Untitled

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 6

Uno de los puntos más álgidos que ha asumido la Iglesia Católica, es en el realizar un

profundo análisis, acerca de la realidad de las familias, que cada vez sus dinámicas van
evolucionando. Uno de los puntos tratados con gran relevancia ha sido las “uniones de hecho”,
que el mismo Consejo Pontificio para la familia considera que: “abarca un conjunto de múltiples
y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo
sexual) que no son matrimonios” (n°2). Las uniones de hecho se caracterizan, precisamente, por
ignorar, postergar o aún rechazar el compromiso conyugal. De esto se derivan graves
consecuencias, por lo que, la Iglesia ha visto de forma preocupante este fenómeno que comienza
a ser socialmente relevante en los países más desarrollados económicamente.

En este mismo orden de ideas, las uniones de hecho, fenómeno que en los últimos decenios se
ha difundido en la sociedad, sobre todo en occidente, interpelan la conciencia de todas las
personas que creen en la familia fundada en el matrimonio como un bien para la persona y para
la sociedad humana. La Iglesia, más intensamente en los últimos tiempos, se ha esforzado en
recordar la confianza debida a la persona humana, su libertad, su dignidad y sus valores, y la
esperanza que proviene de la acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda
debilidad. A la vez, ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona
humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos ideológicos típicos de la
cultura llamada 'postmoderna', que hacen difícil la comprensión y la vida de los valores que
exige la verdad acerca del ser humano.

En efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de


determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y
sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de
corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial
y constitutiva con la verdad. Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y verdad,
«desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social
se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto.

Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos


fundamentales, el de la vida. Ciertamente se trata también de un aviso aplicable a la realidad del
matrimonio y la familia, única fuente y cauce plenamente humano de la realización de la propia
tendencia sexual mediante la fundación de una relación precisamente en cuanto se es hombre o
mujer, el cual requiere una adecuada comprensión de la libertad humana, contra aquella
frecuente corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la
capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como
una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio
bienestar egoísta.

En el contexto de una sociedad frecuentemente descristianizada y alejada de los valores de la


verdad de la persona humana, interesa ahora subrayar precisamente el contenido de esa alianza
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado
por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, tal
como fue instituido por Dios “desde el principio”. Es decir, conviene ahora destacar el ser íntimo
del matrimonio en cuanto realidad inherente a la persona humana y a su modalización sexual, y
los presupuestos antropológicos en que se asienta. Solo de este modo se podrá entender la
radical, y no sólo formal o cultural, diferencia entre la familia fundada en el matrimonio y las
llamadas “uniones de hecho” o convivencias, sean estas homosexuales o heterosexuales. Sólo
así, será posible entender y explicar el por qué casarse en vez de convivir simplemente.

Es importante aclarar que el matrimonio, en el cual se funda la familia, no es una “forma de


vivir la sexualidad en pareja”: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las
varias posibles. Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos
personas. El matrimonio es mucho más que eso, es una unión entre mujer y varón, precisamente
en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser
establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, el pacto conyugal, pero su
contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: es la
entrega y aceptación de la propia persona femenina o masculina para un mutuo
perfeccionamiento de cada uno y para recibir los hijos e introducirlos en la sociedad.

A este don del sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de
deberse en justicia al otro para los fines mencionados, se le llama “conyugalidad”, y los
contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: esta comunión conyugal hunde sus raíces en
el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad
personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso
tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.
Entre los principios fundamentales de esta unión, se podría resaltar los siguientes: la igualdad
de mujer y varón, pues ambos son personas igualmente, si bien lo son de modo diverso; el
carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos
impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de un amor al otro
precisamente en cuando sexualmente diverso y complementario, de modo que este amor se
expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio; la posibilidad, por
parte de la libertad, de establecer una relación estable y definitiva: debida en justicia; la
dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de
educación.

Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor
inclina, por su misma naturaleza, a una intimidad, a la exclusividad, a la generación de la prole y
a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro
la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón en todo lo
conyugable, a título de deuda: es decir, se otorga y recibe el título real de coposesor de uno
mismo en toda la dimensión sexuada de la persona humana. Por tanto, se trata de un proyecto
común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido
en justicia; la dimensión de justicia.

Se comprende, por tanto, que se trate de una dimensión pública de justicia, puesto que el
matrimonio es una realidad que inhiere a la vez en el carácter sexuado y en el carácter social de
la persona: en su realidad más íntima, y en una de las importantes funciones sociales. Es el
matrimonio y la familia en cuanto tales los que constituyen en sí mismos un bien social de
primer orden: La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los hombres, y por
esto suscita una nueva responsabilidad

A la luz de la verdad del matrimonio como el único camino digno de la persona humana para
establecer una relación que implique la donación de la propia condición sexual, y por tanto de la
identidad propia de la familia fundada sobre el matrimonio, las uniones de hecho, describiendo
los rasgos que las caracterizan, sean las uniones heterosexuales u homosexuales. De este modo, a
través de una valoración racional, y no confesional o ideológica, se podrán constatar las
diferencias abismales que distinguen una y otra realidad (matrimonio y unión de hecho) y dan
razón tanto de la injusticia que comporta su equiparación jurídica, como de los males sociales —
para la entera comunidad humana, que emanan necesariamente de esas uniones
extramatrimoniales.

En relación con la sacramentalidad, la cuestión es compleja, ya que los pastores de la Iglesia


no pueden dejar a un lado la inmensa riqueza que dimana del ser sacramental del matrimonio
entre los bautizados. Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la
Creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia, y sea por ello verdadero
sacramento de la Nueva Alianza. El problema reside en comprender adecuadamente que esa
sacramentalidad no es algo sobreañadido o extrínseco al ser natural del matrimonio, sino que es
el mismo matrimonio querido por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción
redentora de Cristo, sin que por ello suponga ninguna desnaturalización de la realidad natural.

Tal visión de la sacramentalidad, de algún modo extrínseca y ligada a determinados ritos


sagrados, en algunas ocasiones lleva a los contrayentes que no tienen fe a la celebración del
matrimonio civil o, incluso, a la constitución de uniones de hecho, la cual sería percibida como
un modo alternativo de unirse, y en la cual la diferencia con esencial con el matrimonio cristiano
sería sólo la inobservancia de determinados requisitos formales. De allí la importancia de
recuperar una visión unitaria e intrínseca de la sacramentalidad del matrimonio entre bautizados.

Teniendo en cuanta cuanto se ha dicho sobre la importancia de la defensa de la familia


fundada en el matrimonio para la protección del bien de la sociedad, se hará referencia al modo
en el que el Magisterio de la Iglesia ha considerado en los últimos años el problema de las
uniones de hecho. No se trata, sin embargo, de un “visión desde la fe”, sino de una necesidad que
afecta a todas las personas en su bien integral, en la medida en que estas intervenciones del
Magisterio, más que dirigidas sólo a los cristianos, son un esfuerzo para comprender cuál es la
verdad sobre la persona y su dimensión sexuada, por encima de la propia fe y de las culturas
cambiantes, es decir, con un fundamento en la naturaleza misma de la persona humana

En la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, el Concilio Vaticano II ya hizo ver


como “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a
una favorable situación de la comunidad conyugal y familiar”. Y advierte seguidamente cómo la
dignidad de la institución matrimonial “no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto
que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones”. Los padres del concilio tuvieron conciencia de que el llamado “amor libre”
constituía un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo
del amor conyugal.

Cualesquiera que sean las causas que originan esas uniones sin vínculo jurídico válido por
falta de formalización adecuada del consentimiento, la irregularidad de esas situaciones,
reconoce el Papa Pablo VI:

Pone a la Iglesia serios problemas pastorales, por las graves


consecuencias religiosas y morales que de ahí se derivan (pérdida del
sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con
su Pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así
como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto
de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad,
posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo.

Esta enseñanza pontificia describe, sin duda, una gran preocupación moral y pastoral de la
Iglesia ante la proliferación de esos fenómenos de uniones no solamente no reconocidas, sino
que en muchos casos rechazan en su origen la idea de compromiso estable. Pero no se intuye aún
en esa descripción pontificia el gran problema que se habría presentado con fuerza después de la
Familiaris Consortio, al que daría lugar la ulterior pretensión de los poderes públicos, de
equiparar, de un modo o de otro, esas uniones de hecho a la familia de fundación matrimonial.

La sociedad de hoy lleva al hombre a considerar que puede desear y optar por un uso de la
sexualidad distinto del previsto por la misma naturaleza y de su finalidad propia. Privadamente
puede vivir en pareja de forma estable o transitoria, en relaciones heterosexuales u
homosexuales. Desde un punto de vista moral es claro que esas actitudes no respetan la dinámica
del amor conyugal propio de la condición de persona-varón y persona-mujer y, por tanto, no son
dignas de la persona humana, con mayor razón en el caso de las uniones entre homosexuales, que
desnaturalizan en su raíz la sexualidad humana y hacen imposible la comprensión de su
estructura y finalidad.

Pero el problema no reside ahora en insistir en la condena moral de esas actitudes, sino en
alertar sobre la improcedencia de elevar esos intereses privados a la categoría de interés público,
sancionado y reconocido por la ley de manera idéntica o análoga a las relaciones matrimoniales y
familiares, como si en sí mismas fuesen un bien para ser promovido y tutelado. matrimonial,
pueden acarrear un deterioro profundo de esta institución natural y de todo el cuerpo social, que
tiene en ella su fundamento básico.

BIBLIOGRAFIA.

 Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor.


 Pablo VI. Encíclica Evangelium Vitae.
 Juan Pablo II. Exhortación Apostólica Familiaris Consortio.
 Código de Derecho Canónico.
 Concilio Vaticano II. Constitución Gaudium et Spes.
 Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y «uniones de hecho», Ciudad
del Vaticano 2000.

También podría gustarte