3 en Las Grietas Donde Es Preciso Estar
3 en Las Grietas Donde Es Preciso Estar
3 en Las Grietas Donde Es Preciso Estar
por
Nadia Prado
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
Santiago, Chile
“La lectura es atenta en sus múltiples e infinitas posibilidades: C moja las yemas
de sus dedos y adhiere en ellas las migas de pan sobre la mesa para luego ponerlas en
su boca; J reúne la comida al centro del plato; L revuelve su café y chupa la cuchara
antes de revolver el de los demás; M se desazona con la inclemencia, por lo que
habita en el eufemismo; N perfora la primera página de sus libros con un troquel en
1
La primera dedicatoria que me hizo Guadalupe de Quebrada. Las cordilleras en andas dice: «Nadiushka,
en las grietas (donde es preciso estar) y en lo transversal de este país, con todo lo que sabemos (y cuesta
saberlo), estas voces, este hablar en lengua que compartimos».
1048 Nadia Prado
Cualquier objeto, cada acontecimiento, quizás esto, puede ser un libro. De noche en
la almohada entre las páginas de algodón creo escribirlo, estar haciéndolo o haberlo
hecho en este movimiento impredecible, rueda puesta en marcha, el giro, las aspas, los
2
Para Guadalupe Santa Cruz «una quebrada es un lugar donde ocurre algo, algo corre o fluye o se
interrumpe» (Quebrada s/n). Hendidura en la que percibió las encrucijadas que atraviesan nuestro país
y sus personajes, y donde buscó rincones en que se existe de una manera distinta y casi invisible; pero
quebrado es también aquel que en la tortura se rompe, se dobla y entrega nombres. El libro comienza,
justamente, con esta explicación de manera encriptada: “La fuerza del agua hace todo lo movible del
campo, de todo lo que se vea verde en cualquier parte. Más ahí, que hay una quebrada. Cada tiempo tiene
sus cosas y cada campo tiene sus maneras de verse y de ser” (Quebrada s/n). Ella fue esa quebrada, en el
encierro y la interrupción traumática de la experiencia de la Unidad Popular, fiesta que “Pese a. Digan lo
que digan. También sucedió” (“Los discursos” 61). Es ella, su vida, quien quedó, afortunadamente no de
manera definitiva, interrumpida. Es ella ese declive, ella quien tambaleó, declinó, se precipitó y basculó.
Abismo que construyó su lengua, en el borde y atenta a esas fisuras, a esa minoritaria forma de mirar
a los otros y de ser esa minoría. Desde esa quebrada también pudo, como escribe, alzarse, escalar y
conmover su lugar seguro y “desgajar el cuerpo hacia nuevas direcciones” (Quebrada s/n). Descolocada
en el merodeo y en las inmediaciones de la promesa de justicia.
rayos hacia un lado adelante. De lo único que no hago libro es mi cuerpo, quien escribe.
Quien lo es. Estuvo atenta, yo, a ese soplo. A los sentidos huecos como instrumento
de aire que vuelve en mí, a la voz del sonido. (Esta parcela 138)
Son los gestos los que vibran como imágenes, su incandescencia que no queda
adscrita a ninguna voluntad, sino a los sentidos huecos de aquello que siguen siendo
en su desaparición. En el concernimiento de esos gestos se cierne la amistad en que
un vínculo se inquieta, une y distancia. Su (tu) último libro me recuerda que entre la
muerte y la escritura solo respiramos en la cadencia de lo breve y lo casual, pero, a
pesar de ello, recupero expresiones, ademanes y vuelvo a nuestra conversación. La
ausencia también rueda puesta en marcha, nos excede y expone; gira sus aspas, afiebra
y suspende cuando sentimos sus garras y su peso sobre nosotros. Una vez ocurrida,
recordamos: un día, un momento, un segundo.
Recordación
3
Recuerdo de El contagio su modo de ser: “Para reponerse, el enjambre se pinta un segundo retrato sobre
la piel. Alucinadas por la fragancia que desprende la cosmetiquera, las alimentadoras trajinamos en el
rosa de la base facial, en las sombras para párpados lila y turquí, en el lápiz labial de la gama granate
que hace juego con el esmalte descascarado en las uñas. Estiramos o languidecemos los ojos con el
delineador, combamos melancólicamente las pestañas con la cuchara, arqueamos las cejas, fingimos
claveles del aire que colgaban en su jardín, uno de los cuales me regaló con mucha
ceremonia y le encargó con ahínco a Julieta Marchant que lo regara si yo lo olvidaba
cuando me diera por abstraerme o resignarme. Dos cosas en las que reparó siempre,
una le gustaba (mucho) y la otra le molestaba (mucho). De pronto, levantó la cabeza
y al verme enfocándola exclamó: “Una foto, bah”, y siguió empeñada en las letras y
yo en el cielo en el que ella veía ese verano colgar los pájaros, oscilando “entre un
árbol y otro que los catapulta hacia diversas ramas, en diagonal o en picada hacia el
suelo, hacia los aires” (Ojo líquido 27), en el secreto que se había “instalado entre
esa naturaleza y ella” (27), que solo su cuerpo, al límite, sabía cómo era, cómo olía e
incluso cuál era su sabor: límite del habla y del mundo, mundo-mudo venidero sobre
ella y para los que nos quedamos sin ella. “Ya, Nadiushka”, dijo apenas, y me extendió
desde su cama el libro. Divisé ese gesto y entre los cristales la vi posada sobre su
jardín, flotando en el reflejo.
Guadalupe Santa Cruz nos donó una escritura singular, soberana y sin escándalo
–el escándalo ya había caído sobre su cuerpo en Londres 38–,4 no asimilada por ningún
poder externo a ella. Son “sus modos” por los que quise, respeté y disfruté su amistad,
cuyo diálogo –que continúa como interrupción– no es sino el reconocimiento de la
extrañeza común que la amistad porta. En esta nueva dedicatoria, justamente, me
habla de lo que detona en su propio silencio y de lo que ella prefería por sobre todo:
“La quitadez de bulla”.5 El suyo es un lenguaje que sigo encontrando como destello y
canica entre los jardines, cuando me siento en alguna plaza o paisaje y miro cómo los
pájaros se descuelgan hasta los árboles, y sé que en sus libros, es decir en su jardín,
“hay gusanos de luz, ojos que se desarman al tocarlos. Se abren como animales y se
mueven” (Ojo líquido 51). Son animales –en común– que nos tironean y rasguñan,
como ella imaginaba, y nos hacen seguir escribiendo, pensar, resistir o buscar lo
momentáneamente perdido en el bolsillo. Su hermano me escribió alguna vez que
Lupe dejó tantos significados encapsulados en cada uno de nosotros, que son como
pequeñas almendras que se pueden llevar en el bolsillo y abrir en un día frío de invierno
o en un momento de exquisito ocio. Mandelstam dice que “el impulso deja de actuar
rubor con el colorete de los pómulos, palidez con los polvos en la sien. El perfume de los pigmentos nos
distrae del aire fermentado en el subsuelo, y en los pisos de arriba, por sobre todo, espanta los efluvios
de cocina que corrompen nuestro servicio” (20-21).
4
Londres 38, conocido también como Cuartel Yucatán, fue uno de los tantos centros de operaciones de
la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), en el cual se detuvo, se torturó, ejecutó y desapareció
a opositores políticos de la dictadura de Augusto Pinochet. Actualmente, Londres 38 es un espacio de
memoria.
5
“Para Nadia querida, cómplice de lecturas y escrituras desde tantos años, tantas obras, tanta historia,
corre el agua, se corren los cerros (así me lo dijeron, en este libro), corren los cuerpos, pero lo que
sabemos hacer es nuestra amistad, es detener la palabra y hacer que detone en su propio y siempre nuevo
silencio o, mejor, quitadez de bulla”.
cuando el poeta muere [Guadalupe fue poeta de joven y antes que nada], aunque sus
labios continúan moviéndose, porque han quedado en sus poemas” (298). Es cierto,
yo la sigo escuchando cuando abro sus páginas. Antes, siempre y aun después, leer/
la es lo que nos queda, mover los labios al unísono con el trazo de la que ha partido,
solo un poco antes.
Qué hacer cuando ya no existe ninguno de esos gestos, cuando ya no existe esa
resistencia. Cómo ser fiel a la infidelidad que soporta la finitud de una escritura y de
una escritora no adscrita a ningún proyecto político-corporativista de la izquierda
chilena pos-dictadura. El límite se dilata y se encoje en la recordación, como lenguaje
que sabe de su impropiedad y extrañamiento y que nos reunió –no sin disensos– en
nuestra amistad. Entonces, la manera de una risa, la forma de una mano, un modo de
arreglarse los cabellos, es otra lengua filtrando la propia. Aires y entonaciones singulares
que agitan su canto y su escritura contra todo, que la mantuvo orillada por su falta de
gestión y su no asimilación política ni estética. Por eso alguna vez anotó: “Escribo para
anonimato en un suelo promiscuo” (Ojo líquido 25). Con un escaso reconocimiento y
a distancia de la promiscuidad del “circuito”, vivió y escribió hasta el final; no como
impostación –sabía que estamos contaminados–, sino porque en ella la escritura era
el límite de una vida y el espesor necesario de esa vida.
¿Quién canta en Esta parcela? Canta esa mirada no focalizada, lejos de la lógica de
la significación que cierra los sentidos y que hace de la lengua una redacción general,
cuyo dominio tapa las grietas y homogeniza, bajo la arbitrariedad de la ficción del
consenso y de la conciliación económica, política y estética, el ritmo. A ese mal de
espacio y entendimiento se resistió siempre:
Tal vez piense hoy que lo que empuja mi mano desea desenvolver, para mi regocijo,
los distintos tiempos que se juegan en una situación, la taquicardia de una experiencia
que se encuentra aún abierta. Desea fabricar tiempo para que las voces puestas a
rodar en un texto dejen traslucir el latido del lenguaje ante ciertos recintos, ante
ciertas encrucijadas. Estos recintos, o estos paisajes ceñidos, obturados, las más de
las veces retienen una cierta velocidad que podría ser vocación de los cuerpos. (Lo
que vibra 41-42)
Quizá esa vocación de los cuerpos, ese leer fuera de los relatos fundamentales sea
en Guadalupe Santa Cruz, pienso con Blanchot, “el ser desconocido y deslizante de
un ¿Quién?” (La risa 257), que va hacia lo abierto, hacia lo por conocer, y que habita
dejándose habitar; “siempre hay que ser más de uno para hablar, hacen falta varias
voces” (Salvo el nombre 13). Su escritura es un pensamiento sobre y desde las cosas –no
apresa–, mira y se deja mirar, deambula por los intervalos y por ello nos libera del peso
de lo transparente y homogéneo que se resiste a lo demás y a la posibilidad de lo otro.
6
Zona cruel que seguía torturando porque obsceno fue, en el año 2011, veinte años después de derrocada la
dictadura, que el alcalde de Providencia, Cristián Labbé, quien perteneció a la Dirección de Inteligencia
inconcluso como país, como el de este diálogo que, sin embargo, es “supervivencia
[que] lleva en sí la huella de una imborrable incisión” (Carneros 18).
Leo Salir, en el que escribir es acompañarse, deletrear frases y enquiciarlas para
volver a la historia (11 y 13); en Cita capital, en el cual sobre un mapa se ensayan
ejercicios de orientación para sobrevivir (29); anoto de El contagio: “Las páginas me
viajan sin vejarme, se han tornado el único reposo” (110); leo en Los conversos: “Mi
madre y mi animal, mi atrás y mi adelante, se debaten” (89); en Plasma: “No se puede
contar, la madrugada no tiene palabras. Es más dicha, más enorme, más feroz” (27);
apunto de Quebrada…: “Vivo en la tinta que me produce lo vivido” (s/p); leo en Ojo
líquido: “Escribo porque desperté en una escritura que me enciende. La llamo escritura
y ni siquiera tiene palabras, tampoco me ha pertenecido” (7); y descubro en Lo que
vibra por las superficies la incomodidad de los cuerpos que escriben, los “órdenes que
amenazan enderezar su puño [y] rompen una y otra vez la coraza de las palabras” (23),
y concuerdo en no creer en “la transparencia de los vocablos, en su falta de densidad.
(Como si la escritura no debiera traicionarse a sí misma para juntarse con el engaño
de los acontecimientos” (24).
Guadalupe Santa Cruz hizo de su escritura un ejercicio de orientación para
sobrevivir: grabados, ensayos, novelas, poemas, epitafios, epigramas suspendidos
en el pensamiento que recuerda y que en el sueño se hacen lugar y que le disputan a
estos órdenes que amenazan y rompen las palabras. Ese durante en que una imagen se
adelanta hacia nosotros, los cuerpos corren su suerte (Lo que vibra 132) y la memoria
–que regresa en sus últimos días, fluctuante y flotante– es la roca que ella sueña en los
cuadros de Magritte y que despierta lleva dentro de sí:
Inmensa es la roca […] –como aquella en los cuadros de Magritte, mole oval, bruta
y aristada flotando desde una insondable altitud a ras del mar o posada liviana sobre
escarpadas y perdidas cumbres– que me muestra la imagen del sueño. Aovada como
es, pero abrupta y brutal, me dicta el sueño que debo pulir esa superficie rugosa hasta
la suave lisura de un huevo. La roca es más grande que la página de mi sueño, rebalsa
cualquier pantalla, cualquier ojo, cualquier cuerpo soñante, le digo yo toda que no
podré, no voy a poder hacerlo. (Esta parcela 119)
Nacional (DINA) y fue instructor de los agentes del Cuartel Terranova de Villa Grimaldi, le rindiera
homenaje y honores en el Club Providencia a Miguel Krassnoff Martchenko, condenado a 144 años de
cárcel por numerosos casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar, también
exagente de la DINA y uno de los torturadores de Guadalupe.
sino un nudo, una roca en los sueños, y aunque el sueño despertara dentro del sueño
la roca seguiría suspendida sin caer, porque “todo lo que vemos o creemos ser no es
sino un sueño en un sueño” (Poe). Ensalivar la página y ensalivar el hilo que se resiste
a entrar en la aguja, tal cual el lápiz se resiste a escribir; entonces la aguja, el lápiz, la
saliva, entran a la página, a su vertical desobediencia. Puntadas que porfían son las
imágenes de este último libro; diálogo doblemente espectral y hélice del recuerdo en
el momento en que ella dice, corrige, deja, asiente: “[P]aladeo las mareas de aguas
que se baten en mi boca” (Esta parcela 80), y sé que el texto y la vida se unen en el
momento en que ella dice, corrige, deja, asiente: “[C]uando se descomponen el olfato
y el paladar –la lengua, la saliva y el estómago–, se me presenta un dios del asco a
quien implorar que me dé tregua” (Esta parcela 80).
Esta parcela es “el pensamiento escrito de [la] mirada” (Lo que vibra 27), pensé
uno de esos días de corrección, recostada y asomada a su escritura que se imprime
ilegible en su exigencia, mientras se está ante un “mundo tan vasto pero que se acaba”
(Esta parcela 127). El libro y la realidad se juntaron. El propósito de la recordación
es lo que este libro ensaya escribir –no la vida que se escamotea y se omite–, porque
Guadalupe Santa Cruz recorda en la nervadura inmediata del corazón del ojo hacia
atrás, en que habita y camina por la página y donde transita también el
Guadalupe Santa Cruz es ceñida y empujada a pensar, empujada al fin, allí donde
emprendemos una escritura, allí donde pronto todo habrá sido, y vuelve las palabras
estelas que continúan más allá de sí misma: “¿El ciruelo? ¿Por qué puso ahora un
pequeño ciruelo? […] tal vez le hizo espacio al ciruelo como único y nuevo árbol de
hojas caducas” (111). Esta parcela no es simplemente un libro, es una actitud frente
al límite: deseo, pasmo, rapto, ruptura, aliento, potencia que entierra un ciruelo para
abrir espacio a lo que termina. El ciruelo que este libro planta es el tiempo que ha
de vérselas con la magnitud de la ausencia antes que esta ocurra. En el momento en
que falta persistencia para sustituir y atender las últimas palabras, cada vez única, la
lengua enervada narra poéticamente para adherirse a lo vivo, a todo aquello que ha
sido incesante y que, sin embargo, cesa. Retirarse de lo propio, ese es el pulso de esta
escritura, excribir para retrasar el apremio de lo apremiante, desenterrar lo eterno para
volverlo irresuelto, cuando el cuerpo, la piel –harnero y rebalse permeado en estado
de amenaza– está alerta frente a un antes enorme y a un después exiguo.
Pero la imagen y lo que escribo son ya pasado” (119). Hacia ese tiempo dirigirse, con
el ojo canica dado vuelta, con el ojo que mira hacia adentro de las vísceras y de los
sueños, “porque ese instante es el pensamiento del cuerpo” (123), instante del tumulto
de significados que el ojo ya no alcanza a coger y nos deja una pregunta que, una vez
más, no sabemos responder: ¿quién se ha retirado, ahora, de la página del frente?
En otra vereda, en otra página, en otro tiempo, y antes de vivir lo vivido, un eco nos
despierta y volvemos al corazón del mundo, a su torbellino, que se abre para acoger
nuestra voz, pero qué es nuestra voz sino el efecto de un sueño y la circunstancia del
azar en el que intentamos hacer una vida.
Aquel domingo 25 de enero de 2015, último día de Guadalupe con vida, en que
la visitamos con Olga Grau al día siguiente del funeral de Pedro Lemebel, nos habló
mucho, dijo cosas delirantes y bellas, como que su casa era una casa imaginaria, una
creación artística, como ocurría en el libro de “pector”. Yo no pude, no supe, pero Olga
logró dilucidar que quizá se refería a La pasión según G. H., que tanto le gustaba.
Ese último día entré, me reconoció y me saludó cariñosamente. Estuvimos mucho
rato tomadas de la mano y al irme me agarró fuerte de nuevo y repitió: “Nos vemos
mañana, nos vemos mañana”. Yo le contesté: “Sí, nos vemos mañana, nos vemos
mañana”. Un par de horas después, su hermano Cristóbal me llamó para decirme que
“nuestra Lupe” había muerto. Me quedé largo tiempo en un pasaje donde ningún saber
ingresa. A veces, releo –pensando no sé muy bien aún qué– el comienzo de la novela
de Lispector, tal vez porque alude a una paradoja o porque anima a detener un dolor:
Este es un libro como cualquier otro. Pero me sentiría contenta si fuese leído solo
por personas de alma ya formada. Aquéllas que saben que la aproximación, a lo que
quiera que sea, se hace gradual y penosamente –atravesando incluso lo contrario de
aquello hacia lo cual nos aproximamos. Aquellas personas, sólo ellas, entenderán muy
lentamente que este libro nada le quita a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje G. H.
me fue dando poco a poco una alegría difícil, pero alegría al fin. (5)
Acompañar a Guadalupe Santa Cruz a terminar Esta parcela, su último libro, fue
una alegría difícil, pero alegría al fin.
Obras citadas