La Actitud Conservadora de Oakeshott-M Ramos

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LA ACTITUD CONSERVADORA DE M. OAKESHOTT. Por M.

Ramos

A su muerte, Michael Joseph Oakeshott (Kent, 1901-Dorset, 1990) fue reconocido como uno de los mayores filósofos
políticos desde John Stuart Mill o Edmund Burke así como el más original y creativo de los académicos del siglo XX. Profesor
en Cambridge, Oxford y en la London School of Economics, alcanzó notoriedad por su articulación de un pensamiento
vinculado con la tradición política liberal-conservadora anglosajona y caracterizado por el respeto a la continuidad y a las
tradiciones, por su intuición en beneficio de lo concreto y lo particular, así como por la actividad orientada a preservar la
identidad en torno a un discurso similar de códigos compartidos. Y todo esto siempre de acuerdo al valor pedagógico y a la
familiaridad que él atribuía al vínculo entre el pasado y el presente.

En este contexto, Michael Oakeshott compartiría su lugar con referentes teórico-prácticos del legado y el imaginario liberal-
conservador como Lord Acton o Edmund Burke, aunque si trazamos el sendero intelectual que nuestro autor recorrió
encontraremos la influencia de diversos autores en su pensamiento como Montaigne, Collingwood, Hegel y, muy
especialmente, Thomas Hobbes. A este último se sentiría muy cercano, pues no en vano Oakeshott es considerado uno de los
lectores e intérpretes más audaces, selectivos y reflexivos de la obra del autor del Leviatán.
Oakeshott perseguiría establecer una comprensión filosófica de la política que respondiese a las circunstancias de la época
que le había tocado vivir. Una reflexión de la que excluía cualquier recomendación práctica o adscripción partidista, pero que
siempre estuvo guiada por su crítica a la política ideológica –él la denominaba «política del libro»– que es aquella que
presentaba un credo, dogma o programa cerrado. Su animadversión hacia el laborismo inglés durante los años de la postguerra,
con su programa de reorientación social, así como su legado docente en la London School of Economics son el mejor
exponente que podemos encontrar en el pensamiento oakeshottiano de su rechazo a la ingeniería política. Esto, además, nos
permitirá situarnos ante los fundamentos de la asociación política.

Para nuestro autor, existían dos tipos de asociaciones, la que estaba guiada por el colectivismo y la que respondía al
individualismo. La primera es aquella que establecía el fin que debe ser perseguido por toda la comunidad y que, a juicio de
Oakeshott, debe ser evitada. Así, la acción de gobierno se convierte en la ordenación de las vidas de los ciudadanos para
conseguir esa finalidad. Su plasmación concreta en el ámbito de la vida pública correspondía al racionalismo político. Esta
concepción considera la política como una serie de crisis que resolver, hace del racionalista político un ingeniero obsesionado
con la técnica correcta para solucionar los problemas percibidos y supone encumbrar el conocimiento técnico. En última
instancia, nos previene nuestro autor, quien practica este lenguaje asume que del laboratorio de la razón surgirán soluciones
universales para las dificultades, mientras que la costumbre o el hábito deben ser tratadas como reliquias sociales e
intelectuales.

En cambio, el segundo tipo de fundamento –la asociación civil– parte de una forma de asociarse de las personas que
demuestran un carácter individual en el que confluyen libertad y responsabilidad. Todos estos individuos consideran como
bien fundamental su libertad, realizada mediante sus propias elecciones en la búsqueda de la felicidad, a menudo a través de
caminos diferentes pero siempre desde un mutuo reconocimiento. Su plasmación política implicaba, a juicio de Oakeshott,
rechazar la osadía intelectual de los ingenieros sociales que creen viable planificar sociedad y economía. El verdadero genio
de la política es aquel que está bien empapado de las tradiciones de su país, que puede responder con agilidad a las
circunstancias y que sabe que la sabiduría no puede reducirse a los manuales técnicos.

Por tanto, si la política no consiste en una serie de crisis que resolver ni tampoco en un ejercicio sistemático de ingeniería
social, convendría preguntarse dónde establecer sus límites. Para responder a esta cuestión, el profesor de Cambridge nos
presenta una concepción muy determinada de la política, según la cual se trataría entonces de una ‘conversación’ o polifonía
de voces donde los ciudadanos participan en la resolución de los problemas sociales sin que tengan que dirigirse a conseguir
meta o fin alguno. Este contorno, más nítido de lo que pudiera parecer, implica que las personas –con intereses muy dispares–
hablan en el idioma de la deliberación para encontrar su acomodo y su resonancia es la de una actividad intelectual que no se
ha ensayado.

Para ilustrar a nuestro autor, y de paso disfrutar con la elegancia de su prosa, recomendamos la lectura de tres de sus
obras: Experience and Its Modes (1993), Rationalism in Politics and Other Essays (1962) y On Human Conduct (1975). Pero
en este foro no creemos posible incluir a Oakeshott sin citar un fragmento de célebre conferencia pronunciada en 1956 en la
Universidad de Swansea. En este texto titulado significativamente «On Being Conservative» («La actitud conservadora»),
que posteriormente sería incluido en su libro Rationalism in Politics…, encontraremos una exposición muy elocuente de su
gramática liberal-conservadora: Política de la prudencia, del cuidado, etc
«Ser conservador consiste, por tanto, en preferir los familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no
probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo
suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica. Las
relaciones y las lealtades familiares serán preferidas a la fascinación de vínculos potencialmente más
provechosos. El adquirir y el aumentar será menos importante que el mantener, cuidar y disfrutar. El pesar
que provoca la pérdida será más agudo que la excitación que suscita la novedad o la promesa. Se trata de
estar a la altura de la propia suerte, de vivir conforme a los propios medios, contentarse con perfeccionarse
en función de las circunstancias que nos rodean. En algunas personas esta disposición resulta de una
elección; en otras, la disposición se manifiesta, con más o menos frecuencia, en sus preferencias y aversiones,
pero no es ni elegida ni expresamente cultivada.
Ahora bien, todo esto tiene su reflejo en una determinada actitud ante el cambio y la innovación; entendiendo
por “cambio” aquello que denota alteraciones que hemos de padecer y por “innovación” aquello que
proyectamos y realizamos. Los cambios son circunstancias a las que hemos de adaptarnos, y la disposición
conservadora se manifiesta entonces tanto como el emblema de nuestra dificultad para lograrlo como el
recurso al que se acude para conseguirlo. Los cambios carecen de efectos sólo para aquellos que no se dan
cuenta de nada, que ignoran lo que poseen y permanecen apáticos ante sus circunstancias; y suelen ser
celebrados indiscriminadamente sólo por aquellos que no valoran nada, cuyos vínculos son efímeros y que
desconocen el amor y el afecto. La disposición conservadora no provoca ninguna de estas dos actitudes: la
propensión a disfrutar de lo presente y disponible es lo opuesto a la ignorancia y apatía y alimenta, por el
contrario, la unión y el afecto… Los cambios pequeños lentos le resultarán, en consecuencia, más tolerables
que los grandes y repentinos, y valorará sobre manera toda apariencia de continuidad. Algunos cambios, sin
duda, no presentarán ninguna dificultad, pero, nuevamente, no porque traigan progresos evidente sino,
simplemente, porque serán fácilmente asimilados: el paso de las estaciones se mitiga porque recurre y el
crecimiento de los niños porque es continuo. Y, por lo general, el temperamento conservador se adaptará más
fácilmente a los cambios que no desdicen expectativas que a la destrucción de lo que no parece llevar en sí
el motivo de su disolución.
Es más, ser conservador no consiste en rehuir el cambio (que puede ser una idiosincrasia); es también una
forma de adaptarse a los cambios, una actividad, ésta, ineludible para el ser humano».

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