Ena Lucía Portela, El Viejo El Asesino y Yo
Ena Lucía Portela, El Viejo El Asesino y Yo
Ena Lucía Portela, El Viejo El Asesino y Yo
El viejo, el asesino y yo 1
1
Premio de cuento Juan Rulfo 1999. 133
encuentro
Ena Lucía Portel a
mí, discurren cada vez con mayor soltura hasta que sale a relucir algún mate-
rial significativo. Mientras más profundo es el sitio de donde proviene, más
notable, más escalofriante es la revelación.
He ahí el momento: con ese material significativo —y algunos otros ele-
mentos tan secretos como el contenido preciso de una nganga— escribo mis
libros. Cuentos, relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir
teatro, pero no sé por qué desconfío de los autores que incursionan a la vez
en géneros distintos y hasta opuestos. Me he habituado a narrar.) Trabajo
mucho, reviso y reviso cada frase, cada palabra. Reinvento, juego, asumo otras
voces, muevo las sombras de un lado a otro como en un teatro de siluetas
donde veinte manos delante de una vela pueden figurar un gallo, desdibujo
algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los modelos
siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias imágenes.
Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por entera-
dos y poner el grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible credibi-
lidad que algunos lectores exigen y, de paso, me hacen tremenda propaganda
—no hay nada como los trapos sucios para llamar la atención. Gratis. Tampo-
co entienden que dentro de cien años nadie que me lea, si aún me leen
(ojalá), los va a reconocer. Y si los reconocen, será porque de un modo u otro
han accedido por lo menos a un trocito de gloria. No digo que debieran estar
agradecidos; no digo que los rostros de los Médicis son aquellos que les inven-
tó Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que suena demasiado sober-
bio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo decirle a nadie.
Los lectores ajenos a los círculos literarios —son ésos los que más me gus-
tan— se asombran de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es
posible crear tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran... Creo
que algunos ya andan investigando por ahí.
Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente
de un montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política,
según las filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la extrema
izquierda que en la extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico Fra Angé-
cuentos de encuentro
lico no pintó a los franciscanos en el infierno? Bien pudo ser al revés. Me atri-
buyen unas ideas sobre el ser humano y eso, que ni siquiera comprendo muy
bien, pues no acostumbro a pensar en términos de semejante envergadura
—más que la especie, me interesan los individuos y, sobre todo, los individuos
que me rodean. Me acusan de falta de creatividad, de resentida y envidiosa;
intentan bloquear mis relaciones de negocios —de vez en cuando lo logran: un
simple comentario delante de eso que llamo «el lector poderoso» puede resul-
tar demoledor—; recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en la editorial lle-
gan constantemente anónimos plagados de injurias firmados por «La Espátula»
y «La Mano Que Coge», me echan brujerías de todo tipo, en fin, lo de siempre.
A pesar de que en las «entrevistas» nunca uso grabadora (mi memoria
para estos asuntos es excelente, puedo recordar durante años un dato al pare-
136 cer insignificante), ninguno de mis modelos ha intentado hasta el momento
encuentro
El viejo, el asesino y yo
Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinan-
tes fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la his-
toria universal de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad
del viejo de alguna manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante cla-
vada en mi espalda y eso me complace más. Me impide soñar que las cosas son
diferentes. Ese muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la
conversación deshilachada que sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado
el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en
la oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes.
Como si se hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren
alborotar. Del fondo de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero
ruido ambiental de cristales que chocan, fósforos que se encienden y crepi-
tan, susurros similares al del océano que habita en los caracoles, risitas fúne-
bres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a sus pies en un ovillo peludo.
El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiem-
bre ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pien-
so en Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su
taller. Divina. Ella no habla casi porque hablar —afirma— le provoca dolor de
cabeza y porque de todos modos —sonríe lánguida— no tiene mucho que cuentos de encuentro
decir. Al menos no con palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:
Recuerdas tú, aquella tarde gris /en el balcón aquel, donde te conocí... Puede ser el
bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos,
durante toda la noche.
El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que
recobrar algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco,
febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se
acerca a nosotros.
—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta? ¿Le
gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho
mejor que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premo-
niciones—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir...
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero.
Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón
(tiene un hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una
imitación casi natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En
la vasija original, tan auténtica como la página de un libro, aparecían dos
muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una acariciaba la mejilla de la otra
de esa misma manera y el pie de grabado aseguraba que se trataba de un
gesto típicamente homosexual. Mira, mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha
movido. Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por ins-
tantes y después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los
hombres y todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.
Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo
ha estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los bal-
cones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /para
mirar feliz nuestra escena de amor... Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y
Amelia. Se cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi
Andersson y Liv Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás el
cuentos de encuentro
Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descu-
brir al fin la rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta,
respingadita, graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos soñadores,
pestañas largas, abundante pelo blanco. ¿Es ésa la cara de un viejo cínico que
no cree —ni descree— en nada ni en nadie? En el siglo XIX se creía que el
rostro era el espejo del alma...
El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo
necesario —y suficiente— para convencer no sé a quién de la soberana indife-
rencia que le inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche, algo
que pasa. A mí, por ejemplo, ni siquiera hay que decirme que después de la
segunda botella me pongo insoportable: da lo mismo y, además, lo cierto es
que no necesito alcohol para ponerme insoportable en cualquier momento:
es mi oficio. El muchacho, en cambio, cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es
peor, me pone triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la
persona que te ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a
cada instante. Supongo que sea así, pues en realidad no guardo memoria de
haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo pretender que no existe lo que a todas
luces sí existe? ¿Solipsismo? ¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco
ahora puedo dejar de seguir al viejo hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho —¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?— tampoco puede
dejar de seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es
tal que en ella se pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa.
Es una mirada que conozco al menos en su incertidumbre: he buscado en ella
a mi asesino y no lo he encontrado. Qué bueno. Pero de todas maneras
podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen necesariamente que
tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera saben que lo serán, que ya lo
son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora. Cuando las emociones
se precipitan y se escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho,
pero los sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles, domésti-
cos si se quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene de visita casi cuentos de encuentro
todas las tardes y le encanta mecerse. ¿Qué otra cosa se puede hacer a mi
edad? —es lo que dice. Y sonríe igual que Amelia cuando se describe a sí
misma como una tímida cosita que pinta tímidas naturalezas, vivas y muertas.
Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi
insistencia no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empala-
gosas y demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima
inquietud. Sonríe otra vez. No sé, en lo absurdo también debería quedar un
rincón para la coherencia...
chiquita del cazador solitario, el ojo dorado y el café triste, a Katherine Anne
Porter. Una pasión a primera vista que de manera per versa fue derivando
hacia un asedio compulsivo, abierto, irresistible, maniático. Tal vez Carson
también aprendía de los cactos. Sus torturadas demandas inexorablemente
fueron retribuidas con patadas y más patadas, desprecios y desplantes de todo
tipo, con un odio que se me antoja inexplicable. Tan inexplicable y profundo
como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.
—Nada de inexplicable —me dijo el viejo—. McCullers la perseguía, la
molestaba y nadie tiene por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los hombres
no te quieren y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de
los de tu perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás por qué.
Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al
viejo le disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia
intempestiva y desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar
para nada con el protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan
sólo como el objeto del deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un
deseo furioso puede llegar a ser anulador (Katherine Anne: la deplorable mujer-
cita que rechazó a Carson), un escritor aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.
Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía
sobre mí podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecér-
mele en todas partes con cara de sufrimiento, de perro apaleado. Llamarlo
todos los días por teléfono —lo he llamado tres o cuatro veces y nunca reco-
nozco su voz en el primer momento, la plenitud de su voz, el registro grave,
me recuerda más bien al joven de la foto en mi cartera, siempre me dice «gra-
cias por llamarme»—, llamarlo no para preguntar por un conocido, por una
fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras inclinaciones aristo-
cratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de nobleza, somos así. No,
llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy a suici-
dar y suya será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos: Yo te miré /y en un
beso febril /que nos dimos tú y yo /sellamos nuestro amor... Obligarlo a cambiar su
número, pesquisar el nuevo número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insis-
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tir, insistir hasta el vértigo. Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enlo-
quecidos en la puerta como en una habitación de la torre de Yaddo: «Katheri-
ne Anne, te quiero, déjame entrar». Permanecer tirada en el quicio toda la
noche hasta que él salga y pase por encima de mi cuerpo... No me importaría
hacerlo, pensaba. ¿Y a él? ¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a ese punto.
Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impul-
so de seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes.
Sublime encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol prefe-
rido: la yagruma, se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sin-
140 fónica. El mismo gesto demorado que le he visto hacer en la televisión, donde
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muchos prejuicios con los escorpiones, que en el fondo somos buenas perso-
nas. Si de verdad ella piensa que soy una buena persona, cosa que me resisto a
creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede quedarle a Normita. Pero siem-
pre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo sabré yo!
Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo
prefiero. Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chi-
flada. Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la calle
de Amelia los viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado a cal y canto. No
estoy segura, pero es muy posible. Habrá que esperar a ver. Porque han sido
años, casi desde que éramos adolescentes, Amelia conoce mi cuerpo como
nadie... y de pronto ¡zas! Sí, yo también me iré. Dentro de poco hago así y
cobro los derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los anóni-
142 mos que vayan llegando me los pueden guardar, a veces son utilizables), le
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Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café
y fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo
nada y sólo existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para
inventar historias sobre la gente y cada día buscarse un enemigo más. Una
enredadora profesional.
Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que
somos un par de idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se
levanta y, en el tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va. En
mi cara algo debe haber de súplica (esa expresión no la necesito para mi tra-
bajo, pero también la he ensayado frente al espejo, por si acaso se presentaba
alguna coyuntura imprevista y aquí está), pues me explica, como a un niño
chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido incluso más tiempo que
de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no debe trasnochar, cuentos de encuentro
a su edad los excesos son peligrosos.
¡A mí con ésas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a
pedacitos, escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación,
detrás de su enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene
apuro y yo, que soy joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no constitu-
ye ninguna garantía acerca de quién va a morir primero. Lo inesperado ace-
cha y nos hace mortales de repente, nunca lo olvido. Como la gente abande-
rada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo quiero ahora...
No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a
pesar del cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi carte-
ra cuando se aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha tocado ni
con el pétalo de una flor, ni con la púa de un cacto —lo de la púa va y le
gusta, quizás hasta sueña, mal bicho, con arañarme la cara—, él, que se 145
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darás... Tengo que sacarme a este loco de arriba, como sea. Pero no grito.
¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El viejo está en la esquina...
tu amor igual que ayer... Con la mano libre le doy una bofetada. Parpadea, por
un segundo el estupor asoma a los ojos grises. Después aparece la cólera y hay
un instante donde me arrepiento... y en el balcón aquel... ¿Por qué nos obliga-
mos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande, si mal no
recuerdo la única, que haya recibido en mi vida. Tanto es así que pierdo el
equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos. Mármol
frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un instante donde
se arrepiente. Al menos eso me parece, pues grita mi nombre y, en lugar de
«puta», oigo un «Dios mío». Su voz resuena, se multiplica, se fragmenta, viene
de muy lejos. Golpes, muchos, incontables astillan y quiebran. Por todas par-
tes. En la espalda y algo se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor
y de repente nada. Se acabó, final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del segun-
do descanso no soy yo quien rueda por la escalera, es sólo mi cuerpo. Dejo de
oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un abismo, un resplandor. Pienso
en Amelia.
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