3 en Las Grietas Donde Es Preciso Estar

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Revista Iberoamericana, Vol. LXXXVI, Núm.

273, Octubre-Diciembre 2020, 1047-1057

EN LAS GRIETAS (DONDE ES PRECISO ESTAR)1

por

Nadia Prado
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
Santiago, Chile

La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodio,


y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida,
pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que
no nos permite hablar de nuestros amigos, sino sólo
hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación
(o de artículos), sino el movimiento del convenio
de que, hablándonos, reservan, incluso en la mayor
familiaridad, la distancia infinita, esa separación
fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte
en relación. Aquí, la discreción no consiste en la sencilla
negativa a tener en cuenta confidencias (qué burdo sería,
soñar siquiera con ello), sino que es el intervalo, el puro
intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide
todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que
no me autoriza nunca a disponer de él, ni de mi saber
sobre él (aunque fuera para alabarle) y que, lejos de
impedir toda comunicación, nos relaciona mutuamente
en la diferencia y a veces el silencio de la palabra.
Maurice Blanchot, La amistad

“La lectura es atenta en sus múltiples e infinitas posibilidades: C moja las yemas
de sus dedos y adhiere en ellas las migas de pan sobre la mesa para luego ponerlas en
su boca; J reúne la comida al centro del plato; L revuelve su café y chupa la cuchara
antes de revolver el de los demás; M se desazona con la inclemencia, por lo que
habita en el eufemismo; N perfora la primera página de sus libros con un troquel en

1
La primera dedicatoria que me hizo Guadalupe de Quebrada. Las cordilleras en andas dice: «Nadiushka,
en las grietas (donde es preciso estar) y en lo transversal de este país, con todo lo que sabemos (y cuesta
saberlo), estas voces, este hablar en lengua que compartimos».
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forma de trébol; D pone una cucharada de miel en la bombilla antes de introducirla


a su mate; Guadalupe marca los libros que está leyendo con tiras de papel blanco de
dos centímetros minuciosamente cortadas en las que hace un resumen de lo leído”.
En estos dos años, desde que Guadalupe Santa Cruz murió, me he tropezado entre
mis banderas de colores con algunas de esas huinchas olvidadas en libros que le presté
o en el ejemplar de La retórica especulativa que no le devolví. Otra manera de escribir,
glosa provisoria sin límite ni explicación: “El emperador Marco Aurelio escribió que las
grietas que se forman en el pan y que no han sido queridas por el panadero atraen sin
razón la mirada y estimulan más el apetito que el resto del pan. Las resquebrajaduras
del pan son, según dice, ‘como las fauces abiertas de las fieras’” (Quignard 14).
Intento escribir este testimonio –tono que se me ha pedido– sobre/con Guadalupe
Santa Cruz pensando precisamente en no hacer de ella un tema, sino hablarle. Hablar/le
leyéndola y fuera de las confidencias, aunque quizá pueda caer en algunas aun cuando,
siempre, son acerca de su escritura. Hablar en su ausencia, sin apresarla en un saber
personal ni disponer de ella. La manera en que esta aventura puede ser posible –y sé
que no le haré justicia– es ingresando en esa grieta que estimuló su apetito, aquella
en que quiso estar y desde donde escribió. Grieta que guardaba en su memoria y en su
cuerpo, quebrada2 que en Chile y en nuestra experiencia con la dictadura, como ella
pensaba, permanece abierta, sigue preguntando y habitó su escritura.
Desde que su muerte interrumpiera nuestro diálogo, estas glosas no tienen un lugar
definitivo sino uno de paso en que seguimos, desde esas fauces abiertas, conversando
y escribiendo, cada día, aquello que dice, habla y se pone en marcha y va armando
un libro sin término:

Cualquier objeto, cada acontecimiento, quizás esto, puede ser un libro. De noche en
la almohada entre las páginas de algodón creo escribirlo, estar haciéndolo o haberlo
hecho en este movimiento impredecible, rueda puesta en marcha, el giro, las aspas, los

2
Para Guadalupe Santa Cruz «una quebrada es un lugar donde ocurre algo, algo corre o fluye o se
interrumpe» (Quebrada s/n). Hendidura en la que percibió las encrucijadas que atraviesan nuestro país
y sus personajes, y donde buscó rincones en que se existe de una manera distinta y casi invisible; pero
quebrado es también aquel que en la tortura se rompe, se dobla y entrega nombres. El libro comienza,
justamente, con esta explicación de manera encriptada: “La fuerza del agua hace todo lo movible del
campo, de todo lo que se vea verde en cualquier parte. Más ahí, que hay una quebrada. Cada tiempo tiene
sus cosas y cada campo tiene sus maneras de verse y de ser” (Quebrada s/n). Ella fue esa quebrada, en el
encierro y la interrupción traumática de la experiencia de la Unidad Popular, fiesta que “Pese a. Digan lo
que digan. También sucedió” (“Los discursos” 61). Es ella, su vida, quien quedó, afortunadamente no de
manera definitiva, interrumpida. Es ella ese declive, ella quien tambaleó, declinó, se precipitó y basculó.
Abismo que construyó su lengua, en el borde y atenta a esas fisuras, a esa minoritaria forma de mirar
a los otros y de ser esa minoría. Desde esa quebrada también pudo, como escribe, alzarse, escalar y
conmover su lugar seguro y “desgajar el cuerpo hacia nuevas direcciones” (Quebrada s/n). Descolocada
en el merodeo y en las inmediaciones de la promesa de justicia.

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rayos hacia un lado adelante. De lo único que no hago libro es mi cuerpo, quien escribe.
Quien lo es. Estuvo atenta, yo, a ese soplo. A los sentidos huecos como instrumento
de aire que vuelve en mí, a la voz del sonido. (Esta parcela 138)

Son los gestos los que vibran como imágenes, su incandescencia que no queda
adscrita a ninguna voluntad, sino a los sentidos huecos de aquello que siguen siendo
en su desaparición. En el concernimiento de esos gestos se cierne la amistad en que
un vínculo se inquieta, une y distancia. Su (tu) último libro me recuerda que entre la
muerte y la escritura solo respiramos en la cadencia de lo breve y lo casual, pero, a
pesar de ello, recupero expresiones, ademanes y vuelvo a nuestra conversación. La
ausencia también rueda puesta en marcha, nos excede y expone; gira sus aspas, afiebra
y suspende cuando sentimos sus garras y su peso sobre nosotros. Una vez ocurrida,
recordamos: un día, un momento, un segundo.

Recordación

Guadalupe me dedicó, apenas fue publicado, Quebrada. Las cordilleras en andas,


en el año 2006. Sin embargo, poco antes de morir, mientras intentábamos terminar su
último libro, quiso hacerlo de nuevo. El gesto, me parece, fue su despedida, porque
Esta parcela, sabíamos, sería presentado ya sin ella. Fue su manera de celebrar lo
que nos unió: letras, páginas-hojas perennes y caducas, escritura. Me pareció que en
esa última seña se fundía con los personajes de El contagio: “[S]obrevivientes [que]
despiertan en la fuga y el frenesí del decir” (23). La dejé para que escribiera, en silencio,
demasiado aquel día, como le gustaba: una mínima gota, tal vez, habría provocado un
estruendo que despertara el milagro –es lo único que nos salva–. Cuando me retiré,
a través de la galería que separaba su dormitorio del comedor, la vi extremadamente
delgada y exhausta. Trazaba el papel abstraída, moviendo la cabeza ligeramente como
cuando pensaba algo con precisión antes de anotarlo. Parecía posada sobre su amado
jardín. Ella y su pequeña selva ordenada: “No sé escribir. Hago jardines” (Ojo líquido
7). Nunca tomo fotos ante una imagen así; creo que se pierde el momento único en
que la mirada abraza el mundo y las cosas, pero aquella vez, inexplicablemente, quise
fotografiarla, guardar ese momento. (Me reservo esa imagen por respeto y porque
nunca salió a la calle –para reponerse– sin los labios perfectamente pintados de la
gama granate3). Instante de la dicha, casi final. Incluso logré ver –en el reflejo– los

3
Recuerdo de El contagio su modo de ser: “Para reponerse, el enjambre se pinta un segundo retrato sobre
la piel. Alucinadas por la fragancia que desprende la cosmetiquera, las alimentadoras trajinamos en el
rosa de la base facial, en las sombras para párpados lila y turquí, en el lápiz labial de la gama granate
que hace juego con el esmalte descascarado en las uñas. Estiramos o languidecemos los ojos con el
delineador, combamos melancólicamente las pestañas con la cuchara, arqueamos las cejas, fingimos

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claveles del aire que colgaban en su jardín, uno de los cuales me regaló con mucha
ceremonia y le encargó con ahínco a Julieta Marchant que lo regara si yo lo olvidaba
cuando me diera por abstraerme o resignarme. Dos cosas en las que reparó siempre,
una le gustaba (mucho) y la otra le molestaba (mucho). De pronto, levantó la cabeza
y al verme enfocándola exclamó: “Una foto, bah”, y siguió empeñada en las letras y
yo en el cielo en el que ella veía ese verano colgar los pájaros, oscilando “entre un
árbol y otro que los catapulta hacia diversas ramas, en diagonal o en picada hacia el
suelo, hacia los aires” (Ojo líquido 27), en el secreto que se había “instalado entre
esa naturaleza y ella” (27), que solo su cuerpo, al límite, sabía cómo era, cómo olía e
incluso cuál era su sabor: límite del habla y del mundo, mundo-mudo venidero sobre
ella y para los que nos quedamos sin ella. “Ya, Nadiushka”, dijo apenas, y me extendió
desde su cama el libro. Divisé ese gesto y entre los cristales la vi posada sobre su
jardín, flotando en el reflejo.
Guadalupe Santa Cruz nos donó una escritura singular, soberana y sin escándalo
–el escándalo ya había caído sobre su cuerpo en Londres 38–,4 no asimilada por ningún
poder externo a ella. Son “sus modos” por los que quise, respeté y disfruté su amistad,
cuyo diálogo –que continúa como interrupción– no es sino el reconocimiento de la
extrañeza común que la amistad porta. En esta nueva dedicatoria, justamente, me
habla de lo que detona en su propio silencio y de lo que ella prefería por sobre todo:
“La quitadez de bulla”.5 El suyo es un lenguaje que sigo encontrando como destello y
canica entre los jardines, cuando me siento en alguna plaza o paisaje y miro cómo los
pájaros se descuelgan hasta los árboles, y sé que en sus libros, es decir en su jardín,
“hay gusanos de luz, ojos que se desarman al tocarlos. Se abren como animales y se
mueven” (Ojo líquido 51). Son animales –en común– que nos tironean y rasguñan,
como ella imaginaba, y nos hacen seguir escribiendo, pensar, resistir o buscar lo
momentáneamente perdido en el bolsillo. Su hermano me escribió alguna vez que
Lupe dejó tantos significados encapsulados en cada uno de nosotros, que son como
pequeñas almendras que se pueden llevar en el bolsillo y abrir en un día frío de invierno
o en un momento de exquisito ocio. Mandelstam dice que “el impulso deja de actuar

rubor con el colorete de los pómulos, palidez con los polvos en la sien. El perfume de los pigmentos nos
distrae del aire fermentado en el subsuelo, y en los pisos de arriba, por sobre todo, espanta los efluvios
de cocina que corrompen nuestro servicio” (20-21).
4
Londres 38, conocido también como Cuartel Yucatán, fue uno de los tantos centros de operaciones de
la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), en el cual se detuvo, se torturó, ejecutó y desapareció
a opositores políticos de la dictadura de Augusto Pinochet. Actualmente, Londres 38 es un espacio de
memoria.
5
“Para Nadia querida, cómplice de lecturas y escrituras desde tantos años, tantas obras, tanta historia,
corre el agua, se corren los cerros (así me lo dijeron, en este libro), corren los cuerpos, pero lo que
sabemos hacer es nuestra amistad, es detener la palabra y hacer que detone en su propio y siempre nuevo
silencio o, mejor, quitadez de bulla”.

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cuando el poeta muere [Guadalupe fue poeta de joven y antes que nada], aunque sus
labios continúan moviéndose, porque han quedado en sus poemas” (298). Es cierto,
yo la sigo escuchando cuando abro sus páginas. Antes, siempre y aun después, leer/
la es lo que nos queda, mover los labios al unísono con el trazo de la que ha partido,
solo un poco antes.
Qué hacer cuando ya no existe ninguno de esos gestos, cuando ya no existe esa
resistencia. Cómo ser fiel a la infidelidad que soporta la finitud de una escritura y de
una escritora no adscrita a ningún proyecto político-corporativista de la izquierda
chilena pos-dictadura. El límite se dilata y se encoje en la recordación, como lenguaje
que sabe de su impropiedad y extrañamiento y que nos reunió –no sin disensos– en
nuestra amistad. Entonces, la manera de una risa, la forma de una mano, un modo de
arreglarse los cabellos, es otra lengua filtrando la propia. Aires y entonaciones singulares
que agitan su canto y su escritura contra todo, que la mantuvo orillada por su falta de
gestión y su no asimilación política ni estética. Por eso alguna vez anotó: “Escribo para
anonimato en un suelo promiscuo” (Ojo líquido 25). Con un escaso reconocimiento y
a distancia de la promiscuidad del “circuito”, vivió y escribió hasta el final; no como
impostación –sabía que estamos contaminados–, sino porque en ella la escritura era
el límite de una vida y el espesor necesario de esa vida.
¿Quién canta en Esta parcela? Canta esa mirada no focalizada, lejos de la lógica de
la significación que cierra los sentidos y que hace de la lengua una redacción general,
cuyo dominio tapa las grietas y homogeniza, bajo la arbitrariedad de la ficción del
consenso y de la conciliación económica, política y estética, el ritmo. A ese mal de
espacio y entendimiento se resistió siempre:

Tal vez piense hoy que lo que empuja mi mano desea desenvolver, para mi regocijo,
los distintos tiempos que se juegan en una situación, la taquicardia de una experiencia
que se encuentra aún abierta. Desea fabricar tiempo para que las voces puestas a
rodar en un texto dejen traslucir el latido del lenguaje ante ciertos recintos, ante
ciertas encrucijadas. Estos recintos, o estos paisajes ceñidos, obturados, las más de
las veces retienen una cierta velocidad que podría ser vocación de los cuerpos. (Lo
que vibra 41-42)

Quizá esa vocación de los cuerpos, ese leer fuera de los relatos fundamentales sea
en Guadalupe Santa Cruz, pienso con Blanchot, “el ser desconocido y deslizante de
un ¿Quién?” (La risa 257), que va hacia lo abierto, hacia lo por conocer, y que habita
dejándose habitar; “siempre hay que ser más de uno para hablar, hacen falta varias
voces” (Salvo el nombre 13). Su escritura es un pensamiento sobre y desde las cosas –no
apresa–, mira y se deja mirar, deambula por los intervalos y por ello nos libera del peso
de lo transparente y homogéneo que se resiste a lo demás y a la posibilidad de lo otro.

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La corrección de Esta parcela fue nuestro último diálogo: ir poniendo palabras


sobre la pesada pantalla que era la página, aunque la página, más liviana, tampoco
se podía sostener. Algo ya estaba en el bosque caminable sin compañía. Intenté una
primera recordación cuando tuve que presentarlo sin ella/con ella. Ahora, intento leer/
la sin caer en el culto de lo póstumo, reencontrar una conversación, ensayar un diálogo
que se abra paso más allá de lo luctuoso, porque Guadalupe Santa Cruz es, como
señala Rodrigo Karmy (en este mismo volumen), una “pensadora de la justicia […]
[que] ha llevado el pensamiento al alegre fragor de una ingobernabilidad en la que nos
inventamos cada vez. Porque “cada vez” desnuda la intemperie en la que vivimos”.
La intemperie de su escritura desnuda está en los gestos y maneras que encontraba
en la experiencia, como le ocurrió con aquel campesino con el que habló cuando anduvo
por el norte y que le dijo “duermo a pleno imperio”. Paradojas que el lenguaje recoge
y que nos permite descansar en la contradicción. Guadalupe Santa Cruz buscaba y
gozaba al ir hacia aquello irresoluto en que le pudiese entrar aire a las palabras (Lo
que vibra 119). Torcedura y entrada de aire en que el lenguaje se expone y expresa en
lo que ella llamó vasta fastuosidad. Su escritura contrasta el mundo, entiende que lo
opuesto y lo contrario conviven en su azar y posibilidad. Hace dudar la certeza y, por
ello, el lenguaje queda abandonado a su suerte, a la intemperie y sin resguardo. El azar,
su irrupción, concuerdo con Guadalupe, es ingobernable, sin la primacía del cálculo ni
de la estrategia. No se trata de una reivindicación, sería muy simple, tampoco de una
intervención, sino de una deriva (Lo que vibra 183), en que el desvío, la desorientación,
el alejamiento de un curso o trayecto da paso a una corriente constante (184). Aire y
pasar que su escritura aquilata (usando sus palabras) como desorientación, abandono y
“deseo de extrañamiento –de extrañeza, de extravío– respecto del mapa oficial” (183)
y de los “técnicos del lenguaje” (35).
Su escritura, expuesta a la violencia, inasimilable y, por lo mismo, inadmisible,
cuenta con un ademán poético y político cuyo carácter poroso sostiene y soporta su
propio intervalo, se opone a “remedar la frontalidad de la violencia [y cualquier]
repetición de aquellos gestos reductores, aniquiladores, que hacen del otro una presa”
(Lo que vibra 139). Quizá esta lucidez sobre la violencia se radicalizó en aquellos días
aciagos de la prisión, en que el entre de la venda, lo perpetuo de la tortura, se aquilataba
con el afuera de la calle y sus risas, y el mundo-dentro, con sus gritos y gemidos, se
derrumbaba mientras el afuera continuaba sin sospechar de esos gemidos, sin querer
sospechar de esos gritos. Paradoja en la que estuvo días, noches, semanas, y memoria
con la que se desplazó entre lo posible, lo imposible y el intentar siempre de nuevo,
que le tomó mucho tiempo al ser una zona cruel que seguía existiendo frente a ella
y en la que no podía caminar con seguridad.6 Es nuestra quebrada, nuestro alfabeto

6
Zona cruel que seguía torturando porque obsceno fue, en el año 2011, veinte años después de derrocada la
dictadura, que el alcalde de Providencia, Cristián Labbé, quien perteneció a la Dirección de Inteligencia

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inconcluso como país, como el de este diálogo que, sin embargo, es “supervivencia
[que] lleva en sí la huella de una imborrable incisión” (Carneros 18).
Leo Salir, en el que escribir es acompañarse, deletrear frases y enquiciarlas para
volver a la historia (11 y 13); en Cita capital, en el cual sobre un mapa se ensayan
ejercicios de orientación para sobrevivir (29); anoto de El contagio: “Las páginas me
viajan sin vejarme, se han tornado el único reposo” (110); leo en Los conversos: “Mi
madre y mi animal, mi atrás y mi adelante, se debaten” (89); en Plasma: “No se puede
contar, la madrugada no tiene palabras. Es más dicha, más enorme, más feroz” (27);
apunto de Quebrada…: “Vivo en la tinta que me produce lo vivido” (s/p); leo en Ojo
líquido: “Escribo porque desperté en una escritura que me enciende. La llamo escritura
y ni siquiera tiene palabras, tampoco me ha pertenecido” (7); y descubro en Lo que
vibra por las superficies la incomodidad de los cuerpos que escriben, los “órdenes que
amenazan enderezar su puño [y] rompen una y otra vez la coraza de las palabras” (23),
y concuerdo en no creer en “la transparencia de los vocablos, en su falta de densidad.
(Como si la escritura no debiera traicionarse a sí misma para juntarse con el engaño
de los acontecimientos” (24).
Guadalupe Santa Cruz hizo de su escritura un ejercicio de orientación para
sobrevivir: grabados, ensayos, novelas, poemas, epitafios, epigramas suspendidos
en el pensamiento que recuerda y que en el sueño se hacen lugar y que le disputan a
estos órdenes que amenazan y rompen las palabras. Ese durante en que una imagen se
adelanta hacia nosotros, los cuerpos corren su suerte (Lo que vibra 132) y la memoria
–que regresa en sus últimos días, fluctuante y flotante– es la roca que ella sueña en los
cuadros de Magritte y que despierta lleva dentro de sí:

Inmensa es la roca […] –como aquella en los cuadros de Magritte, mole oval, bruta
y aristada flotando desde una insondable altitud a ras del mar o posada liviana sobre
escarpadas y perdidas cumbres– que me muestra la imagen del sueño. Aovada como
es, pero abrupta y brutal, me dicta el sueño que debo pulir esa superficie rugosa hasta
la suave lisura de un huevo. La roca es más grande que la página de mi sueño, rebalsa
cualquier pantalla, cualquier ojo, cualquier cuerpo soñante, le digo yo toda que no
podré, no voy a poder hacerlo. (Esta parcela 119)

Me pregunto ¿cuánto tiempo tardaremos en leer/la? ¿Con qué lenguaje, en su


ausencia, en lo que fue su vulnerado acontecer, volveremos a tomar aliento? Un hilo,
“quedan los hilos tejidos”, puedo “desbobinar un tramo”, enhebrar en una aguja las
palabras en la cabeza, puedo incluso “formar un nudo”. Qué otra cosa es una imagen

Nacional (DINA) y fue instructor de los agentes del Cuartel Terranova de Villa Grimaldi, le rindiera
homenaje y honores en el Club Providencia a Miguel Krassnoff Martchenko, condenado a 144 años de
cárcel por numerosos casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar, también
exagente de la DINA y uno de los torturadores de Guadalupe.

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sino un nudo, una roca en los sueños, y aunque el sueño despertara dentro del sueño
la roca seguiría suspendida sin caer, porque “todo lo que vemos o creemos ser no es
sino un sueño en un sueño” (Poe). Ensalivar la página y ensalivar el hilo que se resiste
a entrar en la aguja, tal cual el lápiz se resiste a escribir; entonces la aguja, el lápiz, la
saliva, entran a la página, a su vertical desobediencia. Puntadas que porfían son las
imágenes de este último libro; diálogo doblemente espectral y hélice del recuerdo en
el momento en que ella dice, corrige, deja, asiente: “[P]aladeo las mareas de aguas
que se baten en mi boca” (Esta parcela 80), y sé que el texto y la vida se unen en el
momento en que ella dice, corrige, deja, asiente: “[C]uando se descomponen el olfato
y el paladar –la lengua, la saliva y el estómago–, se me presenta un dios del asco a
quien implorar que me dé tregua” (Esta parcela 80).
Esta parcela es “el pensamiento escrito de [la] mirada” (Lo que vibra 27), pensé
uno de esos días de corrección, recostada y asomada a su escritura que se imprime
ilegible en su exigencia, mientras se está ante un “mundo tan vasto pero que se acaba”
(Esta parcela 127). El libro y la realidad se juntaron. El propósito de la recordación
es lo que este libro ensaya escribir –no la vida que se escamotea y se omite–, porque
Guadalupe Santa Cruz recorda en la nervadura inmediata del corazón del ojo hacia
atrás, en que habita y camina por la página y donde transita también el

dios de la magnificencia, la cámara colmada de los sentidos. Palabras maltrechas, dios de


la escritura (su doble, sombra fugitiva y severa de las letras que voy conociendo). Dios
de la cortedad, dios del cerramiento. Porque la cura no quiero maldecir. Ni contrariar
el tiempo, órgano de los órganos entre los órganos que se ha vuelto presente, paciente,
hasta mi cuerpo alguna vez, de vuelta será. (Esta parcela 80, 82)

Guadalupe Santa Cruz es ceñida y empujada a pensar, empujada al fin, allí donde
emprendemos una escritura, allí donde pronto todo habrá sido, y vuelve las palabras
estelas que continúan más allá de sí misma: “¿El ciruelo? ¿Por qué puso ahora un
pequeño ciruelo? […] tal vez le hizo espacio al ciruelo como único y nuevo árbol de
hojas caducas” (111). Esta parcela no es simplemente un libro, es una actitud frente
al límite: deseo, pasmo, rapto, ruptura, aliento, potencia que entierra un ciruelo para
abrir espacio a lo que termina. El ciruelo que este libro planta es el tiempo que ha
de vérselas con la magnitud de la ausencia antes que esta ocurra. En el momento en
que falta persistencia para sustituir y atender las últimas palabras, cada vez única, la
lengua enervada narra poéticamente para adherirse a lo vivo, a todo aquello que ha
sido incesante y que, sin embargo, cesa. Retirarse de lo propio, ese es el pulso de esta
escritura, excribir para retrasar el apremio de lo apremiante, desenterrar lo eterno para
volverlo irresuelto, cuando el cuerpo, la piel –harnero y rebalse permeado en estado
de amenaza– está alerta frente a un antes enorme y a un después exiguo.

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En la “disyunción temporal” asoma una lectura que responde a una especie de


corrección póstuma: “Escribo para ti que me lo pediste y escribo por mí, por mi afasia
escribo, invento letras por pulir como antes afiné el órgano de viento que era que soy
con tinta al extremo de las notas” (11). “Lo que había que cortar ya fue cortado” (21),
aunque algo permanece ligado con fuerza a una conversación entrecortada, porque
la memoria, esa persistencia que comienza con el olvido, habita entre el retiro y el
deseo de evitarlo. “¿Quién escribe al unísono?, ¿quién es escribiendo a la par en la
otra página?” (48).
Escribo porque me lo pediste, pero no alcanzamos esa conversación, y ya no puedo
preguntar qué hacer con la espera de una respuesta que no se presenta ni siquiera en
su espectralidad. No hay alimento para estas preguntas. Qué modos de narrar darían
con la falta de esa contestación y cómo podría hablar el “monótono sonido de una
llave que gotea” (128), cuando intento atender al silencio. Entiendo: el tiempo es áureo
y horario, pero disyunto, por ello en esta escritura no hay mapa, ecografía ni grafía,
solo un diálogo que se completa desde la ausencia y en su inagotable fidelidad a la
infidelidad del mundo. Lo mismo es, acá, la página y la tela: un estómago vacío que
atrae y deforma el mundo. En ese roce, en ese contacto con lo vivo, no accedemos
plenamente a él, no accedemos a una inmovilidad, sino a “un mundo todo vivo [que]
tiene la fuerza de un Infierno” (Lispector 31).
Quizá este último libro aún se siga descifrando y nunca llegue yo a entender qué
compás, qué rechazó el signo para intentar el último aliento. Qué condiciones tendrá
desde ahora esta conversación, su interrupción, apresada en posibilidades acotadas a
una sola voz. La pregunta, sin responder, deslinda el mundo y en él vamos hacia la
escritura, hacia su lengua quebrada. Entre la casa deshabitada, entre el teléfono que
no suena, entre la asfixia de la espera, pienso con Guadalupe, es cierto, las cosas “no
son cosas, pero se vuelven cosas cuando se pierden” (Esta parcela 39).
Al releer Esta parcela volví a recordar una escena de La dádiva de Nabokov,
en que se relata cómo durante un incendio en que ardían unos troncos, un hombre
echaba agua sobre el reflejo de las llamas en las paredes de su casa, pero su hogar no
ardía, sino que era la reverberación del fuego lo que el hombre observaba. Acaso sea
eso la escritura, una infructuosa ocupación, el esfuerzo del deseo hacia lo que parece
y quiere indicarnos una acción ilusoria que deja lo irresuelto habitando en su nido
de descalce, cuando el ojo solo abraza un detalle o cuando presiente y piensa en el
equívoco. Presentimiento que, en su desborde, nos humilla; certeza errada sobre algo
que nos hace retroceder al presentimiento y empequeñecernos.
La impiedad de la enfermedad, esa “vibración en la oscuridad”, es la que se escribió
en Esta parcela. En ella la mirada rompe la lengua y la costumbre, en ella cabe el
vacío, en ella se hunde un trozo de paisaje que “los nombres no calman ni colman”.
Guadalupe Santa Cruz anota: “Escribo para decir que me faltó alimento para hacerlo.

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1056 Nadia Prado

Pero la imagen y lo que escribo son ya pasado” (119). Hacia ese tiempo dirigirse, con
el ojo canica dado vuelta, con el ojo que mira hacia adentro de las vísceras y de los
sueños, “porque ese instante es el pensamiento del cuerpo” (123), instante del tumulto
de significados que el ojo ya no alcanza a coger y nos deja una pregunta que, una vez
más, no sabemos responder: ¿quién se ha retirado, ahora, de la página del frente?
En otra vereda, en otra página, en otro tiempo, y antes de vivir lo vivido, un eco nos
despierta y volvemos al corazón del mundo, a su torbellino, que se abre para acoger
nuestra voz, pero qué es nuestra voz sino el efecto de un sueño y la circunstancia del
azar en el que intentamos hacer una vida.
Aquel domingo 25 de enero de 2015, último día de Guadalupe con vida, en que
la visitamos con Olga Grau al día siguiente del funeral de Pedro Lemebel, nos habló
mucho, dijo cosas delirantes y bellas, como que su casa era una casa imaginaria, una
creación artística, como ocurría en el libro de “pector”. Yo no pude, no supe, pero Olga
logró dilucidar que quizá se refería a La pasión según G. H., que tanto le gustaba.
Ese último día entré, me reconoció y me saludó cariñosamente. Estuvimos mucho
rato tomadas de la mano y al irme me agarró fuerte de nuevo y repitió: “Nos vemos
mañana, nos vemos mañana”. Yo le contesté: “Sí, nos vemos mañana, nos vemos
mañana”. Un par de horas después, su hermano Cristóbal me llamó para decirme que
“nuestra Lupe” había muerto. Me quedé largo tiempo en un pasaje donde ningún saber
ingresa. A veces, releo –pensando no sé muy bien aún qué– el comienzo de la novela
de Lispector, tal vez porque alude a una paradoja o porque anima a detener un dolor:

Este es un libro como cualquier otro. Pero me sentiría contenta si fuese leído solo
por personas de alma ya formada. Aquéllas que saben que la aproximación, a lo que
quiera que sea, se hace gradual y penosamente –atravesando incluso lo contrario de
aquello hacia lo cual nos aproximamos. Aquellas personas, sólo ellas, entenderán muy
lentamente que este libro nada le quita a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje G. H.
me fue dando poco a poco una alegría difícil, pero alegría al fin. (5)

Acompañar a Guadalupe Santa Cruz a terminar Esta parcela, su último libro, fue
una alegría difícil, pero alegría al fin.

Revista I b e ro a m e r i c a n a , Vo l . LXXXVI, Núm. 273, Octubre-Diciembre 2020, 1047-1057

ISSN 0034-9631 (Impreso) ISSN 2154-4794 (Electrónico)


En las grietas (donde es preciso estar) 1057

Obras citadas

Blanchot, Maurice. La amistad. J. A. Doval Liz, trad. Madrid: Trotta, 2007.


_____ La risa de los dioses. Madrid: Taurus, 1976.
Derrida, Jacques. Carneros: El diálogo interrumpido: entre dos infinitos, el poema.
Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2009.
_____ Salvo el nombre. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2011.
Karmy Bolton, Rodrigo. «La jardinera china». en este mismo volumen.
Lispector, Clarice. La pasión según G.H. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2016.
Mandelstam, Nadiezhda. Contra toda esperanza. Barcelona: Acantilado, 2013.
Nabokov, Vladimir. La dádiva. Ciudad: Editorial, año.
Poe, Edgar Allan. Obras inmortales. Madrid: Edaf, 1969.
Quignard, Pascal. Retórica especulativa. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2006.
Santa Cruz, Guadalupe. Cita capital. Santiago: Cuarto Propio, 1992.
_____ El contagio. Santiago: Cuarto Propio, 1997.
_____ Esta parcela. Santiago: Alquimia Ediciones, 2015.
_____ Lo que vibra por las superficies. Santiago: Sangría Editora, 2013.
_____ Los conversos. Santiago: Lom Ediciones, 2001.
_____ «Los discursos del miedo». Revista de Crítica Cultural 27 (2003): 58-61.
_____ Plasma. Santiago: Lom Ediciones, 2005.
_____ Ojo líquido. Santiago: Editorial Palinodia, 2011.
_____ Quebrada. Las cordilleras en andas. Francisco Zegers Editor, 2006.
_____ Salir. Santiago: Cuarto Propio, 1989.

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