Arcano 0 El Loco No Toda Caída Es La Muerte
Arcano 0 El Loco No Toda Caída Es La Muerte
Arcano 0 El Loco No Toda Caída Es La Muerte
Dijeron que yo maté a toda la familia: a las dos niñas, al niño, a los padres, incluso a los
peluches. Cuando la policía me encontró yo estaba inconsciente, más tarde supe que tenía las
manos manchadas de sangre y un fuerte golpe en la cabeza, culpable de la amnesia que todos
creyeron que fingía para evadir la condena.
Un panel de médicos me examinó durante el proceso, no hubo una sola parte de mi
cuerpo cuyo funcionamiento no fuese examinado exhaustivamente, pero no era mi cuerpo lo
que más les interesaba, sino mi mente. ¿Qué llevaba a un hombre a cometer un crimen tan
atroz?
Me hicieron preguntas que no pude responder, me colocaron cables en la cabeza con la
fallida intención de ubicar dónde radicaba la anomalía que había despertado los instintos
asesinos en un deportista de mi talla; me hicieron la prueba del polígrafo, de cuyos resultados
desconfiaron concluyendo que una mente enferma como la mía podía burlar dicha tecnología al
creer como ciertas sus propias mentiras. Me mostraron láminas con manchas de tinta, es el
Test de… de… Ahorita no lo recuerdo, lo que sí recuerdo es que los doctores tomaban notas
apresuradas cada vez que yo expresaba lo que veía: dos elefantes uniendo sus trompas o un
OVNI abduciendo a una mariposa roja; dos mujeres africanas, entaconadas, estirando una
masa sobre el cerebro de alguien que pareciera haber sido payaso, por el corte de pelo; dos
dragones enfrentándose en una batalla milenaria, abajo están los espectadores que han hecho
las apuestas y los aúpan con fiereza…
Finalmente, y por consenso unánime, llegaron a un diagnóstico: esquizofrenia. Me
sentenciaron a permanecer en un hospital psiquiátrico. Mi estado de shock era tal que no podía
alegar nada a mi favor. Había demasiadas lagunas en mi mente e intentar averiguar lo que
ocultaban sus aguas era más importante para mí que resistirme a lo que estaba pasando.
Así fui a parar a una institución en medio de la nada, donde cada día era una copia del
anterior, al menos al principio así me lo pareció porque no me permitían salir de esa habitación
tan blanca, tan blanca, que durante el día debía taparme los ojos para que su luz no me
cegara. Me dolía la cabeza constantemente y desarrollé el hábito de rozar con los dedos la
parte posterior de la misma en busca del golpe que me había dejado inconsciente, justo allí
había quedado un pequeño desnivel que yo palpaba una y otra vez.
Dos preguntas me atormentaban: ¿Cómo había llegado a esa casa? ¿Por qué había
matado a esa familia? No había reconocido a nadie en las fotos que me habían mostrado, pero
a fuerza de ver sus rostros pude inventarle una historia a cada uno, les coloqué nombres,
conversaba con ellos, jamás se me aparecieron, a pesar de que yo creía que en algún
momento vendrían por mí para hacerme pagar por mi pecado; en una época deseé que así
fuera, porque no resistía la culpa de haberles hecho daño. Les pedía perdón entre susurros, a
veces, cuando los enfermeros abrían la puerta me abrazaba a sus piernas y les rogaba que me
perdonaran.
Con el tiempo me dejaron salir, comencé a ir al comedor, me sentaba en las áreas
comunes, caminaba por el jardín. No podría describir a nadie, ya que toda mi existencia se
había volcado hacia adentro. Mi vida anterior como rapelista y piloto de ala delta se difuminaba
en un punto muy lejano, en ocasiones llegaban hasta mí ráfagas de vivencias pasadas con
trofeos y medallas que se desdibujaban, yo las tomaba como meras alucinaciones, sobre todo
porque estaban llenas de colores tan vívidos que al contrastarlos con la opacidad que me
rodeaba debían ser irreales.
Así pasé por alto que alguien me observaba, me encontraba en un apartado rincón del
jardín cuando vi caer la carta a mis pies, la levanté sin demasiado interés, al verla
instintivamente me llevé la mano a la parte posterior de la cabeza. Sobre el fondo amarillo un
joven se disponía a emprender un viaje, su equipaje era muy escaso, en la mano izquierda
sostenía una rosa blanca, un pequeño perro blanco saltaba a su lado, lo que no entendía era
por qué este joven no miraba hacia abajo, estaba en la orilla de un precipicio, por lo que su
próximo paso lo llevaría a caer. Abajo se leía EL LOCO.
“Se va a caer”, murmuré, sosteniendo la carta entre mis dedos.
—Tal vez no le importe.
Me sobresalté al escuchar esas palabras, levanté el rostro, pero el sol, que estaba justo
frente a mí, me cegó; me coloqué la mano en forma de visera al ras de la frente y pude
distinguir la silueta de un hombre que me pareció muy alto e incluso corpulento. Luego, al verlo
con más detalle, me sorprendió ver que se trataba de un hombre ya entrado en años, tendría
entre sesenta y sesenta y cinco años, el cabello casi del todo blanco y la piel del rostro
marcada por varias cicatrices.
Lo apodé “el loco del tarot”, porque se la pasaba con un mazo en el bolsillo y dejaba
caer cartas puntuales frente a ciertos pacientes, no sé qué pretendía con eso, lo cierto es que
pocos se interesaban por la misma, algunos ni siquiera la levantaban, pese a que llevaban en
el reverso un mandala con colores llamativos.
Comencé a tener charlas diarias con él, parecía muy cuerdo, me preguntaba por qué
estaría allí, tal vez simplemente lo habían encerrado por viejo, para mí era la única persona
sana de todo el lugar, incluyendo al personal médico. Tenía los ojos azules y acuosos, a veces
me parecía distinguir al fondo de los mismos cierta lucecita inquietante, semejante a la chispa
de un volcán a punto de entrar en erupción. Cuando no tenía compañía se dedicaba a sacar las
cartas al azar y colocarlas sobre la mesa, creo que nunca le gustaba lo que veía porque
contemplaba un instante las imágenes y luego negaba con la cabeza, recogía las cartas y las
volvía a lanzar, quizás con la esperanza de un resulta distinto, pero ese resultado jamás
llegaba.
Yo me quedé con la carta de El LOCO, él tenía varios mazos en su habitación y
sustituía fácilmente las barajas que dejaba caer ante los otros internos. Cuando me quedaba
solo en mi habitación observaba la carta con detalle, al dormir soñaba con el joven viajero, el
perro ladraba como advirtiéndole algo, pero él no lo escuchaba, iba tan concentrado mirando
hacia arriba que inevitablemente terminaba cayendo, en ese momento yo me convertía en él y
la punzada del vértigo me despertaba.
Una tarde vi estallar el volcán. A la hora de la merienda nos servían café en unas tazas
grandes y manchadas por el uso, mientras sorbíamos el oscuro contenido le pregunté.
—¿Por qué dijo que al de la carta no le importa caer?
Me miró como si por un instante hubiese olvidado quién era yo. Luego pareció volver en
sí.
—Es obvio, él anhela la caída, es más, la necesita.
Por primera vez pensé que mi interlocutor no estaba del todo cuerdo.
—¿Acaso es suicida? ¿Por qué quiere morir?
El café estaba demasiado dulce para mi gusto, él parecía disfrutar del suyo.
—No toda caída es la muerte, una buena caída ayuda a romper el cascarón.
Sabía que no me diría más, por lo que me reservé el resto de las preguntas para otro
momento.
Uno de los enfermeros tropezó con nuestra mesa y la taza del loco cayó al suelo
haciendo gran estrépito, no sé por qué ese sonido me estremeció. Él se levantó con una
velocidad inusitada, tomó al enfermero por el cuello, lo lanzó al suelo y comenzó a
estrangularlo. Lo hubiese matado si entre dos enfermeros más no se lo hubiesen quitado de
encima, no fue tarea fácil, cuando lograron levantarlo pude ver que sus ojos hervían de furia; el
otro yacía en el suelo al borde de la asfixia con los dedos del loco marcados en la piel de su
cuello. En la refriega varias cartas habían caído al suelo, unas boca arriba, otras boca abajo
mostrando el distintivo mandala, una especie de telaraña floral que poseía cierta cualidad
hipnotizante.
Lo tuvieron varios días en reclusión, yo no podía olvidar esa mirada inflamada como un
polvorín en llamas, constantemente recordaba sus palabras: “No toda caída es la muerte”. Mis
sueños con EL LOCO cambiaron, al comenzar la caída no me despertaba, sino que planeaba
como cuando practicaba ala delta. Empecé a disfrutar del sueño, volaba cada vez más lejos. Al
despertar me decía: “Tal vez haya una salida”.
Una vez, volando dentro del sueño, divisé una casa en medio de un descampado, mi
pulso se aceleró al acercarme, vi mi cuerpo tirado frente a la misma, yacía inconsciente, había
sangre en mi cuero cabelludo y en mis manos. Desperté angustiado, ya no quería continuar
con esos sueños y, sin embargo, ya no podía soñar con otra cosa, cada vez volvía a la casa,
pero ¿qué me había llevado allí?
No me fue fácil vencer el temor a la casa que parecía llamarme, adentro estaba la
familia que yo había asesinado a sangre fría. Debía enfrentar mis fantasmas, pedirles perdón,
buscar en ellos la redención que yo mismo me negaba. Antes de acostarme contemplaba la
carta del Loco, lo veía con su semblante levantado sin importarle la inminente caída, luego
volteaba la carta y me dormía contemplando el mandala en el reverso.
En uno de los sueños por fin me atreví a entrar por una de las ventanas, allí estaba ella,
boca arriba, en el suelo de la cocina. La reconocí en ese momento, aunque cuando me
mostraron las fotos no había podido hacerlo... Sentí un hormigueo en las venas, la misma
sensación que tuve al conocerla. Aquella mañana ella había comenzado el entrenamiento de
ala delta y yo había tenido la fortuna de ser su entrenador. Me cautivaron sus ojos brillantes, su
cabello color cobre, su aroma tan parecido al durazno. Ahora la contemplaba en el suelo con
sus enormes ojos abiertos y apagados, sus labios separados en busca de aire aire exhibían la
palidez de la muerte, en su rostro se reflejaban la incredulidad y el pánico, tenía las marcas de
unos dedos alrededor del cuello.
Al despertar continué recordando, el dolor de cabeza era muy fuerte y tuve que hacer
un gran esfuerzo para no darme por vencido. Ella había olvidado su cartera y yo fui a
devolvérsela, busqué su dirección en la base de datos, era una buena oportunidad para volver
a verla, mientras conducía hacia su casa me deslumbró el color de la tarde en las en las cimas
de las montañas, me pareció ver a un alpinista en una de las cumbres, estaba muy quieto y
miraba hacia al cielo, a su lado había un perro blanco.
Llegué a la casa, subí unos viejos y gastados escalones que chirriaron produciéndome
un leve escalofrío, llamé a la puerta, pero adentro todo estaba silencioso, demasiado
silencioso, me asomé a una de las ventanas, tras las cortinas creí ver una silueta que se movió
veloz, tuve un mal presentimiento y bajé los escalones, una vez abajo sentí el golpe en la
cabeza.
A partir de ese recuerdo comencé a realizar progresos en las sesiones individuales con
el terapeuta de turno. Cada vez que me llevaban a consulta, el loco del tarot me advertía:
“Recuerda no darles lo que quieren”, pero exactamente eso era lo que debía darles para salir
de ahí. Pasé un año más en aquel lugar hasta que el director recomendó darme de alta con la
condición de que regresara una vez a la semana y tomara los medicamentos prescritos.
Una vez afuera lo primero que hice fue regresar a la casa donde había ocurrido el
crimen.
Allí estaban las mismas montañas, pero esa mañana de octubre el sol no las iluminaba.
Me pareció distinguir a alguien en la misma cima de la última vez, detuve el carro. Tal vez era
el mismo hombre, acompañado por el mismo perro blanco, o tal vez no. Mi sangre se heló al
sentir que me miraba, él era apenas un pequeño punto a lo lejos, era muy poco probable que
me viera; de repente saltó hacia el vacío. El grito se ahogó en mi garganta, quedé paralizado,
busqué torpemente las píldoras en el bolsillo de mi camisa, no necesitaba esas alucinaciones,
cuando estaba batallando para sacar una del recipiente plástico lo vi emerger entre las colinas.
Llevaba un traje amarillo de wingsuit y se elevó por el aire hasta perderse de vista. Comencé a
reír como no lo había hecho en años.
Por fin llegué hasta la casa, todo en ella rezumaba abandono. Las hojas secas, la tierra
y las ramas partidas se acumulaban por doquier. Subí los pocos peldaños hasta la puerta, el
quejido que emitieron bajo cada una de mis pisadas me hizo estremecer.
La puerta cedió sin dificultad, adentro el aire circulaba libremente por los cristales rotos
de las ventanas. Definitivamente yo no había estado dentro de esa casa, al menos no estando
despierto. Los muebles estaban cubiertos de polvo y las telarañas proliferaban en los rincones.
Busqué la cocina, me orienté por el sueño en el que había logrado entrar. Me detuve a cierta
distancia de donde había visto su cuerpo, por supuesto que ya no estaba, pero yo sentía que
de alguna manera seguía allí, todos seguían allí. Nunca supe dónde estuvieron los otros, pero
para mí era evidente que continuaban atrapados como prisioneros invisibles de la fuerza que
les había arrebatado la vida.
Algo llamó mi atención en el suelo, junto a una silla estaban los fragmentos de lo que
parecía una taza, había una mancha oscura que el piso de mosaicos había absorbido,
probablemente era café. Me agaché con la absurda idea de oler la mancha para comprobar mi
hipótesis, pero en cuanto flexioné las rodillas distinguí un poco más allá, bajo la mesa, lo que
parecían ser varias barajas en desorden, me encorvé para poder pasar bajo el tablón de la
mesa, unas barajas estaban boca arriba, otras boca abajo mostrando el singular mandala que
tan bien conocía. Me comenzó a doler la cabeza y me llevé la mano hacia la parte posterior que
me latía con fuerza. Estiré el brazo para recoger la que tenía más cerca, atraje la carta hacia mí
con un cierto temblor en la mano, en cuanto la levanté tuve de nuevo, ante mis ojos, al LOCO a
punto de saltar al vacío.
Nideska Suárez
Escrito entre el jueves 17 de junio de 2021 y el viernes 18 de junio de 2021.