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La

Palabra de Dios es nada menos que Dios mismo.


Esta última aseveración se basa en los primeros versículos del Evangelio de
Juan, donde se dice que “al principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y
la Palabra era Dios“. Las Escrituras nos dicen entonces que, en el sentido
estricto, la Palabra de Dios es Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad, el
Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros. Luego, cuando Dios habla, lo
que sucede no es sencillamente que se nos comunica cierta información, sino
también y sobre todo que Dios actúa. Esto puede verse también en el libro de
Génesis, donde la Palabra de Dios es la fuerza creadora. “dijo Dios. . . ”. Luego,
cuando Dios habla Dios crea lo que pronuncia. Su Palabra, además de decirnos
algo, hace algo en nosotros y en toda la creación.
Esa Palabra se encarnó en Jesucristo, quien es a la vez la máxima revelación
de Dios y su máxima acción. En Jesús, Dios se nos dio a conocer. Pero también
en El venció a los poderes del maligno que nos tenían sujetos. La revelación de
Dios es también la victoria de Dios.
La Biblia es entonces Palabra de Dios, no porque sea infalible, o porque sea
un manual de verdades que los teólogos puedan utilizar en sus debates entre sí.
La Biblia es Palabra de Dios porque en ella Jesucristo se llega a nosotros. Quien
lee la Biblia y no encuentra en ella a Jesucristo, no ha leído la Palabra de Dios.
Por esto Lutero, al mismo tiempo que insistía en la autoridad de las Escrituras,
podía hacer comentarios peyorativos acerca de ciertas partes de ellas. La epístola
de Santiago, por ejemplo, le parecía ser “pura paja”, porque en ella no se trata
del evangelio, sino de una serie de reglas de conducta. También el Apocalipsis le
causaba dificultades. Aunque no estaba dispuesto a quitar tales libros del canon,
Lutero confesaba abiertamente que se le hacía difícil ver a Jesucristo en ellos, y
que por tanto tenían escaso valor para él. Esta idea de la Palabra de Dios como
Jesucristo era la base de la respuesta de Lutero a uno de los principales
argumentos de los católicos. Estos argüían que, puesto que era la iglesia quien
había determinado qué libros debían formar parte del canon bíblico, la iglesia
tenía autoridad sobre las Escrituras. La respuesta de Lutero era que, ni la iglesia
había creado la Biblia, ni la Biblia había creado a la iglesia, sino que el
evangelio las había creado a ambas. La autoridad final no radica en la Biblia ni
en la iglesia, sino en el evangelio, en el mensaje de Jesucristo, quien es la
Palabra de Dios encarnada. Puesto que la Biblia da un testimonio más fidedigno
de ese evangelio que la iglesia corrompida del papa, y que las tradiciones
medievales, la Biblia tiene autoridad por encima de esa iglesia y esas tradiciones,
aun cuando sea cierto que, en los primeros siglos, fue la iglesia la que reconoció

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