Afán de Santidad

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AFÁN DE SANTIDAD

Tú y yo hemos de convencernos de que la santidad es lo que el


Señor nos pide. Hemos de repetirnos una y otra vez que Dios, a ti y a
mí, nos quiere santos… “Esta es la Voluntad de Dios, vuestra
santificación (…) Sed santos como mi Padre celestial es santo”. Y
conviene que una y otra vez, aunque hoy de una manera muy
especial, volvamos a meditar sobre esta verdad divina. Muchas veces
olvidarlo es la causa de que andemos perdidos por la vida.

La pregunta que te hace Cristo es muy sencilla: ¿Tú quieres ser


santo? No tu vecino, ni la señora que vende el pescado, ni el cura de
tu parroquia (¡que también!), sino tú, el mismo que está leyendo este
libro en este instante. Tú, que tienes un nombre muy concreto, una
vida muy concreta y unas circunstancias muy definidas… Y la
respuesta a esa pregunta marcará por completo tu existencia. Es
fuerte, ¿verdad?

Puede bien ocurrirte que al abrir la ventana de tu cuarto y veas lo


que circula por la calle, te entre la duda de saber cuántos serán los
que han puesto como ideal de su vida luchar por ser santos. Ya te
aviso que no muchos… Por eso, te toca dar un paso al frente.
Decidirte. Tomar tus propias determinaciones. Responder sí o no.
Esa respuesta, te lo advierto, marcará tu vida por entero.

Es muy lógico que, antes de responder, te preguntes en qué


consiste ser santo. Podría darte mil definiciones, pero me quedo con
la que el mismo Cristo dice en su Evangelio: “Amarás al Señor tu
Dios con toda tu mente, con todo tu corazón, con toda tu alma y con
todas tus fuerzas”. Esa es la pregunta a la que has de responder…
saber si estás dispuesto a amar así.

Puede asaltarte la convicción de que uno no es capaz de llegar


hasta ahí, que la poca o mucha vida que ya cargas sobre tus espaldas,
te ha enseñado que una cosa es el querer y otra el poder, que no
siempre por el mero hecho de que quieras algo, eso va a salir
adelante. Y que una cosa es hacerse buenos propósitos y otra
cumplirlos. Todo eso es verdad, pero lo que a ti Cristo te pregunta es
si quieres, no si ya eres santo… Dios desea que libremente le digamos
que sí a esa invitación suya. Luego ya veremos cómo lo hacemos y
cuántas veces tendremos que cambiar el rumbo (que ya te aviso yo
que serán unas cuantas… cada día).

Por eso, ahora que estás en presencia de Dios, respóndete una vez
más a esa invitación del Señor. Dile –si de verdad quieres ser santo–
que te ayude, que tú pondrás todo lo que puedas de tu parte, pero
que somos poca cosa y que necesitamos que nos dé su gracia de
continuo.

Una vez un sacerdote, a unas niñas que no levantaban un palmo


del suelo, les preguntó: ¿Vosotras queréis ser santas? Todas, menos
una, respondieron al unísono: ¡Síii! El cura, al ver a esa niña callada
y con los ojos cerrados, le preguntó qué le pasaba. Y la niña,
mirandole entonces fijamente, le respondió: “Yo no quiero”. ¿Por
qué?, le dijo el sacerdote. “Porque si soy santa, Jesús se quedará con
mis muñecas”.

Y es que así somos tú y yo muchas veces… Le tenemos miedo a


Dios. Lo vemos como un ladrón que viene a robarnos nuestros
juguetes, nuestras diversiones, nuestros ratos de felicidad. Y ante esa
imagen de un Dios que viene a quitarnos lo que nos hace felices, no
hay corazón que se enamore.

Por eso, lo primero es tratar a Jesucristo. Conocerle. Meditar


muchas veces al día que Él vive en nuestra vida concreta, que Él está
en medio de ese colegio al que vas todos los santos días, en esos
partidos de fútbol del fin de semana, en ese rato de lectura de esa
novela que te apasiona… y en ese corazón tuyo que te hace sufrir por
tonterías o alegrarte por nimiedades, en esos bajones y en esos
altones que vienen de sopetón y que no sabes cómo torearlos, o en
esas tentaciones que te hacen bullir por dentro, en esa pereza que se
pone a gritar cada vez que tienes que coger un libro, y en esos
cabreos, en esas envidias y en esos celos que te entran cuando alguno
te suelta un mote, saca mejor nota que tú o te enteras que a esa chica
a la que tenías fichada está loca por el imbécil de tu clase. Ahí… en
toda tu vida concreta está Cristo. Y si no le tratas ahí, luego no sabrás
hablar con Él cuando hagas un rato de oración.

Tratar a Cristo es ya empezar a conocerle, y de ese trato y ese


conocimiento surgirá el amor. Tú no te preocupes si ves que tu
cariño al Señor es todavía muy pequeño, no te agobies si te ves muy
débil y muy pecador. Lo único importante es saber dónde quieres
llegar y pedirle a Dios su gracia cada vez que sea necesario rectificar.

Esto de rectificar es muy importante. Cuando uno se ha decidido


de verdad por ser santo, eso resulta más o menos fácil, pero si uno
todavía anda en un “sí” de boquilla pero en un “no” de corazón, la
cosa se complica. Si yo quiero llegar a Vigo saliendo desde Valencia y
cojo dirección a Almería, no llegaré nunca… a no ser que dé media
vuelta y rectifique. Lo mismo pasa con mi santidad. Si yo quiero ser
santo y veo que voy por el camino equivocado –porque yo mismo me
doy cuenta o porque otro me lo hace ver–, pues entonces –porque de
verdad quiero ser santo– daré media vuelta, pediré perdón y volveré
a empezar de nuevo. En eso consiste muchas veces la santidad… en
empezar de nuevo muchas veces, todas las que sean necesarias… Y
no dudes de que, con la gracia de Dios, tú puedes… si quieres.

El camino de un cristiano, de un discípulo de Cristo, no es un


camino fácil, eso es verdad. La vida cristiana es una vida de
sacrificio, de luchas, de multitud de caídas y de multitud de
levantadas… pero es un camino que da paz a la persona que lo
emprende, que da sentido a los mil sucesos de la vida, que lleva a
olvidarse de sí mismo para servir alegremente a los demás. Por eso
los santos son los hombres más felices de la tierra. Nadie les ahorró
ningún pesar ni ningún sufrimiento, pero no se cambiarían ni por
nadie ni por nada. Encontraron a Cristo, experimentaron el inmenso
amor que Él les tiene, lucharon de verdad por apartar de sus vidas
todo lo que les apartaba de Él. Su corazón estaba colmado. Se sentían
dichosísimos y se sabían totalmente enamorados. Y esa borrachera
de Dios les hizo felices aquí en la tierra y plenamente dichosos en el
cielo.

Y no confundamos esa felicidad con la ausencia de dificultades.


Tú y yo habremos de luchar… ¡pero es que es bueno tener que luchar!
¿Has encontrado mayor gozo que ganar un partido de fútbol en el
último minuto contra un rival de envergadura? Ya no te digo nada si
eres tú el que metes ese gol en la portería, de falta directa y por la
escuadra. Pero antes de ese momento de gozo, hubo muchos minutos
de pasarlas canutas, de no saber si finalmente ganaríais el partido.
Así es más o menos la vida cristiana. Un dejarse la piel a diario por
enamorarse más y más de Jesucristo. Y la vida más triste es la de
aquel que, ante el temor de la derrota, se queda en el banquillo.

No lo olvides nunca: el mundo es de Dios y Él lo alquila a los


valientes. Por eso, una persona que se decide por ser santa deja obrar
a Dios en Él y disfruta de este mundo como el que más, pero no
buscando su propia complacencia o sus gustos, o su egoísmo
mezquino, sino buscando siempre contentar a Dios y hacer la vida
feliz de los que tiene a su alrededor. Esa es la diferencia entre un
santo y un vividor. Mientras el primero sabe disfrutar del mundo con
Dios, el segundo se aleja de Dios por culpa del mundo… por culpa de
buscar exclusivamente su disfrute, su apetencia, su “yo” que nunca
queda saciado.

Por eso, solo los santos, son los únicos que han disfrutado
enteramente del tiempo que han pasado en esta tierra. Un santo
triste es un triste santo. Y esa santidad ni existe, ni Dios la quiere
para ti. Es más, cuando veas que no eres feliz, que la alegría
verdadera ha desaparecido de tu vida, será porque te has alejado de
Dios. Si Él es la suma felicidad, solo los que están cerca de Dios serán
felices. Y esa es la voluntad de Dios para ti… que seas feliz. Pero no
con la felicidad falsa que ofrecen muchos, sino con esa que es
auténtica, con esa que se descubre cada vez que te miras al espejo y
sabes que eres tú mismo, no una marioneta del pecado, un espejismo
de la felicidad que ofrece un mundo alejado de Cristo. ¡Dale gracias a
Dios por haber experimentado esa realidad en tu vida concreta y
decídete cada día, cuando te levantes, a decirle de nuevo a Dios: ¡Soy
tuyo! Yo… quiero ser santo hoy.

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