Borges. Tigres Azules

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Por Jorge Luis Borges

Tigres Azules

Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero
aquella sentencia de Chesterton, que lo define como sı́mbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás,
que puedan ser cifra del tigre, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo
el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las
enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle
Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor
no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta
hace poco –la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es– convivió de un modo tranquilo con mis habituales
tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre
la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al
Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi
confesión.

A fines de 1904, leı́ que en la región del delta del Ganges habı́an descubierto una variedad azul de la especie. La
noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo
amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leı́do
que en islandés el nombre de Etiopı́a era “Bléland”, Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podı́a ser
una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa
de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la
realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no habı́a visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé
que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en
cierta aldea muy distante del Ganges habı́a oı́do hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque sé
que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra
sobre el suelo arenoso.

Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre –por razones que luego aclararé–
no quiero acordarme.
Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más
ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene
que estar el villorrio de mi aventura ya que en ellas esté toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir
que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendı́a las chozas. Hacia el sur habı́a ciénagas y arrozales
y una hondonada con un rı́o limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo habı́a previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los
musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaı́smo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentı́ que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las
chozas. El dı́a era opresivo y la noche no tenı́a frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesı́as. Ya dije la
pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas
habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar habı́a llegado hasta Lahore. Los rostros
de los hombres cambiaron; intuı́ inmediatamente que habı́a cometido una torpeza y que debı́a arrepentirme. Los
sentı́ poseedores de un secreto que no compartirı́an con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban
un culto que mis temerarias palabras habrı́an profanado.
Esperé a la mañana del otro dı́a. Consumido el arroz y bebido el té, abordé mi tema. Pese a la vı́spera, no entendı́,
no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi
propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo habı́a divisado en el
lindero de la jungla.
En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se habı́a escapado del redil y que, yendo
a buscarla, habı́a divisado al tigre azul en la otra margen del rı́o. Pensé que la luz de la luna nueva no permitirı́a

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divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes habı́a guardado silencio, dijo que lo habı́a visto.
Salimos con los rifles y vi, o creı́ ver, una sombra felina que se perdı́a en la tiniebla de la jungla. No dieron con la
cabra, pero la fiera que la habı́a llevado, bien podı́a no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que,
desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendı́ que esas falsas alarmas constituı́an una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres
del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podı́a ser avistado a cualquier hora, hacia
los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con
regularidad sospechosa. Mi llegada coincidı́a invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir.
Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre.
Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en
vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecı́an al propósito de que yo demorara mi
estadı́a, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendı́a alimentos y cumplı́a mis quehaceres domésticos. Para
verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió
que todos aprobaran mi decisión. Seguı́ advirtiendo, sin embargo, que habı́a un secreto y que todos recelaban de
mı́.

Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro
lado, hacia el Oeste y el Norte, seguı́a la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el
cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo
con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres
por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrı́an el albur de ver la divinidad y de quedarse
locos o ciegos.
No insistı́, pero esa noche, cuando todos dormı́an, me escurrı́ de la choza sin hacer ruido y subı́ la fácil pendiente.
No habı́a camino y la maleza me demoró.

La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel
dı́a iba a ser importante, quizá el más importante de mis dı́as. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros,
de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada
a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se
encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentı́ libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera
sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentı́ que de algún modo eran
niños.
En cuanto al tigre. . . Las muchas frustraciones habı́an gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica
busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en
otras, reconocı́ un color. Era, increı́blemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé
bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centı́metros de diámetro.
Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentı́ un levı́simo temblor. Guardé el puñado en el
bolsillo derecho, en el que habı́a una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar
en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendı́ en la cama y volvı́ a soñar con el tigre. En el sueño observé el
color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La
tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentı́ que aún quedaban dos o tres.
Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o
cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos
para verificar que se habı́an multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.
La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el ı́ndice y
cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenı́a fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro
se repetı́a. Sentı́ frı́o en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuánto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentı́ que habı́a dis-
minuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendı́ en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise
persuadirme de que todo habı́a sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo,
repetı́ con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron.
Temı́ instintivamente que me hubieran oı́do hablar solo, y abrı́ la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo
tenı́a la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahı́ estaban, en la tierra. Ya no sé cuántos eran.
El anciano los miró y me miró.

2
– Estas piedras no son de aquı́. Son las de arriba –dijo con una voz que no era la suya
– Ası́ es – le respondı́.
Agregué, no sin desafı́o, que las habı́a hallado en la meseta, e inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones.
Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y le repetı́ la orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó:
– Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
– Eres un cobarde –le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogı́ un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé
el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo, ya habı́a ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de
Bhagwan Dass.
– ¡Son las piedras que engendran! –exclamó–. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna
cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentı́an
cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentı́ el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogı́a los discos, los elevaba, los dejaba
caer, los desparramaba, los veı́a crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna
se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un
niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentı́ que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los
discos que pude y volvı́ a la choza.

Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel dı́a, que fue el primero de una serie desventurada que no ha
cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la vı́spera, que no habı́a sido
particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen,
antes armada de poder y ahora baladı́. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano,
que se descubrió después en Australia.
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o
mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé por qué, la sucesiva crónica de mi
hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa ı́ndole de los discos.

Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobarı́a o rechazarı́a ese informe o suspenderı́a mi juicio, pero
podrı́a imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmarı́a
de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con
monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay
matemáticos que afirman que tres y uno es una tautologı́a de cuatro, una manera diferente de decir cuatro. . . A mı́,
Alexandre Craigie, me habı́a tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que
contradicen esa ley esencial de la mente humana.
Al principio yo habı́a sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi
alucinación personal importarı́a menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden
ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.

En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas
las noches me concedı́a un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos
el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un
sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerı́as, en cerrajerı́as,
en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan,
los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahı́ estaban
las piedras en el cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me habı́a tocado,
pero asimismo me sabı́an culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier
instante del dı́a, podı́an castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que
ahora eran todos peligrosamente serviles. No volvı́ a ver al niño que habı́a jugado con los discos. Temı́ el veneno o
un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadı́ de la aldea. Sentı́ que la población entera me espiaba
y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, habı́a querido ver las piedras.

3
Volvı́ a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio
que yo buscaba. Sentı́ que en el planeta persistı́an la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta
y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundı́an y multiplicaban esas cosas
dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.
Rehuı́ la presencia de mis amigos. Temı́ ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia
de los hombres. Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé
entre los demás y lo perdı́ al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos habı́a aumentado. Hice
una prueba análoga con un disco al que habı́a cercenado con una lima, una arco de cı́rculo. Éste asimismo se perdió.
Con un punzón abrı́ un orificio en el centro de un disco y repetı́ la prueba. Lo perdı́ para siempre. Al otro dı́a regresó
de su estadı́a en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbı́a las piedras y devolvı́a
con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano? El mismo anhelo de orden
que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que
son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los dı́as
y las noches a fijar una estadı́stica de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y
anotaba la cifra. Luego las dividı́a en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba
y repetı́a la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de
piezas que conté fue 419; el mı́nimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temı́, que desaparecieran. A poco de
ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podı́a multiplicarse o desaparecer.
Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban
a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podı́an, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a
su vez, podı́an ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrı́ a una balanza, pero estoy seguro que su peso era
constante y leve. El color era siempre aquel azul.
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática,
pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos
idiomas la palabra “cálculo”. Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras
hubiera operado con éstas. . .

Al término de un mes comprendı́ que el caos era inextricable. Ahı́ estaban indómitos los discos y la perpetua
tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en
pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistı́an en manejarlos.
Durante unos dı́as me impuse el ı́ntimo deber de pensar en las piedras, porque sabı́a que el olvido sólo podı́a ser
momentáneo y que redescubrir mi tormento serı́a intolerable.
No dormı́ la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de
la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No habı́a un alma en el patio. Sin
saber por qué, hundı́ las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres
de un ser inconcebible, y le pedı́ en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.
No oı́ los pasos, pero una voz cercana me dijo:
– He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris.
No era muy alto. Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
– Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondı́:
– No tengo una sola moneda.
– Tienes muchas – fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
– Tienes que darme todas – me dijo –. El que no ha dado todo no ha dado nada.
Comprendı́ y le dije:
– Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
– Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.
Después me dijo:
– No sé aún cuál es tu limosna, pero la mı́a es espantosa. Te quedas con los dı́as y las noches, con la cordura, con
los hábitos, con el mundo.
No oı́ los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba.