Coger Sin Querer y Sin Decir Que No

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Coger sin querer y sin decir que no (una

historia sobre consentimiento)


“Me siento vulnerable y extraña, pero en ningún momento dije que no. Sé que no lo dije
y sé que él también sabe que no lo dije. Sin embargo me pregunto cómo no registró mi
incomodidad, cómo no se dio cuenta de su insistencia y de su tamaño y de la puerta
cerrada de su casa y cómo no se dio cuenta de que yo me escabullía como un gato por
todo su sillón.” Reflexiones en primera persona de una noche -que a la vez son muchas
noches- en mi vida como mujer heterosexual antes de tener las herramientas y las
preguntas sobre el consentimiento y el placer que construimos con el feminismo.

POR MARÍA DEL MAR RAMÓN / 26 OCTUBRE, 2018

VOLCÁNICA ES LA REVISTA FEMINISTA DE NÓMADA.

La barra del bar atestada de gente y la conversación divertida con las amigas. Me
acomodo las tetas en el escote de la camiseta que llevo. No quiero que se vean
mucho, pero tampoco que no se vean. El pelo, los labios, la conversación. Todo
lo que era salir de levante en un bar porteño un viernes cualquiera. Me gustaba
salir de levante porque, por desgracia, me gustan los hombres.

Veo un chico que me interesa. Está con todos sus amigos. Le sonrío, bato el pelo
para todos lados: miradita fija-cabeza ladeada-sonrisa-mirada fija. No falla. Se
me acerca. Charlamos un rato largo. Me gusta. En la euforia de la noche -que
suele exagerar y abrillantar emociones- me gusta muchísimo. No sé todavía para
qué, o qué quiero, pero ¿Tengo que saberlo? Al entablar una conversación con
alguien en un bar o coquetear por alguna red social ¿estoy obligada a definir mis
intenciones y suponer las suyas a priori?

Vamos a otro bar. Coqueteamos toda la noche. Creo que en un momento se me


acercó a darme un beso antes de que yo tuviera ganas de dárselo, pero eso me
funciona porque me puedo “hacer la misteriosa”. No le doy importancia a esa
falta de sincronización porque me gusta un montón y porque, eventualmente, yo
también le voy a dar un beso.

Me tomo varios tragos y empezamos a darnos besos apasionados al lado de la


puerta del bar. No estoy borracha, pero tampoco estoy sobria. Los besos podrían
mejorar, pero ¿qué no podría mejorar? Igual es un lindo chico, tenemos las
mismas posturas políticas, es interesante, alto, la barba tupida y una cabeza llena
de pelo castaño. Lindísimos dientes.

Me dice que vayamos a su casa a tomarnos una cerveza porque el bar está por
cerrar. Lo pienso un segundo, pero le digo que sí. Quiero seguir dándome besos
con él y quiero, por supuesto que quiero, otra cerveza. No estoy borracha, pero
tampoco estoy sobria.

Llegamos a su apartamento. Me sirve la cerveza y se sienta en el sofá. Noto


cómo ya la charla le interesa mucho menos que los besos exagerados y cómo la
insistencia se vuelve más intensa. El chico lindo de dientes parejos ya no tiene
tantas ganas de que discutamos lo que creo de la política de su país y sus besos se
vuelven más insistentes. Me escabullo, pero no quiero que piense que no me
gusta, porque me gusta. Probablemente mañana no piense lo mismo, cuando esté
más sobria que borracha, pero mañana qué más da. Yo también le doy besos,
pero mis besos tienen ganas de quedarse en besos y los suyos ya tienen mil
manos que, en menos de lo que puedo advertir, me desabrochan el corpiño
(brasiér).

Me escabullo de vuelta en la esquina del sillón con mucha agilidad, como si mi


cuerpo fuera de un material escurridizo, muy amablemente, para que no se
ofenda. No me quiero ir todavía. Sonrío, tomo más cerveza, le procuro más
charla, pero él vuelve a los besos. Miro la puerta. Recuerdo que hace unos meses
fui al departamento de un chico con el que salía y que le dije que me quería ir y
me dijo, entre chiste-pero-en-serio, que no me iba a abrir. Entre-chiste-pero-en-
serio le tuve que pedir que me abriera y las risas y los besos nos duraron hasta
que le rogué que me dejara salir o iba a empezar a gritar y le iba a armar un
escándalo con los vecinos. Todo, aún esa amenaza, se la dije con amabilidad, con
risita, incluso con coquetería, entre besos complacientes mientras miraba la
puerta por el rabillo del ojo. La verdad es que ese chico medía el doble que yo y
entrenaba un arte marcial. Si realmente le daba por encerrarme, si realmente
quería enojarse porque me iba sin coger, la violencia que me esperaba del otro
lado del chiste me habría superado. Sin embargo no pasó. Nunca voy a saber qué
habría pasado de enojarme, ni nunca voy a saber por qué me amenazó con no
abrirme la puerta durante tanto tiempo, a pesar de haberle dicho que me quería ir.
Todo quedó más en serio que en chiste, pero igual no pasó. Lo vi un par de veces
más porque igual me gustaba y finalmente esa vez me abrió la puerta.

En el momento no recuerdo la situación de la puerta, ni tampoco recuerdo que


estoy sola con un desconocido que me dobla en tamaño, en un barrio que casi no
conozco, ni tampoco pienso en todos los casos de los que sé de situaciones que se
tornaron violentísimas porque la chica dijo que no, ni tampoco pienso en que si
se lo digo, probablemente y en el mejor de los casos me diga algo como histérica
puta, o solo puta, o simplemente me eche de su casa en este barrio que no
conozco, a las 5 de la mañana, sin esperarme a que pida un taxi y sin pensar en si
voy a estar bien, o que si le digo que no tengo ganas, nunca más voy a saber de él
y nuestra conversación era tan chévere. No pienso en esas cosas en este momento
de manera consciente, pero todas me pasaron a mí o a mis amigas y todas están
ahí, justo antes de expresar que no quiero coger, justo antes del NO,
bloqueándole toda alternativa. Mi NO ni siquiera es una posibilidad para mí.
Tampoco eso es culpa de ese chico de los dientes. Él no lo sabe. En ese momento
tampoco yo lo sé.

Pienso que la experiencia de la violencia me atraviesa el cuerpo y es algo aún


previo a mis propios raciocinios. Entiendo que cuando no es efectiva es potencial
y entiendo que mi forma de dejar escapar amable y fragilmente mis deseos es un
mecanismo de autocuidado y autopreservación. Finalmente me criaron y me
socializaron para el sí y para satisfacer los deseos de los hombres o para la
resignación, no para la autonomía, los límites, ni escuchar o priorizar mi placer.
El NO, para mí, también es una construcción feminista.

Vuelve a besuquearme y miro la puerta con el rabillo del ojo. Es lindísima su


casa, está llena de plantas y de libros. No estoy para nada caliente y la situación
no me excita para nada, pero qué más da. ¿Qué más da? La certeza de fingir o el
riesgo de una respuesta violenta es una probabilidad difícil de calcular.

Me saca la ropa con muchísima ansiedad y me toca con brusquedad y torpeza.


¿No se dará cuenta de que no siento nada? No. Evidentemente no. Se pasa la
mano por la boca para reemplazar con saliva lo que no pudo lograr con calentura
y hace una cantidad de cosas estúpidas que quién sabe dónde aprendió. Se la
chupo un poco y sin mediar mucho más, sin preguntarme, sin decirme, sin
calentarme, sólo alcanzo a decirle que se ponga un forro y chan: ya está, me está
cogiendo. Es tan rápido y tan brusco que siento que no habría sido posible
evitarlo. Ahora, además de no sentir ningún placer, siento un poco de
incomodidad. No puedo entender cómo, además, no se da cuenta de que no estoy
sintiendo absolutamente nada, de que no me está gustando nada de lo que hace
¿Qué clase de placer hay ahí para él? ¿Cómo puede sentir gusto sin tener ningún
registro de lo que me pasa a mí? ¿No es más fácil una paja? Me da vuelta con un
poco de brusquedad y un erotismo inexistente. Ya en esta instancia todo me va a
dar masomenos la misma. Finjo que acabo para que él acabe lo más rápido
posible. Finjo porque no tengo ni un poco de confianza como para expresarle que
lo que está haciendo, además de molestarme, me duele y porque tengo miedo de
la reacción violenta: el insulto, la desaprobación o que siga intentando torpezas
con mi cuerpo y sus dedos. Acaba, se levanta y va por agua.

De repente es otra persona. Como si al eyacular se le hubiera escapado el alma y


la humanidad. Pasan 10 minutos de destratos y me queda claro que voy a tener
que irme a mi casa, porque no me voy a quedar donde claramente no estoy
invitada. Tampoco me quería quedar. Quería un par de cervezas más y darme
más besos y ver qué onda, que la situación fluyera como en el bar y no que el
lugar definiera el desenlace. En esos 10 minutos una sensación de frustración y
angustia me invade el cuerpo: accedí a algo para lo que no tenía ningún deseo
real, debido a que no sé porqué, pero decir que no, después de haber accedido a ir
a su casa, a pesar de no haber firmado ningún contrato o decirle que íbamos a
coger, pero haber ido igual, no me pareció una opción y porque pensé que se iba
a compensar con una especie de capital emocional con el chico lindo de la barba
pareja, pero no. Ni placer ni remuneración alguna.

La claridad me cae como un balde de agua y me visto en silencio y con la bronca


en la boca. Ahora me siento, además, muy ilusa y muy tonta por haber caído en
esa emboscada predecible del interés y me siento más tonta todavía por no haber
exigido al menos un poco de placer, ya que no iba a florecer ninguna relación
conveniente con el chico bien de la barba completa y los dientes parejos.
El destrato que le sigue a la secuencia del taxi es radical, pero no es novedad. Me
entristece que no me sorprenda. Me subo a un taxi confundida. La borrachera se
me bajó mientras cogía, a pesar de no haber sentido nada y ahora amanece en la
ciudad.

Me siento vulnerable y extraña, pero en ningún momento dije que no. Sé que no
lo dije y sé que él también sabe que no lo dije. Sin embargo me pregunto cómo
no registró mi incomodidad, cómo no se dio cuenta de su insistencia y de su
tamaño y de la puerta cerrada de su casa y cómo no se dio cuenta de que yo me
escabullía como un gato por todo su sillón. Me pregunto si, de haberse dado
cuenta, si al haberme tocado y haber notado la absoluta sequedad, si de haber
escuchado la cantidad de veces que le dije “con calma”, “despacio”, “vamos más
despacio” -pero muy entre risa y coqueteo, es verdad- la cosa habría sido distinta.
Si él me hubiera preguntado una sola vez: “¿tienes ganas de coger conmigo?”
“¿tienes ganas de que te toque?” ”¿Así?” “¿Qué te gusta?”, yo le habría dicho
que no, o quizás estaba esperando una contrapropuesta del tipo “podemos dormir
un rato y ya” y no esa presión imbécil por no hacerle perder el tiempo a un tipo y
dejar ahí toda posibilidad de pasarla bien, porque finalmente yo accedí a ir a su
casa, pero en ningún momento la propuesta fue explícitamente a coger. El
eufemismo enturbió toda honestidad de intención. O quizás habría dicho que sí
igual, pero decididamente habría sentido que tenía más opciones que el desenlace
que a él le pareció el único posible a partir de que yo accedí a ir a su casa cuando
recién lo conocía. Sé que él piensa eso, pero yo me quería tomar una cerveza y
quería seguir charlando, porque me estaba divirtiendo de verdad, aunque no lo
dije, la realidad es que no lo expresé. Sé que él tampoco tiene la responsabilidad
de contemplar esas variables. O sí. No sé. Me habría gustado sentir algo más que
incomodidad durante toda la noche. Me había gustado que todo eso hubiera sido
con-sentimiento en lugar de resignación.

Fue una noche de mierda, pienso. Una más. Tampoco es novedad y al menos no
me pasó nada “grave”. Siento un poco de incomodidad y una desazón que no me
es difícil distraer con otro pensamiento y olvidar. Pasó algo que yo no quería,
pero no pude decir que no quería. No fue culpa de ese chico, pero decididamente
la culpa tampoco fue mía.

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