BATTISTONI La Maldición Del Proyecto

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2021

Veinte ensayos sobre literatura


y vida en el siglo XXI
Idea y compilación: Judith Podlubne y Julieta Yelin
Edición: María Belén Bernardi y Natalia López Gagliardo

Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria


Centro de Estudios de Literatura Argentina
Editorial Municipal de Rosario
2021. Veinte ensayos sobre literatura y vida en el siglo XXI
César Aira [et al.]; compilación de Judith Podlubne y Julieta Yelin; edición de María Belén
Bernardi y Natalia López Gagliardo.
- 1a ed. Rosario: CETyCLI; CELA; EMR, 2021. Libro digital, EPUB
ISBN 978-987-8429-05-2
1 Literatura Argentina. 2 Crítica Literaria. 3 Ensayo Literario Argentino.
CDD A864

Secretaría de Cultura y Educación


Municipalidad de Rosario

Universidad Nacional de Rosario


Facultad de Humanidades y Artes

Año 2021

© AA.VV.

© Editorial Municipal de Rosario

© Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

© Centro de Estudios de Literatura Argentina


Coordinación editorial: D. G. Helder
Diseño y desarrollo: Juan Manuel Alonso, Lis Mondaini
Corrección: Valentina Bona, Leonela Esteve
Índice

Literatura y vida, una introducción, por Judith Podlubne y Julieta Yelin


>>
Días contados
La intimidad, por César Aira >>
Alter ego. Ricardo Piglia y Emilio Renzi: su diario personal, por Martín Kohan >>
La maldición del Proyecto. Escritura e intimidad en César Aira, por Nieves Battistoni >>
Un diario de poemas: El año de Stevenson. Primer trimestre de Elvio E. Gandolfo, por
Leonardo Berneri >>
El fondo de los fondos, por Alan Pauls >>
Diario de un lector de diarios, por Alberto Giordano >>

Tercera persona
Nunca una vida sola, por Matías Serra Bradford >>
La vida y el fragmento, por Silvio Mattoni >>
La biografía y su forma. Una lectura de Adorno, por Aldo Mazzucchelli >>
Sobre Sánchez: biografía y abandono, por Julia Musitano >>
Juan José Saer. Una temporada en Rosario, 1959-1960, por Martín Prieto >>
Alucinar y confesar, por Osvaldo Baigorria >>

Vida en obra
Correspondencia Vilariño-Onetti, por Ana Inés Larre Borges >>
Un dolor de abandono. El relato del sida en las cartas de Néstor Perlongher, por Javier
Gasparri >>
Escenas singulares de una infancia compartida: autobiografías de Victoria y Silvina
Ocampo, por Natalia Biancotto >>
Raúl Escari, happenista, por Irina Garbatzky >>
La idea de novela: dramática del yo escribo, por Juan Ritvo >>

Escenas de escritura
Arrebatos, por Tununa Mercado >>
El escritor dormido, por Sergio Chejfec >>
Silvina Ocampo, por Sylvia Molloy >>

Datos biográficos >>


La maldición del proyecto. Sobre la escritura
íntima de César Aira
Nieves Battistoni >>

En febrero de 1992, durante la convalecencia de varios días de hepatitis,


César Aira escribe el diario de su enfermedad, Diario de la hepatitis, bajo
un cuadro clínico de fatal aburrimiento. Lo publica un año después
incluyendo un Prefacio “anticipatorio” —fechado el 23 de enero de 1992—
cuya paradoja inaugural define el tono de las páginas que le siguen:

Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en


la última miseria física o mental […] lo más probable sería que, aun
teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni
una línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente. Pero no por
no poder hacerlo, no por las circunstancias, sino por el mismo motivo
por el que no escribo ahora: porque no tengo ganas, porque estoy
cansado, aburrido, harto; porque no veo de qué podría servir.1

Si la voluntad es potencialmente deceptiva (“no escribiría”), la acción,


en cambio, no puede sino ser asertiva: el escritor César Aira está
escribiendo. El Prefacio desmiente y afirma a la vez su fórmula para
escribir discretamente —no más de una página, página y media por día, que
al cabo de un año sumarán casi cuatrocientas— y publicar
exacerbadamente, nulla dies sine linea. Solo que, en este caso, la línea y el
día no auxilian al optimismo creador, al “frenesí inventivo” que funda el
universo airiano de acuerdo con la lectura de Sandra Contreras en Las
vueltas de César Aira,2 sino que dan lugar a la esterilidad, a la constatación
de que la escritura —por cansancio, hartazgo, sinsentido— puede ser una
imposibilidad.
¿Acaso en 1992 la escritura de ficción (en términos tradicionales) se
volvió imposible para Aira al punto de tener que consignarlo en un diario y
ensayar, allí, su conjuro? Para decirlo en los términos de Maurice Blanchot,
es probable que el diario haya sido su momentánea “empresa de
salvación”,3 el supremo aunque insignificante recurso para escapar al acto
de escribir; en definitiva, una mínima defensa contra la interrupción de la
escritura habitual asegurada por el curso inquebrantable de los días.4 Puesto
que Diario de la hepatitis es lo único que Aira escribe en 1992 —según
indican las fechas de escritura que puntualmente registra al final de todas
sus “novelas-diarios”—,5 en efecto puede ser leído como una crisis de
escritor, del escritor (aunque el calificativo lo irrite) más “prolífico” de la
literatura argentina contemporánea.
El “no escribiría” inaugural se reproduce como un eco abúlico en las
discontinuas entradas de este brevísimo diario que, acompañando el estado
convaleciente del diarista, ha relajado la sujeción al calendario, único pacto
que ha sellado este género en apariencia tan desprendido de las formas,6 de
modo que los días son registrados sin su número, y solo una mínima y
ocasional referencia a la mañana, la tarde o la noche remeda el
aflojamiento. Un viernes a la medianoche duda en términos radicales de que
él, que no ha hecho casi más que escribir durante toda su vida, pueda volver
a hacerlo:

¿Escribir? ¿Yo? ¿Volver a escribir? ¿Escribir libros? ¿Escribir una


página? ¿Yo? ¿Pero cómo se me puede ocurrir siquiera…?
¿Justamente yo? ¿Todo ese trabajo…? Jamás. Aunque quisiera,
aunque fuera así de idiota, no podría. Necesitaría de esa insistencia un
poco demente, que debo de haber tenido en mi juventud, para pasar
otra vez por todos esos preliminares infinitos, para responder a todas
esas preguntas.7

La escritura, antes familiar como una gimnasia ciega, se ha vuelto


extraña. Hay resistencia a la idea de volver a someterse a la tiranía de la
prosa, a ejercer siquiera una vez más el trabajo interminable y tortuoso del
novelista. El estado anímico particular de esta entrada, no obstante, podría
corresponder al estado anímico general, cotidiano, de casi cualquier
novelista: “la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres
componentes del estado normal del escritor”, responde Aira —reticente a
fijar un sentido único a sus relatos y a favor, en cambio, de que la lectura
continúe siendo un proceso— cuando Damià Gallardo le pregunta si Diario
de la hepatitis supone una crisis deliberada de escritura.8
Aira dice abominar del tiempo que lleva escribir una novela, del que le
llevó, por ejemplo, a Joyce escribir el Ulises, obra que “es nada, nada en
absoluto”.9 La profesión del novelista se cierne como una amenaza que
obliga a tener que vérselas con el tiempo, más precisamente, con dos
tiempos de imposible sincronización, identificados como “el tiempo del que
está hecha nuestra vida y el tiempo de escritura”.10 Por lo tanto, la “doble
vida” que supone en particular el género diario, tal como lo postulan Beatriz
Didier y Philippe Lejeune, es decir, la vida que se vive y la vida que se
escribe —y, en el caso referido por Aira, el tiempo de vida necesario para
escribir— sobrepasa cualquier tipología genérica, mejor dicho, es
consustancial al acto de escritura mismo.11 Particularmente en el diario, la
categoría tiempo es fundante, no solo por la ley de sujeción al calendario y
por ampararse en el principio de posteridad, según propone Alan Pauls en el
“Prólogo” a Cómo se escribe un diario íntimo,12 sino porque el diarista es
alguien ávido de apresar un instante siempre en fuga y, por lo tanto,
concentrará todos sus esfuerzos en la voluntad utópica de querer
sincronizar, al menos, dos instantes —el instante en sí mismo y su notación
— irremediablemente separados por una “distancia mortuoria”.13 En tanto
para Aira lo que no se puede sincronizar es el tiempo de la vida y el tiempo
de vida que se necesita para escribir, vida y escritura toman, así, la forma de
un laberinto en línea recta, infinito, aporístico, hecho con la materia de dos
tiempos irreconciliables.
La amenaza que detecta el diarista es que el tiempo de escritura puede,
sin más, fagocitar la vida (la que se vive cuando no se escribe); que la
escritura puede volverse (o siempre ha sido) mortífera. Las cartas de
Flaubert a Louise Colet valen como un testimonio acerca de la naturaleza
mortífera de la escritura. En ellas, el “hombre-pluma” maldice porque el del
novelista es un perro oficio, porque la prosa es un “perro asunto”,14 porque
tiene un casco de hierro en el cráneo ya que ha tardado cinco días en
escribir una página y, para eso, lo ha dejado todo.15 La búsqueda de un
estilo transparente y musical significó para Flaubert, anota Roland Barthes,
“el dolor absoluto, el dolor infinito, inútil, que le exigió un irrevocable
adiós a la vida, un aislamiento despiadado”.16
En el ensayo —o “ficción benévola”— “¿Por qué escribí?”, intentando
responder a una pregunta que a cada retorno acumula un nuevo mito de
origen, Aira plantea en términos indisociables aunque dicotómicos el par
vida-escritura: “Si había que elegir entre escribir y vivir, yo elegía escribir,
lo que es bastante inexplicable en un joven”.17 En realidad, la explicación la
da él mismo unos párrafos más adelante cuando asegura que la escritura
tiene la cualidad de ser “ordenadora de la experiencia”, de infundir un soplo
de vida a la experiencia eventualmente empobrecida —afantasmada—
como puede ser la de un escritor, como puede ser, por ejemplo, la de Paul
Léautaud, uno de sus favoritos quien, incapaz de inventar y bajo la consigna
de dar testimonio, escribía a partir de su pobre y tímida experiencia:

Con la escritura, las cosas que le habían pasado tomaban forma, se


hacían definitivas, se hacían vida. Lo marginal se hacía central.
Escritos, los hechos ganaban lo que no tenían en el azar de la
experiencia —y lo ganaban en el trabajo de escribir, que a su vez
ganaba la importancia suprema de estar realizando la experiencia.18

Se suele citar mal o simplificadamente, continúa Aira, una frase de


Léautaud que cifra su idea acerca de la ventaja de la literatura: “escribir es
vivir dos veces”.19 Flaubert vuelve a darnos ocasión de comprobarlo
cuando obtiene “la delicia de escribir” en no ser ya él mismo (“yo era los
caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que
hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor”,20 y “la tortura de
escribir”), en ser Bovary:

Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar)
escribo Bovary, estoy en su polvo, de lleno, en la mitad. Este es uno de
los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente,
de cabo a rabo. Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía
“ataque de nervios”, estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan
hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir
uno yo mismo.21

La ficción da la ventaja a Flaubert de vivir dos veces pero le impone la


condición de vivir en “la ilusión”, en el paréntesis —tiempo dentro del
tiempo— que abre en la vida cotidiana. Paréntesis esforzado, por lo demás,
porque el escritor realista, contra toda magia, elegirá siempre el paso a paso
de la realidad para preservar al verosímil,22 anota Aira que, incluso va más
allá y tuerce la idea: “escribir es vivir, simplemente, a condición de creer no
haber vivido”.23 En este sentido, el encuentro con Louise Colet en Mantes
siempre postergado por razones de “tiempo para escribir” prueba que la
ficción le ha sustraído a Flaubert una de sus vidas.
El jueves siguiente Aira da con la receta para no escribir: “No escribir.
Mi receta mágica. ‘No volveré a escribir’. Así de simple. Es perfecta,
definitiva. La llave que me abre todas las puertas. Es universal, pero sólo
para mí […]”.24 La prerrogativa de no volver a escribir, ¿acaso cambia el
sentido blanchotiano del diario como “empresa de salvación”?, ¿sigue
tratándose de salvar a la escritura o, por el contrario, de salvarse de la
escritura? De cualquier modo, el nuevo diagnóstico determina que como él
“ya es un escritor”, es decir, ya no hay “tentación”25 sino resultado, “los
que pueden fantasear con escribir son los lectores, la humanidad del tiempo.
Un escritor, no. Yo no. Ya he pasado por eso”.26
En la entrada del primer sábado se atempera el espanto hacia el trabajo
del novelista y se precisa un segundo diagnóstico que, a su vez, funciona
como una categoría escrituraria poco frecuentada por la crítica aunque,
según creo, fundamental en el sistema ficcional airiano:

De acuerdo, no voy a escribir más. ¿Por qué? No tanto porque me


espante el trabajo. Al contrario, lo que me espanta es el vacío de no
tenerlo. Es por la maldición del proyecto. No puedo escribir sino con
un proyecto, y el proyecto se pone en el futuro, aniquilando el
presente, borrándolo. Es un sacrificio. El sacrificio de la vida, en
cuotas.27

Leo en el “Proyecto”, en “la maldición del Proyecto”, la contracara del


tan mentado “procedimiento” en el que, de acuerdo con Sandra Contreras,
se cifra el continuo narrativo airiano.28 Tal como se concibe en Diario de la
hepatitis, se trata de una categoría que paraliza la acción ya que no puede
desprenderse de “todos esos preliminares infinitos” que la preparan,
demorándola y la dotan, por eso, de una seriedad agobiante. Siempre puesto
en el futuro, el proyecto está condenado por su misma naturaleza a ser lo
inasible. Así, el relato no supera la condición de “idea” —que en Aira
siempre es el retorcimiento de la idea—29 y se malogra. El procedimiento,
en cambio, “es instantáneo […], heterogéneo al tiempo de la vida”,30 por
ende, la exime de sacrificarse en cuotas.31
La apuesta, entonces, se ha redoblado. Ya no se trata solo de dilucidar
para qué sirve la literatura, por qué nos empeñamos en escribir, “por qué
alguien normal, alguien que vive, y que podría conformarse con vivir,
además tiene que escribir”,32 como si la experiencia no bastara o le faltara
algo que la ficción, bajo la forma repetitiva de un relato, viniera a remedar,
sino que, una vez tomada la decisión de escribir, una vez dado “el salto” —
como lo llama Aira en la fábula que explica el pasaje de querer ser escritor
a serlo—,33 hay que enfrentar el desafío de cómo seguir escribiendo
después de los grandes novelistas del siglo XIX, después de que la novela
ha llegado al máximo de su perfección formal; cómo seguir escribiendo
bajo la hegemonía de una “ley de rendimientos decrecientes” que afecta
tanto a la genealogía literaria —nunca nadie podrá hacerlo mejor que el
Maestro (“Mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo
para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos,
Proust una sola. Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un
hiperprofesionalismo inhumano”)—34 como al relato mismo, ya que
implica escribir soportando el desánimo ante la proliferación de hechos y
objetos de la realidad, resignándose a “no poder contarlo todo”, y a que,
incluso para contar lo mínimo (“la maniobra de pinchar una arveja con el
tenedor”),35 se requiera del dolor supremo de una página flaubertiana.36
Por otro lado, en tanto la perfección del proyecto es clausuradora, la
entronización del procedimiento presupone que para seguir escribiendo hay
que “hacerlo mal”.37 La persistencia en el error —error fecundo que puede
pensarse como una variante del fracaso lúcido beckettiano— y la corrección
prospectiva de ese error, se transforman en un estímulo inagotable de
escritura, el modo que Aira dice haber encontrado para derrotar a la
infalible ley de rendimientos decrecientes: “haciéndolo mal quedaba una
razón genuina para seguir adelante: justificar o redimir con lo que escribo
hoy lo que escribí ayer”.38 El error contribuye, además, a expandir la
frontera imaginativa puesto que los episodios novelescos, en una escalada
sin límites hacia lo disparatado, serán necesariamente cada vez más
aberrantes. En esta dirección pueden ser leídos los “finales malos” de Aira:
no tanto como un “abandono de la trama” porque el narrador, “elegante
víctima del tedio”, súbitamente pierde el interés por su relato y, como
consecuencia, el verosímil refutado impugna la representación realista,
como lo quiere Beatriz Sarlo,39 sino como una forma más de sabotear el
proyecto.40 La aceleración que desemboca en el disparate, cierto apuro por
terminar (aun a costa de “la calidad”) que puede confundirse con desidia, el
abandono mismo puntuado por la fecha al pie como marca de alivio,
cumplirían, así, la función de evitar que la novela sea un producto acabado,
un trabajo “bien hecho” y que, en cambio, el proceso se mantenga
infinitamente abierto y se reanude cada vez.41 En una palabra: que el
novelista sobreviva.
Es ya un lugar común referir que los ensayos-manifiesto con los que, en
un típico gesto borgeano, Aira acompaña su producción ficcional, postulan
que las vanguardias históricas, a través de la invención de un
procedimiento, habrían permitido la supervivencia del arte y, aun, la
supervivencia del artista (aunque se trate de un artista desdibujado en la
colectividad creadora): “El artista casi siempre lo es del arte de sobrevivir,
su momento más característico es el de haber sobrevivido para poder contar
lo que pasó”.42 En este sentido, la escritura ordenadora de la experiencia
constituye, al mismo tiempo, la garantía de una sobrevida que el escritor
puede contar, de la que puede dejar su testimonio:

Una vez que se le reconoce poder a la literatura, hay que preguntarse


qué puede este poder. Aquí el mínimo coincide con el máximo. Lo
mínimo: seguir vivo. Aun en malas condiciones, enfermo, pobre,
decrépito [nótese que se trata de las mismas condiciones con las que
inicia la escritura del Diario de la hepatitis] haber sobrevivido a los
hechos como para poder dar testimonio […].43

Si procedimiento y supervivencia son las dos figuras centrales que dan


materia y forma a las historias airianas, como afirma Contreras, Cómo me
hice monja, la primera ficción autobiográfica de Aira escrita en primera
persona asumida por la voz de una niña, contendría el nudo mismo de toda
su ficción resumido en “contar el cuento”, “poder contar el cuento”.44 En
efecto, “la niña César Aira”, luego de una serie de peripecias articuladas en
la escalada de un verosímil rabioso, declara: “Sobreviví, pude contar el
cuento”. Sin embargo, de inmediato agrega (y agrego): “a un precio de
todos modos muy alto… por algo dicen lo barato sale caro”.45 Finalmente
muere y, como el fantástico Valdemar de Poe, reduplica la supervivencia, es
decir, sobrevive para contar su muerte con todo detalle:

Me llevó al tambor y me arrojó adentro de cabeza… Contuve el


aliento porque sabía que no podría respirar hundida en el helado… El
frío me caló hasta los huesos… mi pequeño corazón palpitaba hasta
estallar… Supe, yo nunca había sabido nada en realidad, que eso era la
muerte… Y tenía los ojos abiertos, por un extraño milagro veía el rosa
que me mataba, lo veía luminoso, demasiado bello para soportarlo…
debía de estar viéndolo no con los ojos sino con los nervios ópticos
helados, helados de frutilla… Mis pulmones estallaron con un dolor
estridente, mi corazón se contrajo por última vez y se detuvo… el
cerebro, mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo
necesario para pensar que lo que me estaba pasando era la muerte, la
muerte real…46

La figura del sobreviviente reaparece en Cumpleaños y vuelve a pagar


allí el precio de su sobrevida: “Escribiendo, logré seguir vivo hasta ahora,
es decir, que el mundo siguiera siendo el mismo, el precio que tuve que
pagar fue que se pusiera cabeza abajo”47 (cabeza abajo, como la solución a
una adivinanza, más precisamente, a la adivinanza que es escribir según lo
consigna en Diario de la hepatitis: “Escribir es entrar en el reino encantado
de las adivinanzas. Adivinanzas. Paréntesis. Las soluciones de las
adivinanzas se escriben siempre cabeza abajo”).48 También en Cumpleaños,
el narrador César Aira confiesa que “todos sus trabajos los hizo con el único
propósito de compensar su incapacidad para vivir”49 y, de inmediato,
efectúa la paga con numerosos agujeros (“la famosa totalidad está
agujereada, yo estoy agujereado”),50 con una figura desequilibrada, una
silueta de monstruo. Sin embargo, en Cómo me reí parece contradecirse la
lógica de la literatura como ordenadora de la experiencia, como inoculadora
de vida y, desengañado, el narrador admite que en realidad no logró darle
una vida: “No se la da a nadie, digan lo que digan. Lo más que puede dar es
una doble vida, la del mundo y la del sueño”.51
Pero el sobreviviente ha constatado que “el arte es una máquina de
defraudar intenciones”.52 En Fragmentos de un diario en los Alpes, diario
de viaje que Aira llevó en septiembre de 2001 durante su segunda visita a la
casa del escritor Michel Lafon y su esposa, Ana, en los Alpes franceses
(este y Diario de la hepatitis son los únicos publicados hasta ahora),
registra que ha aprendido algo acerca de la representación realista a partir
de los objetos-adorno de esa casa y, cada vez que lo detecte, no dudará en
darle el nombre primario de “lección”.53 El problema mayor, el que
promete una gran enseñanza, es: “¿Cómo empezar a hacer la historia de la
casa? No puede ser una historia lineal, sobre todo no puede ser lineal
[…]”.54 Ejecutar el pasaje de la visión a la temporalidad, de lo múltiple y
simultáneo a lo lineal y sucesivo que ningún inventario, por más exhaustivo
que se proponga, puede alcanzar es la encrucijada ofrecida por la casa. De
algún modo, es como si ese “Objeto Mayor” que contiene a todos los demás
y sobre el cual cada uno proyecta su carácter, como afirma Nora Avaro,55
actualizara afecciones de larga data. Me refiero a “la nostalgia del
Absoluto” (Sehnsucht) de los románticos alemanes56 y al dolor de Flaubert
por el perro asunto de la prosa: “no se puede contarlo todo”, es su moraleja,
y cómo vérselas con el infinito, la encrucijada que le ofrece al paso. No
obstante, Aira insistirá sobre sus exangües inventarios, volverá a ensayarlos
(“Siento que no agoté el catálogo, ni mucho menos”),57 querrá
perfeccionarlos (“Me doy cuenta de que me he quedado miserablemente
corto en casi todo. Es bastante humillante confirmar hasta dónde falla la
capacidad de observación de uno […]”),58 los diseminará a lo largo del
diario dando una resolución romántica al romántico problema: multum in
parvo, el fragmento contiene la totalidad, es la totalidad.59 Pero, además, las
miniaturas de la casa (una vitrina repleta de ellas, una cajita de música, un
jardín japonés en una bandeja, un cenicero de cerámica que representa una
escalinata que se vuelve sobre sí misma, un Tío Sam de treinta centímetros,
las casas de muñecas de Ana),60 le enseñan al viajero otro modo de vérselas
con el infinito, de saldar el hiato entre el objeto real (proliferante) y el
representado. Las miniaturas, con la transformación de escala que operan,
sesgan las relaciones de tiempo-espacio del mundo de la vida cotidiana y
abren el tiempo ilimitado de la ensoñación propicio para el surgimiento del
relato.61 De hecho, así permanece Aira en la casa, en un estado de
ensoñación continuo (“la fascinación que me produce la casa”;62 “me dejo
llevar en una ensoñación sobre las descripciones de interiores de Balzac”;63
“esta casa en la que estoy, que me parece un mundo encantado de la
representación…”;64 “es inevitable que estas acumulaciones promuevan
una especie de magia”),65 y, bajo esa gracia, se le revela una enseñanza
fundamental:

Es como si las miniaturas rigieran un relato; esto es algo que estoy


aprendiendo de la casa y su población: cuando se ha llegado al fondo
de la descripción de un objeto, cuando se sale del mundo de las
dimensiones normales en las que nos movemos (es decir: cuando no
queda nada por decir), nace un relato. Lo que nace es fatalmente un
relato. Quizás ahí está el origen de todo relato.66

El lunes 19, al tercer día de su visita, recuerda que el año anterior veía
cómo un escultor checo exilado trabajaba en el pequeño parking frente a la
casa. Jiri se enfrentaba con denuedo a la dureza material de su arte, quería
hacer la estatua de sus sueños, “hermosas mujeres, ciervos, orquídeas,
ángeles, y le salieron cubos, esferas, pirámides… la situación se presta a la
sorna pero en el fondo es lo que nos pasa a todos”, anota Aira en
retrospectiva.67 Sin embargo, el arte es (¿afortunadamente?) la máquina de
defraudar intenciones (Jiri quiere hacer la estatua de sus sueños y le sale
otra; César Aira quiere hacer realismo y le salen chistes: un escritor siempre
quiere ser otro escritor). Si no las extraviara, quizás Aira hubiera escrito,
desangrándose, una larguísima novela sobre un escultor exilado que viajaba
con sus estatuas al hombro, para que, un año después, la casa de un perdido
pueblo medieval de los Alpes le enseñara su equívoco: “el descubrimiento
de los objetos representativos […] me deja ver que Jiri no necesitaba cargar
con las esculturas en sí, pues a efectos del sentido podía llevar, en el
bolsillo, sus reproducciones. Como el museo portátil de mi venerado
Duchamp. El arte como nanotecnología”.68 Los trucos del tahúr le han
proveído un símil para entender que así como la magia de la desaparición
está garantizada por la reducción del tamaño de los objetos manipulados,
las miniaturas de la casa, salidas de las dimensiones reales, abren
(predisponen) hacia la dimensión imaginaria: “con el tamaño real, es
difícil”, aprendió Aira.69 Además, su cuerpo reducido es en cierta forma
análogo al tiempo cerrado del viaje con su principio, medio y fin.
Podríamos decir, incluso, que la miniatura, “versión diminuta y manipulable
de la experiencia”,70 es al espacio lo que el viaje, o cualquier experiencia
autocontenida, es al tiempo.71
El inventario de lo no escrito podría ampliarse: Aira tampoco escribe el
libro sobre el Taladro (“Uno de mis anhelos más caros es escribir un libro
sobre el Taladro, el regreso atorbellinado y metálico de un muerto a la
vida”),72 ni una versión más ingeniosa de Peter Schlemihl en la cual el
precio exigido por el Diablo no sea la sombra del personaje sino el olor de
sus excrementos,73 o de La mandrágora de La Motte-Fouqué, en la que el
precio del dinero, esta vez, deba pagarse con el alma;74 incluso deja sin
escribir su experiencia de la yerra en Pringles a los ocho años, uno de sus
mitos de origen de escritor más potentes.75 La maldición del proyecto es
una gruesa carpeta llena de notas preparatorias y premisas totalizadoras que
suponen una tarea interminable (“no importa cuándo se terminarán, no
pueden terminarse”).76 Las novelas del proyecto nunca jamás serán escritas.
Quedarán clausuradas en el espacio del diario, de las notas preparatorias, o
en el de otras novelas, novelitas del procedimiento que, al mismo tiempo
que se alejan del proyecto, lo anuncian, lo rodean, como si fueran
aproximaciones provisorias cuyo fin último es, precisa ahora el narrador de
la ficción autobiográfica Cumpleaños, entender la vida del autor de la
Enciclopedia.77 En esta tarea infinita, César Aira ha encontrado otra forma
de seguir escribiendo, su tantálico descanso.

Una versión preliminar de este artículo fue leída en el IV Coloquio Internacional


“Literatura y vida”, organizado por el Centro de Estudio de Literatura Argentina
y el Centro de Teoría y Crítica Literaria (Facultad de Humanidades y Artes,
UNR, Rosario, 8, 9 y 10 de junio de 2016).
1 César Aira, Diario de la hepatitis [1993], Bajo la luna, Bs. As., 2007, pp. 7-8.
2 Sandra Contreras, Las vueltas de César Aira, Beatriz Viterbo, Rosario, 2002, p. 11.
3 Maurice Blanchot, “El diario íntimo y el relato”, en El libro que vendrá [1969], Monte Ávila,
Caracas, 1991, p. 210.
4 Ibíd., p. 207.
5 Las novelas de Aira pueden ser leídas como un “diario único” tanto por la minuciosidad en el
registro de la fecha de escritura al término de cada una de ellas, como por la temporalidad
necesaria que exige su escritura —“No se escriben novelas —asegura Aira en Cumpleaños—, la
noche antes de morir […]. Hay una acumulación de tiempo que es inherente a la novela, una
sucesión de días distintos, sin la cual no es novela” (Cumpleaños [2001], Debolsillo, Barcelona,
2006, p. 95)—, y por el mismo procedimiento de incluir sucesos repentinos de la realidad que
luego se verosimilizan. Por su parte, Sandra Contreras también lee en las novelas fechadas de
Aira una suerte de escritura de diario o voluntad de crear la ficción de un diario escrito a lo largo
de la vida (Las vueltas de César Aira, op. cit., p. 34). Para cotejar las fechas de escritura y
publicación de los textos de ficción de Aira ha sido muy valiosa la cronología hecha por
Contreras en dicho libro (Ibíd., pp. 299- 300).
6 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 207.
7 Ibíd., p. 21.
8 Damià Gallardo, “Las conversaciones”, en Quimera nº 303, Barcelona, 2009, pp. 46-51. En
Cómo me reí, a propósito de los detalles que inevitablemente el novelista debe incluir en su relato
para crear atmósfera y la dificultad cada vez mayor que esto acarrea (cuanto menos importante es
un hecho, más cuesta contarlo), también se refiere a la desazón del escritor como su estado de
ánimo habitual: “Todo termina resultando inútil. No puede extrañar que el estado de ánimo
habitual de los escritores sea el desaliento” (C. Aira, Cómo me reí, Beatriz Viterbo, Rosario,
2005, p. 66).
9 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 26.
10 Ibíd., p. 25.
11 Para la cuestión del desdoblamiento de la vida del diarista, véanse Beatriz Didier, “El diario
íntimo”, en La Mort dans le texte, PUF, París, 1988; y Philippe Lejeune, Signos de vida. El pacto
autobiográfico, t. II, Ediciones du Seuil, París, 2005.
12 Alan Pauls, en “Prólogo” a Cómo se escribe el diario íntimo, Ateneo, Bs. As., 1996, p. 2.
13 Ibíd., p. 3.
14 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet [1976], Siruela, Madrid, 2003, p. 254.
15 Ibíd., p. 250. Resulta pertinente reproducir aquí un fragmento de la carta de Flaubert a Louise
Colet fechada el viernes 16 de septiembre de 1853:
¡Por fin, ya estoy de nuevo en marcha! Esto funciona; la máquina se recompone.
No censures mi rigidez, querida Musa, sé por experiencia que sirve. Nada se
obtiene sino con esfuerzo; todo tiene su sacrificio. La perla es una enfermedad de
la ostra, y el estilo, quizás, la supuración de un dolor más profundo. ¿No ocurre lo
mismo con la vida del artista, o más bien con una obra de Arte por realizar, que
con una gran montaña por escalar?
(Ibíd., pp. 326).
16 Roland Barthes, “Flaubert y la frase”, en El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos
críticos [1953], Siglo XXI, Bs. As., 1997, p. 191.
17 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, en Nueve Perros nº 2/3, año 2, Rosario, diciembre 2002, p. 11.
18 Ibíd. También en “Particularidades absolutas” Aira alude a lo escrito como una “organización
de la experiencia vivida”. Cuando la organización es connatural a la experiencia, por ejemplo en
el caso de un viaje, “al que nunca le falta la partida, el regreso y lo que hay en el medio”, es
como si al vivir ya estuviéramos escribiendo, como si se consumara una “escritura en vida” (el
subrayado es mío). Vuelve a preguntarse de qué sirve la literatura, “por qué alguien normal,
alguien que vive, y que podría conformarse con vivir, además tiene que escribir”, y arriesga su
hipótesis: porque a la experiencia, por plena que haya sido, le falta algo para hacerse del todo
real. Esa nostalgia de plenitud o consumación es suplida por la literatura bajo la forma de la
repetición que, por su tendencia al infinito, una vez que ha comenzado no puede parar (en Nueve
Perros nº 1, año 1, Rosario, diciembre 2001, p. 39).
19 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p.11.
20 G. Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., p. 348.
21 Ibíd.
22 C. Aira, “El realismo”, en Realismos, cuestiones críticas, Centro de Estudios de la Literatura
Argentina-Humanidades y Artes Ediciones, Rosario, 2013, p. 255.
23 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p.11. Entrevistado por María Moreno, Aira declara:
El verosímil para mí es sagrado; creo que para todo novelista lo es. Uno se hace
novelista por amor al verosímil. Ahora bien, con mi utilización del azar, y mi gusto
innato por el surrealismo, mantener el verosímil es un desafío. Para ponerme a la
altura tengo que subir todo el tiempo la apuesta de la invención.
(M. Moreno, “César Aira by María Moreno”, en BOMB. Artists in conversation nº 106
[https://bombmagazine.org/articles/césar-aira/, consultado en junio 2021]).
24 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 30.
25 C. Aira, “Arlt”, en Paradoxa nº 7, Beatriz Viterbo, Rosario, 1993, p. 59.
26 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 30.
27 Ibíd., p. 23.
28 S. Contreras, Las vueltas de César Aira, op. cit., p. 11.
29 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, Beatriz Viterbo, Rosario, 2002, p. 23
30 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 27. (El subrayado es mío).
31 La poética del procedimiento adopta como método de escritura la improvisación y el
automatismo surrealistas llevados al máximo de sus posibilidades (aunque con ciertos reparos: el
azar, por ejemplo, debe cumplir una función estructural en el relato airiano). Impera la consigna
de avanzar sin corregir, confiando ciegamente en el “tal como sale”. Esta “huida hacia adelante”,
que Aira adjudica a una fatalidad de su carácter (“Ars narrativa”, ponencia leída en la II Bienal
de Literatura “Mariano Picón Salas”, Mérida, septiembre de 1993, en Criterion nº 8, Caracas,
enero 1994, p. 70-72,), se ha aprovechado como procedimiento narrativo y tal es la eficacia del
método que las novelas del procedimiento no requerirían ser leídas excepto por desconfianza,
“para comprobar que se haya obedecido sin relajamiento a sus reglas” (Diario de la hepatitis, op.
cit., p. 27). Ni siquiera sería necesario escribirlas, en su paroxismo, se debería poder hallar la
fórmula para que se escriban solas: “Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron
obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se
hicieran” (“La nueva escritura”, en Boletín/8, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Facultad de Humanidades y Artes, UNR, 2000, p. 166). Desde esta perspectiva, “la obra”
equivaldría al procedimiento para hacer obras, sin la obra; o bien serviría como “apéndice
documental” para deducir el proceso del que salió (“La nueva escritura”, op. cit., p. 167).
Paradójicamente, quien entrona el proceso en desmedro del resultado, confiesa que se encarga de
borrar sus huellas haciendo desaparecer toda nota y manuscrito (M. Moreno, “César Aira by
María Moreno”, op. cit.).
32 C. Aira, “Particularidades absolutas”, op. cit., p. 1.
33 C. Aira, “La innovación”, en Boletín/4, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Facultad de Humanidades y Artes, UNR, 1994, p. 31.
34 C. Aira, “La nueva escritura”, op. cit., p. 165.
35 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p. 13.
36 La profesionalización de la escritura llevó al arte al punto de su congelamiento y acostumbró
al novelista a vivir en el desánimo, diagnostica Aira en “La nueva escritura” (op. cit., p. 165). Por
eso, de las dos alternativas posibles una vez consumada la profesión, “seguir escribiendo las
viejas novelas o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más” (ibíd.), elige una tercera vía,
la de las vanguardias históricas. Según Sandra Contreras, este gesto anacrónico es eficaz porque
las vanguardias surgen justamente cuando el arte se profesionaliza (Las vueltas de César Aira,
op. cit., p. 16), por lo tanto, su origen contiene en sí mismo una re-acción actualizada bajo la
forma de mito de renovación que da la posibilidad de empezar de cero y reinventar el arte.
37 Si el Romanticismo francés pondera la categoría de “lo feo” (cfr. Victor Hugo, “Prefacio”, en
Cromwell), Aira hará lo propio con la categoría de “lo malo”: “yo vengo militando desde hace
muchos años a favor de lo que he llamado ‘literatura mala’” (“La innovación”, op. cit., pp. 29-
30). También en Cumpleaños se refiere a esta categoría:
En realidad, creo que lo malo es más fecundo que lo bueno, porque lo bueno suele
producir una satisfacción que inmoviliza, mientras que lo malo genera una
inquietud con la que se renueva la acción. La acción lleva a nuevos errores, y la
espiral de la particularidad se dispara al infinito.
(C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 44).
38 C. Aira, “Ars narrativa”, op. cit., p. 2.
39 Beatriz Sarlo, “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, en Punto de Vista, nº
86, Año XXXIX, Bs. As., diciembre 2006, p. 4.
40 Según lo entiende Beatriz Sarlo, el abandono de la trama por parte de Aira refuta el verosímil,
impugna la ilusión representativa (ibíd.). En la misma línea interpretativa, Julio Prieto postula
que la novela airiana es “mecanismo productor de inverosimilitud” (“Vanguardia y mala
literatura: de Macedonio a Aira”, en Michel Lafon, Cristina Breuil y Margarita Raillard eds.,
César Aira, une révolution, Revue Tigre, L’Université Stendhal, Grenoble, 2005, p. 183). Sandra
Contreras, en cambio, considera que la literatura de Aira recupera para el relato una potencia
narrativa (la invención del procedimiento) y atribuye la aceleración del final al hecho de que
lleva su imaginación al límite aun a costa de fallar (“Aira, el último escritor”, en Quimera nº 303,
Barcelona, 2009, p. 39).
41 D. Gallardo, “Las conversaciones”, op. cit., p. 47.
42 C. Aira, “Ars narrativa”, op. cit., p. 3.
43 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p. 12.
44 S. Contreras, Las vueltas de César Aira, op. cit., p. 17.
45 C. Aira, Cómo me hice monja [1993], Beatriz Viterbo, Rosario, 2009, p. 28.
46 Ibíd., pp. 114-115.
47 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 72.
48 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 34.
49 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 13.
50 Ibíd., p. 82.
51 C. Aira, Cómo me reí, op. cit., p. 112.
52 C. Aira, “La innovación”, op. cit., p. 29.
53 Aquí un relevamiento de las lecciones de la casa: “La lección de este domingo, de la casa y de
la lluvia, debería ser: que hay otra clase de libros” (C. Aira, Fragmentos de un diario de los
Alpes, op. cit., p. 16); “El descubrimiento de los objetos representativos, que estoy haciendo un
año después, me deja ver que Jiri no necesitaba cargar con las esculturas en sí, pues a efectos del
sentido podía llevar, en el bolsillo, sus reproducciones. Como el Museo Portátil de mi venerado
Duchamp” (ibíd., pp. 23-24); “Quizás la grandeza de Balzac, lo que lo hace el padre del realismo,
está justamente en haber practicado esta mediación por los signos” (ibíd., p. 28); “Es como si las
miniaturas rigieran un relato; esto es algo que estoy aprendiendo de la casa y su población […]”
(ibíd., p. 49); “Leo un cuento de Tieck, ‘Amor y magia’. La lección, creo que es esta: gracias a la
amnesia se puede recomenzar todo de nuevo y tener una vida; pero sobre todo se puede
recomenzar la vida misma, no otra” (ibíd., p. 59); “El secreto de nuestra época, la clave que
descubro releyendo estas páginas del Diario, es que todo lo que tenían los ricos en los siglos que
nos precedieron hoy es posible tenerlo como objeto representativo, y la exaltación de la riqueza y
el lujo se ha desprendido de la propiedad, para volver a ser una rama del arte. Lamentablemente,
sigue siendo necesario ser rico” (ibíd., p. 102).
54 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 33.
55 Nora Avaro, “El favorito”, en La enumeración. Narradores, poetas, diaristas y autobiógrafos,
Nube Negra, Rosario, 2016, p. 136.
56 Abundan las referencias al romanticismo alemán en este diario: además del título, Fragmentos
de…, se nombra a E. T. A. Hoffman (C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p.
112), Novalis (ibíd., p. 36) y la flor azul (tumbergias u “ojos de poeta”) (ibíd., p. 48), el cuento de
Ludwig Tieck “Amor y magia” (ibíd., p. 59), “La mandrágora” de Friedrich von la Motte-Fouqué
(ibíd., pp. 60-89), El alma romántica y el sueño de Albert Béguin (ibíd., p. 61), los libros
obsequiados por Pierre Péju, germanista especializado en el romanticismo (ibíd., p. 60), los
cuentos de temática de pacto con el diablo de los románticos alemanes (ibíd., p. 97), entre ellos,
Peter Schlemihl de Adelbert von Chiamisso (ibíd., p. 100); la tumba de una musa del
romanticismo, Daniel Stern (alias de la condesa Marie de Flavigny) (ibíd., p. 66).
Según explica Paolo D’angelo en La estética del Romanticismo, para Friedrich Schlegel “el
Absoluto” (la plenitud, la totalidad, lo divino) constituye “lo irrepresentable”, “lo inefable” que
no puede alcanzarse ni con la intuición ni con la inteligencia. Por otra parte, al no tratarse de la
totalidad ordenada sino del caos, este solo puede ser momentáneamente presentido a través del
Witz, categoría estética que propicia una unión instantánea y fugitiva —la única posible— entre
finito e infinito (P. D’angelo, La estética del romanticismo, Visor, Madrid, 1997, pp. 141-142).
La “nostalgia de lo Absoluto” (Sehnsucht), de acuerdo con Isaíah Berlin, es la versión secular de
la búsqueda religiosa de re-unión con Dios, el intento, siempre fallido, de absorber lo infinito
dentro de nosotros, de hacernos uno con él (I. Berlín, Las raíces del romanticismo [1965],
Taurus, Madrid, 1999, p. 143). Para la doctrina romántica, “hay un impulso infinito en la
realidad, en el universo que nos rodea, que lo finito intenta simbolizar aunque sin lograrlo
completamente” (ibíd., p. 139).
57 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 10.
58 Ibíd., p. 12.
59 La forma adecuada a esa conjunción instantánea y fugaz entre finito e infinito que opera el
Witz es el fragmento. Su carácter, sin embargo, no es fragmentario sino que constituye una
totalidad en sí mismo, puntualiza D’angelo (La estética del romanticismo, op. cit., pp. 145-146).
60 Las casas de muñecas de Ana (“con instalación eléctrica, cañerías de agua, muebles, ropa,
cuadros, libros y hasta los juguetes de los niños” [C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes,
op. cit., p. 13]) son las miniaturas más logradas —ejemplares— en tanto visibilizan el proceso de
miniaturización y lo reduplican por estar contenidas en una casa mayor. Susan Stewart lee en este
tipo de casas una metáfora de la interioridad asociada a “los secretos del corazón” y, en este
sentido, las de Ana potencian la metáfora ya que, como un tesoro oculto, las guarda en el sótano
(El Ansia. Narrativas de la miniatura, lo gigantesco, el souvenir y la colección [1993], Beatriz
Viterbo, Rosario, 2013).
61 S. Stewart, El Ansia…, op. cit., p. 107.
62 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 20.
63 Ibíd., p. 27.
64 Ibíd., p. 28.
65 Ibíd., p. 42.
66 Ibíd., p. 49.
67 Ibíd., p. 25.
68 Ibíd., pp. 23-24.
69 Ibíd., p. 24.
70 S. Stewart, El Ansia…, op. cit., p. 112.
71 Incluso esto podría explicar por qué Aira eligió contar la experiencia de su visita a la casa a
través de un diario de viaje. Si el viaje es, como lo concibe el manual de talleres literarios para
niños que tradujo, “una experiencia completa de principio, medio y fin” (“Particularidades
absolutas”, op. cit., p. 31), y si, como afirma Susan Stewart (en total coincidencia con la idea
airiana esbozada en “¿Por qué escribí?” acerca de que la experiencia no es tal hasta que la
escritura le da forma): “El relato de experiencia-personal es el género narrativo que más imita la
convencional linealidad atribuida a nuestra experiencia cotidiana de la temporalidad” (El
Ansia…, op. cit., pp. 45-46), entonces habría una correspondencia sin esfuerzos entre viaje y
diario.
72 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 13. En una de las entradas filia la historia del
Taladro al Proyecto: “Es difícil escapar del proyecto. No sé… habría que volver del proyecto, no
ir hacia él. Como en mi historia del ‘taladro’, en ese estúpido proyecto de novela que tuve…
Preferiría no hacer nada, nunca, que tenga un objetivo” (ibíd., p. 24). (El subrayado es del autor).
73 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., pp. 101-102.
74 Ibíd., p. 64.
75 C. Aira, “Particularidades absolutas”, op. cit., p. 3.
76 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 79.
77 Dejo pendiente para una próxima investigación el rastreo del mito de origen del no-escritor (o
“autoficción negativa”, de acuerdo con la terminología de Julio Premat en “Aira: el idiota de la
familia”, en Héroes sin atributo. Figuras de autor en la literatura argentina, Fondo de Cultura
Económica, México, 2009) asociado al Proyecto tal como intenté esbozarlo en este artículo y, en
particular, como se lo concibe en el final de Cumpleaños en donde se ha vuelto totalizador y se lo
llama “La Enciclopedia”. Este magno proyecto es descrito como la obra de un solo autor cuya
originalidad consiste en avanzar sobre lo particular (él mismo) y cuyo objetivo, además de
saberlo “todo”, es aliviarlo del apuro por poner la fecha final al pie de cada novela del
procedimiento. La Enciclopedia, según se indica, pertenece al género de las “notas preparatorias”
y tiene como modelos las de Mallarmé para su Livre, las de Duchamp para El gran vidrio y las de
Novalis para su Enciclopedia (Cumpleaños, op. cit., p. 79), por eso será inevitable abrevar
nuevamente en el romanticismo alemán. El corpus inicial de este trabajo futuro es La vida nueva,
Cumpleaños, Cómo me hice monja y Cómo me reí (además de Diario de la hepatitis y
Fragmentos de un diario en los Alpes).

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