Inhibición, Síntoma y Angustia Autor Sigmund Freud
Inhibición, Síntoma y Angustia Autor Sigmund Freud
Inhibición, Síntoma y Angustia Autor Sigmund Freud
Sigmund Freud
(Obras completas)
I
Observamos sólo ser varios los procedimientos empleados para perturbar la función
sexual: 1º La simple desviación de la libido (desviación que parece ser lo que más
especialmente provoca aquello que denominamos una inhibición pura); 2º La alteración
del ejercicio normal de la función; 3º Se puede estorbar la misma por condiciones
especiales ligadas a ella, o puede ser modificada por derivarla hacia otros fines; 4º Su
prevención por medio de medidas de aseguramiento; 5º Su interrupción por desarrollo
de angustia cuando no ha sido imposible impedir su iniciación; y 6º Una reacción
ulterior que protesta contra la función y que quiere deshacer lo hecho cuando, a pesar de
todo, llegó la función a realizarse.
Podríamos extender esta revisión a otras funciones, pero nada más conseguiríamos
ni pasaríamos de la superficie de los fenómenos. Así, pues, nos decidiremos por una
interpretación que no deja ya por resolver sino un pequeño resto del concepto de la
inhibición. La inhibición es la expresión de una restricción funcional del «yo»,
restricción que puede obedecer a muy diversas causas Algunos de los mecanismos de
esta renuncia a la función nos son ya harto conocidos como en ciertos propósitos
generales de los mismos.
En las inhibiciones específicas es fácilmente reconocible dicho propósito. Cuando
el tocar el piano, el escribir e incluso el andar sucumben a inhibiciones neuróticas, el
análisis nos revela la causa en una intensísima erotización de los órganos que en tales
funciones intervienen, o se,a, de los dedos o de los pies. En general, hemos llegado al
conocimiento de que la función yoica de un órgano queda alterada cuando su
significación sexual, su «erogeneidad», recibe un incremento. Permitiéndonos una
comparación un tanto chocarrera, diremos que se conduce entonces como una cocinera
que no quiere acercarse ya al fogón porque el dueño de la casa la ha requerido de
amores. Cuando el acto de escribir -consistente en dejar fluir de un tubo un líquido sobre
un trozo de papel blanco- llega a tomar la significación simbólica del coito, o el de andar
la de un sustitutivo simbólico de pisar el cuerpo de la madre Tierra, se deja de escribir o
de andar, porque el hacerlo es como si se realizase un acto sexual prohibido. El yo
renuncia a estas funciones para no tener que llevar a cabo una nueva represión para
evitar un nuevo conflicto con el «ello».
Las inhibiciones más generales del yo siguen otro distinto mecanismo, muy
sencillo. Cuando el yo se encuentra absorbido por una labor psíquica de particular
gravedad, tal como un duelo, gran supresión afectiva o la tarea de mantener sumergidas
fantasías sexuales continuamente emergentes, se empobrece tanto la energía de que
puede disponer que se ve obligado a restringir su gasto en muchos lugares, semejante a
un espectador que tiene inmovilizado su dinero en sus empresas. Un instructivo ejemplo
de tal inhibición general de corta duración me fue ofrecido por un enfermo de neurosis
obsesiva que quedaba sumido en una fatiga paralizadora, durante uno o varios días, en
ocasiones que habrían debido provocar un acceso de ira. A nuestro juicio, debe de tener
aquí su punto inicial un camino que habrá de conducirnos a la comprensión de la
inhibición general característica de los estados graves de depresión, y sobre todo de la
melancolía, el más grave de tales estados.
Podemos, pues, decir finalmente de las inhibiciones que son restricciones de las
funciones del yo, bien como medida de precaución, bien a consecuencia de un
empobrecimiento de energía. Fácilmente vemos ya en qué se diferencia la inhibición del
síntoma. El síntoma no puede ser ya descrito como un proceso que ocurra dentro o actúe
sobre el yo.
II
Así, la cuestión de cuál es el destino del impulso instintivo activado en el ello y que
tiende a su satisfacción. A esta interrogación respondimos indirectamente diciendo que
por el proceso de la represión se transformaban en displacer el placer de satisfacción
esperado. Hallándonos entonces ante el problema de cómo podía ser displacer el
resultado de una satisfacción de un instinto. Cuestión que esperamos dejar explicada
declarando que la descarga de excitación propuesta en el ello no tiene efecto a
consecuencia de la represión, consiguiendo el yo inhibirla o desviarla. De este modo
queda resuelto el enigma de la «transformación de los efectos» en la represión. Pero con
ello concedemos que el yo puede ejercer sobre los procesos desarrollados en el ello muy
amplia influencia y habremos de investigar por qué medios se le hace posible desarrollar
tan sorprendente poderío.
En otro lugar hube ya de indicar que la mayor parte de las represiones que se nos
presentan en nuestra labor terapéutica son casos de represión secundaria. Suponen, en
efecto, represiones primitivas, que ejercen una influencia de atracción sobre las nuevas
situaciones. Nuestro conocimiento de estas circunstancias y estadios primitivos de la
represión es aún harto insuficiente. Con suma facilidad se cae en el error de exagerar el
papel que el super-yo desempeña en la represión. De momento no es posible aún
determinar si la aparición del super-yo crea la línea divisoria entre la represión primitiva
y la secundaria. De todos modos, las primeras explosiones de angustia, que son muy
intensas, tienen efecto antes de la diferenciación del super-yo. Es muy posible.que los
más próximos motivos precipitantes de la represión primitiva sean factores cuantitativos,
tales como una extraordinaria intensidad de excitación o la ruptura de la protección
contra los estímulos.
La mención de este dispositivo protector nos recuerda que las represiones surgen
en dos situaciones diferentes: cuando una percepción externa despierta un impulso
instintivo indeseado y cuando un tal impulso emerge en el interior, sin estímulo alguno
externo provocador.
Más adelante volveremos sobre esta dualidad. Por ahora nos limitaremos a
advertir que sólo contra los estímulos externos y no contra los impulsos instintivos
internos existe un dispositivo protector.
En tanto estudiamos el intento de fuga del yo, permanecemos lejos del tema de la
formación de síntomas. El síntoma surge del impulso instintivo obstruido por la
represión. Cuando con la intervención auxiliadora de la señal de displacer logra el yo su
propósito de subyugar totalmente el impulso instintivo, no logramos la menor noticia del
proceso represivo. Sólo en los casos de represiones más o menos fracasadas
conseguimos seguir el curso de dicho proceso. En estos casos comprobamos
generalmente que el impulso instintivo ha encontrado, a pesar de la represión, un
sustitutivo, si bien muy disminuido, desplazado e inhibido, siendo imposible reconocer
tal sustitutivo como una satisfacción del instinto objeto de la represión. Su realización no
produce tampoco placer ninguno y, en cambio, toma un carácter compulsivo.
Sabemos muy bien cuán poca luz ha podido arrojar hasta ahora la ciencia sobre
los enigmas de este mundo. Todos los esfuerzos de los filósofos continuarán siendo
vanos. Sólo una paciente perseveración en una labor que todo lo subordine a una
aspiración a la certeza puede lentamente lograr algo. El viajero que camina en la
oscuridad rompe a cantar para engañar sus temores, mas no por ello ve más claro.
III
Cuando confrontamos en nuestro pensamiento esta parte con la totalidad o cuando entre
ambas surge realmente la discordia se nos evidencia la debilidad del yo. En cambio,
cuando el yo permanece enlazado al ello, sin distinguirse de él, nos muestra una intensa
energía. Análogamente sucede en la relación entre el yo y el super-yo. En muchas
situaciones se confunden a nuestra vista. Unicamente nos es dado distinguirlos cuando
entre ambos surge un conflicto. Con respecto a la represión, resulta decisivo el hecho de
ser el yo una organización, y el ello, no. El yo es, en efecto, la parte organizada del ello.
Esta lucha secundaria de defensa nos muestra dos aspectos diferentes. De una
parte, el yo se ve forzado por su propia naturaleza a emprender algo que hemos de
considerar como una tentativa de restauración o de conciliación. El yo es una
organización; se basa en el libre comercio de todos sus componentes entre sí y en la
posibilidad de su recíproco influjo; su energía desexualizada proclama aún su
procedencia en la aspiración a la unión y a la unificación, y esta necesidad de síntesis se
hace más fuerte en razón directa del aumento de la fuerza del yo. Se hace así
comprensible que el yo intente suprimir el extrañamiento y el aislamiento del síntoma,
utilizando todas las posibilidades de enlace con él e incorporándolo a su organización
por medio de tales lazos. Sabemos que tal aspiración influye sobre el acto de la
formación de síntomas. Aquellos síntomas histéricos que se nos han evidenciado como
transacciones entre la necesidad de satisfacción y la de castigo constituyen un clásico
ejemplo del proceso descrito. Como cumplimiento de una exigencia del super-yo tienen
tales síntomas desde su principio participación en el yo, significando, por otro lado,
posiciones de los impulsos reprimidos y puntos de penetración de los mismos en la
organización del yo. Son, por decirlo así, estaciones fronterizas con guarnición mixta.
Sería interesante investigar con minuciosidad si todos los síntomas histéricos primarios
presentan esta misma estructura. En el curso ulterior del proceso se comporta el yo como
si se guiase por la reflexión de que, una vez surgido el síntoma y siendo imposible
suprimirlo, ha de ser lo mejor familiarizarse con la situación dada y sacar de ella el
mejor partido posible. Tiene entonces efecto una adaptación al elemento del mundo
interior extraño al yo, representado por el síntoma adaptación análoga a la que el yo
lleva a cabo normalmente con respecto al mundo exterior real. Para la cual no faltan
nunca motivos ni ocasiones. La existencia del síntoma puede traer consigo cierto
impedimento de la función, el cual puede ser usado para apaciguar una exigencia del
super-yo o rechazar una aspiración del mundo exterior. De este modo es atribuida
paulatinamente al síntoma la representación de interés cada vez más importantes, con lo
cual adquiere un valor para la autoafirmación, se enlaza cada vez más íntimamente al yo
y le es cada vez más indispensable. Sólo en casos muy raros puede seguir el proceso de
la enquistación de un cuerpo extraño una marcha semejante. La importancia de esta
adaptación secundaria al síntoma se ha llegado también a exagerar, afirmando que el yo
no ha creado el síntoma sino precisamente para gozar de sus ventajas. Pero esto equivale
a suponer que un soldado se había dejado herir de gravedad perdiendo una pierna para
vivir en adelante sin trabajar, a costa del Estado.
Otras formas que adquieren los síntomas en las de la neurosis obsesiva y la
paranoia, adquieren un alto valor para el yo, no por suponer ventaja alguna, sino por
aportarle una satisfacción narcisista inaccesible de otro modo. Las formaciones de
sistemas de los enfermos de neurosis obsesiva halagan su amor propio con la ilusión de
que son hombres mejores que los demás, por ser más puros o de más estricta moral; y
los delirios de la paranoia abren a la agudeza y fantasía del paciente un amplio campo de
acción, difícilmente sustituible. De todas estas circunstancias resulta aquello que nos es
conocido con el nombre de ventaja de la enfermedad (secundaria) de la neurosis. Esta
ventaja apoya la tendencia del yo a incorporarse el síntoma y fortalecer la fijación de
este último. Cuando luego intentamos prestar nuestra ayuda analítica al yo en su lucha
contra el síntoma, descubrimos en el lado de la resistencia la actuación de los enlaces
conciliadores entre el yo y el síntoma, no siendo nada fácil desatarlos.
IV
Juanito se niega a salir a la calle porque le dan miedo los caballos. Esta es la
materia prima que se ofrece a nuestra investigación. ¿Cuál es aquí el síntoma? ¿Es él la
razón de su miedo? ¿Es él el objeto de sus temores? ¿Es él lo que le impide moverse
libremente? ¿O es él más de una de esas combinaciones? ¿Dónde está la satisfacción que
Juanito se prohíbe? ¿Y por qué tal prohibición?
En cambio, el caso de Juanito nos descubre, con toda certeza, algo distinto. El
impulso instintivo que sucumbe a la represión es un impulso hostil contra el padre. El
análisis nos aportó la prueba correspondiente al investigar el origen de la idea del
caballo agresor. Juanito había visto una vez caerse un caballo, y en otra ocasión, caerse y
herirse a uno de sus infantiles camaradas con el que jugaba a los caballos. El análisis nos
llevó a suponer justificadamente en Juanito un impulso optativo consistente en el deseo
de que su padre se cayera y se hiriese como el caballo y el compañero de juego.
Circunstancias enlazadas con un viaje del padre nos hicieron luego sospechar que el
deseo de su desaparición halló aún otra expresión menos tímida. Ahora bien, un impulso
así equivalente a la intención de llevar el sujeto a cabo, por sí mismo, la supresión
deseada del padre; esto es, al impulso asesino del complejo de Edipo.
Hasta ahora no vemos ningún camino que conduzca desde este impulso reprimido
a la sustitución del mismo que sospechamos en la fobia a los caballos. Para hacer más
transparente el caso simplificaremos la situación psíquica de Juanito, prescindiendo de la
ambivalencia y de la infantil edad del sujeto. Supongamos que se trata de un criado
joven, enamorado de su señora, de la que ha logrado obtener correspondencia. Es
indudable que odiará al marido y señor, más poderoso y fuerte, y que deseará su
desaparición. La consecuencia más natural de esta situación será que, al mismo tiempo,
temerá la venganza del patrón y surgirá en él un estado de angustia temerosa con
respecto al mismo, totalmente análoga al miedo de Juanito a los caballos. Quiere esto
decir que no podemos calificar de síntoma la angustia de esta fobia. Si Juanito, que está
enamorado de su madre, mostrara miedo a su padre, no tendríamos ningún derecho a
atribuir una neurosis ni una fobia. Nos hallaríamos simplemente ante una reacción
afectiva muy comprensible. Lo que hace de esta reacción una neurosis es única y
exclusivamente la sustitución del padre por el caballo. Este desplazamiento es lo que
puede calificarse de síntoma y lo que constituye el otro mecanismo, que permite la
solución del conflicto por ambivalencia sin el auxilio de la formación reactiva. Este
mecanismo de desplazamiento resulta posible o queda facilitado por la circunstancia de
que las huellas innatas del pensamiento totemista despiertan aún fácilmente en la tierna
edad de nuestro sujeto. El abismo que separa al hombre del animal no ha sido aún
reconocido, ni mucho menos sobreacentuado en los niños como más tarde lo es. El
hombre adulto, admirado y al mismo tiempo temido, se halla aún para el niño en el
mismo plano que el corpulento animal, al cual se envidia, por múltiples motivos, pero
contra el cual se ha sido repetidamente prevenido porque puede ser peligroso. El
conflicto de ambivalencia no queda, pues, resuelto en una sola y misma persona, sino
simplemente esquivado por medio de un rodeo, consistente en desplazar uno de los dos
impulsos que lo integran sobre una persona distinta como objeto sustitutivo.
Hasta aquí vamos viendo claro; pero en otro punto nos causa el análisis de la fobia
de Juanito un gran desengaño. La deformación en la que consiste la formación del
síntoma no es efectuada en la representación (en el contenido ideacional) del impulso
que de reprimir se trata sino en otra muy distinta, que no corresponde sino a una
reacción al desagradable instinto. Lo que esperábamos era más bien que en vez de su
miedo a los caballos hubiera presentado Juanito una tendencia a maltratarlos o hubiera
dado clara expresión al deseo de verlos caerse, herirse y hasta sucumbir entre
convulsiones (el pataleo de que ' Juanito habla repetidamente). En el análisis surge,
desde luego, algo de esto; pero no aparece en primer término de la neurosis, ni -cosa
singular- hubiéramos nosotros diagnosticado su caso como una neurosis si su síntoma
principal hubiera sido tal hostilidad, dirigida tan sólo contra el caballo en lugar de contra
su padre. Algo hay, pues, aquí equivocado, bien en nuestra concepción de la represión,
bien en nuestra definición de un síntoma. Ahora bien, se nos ocurre en seguida que si
Juanito hubiese mostrado realmente tal conducta con respecto a los caballos, la represión
no habría modificado en absoluto el carácter agresivo del impulso instintivo, y sí sólo
cambiando su objeto.
Desde luego, hay casos de represión que se mantienen dentro de este límite; pero
en la fobia de Juanito ha sucedido algo más. Así nos lo demuestra otra parte del análisis.
Hemos visto ya que Juanito indicaba como contenido de su fobia el miedo
angustioso a ser mordido por un caballo. Posteriormente hemos tenido ocasión de
penetrar en la génesis de otro caso de zoofobia, en el cual el animal temido era el lobo,
pero también como sustitución del padre. En conexión con un sueño cuando niño, que el
análisis logró hacer transparente, se desarrolló en el sujeto de este caso (un joven ruso de
30 años) el miedo a ser devorado por el lobo, como uno de las siete cabritas del cuento.
El hecho de que el padre de Juanito hubiera jugado con éste a los caballos determinó
seguramente la elección del animal temido. Del mismo modo resultaba por lo menos
muy probable en el segundo caso que el padre del sujeto fingiera alguna vez, en sus
juegos infantiles con su hijo, ser un lobo que amenazaba devorarlo. Después de este caso
he observado aún otro cuyo sujeto era un joven americano que me visitó para ser
analizado. En él no se había desarrollado zoofobia alguna, pero que precisamente tal
ausencia de zoofobia nos ayudó a comprender los casos anteriores. La excitación sexual
del sujeto se había inflamado al escuchar la lectura de un cuento infantil en el que se
trataría de un caudillo árabe que perseguía a una persona, cuyo cuerpo estaba hecho de
una sustancia comestible (el gingerbreadman), para devorarla. Con este hombre
comestible se identificaba el joven. El caudillo resultaba fácilmente reconocible como
un sustitutivo del padre. Esta fantasía constituyó la primera base de las fantasías
autoerótica del sujeto.
El caso del sujeto ruso y el de Juanito, algo más sencillo, sugieren aún algunas
otras reflexiones; mas por lo pronto descubrimos ya dos cosas inesperadas. Resulta
indiscutible que el impulso instintivo reprimido en estas fobias es un impulso hostil
contra el padre. Puede decirse que queda reprimido por el proceso de transformación en
su contrario. En lugar de la agresión contra el padre surge la agresión -la venganza- del
padre contra la persona del sujeto. Como de todos modos la fase sádica de la libido
integra de por sí tal agresión no precisa ya esta última, sino de un cierto descenso al
grado oral, que en Juanito aparece indicado por el temor a ser mordido, y en el ruso,
claramente expresado por el temor a ser devorado. Pero, además, el análisis permite fijar
con plena seguridad que simultáneamente ha sucumbido a la represión otro distinto
impulso instintivo de sentido contrario: el amoroso pasivo hacia el padre; impulso que
había alcanzado ya el nivel de la organización genital (fálica) de la libido. Este último
impulso parece incluso ser el más importante para el resultado final del proceso
represivo, siendo el que experimenta más amplia regresión y ejerciendo influencia
determinante sobre el contenido de la fobia. Así, pues, allí donde no hemos vislumbrado
sino una sola represión de un instinto habremos de reconocer la coincidencia de dos de
estos procesos, constituyendo los dos impulsos instintivos correspondientes -agresión
sádica contra el padre y disposición amorosa pasiva con respecto a él- un par antitético.
¿Qué fue lo que nos sugirió la idea de esta última? El estudio de las neurosis
actuales, en época en la que aún nos hallábamos muy lejos de distinguir entre procesos
en el yo y procesos en el ello. Hallamos, en efecto, que ciertas prácticas sexuales, como
el coitus interruptus, la excitación frustrada y la abstinencia forzada, producen
explosiones de angustia y una disposición general a la misma. Surgiendo, por tanto,
estos fenómenos siempre que la excitación queda coartada, detenida o desviada en su
curso hacia la satisfacción. Como la excitación sexual es la expresión de impulsos
instintivos libidinosos, no parecía demasiado atrevido suponer que la libido se
transformaba en angustia bajo el influjo de tales perturbaciones. Ahora bien: esta
observación es aún válida hoy en día; mas, por otro lado, no puede negarse que la libido
de los procesos del ello experimenta una perturbación bajo los efectos del impulso a la
represión. Puede así continuar siendo exacto que en la represión se forma angustia a
expensa de la carga de libido de los impulsos instintivos. Mas entonces surge la cuestión
de cómo es posible conciliar tal estudio con el que de la angustia sentida en las fobias es
una angustia del yo, y nace en él en vez de nacer de la represión, la provoca. Esto parece
una contradicción difícil de solucionar. La reducción de ambos orígenes de la angustia a
uno solo no es nada sencillo. Podemos quizá arriesgar la hipótesis de que el yo sospecha
peligros en la situación del coito interrumpido, de la excitación frustrada y de la
abstinencia, peligros ante los cuales reacciona con angustia; pero esta hipótesis no nos
conduce a nada. Por otra parte, los análisis de fobias realizados no parecen admitir
rectificación alguna. Non liquet!.
VI
DURANTE estas luchas podemos observar dos actividades del yo, dedicadas a la
formación de síntomas, que presentan particular interés por ser evidentes subrogados de
la represión, y muy apropiadas, por tanto, para explicarnos la finalidad y la técnica de
este proceso. La aparición de estas técnicas, auxiliares y sustitutivas, podemos quizá
interpretarla como una prueba de que la represión propiamente dicha tropieza con
dificultades en su funcionamiento. Reflexionando que en la neurosis obsesiva es el yo,
mucho más ampliamente que en la histeria, escena de la formación de síntomas, y que
este yo se mantiene tenazmente aferrado a su relación con la realidad y con la
consciencia, empleando en ello todos sus medios intelectuales, y que hasta el
pensamiento mismo aparece erotizado e invadido por una sobrecarga psíquica;
reflexionando, repetimos, sobre estas circunstancias, nos aproximaremos, quizá, a la
comprensión de las referidas variantes de la represión.
Los elementos que así quedan separados son precisamente aquellos que debían unirse
por asociación. El aislamiento motor garantiza la interrupción de la coherencia mental.
Esta conducta de la neurosis usa como pretexto al proceso de la concentración normal,
por medio del cual tendemos a evitar que una impresión o una labor que juzgamos
importantes sean perturbadas por otras operaciones mentales o actividades simultáneas.
Pero aún una persona normal utiliza la concentcación no sólo para mantener apartada lo
indiferente o lo heterogéneo, sino, sobre todo, lo contradictorio. Lo que más perturbador
nos parece es aquello que primitivamente estuvo unido y quedó luego separado en el
curso progresivo del desarrollo; por ejemplo, las manifestaciones de la ambivalencia del
complejo paterno en nuestra relación con Dios o los impulsos de los órganos excretorios
en las emociones amorosas. De este modo, el yo tiene que realizar normalmente una
gran labor de aislamiento en su función de dirigir el curso del pensamiento. Y ya
sabemos que en el ejercicio de la técnica analítica hemos de enseñar al yo a renunciar
temporalmente a esta función, justificada en todo otro momento.
VII
VOLVEREMOS a las zoofobias infantiles, puesto que son los casos a cuya
comprensión hemos conseguido aproximarnos más. Como ya vimos, el yo tiene que
actuar en estas afecciones contra una carga de objeto libidinosa del ello (la del complejo
de Edipo, positivo o negativo), por comprender que el aceptarla traería consigo el
peligro de la castración. Al examinar en páginas anteriores este proceso nos quedó por
discutir una pequeña duda, que ahora tenemos ocasión de poner en claro. Se trata de
dilucidar si en el caso de Juanito, o sea, en el del complejo de Edipo positivo, ¿es el
impulso amoroso hacia la madre o el agresivo contra el padre el que provoca la defensa
del yo? Desde el punto de vista práctico no parece presentar esta cuestión demasiado
interés, puesto que los dos impulsos se condicionan de un modo recíproco; pero
teóricamente sí, por ser el impulso amoroso hacia la madre el único que podemos
considerar puramente erótico. El impulso agresivo depende, en efecto, esencialmente del
instinto de destructividad; y siempre hemos creído que contra lo que el yo se defiende en
la neurosis es contra las exigencias de la libido y no contra las de los demás instintos. En
realidad, vemos que después de la formación de la fobia de Juanito parece desvanecerse
el impulso amoroso hacia la madre, como si la represión lo hubiese eliminado
totalmente, teniendo lugar un cambio en el impulso agresivo la formación del síntoma (o
formación del sustitutivo). El caso del sujeto atacado de fobia a los lobos es más
sencillo; el impulso reprimido es un impulso erótico genuino -la actitud femenina con
respecto al padre-, y la formación de síntomas tiene lugar en relación con este impulso.
Es casi vergonzoso que después de tan larga labor tropecemos aún con
dificultades, incluso en los puntos más fundamentales; pero nos hemos propuesto no
simplificar ni ocultar nada. Si no conseguimos aclarar el problema queremos, por lo
menos, darnos clara cuenta de sus incógnitas. Lo que aquí nos estorba el camino es,
quizá, algún defecto en el desarrollo de nuestra teoría de los instintos. En un principio
perseguimos las organizaciones de la libido desde la fase oral, a través de la fase sádico
anal, hasta la fase genital, considerando en la tres el mismo nivel los componentes del
instinto sexual. Más tarde nos pareció ver en el sadismo el representante de otro instinto
contrario al Eros. Y ahora nuestra nueva teoría de la división de los instintos en dos
grupos parece destruir nuestra anterior concepción de las fases sucesivas de la
organización de la libido. Mas por salir de esta dificultad no precisamos descubrir
auxilio ninguno nuevo, pues nos lo ofrece el hecho; ya conocido, de que escasamente se
nos presentan impulsos instintivos puros, sino aleaciones de instintos de los dos grupos,
en proporciones diferentes. Así, pues, no necesitamos revisar nuestras consideraciones
de las organizaciones de la libido. La carga sádica de objeto puede ser tratada
legítimamente como una carga libidinosa; y el impulso agresivo contra el padre puede
ser, del mismo modo que el amoroso hacia la madre, objeto de la represión. De todos
modos, señalaremos como materia de ulteriores reflexiones la posibilidad de que la
represión sea un proceso especialmente relacionado con la organización genital de la
libido y que el yo acuda a métodos distintos de defensa cuando haya de actuar contra la
libido en otras fases de la organización de la misma, diferentes de la genital. Señalada
esta posibilidad, continuaremos nuestro camino. El caso de Juanito no nos permite
decidir la cuestión planteada. En él es eliminado, ciertamente, por represión, un impulso
agresivo; pero ello sucede alcanzada ya la organización genital.
Evitaremos perder de vista esta vez la relación con la angustia. Decíamos que en
cuanto el yo reconoce el peligro de castración de la señal de angustia e inhibe, por medio
de la instancia del placer-displacer y en forma que aún no conocemos, el amenazador
proceso de carga en el ello. Simultáneamente tiene efecto la formación de la fobia. El
miedo a la castración se dirige a un objeto distinto y toma una expresión disfrazada -ser
mordido por un caballo o devorado por un lobo en lugar de ser castrado por el padre-. La
formación sustitutiva tiene dos evidentes ventajas. En primer lugar evita un conflicto por
ambivalencia, pues el padre es, al mismo tiempo, un objeto amado; y en segundo
permite al yo terminar el desarrollo de angustia. La angustia de la fobia es, en efecto,
condicional. No aparece sino ante la percepción de su objeto, cosa perfectamente
justificada, puesto que sólo entonces existe el peligro. De un padre que no está ahí no
puede temerse la castración. Ahora bien, el padre no puede ser suprimido, aparece ante
el sujeto cuando quiere. Pero una vez sustituido el padre por un animal, el sujeto no tiene
más que evitar la percepción de este último, o sea, su presencia, para vivir libre de
peligro y de angustia. Así, pues, Juanito impone a su yo una limitación: la de no salir a
la calle para no encontrarse con un caballo. El joven sujeto ruso se libra del peligro
mucho más cómodamente y sin sacrifcio alguno. Le basta con no mirar un cierto libro de
estampas, y si su hermana no se complaciese malignamente en ponerle de continuo ante
los ojos la lámina que representa al lobo en actitud erguida, podría considerarse libre de
su miedo.
Así, pues, la angustia de las zoofobias es una reacción afectiva del yo al peligro, y
el peligro en ellas señalado es el de la castración. La única diferencia existente entre esta
angustia y la angustia real, que el yo esterioriza normalmente en situaciones peligrosas,
es la de que su contenido es inconsciente, y sólo disfrazado y deformado llega a la
consciencia. Esta misma concepción resulta aplicable a las fobias de sujetos adultos, si
bien en ellas es mucho más considerable el material que la neurosis elabora,
agregándose, además, a la formación de síntomas algunos otros factores. Pero en el
fondo no hay diferencia alguna. El enfermo de agorafobia impone a su yo una limitación
para huir de un peligro provocado por un instinto. Este peligro es la tentación de ceder a
sus deseos eróticos, con lo cual suscitaría, como en la infancia, el peligro de la
castración u otro análogo. Como ejemplo, citaré el caso de un joven que enfermó de
agorafobia porque temía ceder a las invitaciones de las prostitutas y contraer, en castigo,
una infección luética.
Sabemos muy bien que muchos casos presentan más complicada estructura, y que
en la fobia pueden confluir muchos otros impulsos instintivos reprimidos; pero estos
últimos no son sino afluentes tributarios que por lo general han venido a unirse sólo
ulteriormente al curso principal de la neurosis. La sintomatología de la agorafobia se
hace más complicada por el hecho de que el yo no se contenta con renunciar a algo, sino
que agrega elementos destinados a despojar a la situación de su peligro. Esta agregación
es habitualmente una regresión temporal a los años infantiles (en los casos extremos
hasta la existencia fetal anterior al nacimiento, época en la que el sujeto se hallaba a
cubierto de los peligros que hoy le amenazan). Esta regresión toma la forma de una
condición bajo la cual puede prescindir el yo de la renuncia. Así, el enfermo de
agorafobia se arriesgará a salir a la calle si va acompañado, como cuando era un niño
pequeño por una persona conocida y de su confianza; o también solo, con tal de no
alejarse de su casa sino una determinada distancia, o no ir a sitios que no le son
familiares o en los que la gente no le conoce. En la elección de estas condiciones se
muestra la influencia de factores infantiles, que dominan al sujeto por mediación de su
neurosis. Totalmente inequívoca, aun sin tal regresión infantil, es la fobia a la soledad,
que en el fondo trata de evitar la tentación de la masturbación solitaria. La condición de
la regresión infantil es, naturalmente, que la infancia sea ya pretérita por el sujeto.
Todo lo que hemos logrado descubrir sobre la angustia en las fobias es también
aplicable a la neurosrs obsesiva. No es difícil reducir la situación dada en esta neurosis a
la de la fobia. El motor de toda la ulterior formación de síntomas es aquí, evidentemente,
el miedo del yo a su super-yo. La situación peligrosa a la que el yo tiene que sustraerse
es la hostilidad del super-yo. Falta aquí toda apariencia de proyección; el peligro es
totalmente interno. Pero si nos preguntamos qué es lo que el yo teme por parte del
superyo, habremos de reconocer que el castigo con que amenaza el super-yo es una
continuación del castigo de castración. Así como el super-yo es el padre
despersonalizado, el miedo a la castración se ha convertido en una angustia moral o
social indeterminada. Mas esta angustia permanece encubierta, pues el yo la elude,
ejecutando obedientemente los preceptos, prevenciones y actos expiatorios que le son
impuestos. Cuando algo le impide llevarlos a cabo, surge en el acto un malestar
extraordinariamente penoso, que los enfermos equiparan a la angustia, y en el que
hemos de ver un equivalente de la misma.
VIII
La angustia es, pues, en primer lugar, algo que sentimos. La calificamos de estado
afectivo, aunque no sabemos bien lo que es un afecto. Como sentimiento, presenta un
franco carácter displaciente; pero no es ésta la única de sus cualidades pues no todo
displacer puede ser calificado de angustia. Existen, en efecto, otros sentimientos de
carácter displaciente: la ansiedad, el dolor, el duelo. La angustia habrá de presentar, a
más de dicho carácter, algunas otras particulares. ¿Conseguiremos llegar a la
comprensión de las diferencias de estos diversos afectos displacientes?
Los puntos 2º y 3º nos dan ya una diferencia con respecto a otros estados
análogos; por ejemplo, el duelo y el dolor. Este último no integra manifestaciones
motoras, y cuando éstas se presentan en él revelan no ser elementos del afecto, sino
consecuencia del mismo o reacciones a él. Así, pues, la angustia es un estado
displaciente especial, con actos de descarga por vías determinadas. Siguiendo nuestra
concepción general, habremos de suponer que la angustia se basa en un incremento de la
excitación, el cual crea, de un lado el carácter displaciente y por otro, busca aliviarse por
medio de los indicados actos de descarga. Mas no bastándonos esta síntesis puramente
fisiológica, nos inclinaremos a admitir la existencia de un factor histórico que enlaza
estrechamente entre sí las sensaciones y las inversiones de la angustia. O dicho de otro
modo, supondremos que el estado de anigustia es la reproducción de una experiencia
que integraba las condiciones de tal incremento del estímulo y las de la descarga por
vías determinadas, lo cual daría al displacer de la angustia su carácter específico. Tal
experiencia prototípica sería para los hombres el nacimiento. Así, pues, nos inclinamos a
ver en el estado de angustia una reproducción del trauma del nacimiento.
No afirmamos con esto nada que procure a la angustia un puesto excepcional entre
los estados afectivos. A nuestro juicio, también los demás afectos son reproducciones de
sucesos antiguos, de importancia vital y, eventualmente, preindividuales; los
consideramos como ataques histéricos universales, típicos e innatos comparados a los
ataques de la neurosis histérica, recientes e individualmente adquiridos, cuya génesis y
significación como símbolos mnémicos nos ha revelado el análisis. Sería muy de desear
que esta misma interpretación se demostrara aplicable a otros afectos distintos; mas, por
ahora, nos hallamos muy lejos de ello.
Pero hay que tener en cuenta algunas observaciones. Las inervaciones del estado
de angustia primitivo tuvieron, muy probablemente, un significado y un propósito del
mismo modo que los movimientos musculares del primer ataque histérico. Para
explicarnos el ataque histérico no tenemos más que buscar la situación en la que los
movimientos correspondientes constituían una parte de un acto justificado. Así en el
acto del nacimiento, la inervación de los órganos respiratorios tiende muy
verosímilmente a preparar la actividad pulmonar y el aceleramiento de los latidos del
corazón, a liberar de sustancias tóxicas la sangre. Esta adecuación falta naturalmente, en
la reproducción ulterior del estado de angustia como afecto, e igualmente en la
repetición del ataque histérico. Así, pues, cuando el individuo se ve en una nueva
situación peligrosa, puede resultar inadecuado que responda a ella con el estado de
angustia; esto es, con la reacción a un peligro pretérito, en lugar de seguir una reacción
adecuada al peligro actual. Pero la conducta de aquél puede, una vez más, ser adecuada
al ser reconocida la proximidad de la situación peligrosa y ser ésta señalada por la
explosión de la angustia. En tal caso puede entonces ser suprimida la angustia en el acto
por medio de medidas apropiadas. Se distinguen, pues, en seguida dos posibilidades de
la aparición de angustia: una inadecuada con relación a una nueva situación peligrosa; la
otra adecuada, para señalar y prevenir tal situación.
Apenas nos queda ya sino estudiar las ocasiones en que el niño se muestra
propicio al desarrollo de angustia durante la lactancia o en la época inmediatamente
posterior. En su libro El trauma del nacimiento ha realizado Otto Rank una enérgica
tentativa de demostrar la relación de las fobias infantiles más tempranas con la
impresión del suceso del nacimiento. Pero a nuestro juicio, no ha alcanzado esta
tentativa su propósito. Pueden reprochársele dos cosas. En primer lugar, se basa en la
hipótesis de que el niño ha recibido en su nacimiento determinadas impresiones
sensoriales, especialmente de naturaleza visual, cuya renovación puede provocar el
recuerdo del trauma del nacimiento, y con él, la reacción de angustia. Esta hipótesis no
aparece demostrada y es harto inverosímil. No puede creerse que el niño haya retenido
del proceso del parto más sensaciones que algunas táctiles y otras de carácter general.
Así, pues, la explicación dada por Rank al miedo que muestra el niño al ver salir a un
animalito de un agujero o entrar en él, considerando tal miedo como reacción a la
percepción de una analogía; no es admisible, pues el niño no puede darse cuenta de tal
analogía. Pero, además, al tratar de estas situaciones de angustia ulteriores concede Rank
eficacia, según los casos, bien al recuerdo de la feliz existencia intrauterina, bien al de la
perturbación traumática de dicha existencia, con lo cual queda abierto el camino a la
arbitrariedad en la interpretación.
Hemos, pues, de concluir que las fobias infantiles más tempranas no permiten
referencia alguna directa a la impresión del acto del nacimiento, eludiendo así hasta
ahora, en general, toda explicación. Es innegable, por otra parte, que el niño de pecho
muestra cierta disposición a la angustia. Esta disposición no presenta su máxima
intensidad inmediatamente después del nacimiento, para ir luego disminuyendo poco a
poco, sino que aparece ulteriormente con el progreso del desarrollo anímico, y se
mantiene durante cierto período de la infancia. Cuando estas fobias tempranas perduran
más allá de tal período, hacen sospechar la existencia de una perturbación neurótica,
aunque tampoco se nos haya hecho visible en modo alguno su relación con las ulteriores
y certeras neurosis infantiles.
Hay otra de nuestras anteriores afirmaciones que demanda ser revisada a la luz de
nuestra nueva concepción. Es la de que el yo es la verdadera sede de la angustia.
Esperamos que tal revisión no hará sino confirmar su exactitud. No tenemos, en efecto,
ningún motivo para atribuir al super-yo manifestación alguna de angustia, y al hablar de
una «angustia del ello» no hacemos sino usar una expresión impropia, que habremos de
corregir, aunque más en la forma que en el contenido. La angustia es un estado afectivo,
que naturalmente sólo puede ser sentido por el yo. El ello no puede, como el yo,
experimentar angustia, pues no es una organización ni puede discriminar las situaciones
peligrosas. En cambio, es muy frecuente el desarrollo o preparación en el ello de
procesos que dan ocasión al yo para una explosión de angustia. En realidad, las
represiones quizá más tempranas y la mayoría de las ulteriores son motivadas por la tal
angustia del yo ante procesos desarrollados en el ello. Distinguimos de nuevo aquí muy
fundadamente dos casos: el primero, que en el ello suceda algo que active alguna de las
situaciones peligrosas para el yo y le mueva a dar la señal de angustia para iniciar la
inhibición; el segundo, que se constituya también en el ello una situación análoga a la
del trauma del nacimiento, en la cual surge automáticamente la reacción angustiosa.
IX
SÓLO nos quedan por examinar las relaciones entre la formación de síntomas y el
desarrollo de angustia.
Dos son las opiniones más extendidas sobre esta cuestión. Una de ellas ve en la
angustia misma un síntoma de la neurosis; la otra cree en la existencia de una relación
más íntima entre ambas. Según la segunda opinión, toda formación de síntomas es
emprendida con el solo y único fin de eludir la angustia. Los síntomas ligan la energía
psíquica, que de otro modo sería descargada en forma de angustia, resultando así la
angustia el fenómeno fundamental y el principal problema de la neurosis.
Ahora bien: es desde luego más correcto atribuir a los procesos defensivos lo que
acabamos de decir de la formación de síntomas y no usar esta última expresión, sino
como sinónima de la deformación sustitutiva. Vemos entonces claramente que el
proceso defensivo es análogo a la fuga por medio de la cual se sustrae el yo a un peligro
que le amenaza desde el exterior, representando, por tanto, un intento de fuga ante un
peligro instintivo. Las objeciones que pronto suscita esta comparación nos ayudarán a
lograr más completo esclarecimiento. En primer lugar, puede objetarse que la pérdida
del objeto (la pérdida del amor del objeto) y la amenaza de castración son también
peligros que nos acechan desde el exterior, como pudiera serlo un fiero animal dispuesto
a atacarnos, y no ser, por tanto, peligros instintivos. Pero no es el mismo caso. El lobo
nos atacaría, probablemente, cualquiera que fuese nuestra conducta para con él. En
cambio, la persona amada no nos retiraría su amor, ni seríamos amenazados con la
castración, si no alimentásemos en nuestro interior ciertos sentimientos e intenciones.
Estos impulsos instintivos llegan a ser condiciones del peligro externo, y con ello
peligrosas por sí mismas, haciéndosenos así posible combatir el peligro exterior con
medidas contra peligros interiores. En las zoofobias parece ser sentido aún el peligro
como totalmente exterior, correlativamente al desplazamiento hacia el exterior que
experimenta el síntoma. En la neurosis obsesiva es internalizado aún más el peligro; la
parte del miedo al super-yo, que es miedo social, representa aún el sustitutivo interior de
un peligro exterior; y la otra parte, la angustia moral, es totalmente endopsíquica.
Una segunda objeción alega que, en la tentativa de fuga ante el peligro exterior
que nos amenaza, no hacemos sino aumentar la distancia espacial que de él nos separa.
La segunda tentativa ha sido realizada por Otto Rank en su obra El trauma del
nacimiento (1923). Sería injusto equipararla a la de Adler, pues permanece dentro del
terreno del psicoanálisis, cuyas ideas directrices continúa, y debe ser considerado como
un esfuerzo legítimo para resolver los problemas analíticos. En la relación dada entre el
individuo y el peligro prescinde Rank de la debilidad orgánica del individuo y se orienta
hacia la variable intensidad del peligro. El proceso del nacimiento es la primera
situación peligrosa, y el terremoto económico por él producido se constituye en el
prototipo de la reacción angustiosa.
En las páginas anteriores hemos perseguido la línea de desarrollo que une esta
primera situación peligrosa y primera condición de la angustia con todas las ulteriores y
hemos visto que todas ellas conservan algo común, por significar todas, en cierto
sentido, una separación de la madurez; al principio sólo en sentido biológico, luego en el
de una pérdida directa del objeto y más tarde en el de una pérdida indirectamente
provocada de esta amplia conexión es un indiscutible merecimiento de Rank. Ahora
bien: el trauma del nacimiento afecta a cada individuo con intensidad distinta, variando,
con la intensidad del trauma, la violencia de la reacción de angustia y, según Rank,
depende de esta magnitud inicial del desarrollo de angustia el que el individuo llegue o
no a dominarlo por completo algún día, o sea, el que llegue a ser normal o neurótico.
No nos incumbe realizar una crítica detallada de las hipótesis de Rank, sino tan
sólo examinar si pueden contribuir a la solución de nuestro problema. La fábula rankiana
de que los neuróticos son aquellos individuos que a causa de la intensidad del trauma
experimentado en su nacimiento no consiguen jamás derivar por reacción dicho trauma
en su totalidad, es muy discutible teóricamente. No se sabe tampoco fijamente a lo que
se alude con la expresión de «derivar el trauma por reacción». Tomándola en su sentido
literal, llegamos a la conclusión inadmisible de que el neurótico se acerca tanto más a la
curación cuanto más frecuente e intensamente reproduce el efecto angustioso. A causa
de esta misma contradicción con la realidad abandonamos nosotros en su tiempo la
teoría de la derivación por reacción, que tan destacado papel desempeñó en el método
catártico. Situando en primer término la intensidad variable del trauma del nacimiento
no se deja lugar alguno en la etiología al influjo indudable de la constitución hereditaria.
Y dicha intensidad no es, en relación con la constitución, sino un factor orgánico casual
dependiente de influencias también casuales; por ejemplo, del auxilio oportuno en el
parto. La teoría de Rank prescinde por completo de los factores constitucionales y
filogénicos. Por otro lado, si queremos hacer un lugar a la influencia de la constitución,
suponiendo que lo decisivo es la medida en que el individuo reacciona a la intensidad
del trauma del nacimiento, habremos despojado a la teoría rankiana de toda su
importancia, adscribiendo al nuevo factor por ella introducido un papel secundario. Así,
pues, al factor que decide si el desenlace ha de ser o no la neurosis pertenecerá a un
sector distinto, de nuevo desconocido para nosotros.
No creo, pues, que la tentativa de Rank haya solucionado el problema del origen
de la neurosis, sin que, a mi juicio, sea tampoco posible determinar por ahora en qué
medida puede contribuir a tal solución. Si el resultado de las investigaciones sobre la
relación de los nacimientos difíciles con la disposición a la neurosis es negativo, dicha
contribución habrá de estimarse muy pequeña. Es muy de lamentar que la necesidad
científica de una «última causa» tangible y unitaria, de la neurosis, haya de permanecer
siempre insatisfecha. La solución ideal ansiada probablemente aún hoy en día por los
médicos sería el del bacilo susceptible de ser aislado, cultivado y cuya aplicación a otros
individuos provocase en ellos igual enfermedad. O también la existencia de materias
químicas que produjeran o suprimieran determinadas neurosis. Pero estas soluciones del
problema parecen carecer de toda verosimilitud.
Las reflexiones que anteceden nos muestran que son relaciones cuantitativas, no
evidenciables directamente y sólo aprehensibles por inducción, las que deciden la
conservación de las antiguas situaciones peligrosas, mantener las represiones del yo y
encontrar una continuación de las neurosis infantiles. Entre los factores que participan
en la causación de la neurosis y han creado las condiciones, bajo las cuales miden sus
fuerzas las energías psíquicas, resaltan para nosotros especialmente tres: uno biológico,
otro filogénico y otro puramente psicológico.
XI.Apéndice
XII.
EN el curso del presente estudio hemos tocado diversos temas que hubimos de
abandonar prematuramente. Reuniéndolos ahora en este apéndice, nos proponemos
consagrarles toda la atención que merecen.
a) Resistencia y contracarga
Resulta así para el yo, por la naturaleza continua del instinto, la necesidad de asegurar su
defensa por medio de un gesto permanente [de energía]. Esta actividad, encaminada a
proteger la represión, es la que advertimos en calidad de resistencia en nuestra labor
terapéutica. La resistencia supone aquella que calificamos de contracarga (anticatexis).
En la neurosis obsesiva se hace tangible tal contracarga, que aparece en ella como una
modificación del yo, como una formación reactiva en el yo, puesta de manifiesto en una
intensificación de la actitud opuesta al instinto que ha de ser reprimido (compasión,
escrupulosidad, limpieza). Estas reacciones de la neurosis obsesiva no son sino
exageraciones de rasgos de carácter normales desarrollados durante el período de
latencia. En la histeria es más difícil descubrir la contracarga, no obstante ser en ella tan
indispensable como en la neurosis, según todas las deducciones teóricas. También en
esta afección tiene efecto cierta modificación del yo, por formación reactiva,
modificación tan evidente en ciertas circunstancias que llega a imponerse a nuestra
atención como síntoma principal del estado patológico. Así, el conflicto que la
ambivalencia provoca en la histeria se soluciona siendo contenido el odio contra una
persona por un exceso de ternura hacia ella y una continua ansiedad por ella. Como
diferencia con la neurosis obsesiva hemos de señalar que tales reacciones no muestran la
naturaleza general de rasgos de carácter, sino que se limitan a relaciones muy especiales.
Por ejemplo: la histérica, que trata con excesiva ternura a sus hijos, a los que en el fondo
odia, no se hace por ello más cariñosa que otras mujeres, ni siquiera para con otros
niños. La formación reactiva de la histeria se mantiene tenazmente fija a un objeto
determinado y no alcanza la categoría de una disposición general del yo. En cambio, la
neurosis obsesiva presenta precisamente como características la generalización, el
relajamiento de las relaciones con el objeto y la facilidad de desplazamiento en la
elección de objeto.
Sin embargo, no ha de creerse que con tales rectificaciones alcanzamos una visión
total de todas las resistencias con que tropezamos en el análisis. Profundizando más
hallamos, en efecto, que se nos oponen cinco clases de resistencias, procedentes de tres
distintos orígenes, esto es, del yo, del ello y del super-yo. Revelándose el yo como
fuente de tres de tales resistencias diferenciables por formas distintas en su dinamismo.
c) Represión y defensa
ci)
Al tratar del problema de la angustia hemos vuelto a adoptar un concepto -o,
expresándonos más modestamente, un término- del que hubimos de servirnos
exclusivamente hace treinta años, al principio de nuestros estudios y que después
abandonamos. Este término es el de «proceso de defensa». Al abandonarlo lo
sustituimos por el de `represión', pero sin determinar la relación existente entre ambos.
Creemos ha de sernos ahora muy ventajoso adoptar de nuevo nuestro dicho antiguo
concepto de la defensa, empleándolo como designación general de todas las técnicas de
que el yo se sirve en conflictos eventualmente conducentes a la neurosis, y reservando el
nombre de `represión' para un método especial de defensa que la orientación de nuestras
investigaciones nos dio primero a conocer.
Investigaciones ulteriores nos han revelado que en la neurosis obsesiva tiene efecto, bajo
la influencia de la oposición del yo, una regresión de los impulsos instintivos a una fase
más temprana de la libido, regresión que, si bien no hace superflua la represión, actúa en
un idéntico sentido. Hemos visto, además, que la contracarga, cuya existencia
suponemos también en la histeria, desempeña en la neurosis obsesiva y a los efectos de
la protección del yo, un importantísimo papel, como modificación reactiva del yo.
Por otro lado, también el peligro exterior (real) puede llegar a ser internalizado si
ha de llegar a significar algo para el yo. Tiene, en efecto, que ser reconocida su relación
con una situación de desamparo ya experimentada, pues el hombre no parece hallarse
dotado, o sólo en muy escasa medida, de un conocimiento instintivo de los peligros que
le amenazan desde el exterior. Los niños pequeños hacen constantemente cosas que
ponen en peligro su vida, no pudiendo, por tanto, prescindir de un objeto protector. En la
situación traumática, contra la cual estamos desamparados, coinciden el peligro exterior
y el interior, el peligro real y la exigencia del instinto. Si el yo experimenta en el primer
caso un dolor que se resiste a cesar, y en el segundo, un estancamiento de la necesidad
instintiva que no puede hallar satisfacción, la situación económica es en ambos casos la
misma y el desamparo motor halla su expresión en el desamparo psíquico.