se ha mostrado particularmente efi-


ciente a la hora de escamotear detalles. ¿Buen tono? ¿Temor? ¿Censura? Me
gustaría interrogarlo en el estilo de un paparazzo o un fiscal, en el estilo de
Sócrates, enredarlo con su propia cuerda, hacerlo caer en contradicciones.
Me gustaría verlo evadirse, sortear todos los obstáculos y pasar a la ofensiva.
Me gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un pie descalzo
en su rodilla, todo a la vez y sé que no es el momento. Nunca será el momen-
to, ¿no es eso lo que me han dicho? En medio de una charla de salón me
seduce la imposibilidad.
—Nadie es como era él —afirma el viejo con una tristeza que no le cono-
cía—. Nadie.
Y no es la amistad entre escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado. Su
reino.
La madre del muchacho nos trae café en unas tacitas de porcelana azul
con sus respectivos platicos también azules. Todo de lo más tierno, como
jugando a ser una familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un
gesto maquinal, ensimismado. Quizás piensa todavía en el muerto, un muerto
que le sirve para descalificar al resto de la humanidad conocida y por cono-
cer. Empezando por mí, desde luego, que no soy como era él. Para nada. Es
lógico, pero me incomoda.
Pienso en la madre del muchacho, Normita. Una excelente cocinera que
tiende a apurarnos cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años
en pelar las papas o escoger el arroz, una excelente señora en sentido gene-
ral. Es viuda y vive en un pueblo del interior, sola en una casa muy amplia.
Ahora está de visita por un par de semanas o algo así —para el muchacho su
presencia constituye un alivio, imagino por qué, la llama Normita en lugar de
mamá—, pero se irá pronto, pues no soporta vivir lejos de su casa y su tranqui-
lidad en este manicomio que es La Habana.
Hemos descubierto (o construido) entre nosotras una afinidad peculiar.
Me cuenta deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él.
Se ríe. «Ponme en una de tus novelas», me dice y vuelve a reírse. «Así no vale,
Normita», le digo. Es Escorpión, igual que yo, y dice que la gente tiene
cuentos de encuentro

muchos prejuicios con los escorpiones, que en el fondo somos buenas perso-
nas. Si de verdad ella piensa que soy una buena persona, cosa que me resisto a
creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede quedarle a Normita. Pero siem-
pre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo sabré yo!
Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo
prefiero. Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chi-
flada. Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la calle
de Amelia los viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado a cal y canto. No
estoy segura, pero es muy posible. Habrá que esperar a ver. Porque han sido
años, casi desde que éramos adolescentes, Amelia conoce mi cuerpo como
nadie... y de pronto ¡zas! Sí, yo también me iré. Dentro de poco hago así y
cobro los derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los anóni-
142 mos que vayan llegando me los pueden guardar, a veces son utilizables), le
encuentro
 El viejo, el asesino y yo 

doy todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo indefinido en un pue-


blo del interior. Mis cactos y mis modelos pueden sobrevivir sin mí. No creo
que me necesiten demasiado ni yo a ellos. ¿Podría escribir un libro entera-
mente de ficción? ¿Acaso puede existir semejante libro? No lo sé. Tal vez sería
la mejor solución para todos, no lo sé.
El viejo y yo hemos estado hablando del placer que produce acostarse boca
arriba en la cama en el silencio en una tarde apacible y divagar. Deshacer los
lazos que nos atan al mundo, dejarnos fluir en la soledad que de algún modo
ya hemos aceptado.
El muchacho se acerca a nosotros con el sempiterno vaso de ron en la
mano. El viejo desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador.
Pienso que el muchacho podría hacer algo desesperado en cualquier momen-
to. Algo tan desesperado como el silencio que se empeña en mantener o la
ferocidad de sus réplicas aisladas y no muy pertinentes...
Divagar. Las imágenes se suceden unas a otras, se interponen, se entrela-
zan. Imágenes visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo de los
libros, el cine o la música, que de ese eidos con límites borrosos (esfumados
como el background de Monna Lisa) que por convención suele llamarse «la
vida real». Una vida, a veces no tan cierta, que no sólo incluye los viajes, el
momento indescriptible en que se descubre desde el avión cómo se alza ver-
tiginosa Manhattan entre un mar de neblina, o el ronroneo sobrecogedor
del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas de los Andes. Una
vida que también abarca, como miss Liberty o el Cristo de Río, la cotidiani-
dad en apariencia más intrascendente, con sus afectos y desprecios, con sus
pasiones anónimas de pronto tan, pero tan, inmersas en lo ficticio, en la
fábula.
Porque mi mundo interior es impuro e inmediato, casi palpable, quienes
me odian dicen que no lo tengo, pienso.
Pero no menciono eso último por no perturbar al viejo, quien comprende
y acepta y hasta participa de mi misma noción de divagar. Después de todo,
quienes me odian son sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos
estéticos, historias vividas; con ellos tiene compromisos. Esos mismos que le cuentos de encuentro
impidieron hacer la presentación de mi primera novela, donde me río un
poquito de ellos (más de lo que sus egos hipersensibles pueden soportar, qué
horrendo delito, ja), les saco la lengua y les guiño el ojo. Sé que ellos no signi-
fican para el viejo ni remotamente lo que significó el muerto. Porque nadie es
como era él, nadie. ¿No es así como decía? Sé que el viejo está solo, que no lo
olvida y siente miedo. Que los compromisos son los compromisos. Por esa
razón, y no por aquella otra que con aire freudiano insinuaba el muchacho,
entre el viejo y yo no puede suceder nada. He llegado demasiado tarde. Hay
un muro.
No quiero introducir asuntos espinosos ahora que nuestra divagación
sobre la divagación, más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan armoniosa.
—Ustedes, ya que son tan cínicos, tan lengüinos, deberían discutir... ¿Por
qué no se enfrentan? —sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo. 143
encuentro
 Ena Lucía Portel a 

—Estamos discutiendo, enano, lo que pasa es que tú no te das cuenta


—comento y el viejo sonríe.
¡Ay viejo! Querría decirte que a mí también me gusta tu muerto (quizás
menos que a ti: prefiero el teatro de O’Neill, su largo viaje del día hacia la
noche es único, es genial, es incomparable desde cualquier punto de vista y tu
muerto debió saberlo, no debió rechazar aquel desmesurado elogio desde la
soberbia, lo siento, viejo, cada cual se inclina sólo ante sus propios altares),
querría decirte que me gusta sobre todo la relación que hubo, que hay, entre
ustedes, un viejo y un muerto, que me fascina tal y como la describes en tu
libro, que los envidio a los dos porque yo nunca tuve amigos así...
Voy a hablar y el muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir
que la divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy dife-
rente, relacionado con el sexo o algo por el estilo. No lo entiendo bien. Habla
como si no pudiera evitarlo, como si las palabras salieran por su boca en un
chorro a presión. Es un hombre desmesurado, violento, pienso no sé por qué.
El viejo hace un gesto de impaciencia:
—Sigue tú con tus divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras —dice
en voz baja.
¿Las nuestras? ¿Las nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo y
yo podemos designar como «nuestro», aunque no sea más que la imposible
suma de dos soledades? Tal vez lo ha dicho para mortificar a su amante.
Alguien tan entrometido probablemente se merece que lo aparten de vez en
cuando, al menos un par de milímetros. Ellos, pienso, deben estar acostum-
brados el uno al otro (como Amelia y yo) con sus necesarios, vitales, impres-
cindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me utiliza. Pero no me importa: que
haga lo que quiera, lo que pueda.
Porque me han contado que en una tarde bien tranquila, de esas que invi-
tan a la siesta y a la divagación, el viejo se apareció en esta misma casa, todo
agitado, con un ejemplar de mi primera novela en la mano. Se la tendió al
muchacho y le dijo busca la página tal y lee, lee en voz alta. Y el muchacho le
dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no te sientas? Y el viejo le dijo lee, vamos, lee,
como quien dice pellízcame a ver si no estoy soñando. Y el muchacho leyó.
cuentos de encuentro

Unas diez páginas, en voz alta.


Me han contado que el viejo, iracundo y alegre, caminaba de un lado a
otro, se alteraba, se reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el
pecho, pedía agua. Un desorden de emociones, el nacimiento de una nueva
ambivalencia. ¿Tú has visto qué mujer más mala? No, no es buena. Lo peor es
que todo esto (el muchacho señalaba el libro abierto como un pájaro con las
alas desplegadas, como el diablo de Akutagawa) es verdad. Malintencionado
sí, pero falso no es... ¡Un poco más y pone hasta los nombres de la gente con
segundo apellido y todo! No, lo peor no es eso (el viejo hablaba despacio,
saboreando las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese librejo infame
está bien escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que me gusta y
que esta mujer perversa hasta me cae simpática... (Me seduce imaginar al
144 viejo, con su voz tan envolvente, susurrándome al oído muchas veces la frase
encuentro
 El viejo, el asesino y yo 

«mujer perversa, mujer perversa, mujer perversa». Yo me erizo.) Sí, a mí tam-


bién, pero te juro que no quisiera verme en el lugar de esta gente. ¿Cómo se
habrá enterado ella de cosas tan íntimas, eh?
Ignoro si la escena transcurrió exactamente así. Lo anterior es un esbozo
tentativo, más o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo
tomando en cuenta los hechos posteriores: a partir de entonces mis relacio-
nes con el viejo, que antes apenas existían, se convirtieron en una diplomática
sucesión de espacios vacíos, en una fila versallesca de puertas cerradas o
entreabiertas, con celosías y el año pasado en Marienbad.
Ahora, cuando dice «nuestras» y me envuelve en ese plural excluyente, de
alguna manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo —mi próximo
libro, el que escribiré en casa de Normita, podría llamarse El viejo. An Intro-
duction, como los manuales anglosajones, y se lo enseño cuando aún esté en
planas y podamos negociar con los detalles, no vaya a ser que al pobrecito le
dé un infarto ante tal muestra de amor—, sólo siento que me acerca. Mejor
aún, que ya estoy cerca aunque él no lo diga. ¿Qué puede importarme si de
paso me utiliza para fastidiar un poco al muchacho?

Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café
y fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo
nada y sólo existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para
inventar historias sobre la gente y cada día buscarse un enemigo más. Una
enredadora profesional.
Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que
somos un par de idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se
levanta y, en el tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va. En
mi cara algo debe haber de súplica (esa expresión no la necesito para mi tra-
bajo, pero también la he ensayado frente al espejo, por si acaso se presentaba
alguna coyuntura imprevista y aquí está), pues me explica, como a un niño
chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido incluso más tiempo que
de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no debe trasnochar, cuentos de encuentro
a su edad los excesos son peligrosos.
¡A mí con ésas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a
pedacitos, escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación,
detrás de su enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene
apuro y yo, que soy joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no constitu-
ye ninguna garantía acerca de quién va a morir primero. Lo inesperado ace-
cha y nos hace mortales de repente, nunca lo olvido. Como la gente abande-
rada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo quiero ahora...
No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a
pesar del cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi carte-
ra cuando se aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha tocado ni
con el pétalo de una flor, ni con la púa de un cacto —lo de la púa va y le
gusta, quizás hasta sueña, mal bicho, con arañarme la cara—, él, que se 145
encuentro
 Ena Lucía Portel a 

inquieta y hace muecas de pájaro incómodo cuando penetro en su aura, se


inclina y me besa en la boca. Bueno, más bien en la comisura, pero pudo ser
un error de cálculo, un levísimo desencuentro. Me besa como alguien que se
despide y quiere dejar un sello. O como alguien que flirtea sin comprometer-
se, que juega a alimentar una pasión no correspondida. O como alguien que
simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último de los cuen-
tos de hadas.
Es sabia la idea de perderse ahora, pienso.

No sé si el muchacho ha notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas


palabras que no alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado
petrificada, hecha una estatua de sal por asomarme a un pasado que no me
pertenece, y sólo atino a levantarme de la butaca cuando el viejo ya se ha ido.
Corro, pues, al balcón para verlo salir. Demora un poco en bajar la escalera
(que es muy empinada y con escalones de diverso tamaño, la locura) y cuan-
do al fin descubro su cabeza blanca, justo debajo del balcón, ya no sé si lla-
marlo, si gritar su nombre, si dejar caer sobre él la tacita de porcelana azul
que aún conservo en la mano. Tú volverás, me dice el corazón, /porque te espero yo,
temblando de ansiedad...
No hago nada. Quizás porque he vuelto a sentir una mirada gris, más agre-
siva que nunca, clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la
esquina el viejo se vuelve bajo la luz amarillenta de un farol callejero con algo
de spot light. Es la estrella, no hay duda. Me saluda con la mano, de nuevo diri-
ge una orquesta sinfónica. Rachmáninov empecinado, dramático. Rapsodia
sobre un tema de Paganini. No distingo bien su rostro, se pierde entre la luz y
la sombra, sigue siendo el joven de la foto. No sé si se despide o si me llama.
Prefiero creer que me llama. Si es así, me esperará. Entro, pongo la tacita
sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita —besos no, ahora nadie
puede tocarme la cara—, chao gente, la puerta y salgo.

El muchacho sale detrás de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante.


cuentos de encuentro

Me alcanza en el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.


—Déjalo tranquilo —creo que dice, no lo entiendo bien.
—Quítame las manos de encima —trato de soltarme, él es más fuerte que yo.
—No —aprieta más—. Hoy tú te quedas a dormir aquí.
—Te dije que me quitaras las manos de encima.
Es raro, ninguno de los dos grita. Todo transcurre a media voz, en la
penumbra de un bombillo incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al
parecer no es algo público, se trata de un asunto a resolver entre nosotros.
—¿Pero qué te has creído, puta?
Me sacude. Forcejeo. No consigo deshacerme de él. No sé por qué no
grito. Alguien tendría que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se
puede retener a las personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están
146 Normita y los demás. Los boleros. En la esquina me espera el viejo. Y me
encuentro
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darás... Tengo que sacarme a este loco de arriba, como sea. Pero no grito.
¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El viejo está en la esquina...
tu amor igual que ayer... Con la mano libre le doy una bofetada. Parpadea, por
un segundo el estupor asoma a los ojos grises. Después aparece la cólera y hay
un instante donde me arrepiento... y en el balcón aquel... ¿Por qué nos obliga-
mos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande, si mal no
recuerdo la única, que haya recibido en mi vida. Tanto es así que pierdo el
equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos. Mármol
frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un instante donde
se arrepiente. Al menos eso me parece, pues grita mi nombre y, en lugar de
«puta», oigo un «Dios mío». Su voz resuena, se multiplica, se fragmenta, viene
de muy lejos. Golpes, muchos, incontables astillan y quiebran. Por todas par-
tes. En la espalda y algo se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor
y de repente nada. Se acabó, final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del segun-
do descanso no soy yo quien rueda por la escalera, es sólo mi cuerpo. Dejo de
oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un abismo, un resplandor. Pienso
en Amelia.

cuentos de encuentro

De la serie «Inmersiones y enterramientos» Los ciclos del agua (1999)

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