Manzanita

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Manzanita

De Julio Garmendia

Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas manzanas del Norte, la Manzanita
criolla se sintió perdida.

—¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora que han llegado esas manzanas extranjeras
tan bonitas y perfumadas? ¿Quién va a quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni
sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni siquiera en dulce?

La Manzanita se sintió perdida, y se puso a cavilar en un rincón. La gente entraba y salía de


la frutería. Manzanita les oía decir:

—¡Qué preciosidad de manzanas! Deme una.

—Deme dos.

—Deme tres.

Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y coloreadas norteñas; suspiró y dijo:

—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que no sean demasiado agrias, ni demasiado
duras, ni demasiado fruncidas!

La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a ponerse coloradita por un lado, cosa que
rara vez le sucedía.

Y las manzanas del Norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja,
recostadas sobre aserrín, coquetonamente envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido
traídas en avión desde muy lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que las hacía
aún más apetitosas y encantadoras.

—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en un rincón en el suelo pelado… –


cavilaba Manzanita, con lágrimas en los ojos, rumiando su amargura.

Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había dicho palabra de sus
tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían claramente lo que le pasaba; pero tampoco
decían nada, por discreción. Hablaban del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los
insectos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que entraban o salían de la
frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se tragaba sus lágrimas en
silencio.

Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero traía nuevas cajas repletas, con mil
remilgos y cuidados, como si fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no
pudo aguantarse más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de sus más próximos vecinos, un señor
Coco de la Costa, que estaba allí envuelto en su verde corteza.

—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a
nada le teme; que se cae desde lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son
las piedras las que lloran si usted les cae encima…

Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual creyó necesario hacer una aclaratoria,
poniendo las cosas en su puesto.

—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior,
que es así. Por dentro soy blando, tierno y suave como una capita de algodón.

—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es
saladita como las lágrimas, y que eso viene de su gran corazón que usted tiene.

—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy
para servirle!

—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita, conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que
está pasando aquí en la frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el
mundo, y todos las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la pobre
Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.

El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita. Viendo esto otra vecina, se
acercó pausadamente para tratar de consolarla.

—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!

—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente la Lechosa (que era una señora Lechosa
bastante madura y corpulenta).

Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos húmedos –tan blanda así era–, preguntó la
Lechosa:

—¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que
parece una lágrima verde a punto de caer!

—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies
de Manzanita–. Mi piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.

En esto se desprendió un Cambur de uno de los racimos que colgaban del techo, y fue a
caerle encima a la Guanábana. Pero la Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse
cuenta de lo sucedido; es tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por fuera,
son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de su dedito. Pero la Naranja
también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso amarilla de rabia –amarilla como un
limón.

—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre cayéndole a una encima.

—¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el Cambur–. Nada más que porque es redonda y
amarilla, ya se cree el Sol.

La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.

—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le gritó un contrahecho Topocho pintón.

—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa dentro de una cesta.

—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.

—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos
de tu color, y porque no huelen tanto como tú.

La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado también, y tenía la redonda cara más
lisa y lustrosa que de costumbre.

—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–, ¿por qué no le pide prestada su pelusilla al
Durazno, y se la unta en la cara para que no se vea tan lustrosa?

—Pues a mí –dijo de repente, cuando menos se esperaba, un grueso señor Mamey–, a mí no me


importa lo que le pase a Manzanita. Al fin y al cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia
entre Manzanas. No hay que ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!

Estas palabras del Mamey causaron un momentáneo desconcierto.

Mirándose las frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue el eminente señor Coco quien,
reponiéndose el primero de la sorpresa, tomó al fin la palabra.

—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente el Coco–; yo creo que sí tenemos que ayudarla. Oiga
usted, amigo –añadió bajando significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–,
no sabemos lo que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de éstos
pueden comenzar a llegar también Cocos del Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del Norte,
Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas, Nísperos, Parchas, Mameyes del
Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes del Norte! ¿Y qué será entonces de
nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de nosotros todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos,
encogiditos y apartaditos, como le pasa hoy a Manzanita!

El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus adentros, se puso aún más amarillo,
aunque siguió siendo marrón por fuera. Las ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su
elevación nada común.
En los cocales, en efecto, se mueve él a grande altura sobre el nivel del suelo; por esto se
supone –o supone él– que ya desde muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por
eso el más llamado a hablar en nombre de las frutas tropicales. Pero esta elevada posición del
Coco, sin embargo, también suscita envidias y resentimientos… El ventrudo Tomate, por ejemplo,
se puso rojo como un… ¡tomate!

—Yo no les tengo miedo a los Tomates del Norte –dijo, inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con
eso? Ellos no pueden ser más colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las
Manzanas del Norte, porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco con
ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países nos llaman a nosotros “manzanas de oro”; de
modo, pues, que…

—También yo –dijo uno de los Cambures, cortándole la palabra al Tomate–, también yo tengo
cierto grado de parentesco con esas extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por
mi segundo apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.

Unos muchachos que venían de la escuela entraron ruidosamente en la frutería y


empezaron a comprar manzanas –¡manzanas del Norte, por supuesto! –. Las acariciaban, las
sopesaban, las olían, hasta les daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de
Manzanita, como si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita, que se había quedado
distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se hubiera arreglado con sólo
palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra vez de sus pesares. Entonces se le
acercó la Piña y se puso a acariciarla y a mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en
la mejilla, Manzanita se escurría un poco hacia atrás, diciendo:

—¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!

Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a causa de las escamas y las sierritas
punzantes que la adornan por todos lados, sino que era a causa de la pena que seguía afligiendo a
Manzanita, y que a cada instante se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola y
mimándola. Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y mejor la acariciaba y la
estrechaba entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola gritar más todavía.

Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de ella y empezaron a decir, para distraer la
atención de la Piña:

—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que dicen los Mangos.

—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña, volviéndose.

—Que usted y que es agria…

Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.

—¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera de sí–. Pues ¿qué no dirán de mí? Y más ahora que han
venido ésas, y que todos andan con la boca abierta de lo buenas y sazonadas que son!
—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia Piña –explicaban los Mangos–. Nosotros
somos frutas que venimos de gran árbol, y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.

—¡De gran árbol! –rió la Piña con sarcasmo–. Pero no estamos hablando de eso, sino de gusto y
sabor. ¿Y quién más dulce que yo, cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió
levantando la voz– que están tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que no lo saben?

El Mango soltó la risa.

—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza –dijo–, ya se cree dama de gran copete.

—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete –se oyó–. ¡Tengo corona!

Todos se volvieron, mirando a la Granada, que llevaba una corona, una verdadera y
auténtica corona real, esto era innegable.

—¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–. Llevo una corona de seis picos; por consiguiente, soy
la reina de las frutas…

—¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo, como de costumbre tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás
madura y no encuentras quien te lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a
todo el que pasa, a ver si te cogen! ¡Dientona!

La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.

La señora Patilla venía acercándose hacía rato, arrastrándose como un morrocoy. Ahora
llegaba, e intervino para decir, aunque algo tardíamente:

—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes esos caballeritos Mangos, y yo en particular,
que por mi tamaño y otras cosas puedo considerarme también reina de las frutas…

—¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.

—¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree reina! –rieron dentro de un canasto unas niñitas muy
traviesas, y que tenían fama de loquillas, las Guayabas.

Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y
aguijoncitos, parecía pronta a defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con
ella.

La frutería estaba ya cerrada hacía rato, y todavía hablaban las frutas (como si exhalaran
su aroma, cada una el suyo). La Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no
pudo cerrar los ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando volvieron a abrir la
frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La Manzanita criolla se había muerto de pena y de
vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan fruncidita, tan acidita y tan durita. ¡Pobre
Manzanita! Y a pesar de todo, tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno, perfumado,
ella también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.
Esto era lo que ahora decían todos alrededor de ella, y la lloraban y la compadecían, la
llevaban sobre sus hombros y le ponían flores encima.

La llevaban a enterrar. Pero la que más lloraba en el entierro de Manzanita, la que más
triste iba, era la misma Manzanita, que se tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El
cortejo pasaba por la falda del cerro, y estaban presentes las frutas más importantes y
representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas, no había podido llegar
hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino rodando hasta el pie de la cuesta una y otra vez; allí
se quedó al fin, inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo subía
por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en rama; murmuraban las hojas,
alguna se desprendía y venía a posarse en tierra.

La neblina cubría la faz del sol.

Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo, hubo un formidable estremecimiento.


“Seguramente disparan el cañón por mí, o se hunde el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó
luego la palabra el joven Durazno, amigo de infancia y compañero de juegos de Manzanita, y todos
comenzaron en seguida a echarle tierra encima… Manzanita se enderezaba, pataleaba, se
empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una gallinita en un basurero. Pero la
tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin Manzanita quedó tapada.

Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido cuesta abajo, hacia la frutería otra vez,
llegó por entre la tierra oscura y recién removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:

—¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan dura?

—De dolor, señor Gusano, viendo llegar a esas ricas Manzanas del Norte, y que nadie más sentía
gusto por mí –contestó ella–. Ni a los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué
iba a seguir viviendo?

—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al oído el gusano–, te voy a dar un consejo. Mejor es que no te
mueras todavía. Oye lo que te voy a decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé,
y te lo digo porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.

La Manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello que le decía el gusano.

—¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas bichas? –preguntó con los ojos brillantes.

—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que las daña –explicó el gusano, con aire entendido y
científico.

Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la tierra que le habían echado encima,
se salió afuera y se vino rodando cerro abajo hasta la frutería otra vez.
Acababan de alzar ruidosamente la reja de hierro que servía de puerta a la frutería (fue
éste el estampido que oyó en sueños Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y
gritos de sorpresa al ver entrar tan fresca y ágil a Manzanita.

—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le preguntaban todas a la vez–. ¿No te dejamos esta mañana
muerta y enterrada?

—¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita, olorosa todavía a tierra–. Pero es que he venido a ver una
cosa, una sola cosa no más, y después me voy otra vez; si no es nada…¡Un momento!

Y Manzanita se hizo aún más pequeña de lo que era en realidad, al ver que ya el frutero
abría las cajas. Estaba más fruncida que nunca, de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los
rollos de paja y de papel de seda en que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a salir
manzanas manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o ya próximas a descomponerse… Y el
frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza y hablaba para sí mismo, jurando y
maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo recobrando ánimos. Al fin ya no pudo contenerse
más, y corrió por toda la frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la Patilla,
dispersó a los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre los Mangos, le dio
un golpe al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos; diciendo entusiasmada

—¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se dañan todas!

—Y Manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.

Entretanto, el afligido frutero iba echando en una cesta sus manzanas inservibles, e iba
metiendo en la nevera las que todavía estaban sanas, no fueran a perderse también, con el gran
calor que hacía. Subida sobre el montón de Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del cristal
de la nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos por el llanto.

—¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro que en su tierra no son nadie!

Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo de su corazón, ya les estaba


perdonando su belleza y su atractivo. Su ira se aplacó inesperadamente… y, en lo secreto y
profundo de sí misma, un súbito vuelco se produjo…

—Después de todo son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los niños y los
pájaros…ronca y quebrada por los sollozos.

El rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El maduro Tomate le echó el brazo. ¡Y


hasta las avispas y abejas que merodeaban por allí en busca de dulzores, bailaron frenéticamente
unas con otras!

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