Cien Cartas Sobre La Oracion B
Cien Cartas Sobre La Oracion B
Cien Cartas Sobre La Oracion B
En presencia de Dios
cien cartas sobre la oración
Diseño: Ignacio Molano / Estudio SM
ISBN 978-84-288-2852-9
Depósito legal: M-17.157-2015
Impreso en la UE / Printed in EU
Introducción ..................................................................... 9
263
3. «Bienaventurados los pobres» ............................... 61
21. La oración del pecador ......................................... 61
22. La oración de Doña Prouhèze ............................. 63
23. El ovillo de lana ..................................................... 65
24. «Conozco mi pecado» ........................................... 67
25. Para el que se siente indigno de hacer oración . 70
26. De los pies a la cabeza .......................................... 72
27. La oración del pobre ............................................. 75
28. Declararse en quiebra ........................................... 77
29. Dependencia .......................................................... 80
30. La marca de agua .................................................. 82
264
48. Su oración es mi oración ...................................... 127
49. Padre amado... ....................................................... 130
50. Ven ........................................................................... 133
265
75. Que la oración sea ayuno antes de ser festín ... 196
76. ¿El donante o los dones? .................................... 198
77. ¿En total gratuidad? ............................................ 199
78. «Como una tierra sedienta...» ............................ 202
79. Mendigo de Dios ................................................. 205
80. La gloria de Dios en primer lugar ..................... 207
266
Nota a la presente edición
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Fraternidad de Nuestra Señora de la Resurrección, movi-
miento para viudas. En 1956 crea el Centro de Preparación al
Matrimonio, CPM. Las Fraternidades José y María, para ma-
trimonios que aspiran a una mayor perfección cristiana, son
también iniciativa suya.
En 1957 crea otra revista, única en su género, Les Cahiers
sur l’Oraison, en la que aparecieron la mayoría de las cartas
que forman este volumen. En 1959 invita a los hogares a ha-
cer un tiempo de oración en el silencio de la noche; este mo-
vimiento recibirá el nombre de Los Intercesores, y actual-
mente unas cuatro mil personas pertenecen a él.
Desde 1960 a 1962 es consultor en la preparación del Con-
cilio Vaticano II.
En 1966 es llamado para llevar la dirección espiritual de
una casa de oración en Troussures. Lo acepta con alegría, pues
su mayor deseo es profundizar en la intimidad con Cristo y
atraer a los demás a esa intimidad. Crea también otra revista
destinada a grupos de oración llamada La Chambre Haute.
En 1973 deja la dirección de los ENS y se retira definitiva-
mente a Troussures para impartir las famosas semanas de
iniciación a la oración en silencio, durante veintitrés años. En
Troussures entrega su alma a ese Dios celoso y amante al que
sirvió con pasión y lucidez toda su vida.
Mi marido Álvaro y yo pertenecemos a un Equipo de
Nuestra Señora desde hace cuarenta y nueve años. Hemos
aceptado diversas responsabilidades dentro de los Equipos a
lo largo de estos años, de las cuales la última es la de respon-
sables del Equipo Responsable Internacional (1988-1994).
Con este motivo nos encontramos con el Padre Caffarel en
Troussures. Su creatividad, realismo y visión profética nos
emocionaron y nos sobrecogieron.
En el año 1988 lo conocimos más personalmente durante
una semana de iniciación a la oración en silencio que hicimos
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en Troussures con tres de nuestros cuatro hijos (el último era
demasiado pequeño). Tanto ellos como nosotros quedamos
marcados para siempre por esta profunda experiencia de
oración hecha de palabras, actitudes y sobre todo de un si-
lencio transformador.
Por ello considero un privilegio haber podido ocuparme
de la traducción de este libro que, publicado en 1974, no ha
perdido en absoluto actualidad y ha sido traducido a diferen-
tes idiomas. He aprendido, he disfrutado, me he conmovido
hasta las lágrimas, me he maravillado de la altura intelec-
tual, poética y mística del P. Caffarel, de la sencillez, plastici-
dad y profundidad de su lenguaje. Para mí, esta traducción
ha sido un regalo inapreciable y con esta convicción la
ofrezco también a los lectores. Gracias una vez más, Padre
Caffarel.
Me despido con la oración de Troussures:
Mercedes Lozano
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Introducción
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y variadas que han ido surgiendo, en un tono cercano de con-
versación familiar. Sin embargo, no se puede dudar de que toda
una teología de la oración está contenida en estas páginas,
del mismo modo que se encuentra en ellas la experiencia de
hombres de oración que han ido enriqueciendo la tradición
cristiana a lo largo de los siglos.
También habría que evitar leer estas páginas de un tirón.
Eso significaría no haber captado su mensaje. El deseo del
autor sería que el lector no leyera más que una carta por día,
y que esta carta se leyese como ha sido escrita, en un clima
de oración, como tema de meditación, como una invitación a
entrar en la vida de Dios.
El orden propuesto no es imperativo. Cada cual puede
orientarse según sus necesidades después de consultar el ín-
dice o leyendo las introducciones que preceden a cada carta.
Y, sobre todo, es decisivo que el lector esté atento a inte-
rrumpir la lectura si se siente invitado al silencio interior. El
único verdadero maestro de oración es el Espíritu Santo.
Cuando él nos llama desde lo más profundo del ser, hay que
dejarlo todo y mantenerse a la escucha.
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1
1. Eres esperado
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extraviados, perdidos. Ya no nos importan entonces esas cos-
tumbres, esa lengua, toda esa nueva ciudad desconcertante.
Si para alguien al menos somos un amigo, soportamos con
entereza ser, para todos los demás, un extranjero.
Nos anima también descubrir en la casa, en la familia que
nos hospeda, los signos que muestran que nos esperaban. No
necesitan decir mucho para que lo adivinemos; su acogida,
una cierta calidad de atención, son suficientes. Y en nuestra
habitación, esas flores, ese libro de arte (porque conocen nues-
tros gustos), son también una prueba de lo mismo.
Querría, querido amigo, que al ir a hacer oración tuvieras
siempre la fuerte convicción de ser esperado; esperado por el
Padre, por el Hijo, por el Espíritu Santo, esperado por la fa-
milia trinitaria, que tiene un lugar preparado para ti. Re-
cuerda lo que dijo Cristo: «Voy a prepararos un lugar». Quizá
me objetaréis que hablaba del cielo. Es verdad. Pero, justa-
mente, la oración es el cielo, por lo menos en lo que tiene de
realidad esencial; la presencia de Dios, el amor de Dios, la
acogida de Dios a sus hijos.
El Señor nos espera siempre.
Aún más: apenas hemos dado algunos pasos cuando ya
viene él a nuestro encuentro. Recordad la parábola: «Su pa-
dre lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó
al cuello y lo cubrió de besos». Y, sin embargo, ese hijo había
ofendido gravemente a su padre. Eso no impidió que fuera
esperado con impaciencia.
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Étienne y Silvie, matrimonio sin hijos, médicos los dos, vienen a
verme antes de partir a un país remoto donde solos, con dos misio-
neros, se van a dedicar a un grupo reciente de cristianos. Saben que
será duro, que para resistir habrá que rezar mucho. Por ello me pi-
den que les hable una última vez sobre la oración, que les dé algún
consejo esencial. Y antes de despedirse me insisten para que redacte
lo que les he dicho para llevarlo consigo.
Mis queridos amigos, durante siglos los caminos y sende-
ros de Judea vieron, varias veces al año, interminables filas
de hombres, mujeres y niños que se dirigían a Jerusalén.
Las cuestas de los montes de Judea son escarpadas, la
sombra, escasa, el sol pega fuerte, pero nada podía desani-
mar a aquellos judíos piadosos que querían alcanzar el
monte santo.
Conocemos bien los sentimientos que les guiaban y que
sostenían su ánimo: encontramos su eco en numerosos sal-
mos, que eran como estribillos para el camino, cantos de
peregrinos.
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de los siglos no tienen más que una explicación: Jerusalén,
mucho más que la capital del reino, era la Ciudad del Señor.
Y el Templo, el lugar donde Dios residía, donde uno estaba
siempre seguro de poderle encontrar.
Encontrar a Dios, hablar con él, es la aspiración funda-
mental de cualquier persona religiosa. Esto era lo que ponía
en marcha periódicamente a aquellas multitudes de creyen-
tes. Los salmos nos revelan el fervor de todos aquellos bus-
cadores de Dios.
Llega Cristo. Manifiesta su amor por Jerusalén, su respeto
por la casa de su Padre, pero al mismo tiempo declara que el
templo de Salomón ha perdido su significado, que debe des-
aparecer. En la hora de su muerte en la cruz, el velo del Santo
de los Santos se rasga, como indicando que ese templo ha
caído ya en desuso. Un templo nuevo, imperecedero, «re-
construido en tres días», va a reemplazarlo, el Templo de su
cuerpo, de su Cuerpo místico. Allí y solo allí, de ahora en
adelante, podrán los hombres encontrar a Dios.
Pero el que entra en ese templo se convierte a su vez en
morada de Dios. Jesús nos lo ha confirmado: «Uno que me
ama hará caso de mi mensaje, mi Padre lo amará y los dos
nos vendremos con él y viviremos con él» (Jn 14,23).
Es una revelación sobrecogedora: ¿es posible que Dios
haya desertado del templo de Salomón para habitar el alma
de los creyentes? Sí, y san Pablo nos lo dice de manera explí-
cita: «¿Habéis olvidado que sois templo de Dios y que el Es-
píritu Santo habita en vosotros?» (1 Cor 3,16); «Porque noso-
tros somos templo del Dios vivo» (2 Cor 6,16).
Este término «templo», que para nosotros es escasa-
mente evocador, adquiere en la pluma del Apóstol, educado
en la veneración y el amor al Templo de Jerusalén, todo su
sentido. Hay que notar que en estos textos la palabra tra-
ducida por «templo» estaría mejor traducida como el Santo
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de los Santos, ese centro del templo ligado a la presencia
divina.
Así pues, Dios está en nosotros, en lo profundo del cora-
zón; presente, vivo, amante, activo. Y desde ahí nos llama. Es
ahí donde nos espera para unirnos a él.
Dios es seguro que está, somos nosotros los que no esta-
mos. Nuestra existencia transcurre en el exterior de nosotros
mismos, en esa periferia de nuestro ser, en la zona de las sen-
saciones, de las emociones, de las imaginaciones, de las dis-
cusiones... en esas afueras del alma, ruidosas e inquietas. Y si
se nos ocurre pensar en Dios, desear encontrarlo, salimos de
nosotros mismos, lo buscamos fuera, cuando él está dentro.
Ignoramos los senderos del alma que nos conducirían a la
cripta subterránea y luminosa donde reside Dios. O, si los
conocemos, nos falta esa valentía que impulsaba a los judíos
fervientes por los caminos de la Ciudad Santa. Quizá con-
quistar el centro de nuestro ser sea una empresa más ardua
como la de llegar a Jerusalén.
La oración es abandonar esos alrededores tumultuosos
de nuestro ser, de los que hablaba antes, es recoger, reunir
todas nuestras facultades y hundirnos con ellas en la noche
árida hacia la profundidad de nuestra alma. Allí, a la entrada
del santuario, ya no queda más que callarse y estar atentos.
No se trata de una sensación espiritual ni de una experiencia
interior, se trata de fe; creer en la Presencia. Adorar en silen-
cio la Trinidad viva. Ofrecerse y abrirse a su vida desbor-
dante. Adherirse, comulgar con su esencia.
Poco a poco, de año en año, el vértice de nuestro ser espi-
ritual, afinado por la gracia, se hará más sensible a la «respi-
ración de Dios» en nosotros, al Espíritu de amor. Poco a poco
nos divinizaremos y nuestra vida exterior será entonces la
manifestación, la epifanía de nuestra vida interior. Será santa
porque, en el fondo de nuestro ser, estaremos estrechamente
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unidos a Dios santo; será fecunda y ríos de agua viva desbor-
darán de nosotros, porque estaremos unidos a la fuente
misma de la Vida.
Queridos amigos, este es el «consejo esencial» que me re-
clamáis. Quiera Dios guiaros en la hora de la oración en esa
tierra lejana. Os lo vuelvo a resumir en pocas palabras: hacer
oración es acudir en peregrinación al santuario interior para
adorar allí al verdadero Dios.
Y, si queréis que toda vuestra vida se convierta en una
larga oración, una vida en la presencia de Dios, si os que-
réis convertir en almas de oración, aprended, a lo largo del
día, a entrar a menudo en vosotros mismos para adorar a
Dios, que os espera. No es necesario que el momento sea
largo; una zambullida de un instante y volveréis rejuvene-
cidos, refrescados, renovados a vuestras tareas, a vuestros
interlocutores.
Un humilde hermano, converso carmelita del siglo xvii,
Lorenzo de la Resurrección, que había alcanzado una intensa
vida espiritual, gustaba decir a aquellos que venían a consul-
tarle que no hay medio más eficaz para llegar a una vida de
oración continua y a una gran santidad que el de ser fieles a
esta práctica que os comento: «Durante nuestro trabajo y
otras actividades, incluso durante nuestras lecturas y escri-
tos, incluso en las espirituales, y hasta durante nuestras de-
vociones y oraciones vocales, debemos pararnos por un ins-
tante, lo más a menudo que podamos, para adorar a Dios en
el fondo de nuestro corazón, disfrutar de su presencia, aun-
que sea un momento y como a escondidas».
«Señor, amo la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu
gloria». Al recitar ese salmo, los judíos pensaban en el Templo
de Jerusalén; el cristiano evoca su alma de bautizado.
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3. Háblale
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que evocaba aquel antiguo recuerdo con emoción, porque
había sido el primer eslabón de una larga intimidad con
Dios. El silencio se prolongaba. Yo no me atrevía a romperlo;
estaba seguro de que él hablaba con el Señor. Sin duda le
daba gracias por haber encontrado, a los quince años, al sacer-
dote que le orientó en el camino de la oración.
El consejo del vicario no era tan trivial como parecía. Por
el contrario, provenía del hombre que, habiendo practicado
asiduamente la oración, prefiere no perderse en una larga ar-
gumentación y se contenta con responder al adolescente de-
seoso de aprender a rezar con esa única palabra: «Háblale».
No se dialoga con una sombra. Hay que tomar conciencia
de la presencia de Dios para hablarle. Y para saber qué de-
cirle es necesario que la fe despierte y busque. Y la obligación
de encontrar las palabras exactas conduce a no quedarse sa-
tisfecho con impresiones evasivas, nos fuerza a expresar
pensamientos, deseos, sentimientos concretos. Los méritos
de este método son evidentes, si es que se puede calificar
como mérito un consejo tan sencillo.
Muchos cristianos, cuando hacen oración, se dejan llevar
por vagos ensueños, se compadecen de sí mismos, se adorme-
cen en cálidas emociones piadosas, no consiguen nunca que
su espíritu sea capaz de detenerse y concentrarse. ¿Por qué no
escuchar y seguir el consejo del joven vicario? Quizá lo mi-
nusvaloran por orgullo o por pereza espiritual, o bien se
imaginan que están más avanzados en los caminos de la ora-
ción, o bien porque detestan el esfuerzo.
He pensado que no podía dar mejor respuesta a tu carta
que transcribiendo mi conversación en la Trapa. Tú también
quieres aprender a rezar; escucha, pues, y pon en práctica el
consejo del vicario.
Llegará un día en que tu oración ya no necesitará pala-
bras, cuando tú, por decirlo de alguna manera, hayas domi-
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nado el método o, más exactamente, cuando la gracia haya
avanzado su obra en ti. Pero no quememos etapas y, por el
momento, háblale.
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creí que iba a hablarme largamente allí en la sacristía, donde
flotaba un vago olor a incienso. Desgraciadamente no puedo
transmitir cómo era su mirada, clara, de una pureza intensa,
pero al menos citaré textualmente su respuesta, que se re-
sume en unas pocas palabras: “Cuando te acerques a Dios,
piensa, hijo, con toda convicción que él está allí, y dile: ‘Señor
me pongo a tu disposición’”. Y de nuevo, con su habitual
tono huraño, continuó: “Venga, date prisa en dejar ordenado
el roquete”. Comprendí más tarde que su tosquedad era sim-
plemente un signo de pudor. Ese día aprendí a orar. Y ya va
para cuarenta años que todos los días hago oración ponién-
dome “a disposición de Dios”».
Estarás de acuerdo conmigo en que esta historia vale
tanto como un tratado sobre la oración. Perdona que no te
escriba más extensamente. Intenta comprender, sin embargo,
lo que significa estar a disposición de Dios. Eso lleva lejos. Hay
que empezar por renunciar a disponer de uno mismo. Des-
pués hay que desposeerse de la propia persona. Abando-
narse por completo a Dios, que él disponga como quiera, con
su poder y su voluntad, de nuestro cuerpo, de nuestra inteli-
gencia, de nuestro corazón, de nuestra vida.
No sé para qué intento explicarlo. No se puede compren-
der con palabras. Es mejor encomendarse al viejo cura, que
seguramente ya habrá perdido su brusquedad ahora que ya
ha encontrado a Aquel que buscaba, para que te ayude a ob-
tener la gracia de estar a disposición de Dios.
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Comparto con los dos la impresión de que vuestra vida espi-
ritual en este momento está llegando a un punto muerto.
Después de haber reflexionado y orado, he llegado a la con-
vicción de que, mientras no dediquéis mayor tiempo a la
oración, eso no va a cambiar. Por oración entiendo esencial-
mente lo que se conviene en llamar oración mental. Oración
viene de oratio. Orare era para los romanos dirigir una ora-
ción a los dioses, defender una causa y, en sentido derivado,
pronunciar un discurso. La oración mental es un intercam-
bio del alma con Dios. Así lo han comprendido siempre los
místicos. «La oración, me atrevo a decirlo, es una conversa-
ción con Dios», escribía Clemente de Alejandría. Para san Be-
nito era «tratar con Dios». Para santa Teresa de Ávila, la ora-
ción mental era «un comercio de amistad en el que hablamos
a solas con ese Dios por el que nos sabemos amados». Para
Don Marmión, «un diálogo de los hijos de Dios con su Padre
de los cielos bajo la acción del Espíritu Santo».
Estas palabras de conversación y de diálogo tienen, sin
embargo, el riesgo de favorecer un equívoco, haciéndonos
creer que la oración consiste esencialmente en hablar a Dios
en nuestro interior, cuando se trata de un acto vital que nos
compromete por completo.
Hay una expresión que, si le damos toda su densidad y
todo su sentido, traduciría muy bien la actividad interior del
hombre que ora: estar presente ante Dios. Permitidme, para
transmitir mejor mi pensamiento, evocar un suceso que se-
guro que ha quedado bien vivo en vuestro recuerdo. Había
ido a visitaros. Nada más abrirme la puerta tú me informas de
que vuestra hija Mónica tiene probablemente una meningitis
y me llevas a su dormitorio, que está en una semioscuridad.
Tu mujer está sentada al lado de la cama de la niña, silen-
ciosa, intensamente atenta a ese pobre rostro demacrado, a
veces retira dulcemente un mechón de pelo de la frente de
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Mónica. Cuando la niña abre los ojos, ella le responde con
una sonrisa, ese tipo de sonrisa que las palabras no pueden
describir. Ya sea ordenando el dormitorio como tomando rá-
pidamente algo de alimento en la habitación contigua, la ma-
dre permanece intensamente presente a su hija. No hay una
fibra de su persona ni un segundo de su vida que no esté
orientado hacia Mónica. Así es, o al menos así debería ser, la
oración: una orientación profunda del alma, un intercambio
más allá de las palabras que, sin dejar de lado la comunica-
ción, está teñido de algo más, una atención, una presencia
ante Dios de todo el ser, del cuerpo y del alma, con todas las
facultades alerta.
¿Tendría que dedicar más tiempo a defender ante voso-
tros la causa de la oración? Estoy seguro de que el pleito está
ganado de antemano, que no sois de esos cristianos, por des-
gracia numerosos, que se niegan a reconocer su necesidad.
No os oculto que me siento interiormente muy mal cuando
tengo que multiplicar los argumentos para invitar a hijos de
Dios a que se acerquen a su Padre, se abran a su intimidad,
vivan en ella, le expresen su amor y su gratitud. ¿No resulta
extraño que haya que insistir para que personas dotadas
de inteligencia se preocupen por descubrir lo más apasio-
nante de la vida, para que personas hechas para amar amen lo
que hay de más amable, para que personas libres, y no escla-
vas, se pongan al servicio del Señor, para que personas crea-
das para la felicidad no se contenten con placeres minúsculos?
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¿Recuerdas lo que me contabas un día sobre Philippe? «Es un
chico muy servicial, siempre dispuesto a hacer lo que le en-
cargo; a veces es tal su prontitud que aun antes de saber lo
que tiene que comprar ya ha salido corriendo». ¡Cómo se
nota que eres su madre!, pensaba yo mientras leía tu última
carta. Cuando llega el momento de tu oración cotidiana, no
dudas un momento, te lanzas de cabeza, como Philippe, pien-
sas en Dios, hablas a Dios, intentas que surja tu amor por él,
incluso antes de haberle preguntado lo que él desea o lo que
espera de ti. No creas que pretendo dirigirte elevadas conside-
raciones sobre la oración, solo quiero darte un consejo bien
modesto, aunque no por eso menos importante: no comiences
nunca tu oración sin haberte tomado un tiempo de prepara-
ción, sin haber hecho el silencio interior, sin haber interrogado
a Dios sobre lo que debe ser ese cuarto de hora de oración.
Vuelvo a tu Philippe. Ese chico servicial es también un
chico bien educado. Me he dado cuenta de que delante de lo
que se suele llamar una persona importante se calla, deja ha-
blar, aunque se muerda la lengua. ¿Por qué no haces tú lo
mismo que has enseñado a hacer a tu hijo, delante de esa
persona infinitamente más importante que es Dios? ¿Por qué
no le dejas llevar a él la iniciativa del diálogo?
Comprende mi consejo: lo que te sugiero es que no te cen-
tres en lo que le vas a decir a Dios, sino que le preguntes a él
lo que tiene que decirte, qué respuesta espera de ti, qué acti-
tud profunda debes tener para complacerle.
Sé bien lo que me vas a replicar: «No soy una gran mís-
tica. Nunca oigo que Dios me hable. Además, no siempre
hablo yo todo el tiempo, y jamás he oído su voz». ¿Estás
completamente segura de que estás del todo atenta y de que
deseas escucharle?
Por otra parte, no te aseguro que puedas escuchar su voz
de manera sensible. Es cierto que eso también hoy podría
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ocurrir: san Pablo, temblando y deprimido, perdido en la gran
ciudad cosmopolita de Corinto, escucha la voz de Cristo, que
le reconforta con gran ternura: «No temas, sigue hablando y
no te calles, que yo estoy contigo» (Hch 18,9-10). Pero no es la
manera normal de actuar del Señor, ni siquiera con san Pablo.
Si los que acudís a la oración tomáis la costumbre de co-
menzarla con un momento de silencio atento, interrogante,
pronto descubriréis en qué sentido se puede decir que Dios
nos habla. A veces de ese silencio surgirá dulcemente un
pensamiento, que tendrá sabor a oración; acogedlo con res-
peto; ofrecedlo para que madure un clima propicio. Recor-
dad los versos admirables de Paul Valéry que también se po-
drían referir a la oración:
Paciencia, paciencia.
¡Paciencia en el cielo!
Cada átomo de silencio
madurará en un fruto.
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implorando por las ciudades amenazadas con el fuego del
cielo (Gn 18). Quizá os parezca que Dios no ha intervenido,
que vosotros solos habéis buscado y decidido el tema de vues-
tra oración. Si os digo la verdad, si no os habéis precipitado de
manera compulsiva, si humildemente habéis pedido ayuda al
Señor, podéis pensar con razón que él ha sostenido desde el
interior vuestro esfuerzo de reflexión, sin ser vosotros plena-
mente conscientes, y que él os ha llevado a comprender sus
pensamientos, sus deseos. Reconoceréis que transmitir a otro
nuestros pensamientos y deseos es ya hablarle.
Pero cuidado con no caer en el engreimiento; no imitéis a
aquellos que se imaginan ingenuamente que las ideas que se
les ocurren son ideas que vienen directamente de Dios.
De todo esto, lo que más me importa –tanto si sois princi-
piantes como experimentados– es que retengáis sobre todo
la frase del joven Samuel: «¡Habla, Señor, que tu siervo escu-
cha!» (1 Sam 3,9).
Un viejo autor del siglo xvii, el P. Bourgoing, escribiendo
sobre el tema que os he desarrollado, para apoyar su tesis
daba un argumento incontestable: «Si la naturaleza nos ha dado
dos orejas y solo una lengua es para mostrarnos que al con-
versar entre nosotros debemos escuchar dos veces más que
hablar. Cuánto más con Dios».
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