La Patria Titubeante: El Envés de La Guerra de Independencia en La Mujer Del Caudillo (1952), de Nery Russo

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La patria titubeante: el envés de

la Guerra de Independencia en
La mujer del caudillo (1952),
de Nery Russo
The hesitation of the motherland: the underside of the War of Independence
in Nery Russo’s La mujer del caudillo (1952)

Mariana Libertad Suárez


Universidad de Simón Bolívar
[ [email protected] ]

Resumen: Se propone una aproximación a la novela biográfica La mujer del


caudillo (1952), de Nery Russo, para explorar cómo se piensa, en esta novela,
a la mujer en tanto sujeto histórico y, sobre todo, cómo son tratadas en este
texto la disciplina científica denominada “Historia” y la noción de “verdad” que
debería acompañarla. Al respecto, se evidenciarán: 1. Los mecanismos que le
permiten a la autora presentar la historiografía como la compartimentación de
una red de intercambios significantes, formulada para reglamentar las identi-
dades posteriores a su creación; 2. Las estrategias mediante las cuales Russo
da cuenta de sí misma en el campo cultural venezolano de la década de los
cincuenta, momento en que el retorno al hogar por parte de las venezolanas
parecía irrenunciable.

Palabras claves: Identidad; novela histórica; sujeto femenino; Nery Russo;


literatura venezolana.

Abstract: This article examines Nery Russo’s La mujer del caudillo (1952)
in order to explore how this novel portrays the woman as a historical sub-
ject and especially how the scientific discipline called “History” and its notion
of “truth” are treated in this text. In this regard, the following issues are
highlighted: (1) the mechanisms that allow the author to present historio-
graphy as the partitioning of a significant exchange network formulated to
regulate identities, and (2) the strategies by which Russo gives an account of
herself in the Venezuelan cultural field in the early fifties, when the domestic
role of Venezuelan women seemed mandatory.

Keywords: Identity; historical novel; female subject; Nery Russo; Venezuelan


literature.

Cuando voy de paseo con mis padres o las tías, adopto un aire de suficiencia
desconocido hasta por mí misma. Presumo ser como mis compañeras mayores
y yo misma llego a cerciorarme de que hace ya tiempo he dejado de ser una
chiquilla. Las otras niñas que pasan a mi lado me observan, y confrontando
su indumentaria y actitud con las mías, vuélvense como avergonzadas; esto

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me aflige sobre manera e íntimamente inculpo a mis tías y a los demás, que
se ocupan de hacerme creer que soy ya una mujer.

Nery Russo, La mujer del caudillo

I. Yo presumo ser: Nery Russo en la Venezuela de los


cincuenta

E
l 2 de abril de 1957, el diario español ABC refería la boda
Vallejo-Russo. El texto aparecía en una página dedicada
a reconstruir los aconteceres de la alta sociedad española;
no obstante, el nombre de una mujer venezolana se
colaba entre sus líneas. El texto indicaba:
En Caracas (Venezuela) se celebró el matrimonial enlace del pintor sevillano
Felipe Luis Vallejo con la escritora Nery Russo, de conocida familia vene-
zolana. Fueron padrinos por parte de ella, el presidente de la República de
Venezuela y señora, y por parte de él, el embajador de España y su esposa, la
marquesa de Avella. La feliz pareja salió en viaje de novios para Norteamé-
rica y Europa (S/A “Ecos de sociedad” 38).
Este breve párrafo da cuenta de una serie de elementos manifiestos en la
obra de Nery Russo. Una narradora venezolana que invadió –con su escritura
y su imagen– espacios apartados tradicionalmente para el varón intelectual, sin
perder por ello el aval ni la aceptación del campo cultural. La presente reseña
pareciera evidenciar la cercanía de este sujeto femenino al poder. En el texto,
de hecho, no se menciona el nombre ni de Marcos Pérez Jiménez, por entonces
presidente de Venezuela, ni de su esposa; sin embargo, a Russo se le atribuye el
título de “escritora” y –contrariamente a lo que solía ocurrir cuando se aludía
en prensa a una mujer intelectual– su nombre va seguido de su apellido.
Podría decirse, sin temor a equivocarse, que para 1957, la autora de La
mujer del caudillo ya era admitida –dentro y fuera de Venezuela– como una
representante de las letras nacionales. Las alusiones a sus obras se incluían
frecuentemente en los medios impresos, así como los comentarios sobre su vida
social. Al respecto, resulta sumamente curioso que publicara artículos y reseñas
en distintos e importantes diarios caraqueños, cuyo rasgo más sorprendente era
la diversidad de posturas políticas. Los textos de Russo aparecieron en diarios de
tendencia progresista como Ahora, en el diario pro- perezjimenismo El Heraldo
y en algunas publicaciones de corte menos polarizado, como El Universal y El
Nacional1.

1 Convencionalmente, se le llama perezjimenismo al período de la Historia de Venezuela trans-


currido entre 1948 y 1958, fundamentado en la realización de aquello que, el por entonces pre-
sidente, Marcos Pérez Jiménez denominó “El Nuevo Ideal Nacional”. Rafael Cartay lo resume
del siguiente modo: “la transformación del medio físico y el mejoramiento de las condiciones
morales, intelectuales y materiales de los venezolanos, apoyado en el reordenamiento institucio-

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Esta ubicación privilegiada dentro del campo intelectual venezolano de la
década de los cincuenta resultaba completamente inusual en una mujer, tanto
más en una autora de provincia. A pesar de ello, las obras de Russo pocas veces
fueron consideradas peligrosas o polémicas. Muy por el contrario, la dulzura
atribuida –y ocasionalmente exigida– a las mujeres venezolanas, siempre primó
al momento de evaluarlas. Por ejemplo, en el número 1399, de la Revista Elite,
publicado el 26 de julio de 1952, apareció un pequeño comentario sobre La
mujer del caudillo. Concretamente, se expresaba:
El esfuerzo que realiza la autora [Nery Russo] es de todo punto, plausible.
La novela biográfica, además de ser obra de creación, requiere una especial
concentración al tema. Pues hay que solicitar datos en los archivos, indagar
acerca de los sucesos de la época […] En este sentido aunque Nery Russo
ha puesto mucho de su viva imaginación, de su fina sensibilidad de mujer,
encontramos que pudo observar el medio histórico y situarlo lo mejor posi-
ble en el desarrollo de la novela […] La narración, puesta en boca de la
heroína, adquiere un tono confidencial, amistoso… Lo que ella cuenta a sus
nietas llega hasta el lector como si hablara a su oído. En un tono de voz, con
modulaciones tiernas, voz transida por el recuerdo de amarguras pasadas,
pero satisfecha ante el deber cumplido (S/A “Bibliografía”: 39).
Al leer estas afirmaciones, se evidencia una paradoja. En un comienzo, se
sugiere la capacidad de la autora para realizar un ejercicio de reconstrucción
histórica y dar cuenta de una “verdad nacional”, pero este hecho se suaviza con
la referencia concreta a la “sensibilidad femenina”, una categoría utilizada con
frecuencia, a mediados del siglo XX, para reducir la función social de la mujer a
la decoración del espacio público. Es decir, según lo aquí expuesto, con La mujer
del caudillo, Russo no estaría volviendo al pasado para dejar una enseñanza, sino
para hacerlo más bonito.
A pesar de esta recepción inmediata tan favorable, progresivamente, Russo
fue perdiendo visibilidad en el campo cultural. Se materializó un desplazamiento
de las formas y/o las circunstancias de enunciación, que si bien satisficieron
las demandas sociales dirigidas al sujeto de la escritura, no pudieron llenar las
expectativas del canon. Una asimetría que se genera precisamente porque, en
su afán de salvaguardar los espacios de poder, la alta cultura censuraba, borraba
o normatizaba a aquellas intelectualidades no mestizas, no masculinas y no
heterosexuales que quisieran aproximarse a su estética.
A esta demarcación de identidades se suma que, en el imaginario venezolano,
la Guerra de Independencia no es un acontecimiento cualquiera. Por el contrario,
se trata de un elemento del pasado simbólico innegociable para los proyectos

nal del Estado y en el ‘planeamiento racional’ de sus acciones […]. En su discurso de clausura de
la Semana de la Patria, pronunciado el 6 de julio de 1954, en la sede del Centro de Instrucción de
las Fuerzas Armadas […], hablando entre militares, Pérez Jiménez indicó que la filosofía política
del régimen consistía en ‘encauzar la acción pública’, ‘orientar la actividad de la población’ y
‘formar una conciencia nacional para la grandeza y desarrollo de la patria’” (Cartay 9-10).

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políticos que se alternaron en el poder a lo largo del siglo XX. Teniendo en
cuenta esta valoración y el tono rosa que se le atribuye en ocasiones a La mujer
del caudillo, es posible deducir que el cercenamiento de la voz historiográfica
gestado en esta escritura es producto de la saturación simbólica y no de la evasión.
Ante ello, se hace imperioso explorar cómo Russo lee en su novela las
demandas sociales y discursivas que le proponía su entorno, sobre qué premisas
construye personajes femeninos peculiares y bajo qué códigos estos se relacionan
con el poder y con ellos mismos, en qué términos se piensa en esta novela a la
mujer- sujeto histórico y, sobre todo, cómo son tratadas la Historia en tanto
disciplina científica y la noción de “verdad” que debería acompañarla, en la
trama de esta publicación.

II. Desde el corazón de las multitudes: miradas sobre la


historia en la Venezuela perezjimenista

Una de las primeras aristas de análisis que surge al leer La mujer del caudillo en
su contexto es la tendencia a la escritura de narrativas de archivo, que determinó
la literatura venezolana en los años cuarenta y cincuenta. Obras como El camino
del dorado (1947), de Arturo Uslar Pietri; Los Riberas (1957), de Mario Briceño
Iragorry; o, inclusive, Cumboto (1950), de Ramón Díaz Sánchez, constituyen
reconstrucciones del pasado que apuntan a un deseo de hacer historia y al diseño
de vías de rememoración.
Uno de los detonantes de esta proliferación de discursos sobre el pasado es
el viraje de la concepción de los estudios históricos acontecido en Venezuela
durante ese mismo período. Se trató de la profesionalización de una antigua
práctica discursiva, que conllevó el diseño de una gama de posicionamientos en
torno al pasado y a la memoria pretendidamente reconstruidos bajo el rótulo
de “Historia nacional”. Así pues, para aproximarse a La mujer del caudillo es
necesario entender cómo y con qué fin se realizaba la práctica historiográfica en
el ámbito nacional para el momento de su publicación. María Elena González
Deluca resume las modificaciones y señala:
La historiografía de las últimas décadas ha tenido un desarrollo cuantita-
tivo considerable, y eso incluye el total de publicaciones y la diversificación
temática […] Estos cambios son los que corresponden al medio siglo que se
inicia en 1950, cuando todavía era dominante la historiografía tradicional
de influencia positivista de las décadas iniciales del siglo XX y también la de
inspiración nacionalista de autores de la época como Mario Briceño Irago-
rry, Mariano Picón Salas y Augusto Mijares, entre otros (147).
Para esta investigadora, la década de los cincuenta supuso un momento de
transición durante el cual la concepción positivista de la Historia se encontraba
penetrada por ciertas prácticas tradicionales de rememoración, dirigidas –en
buena parte– al diseño de una “Patria Ideal”. Resulta entonces sumamente

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elocuente que los tres nombres referidos en este fragmento para ejemplificar la
historiografía de “inspiración nacionalista” correspondan a intelectuales inscritos
en el imaginario nacional como escritores o estudiosos de la literatura, más que
como científicos o investigadores de tendencia positivista.
Hasta finales de la década de los cincuenta el saber histórico y el literario no
tenían límites claros. Durante mucho tiempo integraron una misma Academia
Nacional; sin embargo, los textos escritos por Mariano Picón Salas, Augusto
Mijares y Mario Briceño Iragorry –aquellos dirigidos a la reorganización del
pasado– han sido clasificados de “biografías”, “historias noveladas” o “novelas
históricas” en los manuales de literatura y otros intentos de sistematización
posteriores, con lo cual, la recepción cultural dejaba claro que la narrativa era un
espacio para la edificación de identidades tan eficaz que la práctica historiográfica.
González Deluca señala, además, diversos fragmentos de autolegitimación
por parte de estos autores dentro de su narrativa, ejercicios que les permitieron
establecer los linderos de la participación femenina en la definición del territorio
nacional. Es decir, si “Augusto Mijares [además de Briceño Iragorry] buscó a
través del ensayo histórico transmitir un significado de intención pedagógica para
su propio tiempo” (38), con el gesto simple de publicar sus textos, este intelectual
estaba asumiendo una posición jerárquica desde la cual prescribir a los sujetos
nacionales y, al mismo tiempo, elegir a qué otros pensadores podían hacerlo.
La adquisición de nuevas funciones explica por qué los narradores-historia-
dores recogieron algunas visiones populares, propias de la oralidad, en textos
de carácter académico, para darle un alcance teórico y/o universalizable. En
estos casos, se estaría reafirmando el papel de “traductor” que ejercen quienes
reconstruyen el pasado, dado que –según lo expuesto por estos autores– ellos
estarían facultados para indicar dónde y por qué se conectan las acciones heroicas
que dieron pie a la nación, con la cotidianidad que viven los venezolanos. A
este respecto, resulta muy ilustrativa la publicación de Juan Uslar Pietri (1954)
que lleva el título Historia de la rebelión popular de 1814. En el prólogo, el autor
afirma que
en el estudio de la Rebelión Popular se resalta de manera poderosa la labor
de Bolívar y de sus lugartenientes. Pues, además de sostener nuestros liber-
tadores una guerra a muerte con España, mantenían una lucha contra los
mismos venezolanos que peleaban por la libertad social. El libertador ha
tenido que ser un hombre extraordinario, superior, para haber podido resis-
tir aquella oleada de sangre, sin imponérsele y dominarla, haciéndola suya,
para luego ir a luchar contra la autoridad despótica del rey de España. Él
supo aprovecharla y domarla como un potro cerrero hasta llevarla por las
vías de la Independencia de la patria. Y hay que señalar, que esa Rebelión
fue un movimiento tanto o más sangriento que la Jacquerie y que la misma
Revolución francesa (10).
En este breve fragmento se perfila claramente la imagen de un héroe fundador
que diseña una República ideal y, además, obliga a los “hombres comunes” a

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trabajar a favor de su proyecto, dado que estos no son capaces de descubrir dónde
se encuentra su propio bienestar. Es decir, la superioridad de Bolívar, según se
muestra en el fragmento, no solo viene dada por sus capacidades intelectuales y de
liderazgo, sino principalmente porque ve con mayor claridad qué desea el pueblo
y, aunque deba emplear la fuerza para lograrlo, le impone ser libre y soberano.
Por más paradójico que luzca a simple vista este planteamiento, adquiere un
sentido definitivo cuando se contrasta con las necesidades de legitimidad que
definían tanto el proyecto desarrollista de nación, perfilado desde el Estado en
los cincuenta, como la alternativa política que planteaba desde la resistencia. En
ambos casos, la defensa de un sujeto modélico, incomprendido por su superiori-
dad, era necesaria y urgente. Esto explicaría el enfrentamiento a las opiniones del
“pueblo” y la ausencia de colectivos sociales como las personas no escolarizadas,
las mujeres o los grupos políticamente divergentes, en la toma de decisiones.
Asimismo, el hecho de que Bolívar hubiera renunciado –aunque de forma
transitoria– a la paz y hubiera sacrificado la vida de algunos venezolanos para
conseguir el bien común, resultaba un argumento sumamente útil para justificar
tanto alzamientos como sumisiones, en la década de los cincuenta. Por ello, Uslar
Pietri se ve en la necesidad de marcar moralmente estas acciones y valorarlas
positiva o negativamente, según los intereses ideológicos que la inspiren:
No me explico cómo ha sido posible interpretar como realismo la rebelión
por el sólo hecho de decirse realista […] En sitios como en los llanos o en los
lejanos campos donde era muy difícil que llegara la voz del sacerdote, donde
apenas se tenían nociones vagas de lo que era el Cristianismo, mal iban a
saber lo que significaba el Rey. Aquellas insurreccionadas montoneras que
iban saqueando y matando blancos, cometiendo sacrilegios en las iglesias,
ensangrentando altares, no podían ser jamás realistas, ni representantes del
orden y la religión. Lo que sucedía era que aquellos hombres abrazaban las
banderas realistas como un pretexto para satisfacer sus odios de clase, para
realizar la libertad social que anhelaban (11).
Estas afirmaciones señalan el desconocimiento del colectivo en torno al
proyecto político que más le convenía, reafirmado por medio del adjetivo “mon-
toneros”. Se trataba entonces de seres incapaces de distinguir la causa ideológica
fundamental de sus acciones. Es decir, para Uslar Pietri, los “rebeldes” enun-
ciaban posiciones políticas poco respetables, dado que no entendían del todo
los alcances o el significado trascendente de los grupos ideológicos a los que se
adscribían. Por ello, era urgente señalarle al pueblo el camino de la verdad, aun-
que éste no fuera capaz de reconocerlo; explicarle cuál es la verdadera ideología
que lo mueve, aunque el actor niegue identificarse con el proyecto en cuestión
y justificar la existencia de una individualidad con este poder simbólico dentro
del mapa subjetivo de la nación, pues Simón Bolívar –el indiscutible padre de
la Patria– ya había desempeñado esas mismas funciones siglo y medio antes de
que los historiadores lo hicieran.

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El sujeto desideologizado entra en conflicto evidente con los intelectuales
positivistas, quienes en la década de los cincuenta se encontraban en situación
de emergencia. Esta pugna se hace más evidente aún cuando se revisan los
programas de enseñanza de la Historia que dominaban la escuela venezolana
desde finales de la década de los cuarenta. María Díaz de la Fe, en su Estudio
de los programas de historia de Venezuela de 5to grado desde 1944 hasta nuestros
días y su uso por parte de los docentes (1998) establece:
Al presentar los contenidos históricos del programa de Quinto Grado de
Primaria (objeto del presente análisis) por grandes temas, sigue siendo un
simple programa de carácter cronológico, de abundante contenido, que
tanto se critica en los Programas, así se tiene que en Quinto Grado se veía
toda la “Vida Política de Venezuela desde la disolución de la Gran Colombia
hasta la actualidad”, para en sexto grado englobar todo el conocimiento
histórico visto desde el primer Grado, hasta “Venezuela República Indepen-
diente” que se estudia en sexto grado ( 38).
Según lo establecido por la autora, el pensamiento positivista que pretendía
regir la historiografía en la década de los cincuenta buscaba negar cualquier
posibilidad especulativa e, incluso, interpretativa de los acontecimientos. Un
gesto que, a pesar de los esfuerzos realizados por el Estado en esos años, hubiera
podido limitar el asentamiento del nacionalismo en la enseñanza de la Historia.
A pesar de ello, la penetración del ensayo historiográfico y la novela histórica
dentro del canon literario nacional sirvió como correlato a esta larga lista de
sucesos sin implicación política aparente, lo que permite afirmar que la despoli-
tización de la enseñanza de la Historia servía a un mismo tiempo para imponer
una supuesta lógica racional como única forma de acceso al pasado.
Basta con revisar algunos de los manuales didácticos de esa época para notar
esta compartimentación. Por ejemplo, en el año 1952, el Individuo de número
de la Academia Nacional de la Historia, Jesús Antonio Cova, publicaba por
primera vez su texto Historia de Venezuela. Desde el descubrimiento hasta nuestros
días, un libro que para 1955 se había reeditado doce veces y que por entonces
aparecía acompañado de un prólogo de Luis Correa. En los textos de cada uno
de estos historiadores se traslucía una necesidad de establecer la utilidad social del
pasado y, sobre todo, de adecuarlo a una sociedad venezolana que se encontraba
en pleno período de refundación. Concretamente, en el apartado “La enseñanza
de la historia”, Correa afirmaba:
En Venezuela esos fenómenos se reflejan aún con mayor dolor y descon-
cierto. Nuestra sensibilidad es americana, y nuestra cultura europea. De aquí
las formas dramáticas que reviste la lucha sostenida a través de los años por
la minoría escasa que pretende imponer formas de civilización avanzada a
un pueblo en el primer grado de su evolución. La Historia ha sido desde
los comienzos de la batalla una de las armas mejor blandidas para herir el
corazón de las multitudes (12).

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Con este tipo de afirmaciones, Cova ponía en evidencia que, para la década
de los cincuenta del siglo XX, la construcción de una Historia nacional desem-
peñaba dos funciones principales: la búsqueda de una conciencia que soportara
en el imaginario la definición del “sujeto venezolano” y la reafirmación de un
intelectual, encargado de mediar entre “el pueblo” y la identidad que, categóri-
camente, “el pueblo” debía aceptar como suya. O, lo que es lo mismo, Correa
sugiere como fundamental la enseñanza de la Historia patria para consolidar la
occidentalización del pensamiento venezolano y, a la vez, empoderar a quienes
se encargaban de este proceso.
De esta manera, en el texto se trasluce que el enfrentamiento originario al
imperio español, a partir del cual se estructuraba “la historia de la emancipación”,
debía ser sustituido por un pacto, por un proceso de negociación con un único
término reprochable hacia la cultura europea: la igualdad y no la especificidad del
territorio dominado. Según Correa, el discurso racional debe ir acompañado de
dos elementos más: la búsqueda de una estética que, de algún modo, acerque el
discurso historiográfico a la práctica literaria y la función prospectiva que tiene la
reorganización del pasado. En otras palabras, si bien el autor comenta que Jesús
Antonio Cova es un intelectual de conocimientos probados, también sugiere
que su forma de exhibir este saber es eminentemente narrativa y apasionada,
lo que le permite presentar un supuesto viraje histórico como la continuación
deseable de la dinámica social instituida.
Entonces, se torna por demás curioso que al leer directamente el texto de
Cova emerja una mirada del pasado marcada, en primer lugar, por un patriotismo
básico e indiscutible sobre el cual se fundamenta la identidad y, en segundo
término, por la glorificación de ciertas tipologías sociales –héroes patrios,
intelectuales orgánicos, estereotipos de los diversos sectores socioeconómicos
de la población– conducentes a admitir el orden político como natural y evitar
de ese modo cualquier cuestionamiento. El fragmento del texto que mejor da
cuenta de ello es, curiosamente, un apartado brevísimo, que lleva por título
“Cultura intelectual desde 1890 hasta nuestros días. Venezuela contemporá-
nea”. Tras la declaración de haber iniciado en la última década del siglo XIX
una “verdadera y estable era de paz que ha fructificado en todas y cada una de
nuestras actividades, permitiendo a las Artes, las Ciencias y las Letras, florecer
sin ninguna interrupción” (Cova 192), el autor establece como “hombres de
letras” y “hombres de Historia” a un grupo de intelectuales con un perfil muy
claro. Literalmente, asegura:
En las ciencias históricas y sociales son igualmente notables: Pedro M. de
Arcaya, José Gil Fortoul, José Ladislao Andara, L. Vallenilla Lanz2, Rufino

2 Como se verá posteriormente, los historiadores referidos por Cova en este texto, se agrupan
en torno a una única forma de hacer Historia. Todos se agrupan bajo el signo del conocimiento
positivo que hace de sus discursos verdades incuestionables. En este mapa, la influencia de Lau-
reano Vallenilla Lanz es muy representativa, pues las teorías de este historiador, esbozadas pocos
años antes de que el texto de Cova fuera publicado, ya demostraban los mecanismos de pro-

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Blanco Fombona, Eloy G. González, Carlos A. Villanueva, Ángel César
Rivas, Lisandro Alvarado, Francisco Jiménez Arráiz, Francisco González
Guinán, Vicente Lecuna, José E. Machado, Vicente Dávila, Luis Correa,
Caracciolo Parra Pérez, Samuel Darío Maldonado, Alfredo Jahn, monseñor
Nicolás E. Navarro, Luisa Alberto Sucre, Andrés Ponte, Cristóbal Mendoza,
José Santiago Rodríguez y Caracciolo Parra León (194).
El posicionamiento de Cova en favor de la concepción positivista de la his-
toriografía y la utilización de la objetividad científica para soportar un régimen
presidencial se evidencia en este fragmento. De hecho, la lista de historiadores
ilustres aquí esbozada no difiere demasiado de la que definió Nikolaus Werz,
cuando en su texto “El pensamiento político en América Latina” (1995) formuló
un mapa de los grandes positivistas del país3. Sin embargo, al leer estas asevera-
ciones resalta que la enumeración comprende una serie de voces fundamentales
en el proceso de legitimación del régimen gomecista, es decir, los nombres se
encuentran concatenados gracias al uso de la pretendida objetividad científica.
En este sentido, se trasluce la presencia de dos materialidades dominantes
de la forma de pensamiento que Correa y Cova han demostrado manejar: la
nación y los hechos que la han constituido. Esta necesidad de reafirmación se
fue intensificando con el paso de los años, así pues, para 1957, en el libro de
Caracciolo Parra Pérez titulado Trazos de la Historia Venezolana se podía leer
una explicación dedicada a elogiar los textos del autor, por medio de afirma-
ciones tales como:
La diferencia entre el verdadero historiador y el simple aficionado a cuestiones
históricas encuentra su mejor imagen en la comprobación de un sólido espí-
ritu cronológico que no se extravía nunca en cuanto a la condición y natura-
leza de los hechos. Así, es posible para el primero estudiar un caso que pueda
parecer particular, un incidente trascendental o no, y situarlo automática-
mente en el cuadro del tiempo y del espacio, siempre que posea conocimientos
suficientes para tallar el relato en sus cuatro dimensiones: tal una piedra que

ducción identitaria refrendados en la década de los cincuenta. En su propuesta del “Gendarme


necesario”, por ejemplo, Vallenilla Lanz (1911) empleó como soporte las teorías evolucionistas
para justificar la existencia de caudillos en el país. Entonces, la recuperación de esta figura en
la década cincuenta del siglo XX cumpliría dos funciones: conciliar el pasado imperialista de
España con el deseo de modernización mimética y, a la vez, legitimar a una figura única como
garante de ello.
3 Concretamente, afirma que: “Beltrán Guerrero distingue tres generaciones de positivistas en
Venezuela: a la primera generación pertenecen Adolfo Emst (1832-1899), Rafael Villavicencio
(1837-1920), Víctor Marcano (1848-1892) y A. Rojas (1826-1894). La segunda generación la
forman predominantemente los discípulos de Ernst y Villavicencio, y a ella pertenecen, entre
otros, como representantes de una biología positivista, Luis Razetti (1862-1932), David Lobo
(1861-1924) y Guillermo Delgado Palacios (1867-1931). El más conocido representante del
positivismo histórico es José Gil Fortoul (1862-1943). Fuera del ámbito universitario, habría
que mencionar sobre todo a José Zumeta (1860-1955). En la tercera generación sobresalen los
sociólogos deterministas Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), Pedro Manuel Arcaya (1874-
1958)y José Ladislao Andará (1876-1922)” (Werz 60).

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se incruste sin empujar la bóveda o el frontón para que se incruste sin dejar
grietas que sea necesario encubrir luego con yeso o masilla (7).
El comentario en cuestión no tiene firma. No obstante, el hecho de que
aparezca en una publicación avalada por el Ministerio de Educación motiva
que los lectores lo asocien, de forma más o menos directa, según el caso, con
las políticas del proyecto desarrollista. Es decir, estas palabras –que a falta de
autoría bien podrían ser comprendidas como universales– establecen que para
conseguir el nuevo ideal nacional se requería la presencia de un pasado único,
definido por un intelectual de corte enciclopedista, capaz de abarcar muchas
–o acaso todas– las áreas de conocimiento humano.
La rememoración se devela entonces como uno de los hilos conductores de
la dinámica social, dado que tiene la capacidad de agrupar a los ciudadanos,
indicarles cuál es su función dentro del mapa cultural del país y, a la vez, diseñar
los límites del espacio geográfico. Es decir, desde esta perspectiva del conoci-
miento, la historia, la historiografía y la escritura de la memoria constituyen
instituciones especializadas, encargadas de distribuir la relevancia y el prestigio
político entre los entes que reconstruye.
Se niega entonces el nexo de reciprocidad entre los sujetos historiados y
los sujetos historiadores para dar cabida a un vínculo de dominación que no
admite revisiones jerárquicas, ni replanteamientos. Pese a ello, el hecho de
que se mantenga una separación clara entre el objeto rememorado y el sujeto
que rememora le niega al pasado la posibilidad de resignificarse a partir de su
circulación en el discurso y, lo que quizás resulta más descriptivo, inhabilita a
quienes lo reconstruyen desde otras posiciones menos centrales a inscribirse en
su propia memoria.
El texto afirma que al reconstruir el pasado de la nación y/o del continente,
si bien debe haber una inquietud por las circunstancias de la opresión y el inicio
de las independencias, también se debe producir un conjunto de nociones des-
criptivas que permitan aplicar las categorías teóricas dominantes. Se debe buscar
la especificidad de la Patria a partir de sus puntos de encuentro con la categoría
“Nación” diseñada desde el pensamiento occidental. Por ello, no es posible
admitir como espacios de conocimiento válidos las incursiones en el pasado
desde registros no oficializados, ni visiones epistemológicas no positivistas.
La mayor paradoja en torno a este planteamiento se concreta hacia el final,
cuando se sugiere la urgencia de “hacer nación”, en la misma medida en que se
niega la capacidad creativa, volitiva y narrativa de la práctica histórica. Quizás
por ello, esta presentación de un modo único de hacer Historia provocó, desde
el inicio de la década de los cincuenta, una réplica dentro de la prensa nacional.
Surgieron entonces una serie de interrogantes en torno a la práctica historio-
gráfica en la Venezuela de los cincuenta y, por extensión, sobre las escrituras de
la contramemoria: ¿hay una demanda de enseñar o de abolir las historias? Si el
pasado es universal y común a todos los hombres ¿los acontecimientos históricos

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no tienen autoría concreta? A partir de esta particularidad, es posible deducir
que si bien La mujer del caudillo parece, en una primera lectura, haber nacido
por un deseo autoescritural, su posición frente a la historiografía está asociada
a otras voces intelectuales de la época.

III. La recuperación del pasado:


La mujer del caudillo frente a la Historia

La movilización de la historiografía tradicional, la reubicación del sujeto feme-


nino y, sobre todo, el rediseño de su vínculo con el poder propuesto en La mujer
del caudillo dejan al descubierto una nueva forma de rememorar. Ciertamente,
Nery Russo, al igual que cualquier autor de un manual escolar de la época, da
por sentado que la Guerra de Independencia ocurrió y que los relatos que cons-
truyen este acontecimiento son necesarios para sobrevivir en el presente. A pesar
de ello, también señala que la Independencia venezolana está constituida por
una red de fenómenos reconstruibles y variables, por tanto, no narra ninguna
certeza sobre la “acción” de los protagonistas del pasado, sino que transfiere, en
distintos momentos de la novela, cada certeza individual sobre un hecho político.
Se inicia entonces un proceso de edificación de la identidad femenina que,
contrariamente a lo que se podía esperar del tono melodramático del discurso,
no deja como resultado una pasión incontrolable, sino la formulación de un
“afecto extraño”, que se asoma en forma residual tras la superación del miedo.
A este respecto, resulta locuaz que la transformación ideológica que operó en
la construcción de la heroína de este relato –que, además, trastocó su perfil de
señorita de sociedad y la convirtió en un sujeto deseante– se traduzca en una
modificación directa de su uso del lenguaje y, como consecuencia de ello, pro-
ponga un reencauzamiento de la estética de la novela rosa.
Para Russo la noción de elitismo no ha sido superada. De hecho, la figura
histórica de Juan Bautista Arismendi –junto con Simón Bolívar, José Antonio
Páez y José Félix Ribas– sigue siendo una de las identidades llamadas a con-
figurar ese grupo selecto que instaura y preserva los valores nacionales. Sin
embargo, en el momento mismo en que la autora penetra el discurso histórico
con la estética folletinesca, la jerarquía de virtudes se trastoca. La superioridad
del Caudillo vendrá dada entonces por su apego a las bodas, al rito de pedir la
mano, al amor incondicional de un ser prácticamente desconocido y no por sus
habilidades en la guerra. O, lo que es lo mismo, dentro de este texto, la apuesta
por el mantenimiento de una élite supone una rejerarquización de la polaridad
razón/pasión, reactivada en el pensamiento venezolano que circulaba en prensa
y en la Academia durante la década de los cincuenta.
Un episodio que ilustra muy bien esta propuesta es el relato de la boda
entre Cáceres y Arismendi. Cuando la unión matrimonial es presentada por
la voz narrativa, no contiene el despliegue de detalles esperables de un sujeto

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femenino, sino que se resume en unos pocos párrafos en los que emerge un “yo”
que registra más que una mujer que experimenta. Luisa expone la alegría y/o
desesperanza de su madre, la emoción de su prometido y los interrogantes de
su hermanito, sin relatar su propia emocionalidad. Aún más, en los primeros
episodios en los que, finalmente, ya se ha convertido en “la mujer del caudillo”,
la protagonista afirma:
Los días posteriores a nuestra llegada fueron para Arismendi de una abso-
luta felicidad. A veces era el hombre adusto, enrevesado con esas cuestiones
que yo jamás hubiese imaginado, a no ser porque más tarde me las ha ido
haciendo conocer con toda la perspicacia de que es capaz un hombre de su
edad. En oportunidades era como un adolescente que abandonaba la Casa
de Gobierno para llegarse hasta la nuestra con cualquier fútil pretexto, el
regalo de un caracol marino, una fruta producida en el patio de la casa, u
otra cosa (112-3).
Por contraste, añade:
Una mañana, mientras nos entregamos a nuestras labores sobre la árida tie-
rra salobre, me he quedado asombrada. No sabía que el fruto de nuestro
trabajo aparecía tan pronto. Juan refiere algo que no escucho porque estoy
perpleja. Tal vez alude a lo bien que se vive cuando podemos olvidar… sobre
todo, cuando se han tenido sufrimientos…
-Mira, Juan. – Interrumpo.- Cómo han ido brotando las plantillas ¿Te acuer-
das que hace a penas unos días dejé entre la tierra unas cuantas semillas?…
Eran de tomate, ¡mira!… Dentro de poco estaremos cosechando […] Ahora
ya puedo decir que hay algo en el mundo verdaderamente mío, creado por
mí misma (113).
En este contrapunteo de los protagonistas enmarcado en la experimenta-
ción de la vida de casados, se hace más obvio el desplazamiento mencionado.
El héroe patrio jerarquiza la cotidianidad, la improductividad y el intercambio
amoroso por encima de la emancipación y la organización del territorio que
debía desarrollar como Gobernador. Paralelamente, esta paradoja que –no sin
ironía– muestra la autora genera un punto de reflexión inevitable en torno a
la discrecionalidad en la construcción de la Historia. Según el perfil que se le
ha asignado a cada personaje, la elección de los temas y las prácticas sociales
que cimentarán el funcionamiento de un ser en sociedad son absolutamente
arbitrarias y no estarán marcadas genéricamente.
Es decir, ni el General Arismendi, ahora reducido a la categoría de “Juan”, está
en la obligación de aferrar su conducta social a la improductividad manifiesta
en “regalar unos caracoles”, ni Luisa Cáceres, ahora convertida en “la mujer del
caudillo”, debe reconstruirse desde el proceso de producción de alimentos que
ha presentado como el fin de sus acciones, y aunque –a simple vista– la lectura
que hace cada uno de la vida de casados pareciera invertir los roles tradicionales
asignados al hombre y a la mujer, ninguno de los dos sujetos resultará más o

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menos historiable que otro. La relevancia de su participación en un momento
pasado de la Patria se deberá única y exclusivamente a las anclas de identificación
elegidas por la voz que enuncia.
Esta discrecionalidad resultaría desconcertante si se lee La mujer del caudillo
como una novela histórica. No es posible percibir como una prioridad en el
discurso de Nery Russo la deslegitimación de la Guerra de Independencia de
Venezuela ni de ninguno de los héroes que la componen. No hay un despren-
dimiento de estos referentes, ni al momento de delimitar el territorio nacional
ni cuando se define la identidad. A pesar de ello, en este texto se deja claro que
es posible revisar desde otra perspectiva los hechos y sus ejecutores, lo que des-
emboca en una transformación de la práctica histórica que si bien no consigue
escapar a los ejercicios de supresión y negación, sí logra abrir la puerta para
generar nuevos mecanismos de valoración.
Entra entonces dentro del debate el subtítulo de “biografía novelada” que
la escritora le asignó a su libro. Ciertamente, dentro del texto, Luisa Cáceres de
Arismendi se establece como un individuo central, cuyas peripecias parecen ser
relatadas en cada página de la novela. A pesar de ello, cuando la protagonista ya
ha contraído matrimonio con Juan Bautista Arismendi deja de ser contada por
una voz del futuro y comienza a narrar –en su contemporaneidad– a un héroe
patrio. Esto dificultará la detección en esta obra de un sujeto político concreto,
destinado a posicionarse sobre su doctrina y frente al Estado, tal como podría
encontrarse en una “novela biográfica” tradicional. Por el contrario, la referencia
a la mujer que siembra y produce comida, ante el hombre que contempla y recoge
las frutas que ella ha cultivado, destaca la existencia de ciertas individualidades
que se tornan inteligibles desde una aproximación antropofilosófica, más que
desde una mirada histórica positivista.
Incluso, es posible descubrir un doble recorrido en el diseño de Luisa Cáceres
de Arismendi como personaje pues, por un lado, su expresividad le permitirá
definirse como sujeto de su propia Historia, al tiempo que –desde el preciso
momento en que decide proteger a su marido– comienza a protagonizar también
la Historia de Juan Bautista. Esto le restará a la concepción de la historiografía
propia de mediados del siglo XIX el tono de universalidad abstracta que la había
definido y acercará el diseño de la memoria nacional a la concreción de ciertas
individualidades.
En este doble tránsito no hay un enfrentamiento de roles, de límites ni de
alcances sobre el personaje, sino que Russo –de forma acrítica y sobremocionali-
zada– inscribe a la protagonista en el fragmento de Historia que desea destacar,
más allá del carácter épico o de la trascendencia dentro del pensamiento político
venezolano que se le haya podido atribuir. Por eso, asignará a Luisa Cáceres una
serie de posicionamientos públicos y privados en la misma medida en que su
discurso emplee la reconstrucción historiográfica para legitimarlos. Por ejemplo,
el General Arismendi consigue huir cuando, finalmente, asiste a la fiesta donde
“una mujer que no sabe de política” le tiende la emboscada. Por eso, detienen a

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su esposa y la encierran bajo la custodia de la familia Amnés. Una vez detenida,
las voces femeninas encargadas de vigilarla cuestionan la existencia real de la
autoridad y, lo que es aún más interesante, se preguntan por la legitimidad del
supuesto delito. Así se refuerza la tendencia a feminizar la historia que ha pre-
sentado la autora desde el comienzo del texto:
aguzo mis oídos y escucho cómo reprenden a Germana; entonces es cuando
sé cómo se llama la joven amiga; la voz del señor Amnés resuena nerviosa:
- ¿No les he prohibido de manera terminante que se acerquen al cuarto de
esa señora?… ¿Por qué me desobedecen?
Angustiada la joven protesta lloriqueando:
- Pero, padre; no veo qué pueda haber de maldad en eso. Después de todo,
no es más que una pobre mujer afligida que está muriendo de tristeza […]
¿Cómo es posible que no comprenda cuándo está padeciendo esa infeliz? Y
nosotros que somos mujeres ¿cómo pretende usted que vayamos a mirarla
como un animal?
- Todo eso lo reconozco quizás con mayor claridad que ustedes, pero, el total
es que no debemos comprometernos. Imaginémonos cómo nos tratarían
si nos pescasen en un momento cualquiera en buen trato con la prisionera
(137- 8).
En esta primera fase acerca del encierro de Luisa Cáceres, la cárcel adquiere
un simbolismo peculiar, pues se trata, sencillamente, de una casa de familia
donde los roles enraizados en cada género se conservan a la perfección. Como es
obvio, ni la niña que se supone dueña del espacio de confinamiento ni el padre
encargado de “vigilar” a la protagonista se muestran como personajes autóno-
mos, con capacidad de movimiento y decisión. Aún más, Russo no imprime
diferencias importantes entre las privaciones que se le imponen a Germana y
las que padece su prisionera. Con ello, además, se le resta poder simbólico al
personaje encargado de reprimir, frente a aquel permanentemente vigilado. En
esta obra, ambas funciones se confunden y desestabilizan los lugares de poder
desde donde se ejercen.
De igual forma, cuando hacia el final de La mujer del caudillo, Luisa Cáceres
termina encerrada en un convento confiesa que en compañía de la abadesa se
siente más segura que bajo el dominio seglar. Demuestra, entonces, una com-
plejidad subjetiva que evitará su incorporación a cualquier archivo histórico.
La singularización del significante “mujer” o, en ocasiones, del significante
“pueblo” convierte la experiencia vivida y relatada por el personaje en un hecho
desconocido para la Historia nacional y, por lo tanto, imposible de medir con
los otros sucesos registrados en la primera mitad del siglo XIX. Puede verse en
este gesto de rememorar en el encierro, un deseo de revisar los límites del pasado
y su capacidad performativa. No por casualidad cuando Luisa es obligada a
abandonar el convento, una vez más, se renueva esta idea:

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- Rogaremos [La Abadesa y las hermanas] mucho a Dios por tu felicidad,
niña [Luisa Cáceres de Arismendi].
- Gracias, buena Madre. Y créame usted que lamento en lo más profundo
de mi alma tener que abandonar esta casa de santas mujeres en la cual he
recibido tan buenas atenciones.
- Tal vez nosotras lo lamentamos tanto o más que tú, querida Luisa, más
aún conociendo tu bondad y las bellezas que encierras en tu alma. Creo así
mismo que todas las hermanas estarán igualmente satisfechas de tu com-
portamiento y de tu colaboración en cuanto a los trabajos realizados últi-
mamente […] Cuídese mucho, señora. Recuerde que su salud es precaria…
- Gracias, gracias, hermanas. Siempre os recordaré como una de las pocas
épocas hermosas que he tenido en mi vida… Si alguna vez tuviera necesidad
de un verdadero reposo espiritual, volveré a este convento (223).
En este episodio vale la pena observar los mecanismos de inscripción testi-
monial llevados a cabo por la protagonista. En esta intervención, Luisa les abre
un lugar al interior de un testimonio individual, tanto a la Abadesa como a las
hermanas. Al hacerlo, las instituye como referente de bondad. No hay, dentro de
esta representación, una evaluación ideológica, sino moral, lo que –a diferencia
de las experiencias vividas entre los militares– desencadena en la protagonista
el deseo de volver a esa alternativa de encierro. Ciertamente, la caracterización
de Luisa, en este caso, está más referida a su hacer –aunque presumiblemente
se trate de labores domésticas similares a aquellas leídas como tortura en Santa
Rosa– que a su ser. En este proceso, tanto las hermanas como “la mujer del
caudillo” dejan claro que la constancia de su probidad no está contenida en el
territorio desde donde se mira, sino en aquél desde donde se es mirado.
Así pues, a contrapelo del discurso historiográfico, la protagonista establece
que solo estará en capacidad de recordar un texto con pretensiones de credi-
bilidad, más emocional que racional y que dé cuenta de una subjetividad más
digerible, lo que equivale a hablar de una identidad menos monolítica, menos
universal y menos concluida. Es decir, si bien de esta novela puede desprenderse
que no existe una “verdad histórica”, también se puede deducir que cuando las
subalternidades negocian directamente con su propio pasado, llegan a erigirse
como sujetos memorables, como individuos legibles cuya cotidianidad es tra-
ducible para los registros de la intelectualidad.
Ciertamente, ni el encuentro ni la interacción de Luisa con el grupo de
religiosas son relatados con detalle, quizás porque no se trata de una materia
susceptible de ser discursivizada; sin embargo, se señala su presencia a manera
de un nuevo ethos que determina esta recuperación de la memoria. Pese a que
en este episodio asoma algo de la ética cristiana empleada políticamente en la
década de los cincuenta para reinscribir a la mujer escritora al interior del hogar,
el resto de la obra da cuenta de dos subjetividades disonantes con este patrón
de conducta: un sujeto femenino autorizado a fijar la memoria, como Luisa, y

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otro que, un siglo después, escribe “como un hombre letrado” y contamina el
espacio de la alta cultura con formas que hasta ahora no le eran fáciles de asir.
Curiosamente, la aparición de estas dos identidades desencadena una mayor
violencia. En las últimas páginas del texto, la exclusión simbólica ejercida sobre
Luisa Cáceres es mucho más frontal hasta llegar a entremezclarse con el disci-
plinamiento físico, hecho paradójico que provoca una reafirmación permanente
de su individualidad como sujeto histórico y de su capacidad para producir
discursos de la memoria.
Incluso, podría afirmarse que la presencia de Luisa Cáceres fuera, dentro y
más dentro aún del hogar durante el enfrentamiento bélico, le brinda la posibi-
lidad de emitir un discurso acerca de un territorio necesario pero desconocido
para la autoridad de su esposo, Juan Bautista Arismendi o, lo que es lo mismo, la
lleva a cumplir funciones de cronista que, como tal, debe responder a los intereses
del receptor que consume su discurso y del sistema ideológico que lo demanda.
Entonces, la mujer del caudillo concluye su travesía épica como “una pobre
niña”. Sin embargo, la imposición del relato le brinda la posibilidad de elegir
un territorio dentro del discurso, dentro del pasado y dentro de la práctica his-
tórica. La autoridad del cronista, habitualmente fundamentada en su condición
de viajero y traductor, en este caso es usurpada por una mujer que dice y, como
tal, tiene la posibilidad de revisar categorías fundamentales. No se trata pues
de una viajera tradicional que clasifica y ordena un territorio desconocido, sino
de una voz errante que se pronuncia sobre hechos aceptados en el imaginario
como verdaderos.
Desde esta perspectiva, la novela La mujer del caudillo no constituiría una
crónica extra-territorial, sino una incorporación de otras voces y otros signifi-
cados a un lugar geográfico e histórico definido casi de manera irreversible. Del
mismo modo, esta expresión servirá para dejar claro que, si bien cualquier sujeto
histórico venezolano debe padecer la construcción de su origen, no tiene por qué
pertenecer de manera crítica al relato canonizado en torno a él.
Por ello, es lógico que Russo señale la incomodidad de los sujetos modélicos
nacionales ante la emergencia de ciertas heroicidades femeninas. Lo que resulta
más expresivo a este respecto es que la autora muestra a Luisa Cáceres como
un sujeto reivindicable por la Historia, desde el momento mismo de su libe-
ración. Es decir, empleando los argumentos del ejército patriota –y de quienes
lo reconstruían en la década de los cincuenta–, la narradora expone que este
colectivo no “representaba” a los venezolanos en su totalidad, sino que pretendía
“normalizarlos” a partir de un proyecto político.
Hay pues un distanciamiento de la utopía bolivariana por demás infrecuente
para el momento de publicación de la novela de Russo que permite pensar –a la
vez– en una nueva ética. Luisa Cáceres de Arismendi, como personaje, se realiza
a partir de la experiencia tangible y no desde el discurso de su marido –a quien,
por cierto, casi no conoce para el momento en que emprende su viaje–, lo que
convierte todo el proceso de enunciación contenido en la obra en un acto de

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habla, con un tono tan pragmático como el de la reconstrucción historiográfica.
Esta “novela biográfica” podría ser considerada entonces un territorio híbrido
donde se relata una identidad que, a su vez, ejecuta una serie de acciones para
llegar a ser.
El título de la obra se torna inestable, pues hacia el cierre del texto, cada vez
más, “la mujer del caudillo” pasa a ser un espacio atópico, dispuesto a recibir
discursos y representaciones nuevas. Ciertamente, hasta la última línea del relato,
tanto Arismendi como el resto de los personajes masculinos pensarán a Luisa a
partir de su adecuación a los modelos de feminidad regentes en el pensamiento
decimonónico venezolano. Sin embargo, Russo no solo le otorga al personaje la
capacidad de responder, sino que además, recupera la voz narrativa omnisciente
que desapareció en las primeras páginas del texto para que, en una suerte de
repetición significante, refiera el discurso biográfico tradicional:
Los últimos años de su vida transcurrieron para Luisa en una absoluta
paz, alejada por completo de la sociedad y el bullicio, recluida en su gran
mansión situada entre San Mauricio y Veroes […] No quiso saber más del
mundo ni de la sociedad, en la cual le correspondía actuar, por principio y
en su condición de esposa del general Arismendi; y sólo vivía entregada a su
marido y a los suyos.
La historia más verídica de su vida la relataba Luisa a uno de sus yernos, el
doctor Mariano Briceño, quien contrajo matrimonio por primera y segunda
vez, con dos hijas de ella. Cuando la familia se reunía para charlar en el gran
salón del hogar, el doctor Briceño hacíale preguntas, y mientras ella relataba,
a escondidas, el secretario, a través de una espesa cortina, iba tomando datos
que más tarde le sirvieron para enriquecer la historia de Venezuela (280-1).
En este cierre de la novela se hace más obvia aún la propuesta de la autora
que subyace a buena parte del texto y que consiste, principalmente, en trastocar
el tono sufriente y melodramático que debía caracterizar a Luisa Cáceres, en
tanto heroína épica, en un personaje triunfante que –si bien termina siendo una
madre y esposa, como asignaba el pensamiento perezjimenista a las mujeres
virtuosas– también se convierte en un personaje con “Historia verdadera”, es
decir, cognoscible y cognoscente dentro de la construcción identitaria venezolana.
Así pues, este ejercicio de negociación abre un espacio para “la mujer letrada”
en la reconstrucción histórica que se llevaba a cabo en la década de los cincuenta
en Venezuela. Según lo aquí relatado, la protagonista –y, por extensión, la autora–
son las encargadas de historizar estos espacios atópicos, para reinscribirlos en
la memoria nacional4.

4 Aunque la década de los cincuenta constituye el territorio ideal para este proceso de des- y rehis-
torización de la nación desde una mirada femenina y, como consecuencia de ello, periférica, es
indudable que en Venezuela existieron desde finales del siglo XIX una buena cantidad de ante-
cedentes de este gesto, manifiestos en voces como las de Lucila Palacios, Blanca Rosa López,
Belén Valarino Sucre o Ana Mercedes Pérez, por sólo mencionar algunos ejemplos.

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IV. A la manera de Luisa: la rehistorización de las identidades

El diálogo con las políticas de Estado desde la escritura narrativa –así provenga
de un grupo humano estigmatizado o de un colectivo más azaroso que racio-
nal– constituye un caldo de cultivo para que las subjetividades (ex)céntricas se
fortalezcan y persistan. Estas “escrituras del debate” permiten, además, el desa-
rrollo de morales públicas alternativas contenedoras de un pacto de convivencia
renovado, según el cual –la mayoría de las veces– ciertas omisiones que podían
parecer despreocupaciones inocentes pasan a ser leídas como actos de violencia
epistémica, como incurias que impiden la integración social de subjetividades
no heroicas a los procesos oficiales de historización nacional.
En el caso particular de las mujeres venezolanas que se han abocado a recons-
truir el pasado de la Patria surgen algunas particularidades dignas de reflexión,
cuya presencia, además, ayuda a pensar la obra de Nery Russo como un camino
enrevesado donde se da cuenta, al mismo tiempo, de varias generaciones de
sujetos femeninos. Por ejemplo, en su trabajo De médicos, idilios y otras historias
(2000), Paulette Silva señala que desde el siglo XIX, las venezolanas tuvieron
un lugar en la rememoración del pasado, a pesar de ello, aclara que
En la medida en que lo histórico es patriótico, en que la historia se concibe
como una manera de representar e imaginar la patria, las mujeres están inclui-
das a finales de siglo [XIX], si no es que ellas son la representación misma de
la república, la patria y sus virtudes, como creo. De hecho, como maestras de
las nuevas escuelas que comenzaron a multiplicarse a raíz del famoso decreto
de instrucción pública, las mujeres enseñaron historia y geografía para lo cual
unas pocas, como Antonia Esteller, redactaron sus propios textos para el uso
de sus alumnas. Más aún: los libros escritos por Esteller sobre este asunto,
Catecismo de Historia de Venezuela y Apuntes de Historia patria, fueron
declarados para la enseñanza de la materia en Venezuela (162).
Miguel Gomes, por su parte, hace un aporte que pudiera parecer contrario
al de Silva cuando asegura que “el lugar de enunciación [que] solían elegir las
narradoras nacionales [decimonónicas]: es el de la ucronía, donde futuro, presente
y pasado son categorías borrosas” (555).
Si se trata de armonizar estas dos posturas, se estaría hablando de un proceso
descrito por varios teóricos de la cultura, para quienes la discursivización exce-
siva de un individuo, si bien puede crear un espejismo de inclusión, acaba por
convertirse en una reducción del sujeto a un lugar rígido e incuestionable en el
imaginario. Es decir, más que una integración de voces, la relación mujer-patria
estaría funcionando como un ejercicio de objetivación de las venezolanas cuya
recurrencia se mantiene aún en el siglo XXI.
A pesar de ello, Silva también indica la concepción de un desplazamiento
de funciones en apariencia inofensivo –pues solo involucra a un público infan-
til– pero con posibilidades de registrar la existencia de un sujeto femenino que
selecciona, ordena y describe sucesos del pasado, con el aval del Estado. Es decir,

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el hecho de que una mujer venezolana cuente cómo se fundó la nación que habita
demuestra que ella encarna un sujeto de enunciación (autor)izado para trascender
las ficciones domésticas. Esto devela, además, que ya desde el siglo XIX existían
venezolanas capaces de diseñar colectivos geográficos e identitarios y, desde ese
espacio de poder, jerarquizar su propio mapa cultural.
Surge entonces uno de los primeros elementos que particularizan la escritura
de Russo y es que si bien pudiera existir un puente entre las autoras de manuales
de Historia del siglo XIX y su propuesta de novela biográfica, la reconstrucción
del pasado que se propone en La mujer del caudillo aleja a los héroes patrios de
su condición militar y, con ello, “civiliza” los orígenes de la nación. No se trata
únicamente de infantilizar las batallas de la Guerra de Independencia o de darle
carácter reivindicativo a este movimiento, sino de proponer otro punto nodal
para pensar el pasado.
Este texto de Nery Russo se podría leer entonces como una biografía nove-
lada, pero no solo de la protagonista, sino también de la autora. En este libro,
una voz femenina reescribe la historia de una mujer-sujeto que, como tal, resulta
insuficiente para el mesianismo y para la erudición. Russo consigue hacerlo
porque, como lo indica en las páginas preliminares de la obra, ha accedido a la
interioridad de la familia Cáceres y, a la vez, porque existe un registro oral que
las descendientes de la heroína le han transmitido.
A través de esa mirada cargada de afecto, paradójicamente, se asoma de vez
en cuando una distancia analítica que la ayuda a contextualizar la representa-
ción de este sujeto en la historia. Al aportar algunos detalles sobre la Guerra
de Independencia, por ejemplo, Russo debe abandonar el lugar de testigo del
que se ha valido desde el comienzo de su discurso. Este proceso de separación,
precisamente, dejará en evidencia que la heroína melodramática improductiva,
sufriente y definida a partir de sus relaciones amorosas ya ha dejado de ser la
única mujer posible en el imaginario nacional.
En otras palabras, para comprender la figuración de la mujer en la Historia,
la escritora de mediados del siglo XX debe tomar distancia de su personaje.
Se ve entonces en la necesidad de ausentarse de la narración que la sostiene y
dejar claro que ella, como sujeto historiable, es una figura intelectual ajena a la
heroína decimonónica. Esta táctica se manifiesta en la separación de los distin-
tos mecanismos empleados en esta novela para ubicar a la mujer en el pasado.
Russo, a lo largo de La mujer del caudillo, alterna la percepción de la historia
en manos de la protagonista con su voz narrativa, la politización del pasado,
atribuida a la Historia oficial que a fin de cuentas se reproduce y la interpre-
tación de los mecanismos anteriores que ella se apropia progresivamente, para
–de este modo– contaminar las prácticas performativas que daban origen a la
“feminidad” nacional.
Ante ello, se hace posible comprender que este relato lineal, progresivo e,
incluso, determinista, si bien en apariencia persigue la valoración de un modelo
femenino altamente aceptado por la ética perezjimenista, también procura

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alcanzar un telos extratextual: el reconocimiento de un colectivo femenino
en la Venezuela de mediados del siglo XX, con posibilidades interpretativas y
discursivas suficientes para atribuirle a la nación un origen no bélico, no mas-
culino y no militar.
Esta voz señala entonces, con su sola presencia, una fuente alternativa para
la identidad, que altera el orden de los acontecimientos y erige la nacionalidad
como un hecho precedente a cualquier enfrentamiento fundacional. Es decir,
la Guerra de Independencia si bien determinó el principio de la Patria para
quienes tomaron parte en ella, no era necesaria ni conclusiva para que otros
sujetos identificaran los límites de su nación y se definieran a partir de ellos. La
venezolanidad de Luisa Cáceres –y, por consiguiente, la de la voz que la cons-
truye dentro de esta obra– no es una herencia de los grandes héroes nacionales,
sino que existe de forma autónoma y simultánea a la vida los mismos. Por ello,
en este texto no es posible leer una interpretación social de la Guerra, sino un
señalamiento somero, su construcción como telón de fondo a otros orígenes,
otros momentos y otras figuras.
Es importante tener en cuenta que este universo delineado por Nery Russo
no se basa en la existencia de un pasado primitivo ni mucho menos en un terri-
torio ajeno a la idea republicana, sino que está fundamentado en la existencia
de una “sociedad humana”, que se sabe venezolana, pero que no se encuentra
estratificada a partir de una lógica bélica o de un pensamiento militar. Se trata
de la representación de un espacio históricamente definible que desnaturaliza
la Guerra de Independencia como el origen de la nación, aunque en ningún
momento niegue su existencia, su importancia o el carácter estructural de sus
protagonistas.
Ante el replanteamiento de las nociones “desde cuándo” y “para dónde”, la
recuperación de un sujeto letrado que se desenvuelve en medio de una travesía
épica sirve en La mujer del caudillo para descentrar la escritura historiográfica
y para agenciarse los métodos y la organización de esta disciplina. El resultado
es una fabulación que amplía los límites de la civilidad, hasta el punto en que
una abuelita viuda, que permaneció buena parte de su vida en el encierro, puede
figurar en esta narración.
Si el cuerpo de Luisa Cáceres como sujeto femenino, su propia voz y la voz de
la autora que la revive se erigen en este relato como las superficies donde recaen
los significados históricos y patrióticos ¿qué posibilidades quedan de leer la
nación sin tener en cuenta estas figuras? Es decir, ¿cómo se pueden comprender
estas identidades sin inscribirlas y/o derivarlas en/del pasado de la nación? Y
lo que es más inquietante ¿cómo se pueden distinguir algunos elementos de la
historia venezolana que no hayan sido contaminados por la presencia de sujetos
femeninos, civiles y portadores de una discursividad?
La historiografía se reduce en esta obra a la compartimentación de una
red de intercambios significantes formulada para reglamentar las identidades
posteriores a su creación. De ahí que con esta biografía novelada Nery Russo

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no niegue la eficacia de este mecanismo, sino que la use a su favor, se permita
dar cuenta de sí misma en el campo cultural venezolano de la década de los
cincuenta, momento en que el retorno de la mujer venezolana al hogar parecía
irrenunciable. O, como se expone en La mujer del caudillo, esta autora recupera
la Guerra de Independencia para mostrar cómo, más de un siglo después: “[la
hija de un profesor de Lengua o, en este caso, la mujer de letras] viene a conocer
las delicias de un hogar colmado de felicidad y alegrías, cuando consideraba ya
perdidas todas sus esperanzas de volver a vivir” (278)

Referencias bibliográficas
“Bibliografía - La mujer del caudillo - Editorial Ávila Gráfica”. Elite 1399 (1952):
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El Heraldo, 1949- 1958
El Nacional, 1949- 1958
El Universal, 1948- 1958
Revista Billiken, 1952- 1958
Revista Elite, 1949- 1958

Fecha de recepción: 19/09/2012 / Fecha de aceptación: 06/04/2013

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