Parafraseo de Lecturas PL280421

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ÁREA ACADÉMICA DE TRABAJO SOCIAL

TRABAJO FINAL DE INVESTIGACIÓN


Para el Egreso de la Licenciatura en Trabajo Social

“Precariedad Laboral en Jóvenes Egresados de la


Licenciatura en Trabajo Social”

Parafraseo de lecturas

Presenta

BAUTISTA RANGEL WENDY


JIMENEZ MUÑOZ DANIELA ANAHÍ
TAVERA DELGADO EVA PATRICIA

Comité Académico
Director
Dr. Carlos Martínez Padilla

Secretario
Dr. Raúl García García

Pachuca de Soto, Hidalgo, 28 de abril del 2021


Presentación. La precariedad laboral y más allá Carlos de Castro
1. Presentación

Si se tuviera que brindar una definición mínima de que es la precariedad laboral


diríamos, que se esto se refiere a la inseguridad del empleo (el riesgo de perder el
empleo) y a la insuficiencia salarial (el riesgo de privación material). La definición,
aunque es informativa, no abarca las diversas dimensiones contenidas en la
precariedad laboral. Cuando hablamos de precariedad laboral nos referimos a la
diversidad de situaciones contractuales inestables como por ejemplo: (las
contrataciones temporales, las contrataciones a tiempo parcial, específicamente
las no deseadas, los falsos autónomos, los falsos becarios, etc.); a un
endurecimiento de las condiciones de trabajo donde se incluyen bajos salarios,
ampliación e intensificación de la jornadas, etc... frente a las que carecen de
mecanismos institucionales de defensa; y al endurecimiento del acceso a una
protección social (ante el despido, ante la enfermedad, ante el desempleo, ...)
cada vez más limitada (MacKay, 2012)
Todos los artículos incluidos en este monográfico dedicado a las precariedades
abarcan algunas de estas dimensiones. Además, en estos artículos también se
apunta hacia la diversidad de colectivos a los que afecta la precariedad. Y es que
la precariedad laboral afecta de maneras distintas y con mayor o menor intensidad
a todas las edades, a todos los géneros, a todos los niveles educativos, a todas
las ocupaciones, a todos los sectores, a todos los países. Es por eso que se llega
a la sospecha de que se haya convertido en un rasgo estructural o bien en una
condición que define el carácter de nuestras sociedades y que esto ha colonizado
todas las esferas de la vida social, traspasando el mundo del trabajo. Así es como
la precariedad laboral, también remite a la quiebra de un modelo de sociedad en la
que la integración y la cohesión social se basan en la vinculación de un trabajo
dotado de una amplia gama de derechos a la condición de la ciudadanía (Alonso
1. , 2019)
Aunque es probable que el proceso de precarización laboral responda a un
conjunto más amplio de causas interrelacionadas entre sí, algunas de las más
sobresalientes son las dinámicas de deslocalización de las actividades productivas
y su reinserción en amplias cadenas globales de producción, así como la
formación de una economía global por medio de los procesos de liberalización de
los años 80, el creciente desarrollo tecnológico, el financiamiento de la economía
y el proyecto neoliberal de construcción de un orden social basado en la
competencia individual que se ha extendido desde los países más ricos hacia el
resto (Silver, 2005).
Esto nos habla de lo precaria que puede ser la vida de todas aquellas personas
que son individualistas, así como aquellas que no tienen un centro laboral estable
ni seguro.
Lo decisivo de todos estos factores es que han contribuido a debilitar, por un
lado, la capacidad de los Estados para seguir manteniendo un marco legal e
institucional que garantizara los derechos laborales y el acceso a los servicios del
Estado de bienestar y, por otro lado, el poder de los sindicatos en los procesos de
negociación colectiva y, en general, en la sociedad: (Harvey, 2007). Así que la
crisis de 2008 y el periodo de poscrisis, marcado por una recuperación económica
sin empleo o con empleo de baja calidad, no habrían hecho más que acrecentar
esta doble debilidad en el marco de una nueva reestructuración del orden
económico y político global comandada por el enfrentamiento comercial entre la
vieja potencia en declive, Estados Unidos, y la nueva potencia emergente, China
(Arrighi, 2007).

Por tanto, más allá del debate sobre las causas, es importante señalar que la
precariedad laboral está vinculada a una profunda transformación del papel del
Estado en este nuevo contexto global, esto es, a la emergencia de nuevas formas
de regulación del trabajo y de nuevas políticas públicas en materia económica y
social, y a un profundo cambio en los equilibrios de poder en el mundo del trabajo
y más allá que habría situado a los representantes de los trabajadores en una
posición muy desfavorable. La precariedad laboral, por tanto, está fuertemente
vinculada a una configuración institucional, a las políticas públicas de empleo y a
la regulación laboral, y a la capacidad de los sindicatos para influir en el diseño e
implementación de tales políticas de empleo y regulación laboral. Estas son las
dimensiones por medio de las cuales Duncan Gallie (2007: 17 y ss) trataba de
explicar la calidad del empleo, y cuya combinación variable daba lugar a varios
“regímenes de empleo”. Lo importante es que la calidad del empleo, y,
eventualmente, su precariedad, depende del denso entramado formado por
instituciones, políticas públicas, regulación y del equilibrio de poder entre los
actores en las relaciones sociales y laborales. Un entramado que presenta formas
distintas en cada país (Koch, 2006). En un artículo ya célebre, Carlos Prieto
describió el proceso de precarización del empleo en España en las décadas de los
80 y 90 como la transición de una norma salarial de empleo a una norma flexible
con la intención de subrayar la importancia de esa gran dimensión institucional y
social.
Si el trabajo constituye uno de los principales vehículos de integración social, el
deterioro de las instituciones del mundo del trabajo ha convertido la precariedad
laboral en un fenómeno cuyos efectos van más allá del trabajo. Las crecientes
dificultades que tienen cada vez más sectores sociales para encontrar un empleo,
o algún tipo de vinculación formal o informal al mercado de trabajo, que garantice
su seguridad material a largo plazo ha contribuido a la transformación de una
estructura de clases cada vez más polarizada y tendente a disminuir el espacio de
la clase media y, en consecuencia, ha provocado el colapso de las expectativas de
movilidad social de gran parte de la población.
La gestión individual y política de estas situaciones de incertidumbre laboral y
social se han convertido en uno de los grandes temas en el debate actual sobre la
precariedad (Kalleberg, 2018) En cuanto a la gestión individual de la precariedad
laboral, uno de los temas más importantes es la tendencia hacia una mayor
inseguridad identitaria parcialmente derivada de no poder asegurar un horizonte
de progreso personal y profesional y de carecer de un cierto grado de control
sobre la vida profesional y personal.
La imparcialidad de los trabajadores se habría convertido así en el espacio de una
gran batalla identitaria en la que los referentes colectivos y obreristas habrían
perdido peso y en la que las empresas estarían tratando de “conquistar el alma y
los corazones” de los trabajadores para fundir sus aspiraciones y deseos con los
de las empresas (Fernàndez, 2007).
Por otra parte, la gestión política de la incertidumbre social y laboral reviste una
gran complejidad. En los debates sobre la precariedad se plantea si ese malestar
social derivado de la precariedad laboral se está canalizando política o
socialmente por medio de los partidos políticos, organizaciones sindicales o
movimientos sociales o si carece de expresión política (Standing G. , 2013).
Esta presentación pretende situar los artículos contenidos en el monográfico en
las diversas dimensiones que abarca lo que es precariedad laboral. La siguiente
sección explorará las dimensiones de la precariedad laboral, así como la influencia
en la vida política y social, sobre las identidades, por lo que se hablará de una
precariedad política, social e identitaria. Después, tratará de exponer los artículos
del monográfico en relación con algunas de las dimensiones descritas ofreciendo
así una muestra de la precariedad laboral en España.
2. La precariedad laboral y sus efectos sociales, políticos e identitarios
2.1. Precariedad laboral
Sonia McKay y Steve Jefferys dirigieron en 2011 un proyecto europeo que hablaba
sobre el trabajo precario y los derechos sociales en 12 países europeos (MacKay,
2012). Mostraron que la precariedad laboral se deriva principalmente de la
inseguridad, la cual siempre procede de relaciones de empleo en las que, por un
lado, los trabajadores quedan excluidos de la protección social del Estado de
Bienestar y de la protección frente a un despido injusto, lo que implica su
incapacidad para hacer valer sus derechos. por otro lado, la inseguridad se deriva
también de relaciones de empleo en las que el salario es considerado insuficiente
para llevar una vida decente, y en las que no es posible saber cuánto tiempo
durará el contrato a causa de esto no es posible hacer planes de futuro. La
inseguridad laboral es de los principales problemas que se encuentran en la
precariedad laboral, aunando otras situaciones que generan más precariedad. La
contratación temporal no es la única correlación de empleo que puede conducir a
la precariedad. Junto con la contratación temporal, y al margen de la situación del
desempleo, en el estudio identificaron otras 7 situaciones de precariedad: trabajo a
un tiempo parcial, especialmente el no deseado, trabajo irregular, falsos
autónomos, trabajo estacional, trabajo a través de una empresa de trabajo
temporal, trabajo subcontratado y trabajo desplazado en el marco de algún
programa de trabajadores invitados (por ejemplo, programa de contratación en
origen). A ellas se le puede sumar la situación de los falsos becarios (Lahera,
2018) Esta diversidad de situaciones contractuales de precariedad donde se
muestra que la multiplicación de formas de trabajo independiente más allá de la
relación salarial se ha convertido en uno de los rasgos que más caracteriza a los
mercados de trabajo en los países más ricos desde hace varias décadas (Prieto,
2015). Para el caso de España, Jorge Sola e Inés Campillo; indican que su
régimen de empleo se caracteriza por una combinación de regulación
aparentemente rígida con elevados niveles de desempleo y temporalidad, escasa
protección social y salarios reducidos. Los datos parecen confirmar ese régimen
de empleo precario. Aunque entre 2012 y 2014 estuvo alrededor del 25%, la tasa
de desempleo2 de 2018 es del 15,25%, lo que supone algo más del doble de la
media de la UE-28 (7,1%). Por su parte, en 2018 la tasa de temporalidad también
es extraordinariamente elevada en comparación con la del resto de Europa. En
2018 alcanzó un 26,8% frente al 11,3% de la UE-28. La tasa de empleo a tiempo
parcial, sin embargo, tiende a ser menor que en Europa. En 2018 era del 14,6%
mientras que en la UE-28 era del 18,7%. Para el caso de España es una cifra que
ha crecido durante la crisis. En 2007 era del 11,1% pero lo más llamativo es que la
tasa de empleo a tiempo parcial involuntario ha pasado de un 33,6% en 2007 a un
62% en 2017, lo que indica un uso precario de esta figura contractual. Otras
figuras de precariedad son la del falso autónomo y la del trabajo irregular. En 2017
había 3,1 millones de autónomos y 2 millones de empresarios sin asalariados, lo
que supone cerca de un 27% de los ocupados. No es fácil determinar la
proporción de “falsos autónomos” que puede existir entre ellos. A pesar del
aumento de la protección social derivada de la reciente reforma de la Ley de los
Trabajadores autónomos. Es una figura potencialmente precarizadora en la
medida en que se ha convertido en una de las salidas posibles en un contexto de
escasas oportunidades económicas. Con respecto al trabajo irregular, a pesar de
que su medición es compleja, puede ubicarse en el entorno del 15-20% desde
hace más de una década. No obstante, es más frecuente que se presente una
situación de trabajo semirregular en las que la cobertura de una figura contractual
(por ejemplo, un contrato a tiempo parcial) sirve para encubrir otras
irregularidades, por ejemplo: el impago de horas extras, no cotización por las
horas realmente trabajadas lo que genera problemas para cobrar prestaciones por
desempleo, y para una futura jubilación. Sin embargo, la precariedad laboral no
consiste únicamente en estar en una de estas situaciones, sino que la mayor parte
de los trabajadores precarios posee trayectorias en las que van saltando de una a
otra. Por ejemplo, de un trabajo temporal a (falso) autónomo para después pasar
al desempleo y, más tarde, volver a otro temporal tras haber pasado fugazmente
por un contrato indefinido con niveles de protección también decrecientes.
Además, habría otras trayectorias de una precariedad aún más profunda que
podría incluir la percepción de la prestación por desempleo tras el
encadenamiento de varios contratos temporales, la percepción de alguna renta
estatal o autonómica de inserción tras agotar el paro, el retorno a un trabajo
temporal o irregular, etc. En este sentido es importante apuntar dos datos que
sirven para mostrar la profundidad de la precariedad laboral en España. En primer
lugar, en 2017 el número de perceptores de la prestación por desempleo
contributiva era de 726.575 lo que supone regresar a cifras previas a la crisis. Sin
embargo, en los peores momentos de la crisis llegó a haber alrededor de 1,4
millones de perceptores. Después tenemos en segundo lugar, el número de
perceptores de rentas mínimas de inserción (estatales o autonómicas) se disparó
durante la crisis pasando de 351.227 en 2008 a 779.199 en 2017. Estas cifras
muestran la escasa tasa de cobertura de las prestaciones entre una población
desempleada que en 2018 es de 3,5 millones de personas pero que durante los
peores años de la crisis llegó a algo más de 6 millones5 e indican, por tanto, la
escasa protección social que lleva aparejado el empleo en España. Otra de las
dimensiones de la precariedad laboral hace referencia a la insuficiencia de los
salarios para llevar una vida decente. En España, a pesar de que el PIB ha crecido
más del 60% entre 1992 y 2016, los salarios se han estancado o han descendido
en términos relativos y absolutos. Dos indicadores sobre ello. El salario medio
anual ha pasado de 20.661 euros en 1992 a 18.645 euros en 2015 y la
participación de los salarios en la renta nacional ha pasado del 66,6% en 1994 al
61,3% en 2016. Una tendencia hacia el declive de los salarios que ha dado lugar a
una nueva figura laboral como es el trabajador pobre. En España, según la OCDE,
en 2017 el 14,8% de los trabajadores no obtenían los ingresos suficientes como
para superar el umbral de la pobreza. Por otra parte, la precariedad no afecta del
mismo modo a todos los grupos sociales, ocupaciones y sectores. Por un lado,
hay una clara sobrerrepresentación de las mujeres en el desempleo (17% frente al
13,7% de los hombres), en la temporalidad (24% frente al 20,5%) y en la
parcialidad (23,9% frente al 6,9%), por escoger sólo algunos de los principales
indicadores de la precariedad, lo que conduce a que el salario medio de las
mujeres sea menor que el de los hombres. En 2016, último año disponible, el
salario medio bruto de las mujeres era de 20.131 euros frente al de 25.924 de los
hombres. Lo mismo ocurre con los más jóvenes de entre 16 y 24 años y los
extranjeros cuya tasa de desempleo es del 40,5% y 21,9%, respectivamente,
(frente a 15,25% en toda la población ocupada), cuya tasa de temporalidad es del
69% y 89,1%, respectivamente (frente a 26,8% del total de los ocupados), y cuya
parcialidad es del 38,2% y 26,92%, respectivamente (frente al 14,6% del total de
los ocupados). Por lo que la precariedad laboral tiende a acentuar las dinámicas
de desigualdad ya presentes en la sociedad. Por otro lado, hay sectores y
ocupaciones que tradicionalmente concentran un mayor grado de precariedad. Por
ejemplo, el sector de la construcción y de la hostelería registra tasas de
temporalidad (42,7% y 38,01% en 2018, respectivamente) superiores a la media.
Y, por su parte, el trabajo doméstico remunerado es una de las ocupaciones más
precarias que se conoce en la que los salarios son bajos, la temporalidad y la
irregularidad es mayor, las condiciones de trabajo son especialmente duras y la
protección social es mucho menor debido a la inclusión en un sistema especial,
que se encuentra dentro de un régimen general de la seguridad social en el que,
por ejemplo, los costes de indemnización por despido son menores a (8 días por
año trabajado).
Tanto la inseguridad del empleo, en las diversas dimensiones que hemos visto,
junto con la insuficiencia de los salarios y el endurecimiento de las condiciones de
trabajo hacen que la precariedad laboral se proyecte sobre otras esferas de la vida
social y política, en la medida en que se dificulta el acceso a las oportunidades de
una integración social plena y el reconocimiento social como ciudadanos en
condiciones de igualdad, al producirse una restricción real del acceso a derechos
sociales y políticos.
Claramente la precariedad laboral día con día está dañando los tejidos sociales de
la población, en mi punto de vista el desempleo y la precariedad laboral son
vertientes muy grandes para que la delincuencia exista; tristemente los empleados
al no tener un trabajo fijo y estable deciden entrar a cualquier tipo de negocio, sea
lisito o no.
2.2. Precariedad social y política
Las situaciones de precariedad laboral ponen en riesgo la propia existencia social.
En su monumental La gran transformación, (Polanyi, 1989) advertía, en un
contexto muy diferente, de que “la inferioridad económica hará ceder al más débil,
pero la causa directa de su derrota no es tanto de naturaleza económica… [sino
que procede de] la herida mortal infligida a las instituciones en las que se encarna
su existencia social” (Polanyi, 1989). Las situaciones de precariedad laboral
tienen su origen precisamente en la herida mortal que han recibido las
instituciones que regulaban el mundo del trabajo (negociación colectiva,
legislación laboral) y permitían el acceso a un conjunto derechos sociales y
laborales (estado de bienestar, políticas de empleo) que aspiraban a garantizar la
integración y la cohesión social (Castel R. , 1997). Pues bien, la precariedad
laboral impide la integración social plena en la medida en que, por ejemplo, los
jóvenes se ven obligados a retrasar la emancipación residencial o si lo hacen se
pueden ver forzados a renunciar una ampliación de sus estudios, esto ante la
necesidad de emplear sus recursos en la vivienda, las parejas jóvenes se ven
obligadas a retrasar la paternidad, y se limitan con las expectativas de desarrollar
una carrera profesional, etc. En consecuencia, de la precariedad laboral no es
posible hacer planes vitales y profesionales a largo plazo lo que conduce a una
situación de incertidumbre social y vital. Así pues, el socavamiento de las bases
materiales y de institucionales del llamado pacto social keynesiano, que sostenían
una estructura de clases con la clase media aspiracional en su centro simbólico,
conducen a la proliferación de trayectorias de la precariedad y desclasamiento y,
en consecuencia, hacia un incierto proceso de redefinición de las expectativas
sociales y vitales y de los conflictos sociales. Entre las dimensiones políticas más
importantes de la precariedad está la pérdida de poder de los trabajadores. En su
libro La crisis de la ciudadanía laboral, Luis Enrique (Alonso L. , 2007)señalaba
que el pacto social keynesiano fue el resultado del reconocimiento, legitimación e
institucionalización del conflicto entre el capital y el trabajo, y que fue esa
institucionalización del conflicto la que permitió la cobertura de un amplio conjunto
de derechos laborales, sociales y políticos. La ruptura de ese pacto se produjo en
un contexto de redefinición de las relaciones de poder entre el capital y el trabajo.
La pérdida de poder de los trabajadores, tanto en el ámbito de las relaciones
laborales como en el resto de la sociedad, fue muy grande, tan así que esto se
tradujo políticamente en que sus demandas de seguridad laboral y social no sólo
no fueron atendidas, sino que, además, dio lugar a un acelerado proceso de
transformación de las políticas de empleo y de la norma laboral, cuyo propósito
principal ya no era garantizar la seguridad social sino facilitar la competencia en el
contexto de un nuevo orden económico y político global. En cuanto a las políticas
de empleo, los Estados han dejado atrás las políticas de pleno empleo para
adentrarse en unas políticas de empleo basadas en la mejora de la empleabilidad
y en la activación de los desempleados. En el caso de la Unión Europea, el
abandono de la lucha contra el desempleo como objetivo político prioritario se
consolidó con la firma del Tratado de la Unión Europea en 1992 en el que se
recogían los criterios de convergencia. (Serrano A. , 2009,2016) ha analizado la
transformación de las políticas de empleo a nivel de la UE y de España desde los
años 90 hasta ahora y ha mostrado cómo en ellas el desempleo (y cualquier
situación de precariedad, añadiríamos nosotros) se ha construido como un
problema individual. El desempleo (o la precariedad laboral) no obedecería a
causas estructurales económicas o políticas vinculadas al proceso de
globalización sino a una serie de carencias individuales de los desempleados (o
precarios) en al menos tres planos. Carencia de competencias técnicas o de
cualificaciones formales especializadas, carencia de habilidades sociales como
capacidad de liderazgo, networking, etc., y, finalmente, carencia de actitudes y
competencias de carácter moral (capacidad de compromiso profesional,
autocontrol emocional, canalización productiva del malestar, carácter no conflictivo
y positivo…). Una nueva orientación que trataba de aplicar a las políticas públicas
los principios de gestión empresarial de los recursos humanos extraídas del nuevo
gerencialismo (Serrano A. F., 2014) .La consecuencia de ello es que las políticas
de empleo se han orientado cada vez más hacia la empleabilidad y la activación
de los desempleados (y precarios) por medio de la promoción de la formación y
del asesoramiento en la búsqueda o mejora de empleo y por medio de la mejora
de esas carencias competenciales, sociales y morales. En cuanto a la regulación
laboral, la pérdida de poder de los trabajadores se ha materializado en la
flexibilización de la legislación laboral que desde los años 80 lleva produciéndose
en toda Europa; con el fin de adaptar los marcos legislativos a las crecientes
demandas de mayor competitividad. El objetivo de las reformas laborales consistía
en eliminar o “flexibilizar” todo ese conjunto de derechos sociales y laborales que
configuraban el modelo de ciudadanía social de posguerra (Alonso L. , 2007) y
que había “desmercantilizado” parcialmente el trabajo pero que, sin embargo, eran
poco sostenibles de cara a la mejora de la competitividad en un mercado global. El
espíritu de las reformas apuntaba, por tanto, a una progresiva subordinación del
control político a la eficacia del mercado. El caso de España es paradigmático
tanto por el espíritu de las reformas como por la cantidad de reformas que se han
realizado: 53 reformas laborales desde 1984 hasta la actualidad (Aragón J. ,
2012).Los principales ejes sobre los que han girado las reformas laborales son,
por un lado, la reducción de las llamadas “barreras” de acceso al mercado de
trabajo, fomentando tipos de contratación temporal, a tiempo parcial, en prácticas,
rebajando las cotizaciones empresariales a la seguridad social para la contratación
de determinados colectivos, y permitiendo la aparición de numerosos
intermediarios en las relaciones laborales (ETT ́s, agencias privadas de
colocación, etc.…). Por otro lado, las reformas han girado en torno a la reducción
de “barreras” de salida del mercado de trabajo por medio de la reducción de los
costes de indemnización por despido y de la ampliación de los supuestos elegibles
para el despido procedente. Al mismo tiempo, las reformas han endurecido el
acceso a las prestaciones por desempleo y han reducido su cuantía,
incrementando así la situación de dependencia de los trabajadores. Por último, las
reformas laborales también han modificado la estructura de la negociación
colectiva con el fin de fomentar la negociación individualizada de las condiciones
de trabajo, lo que en la práctica supone un duro golpe más a los ya de por sí
debilitados sindicatos y a su posición negociadora. Por su parte, otra dimensión
política de la precariedad hace referencia al modo en que los diferentes actores
políticos y sociales (partidos, sindicatos, movimientos sociales) han tratado de
canalizar, movilizar o resistir el malestar social provocado por las situaciones de
incertidumbre laboral y social, especialmente entre las declinantes clases medias.
De hecho, Kalleberg y Vallas señalan que la gran incertidumbre política de nuestra
época es; cómo afrontará esa clase media de los países más desarrollados las
situaciones de precariedad crónica de las que hasta hace poco se había visto
protegida. Algunos han señalado que la incapacidad de las instituciones políticas
de dar respuesta a ese malestar social extensivo, sería una de las aristas de la
conocida compleja crisis de las democracias liberales; El excesivo compromiso de
los partidos tradicionales con las políticas económicas neoliberales, orientadas
hacia una competitividad basada en la devaluación de los costes salariales y
sociales, les habría impedido ofrecer algún tipo de seguridad social y laboral. En el
caso de los partidos socialdemócratas, este compromiso ha sido especialmente
desconcertante para un amplio conjunto de trabajadores y simpatizantes puesto
que se han visto abandonados y sin alternativa. La consecuencia ha sido el
profundo desprestigio de la clase política, el distanciamiento y la desconfianza de
los ciudadanos con respecto a los partidos tradicionales, y la emergencia de
nuevos partidos que aspiran a canalizar de formas distintas ese malestar social ya
sea poniendo en cuestión las políticas neoliberales o señalando a una amplia
diversidad de enemigos interiores y exteriores (Castells, 2018).La respuesta de los
sindicatos a la precariedad laboral se ha visto atrapada por el sistema
neocorporativista de negociación, en la medida en que su compromiso con la
estabilidad institucional, así como su debilidad estructural le ha prevenido de
adoptar estrategias de movilización más agresivas, salvo en contadas ocasiones
(Sola, 2014) En realidad, el sistema neocorporativista era ambivalente con
respecto a los sindicatos puesto que, por un lado, legitimaba y reconocía su
representatividad y su capacidad de negociación en nombre de los trabajadores, al
margen de los niveles reales de afiliación, pero, por otro lado, les forzaba a
mantener posiciones moderadas de responsabilidad institucional. Este doble
vínculo de los sindicatos ha generado una enorme desconfianza entre gran parte
de los trabajadores que se ha acrecentado en los momentos de crisis, que, entre
otras cosas, ha mostrado que la estrategia de la concertación social no ha evitado
ni la destrucción masiva de empleo ni la proliferación de la precariedad. Por otra
parte, en el marco de una producción crecientemente articulada en cadenas
globales se ha planteado una renovación de las estrategias sindicales (Burawoy,
2010). Por un lado, las estrategias transnacionales se refieren a la coordinación de
la movilización de todos los trabajadores implicados a lo largo de todos los
eslabones de la cadena global de producción. Los trabajadores con mayor poder
estructural (i.e. con capacidad para paralizar la producción y distribución) en la
cadena pueden tomar la iniciativa para la conversión del poder estructural en
poder asociativo y para extender su influencia a lo largo de toda la cadena
(Selwyn, 2007; Robinson y Rainbird, 2013). Por otra parte, las estrategias
transversales o territorializadas consisten en las alianzas de los sindicatos con las
asociaciones de los territorios en los que se incrustan las cadenas. Se trataría de
una perspectiva transversal de movilización en la medida en que aspiraría a
articular los intereses de trabajadores y otros actores del territorio (Lund-Thomsen,
2013; Anner, 2015). Por último, aunque en menor medida, los sindicatos también
están ensayando estrategias de negociación internacional basada en los Acuerdos
Marco Globales con las empresas transnacionales con el fin de asegurar el trabajo
decente en las cadenas de suministro (Garrido, 2019). La resistencia a la
precariedad también ha procedido de los movimientos sociales. Bove et al (2017)
sustentan que el propio concepto de precariedad surgió como lema de
movilizaciones organizadas por diversos movimientos sociales en Francia e Italia
al margen de los sindicatos a finales de los 90. No obstante, es un término que
también se empleó en el sindicalismo español en el marco de las movilizaciones
contra la reforma del mercado de trabajo de 1994. El uso del término se proyectó a
nivel europeo en 2005 con la celebración festiva del día del precario (Euro May
Day), organizado por el movimiento autonomista europeo. La experiencia del Euro
May Day fue decisiva para la visibilidad pública de una nueva generación que
compartía una condición existencial basada en una socialización en los horizontes
inciertos de una precariedad que, paulatinamente, se ha ido extendiendo a toda la
sociedad. De ahí que los movimientos sociales de resistencia contra la
precariedad se basen en la aspiración de crear alianzas transversales entre los
otros grupos afectados por la precariedad (inmigrantes, jóvenes, feministas…) y
por los afectados por los recortes en los servicios públicos tratando de mantenerse
al margen de la representación institucional, dando lugar a la potencial emergencia
de nuevas subjetividades políticas al margen de las tradicionales (Bove et al p.7-8;
Standing, 2014). 2.3. Precarización identitaria La precariedad laboral también es
una de las fuentes que ha socavado los cimientos de las identidades. Desde
finales de los 70 se viene hablando de la crisis de las identidades. En esta etapa
se intensificó el debate sobre la centralidad social y política del trabajo. Uno de los
ejes de ese debate era el cuestionamiento la centralidad del trabajo en la
formación de las identidades individuales y colectivas ante la aparición de nuevos
referentes identitarios no laborales tras las intensas movilizaciones de finales de
los sesenta: feminismo, ecologismo, pacifismo… (Revilla y Tovar, 2009). Por otro
lado, la crisis de los 70 puso en cuestión todas las instituciones sociales que
habían unido a las identidades colectivas y habían ofrecido un horizonte de
seguridad. En este caso, la precariedad sería el resultado de no poder construir
una identidad estable y coherente a lo largo del tiempo ante el declive de los
referentes institucionales colectivos (Sennett, 2000; Bauman, 2002). Las
instituciones laborales y del estado del bienestar ofrecían un horizonte estable
sobre el cual los sujetos podían proyectar sus aspiraciones individuales y
colectivas y, en consecuencia, permitían una organización y planificación
biográfica a largo plazo (Alonso, 2007). El declive de estas instituciones laborales
desestructuró las biografías abriendo así una situación de incertidumbre
biográfica.
Sin embargo, la precariedad identitaria también procede del proceso de
individualización de las identidades. Ante la imposibilidad de recurrir a referentes
institucionales colectivos (familia, clase, estado de bienestar), los individuos se
habrían visto obligados a convertirse en agentes activos de la aseguración de su
existencia en el mercado, y de la planificación y organización de su propia
biografía (Beck and Beck-Gernshiem, 2003). Las identidades serían ahora
entendidas como proyectos de realización del yo (Giddens, 1995). La precariedad
laboral no habría hecho más que intensificar ese proceso de individualización. La
individualización de la responsabilidad por los riesgos laborales y sociales se
convierte en una presión añadida para la creación de una subjetividad viable
constantemente abierta a la renovación, a la competencia y a la evaluación. El que
en el amiente laboral se genere el individualismo; crea una competencia,
concuerdo completamente con el autor; ya que siempre el competir hace mejor a
la persona y si se trata del ámbito laboral. Siempre habrá un beneficio.
Una de las vías de definición de ese espacio de la subjetividad tiene que ver con
el abandono del lenguaje de los derechos individuales o colectivos, y con la
exploración de una subjetividad basada en la conversión de los individuos en
empresarios de sí mismos. Esto es, cada individuo organiza su existencia como si
fuera una empresa, lo cual implica no sólo maximizar recursos y utilidades
disponibles sino, sobre todo, aprender a desarrollar la capacidad para convertir
cualquier situación de la vida social en una oportunidad para mejorar el valor de
mercado de las competencias y cualidades propias (Laval y Dardott, 2010). En
este caso la precariedad identitaria procede de la fatiga y la ansiedad que produce
la preocupación por no acumular el capital humano suficiente o adecuado que
demanda el mercado de trabajo o la vida social en general. La subjetividad estaría
ahora abierta a un proceso de transformación orientado a la optimización de su
valorización mercantil, en otras palabras, la subjetividad sería ahora un proceso de
acumulación incesante de capital humano. Podrían destacarse dos fuentes a las
que los individuos recurren para la creación de esas subjetividades: el discurso
gerencial y el propio mercado. En cuanto a lo primero, Carlos Fernández y Luis
Enrique Alonso (2018) han estudiado la influencia de los discursos del nuevo
gerencialismo en la formación de las identidades y han mostrado cómo el proyecto
de fortalecimiento de una nueva cultura corporativa ligada al neoliberalismo
aspiraba a crear una adhesión y compromiso de naturaleza ideológica y moral del
empleado con los objetivos de la empresa. La precariedad identitaria consistiría en
este caso en la ansiedad por cumplir con las demandas cambiantes de la
empresa, en la evaluación permanente de las cualidades y competencias de los
empleados, y en la aceptación forzosa de un acuerdo asimétrico por el que las
empresas tienen derecho a prescindir de los empleados casi en cualquier
momento y por cualquier motivo. Por otra parte, el mercado también se ha
convertido en una fuente de subjetivación en el sentido de que los individuos
buscan la valorización de sus perfiles identitarios por medio del consumo de
diferentes bienes y servicios. En concreto el mercado proporciona una serie de
competencias emocionales y morales (motivación, imaginación, creatividad…) que
pueden consolidar el valor de las subjetividades demandadas en el mercado
(Santamaría, 2018). Por otra parte, las empresas e instituciones públicas
desarrollan mecanismos y dispositivos que permiten evaluar el rendimiento de la
competencias y cualidades de sus empleados o compran esos servicios de
evaluación en el mercado (Rose, 1998; Dean, 1999; Davies, 2016). Los sujetos
compiten por la adquisición de esas competencias culturales y morales en una
carrera incesante por la acumulación de capital humano con el fin de garantizar o
mejorar su posición en el mercado. Y, al mismo tiempo, los sujetos se esfuerzan
por demostrar y mejorar su rendimiento basándose en los sistemas de evaluación
fijados por las empresas y las instituciones. Tanto la etapa de acumulación de
competencias como la etapa de evaluación del rendimiento son fuentes
potenciales de precariedad identitaria en la medida en que generan desasosiego,
ansiedad y un cansancio del yo (Laval y Dardott, 2010; Klopoteck, 2018). La
precariedad laboral se convierte así en una herramienta que disciplina las
voluntades de los empleados (Alonso y Fernández, 2009) y orienta e intensifica la
búsqueda de competencias y cualidades para mejorar el rendimiento en una
carrera sin fin.

3. Una muestra de la precariedad laboral en España


Los artículos del monográfico abordan algunas de las dimensiones de la
precariedad expuestas en la sección anterior. Al menos 4 de los artículos del
monográfico hacen referencia de manera directa o indirecta a la situación de
precariedad de los jóvenes, especialmente acusada tras la crisis. En el primer
artículo, Héctor Gil Rodríguez y César Rendueles analizan las diferencias en las
percepciones de la precariedad entre los jóvenes de clase media con estudios
universitarios y los jóvenes de clases populares con menos cualificación. Señalan
que los jóvenes ha sido el grupo de edad más afectado por la crisis. No obstante,
los jóvenes de clases populares con menos cualificación han sido quienes más
han visto empeorar sus condiciones de trabajo. Paradójicamente, la atención
mediática, política y académica se ha dirigido mayoritariamente hacia la
relativamente novedosa situación de precariedad de los jóvenes de clase media
con titulación universitaria, lo que ha tendido a sobredimensionar el peso su
experiencia de la precariedad y a proyectarla a todos los jóvenes. Para
contrarrestar esto, realizan un análisis cualitativo de las percepciones de la
precariedad de ambos grupos de jóvenes. Sus hallazgos son realmente
interesantes. Los jóvenes universitarios de clase media consideran que han sido
ellos quienes más han sufrido la precarización del trabajo. Se pone el énfasis en
que la precarización del empleo ha destruido sus expectativas de progreso social
basadas en la meritocracia. A los ojos de los jóvenes universitarios, como los
jóvenes menos cualificados ya estaban acostumbrados a la precariedad y no
disponían de las mismas expectativas, han sufrido menos la crisis. El
agravamiento de la precariedad los ha conducido a una situación de desengaño
con respecto al valor real de sus titulaciones y, en general, a una actitud pesimista
con respecto a una solución a la precariedad y la crisis. Por su parte, los jóvenes
menos cualificados, aunque comparten ese pesimismo, tienen una vivencia más
individualista y resignada de la precariedad, lo que los lleva a competir por
pequeñas mejoras parciales de sus empleos y a aceptar resignadamente ir
saltando de un contrato temporal a otro con salarios muy bajos y horarios muy
largos. “Pero bueno, se aguanta y es lo que hay”, concluye uno de los
entrevistados. Al contrario que los jóvenes universitarios, los jóvenes menos
cualificados siguen otorgando a las titulaciones un gran valor, como el trampolín
hacia un empleo estable y con un buen salario, a pesar de que son conscientes de
que los titulados universitarios también afrontan situaciones de precariedad. No
obstante, al señalarlo tienden a culpabilizarse por haber dejado de estudiar
demasiado pronto con lo que reproducen y asumen el discurso de la
individualización de la responsabilidad por los riesgos sociales. Esto deja una gran
herida moral en la medida en que se deteriora su confianza y se extiende entre
ellos una sensación de fracaso e impotencia. Por último, el artículo aborda la
expresión política de la precariedad y muestra la dificultad para generar un relato
común entre grupos de jóvenes cuyas experiencias e intereses no siempre son
fácilmente conciliables. El artículo de José María García de Madariaga y de
Ignacio Arasanz Esteban explora una de las situaciones de precariedad más
extendida entre los jóvenes, las becas y las prácticas, en el sector periodístico.
Señalan cómo el uso abusivo de becarios y la precariedad es una característica
estructural del sector que se ha agravado por una combinación explosiva de
destrucción de empleo debido a la crisis, sobrepoblación de becarios alimentada
por la reciente reforma de los planes de estudio (adaptación al Espacio Europeo
de Educación Superior), laxitud de la regulación, escaso control por parte de las
Universidades e inacción de los representantes de los profesionales (sindicatos de
clase, profesionales, Asociaciones de prensa). El resultado es un sector con
niveles acuciantes de precariedad. Es una de las profesiones con más desempleo,
más del 75% de los profesionales utiliza las becas como vía de entrada a la
profesión, más del 90% de los titulados han trabajado con beca durante sus
estudios, el 52% prorroga la duración de las becas para acumular experiencia
profesional, e, incluso, una gran proporción de ellos amplían sus matrículas en los
estudios universitarios para poder prolongar el periodo de sus prácticas, lo que les
impide completar y ampliar su formación. La precariedad y la sustitución masiva
de los profesionales más cualificados y mejor remunerados por becarios que
realizan las mismas tareas que ellos por remuneraciones mensuales
sensiblemente más bajas han sido dos de los principales factores que han
erosionado la propia calidad del periodismo. El artículo de Pablo Sanz de Miguel
ahonda en la situación de los falsos becarios incluyéndola en la categoría de
empleo irregular junto con los falsos autónomos. El artículo explora los efectos de
la regulación, la inspección y el sistema de relaciones laborales sobre estas
figuras de precariedad. En cuanto a las prácticas, señala que hay hasta 5
prácticas laborales reguladas por contratos específicos que combinan trabajo y
formación y 7 prácticas no laborales consideradas como formación, integradas en
diferentes planes formativos y, por tanto, no reguladas por el estatuto de los
trabajadores. Por su parte, el artículo muestra cómo los cambios legislativos han
tendido a reconocer la figura del “nuevo autónomo” (económicamente dependiente
y organizativamente independiente) ampliando la cobertura de derechos de todo el
colectivo y dando lugar a una división del segmento de los autónomos en dos
figuras: la convencional y la del nuevo autónomo. El autor sostiene que en ambos
casos la diversificación legislativa ha potenciado el uso de estas figuras y ha
multiplicado las zonas grises en las que la demostración del fraude laboral suele
ser compleja. En el caso de la figura del becario, la ausencia de unificación de la
regulación ha dificultado la diferenciación entre el contenido formativo y el
contenido laboral y, en consecuencia, ha permitido la propagación de su uso por
parte de las empresas. En el caso de los falsos autónomos, el artículo muestra
cómo casi todos los agentes sociales denuncian que la nueva figura legislativa del
nuevo autónomo ha servido para dar cobertura legal a nuevos y más profundos
abusos laborales. Además, en ambos casos, la laxitud legal unida a la ausencia de
recursos ha impedido a la Inspección de Trabajo perseguir las situaciones de
fraude laboral alrededor de ambas figuras de precariedad. Por último, la
configuración del sistema de relaciones laborales también ha ejercido un
importante efecto sobre el uso de las figuras. Mientras que las organizaciones
empresariales bloquean los cambios en las legislaciones de las prácticas y del
trabajo autónomo que podrían mejorar la situación de ambas figuras, la legislación
laboral reduce el poder de negociación sindical por medio de la individualización
de la negociación colectiva, lo que, unido a la debilidad asociativa de los sindicatos
y la escasa presencia sindical en las empresas, especialmente en las pymes,
impide a los sindicatos enfrentarse con eficacia a las situaciones de precariedad
alrededor de estas dos figuras. El artículo de Gonzalo Assusa desarrolla una
aproximación internacional a la precariedad de los jóvenes al analizar
comparativamente los casos de España, Argentina y México. Parte del
cuestionamiento de la categoría de jóvenes ni-ni (ni estudian ni trabajan) para
profundizar en el análisis de la relación entre los jóvenes y la desigualdad. En
primer lugar, señala la dimensión estigmatizante y culpabilizadora de la categoría
y su orientación hacia la justificación de la desigualdad y la ubica en el proceso de
la expresión de la preocupación pública por la inactividad económica. En segundo
lugar, muestra cómo, a pesar de las diferencias entre los países, pueden
distinguirse algunas pautas comunes en los discursos sobre los jóvenes ni-ni. Por
un lado, estaría la hipótesis de la ociosidad, donde la preocupación por el
fenómeno de los ni-ni es la supuesta equivalencia entre la definición estadística de
la inactividad económica y la inactividad plena y real de los sujetos. Después
estaría la hipótesis de la crisis de valores, según la cual la inactividad expresaría
un proceso de distanciamiento, así como una ausencia de respeto a los valores
sustentados en las instituciones sociales previas y, por tanto, expresaría un
conflicto generacional. Por último, estaría la hipótesis de la peligrosidad, según la
cual la propia inactividad convertiría a los jóvenes en un grupo de riesgo para la
sociedad. Tras mostrar la ausencia de evidencia empírica sobre la que se apoyan
esos discursos sobre los jóvenes ni-ni, el artículo explora cómo el fenómeno ni-ni
es un elemento estructural de los mercados de trabajo de los países comparados.
Los tres países presentan tasas similares respecto a los jóvenes nini, pero con
desiguales composiciones internas. Mientras que, en España, la tasa de actividad
es comparativamente elevada, el problema real es el elevado desempleo
estructural. Por su parte, en México y en Argentina, las tasas de desempleo son
relativamente bajas y el problema está en la escasa actividad y la elevada
proporción de empleo informal. No obstante, el artículo ofrece una interesante
interpretación del fenómeno y señala que para comprender la construcción de la
categoría de nini como problema público no basta con señalar su ocultamiento
ideológico ni su déficit de realismo. Para el autor, lo decisivo es observar qué
sensibilidades y miedos sociales expresan esos discursos especialmente en
relación a los problemas de reproducción de la desigualdad social. El artículo de
Esmeralda Ballesteros Doncel y de Mar Maira Vidal aborda la reproducción de la
desigualdad de género en dos ocupaciones tradicionalmente consideradas como
masculinas: maquinistas de tren y mecánica de automóviles. Sostienen que los
argumentos que justifican la segmentación ocupacional se basan en un marco
cultural androcéntrico que distingue entre “empleos de mujeres” y “empleos de
hombres”. Según este marco, las mujeres serían más propensas a actividades
vinculadas al cuidado, el buen trato con las personas, la meticulosidad y la
limpieza, mientras que los hombres serían más propensos a actividades
vinculadas con la fuerza física o el manejo manual de herramientas, maquinaria y
tecnología. Esta visión estereotipada de los géneros ejerce una poderosa
influencia en el mercado de trabajo y contribuye en parte a explicar las barreras de
acceso a algunas ocupaciones masculinizadas. Es importante señalar que un gran
equilibrio de la actual desigualdad económica entre hombres y mujeres tiene su
origen en que las mujeres tienden a ocupar los puestos peor remunerados y los
hombres los puestos mejor remunerados. En ese caso, la justificación
androcéntrica de la segmentación ocupacional no sería más que una forma de
justificar la desigualdad de género. Las autoras analizan las barreras que tienen
las mujeres para acceder a las dos ocupaciones mencionadas. Distinguen entre
dos tipos de obstáculos. Por un lado, unas barreras relacionadas con los
procedimientos de selección del personal. En el caso de los maquinistas, el
proceso de selección está muy formalizado y se basa en una serie de elevadas
competencias técnicas. Las barreras son indirectas y están en la escasa difusión
de información y publicidad masiva de las vacantes de empleo, y en la trasmisión
de los puestos vacantes a familiares, algo que confiere al sector ferroviario
español de un cultura endogámica y androcéntrica. En el caso de la mecánica de
automoción, el acceso se realiza en el marco de redes sociales informales de
confianza y es la desconfianza de los propietarios, gerentes y jefes de taller, casi
siempre varones, en la profesionalidad de las mecánicas el principal obstáculo.
Por otro lado, existen unas barreras asociadas con las características materiales
de los espacios de trabajo y otras relacionadas con las actitudes y prácticas
relacionales entre la minoría, las trabajadoras, y la mayoría, los varones. En
cuanto a lo primero en ambos casos, las autoras llaman la atención del efecto
excluyente que genera la ausencia de ropa de trabajo que se adecúe al cuerpo
femenino y la ausencia de vestuarios para mujeres. En cuanto a lo segundo,
llaman la atención sobre la proliferación entre los hombres de actitudes hostiles
frente a las mujeres por considerarlas una amenaza a la propia masculinidad.
Además, las mujeres en estos puestos afirman sentirse más presionadas para
demostrar sus habilidades y evaluadas con mayor severidad que los hombres.
Además, en ambos casos entra en juego perspectiva del usuario (del servicio de
trenes o de un taller de reparación) que, imbuido en los mismos marcos culturales
androcéntricos, tiende a desconfiar de que una mujer pueda conducir un tren o
reparar un motor. Los artículos de Federico Pozo Cuevas y de Lucía Martínez
Virto abordan otra de las dimensiones de la precariedad laboral como es el
deterioro de la cobertura de las prestaciones sociales. En su artículo, Federico
Pozo Cuevas analiza las reacciones de los demandantes de empleo frente las
políticas de activación aplicadas en Andalucía recientemente. Señala que las
políticas de activación han cambiado el modo en que los servicios públicos de
empleo interpelan a los desempleados, a quienes se hace responsable de su
situación. Los servicios públicos de empleo tienden a enfatizar la búsqueda activa
de empleo y en la disponibilidad para formarse. El objeto de la intervención es
fomentar y supervisar la responsabilidad y la autonomía de los individuos en su
proceso de conversión en sujetos empleables. Por su parte, en el marco de las
políticas de activación, la protección y las ayudas públicas no actúan como
mecanismos de garantía de la condición de ciudadanía sino como mecanismos
que fomentan una cultura de dependencia. Además, las políticas de activación
también serían una herramienta de disciplinamiento y de control en la medida en
que también producirían una serie de vivencias y representaciones entre los
sujetos. El autor distingue tres representaciones de los desempleados frente a las
políticas de activación. Por un lado, estaría la representación conforme, a través
de la que se reconocería la utilidad de los dispositivos y programas existentes y se
aceptarían las condiciones en las que se desarrollan las políticas de activación y,
por tanto, sus supuestos. En este sentido, la representación conforme expresaría
la adhesión o interiorización del discurso de la empleabilidad. Por otro lado, estaría
la representación distante, según la cual se reconoce la validez de la oferta de
recursos de las instituciones, pero, al mismo tiempo, señalan su inutilidad, en la
medida en que no les sirven para realizar una transición hacia la ocupación. Esto
les convierte en usuarios permanentes de recursos institucionales para la mejora
de su empleabilidad, aunque sin acceso al empleo, algo que multiplica su
inseguridad con respecto a sus capacidades. Por último, la representación
beligerante se centra en una postura crítica con respecto a la implementación de
los servicios públicos de empleo y no tanto hacia sus principios de intervención.
Esto es llamativo porque parece manifestar una amplia aceptación del discurso de
la responsabilidad individual por la permanencia en el desempleo, algo que, como
apunta el autor, puede tener importantes efectos sobre el respaldo ciudadano a las
políticas sociales y a la privatización de los servicios públicos. El artículo que
cierra el monográfico es el de Lucía Martínez Virto que analiza cómo los cambios
en las regulaciones autonómicas de las rentas de inserción han tratado de
conjugar su voluntad de protección social con la preocupación por su supuesto
potencial desincentivador en la búsqueda de empleo en un contexto de
precariedad estructural en el que crece la demanda de este tipo de rentas. Las
rentas de inserción son un mecanismo de protección social de las personas más
vulnerables (nuevas situaciones de pobreza, desempleados de larga duración,
etc.) que carecen de otro tipo de rentas o de rentas muy bajas. La autora distingue
varias vías de transformación de las normativas que han seguido las
Comunidades autónomas para adaptar las rentas de inserción a la nueva
situación. Señala que las primeras y más urgentes respuestas al aumento de
beneficiarios consistieron en el endurecimiento del acceso a las prestaciones y
redujeron sus cuantías en las situaciones de desempleo de larga duración. Por
otro lado, los cambios normativos en el espacio autonómico promulgaron normas
más flexibles tanto en el acceso a la renta como en los procesos de transición al
empleo, aunque manteniendo el acento en la empleabilidad y la activación. Del
mismo modo han reconocido un mayor número de perfiles de beneficiarios y
algunos avances en materia de derecho, como el estímulo económico, que
reconoce el derecho a combinar una renta de inserción con un empleo a tiempo
parcial como forma de incentivar el empleo.

4. Conclusiones
Hasta aquí hemos señalado, por un lado, las diversas dimensiones de la
precariedad laboral y sus efectos en la vida social y política y en las identidades y,
por otro lado, hemos sintetizado la muestra de la precariedad en España que
ofrecen los artículos incluidos en el monográfico. A lo largo del texto también se ha
hecho referencia a algunos de los procesos pueden explicar la precariedad
laboral: cambios organizacionales y nuevas formas de gestión empresarial,
cambios tecnológicos, flexibilización de la legislación laboral, nuevas políticas de
empleo, individualización negociación sindical y pérdida poder sindical, y reforma
de los estados de bienestar. Todos estos factores están incluidos en el desarrollo
del proyecto político del neoliberalismo (Harvey, 2005), que ha hecho de los
procesos de liberalización y de privatización un instrumento de transformación
hacia un capitalismo financiarizado (Streeck, 2016) No obstante, sin la intención
de entrar en el complejo debate sobre las causas de la precariedad laboral, es
necesario señalar que la tendencia hacia la precarización del trabajo también está
conectada con otras dinámicas globales económicas y políticas, que con
demasiada frecuencia quedan fuera del interés de los estudios sobre la
precariedad. Una de las más importantes es que el debilitamiento de los modelos
europeos de protección del trabajo tiene que ver con la nueva posición de la UE
en el mundo en el marco de una reestructuración de la competencia global. La
reestructuración de la competencia global se consolidó tras desintegración de la
URSS en el 1989. Los años noventa fueron años de creación de nuevos bloques
comerciales regionales y de intensificación de los ya existentes (ampliaciones de
la UE), que ya atisbaban la creciente competencia entre EE. UU y China,
quedando la UE relegada a un plano secundario (Arrigui, 2007). La reciente
negociación de varios tratados comerciales (TTIP y TTTP) o la lucha por el control
de la tecnología 5G no serían más que un nuevo episodio de una ya abiertamente
declarada guerra comercial entre EE. UU y China (Olier, 2018). En consecuencia,
cualquier forma de protección o de desprotección del trabajo es el resultado de
una disputa política que no tiene lugar únicamente en los espacios nacionales sino
también en los espacios transnacionales. Lamentablemente, este proceso de
cambio político y económica no está encontrando un oponente que defienda la
protección del trabajo a una escala transnacional, más allá de los esfuerzos de
organismos internacionales como la OIT, de ahí que la precariedad se haya
convertido en el modelo hegemónico global de gestión de las relaciones laborales.
Por otra parte, la digitalización del trabajo en el marco una producción
estructurada en cadenas globales de producción y consumo estaría transformando
radicalmente el lugar del trabajo en la sociedad (Srinicek, 2018; Valenduc, 2019).
No es un debate nuevo. Ya en los años 70 se decía que la automatización de la
producción destruiría millones de puestos de trabajo y que al mismo tiempo abriría
oportunidades en otros sectores por descubrir (Wilson, 2004; Nueva Sociedad,
2019). Si se asume este razonamiento, habría que plantear cuáles son las
alternativas de las que dispone toda esa masa de trabajadores excedentes. En los
80 surgió el debate sobre el reparto del tiempo de trabajo y la reducción de la
jornada (Offe, 1992) en un contexto en el que el poder de los partidos y
organizaciones obreras aún era capaz de situar algunos temas en la agenda
política. Hoy día la renta básica ha ocupado un espacio importante en el debate
mediático y político (Casassas, 2018). En definitiva, todos los caminos de las
transformaciones políticas y económicas a nivel nacional y transnacional parecen
conducir a un escenario de precariedad laboral como modelo hegemónico de las
relaciones laborales a largo plazo. La cuestión política decisiva es, por un lado,
hasta qué punto y de qué manera es compatible este horizonte de precariedad con
las instituciones democráticas de los países más avanzados (Streeck, 2016) y, por
otra parte, si la incapacidad de las instituciones democráticas para contener el
malestar social derivado de la precariedad no estaría conduciendo hacia un
“neoliberalismo autoritario” (Davies, 2016).
Nueva pobreza, precariedad y rentas mínimas: respuestas para incentivar el
empleo en el actual contexto sociolaboral
Lucía Martínez Virto
1. Introducción
El sistema de garantía de ingresos de España ha sido valorado, en
numerosas ocasiones, como un sistema complejo que presenta importantes
problemas de articulación y acceso. Entre otras razones, ello se debe a sus
rígidos patrones de diseño y condicionantes de acceso a cada una de las
prestaciones, tanto las que forman parte de los programas estatales como
aquellas rentas mínimas de las comunidades autónomas. De estas
cuestiones se deriva que, en ocasiones, haya sido incluso definido como
“un sistema poco sistemático”. (Laparra & Ayala, 2009). Cuyos problemas
de articulación limitan significativamente su eficiencia en términos de
reducción de la pobreza y la desigualdad. La estructura del sistema de
ingresos mínimos estatal se sustenta en dos lógicas diferenciadas una es;
la protección contributiva derivada de una aportación previa y la protección
no contributiva o asistencial desarrollada para proteger a las personas
trabajadoras con aportación insuficiente o que han agotado la protección
contributiva. Sin embargo, los dos niveles están definidos para proteger a
las personas en desempleo, por lo que no se contemplan como
beneficiarios potenciales a las personas que se encuentran trabajando,
aunque sus jornadas y salarios sean muy bajos e intermitentes. Las
principales situaciones de exclusión de estas prestaciones vienen
marcadas, por tanto, por la ausencia de periodos de cotización previa, por
aportaciones insuficientes, o incluso, por la presencia de actividades
laborales en las personas demandantes. Las rentas mínimas autonómicas
suponen escasamente un 6% del gasto total del sistema de ingresos
mínimos de España. Sin embargo, su papel subsidiario y residual del resto
de programas contributivos y asistenciales del sistema estatal genera que
sean las prestaciones que, en la práctica, compensan aquellas situaciones
de necesidad económica no atendidas desde los niveles estatales. En este
tenor, las rentas mínimas autonómicas desarrollan un papel clave en la
protección de los ingresos mínimos, debido a que complementan algunas
de las cuantías de las prestaciones sociales de carácter estatal y protegen
otras de las situaciones de exclusión señaladas. Por tanto, el papel
subsidiario, con origen en la beneficencia, en la mayoría de las ocasiones
permite rescatar a aquellas personas que han agotado o bien no han
podido acceder a otras prestaciones por razones normativas, así como a
complementar situaciones de bajos ingresos por salario o pensiones. No
obstante, las rentas mínimas autonómicas han convivido, desde su origen,
con el temor al desincentivo al empleo, el miedo a la cronificación y el
estigma de sus beneficiarios, que en ocasiones eran calificados como
personas pasivas y dependientes de las prestaciones (Murray, 1984). Esto
ha generado situaciones que, desde la base, el acceso a estas
prestaciones haya estado impregnado de requisitos y compromisos
individuales vinculados a la activación. En los últimos años, el aumento del
desempleo y la precarización de las condiciones laborales ha disparado el
número de beneficiarios potenciales de rentas mínimas, por lo que estas
prestaciones se enfrentan a retos importantes, no solo por dar respuesta a
la creciente y compleja demanda, sino porque de nuevo se intensifica el
tradicional debate sobre cómo evitar que la protección social disuada la
vuelta al empleo. A lo largo de este texto, se abordará el modo en que las
Comunidades Autónomas (en adelante CCAA) se enfrentan a esta
disyuntiva que es; entre proteger las situaciones nuevas de pobreza y no
disuadir el acceso al empleo. Para ello, en primer lugar, se presentan las
principales barreras de acceso de las nuevas formas de pobreza al sistema
de ingresos mínimos. En segundo lugar, se abordan los debates para
comprender y atender, desde la política social, a estas nuevas situaciones
de necesidad social. Posteriormente, se identifican los cambios normativos
implementados a lo largo de estos años de crisis en los distintos niveles de
protección, constatando que en ellos pesan, casi de manera semejante, los
debates presentados. A partir de aquí, se analizarán tres vías normativas
que varias Comunidades Autónomas han implementado para responder al
debate sobre la garantía de necesidades básicas y el acceso al empleo en
el espacio de las rentas mínimas. Los resultados que se presentan son fruto
de un análisis cualitativo en profundidad de las normativas que regulan las
distintas prestaciones del sistema de garantía de ingresos mínimos para la
lucha contra la pobreza (programas estatales y rentas mínimas
autonómicas). Para ello se utilizaron categorías de análisis como requisitos
de acceso, duración, cuantía, cómputo de rentas laborales, obligaciones de
beneficiarios y compromisos de la administración. A partir de esta
investigación se detectaron los límites de las prestaciones en términos de
protección de las situaciones sin ingresos y los cambios normativos
implementados en cada uno de estos niveles desde el año 2008. El objetivo
de este análisis era identificar las posibles situaciones de desprotección
económica y la naturaleza de los cambios normativos. El análisis normativo
recoge las modificaciones implementadas hasta junio de 2017.

2. Nuevas formas de pobreza y barreras de acceso al sistema de garantía


de ingresos mínimos

A lo largo de estos años de crisis económica, numerosos estudios han


cuantificado los costes que esta deja tanto en materia de pobreza,
exclusión social y desigualdad (Laparra & Ayala, 2009).
A partir de la cuantificación del impacto de la crisis; así en la sociedad en
general como en los grupos más desfavorecidos, se iba comprobando que
nuevas formas de pobreza surgían como consecuencia a la progresiva
pérdida de capacidad integradora del empleo (Aragón J. C., 2012)Las
fórmulas de contratación temporal por horas o la bajada salarial contribuían
a la consolidación de empleos precarios que se distanciaban de las
antiguas formas de protección fordista: un empleo estable, con ingresos
suficientes que permitían satisfacer las necesidades básicas de los
miembros de un hogar y con jornadas de trabajo que daban acceso a los
seguros sociales de protección al desempleo y jubilación. Como respuesta
a ello, desde la academia se van definiendo nuevos conceptos como
precariado o working por que tratan de arrojar luz sobre situaciones
sociales que, hasta el momento, y de manera muy minoritaria, solo se
daban en algunos espacios sociales muy desfavorecidos. A partir de ahí,
tanto la literatura académica como las propias encuestas buscan
dimensionar y comprender, teórica y empíricamente, estos fenómenos
(Standing G. , 2009). La aproximación cuantitativa a estas situaciones de
pobreza muestra, claramente, un progresivo aumento de estas realidades
de pobreza laboral, ensanchando la población en riesgo de pobreza. Los
últimos informes Foessa (2016) y European Anti Poverty Network (EAPN)
(2016) elevaban casi al 15% la tasa de trabajadores pobres en España.
Ambos concluían que esa cifra estaba estrechamente vinculada a la
precarización del empleo. Tal y como se constata en la tabla siguiente, las
condiciones laborales están fuertemente relacionadas con la pobreza
laboral. Eurostat, a través de su indicador in-work poverty, define el
fenómeno de los working por como aquellas personas que, a pesar de tener
un trabajo, continúan en situaciones de pobreza económica. A partir de
estos antecedentes vemos varias ideas fuerza. Por un lado, España
presenta, en cada uno de los ámbitos, unos índices de trabajadores pobres
muy superiores a la media de la EU-28. En segundo lugar, se confirma que
tener un empleo a tiempo parcial, estacional y/o con una duración inferior a
un año incrementa, de manera muy reseñable, las posibilidades de ser una
persona trabajadora pobre. Por tanto, estas nuevas formas de pobreza, que
se suman a las situaciones de pobreza tradicional motivadas por el
desempleo de larga duración o el desarrollo de actividades marginales,
suponen un cambio en los perfiles de necesidad y un incremento
fundamental de las situaciones de dificultad social en España.
Tabla 1. Personas trabajadoras pobres, según tipo de contrato, estabilidad
y duración, en España y UE-28, años 2011 y 2015.
Ilustración 1Martínez Virto Lucia

En cuanto a su evolución, estos datos constatan a una tendencia ascendente tanto


en Europa, así como en España, si bien es cierto que en nuestro país las cifras
alcanzan niveles bastante alarmantes. Ello es especialmente preocupante en el
empleo a tiempo parcial o de duración inferior a un año, donde entre el 2011 y el
2015 se observa un incremento de casi 10 puntos porcentuales, mientras que, en
Europa, en estas mismas variables, el incremento es de un punto porcentual. Por
otro lado, en relación al tipo de contrato, la pobreza laboral en España alcanza en
2015 a casi tres de cada diez trabajadores con empleo a tiempo parcial, a más de
dos de cada diez personas con un empleo de duración inferior a un año y a casi
una de cada cuatro personas con empleo temporal. Estos datos son, sin duda
demasiado preocupantes y evidencian cómo, las personas con estas tipologías de
contrato, muestran situaciones más vulnerables de cara a vivir la pobreza laboral.
Aun así, las situaciones de riesgo no se producen solo en empleos precarios. Uno
de cada diez trabajadores con empleo a tiempo completo y de al menos un año de
duración también viven pobreza laboral. Esta incidencia se reduce a la mitad en
relación al empleo permanente. Por tanto, los datos evidencian que también el
empleo menos precario puede no garantizar la superación de las situaciones de
pobreza económica. El indicador agregado AROPE de Eurostat (At Risk Of
Poverty or Social Exclusion) resulta interesante para abordar esta cuestión, debido
a que incorpora 3 indicadores que permiten definir los procesos de exclusión
social, identificando a la población que acumula diversas problemáticas. Es decir,
permite dimensionar la acumulación de necesidades en los hogares. Con ello
reconoce que no todas las personas pobres en ingresos tienen privaciones (puede
ser el caso de personas con viviendas en propiedad que cuentan con menos
gastos fijos mensuales), ni estarían excluidas todas las personas que viven en
pobreza, pero si cuentan con una prestación estable, por ejemplo. Sin embargo,
acumular alejamiento del mercado laboral estable, con privaciones y con pobreza
económica sí puede llevar a estar en riesgo de exclusión social. En este sentido,
AROPE agrega a hogares con una renta inferior al 60% de ingresos de la
mediana, con privación material severa y/o con baja intensidad de trabajo por
hogar. A partir de la Encuesta de Condiciones de Vida de España, se comprueba
que desde el año 2008 se ha producido un aumento progresivo de la población en
riesgo de pobreza. Según el último dato disponible, en 2015, un 27,8% de la
población de España se encontraba en esta situación. En esta línea temporal, solo
los datos de 2014 son ligeramente superiores (28,1%), lo cual muestra una
pequeña reducción o, siendo optimistas, un cambio de tendencia. Sin embargo,
también en la misma gráfica se presenta la tasa de riesgo de pobreza entre las
personas ocupadas, que igualmente sigue una tendencia ascendente, y que en el
año 2015 afectaba al 18% de estas. Al contrario que para la población general, la
tendencia entre las personas ocupadas no cambia de dirección en 2014, sino que
continúa en ascenso, indicando que la pobreza se asienta en las personas que
trabajan.
Gráfico 1. Personas en riesgo de pobreza y exclusión social en España y
población ocupada en riesgo de pobreza y exclusión social según indicador
AROPE, años 2008-2015.
La destrucción del empleo de los últimos años y la progresiva precarización de sus
condiciones laborales deja significativos costes sociales y nuevas formas de
pobreza. Sin embargo, si bien hay cuestiones de carácter estructural y global que
explican parte del deterioro del vínculo laboral, España muestra niveles
alarmantes en relación a otros países vecinos. Según datos de EU-SILC, en el año
2015 España ocupaba el quinto país de la UE-28 con mayor porcentaje de
personas menores de 60 años que viven en hogares con baja intensidad de
trabajo. Exactamente, este dato alcanzaba al 15,4% de las personas de este
grupo de edad. Solamente Serbia (21,2%), Irlanda (19,1%) o Grecia (16,8%) lo
superaban, situándose España 5 puntos por encima de la media europea (10,5%).
En el mismo escenario que dibujan los datos ofrecidos, España cuenta con un
sistema de garantía de ingresos mínimos fuertemente vinculado a la participación
previa en el mercado de trabajo y a la tradicional ausencia de un vínculo laboral en
los hogares pobres. Los distintos niveles de protección, diseñados para un empleo
que garantizara aportaciones al sistema y salarios suficientes para superar la
pobreza, se encuentran alejados de trabajadores/as pobres y precarios que no
logran alcanzar la contribución previa para los niveles de protección más
generosos o que, a pesar de encontrarse en situaciones de pobreza, no están en
desempleo. Estas dos realidades son las principales barreras de acceso al
sistema de ingresos mínimos estatal. En el nivel autonómico, las rentas mínimas
presentan vías de acceso más flexible debido, fundamentalmente, a que fueron
diseñadas para superar la pobreza económica, no solo para compensar la
ausencia de empleo. Esta diferencia de base, que bebe de su origen benéfico, es
lo que permite responder, de manera asistencial, a las nuevas formas de
necesidad social. Sin embargo, como se observa en informes recientes como el de
Gutiérrez (2014), son tanto vías que se muestran insuficientes para atender al
contexto actual, como procedimientos que continúan alentando el miedo al
desincentivo al empleo. La limitada información disponible y comparada sobre las
rentas mínimas autonómicas impide cuantificar el número de personas
perceptoras que trabajan y su evolución en los últimos años. Tan solo Ayala et. al.,
(2016), en un análisis longitudinal pionero realizado entre los años 2005-2015,
constataban que la mayoría de las personas perceptoras de estas prestaciones
son potencialmente activas. Antes de la crisis, solo el 5% de las personas
beneficiarias eran jubiladas. Actualmente, este colectivo escasamente alcanza el
0,3% de las personas perceptoras de renta mínima autonómica. Igualmente,
observan que en el año 2015 casi 7 de cada 10 perceptoras estaban en
desempleo, y el 5% trabajaban en el momento de la solicitud. También otros
análisis territoriales comprueban el incremento de las personas potencialmente
activas en estas prestaciones. En Navarra, el Observatorio de la realidad social de
Navarra (2017) constata que el 85,5% de las personas perceptoras de esta
prestación están inscritas como demandantes de empleo, lo que ha supuesto un
incremento de más de un 30% desde 2007 (51,9%). Por tanto, a pesar de las
limitaciones normativas de las prestaciones y programas de ingresos mínimos, los
últimos datos disponibles constatan un cambio de perfil en los perceptores de
rentas mínimas autonómicas que motiva, necesariamente, a la implementación de
algunas cuantas modificaciones.

3. Nuevas formas de entender la pobreza y debates sobre la atención


social a estos colectivos
Claramente el trabajar ya no garantiza salir de la pobreza. Los datos
anteriormente presentados argumentan este fenómeno. Las formas de
pobreza tradicional, vinculadas a la ausencia de empleo o al desarrollo de
actividades marginales, se suman a una pobreza que tiene vínculo laboral,
pero que no permite garantizar las necesidades básicas, o incluso, alcanzar
los estándares mínimos vinculados a la participación en el mercado de
consumo. La constatación de esta realidad es determinante en las
sociedades actuales. No solo por el crecimiento de las situaciones de
necesidad sino por cómo dotar de un nuevo significado social a este
fenómeno. En este sentido, Bauman (1998) subrayaba que solo la
redefinición de todas aquellas herramientas destinadas a contener o mitigar
el sufrimiento de la nueva pobreza, irían construyendo la nueva forma de
comprenderla. La necesidad de atender a las nuevas formas de pobreza ha
motivado algunas modificaciones normativas en el ámbito de las políticas
de ingresos mínimos, fundamentalmente en el espacio autonómico. Los
cambios en las rentas mínimas autonómicas han tratado de responder,
habitualmente, al tradicional debate vinculado a estas prestaciones: cómo
proteger la creciente y compleja demanda sin desincentivar el acceso al
empleo. Pero estas modificaciones también son una base para motivar un
cambio de culturas profesionales, y ello ocurre, fundamentalmente, en los
espacios donde la política social se aplica como motor de los itinerarios de
incorporación social. Es decir, en los servicios sociales. Combinar la
protección económica con el incentivo al empleo ha sido, tradicionalmente,
el objeto central del debate. En él han participado distintos
posicionamientos teóricos e ideológicos que de nuevo toman fuerza para
enfrentar la compleja realidad actual. Destacan, por un lado, el modelo de
activación Work FirstWorkfare y por otro, el Welfare basado en la inversión
social. Denominado por literatura académica como el Workfare o Work
First, este paradigma se sustenta en la creencia de que la mejor política
social es aquella que anima a las personas perceptoras a salir del sistema
de protección social lo más rápido posible. Este planteamiento ideológico
tiene una trayectoria de más de tres décadas y ha sido especialmente
influyente en países de referencia como el Reino Unido. No obstante, en los
últimos años, es un debate que ha tomado de nuevo fuerza. Surgió como
respuesta a anteriores crisis económicas y productivas, y se reaviva en
momentos como el actual, suponiendo un cuestionamiento del sistema
productivo, económico, político y de protección social. Ideológicamente, es
un planteamiento que se sustenta en la idea de la “cultura de la
dependencia o la pobreza”. Un paradigma alentado desde los años 70 por
autores como Mead (1984, 1997) o Murray (1986, 1997) al hacer referencia
a la underclass americana y británica. Esta lógica de sospecha sobre las
personas pobres criminaliza los escenarios de desempleo de larga
duración. Otro paradigma que ha tomado fuerza, también en este ámbito,
es el de la inversión social o Social Investment, que se encuentra
estrechamente relacionado con una protección más integral sustentada en
la activación-welfare (Esping-Andersen, 2003). En este caso resurge la
corriente ideología intervencionista que busca hacer frente a los
planteamientos más liberales en torno a las políticas de lucha contra la
pobreza y la desigualdad social. En este planteamiento se comprende la
activación desde una estrategia global más equilibrada sustentada en tres
acciones. Por un lado, el desarrollo de prestaciones de renta mínima
adecuadas que permitan a los beneficiarios invertir en ellos mismos y en
sus familias. En segundo lugar, la implementación de políticas activas del
mercado laboral que fomenten una inserción real e inviertan también en las
capacidades de los demandantes de empleo desfavorecidos (educación,
formación, sanidad, etc.). Por último, la creación de servicios para favorecer
la inserción sostenible a largo plazo, a través de superar barreras de
empleo (vivienda, cuidado infantil, etc.). Evidentemente, son políticas que
para ser efectivas requieren compromisos fuertes de financiación, diseño de
servicios complementarios y una estrecha colaboración interdepartamental.
Entre los informes más relevantes de esta materia destaca “Investing in
children: breaking the cycle of disadvantage: a study of national policies”
realizado por Frazer y Marlier en 2014 para la UE. Este informe subrayaba
que la apuesta más eficaz de inclusión social es la que combina un triple
esfuerzo orientado a mejorar la accesibilidad y cobertura de las rentas
mínimas, invertir en el diseño de políticas de activación que favorezcan
mercados laborales inclusivos y medidas de incorporación específicas para
la población excluida, así como apostar por la extensión de servicios
sociales de calidad en el ámbito de la familia, la dependencia y la inclusión
social. Ambos planteamientos han recibido críticas importantes, algunas
incluso compartidas. Por un lado, son acusados de un excesivo acento en
la empleabilidad como única vía de inclusión social. Como resultado, se ha
incrementado la sistematización de experiencias de inclusión más allá del
empleo (Reuter, 2012). Por otro lado, las numerosas alusiones que está
recibiendo el paradigma de la inversión social lo convierten en blanco de
algunos objetivos políticos, retóricos o académicos (Nolan, 2013). En
consecuencia, algunas acciones sustentadas en este entendimiento han
tenido resultados que pueden caminar en la otra dirección. Es la muestra de
las políticas de inversión en formación a lo largo de la vida, que podrían
convertirse en un nicho de mercado atractivo para el capitalismo,
mercantilizando así algunos niveles formativos y/o de especialización. En
cualquier caso, si bien ha habido un incremento importante de análisis,
estudios y literatura académica asociada para dar respuestas a la nueva
cuestión socioeconómica, las respuestas iniciadas en España son
consecuencia, en parte, de elementos de reflexión impulsados por distintas
filosofías. Estos planteamientos, aplicados a las políticas de inclusión,
presentan diferencias sustanciales que marcan dos tipos de respuesta en el
diseño de una prestación, su aplicación normativa y la cultura de
intervención profesional. En relación al modelo que sustenta la intervención
social con estos colectivos, tal y como se puede observar en el siguiente
cuadro, basado en el análisis que SIIS (2016) hace de Carter y Witworth
(2016) y Arriba y Pérez (2007), el Work First tiene como finalidad general
una reincorporación laboral rápida. Para ello plantea la intervención social a
través de la búsqueda de empleo y la formación en habilidades básicas
muy orientada a la oferta, de tal forma que la transición al empleo sea lo
más rápida posible. Por tanto, la intervención con las personas usuarias se
centra en beneficiar inclusiones laborales rápidas, independientemente de
la calidad de los puestos de trabajo o de su adaptación a las características
de las personas demandantes de empleo. Por otro lado, el paradigma de la
inversión social pone un mayor foco en la mejora de la empleabilidad de las
personas usuarias mediante la recualificación profesional, el
acompañamiento en la adquisición de competencias laborales y la
búsqueda de oportunidades laborales de calidad. Metodológicamente, se
apuesta por la intervención intensa, integral y personalizada, reconociendo
el seguimiento y acompañamiento a la persona beneficiaria más allá de la
incorporación al empleo. Ello se debe a que se marca como objetivo el
desarrollo de transiciones al empleo sostenibles en el tiempo,
contemplando acciones que generen oportunidades de empleo o doten de
recursos que permitan superar barreras por razones de cuidado o
movilidad. Por tanto, uno u otro planteamiento tiene implicaciones
importantes en el diseño de cualquier política de inclusión, pero
especialmente, en el espacio que nos ocupa este análisis: el de la garantía
de ingresos y la incorporación al empleo. Un paradigma puede apostar por
incentivar el acceso rápido al empleo mediante cambios normativos que
reduzcan la protección de la ayuda en términos de acceso, cuantías o
sanciones, y algún otro puede apostar por incorporaciones progresivas,
adaptadas a las necesidades de la persona usuaria y con periodos de
transición que permitan compatibilizar la prestación con los ingresos por
trabajo.

Cuadro 1. Diferencias entre los paradigmas del Work First y Social


Investment desde una perspectiva aplicada a la intervención sociolaboral
4. Reacciones normativas en España para adecuarse al nuevo contexto
sociolaboral

Las reacciones de las políticas públicas en el campo de la protección social


en España están recibiendo influencia de cada una de las corrientes
anteriormente presentadas. A partir de la nueva forma de normativizar se
pueden detectar, casi con un peso similar, tanto aquellas ideas sustentadas
en la lucha contra la cronificación mediante acciones más punitivas como
las que buscan incentivar el empleo desde la inversión social. En este
sentido, las Comunidad Autónomas, que han visto exponencialmente
incrementada su demanda, se enfrentan a tareas realmente confusas: que
las personas salgan del sistema de prestaciones en un contexto de
destrucción de empleo y con una limitada inversión destinada a la
activación eficaz de las personas en desempleo de larga duración. A
continuación, se presentan las reacciones normativas que se han
implementado, tanto a nivel estatal como en algunos territorios, a lo largo
de estos años de crisis económica. Los cambios constantes de normativa
en materia de ingresos mínimos evidencian la ausencia de un plan de
estado o región en esta materia, subrayan la controversia de estas políticas
y apoyan a la confusión general sobre el acceso y percepción de las
mismas. Estas cuestiones importantes de manera reiterada en la mayoría
de estudios que tienen como objeto este sistema, continúan siendo una
tarea pendiente (Laparra & Ayala, 2009)

4.1. Respuestas que suponen cierta inhibición del sistema de


protección de ingresos mínimos
En una primera respuesta política a la crisis en España, el control del
déficit público y el miedo a una explosión de la demanda por el creciente
número de beneficiarios potenciales de las prestaciones motivaron
cierta inhibición de los distintos niveles de protección del sistema de
ingresos mínimos. A nivel estatal destacan la reforma laboral del
RDL3/2012 o el RDL20/2012 de estabilidad presupuestaria. A partir de
la ejecución de estas normas, en los niveles contributivos se redujo la
cuantía a percibir del 100% al 70% en los 6 primeros meses de
prestación y del 70% al 50% en el resto. De igual forma, también otras
prestaciones asistenciales de carácter estatal sufrieron un incremento
de los controles sobre la Búsqueda Activa de Empleo. En el caso de las
rentas mínimas autonómicas, si bien la diversidad territorial ha dado
lugar a distintas respuestas, algunas normas también se reformularon
en aquellos primeros años hacia una reducción de su capacidad
protectora. Un caso muy ilustrativo fue la antigua Renta de Inclusión
Social de Navarra, regulada por la Ley Foral 1/2012. La falta de
adecuación de la norma al contexto sociolaboral y sus barreras de
acceso dieron lugar, desde su aprobación, a cinco modificaciones de la
misma, y cuatro años más tarde, a la aprobación de una nueva Renta
Garantizada. Con al menos tres de las modificaciones de la renta de
2012 fueron referentes a superar la principal barrera de acceso: la
residencia legal. Este requisito se había incorporado, por primera vez en
la historia de la Comunidad Foral, para el acceso a la prestación.
Paulatinamente, los distintos cambios parciales comenzaron a
incorporar excepcionalidades para hogares con menores, hogares que
habían perdido la residencia legal a causa del desempleo, hogares que,
por motivos extraordinarios de empleo o muerte de familiares, habían
salido de manera estacional de Navarra, etc. Finalmente, la nueva
Renta Garantizada del año 2016 descarta el requisito de legalidad,
atendiendo solo al empadronamiento efectivo y continuado de 24
meses, con carácter general y de 12 meses para unidades con
menores. Por lo tanto, una buena parte de los cambios implementados
en el sistema de garantía de ingresos mínimos se materializaron en una
primera respuesta que, en la línea de las políticas Work First, endureció
el acceso y aumentó la condicionalidad de algunas prestaciones de tres
maneras distintas. Por un lado, con restricciones en las condiciones de
acceso (edad, ingresos familiares, intensidad laboral en el periodo
anterior a la solicitud, bienes, etc.). En segundo lugar, con requisitos de
movilidad en la búsqueda de empleo. Por último, en un seguimiento
más estricto de las actividades realizadas para la búsqueda de empleo
(obligatoriedad de informar semanal o mensualmente de las solicitudes
de empleo presentadas, de los pasos para recibir formación, etc.). La
implementación de las normativas estatales generó, más si cabe,
importantes desajustes en materia de protección. La reducción de la
capacidad protectora, sobre todo en los niveles estatales, tuvo
consecuencias directas en la demanda de las rentas mínimas
autonómicas. Las últimas reacciones de algunas de las Comunidades
Autónomas al nuevo contexto parecen estar apuntando hacia
respuestas distintas y más flexibles. Si bien muestran especificidades
importantes sobre su alcance o la naturaleza protectora, las nuevas
formas de normativizar están tratando de responder a tres retos
fundamentales: cómo garantizar el mantenimiento de ingresos en un
contexto marcado por la falta de empleo, cómo incentivar el acceso al
empleo, aunque este sea de muy baja calidad y cómo modular el
contenido de los acuerdos y los compromisos ante la diversidad de
perfiles que, actualmente, son beneficiarios de la renta. A continuación,
se exponen los cambios normativos descubiertos en esta línea.

4.2. Vías de cambio autonómicas para responder a las nuevas


formas de pobreza
La literatura académica ha prestado atención en numerosas ocasiones
a las limitaciones del sistema de ingresos mínimos y a las diferencias
entre las distintas rentas mínimas autonómicas tanto en relación a los
requisitos de acceso, como a las cuantías o la duración. Sin embargo, la
adecuación de las diversas normas a las nuevas necesidades sociales
puede marcar patrones y tendencias distintas que cambien el tradicional
mapa de las prestaciones autonómicas. Cabe reconocer que la
capacidad de protección de unas u otras normas viene definida no solo
por la filosofía de la norma, el origen de la prestación o su tradición y
arraigo en el territorio. Si bien estos elementos son importantes de cara
a la legitimación social de estas prestaciones, la capacidad de proteger
real se define tanto por su reconocimiento de derecho, como por los
criterios de acceso y la protección económica. Hacer una clasificación
muy generalista sobre unas u otras rentas, como más o menos
protectoras, resulta complejo y arriesgado por dos razones. La primera
de ellas, porque la capacidad de integración de las normas depende de
muchos factores y estos se conjugan, de muy distintas formas, en cada
una de las prestaciones. En segundo lugar, porque la gran mayoría de
las prestaciones están siendo objeto de modificaciones normativas, con
grandes procesos de debate parlamentario, que hacen difícil prever y
dibujar un mapa claro. Aun así, estos hallazgos tienen interés
académico y político, debido a que permiten identificar las diferentes
respuestas que algunos territorios están dando a un contexto
sociolaboral distinto, pero que se enfrenta al tradicional debate de
atender a la pobreza e incentivar el acceso al empleo.
4.2.1. Adecuación de las rentas mínimas autonómicas a un
contexto sin empleo
Muchas de las rentas mínimas autonómicas, diseñadas para
situaciones tradicionales de exclusión social, no estaban
preparadas, ni en términos normativos, ni de gestión, ni de
financiación, para las personas en situación de necesidad
económica, donde la falta de empleo no necesariamente requiere
un proceso de inclusión social. La sospecha sobre el desincentivo
al empleo en las rentas mínimas autonómicas se materializa,
fundamentalmente, en los requisitos de acceso a la prestación,
los condicionantes de su mantenimiento, las obligaciones de
personas beneficiarias y el contenido de los acuerdos de
incorporación sociolaboral. Estos acuerdos, entre la persona que
percibe la renta y quien se la proporciona, contienen diferentes
compromisos que deben ser desarrollados mientras se está
percibiendo la prestación. Con ellos se acuerdan los objetivos y
acciones para desarrollar un proceso de inclusión y como fin
último se ambiciona, en un gran número de casos, el acceso al
empleo. Sin embargo, la ausencia de oportunidades de empleo
en el mercado ha dejado sin contenido parte de estos acuerdos,
generando incluso expectativas de empleo con graves costes en
los hogares que trataban de cumplir su “parte del trato”. Esta
realidad ha abierto un debate importante en torno a si la
administración es capaz de ofrecer oportunidades laborales para
condicionar el acceso a la garantía de ingresos. Esta reflexión
viene alentada por algunos de los planteamientos de inversión
social señalados. Como resultado, algunas prestaciones como la
Renta Garantizada de Navarra o la Renta de Garantía de
Ingresos de la Comunidad Autónoma Vasca reconocen un doble
derecho diferenciado sobre la garantía de ingresos y la inserción
social. La novedad de este planteamiento, con respecto a los
tradicionales debates vinculados a las políticas de inclusión, es
que se reconocen ambos derechos por separado. De esta forma
se superan aquellas situaciones donde las necesidades básicas
podían verse cuestionadas, por ejemplo, por no desarrollar una
actividad de inclusión vinculada a su percepción o por no
alcanzar un empleo y agotar el tiempo de ayuda. Es decir, si bien
se reconoce que ambos derechos juntos se potencian, debido a
que la salida de la percepción de prestaciones económicas pasa,
habitualmente, por la incorporación al empleo o que el desarrollo
de un proceso de inclusión debe partir de una situación donde las
necesidades básicas estén cubiertas, la ruptura de ambos
derechos deriva de la necesidad de reconocer que no todos los
procesos de inclusión tienen por qué necesitar una prestación
económica ni tampoco todas las situaciones de necesidad
económica deben requerir el desarrollo de un itinerario de
inclusión o pueden alcanzar una oportunidad real de empleo. En
el caso de la Renta Garantizada de Navarra, además, la
administración se compromete normativamente a desarrollar
distintas acciones de inserción formativas, de orientación,
acompañamiento social, e incluso, a ofrecer una oferta de empleo
a aquellas personas que llevan 24 meses percibiendo la
prestación. Si bien la norma acaba de entrar en vigor y habrá que
esperar dos años para ver sus resultados, este reconocimiento
supone un hito normativo de gran magnitud. Por un lado, separa
el derecho a la protección económica del condicionamiento de la
búsqueda de empleo. Por otro, compromete a la administración
en la generación de oportunidades de empleo que,
efectivamente, incentiven y promuevan el acceso al mercado.

4.2.2. Incentivar el acceso al empleo y compensar sus bajos


salarios

La capacidad de integración que tengan las prestaciones, en


cuanto a la incorporación en el mercado de trabajo, es clave. Ello
no solo va determinado en las medidas de inserción que la norma
determine, ni incluso en el reconocimiento de la inclusión en
términos de derecho. El acceso al mercado de trabajo depende,
en buena parte, de cómo la propia prestación se adapte a la poca
oferta de empleo, a sus condiciones de precariedad y
temporalidad, así como, al salario que no permite superar el
umbral de pobreza. Todas las rentas mínimas de las CCAA
reconocen que aquellas situaciones, donde los ingresos por
trabajo sean inferiores a la cuantía de la renta que corresponde a
su unidad de convivencia, podrán ser complementadas hasta el
umbral máximo reconocido. No pasa lo mismo en otras
prestaciones asistenciales del estado, las cuales son
incompatibles con cualquier renta por trabajo,
independientemente de su cuantía. Solo la Renta Activa de
Inserción puede coexistir con un empleo a tiempo parcial. No
obstante, la mera compatibilidad de rentas por trabajo no estimula
ni premia el acceso al empleo. Es por eso que la literatura ha
puesto el foco en numerosas ocasiones en la llamada “trampa de
la pobreza”. O lo que es lo mismo, aunque los beneficiarios de
una prestación trabajen, si los ingresos son inferiores a la cuantía
reconocida, el hogar percibirá los mismos ingresos trabajando,
que solo recibiendo la prestación (Zalakain, 2006).

4.2.3. Distintas modalidades de renta para facilitar las


transiciones al empleo
Los debates anteriormente mencionados en torno a los
condicionamientos de la renta o la ausencia de oportunidades
laborales se vieron intensificados por la complejidad y diversidad
de las situaciones de pobreza. Por un lado, argumentos como el
doble derecho tomaban fuerza al hablar de colectivos que
encuentran importantes barreras de acceso al empleo (cuidados,
incapacidad no reconocida, etc.). Sin embargo, en otros casos, la
respuesta a la diversidad de perfiles ha motivado el
reconocimiento de distintas modalidades de renta, con distinta
naturaleza protectora, que pretenden simplificar e incentivar las
transiciones al empleo. En este sentido, destacan distintas vías
de transición implementadas en comunidades como Galicia,
Aragón, Baleares y Comunidad Valenciana. Todas ellas
identifican dos supuestos de prestación, una más orientada a las
familias con necesidades de inclusión social y otra orientada a la
incorporación al empleo. En Galicia, la norma reconoce dos
modalidades de renta. En primer lugar, el tramo personal y
familiar para personas en situación o riesgo de exclusión social.
Por otro lado, el tramo de inserción para personas en situación o
riesgo de exclusión social que participen en un itinerario de
inserción al mercado laboral. Si tras la percepción de alguna de
estas modalidades se accede al mercado de trabajo, se cobrará
un tramo complementario de transición al empleo. En este caso,
durante el primer mes de acceso a la actividad laboral
remunerada, se complementarán ambos ingresos, los de trabajo
y prestación. En los meses siguientes, la cantidad abonada se
reducirá de manera gradual. A partir del séptimo mes, si se
mantiene el empleo, se procederá a la extinción de la prestación.
Por otro lado, Baleares también reconoce dos vías de renta. Por
un lado, la Renta Mínima de Inserción, donde las rentas de
trabajo, por un nuevo contrato, computan al 50% los 6 primeros
meses. Por otro lado, una Renta Social Garantizada que no
requiere la suscripción de un compromiso de activación. En
ambos casos, Galicia o Baleares, a pesar de reconocer distintas
modalidades de prestación, las rentas por trabajo finalmente se
deducen de la cuantía, solo que de manera progresiva. Es la
principal diferencia con la fórmula de estímulos. También en
Aragón se reconocen dos tipos de prestación: la Renta
Complementaria de Ingresos del Trabajo y la Renta de Inclusión y
Protección Social. La primera de ellas buscaría compensar los
ingresos de las personas con bajos salarios. Sería para personas
ya activas, por lo que no estaría condicionada a un acuerdo de
inclusión. Este complemento servirá para alcanzar hasta el 80%
del SMI para una persona, pero se cobrará con un máximo 3
meses. La segunda está orientada a acompañar procesos de
inclusión más integrales, por lo que se asocia a un acuerdo de
inclusión. Sin embargo, se reconoce también en los casos donde
no se firme acuerdo, solo que la protección será menor, del 70%
del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) al 35% del Indicador
Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM). Igualmente, la
recién aprobada “Renta Valenciana de Inclusión” incorpora dos
modalidades de renta. Por un lado, la modalidad de “Renta de
Inclusión Social”, que pretende garantizar el derecho al ingreso
económico y a la inclusión social, mediante la suscripción de
acuerdos de inclusión. Por otro lado, la renta de “Garantía de
Ingresos Mínimos” que no va vinculada al condicionamiento de un
acuerdo de inclusión. Esta modalidad cuenta con cuantías más
bajas y está diseñada para atender a aquellas situaciones que no
suscriben un acuerdo por razones de tipo personal o social. Por
tanto, ambas normas, la aragonesa o la valenciana, reconocen
modalidades de renta que buscan tanto incentivar la
incorporación al empleo como garantizar ingresos en hogares
donde no se suscriba un acuerdo. Si bien es un reconocimiento
que busca caminar hacía el doble derecho, de momento son dos
modalidades de renta que, por un lado, reconocen el derecho a
los ingresos, pero por otro, protegen menos a quienes no
suscriben un compromiso de activación. En definitiva, la nueva
realidad sociolaboral ha motivado cambios importantes que han
marcado una tendencia distinta, a la hasta ahora conocida, en
algunas Comunidades Autónomas. Ante el reto de garantizar, en
un contexto con pocas ofertas de empleo, la cobertura económica
mínima, Navarra y País Vasco han apostado por reconocer el
doble derecho a la garantía de ingresos y a la inserción social,
eliminando así buena parte de los condicionamientos y
contraprestaciones vinculadas a la percepción de la prestación
económica. Por otro lado, también estas dos comunidades han
buscado incentivar el acceso al empleo y compensar las bajas
condiciones laborales y salariales con los estímulos al empleo.
De esta forma, se apuesta por acciones menos punitivas y más
cercanas a los planteamientos de la inversión social. Por último,
ante la evidencia de perfiles y necesidades distintas dentro de las
personas perceptoras de renta mínima autonómica, otras CCAA
han puesto en marcha diversas fórmulas para facilitar las
transiciones al empleo y reconocer situaciones de necesidad
social alejadas de la empleabilidad. Para ello, se ha apostado por
algún rendimiento temporal a los contratos de trabajo como el
mencionado en Baleares, o con incentivos económicos al
desarrollo de proyectos de integración vía empleo como en
Aragón, Galicia o Comunidad Valenciana. Estas acciones han
venido, fundamentalmente, enmarcadas en la definición de
distintas modalidades de renta. En todos estos casos, el
reconocimiento de perfiles de perceptores supone un avance
importante en términos de derecho, aunque las diferencias de
protección entre quienes firman un acuerdo y aquellos que no lo
hacen, sigue sustentando planteamientos punitivos. Por tanto, a
pesar de que todos estos cambios evidencian importantes
esfuerzos y avances en términos de derecho para responder
mejor al nuevo escenario, las modificaciones muestran algunas
fallas que podrían generar situaciones de baja protección en las
personas alejadas del empleo, cristalizando así las críticas que
ambos paradigmas reciben sobre el acento en la empleabilidad.
Entre ellas destacan las personas perceptoras de renta que se
encuentran haciendo actividades de empleo no reconocidas,
aunque con un alto valor social, como el cuidado a personas
dependientes. Es cierto que la flexibilidad señalada, en algunos
de los casos, permite suscribir acuerdos aun cuando las
situaciones de acceso al empleo necesiten intensos apoyos (por
deterioro personal, falta de oportunidades o barreras de empleo).
Sin embargo, la penalización económica de no hacerlo intuye
cierto comportamiento punitivo. En este sentido, el
reconocimiento de estas actividades como una alternativa al
mercado de trabajo ordinario sigue suponiendo un reto para todas
las Comunidades Autónomas, incluidas aquellas con modelos
más avanzados como Navarra o País Vasco que, aunque
reconocen el doble derecho, continúan manteniendo algunas
obligaciones simbólicas, pero determinantes, como la de aceptar
una oferta de empleo adecuada.

5. Conclusiones
A lo largo del texto se ha prestado atención a los riesgos sociales
que surgen de los desajustes entre las nuevas formas de pobreza
y las prestaciones de garantía de ingresos mínimos. El acceso a
una buena parte de la protección en España está sustentado en
aportaciones previas, y pensada para atender situaciones de
pobreza en las que no existía vínculo laboral. La baja calidad del
empleo y las escasas oportunidades laborales presentan
importantes barreras para nuevos colectivos como las personas
trabajadoras pobres, y continúa enfrentado a las prestaciones
sociales al reto de estimular el acceso al empleo. Las nuevas
situaciones de pobreza se han sumado a otros colectivos más
tradicionales como las personas paradas de larga duración o
aquellos que desarrollan actividades marginales, por lo que se ha
producido un incremento cuantitativo y cualitativo de la demanda
que ha motivado respuestas políticas y normativas de distinta
naturaleza. Los cambios que se impulsan, tanto para atender al
mayor número de personas como para alentar el acceso al
empleo, tienen un impacto importante en cómo se comprende y
cómo se interviene con las situaciones de pobreza y exclusión
social. La respuesta a este reto nos lleva de nuevo a
planteamientos teóricos tradicionalmente vinculados a la atención
social de la pobreza. Por un lado, el paradigma del Work First que
apuesta por promover una rápida vuelta al empleo mediante
cambios normativos, limitadores y punitivos, en el acceso,
protección económica y duración de las prestaciones. Por otro
lado, el paradigma de la inversión social que propone transiciones
al empleo más sostenibles y adaptadas a las trayectorias vitales
de las personas. Esta diferencia de planteamiento, desde los
niveles de política social aplicada en los servicios sociales,
supone un cambio de modelo de intervención con las personas
en situación de pobreza y, por tanto, en una forma distinta de
entender este fenómeno. La revisión normativa ha evidenciado
cómo buena parte de las medidas puestas en marcha a lo largo
de estos años han podido responder a algunos de estos
planteamientos. Por un lado, las primeras y urgentes respuestas
al aumento de beneficiarios endurecieron el acceso a las
prestaciones y redujeron sus cuantías en las situaciones de
desempleo de larga duración. Por otro lado, los cambios
normativos en el espacio autonómico promulgan normas más
flexibles tanto en el acceso a la renta como en los procesos de
transición al empleo, sin embargo, mantienen el acento en la
empleabilidad y la activación. Muchas de estas modificaciones
son recientes. En algunos casos como los estímulos al empleo, la
experiencia del País Vasco hace prever que habrá un efecto
positivo en la actividad laboral y la reducción de la pobreza. Sin
embargo, otras novedades, como las modalidades de renta, son
de reciente implementación, por lo que habrá que esperar un
tiempo para conocer y analizar su alcance real. Del mismo modo,
valorar el sustento ideológico de estas acciones requiere tener en
cuenta los procesos de implementación de estos cambios, por lo
que también resulta difícil de evaluar. A pesar de ello, las
primeras respuestas a la crisis promovieron cierta inhibición de
las prestaciones que parecen responder a acciones vinculadas
con el Work First. Por el contrario, si bien la flexibilización de las
normativas autonómicas presentadas tiene un excesivo énfasis
en la activación y reincorporación laboral, se reconocen distintos
perfiles de beneficiarios y avances en materia de derecho que
pueden sustentar planteamientos de inversión social. Aun así, en
aquellas comunidades con distintas modalidades de renta y
cuantía, la menor protección de los colectivos que no trabajan
constata las limitaciones de este modelo y alimenta las críticas
recibidas en torno al excesivo acento en la empleabilidad. Por
ello, una valoración de estas medidas en términos de inversión
social presentaría algunas fisuras, debido a que con los nuevos
esfuerzos de inversión social aún conviven otros planteamientos
tradicionales vinculados a la rápida activación. En cualquier caso,
el análisis presentado arroja luz sobre cuestiones de suma
actualidad y evidencia formas de normativizar más flexibles y
adecuadas al contexto actual. La reordenación del sistema de
ingresos mínimos en España y las diferencias territoriales de las
rentas mínimas ocupan un espacio protagonista en la agenda
política y social. En este sentido, la identificación de algunas
tendencias de cambio aporta elementos novedosos al debate,
que pueden tener un impacto positivo, tanto en la reducción de la
pobreza de muchos hogares como en el apoyo a los procesos de
incorporación al empleo. Asimismo, los límites de estos cambios
también evidencian los nuevos retos a los que tendrán que
enfrentarse, en el corto plazo, estas políticas. A modo de ejemplo,
tal como propone el último informe de la OCDE (2017), la
inversión en un mercado de trabajo más inclusivo es clave y, para
ello, serán imprescindibles tanto medidas de calidad de empleo y
creación de oportunidades de inclusión para los colectivos más
alejados del mercado de trabajo, como un mayor reconocimiento
de otras actividades de alto valor social.
La precariedad laboral es consecuencia de todas las situaciones
que se mencionaron en este artículo, la informalidad, el pago, la
inseguridad social entre otras; si bien algunas de las normativas
con el tiempo han sido ajustadas; no benefician del todo a los
trabajadores, puesto que no todos se encuentran en el mismo
sector; ni con las mismas posibilidades.
Robert Castel, Gabriel Kessler, Denis Merklen, Numa Murard. (2013):
Individuación, Precariedad, Inseguridad: ¿desinstitucionalización del Presente?
Individuación, precariedad, Inseguridad se trata de un libro editado en cinco secciones,
cada una de ellas escritas por reconocidos sociólogos quienes se convocaron el 01 de
Marzo de 2011 en una conferencia organizada por la Casa Argentina en París. Robert
Castel, Denis Merklen, Numa Murard y Gabriel Kessler focalizan en el tema de la
vulnerabilidad ciudadana del presente, las relaciones productivas en la modernidad y el
rol del riesgo en la vida social de las personas entre los temas más importantes. Si bien a
primera vista, cada explicación parece un tanto contradictora con las restantes, lo cierto
es que una lectura profunda revela todo lo contrario. Cada uno teje pacientemente, en
forma de tela araña, una argumentación específica que aborda aspectos significativos,
pero a la vez deja preguntas abiertas, a la vez que retoma las debilidades conceptuales del
argumento anterior. Gabriel Kessler y Denis Merklen inician la discusión con un capítulo
dedicado al delito, a la percepción de seguridad y al riesgo. Las prácticas delictivas, lejos
de lo que piensa el imaginario social, no se corresponden con sujetos específicos, sino que
cada uno alterna entre actos delictivos y legales, generando una zona de contacto gris o
colateral. El sentido de lo ilegal en el tejido urbano adscribe a una idea de “movilidad
lateral” en donde los grupos jóvenes construyen su propia identidad a través del delito. En
este sentido, es importante entender que existe una brecha entre riesgo real (o
experiencial) de quienes han sido víctimas de un delito, y aquellos quienes perciben una
vulnerabilización mayor. Estos últimos insisten en una cadena de demandas al Estado que
quedan frustradas, insatisfechas y cubiertas por el sector privado. Kessler y Merklen
adhieren a la tesis de Castel sobre la paradoja en la inflación de riesgo. El sentido
impuesto de seguridades en muchos aspectos de la vida se contrasta con un aumento en
el grado de perplejidad que lleva hacia un miedo colectivo. Este capítulo no puede
resolver, más allá de poseer un aparto erudito importante, la paradoja de la seguridad,
pero sienta las bases para discutir hasta qué punto el delito no alimenta discursos
arquetípicos de corte político. Siguiendo este razonamiento, Kessler y Merklen aducen
que el riesgo, lejos de ser una categoría objetiva, permite una negociación entre los
actores con el fin de crear atmósferas colectivas. Lo que es seguro para un grupo no lo es
para otro. La inseguridad denota los límites simbólicos de la propia territorialidad y
corporalidad. Por el contrario, Robert Castel afirma que el riesgo debe ser tomado
seriamente como una cuestión a combatir. Famoso por su paradoja de la seguridad, es
Castel quien parte del supuesto contrario a la tesis de Kessler y Merklen. Si el riesgo es
una cuestión discursiva, ¿cómo se lo puede combatir?, precisamente por discursivo el
riesgo crea narrativas apocalípticas que paralizan a la sociedad. En perspectiva, Castel
explica que el cientista social se abre camino a una paradoja por medio de la cual; las
sociedades modernas se desarrollan en climas de estabilidad respecto a peligros que ya
han sido dominados, pero que en esa estabilidad experimentan un proceso de inflación
del riesgo, en donde los miedos afloran por doquier. El clima constante de inseguridad
resulta de la imposición europea del “principio precautorio, el cual subraya en la
necesidad de intervención antes que el riesgo haga su aparición en la comunidad.
Segundo, es muy importante identificar los riesgos para crear las tipologías necesarias con
el fin de comprender sus causas. Caso contrario, la sociedad entraría en un sentido auto
impuesto de terror. Estos tipos pueden clasificarse en tres:
a) Riesgos sociales, entendidos como aquellos aspectos que no dependen de la autonomía
del sujeto, como ser el desempleo.
b) Población de riesgo, categorías establecidas para marcar que factores pueden coadyuvar
en determinada patología social. El grado de marginalidad puede ser un factor de riesgo
para llevar a cierto grupo a la delincuencia.
c) Nuevos Riesgos, Entendidos como categorías vinculadas a peligros ecológicos en donde la
seguridad global está en juego
Concuerdo totalmente en la postura que tienen los autores Gabriel Kessler y Denis
Merklen, un gran crecimiento a la inseguridad ha sido a causa de la precariedad laboral;
por mencionar una población que sea mas vulnerable para caer en la delincuencia;
considero que los jóvenes. Puesto que se encuentran en una etapa donde desean
encontrar un trabajo soñado y al no hacerlo deciden entrar a cualquier actividad que les
brinde dinero.
Castel considera que el principio precautorio es anticientífico por naturaleza y previene el
progreso tecnológico. Su posición aboga por la tesis de la desprotección laboral. De alguna
u otra forma, las clases trabajadoras perciben mayores riesgos en la actualidad debido a la
“desprotección” que ha producido el abandono del estado de bienestar, y toda la
seguridad jurídica y laboral obtenida hasta la década de los ochenta. La modernidad tardía
ha erosionado el horizonte de estabilidad del trabajador respecto a la protección social, a
sus potenciales accidentes, enfermedades o todo daño que pudiera sufrir a futuro. Las
diferentes políticas del estado neoliberal en conjunto con la flexibilización laboral han
generado una precarización que es funcional a la “inflación de riesgos”. Nadie sabe qué va
a pasar, mucho menos si podrá mantener su fuente de trabajo. Si bien la postura de Castel
es elocuente acorde a las contradicciones discursivas de las demandas de seguridad en
todo el mundo, y en las respuestas inexistentes del estado, no menos cierto es que no
existe un abordaje sobre el rol del proceso de “individualización” en su argumento. Si
partimos hacia estructuras más atomizadas, ¿por qué la ciudadanía cada vez está más
preocupada por riesgos globales como el cambio climático, o la energía nuclear? Este
punto será retomado en forma brillante por Denis Merklen, quien sugiere que las
instituciones sociales no han desaparecido, ellas fueron diseñadas para crear “nuevas
subjetividades”. Se educa al hombre moderno para ser artífice de su propio destino, los
riesgos hablan de su habilidad como trabajador. Se impone una movilidad como necesidad
aparente que lleva al trabajador, en constante competencia, a controlar su propia
biografía. A diferencia de otras épocas, hoy se eligen aquellos aspectos que hacen a la
subjetividad y a la construcción biográfica. Cada uno elige cuando ser padre, cuando
terminar los estudios, cuando casarse etc. El futuro queda determinado por la autogestión
individual. El sujeto, y ya no la sociedad, es gestor de su propio ser.
Todo lo malo que sucede, es responsabilidad del propio ciudadano, el cual no supo prever
a tiempo su padecer. Desde esta perspectiva, riesgo por un lado e individuación por el otro
parecerían dos caras de la misma moneda. Merklen reconoce que el riesgo genera lazos de
legitimidad específicos, y un reconocimiento a quien puede controlarlo. Empero, esta
nueva forma de construir lo individual no amerita mayores libertades, sino todo lo
contrario. Cada ciudadano queda atrapado entre la inmovilidad y la desprotección del
riesgo. Sólo aquellos quienes tienen un capital suficiente para movilizar sus recursos
pueden beneficiarse del proceso de subjetivación. Lejos de homogeneizar las conductas
subjetivas, la misma subjetividad crea jerarquización. A diferencia de Beck, Merklen
considera que la posmodernidad genera grupos humanos mucho más desiguales que “la
modernidad industrial”. Sobre este tema volveremos en las líneas siguientes porque
representa el punto de unión que permite comprender la paradoja de Castel.
Si bien es cierto todos estamos creando nuestro futuro; hay gente que no cuenta con los
mismos privilegios u oportunidades; la falta necesidad de cubrir las necesidades básicas
cada día aumenta y el poder subsistir para algunas personas aún es muy carente.

Por último, pero no por ello menos importante, las últimas dos secciones se encuentran
estructuradas para discutir el problema del “ciudadano indeseable”, aquel que se presenta
como un actor riesgoso pero necesario para el estatus quo. Kessler explora las dicotomías
e imposibilidades del delito urbano argentino, mientras Murard y Lae explican que la
masificación de la pobreza resulta de la descomposición de la misma industrialización
urbana. Aquellas zonas marcas por el trabajo industrial, son hoy reductos de pobres
marginados y relegados del consumo masivo. Se abre una clasificación discordante entre
el mendigo, el bandido y el buen trabajador. Si el primero no mantiene los mínimos
recursos para su propia subsistencia, el bandido dialoga en posición, pero
complementariamente con el orden económico. El “buen trabajador” es el fiel arquetipo
del mundo consumo. Pero las tres tipologías se encuentran atravesadas por la
“disgregación familiar”, por la descomposición del lazo social tan ampliamente discutido
por los padres fundadores de la sociología. Por el contrario, Kessler retoma su
argumentación inicial considerando al delito en tres periodos principales, las décadas del
setenta y ochenta, el neoliberalismo de los noventa y del 2002 en adelante. Su tesis
central apunta a que la delincuencia no puede comprenderse haciendo uso exclusivo del
material bibliográfico en materia criminológica, es decir en las expectativas psicológicas
del criminal. Por el contrario, Kessler sugiere que el delito es consecuencia no solo de los
cambios estructurales en los mercados de trabajo, sino además en la forma en que el
ciudadano experimenta la privación y los medios para abrirse hacia el consumo. Retoma,
aun sin hacerlo expreso, los viejos paradigmas dukheimianos por medio de los cuales se
entendía al delito en relación directa y dialéctica al precio de la mercancía producida. En
este sentido, el libro ofrece al lector una respuesta sólida al problema de la precarización
laboral como así también a las cuestiones vinculadas a la percepción de seguridad, empero
deja algunas partes inconclusas, como por ejemplo una explicación a la paradoja
formulada por el mismo Castel respecto a que la inseguridad percibida es proporcional a la
seguridad real. Los autores que conforman esta valiosa edición describen una realidad en
forma convincente, aun cuando sigue faltando una explicación total del problema del
riesgo. Nuestra reseña intenta explorar las diferentes contradicciones a la hora de definir y
explicar el riesgo. Desde su formulación, la escuela de sociología francesa ha considerado
al riesgo un elemento discursivo, el cual con fines políticos o no, expresaban una situación
siempre negociada. Esta idea conocida como “paradigma constructivista pronto prendió
también el mundo anglosajón, sobre todo en la antropología cultural de Mary Douglas, en
la sociología de Anthony Giddens o en la filosofía de Zygmunt Bauman (Douglas y
Wildavsky, 1983; Giddens, 1991; Lash y Urry, 1998; Bauman, 2008; Virilio, 2007). Como
Kessler, muchos analistas han supuesto que las ciencias sociales anglosajonas prefieren
investigar riesgos globales. En realidad, el pensamiento anglosajón no aboga por explorar
riesgos abstractos y globales, sino que comprende al fenómeno como una cuestión
sistémica. En oposición a esta forma de pensar, otro grupo de investigadores formularon
la idea que el riesgo configuraría situación predecible estadísticamente, y que, por ese
motivo, quedaría sujeta a la razón. No es importante distinguir entre riesgo y miedo pues
ambos denotarían la falta de decisiones racionales que compensen los costos con los
beneficios. En realidad, el descontrol denunciado por Ulrich Beck de la sociedad del riesgo,
no se daría por las explicaciones dadas por los constructivistas, sino por aceptar todas las
demandas de la ciudadanía (populismo) y no clasificar los problemas de manera eficiente.
(Sunstein, 1996; 2005; 2006; Alexander, 2008). Conocidos como “objetivistas, este grupo
ve en el riesgo una realidad expresada en probabilidades. Conocer y anticiparse a esos
eventos futuros, es la mejor forma de proteger a la sociedad. En términos filosóficos, a
pesar de la percepción, el peligro puede llevar a una persona a la muerte, y no existe otra
realidad que pueda ser cuestionada. Ciertamente, tanto el paradigma constructivista
como el objetivista no han dialogado y parece difícil que lo hagan algún día. Por ese
motivo, nuestra postura intenta ir por un camino alternativo reconociendo las
particularidades semióticas del riesgo, pero también su categoría existencial. En principio
que algo sea matemático no significa que no sea discursivo, de hecho, las matemáticas son
definidas como un lenguaje. Por otro lado, uno se pregunta, ¿puede la caída de un avión
ser un riesgo objetivo para un pasajero?, ¿qué posibilidades tiene ese pasajero de evitar el
colapso? Niklas Luhmann establece que el riesgo no puede existir sino a través de una
ganancia previa. El sujeto debe percibir cierto beneficio para el cual debe disponer de una
decisión. Cualquiera sea la opción, el sujeto reconoce que su decisión adquiere efectos
sobre él, pero tiene la posibilidad de evitarlos, o cree hacerlo. Un ataque terrorista o la
caída de un avión, lejos de significar un riesgo para la víctima, representan peligros o
amenazas. Éstos últimos, a diferencia del riesgo, se caracterizan por ser ajenos a la
voluntad del sujeto, pues no se ubican en el “principio de contingencia”. Agrega Luhmann,
por regla general, quienes producen riesgos nunca aceptan o afrontan las consecuencias
(Luhmann, 2006). Se anula en este argumento la necesidad de encumbrar en la percepción
del sujeto la razón del riesgo. Éste no existe porque el sujeto lo perciba. Un avión puede
caerse porque el fabricante tomó el riesgo de abaratar materiales de fabricación para
aumentar su ganancia, pero toda esta maquinación permanece fuera del horizonte
cognoscible del pasajero. El riesgo exclusivamente atribuible al cuarteador o compañía
aeronáutica, produce una víctima, el pasajero. A pesar del daño, no existe posibilidad para
la víctima de adelantarse a su futuro, no puede prever ni configurarse así mismo el riesgo
consecuente (Luhmann, 2006; Korstanje, 2010b). Por su parte, A. Giddens (1991) critica a
Luhmann no tomar en cuenta que, en la modernidad, todos decidimos, incluso aquellos
que eligen no elegir. El sujeto, en esto coincide Giddens con Luhmann, no tiene total
conocimiento de los riesgos producidos por el sistema moderno capitalista. Como no sabe,
debe entregarse a la fiabilidad que le da la confianza necesaria para mantenerse dentro
del sistema. Caso contrario la sociedad colapsaría. El riesgo no se genera porque el sujeto
sabe y decide, sino porque decide conferirle a otro su seguridad. En consecuencia, dos
elementos son de capital importancia para mitigar los riesgos, la cadena de expertos y los
seguros. Ello no significa que Giddens suponga que el riesgo es probabilístico como
asegura Kessler, sino todo lo contrario. Porque decide confiar que el avión no se va a caer
(asesorado por su agente de viajes), asume el riesgo del evento (en este caso una tragedia
aeronáutica). Empero quien observa la tragedia por los medios de comunicación asume el
riesgo como forma personal y contrata un seguro de viajes. Por demás, si la falla fue
humana, no es posible aducirle objetividad probabilística al evento. En otros abordajes,
Maximiliano Korstanje y Geoffrey Skoll advirtieron que Beck y Giddens no equivocaron
sustancialmente sus respectivos diagnósticos, pero mostraron sólo una parte del
problema. El riesgo en tanto mecanismo de adoctrinamiento político se encuentra anclado
en un futuro, que puede o no suceder. El seguro absorbe el riesgo siempre y cuando se
contrate antes que el mismo tome forma. Es decir, que existe una relación directa entre
riesgo y sistema económico productivo. Cada sociedad produce sus propios riesgos.
Mientras en Medio Oriente, el miedo principal radica en la condenación eterna del alma,
en Occidente el ciudadano siente terror ante la muerte (sobre todo la muerte de los
propios hijos). Dependiendo de que puede ser aceptado o prohibido, ambas estructuras
económicas, por diversos caminos, replican sus propios arquetipos. Funcional al estatus
quo y a sus modos de producción, los antropólogos posmarxistas agregan que todo riesgo
se desprende de una narrativa ideológica que legitima la producción y circulación de
bienes en un sentido. La valoración de ciertos bienes como masivos depende de otros que
no pueden ser comercializados por su extraordinario valor. Al hacerlo, el valor de los
bienes a comerciar (intercambiar) baja para alcanzar la masividad, es decir llegar a la
mayor cantidad de ciudadanos. Solamente este proceso de distribución es posible, si la
sociedad se reserva el monopolio de un “bien inalienable” cuyo valor (por exclusivo) es tan
grande que no puede ser comercializado. Un segundo circuito de intercambio, exclusivo y
restringido legitima un circuito generalizado y masivo. El riesgo como construcción
normativa y semántica regula las condiciones de existencia de ambos circuitos
económicos. Porque el riesgo no es un peligro a mitigar, sino la condición misma de la
sociedad por medio de la cual ella puede estratificarse, es que (como observa Castel) todo
el esfuerzo puesto para mitigar un riesgo, no solo es fútil, sino genera la acción contraria.
Emile Durkheim había visualizado con claridad un indicio cuando propone una relación
directa entre crimen y valor de la propiedad.
Las joyas de la Corona británica expuestas en un Museo son invaluables, y porque lo son,
permiten que otros bienes de indumentaria puedan ser intercambiables (Weiner, 1992).
Como el tabú en las sociedades primitivas, el riesgo permite conferir valor a determinados
bienes generando intercambios y formas económicas específicas. Cuando se crea un bien
inalienable, su presencia queda cubierta dentro del formato de intercambio formal, es
decir en el mercado, empero su valor simbólico es suficientemente influenciable para
sustentar el mercado mismo. ¿Quién puede vender las joyas de la realeza?, ¿Qué mercado
puede pagar por esas joyas? El principio por el cual toda la sociedad se estructura
asimisma queda condicionado por los bienes inalienables. Por ejemplo, el calentamiento
climático, tema candente y de reciente actualidad, es para los analistas un riesgo. Empero
a pesar de todos los esfuerzos, existe un fetiche por el cual la cantidad de carbono se
triplica año a año (Hamilton, 2012; Giddens, 2009). Korstanje y Skoll explican que el
calentamiento global como discurso permite monopolizar las reservas de petróleo en
pocas manos, asegurando la producción en serie de nuevos vehículos que llegan
masivamente a las poblaciones de todo el mundo. Generando menos disputas que
permite hacer eficiente las reservas ya mermadas del preciado “oro negro”. Caso
contrario, todos pujarían por acceder a una porción de los hidrocarburos dejando a todos
sin nada. El mercado como construcción regula la extracción de petróleo, pero limita las
posibilidades o la entrada de nuevos oferentes. Entonces, podemos afirmar que el riesgo
habilita la producción masiva de vehículos (bien alienable), porque el petróleo es reducido
(inalienable). La misma explicación aplica para otros riesgos como el terrorismo, donde el
canal de armas masivas (bien inalienable), permite la producción de armas domesticas
(alienable). El riesgo anclado en un futuro permite movilizar los recursos en el presente. En
este sentido, Giddens y Beck equivocan el camino cuando afirma que la “sociedad del
riesgo” homogeniza a los ciudadanos destruyendo y reciclando sus instituciones (lógica
reflexiva). Como bien advierte Merklen, el riesgo abre camino a una nueva jerarquización
donde quienes tienen recursos entablar programas de contención se ponen por sobre
quienes sólo se limitan a sufrir las consecuencias de decisiones que se toman en otros
círculos. Se da una relación directa entre la percepción de los riesgos y la posición socio-
económica del grupo. Beck no observa de hecho que sectores pasivos como jubilados o
retirados perciben menores riesgos que los económicamente activos. Aun cuando la
reflexibilidad exista, la contratación de seguros a cambio de diversas cuotas de capital
aduce a que la sociedad del riesgo ostenta un grado de desigualdad mayor que la
industrial. Partiendo de la base que el valor de la mercancía marcaba la cadena productiva
fordista industrial, las sociedades posmodernas se estructuran acorde a la habilidad y
capacidad de cada grupo en identificar, aislar y mitigar los riesgos. Este mecanismo
diferencial sugiere que a diversos riesgos diferentes son las formas de adaptación. La
jerarquización del grupo dependerá del estatus conferido y de la exclusividad de producir
seguridad Como el tabú, el riesgo y/o miedo es parte inherente de toda sociedad para
mantenerse unida. (Castel R. , 2013)
Informalidad y precariedad laboral en el Distrito Federal. La economía de
sobrevivencia
Roberto Bonilla Rodríguez
La sospecha de la participación de la economía mexicana en los circuitos globales
de producción, la comercialización y finanzas, iniciada en los años 80, se
caracteriza por una recesión permanente.
Hay muchas interpretaciones diferentes de esta economía paralizante son las
siguientes, se cree que este es el resultado de un proceso de reforma económica
basado en la buena gobernanza y la flexibilidad del mercado. La obediencia al
sistema empresarial estadounidense y las políticas de estabilidad neoliberal que
han surgido en el México.
Estas condiciones económicas tienen como corolario el aumento de la
desigualdad social en México, particularmente de la pobreza; la cual se
acepta, en el discurso oficial, como un hecho innegable y cuya persistencia
desde hace décadas ha obligado a la aplicación de programas para
contrarrestarle, pero en cuya retorica se disfraza que el aumento de la
pobreza no se ha detenido y que sólo se le mitiga, haciéndole con ello
funcional a las fuerzas económicas, políticas y sociales dominantes.
(Roberto Bonilla, 2015)
México no deja de presentar el entorno urbano un entorno donde se ve
influenciado la toma de decisiones y poderes mundiales. Esta situación afecta el
clima del país en términos de crecimiento poblacional, reducción de la actividad
industrial y descentralización y aumento de la desigualdad en la industria terciaria,
especialmente en el sector laboral.
En América Latina, desde un enfoque económico-estructural, la desigualdad
y polarización social ha resultado en la emergencia de economías
alternativas de la población que ha sido relegada de los circuitos formales
de la ocupación y funcionamiento de la economía nacional, y por supuesto
mundial,6 sobre todo, después del abandono de políticas de intervención
del estado benefactor con el cambio al modelo económico neoliberal y de
las reformas para instituir las reglas del trabajo flexible y la subocupación.
(Quijano, 2015)
Por otro lado, desde el punto de vista social, introduce la debilidad del aislamiento
social y como indicador de desigualdad económica y social en diferentes grupos,
ciudades. Tanto en México es uno de los países con el salario mínimo más bajo y
ha tenido pocos incrementos desde hace décadas.
Siendo la economía de la vida demuestra el hecho de que el sistema está
diseñado con base a factores de riesgo combinados para construir el orden social
en la vida cotidiana y en diversas áreas urbanas.
Esta estructura laboral ya no sólo se refiere al sector informal, sino que ahora
incluyen actividades que se realizan fuera de este sector en condiciones también
informales. A estas actividades económicas se le denomina informalidad laboral.

En cuanto a los micronegocios con establecimientos, se podría destacar el


comercio y los servicios que ocupan de 1 a 5 personas, ya que en estas
condiciones es factible la informalidad y precariedad laboral en actividades como
la elaboración de comida, los servicios de aseo personal, los talleres automotrices
y de reparaciones artículos del hogar. (Roberto Bonilla, 2015)
Informalidad y precariedad laboral en México, 2005-2013
Población en 2005 2013 2005-2013
edad de trabajar
Número % Número % Variación TC
(14 años o más)
Económicamente
44588057 58.3 52675784 59.6 8087727 18.1
activa
No
económicamente 31866926 41.7 35650292 40.4 3783366 11.9
activa
Total 76454983 100 88326076 100 11871093 15.5
Población ocupada
Ocupación formal/
15189684 35.2 18058176 35.9 2868492 18.9
1
Ocupada en
25854103 59.9 29561735 58.8 3707632 14.3
informal laboral/ 2
Sector Informal 12255757 47.4 14023211 47.4 1767454 14.4
Fuera de sector
13598471 52.6 15538749 2.6 51940278 14.3
Informal
Total 43193116 50243443 7050327 16.3
Población desocupada
Desocupada 1394941 3.1 2432291 4.6 1037350 74.4
Disponible 4688706 10.5 6339469 12.0 1650763 35.2
Total 6083647 13.6 8771760 16.7 2688113 44.2
Población con ocupación precaria
Subocupada 2740171 6.3 4105581 8.2 1365410 49.8
En condición
5747276 13.3 5990023 11.9 242747 4.2
críticas
Ocupada
2561848 5.9 3546053 7.1 984205 38.4
parcialmente
Total 11049295 25.6 13641657 27.2 2592362 23.5
Fuente: (Roberto Bonilla, 2015); INEGI, Encuesta Nacional de Ocupación y
Empleo, ENOE, cuarto trimestre de 2005 y 2013, (consulta varias fechas de
marzo-julio de 2014), disponible en:
[http://www3.inegi.org.mx/sistemas/infoenoe/default_conapo.aspx?
s=est&c=26227&p=].
En cuanto a los micronegocios con establecimientos, se podría destacar el
comercio y los servicios que ocupan de 1 a 5 personas, ya que en estas
condiciones es factible la informalidad y precariedad laboral en actividades
como la elaboración de comida, los servicios de aseo personal, los talleres
automotrices y de reparaciones artículos del hogar. (Roberto Bonilla, 2015)
El entorno para prepararse para este colapso económico y convertir la situación en
un problema muy difícil de resolver en el corto plazo mediano plazo, se puedan
crear los empleos formales necesarios y suficientes, así como que efectivamente
se eleven sustancialmente los salarios mínimos. Y a su vez los trabajos informales
que mantienen a los ciudadanos ocupados día a día para tener un sustento digno.
Precariedad laboral en América Latina: contribuciones a un modelo para
armar
Dasten Julián Vejar
Desde los años ochenta se ha venido un fenómeno mundial especialmente en
América Latina donde se habla acerca de la precariedad laboral que ha
permanecido por décadas donde afecta a las relacione sociales y la
restructuración productiva.
El empleo precario, entendido como las prácticas y condiciones en que se
desarrolla un vínculo salarial dependiente en un mercado laboral específico,
que se sintetiza en la categoría de precariedad laboral.
El trabajo precario, que se define como la heterogeneidad de relaciones,
sentidos y actividades de producción y reproducción social vinculados a
bienes tangibles o servicios intangibles, dentro de dinámicas salariales o
fuera de estas. (Vejar, 2017)
En América Latina se propone unas propuestas donde tomas las categorías de la
política, la económica y la cultural donde se puede ver beneficiada a la sociedad.

La precariedad es poner el contexto histórico y social como elemento


central de referencia, antes que la carga teórica y analítica de otras
tradiciones sociológicas. Este hecho genera un debate localizado y situado,
que supone una interrogante a la sociología del trabajo sobre su propia
conceptualización y una crítica a los enfoques metodológicos que han
operacionalizado normativamente la precariedad laboral. (Vejar, 2017)

Este cambio está relacionado con la formación del gobierno, que el autor describe
como "proletarios que son difíciles en términos de condiciones de trabajo y falta de
derechos de los trabajadores".

En la América Latina el autor Autunes define como metamorfosis donde promueve


la flexibilidad laboral y la implementación de la lógica empresarial donde se
pretende eliminar las irregularidades laborales.
Este diagnóstico habla de las características que asume el conjunto del
metabolismo social, preocupación que guía la obra del autor, en cuanto a
las transformaciones del trabajo en el capitalismo contemporáneo. Acerca
del ejercicio y la definición de la precariedad laboral, esta perspectiva trata
de conectar esa dimensión con la morfología de una nueva clase
trabajadora en el continente desafíos, teóricos, políticos y científicos. (Vejar,
2017)

Otro de los autores llamado De la Garza, en Más allá de la fábrica, que son
citados en el escrito de Dasten Vejar; menciona que uno d ellos factores
primordiales son los sujetos laborales, y que durante las últimas décadas las
ocupaciones modernas son de que existen pocas ocupaciones modernas bien
remuneradas.
El aporte de la propuesta teórica del autor De la Garza, para nuestra
localización de la precariedad del trabajo en América Latina, subraya que la
necesidad de pensar la precariedad laboral en el crisol de la amplitud del
concepto trabajo. (Vejar, 2017)
Algunos de los elementos de la precarización de empleo deben de comprender la
acción social dentro de las identidades colectivas, y bien la precariedad puede
operar como un campo social complejo con algunas de sus dimensiones que son:
- Laboral
- Salarial
- Institucional

Esta tendencia fue promovida por el aumento de la vulnerabilidad de la


seguridad y la protección social, así como de la generación de una matriz de
riesgo e incertidumbre en la organización y la cohesión social. Estos
fenómenos fueron parte de un modelo de sujeción en la división del trabajo a
nivel global, que se concretaron en la llamada "crisis de la sociedad salarial": la
transnacionalización de la economía, los modelos de flexibilización laboral, el
hundimiento de las políticas de bienestar social, el crecimiento de la
desocupación y la pérdida de seguridad/estabilidad laboral en las periferias.
(Vejar, 2017)
Al mismo tiempo, este proceso se ha convertido en el pilar principal de
comercialización (en promedio) del proceso original de desarrollo del proyecto
moderno. Por ello, la precariedad puede ser entendida, en este contexto, como la
inducción de condiciones de desasegura miento y desprotección social -junto con
un golpe al imaginario político colectivo- y como la institucionalización.
Por tanto, en el contexto latinoamericano, este tipo de desempleo es fundamental
para el intento de comprender el texto de las ciencias sociales y el significado de
las relaciones de poder. Finalmente, para comprender las complejidades de
América Latina, es importante examinar la historia y disponibilidad.
La precariedad en el trabajo, la estructura y la diversidad se define como el
entorno físico en un entorno complejo y multifacético con estrategias de
afrontamiento social que abarcan la población en general, la historia de vida y las
recreaciones.
En este sentido, la precarización ramifica su conceptualización hacia distintas
vertientes que se han consolidado a través de la reestructuración productiva, la
reforma de los sistemas salariales y las relaciones laborales.

Precariedad, Precariado y Precarización. Un comentario crítico desde


América Latina
Hernán Cuevas Valenzuela
El término precario deriva del latín precarius, que se refiere a aquello que se
obtiene por medio de la petición, la súplica y el ruego. En el derecho
romano, precarium era un tipo de contrato en que el beneficiario arrendaba
un bien que podía ser reclamado de vuelta por el dueño en cualquier
momento. Se trataba, por lo tanto, de un arriendo relativamente inseguro,
pues el arrendador estaba sometido en todo momento al riesgo del reclamo
del bien por parte del propietario. (Cuevas, 2015)
Por su parte, el término precariado es una conjunción de las palabras precario y
proletariado, crecimiento del precariado es el resultado de dos procesos
revolucionarios: la globalización y el neoliberalismo crecimiento del precariado es
el resultado de dos procesos revolucionarios: la globalización y el neoliberalismo.
La flexibilidad salarial, referida a la posibilidad de ajustar el precio de la
mano de obra según los cambios de la demanda de trabajo.
La flexibilidad de número, la que se refiere al empleo a la capacidad de
contratar o despedir trabajadores sin mayores costos para la empresa
La flexibilidad funcional, que se refiere a la discrecionalidad de la dirección
de las empresas para organizar el trabajo, cambiar la estructura de la
empresa y las funciones de los trabajadores.
En cuarto lugar, está la flexibilidad entendida como la capacidad de la
dirección de las empresas para definir con relativa soberanía las
competencias y habilidades requeridas por sus trabajadores
La inseguridad causada a nivel macro en el mercado del trabajo debido a la
carencia o debilidad de políticas de pleno empleo, que afectan las
oportunidades de obtención de un salario suficiente.
La inseguridad causada por la fragilidad de los sindicatos y/o las
restricciones al derecho de huelga que disminuyen la capacidad de
representación y negociación colectiva de los trabajadores en el mercado
del trabajo.
La inseguridad producida por la ausencia o debilidad de la protección contra
accidentes de trabajo y enfermedad, o por las insuficiencias de las
regulaciones de la seguridad, higiene y condiciones de salud en el lugar de
trabajo.
La inseguridad provocada por la falta o insuficiencias de regulaciones,
protecciones, y garantías estatales referidas a los derechos
socioeconómicos de las personas. (Cuevas, 2015)
A partir de ello, se genera una propuesta de sistematización y de diálogo entre
estos diversos enfoques para identificar las condiciones que expresan la
particularidad de la realidad social latinoamericana en relación con el fenómeno
del trabajo. Se incorporan los debates con respecto a la informalidad, la
marginalidad y el trabajo autónomo, así como la colonialidad, el racismo,
el patriarcado, la esclavitud y el trabajo forzoso, para dar cuenta de los nudos
temáticos que permiten integrar una visión multidimensional de la precariedad.
La simplificación del trabajo permite expandir el equilibrio de la vida humana en las
olas del capitalismo, lo que se traduce en menos tiempo, destruye la capacidad
humana y moral, reduce el poder de las personas sobre sus vidas.
la precariedad laboral más que una excepción o una realidad emergente en
tiempos recientes, parece haber sido una característica constante del desarrollo
desigual combinado en el capitalismo y que afecta a buena parte de las categorías
ocupacionales del heterogéneo mercado laboral.
Precariedad de la sociedad, segmentación de la política social: El caso de
México.
En los últimos años se ha reducido mucho el crecimiento económico y,
sobre todo, el acceso a un trabajo digno. De acuerdo con el Consejo
Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, en 2010 52
millones de mexicanos, de un total de 112,5 millones, vivían en situación de
pobreza. La Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares arrojó
por su parte que la pobreza alimentaria se incrementó entre 2008 y 2010,
pasando de 20,2 millones de personas a 21,2 millones (Dautrey, 2013).
Dado a lo anterior, se dio un incremento en la pobreza extrema, afectando de
manera directa a las familias en esta situación, donde no tienen recursos para
siquiera cubrir la canasta básica; lo mismo aumento la pobreza de capacidades,
afectando a aquellas personas que no pueden pagar un a renta, no pueden cubrir
servicios como salud, vestido, transporte, etc. Más de la mitad de los municipios
del país se registraron afectados.
Existe una relación importante entre los Tratados de Libre Comercio y la pobreza,
ya que con su entrada en vigor hubo un aumento en la pobreza en el sur, centro y
norte del país, donde México es de los que más tratados de libre comercio ha
firmado a nivel mundial. En definitiva, existe una correlación entre pobreza,
desigualdad y crecimiento económico. La segunda no sólo incide en la primera,
sino que mina el crecimiento. A su vez, de ser reducido este no aminora la
pobreza (Dautrey, 2013).
Debido a la precariedad laboral, ha aumentado mucho el sector laboral informal
donde se integra la mayoría de microempresas que salieron del sistema formal,
los repartidores a domicilio, vendedores ambulantes y personas desempleadas
que se dedican a realizar “chambitas”, pequeños trabajos eventuales. Se trata de
entidades o personas que no son registradas y no pagan impuestos (Dautrey,
2013).
El sentido de la informalidad abarca diferentes aspectos, como los empleados que
trabajan en establecimientos donde no les brindan las prestaciones de trabajo de
acuerdo a la ley y dueños que evaden impuestos.
La informalidad representa una salida a la incapacidad de la economía
mexicana de generar suficientes empleos formales (de unos 8 millones de
inactivos esperando incorporarse al mercado laboral, cerca de 10 millones
de trabajadores intentarán entrar en los próximos años (Dautrey, 2013).
Esta precariedad ha aumentado especialmente en el agro, donde cuatro de cada
cinco empleados son eventuales, sobre todo en tiendas departamentales como
Walmart, donde los empleados tienen una larga jornada de trabajo y su salario es
deplorable, así como también hay un aumento de personas en el comercio
minorista. El diminuto salario mínimo perdió entre 70 y 80 por ciento de su poder
adquisitivo en las últimas dos décadas, con este cambio, hasta hace unos años,
las personas eran pobres al no tener un empleo, desde entonces se puede tener
una ocupación y vivir de ello, algún oficio aprendido a través del empirismo,
muchas veces viviendo con carencia tanto económica como prestaciones de ley,
al ser independientes y aún más al no tener estudios suficientes para tener una
mayor preparación ante la sociedad empleadora (Dautrey, 2013).

Dentro de las prestaciones de un trabajador incluye la protección social, la cual se


expandió mucho en los años 1940-1970 cuando México experimentó un
crecimiento económico sostenido con estabilidad de precios y generación de
empleos en el sector formal, donde el estado postrevolucionario empezó a crear
sistemas de pensiones. Los primeros en recibir este beneficio fueron los
empleados del sector privado formal con la creación del IMSS (Instituto Mexicano
del Seguro Social) en el año 1943, posteriormente en el año 1959 se les otorgo el
beneficio a los trabajadores del estado de carácter público, con la creación del
ISSSTE (Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para Trabajadores del
Estado), después de estos cambios en beneficio de los trabajadores, iniciaron
otras categorías como la protección de seguridad social particular a trabajadores
de Petróleos Mexicanos, para universidades, fuerzas armadas, para ex
presidentes y ex magistrados (Dautrey, 2013).
Los anteriormente mencionados figuraban en el sistema de seguridad superior,
pero en el inferior, también llamado “para la población abierta”, o sea para la
población pobre, cubría a todas las personas que no figuraban en las categorías
anteriores, para ellos fueron creados los centros de salud del IMSS-Coplamar, un
programa asistencial para los más necesitados. Entre ambos niveles existen los
intermedios donde figuraban los trabajadores sindicalizados, en esta cuestión otra
de las desigualdades sociales estuvo en la infraestructura de los centros llegando
más rápido y brindando mejor atención en las zonas urbanas y llegando con
lentitud a las zonas rurales.
Otra de las ventajas fue el sistema de pensiones, se manejó un sistema donde
contaban los años que la persona había laborado y esto era acumulado para
beneficio en su vida adulta mayor, donde existía una jubilación y recibía el
trabajador o trabajadora una remuneración mensual por los años que estuvo
laborando en su edad productiva.
En el año de 1995, ante el crecimiento del número de pensionados y el cambio en
la relación de éste con el número de trabajadores en activo que cotizan, el
gobierno optó por privatizar parcialmente el IMSS, siendo gestionado por
administraciones privadas, en este caso AFORE (Administración de Fondos para
el Retiro), de igual modo el ISSSTE en el año 2007. Para ello, se redujeron las
prestaciones del ISSSTE e incrementaron la edad de jubilación a 60 años para las
mujeres y 65 para los varones, así como la duración de servicio necesaria para ser
derechohabiente (Dautrey, 2013).
Otro factor importante fue la focalización de los programas de asistencia social por
parte del gobierno, dirigidos a la población pobre, los más desprotegidos,
brindándoles atención con la creación del Seguro Popular y otros programas de
asistencia, como el apoyo a personas del campo, el abasto social de leche de
conasupo, desayunos en las escuelas y el programa “Prospera” después conocido
como “Oportunidades”, el cual ha sido el más importante de todos en la historia,
brindando apoyo a muchas personas, sin embargo, de acuerdo con la misma
Secretaría de Desarrollo Social no ha podido sacar de la pobreza a nadie
(Dautrey, 2013).
En México, el insuficiente crecimiento económico no genera bastantes empleos
formales y contribuye al estancamiento de los salarios, como consecuencia,
crecieron la pobreza endémica y la precariedad laboral. La priori dad al mercado,
apoyada en el neoliberalismo. El estado no busco una estrategia para todas las
capas de la sociedad, sino que solo se centró en algunos aspectos (Dautrey,
2013).

Formas, percepciones y consecuencias de la precariedad


Existe precariedad cuando la trayectoria laboral del trabajador no le permite
consolidar un nivel de ingresos, una profesionalidad, una estabilidad en el empleo
que posibiliten planificar el futuro e integrarse en la vida social de manera
adecuada. Esto se trata de situaciones de vulnerabilidad que viven muchos
trabajadores, y que se ven afectados muchas veces por políticas de la misa
empresa donde laboran, al no sentirse participes de sus derechos dentro del ligar
donde laboran (Cano, 2004).
Por otro lado, la precarización es un proceso histórico con un significado de
pérdida de bienestar de los trabajadores como individuos, pero también tiene un
sentido colectivo en términos de clase, de vulnerabilidad creciente del trabajo
frente al capital y de cuestionamiento de las formas de regulación que habían
controlado y reducido dicha vulnerabilidad en las sociedades occidentales
industriales (Cano, 2004).
El proceso de la precariedad laboral cuestiona la forma de seguridad social de los
trabajadores, la cual se ve limitada en el mercado de trabajo por el desempleo y la
inserción de los jóvenes a la vida laboral, los cuales sufren con la seguridad d ellos
empleos, ya que a esta población joven se ve afectada por la falta de experiencia
laboral, ofreciendo trabajos temporales, de tiempo completo y sobre todo, mal
pagados; la seguridad en el espacio de trabajo, apegada a las prestaciones de ley,
y por último la seguridad de los ingresos, principalmente por los salarios bajos,
menor protección social y sobre todo sin pensiones de jubilación (Cano, 2004).
La precariedad de la que se haba se puede concretar en diversas formas, la
inseguridad del empleo, la cual es la base de esta precariedad, las
remuneraciones bajas, degradación de condiciones de trabajo e insuficiencia de la
protección social. Cada una de las anteriormente mencionadas, genera
vulnerabilidad y dependencia de los trabajadores, esto nos lleva a que las
dimensiones de la precariedad están presentes en diversos grados y modalidades
Dentro de los niveles de precariedad del empleo, varia significativamente en torno
a la edad, concentrándose en los jóvenes. Si nos regresamos al año de 1987, un
27% de los asalariados tenían menos de 30 años de edad y contaban con un
contrato temporal y en 1997 alcanzó a ser el 61%, y en comparación con la
actualidad, más de la mitad de los jóvenes asalariados tienen empleos temporales.
En este contexto puede decirse que para los jóvenes, sobre todo para los de
menor cualificación, se produce una “naturalización” de la precariedad, concebida
como un elemento transversal del mercado laboral en el que se insertan: la
precariedad para ellos no es solo, ni siquiera fundamentalmente, tener un contrato
temporal, ya que el hecho de tener un contrato indefinido no les parece una
garantía suficiente de estabilidad y calidad del empleo, aspectos que dependen
más que del contrato formal de la voluntad y circunstancias de las empresas
(Cano, 2004).
Esta naturalización de la precariedad en los jóvenes se ha traído desde muchos
años atrás, por el hecho de no tener un título que sustente los conocimientos y
habilidades que se tienen, por esa falta de pruebas y por la necesidad que se tiene
de obtener un empleo, es que las empresas y monopolios de cierta manera se
aprovechan de esta población, muchas veces ofertando trabajos de tiempo
completo en fines de semana con un salario muy bajo y sin prestaciones, o
trabajos de medio tiempo toda la semana pero con las mismas características, un
salario muy bajo y la jornada de trabajo es muy dura. Los jóvenes que llegan a
requerir un empleo han desarrollado vivencias propias de la precariedad laboral,
como un fenómeno global y que es parte de sus vidas, fenómeno que se percibe
como injusto, pero tampoco esta sus manos cambiarlo o modificar esa situación
(Cano, 2004).
Por otra parte, la precariedad representa en las mujeres una especificidad más
allá de la temporalidad, ligada al hecho de que el empleo a jornada parcial se
concentre esencialmente en el colectivo femenino, ya que para las mujeres
jóvenes es más difícil insertarse en un empleo, con solo el 3% ocupado (Cano,
2004).
La extensión de la precariedad laboral se relaciona con las estrategias de
flexibilidad laboral de las empresas en el entorno de las trasformaciones de los
sistemas productivos y de los mercados. Dicha flexibilidad laboral es la que hace
falta y merece una reivindicación total actualmente, debido a que en esta
flexibilidad integraron los contratos temporales, para poder apoyar a los jóvenes,
pero eso no lo es todo, aparte de que no para todos funciona de la misma manera,
tal vez para un joven que aún no termina su carrera universitaria sí, pero no
totalmente porque no les ofrecen puestos donde puedan adquirir experiencia de
acuerdo con su área. Y, por otro lado, a los que acaban de egresar les piden
experiencia mínima de un año para poder entrar y formar parte del equipo formal
de trabajo, adjuntando un contrato temporal, y oferta laboral de áreas que no soy
la suya específicamente.
Las estrategias precarizadoras de gestión de la mano de obra no tienen sólo un
trasfondo de flexibilidad, sino de control de la fuerza de trabajo, se podría derivar
que las empresas pretenden sistemáticamente mantener relaciones coyunturales
con los trabajadores, lo cierto es que están interesadas en una cierta combinación
de estabilidad e inestabilidad de sus plantillas, a la empresa le interesa que la
estabilidad del empleo aparezca como una concesión al trabajador y no como un
derecho de este, ya que de esta manera puede conseguir la lealtad necesaria sin
ceder resortes de poder a la plantilla (Cano, 2004).
En este caso, la contratación temporal juega un papel muy importante con las
empresas, ya que lo utilizan como una forma de control a la fuerza de trabajo, sin
la necesidad de un despido y por supuesto, evitar pagar una liquidación.
El mayor esfuerzo laboral de los trabajadores temporales presiona sobre el ritmo
de trabajo y las condiciones laborales del conjunto de todo el equipo de trabajo,
reduciéndose la necesidad de control directo de la empresa. Por otra parte, los
trabajadores fijos pueden estar muy identificados con los objetivos de la empresa y
ser poco conflictivos, en la medida que perciben su estabilidad como una situación
de “privilegio” concedida por la dirección, se pueden sentir “obligados” moralmente
a compensar a la empresa con una actitud leal y esforzada (Cano, 2004).
Esta vulnerabilidad de los trabajadores temporales cada vez crece más y en parte,
por los mismos trabajadores, debido a la presión que sienten por permanecer en
su puesto, al manejar los contratos temporales, quieren poner empeño en sus
funciones y actividades que realizan para que la empresa les renueve su contrato
cuando este llegue a su término, aceptando realizar actividades que no
corresponden muchas veces a su área, pero con tal de no verse como un
“empleado conflictivo” lo hacen. De esta manera la empresa los controla y ellos
muchas veces no pueden defender sus derechos como trabajadores cuando
llevan poco tiempo de laborar en ese lugar.
En cuanto a la influencia de la precariedad laboral sobre la relación de los
trabajadores con los sindicatos, parece evidente que los trabajadores más
afectados por la inseguridad del empleo tendrán importantes desincentivos a
participar en las actividades sindicales en la empresa, puesto que esa
participación podría marcar al trabajador ante la gerencia con el temido estigma de
“conflictivo” que haría peligrar su continuidad en el puesto de trabajo (Cano, 2004).
Las acciones negativas de los sindicatos se dan debido a que los empleados
temporales, no se sienten con la confianza de expresar sus vivencias, sugerencias
o quejas de la empresa hacia ellos, para no quedar como se mencionó
anteriormente, un “empleado conflictivo”, pero por esta razón es que los sindicatos
muchas veces no sirven de nada, al contrario, benefician mucho más a la empresa
y se sigue perjudicando y pasando por alto los derechos de los trabajadores, para
ello los trabajadores jóvenes son los que actualmente están levantando la voz y
exigiendo sus derechos, ya que a ellos principalmente no se les toma en cuenta
porque entran como pasantes, auxiliares y no los toman como parte de los
corporativos, por falta de experiencia o alguna otra cuestión, barreras que
enfrentan al incorporarse al mundo laboral. Para ello, el desarrollo de nuevas
formas de organización basadas en la eventualidad laboral, con un sentido de
solidaridad más transversal, y la asunción claramente prioritaria de la lucha contra
la precariedad en todos los ámbitos posibles de incidencia es un reto para los
sindicatos (Cano, 2004).

La inseguridad laboral y la salud mental: una revisión meta analítica de las


consecuencias del trabajo precario en los trastornos clínicos

La precariedad laboral es un constructo de reciente tradición en el estudio


de las organizaciones. Sus orígenes se remontan al clima laboral y las
teorías del estrés desarrolladas hace más de cuatro décadas. Los autores
comienzan a entender la complejidad del entorno laboral como la “presión”
que se ejerce sobre el individuo y sus “reacciones”, lo que los lleva
inevitablemente a este primer enfoque de precariedad laboral como
expectativa de pérdida (Llosa, Menéndez, Agulló, & Rodríguez, 2018).
Los autores entienden la certeza o seguridad laboral como una “necesidad” ideal
que, si no se alcanza, genera frustración para el trabajador. Por ello, la
precariedad laboral se maneja como un factor estresante laboral, provocando
siempre un impacto negativo en el trabajador y en su entorno personal y
organizacional, destacando nuevamente que su origen radica en anticipar lo
involuntario. y posibilidad incontrolable de perder un trabajo que uno desea
mantener (Llosa, Menéndez, Agulló, & Rodríguez, 2018).
En este estudio se plasma la relación que hay entre la precariedad laboral y la
salud mental, debido a la gran cantidad de estrés que se someten los trabajadores
con este tipo de cuestiones, para ello existen diversas limitantes, la primera
limitación es que no existe un gran número de estudios que relacionen
empíricamente la precariedad laboral y los trastornos psicológicos específicos,
más allá de medidas de bienestar muy generales (Llosa, Menéndez, Agulló, &
Rodríguez, 2018).
Para complementar la idea de los autores se requiere un estudio con ciertas
poblaciones de diferentes rangos de edad para poder hacer una comparación,
debido a que actualmente la sociedad atiende un poco más los trastornos que
presentan de acuerdo con diferentes etapas de su vida, los jóvenes son los que
están haciendo toda esta reivindicación de poder tratar sus problemas y trastornos
con una terapia adecuada, porque sería muy interesante realizar un estudio en los
jóvenes, los cuales están sometidos a un estrés más intenso por cuestiones de
que van saliendo de la universidad a conseguir su primer empleo, la inserción a la
vida laboral, la impotencia de no encontrar el trabajo de sus sueños y ver que la
realidad es muy diferente, de que les pidan años de experiencia, que los salarios
sean muy bajos y la precariedad laboral este en su día a día.

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