Relatos Vampíricos

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JR

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Relatos
vampíricos

Joanna Ruvalcaba

RELATOS VAMPÍRICOS

Primera edición
México, 2019

www.joannaruvalcaba.com

Esta obra está registrada en Safe Creative
bajo la licencia
Creative Commons Attribution-
NonCommercial 4.0
Código de Registro: 2005093923463
Fecha de registro: 09-may-2020 20:31 UTC

La obra puede ser reproducida siempre y
cuando no sea con fines lucrativos y se
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esta obra, por favor diríjase directamente con la
autora:
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Diseño de logo: Rod Ruvalcaba
Diseño de portada: Joanna Ruvalcaba

Imagen de portada tomada del usuario france
perles de Unsplash
ÍNDICE

NOTA AL LECTOR 7
ÍNCUBO 8
DOS SIGLOS DESPUÉS 11
DE VUELTA AL SOL 17
DESPERTAR 21
ELLA 27
NUEVA ORLEANS 31
LA MENDIGA 36
MUERTA EN VIDA 41
CONJURO DE PLATA 46
SED 50
EL FÓSIL DE RUMANIA 56
¿UN POSTRECITO? 61
NOTA AL LECTOR

¡Bienvenidos a esta pequeña antología!

Estos cuentos surgieron de concursos en Wattpad y


también de algunas locuras mías.

El relato “Dos siglos después” ganó la tercera ronda


del reto “A solas en la oscuridad” organizado por
WattVampiros y se encuentra publicado en la
antología “Historias de Medianoche”, donde podrás
encontrar otros cuentos ganadores.

Además de ese cuento, escribí otros once, siempre


con el tema del vampiro como centro. Te invito a
descubrirlos.

Adéntrate en el mundo de los vampiros a través de


estos 12 relatos cortos que te helarán la sangre.
ÍNCUBO

Soñó con un elegante caballero de ojos rojos como el


vino joven y piel blanca como el mármol. Podía oler
la fina loción de sus ropas, que se mezclaba con otro
aroma que despertaba una alerta sorda en el fondo de
su mente. La presencia de este hombre era inquietante
por sí misma; sin embargo, su elegancia y finas
maneras la atraían. Ella recordaba haber bailado con
él a la luz de la Luna llena, en un jardín de espinas y
rosas negras.

Despertó bañada en sudor, con dos pequeñas marcas


en el cuello. El doctor le aseguró que eran simples
picaduras de mosquito y como las picaduras no
ardían, no se hinchaban y no daban comezón, no les
dio mayor importancia.

Al poco tiempo, ocurrió lo insólito. Adelgazó, a pesar


de haber empezado a comer con un apetito
desmedido y comenzado a rechazar las verduras, las
frutas y todo lo que proviniera de la tierra, ya que
tendía a vomitarlos; en cambio, desarrolló un
particular gusto por la carne casi cruda. Una incipiente
barriguita le creció y más de uno lo atribuyó a la falta
de verduras en su dieta. Alguna amiga maliciosa
preguntó si no sería una de esas incomodidades que
se pasan a los nueve meses, pero era imposible para
una mujer soltera de moral tan convencional.

Cuatro meses después, palideció mortalmente. Usó


rubor y sombras en los ojos por primera vez en su
vida. Estaba demacrada y una fatiga insaciable le
pesaba cada vez más. Pidió todas las vacaciones que
no había tomado en el trabajo y se dedicó a descansar
en casa. Al poco tiempo, su horario cambió. Dormía
casi todo el día y devoraba por la noche. El vientre le
creció, y la fatiga empeoró. Fue imposible hacerle
estudios. Siempre se iba la luz o se descomponía la
máquina. No tuvieron más opción que recetarle
medicamento para los síntomas visibles.

Siete meses pasaron después de aquel singular sueño


que recordó un instante antes de su muerte, justo
cuando el caballero apareció en su cuarto. Ella apenas
podía creer que fuera real. La luna iluminaba sus
pupilas rojas y su piel pétrea. Fuertes dolores internos
sacudieron a la enferma. Subió la fiebre y sintió como
si tuviera pequeñas agujitas en el estómago, las sentía
clavársele como si estuvieran calientes. Su cadavérica
figura se contorsionaba de dolor. El hombre la
sostuvo para que no cayera al suelo, siempre
pendiente del abultado vientre del cual, al poco
tiempo, salió un bebé que mordía, arañaba y
empujaba, como los reptiles se abren paso para salir
del huevo. El hombre, tomó enternecido al bebé en
sus brazos. Lo último que ella vio fue que él se volvía
y le decía “gracias”.

Nadie entendió la escena del crimen. Oficialmente, la


atacó un oso que sabía abrir y cerrar las puertas sin
hacer ruido.
DOS SIGLOS DESPUÉS

Cuando abrí los ojos, el mundo había cambiado y no


imaginaba cuánto. Fue una noche larga en la que me
dediqué a observar y aprender la nueva vida que se me
presentaba. No tardé en enamorarme de la
modernidad y me olvidé del rencor anterior. Conseguí
ropas finas y descubrí el bello mundo nocturno que
ahora tenían los humanos. El dinero nunca es un
problema para alguien que come humanos, les roba y
luego no gasta en nada más por días. En cuanto hube
arreglado mi aspecto, no fue difícil entrar a los bares
y antros más selectos de la ciudad. Hombres y mujeres
me invitaban abiertamente a sentarme con ellos y
beber juntos. Era una delicia. El mundo en las noches
podía ser una fiesta eterna entre mujeres, vino, licores
que llegaban de todo el mundo y drogas que no
hubiera imaginado. A mí me causan un efecto mínimo
consumidas directamente, pero bebidas a través de la
sangre de una mujer hermosa, podían tener efectos
increíbles.

Entonces la vi. Reconocí su mirada determinada, sus


labios que se torcían en un gesto despectivo e incluso
el extraño lunar en su cuello. Era ella, tenía que serlo.
Si ese infeliz caza vampiros había tenido
descendencia, estaba ahí, en esa misma ciudad,
bebiendo café a mi lado, poco antes del amanecer. La
seguí, a pesar del riesgo, a pesar de que una venganza
a estas alturas sería inútil. Tenía que saber.

La seguí como una sombra por muchos días y noches,


cuidándome de todo y de todos. Conseguí un vaso
de café desechable del que había bebido y pagué una
fuerte suma a un laboratorio para que investigaran.
No me había equivocado: era su heredera.

Este descubrimiento no hizo más que obsesionarme.


La seguía a todas partes sin poder decidirme a matarla.
Algo en ella me detenía.

Al final, su sagacidad me atrapó. O yo había perdido


mi sigilo o ella había heredado las dotes de su
tatarabuelo con creces. Una mañana se volvió a mí
bruscamente y me interpeló.

—¿Se puede saber por qué me sigues?

Ella me miraba de frente y no se amedrentaba por mi


aspecto. Nadie lo hacía en la actualidad. Era de
madrugada y estábamos solo en aquel café.
—Sígueme —le dije.

Me puse de pie y entré al baño. Era el único, amplio y


bastante limpio. Para mi sorpresa, entró después de
mí. No dijo nada. Me miraba desafiante y eso me
irritó.

Cerré la puerta sin tocarla. Eso la asustó. Siempre me


ha gustado ese gesto que tienen ante lo ignoto y
terrible. Hacía mucho que no lo hacía. Normalmente,
las hipnotizaba y ahora, se drogaban solas. Pero esto
era diferente. Lo había hecho apropósito porque
quería ver el miedo en sus ojos, quería que intentara
pedir auxilio, ver su impotencia y su desesperación.
Hizo algo inesperado para mí: sacó su celular y lo
encendió. Yo no entendí lo que hacía hasta que una
voz salió de la bocina. ¡Qué ternura! Estaba pidiendo
ayuda e intentaba amenazarme al mismo tiempo. Puse
un dedo frente a mis labios.

Ella se llevó el aparato al oído, pero la detuve


rápidamente. La obligué entonces a mirarme a los ojos
para que entrara en trance. Lo logré con tanta
facilidad que me felicité. Hacía siglos que no lo hacía
y me estaba saliendo a la perfección. El celular hizo
un sonido peculiar al caer al suelo. Lo tomé y cancelé
la llamada, luego lo apagué. La chica ya no podía
moverse y el terror llenó esa mirada suspicaz que
tanto me había molestado. Esa mirada que me había
perseguido, expuesto y arrebatado al amor de mi vida,
siglos atrás. No era el mismo hombre, pero era su
sangre y su expresión.

Entonces, mordí su cuello con fuerza. La pobre chica


intentó gritar, pero estaba paralizada. Era maravilloso.
Cayó al suelo y desde lo alto la vi desangrarse. Las
lágrimas brotaron entonces de sus ojos y algo en ese
gesto me heló.

La liberé de la hipnosis para ver mejor sus reacciones.


Me acerqué a observarla. Jaló aire con fuerza y se
volvió a mí.

—Creí que... —intentó decir, pero un brote de sangre


le subió por la garganta, ahogándola.

La levanté un poco y la recargué en mi rodilla. Ella


escupió la sangre y volvió a hablar.

—Creí que habías vuelto.

Los humanos a menudo deliran al estar al borde de la


muerte, pero ella no estaba delirando. Me estremecí.

—Te vi en sueños. Y creí... Me equivoqué.


El horror me paralizó al entenderlo. No me había
equivocado: ella era la asquerosa encarnación de aquel
hombre, pero algo me había hecho demorar en mi
venganza, algo en su voz o su cabello, algo que no
podía definir y que entendí de súbito con sus palabras.
Esa voz, esas lágrimas ya las había visto antes... en mi
amada. La bella e inquietante criatura que se
desangraba en mis brazos era heredera de la sangre de
mi enemigo y de la mujer que había amado... y me
había estado esperando.

Pero ya era tarde. Su vida se escurría entre mis dedos.


La abracé con fuerza, intentando pensar en algo que
la salvara, pero ya era tarde, demasiado tarde. Su
mirada estaba vacía y su corazón se había detenido.
Yo estaba en medio de la sangre que amaba y odiaba
más que nada en este mundo. Un rayo de sol se filtró
por la ventana, iluminando la pared tras de mí. En diez
minutos tocaría mi frente y sería el fin de todo si no
me movía. Yo lo sabía y por eso estoy aquí. Su cuerpo
aún está caliente entre mis brazos, bajo mis besos, y
se enfría a cada segundo, mientras yo espero que ese
rayo me toque y termine los horrores que comencé
dos siglos atrás.
DE VUELTA AL SOL

Lo recuerdo bien. Los sacaron a todos a la luz y


fueron sentenciados por crímenes hechos en la
antigüedad. Día tras día aparecieron sus rostros en las
plazas de todo el mundo. Rostros carbonizados, con
la boca abierta o la mejilla desfigurada. Rostros que se
quemaron bajo el ardiente sol como la carne al fuego.
Cuerpos hermosos masacrados, quebrados,
irreconocibles, torturados. Desaparecían una noche y
semanas después aparecían degollados, atravesados
por estacas tan anchas como brazos.

La humanidad creyó liberarse entonces de la


oscuridad sin saber que se sumergía en ella, paso a
paso, cuerpo a cuerpo. Hombres inteligentes unieron
las pistas, hombres ilustres justificaron la cacería,
hombres adinerados financiaron la persecución,
hombres fuertes los atraparon, hombres poderosos
los amenazaron y juzgaron frente al mundo, hombres
buenos callaron. Todo conocimiento al respecto fue
quemado, destruidas las evidencias, muertos los
descendientes de toda estirpe. Fueron escasos los
vampiros y mestizos que sobrevivieron a la hoguera
de aquel tiempo... del mundo conocido.

Aprendimos a escondernos, a camuflarnos, a temer al


hombre del que hacía siglos habíamos aprendido a no
alimentarnos. Olvidaron los antiguos tratados de paz
y reiniciaron una guerra para la que no estábamos
preparados. Tomaron el conocimiento que
necesitaron y quemaron lo demás. Fue una traición a
la paz acordada, pero los humanos olvidan y ellos no
se esforzaron en recordar. Aceptamos la derrota con
los dientes apretados y huimos. Vimos esa oscura
época pasar en silencio. Los vimos seguir la carnicería,
aún después de extinguir casi por completo a nuestra
especie. Los vimos buscar brujas y monstruos,
convirtiéndose ellos mismos en los demonios que
temían. Muchos humanos perecieron también en
medio de aquel terror al que llamaron Santa
Inquisición. La gran mayoría murió durante la tortura,
sin llegar a la sentencia.

Los tiempos cambian y dan vueltas a nuestro


alrededor. Hoy, una nueva modernidad nos ha
alcanzado. La gente se abre a nuevas posibilidades, sin
dejar por ello de matarse entre sí. Dicen estar
dispuestos a aceptar gente del espacio, sin tolerar al
vecino. ¿Qué nos espera a nosotros si nos
encuentran? Nuestro mundo, oculto durante siglos
por la impenetrabilidad de las selvas, lagunas y
montañas está en peligro nuevamente. Satélites llenan
el cielo oscuro, drones barren las montañas, cámaras
invaden los océanos.

Ya no existe la tortura como medio de expiación, sino


como medio de investigación de aquello que no
comprenden. ¿Quién quiere ver a su hijo o a su
hermano abierto sobre una mesa de cirugías para
satisfacer a medias la curiosidad de un monstruo
insaciable? ¿Quién se atreve ya a fiarse de la oscuridad
o la lejanía?

El tiempo se agota y nos toca decidir. Encontrarán


nuestros cuerpos, pero no, nuestras almas. Hace
meses que rondan nuestra aldea. Los escuchamos
zumbar cada vez más cerca. Mañana ya estarán aquí.
Perdimos la batalla, el mundo le pertenece a los
humanos. Ojalá hayan aprendido algo con el paso del
tiempo y de sus errores. Nosotros no podemos hacer
más.
Hoy me despido de mi mundo con el amanecer, justo
a tiempo de partir antes de que lleguen los drones.
Abrazo la luz del sol que me quema, recordándome
que ningún fuego es peor que el que invade a los
humanos.
DESPERTAR

Desperté al mundo completamente sola, buscando


oxígeno a toda costa. Al principio, no podía recordar
nada; solo sabía que estaba acostada dentro de una
especie de caja de piedra. El espacio era mínimo; mis
movimientos, diminutos. Golpeé como pude hacia
todos lados con fuerza. La placa a mis pies cedió y
cayó al suelo con un crujido. Me escurrí hacia afuera
y miré entorno mío. Aquello era un mausoleo. En el
suelo estaba la placa rota con mi nombre:

Viridiana Rodríguez Santiago

1984 - 2018

Su familia siempre la recordará con amor

No, aquel nombre no me decía nada, salvo que había


muerto joven y que había tenido una buena familia.
Avancé hacia la salida. Era un cementerio hecho y
derecho. Yo salía de un pabellón aislado,
elegantemente decorado y con flores todo alrededor.
Las flores eran frescas. No podía haber muerto hacía
mucho. La luna llena lo iluminaba todo con su tétrica
luz mortecina. Me dirigí a la calle principal del
cementerio y caminé hasta un edificio de vivos que
estaba cerrado. Busqué en cada ventana hasta
encontrar una que pudiera abrir forzándola un poco.
Finalmente, me colé por una de ellas que estaba mal
cerrada. Encontré la recepción y encendí la
computadora. Tecleé mi nombre y no tardé en
encontrar mi archivo completo: nombres de los
padres, firma del médico legista, muerte violenta...

Leí completo el certificado de defunción, grabando en


mi mente cada nombre y cada nota. Acto seguido, me
escabullí de nuevo hacia afuera y busqué la calle. Salir
fue asombrosamente fácil dadas mis nuevas y
desconocidas fuerzas.

Poco a poco, mis sentidos fueron despertando. Los


olores se volvieron más presentes y los colores, más
vivos. Me sorprendió ver con tanta claridad en la
noche, aun considerando la luz de la luna.

Al tiempo que despertaba por completo iba creciendo


en mí algo oscuro e indescriptible, parecido a la ira.
Una vez en la avenida, me di cuenta de que no tenía
dinero, ni celular, ni identificación. Sin embargo, un
taxi se detuvo frente a mí. Un hombre de bigote se
asomó por la ventanilla del copiloto.

—¿Está perdida, preciosa?

—Sí, ¿podría ayudarme?

—Suba, la llevo adonde quiera.

Le sonreí abiertamente y me subí a la parte trasera. Ya


arriba me sorprendí de mi propia desfachatez con
aquel desconocido. El hombre acomodó el espejo
retrovisor para verme las piernas y yo, en lugar de
ofenderme, me alcé la falda del vestido blanco y
vaporoso que llevaba puesto. ¿Qué me estaba
pasando? Simplemente, parecía no controlar mis
actos, como si fuera parte de un instinto poderoso de
supervivencia. Aquella sensación oscura creció
vivamente estando adentro del taxi. El conductor
puso la dirección en su celular. El trayecto a esas horas
fue rápido. Cruzamos varias casetas de seguridad y
llegamos frente a una casa enorme, rodeada de
jardines preciosos. El hombre se volvió a mí se alisó
el bigote como todo un patán.

—Imagino que tendrá cómo pagar —dijo


insinuadoramente.
No estuve segura de si se refería a la obvia ostentación
del lugar o a mi cuerpo. Como sea, me acerqué a él y
lo provoqué con una sonrisa. Un odio inmenso creció
en mí. En cuanto el hombre estiró una mano hacia mí,
la tomé con fuerza y le mordí la muñeca hasta sacarle
sangre. El hombre gritó y lo solté, más confundida
que él mismo. Me gritó y me empujó como pudo
hasta que me bajé del auto. Él arrancó tan rápido
como dio su vieja máquina y desapareció en la calle
oscura. Aún tenía yo su sangre en mi boca. La relamí
como un gato complacido.

Una luz se encendió en la casa. Luego, una luz blanca


inundó el jardín frontal y se abrió la puerta entrada.
Una mujer en bata de seda bajó los escaloncitos hacia
el jardín.

—¿Viri? —preguntó la desconocida.

Al verme, palideció. Abrió la boca, pero fue incapaz


de articular palabra. El miedo me inundó. Pude sentir
cómo el mismo instinto reciente me impulsaba a
atacarla. Cerré los ojos e intenté concentrarme.
Aquella mujer debía ser mi mamá. Tenía que
controlarme a como diera lugar. Entonces, se
escucharon otras voces. Un pulso dentro mío se
aceleraba a cada instante. Me cubrí el rostro con las
manos. Eran dos hombres, uno joven y otro mayor.
Esa podía ser mi familia. Respiraba con fuerza,
tratando de calmarme, pero no podía. La mujer
empezó a llorar. Alcé la mirada y vi cómo uno de los
hombres la llevaba adentro, sin quitarme la vista de
encima. Ella quería venir hacia mí y él lo impedía.
Atrás de él el joven le hablaba. La furia volvió a crecer
en mi vientre y me inflamó el pecho. Avancé hacia
ellos.

—¡Déjala! —grité fuera de mí.

Lo siguiente fue muy confuso. Me vi a mí misma


atacando a aquella gente. Sentí crujir sus huesos bajo
mis mandíbulas y saboreé la sangre que fluía de sus
cuerpos. Rica y deliciosa bebida de los dioses que me
nutría y me calmaba a medida que la succionaba
desesperadamente en la entrada de la casa.

Estaba rodeada de los tres cuerpos, cubierta de su


sangre, cuando vi un retrato. Me puse de pie y lo miré.
Así que esa era yo y ellos, mi familia. Los miré
horrorizada y luego a mi reflejo borroso en la ventana.
Era como la chica de la foto, pero más delgada, pálida,
los ojos grandes rodeados de profundas ojeras
oscuras, labios rojos por la sangre y largos colmillos
blancos que sobresalían en un gesto feroz.

Yo había visto un rostro así antes. Intenté recordarlo.


Era un hombre, flaco, pálido y de mirada siniestra
como la mía. Al abrir los ojos, lo vi frente a mí.

—Así que ya despertaste —dijo él con sorna.

Lo reconocí. Era el de la fiesta, el que me drogó y me


había llevado en una moto a un lugar extraño. Ahora
lo entendía todo. Él era un monstruo y mi creador en
esta nueva existencia.

—Bienvenida.
ELLA

Ahí está, frente a la chica. La hipnotiza y bebe su


sangre con una sensualidad que me lastima. Ella cierra
los ojos y se entrega en sus brazos. Está dispuesta a
dar lo que sea por un solo beso de ese hombre. Está
dispuesta a arriesgar su propia alma por encontrar la
eternidad a su lado.

Yo también le creí. Lo esperaba despierta en mi cama,


con los ojos cerrados. Recuerdo que podía sentir
cuando aparecía en mi habitación como una sombra.
De alguna manera, mi cuerpo sabía cuando él estaba
cerca. Sabía que me rondaba cuando iba a trabajar y
que me observaba desde las sombras cuando estaba
sola en casa. Me gustaba ese juego. Yo sabía que él me
acechaba y me fingía una víctima inocente. Él sabía
que yo actuaba y me seguía el juego.

Cuando por fin lo vi, sus pupilas estaban tan dilatadas


que no pude saber el color de sus iris. Estaba muy
elegante esa noche, como hoy. Tenía el mismo traje,
la misma loción, la misma sonrisa encantadora. Caí
rendida en sus brazos y yo también cerré los ojos. Le
rogué que me convirtiera; no me importaba el precio
ni el dolor. El fuego que me invadió por tres días fue
insoportable, pero lo aguanté sin quejarme ni una sola
vez; todo por sus ojos, por tener su sonrisa a mi lado
cada noche.

Claro que ahora me siento una tonta. Cambié la


eternidad de mi alma por la eternidad de mi cuerpo.
¿Y para qué? Para descubrir la estratagema del
cazador y no poder hacer nada. Cada noche sale de
cacería. Ronda a tres o cuatro jovencitas al mismo
tiempo. Las observa, las conquista y las muerde. La
mayoría muere en un idilio, sin enterarse de nada.
Como si solo se hubieran ido a dormir. Entonces
vuelve a mí, satisfecho, y me promete que son solo
parte de la cacería. Y yo le creo, y me callo. Porque si
di mi alma por él, ¿cómo no puedo darle mi perdón a
este tonto que no sabe amar?

Pero ahora es diferente. Esta chica es como yo y está


pidiendo lo mismo. Y supe que él accedería aún antes
que él. Porque lo conozco, porque me conozco y sé
que la historia se repite esta noche. Ya no puedo
seguirme mintiendo. Él ya no será solo mío y no estoy
dispuesta a ceder ni un milímetro más en esta guerra.
Los observo, sonrientes y embelesados. Mi cutis
podrá verse tan joven como el suyo, pero mi mirada
ha adquirido el peso que dan cincuenta años de vivir
en las sombras.

Él bebe de su sangre hasta dejarla en el límite entre la


vida y la muerte. En ese momento, solo la sangre
contaminada de un vampiro puede salvarla. Entonces
deberá beber de él y sufrir tres noches de infierno.
Pero hay una vertiente en esta historia. Aquella en la
que yo lo mato a él antes de que pueda salvarla a ella
del limbo. Entonces, mueren los dos y él permanece
siendo mío. Debo decidir, y pronto. Ella está
palideciendo y no tardará en mostrar los signos de la
muerte. Si quiero matarlo, debe ser antes de que ella
beba. De nada me servirá quedarme con ella si lo
pierdo a él...

Si lo pierdo a él.

Siento mi pecho arder como si fuera a explotar en


lágrimas, pero ya no puedo. Esos gestos humanos los
he perdido. Solo me queda el ardor y la opresión en el
pecho. Tengo la daga de plata apretada en un puño.
No puedo. No podría vivir sin esos ojos que me
mienten, sin esos labios que borran todo con un beso.
No podría.
Los miro de nuevo y entiendo que tampoco podré
verlos juntos cada noche. En esta historia, soy yo la
que debe salir de escena. Clavo la daga en mi propio
pecho, una, dos, tres, hasta la séptima vez. La sangre
oscura emana entre la ropa como una fuente. Ya no
tengo alma y pronto habré perdido el cuerpo. Una vez
que termine mi existencia, habrá un verdadero
silencio.
NUEVA ORLEANS

La chica estaba sentada frente al río, las piernas


dobladas, los codos apoyados en las rodillas y el rostro
hundido entre los brazos. Miraba cómo pasaba un
crucero a lo lejos. La música de jazz venía como un
murmullo fantasmagórico para esta alma hundida en
la melancolía. Ella podría estar en una de esas fiestas,
bailando con algún joven guapo o riendo con sus
amigas. A decir verdad, ella había sido invitada a esa
misma fiesta que pasaba ante sus ojos con la alegría
propia de Nueva Orleans. Era el cumpleaños de Louis
y nadie quería perdérselo. Habría buena música,
cocteles y bocadillos y, por ser Louis, todas las chicas
tenían permiso de ir.

Ella, sin embargo, se disculpó argumentando que se


sentía demasiado mal para estar al aire libre. Los veía
alejarse por el río y escuchaba las risas. Ella en cambio,
se sentía vacía. Sin saber por qué, sin tener una buena
historia que contar a sus amigos. Era algo
simplemente absurdo. Su abuela solía decirle que
había nacido con el alma triste. Eso era. Una profunda
tristeza la carcomía por dentro desde hacía varios
años. Había renunciado a viajar por el mundo
haciendo negocios con su padre y aceptado la buena
vida que le estaba organizando su madre, con un buen
prospecto, una buena casa y la seguridad de no tener
que lidiar nunca más con los problemas cotidianos.
Era perfecto. Sus amigas la envidiaban de buena
manera y le aseguraban que tenía frente a sí el Paraíso.
Todo lo que tenía que hacer era decir “sí”.

Suspiraba. No podía evitarlo. A cada momento, se le


podía escuchar suspirando. Ahora tenía una carta en
sus manos que la hacía suspirar aún más. Alguien la
había deslizado por debajo de la puerta en la noche,
mientras ella tomaba un vaso de agua. No tenía
remitente, pero era claro que era para ella, ya que su
nombre estaba elegantemente escrito en el sobre. Su
casa estaba en silencio, todos dormían. Ella había
bajado por agua a la cocina, porque el calor no la
dejaba dormir. Encontró la carta y abrió la puerta,
pero no encontró a nadie. Al abrirla, encontró una
propuesta de lo más inusual. La señora de M. la
invitaba a tomar un té a medianoche el siguiente día.
Le decía que sabía exactamente por lo que estaba
pasando y que la haría una propuesta que no podría
declinar nadie. Le prometía sacarla de la vida tediosa
en la que estaba sumida, la llevaría por el mundo
viviendo aventuras inimaginables, y le aseguraba que
se haría cargo de dejar tranquila a su familia. Todo
sería mejor explicado en su casa.

La dirección era sencilla. Todo el mundo conocía esa


casona rodeada de jardines donde nunca parecía
haber nadie, salvo de noche. A menudo había fiesta,
aunque debían de ser muy exclusivas, ya que ni
siquiera el alcalde había asistido a alguna de ellas.
Llegaban carruajes elegantes, pero nadie alcanzaba
nunca a ver los rostros de quienes los abordaban.
Todo un misterio. Que la citara a medianoche, no era
ninguna casualidad. Se hablaba de que la señora de la
casa era viuda y altamente sensible a la luz del sol.
¿Qué querría una mujer así con una joven de clase tan
sencilla como ella? Había logrado un buen
compromiso gracias al cual no tendría que volver a
trabajar jamás ni ella, ni sus hijos.

Suspiró de nuevo. El barco ya casi se perdía de vista.


Había leído y releído la carta todo el día, sin
comentarle a nadie. Tal vez esta señora no salía, pero
quizá tendría un hijo que sí. Tal vez le propondría
servirle en sus viajes. Volvería a trabajar, sí, pero
podría viajar por el mundo. Luego, volvía a la tierra.
Jamás podría aceptar un trato así. La vida que le
ofrecía su madre era mucho mejor. Todos se habían
esforzado mucho para lograrlo. Sería la primera
“señorita” de la familia. Suspiró de nuevo y echó la
carta al agua. La señora de M. la esperaría dentro de
unos minutos e, igual que la fiesta del barco, ella solo
la dejaría pasar. Tenía que seguir con su plan de vida.
Tenía que hacerlo. Miró de nuevo hacia el barco. Ya
solo sus luces eran visibles desde ahí. Le entró una
rabia inmensa e inexplicable. Tomó piedras de la orilla
y las arrojó con fuerza al río. Lágrimas calientes
recorrieron sus mejillas. Se las quitó sin más. Hacía
rato que su vestido se había ensuciado con las
diminutas olas del río que lamían los bordes dorados
de su vestido de fiesta, pero no le importaba. Hacía
tiempo que había perdido interés por todas las cosas
que la rodeaban. De repente, sintió que su energía se
iba completamente y se dejó caer.

Sintió el agua fría a su alrededor y agradeció el silencio


que le brindaban las profundidades. Luego, todo se
volvió oscuridad.
Despertó en una sala ricamente decorada que olía a
perfume y sangre. Se tocó la cabeza pensando que
quizás se había golpeado al caer al río. Vio entonces
que tenía las muñecas vendadas. ¿Cómo se había
cortado así? ¿En el río? ¿Y por qué tenía un fuerte
sabor a sangre en la boca? Se llevó la mano a los labios
y descubrió rastros de una sangre muy oscura.

--Estás bien –le dijo una voz de mujer--. Ahora todo


estará bien, querida mía. Hiciste lo correcto.

Se volvió hacia atrás y encontró a una mujer hermosa


de piel blanca como el mármol y vestido rojo como la
sangre, cabello negro ondulado que la llegaba a la
cintura y una sonrisa de la cual sobresalían dos largos
colmillos.

--Yo soy la señora de M. Bienvenida a mi mundo.


LA MENDIGA

Ya la había visto un par de veces. Una pequeña figura,


empequeñecida por el frío, en medio de las sombras.
A menudo pensaba en ella. Había visto sus largos
cabellos rojos salir de la andrajosa capucha que le
cubría la cabeza. Había visto su mano blanca estirada
hacia una ayuda que no llegaba. Pensaba en el frío, en
su ropa delgada y vieja. La veía al pasar en su coche
modesto, pero mucho más cálido que la pared en la
que ella recargaba su espalda tarde y noche. A decir
verdad, le daba culpa, pero nunca se animaba a
estacionarse en aquella calle oscura y darle lo que
tuviera en la cartera, lo que fuera sería bueno.

Esa moche, sin embargo, salió más tarde del trabajo.


Había avisado a su esposa que llegaría tarde. Esa tenía
que ser la noche. Tenía $300 o $500 en la cartera y se
preguntaba si no estaría exagerando. Después de
todo, en casa tampoco les sobraba el dinero. Podría
darle 100 o $200.. Así no se sentiría tan mal cada vez
que pasara frente a la esquina donde la pobre mendiga
esperaba siempre una moneda con la mano vacía
estirada al aire. Esa pobre mujer podría comprar
comida y tal vez hasta una cobija más gruesa si él la
ayudara, aunque fuera un poco.

Esa noche, el farol estaba fundido como siempre,


volviendo la esquina una de las más oscuras de la
avenida. Se orilló a apenas unos pasos de la pequeña
sombra con la mano extendida. Todavía en el coche,
dudó. Era peligroso quedarse ahí en plena noche. Era
tarde y no pasaba ya ni un alma por ahí. Miró por el
retrovisor. Ahí estaba ella, como siempre. Casi podía
verla tiritar. Tomó aire. Se convenció de que no
tardaría y de que no tenía por qué pasar nada malo,
especialmente cuando trataba de ayudar a alguien.
Bajó del coche y revisó dos veces haber puesto los
seguros. Luego, caminó hacia la mujer.

Cruzó la calle y notó que no solo hacía frío, sino que


además el suelo estaba mojado por una lluvia que él,
clasemediero que trabajaba en una cálida oficina, no
había notado. La culpa volvió a pesarle en el pecho.
Caminó hacia la figura que estaba encogida en el
suelo, en la esquina de una barda grande y
pintarrajeada. Sacó la cartera. No lo dudó más. Tenía
un billete de $500, lo tomó y se lo extendió a la mujer.

—Para usted —dijo, pero ella no se movió.


Se preguntó entonces si, además, estaría sorda. Se
hincó frente a ella y puso el dinero sobre una mano
helada cuya blancura lo preocupó. La mujer entonces
cerró la mano con el dinero y alzó la vista. El hombre
se sorprendió sobremanera. Ante él había una chica
delgada hasta los huesos con la palidez de la muerte,
sin embargo, sus ojos irradiaban belleza y una alegría
inesperada para una persona de su condición. No
supo determinar su edad. Parecía más grande y más
joven a cada gesto. De lo único que estaba seguro era
de que aquella joven le sonreía y agradecía con la voz
más bella que hubiera escuchado nunca.

—Gracias, señor —dijo ella en un susurro que lo


hipnotizó.

Él no supo responder. Asintió torpemente con la


cabeza y sonrió también. Ella entonces lo tomó de la
mano.

—Es usted tan bueno —le dijo.

—No es nada —replicó él.

—Sí, es importante decirlo. Usted es un buen


hombre.
Él apenas veía lo que hacía. Estaba cada vez más
sumergido en la mirada de aquella chica. Hincado en
una rodilla, llevaba una mano a esas mejillas pálidas y
heladas que, sin embargo, lo invitaban a acercarse con
una sonrisa. La chica lo tomó de la mano y se la besó
con ternura.

—Es usted tan bueno —repetía ella al tiempo que


pasaba la mano del hombre por su mejilla y por sus
labios. Entonces dijo algo que él no alcanzó a
escuchar.

—¿Qué dices? —preguntó él.

La chica repitió las palabras, pero le eran


incomprensibles a su visitante. Este, se acercó a los
débiles labios de la joven.

Si hubiera habido alguien más en aquella oscura


avenida, habría visto cuando el hombre se acercó a la
extraña mendiga y cómo ella, lo atrajo en un abrazo
del que no se levantó. A la mañana siguiente, el cuerpo
apareció en un río a más de 15 kilómetros de la
esquina donde mendigaba la chica. El cadáver no
mostraba señales de agresión o enfermedad... salvo
dos finas marcas en el cuello y una anemia
inexplicable.
MUERTA EN VIDA

Él iba cada viernes a su tumba. En el florero de piedra


vacío dejaba siempre flores amarillas y naranjas que le
recordaban a ella, a los días de sol, a su cabello rojo
que siempre amarraba con una liga blanca. Vivieron
juntos por cinco años y solo podía recordar
momentos felices. Con ella, todo era alegría, todo eran
risas y una inmensa paz por las tardes. Hacía ya dos
años de su asesinato. Él vivía del trabajo y los
antidepresivos. Sus amigos no se cansaban de
ofrecerle ayuda, de invitarlo a reuniones. Todos la
extrañaban, pero era evidente que la vida sigue y que
había que dejarla ir. Había que liberarla para que ella
también descansara en paz.

Fue a terapia de constelaciones, una amiga le echó las


cartas y otro, le sanó chakra por chakra. Intentó ir a
misa como cuando era niño, pero era inútil. Sentía que
rezaba al vacío y que no había respuesta. Un sacerdote
mayor lo regañó por ir hasta ahora que tenía una
necesidad y una adivina lo corrió de su tienda
murmurando algo sobre que llevaba una sombra
maligna en la espalda. Estaba desesperado. Había
encontrado el amor y le había sido arrebatado sin una
razón.

No les habían robado nada y nunca encontraron lazos


entre ella y gente peligrosa o bajo sospecha de la
policía. Simplemente, no tenía sentido. Lo único real
es que ella no estaba y que él no encontraba las fuerzas
para seguir solo.

Iba cada viernes después del trabajo y dejaba el ramo


en el florero vacío. Iba y le platicaba a ella de su
trabajo, de los amigos, del cumpleaños de su sobrino
y del nuevo novio de la abuela. Iba y hablaba hasta
que las lágrimas se le secaban en las mejillas agrietadas
por el luto. Era su secreto. Sabía que cualquiera
intentaría evitar que siguiera tan enfermiza
costumbre, sabía que ahí no estaba ella, sino en un
lugar mucho mejor. Lo sabía y, sin embargo, sentía un
consuelo al ir ahí. En ese lugar no sentía el vacío que
lo perseguía en todas partes. Ahí, por extraño que
sonara, sentía que alguien lo escuchaba y que eso lo
sanaba.

A pesar de todo, regresaba a casa con diez años más


y no podía sino dormir hasta el mediodía siguiente.
Nada tenía sentido. Una tarde la había encontrado
desangrada en el jardín. La había visto la policía, los
médicos; nadie supo cómo desapareció después el
cuerpo. Estaba obsesionado. Una parte de él le decía
que debía resistir, que estaba viva. Y otra, le respondía
que, si lo estuviera, ya habría encontrado la manera de
volver.

¿Y si no? ¿Y si estuviera atrapada en alguna situación


increíble? Entonces su mente crítica le recordaba que
un médico habría podido ver el error, que si la habían
declarado muerta es porque lo estaba.

Los fines de semana eran interminables y dolorosos.


No importaba que fuera al gimnasio, que leyera o se
durmiera desde temprano hasta tarde. Simplemente,
los días no terminaban.

Finalmente, se decidió a avanzar. Fue su último


viernes, dejó las flores y dejó una carta de despedida.
Ya sabía que ella no la recibiría, pero necesitaba
escribirla y entregarla. Necesitaba cerrar el ciclo y
empezar de nuevo su vida. Se alejó de ahí con el alma
delgada y oscurecida por la tristeza.

Una mano recogió las flores, como cada viernes, y


leyó entre sollozos la carta. Era ella, que no había
tenido el valor en esos dos años de enfrentar a su
amado y decirle: No morí, pero tampoco vivo. Soy un
monstruo de la noche que se alimenta de sangre
humana y que podría matarte si perdiera el control.

¡Cuántas veces lo había intentado! ¡Cuántas veces


había imaginado formas de mantener contacto con él!
Entonces su creador, un hombre vil y grosero, le
recordaba la escena final de aquella historia, donde
ella sostendría el cuerpo inerte de su esposo, cubierto
de sangre, y donde ella sería la culpable.

Caminaba entre la gente como un espectro, protegida


por la noche, envuelta por su silencio. Visitaba su casa
a oscuras, vislumbraba desde lejos a sus amigos y a su
familia. Veía sus vidas pasar como en un filme
antiguo. Se sentía caer en las sombras mientras ellos
brillaban con el resplandor que da la vida. Se
imaginaba una y otra vez volviendo a estar entre ellos,
a la luz de las lámparas, argumentando una rara
enfermedad. Se imaginaba volviendo a la vida que le
había sido arrebatada… y el sueño terminaba con una
sed que le quemaba la garganta y un vampiro a su lado
que la llevaba de caza.

No había solución posible. Ella no podía acercarse y


él no podía seguirla visitando en el cementerio. La
vida de él seguía adelante como todos los demás. Él
volvería a enamorarse, tal vez tendría hijos y
envejecería con sus seres queridos. Él podría morir y
descansar. La vida de ella, en cambio, se había
detenido en una eterna noche.
CONJURO DE PLATA

La luna la miraba con gesto triste desde al cielo. Su


rostro blanquecino y sus grandes ojos negros la
conmovían. Sus labios tenían todavía el carmín que se
había puesto aquella tarde para salir al teatro. Sus
manos delgadas y perfectas flotaban lánguidas en el
agua helada del río como antes habían flotado entre
las cuerdas del arpa. Sus largos cabellos entornaban el
rostro como una corona en llamas, contrastando con
la palidez mortecina de su piel. Era de una belleza
inigualable y, sin embargo, estaba muerta. Esa misma
belleza que había inspirado a poetas y derramado la
sangre de múltiples espadachines había sido su
perdición.

La Luna, desde su barca de plata miraba con tristeza


cómo flotaba río abajo aquella joya que otrora fuera
la alegría de cada tertulia y que cantaba en las noches
con voz de ángel, asomada a su balcón, saludando a
las estrellas que danzaban para ella.

Ya podía escuchar los gritos desesperados del padre,


quien la buscaba en los lugares equivocados,
demasiado lejos del río. Podía ver a lo lejos las
antorchas y el brillo de espadas de hierro. Jamás
encontrarían al asesino. Él fumaba un cigarrillo en lo
alto de una torre, como quien reposa después de una
buena cena. La luna lo veía, pero él solo tenía ojos
para la belleza que se deslizaba en el río, lejos ya de
toda angustia humana... Y se reía. Disfrutaba de su
cigarro, la veía partir y escuchaba también cómo lo
buscaban a lo lejos, en la colonia equivocada. Esos
simples burgueses lo creían un lord, por su ropa y su
lenguaje. Nadie imaginaba encontrarlo en la
buhardilla mugrienta en la que en verdad vivía.

Y la Luna lo miraba y lo maldecía con sus ojos de


plata. Todavía tenía la dulce canción de la chica en la
memoria, mientras conjuraba a su naturaleza más
oscura. Clamaba por las sombras, por la sangre
derramada y por la Muerte. Invocaba a todos los
males ocultos de la tierra y del cielo. Observó a la
sabandija, cómo relamía el cuchillo con que había
asesinado a la flor más delicada y hermosa del mundo,
y terminó el conjuro:

Que tu corazón se detenga

y se vuelva tan duro como tu alma.


Que la sangre que lames ahora

sea tu maldición eterna.

Que las noches se alarguen

y los días te quemen.

Que el amor se te escape

y la sed te enloquezca.

El hombre, notó entonces la presencia de la diosa en


su horrenda morada. Su fulgor y belleza eran
indescriptibles, pero podía sentir la ira en la mirada
oscurecida de la aparición. Dio un paso atrás y el
cuchillo se deslizó al suelo. Aquella mujer se hincó y
recogió el arma homicida como si tomara entre sus
manos un tesoro valioso. Una lágrima cayó en la hoja
de plata y se mezcló con la sangre pura de la joven. La
Dama de la Noche enterró la hoja en el corazón del
hombre. Sus áureos labios estaban sellados por la
tristeza, pero su voz sonó como un trueno en medio
de una tormenta. Repetía el conjuro en una mezcla de
música y grito que heló la sangre del delincuente. Este
cayó de rodillas al suelo bajo el helado maleficio; su
corazón se volvió de pierda y su piel, tan blanca como
el fulgor nocturno que lo iluminaba. La sangre salió
de su pecho en un torrente imposible de detener al
tiempo que se volvía más y más oscura.

La mujer desapareció tras un relámpago y el conjuro


sonó por última vez en el aire como una tétrica
canción que perseguiría al hombre el resto de su
nueva existencia.
SED

Fueron tres meses de sueños inquietantes, de tomar


café para no dormirme en el trabajo, de postergar cada
vez más la hora de dormir y maldecir el despertador
en la mañana. En el sueño, figuras humanas me
miraban desde las sombrías esquinas de mi
habitación. Estaba por volverme loco. Luego, vino el
sueño más extraño de todos. Una de esas criaturas
tenía la apariencia de una mujer joven y bella. El
cabello negro le caía en los hombros y el pecho como
largos ríos oscuros. Su piel, blanca como yo no había
visto una antes, tomaba un aire fantasmal a la luz de
la luna. Sus labios no estaban pintados y, sin embargo,
eran rojos como la sangre. ¡Sus grandes ojos del
mismo tono carmín me miraban de una manera...! Me
dijo que cerrara los ojos y yo me dejé llevar.

Dormí de corrido por primera vez en muchos meses.


Desperté relajado y sin recordar siquiera en dónde
estaba. Tardé unos segundos en reconocer mi
habitación, iluminada por el sol matutino. Me sentía
flotar en una nube en la que apenas sentía mi propio
cuerpo. En ese momento, no existían los relojes, ni las
agendas. Sentía que todo era perfecto y que la vida me
sonreía por primera vez. Había pasado tanto tiempo
sin dormir, que aquella noche de sueño profundo era
casi irreal a mis ojos.

Luego vino el verdadero despertar. Unas tres horas


después de tan agradable sensación, las nubes se
fueron. Volví a sentir mi cuerpo y, poco a poco,
reconocí que estaba herido. Me dolían varias partes de
las piernas, los brazos y hasta en el pecho. Mi
almohada tenía manchas de sangre. Alarmado, intenté
incorporarme rápidamente, pero al momento de
moverme, la cabeza me dio vueltas. Me sentía débil y
mareado como nunca. Cerré fuerte los ojos y respiré
con calma. Al cabo de unos minutos pude abrirlos de
nuevo. Había sangre por todos lados y pronto
descubrí que no se limitaba al área de mi cama. El
suelo tenía también manchas oscuras, así como el
buró, la manija de la puerta y... la ventana abierta. En
el marco de esta, había múltiples marcas rojas de
manos alargadas.

Me quité la pijama cuidando no moverme demasiado


rápido. Descubrí heridas peculiares por todo mi
cuerpo. Todas eran más o menos parecidas: dos
puntos rojos de sangre seca, rodeados de piel
hinchada y blanquecina. Eran profundas, de por lo
menos medio centímetro hacia adentro. Al tocarlas,
me di cuenta de que la piel circundante estaba fría
como la piedra. Decidí darme una buena ducha
caliente para aclarar las cosas, limpiar la sangre y ver
si entraba un poco en calor.

No resistí mucho tiempo al contacto del agua tibia.


Fui cerrando la llave del agua caliente hasta que quedó
abierta solo la fría. Empecé a sentirme mejor, pero
aún estaba débil. Al salir, ni siquiera me sequé. Fui
directo al refrigerador a buscar algo de comer. Las
manos me temblaban y un ligero sudor empañó mi
frente. Algo me había picado en la noche ¿pero qué?
¿Y cuántos? Tenía que ir al hospital, pero primero
intentaría comer algo. Repasé todos los envases con
comida de otros días, pero nada me apetecía.
Finalmente, encontré carne cruda en el congelador.
Rasgué el plástico que la envolvía y saqué un trozo
con mis manos. Al morderla, el temblor disminuyó.
Cerré los ojos. Jamás imaginé que pudiera saber tan
bien. Devoré el kilo entero y, para mi vergüenza, bebí
la sangre que había escurrido al plato. Simplemente,
parecía no saciarme nada. Busqué más, pero no
encontré otro paquete de carne.

Me lavé las manos y la cara. ¿Qué me estaba pasando?


Corrí al cuarto para vestirme. Tomé las llaves del
coche y salí de inmediato en busca de un hospital...

Apenas sentí el calorcito del sol de marzo, cuando


volví a sentirme débil. Me recargué en el barandal de
las escaleras que dan al estacuionamiento, y me fui
deslizando hasta el suelo. Podía sentir cómo volvía el
temblor a mis manos, junto con la sensación de
debilitamiento y algo más que no lograba definir.
Como pude, me arrastré al coche. Una vez adentro,
puse el aire tan frío como fuera posible y esperé. Me
sentí un poco mejor, pero apenas lo suficiente para
abrir los ojos. Fue entonces que entendí qué era lo
otro que me atormentaba: era la sed. Sentía una sed
imperiosa de esa sangre que acababa de beber en la
casa. Por más que intenté negarlo, fue imposible. La
claridad con la que entendí mi necesidad fue
desoladora. Me dije que no podía volver a beber
aquello, que tendría que ir a un hospital y recibir
ayuda.
Estuve toda la tarde adentro del coche, luchando con
mi sed, la fiebre y los temblores. Cayó la noche y un
auto entró. Lo reconocí al instante. Era la vecina del
piso de abajo. Esa chava que me hacía tartamudear
cada vez que me preguntaba la cosa más sencilla. Me
encontré saliendo del coche y caminando hacia ella
con seguridad. Ya no temblaba, ni me sentía débil. Le
pregunté con soltura si no quería pasear por el parque
nuevo. Ella accedió encantada.

Me dijo que me notaba diferente y la verdad es que yo


mismo no me reconocía. Caminamos un poco entre
flores y arbustos bellamente recortados. Entonces, la
sed volvió con más fuerza que antes. La chica me
miraba y me hablaba de alguna banalidad. Yo solo
podía pensar en la sangre caliente que corría por sus
venas. La abracé en un impulso, le besé el fino cuello
blanco y la mordí. No emitió sonido alguno al morir.
Sorbí su sangre con desesperación por los dos
pequeños hoyos que creé en su piel. Al soltarla, su
rostro todavía mostraba la sonrisa ingenua con que
había hablado apenas unos minutos antes.
Desde entonces, soy un fugitivo que se arrastra por la
sed, de víctima en víctima, dejando a mi paso un
charco de sangre y miradas vacías.
EL FÓSIL DE RUMANIA

Mi tío siempre fue un hombre muy extraño y de


anciano, todas sus peculiaridades se convirtieron en
extravagancias. Aunque era un docto profesor de la
universidad, ni su aspecto ni su personalidad tenían la
seriedad esperada. Solía vestir con jeans, playera y
tennis, y cuando conversaba, le era irresistible colar
uno o dos chistecillos que divirtieran a su interlocutor.
Era un entusiasta del deporte femenil, especialmente,
del tennis. A veces se levantaba a las 3 de la mañana
para ver cierto partido. Yo sé bien que lo que más
disfrutaba era ver a las “muchachas”.

Bebía café con mucha azúcar y evitaba las verduras


como si fueran venenosas. Salía a caminar por las
mañanas, pero aparte de eso, nunca hacía ejercicio no
creía en sus beneficios. Pero lo más destacado era su
colección de objetos raros. Como era un lector voraz
e ilustre investigador, la curiosidad lo consumía como
el fuego a una servilleta. Tenía su casa llena de cosas
empolvadas a las que él llamaba “sus tesoros”.
Recuerdo que, cuando me fui a vivir con él para
cuidarlo, estuve a punto de tirar una araña disecada
del tamaño de mi cabeza, porque la encontré en un
rincón y la pisé tan fuerte como pude. Luego, como
es lógico, había que tirarla a la basura. A mi tío casi le
da un infarto. Afortunadamente, tiene buen humor
para todo y para todos.

Sí, mi tío fue una persona excepcional... hasta que su


propia curiosidad lo mató.

Una tarde, lo encontré en la sala dando saltitos de


felicidad alrededor de una enorme caja de madera que
olía fuertemente a moho. Estaba tratando de abrirla
con una palanca de hierro. Me comentó entre
esfuerzos que era un “insólito hallazgo”. Había
contactado por internet a un viejo amigo de la
universidad de París donde había hecho su doctorado.
Al parecer, este amigo estaba estudiando de manera
extraoficial objetos misteriosos de la Edad Media en
su país, Rumania, y le habían entregado el fósil de un
supuesto vampiro. Lo había examinado durante
meses. Estaba confundido ante los resultados que
parecían apuntar a que el fósil tenía algo de vida, lo
que era absolutamente imposible para los restos de un
humano común.
Yo apenas podía creer que fuera a abrir semejante
cosa adentro de la casa. No dejaba de pensar en la
bacterias que podría contener. Además ¿cómo habían
logrado transportar algo así de país a país? Supuse que
nadie dudaría de dos eminentes profesores de
distinguidas universidades, pero ¿y las aduanas?

No tuve tiempo de pensar en ello. Mi tío abrió por fin


la caja y quedó al descubierto una fea figura
empequeñecida como el corazón disecado de una
manzana, acostado en forma fetal sobre mucha tierra.
Mi tío lo examinó de cerca. El cuerpo estaba rodeado
de muchísimo ajos, algunos de ellos ya secos y otros
habían empezado a germinar en el largo viaje a través
del océano. El olor era muy penetrante y, aún así, mi
tío examinaba la figura a la misma distancia que un
perro huele a otro.

Escuché a mi tío murmurar sobre lo interesante que


sería romper todas las reglas y ver qué podía pasar:
quitar los ajos sin sustituirlos, sacar la pieza de plata
que le rodeaba el cuello... Yo me fui a la cocina para
alejarme tanto del olor como de la locura. Vampiro o
no, gracias a mi tío había un cadáver en la sala de la
casa.
Mi tío pasó todo el día quitando trozos de ajo de todas
partes, desenredando las cadenas de plata,
procurando no dañar al “amigo”, murmurando cosas
en latín y registrando todo con la cámara de su laptop.
Yo no lo había visto tan entusiasmado desde que le
habían traído en original una cabeza diminuta del
Amazonas.

Al día siguiente, cuando bajé a desayunar, encontré a


mi tío hablando en francés con un hombre de rasgos
extraños, vestido con ropa que reconocí era de mi tío.
Como yo no hablo francés, me senté a desayunar en
silencio. El hombre le respondía todo a mi tío, quien
hablaba din mirarlo, con los ojos cerrados. Estoy
segura que hablaban de París. Mi tío siempre se
sumerge en una nube de ensueño cuando habla del
París de sus tiempos. El hombre, sin embargo, no me
quitaba la mirada de encima. A pesar de las formas
anticuadas con que se movía, me pareció demasiado
descarado en su forma de mirarme. Me levanté en
cuanto hube terminado de desayunar y me retiré. Subí
a bañarme y arreglarme para salir a trabajar. Me
maquillé como siempre y tomé una sombrilla, por si
acaso.
Al bajar a la sala, encontré la caja de tierra vacía. Es
decir, todavía tenía la tierra, pero el cadáver ya no
estaba ahí. En cambio, había un reguero de tierra por
todas partes. Por más que busqué la figura encorvada,
no la hallé por ningún lado. Entré a la cocina para
despedirme de mi tío y recordarle que abriera el nuevo
frasco de té que le había comprado. Me despedí de
nuestro invitado, quien volvió a mirarme de una
manera que me inquietó bastante. Noté entonces
marcas rojizas en su cuello, como si le hubiesen
amarrado con cadenas al rojo vivo. Me recordé que
no es cortés fijarse así en los defectos de las personas
y me fui.

Esa fue la última vez que vi a mi tío con vida. Cuando


volví en la noche, encontré el cuerpo de mi tío todavía
en la cocina, frío y pálido como el mármol. De una
herida en su cuello nacían ríos de sangre ya seca. Al
mirar bien, descubrí que había manchas rojas por
todas partes, incluyendo las tazas de té sobre el
desayunador. Ningún vecino o amigo pudo reconocer
al hombre que describí. Y nunca encontraron el
cuerpo traído de Rumania.
¿UN POSTRECITO?

Hubo un vecinito al que le encantaban los dulces.


Devoraba como ninguno grandes cantidades de
paletas, chicles y caramelos de colores. Su mamá hacía
todo lo posible por escondérselos o tirarlos. Le repetía
las ventajas de comer frutas y procuraba que hubiera
pocas tentaciones en la casa. Sin embargo, él siempre
encontraba cómo salirse con la suya.

Yo ya estoy grande y mi única diversión consiste en


mirar por la ventana el ir y venir de la gente. ¿Qué más
puedo hacer a mi edad? Así, me di cuenta de que el
niño se salía en las tardes, cuando su mamá trabajaba
horas extra. Salía por la ventana de la sala y se colaba
al jardín de su vecina de al lado. Tardaba poco en
volver con la cara batida y las manos embarradas de
algún dulce. Se colgaba del alféizar y así regresaba a
casa sin necesidad de llaves.

Yo me preguntaba a menudo qué pensaría su madre


al volver y encontrarlo todo batido de un chocolate
que no había en casa. La imaginaba buscando bajo las
camas y en cada recoveco del refrigerador sin
encontrar nada ni poder explicarse la fuente de
aquellas golosinas.

La vecina era una mujer joven y muy bella. Tenía una


sonrisa que invitaba a quien la viera a aceptar cuanto
ella dijera. Era amable con los vecinos y tenía el jardín
más florido de toda la calle. Recuerdo que cuando
llegó, nos hizo un pay de manzana a cada vecino,
incluida yo, que estoy enfrente y a la izquierda de su
casa. Una mujer dulce y de voz melódica como un
ángel. Pobre mujer, solía pensar yo. Nunca salía de
día. Decía que tenía la piel muy delicada para aguantar
el sol de este país. Solo salía de noche, y si tenía algún
compromiso, lo hacía al amanecer o al anochecer,
siempre cubierta con un sombrero, gafas y a veces
hasta un delicado velo. Cuando me trajo el pay noté
también el excesivo maquillaje que cubría su piel.
Seguramente, la tenía ya muy lastimada, la pobre.

A menudo horneaba en las tardes y supongo que ese


olor es el que atraía irremediablemente al pequeño a
su cocina. Lo malo es que un día el niño enfermó. Yo
pensé que habría sido por tanto dulce. La vecina tal
vez no sepa que los niños deben tener límites y, si
como padre es difícil ponerlos, como amiga debe de
ser imposible. El niño no salió a jugar por varios días.
Se decía que le había dado anemia. ¡Anemia! Yo no lo
podía creer. ¡Con todo lo que comía! Porque la vecina
no le daba dulces simples, sino pasteles de chocolate,
galletas, crepas, pays y todas esas delicias que les
convidaba también a los demás. ¿Cómo podía haberle
dado anemia a un niño que se alimentaba así?

Como sea, eso también pasó. El pequeño se recuperó


y las escapadas a la cocina de al lado se reanudaron.
Pobrecito. Él era tan feliz así y, sin embargo, a partir
de aquella vez, las recaídas se repitieron. Más o menos
cada tres meses se ausentaba y al poco tiempo, volvía
a aparecer más pálido, a la vez que un poco
adelgazado. A mí me sorprendía encontrarlo así
cuando lo veía pasar al otro lado de la calle. Noté que
incluso le costaba trabajo trepar a la ventana como
antes.

Una amiga mía, cuando le conté lo que yo había visto,


aseguró que la culpa la tenía aquella vecina. Aseguró
que algo le hacía al niño y que su dulzura era solo una
máscara. Yo no le quise creer. En primera, porque de
ser así el niño no volvería tan voluntariamente y en
segunda, porque me pareció escuchar cierto tono de
envidia en su voz al mencionar a la vecina. No era la
primera en molestarse con sus amabilidades. A
ninguna mujer le hace gracia ver a una vecina guapa
en la puerta entregando un pay a su marido.

—Maledicencias —le dije—, no son más que


maledicencias.

—Observa bien —me respondió—. A ese niño le va


a pasar algo si no deja de ir a verla.

Tristemente, mi amiga tuvo razón. El niño empeoró


y murió antes de la Navidad. Fue un suceso muy triste
para toda la colonia. La vecina no pudo ir al entierro,
pero presentó sus condolencias a los padres en cuanto
cayó la noche. Estaba tan triste que solo había podido
hacerles una gelatina de lo más sencilla, según ella. Mi
amiga volvió al ataque. Aseguraba que algo le había
hecho al pobre chamaco. Yo no decía nada; no quería
creer que una mujer tan dulce pudiera hacer algo así,
simplemente no me cabía en la cabeza; pero empecé
a observar con más atención.

No tardó en llegar una oleada de anemia a la colonia.


¿Cómo podía ser? No es creíble que tantos vecinos
tuvieran la misma dieta. Se sospechó del mercado al
fondo de la calle y también del nutriólogo que
recetaba a la mayoría. Otros aseguraban tener
piquetes de mosco gigantes, y así se dio paso a pensar
que había una plaga de algún bicho que nos chupaba
la sangre a todos. La vecina de enfrente le llevó un
pastel a cada enfermo. Aseguraba que el azúcar los
haría reponerse mas rápidamente. Algunos se
repusieron; otros, empeoraron. Nunca habíamos
estado tan tristes en la colonia.

Un día, la vecina fue a verme. Se veía mejor que


nunca. Incluso tenía un par de chapas naturales que
traslucían bajo el marcado maquillaje. Me ofreció un
pay de higo para mí solita.

—Algo que le endulce la sangre en estos días tan


tristes— me dijo.

Yo lo acepté gustosa y ella partió, advirtiéndome que


regresaría en unos días por su refractario, para que yo
no me molestara en ir hasta su casa. ¿Cómo sospechar
de tan buen alma? Pues mi amiga lo hizo. Al ver el pay
en mi cocina, corrió a tirarlo a la basura. Yo, por
supuesto, me enojé con ella, pero ya no pude hacer
nada, el postre se había estropeado. Cuando vino la
vecina por su recipiente, tuve que disculparme.
Argumenté que ya soy demasiado grande y que las
hormigas me habían ganado. Fue la primera vez que
vi su gesto de enojo disimulado en ella. Me aseguró
que me traería otro muy pronto y me pidió que no me
angustiara. Desde entonces, mi amiga montó guardia
en mi casa al anochecer. Todas las tardes se le ocurría
algo que ir a decirme. Yo veía que mi vecina se
abstenía de ir a verme en cuanto descubría que mi
amiga estaba ahí. Eso me hizo sospechar, por
supuesto. Murieron dos vecinos más: un viejito como
yo de la casa 13, que siempre estaba dispuesto a hablar
con todo el mundo, y la señora del 4, muy amiga de la
generosa vecina.

Mi amiga corrió el rumor de que los pasteles estaban


envenenados. Yo me avergoncé mucho de su actitud.
Los vecinos le dieron la espalda a la pastelera, algunos
disimulando; otros, cerrándole la puerta en la nariz.
Finalmente, la vimos irse en una mudanza.

A decir verdad, nadie ha vuelto a sufrir anemia en la


colonia. En cambio, mi amiga murió mordida por
algún bicho o serpiente de la región, que la dejó pálida
y flaca como una momia. Yo ya no sé qué pensar de
todo esto, solo lamento no haber probado sino uno o

dos de los deliciosos postres de mi antigua vecina.


Joanna Ruvalcaba es una dramaturga mexicana
que nos ha sorprendido con sus letras
sangrantes, su potente creatividad y la
humanidad de sus personajes.

Ha trabajado tanto en teatro como en
cortometrajes de terror. Estudió Literatura
Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y
Letras FFyL de la UNAM, en Ciudad de México.

Algunas de sus adaptaciones teatrales son
"Yerma", obra original de Federico García Lorca
"La Numancia", de Miguel de Cervantes Saavedra
"La Flor de España", basada en la novela
"Carmen" de Prosper Mérimée y "Titus
Andronicus", de William Shakespeare.

Participó como guionista y asistente de dirección
en cortometrajes de terror tales como "MIMO" y
"Solos" con la compañía independiente Spartans
Films.

Escritora de novelas como "Ciudades Hermanas",
"El Reino del Lago" publicada con Editorial
Alebrijez y "Gala", así como de antologías de
relatos como "El lugar de la bruja y otros
cuentos", "Relatos Vampíricos", "Historias de
Fantasmas" y "Brujas, antología de relatos",
publicadas en Amazon.

Premios:
2015 - Premios Wattys Categoría: Novela, Gemas
sin descubrir.
2021 - Premio Alebrijez Categoría: Fantasía

Para más información, visite la página de la
autora: www.joannaruvalcaba.com

Ciudades Hermanas

El Reino del Lago

Gala

Relatos Vampíricos

Historias de Fantasmas

BRUJAS
Antología de relatos




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