Tres Películas de Nuestro Tiempo
Tres Películas de Nuestro Tiempo
Tres Películas de Nuestro Tiempo
En una tónica de post pandemia muy marcada, el 37 Festival de Cine de Mar del Plata,
finalizado este último domingo, celebró su convocatoria y el regreso pleno a la
presencialidad.
Los grandes conflictos de la época no dejaron de penetrar las salas en la edición 37 del
Festival de Cine de Mar del Plata, finalizada este domingo, con una convocatoria que
festejó el regreso pleno a la presencialidad.
Réduit de León Schwitter
En concordancia con esa imagen de aislamiento que envuelve a la figura del país
helvético, desde finales del siglo XIX los Alpes suizos guardan en sus entrañas bunkers
contra una invasión que no tuvo lugar y que el Covid y el conflicto en Ucrania – antes
las Guerras Mundiales y la Guerra Fría- hoy los sacan del olvido.
Todo permanece donde está y sin detenerse. En tal gradualidad que el cambio se
asemeja a la quietud. El tiempo, alejado de su carácter eventivo, es el de la maduración
(la de una coerción, un vínculo familiar o la de un niño) Pero lo que madura siempre
crece sobre el hilo de una inminencia, en el preámbulo de una transformación. Y el film
se sitúa allí. En el lugar de lo por venir. Y ello compete a la relación de un padre y un
hijo, el paso de un hombre amoroso a un secuestrador, o un mundo que se acerca a un
cataclismo universal.
Porque el fin del mundo atraviesa Réduit. Es una idea que sirve como excusa a
Michael para retener a Benny, como también un temor real, una razón de vida para esos
días robinsonianos o un tema de los informativos mientras padre e hijo se dirigen a la
montaña. “Árbol ¿es cierto que el mundo terminará?” Pregunta un cuerpo desenfocado -
el de Benny- a un árbol con un fondo de nieve prístino, en la analepsis que abre la
película. Una figura borrosa y un fondo en foco: un compuesto ilustrativo no sólo del
vínculo asimétrico entre la interrogación y el enigma, entre quien pregunta y aquello
que posee la respuesta, sino también del espacio opaco en que el film sondea y
encuentra una formulación completamente individualizada, íntima de lo actual, con una
destreza extraña para una ópera prima.
Una de las favoritas del Festival fue la segunda película de Carla Simón, Alcarràs ,
llegada a la Argentina (en la sección Nuevas Autoras), con el Oso de Oro de Berlín bajo
el brazo. Una familia de agricultores de durazno comienza su último verano de cosecha
en vísperas a quedarse sin su tierra. La generación anterior obtuvo de palabra el predio
del cultivo y los herederos legales reclaman las tierras, con el objetivo de remover los
árboles para implantar placas solares, olvidados del favor adeudado con los Solé en
épocas de la Guerra Civil.
Hay una naturalidad que no es exclusiva de las soberbias actuaciones de sus actores
no profesionales. En el otro extremo, la cámara de Carla Simón es tan natural como
ellos, orgánica con su objeto, al punto de integrarse a él. Con varias tomas con cámara
en mano, todo registro de cuño documental, no llega a configurarse como tal en virtud
de esta integración. Así se accede a una intimidad formando parte de ella, sin
intromisiones. De esta forma, el film de la directora catalana capta lo íntimo sin
desmembrarlo, preservando las superficies en silencio de toda constelación afectiva.
Sin requiebros ni fragmentaciones, la lente dispuesta por entero a una familia, logra
encontrar a cada integrante en esa crisis por la tierra. Cada una de las formas personales
en las que la crisis se materializa y cobra sus distintas dimensiones.
Una coralidad que separa Alcarràs de la premiada ópera prima de la autora, Verano
1993 y la inscribe en la línea de influencia de Arbol de los zuecos de Ermanno Olmi,
como su misma autora reconoce.
La inminencia del fin de ese período para el clan de los Solé, subraya cada acto, lo
puntualiza. Así, todo se afianza al presente denodadamente, en defensa del futuro
destierro y, a la vez, todo tiene un cariz pretérito, ya demasiado próximo a ser pasado.
Los personajes se concentran en el último cultivo como si en eso se le jugara la
seguridad de un futuro que en verdad no tienen. Pero se filtra entre ellos como una luz,
la mnemotecnia de una mirada, que reposa por última vez sobre lo que ya no existirá y
que en algún lugar debe guardarse. Una mirada de la memoria por la que la lente de
Carla Simón deja observar de tanto en tanto a los mismos personajes de su historia,
como una prueba más de su perfecta integración al mundo que nos ofrece.
Durante toda una noche De Roller – un descollante Benoît Magimel- busca sobre una
lancha señales del submarino. Apaga el motor para intentar oír el bullicio de una fiesta
bajo las profundidades. La empresa es tan inverosímil como inútil. E innegable su
potencia sinecdótica: De Roller ausculta incansablemente la oscuridad oceánica sobre la
que flota. Y ha perdido las señales y está perdido.
Tres películas que ubican su historia en la antesala de una destrucción. Tres películas
de nuestro tiempo. Y en el fondo de coerción y soledad que reluce detrás de un temor al
cataclismo o en la felicidad con que también puede elegirse vivir el dolor por cada
parcela arrebatada, en la realidad insomne vivida en una isla donde la urgencia por lo
real se resquebraja, pero también, en un universo de anacronías en todos los casos, los
films que aquí recomendamos tienen el poder de citar la historia, y palpar el fondo
oscuro de lo real, adentrarse en lo contemporáneo por lo que el presente escamotea.
Serra lo dice a su modo: “hay que hacer visible lo invisible”. Un modo que nos
recuerda nuestra cita inicial a Agamben, quien para postular qué es ser contemporáneo
nos impelió a mirar la oscuridad de nuestro tiempo, y nos dijo sobre la luz negra que
ven nuestros ojos al cerrarse los párpados, y sobre la luz que se afana en alcanzarnos sin
conseguirlo y que es la oscuridad del cielo.